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Frederic Bastiat - Sofismas Economicos
Frederic Bastiat - Sofismas Economicos
colector-Sofismas económicos
Frederic Bastiat
—Seis pipas de 20! Santo cielo! me quiere usted arruinar? Y hágame el favor de
—La primera se entregará a los acreedores del estado. Cuando se tienen deudas
lo menos que puede hacerse es pagar los créditos.
Una parte se empleó antes en cartuchos, que hicieron la más bella humareda del
mundo. Otra sirvió para pagar hombres que se hacían listar en la tierra
extranjera, después de haberla solado. Y después, cuando estos gastos hubieron
atraído a nuestro suelo a nuestros amigos, los enemigos no han querido
abandonarle sin llevar dinero, que fue preciso pedir prestado.
La satisfacción de decir:
—Una es necesaria para pagar los servicios públicos, la lista civil, los jueces que
hacen que se les restituya a usted el surco que su vecino quiere apropiarse, los
gendarmes que acosa a los ladrones mientras Ud. duerme, el caminero que
conserva el camino por donde va Ud. a la ciudad, el curo que bautiza sus hijos,
el maestro que les educa, y un servidor de Ud. que no le trabaja de balde.
—Enhorabuena, servicio por servicio, nada tengo que decir. Yo podría ajustarme
—Cree Ud. que sean demasiado dos pipas por su contingente en los gastos del
ejército y de la marina?
—Ay! bien poco es, comparado con lo que me cuestan ya, porque me han
quitado dos hijos que amaba tiernamente.
—A un valiente general del ejército, que será mariscal dentro de poco, si Dios le
da vida.
—Ninguno, razón por la que no está destinado a los musulmanes, sino a buenos
—¿No sabe Ud. que M.D... ha fundado una magnífica empresa, muy útil al país,
la cual bien compensado todo, deja cada año una pérdida considerable?
—Le compadezco con todo mi corazón; pero ¿que puedo hacer en ello?
—La cámara ha comprendido que si esto continuaba así, M. D... se vería en la
alternativa de ejercitar más su ingenio o de cerrar su fábrica.
—Pero que relación hay entre las falsas especulaciones de M. D..... y mi pipa.
XI El utopista
—Si yo fuese ministro de su Majestad...
—Y después?
Y es el estilo anticuado,
A aquellas negociaciones
—Muy bien; pero para realizar la utilidad por la justicia, se necesita algo más.
—¿Qué?
—La posibilidad.
—Ud. me la ha concedido.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo.
—¿Cómo?
—Ya me parecía que la concesión era muy arriesgada; porque al fin, ella implica
que la mayoría ve claramente lo que es justo, ve claramente lo que es útil, y ve
claramente que están en perfecta armonía.
—Y si viera claramente todo eso, el bien se haría por sí mismo por decirlo así.
—He aquí adonde me trae Ud. constantemente: a no ver reforma posible sino en
el progreso de la razón general.
—Así como a ver también que por este progreso toda reforma es infalible.
—A las mil maravillas; pero este mismo progreso preliminar es un poco largo.
Démosle por supuesto. ¿que haría Ud.? Tengo deseos de verlo ya en el trabajo,
en la ejecución, en la práctica.
—Le había oído antes decir a Ud. que le reduciría a cinco céntimos.
—Sí; pero como proyecto otras reformas, debo proceder con prudencia para
evitar el déficit.
—Bueno ya tiene Ud. otro déficit de otros 30 millones. Sin duda ha inventado
Ud. un nuevo impuesto.
—No es Ud. el único... Allá llegaremos; pero por lo pronto no es con eso con lo
que cuento.
—¿Cómo es eso, disminuye Ud. las entradas sin disminuir los gastos y evita el
déficit?
—Es Ud. ciertamente un rentista sin igual. No hay más que una dificultad.
¿Tiene Ud. la bondad de decirme cuándo pago yo un impuesto que éste no vaya
al tesoro?
—Cien francos.
—¿Y si hubiese Ud. hecho traer el paño de Verviers, cuanto le hubiera costado?
—Ochenta francos
—Pues bien; deme Ud. 10 francos para el tesoro; yo haré quitar la prohibición y
todavía ganará Ud. otros diez.
—¡Oh! ¡oh! principio a comprender. He aquí la cuenta del tesoro; pierdo cinco
francos en el correo y 5 en la sal: pero gano 10 en el paño; por consiguiente,
quedo en paz.
—Total 20 francos. Este plan me gusta mucho; pero, ¿que será del pobre
fabricante de paños?
—El saldrá ganando. Los 20 francos que le hago ganar a Ud. en el paño, se
aumentarán con los que le economizare además en el trigo, la carne, el
combustible, etc. Estos ahorros serán crecidos, y cada uno de sus treinta y cinco
millones de conciudadanos hará
una economía semejante. Hay lo suficiente para agotar los paños de Verviers y
de Elboeuf; la nación estará mejor vestida: eso será
todo.
—Tal vez haya dicho más de lo que debía; pero continúe Ud. la explicación de
su plan rentístico.
—De esta hecha no se dirá ya que el famoso axioma— “Se presume que nadie
ignora la ley” es una ficción. Veamos, pues, la tarifa de Ud.
—¿Cómo quiere Ud. que nuestras fábricas luchen con las fábricas extranjeras,
que tienen las materias primas libres de derechos?
—Estando dados los gastos del Estado, si cerramos este germen de ingresos, será
necesario abrir otros, lo que no disminuirá la inferioridad relativas de nuestras
fábricas, y obligará a crear y pagar una oficina más.
—A un franco el litro.
—A cincuenta céntimos.
—Ese es, pues, un derecho de importación. Pero si fuesen los pueblos limítrofes
los que hubiesen establecido la colecturía para utilidad suya ¿que sucedería?
—¿Por que no? Para que haya producto es necesario que haya en el país
instrucción, seguridad, caminos, cosas todas que cuestan.
—Por más que Ud. diga, salta a los ojos que semejante disposición paralizaría el
comercio y nos cerraría las salidas.
—Esa es una preocupación. Si Ud. pagase ese impuesto a más de todos los otros,
tendría razón; pero si los 100.000.000 recolectados por este motivo le librarían
de otros tantos impuestos, se presentará en los mercados extranjeros con todas
sus ventajas; y aún con más si este impuesto ha ocasionado menos embarazos y
gastos.
—He dicho que licenciaba al ejército, y no que desarmaba al país. Creo por el
contrario, que le doy una fuerza invencible.
—No me ha hecho Ud. ministro para dejar las cosas tales como están. También a
mi advenimiento al poder diré como Richelieu:—
“Los principios del Estado han cambiado,” y mi primer principio, el que servirá
de base a toda mi administración, es éste: “Todo ciudadano debe saber dos cosas:
proveer a su subsistencia y defender a su país.”
—Me parece a primera vista, que hay en eso alguna chispa de sano juicio.
—Por consiguiente, fundo toda la defensa nacional en una ley dividida en dos
artículos: Articulo 1o.— Todo ciudadano válido sin excepción, servirá en el
ejército durante cuatro años, desde los 21 hasta los 25, para recibir la instrucción
militar.
—He ahí una buena economía; licencia Ud. 400.000 soldados y hace diez
millones.
—Artículo 2o.— A menos que a los 21 años pruebe que sabe perfectamente los
ejercicios de pelotón.
—¡No esperaba esa salida! Es cierto que para evitar cuatro años de servicio,
habría en nuestra juventud una terrible emulación para aprender el: por el flanco
derecho, marchen! y la carga en doce tiempos. La idea es graciosa.
—Algo más que graciosa; porque al fin, sin llenar de luto a las familias, y sin
chocar con la igualdad, ¿No asegura al país de un modo sencillo y poco
dispendioso diez millones de defensores capaces de desafiarla colisión de todos
los ejércitos del globo?
—¡Señor utopista!
—Compro los caminos de hierro, pago las deudas, concluyo con el agiotaje.
—¡Señor utopista!
—Y ahora se la retiro.
nos dio los caminos de hierro: 1846 va a darnos la reducción de los impuestos
sobre la sal y sobre las cartas; 1850 nos reserva el arreglo de las tarifas y de las
contribuciones indirectas. La cuarta sesión es el jubileo del contribuyente. Todos
estaban, pues, llenos de esperanzas, y todo parecía favorecer al experimento. El
Monitor anunciaba que los ingresos aumentaban cada trimestre, y ¿que mejor
uso podía hacerse de esos ingresos inesperados, que permitir al pobre campesino
un grano más de sal para su agua tibia, una carta más del campo de batalla en
que se juega la vida de su hijo?
Pero ¿que ha sucedido? Como esas dos materias azucaradas que se impiden
mutuamente su cristalización, o como aquellos dos perros cuya lucha fue tan
encarnizada que sólo quedaron las dos colas, las dos reformas se han devorado
recíprocamente. Nonos quedan más que las dos colas, es decir, multitud de
proyectos de ley, exposiciones de motivos, informes, estadísticas y anexidades,
en las que tenemos el consuelo de ver nuestros sufrimientos filantrópicamente
apreciados y homeopáticamente calculados. En cuanto a las reformas en sí
mismas, no se han cristalizado; no sale nada del crisol, y la experiencia ha
fallado. Muy pronto se presentarán los químicos ante el jurado, para explicar este
percance, y dirán: Uno: —Yo había propuesto la reforma postal; pero la cámara
ha querido disminuir el gravamen sobre la sal, y he tenido que retirarla.— Otro:
—Yo había votado que se disminuyese el impuesto sobre la sal; pero el
ministerio ha propuesto la reforma postal, y no se ha ganado la votación.— Y el
jurado juzgando que la razón es excelente, principiará de nuevo el ensayo,
apoyado en los mismos datos, y encargando la operación al os mismos químicos.
Esto nos demuestra que, a pesar de su origen, puede ser que haya alguna lógica
en la práctica que se sigue al otro lado del estrecho, y que consiste en no
procurar más que una reforma cada vez. El procedimiento es largo, es fastidioso;
pero conduce a algún resultado.
Tenemos una docena de reformas sobre la mesa, se empujan unas a otras como
las sombras a la puerta del olvido, y ninguna entra.
Esto era lo que decía Juan Lana en un diálogo con John Bull sobre la reforma
postal. Vale la pena de ser copiado. Juan Lana.— John Bull.
John Bull.— En cuanto a esa, es tan fácil de hacer y tan útil, como lo
experimentamos en mi país, que me aventuro aconsejársela a Ud.
John.— Vea Ud. todas las señales por las que se manifiesta la satisfacción
pública. Vea Ud. a la nación que con Peel y Russell a la cabeza da a M.
Rowland-Hill testimonios sustanciales de gratitud a la manera británica! Vea al
pobre pueblo, que no hace circular sus cartas, sino después de haber puesto en
ellas las muestras de su gratitud, por medio de obleas que llevan este lema: A la
reforma postal; ¡el pueblo reconocido! Vea a los jefes de la liga declarar en pleno
parlamento, ¡que sin la reforma hubieran necesitado treinta años para llevar a
cabo su grande empresa de eximir de impuestos al alimento del pobre! Vea a los
empleados de la cámara de comercio ( Board of trade) declarar que es de sentirse
que la moneda inglesa no se preste a una reducción todavía más radical en el
porte de las cartas. ¿Que más pruebas necesita Ud.?
Juan.— No enteramente... Y por otro lado ¿es bien cierto que nuestro sistema
postal necesite ser reformado?
John,— Esa es la cuestión. Veamos como pasan las coas: ¿que sucede con las
cartas que se ponen en el correo?
Juan.— Luego las examina una tras otra, con un mapa a la vista y una balanza en
la mano, y busca la clase a que cada una corresponden, bajo el doble aspecto de
las distancia y del peso. No hay más que once onzas y otros tantos grados de
peso.
John.— Lo que no deja de hacer ciento veinte y una combinaciones por cada
carta. Juan.— Sí; es preciso duplicar este número porque, porque la carta puede
pertenecer o no al servicio rural. John.— Son, pues, 24,200 indagaciones por
cada cien cartas. ¿Que hace en seguida el señor director?
Juan.— Escribe el peso en una esquina y el porte en el mismo centro del sobre,
por medio de un jeroglífico convenido en la administración.
John.— ¿Y después?
Juan.— Les pone el sello; divide las cartas en diez paquetes; según las oficinas
con las cuales está en correspondencia, y hace la suma total de los diez paquetes.
John.— ¿Y después?
Juan.— Después ponen las diez sumas a lo largo en un registro y a lo ancho en
otro. John.— ¿Y después?
Juan.— Después escribe una carta a cada uno de los diez directores
corresponsales suyos, para informarles del artículo de contabilidad que les
concierne.
John.— Veo que en efecto la salida es bastante sencilla; veamos lo que sucede a
la llegada. Juan.— El director abre el despacho.
John.— ¿Y después?
John.— ¿Y después?
Juan.— Compara el total acusado en cada aviso, con el total que resulta de cada
uno de los diez paquetes de cartas. John.— ¿Y después?
Juan.— Recorre todas las cartas recibidas, para darlas a los carteros.
John.— ¿Y después?
John.— ¿Y después?
John.— Go on.
Juan.— Ya no se trata más que del pago. El criado va a cada del bodeguero a
buscar cambio. En fin, al cabo de veinte minutos el cartero queda libre, y corre a
volver a principiar de puerta en puerta la misma ceremonia. Juan.— Vuelve al
despacho, cuenta y vuelve a contar con el director; entrega las cartas
desenvueltas, y se hace restituir lo que adelantó. Informa de las reclamaciones de
los particulares con respecto al peso y la distancia. John.—Go on, if you please
(Adelante si Ud. gusta)
Juan.— ¿Y después?.
John.— Escribe Ud., dobla su carta en cuatro, la pone en uno de esos sobres, y la
echa o la envía al correo. Juan.— ¿Y después?.
Juan.— Porque es injusto hace pagar lo mismo por una carta que se lleva al
vecindario, que por otra que se lleva a cien leguas. John.— En todo caso
convendrá Ud. en que la injusticia está encerrada en los límites de un penique.
Juan.— ¿Eso que importa? Siempre es una injusticia.
John.— No puede nunca llegar sino a un medio penique, porque la otra mitad
corresponde a gastos fijos para todas las cartas, cualquiera que sea la distancia.
Juan.— Un penique o medio penique; lo cierto es que de todos modos hay en eso
un principio de injusticia. John.— En fin, sea injusticia, cuyo máximo no puede
llegar sino a un medio penique en un caso particular, desaparece para cada
individuo en el conjunto de su correspondencia, puesto que cada uno escribe ya
para un punto distante, ya para el vecindario. Juan.— No cedo. La injusticia se
atenúa hasta el infinito si Ud. quiere; es incalculable, infinitesimal, homeopática;
pero existe. John.— ¿El Estado le hace pagar más caro el gramo de tabaco que
Ud. compra en la calle de Clichy, que el que le vende en el estanco del muelle de
Orsay?
John.— Que así en un caso como en otro, ha sido necesario hacer los gastos del
transporte. Lo justo matemáticamente, sería que cada toma de rape le costara a
Ud. algún millonésimo de céntimo más caro en la calle Clichy que en el muelle
de Orsay. Juan.— Es cierto; no debemos desear sino lo que es posible.
“Al dirigirme a Ud. le proporciono sin duda un digno adversario. Por una parte
un cerebro ardiente, un reformador de gabinete que habla de derrocar
bruscamente, sin transición, todo un sistema, un iluso que tal vez no ha fijado
siquiera los ojos en esa montaña de leyes, ordenanzas, cuadros, agregados y
estadísticas, que acompañan al informe de Ud., para decirlo todo en una palabra,
un teórico. Por la otra, un legislador grave, prudente, moderado, que lo ha
pesado y comparado todo, que tiene en cuenta los diversos intereses, que
desecha todos los sistemas, o lo que viene a ser lo mismo, que compone uno de
lo que toma a todos los otros. El resultado de la lucha no puede ser dudoso
ciertamente”.
“Sin embargo, mientras no se decida la cuestión, las convicciones tienen derecho
de manifestarse. Se que la mía es bastante clara para atraer la sonrisa de la burla
a los labios del lector, y todo lo que me atrevo a esperar de él, es que la prodigue
después, y no antes de haber leído mis razones”.
“Pues bien, no hay en Inglaterra una sola voz que no bendiga la reforma postal.
Prueba de ello la suscripción abierta en favor de M. Rowland-Hill; prueba de
ello el modo original que, según me decía John Bull, ha adoptado el pueblo para
expresar su reconocimiento; prueba de ello la confesión tan a menudo reiterada
de la Liga: sin el porte de un penique, (penny postage) nunca hubiéramos
ilustrado la opinión pública que derroca hoy el sistema protector; prueba de ello
lo que leo en una obra emanada de una pluma oficial: el importe de las cartas
debe arreglarse con un fin fiscal, sino con el único objeto de cubrir los gastos”. A
lo que añade M. Mac-Gregor:
“Es cierto que habiendo bajado el porte al nivel de nuestra moneda más pequeña,
ya no es posible bajarlo más, aunque produzca una renta; pero esta renta que va
aumentando sin cesar, debe consagrarse a mejorar el servicio y a extender sobre
todos los mares nuestro sistema de vapores.”
“La primera cuestión, pues, que se presenta, es esta: ¿La correspondencia entre
los particulares es una materia a propósito para sufrir impuestos?”.
“Así, pues, en principio, el impuesto sobre las cartas debería ser remuneratorio y
por consiguiente uniforme. Y si se parte de este principio, ¿quién no se
maravillará de la sencillez, de la facilidad, de la belleza de la reforma?”
“Me guardare bien de desenvolver cada una de estas consideraciones. Doy a Ud.
los membretes de doce capítulos, y dejo el resto en blanco, persuadido de que
nadie está en más aptitud para llenarlos.— Pero supuesto que no hay más que
una objeción; la renta es preciso que diga una palabra acerca de ella.”
“Ud. ha hecho un cuadro del cual resulta que el porte único, aún suponiéndolo de
20 céntimos, haría perder al tesoro 22 millones. Si se pusiera a 10 céntimos, la
pérdida sería de 28 millones, y si a cinco, de 33 millones; hipótesis tan
aterradoras, que ni siquiera las formula Ud.”
“Pero permítame Ud. decirle que los números juegan en su informe con
demasiada negligencia. En todos sus cuadros, en todos sus cálculos, subentiende
Ud. estas palabras, en igualdad de circunstancias. Supone Ud. los mismos gastos
con una administración simple, que con una administración complicada; el
mismo número de cartas con el porte medio de 43 que con el porte único de 20
“Es sin duda imposible fijar la cantidad del aumento en la circulación de las
cartas; pero siempre se ha admitido en estas materias una analogía racional. Dice
V. mismo que en Inglaterra una reducción de 7/8 en el porte, ha producido un
aumento de 360% en la correspondencia. Entre nosotros la rebaja de 5 céntimos
por término medio, construirá también una reducción de 7/8. Es, pues, lícito
esperar el mismo resultado, es decir, 417’000,0000 de cartas en lugar de
116’000,0000. Pero calculemos sobre 300’000,000.”
“Pero, en fin, se que el fisco tiene sus hábitos, y según es la facilidad con que se
acostumbra a ver aumentar sus entradas, así es la dificultad con que se habitúa a
verlas disminuir en u óbolo. Parece que está provisto de esas válvulas
admirables, que en nuestra organización dejan afluir la sangre en una dirección,
pero la impiden retroceder. Concedido.— El fisco es un poco viejo para que
podamos cambiar sus hábitos no esperemos, pues, que los pierda ¿Pero que se
diría si yo, Juan Lana, le indicase un medio sencillo, fácil, cómodo,
esencialmente práctico de hacer un gran bien al país, sin que le costase un
céntimo? ”.
50 mills.
La sal...
70 mills.
La aduana...
160 mills.
280 mills.
“2. Los padres podrán escribir a sus hijos, las madres a sus hijas. Los afectos, los
sentimientos, las expansiones del amor y la amistad, no serán rechazadas como
hoy, por la mano del fisco, al fondo de los corazones.”
“4. El comercio volverá a florecer con “la libertad; nuestro marina mercante
saldrá de su humillación.”
“5. El fisco ganará en primer lugar 200 millones, y en segundo todo lo que hará
afluir hacia las otras ramas de impuestos la economía realizada por cada
ciudadano en la sal, las cartas y los objetos cuyos derechos hayan sido
disminuidos.”
“Habiendo sabido que el Estado no saca más que 280 millones de la aduana, del
correo y de la sal, por medio de los derechos, tales cuales están establecidos
hoy.”
céntimos.”
“Con la sola condición de que me será permitido no subir (lo que me será
absolutamente prohibido) sino bajar a mi arbitrio los derechos de aduana.”
“Juan Lana.”
Pero Ud. es un loco, dije a Juan Lana: no ha sabido usted nunca hacer las cosas
con moderación. El otro día gritaba contra el huracán de las reformas, y ahora
reclama usted tres, haciendo de cada una la condición de las otras dos. Se
arruinará usted— No tenga usted cuidado,— me dijo; he hecho todos mis
cálculos. Ojalá aceptaran! pero no aceptarán.
Cuadro I
Cuadro II
Cuadro III
Cuadro IV.
XIV
Otra cosa
—¿Que es la restricción?
—¿Que es la prohibición?
—Sí excepto en el grado. Hay entre ellas la misma relación que entre el arco de
círculo y el círculo.
.Lo mismo que el arco no puede ser recto, siendo curvo el círculo.
—Protección.
—¿Por qué?
—No es cosa fácil. Antes de llegar al caso complicado, sería preciso estudiarla
en el más sencillo.
—¿Se acuerda usted de cómo se ingenió Robinson para hacer una tabla no
teniendo sierra?
Muy bien; usted acaso no sabe que en el momento de dar el primer hachazo,
Robinson divisó una tabla arrojada por las olas sobre la playa.
“Si voy a buscar esa tabla, no me costará más que el trabajo de cargarla y el
tiempo de bajar y subir la costa.”
—Concedido; pero no por eso deja de ser el que hace toda nación que se
protege por la prohibición. Rechaza la tabla que se le ofrece en cambio de un
trabajo pequeño, a fin de proporcionarse un trabajo mayor. No hay trabajo
ninguno, incluso el de el aduanero, en el cual no vea una ganancia. Puede
representarse por el trabajo que se tomó Robinson para ir a devolver a las olas
el regalo que estas querían hacerle. Considere usted a la nación como un ser
colectivo, y no hallará un átomo de diferencia entre su raciocinio y el de
Robinson.
—Mientras se tienen necesidades y tiempo hay siempre algo que hacer. No tengo
obligación de designar exactamente el trabajo que podía emprender.
—Le ahorro a Usted esa tarea. Lo cierto es que ese es el sistema restrictivo o
prohibitivo en su más simple expresión. Si le parece a usted absurdo bajo esa
forma, es porque las dos cualidades de productor y consumidor están reunidas
en este caso en la misma persona.
—“Generosos insulares: habito una tierra en la que la caza abunda mucho más
que en ésta; pero donde la horticultura es desconocida. Me será fácil traer a
ustedes todas las tardes cuatro morrales de caza, si ustedes, me ceden sólo dos
cestos de legumbres.”
D.— Si lo será, puesto que para obtenerla tendremos que dar legumbres!
D.— Los cuatro morrales de caza nos costaban seis horas de trabajo; el
extranjero nos los da por dos de legumbres, que nos cuestan sólo tres; luego nos
quedan tres horas a nuestra disposición.
R.— ¡Ah! ahí te atrapó, no puedes decir nada a punto fijo. Otra cosa, otra cosa;
eso es muy fácil de decir. D.— Pescaremos, embelleceremos nuestra habitación,
leeremos la Biblia.
R.— ¡Utopía! ¿Es bien cierto que haremos esto más bien que aquello?
R.— Se conoce bien que no te has educado en Europa. Tal vez no has leído
nunca el Monitor Industrial. Te hubiera enseñado que: “Todo tiempo
economizado es una pérdida neta: lo que importa no es comer, sino trabajar;
todo lo que consumimos si no es producto directo de nuestro trabajo, no entra en
cuenta. ¿Quieres saber si eres rico? No atiendas a tus goces sino a tu trabajo.”
R.— No hay peros. Por otra parte hay razones políticas, para rechazar las
ofertas interesadas de ese pérfido extranjero. D.— ¡Razones políticas!
R.— Sí. En primer lugar, no nos hace esas ofertas, sino porque son ventajosas
para él. D.— Tanto mejor, puesto que también lo son para nosotros.
R.— Supongo que el extranjero aprenda a cultivar un jardín, y que su isla sea
más fértil que la nuestra, ¿ves la consecuencia?
D.— Sí; cesarán nuestras relaciones con el extranjero. No nos tomará más
legumbres, porque las obtendrá en su casa con menos trabajo; no nos traerá
más carne porque no tendremos nada que darle en cambio, y estaremos entonces
justamente como quieres que estemos desde hoy.
R.— ¡Salvaje poco previsor! ¿No ves que después de haber matado nuestra caza
inundándonos de carne, matará nuestra horticultura inundándonos de
legumbres?
D.— Pero eso no será nunca sino en el caso de que le demos otra cosas, es
decir, que hallemos otra cosa que producir con economía de trabajo para
nosotros.
R.— ¡Otra cosa, otra cosa! Siempre vienes a parar a eso. Estás hablando
vagamente, amigo Domingo; no hay nada práctico en tus miras.
La cuestión se prolongó largo tiempo, y como sucede a menudo, dejó a cada uno
en su convicción. Sin embargo, como Robinson tenía un gran influjo sobre
Domingo, su opinión prevaleció, y cuando el extranjero vino a buscar la
respuesta, el primero dijo:
—¡Oh! el caso es muy distinto; tan pronto supone usted un hombre sólo como
dos hombres que viven en comunidad de bienes, lo que viene a ser lo mismo. Ese
no es nuestro mundo; la separación de ocupaciones y la intervención de los
comerciantes y del numerario cambian mucho la cuestión.
—De modo que, según usted, esos raciocinios tan falsos en la boca de Robinson,
¿no lo son menos en la de nuestros proteccionistas?
—No; sólo que en el último caso el error se oculta más por la complicación de
la circunstancias.
—Pues bien! llegue usted a un ejemplo tomado en el orden actual de los hechos.
con que está tan bien vestido; la Francia no ha hecho el café con que se
desayuna.
—¿Con qué?
—El trabajo de usted es pues, el que realmente ha sido cambiado por el paño, y
el trabajo francés el que se ha cambiado por el café.
—Seguramente.
—¿Y que es más conveniente para un pueblo, tener la elección entre estos dos
medio, o que la ley prohiba uno con el riesgo de que el prohibido sea
precisamente el mejor?
—Me parece que es más conveniente para él, tener la elección, tanto más,
cuanto que en estas materias siempre escoge bien.
—La ley que prohibe el paño extranjero, decide, pues, que si la Francia quiere
tener paño, es preciso que lo haga en especie, y que le está prohibido hacer otra
cosa con la cual podría comprarlo al extranjero.
—Es verdad.
—¡Oh! ¡por Dios! ¿que importa eso? Teniendo la elección no hará otra cosa,
sino mientras haya otra cosa que hacer.
—Es posible; pero siempre me preocupa la idea de que el extranjero nos envíe
paño y no nos tome la otra cosa, en cuyo caso quedaríamos bien chasqueados.
De todos modos, he aquí la objeción, aún bajo el punto de vista de usted:
¿conviene pagar por el paño, con menos trabajo que si se hubiese hecho el
mismo paño?
—Sí; pero sin que por eso este menos bien vestida, circunstancia muy pequeña
que causa toda la equivocación. Robinson la perdía de vista; nuestros
proteccionistas no la ven, o fingen no verla. La tabla naufragada hería también
de inercia durante quince días al trabajo de Robinson, mientras que éste hubiese
estado ocupado en hacer otra, pero no le privaba de ellas. Distinga usted, pues,
entre estas dos especies de disminución de trabajo, la que produce la privación,
y la que es originada por la satisfacción. Estas dos cosas son muy distintas, y si
usted las asemeja, raciocina como Robinson. Así en los casos complicados como
en los más simples, el sofisma consiste en esto: Juzgar de la utilidad del trabajo
por su duración y su intensión, y no por su resultado; lo que conduce a esta
política económica: disminuir los resultados del trabajo para aumentar su
duración y su intensión.
XVI
“Ergo , cada uno es más rico mientras más dificultades tiene que vencer.”
“¿Que es en efecto, la protección , sino una aplicación ingeniosa de este
raciocinio en forma, y tan firme que resistiría a las sutilezas del mismo M.
Bíllaut?”
“Fuera del tabaco ¿que queda, pues, á sus súbditas? Excepto el bordado, el
punto de media y la costura, tristes recursos que una ciencia bárbara, la
mecánica, restringe cada vez más.”
“Es cierto que algunos fríos teóricos podrán negar esta suposición, porque
los trajes y camisas serán más caros. Lo mismo dicen del hierro que la
Francia saca de nuestras minas, comparado con el que podría vendimiarse
en nuestros viñedos. Este argumento es pues tan inadmisible contra el
proyecto de usar solo de la mano izquierda contra la protección, porque esta
misma carestía es el resultado y el signo de exceso de esfuerzos y de
trabajos, que es justamente la base sobre que pretendemos en uno y otro la
prosperidad de la clase obrera fundar caso.”
“Por fortuna, señor, se formará una asociación para la defensa del trabajo
con la mano izquierda , y no costará mucho a sus defensores reducir a la
nada todas estas generalidades e ideales, suposiciones y abstracciones,
sueños y utopías. No necesitarán más que exhumar el Monitor Industrial de
1946; hallarán en él argumentos ya listos contra la libertad del cambio , que
pulverizan de un modo tan maravilloso la libertad de la mano derecha, que
les bastara sustituir una palabra a otra.”
“La liga parisiense para obtener la libertad del comercio no dudaba que
obtendría la cooperación de los obreros; pero ya estos no son hombres a
quienes se le conduce por el narigón. Tienen los ojos muy abiertos, y saben
más economía política que nuestros profesores titulados. La libertad de
comercio, han respondido, nos quitaría nuestro trabajo, y el trabajo es
nuestra propiedad, real, grande soberana; con el trabajo, con mucho trabajo,
nunca es inaccesible el precio de las cosas . Pero sin trabajo, tiene el obrero
que morirse de hambre, aunque no le cueste más que un sueldo la libra de
pan; y sus doctrinas en vez de aumentar la suma actual del trabajo en
Francia, la disminuirán, es decir, que nos reduciréis a la miseria. (Número
del 13 de Octubre de 1846).”
del 17 de Noviembre.]
“No hará mal efecto que los defensores de la mano izquierda mezclen
algunas amenazas entre sus bellas teorías. He aquí el modelo.”
victoriosa.”
“¿Y se niega, dirá, que hay un tercer partido que tomar en este conflicto? ¡Y
no se ve que los obreros tienen que defenderse a la vez contra los que no
quieren cambiar nada en la situación actual, porque encuentran ventajas en
ella, y contra los que sueñan un trastorno económico, cuya extensión y
efectos no han calculado!” [ Nacional del 16 de Octubre].
intensión del trabajo . Nos será más fácil extenderlo y variar sus
aplicaciones. Decretaremos, por ejemplo, que no será
permitido trabajar sino con el pie. Esto no es más imposible [puesto que ya
se ha visto]. que extraer hierro del fango del Sena. Se ha visto también
hombres que escribían con el espinazo. Veis, señor, que no nos faltaran
medios de aumentar el trabajo nacional. En un caso desesperado nos
quedaría el recurso limitado de las amputaciones.”
Esta cuestión es del mayor interés en una época en que nadie parece dudar
de que en el campo de la industria como en el de batalla, el más fuerte
abruma al más débil . Para que así suceda es necesario que se haya
descubierto una triste y desanimadora analogía entre el trabajo que se
ejecuta sobre las cosas y la violencia que se ejerce sobre las personas;
porque
¿como podrían ser idénticos los efectos de estas dos clases de acciones, si sus
naturalezas fueses opuestas? Y si es cierto que así en la industria como en la
guerra la dominación es el resultado necesario de la superioridad, ¿por que
nos hemos de ocupar de progreso y de economía social, puesto que nos
hallamos en un mundo en que todo está arreglado de tal modo por la
Providencia, que un mismo efecto, esto es, la opresión, emana fatalmente de
los principios más opuestos?
Me sería fácil demostrar que estas alarmas son quiméricas; que se exagera
mucho nuestra pretendida inferioridad; que no hay ninguna de nuestras
grandes industrias que no solo resista, sino lo que es más, no se desarrolle, y
que su efecto infalible es producir un aumento de consumo general, capaz
de absorber a un mismo tiempo los productos de fuera y de dentro. Hoy
quiero atacar la objeción de frente, dejándole toda su fuerza y todas las
ventajas, del terreno que ha escogido. Dejando a un lado ingleses y
franceses, indagare un modo general, si aun en el caso en que por su
superioridad en una rama de industria a un pueblo llega a hogar la
industria semejante de otro pueblo, aquel ha dado un paso hacia la
dominación y este hacia la dependencia; en otros términos, si los dos ganan
en la operación, y sino es el vencido el que gana más en ella. Si no se
considera a un producto más que como la causa de un trabajo , entonces es
cierto que son fundadas las alarmas de los proteccionistas. Si, por ejemplo,
no consideramos al hierro sino en sus relaciones con el dueño de fraguas,
podría temerse que la concurrencia de un país en que aquel fuese un don
gratuito de la naturaleza, apagase los hornos de otro en que hubiese escasez
de mineral y de combustible.
Pero ¿se hace entonces un examen completo del hecho? ¿No influye el hierro
sino sobre aquello que le producen? ¿Es extraño a los que le emplean? ¿Su
objeto definitivo y único es ser producido?. Y si es útil, no por el trabajo a
que da lugar, sino en razón de las cualidades que posee, de los innumerable
servicios para los cuales le hacen a propósito su dureza y la maleabilidad,
¿no es claro que el extranjero no puede bajar su precio, aunque sea hasta el
extremo de impedir su producción entre nosotros, sin hacernos bajo este
último aspecto un bien mayor que el mal que nos causa bajo el primero?
Consideres, como es debido, que hay una multitud de cosas que los
extranjeros nos impiden producir directamente, a causa de las ventajas
naturales de que están rodeados y respecto de las cuales estamos realmente
colocados en la situación hipotética en que se nos quiere colocar respecto del
hierro. no producimos en Francia el te, ni el café, el oro ni la plata.
¿Diremos por eso que disminuye el conjunto de nuestro trabajo? No; sino
que para crear el contra —valor de esta cosas, para adquirirlas por medio
del cambio separamos de nuestro trabajo general una porción menos grande
que la que necesitaríamos separar para producirlas nosotros mismos, y nos
queda más que destinar a otras satisfacciones, somos otra tanto más ricos y
más fuertes. Todo lo que ha podido hacer la rivalidad extranjera, aun en el
caso en que nos haya prohibido de trabajo, es economizárnosle y aumentar
nuestro poder, productivo. ¿Es este el extranjero el camino de la dominación
?
porque se trabajo menos, o tener más hierro aunque se trabaje menos, son
cosas más que diferentes, son opuestas. Los proteccionistas las