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11/9/2018 La historia evolutiva del hombre

La historia evolutiva del hombre


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Investigar una historia evolutiva es algo así como


tratar de resolver un puzzle, pero uno del que
nos faltan la mayoría de las piezas y del que,
además, tampoco conocemos la imagen final que
representa. Lo único que podemos hacer para
completar un rompecabezas como ese es intentar
situar las piezas donde creemos que deberían ir,
fijándos en que se parezcan entre sí y en que nos
permitan entrever una imagen coherente, e ir
encajando, por grupos, las piezas que ya
tenemos. Pero cada vez que se encuentra una
pieza nueva puede que sea necesario reorganizar
varios bloques de nuestro puzzle.
Eso es lo que está ocurriendo con nuestro
conocimiento de la evolución humana.
Posiblemente sea la parte de la historia evolutiva
de los seres vivos de la que conocemos más
piezas, pero nos faltan aún tantas por conocer que cada nuevo descubrimiento puede hacernos
cambiar nuestras ideas, al menos sobre una parte de ella.

Entender bien un proceso evolutivo supone dar respuesta a un buen número de preguntas que
se nos pueden ocurrir a todos. Por ejemplo, podemos preguntarnos, cómo eran nuestros
antepasados, cuándo nos diferenciamos de ellos, cuáles son los cambios que nos hacen como
somos o a qué se debieron esos cambios. Para responder esas y otras preguntas nos dedicamos
a buscar las piezas que faltan en el rompecabezas que no son otra cosa que los restos fósiles de
nuestros antepasados. Afortunadamente, esas piezas guardan un cierto orden, su antigüedad
(aunque no siempre es fácil datar un fósil). Desafortunadamente, cada pieza es muy pequeña, y
contribuye mínimamente a formar la imagen total. Además, tenemos la certeza de que nunca
podremos encontrar todas las piezas del puzzle, por eso recurrimos a fijarnos en otros puzzles
(como las reconstrucciones de los climas de la antigüedad) o en las fotos de nuestros parientes
cercanos (es decir, en los estudios de primates modernos). Así, poco a poco, vamos haciéndonos
una idea aproximada de "cómo hemos cambiado".

La foto de familia

Como cualquier otra especie biológica, el hombre está "emparentado" evolutivamente con los
otros tipos de organismos, más próximamente con unos que con otros, claro está.

Desde siempre ha resultado patente que nuestros parientes más próximos son los primates, a
los que nos parecemos realmente mucho. Y ha sido tan evidente que en la Grecia clásica se
estudiaba la anatomía y la fisiología de algunos monos comoo modelo para la medicina.

Sin embargo, pariente no significa necesariamente antepasado. Todos tenemos primos, tíos,
hermanos, sobrinos... de los que no "descendemos", por lo que debería ser fácil comprender el
error en la famosa frase que dice que "el hombre desciende del mono". Más bien, el estudio de

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los primates actuales nos recuerda a una foto de familia, pero de individuos de una misma
generación: hermanos, primos, primos segundos... Cuanto mayor sea nuestro grado de
parentesco, cuantos más antepasados tengamos en común, más nos pareceremos.

El análisis de ADN permite a los biólogos moleculares "darle la vuelta" a este razonamiento. Al
comparar las secuencias de ADN podemos medir cuánto nos parecemos, y esta medida nos
permite estimar, es decir, calcular de forma aproximada nuestro grado de parentesco y, como
consecuencia, la distancia que nos separa de nuestro último antepasado común.

En este momento disponemos de información suficiente para comparar nuestro ADN con el de
todos los primates actuales, pero también con alguno de nuestros parientes homínidos
extinguidos (el equivalente evolutivo de nuestros hermanos mayores o nuestros tíos), como son
el hombre de Neandertal o el de Denisova. Los resultados de esos estudios indican que
compartimos el 99% de nuestro ADN con chimpancés y bonobos (chimpancé enano), y el 98%
con el gorila. Estos datos, a parte de ayudar a establecer nuestro árbol filogenético, muestra
claramente la poca distancia que nos separa, en términos de historia evolutiva, de nuestros
parientes.

¿En qué nos parecemos?


Todos los primates tenemos algunas características comunes, un cierto parecido de familia que
nos permite reconocernos como parientes. Algunas de esas características han sido elementos
importantes durante nuestra historia evolutiva, y han hecho que seamos nosotros mismos.

Todos los primates descendemos de animales que eran frugívoros y arborícolas, lo que explica
alguna de esas características. Las adaptaciones al frugivorismo incluyen un aparato digestivo
proporcionalmente más corto que el de otros herbívoros, gracias a que las frutas son ricas en
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azúcares simples, fáciles de digerir, lo que hace innecesarios intestinos largos y digestiones
lentas y pesadas como las de los rumiantes.

Otra adaptación casi imprescindible para los frugívoros es la visión del color. Muchas frutas son
tóxicas cuando no han madurado, lo que impide que las semillas sean separadas de la planta
antes de madurar. Ver en color permite consumir solo los frutos maduros, evitando posibles
envenenamientos.

Las adaptaciones a la vida arborícola han sido, incluso, más importantes para nuestra evolución.
Los animales que viven en árboles tienen ventajas evolutivas si son ágiles y de pequeño tamaño
(lo que evita que rompan las ramas finas), pero también si tienen los ojos en la parte delantera
de la cabeza (frontalizados), lo que les permite gozar de visión estereoscópica (es decir, en tres
dimensiones) y estimar bien las distancias al saltar de rama en rama. Por último, y más
importante, los animales de vida arbórea se benefician de disponer de extremidades prensiles,
capaces de agarrarse a las ramas, lo que supone poder oponer el pulgar al resto de los dedos.
Todos esos rasgos están presentes en nosotros y algunos de ellos han sido determinantes en
nuestro proceso evolutivo.

El primer ecosistema de la humanidad

Nuestros primeros antepasados


aparecieron en la región del Este de África,
en una zona relatvamente amplia que
abarca partes de los territoris actuales de
Kenia, Tanzania, Etiopía... Se trata, más o
menos, de la zona que conocemos como
"Valle del Rift", y que tiene una importancia
fundamental en el estudio de la Tectónica
de placas porque en ella se está
produciendo la separación entre la placa
africana y la del Índico. Esta coincidencia
no es casual, y los acontecimientos
geológicos que se han producido en esa
región en épocas recientes (desde el punto
de vista geológico) han influido en gran
medida en el proceso evolutivo de los organismos que la ocupan, entre ellos en el hombre y sus
antepasados.
Los acontecimientos tectónicos ocurridos en esta región de África dieron lugar al levantamiento
de una zona montañosa, a veces denominada "el muro de África". La comparación entre los dos
mapas permite apreciar una estrecha correlación entre esta topografía alterada y la localización
de los yacimientos de homínidos fósiles.
Esto puede tener una explicación "técnica": la alteración del terreno deja al descubierto zonas en
las que se pudieron depositar los fósiles, facilitando su descubrimiento. Sin embargo, tiene
también una explicación ecológica y de selección natural. La aparición de esta zona elevada dio
lugar, por una parte, a un cambio climático en el este de África, al impedir la llegada de los
vientos húmedos del oeste, lo que se tradujo en una mayor aridez de esta región. Por otra parte,
las deformaciones tectónicas originaron un mosaico de ecosistemas con alternancia de zonas
húmedas y secas, llanas y accidentadas, elevadas y de escasa altitud, que pudieron beneficiar la
evolución de los primeros homininos (el grupo de antepasados del hombre que ya se había
separado de los chimpancés y bonobos).
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Para aceptar esta hipótesis deberíamos ser


capaces de identificar el modo en el que un
ecosistema mosaico de este tipo pudo
beneficiar la evolución del hombre, y eso
supone correlacionar las características
ecológicas humanas con las características
ambientales de nuestro ecosistema.

Hay un acuerdo bastante general en señalar


que las principales características adaptativas
de los homininos incluyen el bipedismo (y,
en relación con él, un incremento de la
capacidad para recorrer grandes distancias y
ocupar un mayor territorio vital que otros
primates), una diversificación de la dieta,
incluyendo en ella una elevada proporción
de carne, el incremento del tamaño corporal respecto al chimpancé, y dentro de este aumento
de tamaño un incremento desproporcionado del tamaño cerebral, la capacidad para adaptarnos
al estrés térmico, la capacidad para manufacturar herramientas líticas y un mayor periodo de
crianza y, consecuentemente, de aprendizaje.

Algunas de estas características se retroalimentan entre sí, dando lugar a un "síndrome de


adaptación", es decir, a un conjunto de características biológicas que globalmente contribuyen a
la adaptación de una especie a un cierto nicho ecológico. Así, por ejemplo, la adaptación al
estrés térmico, la capacidad para recorrer mayores distancias y la posibilidad de cazar durante el
día se refuerzan mutuamente, haciendo más eficaz a la especie que posee esas características.
Lo mismo puede decirse de la relación entre el aumento de la capacidad craneal, la habilidad
para elaborar herramientas líticas y el consumo de carne, de la asociación positiva entre el
aumento del tamaño cerebral, el incremento de las capacidades comunicativas y la resolución
de problemas o entre el aumento de capacidades cognitivas, la memoria espacial y el
aprovechamiento de nichos ecológicos mayores y más complejos.

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Por otra parte, otras tendencias evolutivas acaban dando lugar a nuevas presiones selectivas que
la especie debe superar. En el caso de nuestros antepasados, la prolongación de la etapa de
dependencia infantil provocó que las hembras tuvieran que depender de los machos durante
largos periodos de tiempo en lo que se refiere a la provisión de comida y a la búsqueda de un
cobijo seguro a salvo de los depredadores.
Una especie con esas características requeriría para tener éxito evolutivo un suministro regular
de agua, la posibilidad de acceder a suficiente proteína de origen animal y a piedra para
elaborar sus herramientas y un incremento de la cooperación parental. Se verían beneficiados,
por tanto, de la existencia de nichos ecológicos abiertos, en los que las condiciones ambientales
dificultaran a otros carnívoros o carroñeros el acceso a la carne, por ejemplo en condiciones de
sequía o durante el calor del día. La protección de las crías dependería, en un ambiente con
pocos árboles como ese, de la disponibilidad de refugios en riscos o cuevas, de la defensa social
o del uso del fuego. Un ecosistema adecuado para dicha especie tendría:

Un entorno variado, con un amplio rango de plantas y animales diferentes, lo que


ofrecería nuevas oportunidades para conseguir todo tipo de alimentos.
Fuentes de agua abundantes y accesibles.
Ubicaciones para encontrar refugios seguros para escapar del ataque de depredadores y
donde llevar y mantener a salvo la comida.
Posibilidad de atrapar animales mediante trampas, aprovechando las irregularidades del
terreno.

Todas las características descritas se dan en la actualidad en la zona del Valle del Rift como
resultado de los procesos tectónicos que se producen en ella, lo que lleva a pensar que este
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pudo ser un entorno propicio para la aparición de los primeros homininos.

Como se puede apreciar, el ambiente en el que aparece una nueva especie es mucho más que
un "marco" o que un paisaje. Sus características determinan las presiones ambientales a las que
dicha especie está sometida, y por lo tanto condicionan las características de la propia especie.
De "la cadena y los eslabones" hasta "el matorral y las ramas"

La representación de la evolución de una especie determinada como una cadena, en la que un


eslabón (una especie) va unido linealmente con el anterior y con el siguiente es una mala
metáfora del cambio evolutivo, que muchas veces da lugar a interpretaciones simplistas como la
búsqueda desesperada del "eslabón perdido". En su lugar, es mucho más aproximado pensar en
el proceso evolutivo como si fuera un matorral, del que van creciendo muchas ramas. Algunas
de ellas son cortas, pero otras pueden ser más largas que las demás, es decir, representan
especies que perduran durante más tiempo. Además, cada rama puede, a su vez, ramificarse,
dando lugar a una estructura compleja, difícil de interpretar.

Esto es así en el caso de la evolución humana. Aunque en la actualidad el grupo de los


"homininos" solo cuenta con una especie (nosotros mismos), esta es una situación excepcional,
única en nuestra historia evolutiva. Durante casi todo el tiempo que ha durado ésta, ha habido
varias especies coexistiendo, en ocasiones en una misma área geográfica. Algunas de esas
especies son nuestros antepasados directos, mientras que otras se extinguieron sin dejar
descendientes actuales. Además, para complicar más las cosas, como el proceso de especiación
no es inmediato, es posible que existieran "híbridos" entre tales grupos contemporáneos, lo que
dificulta aún más la interpretación de nuestro árbol evolutivo.

A pesar de eso, y de que los restos de los que disponemos son muy escasos y fragmentarios
(incluso en el sentido literal de la palabra; en muchos casos no contamos más que con unos
pequeños trozos de hueso de un único individuo), nos vamos pudiendo hacer una idea más o
menos clara de cual ha sido la historia de nuestra familia.

El último antepasado común del hombre y los chimpancés debió vivir hace unos siete millones
de años. Sabemos eso gracias al análisis de los datos de ADN, ya que no ha podido identificarse
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ningún fósil que responda a las características


que se supone que debería tener una especie
como esa. A partir de ese momento nuestra
línea evolutiva se separa de las de otros
primates, surgiendo el grupo biológico que
denominamos homininos, del que somos su
único representante actual.
Los primeros organismos de este grupo se
han atribuido a dos especies diferentes:
Sahelanthopus y Orrorin. Ambos eran
animales de tamaño y aspecto bastante
similares a los del chimpancé, con una
capacidad craneal y un grosor óseo parecidos
a los del gorila, que vivieron en Chad y Kenya
respectivamente hace algo más de seis
millones de años. La posición del foramen
magnum, el orificio a través del cual sale del
cráneo la médula espinal, hace pensar en que podían mantener una postura bípeda.

Son mucho mejor conocidos los restos de


Ardipithecus. Solo se han encontrado huesos
correspondientes a dos individuos, pero incluyen
fragmentos de brazos, piernas y pelvis. El más antiguo
de esos individuos vivió hace casi seis millones de
años en Kenya, mientras que los restos del segundo,
de unos 4,5 millones de años de antigüedad, se han
encontrado en Etiopía. A pesar de que se dispone de
muy pocos fragmentos de cada uno de ellos, estos
fósiles han sido catalogados como dos especies
diferentes. La estructura de la pelvis indica que eran
bípedos, pero la longitud de las extremidades y el
pulgar del pie prensil hacen pensar que pasaban
mucho tiempo en los árboles.
Hace unos 4 millones de años se produjo un nuevo
cambio ambiental en el este de África, que tuvo como
resultado un aumento de la aridez de la región. La
consecuencia para nuestros antepasados fue la extinción de los Ardipithecus y su
desplazamiento por nuevo género, los Australopithecus, que, con bastantes variaciones,
habitaron una buena parte de África oriental (desde Etiopía en el norte hasta Sudáfrica).

Los australopitecos sobrevivieron durante casi tres millones de años. Eran animales bípedos,
como demuestran tanto sus restos óseos como el rastro de huellas fósiles encontrado en Laetoli,
en el que tres individuos dejaron sus pisadas en una pista de ceniza volcánica de unos 20
metros de longitud. Sin embargo, parece ser que trepaban habitualmente a los árboles,
posiblemente para conseguir alimentos o protección. Su capacidad craneal era pequeña,
bastante parecida a la de los gorilas y chimpancés actuales (entre 400 y 500 centímetros
cúbicos). Los machos y las hembras eran diferentes: los primeros podían alcanzar una talla
aproximada de 1,20 metros y unos 50 Kg de peso, mientras que las hembras llegaban a los 80
cm de altura y podían pesar unos 30 Kg.
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Se ha determinado que los australopitecos


podían llegar a vivir unos 25 años, aunque
la mayoría de ellos probablemente morían
mucho antes, en torno a los 10 años de
edad. Parece ser que las hembras
alcanzaban la madurez sexual en torno a
los 5-7 años, mientras que los machos
maduraban más tarde, entre los 8 y los 10
años. Los individuos que alcanzaban los 20
años de edad entraban en una fase de
envejecimiento (apreciable, por ejemplo, en
la pérdida de dientes) que probablemente
los convertía en presas fáciles de otros
depredadores.

La especie más reciente de australopitecinos fue Australopithecus afarensis, a la que corresponde


el esqueleto mejor conservado, el de una hembra a la que se dio el nombre de "Lucy" que vivió
hace 3,2 millones de años y de la que se conservan unos 100 huesos.

Probablemente la irregularidad climática del este de África durante esta época, caracterizada por
alternancia de periodos húmedos y secos, provocó la desaparición de los australopitecus que,
sin embargo, dieron paso a dos grupos diferentes de homínidos. Por una parte surgieron los
parántropos (género Paranthropus), animales más grandes y fuertes que los australopitecos,
adaptados a zonas semiáridas de campo abierto fundamentalmente vegetarianos y capaces de
consumir alimentos duros. Los parántropos vivieron en el este y en el sur de África desde hace
unos 2,5 millones de años, hasta hace aproximadamente un millón de años, época en la que se
extinguieron sin dar lugar a otras especies.

El otro grupo de organismos que evolucionó


en esta época a partir de los australopitecos
constituyen los primeros miembros conocidos
del género Homo. Hay bastante discusión
acerca de si estos individuos se pueden incluir
en una o varias especies, o de su relación
entre ellos, aunque suele aceptarse que Homo
habilis, que vivió en la garganta de Olduvai
(Tanzania) hace unos 2,3 millones de años
pudo ser una de las primeras especies en
utilizar herramientas líticas.
Homo habilis tenía alrededor de un metro de
estatura, con 50 Kg de peso para los machos y
unos 30 Kg para las hembras. Su volumen
craneal era de unos 600 centímetros cúbicos,
algo más grande que el de los australopitecos
y los parántropos. Su dieta era rica en carne, probablemente obtenida mediante carroñeo, para
lo cual utilizaba las herramientas de piedra que era capaz de constuir, como los "choppers",
piedras afiladas talladas por un solo lado, probablemente mediante un único golpe (tecnología
olduvayense, "modo I").

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Hace algo más de 1,8 millones de años se inició una tendencia evolutiva, el aumento del tamaño
corporal y especialmente del cerebro, que dio lugar a la aparición de una nueva especie, Homo
erectus. Su capacidad craneal alcanzó rápidamente los 800 centímetros cúbicos, llegando hasta
los 1100. Es posible que esta evolución se debiera a una mutación en la estructura de las
membranas celulares de las neuronas, que proporcionó mayor resistencia a las enfermedades
infecciosas.

El aumento del tamaño cerebral guarda relación con un cambio en la dieta, más rica en carne y
más estable, y con cambios en el comportamiento, con la adopción de un modo de vida que
incluye el cuidado cooperativo de las crías. Esto reduce el riesgo de muerte por predación. Las
ventajas adaptativas de estas características permitieron un aumento de la población y una
ampliación de los nichos ecológicos.

Homo erectus fue una especie con un éxito ecológico enorme, hasta el punto de que se
expandió geográficamente por todo el "viejo mundo": África, Europa y Asia. En todas esas zonas
se han encontrado restos de más de 1,5 millones de años de antigüedad, lo que muestra la
rapidez con la que fueron capaces de ocupar y colonizar hábitats diferentes.
La historia evolutiva de Homo erectus es diferente dentro y fuera de África. En Europa
evolucionaron para dar lugar a  Homo antecessor, que aparece, por ejemplo, en los yacimientos
de Atapuerca (Burgos) y posteriormente a Homo neanderthalensis, que sobrevivió en el sur de la
Península Ibérica hasta hace unos 40.000 años.

Entre tanto, en África Homo erectus evoluciona hasta convertirse en el hombre moderno, Homo
sapiens. Hace unos 200.000 años esta nueva especie vuelve a salir de su ecosistema natal y se
expande por todo el mundo, cruzando incluso el estrecho de Bering para llegar a América (hace
algo menos de 20.000 años). La llegada del hombre moderno a Europa, ocupada por los
neandertales, supone que durante más de 100.000 años ambas especies convivieron, incluso
compartiendo el mismo espacio. Los datos de genética molecular de los que disponemos

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actualmente indican que, además, se cruzaron, de modo que algunos de los genes de los
neandertales han llegado hasta nosotros (algunos investigadores calculan que pueden ser hasta
el 20% de todos nuestros genes).

Sin embargo, los neandertales (más altos, más fuertes, incluso con mayor capacidad craneal que
nosotros) terminaron por extinguirse. Se supone que la causa de su desaparición fue su falta de
"flexibilidad ecológica": habían evolucionado en un clima frío, pero debieron enfrentarse a
condiciones ambientales muy variables, con periodos fríos y cálidos alternos, que beneficiaron a
Homo sapiens, adaptado para utilizar una gran variedad de recursos.

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