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Prehistoria y anuncio
“Si entiende Ud. los telegramas del presidente Yrigoyen, no lea Martín
Fierro”; “Si a Ud. le interesa seriamente la elección de una corbata, no lea Martín Fierro”;
“Si Ud. lamenta que no haya un cardenal argentino, no lea Martín Fierro”; “Si Ud. cree
que con la aplicación de las leyes de residencia y defensa social, pueden resolverse las
cuestiones obreras, no lea Martín Fierro”; “Si en enero de 1919, Ud. fue guardia blanca,
no lea Martín Fierro”
Dice Martín Prieto en su Breve historia de la literatura argentina: “La misma formulación
contradeterminante de los textos –si sí, entonces no–-, y la equiparación entre
costumbres e ideología –es tan deplorable interesarse en la elección de una corbata
como haber formado parte de las fuerzas represivas antiobreras en la Semana Trágica
(guardia blanca–, es una alocución que pone de manifiesto, como dicen Lafleur,
Provenzano y Alonso ‘un espíritu de sátira burlona’, van a ser fundamento de una
discursividad vanguardista, que está a punto de precipitar en la literatura argentina…”
Estamos en 1921. Luego de haber vivido con su familia durante siete años en Europa,
Jorge Luis Borges regresa a la Argentina. Si pensamos que el futurismo, primer
manifiesto vanguardista europeo, aparece en 1909, esa mezcla de “entusiasmo,
desconcierto, adhesión sin reservas, pero también rechazo” que provocó la publicación,
en 1921, en la revista Nosotros, del artículo Ultraismo firmado por Borges,
comprenderemos el peso y la dimensión que tuvo el Modernismo como escudo protector
de las fuerzas retardatarias en materia estética, y aún ideológica.
Por todo lo anterior, muchos historiadores consideran la llegada del joven poeta de 23
años al puerto de Buenos Aires un acontecimiento tan importante como lo fueron,
oportunamente, los desembarcos de Esteban Echeverria en los años 30, y de Darío en
1893, para la literatura argentina.
Retomando, para desarrollar, la importancia cronológica de su arriba, hay que destacar
entonces que entre la llegada del nicaragüense (como apuntamos, año 1893) y la
llegada de Borges como discípulo del último movimiento de vanguardia español, que
abrirá el camino del primero argentino, nos enfrentamos a un lapso de casi 30 años.
De modo que, en 1922, apenas un año después de la publicación del artículo de Borges
en la revista Nosotros, en Europa aparecen algunos de los textos capitales de la
vanguardia que “son, paradójicamente, y debido a su dimensión, los que le dan un cierre
a la experiencia vanguardista como tal: desde La tierra baldía, de T. S. Eliot, hasta
el Ulises, de James Joyce, pasando por El cementerio marino, de Paul Valéry”:
Por todo lo dicho, pues, entendemos que la experiencia argentina de vanguardia importa
en sustancia un movimiento hacia atrás y otro hacia adelante: hacia atrás, desperezar
del sueño modernista mediante una operación que supone elevar a Darío y sus
epígonos a condición de clásicos, para así pasar a otra cosa, y hacia adelante, proyectar
un programa que tenga como antecedente lo hecho allende el océano, pero atravesado
por las coordenadas de nuestra singular idiosincrasia.
Esto surge a primera vista si consideramos algunas de las peculiaridades del artículo
firmado por Borges. Antes de comenzar “la explicación de la novísima estética”,
considera conveniente denunciar “la numerosidad de monederos falsos del arte que nos
imponen aún las oxidadas figuras mitológicas y los desdibujados y lejanos epítetos que
prodigara Darío en muchos de sus poemas. La belleza rubeniana es ya una cosa
madurada y colmada, semejante a la belleza de un lienzo antiguo, cumplida y eficaz en
la limitación de sus métodos”. Para Borges, el Modernismo, que fue una novedad, es,
treinta años más tarde, sólo una retórica, ya que cualquiera, “manejando palabras
crepusculares, apuntaciones de colores y evocaciones versallescas o helénicas” logrará
“determinados efectos, y es porfía desatinada e inútil seguir haciendo eternamente la
prueba”. Un diagnóstico deprimente, sin duda, del que ni siquiera se salvan quienes
serán considerados después postmodernistas, ya que la solución sencillista de
Baldomero Fernandez Moreno, el sentimentalismo confesional de Alfonsina Storni, ni el
carrieguismo que ya estaba empezando a prender en las letras de tango, parecen
ignorar que “desplazar el lenguaje cotidiano hacia la literatura, es un error”, porque es
sabido “que en la conversación hilvanamos de cualquier modo los vocablos y
distribuimos los guarismos verbales con generosa vaguedad”. Y lo que llama “el miedo
a la retórica” es lo que empuja a los sencillistas a otra clase de retórica, “tan postiza y
deliberada” como la que se proponen reemplazar y como “las palabrejas en lunfardo
que se desparraman por cualquier obra nacional, para crear el ambiente”, con lo que el
popular sainete, la obra de Carriego, las letras de la música popular, son puestas
severamente en cuestión.
Ante este panorama surge entonces la pregunta: ¿Cuál es la propuesta que surge del
artículo, cuál el camino a seguir, qué herramientas se proponen y hacia donde apuntar
para renovar y fructificar el suelo desolado de la literatura nacional, según Borges?
En primer lugar, “la reducción de la lírica a su elemento primordial, la metáfora”; en
segundo término, la “tachadura de las frases medianeras, los nexos y los adjetivos
inútiles”; en tercer lugar, la “abolición de los trebejos ornamentales, el confesionalismo,
la circunstanciación, las prédicas y la nebulosidad rebuscada”; y por último, la “síntesis
de dos o más imágenes en una, que ensancha de ese modo su facultad de sugerencia”.
Más restrictivo que propositivo, el dogma ultraísta tuvo corta vida y tres revistas de
propaganda. Una mural —la primera de ese tipo en la Argentina—, que se llamó Prisma,
sacó dos números entre diciembre de 1921 y marzo de 1922. Estaba dirigida por
Eduardo González Lanuza, y en el número 1 el director, Borges, Guillermo Juan y
Guillermo de Torre firmaron una “proclama ultraísta” —escrita sólo por Borges— que
reafirma los conceptos sancionados por él mismo en Nosotros un año antes. La segunda
publicación ultraísta se llamó Proa (conocida después como Proa. Primera época), que
sacó tres números entre agosto de 1922 y julio de 1923, en el primero de los cuales una
noticia sin firma titulada “Al oportuno lector”, confirmaba la profesión de fe ultraísta de
sus colaboradores: Borges, González Lanuza, Guillermo de Torre, Roberto Ortelli,
Sergio Piñero, Jacobo Sureda, la entonces jovencísima Norah Lange, que tenía sólo 16
años, y el maduro Macedonio Fernández, de 48. Fernández era estrictamente
contemporáneo de Lugones, pero era casi inédito en los años veinte, y por completo
desconocido”. Ricardo Güiraldes, uno de los directores de la tercera publicación
ultraísta, también llamada Proa, y conocida después como Proa. Segunda época, que
sacó 15 números entre agosto de 1924 y enero de 1926, será, junto al mentado
Macedonio, otro de “los viejos”, cuya febril disciplina de trabajo ayudará a prestigiar los
hallazgos de la nueva tendencia y, de paso, terminará de liquidar en poco tiempo la
figura, ya sin verdadero ascendente, del hasta ese momento “primer poeta”, Leopoldo
Lugones.
El ultraísmo fue, en definitiva, un pequeño movimiento, que tuvo, sin embargo, un
enorme valor en la historia de la literatura argentina al proclamar, por un lado, de un
modo neto y sin fisuras, la liquidación del programa modernista y de todas sus derivas
postmodernistas, y al provocar, por otro lado, con su desembarco en la revista Martín
Fierro, después de la publicación de su manifiesto, la precipitación del martinfierrismo,
el movimiento de vanguardia más importante de la literatura argentina del siglo XX.
En febrero de 1924 apareció el primer número de la revista Martín Fierro. Evar Méndez,
uno de los redactores más destacados e influyentes de la Martín Fierro anterior, se
reunió, a instancias de Samuel Glusberg, con un grupo de escritores de la nueva
generación: Ernesto Palacio, Conrado Nalé Roxlo, Pablo Rojas Paz, Luis Franco y
Cayetano Córdova Iturburu, según el testimonio de este último, con el plan de continuar
la revista cerrada en 1919. De la reunión entre “el viejo” Méndez y los jóvenes escritores,
y la combinación de los intereses de uno y otros —sobre todo políticos los del primero;
y sobre todo literarios los de los segundos—, aunque sin un programa visible ni evidente,
surgió una revista anfibia, que incluía a ambos, pero que no los hacía confluir en una
misma solución.
En relación a los intereses de “los jóvenes”, podemos dar cuenta a través de las
siguientes muestras que, como señalamos, perseguirán el norte de lo estrictamente
literario, sea como divulgación, sea como reparación, sea, sobre todo, como polémica;
A PROPÓSITO DE LA CONSTRUCCIÓN
En vez de componer –dadas las reglas y los preceptos –, construimos, de acuerdo a las
necesidades arquitectónicas de un poema, que son siempre distintas a las de otro
poema.
Digamos, pues, la primera condición: el destino. Cada poema debe contenerlo en una
idea, o en un complejo de ideas, cuyo desarrollo imponga los lineamientos formales.
Ese “desarrollo” que hace la verdadera riqueza del poema, es siempre una imposición
de lo que en otro parte llamáramos “imperativo biográfico” (…) El verso, entidad
compleja, otro poema dentro del poema total, tiene un destino propio y un conjunto de
leyes inmanentes.
La relación es el principio lógico que gobierna este pequeño cosmos.
Pues bien, en la poesía actual, la mayor parte de los escritores que han logrado
independizarse de la anécdota, enfilan versos concurrentes y no correlacionados…
A.V.
Leopoldo Marechal
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