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EL MANUSCRITO

por Bento

Abandonó el dormitorio junto con la esperanza de unos minutos más de sueño. Con los ojos
aún anclados en las imágenes persistentes de una pesadilla apocalíptica, atravesó el pasillo a
los tumbos. Tuvo la sensación —quimérica, por supuesto, pero él no lo sabía— de que su
cuerpo debía ser muy filoso para cortar la resistencia de un aire tan denso. ¡Maldito verano! Se
adentró en la sala. La penumbra sólo era menguada por la luz amarillenta de un foco de
alumbrado público que se filtraba por una grieta en la persiana. Tanteando muebles y paredes
llegó hasta el escritorio y se sentó ante él. Con resignación había aprendido a aceptar las
vigilias involuntarias como un obsequio, cual si un dios compasivo y providente, atento a su
ánimo nostálgico, le estuviera concediendo algo así como un “segundo día”, que él empleaba
en revolcarse juguetonamente en sus recuerdos. En realidad, no tenía más que un único
recuerdo, un recuerdo feliz.
Aguardó unos instantes que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad, bostezó larga,
pesadamente, se quitó una lagaña con el dedo, la hizo bolita y la tiró al piso, se acomodó, si
acaso era posible, en la silla de mustio fieltro rojo, suspiró rasposamente y tomó el manuscrito
entre sus manos. Se predispuso, como todas las noches que pasaba sin dormir, a corregir el
texto. Frunció el entrecejo apenas comenzada la lectura: algo no le gustó. Tomó un lápiz, tachó
“después” y se dijo: “No, todo ocurrió en el mismo instante”. Le hubiese gustado contar la
historia sin tener que desplegarla en el tiempo, pero eso en realidad no importaba demasiado
porque no se la estaba contando más que a sí mismo. ¿A quién más? No había nadie más.
Todos lo dejaban eventualmente, nadie toleraba lo que había en su interior: un alma en
suspenso embebida de nostalgia nominalista. Antes o después, todos se cansaban de
escucharlo suspirar y lamentarse por motivos absurdos: “¡Ay, si las cosas fueran perdurables
como sus nombres!”, decía, y se quedaba mirando el vacío. Era un espectro más que un
hombre, un no-hombre que paseaba entre los hombres levemente, sin mirarlos, ni a ellos ni a
nada. Para él estaba todo en las palabras. Lo que no se puede nombrar, no existe; lo que
dejamos de nombrar, perece.
Cambió “con una sonrisa” por “entre lágrimas” para obtener mayor musicalidad en una
frase. Súbitamente se le anudó la garganta. Después eliminó todos los adjetivos por considerar
que desviaban la atención de lo verdaderamente importante, pero entonces se le confundieron
todos los rostros y lugares. Ahora, lo verdaderamente importante no le había pasado a nadie
en ningún sitio. Se le humedecieron los ojos y el corazón le retumbó los tímpanos. Atribuyó
estos síntomas al exceso de sustantivos. ¡Sí, podía sentir la sustancialidad reventándole el
pecho! Borró varios de un plumazo buscando librarse del sopor, pero en vez de eso se le
durmieron las manos. Presagiando una fatalidad, se apuró a delinear algunos otros detalles, los
últimos. Acabó desechando también preposiciones, conjunciones, verbos transitivos y la
puntuación —que no es palabras—. El hormigueo fue trepando por sus brazos cansados y le
alcanzó el cuello, las sienes, los ojos. Entre vehementes latidos y una pena desconcertante,
llegó a dar el trazo final y murió triste ante el manuscrito, el que guardaba su recuerdo feliz.

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