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Don José Wenceslao Negrete se sentó con la calma que solo dan los años sobre su vieja

y gastada mecedora. Un antiguo asiento que debía tener más de sesenta años, pues

durante mucho tiempo don José observó a su padre mecerse allí a diario antes y después

de ir a pescar a la ciénaga. El mueble tenía su color ocre natural bastante gastado y no

eran pocos los agujeros que se dejaban ver entre la red de mimbre. Don José se mecía con

lentitud mientras acercaba a su boca el último sorbo de café con cuncho y un trozo de pan

duro. Se acababa de bañar y se había colocado una camisa amarillenta, unas albarcas y

unos pantalones negros gastados y roídos por el tiempo, el trabajo y los ratones. Estaba

rondando ya los setenta y cinco años, tenía el cabello muy canoso, un bigote un poco

disparejo y las cejas largas por la edad. Su piel morena guardaba la marca del sol de todos

los años que se había dedicado a pescar en la ciénaga igual que su padre. No había

amanecido todavía. Apenas se dispersaban los primeros rayos rojizos de luz entre un

horizonte azul oscuro, mientras algún gallo lejano cantaba para no perder la costumbre.

Rosita se levantó con dificultad de su rincón para dormir y caminó trastabillando hasta

ubicarse junto a la mecedora en movimiento. Rosita saludó a Don José con sus ojos negros

y un vaivén de cola, y este respondiendo acarició rápidamente su cabeza y le ofreció un

trocito del pan que todavía conservaba en la mano. Rosita tenía quince años, y siempre

había vivido en la casa de los Negrete, desde que un día su hija menor, Andrea, se la había

encontrado llegando al pueblo cuando iba con su mamá a hacer mercado. Estaba flaca y

se le notaban claramente las costillas por debajo del cuero y el pelaje amarillento. Era de

rasa criollita, como solía decir Andrea cuando algún mayor le preguntaba sobre la raza del

animal. Don José se mantuvo otro rato meciéndose mientras contemplaba la salida del sol,

y recordaba cuantas veces él, al igual que su padre había visto ese maravilloso espectáculo

de luces que acariciaban la sabana. Suspiró. Rosita se había recostado junto él. Una vez

se había iluminado todo el cielo, Don José se levantó de su asiento, entró a la cocina y sacó

una ollita vieja y quemada por debajo, y vació los restos de la comida de la noche anterior
en el suelo al lado de Rosita. Esta movió la cola emocionada y se dio a la tarea de comer.

Don José remangó sus pantalones dejando al descubierto sus tobillos y entró con pasos

delicados a su cuarto.

- Mija, nos vemos por la tarde, me voy a trabajar- le dijo a su esposa despidiéndose.

Se asomó al cuarto de sus hijas despidiéndose también. No hubo respuesta. – Deben estar

dormidas- pensó. Salió al patio, tomo un bolsito con su merienda, agarró su atarraya, se

colocó su sombrero y así como lo hacía todos los días, emprendió la marcha hacia la

ciénaga para ir a pescar.

Transcurrió cerca de una hora antes de divisar la ciénaga. A mitad de camino, Don José se

había encontrado con un par de desconocidos de cachucha y gafas oscuras, pero no

intercambiaron ninguna palabra. Sin embargo, no era tan raro ver a este tipo de personajes

en la vereda ni en el pueblo, pues hacía más de quince años que un grupo armado de

derecha se había apoderado de la autoridad del municipio. Don José estuvo pensando un

rato sobre aquellos hombres, intuyendo que su presencia tal vez no era una buena señal.

Sin embargo, al llegar a la ciénaga trató de despejar su mente, de concentrarse en la pesca

del día, pues esa era la clave para tener un día de trabajo exitoso. El sol brillaba llenando

todos los espacios de la sabana y las bandadas de las aves se dejaban ver en el cielo

formando perfectos triángulos. La ciénaga estaba serena, tan tranquila que parecía que el

mismo movimiento no existía en aquellas aguas que a lo lejos se entremezclaban con el

cielo en un universo azul e infinito. Tomó una piragua de color verde que tenía amarrada a

la orilla y que tenía escrito el nombre Flor en letras blancas, aunque bastante desgastado

pues ya las letras no se veían con claridad. Se sentó en la mitad del bote, se acomodó el

sombrero y remó hasta la mitad del espejo de agua. Transcurrió casi toda la mañana pero

solo había recolectado un par de peses. La ciénaga ya no era la misma, parecía que la vida

misma estaba desapareciendo. – Desde que esa gente llegó al pueblo, nos ha llegado la
muerte a todos, inclusive a la ciénaga – pensó desahogando su tristeza. Remó hasta unos

árboles que estaban a una orilla, y recostándose bajo la sombra sacó del bolsillo de su

pantalón un tabaco a medio fumar. Mordió un pedazo, lo masticó unos minutos y lo escupió.

Encendió el tabaco que quedaba y aspirando una gran bocanada contempló el azul oscuro

del agua.

- Todo ha cambiado, antes había tantos peces, tantos pescadores. Recuerdo que me

encontraba a diario con “el negro”, un hombre que adoraba tanto la ciénaga que

hasta había olvidado su nombre. Nadie nunca supo como se llamaba, pero así le

decíamos todos en la vereda. También recuerdo a Argemiro, el primo de mi mujer.

Fuimos amigos desde niños, y por el fue que me enamoré de Flor cuando todos

jugábamos escondidas después de la escuela. Había buen pescado, había para

todos, para vivir bien, y ahora ya no estaba ni “el negro” ni Argemiro ni el pescado.

Ya poco queda de aquello que existía desde que esa gente llegó aquí, desde que

nos trajeron esa mierda de violencia. – Pensaba para sí mismo Don José mientras

se le perdía la mirada entre el enorme cielo. Comió su merienda y se dedicó a pescar

nuevamente. Después de un par de horas se quedó dormido en la piragua. Se

despertó con el aletear de una garza cercana y procedió a remar nuevamente a la

orilla. Fue un día malo para la pesca, pero en general, los días de los últimos años

habían sido malos. Enrolló su atarraya y guardó los tres pescados capturados en el

bolsito. Aún faltaba un rato para el atardecer, pero ya sonaban los grillos entre los

árboles. Don José se dispuso a emprender el camino de regreso a casa, pero antes

de dar el primer paso, volteó nuevamente hacia el espejo de agua sintiendo por un

momento la inefable sensación de pensar que toda su vida había transcurrida en

aquellas hermosas aguas.


Don José tomó el camino de costumbre hacia su casa. Miraba a lado y lado del camino

contemplando las casas de bahareque que antiguamente estaban llenas de color, donde

vivían sus amigos que ahora solo existían en el recuerdo. Caminó un rato más cuando sintió

algo estremecedor, el viento traía consigo unos gritos que decían – a ver hijueputas,

ustedes saben quienes son los que mandan aquí, tírense al piso – mientras otras voces

llenas de temor aclamaban por piedad. Don José siguió caminando impulsado por alguna

extraña inercia y con la curiosidad de ver que estaba pasando. Con todo lo que sus ojos

habían visto en la vida había perdido el miedo.

Se encontró con lo que sospechaba. Los tipos que había visto en la mañana de gafas y

cachucha junto a otros tres estaban armados y tenían en el suelo a seis campesinos de la

vereda, entre ellos dos niños, todos ellos con las manos sobre la cabeza. Apenas los

hombres armados vieron a Don José con rostro impávido, lo agarraron entre dos y con un

golpe en el estómago lo hicieron recostarse boca abajo contra el suelo.

- A ver viejito, usted se queda ahí quietico – le dijo uno que parecía ser el líder

mientras otros dos revisaban el bolsito – ¿apenas tres pescados? Este miserable

esta jodido, con esto no come ni una persona – dijo otro entre burlas. No era la

primera vez que Don José presenciaba esta situación. Desde hacía quince años era

algo normal que tipos armados los amenazaran y les quitaran la comida y el poco

dinero que tenían. No ocurría con mucha frecuencia, pero la gente ya estaba

resignada. Los paramilitares dominaban la zona y cada cierto tiempo disfrutaban

quitándoles los pocos recursos a los campesinos, y algunas veces los torturaban o

los asesinaban porque según ellos no respetaban a la autoridad.

Don José ya estaba cansado de tanta violencia, de tanta opresión que había sufrido

su pueblo. Recordaba a diario como un 18 de Marzo, 15 años atrás había pasado

la guerrilla por su vereda, quienes venían atravesando la sabana del caribe


colombiano. Tenía grabado también como un mes después los paramilitares

siguiendo el rastro de los militantes de izquierda se apoderaron del pueblo y de otros

municipios cercanos, y comenzaron a juzgar y asesinar a muchos campesinos

inocentes asegurando que estos habían sido cómplices de los guerrilleros. En

aquella época y en los años venideros muchos amigos de Don José como “el negro”

y Argemiro fueron callados, pues nadie tenía el derecho a reclamar y a quejarse.

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