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RELIGIÓN CRISTIANA
JUAN CALVINO
,
INSTITUCION
DE LA
,
RELIGION CRISTIANA
TRADIJCIDA y PUBLICADA POR
CIPRIANO DE VALERA EN 1597
REEDITADA POR LUIS DE lISOZ y RÍO EN 1858
NUEVA EDICIÓN REVISADA f:N 1967 SEGUNDA
EDICIÓN L'lALTERADA 1981
TERCERA EDICIóNINALTERAOA 1986
CllARTA ~:nICIÓNINALTERADA 1994
(DOS TO'IOS)
TOMOf
Por todo ello presentamos esta nueva edición con gran alegría y espe-ranza, como
un instrumento selecto para la difusión de las doctrinas reformadas, que Calvino
expone con tan asombrosa claridad y sencillez.
Nuestra oración y anhelo es que nuestro misericordioso Padre se sirva de esta obra
para la extensión de su reino, y bendición de su Pueblo. A Él sea la gloria.
1999 FELíRe
TABLA DE ABREVIATURAS
ANTIGUO TESTAMENTO
Gn. = Génesis Ed. = Eclesiastés
Ex. = Éxodo Cant. = Cantar de los cantares
Lv. = Levítico Is. = Isaías
Nm. = Números Jer. = Jeremías
Dt. = Deuteronomio Larn. ~ Lamentaciones
Jos. = Josué Ez. = Ezequiel
Jue, = Jueces Dan. = Daniel
Rut = Rut Os. = Oseas
1 Sm. = l Samuel JI. = Joel
2Sm. = 2 Sarnuel Am. = Arnós
1 Re. = l Reyes Abd. =Abdias
2 Re. = 2 Reyes Jon. = Jonas
l c-. = l Crónicas Miq. = Miqueas
2 Cr, = 2 Crónicas Nah. = Nahum
Esd. = Esdras Hab. = Habacuc
Neh. = Nehernías Sor. = Sofonías
Est. = Éster Hag. = Hageo
Job = Job zac. = Zacarías
Sal. = Salmo(s) Mal. = Malaquias
Prov. = Proverbios
APÓCRIFOS
Tob. = Tobías Sab. = Sabiduría
. Jdt. = Judit Eclo, "'" Eclesiástico
l Mac. = l Macabeos Bar. = Baruc
2 Mae. = 2 Macabeos
NUEVO TESTAMENTO
Mt. = Mateo 1 Tim. = l Timoteo
Mc. = Marcos 2 Tim. = 2 Timoteo
Le. = Lucas Tít. = Tito
Jn. = Juan flm. = Filemón
Hch. ~'" Hechos Heb. ir - : Hebreos
Rorn. = Romanos Santo = Santiago
1 C~)T. = 1 Corintios l Pe. = l Pedro
20)(. = 2 Corintios 2 Pe. = 2 Pedro
Gál. = Gálatas 1 Jn. = l Juan
EL = Efesios 2 Jn. = 2 Juan
Flp. = Filipenses 3 Jn. = 3 Juan
Col. = Colosenses Jds. = Judas
1 Tes. = l Tesalonicenses Ap. = Apocalipsis
2 Tes. = 2 Tesalonicenses
LIBRO PRIf\1ERO
DEL CONOCl~lJENTll DE OlOS rN CCA:-JTO ES CREADOR Y SUPREMO
GOBER:'>IADOR or TODO EL MU:-JDO.
Capitulo Primero
El conocimiento de Dios y el de nosotros se relacionan entre sí.
Manera en que convienen mutuamente .. 3
Capitulo 11
En qué consiste conocer a Dios y cuál es la finalidad de este
conocimiento . . . . . . . . . . . 5
Capítulo III
El conocimiento de Dios está naturalmente arraigado en el
entendimiento del hombre. . . . . .. ..... 7
Capítulo JV
El conocimiento de Dios se debilita y se corrompe, en parte por
la ignorancia de los hombres, y en parte por su maldad. .. 10
Capitulo V
El poder de Dios resplandece en la creación del mundo y en el
continuo gobierno del mismo 13
Capítulo VI
Es necesario para conocer a Dios en cuanto creador, que la
Escritura nos guíe y encamine . . .. 26
Capitulo VII
Cuales son los testimonios con que se ha de probar la Escritura
para que tengamos su autoridad por auténtica. a saber del
Espíritu Santo; y que es una maldita impiedad decir que la
autoridad de la Escritura depende del juicio de la Iglesia . 30
Capítulo YIl1
Hay pruebas con certeza suficiente, en cuanto le es posible al
entendimiento humano comprenderlas, para probar que la
Escritura es indubitable y certísima. . . . . . . . . 35
Capitulo IX
Algunos espiritus funáticos pervierten los principios de la reli-
gión, no haciendo caso de la Escritura para poder seguir mejor
sus sueños, so título de revelaciones del Espíritu Santo . .. 44
Capitulo X
La Escritura, para extirpar la superstición, opone exclusiva-
mente el verdadero Dios a los dioses de los paganos . . .. 47
VIlI INDJCE GENERAL
Capitulo Xl
Es una abominación atribuir a Dios forma alguna visible, y
todos cuantos erigen imágenes o ídolos se apartan del verdadero
Dios . . . . . . . . . . . . . . . . .. 49
Capitulo XII
Dios se separa de los ídolos a fin de ser Él solamente servido 62
Capítulo XIlI
La Escritura nos enseña desde la creación del mundo que en
la esencia única de Dios se contienen tres Personas. . . .. 66
Capitulo XIV
La Escritura, por la creación del mundo y de todas las cosas,
diferencia con ciertas notas al verdadero Días de los falsos
dioses . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 95
Capítulo XV
Cómo era el hombre al ser creado. Las facultades del alma, la
imagen de Dios, el libre albedrío, y la primera integridad de
la naturaleza . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113
Capitulo XVI
Dios, después de crear con su potencia el mundo y cuanto hay
en él, lo gobierna y mantiene todo con su providencia 124
Capítulo XVII
Determinación del fin de esta doctrina para que podamos apro-
vecharnos bien de ella . . . . . . . . . . . . . . . . . 135
Capítulo XVIII
Dios se sirve de los impíos y doblega su voluntad para que
ejecuten Sus designios, quedando sin embargo Él limpio de
toda mancha . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ISO
LIBRO SEGUNDO
DEL CONOCIMIENTO DE DIOS COMO REDENTOR EN CRISTO, CONOO·
MIENTO QUE PRIMERAMENTE FUE MANIFESTADO A LOS PATRIARCAS
BAJO LA LEY Y DESPUÉS A NOSOTROS EN EL EVANGELIO.
Capitulo Primero
Todo el género humano está sujeto a la maldición por la calda
y culpa de Adán, y ha degenerado de su origen. Sobre el pecado
original. . . . . . . . . . . . . .. 16]
Capitulo Il
El hombre se encuentra ahora despojado de su arbitrio, y
miserablemente sometido a todo mal . . . . . . . . .. 171
Capítulo ]JI
Todo cuanto produce la naturaleza corrompida del hombre
merece condenación . . . . . . . . . . . . 197
Capitulo IV
Cómo obra Dios en el corazón de los hombres. 213
Capitulo V
Se refutan las objeciones en favor del libre albedrío. 220
íNDICE GENERAL IX
Capítulo VI
El hombre, habiéndose perdido a sí mismo, ha de buscar su
redención en Cristo, , . , , . . . ' . . . . . . . . . . 239
Capítulo VlI
La Ley fue dada, no para retener en sí misma al pueblo antiguo,
sino para alimentar la esperanza de la salvación que debía tener
en Jesucristo, hasta que vin iera. . . . . . . . . 245
Capítulo VIII
Exposición de la Ley moral, o los Mandamientos 261
Capítulo IX
Aunque Cristo fue conocido por los judíos bajo la Ley, no ha
sido plenamente revelado más que en el Evangelio . 307
Capítulo X
Semejanza entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. 312
Capitulo XI
Diferencia entre 105 dos Testamentos . . . . . . . 329
Capítulo XII
Jesucristo, para hacer de Mediador, tuvo que hacerse hombre 341
Capitulo XIll
Cristo ha asumido la sustancia verdadera de carne humana 350
Capítulo XIV
Cómo las dos naturalezas forman una sola Persona en el
Mediador . . , , . , , , . , . . . . . . 355
Capitulo XV
Para saber con qué fin ha sido enviado Jesucristo por el Padre
y los beneficios que su venida nos aporta, debemos considerar
en Él princi palmente tres cosas: su oficio de Profeta, el Reino
y el Sacerdocio , , . . , . , . . . . . . . . . . . . . 364
Capítulo XVI
Cómo Jesucristo ha desempeñado su oficio de Mediador para
conseguirnos la salvación. Sobre su muerte, resurrección y
ascensión . , . . , , . . , , . . . . . . . . . . .. 372
Capítulo xvn
Jesucristo nos ha merecido la gracia de Dios y la salvación 392
LIBRO TERCERO
DE LA MANERA DE PARTICIPAR DE LA GRACIA DE JESUCRISTO.
FRUTOS QUE SE OBTIENEN DE ELLO Y EFECTOS QUE SE SIGUEN.
Capítulo Primero
Las cosas que acabamos de referir respecto a Cristo nos sirven
de provecho por la acción secreta del Espíritu Santo , . . . 401 Capítulo 11
Capítulo IV
Cuán lejos está de la pureza del Evangelio todo lo que los
teólogos de la Sorbona discuten del arrepentimiento. Sobre
la confesión y la satisfacción. . . . . . . . . . . . . . . 472
Capítulo V
Suplementos que añaden los papistas a la satisfacción; a saber:
las indulgencias y el purgatorio . . . . . . . . . . . . . 510
Capítulo VI
Sobre la vida del cristiano. Argumentos de la Escritura que nos
exhortan a ella. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 522
Capítulo VU
La suma de la vida cristiana: la renuncia a nosotros mismos 527
Capítulo VIII
Sufrir pacientemente la cruz es una parte de la negación de
nosotros mismos. . . . . . . 537
Capítulo IX
La meditación de la vida futura 546
Capítulo X
Cómo hay que usar de la vída presente y de sus medios. 552
Capítulo Xl
La justificación por la fe. Definición nominal y real. . . 556
Capítulo XII
Conviene que levantemos nuestro espiritu al tribunal de Dios,
para que nos convenzamos de veras de la justificación gratuita 580
Capítulo XIII
Conviene considerar dos cosas en la justificación gratuita . . 588
Capítulo XIV
Cuál es el principio de la justificación y cuáles son sus conti-
nuos progresos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 593
Capítulo XV
Todo lo que se dice para ensalzar los méritos de las obras,
destruye tanto la alabanza debida a Dios, como la certidumbre
de nuestra salvación . . . . . . . . . . . . . . . . . . 610
Capítulo XVI
Refutación de las calumnias con que los papistas procuran
hacer odiosa esta doctrina. . . . . . . . . . . . . . . . 618
Capítulo XVII
Concordancia entre las promesas de la Ley y las del Evangelio 623
Capítulo XVIII
Es un error concluir que somos justificados por las obras, por-
que Dios les prometa un salario 639
Capítulo XIX
La libertad cristiana . . . . . 650
Capítulo XX
De la oración. Ella es el principal ejercicio de la fe y por ella
recibimos cada día los beneficios de Dios . . . . . . . . . 663
Capítulo XXI
La elección eterna con la que Dios ha'predestinado a unos para
salvación y a otros para perdición . . . . . . . . . . . . 723
iNDICE GENERAL xr
Capítulo XXII
Confirmación de esta doctrina por los testimonios de la
Escritura .. 733
Capítulo XXIII
Refutación de las calumnias con que esta doctrina ha sido siem-
pre impugnada .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 746
Capitulo XXIV
La elección se confirma con el llamamiento de Dios; por el
contrario, los réprobos atraen sobre ellos la justa perdición a
la que están destinados 762
Capitulo XXV
La resurrección final . 782
LIBRO CUARTO
DE LOS MEDIOS EXTERNOS o AYUDAS DE QUE DIOS SE SIRVE PARA
LLAMARNOS A LA COMPAÑíA DE SU HIJO, JESUCRISTO, Y PARA
MANTENER"'IQS EN H.LA.
Capitulo Primero
De la verdadera Iglesia, a la cual debemos estar unidos por ser
ella la madre de todos los fieles . . . . . . . 803
Capítulo 11
Comparación de la falsa iglesia con la verdadera 826
Capítulo 1II
De los doctores y ministros de la Iglesia. Su elección y oficio 836
Capítulo IV
Estado de la Iglesia primitiva y modo de gobierno usado antes
del Papa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 848
Capitulo V
Toda la forma antigua del régimen eclesiástico ha sido destruida
por la tiranía del papado . . . 860
Capítulo VI
El primado de la Sede romana. 874
Capítulo VII
Origen y crecimiento del papado hasta que se elevó a la gran-
deza actual, con lo que la libertad de la Iglesia ha sido oprimida
y toda equidad confundida . . . . . . . . . . . . . . . 886
Capítulo VIIT
Potestad de la Iglesia para determinar dogmas de fe. Desenfre-
nada licencia con que el papado la ha usado para corromper
toda la pureza de la doctrina 909
Capítulo IX
Los concilios y su autoridad. 921
Capítulo X
Poder de la Iglesia para dar leyes. Con ello el Papa y los suyos
ejercen una cruel tiranía y tortura con las que atormentan a
las almas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 930
XII íNDICE GENERAL
Capítulo Xl
Jurisdicción de la Iglesia y abusos de la misma en el papado 955
Capítulo XII
De la disciplina de la Iglesia, cuyo principal uso consiste en las
censuras yen la excomunión. . . . . . . . . . . . . . . 969
Capítulo XIII
Los votos. Cuán temerariamente se emiten en el papado para
encadenar miserablemente las almas 989
Capitulo XIV
Los sacramentos. 1006
Capítulo XV
El Bautismo. . . 1028
Capítulo XVI
El bautismo de los niños está muy de acuerdo con la institución
de Jesucristo y la naturaleza del signo. . . . . . . . 1043
Capítulo XVII
Irá Santa Cena de Jesucristo. Beneficios que nos aporta 1070
Capitulo XVIII
La misa del papado es un sacrilegio por el cual la Cena de
Jesucristo ha sido, no solamente profanada, sino del todo
destruida . . . . .. . 1123
Capítulo XIX
Otras cinco ceremonias falsamente llamadas sacramentos. Se
prueba que no lo son. 1139
Capítulo XX
La potestad civil. . . 1167
Salud
Dos puntos hai, que comunmente mueven á los hombres á preziar
mucho una cosa: el primero es, la exzelenzia de la cosa en sí misma: el
segundo, el provecho que rezebimos ó esperamos deIla. Entre todos los
dones i benefizios que Dios por su misericordia comunica sin zesar á los
hombres, es el prinzipal, i el mas exzelente i provechoso el ver-dadero
La exzelen-
conozimiento de Dios, i de nuestro Señor Jesu Cristo, el cual trae á los zia ¡ utilidad
hombres una grande alegría i quietud de corazon en esta vida, i la eterna del cono-
gloria i felizidad despues desta -vida, De manera que en este conozimiento zimienro de
consiste el sumo bien i la bienaventuranza del hombre: como claramente lo Dios.
declara la misma verdad, Jesu Cristo, diziendo: Esta es la vida eterna que te Jn. 17.3.
conozcan solo Dios verdadero, i al que enviaste Jesu Cristo. I el Apóstol San
Pablo, despues que de Fariseo i perseguidor fué convertido á Cristo, i habia
conozido la grande exze-lenzia deste conozimiento, dize: Ziertamentc todas Flp. 3,8.
las cosas tengo por pérdida, por el eminente conozimiento de Cristo Jesus
Señor mio, por amor del cual he perdido todo esto, i lo tengo por estiércol. El Diablo se
Pero como no hai cosa mas nezesaria, ni mas provechosa al hombre que este esfuerza á
conozimiento, así el Diablo, enemigo, de nuestra salud, no ha zesado desde la quitar á los
hombres este
creazion del mundo hasta el dia de hoi, ni zesará hasta la fin de se esforzar cono-
por todas las vias que puede, á privar los hombres deste tesoro, i escurezer en zimiento.
sus corazones esta tan deseada luz que nos es enviada del zielo, para mejor
enredar i tener captivos á los hombres en las tinieblas de ignoranzia i
superstizion.
I como el Diablo ha sido homizida i padre de mentira desde el In. 8,44
prinzipio, así siempre ha trabajado en oprimir la verdad, i á los que la
confiesan, ya por violenzia i tiranía, ya por mentira i falsa doctrina. Para este
fin se sirve por sus ministros, no solamente de los enemigos de fuera, pero El Diablo se
sirve de dos
aun tambien de los mismos domésticos que se glorían de ser el pueblo de medios.
Dios, i que tienen las aparenzias externas. Por violenzia mató Caín á su
proprio hermano Abél: no por otra causa, sino porque sus obras eran malas, i 1. Por vio-
lenzia i tira-
las de su hermano buenas. Esaú pensaba hazer lo mismo á su hermano Jacob, nia. Gn.4,8.
porque habia rezebido la bendizion de su padre. Saul persiguió á David el
escojido i bien querido de Dios. Muchos reyes del pueblo de Israel dejando la 1 Jn. 3,12.
Gn. 27,4l. 1
Iei i los mandamientos de Dios, han sido idólatras i matadores de [os Pro- Sm. 23. 24.
fetas, abusando en tal manera de su autoridad, que no solamente pecaban,
pero hazian tarnbien pecar á Israel. I llegó la miseria del pueblo de Israel á 2 Re. 21, 1,
tanto, que se lee de Manase (que reinó en Jerusalén 55 años) que derramó 16.
mucha sangre inozente en gran manera, hasta henchir á Jerusalén de cabo á
cabo. 1 como los reyes idólatras hizieron mal en los ojos de Dios, i lo
provocaron á ira edificando los altos, que
XIV A TODOS LOS FIELES
los pios reyes habían derribado, i persiguiendo los siervos de Dios, á los cuales
debían defender con su autoridad; así tambien se olvidaron de su deber los
eclesiásticos i sazerdotes, que se gloriaban de la suze-sien de Aarcn, i de que no
II. Falsa podian errar en la Lei. Porque muchas vezes ellos engañaban al pueblo, i
doctrina i resistían con gran vehemenzia á 105 Pro-fetas de Dios, i tenian en gran número
mentira.
falsos Profetas que hablaban mentira, diziendo que Dios se lo habia mandado
dezir así: como mani-fiestamente se vee en los cuatrozientos Profetas de Baal,
los cuales todos á una boca, por el espíritu de mentira, engañaban á Achab, Rei
de Israel, acusando i injuriando á Micheas verdadero Profeta de Jeho-va. Por lo
cual se quejaron tantas vezes los Profetas de tales Sazerdotes í falsos Profetas:
dizíendo que habian sido, i eran la causa de la corrup-zion del pueblo, i de su
ruina. Entre otros dize Jeremías, Que de los Profetas de Jerusalén salió la
Jer, 23. 15. impiedad sobre toda la tierra, i en el mismo capítulo: Así el Profeta como el
Sazerdote son finjidos, aun en mi casa hallé su maldad, dijo Jehova. Por el
Profeta Ezequiel dize Dios: La conjurazion de sus Profetas en medio della, como
lean bra-mando que arrebata presa: tragaron ánimas, tomaron haziendas i honra,
Ez. 22,25. augmentaron sus viudas en medio della. Sus Sazerdotes hur-taron mí Leí, i
contaminaron mis Santuarios. Muchos otros lugares hai en los demás Profetas
que testifican lo mismo, i nos dan claramente á entender que los Israelitas so
tales gobernadores fueron como ovejas perdidas, i que sus pastores los hizieron
errar; como lo declara el Profeta Jeremías. Cuan profunda haya sido en este
pueblo la igno-ranzia de Dios, se puede ver como en un espejo, en lo que
Jer. 50,6. acontezió en tiempo del pio Rei Jozías, á los 18 años de su reino, cuando
Helzias, gran Sazerdote habia hallado el libro de la Lei en la casa de Jchova, i
2 Re. 22. que el Rei oyó leer las palabras del libro de la Lei, como cosa nueva i nunca oída.
Lo cual movió de tal manera el corazon del Rei, aun siendo manzebo, que
rompió sus vestidos, i se humilló delante de Dios: derribó los ídolos i los altos, i
hizo reformazion segun la Lei i palabra de Dios. Con todo esto despues de la
muerte deste buen Rci, el pueblo tornó á idolatrar hasta que los Caldeos
destruyeron la ziudad de Jerusalén i el Templo, i llevaron el pueblo captivo á
Babilonia.
esto, i dize, que muchos han de venir en su nombre, i que muchos falsos
Profetas se levantarán, i que engañarán á muchos, i después añide : entonzes
os entregarán para ser aflijídos, i mataros han: i sereis aborrezidos de todas
Hch, 20,29. naziones por causa de mi nombre: i muchos entonzes serán escandalizados. 1
el Apóstol San Pablo predize á los Anzianos de Efeso: Yo sé (dize) que
despues de mi partida entrarán en vosotros graves lobos que no perdonarán al
ganado. Lo cual el mismo Apóstol explica mas amplamente en la segunda
Epístola á los Tesalonizenses, cuando avisa á los fieles que á la venida del
2 Tes. 2,3,4, Señor es menester que prezeda una jeneral apostasía de su Iglesia, causada
por el hombre de pecado, el hijo de perdizion, el cual se levante contra todo
lo que se llama Dios, i se asiente en el templo de Dios como Dios, dando ,t
entender que es Dios. En la primera Epístola á Tirnoteo escribe el mismo
1 Tim.4, 1,
2,3. Apóstol: el Espíritu dize manifiestamente, que en los postreros tiempos
algunos apostatarán de la fé, escuchando á espí-ritus de error, i á doctrinas de
Los Docto-
demonios. Que con hipocresía hablarán mentira teniendo cauterizada la
res falsos conszienzia : Que prohibirán el matri-monio, i mandarán abstenerse los
defienden el hombres de las viandas que Dios crió, Itern en la segunda Epístola á
matrimonio i Timoteo, Esto empero sepas que en los postreros días, vendrán tiempos
las viandas peligrosos. Porque habrá hom-bres amadores de sí, avaros, gloriosos,
que Dios crió.
soberbios, maldizientes, &., i luego añide, Teniendo el aparenzia de piedad,
2Tim. 3,1,
2, mas negando la eficazia della, r despues: Que siempre aprenden, i nunca
Verso 5, pueden acabar de llegar al conozimiento de la verdad. 1 de la manera que
Verso 7,8. Jannes i Jambres resistieron á Moisén, asi tambien estos resisten á la verdad:
2 Tim.4, hombres corruptos de entendimiento, réprobos acerca de la fé ; i en el
3,4.
capítulo siguiente escribe: Que vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana
2 Pe. 2,1,2, doctrina: antes teniendo comezon en las orejas se amontonarán maestros que
3.
les ha bien conforme á sus concupiszenzias, i así apar-larán de la verdad el
oido, i volverse han á las fábulas. Así el Apóstol San Pedro describe la
impiedad de los falsos doctores que habían de venir, diziendo : Empero hubo
también falsos Profetas en el pueblo, como habré entre vosotros falsos
doctores, que introduzirán encu-biertamente sectas de perdizion, i negarán al
Señor que los rescató, trayendo sobre sí mismos apresurada perdizion : i
muchos seguirán sus perdiziones: por los cuales el camino de la verdad será
blasfemado: i por avarizia harán mercadería de vosotros con palabras finjidas.
El Espíritu Por estas tan claras i señaladas Profezías quiso el Espiritu Santo confirmar
Santo con-
firma la fe de
nuestra fé, para que no fuésemos escandalizados por la grande apostasía que
los fieles había de acontezer en la Iglesia: ni por las aflic-ziones i crueles
contra los persecuziones que habían de padezer los fieles por la confesion de Cristo i de
escándalos.
su verdad. Cuando pues en estos últimos dias vemos claramente el
cumplimiento destas Profezias, es menester que consideremos ninguna cosa
ahora acontezer, sino lo que por la provi-denzia de Dios acontezió á los pios
en tiempos pasados: i que todo esto ha sido muí espresarnente predicho por
la boca de Cristo i de sus Apóstoles: como los testimonios que ya habemos
alegado lo testifican. Los adversarios i perseguidores de los fieles no pueden
negar estas Profezías, i confesarán juntamente con nosotros que mucho s
DE LA NAZION ESPAÑOLA XVII
Quién sean blo, i los condena como á herejes. Mas estos son los engañadores i falsos
los engaña- enseñadores, los que han sido, ó son tan atrevidos de añidir,
dores. ó disminuir algo en la palabra de Dios, mandando lo que Dios prohibe,
ó prohibiendo lo que su Majestad manda. De manera que obedeziendo á estos
no es posible juntamente obedezer i agradar á Cristo: i para obedezer i seguir
á Cristo es menester apartarse i huir destos como de. guias ziegas, los cuales
MI. 15,6. siendo otros nuevos Fariseos han invalidado el mandamiento de Dios por sus
Mt. 15,9. prezeptos, honrando á Dios en vano, enseñando doctrinas, mandamientos de
hombres. Tales son los ense-ñadores i perlados de la Iglesia Romana, los
cuales dejando las pisadas de los Apóstoles i el mandamiento de Cristo, no
apazientan las ovejas con el verdadero mantenimiento de las ánimas, que es
la palabra de Dios: pero ocupándose en vanas zeremonias i tradiziones
humanas, detienen el pueblo en una crasisima ignoranzia, engañándolo con
externo aparato i resplandor i con mui magníficos títulos. Porque gloriándose
de ser vicarios de Cristo, alejan al pueblo Cristiano de la obedienzia, i del
salutífero conozimiento de Cristo: í so pretexto i color que no pueden errar,
han henchido la Cristiandad de infinitos errores i superstiziones, directamente
repugnantes á la doctrina de Dios. Lo cual se puede manifiestamente probar
por los testimonios siguientes:
• Los en-
gañadores
* Dios prohibe rnui expresamente en el segundo mandamiento de su Lei,
el culto de las imájines. Ellos quebrantaron esta Lei, i dese-chando este
mandan lo
que Dios mandamiento mandaron que las irnájines se hiziesen,
prohibe, j i se honrasen, i adorasen contra el mandamiento de Dios. Dios manda que su
prohiben lo pueblo lea i medite su Lei, i Cristo manda en el Nuevo Testa-mento
que Cristo
manda.
escudriñar la Escritura, la cual da testimonio dél, Ellos se oponen á este
Éx. 20,6. mandamiento, i prohiben severamente la lezion de la Sagrada Escritura, como
Dt. 6,7, i si fuese ponzoña: Cristo nuestro Redentor, convida á sí mui benignamente á
11,19. todos los trabajados i cargados, i les promete que hallarán descanso para sus
Jn, 5,39.
Ved el Con· ánimas. Estos por el contrario enseñan á los hombres otros mil caminos para
zilio Nízeno hallar salud por in-duljenzias, satisfacziones, misas, méritos i interzesiones de
2, que la santos: como si en la persona de Cristo no se hallase perfecta salud: dejando
Emperatriz
Irene desta manera las conszienzias en una perpétua inquietud i congoja.
con-vocó.
MI. 11,28. 1 como ellos por tales desvaríos privan á Dios de su honra, i al pueblo de
Dios del pasto i conforto de sus ánimas, así semejantemente privan tambien
<1 las potestades superiores, i á todos los que están en eminen-zia de la
honra i obedienzia que se les debe. Porque ellos dominan i se enseñorean, no
solamente sobre el pueblo de Dios contra lo que enseña San Pedro: pero aun
1 Pe. 5.3. tambien toma autoridad i señorio sobre los Reyes, Prínzipes i grandes de la
Rom. 13,1.
tierra. 1 aunque San Pablo clara-mente enseña que toda <lnima (sin
exzepzion ninguna) debe ser sujeta á las potestades superiores, i la razon que
da, es porque son ordenadas de Dios: con todo eso estos con una soberbia i
desvergüenza intolerable se sirven de los Reyes. Prinzipes, i Majistrados
Cristianos como de sus ministros para ejecutar sus crueldades j persecuziones
contra Jos fieles miembros de Cristo, que no confiesan ni mantienen otra
doctrina que la de Cristo: i no buscan, ni esperan salud sino por él que es el
DE LA NAZION ESPAÑOLA XIX
Estas sentcnzias i graves amonestaziones del Señor debrian con mui gran
razon sonar como trompetas en las orejas de todo, aquellos que aun están
adormezidos en las profundas tinieblas de ignoranzia : para que de veras se
despertasen del sueño, i renunziasen á los engaña-dores, que con sus
idolatrías i superstiziones han profanado el san-tuario de Dios, i han sido la
causa de tanto derramamiento de sangre Cristiana i inozente, i no zesan aun
de atizar el fuego de persecuziones i discordias entre los Prínzipes
Cristianos. Pero el Todopoderoso Dios, que es j listo juez i padre de Dio;; tornará
en mano la
misericordia (en cuyos ojos la muerte de los pios es estimada) toman; en causa de sus
mano sin duda ninguna la causa de sus fieles, i como dize la Escritura, fieles.
juzgará á su pueblo, i sobre sus siervos se arrepentirá: ¡ redimirá sus ánimas Sal. 116.15.
del engaño j violenzia. Porque él sabe los trabajos, i las tribulaziones, i la r». .'12,36
Sal. 135.14.
pazienzia de los suyos, i está con ellos en la atlizion i no se olvida del clamor Sal. 72, 14.
de los pobres. La sangre de los pios siendo prcziosa en sus ojos, clama sin Rcvel. 2, 2,
zesar á él de la tierra como se lee de la sangre de Abel: i Dios (como dize 9.
David) se acuerda della. Lo cual por su providenzia admirable, Sal. 91,15.
Sal. 9, 13.
manifiestamente ha declarado en nuestros dias, cuando con todos los fuegos, Sal. 72,14.
cárzelcs i cuchillos de los perseguidores no ha sido apagada la luz de la Gn. 4, 10.
verdad; pero por el contrario ha sido mas amplarnente propagada en muchos Sal. '.1,13.
La preví-
reinos i pueblos de la tierra. De manera que por la experienzia nos ha sido denzia ud-
confirmada la notable sentenzia de Tcrt uliano , que dize: La sa ngrc de los mirable de
11,1 artires es la simiente de la Iglesia. Consideremos tarnbicn cuán Dios en la
propagaziori
henignamcnte Dios, para con- de la verdad.
xx A TODOS LOS FIELES
Éx. 23,24. solazion de los suyos, ha levantado por su bondad i defendido por su potenzia
2 Re. 18,4. algunos pios Reyes i Prínzipes verdaderamente Cristianos, los cuales,
2 Re. 23,4,
5,6. etc. obedeziendo á la Lei i al mandamiento de Dios, i imitando á los pios Reyes de
los tiempos pasados, han derribado los ídolos i restituido la pura doctrina del
Evanjelio, i han abierto sus reinos i tierras para que fuesen refujio i amparo de los
fieles, que como ovejas descarriadas por acá i por acullá escaparon de las manos
sangrientas de los Inquisidores. ¿Cuántos millares i millares de pobres
estranjeros se han acojído á la Inglaterra, (dejo de nombrar otros Reinos i Repú-
blicas) por salvar sus conszienzias i vidas, donde so la proteczion i amparo,
primeramente de Dios, ¡ despues de la serenísima Reina doña Isabel han sido
defendidos j amparados contra la tiranía del Ante-cristo i de sus hijos los
Inquisidores? En lo cual se vee cumplido lo que Dios prometió por su Profeta;
que los Reyes habían de ser ayos, i las Reinas amas de leche de la Iglesia. El
Js. 49,23. mismo Dios por su infinita mi sericordia ha levantado tam bien otros
instrumentos de su grazia: es á saber, píos doctores, que como fieles siervos de
Cristo i verdaderos pastores apazentaron la manada de Cristo con la sana doctrina
del Evanjelio, i la divulgaron no solamente de boca; pero tambien por sus libros i
escritos: por los cuales comunicaron el.talento que habian rezebido del Señor á
muchos pueblos i naziones del mundo. En este número ha sido el doctísimo
intérprete de la sagrada Escritura Juan Cal vino, autor desta Instituzion, en la cual
él trata mui pura i sinzera-mente los puntos i artículos que tocan á la relijion
Cristiana, confir-mando sólidamente todo lo que enseña con la autoridad de la
sagrada Escritura, i confula con la palabra de Dios los errores i herejías, con-
forme al deber de un enseñador Cristiano: el cual dividió esta su Instituzion en
cuatro libros.
Los suma- En el primer libro trata del conozimiento de Dios, en cuanto es Criador i
rios de los 4 supremo gobernador de todo el mundo." En el segundo, trata del
libros desta
Insti tuzion. conozimiento de Dios redentor en Cristo, el cual conozimíento ha sido
manifestado primeramente á los Padres debajo de la Leí, i á nosotros despues
en el Evanjelio. En el terzero declara, qué manera haya para partizipar de la
grazia de Jesu Cristo, i qué provechos nos vengan de aquí, i de los efectos que
se sigan. En el cuarto trata de los medios externos, por los cuales Dios nos
convida á la comunicazion de Cristo, i nos retiene en ella. De manera que en
estos cuatro libros son mui cristianamente declarados todos los prinzipales
articulas de la relijion Cristiana i verdaderamente Católica i Apostólica. Asi
que todo lo que cada fiel Cristiano debe saber i entender de la Fé, de las
buenas obras, de la orazion, i de las marcas externas de la Iglesia, es ampla i
sinzerarnente explicado en esta Instituzion, como fázilmenté juzgará cada
uno que la leyere con atenzion i sin pasión, ni opíníon prejudicada, Esto
solamente rogaré al benévolo i Cristiano lector, que no sea apasionado ni
preocupado en su juizio por las grandisimas calumnias i injurias, con las cuales
los adversarios se esfuerzan á hazer odiosísimos todos los escritos i aun el mismo
nombre de Calvino, como si fuese engañador i sembrador de herejías. Mas que se
acuerde de usar de la regla que antes habemos puesto para hazer diferenzia
DI! LA NAZION ESPAÑOLA XXI
por tierras ajenas. Las causas que me han movido á esto, han sido tres
prinzipales. La primera es la gratitud que debo á mi Dios i padre zelestíal, al Tres causas
cual le plugo por su infinita misericordia sacarme de la potestad de las de la dedica-
zion dcste
tinieblas, i traspasarme en el reino de su amado hijo nuestro Señor: el cual libro.
nos manda, que siendo conver-tidos, confirmemos á nuestros hermanos. La CoL 1,13.
segunda causa es, el grande i enzendido deseo que tengo de adelantar por Le. 22,32.
todos los medios que puedo, la conversion, el conforto i la salud de mi
nazion: la cual á la verdad tiene zelo de Dios, mas no conforme á la voluntad
i palabra de Dios. Porque ellos ignorando la justizia de Dios, i procurando de
establezer la suya por sus proprias obras, méritos i satisfacziones humanas,
no son sujetos á la justizia de Dios, i no entienden que Cristo sea el fin de la Rom. 10.2,
3.
Lei para justizia á cualquiera que cree. La terzera causa que me ha movido,
es la gran falta, carestía i nezesidad que nuestra España tiene de libros que
contengan la sana doctrina, por los cuales los hombres puedan ser instruidos
en la doctrina de piedad, para que desenredados de las redes i lazos del
demonio sean salvos. Tanta ha sido la astuzia i malizia de nuestros
adversarios, que sabiendo mui bien que por medio de buenos libros sus
idolatríascsuperstiziones, i engaños serian descubiertos, han puesto (como Cuanta ha
nuevos Antiocos) toda dilijenzia para destruir i quemar los buenos libros, sido la astu-
para que el mísero pueblo fuese todavia detenido en el captiverio de zia i malizia
ignoranzia, la cual ellos sin vergüeza ninguna, han llamado Madre de de los adver-
sarios.
devozion, En lo cual directamente contradizen ti Jesu Cristo, que enseña mui
espresamente en el Evanjelio la ignoranzia ser causa i madre de errores,
diziendo á los Saduceos: Errais ignorando las Escrituras i la potenzia de
Dios.
Mt. 22,29.
Amonesta-
. Aqui, pues, es menester que yo suplique á todos los de mi nazion, que zion á todos
desean, buscan i pretenden ser salvos, que no sean mal avisados ni los Españo-
neglijentes en el negozio de su salud: pero que como conviene á les.
XXII A TODOS LOS FIELES DE LA NAZION ESPAÑOLA
cortes de los Prínzipes con gran fazilidad creido. Veis aquí el buen pago que
muchos cortesanos me dan: los cuales mui muchas vezes han experimentado
mi constanzia, j por tanto me debrian servir de abogados, si la ingratitud no
les hubiese sido impedimento: i tanto mas justamente debrian juzgar de mí,
cuanto mas han conozido quien yo sea. Pero el Diablo con todos los suyos se
engaña mui mucho, si se piensa me abatir i desanimar haziéndome cargo de
tan vanas i frívolas mentiras. Porque yo me confio que Dios por su suma
bondad me dará grazia de perseverar i de tener una pazienzia invinzible en el
curso de su santa vocazion: de lo cual aun ahora de nuevo yo doi mui buenas
muestras á todos los Cristianos con la impresion deste libro, Mi intento, pues,
en este libro ha sido de tal manera preparar i instruir los que se querrán
aplicar al estudio de la Teolojía que fázilmente puedan leer la Sagrada
Escritura i aprovecharse de su lezion enten-diéndola bien, i ir por el camino
derecho sin apartarse dé!. Porque pienso que de tal manera he comprendido
la suma de la Relijion con todas sus partes, i que la he puesto i dijerido en tal
órden, que cual-quiera que la entendiere bien, podrá fázilmente juzgar i
resolverse de lo que deba buscar en la Escritura, i á qué fin deba aplicar todo
cuanto en ella se contiene, Así que habiendo yo abierto este camino, seré
siempre breve en los comentarios que haré sobre los libros de la Sagrada
Escritura, no entrando en ellos en luengas disputas, ni me divertiendo en
lugares comunes. Por esta via los lectores ahorrarán gran molestia i fastidio:
con tal que vengan aperzebidos con la instruc-zion deste libro, como con un
instrumento nezesario. Mas por cuanto este mi intento se vee bien claramente
en tantos comentarios, que yo he hecho, mas quiero mostrarlo por la obra,
que no alabarlo con mis palabras. Dios sea con vos amigo lector, i si algun
provecho hizierdes con estos mis trabajos, encoméndame en vuestras
oraziones á Dios nuestro Padre.
entre el vulgo se han sembrado en contra della cosas monstruosas: las cuales
si fuesen verdad, con mui justa razon todo el mundo la podria juzgar á ella i
á sus autores dignos de mil fuegos i horcas. ¿Quién se maravillará ahora que
ella sea de tal manera aborrezida de todo el mundo, pues que se da crédito á
tan malditas acusaziones? He aquí por qué todos los estados de un cornun
acuerdo han conspi-rado á condenar así á nosotros como á nuestra doctrina.
Los que son constituidos por juezes siendo transportados desta pasíon,
pronunzian por sentenzia lo que ellos se han ya forjado en su casa: i piensan
que han mui bien cumplido con su ofizio, si á ninguno hayan condenado á
muerte sino á aquel que ha sido convenzido, por su propria confe-sion, por
ó ó
Mas con todo esto es menester que nuestra doctrina esté en mas alto lugar
que lada la honra del mundo, i que permanezca invinzible sobre todo poder
que haya: porque no es nuestra, sino del Dios viviente, i de su Cristo, al cual
el Padre ha constituido por Rei, para que se enseñoree desde el mar hasta el Sal. 27,7.
mar, i desde los rios hasta los fines de la tierra. 1 de tal manera se enseñoree,
que en hiriendo toda la tierra con sola la vara de su boca, él la haga toda
pedazos, i con ella su fuerza i gloria, como si fuese un vaso de tierra: Dan. 2,52.
Is. 11,4.
conforme á lo que los Profetas han profetizado de la magnifizenzia de su Sal. 2,9.
reino. Es verdad que nuestros adversarios contradizen dándonos en cara que
nosotros falsamente pretendemos la palabra de Dios, de la cual somos (como
ellos afirman) falsarios malignlsimos. Pero vuestra Majestad, con-forme á su
prudenzia, podrá juzgar leyendo nuestra confesion cuán falsa sea esta
acusazion i cuán llena, no solamente de una calumnia maliziosa, mas aun de
una grande desvergüenza. Aquí tambien será bueno dezir alguna cosa, la cual
os provoque el deseo j atenzion: Ó por lo menos os abra algun camino para
leerla. Cuando el Apóstol San Pablo quiso que toda profezía se conformase
Rorn, 12,6.
con la analojía ó pro-porzion de la fé, él puso una zertísima regla i nivel con
que se reglase la interpretazion de la Escritura. Si, pues, nuestra doctrina se
exami-nase con esta regla de fé, nuestra es la victoria. Porque ¿qué cosa
cuadra mejor i mas propriamente con la fé, que reconozernos á noso-tros
mismos desnudos de toda virtud, para ser vestidos de Dios? vazios de todo
bien, para ser hinchidos dél? nosotros ser esclavos del pecado, para ser dél
librados? ser ziegos, para que nos dé la vista? cojos, para que nos encamine?
débiles, para que nos sustente? quitarnos á noso-tros toda materia de
gloriarnos, para que él solo sea el glorioso, i nosotros nos gloriemos en él?
Cuando nosotros dezirnos estas cosas
XXVIII AL REl DE FRANZIA
i otras semejantes, nuestros adversarios dan VOleS que si esto fuese verdad, seria
destruida no sé qué ziega luz natural, las preparaziones que ellos se han forjado
para nos disponer á venir á Dios, el libre albedrío, las obras meritorias de vida
eterna con sus obras de superero-gazion: i esto porque ellos en ninguna manera
pueden sufrir que la honra i gloria entera de todo bien, virtud, justizia i sabiduría
resida en Dios. Mas nosotros no leemos que algunos hayan sido reprendidos por
haber sacado mucha agua de la fuente de agua viva: mas por el
Jer, 2,15. contrario son gravemente reprendidos los que se cavaron pozos, pozos digo
resquebrajados, i que no pueden retener el agua. Itern, ¿qué cosa hai mas
conforme á la fé, que el hombre se prometa á si mismo á Dios por Padre benigno
i favorable, cuando entiende que Jesu Cristo es su hermano i amparo? que
esperar seguramente todo bien i prosperidad
Rorn. 8, 32. de Dios, cuyo amor infinito se ha en tanta manera estendido para con nosotros, que
<1 su proprio hijo no perdonó, mas antes lo entregó por nosotros? que reposar
con una zierta esperanza de salud i vida eterna, cuando consideramos que Cristo
nos ha sido dado del Padre, en quien están tan grandes tesoros escondidos? Aqui
nos quieren cojer gritando que aquella zertidumbre de fé no careze de arroganzia
i presumpzion. Mas como ninguna cosa debemos presumir de nosotros, así todo
lo habemos de presumir de Dios, ni por otra razon somos despojados de toda
a
vana gloria, sino para que aprendamos gloriarnos en el Señor. ¿Que diré mas?
Considere vuestra Majestad por menudo todas las partes de nuestra causa:
tenednos por jente la mas maldita de cuantas el dia de hoi vivan, si claramente no
hallardes que nosotros somos oprimidos i injuriados porque ponemos nuestra
esperanza en Dios vivo: porque creemos ser esta la vida eterna conozer á un
verdadero
I Tirn. 4, 10. Dios, i á aquel á quien él envió Jesu Cristo. Por esta esperanza unos Jn. 17,3.
de nosotros son encarzelados, otros azotados, otros son sacados á la vergüenza, otros
desterrados, otros cruelísimamente son atormentados, otros huyendo se escapan: todos
padezemos afliczion, somos tenidos por malditos i descomulgados, i injuriados i tratados
inhumanísirna-mente. Considere vuestra Majestad por otra parte á nuestros adver-sarios
(yo hablo del estado eclesiástico, por cuyo antojo i apetito todos los otros nos son enemigos) i
advertid juntamente conmigo [a pasion que los mueve. Ellos fázilmente permiten á sí
mismos i á [os demás ignorar, rnenospreziar, no hazer caso de la verdadera relijion que nos
es enseñada en la santa Escritura, i debria valer entre nosotros: i pien-san no hazer mucho al
caso qué es lo que crea, ó no crea cada cual de Dios i de Jesu Cristo, con tal que con fé
implízita (como ellos llaman) que quiere dezir, entricada i revuelta, subjete su entendimiento á
la determinazicn de la Iglesia. Ni tampoco hazen mucho caso si acontezca que la gloria
de Dios sea profanada con manifiestas blas-fernias : con tal que ninguno no hable
palabra contra el primado de la silla Apostólica, ni contra la autoridad de la santa madre
Iglesia.
¿Por qué, pues, ellos con tanto furor i violenzia batallan por la Misa, Purgatorio,
peregrinaziones i otros semejantes desatinos, de tal ma-nera que ellos niegan la
verdadera piedad poder consistir, si todas estas cosas no son tenidas i creidas por
fé explicatísima (por hablar
AL RE! DE FRANZIA XXIX
así) aunque ninguna cosa della s puedan probar por la palabra de Dios? ¿Por
qué? sino por cuanto su Dios es el vientre, i su relijion es la cozina: las cuales
cosas quitadas, no solamente ellos piensan no ser Cristianos, mas ni aun
hombres? Porque aunque algunos dellos se tratan delicadamente con grande
abundanzia, i otros viven royendo mendrugos de pan, todos empero viven de una
misma olla, la cual sin tales ayudas no solamente se enfriaria, mas aun se helaria
del todo. Por esto cualquiera dellos cuanto es mas solízito por el vientre, tanto es
mas zelador i fortísimo defensor de su fé. Finalmente todos ellos desde el mayor
hasta el menor, en esto concuerdan, en conservar su reino, su vientre lleno: no
ó ó
hai ni uno dellos que muestre la menor aparenzia del mundo de zelo de Dios: i
con todo esto no zesan de calumniar nuestra doctrina, i acusar i infamaría por
todas las vias posibles para la hazer odiosa i sospechosa. Llámanla nueva, i de
poco tiempo acá irnajinada: dan en cara que es dudosa i inzierta : demandan con
qué milagros haya sido confirmada: preguntan si sea lizito que ella esté en pié
contra el consentimiento de tantos Padres antiguos i contra la antigua costumbre:
insisten en que confesemos ser szisrná-tica, pues haze la guerra á la Iglesia, 6 que
digamos la Iglesia haber estado muerta tantos años há, en los cuales nunca se oyó
tal doctrina. Finalmente dizen no ser menester muchas pruebas: porque por los
frutos se puede conozer cuál ella sea: pues que ha produzido de sí una tan gran
multitud de sectas, tantas revueltas i tumultos, i una lizenzia tan sin freno de
pecar. Si zierto, á ellos les es bien fázil entre la jente neszia, i que es fázil á creer,
mofarse de la causa desamparada i sola; pero si nosotros tambien tuviésemos
nuestras vezes de hablar, yo creo que su hervor, con que tan á boca llena i con
tanta lizenzia dizen cuanto quieren, se resfriaria.
sino por los santos. Como que nosotros no entendamos ser esta arte de
Satanás transfigurarse en Anjel de luz. Los Ejipzios en otro tiempo 2 Cor. 11,14.
honraron al Profeta Jeremías que estaba sepultado en su tierra dellos, con San Hieren.
en la prefa-
sacri.fi.zios i otras honras debidas á Dios. Cómo ¿no abusaban del santo zion de Je-
Profeta de Dios para sus idolatrías? i con todo esto con tal manera de remías.
honrar su sepulcro conseguian que pensasen que el haber sido ellos
sanados de las mordeduras de las serpientes era salario i recompensa de
la honra que hazian al sepulcro. ¿Qué diremos sino que este ha sido i
siempre será un castigo de Dios justísimo enviar eficazia de ilusion á
aquellos que no han rezebido el amor de la verdad, para que crean á la
mentira? Así que no nos faltan milagros i mui ziertos, i de quien ninguno 2 Tes. 2, 11.
se debe mofar. Mas los que nuestros adver-sarios jactan, no son sino
puras ilusiones de Satanás con que retiran al pueblo del verdadero
servizio de Dios á vanidad.
Allende desto calumniosamente nos dan en cara con los Padres (yo
entiendo por Padres los escritores antiguos del tiempo de la primitiva
Iglesia, 6 poco despues) como si los tuviesen por fautores de su im-
piedad: por la autoridad de los cuales si nuestra contienda se hubiese de
fenezer, la mayor parte de la victoria (no me quiero alargar mas) seria
nuestra. Pero siendo así que muchas cosas hayan sido escritas por los
Padres sabia i exzelentemente, i en otras les haya acontezido lo que suele
acontezer á hombres (conviene á saber, errar i faltar), estos buenos i
obedientes hijos conforme á la destreza que tienen de entendimiento,
juizio i voluntad. adoran solamente sus errores i faltas: mas lo que han
bien dicho, Ó no lo consideran, ó lo disimulan, ó lo pervierten: de tal
manera que no pareze sino que aposta su intento fué cojer el estiércol no
haziendo caso del oro que entre el estiércol estaba, i luego nos quiebran
la cabeza con su importuno vozear llaman-donos menospreziadores i
enemigos de los Padres. Empero tanto falta que nosotros
menospreziemos á los Padres, que si al presente lo hubiese yo de tratar,
mui fázil me seria probar por sus escritos la mayor parte de lo que el dia
de hoi dezimos. Mas nosotros de tal manera leemos sus escritos, que
siempre tenemos delante de los ojos lo que dize el Ap6stol: que todas las
cosas son nuestras para servirnos dellas, no para que se enseñoreen de
nosotros: i que nosotros somos de un solo Cristo, al cual sin exzepzion 1 Cor. 3, 21.
ninguna se debe obedezer en todas cosas. El-que no tiene este órden, este
tal ninguna cosa tendrá zierta en la fé: pues que muí muchas cosas
ignoraron los Padres: muchas vezes contienden entre sí: otras, ellos se
contradizen á si mismos. No sin 'causa (dizen nuestros adversarios)
Salomón nos avisa que no pa-sernas los límites antiguos que nuestros Prov. 22,28
Padres pusieron: pero no se ha de guardar la misma regla en los límites Sal. 45, 11.
de los campos i en la obedienzia de la fé: la cual debe ser tal, que se
olvide de su pueblo i de la casa de su padre. Mas si en tanta manera se
huelgan con alego-rías, ¿por qué no entienden por Padres á los
Ap6stoles, antes que á otros, cuyos limites i término no es lízito
moverlos de su lugar? Porque así 'lo interpretó San Jerónimo, cuyas
palabras ellos alegaron en sus Cánones. 1 si ellos aun todavía quieren
que los límites de aquellos, que ellos interpretan por Padres, sean fijos i
firmes: ¿por qué causa
XXXII AL REI DE FRANZ1A
Acazio en el ellos, todas las vezes que se les antoja, los pasan tan atrevidamente? Del
lib. 11, cap, número de los Padres eran aquellos de los cuales el uno dijo: que nuestro
16 de la
hist. tripart, Dios ni comia ni bebia: i que por tanto no habia menester de calizes ni
Amb. lib. 2 de platos: el otro, que los ofizios divinos de los Cristianos no requirian oro ni
los ofi-zios, plata: i que no agradaban con oro las cosas que no se compran por oro. Así
cap. 28.
Spiridion lib.
que ellos pasan los Ilmites, cuando en sus ofizios divinos en tanta manera se
deleitan con oro, plata, marfil, mármol, piedras preziosas i sedas: i no
de la hist. trip.
cap. 10. piensan que Dios sea, como debe, honrado, si no haya grande aparato
externo i una pompa super-flua. Padre tambien era el que dijo: que él
En la hist.
trip. lib. 8, libremente osaba comer carne, cuando los otros se abstenian: por cuanto el
cap. 1. era Cristiano. Así que pasaron los términos cuando descomulgaron á toda
San Aug. en cualquiera persona que en tiempo de Cuaresma gustare carne. Padres eran,
el lib. del
trabajo de los
de los cuales el uno dijo que el monje (ó fraile) que no trabaja de sus manos,
monjes, cap. <:Jebe ser tenido por un ladrón i salteador: otro, no ser lízito á los monjes (ó
17. Epifanio frailes) vivir de mogollón, aunque sean mui dilijentes en sus
en la epístola conternplaziones, oraziones i estudios. También, pues, pasaron este límite,
que San Je- cuando pusieron los vientres oziosos i panzudos de los frailes en burdeles:
rónimo tras- quiero dezir, en sus monasterios, para que se engordasen del sudor de los
ladó. otros. Padre era el que dijo: que era horrenda abominazion ver una imájen Ó de
Cone. Eli-ber.
cap, 36 en Cristo ó de algun santo en los templos de los Cristianos, i esto no lo dijo un
España. San hombre solo, sino aun un Conzilio antiguo determinó, que lo que es adorado
Ambro-sio lib. no sea pintado por las paredes. Mui mucho falta para que ellos se detén-gan
de
Abraham 1, dentro destos límites: pues que no han dejado rincon que no hayan hinchado
cap. 7. de imájenes. Otro de los Padres aconsejó que despues de haber ejerzitado la
caridad que se debe con los muertos, que es sepultarlos, los dejásemos
reposar. Aquestos límites han traspasado haziendo tener una perpétua
solizitud por los muertos. * Tambien era uno de los Padres el que afirma que
• Jelasio Pa- la substanzia i ser del pan i del vino de tal manera permaneze en la Eucaristía
pa en el
Conzilio de
i no deja de ser, como permaneze en Cristo nuestro Señor la naturaleza
Roma. humana junta con la divina. Pasan pues este límite los que hazen creer, que
Crisóst. so- luego al momento que las palabras de la consagrazion son dichas, la subs-
bre el 1, cap. tanzia del pan i del vino deja de ser para que se convierta, ó tran-substanzie
á los
Efesios. (como ellos llaman) en el cuerpo i sangre de Jesu Cristo. Padres eran los que
Calisto de de tal manera distribuían á toda la Iglesia sola-mente una suerte de
Consec, d. 2. Eucaristía: i como della ahuyentaban á los per-versos i malvados, así
gravísimamente condenaban á todos aquellos que siendo presentes no
comulgasen. ¡Oh, cuánto han traspasado estos límites! pues que no
solamente hinchen de Misas los templos, mas aun las casas particulares:
Jelas. cap.
Cornperi- admiten á oir sus Misas á todos, i tanto con mayor alegría admiten á la
musde Con- persona, cuanto mas desembolsa, por mas mala i abominable que sea: á
seco disto 2. ninguno convidan á la fé en Cristo, ni al verdadero uso de los Sacramentos:
San Zipria-no
en la epís-tola antes venden su obra por grazia i mérito de Cristo. Padres eran, de los cuales
2, lib. I de uno ordenó que fuesen del todo apartados del uso de la Zena todos aquellos
lapsis, que se contentasen con una sola espezie del Sacramento i se abstuviesen de
la otra: el otro fuertemente contiende que no se debe negar al pueblo
AL REI DE FRANZIA XXXIlI
Cristiano la sangre de su Señor, por confesion del cual es mandado derramar San Aug., lib.
su propria sangre. Tarnbien quitaron estos límites cuando rigurosamente 2 de pec-cat,
merit. cap.
mandaron la misma cosa, que el uno destos dos casti-gaba con descornunion, J.:iltlmo.
i el otro con bastantísima raza n condenaba. Padre era el que afirmó ser
temeridad determinar de alguna cosa escura ó por la una parte ó por la otra,
sin claros i evidentes testimo-nios de la Escritura. Olvidaronse de aqueste
límite, cuando sin ninguna palabra de Dios constituyeron tantas
constituciones, tantos Cánones, tantas rnajistrales deterrninaziones. Padre era
el que entre otras here-jías dió en cara á Montano que él fué el primero que
impuso leyes de ayunar. Tambien traspasaron mui mucho este límite, cuando
esta-blezieron ayunos con durísimas leyes. Padre era el que prohibió que el
matrimonio fuese vedado á los Ministros de la Iglesia: i testificó el ayuntamiento Apol, en la
hist,
con su lejitirna mujer ser castidad. 1 Padres fueron los que se conformaron con Ecl. lib. 5,
él. Ellos han traspasado este límite cuando con tanto rigor defendieron el cap. 12.
matrimonio á sus Eclesiásticos. Padre era el que dijo, que solo Cristo debia de ser Paphnuzio
oido, del cual está escrito: A él oid : i que no se debía hazer caso de lo que otros en la hist,
Trip. lib. 2,
an tes de naso! ros hubiesen hecho, ó dicho, sino de lo que Cristo (que es el mas cap. 14.
antiguo de todos) haya mandado. Tampoco se entretuvieron dentro dcste lími-te, San Ziprian.
ni permiten que otros se detengan, constituyéndose para sí i para los demás otros en la epíst.
enseñadores que Cristo. Padre era el que mantuvo que la Iglesia no se debia 2 del hb. 2.
preferir á Cristo; porque Cristo siempre juzga justamente: mas los juezes
Eclesiásticos, como hombres, se pueden engañar muchas vezes, Traspasando, San August.
cap. 2 del lib.
pues, tambien este tér-mino, no dudan afirmar que toda la autoridad de la contra
Escritura depende del arbitrio de la Iglesia. Todos los Padres, de un comun Cresco,
consenti-miento, ¡ á una voz, abominaron, que la santa palabra de Dios fuese Grarn.
contaminada con las sutilezas de los Sofistas, i que fuese revuelta con las
contiendas i debates de los Dialécticos. ¿Entretiénense ellos por ventura dentro
destos límites, cuando no pretenden otra cosa en todo cuanto hazen, sino cscu
reze r i se pu Itar la simplizidad de la Escritura con infinitas disputas i contiendas
mas que sofisticas'! De tal manera, que si los Padres resuzitascn ahora, i oyesen
tal arte de reñir, la cual estos llaman Teolojía especulativa, ninguna cosa creerían
menos que ser tales disputas de cosas de Dios. Pero ¿cuánto se prolongaría mi
orazion, si yo quisiese contar con cuánto atrevimiento estos sacudan el yugo de
los Padres, de los cuales ellos quieren ser tenidos por hijos muí obedientes'! Por
zierto faltarme ya tiempo i vida para contarlo. 1 con todo esto ellos son tan
desvergonzados, que se atreven á darnos en cara que habemos traspasado los
limites antiguos.
que, de los particulares vizios deste i del otro se ha hecho un error jeneral, ó
por mejor dezir, un comun consentimiento de vizios: el cual estos hombres
honrados quieren que valga por lei. Los que tienen ojos, veen, que no un solo
mar de vizios ha crezido, que todo el mundo está corrompido con tantas
pestilenzias contajiosas, i que todo va de mal en peor: de suerte, que ó es
menester perder toda la esperanza de remedio, ó se ha de poner la mano á
tantos males, i esto no menos que por medios violentos. I quitase el remedio,
no por otra razon sino porque, ya mucho tiempo ha, somos acostumbrados i
hechos á los males. Pero aunque el error público tenga lugar en las repúblicas
De Cense,
disto 8, cap. de los hombres, con todo esto en el reino de Dios no se debe oir ni guardar
Si consue- sino sola su eterna verdad: contra la cual ninguna prescrip-zion ni de largos
tudinem. años, ni de costumbre anziana, ni de conjurazion ninguna vale. Desta manera
Is. 8,12.
Esaias en su tiempo instruia á los esco-jidos de Dios que no dijesen
Conspirazion á todo lo que el pueblo dijese Conspirazion. Que quiere dezir,
que ellos no conspirasen junta-mente con el pueblo malvado, i que no lo
temiesen, ni hiziesen cuenta dél: mas que antes santificasen al Señor de los
ejérzitos, i que él fuese su temor i pavor. Así que, ahora nuestros adversarios
objéctennos tantos ejemplos como querrán, i de los tiempos pasados i del
presente: si nosotros santificáremos al Señor de los ejérzitos, no nos
espantare-mos mucho. Séase que muchas edades i siglos hayan consentido en
una misma impiedad, el Señor es fuerte asaz para vengarse hasta en la terzera
i cuarta jenerazion: séase que todo el mundo haya conspi-rado á una en una
misma maldad, él nos ha enseñado con la expe-rienzia cual sea el paradero de
aquellos que pecan con la multitud, cuando destruyó á todo el linaje humano
con el diluvio, guardando á Noé con su pequeña familia, el cual por su fé
condenase á todo el mundo. Finalmente, la mala costumbre no es otra cosa
que una pestilenzia jeneral, en la cual no menos perezen los que mueren entre
Gn. 7, L la multitud, que los que perezen solos. Allende desto seria menester ponderar
Heb. 11,7. lo que en zierto lugar dize San Zipriano : que los que pecan por ignoranzia,
aunque no estén del todo sin culpa, con todo eso parezen ser en alguna
En la epíst. 3 manera escusables: pero los que con obstina-zion desechan la verdad cuando
del lib. 2, i
en la epist. les es ofrezida por la grazia de Dios, ninguna escusa tienen que pretendan. Ni
ad Julian. de tampoco nos presan tanto, como se piensan, con su otro argumento, que
haereticis llaman dilemma, que nos compelan á confesar, Ó que la Iglesia fué por
baptis,
algunos tiempos muerta, ó que nosotros hazemos el dia de hoi la guerra
contra la Iglesia. La Iglesia de Cristo zierto vivió, i vivirá en tanto que Cristo
reinare á la diestra del Padre: con cuya mano es sustentatada, con cuyo favor
es defendida, i con cuya virtud es fortificada. Él sin duda cumplirá lo que una
vez ha prometido: que él asistirá á los suyos hasta la consumazion del siglo.
Contra esta Iglesia nosotros ninguna guerra movemos. Porque de un
MI. 28,20.
consentimiento i acuerdo con. todo el pueblo de los fieles reverenziarnos i
adoramos á un Dios, i á un Cristo señor nuestro, como siempre fué de todos
los pios adorado. Pero ellos no poco se han alejado de la verdad cuando no
reconozen por Iglesia sino á aquella que ellos á ojos vistas vean, á la cual
quieren enzerrar
AL REI DE FRANZIA xxxv
mados, el uno por acá i e! otro por allá. I no hai por qué nos mara-villar
desto. Porque él ha aprendido á los guardar aun en la misma confusión de
Babilonia, i en la llama de la hornaza ardiente. Cuanto á lo que quieren que
la forma de la Iglesia sea estimada por no sé qué vana pompa, yo, porque no
quiero hazer largo prozeso, lo tocaré solamente como de pasada, cuan
peligrosa cosa sea. El Papa de Roma (dizen ellos) e! cual está sentado en la
silla Apostólica, i [os otros Obispos que él ordenó i consagró, representan la
Iglesia, i deben ser tenidos por tales: por tanto no pueden errar. ¿Cómo así?
Porque son pastores de la Iglesia i consagrados al Señor. Aaron i los demás
que
Éx. 32,4. guiaban al pueblo de Israél, ¿cómo? no eran Pastores? Aaron í sus hijos,
habiéndolos ya Dios elejido por sazerdotes, con todo esto erra-1 Re. 22, 12. ron cuando
hizieron e! bezerro. Porque conforme á esta razon, ague-
JeT. 18.18. llos cuatrozientos profetas que engañaban á Acab, ¿no representarían la Iglesia?
Pero la Iglesia estaba de la parte de Miqueas, que era un hombre solo i
abatido, mas con todo esto de su boca salia la verdad. ¿Cómo? los profetas
no representaban nombre i forma de Iglesia cuando se levantaban todos á una
contra Jeremías, i amenazándolo
Jcr. 4,9. blasonaban ser imposible que la Lei faltase á los Sazerdotes, ni e! consejo al sabio,
ni la palabra al Profeta? A la encontra de toda esta multitud de profetas es
enviado Jeremías solo, el cual de parte de Dios denunzie: que será, que la Lei
falte al Sazerdote, el consejo al
Jn, 12,10. sabio, i la palabra al Profeta. ¿No se mostraba otra tal aparenzia de Iglesia en
aquel Conzilio que los Pontffizes, Escribas i Fariseos ayun-taran para
deliberar cómo matarían á Cristo? Váyanse, pues, ahora nuestros adversarios
i hagan mucho caso de una máscara i externo aparato que se vee, i así
pronunzien ser szismáticos Cristo i todos los profetas de Dios verdadero: i
por el contrario, digan que los misterios de Satanás, son instrumentos del
Espíritu Santo. I sí hablan de veras, respóndanme simplemente sin buscar
rodeos: ¿En qué rejion, en qué pueblos piensan ellos que la Iglesía de Dios
ó
resida despues que por sentenzia definitiva de! Conzilio, que se tuvo en
Basilea, Eujenio Papa de Roma fué depuesto, i Amedeo Duque de Sabaya,
fué subs-tituido en su lugar? No pueden negar (aunque revienten) aquel Con-
zílio, cuanto á la solenidad i ritos externos, no haber sido lejítimo, i
convocado no por un Papa solo, sino por dos. En él Eujenio fué condenado
por szismatico, rebelde i pertinaz, i con él todos los Car-denales i Obispos
que juntamente con él hablan procurado que el Conzilio se deshiziese. Con
todo esto, siendo despues sobrellevado por el favor de los Prinzipes, recobró
su Pontificado: i la otra elezion de Amedeo hecha solenemente con la
autoridad del sacro i jeneral Conzilio, se tornó en humo: sino que el dicho
Amedeo fué apaziguado con un Capelo, como un perro que ladra con un
pedazo de pan. Destos herejes i contumazes deszienden todos los Papas,
Cardenales, Obispos, Abades i Sazerdotes que despues acá han sido. Aquí
no se pueden escabullir. Porque ¿cuál de las dos partes dirán que era Iglesia?
¿Por ventura negarán haber sido Conzilio jeneral, al cual ninguna cosa faltó
cuanto á la majestad i muestra exterior? Pues solenemente fué denunziado
por dos bulas, santificado por el Legado de la sede
AL REl DE FRANZIA XXXVII
Finalmente, ellos hazen mui mal, dándonos en cara las grandes revueltas,
t multos i sediziones que la pred icazion de nuestra doctri na haya traido
ti
consigo, i los frutos que ella el día de hoi produzga en mui muchos. Porque
la culpa destos males con gran tuerto i sin razón se le imputa, la cual debria
ser imputada á la malizia de Satanás. Esta es la suerte de la palabra de Dios,
que jamás ella sale á luz, sin que Satanás se dispierte i haga de las suyas.
Esta es una zertisirna marca, i que nunca le falta, con la cual es diferenziada
de las falsas doctrinas: las cuales fazilrnentc se declaran, en que sin
contradizion son admitidas de todos, i todo el mundo las sigue. Desta
manera por algunos años pasados, cuando todo estaba sepultado en tinieblas
escurísimas, este Señor del mundo se jugaba i burlaba como se le antojaba,
de los hombres, i como un Sardanápalo se deleitaba á su plazer, sin que
hubiese quien le contradijese, ni osase dezir : Mal hazes. Porque ¿qué
hubiera de hazer sino reirse i holgarse, teniendo la pose-sion de su reino con
gran quietud i tranquilidad? Pero luego que la luz resplandeziendo del zielo
deshizo algun tanto sus tinieblas, luego que aque! fuerte lo salteó i revolvió
su reino, entonzes comenzó á despertar de su sueño i quietud, i á arrebatar
[as armas. 1 primera-mente inzitó la fuerza de los hombres, con la cual por
violenzia opri-miese la verdad que comenzaba á mostrarse: desque por esta
vía vido que no aprovechaba, dióse á perseguir la verdad de secreto i por
asechanzas. Así que, por los Anabaptistas i otros tales como ellos, revolvió
muchas sectas i diversidad de opiniones con que escureziese esta verdad, i
finalmente la apagase. 1 el dia de hoi él porfía á perse-guirla con estas dos
artes, porque procura con la fuerza i potenzia de los hombres desarraigar
aquella verdadera simiente, i con sus zizañas (cuanto es en él) pretende
ahogarla á fin que no crezca, ni dé fruto. Pero todo esto es en vano, si darnos
orejas á los avisos que el Sellar nos da: el cual mui mucho antes nos ha
descubierto sus artes, i mañas
XXXVIII AL REl DE FRANZIA
que tiene de tratar, para que no nos tomase desaperzebidos, j nos ha armado
de mui buenas armas contra ellas. Cuanto á la resta, ¿cuán gran maldad es
echar la culpa á la palabra de Dios, ó de las revueltas, que los perversos i
contumazes levantan: ó de las sectas que los enga-ñadores contra ella
siembran? Pero esto no es cosa nueva. Pregunta-banle á Ellas: si por ventura
fuese él el que revolvia á Israel: Cristo era tenido de los judíos por revoltoso:
acusaban á los Apóstoles de que habian alborotado al pueblo. ¿I qué otra cosa
1 de los hazen los que el dia de hoi nos imputan á nosotros las revueltas, tumultos i
Re. 18,18.
sediziones que se levantan contra nosotros? Pero Elías nos enseñó como
había-mas de responder á estos tales: Nosotros no ser los que sembrábamos
errores, ó movíamos las revueltas: sino ellos mismos que resisten á la
potenzia de Dios. I aunque esta sola respuesta sea asaz bastante para
confundir su temeridad, así tambien por otra parte es menester socorrer á la
flaqueza de algunos: los cuales muchas vezes aconteze alborotarse con
semejantes escándalos, i síendo perturbados vazilar. Estos, pues, para que no
desmayen con esta perturbazion ni vuelvan atrás, entiendan que las mismas
cosas, que el dia de hoi nos acontezen, experimentaron los Apóstoles en su
2 Pe. 3,16. tiempo. Habia entonzes hombres indoctos i inconstantes, los cuales (como
Rom. 5,20. escribe San Pedro) pervertían para condenazion suya propria lo que San
Rom. 6, 1. Pablo habia divinamente escrito. Había menospreziadores de Dios, los cuales
oyendo que el pecado abundó para que sobreabundase la grazia: luego
inferían: Quedarnos hemos en el pecado, para que abunde la grazia, Cuando
oian que los fieles no estaban debajo de la lei: luego respondían: Pecaremos,
pues no estamos debajo de la lei, sino de la grazia. No faltaba quien lo
Flp. 1, 15. llamase persuadidor del mal. Injerianse falsos Após-toles, los cuales
destruian las Iglesias que él habia edificado. Algunos por envidia i
contenzíon predicaban el Evanjelio no con sinzeridad, mas con rnalizia
pensando acrezentar afliczion á sus prisiones. En algunas partes la doctrina
del Evanjelio que predicaba, no hazia mucho fruto. Todos buscaban su
provecho, i no el de Jesu Cristo. Otros se volvian atrás, tornándose como
perros al vómito, i como puercos al zenagal. Los mas tomaban la libertad del
espíritu para libertad de carne. Injeríanse muchos falsos hermanos, los cuales
dcspues hazian gran daño á los fieles. Entre los mismos hermanos se
levantaban grandes contiendas. ¿Qué habian de hazer en este caso los
Apóstoles? ¿Habian de disimular por algun tiempo, ó del todo habian de
dejar i desamparar el Evanjelio, el cual vian ser simiente de tantas contiendas,
Le. 2,34. materia de tantos peligros, ocasion de tantos escándalos? Mas entre tales
angustias acordábanse que Cristo era piedra de escándalo i de' ofensa, puesto
para caida i levantamiento de muchos, i por señal á quien contradirian,
armados ellos con esta fiduzia pasaban animosa-mente por todos los peligros
de los tumultos i escándalos. Con esta misma considerazion es menester que
nosotros nos animemos: pues que San Pablo testifica ser esta siempre la
2 Coro 2, 16. condizion i suerte del Evan-jelio : que es olor de muerte para muerte á
aquellos que perezen: aun-que él fué antes ordenado á ~n que fuese olor de
vida para vida, á los que se salvan i potenzia de Dios para salud á todos los
fieles. Lo cual
AL REI DE FRA NZIA XXXIX
Mas con vuestra Majestad vuelvo á hablar. No hagais caso de aquellos vanos
rumores con que nuestros adversarios se esfuerzan á poneros miedo i temor;
conviene á saber, que este nuevo Evanjelio (porque así lo llaman ellos) no
pretende ni busca otra cosa, que oca-sion de sediziones, i toda lizenzia para que
los vizios no sean castiga-dos. Porque nuestro Dios no es autor de división, sino
de paz: i el hijo de Dios no es ministro de pecado, el cual es venido al mundo
para deshazer las obras del diablo. Cuanto á lo que toca á nosotros, nosotros
somos injustamente acusados de tales empresas, de las cuales jamás dimos ni aun
la menor ocasion del mundo de sospecha. Si por zierto, nosotros emprendemos la
disipazion de los Reinos: de los cuales jamás se ha oido una palabra que huela, ó
vaya á sedizion, í cuya vida ha sido conozida por quieta i apazible todo el tiempo
que vivimos en vuestro reino: i los que aun ahora siendo ahuyentados de nuestras
proprias casas no dejamos de orar á Dios por toda prosperi-dad i buen suzcso de
vuestra Majestad i de vuestro reino. Si por zierto, nosotros pretendemos lizenzia
de pecar sin castigo: en cuyas costum-bres, aunque hai mucho que reprender, pero
con todo eso no hai cosa que merezca tan grande injuria i reproche. 1 por la
bondad de Dios, no habemos tan poco aprovechado en el Evanjclio, que nuestra
vida no pueda ser á estos maldcxidorcs ejemplo de castidad. benignidad,
misericordia, contenenzia, pazienzia. modestia ¡ de todas otras vir-tudes. Cosa es
notoria que nosotros puramente tememos i honramos á Dios: pues que con
nuestra vida i con nuestra muerte deseamos su nombre ser santificado. i nuestros
mismos adversarios han sido cons-treñidos á dar testimonio de la inozenzia i
justizia política cuanto á los hombres, de algunos de los nuestros: á los cuales
ellos hazian morir por aquello que era digno de perpetua memoria. 1 sí hai
algunos que con pretesto de Evanjelio hazcn alborotos (cuales hasta ahora no se
han visto en vuestro reino) si hui algunos que cubran su lizenzia carnal con título
de la libertad que se nos da por la grazia de Dios (cuales yo conozco muí
muchos) leyes hai, i castigos ordenados por las leyes, con las cuales dios
conforme á sus delitos sean ásperamente corrcjidos: con tal q uc el Evanjelio de
Dios en el entretanto no sea infamado por los rnalefizios de los malvados. Ya ha
oido vuestra Majestad la emponzoñada maldad de los que nos calumnian, decla-
rada en hartas palabras, para que no deis tanto crédito ,1 sus acusa-ziones i
calumnias. I yo me temo que no haya sido dernasiadamente largo: pues que esta
mi prcfazion es casi tan grande como una entera apolojia: con la cual yo no
pretendí componer una defensa, mas sola-mente cnternezer vuestro corazón para
que oyésedes nuestra causa: el cual aunque al presente está vuelto i enajenado de
nosotros, i aun quiero añadir, inflamado, pero con todo esto aun tengo esperanza
que podremos volver en vuestra grazia, si tuvieredes por bien sin pasioo ninguna,
fuera de todo ódio i indignazion leer una vez esta nuestra
XL AL REI DE FRANZfA
y todavía podremos discernir aún más de cerca por los sentidos corpo-rales
cuánto nos engañamos al juzgar las potencias y facultades del alma. Porque si al
mediodía ponemos los ojos en tierra o miramos las cosas que están alrededor de
nosotros, nos parece que tenemos la mejor vista del mundo; pero en cuanto
alzamos los ojos al sol y 10 miramos fija-mente, aquella claridad con que
veíamos las cosas bajas es luego de tal manera ofuscada por el gran resplandor,
que nos vemos obligados a con-fesar que aquella nuestra sutileza con que
considerábamos las cosas terrenas, no es otra cosa sino pura tontería cuando se
trata de mirar al sol.
De esta misma manera acontece en la consideración de las cosas espi-rituales.
Porque mientras no miramos más que las cosas terrenas, satis-fechos con
nuestra propia justicia, sabiduría y potencia, nos sentimos muy ufanos y
hacemos tanto caso de nosotros que pensamos que ya somos medio dioses. Pero
al comenzar a poner nuestro pensamiento en Dios y a considerar cómo y cuán
exquisita sea la perfección de su justicia, sabi-duria y potencia a la cual nosotros
nos debemos conformar y regular, lo que antes con un falso pretexto de justicia
nos contentaba en gran ma-nera, luego lo abominaremos como una gran maldad;
lo que en gran manera, por su aparente sabiduría, nos ilusionaba, nos apestará
como una extrema locura; y lo que nos parecía potencia, se descubrirá que es
una miserable debilidad. Veis, pues, como lo que parece perfectísimo en
nosotros mismos, en manera alguna tiene que ver con la perfección divina.
De aquí se debe concluir que el hombre nunca siente de veras su bajeza hasta
que se ve frente a la majestad de Dios. Muchos ejemplos tenemos de este
desvanecimiento y tenor en el libro de los Jueces y en los de los
LIBRO 1 - CAPÍTULO 1,11 5
profetas, de modo que esta manera de hablar era muy frecuente en el pueblo
de Dios: "Moriremos porque vimos al Señor" (Jue, 13,22; Is, 6,5; Ez, I ,28 Y
3, 14 Y otros lugares). Y así la historia de Job, para humillar a los hombres con
la propia conciencia de su locura, impotencia e im-pureza, aduce siempre como
principal argumento, la descripción de la sabiduría y potencia y pureza de Dios;
y esto no sin motívo. Porque vemos cómo Abraham, cuanto más llegó a
contemplar la gloria de Dios, tanto mejor se reconoció a sí mismo como tierra y
polvo (Gn.18,27); y cómo Elías escondió su cara no pudiendo soportar su
contemplación (1 Re. 19, 13); tanto era el espanto que los san tos sentían con su
presen-cia. ¿Y qué hará el hombre, que no es más que podredumbre y
hediondez, cuando los mismos querubines se ven obligados a cubrir su cara por
el espanto? (Is, 6,2). Por esto el profeta Isaias dice que el sol se avergonzará y la
luna se confundirá, cuando reinare el Señor de los Ejércitos (Is, 24,23 Y 2, 10.
19); es decir: al mostrar su claridad y al hacerla resplandecer más de cerca, lo
más claro del mundo quedará, en comparación con ella, en tinieblas.
CAPÍTULO J[
2. La verdadera piedad
Llamo piedad a una reverencia unida al amor de Dios, que el cono-
cimiento de Dios produce. Porque mientras que los hombres no tengan
impreso en el corazón que deben a Dios todo cuanto son, que son ali-
mentados con el cuidado paternal que de ellos tiene, que Él es el autor de
todos los bienes, de suerte que ninguna cosa se debe buscar fuera de Él,
nunca jamás de corazón y con deseo de servirle se someterán a Él. y más
aún, si no colocan en Él toda su felicidad, nunca de veras y con todo el corazón
se acercarán a Él.
3. No basta conocer que hay un Dios, sino quién es Dios, y /0 que es para
nosotros
Por tanto, los que quieren disputar qué cosa es Dios, no hacen más que
fantasear con vanas especulaciones, porque más nos conviene saber cómo
es, y 10 que pertenece a su naturaleza. Porque ¿qué aprovecha confesar,
como Epicuro, que hay un Dios que, dejando a un lado el cuidado del
mundo, vive en el ocio y el placer? ¿Y de qué sirve conocer a un Dios con el
que no tuviéramos que ver? Más bien, el conocimiento que de Él tenemos
nos debe primeramente instruir en su temor y reveren-cia, y después nos
debe enseñar 'j encaminar a obtener de Él todos los bienes, y darle las
gracias por ellos. Porque ¿cómo podremos pensar en Dios sin que al mismo
tiempo pensemos que, pues somos hechura de sus manos, por derecho
natural y de creación estamos sometidos a su impe-rio; que le debemos
nuestra vida, que todo cuanto emprendemos o hacemos lo debemos referir a
Él? Puesto que esto es así, siguese como cosa cierta que nuestra vida está
miserablemente corrompida, si no la ordenamos a su servicio, puesto que su
voluntad debe servirnos de regla y ley de vida. Por otra parte, es imposible
ver claramente a Dios, sin que lo reconozcamos como fuente y manantial de
todos los bienes. Con esto nos moveriamos a acercarnos a Él y a poner toda
nuestra confianza en
LIBRO 1 - CAPiTULO IJ, 111 7
CAPÍTULO III
3. Los que con más fuerza niegan a Dios, son los que más terror sienten de Él
De ninguno se lee en la Historia, que haya sido tan mal hablado ni
tan desvergonzadamente audaz como el emperador Cayo Caligula. Sin embargo,
leemos que ninguno tuvo mayor temor ni espanto que él, cada vez que aparecía
alguna señal de la ira de Dios. De esta manera, a des-pecho suyo, se veía forzado
a temer a Dios, del cual, de hecho, con toda diligencia procuraba no hacer caso.
Esto mismo vemos que acontece a cuantos se le parecen. Porque cuanto más se
atreve cualquiera de ellos a mofarse de Dios, tanto más temblará aun por el ruido
de una sola hoja que cayere de un árbol. ¿De dónde procede esto, sino del
castigo que la majestad de Dios les impone, el cual tanto más atormenta su
conciencia, cuanto más ellos procuran huir de El? Es verdad que todos ellos
buscan escondrijos donde esconderse de la presencia de Dios, y así otra vez
procuran destruirla en su corazón; pero mal que les pese, no pueden huir de ella.
Aunque algunas veces parezca que por algún tiempo se ha desvanecido, luego
vuelve de nuevo de forma más alarmante; de suerte que si deja algún tiempo de
atormentarles la conciencia, este reposo no es muy diferente del sueño de los
embriagados y los locos, los cuales ni aun durmiendo reposan tranquilamente,
porque continuamente son ator-mentados por horribles y espantosos sueños. Así
que los mismos impíos nos pueden servir de ejemplo de que hay siempre, en el
espíritu de todos los hombres, cierto conocimiento de Dios.
hay que ponen todo su empeño en ello, Por tanto, si todos los hombres
nacen y viven con esta disposición de conocer a Dios, y el conocimiento de
Dios, si no llega hasta donde he dicho, es caduco y vano, es claro que todos
aquellos que no dirigen cuanto piensan y hacen a este blanco, degeneran y se
apartan del fin para el que fueron creados. Lo cual, los mismos filósofos no
lo ignoraron. Porque no quiso decir otra cosa Platón", cuando tantas veces
enseñó que el sumo bien y felicidad del alma es ser semejante a Dios,
cuando después de haberle conocido, se transforma toda en Él Por eso
Plutarco introduce a un cierto Grílo, el cual muy a propósito disputa
afirmando que los hombres, si no tuviesen religión, no sólo no aventajarían a
las bestias salvajes, sino que serían mucho más desventurados que ellas,
pues estando sujetos a tantas clases de miserias viven perpetuamente una
vida tan llena de inquietud y dificul-tades. De donde concluye que sólo la
religión nos hace más excelentes que ellas, viendo que por ella solamente y
por ningún otro medio se nos abre el camino para ser inmortales.
CAPÍTULO IV
EL CONOCIMIENTO DE DIOS SE DEBILITA Y SE CORROMPE,
EN PARTE POR LA IGNORANCIA DE LOS HOMBRES,
Y EN PARTE POR SU MALDAD
cabeza han imaginado. San Pablo (Rom. 1,22) expresamente condena esta
maldad diciendo que los hombres, apeteciendo ser sabios, se hicieron fatuos.
Y poco antes habia dicho que se habían desvanecido en sus discur-sos, mas,
a fin de que ninguno les excusase de su culpa, luego dice que con razón han
sido cegados, porque no contentándose con sobriedad y mo-destia sino
arrogándose más de lo que les convenía, voluntariamente y a sabiendas se
han procurado las tinieblas; asimismo por su perversidad y arrogancia se han
hecho insensatos. De donde se sigue que no es excusable su locura, la cual no
solamente procede de una vana curiosidad, sino también de un apetito
desordenado de saber más de lo que es menester, uniendo a esto una falsa
confianza.
colorear su superstición. Piensan que para servir a Dios basta cualquier deseo de
religión, aunque sea desordenado; pero no advierten que la verdadera religión se
debe conformar a la voluntad de Dios como a una regla que jamás se tuerce, y
que Dios siempre permanece en su ser del mismo modo, y que no es un fantasma
que se transfigura según el deseo y capricho de cada cual. Y es cosa clara ver en
cuántas mentiras y engaños la superstición se enreda cuando pretende hacer
algún servicio a Dios. Porque casi siempre se sirve de aquellas cosas que Dios ha
declarado no importarle, y las que manda y dice que le agradan, o las
menosprecia o abiertamente las rechaza. Así que todos cuantos quieren servir a
Dios con sus nuevas fantasías, honran y adoran sus desatinos, pues nunca se
atreverian a burlarse de Dios de esta manera, si primero no se imaginaran un
Dios que fuera igual que sus desatinados desvaríos. Por lo cual el Apóstol dice
que aquel vago e incierto concepto de la divinidad es pura ignorancia de Dios (G
ál. 4, 8). Cuando vosotros, dice, no conocíais a Dios, servíais a aquellos que por
naturaleza no eran Dios. Y en otro lugar (Ef. 2,12) dice que los efesios habían
estado sin Dios todo el tiempo que estuvieron lejos del verdadero conocimiento
de Dios. Y respecto a esto poco importa admitir un Dios o muchos, pues siempre
se apartan y alejan del verdadero Dios, dejado el cual, no queda más que un
ídolo abominable. No queda, pues, sino que, con Lactancia, concluyamos que no
hay verdadera religión si no va acompañada de la verdad.
CAPÍTULO V
estructura tan ingeniosa y singular que muy justamente su Artífice debe ser
tenido como digno de toda admiración.
a Dios, so pretexto de la excelencia con que lo adornó toma ocasión para decir
que no hay Dios? Tales gentes no dirán que casualmente se diferencian de los
animales, pues en nombre de una Naturaleza a la cual hacen artífice y autora de
todas las cosas, dejan a un lado a Dios. Ven un artificio maravilloso en todos sus
miembros, desde su cabeza hasta la punta de sus pies; en esto también instituyen
la Naturaleza en lugar
.de Dios. Sobre todo, los movimientos tan ágiles que ven en el alma, tan
excelentes potencias, tan singulares virtudes, dan a entender que hay una
Divinidad que no permite fácilmente ser relegada; mas los epicúreos toman
ocasión de ensalzarse como si fueran gigantes u hombres salvajes, para hacer la
guerra a Dios. ¿Pues qué? ¿Será menester que para gobernar a un gusanillo de
cinco pies concurran y se junten todos los tesoros de la sabiduría celestial, y que
el resto del mundo quede privado de tal privilegio? En cuanto a lo primero, decir
que el alma está dotada de órganos que responden a cada una de sus partes, esto
vale tan poco para oscurecer la gloria de Dios, que más bien hace que se muestre
más. Que responda Epicuro, ya que se imagina que todo se hace por el concurso
de los átomos, que son un polvo menudo del que esta lleno el aire todo, ¿qué
concurso de atamos hace la cocción de la comida y de la bebida en el estómago
y la digiere, parte en sangre y parte en deshechos, y da tal arte a cada uno de los
miembros para que hagan su oficio y su deber, como si tantas almas cuantos
miembros rigiesen de común acuerdo al cuerpo?
Todo esto es para venir a parar a esta conclusión diabólica; a saber: que el
mundo creado para ser una muestra y un dechado de la gloria de Dios, es
creador de sí mismo. Porque he aquí cómo el mismo autor se expresa en
otro lugar, siguiendo la opinión común de los griegos y los latinos:
En cuanto al poder de Dios, ¡cuán claros son los testimonios que debieran
forzamos a considerarlo 1 Porque no podemos ignorar cuánto poder se necesita
para regir con su palabra toda esta infinita máquina de los cielos y la tierra, y
con solamente quererlo hacer temblar el cielo con el estruendo de los truenos,
abrasar con el rayo todo cuanto se le pone delante, encender el aire con sus
relámpagos, perturbarlo todo con diversos géneros de tempestades y, en un
momento, cuando su majestad así lo quiere, pacificarlo todo; reprimir y tener
como pendiente en el aire al mar, que parece con su altura amenazar con anegar
toda la tierra; y unas veces revolverlo con la furia grandísima de los vientos, y
otras, en cambio, calmarlo aquietando sus olas. A esto se refieren todas las
alaban-zas del poder de Dios, que la Naturaleza misma nos ensena, principal-
mente en el libro de Job y en el de Isaias, y que ahora deliberadamente no cito,
por dejarlo para otro lugar más propio, cuando trate de la crea-ción del mundo,
conforme a 10 que de ella nos cuenta la Escritura. Aquí solamente he querido
notar que éste es el camino por donde todos, así fieles como infieles, deben
buscar a Dios, a saber, siguiendo las huellas que, así arriba como abajo, nos
retratan a lo vivo su imagen. Además, el poder de Dios nos sirve de guía para
considerar su eternidad. Porque es necesario que sea eterno y no tenga principio,
sino que exista por sí mismo, Aquel que es origen y principio de todas las cosas.
Y si se
, Geárgicas, IV.
LIBRO 1 - CAPÍTULO V 19
pregunta qué causa le movió a crear todas las cosas al principio y ahora le
mueve a conservarlas en su ser, no se podrá dar otra sino su sola bondad, la cual
por sí sola debe bastarnos para mover nuestros corazones a que lo amemos,
pues no hay criatura alguna, como dice el Profeta (Sal. 145,9), sobre la cual su
misericordia no se haya derramado.
8. La justicia de Dios
También en la segunda clase de las obras de Dios, a saber, las que
suelen acontecer fuera del curso común de la naturaleza, se muestran tan claros
y evidentes los testimonios del poder de Dios, como los que hemos citado.
Porque en la administración y gobierno del género humano de tal manera ordena
su providencia, que mostrándose de infinitas maneras munifico y liberal para
con todos, sin embargo, no deja de dar claros y cotidianos testimonios de su
clemencia a los piadosos y de su severidad a los impíos y réprobos. Porque los
castigos y venganzas que ejecuta contra los malhechores, no son ocultos sino
bien manifiestos, como tam-bién se muestra bien claramente protector y
defensor de la inocencia, haciendo con su bendición prosperar a los buenos,
socorriéndolos en sus necesidades, mitigando sus dolores, aliviándolos en sus
calamidades y proveyéndoles de todo cuanto necesitan. Y no debe oscurecer el
modo invariable de su justicia el que Él permita algunas veces que los malhe-
chores y delincuentes vivan a su gusto y sin castigo por algún tiempo, y que los
buenos, que ningún mal han hecho, sean afligidos con muchas adversidades, y
hasta oprimidos por el atrevimiento y crueldad de los impíos; antes al contrario,
debemos pensar que cuando Él castiga alguna maldad con alguna muestra
evidente de su ira, es señal de que aborrece toda suerte de maldades; y que,
cuando deja pasar sin castigo muchas de ellas, es señal de que habrá algún día
un juicio para el cual están reservadas. Igualmente, ¡qué materia nos da para
considerar su miseri-cordia, cuando muchas veces no deja de otorgar su
misericordia por tanto tiempo a unos pobres y miserables pecadores, hasta que
venciendo su maldad con Su dulzura y blandura más que paternal, los atrae a sí!
9. La providencia de Dios
Por esta misma razón, el Profeta cuenta cómo Dios socorre de repente
y de manera admirable y contra toda esperanza a aquellos que ya son tenidos
casi por desahuciados: sea que, perdidos en montes o desiertos, Jos defienda de
las fieras y los vuelva al camino, sea que dé de comer a necesitados o
hambrientos, o que libre a los cautivos que estaban en" cerrados con cadenas en
profundas y oscuras mazmorras, o que traiga a puerto, sanos y salvos, a los que
han padecido grandes tormentas en el mar, o que sane de sus enfermedades a los
que estaban ya medio muertos; sea que abrase de calor y sequía las tierras o que
las vuelva fértiles con una secreta humedad, o que eleve en dignidad a los más
humildes del pueblo, o que abata a los más altos y estimados. El Profeta,
después de haber considerado todos estos ejemplos, concluye que los
acontecimientos y casos que comúnmente llamamos fortuitos, son otros tantos
testimonios de la providencia de Dios, y sobre todo de una clemen-cia paternal;
y que con ellos se da a los piadosos motivo de alegrarse,
20 LIBRO 1 - CAPíTULO Y
ya los impíos y réprobos se les tapa la boca. Pero, porque la mayor parte de los
hombres, encenagada en sus errores, no ve nada en un escenarío tan bello, el
Profeta exclama que es una sabiduría muy rara y singular consíderar como
conviene estas obras de Dios. Porque vemos que los que son tenidos por
hombres de muy agudo entendimiento, cuando las consideran, no hacen nada. Y
ciertamente por mucho que se muestre la gloria de Dios apenas se hallará de
ciento uno que de veras la considere y la mire. Lo mismo podemos decir de su
poder y sabiduría, que tampoco están escondidas en tinieblas. Porque su poder
se muestra admirable-mente cada vez que el orgullo de los impíos, el cual,
conforme a lo que piensan de ordinario es invencible, queda en un momento
deshecho, su arrogancia abatida, sus fortísimos castillos demolidos, sus espadas
y dardos hechos pedazos, sus fuerzas rotas, todo cuanto maquinan destrui-do, su
atrevimiento que subía hasta el mismo cielo confundido en lo más profundo de
la tierra; y lo contrario, cuando los humildes son elevados desde el polvo, los
necesitados del estiércol (Sal. 113,7); cuando los opri-midos y afligidos son
librados de sus grandes angustias, los que ya se daban por perdidos elevados de
nuevo, los infelices sin armas, no ague-rridos y pocos en número, vencen sin
embargo a sus enemigos bien pertrechados y numerosos.
conviene que pongamos tal diligencia en buscar a Dios, que nuestro bus-carle,
de tal suerte tenga suspenso de admiración nuestro entendimiento, que lo toque
en lo vivo allá dentro y suscite su afición; como en cierto lugar enseña san
Agustín1: puesto que nosotros no lo podemos compren-der, a causa de la
distancia entre nuestra bajeza y su grandeza, es menester que pongamos los ojos
en sus obras, para recrearnos con su bondad.
16. Los destellos del conocimiento que podemos tener de Dios, solo sirven
para hacernos inexcusables
Veis, pues, cómo tantas lámparas encendidas en el edificio del mundo nos
alumbran en vano para hacernos ver la gloria del Creador, pues de tal suerte nos
alumbran, que de ninguna manera pueden por sí solas llevarnos al recto camino.
Es verdad que despiden ciertos destellos; pero perecen antes de dar plena luz.
Por esta causa, el Apóstol, en el mismo lugar en que llamó a los mundos (Heb.II,
1-3) semejanza de las cosas invisibles, dice luego que "por la fe entendemos
haber sido constituido el universo por la palabra de Dios", significando con esto
que es verdad que la majestad divina, por naturaleza invisible, se nos manifiesta
en tales espejos, pero que nosotros no tenemos ojos para poder verla, si primero
no son iluminados allá dentro por la fe. Y san Pablo, cuando dice que (Rom,
1,20) "las cosas invisibles de Él, se echan de ver desde la creación del mundo,
siendo entendidas por las cosas que son hechas", no se refiere a una
manifestación tal que se pueda comprender por la sutileza del entendimiento
humano, antes bien, muestra que no llega más allá que lo suficiente para
hacerlos inexcusables. Y aunque el mismo Apóstol dice en cierto luga r (Hch,
17,27-28) que "cierto no está lejos de cada uno de nosotros, porque en Él
vivimos, y nos movemos y somos", en otro, sin embargo, enseña de que nos
sirve esta proximidad (Hch.14, 16-17): "En las edades pasadas ha dejado (Dios)
a todas las gentes andar en sus caminos, si bien no se dejó a si -mismo sin
testimonio, haciendo bien, dándonos lluvias del cielo y tiempos fructíferos,
hinchiendo de manteni-miento y alegria nuestros corazones". Así que, aunque
Dios no haya dejado de dar testimonio de si, convidando y atrayendo
dulcemente a los hombres, con su gran liberalidad, a que le conociesen, ellos,
con todo, no dejaron de seguir sus caminos; quiera decir, sus errores gra
vísimos,
Dios creó nos muestra el reclo camino. Pero, aunque se deba imputar a los
hombres que ellos al momento corrompan la simiente que Él sembró en sus
corazones para que ellos le pudiesen conocer por la admirable obra de la
Naturaleza, con todo es muy gran verdad que este solo y simple testimonio,
que todas las criaturas dan de su Creador, de ninguna manera basta para
instruirnos suficientemente. Porque en el momento en que al contemplar el
mundo saboreamos algo de la Divinidad, dejamos al ver-dadero Dios y en
su lugar erigimos las invenciones y fantasías de nuestro cerebro y robamos
al Creador, que es la fuente dela justicia, la sabiduria, la bondad y la
potencia, la alabanza que se le debe, atribuyéndolo a una cosa u otra. Y en
cuanto a sus obras ordinarias, o se las oscurecemos, o se las volvemos al
revés, de suerte que no les damos el valor que se les debe, ya su Autor le
privamos de la alabanza.
CAPÍTU LO VI
3. Dios quiso que la Palabra que dirigió a los Patriarcas quedara registrada
en la Escritura Santa
Pues bien; sea que Dios se haya manifestado a los patriarcas y pro-
fetas por visiones y revelaciones, sea que Dios haya usado el ministerio y
servicio de los hombres para enseñarles lo que ellos después, de mano en
mano, como se dice, habían de enseñar a sus descendientes, en todo caso es
cierto que Dios imprimió en sus corazones tal certidumbre de la doctrina
con la que ellos se convencieran y entendieran que aquello que se les habia
revelado y ellos habían aprendido, había sido manifestado por el mismo
Dios. Porque Él siempre ha ratificado y mostrado que su Palabra es
certísima, para que se le diese mucho mas crédito que a todas
28 LIBRQ 1 - CAPíTULO VI
las opiniones de los hombres. Finalmente, a fin de que por una perpetua
continuación la verdad de su doctrina permaneciese en el mundo para siempre,
quiso que las mismas revelaciones con que se manifestó a los patriarcas, se
registraran como en un registro público. Por esta causa pro-mulgó su Ley, y
después añadió como intérpretes de ella a los profetas. Porque aunque la
doctrina de la Ley sirva para muchas cosas, como muy bien veremos después,
sin embargo Moisés y todos los profetas insistieron sobre todo en enseñar la
manera y forma como los hombres son recon-ciliados con Días. De aquí viene
que san Pablo llame a Jesucristo el fin y cumplimiento de la Ley (Rom. 10,4);
sin embargo, vuelvo a repetir que, además de la doctrina de la fe y el
arrepentimiento, la cual propone a Cristo como Mediador, la Escritura tiene muy
en cuenta engrandecer con ciertas notas y señales al verdadero y único Dios, que
creó el mundo y lo gobierna, a fin de que no fuese confundido con el resto de la
multitud de falsos dioses. Así que, aunque el hombre deba levantar los ojos para
contemplar las obras de Dios, porque Él lo puso en este hermosísimo teatro del
mundo para que las viese, sin embargo es menester, para que saque mayor
provecho, tener atento el oído a su Palabra. Y así, no es de maravillar si los
hombres nacidos en tinieblas se endurecen más y más en su necedad, porque
muy pocos hay entre ellos que dócilmente se sujeten a la Palabra para
mantenerse dentro de los límites que les son puestos; antes bien, se regocijan
licenciosamente en su vanidad. Hay pues que dar por resuelto que, para ser
iluminados con la verdadera religión, nos es menester comenzar por la doctrina
celestial, y también comprender que ninguno puede tener siquiera el menor
gusto de la sana doctrina, sino el que fuere discípulo de la Escritura. Porque de
aquí procede el principio de la verdadera inteligencia, cuando con reverencia
abrazamos todo cuanto Dios ha querido testificar de sí mismo. Porque no sólo
nace de la obediencia la fe perfecta y plena, sino también todo cuanto debemos
conocer de Dios. Y en realidad, por lo que se refiere a esto, Él ha usado en todo
tiempo con los hombres una admirable providencia.
5. La escuela de la Palabra
De aquí viene que el mismo Profeta, después de decir que (Sal.
19,1-2) "los cielos cuentan la gloria de Dios, y la expansión denuncia la obra de
sus manos, y un día emite palabra al otro día, y la una noche a la otra noche
declara sabiduría", al momento desciende a la Palabra diciendo (Sal. 19,7-8):
"La ley de Jehová es perfecta, que vuelve el alma; el testimonio de Jehová, fiel,
que hace sabio al pequeño. Los mandamientos de Jehová son rectos, que alegran
el corazón; el pre-cepto de Jehová, puro, que alumbra los ojos". Porque, aunque
se refiere a otros usos de la Ley, sin embargo pone de relieve en general, que
puesto que Dios no saca mucho provecho convidando a todos los pueblos y
naciones a sí mismo con la vista del cielo y de la tierra, ha dispuesto esta escuela
particularmente para sus hijos. Lo mismo nos da a entender en el Salmo 29, en el
cual el Profeta, después de haber hablado de la "terrible voz de Dios, que hace
temblar la tierra con truenos, vientos, aguaceros, torbellinos y tempestades, hace
tem-blar los montes, troncha los cedros" al fin, por conclusión, dice que "en su
templo todos le dicen gloria". Porque por esto entiende que los incrédulos son
sordos y no oyen ninguna de las voces que Dios hace resonar en el aire. Así, en
otro salmo, después de haber pin-tado las terribles olas de la mar, concluye de
esta manera (Sal. 93, 5) "Señor, tus testimonios son muy firmes; la santidad
conviene a tu casa, ¡oh Jehová!, por los siglos y para siempre". Aquí también se
apoya lo que nuestro Redentor dijo a la mujer samaritana (Jn.4,22) de que su
nación y todos los demás pueblos adoraban lo que no sabían; que solo los judíos
servían al verdadero Dios. Pues, como quiera que el entendimiento humano,
según es de débil, de ningún modo puede llegar a Dios si no es ayudado y
elevado por la sacrosanta Palabra de Dios, era necesario que todos los hombres,
excepto los judíos, por buscar a Dios sin su Palabra, anduviesen perdidos y
engañados en el error y la vanidad.
30 LIBRO J - CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VII
CUÁLES SON LOS TESTIMONIOS CON QUE SE HA
DE PROBAR LA ESCRITURA PARA QUE TENGAMOS SU AUTORIDAD POR
AUTÉNTICA, A SABER DEL ESPIRÍTlJ SANTO; y QUE ES UNA MALDITA IMPIEDAD
DECIR QUE LA AUTORIDAD DE LA ESCRITURA DEPENDE DEL JUICIO DE LA
IGLESIA
l. Autoridad de la Escritura
Pero antes de pasar adelante es menester que hilvanemos aquí alguna
cosa sobre la autoridad de la Escritura, no sólo para preparar el corazón a
reverenciarla, sino también para quitar toda duda y escrúpulo. Pues cuando
se tiene como fuera de duda que lo que se propone es Palabra de Dios, no
hay ninguno tan atrevido, a no ser que sea del todo insensato y se haya
olvidado de toda humanidad, que se atreva a desecharla como cosa a la que no
se debe dar crédito alguno. Pero puesto que Dios no habla cada día desde el
cielo, y que no hay más que las solas Escrituras en las que Él ha querido que su
verdad fuese publicada y conocida hasta el fin, ellas no pueden lograr entera
certidumbre entre los fieles por otro titulo que porque ellos tienen por cierto e
inconcuso que han descendido del cielo, como si oyesen en ellas a Dios mismo
hablar por su propia boca. Es ciertamente cosa muy digna de ser tratada por
extenso y con-siderarla con mayor diligencia. Pero me perdonarán los lectores si
pre-fiero seguir el hilo de lo que me he propuesto tratar, en vez de exponer esta
materia en particular con la dignidad que requiere.
los profetas han dicho fielmente lo que les era mandado por el Espíritu Santo.
Esta conexión la expone muy bien el profeta Isaías hablando así (ls. 9,21): "El
Espíritu mío que está en ti y 1as palabras que Yo puse en tu boca y en la boca de
tu posteridad nunca faltarán jamás". Hay personas buenas que, viendo a los
incrédulos y a los enemigos de Dios murmurar contra la Palabra de Dios sin ser
por ello castigados. se afligen por no tener a mano una prueba clara y evidente
para cerrarles la boca. Pero se engañan no considerando que el Espíritu Santo
expresa-mente es llamado sello y arras para confirmar la fe de los piadosos,
porque mientras que Él no ilumine nuestro espíritu, no hacemos más que titubear
y vacilar.
CAPiTULO VII[
4. Antigüedad de la Escritura
Ya otros han tratado esta materia más ampliamente, por lo cual basta que al
presente toque como de pasada algunas cosas que hacen muy al caso para
entender la suma y lo principal de este tratado. Además de las cosas que ya he
tocado, la misma antigüedad de la Escritura es de gran importancia para
inducirnos a darle crédito. Porque por mucho que los escritores griegos nos
cuenten de la teología de los egípcíos, sin embargo no se hallará recuerdo alguno
de ninguna religión, que no sea muy poste-rior a Moisés. Además, Moisés no
forja un nuevo Dios, sino solamente propone al pueblo de Israel lo mismo que
ellos ya mucho tiempo antes, por antigua tradición, habían oído a sus
antepasados del eterno Dios. Porque ¿qué otra cosa pretende sino llevarlos al
pacto que hizo con Abraham? Si él hubiera propuesto una cosa antes nunca oída,
no hubiera tenido éxito alguno. Mas convenía que el libertarlos del cautiverio en
que estaban fuese cosa muy conocida y corriente entre ellos, de tal suerte que la
sola mención de ello, levantase al momento su ánimo. Es también verosímil
presumir que fueron advertidos del término de los cuatrocientos. años.
Consideremos pues, que si Moisés, el cual precedió en tanto tiempo a todos los
demás escritores, toma, sin embargo, el origen y fuente de su doctrina tan arriba;
[cuánta ventaja no sacará la Sagrada Escritura en antigüedad a todos los demás
escritos!
A no ser que fuésemos tan necios que diésemos crédito a los egipcios, los
cuales alargan su antigüedad hasta seis mil años antes de la creación del mundo;
pero, puesto que de todo cuanto ellos se glorían se han bur-lado los mismos
gentiles y no han hecho caso de ellos, no tengo por qué tomarme el trabajo de
refutarlos. Josefa, escribiendo contra Apión, alega testimonios admirables,
tomados de escritores antiquísimos, por los cuales fácilmente se ve que todas las
naciones estuvieron de acuerdo en que la doctrina de la Ley había sido célebre
mucho tiempo antes, aunque fuera leida pero no bien entendida. Del resto, por
lo demás, a tin de que los escru-pulosos no tuviesen cosa alguna de qué
sospechar, ni los perversos ocasión de objetar sutilezas, proveyó Dios a am has
cosas con muy buenos remedios.
5. Veracidad de Dios
Moisés (Gn. 49,5-9) cuenta que trescientos años antes, Jacob, inspi-rado por
el Espíritu Santo, había bendecido a sus descendientes. ¿Es que pretende
ennoblecer su linaje? Antes bien, en la persona de Leví lo degrada con infamia
perpetua. Ciertamente Moisés podía muy bien haber callado est-a afrenta, no
solamente para perdonar a su padre, sino también para no afrentarse a sí mismo
y a su familia con la misma ignominia, ¿Como podrá resultar sospechoso el que
divulgó que el prímer autor y
38 Ll8RO 1 - CAPíTULO VIII
6. Los milagros
Además de esto, tantos y tan admirables milagros como cuenta son
otras tantas confirmaciones de la Ley que dió y de la doctrina que enseñó.
Porque el ser él arrebatado en una nube estando en el monte (Éx. 24, 18); el
esperar allí cuarenta días sin conversar con hombres; el resplandecer-le el
rostro como si fueran rayos de sol cuando publicó la Ley (Ex. 34,29); los
relámpagos que por todas partes brillaban; los truenos y el estruendo que se
oía por toda la atmósfera; la trompeta que sonaba sin que e! hombre la
tocase; el estar la entrada del tabernáculo cubierta con la nube, para que el
pueblo no la viese; el ser la autoridad de Moisés tan extrañamente defendida
con tan horrible castigo como e! que vino sobre Coré, Datan, Abiram (N m.
16,24) Ytodos sus cómplices y a llegados; que de la roca, al momento de ser
herida con la vara, brotara un río de agua; el hacer Dios, a propuesta de
Moisés, que lloviera maná del cielo ...
¿cómo Dios con todo esto no nos lo proponía como un profeta indubi-table
enviado del cielo'? Si alguno objeta que propongo como ciertas, cosas de las
que se podría dudar, fácil es la solución de esta objeción. Porque habiendo
Moisés proclamado todas estas cosas en pública asam-blea, pregunto yo:
¿qué motivo podía tener para fingir delante de aq uellos mismos que habían
sido testigos de vista de todo lo que había pasado? Muy a propósito se
presentó al pueblo para acusarle de infiel, de contu-maz, de ingrato y de
otros pecados, mientras que se vanagloriaba ante ellos de que su doctrina
había sido confirmada con milagros como nunca los habían visto.
Realmente hay que notar bien esto: cuantas veces trata de milagros está
tan lejos de procurarse el favor, que más bien, no sin tristeza acumula los
pecados del pueblo; lo cual pudiera provocarles a la menor ocasión a
argüirle que no decía la verdad. Por donde se ve que ellos nunca estaban
dispuestos a asentir, si no fuera porque estaban de sobra convencidos por
propia experiencia. Por 10 demás, como la cosa era tan evidente que los
mismos escritores paganos antiguos no pudieron negar que Moisés hubiera
hecho milagros, el Diablo, que es padre de la mentira, les inspiró una
calumnia diciendo que los hacía por arte de magia (Éx. 7, 11). Mas ¿qué
prueba tenían para acusarle de encantador, viendo que había aborre-cido de
tal manera esta superstición, ·que mandó que cualquiera que aunque solo
fuese que pidiera consejo a los magos y adivinos, fuese
LIBRO 1 - CAPiTULO VIII 39
diera por satisfecho con tal advertencia, para juzgar que era impulsado por
Dios a predecir las cosas que por entonces pareelan increíbles, pero que
andando el tiempo se vio que eran verdad, no se puede negar que lo que
añade sobre la liberación, procede del Espíritu de Dios. Nombra a Ciro
(ls.45,1), por quien los caldeas habían de ser sojuzgados y el pueblo había
de recobrar su libertad. Pasaron más de cien años entre el tiempo en que
Isaías profetizó esto y el nacimiento de Ciro, pues éste nació cien años más
o menos después de la muerte de Isaías. Nadie podía entonces adivinar que
había de nacer un hombre que se llamaría Ciro, el cual había de hacer la
guerra a los babilonios y, después de deshacer un imperio tan poderoso,
había de libertar al pueblo de Israel y poner fin a sucautiverio, Esta manera
de hablar tan clara y sin velos ni adorno de palabras, ;,no muestra
evidentemente que estas profecias de Isaias son oráculos de Dios y no
conjeturas humanas? Además, cuando Jeremías (Jer. 25,11-12), poco antes
de que el pueblo fuese ilevado cautivo, señala el tiempo fijo de setenta años
como término del cautiverio, ¿no fué menester que el mismo Espíritu Santo
dirigiera su lengua para que dijese esto? ¿No sería gran desvergüenza negar
que la autoridad de los profetas ha sido confirmada con tales testimonios, y
que de hecho se cumplió lo que ellos afirman, para que se diese crédito a sus
palabras, a saber (1s.42, 9):
.,Las cosas primeras he aquí vinieron, y yo anuncio nuevas cosas; antes que
salgan a luz yo las haré notorias". Queda por decir que Jeremías y Ezequiel,
aunque estaban muy lejos el uno del otro, sin embargo, pro-fetizando a la
vez, en todo lo que declan concordaban de tal manera, como si el uno
dictara al otro lo que había de escribir y ambos se hubieran puesto de
acuerdo . ¿Y qué diré de Daniel? ¿No trata de cosas que aconte-cieron
seiscientos años después de su muerte, como si contara una historia de cosas
pasadas y que todo el mundo supiera? Si los fieles pensaran bien en esto,
estarían muy bien preparados para hacer callar a los impíos, que no hacen
más que ladrar contra la verdad. Porque estas pruebas son tan evidentes que
no hay nada que se pueda objetar contra ellas.
los que antes eran menospreciados por el pueblo, de repente comenzaron a tratar
tan admirablemente de los profundos misterios de Dios.
CAPÍTULO IX
ALGUNOS EspíRITUS FANÁTICOS PERVIERTEN
LOS PRINCIPIOS DE LA RELIGiÓN, NO HACIENDO CASO DE LA
ESCRITURA PARA PODER SEGUIR MEJOR SUS SUEÑOS, SO TíTLJLO
DE REVELACIONES DEL EspíRITU SANTO
1 De lililí/ate credenti.
LIBRO 1 - CAPíTULO IX 45
una vez en ella, tal conviene que permanezca para siempre. Esto no es
afrenta para con Él, a no ser que pens~mos que el degenerar de si mismo
y ser distinto de lo que antes era, es un honor para Él.
3. La letra mata
En cuanto a tachamos de que nos atamos mucho a la letra que mata,
en eso muestran bien el castigo que Dios les ha impuesto por haber
menospreciado la Escritura. Porque bien claro se ve que san Pablo (2 Coro3,
6) combate en este lugar contra los falsos profetas y seductores que,
exaltando la Ley sin hacer caso de Cristo, apartaban al pueblo de la gracia
del Nuevo Testamento, en el cual el Señor promete que esculpirá su Ley en
las entrañas de los fieles y la imprimirá en sus corazones. Por tanto la Ley
del Señor es letra muerta y mata a todos los que la leen, cuando está sin la
gracia de Dios y suena tan solo en los oídos sin tocar el Corazón. Pero si el
Espíritu la imprime de veras en los corazones, si nos comunica a Cristo,
entonces es palabra de vida, que convierte el alma y "hace sabio al pequeño"
(Sal. 19,7); Y más adelante, el Apóstol en el mismo lugar llama a su
predicación, ministerio del Espíritu (2 Cor. 3,8), dando con ello a entender
que el Espíritu de Dios está de tal manera unido y ligado a Su verdad,
manifestada por Él en las Escrituras, que justamente Él descubre y muestra
su potencia, cuando a la Palabra se le da la reverencia y dignidad que se le
debe. Ni es contrario a esto lo que antes dijimos: que la misma Palabra
apenas nos resulta cierta, si no es aprobada por el testimonio del Espiritu.
Porque el Señor juntó y unió entre sí, como con un nudo, la certidumbre del
Espíritu y de su Palabra; de suerte que la pura religión y la reverencia a su
Palabra arraigan en nosotros precisamente cuando el Espíritu se muestra con
su claridad para hacernos contemplar en ella la presencia divina. Y, por otra
parte, nos-otros nos abrazamos al Espíritu sin duda ni temor alguno de errar,
cuando lo reconocemos en su imagen, es decir, en su Palabra. Y de hecho así
sucede. Porque, cuando Dios nos comunicó su Palabra, no quiso que ella nos
sirviese de señal por algún tiempo para luego destruirla con la venida de su
Espíritu: sino, al contrario, envió luego al Espíritu mismo, por cuya virtud la
había antes otorgado, para perfeccionar su obra, con la confirmación eficaz
de su Palabra.
CAPíTULO X
LA ESCRITURA, PARA EXTIRPAR LA SUf>ERSTlCIÓN, OPONE
EXCLUSIVAMENTE EL VERDADERO DIOS A LOS DIOSES
DE LOS PAGANOS
CAPÍTULO XI
2. Esto se puede entender fácilmente por las razones con que lo prueba
Primeramente dice por Moisés: "Y habló Jehová con vosotros en
medio del fuego; oísteis la voz de sus palabras, mas... ninguna figura
visteis... Guardad, pues mucho vuestras almas ... , para que no os corrom-
páis y hagáis para vosotros escultura, imagen de figura alguna ..." (Dt.4,
12.15.16). Vemos cómo opone claramente su voz a todas las figuras, a fin
de que sepamos que cuando le quieren honrar en forma vísibleseapartan de
Dios. En cuanto a los profetas, bastará con Isaías, el cual mucho más
enfáticamente prueba que la majestad de Dios queda vil y hartamente
menoscabada cuando El, que es incorpóreo, es asemejado a una cosa
corpórea; invisible, a una cosa visible; espíritu, a un ser muerto; infinito, a
un pedazo de leña, o de piedra u oro (Is.4O,16; 41,7. 29: 45,9; 46, 5).
Casi de la misma manera razona san Pablo, diciendo: "Siendo, pues,
linaje de Dios, no debemos pensar que la Divinidad sea semejante a oro, o
plata, o piedra, escultura de arte y de imaginación de hombres" (Hch.
17,29). Por donde se ve claramente que cuantas estatuas se labran y cuantas
imágenes se pintan para representar a Dios, sin excepción alguna, le
desagradan, como cosas con las que se hace grandísima injuria y afrenta a
su majestad. Y no es de maravillar que el Espíritu Santo pronuncie desde el
cielo tales asertos, pues í:.l mismo fuerza a los desgraciados y ciegos
idólatras a que confiesen esto mismo en este mundo. Bien conocidas son las
quejas de Séneca, que san Agustín recoge: "Los dioses", dice, "que son
sagrados, inmortales e inviolables, los dedican en materia vilísima y de poco
precio, y fórmanlos como a hombres o como a bestias, e incluso algunas
veces como a hermafroditas - que reúnen los dos sexos -, y
grande, que incluso los mismos ángeles no la pueden ver perfectamente, y que
los pequeños destellos que en ellos refulgen nosotros no los podemos
contemplar con la vista corporal. Aunque, como quiera que los querubi-nes, de
los cuales al presente tratamos, según saben muy bien los que tienen alguna idea
de ello, pertenecían a la antigua doctrina de la Ley, seria cosa absurda tomarlos
como ejemplo para hacer lo mismo hoy, pues ya pasó el tiempo en el que tales
rudimentos se enseñaban; y en esto nos diferencia san Pablo de los judíos.
claro este punto: que como quiera que no hay más que un solo Dios verdadero,
al cual los judios adoraban, todas las figuras inventadas para representar a Dios
son falsas y perversas, y cuantos piensan que conocen a Dios de esta manera
están grandemente engañados.
En conclusión, si ello no fuese así - que todo conocimiento de Dios adquirido
por las imágenes fuese falso y engañoso -, los profetas no lo condenarían de
modo tan general y sin excepción alguna. Yo al menos he sacado esto en
conclusión: que cuando decimos que es vanidad y mentira querer representar a
Dios en imágenes visibles no hacemos más que repetir palabra por palabra lo
que los profetas enseñaron.
Es también digno de perpetua memoria lo que san Agustín cita en otro lugar,
de un pagano llamado Varrón, y él mismo aprueba: que los primeros que
l
hicieron imágenes quitaron el temor de Dios del mundo y aumentaron el crror .
Si solamente Varrón dijera esto pudiera ser que no se le diese gran crédito. Y,
sin embargo, gran vergüenza es para nosotros que un gentil, que sin la luz de la
fe andaba como a tientas, haya logrado tanta claridad que llegara a decir que las
imágenes visibles con que los hombres han querido representar a Dios no
convienen a su majestad, porque disminuyen en ellos su temor y aumentan el
error. Ciertamente la realidad misma se demuestra tan verdadera como pru-
dencia hubo al decirla. El mismo san Agustin, tomando esta sentencia de
Varrón, la hace suya. En primer lugar prueba que los primeros errores que
cometieron los hombres no comenzaron con las imágenes, sino que aumentaron
con ellas. Después declara que el temor de Dios sufre me-noscabo, y aun del
todo desaparece, por los ídolos, porque fácilmente puede ser menospreciada su
deidad con una cosa tan vil como son las imágenes. Y pluguiese a Dios que no
hubiéramos experimentado tanto cuánta verdad hay en esto último.
Por tanto, quien desee enterarse bien, aprenda en otra parte y no en las
imágenes lo que debe saber de Dios.
Pero veamos a quién llaman los papistas ignorantes, que por ser tan rudos no
pueden ser instruidos más que por medio de las imágenes. Sin duda a los que el
Señor reconoce por discípulos suyos, a los cuales honra tanto, que les revela los
secretos celestiales y manda que les sean comu-nicados. Confieso, según están
las cosas en el día de hoy, que hay muchos que no podrán privarse de tales
libros; quiero decir de los ídolos. Pero, pregunto: ¿De dónde procede esta
necedad, sino de que son privados de la doctrina, que basta por si sola para
instruirlos? Pues la única causa de que los prelados, que tenían cargo de las
almas, encomendaron a los ídolos su oficio de enseñar, fue que ellos eran
mudos. Declara san Pablo que por la verdadera predicación del Evangelio
Jesucristo nos es pintado al vivo y, en cierta manera, "crucificado ante nuestros
ojos" (GáI.3,1). ¿De qué, pues, serviría levantar en los templos a cada paso
tantas cruces de piedra, de madera, de plata y de oro, si repetidamente se nos
enseñara que Cristo murió en la cruz para tomar sobre si nuestra maldición y
limpiar con el sacrificio de su cuerpo nuestros pecados, lavarlos con su sangre y,
finalmente, reconciliarnos con Dios su Padre? Con esto sólo, podrían los
ignorantes aprender mucho más que con mil cruces de madera y de piedra.
Porque en cuanto a las de oro y de plata, confieso que los avaros fijarían sus ojos
y su entendimiento en ellas mucho más que en palabra alguna de Dios.
sea Dios o alguna de sus criaturas, desde el momento que la honras, ya estás
enredado en la superstición.
Por esta causa, no solamente prohibió Dios hacer estatuas que lo repre-
sentasen, sino también consagrar monumentos o piedras que diesen oca-sión de
ser adorados. Por esta misma causa en el segundo mandamiento de la Ley se
manda que las imágenes no sean adoradas. Porque desde el momento que se
hace alguna forma visible de Dios, en seguida se le atribuye su potencia. Tan
necios son los hombres, que quieren encerrar a Dios doquiera que lo pin tan; y,
por tanto, es imposible que no lo adoren allí mismo. Y no importa que adoren al
ídolo o a Dios en el ídolo, porque la idolatría consiste precisamente en dar al
ídolo la honra que se debe a Dios, sea cual fuere el color con que se presente. Y
como Dios no quiere ser honrado supersticiosamente, toda la honra que se da a
los ídolos se le quita y roba a Dios.
Consideren bien esto cuantos andan buscando vanas cavilaciones y pretextos
para mantener tan horrenda idolatría, con la cual hace ya tiempo que se ha
arruinado y dejado a un lado la verdadera religión. Ellos dicen que las imágenes
no son consideradas como dioses. A ello respondo que los judíos no eran tan
insensatos que no se acordasen que era Dios quien los había sacado de Egipto
antes de que ellos hiciesen el becerro. y cuando Aar ón les decía que aquéllos
eran los dioses que los habían sacado de la tierra de Egipto, sin dudar lo más
mínimo estuvieron de acuerdo con él, dando con ello a entender que de mil
amores conservarían al Dios que los había libertado, con tal que lo viesen ir
delante de ellos en la figura del becerro. Ni tampoco hemos de creer que los
gentiles eran tan necios que pensasen que no había más dios que los leños y las
piedras, pues cambiaban sus ídolos según les parecía, pero siempre retenían en su
corazón unos mismos dioses. Además, cada dios tenía muchas imá-genes, y sin
embargo no decian que alguno de aquellos dioses estuviese dividido.
Consagrábanles también cada día nuevas imágenes, pero no decían que hicieran
nuevos dioses. Léanse las excusas que cita san Agustín de los idólatras de su
tiempo 1; cuando se les acusaba de esto, la gente ignorante y del pueblo
respondía que ellos no adoraban aquella forma visible, sino la deidad que
invisiblemente habitaba en ella. Y los que tenían una noción más pura de la
religión, según él mismo dice, res-pondían que ellos no adoraban al ídolo, ni al
espíritu en él representado, sino que bajo aquella figura corpórea ellos veían
solamente una señal de lo que debían adorar. No obstante, todos los idólatras,
fuesen judíos o gentiles, cometieron el pecado que hemos dicho, a saber: que no
conten-tándose con conocer a Dios espiritualmente, han querido tener un cono-
cimiento más familiar y más cierto, según ellos pensaban, mediante las imágenes
visibles. Pero después de desfigurar a Dios no han parado hasta que, engañados
cada vez más con nuevas ilusiones, pensaron que Dios mostraba su virtud y su
potencia habitando en las imágenes. Mientras los judíos pensaban que adoraban
en tales imágenes al Dios eterno, único y verdadero señor del cielo y de la tierra,
los gentiles tenían el convencí-miento de que adoraban a sus dioses que
habitaban en el cielo.
por tales. Pues así como un adúltero o un homicida no se librará del pecado
cometido con poner otro nombre, de la misma manera ellos no podrán
justificarse con la invención de un vocablo sutil, si en la realidad de los
hechos no se diferencian en nada de los idólatras, a quienes ellos mismos
forzosamente tienen que condenar. Y tan lejos está de ser su causa distinta
de la de los demás idólatras, que precisamente la fuente de todo el mal
estriba en el desordenado deseo que tienen de imitarlos, imaginando en su
entendimiento formas y figuras con que representar a Dios y luego
fabricarlas con sus manos.
1 Epístola 49.
• Sobre el Salmo 115.
LIBRO I - CAPíTULO XI 61
Los que hoy en día sostienen que las imágenes son buenas se apoyan en que
así 10 determinó el Concilio Niceno. Existe un libro de objeciones compuesto
bajo el nombre de Carlomagno, el cual, por su estilo, es fácil de probar que fue
escrito en otro tiempo. En él se cuentan por menudo los pareceres de los obispos
que estuvieron presentes en el mencionado Concilio y las razones en que se
fundaban. Juan, embajador de las igle-sias orientales, alega el pasaje de Moisés:
"Dios creó al hombre a su imagen"; y de aquí concluye: es menester, pues, tener
imágenes. Asimismo pensó que venía muy a propósito para confirmar el uso de
las imágenes lo que está escrito: "Muéstrame tu cara, porque es hermosa". Otro,
para demostrar que es útil mirar las imágenes, adujo el verso del salmo:
"Señalada está, Señor, sobre nosotros la claridad de tu rostro". Otro, para probar
que las debíanponer en los altares, alegó este testimonio: "Ninguno enciende la
candela y la pone debajo del celemín". Otro trajo esta com-paración: como los
patriarcas usaron los sacrificios de los gentiles, de la misma manera los
cristianos deben tener las imágenes de los santos en lugar de los ídolos de los
paganos. Y a este fin retorcieron aquella sen-tencia: "Señor, yo he amado la
hermosura de tu casa". Pero sobre todo, la interpretación que dan sobre el lugar:
"según que hemos oído, así de la misma manera hemos visto" , es graciosa; a
saber: Dios no es solamente conocido por oir su Palabra, sino también por la
vista de las imágenes. Otra sutileza semejante es la del obispo Teodoro:
Admirable, dice, es Dios en sus santos; y en otro lugar está escrito: a los santos
que están en la tierra; esto debe entenderse de las imágenes. En fin, son tan
vanas sus razones, que me da reparo citarlas.
¿Qué castigo, pues, merecían los profetas, los apóstoles y los mártires, en
tiempo de los cuales no hubo imágenes? Otro dice: puesto se queman perfumes
ante la imagen del Emperador, con mucha mayor razón se debe hacer esto ante
las imágenes de los Santos. Constancia, obispo de Constancia en Chipre,
protesta que él abraza las imágenes con toda reve-rencia, y dice que les da la
misma veneración y culto que se debe dar a la Santísima Trinidad; y anatematiza
a todo el que rehusare hacer lo mismo; y lo pone como compañero de los
maniqueos y de los marcionitas. y para que no creáis que esto fue la opinión de uno
solo, todos los demás responden: Amén. E incluso Juan, embajador de los
orientales, encoleri-zándose más, declara que sería preferible que todas las
mancebías del mundo estuviesen en una ciudad, que desechar el culto de las
imágenes. y al fin, por común acuerdo de todos, se decreta que los samaritanos son
los- peores herejes que hay, pero que los enemigos de las imágenes son aún peores
que los samaritanos.
CAPíTULO XII
servido. Asimismo hemos tocado de paso la manera como debe ser servi-do, lo
cual luego será expuesto de una manera más completa. De mo-mento solamente
quiero repetir, resumiendo: que siempre que la Escri-tura afirma que no hay más
que un solo Dios, no intenta disputar por un mero nombre, sino que nos manda
sencillamente que no atribuyamos ninguna cosa de las que pertenecen a Dios a
otro ser distinto de El; por donde se ve claramente la diferencia que existe entre
la verdadera y pura religión y la superstición. La palabra griega "eusébeia" no
quiere decir más que servicio o culto bien ordenado; en lo cual se ve que aun los
mismos ciegos que andaban a tientas siempre creyeron que debía de existir
cierta regla para que Dios fuese servido y honrado como debía.
2. Papel de la Ley
Ahora bien, como la Ley tiene diversos fines y usos, trataré de
ella a su tiempo; ahora solamente quiero exponer de paso que Dios quiso que la
Ley fuese como un freno a los hombres para que no cayesen en maneras falsas
de servirle. Entretanto retengamos bien lo que he dicho: que se despoja a Dios
de su honra y se profana su culto y su servicio, si no se le deja cuanto le es
propio y a El solo pertenece, por residir únicamente en Él. y es necesario
también advertir cuidadosa-
que por su naturaleza no eran dioses" (Gál. 4, 8). Aunque el Apóstol no dice
"latría", sino "dulía", ¿era acaso por eso excusable su superstición?
Ciertamente no la condena menos por llamarla "dulía" que si la denomi-nara
"latría". Y cuando Cristo rechaza la tentación de Satanás con esta defensa:
"Escrito está: al Señor tu Dios adorarás, y a él solo servirás" (Mt.4,10), no se
trataba para nada de "latría", puesto que Satanás no le pedía más que la
reverencia que en griego se llama "proskynesis". Asimismo cuando san Juan
es reprendido por el ángel porque se arrodi-llaba ante él (Ap. 19, 10), no se
debe entender que san Juan fuera tan insensato que haya querido dar al
ángel la honra que sólo a Dios se debe. Mas como quiera que la honra que
se tributa por devoción no puede por menos de llevar en sí algo de la
majestad de Dios, san Juan no podía adorar al ángel sin privar en cierto
modo a Dios de su gloria.
Es cierto que con frecuencia leemos que los hombres han sido adora-dos;
pero se trata de la honra política que se refiere a la pro birlad humana; la
honra religiosa tiene otro matiz muy distinto, porque al ser honradas las
criaturas religiosamente se profana con ello la honra de Dios. Lo mismo
vemos en el centurión Camelia, pues no andaba tan atrasado en la piedad,
que no supiese que el honor soberano se tributa sólo a Dios, y si bien se
arrodilla delante de san Pedro (Hch. 10,25), ciertamente no lo hace con
intención de adorarle en lugar de Dios; no obstante, Pedro le prohibe
absolutamente que lo haga. ¿Por qué, sino porque los hom-bres jamás sabrán
diferenciar a su vez en su lenguaje entre la honra que se debe a Dios y la que
se debe a las criaturas, de tal manera que den indistintamente a las criaturas
el honor que se debe solamente
a Dios?
Por lo tanto, si queremos tener un Dios sólo, recordemos que no se
le debe privar en lo más mínimo de su gloria, sino que se le ha de dar todo
lo que le pertenece. Por esto Zacarías, hablando de la reedificación de la
Iglesia, abiertamente declara que no solamente habrá entonces un Dios, sino
que su mismo nombre será uno sólo, a fin de que en nada se parezca a los
ídolos (Zac. 14,9).
Cuál es el servicio y culto que Dios exige, se verá en otra parte. Porque
Dios quiso con su Ley precribir a los hombres lo que es justo y recto, y por
este medio someterlos a una regla determinada, para que no se tomase cada
cual la libertad de servirle a su antojo.
Mas, como no es conveniente cargar al lector con muchos temas a la vez,
dejo por ahora este punto. Bástenos saber de momento, que cuando los
hombres tributan a las criaturas algún acto de religión o de piedad, cometen
un sacrilegio. La superstición primeramente tuvo por dioses al sol, a las
estrellas y a los otros ídolos. A esto sucedió la ambición, que adornando a
los hombres con los despojos de Dios, se atrevió a profanar todas las cosas
sagradas. Y aunque permanecíaen pie el principio de hon-rar a un Dios
supremo, sin embargo se introdujo la costumbre de ofrecer sacrificios
indistintamente a los espíritus, a los dioses menores y a los hombres notables
ya difuntos. ¡Tan inclinados estamos alvicio de comunicar- a muchos lo que
Dios tan rigurosamente manda que se le reserve a Él sólo!
66 LIBRO T ~ CAPíTULO XIII
CAPíTULO XIII
que hay en Dios tres "hipóstasis"; y afirma que si alguno usa esta palabra en
buen sentido, no obstante es una manera impropia de hablar. Si esto lo dice
de buena fe y sin fingimiento, y no más bien por molestar a sabien-das a los
obispos orientales, a los cuales odiaba, ciertamente que no tiene razón al
decir que en todas las escuelas profanas "usía" no significa otra cosa que
"hipóstasis"; lo cual se puede refutar por el modo corriente de hablar. Más
modesto y humano es san Agustín \ el cual, aunque dice que esta palabra
"hipóstasis" es nueva entre los latinos en este sen-tido, sin embargo, no
solamente permite a los griegos que sigan su manera de hablar, sino también
tolera a los latinos que la usaran. E igualmente Sócrates, historiador
eclesiástico, escribe en el libro sexto de la historia llamada Tripartita, que
los primeros que usaron esta palabra en este sentido fueron gente ignorante.
Y también san Hilario echa en cara como un gran crimen a los herejes, que
por su temeridad se ve forzado a exponer al peligro de la palabra las cosas
que el corazón debe sentir con gran de-voción 2, no disimulando que es
ilícito hablar de cosas inefables y presu-mir cosas no concedidas. Y poco
después se excusa de verse obligado a usar palabras nuevas. Porque después
de haber puesto los nombres naturales: Padre, Hijo y Espíritu Santo, añade
que todo cuanto se quiera buscar más allá de esto supera todo lo que se
puede decir, está fuera de lo que nuestros sentidos pueden percibir y nuestro
entendimiento com-prender. Y en otro lugar" ensalza a los obispos de
Francia porque no habían, ni inventado, ni aceptado, ni siquiera conocido
más confesión que la antiquísima y simplicísima que desde el tiempo de los
apóstoles había sido admitida en todas las Iglesias.
La excusa que da san Agustín es también muy semejante a ésta; a saber,
que esta palabra se inventó por necesidad a causa de la pobreza y defi-
ciencia de! lenguaje de los hombres en asunto de tanta importancia, no para
expresar todo lo que hay en Dios, sino para no callar cómo el Padre, e! Hijo
y el Espíritu Santo son tres. Esta modestia de aquellos santos varones debe
movernos a no ser rigurosos en condenar sin más a cuantos no quieran
someterse al modo de hablar que nosotros usamos, con tal de que no lo
hagan por orgullo, contumacia o malicia; pero a su vez con-sideren ellos
cuán grande es la necesidad que nos obliga a hablar de esta manera, a fin de
que poco a poco se acostumbren a expresarse como con-viene. Y cuiden
asimismo, cuando hay que enfrentarse con los arrianos y los sabelianos, que
si llevan a mal que se les prive de la oportunidad de tergiversar [as cosas,
ellos mismos resulten sospechosos de ser discípulos suyos.
Arria dice que Cristo es Dios, pero para sus adentros afirma que es
criatura y que ha tenido principio. Dice que es uno con e! Padre, pero
secretamente susurra a los oídos de sus discípulos que ha sido formado
como los demás fieles, aunque con cierta prerrogativa.
Sabelio dice que estos nombres, Padre, Hijo y Espíritu Santo no señalan
distinción alguna en Dios. Decid que son tres; en seguida protestará que
nombráis tres dioses. Decid que en la esencia una de Dios hay Trinidad de
I De la Trinidad, Lib. V, caps, 8 y 9.
• De la Trinidad, Lib. 1I, cap. 2.
• De /Q$ concilios, 69.
LIBRO 1 - CAPiTULO XIII 71
En tercer lugar, todo lo que es propio de cada uno de ellos es algo que no
se puede comunicar a los demás; pues nada de 10 que se atribuye al Padre
como nota específica suya puede pertenecer al Hijo, ni serie atri-buido. Y no
me desagrada la definición de Tertuliano con tal de que se entienda bien:
que la Trinidad de Personas es una disposición en Dios o un orden que no
cambia nada en la unidad de la esencial.
se echa al aire fuera del mismo Dios, como fueron todas las profecías y
revelaciones que los patriarcas antiguos tuvieron. Más bien este vocablo
"Verbo" significa la sabiduría que perpetuamente reside en Dios, de la cual
todas las revelaciones y profecías procedieron. Porque los profetas del Antiguo
Testamento no hablaron menos por el Espíritu Santo, como lo atestigua san
Pedro (1 Pe. 1, 11), que los apóstoles y los que después de ellos enseñaron la
doctrina de la salvación. Pero como Cristo aún no se había manifestado, es
necesario entender que este Verbo fue engen-drado del Padre antes de todos los
siglos. Y si aquel Espíritu, cuyos instrumentos fueron los profetas, es el Espíritu
del Verbo, de aquí con-cluimos infaliblemente que el Verbo de Dios es
verdadero Dios. Y esto lo atestigua bien claramente Moisés, en la creacíón del
mundo, poniendo siempre por delante el Verbo. Porque, ¿con qué fin refiere
expresa-mente que Dios al crear cada cosa decía: Hágase esto o lo otro, sino
para que la gloria tie Dios, que es algo insondable, resplandeciese en su imagen?
A los burlones y habladores les sería fácil una escapatoria, diciendo que esta
palabra en este lugar no quiere decir sino mandamiento o pre-cepto. Pero los
apóstoles exponen mucho mejor este pasaje; dicen ellos, en efecto, que el mundo
fué creado por el Hijo (Heb.I,2) y que sostiene todas las cosas con su poderosa
Palabra, en lo cual vemos que la Pala-bra o Verbo significa la voluntad y el
mandato del Hijo, el cual es eterno y esencial Verbo de Dios. Asimismo, lo que
dice Salomón no encierra oscuridad alguna para cualquier hombre
desapasionado y modesto, al presentarnos a la sabiduría engendrada de Dios
antes de los siglos (Prov. 8,22) y que presidía en [a creación de todas las cosas
yen todo cuanto ha hecho Dios \. Porque imaginarse un mandato de Dios tem-
poral sería cosa desatinada y frívola, ya que Dios quiso entonces mani-festar su
eterno y firme consejo, e incluso algo más oculto. Lo cual se confirma también
por lo que dice Jesucristo: "M i Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo" (Jn.
5,17). Porque al afirmar que desde el principio del mundo Él ha obrado
juntamente con su Padre, declara más por extenso lo que Moisés había expuesto
brevemente. Así pues, vemos que Dios ha hablado de tal manera en la creación
de las cosas, que el Verbo no estuvo nunca ocioso, sino que también obró, y que
de esta manera la obra es común a ambos.
Pero con mucha mayor claridad que todos habló san Juan, cuando atestigua
que aquel Verbo, el cual desde el principio estaba con Dios, era juntamente con
el Padre la causa de todas las cosas (Jn.I,3). Porque él atribuye al Verbo una
esencia sólida y permanente, y aun le señala cierta particularidad y bien
claramente muestra cómo Dios hablando ha sido el creador del mundo. Y así
como todas las revelaciones que pro-ceden de Dios se dice con toda razón que
son su palabra, de la misma manera es necesario que su Palabra sustancial, que
es [a fuente de todas las revelaciones, sea puesta en el supremo lugar; y sostener
que jamás está sujeta a ninguna mutación, sino que perpetuamente permanece
en Dios en un mismo ser, y ella misma es Dios.
De nuevo, pues, concluyo que el Verbo que existió antes del principio del
tiempo concebido en Dios, residió perpetuamente en Él; por donde se prueban
claramente la eternidad del Verbo, su verdadera esencia y su divinidad.
más que a Dios se da este título de "Elohim" sin adición alguna; como por
ejemplo se llama a Moisés el dios del Faraón (Éx. 7,1). Otros inter-pretan: tu
trono es de Dios; interpretación sin valor alguno. Convengo en que muchas
veces se llama divino a lo que es excelente, pero por el contexto se ve
claramente que tal interpretación sería muy dura y forzada y que no puede
convenir a ello en manera alguna.
Pero aunque no se pueda vencer la obstinación de tales gentes, lo que Isaias
testifica de Jesucristo: que es Dios y que tiene suma potencia (Is. 9,6), lo cual no
pertenece más que a Dios, está bien claro. Taro bién aquí objetan los judíos y
leen esta sentencia de esta manera: éste es el nombre con que lo llamará el Dios
fuerte, el Padre del siglo futuro, etc. y así quitan a Jesucristo todo lo que en esta
sentencia se dice de Él, y no le atribuyen más que el título de Príncipe de paz.
Pero, ¿por qué razón se habrían de acumular en este lugar tantos títulos y
epítetos del Padre, puesto que el intento del profeta es adornar a Jesucrísto con
títulos ilustres, capaces de fundamentar nuestra fe en Él? No hay, pues, duda de
que es llamado aquí Dios fuerte por la misma razón por la que poco antes fue
llamado Emmanuel.
Pero no es posible hallar lugar más claro que el de Jeremías cuando dice que
"éste será su nombre con el cual le llamarán: Jehová, justicia nuestra" (Jer. 23,6).
Porque, corno quiera que los mismos j ud íos afirman espontáneamente que los
demás nombres de Dios no son más que epíte-tos, y que sólo el nombre de
Jehová, al que ellos llaman inefable, es sustantivo que significa la esencia de
Dios, de ahí concluyo que el Hijo es el Dios único y eterno, que afirma en otro
lugar que no dará su gloria a otro (ls.42,8). Los judíos buscan también aquí una
escapatoria, diciendo que Moisés puso este mismo nombre al altar que edificó, y
que Ezequiel llamó así a la nueva Jerusalem. Pero, ¿quién no ve que aquel altar
fue erigido como recuerdo de que Dios había exaltado a Moisés, y que
Jerusalem es llamada con el nombre mismo de Dios sencillamente porque en
ella residía Él? Porque el profeta se expresa asi: "Y el nombre de la ciudad desde
aquel día será Jehová-sama"! (Ez.48,35). Y Moisés dice: "Edificó un altar, y
llamó su nombre Jehová-nisi"2 (Éx.17,15).
Pero mayor aún es la disputa con los judíos respecto a otro lugar de Jeremías,
en el cual se da este mismo título a Jerusalem: "Y se le llamará: Jehová, justicia
nuestra" (Jer. 33, 16). Pero está tan lejos este testimonio de oscurecer la verdad
que aquí mantenemos, que antes al contrario ayuda a confirmarla. Porque
habiendo dicho antes Jeremías que Cristo es el verdadero Jehová del cual
procede la justicia, ahora dice que la Iglesia sentirá con tanta certeza que es así,
que ella misma se podrá gloriar con este mismo nombre. Así que en el lugar
primero se pone la causa y fuente de la justicia, y en el segundo se añade el
efecto.
Jerusalem jamas fue dedicado a nadie más que a aquel que es único y supremo
Dios; y sin embargo el profeta concede su posesión a Cristo; de donde se sigue
que Él es el mismo Dios a quien siempre adoraron los judíos,
/l. Los apóstoles aplican a Jesucristo lo que se ha dicho del Dios eterno
En cuanto al Nuevo Testamento, esta todo él lleno de innumerables
testimonios; por tanto, procuraré mas bien entresacar algunos, que no
amontonarlos todos. Y aunque los apóstoles hayan hablado de Él después de
haberse mostrado en qrne como Mediador, sin embargo, cuanto yo cite viene a
propósito para probar su eterna divinidad.
En cuanto a lo primero hay que advertir grandemente, que cuanto habia sido
antes dicho del Dios eterno, los apóstoles enseñan que, o se ha cumplido ya en
Cristo, o se cumplirá después. Porque cuando Isaias profetiza que el Señor de los
ejércitos sería a los judíos y a los israelitas piedra de escandalo, y piedra en que
tropezasen (Is. 8,14), san Pablo afirma que esto se cumplió en Cristo, de quien
muestra por el mismo texto que Cristo fue aquel Señor de los ejércitos (Rom.
9,29). Del mismo modo. en otro lugar, dice: "Todos compareceremos ante el
tribunal de Cristo. Porque escrito está: ... ante mí se doblará toda rodilla, y toda
lengua confesará a Dios" (Rom. 14, 10--11); y puesto que Dios, por Isalas
(ls.45,23), dice esto de si mismo y Cristo muestra con los hechos que esto se
cumple en Él, síguese por lo mismo que Él es aquel Dios, cuya gloria no se
puede comunicar a otro. Igualmente lo que el Apóstol cita del salmo en su carta
1I. los efesios conviene sólo a Dios: "Subiendo a lo alto, llevó cautiva la
cautividad" (Ef.4,8). Porque quiere dar a entender que este ascender había sido
tan sólo figurado cuando Dios mostró su potencia dando una notable victoria a
David contra los infieles, pero que mucho más perfecta y plenamente se
manifestó en Cristo. Y de acuerdo con esto san Juan atestigua que fue la gloria
del Hijo la que Isaías había visto en su visión, aunque el profeta dice que la
majestad de Dios fue lo que se le reveló (Jn. I , 14; Is. 6, 1). Además, los
testimonios que el Apóstol en la carta a los Hebreos atribuye al Hijo,
evidentemente no pueden convenir más que a Dios: "Tú, Señor, en el principio
fundaste la tierra, y los cielos son obra de tus manos". "Adórenle todos los án
geles de Dios" (Heb.I,6. 10). Y cuando él aplica estos testimonios a Cristo, no
los aplica sino en su sentido propio, porque todo cuanto allí se profetizó se
cumplió solamente en Jesucristo. Pues Él fue el que levantándose se apiadó de
Sión; Él quien tomó posesión de todas las gentes y naciones extendiendo su
reino por doquier. ¿Y por qué san Juan iba a dudar en atribuir la majestad de
Dios a Cristo, cuando él mismo habia dicho antes que el Verbo había estado
siempre con Dios? (Jn.l, 14). ¿Por qué iba a temer san Pablo sentar a Cristo en el
tribunal de Dios, habiendo antes dado tan clarísimo testimonio de su divinidad,
cuando dijo que era Dios bendito para siempre? (2 Coro5, 10; Rom. 9,5). Y para
que veamos cómo el Apóstol está plenamente de acuerdo consigo mismo, en otro
lugar dice que "Dios fue manifestado en carne" (1 Tim, 3,16). Si Él es el Dios
que debe ser alabado para siempre, siguese luego que, como dice en otro lugar,
es Aquel a quien sólo se debe toda gloria y honra (1 Tim. l , 17).
LIBRO I ~ CAPiTULO XIII 77
y esto no lo disimula, sino que lo dice con toda claridad: "siendo en forma de
Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se
despojó a sí mismo" (Flp.2,6--7). Y para que los impíos no murmurasen
diciendo que era un Dios hecho de prisa, san Juan continúa: "Éste es el
verdadero Dios, y la vida eterna" (1 Jn. 5,20). Aunque nos debe ser más que
suficiente ver que es llamado Dios, y principalmente por boca de san Pablo, el
cual claramente afirma que no hay muchos dioses, sino uno sólo; dice así: "Pues
aunque haya algunos que se llamen dioses, sea en el cielo, o en la tierra ... para
nosotros, sin embargo, sólo hay un dios, el Padre, del cual proceden todas las
cosas" (1 COL 8, 5.6). Cuando oimos por boca de este mismo apóstol que "Dios
fue manifes-tado en carne" (1 Tim.3, 16), y que con su sangre adquirió la
Iglesia, ¿por qué nos imaginamos un segundo Dios al cual él no conoce? Y no
hay duda que los fieles entendieron esto de esta manera. Tomás, confe-sando
que Él era su Dios y Señor, declara que es aquel único y solo Dios
a quien siempre habia adorado (Jn. 20,28).
los hizo con su propia virtud. Es cierto que algunas veces oró para atribuir la
gloria al Padre (1n. 11,41); pero la mayoría de las veces demostró tal autoridad
por sí mismo. ¿Y cómo no iba a ser verdadero autor de mila-gros el que por su
propia autoridad da a otros el poder de hacerlos? Porque el evangelista cuenta
que Él dio a los apóstoles el poder de resucitar los muertos, de curar los
leprosos, de echar los demonios, etc. (Mt.1O,8). Y los apóstoles han usado de él
de tal manera que claramente mostraron que no tenían la virtud de hacer
milagros sino por Jesucristo: "En el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y
anda" (Hch. 3,6). No hay, pues, por qué maravillarse, si Jesucristo, para mostrar
la incredulidad de los judíos les ha echado en cara los milagros que hizo entre
ellos (Jn. 5,36; 14, l 1), pues habiéndolos obrado por su virtud, daban testimonio
más que suficiente de su divinidad. Y además de esto, si fuera de Dios no hay
salvación alguna, ni justicia, ni vida, y Cristo encierra en sí todas estas cosas, es
evidente que es Dios. Y no hay razón para que alguno me arguya diciendo que
todo esto se lo concedió Dios, pues no se dice que recibió el don de la salvación,
sino que Él mismo es la salva-ción. Y aunque ninguno es bueno, sino sólo Dios
(Mt.19, 17), ¿cómo podría ser un puro hombre, no digo bueno y justo, sino la
misma bondad y justicia? ¿Y qué diremos a lo que el evangelista dice: que desde
el principio del mundo la vida estaba en Él, y que Él siendo vida era también la
1uz de los hombres? (Jn. 1,4).
Cristo exige nuestra fe )' nuestra esperanza. Por tanto, teniendo nos-otros
tales experiencias de su majestad divina, nos atrevemos a poner nuestra fe y
esperanza en Él, no obstante saber que es una horrible blas-femia el que alguien
ponga su confianza en criatura alguna. Él dice: "Creéis en Dios, creed también
en mí" (Jn. 14,1). Y así expone san Pablo dos textos de Isaías: "Todo aquél que
en él creyere, no será avergonzado" (ls. 28, 16; Rom. 10, 11). Y: "Estará la raíz
de Isaí, y el que se levantará a regir los gen tiles; los gentiles esperarán en él"
(Is. II , 10; Rom. 15, 12). ¿Mas a qué citar más testimonios, cuando tantas veces
se dice en la Escritura: "El que cree en mí tiene vida eterna"? (Jn, 6, 47).
y que no predicó otra cosa ninguna sino a Cristo solo (1 Coro2, 2). ¿Qué cosa es
ésta tan grande de no predicar otra a los fieles sino a Jesucristo, a los cuales les
prohíbe que se gloríen en otro nombre que el Suyo? ¿Quién se atreverá a decir
que Cristo es una mera criatura, cuando su conocimiento es nuestra única
gloria?
Tampoco carece de importancia que el apóstol san Pablo, en los salu-dos que
acostumbra a poner al principio de sus cartas, pida los mismos beneficios a
Jesucristo, que los que pide al Padre. Con lo cual nos enseña, que no solamente
alcanzamos del Padre los beneficios por su intercesión y medio, sino que
también el mismo Hijo es el autor de ellos por tener la misma potencia que su
Padre. Esto que se funda en la práctica y en la experiencia, es mucho más cierto
y firme que todas las ociosas especula-ciones, porque el alma fiel conoce sin
duda posible y, por así decirlo, toca con la mano la presencia de Dios, cuando se
siente vivificada, iluminada, justificada y santificada.
Omito a propósito citar muchos testimonios que usaban los antiguos. Les
parecía muy oportuno lo que dice David: "Por la palabra de Jehová fueron
hechos los cielos, y todo el ejército de ellos por el aliento de su
boca" (SaL 33,6), para probar que el mundo no fue menos obra del Espíritu
Santo que del Hijo. Pero como quiera que es cosa muy corriente en los
Salmos repetir una misma cosa dos veces, y que en Isaías "el espí-ritu de la
boca" (ls. 11 ,4) es lo mismo que el Verbo, la razón que se alega no tiene
fuerza. Por eso solamente he querido tocar sobriamente los testimonios que
pueden apoyar firmemente nuestra conciencia.
1 San Agustín, Homil. de Temp, 38, De Trinitate ; Ad Pascentium, Eplst. 174. Cirilo, De
Trinitate, lib. 7; ibid. lib. 3; Dialogus. San Agustín, In Psalmo 109; etc.
84 LiBRO 1 - CAPiTULO XIII
a la relación que tiene con el Padre, con razón decimos que el Padre es principio
del Hijo.
Todo el libro quinto de san Agustín de la obra que tituló De la Trini-dad no
trata más que de explicar esto. Lo más seguro y acertado es quedarse con la
doctrina de la relación que allí se trata, y no, por querer penetrar sutilmente tan
profundo misterio, extraviarse con muchas e in úti les especulaciones.
Miguel Servet . Mas, como quiera que en nuestro tiempo han surgido ciertos
espíritus frenéticos, como Servet y otros, que todo lo han pertur-bado con sus
nuevas fantasías, es necesario descubrir en pocas palabras sus engaños.
Pero esta monstruosidad de que Persona no es otra cosa que una forma
visible de Dios, no necesita larga refutación. Pues, como quiera que san Juan
afirma que antes de que el mundo fuese creado el Verbo era con Dios (Jn. 1, 1),
con esto lo diferencia de todas las ideas o visiones; pues si entonces y desde
toda la eternidad aquel Verbo era Dios, y tenía su propia gloria y claridad en el
Padre (Jo. 17, 5), evidentemente no podía ser res-plandor exterior o figurativo,
sino que por necesidad se sigue que era una hipóstasis verdadera, que subsistia
en Dios. Y aunque no se haga
LIBRO 1 - CAPÍTULO XIII 87
mención del Espíritu más que en la historia de la creación del mundo, sin
embargo no se le presenta en aquel lugar como sombra, sino como potencia
esencial de Dios, cuando cuenta Moisés que aquella masa confusa de la cual se
creó lodo el mundo, era por Él sustentada en su ser (Gn. 1,2). Así que entonces
se manifestó que el Espíritu había estado desde toda la eternidad en Dios, puesto
que vivificó y conservó esta materia confusa del cielo y de la tierra, hasta que se
les día la hermosura y orden que tienen. Ciertamente que entonces no pudo haber
figura o representación de Dios, como sueña Servet, Pero él se ve forzado en otra
parte a descubrir más claramente su impiedad, diciendo que Dios, determinando
con su razón eterna tener un Hijo visible, se mostró visible de este modo. Porque
si esto fuese cierto, Cristo no tendría divinidad. más que porque Dios lo
constituyó como Hijo por su eterno decreto. y aún hay más; y es que los
fantasmas que pone en lugar de las Per-sonas, de tal manera los trasforma que no
duda en imaginarse nuevos accidentes en Dios.
Pero lo más abominable de todo es que revuelve confusamente con todas las
criaturas tanto al Hijo como al Espíritu Santo. Porque abiertamente confiesa que
en la esencia divina hay partes y partici-paciones, de las cuales cualquier
mínima parte es Dios; y sobre todo dice que los espíritus de los fieles son
coeternos y consustanciales con Dios; aunque en otro lugar atribuye deidad
sustancial, no sola-mente a las almas de los hombres, sino también a todas las
cosas creadas.
apareció a Isaias fue el verdadero y único Dios; y, sin embargo, san J uan
afirma que fue Cristo (ls.6,1; Jn.12,41). También el que por boca de Isaías
afirma que "él será para los judíos piedra de escándalo", era el único y
verdadero Dios; ahora bien, san Pablo dice que era Cristo (Is.8,14;
Rom.9,33). El que dice por Isaías: "A mí se doblará toda rodilla", san Pablo
asegura que es Cristo (Is. 45,23; Rom. 14, 11). Y esto se confirma por los
testimonios que el Apóstol aduce: "Tú, oh Señor, en el principio fundaste la
tierra"; y: "Adórenle todos los ángeles de Dios" (Heb.l, 10.6; Sal. 102,25 ;
97,7); testimonios que sólo pueden atri-buirse al verdadero Dios, y que el
Apóstol prueba que se refieren a Cristo.
y no tiene fuerza alguna lo que objetan, diciendo que se atribuye a Cristo lo
que sólo a Dios pertenece porque es resplandor de su gloria. Pues como quiera
que por todas partes se pone el nombre de Jehová, se sigue que referente a la
divinidad tiene el ser por sí mismo. Porque si Él es Jehová, de ningún modo se
puede afirmar que no es aquel Dios que por Isaías dice en otro lugar: "Yo soy el
primero y yo soy el postrero, y fuera de mí no hay Dios" (Is, 44, 6). También hay
que advertir lo que dice Jeremías: "Los dioses que no hicieron el cielo ni la
tierra, desapa-rezcan de la tierra y de debajo de los cíelos" (Jer. 10, 11), pues es
necesario confesar por el contrario que el Hijo de Dios es aquel cuya divinidad
Isaías demuestra muchas veces por la creación del mundo. Y, ¿cómo el Creador,
que da el ser a todas las cosas, no va a tener su ser por si mismo, sino que ha de
recibir su esencia de otro? Pues quien afirme que el Hijo es "esenciado" del
Padre, por lo mismo niega que tenga su ser por sí mismo. Pero el Espíritu Santo
se opone a esto llamándole Jehová, que vale tanto como decir que tiene el ser por
sí mismo. Y si concedemos que toda la esencia está sólo en el Padre, o bien es
divisible, o se le quita por completo al Hijo; y de esta manera, privado de su
esencia, será Dios solamente de nombre. La esencia de Dios, de creer a estos
habladores, solamente es propia del Padre, en cuanto que sólo Él tiene su ser y es
el esenciador del Hijo. De esta manera la divinidad del Hijo no será más que un
extracto de la esencia de Dios o una parte sacada del todo.
ellos quieren entender del Padre solo lo que dice Isaías: "Yo, yo soy el primero
y yo soy el postrero, y fuera de mí no hay Dios" (ls.44,6), digo que esto es a
propósito para refutar su error, pues vemos que se atribuye a Cristo cuanto es
propio de Dios. Ni viene a nada su respuesta, que Cristo fue ensalzado en la
carne en la que había sido humillado, y que fue en cuanto hombre como se le dio
toda potestad en el cielo y en la tierra; porque, aunque se extiende la majestad de
Rey y de Juez a toda la persona del Mediador, sin embargo, si Dios no se
hubiera manifestado como hombre, no hubiera podido ser elevado a tanta altura
sin que Dios se opusiese a sí mismo. Pero san Pablo soluciona muy bien toda
esta controversia, diciendo que Él era igual a Dios antes de humillarse bajo la
forma de siervo (Flp. 2,6.7). Mas, ¡,cómo podría existir esta igualdad si no fuese
aquel Dios cuyo nombre es Jah y Jehová 1, que cabalga sobre los querubines,
Rey de toda la tierra y Rey eterno? Y por más que murmuren" lo que en otro
Iuga r dice Isaías, de ni nguna manera se le puede negar a Cristo: .. He aq ui,
éste es nuestro Dios, le hemos esperado, y nos salvará" (Is, 25,9), pues con estas
palabras se refiere claramente a la venida de Dios Redentor, el cual no
solamente había de sacar al pueblo de la cautividad de Babilonia, sino que
también había de constituir la Iglesia en toda su perfección.
También son vanas sus tergiversaciones al decir que Cristo fue Dios en su
Padre, porque aunque a causa del orden y la graduación admitamos que el
principio de la divinidad está en el Padre, sin embargo mantenemos que es una
fantasía detestable decir que la esencia sea propia solamente del Padre, como si
fuese el deificador del Hijo, pues entonces, o la esencia se divide en partes, o
ellos llaman Dios a Cristo falsa y engañosamente. Si conceden que el Hijo es
Dios, pero en segundo lugar después del Padre, en ese caso la esencia que en el
Padre no tiene generación ni forma, en Él sería engendrada y formada.
sigue que Cristo, que ejerce el oficio de Doctor bajo el que es Cabeza suprema,
atribuye al Padre el nombre de Dios, no para abolir su propia divinidad, sino
para elevarnos a ella poco a poco.
Así que debemos tener como cierto que siempre que Cristo, en la persona del
Mediador, habla con el Padre, bajo el nombre de Dios com-prende también su
propia divinidad. Así, cuando dijo a sus apóstoles: Os conviene que yo me vaya;
porque el Padre es mayor que yo (Jn. 16,7), no quiere decir que sea menor que el
Padre según la divinidad en cuanto a su esencia eterna, sino porque gozando de
la gloria celestial acompaña a los fieles para que participen de ella, pone al Padre
en primer lugar, porque la perfección de su majestad que aparece en el cielo
difiere de la medida de gloria que se ha manifestado en Él al revestirse de carne
humana. Por esta misma razón san Pablo dice en otro lugar que Cristo entregará
el reino a Dios y al Padre, para que Dios sea "todo en todas las cosas" (l
Cor.15,24-28). Nada más fuera de razón que despojar a Cristo de su perpetua
divinidad; ahora bien, si Él nunca jamás dejará de ser Hijo de Dios, sino que
permanecerá siempre como fue desde el prin-cipio, sigucsc que bajo el nombre
de Padre se comprende la esencia única de Dios, que es común al Padre y al
Hijo. Y sin duda por esta causa Cristo descendió a nosotros, para que al subirnos
a su Padre, nos subiese a la vez a Él mismo, por ser una misma cosa con el
Padre. Así que querer que el Padre sea exclusivamente llamado Dios, sin llamar
así al Hijo, no es licito ni justo. Por esto San Juan afirma que es verdadero Dios
(1 Jn, 5,20), para que ninguno piense que fue pospuesto al Padre en cuanto a la
divinidad. Me maravilla lo que pretenden decir estos inventores de nuevos
dioses, cuando después de haber confesado que Jesucristo es ver-dadero Dios,
luego lo excluyen de la divinidad del Padre, como si pudiera ser verdadero Dios
sin que sea Dios uno y único, o como si una divinidad infundida de otra parte no
fuera sino una mera imaginación.
esto es o una necedad o una gran maldad. Deberían darse cuenta de que este
santo varón tenía que disputar y que habérselas con gente frenética, que negaba
que el Padre de Cristo fuese el Dios que antiguamente habla hablado por Moisés
y por los Profetas, y que decía que era una fantasia producida por la corrupción
del mundo. Y ésta es la razón por la cual insiste en mostrar que la Escritura no
nos habla de otro Dios que del que es Padre de Jesucristo, y que era un error
imaginarse otro. Por tanto, no hay por qué maravillarse de que tantas veces
concluya que jamás hubo otro Dios de Israel sino aquel que Jesucristo y sus
apóstoles predi-caron. Igual que ahora, para resistir al error contrario del que
tratamos, podemos decir con toda verdad que el Dios que antiguamente se
apareció a los patriarcas no fue otro sino Cristo; y si alguno replicase q uc fue el
Padre únicamente, la respuesta evidente sería que al mantener la divini-dad del
Hijo no excluimos de ella en absoluto al Padre.
Si se comprende el intento de san Irenco, cesará toda disputa, El mismo san
Ireneo, en el capítulo sexto, libro tercero, expuso toda esta controver-sia. En
aquel lugar este santo varón insiste en que Aquel a quien la Escri-tura llama
absolutamente Dios, es verdaderamente el único y solo Dios. y luego dice que
Jesucristo es llamado absolutamente Dios. Por tanto, debemos tener presente que
todo el debate que este santo varón sostuvo, como se ve por todo el desarrollo, y
principalmente en el capítulo cuarenta y seis del libro segundo, consiste en que
la Escritura no habla del Padre por enigmas y parábolas, sino que designa al
verdadero Dios. y en otro lugar prueba que los profetas y los apóstoles llamaron
Dios juntamente al Hijo y al Padre.'. Después expone cómo Cristo, el cual es
Señor, Rey, Dios y Juez de todos, ha recibido la autoridad de Aquel que es Dios,
en consideración a la sujeción, pues se humilló hasta la muerte de cruz. Sin
embargo, afirma un poco más abajo que el Hijo es el Creador del cielo y de la
tierra, que dio la Ley por medio de Moisés y se apareció a los patriarcas, Y si
alguno todavía murmura que Ireneo solamente tiene por Dios de Israel al Padre,
te responderé lo que el mismo autor dice claramente: q ue Jesucristo es éste
mismo; y asimismo le aplica el texto de Habacuc: Dios vendrá de la parte del
Mediodía.
Está de acuerdo con todo esto lo que dice en el capítulo noveno del libro
cuarto, que Cristo juntamente con el Padre es el Dios de los vivos, y en el
mismo libro, capítulo duodécimo, expone que Abraham creyó a Dios, porque
Cristo es el Creador del ciclo y de la tierra y el único Dios.
orden. Es cierto que dice que el Hijo es segundo después del Padre, pero no
entiende ser otro, sino ser distinta Persona. En cierto lugar dice que el Hijo
es visible, pero después de haber disputado por una y por otra parte, resuelve
que es invisible en cuanto que es Verbo del Padre. Final-mente, diciendo
que el Padre es notado y conocido por su Persona, muestra que está muy
ajeno y alejado del error contra el cual combato. y aunque él no reconoce
más Dios que el Padre, luego en el contexto declara que eso no lo entiende
excluyendo al Hijo, porque dice que Él no es un Dios distinto del Padre, y
que con ello no queda violada la unidad de imperio de Dios con la distinción
de Persona. Y es bien fácil de deducir el sentido de sus palabras por el
argumento de que trata, y por el fin que se propone. Pues él combate con
Práxeas, diciendo que, aunque se distingan en Dios tres Personas, no por ello
hay varios dioses, y que la unidad no queda rota ~ y porque, según el error
de Práxeas, Cristo no podía ser Dios sin que Él mismo fuese Padre, por eso
Tertuliano insiste tanto en la distinción.
En cuanto que llama al Verbo y al Espíritu una parte del todo, aunque esta
manera de hablar es dura, admite excusa, pues no se refiere a la sustancia,
sino solamente denota una disposición que concierne a las Personas
exclusivamente, como el mismo Tertuliano declara. Y está de acuerdo con
esto lo que el mismo Tertuliano añade: "¿Cuántas personas, oh perversísimo
Práxeas, piensas que hay, sino tantas cuantos nombres hay?" De la misma
manera un poco después: "Hay que creer en el Padre y en el Hijo y en el
Espíritu Santo, en cada uno según su nombre y su Persona".
Me parece que con estas razones se puede refutar suficientemente la
desvergüenza de los que se escudan en la autoridad de Tertuliano para
engañar a los ignorantes.
Espero que por 10 que hemos dicho, todos los que temen a Dios verán que
quedan refutadas todas las calumnias con que Satanás ha pretendido hasta el día
de hoy pervertir y oscurecer nuestra verdadera fe y religión. Finalmente confío
en que toda esta mate ría haya sido tratada fielmente, para que los lectores
refrenen su curíosidad y no susciten, más de lo que es lícito, molestas e
intrincadas disputas, pues no es mi intención satis-facer a los que ponen su
placer en suscitar sin medida alguna nuevas especulaciones.
CAPÍTULO XIV
40,21), sin embargo, como quiera que nuestro entendimiento es muy lento y
torpe, ha sido necesario, para que los fieles no se dejasen llevar por la vanidad
de los gentiles, pintarles más a lo vivo al verdadero Dios. Pues, dado que la
manera más aceptable usada por los filósofos para explicar lo que es Dios, a
saber: que es el alma del mundo, no es más que una sombra vana, es muy
conveniente que nosotros le conozcamos mucho más íntimamente, a fin de que
no andemos siempre vacilando entre dudas. Por eso ha querido Dios que se
escribiese la historia de la creación, para que apoyándose en ella la Iglesia, no
buscase más Dios que el que en ella Moisés describió como autor y creador del
mundo.
La primera cosa que en ella se señaló fue el tiempo, para que los fieles, por la
sucesión continua de los años, llegasen al origen primero del género. humano y
de todas las cosas. Este conocimiento es muy necesario, no solamente para
destruir las fábulas fantásticas que antiguamente en Egipto yen otros países se
inventaron, sino también para que, conociendo el principio, del mundo
conozcamos además más claramente la eternidad de Dios y ella nos trasporte de
admiración por Él.
y no hemos de turbarnos por las burlas de los maliciosos, que se mara-villan
de que Dios no haya creado antes el cielo y la tierra, sino que haya dejado pasar
ocioso un espacio tan grande de tiempo, en el cual pudieran haber existido una
infinidad de generaciones; pues no han pasado más que seis mil años, y no
completos, desde la creación del mundo, y ya está declinando hacia su fin y nos
deja ver lo poco que durará. Porque no nos es lícito, ni siquiera conveniente,
investigar la causa por la cual Dios 10 ha diferido tanto, pues si el entendimiento
humano se empeña en subir tan alto desfallecerá cien veces en el camino; ni
tampoco nos servirá de provecho conocer 10 que Dios, no sin razón sino a
propósito, quiso que nos quedase oculto, para probar la modestia de nuestra fe.
Por lo cual un buen anciano respondió muy atinadamente a uno de esos
burlones, el cual le preguntaba con sorna de qué se ocupaba Dios antes de crear
el mundo: en hacer los infiernos para los curiosos. Esta observación, no menos
grave que severa, debe refrenar nuestro in-moderado apetito, que incita a
muchos a especulaciones nocivas y per-judiciales.
Dios, cuando se busca la causa de las cosas contra su voluntad l. Y en otro lugar
amonesta prudentemente que no es menor error suscitar cuestiones sobre la
infinitud del tiempo, que preguntar por qué la mag-nitud de los lugares no es
también infinita 2, Ciertamente que por muy grande que sea el circuito de los
cielos no son infinitos, sino que tienen una medida. Y si alguno se quejase de
Dios porque el espacio vacío es cien veces mayor, ¿no parecería detestable a los
fieles tan desver-gonzado atrevimiento?
En la misma locura y desvarío caen los que murmuran y hablan mal de Dios
por haber estado ocioso y no haber creado el mundo, según el deseo de ellos,
una infinidad de siglos antes. Y para satisfacer su curiosi-dad se salen fuera del
mundo en sus elucubraciones. ¡Como si en el inmenso espacio del cielo y de la
tierra no se nos ofreciesen infinidad de cosas, que en su inestimable resplandor
cautivan todos nuestros sentidos! [Como sí después de seis mil anos no hubiera
mostrado Dios suficientes testimonios, en cuya consideración nuestro
entendimiento puede ejerci-tarse sin fin!
Por lo tanto, permanezcamos dentro de los límites en que Dios nos quiso
encerrar y mantener nuestro entendimiento, para que no se extraviase con la
excesiva licencia de andar errando de continuo.
al hombre expresar" (2 COL 12,4). Por tanto, dejando a un lado toda esta vana
sabiduría, consideremos solamente, según la sencilla doctrina de la Escritura, lo
que Dios ha querido que sepamos de sus ángeles.
no, que tienen cuidado de nosotros para que no nos acontezca mal alguno.
Todas las citas que siguen son generales; principalmente se refieren a Cristo,
Cabeza de la Iglesia, y después de Él a todos los fieles: "Pues a sus ángeles
mandará acerca de ti, que te guarden en todos tus caminos. En las manos te
llevarán, para que tu pie no tropiece en piedra" (Sal. 91, 11-12). Y: "El ángel
de Jehová acampa alrededor de los que le temen, y los defiende." (Sal. 34,
7). Con estas sentencias muestra Dios que ha confiado a sus ángeles el
cuidado de los que quiere defender. Conforme a esto el ángel del Señor
consuela a Agar cuando huía, y le manda que se reconcilie con su señora
(Gn. 16,9). Abraham promete a su siervo que el ángel será el guía de su
camino (Gn.24, 7). Jacob, en la bendición de Efraim y Manasés, pide que el
ángel del Señor, que le había librado de todo mal, haga que todas las cosas
les sucedan bien (Gn.48,16). Igual-mente, el ángel "iba delante del
campamento de Israel" (Éx.14, 19). Y siempre que el Señor quiso librar a su
pueblo de las manos de sus enemi-gos, se sirvió de sus ángeles para hacerlo
(Jue. 2,1; 6,11; 13,10). Y así, en fin, por no ser más prolijo, los ángeles
sirvieron a Cristo, después de ser tentado en el desierto (MtA, 11), le
acompañaron en sus angustias durante su pasión (Lc.22,43), anunciaron su
resurrección a las mujeres, y a sus discípulos su gloriosa venida (Mt. 28, 5.7;
Lc. 24,4---5; Hch. 1,10). Y por eso, a fin de cumplir con el oficio que se les
ha enea rgado de ser nues-tros defensores, combaten contra el Diablo y todos
nuestros enemigos, y ejecutan la ira de Dios contra todos los que nos tienen
odio, como cuando leemos que el ángel del Señor mató en una noche ciento
ochenta y cinco mil hombres en el campamento de los asirios para librar a Jeru-
salem del cerco con que la tenían cercada (2 Re. 19,35; Is. 37, 36).
ban congregados los hermanos, como ellos no podían creer que fuese él,
decían que era su ángel (Hch. 12, 15). Parece que les vino esto a la memo-ria
por la opinión que entonces comúnmente se tenía de que cada uno de los
fieles tenía su ángel particular. Aunque también se puede responder que nada
impide que ellos entendieran ser alguno de los ángeles, al cual Dios en
aquella ocasión hubiera encargado el cuidado de Pedro, y en ese caso no se
podría deducir que fuese su guardián permanente aquel ángel, conforme a la
opinión común de que cada uno de nosotros tiene siempre dos ángeles
consigo, uno bueno y el otro malo. Sea lo que quiera, no es preciso
preocuparse excesivamente por 10 que no tiene mayor im-portancia para
nuestra salvación. Porque si a cada uno no le basta el que todo el ejército
celestial esté velando por nosotros, no veo de qué le puede servir sostener
que tiene un ángel custodio particular. Y los que restringen a un ángel s610
el cuidado que Dios tiene de cada uno de nosotros, hacen gran injuria a sí
mismos y a todos los miembros de la Iglesia, como si fuera en vano el
habernos prometido Dios el socorro de aquellas numerosas huestes, para que
fortalecidos de todas partes, com-batamos con mucho mayor esfuerzo.
Es cosa certísima que los espíritus no tienen forma como las cosas
corporales; sin embargo, la Escritura, conforme a la capacidad de nuestro
entendimiento, no sin razón nos pinta a los ángeles con alas, con nombres de
querubines y serafines, a fin de que no dudemos de que siempre están
dispuestos a socorrernos con una prontitud grandísima cuantas veces fuere
preciso, como vemos que los rayos surcan el cielo con una rapidez superior a
toda imaginación.
Todo cuanto, además de esto, se pudiera preguntar referente al número y
jerarquías de los ángeles, pensemos que pertenece a aquella clase de
misterios cuya perfecta revelación se difiere hasta el último día. Por tanto,
guardémonos de la excesiva curiosidad 'en el investigar, y de la osadía en
hablar de lo que no sabemos.
LIBRO 1 - CAPÍTULO XIV 103
nuestra razón humana se inclina a pensar que se les debe dar todo el honor
posible. Y así sucede que 10 que pertenece únicamente a Dios, lo
transferimos a los ángeles. Y vemos que la gloria de Cristo ha sido sobre-
manera oscurecida en el pasado, porque ensalzaban a los ángeles sin medida,
atribuyéndoles honores y títulos que no se hallaban en la Escri-tura. Y
apenas hay vicio más antiguo entre cuantos censuramos actual-mente. Pues
consta que san Pablo tuvo que luchar mucho con algunos que de tal manera
ensalzaban a los ángeles, que casi los igualaban a Cristo. Y de aquí que el
Apóstol con toda energía sostiene en la epístola a los Colosenses, que Cristo
debe ser antepuesto a todos los ángeles; y aún más, que de Él es de quien
reciben todo el bien que tienen (Co1.l, 16. 20),.para que no nos volvamos,
dejando a un lado a Cristo, a aquellos que ni siquiera para sí mismos tienen 10
que necesitan, pues lo sacan de la misma fuente que nosotros. Ciertamente, que
como la gloria de Dios resplandece tan claramente en ellos, nada hay más fácil
que hacernos caer en el disparate de adorarlos y atribuirles lo que solamente a
Dios pertenece. Es lo que san Juan confiesa en el Apocalipsis que le aconteció;
pero también dice que el ángel le respondió: "Mira, no lo hagas, yo soy
consiervo tuyo ... Adora a Dios" (Ap.19, 10).
I Epinomide et Cratylo.
106 LIBRO 1 ~ CAPiTULO XIV
15. El adversario
También debe incitamos a combatir perpetuamente contra el Diablo,
que siempre es llamado "adversario" de Dios y nuestro. Porque si nos
preocupamos de la gloria de Dios, como es justo que hagamos, debe-mos
emplear todas nuestras fuerzas en resistir a aquel que procura ex-tinguirla. Si
tenemos interés, como debemos, en mantener el Reino de Cristo, es
necesario que mantengamos una guerra continua contra quien
LIBRO 1 - CAPÍTULO XIV 107
Esto, como era útil saberlo, nos ha sido claramente dicho por san Pedro y
san Judas (2 Pe.2,4; Jds.6). Y san Pablo, cuando hace mención de ángeles
elegidos, sin duda los opone a los réprobos.
El mismo san Pablo confiesa que no se vio libre de tal género de lucha,
cuando escribe que, para dominar la soberbia, se le había dado un ángel de
Satanás para que le humillara (2 COL 12,7), Así que este ejercicio lo
experimentan todos los hijos de Dios. Mas como la promesa de quebrantar la
cabeza de Satanás pertenece en común a Cristo ya todos sus miembros (Gn. 3,
15), por eso afirmo que los fieles nunca jamás podrán ser vencidos ni oprimidos
por él. Es verdad que muchas veces desmayan, pero no se desaniman de tal
manera que no vuelvan en sí; caen por la fuerza de los golpes, pero no con
heridas mortales. Finalmente, luchan de tal manera durante su vida, que al final
logran la victoria. Y esto no lo limito a cada acto en particular, pues sabemos
que, por justo castigo de Dios, David fue entregado durante algún tiempo a
Satanás, para que por su incitación hiciese el censo del pueblo (2 Sm.24, 1). Y
no en vano san Pablo deja la esperanza del perdón a los que se han quedado
enredados en las redes de Satanás (2 Tim.2,26). Y en otro lugar prueba que la
promesa de que hemos hablado, se comienza a cumplir en nosotros ya en esta
vida, en la que tenemos que pelear, pero que se cumplirá del todo, cuando cese la
batalla, al decir él: "El Dios de paz aplastará en breve a Satanás bajo vuestros
pies" (Rom. 16,20).
En cuanto a nuestra Cabeza, es evidente que siempre gozó por com-pleto de
esta victoria, porque el principe de este mundo nunca puede nada contra Él
(1n.14.30); pero en nosotros, sus miembros, aún no se ve más que en parte; y no
será perfecta sino cuando, despojados de esta carne que nos tiene sujetos a
miserias, seamos llenos del Espíritu Santo.
De este modo, cuando el reino de Cristo es levantado, Satanás con todo su
poder cae, como el mismo Señor dice: "Yo veía a Satanás caer del cielo corno un
rayo" (Le. 10, 18), confirmando con estas palabras lo que los apóstoles le habían
contado de la potencia de su predicación. y también: "Cuando el hombre fuerte
armado guarda su palacio, en paz está lo que posee. Pero cuando viene otro más
fuerte que él, y le vence, le quita todas sus armas" (Lc.ll,21-22). Y por este fin
Cristo, al morir, venció a Satanás, que tenía el señorío de la muerte, y triunfó de
todas sus huestes, para que no hagan daño a la Iglesia; pues de otra manera la
destruiría a cada momento. Porque según es de grande nuestra flaqueza, y, de
otra parte, con el furor de la fuerza de Satanás, ¿cómo podríamos resistir lo más
mínimo contra tan continuos asaltos, si no confiásemos en la victoria de nuestro
Capitán? Por lo tanto, Dios no permite a Satanás que reine sobre las almas de
losfie1es, sino que le entrega únicamente a los impíos e incrédulos, a los cuales
no se digna tenerlos como ovejas de su aprisco. Porque está escrito que Satanás
tiene sin disputa alguna la posesión de este mundo, hasta que Cristo lo eche de
su sitio. Y también, que ciega a todos los que no creen en el Evangelio (2 Cor.4,
4); Y que hace su obra entre los hijos rebeldes; y con toda razón, porque los
impíos son "hijos de ira" (Ef, 2,2). Por ello está muy puesto en razón que los
entregue en manos de aquel que es ministro de Su venganza. Finalmente, se dice
de todos los réprobos que son "hijos del Diablo" (Jn, 8,44; 1 Jn, 3,8), porque así
como los hijos de Dios se conocen en que llevan la imagen de Dios, del mismo
modo los otros, por llevar la imagen de Satanás, son a justo título considerados
como hijos de éste.
110 LIBRO I - CAPíTULO XIV
Dios, y contemplar con reverencia el fin para el que Dios las ha creado. Por
eso, para aprender lo que necesitamos saber de Dios, conviene que
conozcamos ante todo la historia de la creación del mundo, como breve-
mente la cuenta Moisés y después la expusieron más por extenso otros
santos varones, especialmente san Basilio y san Ambrosio. De ella
aprenderemos que Dios, con la potencia de su Palabra y de su Espíritu, creó
el cielo y la tierra de la nada; que de ellos produjo toda suerte de cosas
animadas e inanimadas; que distinguió con un orden admirable esta infi-nita
variedad de cosas; que dio a cada especie su naturaleza, le señaló su oficio y
le indicó el lugar de su morada; y que, estando todas las cria-turas sujetas a
la muerte, proveyó, sin embargo, para que cada una de las especies conserve
su ser hasta el día del juicio. Por tanto, Él conserva a unas por medios a
nosotros ocultos, y les infunde a cada momento nuevas fuerzas, ya otras da
virtud para que se multipliquen por genera-ción y no perezcan totalmente
con la muerte. Igualmente adornó el cielo y la tierra con una abundancia
perfectísima, y con diversidad y hermosura de todo, como si fuera un grande y
magnífico palacio admirablemente amueblado. Y, finalmente, al crear al
hombre, dotándolo de tan mara-villosa hermosura y de tales gracias, ha realizado
una obra maestra, muy superior en perfección al resto de la creación del mundo.
Mas, como no es mi intento hacer la historia de la creación del mundo, baste
haber vuelto a tocar de paso estas cosas; pues es preferible, como he adver-tido
antes, que el que deseare instruirse más ampliamente en esto, lea a Moisés ya los
demás que han escrito fiel y diligentemente la historia del mundo.
CAPíTULO XV
de la miseria del linaje humano, de tal suerte que se suprima toda ocasión de
tergiversar y andar con rodeos, y que la justicia de Dios quede a salvo de
toda acusación y reproche. Después en su lugar veremos cuán lejos están los
hombres de aquella perfección en que Adán fue creado.
Yen primer lugar advirtamos que al ser hecho el hombre de la tierra y del
lodo, se le ha quitado todo motivo de soberbia; porque nada más fuera de
razón que el que se glorien de su propia dignidad quienes, no solamente
habitan en casas hechas de lodo, sino que incluso ellos mismos son en parte
tierra y polvo. En cambio, el que Dios haya tenido a bien, no solamente
infundir un alma en un vaso de tierra, sino además hacerlo también morada
de un espíritu inmortal, aquí sí que con justo titulo podría gloriarse Adán de
la generosidad de su creador.
Más aspecto de verdad tiene la sutileza de los que explican que Adán fue
creado a imagen de Dios porque fue conforme a Jesucristo, que es su
imagen. Pero tampoco esta exposición tiene solidez.
diferencia entre ambas palabras, cuando no hay ninguna; sino que el nom-
bre de "semejanza" es añadido como explicación del término "imagen".
Ante todo, sabemos que los hebreos tienen por costumbre repetir una
misma cosa usando diversas palabras. Y por lo que respecta a la realidad
misma, no hay duda de que el hombre es llamado imagen de Dios por ser
semejante a É l. Así que claramente se ve que hacen el ridículo los que an-
dan filosofando muy sutilmente acerca de estos dos nombres, sea que
atribuyan el nombre de "imagen" a la substancia del alma y el de "seme-
janza" a las cualidades, sea que los expliquen de otras maneras. Porque
cuando Dios determinó crear al hombre a imagen suya, como esta palabra
era algo oscura, la explicó luego por el término de semejanza; como si dijera
que hacía al hombre, en el cual se representaría a si mismo, como en una
imagen por las notas de semejanza que imprimiría en él. Por esto Moisés,
repitiendo lo mismo un poco más abajo, pone dos veces el tér-mino
"imagen", sin mencionar el de "semejanza".
de esta imagen, mientras no se vea más claramente cuáles son las pre-
rrogativas por las que el hombre sobresale, yen qué debe ser tenido como
espejo de la gloria de Dios. El modo mejor de conocer esto es la repara-ción
de la naturaleza corrompida. No hay duda de que Adán, al caer de su
dignidad, con su apostasía se apartó de Dios. Por lo cual, aun conce-diendo
que la imagen de Dios no quedó por completo borrada y destrui-da, no
obstante se corrompió de tal manera, que no quedó de eUa más que una
horrible deformidad. Por eso, el principio para recobrar la salva-ción
consiste en la restauración que alcanzamos por Cristo, quien por esta razón
es llamado segundo Adán, porque nos devolvió la verdadera integridad.
Pues, aunque san Pablo, al contraponer el espíritu vivificador que Jesucristo
concede a los fieles al alma viviente con que Adán fue creado, establezca
una abundancia de gracia mucho mayor en la rege-neración de los hijos de
Dios que en el primer estado del hombre (1 Coro 15,45), con todo no rebate
el otro punto que hemos dicho; a saber, que el fin de nuestra regeneración es
que Cristo nos reforme a imagen de Dios. Por eso en otro lugar enseña que
el hombre nuevo es renovado conforme a la imagen de Aquel que lo creó
(Col. 3, lO), con lo cual está también de acuerdo esta sentencia: Vestíos del
nuevo hombre, creado según Dios (Ef. 4, 24).
Queda por ver qué entiende san Pablo ante todo por esta renovación. En
primer lugar coloca el conocimiento, y luego, una justicia santa y verdadera.
De donde concluyo, que al principio la imagen de Dios con-sistió en
claridad de espíritu, rectitud de corazón, e integridad de todas las partes del
hombre. Pues, aunque estoy de acuerdo en que las expre-siones citadas por
el Apóstol indican la parte por el todo, sin embargo no deja de ser verdad el
principio de que lo que es principal en la renovación de la imagen de Dios,
eso mismo lo ha sido en la creación. Y aquí viene a propósito lo que en otro
1ugar está escrito: que nosotros, contero piando la gloria de Dios a cara
descubierta, somos transformados en su imagen (2 Cor. 3,18). Vemos cómo
Cristo es la imagen perfectísima de Dios, conforme a la cual habiendo sido
formados, Somos restaurados de tal manera, que nos asemejamos a Dios en
piedad, justicia, pureza e inteli-gencia verdaderas.
Siendo esto así, la fantasía de Osiander de la conformidad del cuerpo
humano con el cuerpo de Cristo se disipa por si misma. En cuanto a que s6lo
el varón es llamado en san Pablo imagen y gloria de Dios, y que la mujer
queda excluida de tan grande honra, claramente se ve por el contexto que
ello se limita al orden político. Ahora bien, me parece que he probado
debidamente que el nombre de imagen de Dios se refiere a cuanto pertenece
a la vida espiritual y eterna. San Juan confirma lo mismo, al decir que la
vida, que desde el principio existió en el Verbo eterno de Dios, fue la luz de
los hombres (Jn.I, 4). Pues siendo su intento ensalzar la singular gracia de
Dios, por la que el hombre supera a todos los ani-males, para diferenciarlo
de las demás cosas - puesto que él no goza de una vida cualquiera, sino de
una vida adornada con la luz de la razón -, muestra a la vez de qué modo ha
sido creado a imagen de Dios. Así que, como la imagen de Dios es una
perfecta excelencia de la naturaleza humana, que resplandeció en Adán antes
de que cayese, y luego fue de tal
LIBRO 1 - CAPiTULO XV 119
Sólo hay un alma en el hombre. En cuanto a los que dicen que hay varias
almas en el hombre, como la sensitiva y la racional, aunque parece verosímil
y probable lo que dicen, como quiera que sus razones no son
LIBRO I - CAPíTULO XV 121
Las potencias del alma vistas por los filósofos. En cuanto a las poten-cias del
alma, dejo a los filósofos que disputen sobre ello más en detalle. A nosotros nos
basta una sencilla explicación en orden a nuestra edifica-ción. Confieso que es
verdad lo que ellos enseñan en esta materia, y que no solamente proporciona gran
satisfacción saberlo, sino que además es útil, y ellos lo han tratado muy bien; ni me
opongo a los que desean saber lo que los filósofos escribieron.
Admito, en primer lugar, los cinco sentidos, que Platón prefiere llamar
órganos o instrumentos, con los cuales todos los objetos percibidos por cada
uno de ellos en particular se depositan en el sentido común como en un
receptáculo.
Después de los sentidos viene la imaginación, que discierne lo que el sentido
común ha aprehendido. Sigue luego la razón, cuyo oficio es juzgar de todo.
nado con la luz de la razón, viese lo que debía seguir o evitar. De aquí viene
que los filósofos llamasen a esta parte que dirige, gobernadora. Al
entendimiento unió la voluntad, cuyo oficio es elegir. Éstas son las exce-
lentes dotes con que el hombre en su primera condición y estado estuvo
adornado; tuvo razón, entendimiento, prudencia y juicio, no solamente para
dirigirse convenientemente en la vida presente, sino además para llegar
hasta Dios y a la felicidad perfecta. Y a esto se añadió la elección, que
dirigiera los apetitos y deseos, moderase todos los movimientos que llaman
orgánicos, y de esta manera la voluntad estuviese del todo con-forme con la
regla y medida de la razón.
Cuando el hombre gozaba de esta integridad tenía libre albedrío, con el
cual, si quería, podia alcanzar la vida eterna. Tratar aquí de la miste-riosa
predestinación de Dios, no viene a propósito, pues no se trata ahora de lo
que pudiera o no acontecer, sino de cuál fue la naturaleza del hombre. Pudo,
pues, Adán, si quería, permanecer como había sido creado; y no cayó sino
por su propia voluntad. Mas porque su voluntad era flexible tanto para el
bien como para el mal, y no tenia el don de constancia, para perseverar, por
eso cayó tan fácilmente. Sin embargo, tuvo libre elección del bien y del mal;
y no solamente esto, sino que, además, tuvo suma rectitud de entendimiento
y de voluntad, y todas sus facultades orgánícas estaban preparadas para
obedecer y sometérsele, hasta que, perdiéndose a sí mismo, destruyó todo el
bien que en él había,
He aquí la causa de la ceguera de los filósofos: buscaban un edificio
entero y hermoso en unas ruinas; y trabazón y armonía en un desarreglo.
Ellos tenían como principio que el hombre no podría ser animal racional si
no tenia libre elección respecto al bien y al mal; e igualmente pensaban que
si el hombre no ordena su vida según su propia determinación, no habría
diferencia entre virtudes y vicios. Y pensaron muy bien esto, si no hubiese
habido cambio en el hombre. Mas como ignoraron la caida de Adán y la
confusión que causó, no hay que maravillarse si han revuelto el cielo con la
tierra. Pero los que hacen profesión de cristianos, y aún buscan el libre
albedrío en el hombre perdido y hundido en una muerte espiritual,
corrigiendo la doctrina de la Palabra de Dios con las enseñanzas de los
filósofos, éstos van por completo fuera de camino y no están ni en el cielo
ni en la tierra, como más por extenso se verá en su lugar.
De momento retengamos que Adán, al ser creado por primera vez, era
muy distinto de lo que es su descendencia, la cual, procediendo de Adán ya
corrompido, trae de él, como por herencia, un contagio heredi-tario. Pues
antes, cada una de las facultades del alma se adaptaba muy bien; el
entendimiento estaba sano e íntegro, y la voluntad era libre para escoger el
bien. Y si alguno objeta a esto que estaba puesta en un resbaladero, porque
su facultad y poder eran muy débiles, respondo que para suprimir toda
excusa bastaba el grado en que Dios la había puesto. Pues no había motivo
por el que Dios estuviese obligado a hacer al hombre tal que no pudiese o no
quisiese nunca pecar. Es verdad que si así fuese la naturaleza del hombre,
sería mucho más excelente; pero pleitear deliberadamente con Dios, como si
tuviese obligación de dotar
124 LIBRO 1 - CAPÍTULO XV, XVI
al hombre de esta gracia, es cosa muy fuera de razón, dado que Él podía darle
tan poco como quisiese'.
En cuanto a la causa de que no le haya dado el don de la perseverancia, es
cosa que permanece oculta en su secreto consejo; y nuestro deber es saber con
sobriedad. Dios le había concedido a Adán que, si quería, pudiese; pero no le
concedió el querer con que pudiese, pues a este querer le hubiera seguido la
perseverancia. Sin embargo, Adán no-tiene excusa, pues recibió la virtud hasta
tal punto que solamente por su propia voluntad se destruyese a si mismo; y
ninguna necesidad forzó a Dios a darle una voluntad que no pudiese inclinarse
al bien y al mal y no fuese caduca, y así, de la caída del hombre sacar materia
para su gloria.
CAPÍTU LO XVI
I San Agustín; Sobre el Génesis, lib. Il, cap. 7, 8, 9; De la Correcdon y de la Gracia, cap. 11.
LIBRO 1 - CAPÍTULO XVI 125
y cada una de sus partes con un movuruento universal, sino también porque
tiene cuidado, mantiene y conserva con una providencia parti-cular todo cuanto
creó, hasta el más pequeño pajarito del mundo. Por esta causa David, después de
haber narrado en resumen cómo creó Dios el mundo, comienza luego a exponer
el perpetuo orden de la providencia de Dios: "Por la palabra de Jehová", dice,
"fueron hechos los cielos, y todo el ejército de ellos por el alicnto de su boca"
(Sa L33,6); y luego añade: "Desde los cielos miró Jehová; vio a todos los hijos
de los horn-bres" (Sal. 33,13), Y todo lo que sigue referente a esto. Porque,
aunque no todos razonen con la propiedad que sería de desear, sin embargo,
como sería increíble que Dios se preocupase de lo que hacen los hombres si no
fuese creador del mundo, y nadie de veras cree que Dios haya creado el mundo
sin estar convencido de que se preocupa de sus obras, no sin razón David, con
muy buen orden pasa de lo uno a lo otro. Incluso los filósofos enseñan en
general que todas las partes del mundo tienen su fuerza de una secreta
inspiración de Dios. y nuestro entendimiento lo comprende así; sin embargo
ninguno de ellos subió tan alto como David, el cual hace subir consigo a todos
los fieles, dicíendo: "Todas las cosas esperan en ti, para que les des su comida a
su tiempo. Les das, recogen; abres tu mano, se sacian de bien. Escondes tu
rostro, se turban; les quitas el hálito, dejan de ser y vuelven al polvo. Envías tu
Espíritu, son creados, y renuevas la faz de la tierra" (Sal. 104,27-30). Asimismo,
aunque los filósofos estén de acuerdo con lo que dice san Pablo, que "en él
vivimos, y nos movemos, y somos" (Hch.17,28), con todo están muy lejos de
sentirse tocados en 10 vivo del sentimiento de su gracia, cual la predica san
Pablo; y la causa es, que ellos no gustan de aquel cuidado particular que Dios
tiene de nosotros, con lo cual manifiesta el paterno favor con que nos trata.
ninguna puede producir efecto alguno, más que en cuanto son dirigidas por la
mano de Dios. No son, pues, sino instrumentos, por los cuales Dios hace fluir de
continuo tanta eficacia cuanta tiene a bien, y conforme a su voluntad las cambia
para que hagan lo que a Él le place.
hace todo cuanto quiere, se da a entender una cierta y deliberada voluntad. Pues
seria muy infundado querer interpretar las palabras del profeta según la doctrina
de los filósofos, que Dios es el primer agente, porque es principio y causa de
todo movimiento. En lugar de esto es un consuelo para los fieles en sus
adversidades saber que nada padecen que no sea por orden y mandato de Dios,
porque están bajo su mano. Y si el gobierno de Dios se extiende de esta manera
a todas sus obras, será pueril cavilación encerrarlo y limitarlo a influir en el
curso de la natura-leza. Evidentemente, cuantos limitan la providencia de Dios
en tan estrechos limites, como si dejase que las criaturas sigan el curso ordinario
de su naturaleza, roban a Dios su gloria, y se privan de una doctrina muy útil,
pues no habría nada más desventurado que el hombre, si estuviese sujeto a todos
los movimientos del cielo, el aire, la tierra y el agua. Añádase a esto que así se
menoscaba indignamente la singular bondad que Dios tiene para cada uno.
Exclama David que los niños que aún están pendientes de los pechos de sus
madres son harto elocuentes para predicar la gloria de Dios (Sal. 8,2), porque
apenas salen del seno de la madre encuentran su alimento dispuesto por la
providencia divina. Esto es verdad en general; pero es necesario contemplar y
comprender lo que la misma experiencia nos enseña: que unas madres tienen los
pechos llenos, y otras los tienen secos, según que a Dios le agrade ali-mentar a
uno más abundamente y al otro con mayor escasez.
Los que atribuyen a Dios el justo loor de ser todopoderoso, sacan con ello
doble provecho; primero, que Él tiene hartas riq uezas para hacer bien, puesto
que el cielo y la tierra son suyos, y que todas las criaturas tienen sus ojos
puestos en Él para sornetérsele y hacer Jo que les mande; segundo, que pueden
permanecer seguros bajo su amparo, pues todo cuanto podría hacernos daño de
cualquier parte que viniera, está some-tido a su voluntad, ya que Satanás con
toda su furia y con todas sus fuerzas se ve reprimido por su mandato, como el
caballo por el freno, y todo cuanto podría impedir nuestro bien y salvación
depende de su arbitrio y voluntad. Y no hay que pensar en otro medio para
corregir y apaciguar el excesivo y supersticioso temor que fácilmente se
apodera de nosotros cuando tenemos el peligro a la vista. Digo que somos
supersti-ciosamente temerosos, si cada vez que las criaturas nos amenazan o nos
atemorizan, temblamos como si ellas tuviesen por sí mismas fuerza y poder para
hacer mal, o nos pudiesen causar algún daño inopinada-mente, o Dios no
bastase para ayudarnos y defendernos de ellas. Como por ejemplo, el profeta
prohibe a los hijos de Dios que teman las estrellas y las señales del cielo, como
[o suelen hacer los infieles (Jer.IO,2). Cierto que no condena todo genero de
temor; pero como los incrédulos trasladan el gobierno del mundo de Dios a las
estrellas, se imaginan que su bienestar o su miseria depende de ellas, y no de la
voluntad de Dios. Así, en lugar de temer a Dios, a quien únicamente deberían
temer, temen a las estrellas y los cometas. Por tanto, el que no quiera caer en
esta infidelidad tenga siempre en la memoria que la potencia, la acción y el
movi miento de las criaturas no es algo que se mueve a su placer, sino que Dios
gobierna de tal manera todas las cosas consu secreto consejo, q ue nada
acontece en el mundo que Él no lo haya determinado y querido a propósito.
12& LIBRO I ~ CAPÍTULO XVI
cipio, sino porque tiene cuidado particular de cada una de las cosas que creó.
Es cierto que cada especie de cosas se mueve por un secreto instinto de la
naturaleza, como si obedeciese al mandamiento eterno de Dios, y que, según
lo dispuso Dios al principio, siguen su curso por sí mismas como si se tratara
de una inclinación voluntaria. Ya esto se puede aplicar lo que dice Cristo,
que Él y su Padre están siempre desde el principio trabajando (Jn. 5, 17). Y
lo que enseña san Pablo, que "en él vivimos, nos movemos y somos"
(Hch.I7,28). Y también lo que se dice en la epístola a los Hebreos, cuando
queriendo probar la divinidad de Jesu-cristo se afirma que todas las cosas
son sustentadas con la palabra de su potencia (He b. 1,3). Pero algunos obran
perversamente al querer con toda clase de pretextos encubrir y oscurecer la
providencia particular de Dios; la cual se ve confirmada con tan claros y tan
manifiestos testimo-nios de la Escritura, que resulta extraño que haya podido
existir quien la negase o pusiese en duda. De hecho, los mismos que utilizan
el pretexto que he dicho se ven forzados a corregirse, admitiendo que
muchas cosas se hacen con un cuidado particular; pero se engañan al
restringirlo a algunas cosas determinadas. Por lo cual es necesario que
probemos que Dios de tal manera se cuida de regir y disponer cuanto sucede
en el mundo, y que todo ello procede de lo que Él ha determinado en su con-
sejo, que nada ocurre al acaso o por azar.
y consumen por las lluvias y otras causas, y los campos son asolados por el
granizo y las tormentas. Si admitimos esto, es igualmente cierto que no cae
gota de agua en la tierra sin disposición suya particular. Es verdad que
David engrandece la providencia general de Dios porque da mante-nimiento
"a los hijos de los cuervos que claman" (Sal. 147,9); pero cuando amenaza
con el hambre a todos los animales, ¿no deja ver claramente que Él
mantiene a todos los animales, unas veces con más abundancia, y otras con
menos, según lo tiene a bien?
Es una puerilidad, como ya he dicho, restringir esto a algunas cosas
particulares, pues sin excepción alguna dice Cristo que no hay pajarito
alguno, por infimo que sea su precio, que caiga a tierra sin la voluntad del
Padre (Mt.1O,29). Ciertamente que si el volar de las aves es regido por el
consejo infalible de Dios, es necesario confesar con el Profeta, que de tal
manera habita en el cielo, que tiene a bien rebajarse a mirar todo cuanto se
hace en el cielo y en la tierra (Sal. 113,5-6).
diana, si Dios no nos diese el alimento con su mano de Padre. Por esto el
Profeta, para convencer a los fieles de que Dios al darles el alimento cumple
con el deber de un padre de familia, advierte que Él mantiene a todo ser
viva (Sal. 136,25).
En conclusión, cuando por un lado oírnosdecir: "Los ojos de Jehová están
sobre los justos, y aten tos sus oídos al clamor de ellos" (Sal. 34, 15), Y por
el otro: "La ira de Jehová contra los que hacen mal, para cortar de la tierra la
memoria de ellos" Ubid. v.16), entendamos que todas las criaturas están
prestas y preparadas para hacer lo que les mandare. De donde debemos
concluir que no solamente hay una providencia general de Dios para
continuar el orden natural en las criaturas, sino que son dirigidas por su
admirable consejo a sus propios fines.
advertí: Es posible que lo que comúnmente se llama fortuna sea también regido
por una secreta ordenación; y solamente atribuimos al acaso aquello cuya razón
y causa permanece oculta. Es verdad que dije esto; sin embargo, me pesa haber
usado el vocablo 'fortuna', pues veo que los hombres tienen una malísima
costumbre; en vez de decir: Dios lo ha querido así, dicen: así lo ha querido la
fortuna"l.
En resumen: en muchos lugares enseña que si se atribuye algo a la fortuna, el
mundo es regido sin concierto alguno. Y aunque en cierto lugar dice que todas
las cosas se hacen en parte por el libre albedrio del hombre, yen parte por la
providencia de Dios, sin embargo más abajo enseña bien claramente que los
hombres están sujetos a esta providencia y son por ella regidos, porque enuncia
este principio: Que no hay cosa más absurda que decir que se puede hacer algo
sin que Dios lo haya determinado, pues en ese caso se haría sin concierto. Por
esta razón excluye todo cuanto se podría cambiar por la voluntad de los
hombres; y poco después aún más claramente, al decir que no se debe buscar la
causa de la voluntad de Dios".
Ahora bien, lo que entiende con la palabra "permisión", que usa muchas
veces, Jo expone muy bien en cierto lugar", donde prueba que la voluntad de
Dios es la causa primera y dueña de todas las cosas, porque nada se hace sino
por su mandato o permisión. Ciertamente no se imagina a Dios como quien
desde una atalaya está ociosamente mirando Jo que pasa y permitiendo una cosa
u otra, ya que él le atribuye una voluntad actual, como suele decirse, la cual no
podría ser tenida por causa, si Él no determinase lo que quiere.
vida de cada cual, sino también que "ha puesto limites de los cuales no
pasará" (Job 14,5). Sin embargo, en cuanto la capacidad de nuestro
entendimiento puede comprenderlo, todo cuanto aparece en la muerte del
ejemplo parece fortuito. ¿Qué ha de pensar en tal caso un cristiano?
Evidentemente, que todo cuanto aconteció en esta muerte era casual por su
naturaleza; sin embargo, no dudará por ello de que la providencia de Dios ha
presidido para guiar la fortuna a su fin.
Lo mismo se ha de pensar de las cosas futuras. Como las cosas futuras
nos son inciertas, las tenemos en suspenso, como si pudieran inclinarse a un
lado o a otro. Sin embargo, es del todo cierto y evidente que no puede
acontecer cosa alguna que el Señor no haya antes previsto. En este sentido
en el libro del Eclesiastés se repite muchas veces el nombre de
"acontecimiento", porque los hombres no penetran en principio hasta la
causa última, que permanece muy oculta para ellos. No obstante, lo que la
Escritura nos enseña de la providencia secreta de Dios nunca se ha borrado
de tal manera del corazón de los hombres que no hayan resplandecido en las
mismas tinieblas algunas chispas. Así los adivinos de los filisteos, aunque
vacilaban dudosos, incapaces de responder deci-didamente a 10 que les
preguntaban, atribuyen, sin embargo, el infausto acontecimiento en parte a
Dios yen parte a la fortuna; dicen: "Y obser-varéis; si sube por el camino de
su tierra a Bet-sernes, él nos ha hecho este mal tan grande; y si no, sabremos
que no es su mano la que nos ha herido, sino que esto ocurrió por accidente"
(1 Sm. 6,9). Es ciertamente un despropósito recurrir a la fortuna, cuando su
arte de adivinar fracasa; sin embargo vemos cómo se ven obligados a no
osar imputar simple-mente a la fortuna la desgracia que les había
acontecido.
Por lo demás, cómo doblega y tuerce Dios hacia donde quiere con el freno
de su providencia todos los acontecimientos, se verá claro con este notable
ejemplo. En el momento mismo en que David fue sorprendido y cercado por
las gentes de Saúl en el desierto de Maón, los filisteos entran por tierra de
Israel, de modo que Saúl se ve obligado a retirarse para defender su tierra (1
Sm. 23, 26-27). Si Dios, queriendo librar a su siervo David, obstaculizó de
esta manera a Saúl, aunque los filis-teas tomaron de repente las armas sin
que nadie lo esperase, cierta-mente no debemos decir que sucedió al acaso y
por azar; sino 10 que nos parece un azar, la fe debe reconocerlo como un
secreto proceder de Dios. Es verdad que no siempre se ve una razón
semejante, pero hay que tener por cierto que todas las transformaciones que
tienen lugar en el mundo provienen de un oculto movimiento de la mano de
Dios.
Necesidad absoluta y necesidad contingente. Por lo demás, es de tal manera
necesario que suceda lo que Dios ha determinado. que, sin embargo, lo que
sucede no es necesario precisamente por su naturaleza misma.
De esto tenemos un ejemplo sencillo. Como Jesucristo se revistió de un
cuerpo semejante al nuestro, nadie que tenga sentido común negará que sus
huesos eran de tal naturaleza que se podían romper; y sin em-bargo, no fue
posible romperlos. Por lo ,¡;:ual vemos que no sin razón se han inventado en
las escuelas las distinciones de necesidad en cierto
LIBRO I - CAPíTULO XVI, XVII 13S
sentido y bajo cierto respecto, y de necesidad simple o absoluta; y asi-
mismo de necesidad de lo que se sigue y de la consecuencia; pues, aunque
Dios hizo los huesos de su Hijo quebradizos naturalmente, sin embargo los
eximió de que fueran rotos. Y así, lo que según la naturaleza pudo acontecer,
10 restringió con la necesidad de su voluntad.
CAPÍTULO XVII
hombres, una autoridad mucho mayor que la facultad de castigar a cada cual
conforme a como lo ha merecido. Pues hablando del ciego de naci-miento
dice: "No es que pecó éste. ni sus padres, sino para que las obras de Dios se
manifiesten en él" (Jn. 9,3). Aquí murmura nuestro carnal sentir, al ver que
un niño, aun antes de haber nacido, ya en el seno materno es castigado tan
rigurosamente como si Dios no se condujera humanamente con los que
castiga así sin ellos merecerlo. Pero Jesucristo afirma que la gloria de su
Padre brilla en tales espectáculos, con tal que tengamos los ojos limpios.
sino que hablo de la providencia con que gobierna todo 10 creado, de la cual
no procede ninguna cosa lue no sea buena y justa, aunque no sepamos la
causa.
Ésta es la causa por la que Dios ha querido que no conozcamos el futuro, para
que al ser dudoso, nos previniéramos y no dejásemos de usar los remedios que
nos da contra los peligros, hasta que, o los venza-mos, o seamos de ellos
vencidos. Por esto dije que la providencia de Dios no se nos descubre y
manifiesta de ordinario. sino acompañada y encu-bierta con los medios con que
Dios en cierto modo la reviste.
6. Los creyentes saben que Dios ejerce su providencia para Sil salvación
Sin embargo, la piadosa y santa meditación de la providencia de Dios
que nos dicta la piedad deshará fácilmente estas calumnias, o por mejor
LIBRO 1 - CAPiTULO XVII 141
decir, los desvaríos de estos espíritus frenéticos, de tal manera que saque-mos
de ello dulce y sazonado fruto, Por ello, el alma del cristiano, teniendo por cosa
certísima que nada acontece al acaso ni a la ventura, sino que todo sucede por la
providencia y ordenación de Dios, pondrá siempre en Él sus ojos, como causa
principal de todas las cosas, sin dejar, empero, por ello de estimar y otorgar su
debido lugar a las causas infe-riores. Asimismo no dudará de que la providencia
de Dios está velando particularmente para guardarlo, y que no permitirá que le
acontezca nada que no sea para su bien y su salvación. Y como tiene que tratar
en primer lugar con hombres, y luego con las demás criaturas, se asegu-rará de
que la providencia de Dios reina en todo. Por lo que toca a los hombres, sean
buenos o malos, reconocerá que sus consejos, propósitos, intentos, facultades y
empresas están bajo la mano de Dios de tal suerte, que en su voluntad está
doblegarlos o reprimirlos cuando quisiere.
Hay muchas promesas evidentes, que atestiguan que la providencia de Dios
vela en particular por la salvación y el bien de los fieles, Así cuando se dice:
"Echa sobre Jehová tu carga, y él te sustentará; no dejará para siempre caído al
justo" (Sa1.55,22; I Pe.5,7). Y: "El que habita al abrigo del Altísimo morará bajo
la sombra del Omnipotente" (Sal. 91, 1). Y: "El que os toca, toca a la niña de su
ojo" (Zac. 2,8). Y: "Te pondré ...
por muro fortificado de bronce, y pelearán contra ti, pero no te vencerán, porque
yo estoy contigo ... " (Jer. 15,20). Y: "Aunque la madre se olvide de sus hijos,
yo, empero, no me olvidaré de ti" (Is, 49,15).
Más aún; éste es el fin principal a que miran las historias que se cuentan en la
Biblia, a saber: mostrar que Dios con tanta diligencia guarda a los suyos, que ni
siquiera tropezarán con una piedra. Y así como justamente he reprobado antes la
opinión de los que imaginan una providencia universal de Dios que no se baja a
cuidar de cada cosa en particular, de la misma manera es preciso ahora que
reconozca-mos ante todo que Él tiene particular cuidado de nosotros. Por esto
Cristo, después de haber afirmado que ni siquiera un pajarito, por débil que sea,
cae a tierra sin la voluntad del Padre (Mt.IO,29), luego añade que, teniendo
nosotros mucha mayor importancia que los pájaros, hemos de pensar que Dios
se cuida mucho más de nosotros; y que su cuidado es tal, que todos los cabellos
de nuestra cabeza están con-tados, de suerte que ni uno de ellos caerá sin su
licencia (Mt.IO,30-31). ¿Qué más podemos desear, pues ni un solo cabello
puede caer de nuestra cabeza sin su voluntad? Y no hablo solamente del género
humano; pero por cuanto Dios ha escogido a la Iglesia por morada suya, no hay
duda alguna que desea mostrar con ejemplos especiales la solicitud paternal con
que la gobierna.
7. Dios dirige los pensamientos .1'el corazún de los hombres para provecho de
su Iglesia y de los suyos
Por ello, el siervo de Dios, confirmado con tales promesas y ejemplos,
considerará los testimonios en que se nos dice que todos los hombres están bajo
la mano de Dios, bien porque sea preciso reconcíliarlos, bien para reprimir su
malicia y que no cause daño alguno. Porque el Señor es quien nos da gracia, no
solamente ante aquellos que nos aman, sino
142 LIBRO I - CAPiTULO XVII
bien dar. "Esforcémonos", dice, "por nuestro pueblo, y por las ciu-dades de
nuestro Dios; y haga Jehová lo que bien le pareciere" (2 Sm. 10,12).
Quizás alguno me diga que estas cosas acontecen de vez en cuando y muy
raramente, y no a todos, y que cuando acontecen no vienen todas juntas.
Confieso que es verdad; mas como el ejemplo de los demás nos amonesta que
también nos pueden acontecer a nosotros y que nuestra vida no está más exenta
ni tiene más privilegios que la de Jos demás. no podemos permanecer
despreocupados, como si nunca nos hubiesen de acontecer. ¿Qué miseria mayor
se podría imaginar que estar siempre con tal congoja? Y ¿no seria gran afrenta a
la gloria de Dios decir que el hombre, la más excelente criatura de cuantas hay,
está expuesto a cualquier golpe de la ciega y temeraria fortuna? Pero mi
intención aquí
146 LIBRO ( - CAPíTULO XVII
voluntad, demuestra a la vez que Satanás no puede cosa alguna por más que
10 intente si Dios no le da licencia. Por esta misma razón David, a causa de
las revueltas que comúnmente agitan la vida de los hombres, busca su
refugio en esta doctrina: "En tus manos están mis tiempos" (Sal. 31, 15).
Podía haber dicho el curso o el tiempo de su vida, en singu-lar; pero con la
palabra "tiempos" quiso declarar que por más inconstante que sea la
condición y el estado del hombre, sin embargo todos sus cam-bios son
gobernados por Dios. Por esta causa Rezín y el rey de Israel, habiendo
juntado sus fuerzas para destruir a Judá, aunque parecían ano torchas
encendidas para destruir y consumir la tierra, son llamados por Isaías
"tizones humeantes", incapaces de otra cosa que de despedir humo (Is, 7,1-
9). Así también el faraón, por sus riquezas, y por la fuerza y multitud de sus
huestes de guerra, temido de todo el mundo, es compa-rada a una ballena, y
sus huestes a los peces. Pero Dios dice que pes-cará con su anzuelo y llevará
a donde quisiere al capitán y a su ejército (Ez, 29,4). En fin, para no
detenerme más en esta materia, fácil-mente veremos, si ponemos atención, que
la mayor de las miserias es ignorar la providencia de Dios; y que, al contrario, la
suma felicidad es conocerla.
12. Del sentido de los Jugares de la Escritura que hablan del "arrepenti-
miento" de Dios
Sería suficiente lo que hemos dicho de la providencia de Dios, para la
instrucción y consuelo de los fieles - pues jamás se podría satisfacer la
curiosidad de ciertos hombres vanos a quienes ninguna cosa basta, ni
tampoco nosotros debemos desear satisfacerles -, si no fuera por ciertos
lugares de la Escritura, los cuales parecen querer decir que el consejo de
Dios no es firme e inmutable, contra lo que hasta aquí hemos dicho, sino
que cambia conforme a la disposición de las cosas inferiores.
Primeramente, algunas veces se hace mención del arrepentimiento de
Dios, como cuando se dice que se arrepintió de haber creado al hombre (Gn,
6,6); de ha ber elevado a rey a Saúl (1 Sm. 15, 11); Yque se arrepentirá del mal
que había decidido enviar sobre su pueblo, tan pronto como viere en él alguna
enmienda (Jer. 18,8).
Asimismo leemos que algunas veces abolió y anuló lo que había
determinado y ordenado. Por Jonás había anunciado a los ninivitas que
pasados cuarenta días sería destruida Nínive (Jon.3,4); pero luego por su
penitencia cambió la sentencia. Por medio de Isaías anunció la muerte a
Ezequías, la cual, sin embargo, fue diferida en virtud de las lágrimas y
oraciones del mismo Ezequías (Is. 38,1-5; 2 Re. 20, 1-5).
De estos pasajes argumentan muchos que Dios no ha determinado con un
decreto eterno lo que había de hacer con los hombres, sino que, conforme a
los méritos de cada cual y a lo que parece recto y justo, determina y ordena
una u otra cosa para cada año, cada día y cada hora.
CAPíTULO XVIII
Jeremías afirma también que toda la crueldad que emplean los caldeas con la
tierra de Judá es obra de Dios (JeT. 50,25). Por esta razón Nabuco-donosor es
llamado siervo de Dios, aunque era gran tirano.
En muchísimos otros lugares de la Escritura afirma Dios que Él con su silbo,
con el sonido de la trompeta, con su mandato y autoridad reúne a los impíos y
los acoge bajo su bandera para que sean sus soldados. llama al rey de Asiria
vara de su furor y hacha que Él menea con su mano. Llama a la destrucción de
la ciudad santa de Jerusalem ya la ruina de su templo, obra suya (1s.1O,5; 5,26;
19,25). David, sin murmurar contra Dios. sino reconociéndolo por justo juez,
afirma que las maldi-ciones con que Semei le maldecía le eran dichas porque
Dios así lo había ma ndad o: "Dejadle que mald iga, pues Jehová se lo ha dicho"
(2 Sm. 16, ll). Muchas veces dice la Escritura que todo cuanto acontece procede
de Dios: como el cisma de las diez tribus, la muerte de los dos hijos de Eli, y
otras muchas semejantes (1 Re. 11,31 ; I Sm. 2, 34).
Los que tienen alguna familiaridad con la Escritura saben que sola-mente he
citado algunos de los infinitos testimonios que hay; y lo he hecho así en gracia a
la brevedad. Sin embargo, por lo que he citado se
152 LIBRO 1 - CAPiTULO XVIII
verá clara y manifiestamente que los que ponen una simple permisión en
lugar de la providencia de Días, como si Dios permaneciese mano sobre
mano contemplando lo que fortuitamente acontece, desatinan y desva-rían
sobremanera; pues si ello fuese así, los juicios de Dios dependerían de la
voluntad de los hombres.
llevasen esculpidas las órdenes de Dios; por donde se ve que se han visto
forzados como Dios lo había determinado.
Convengo en que Dios para usar y servirse de los impíos echa mano muchas
veces de Satanás; mas de tal manera que el mismo Satanás, movido por Dios,
obra en nombre suyo yen cuanto Dios se lo concede. El espíritu malo perturba a
Saúl ; pero la Escritura dice que este espíritu procedía de Dios, para que
sepamos que el frenesí de Saúl era castigo justísimo que le imponía (1 Sm,
16,14). También de Satanás se dice que ciega el entendimiento de los infieles;
¿pero cómo puede él hacer esto, sino porque el mismo Dios - como dice san
Pablo - envía la eficacia del error, a fin de que los que rehúsan obedecer a la
verdad crean en la men-tira? (2 Cor.4,4). Según la primera razón se dice: Si
algún profeta habla falsamente en mi nombre, yo, dice el Señor, le he engañado
(Ez. 14,9). Conforme a la segunda, que Él "los entregó a una mente reprobada,
para hacer las cosas que no convienen" (Rom. 1,28); porque Él es el principal
autor de su justo castigo, y Satanás no es más que su ministro. Mas, como en el
Libro Segundo, cuando tratemos del albedrío del hombre, hablare-mos de esto
otra vez, me parece que de momento he dicho todo lo que el presente tratado
requería.
Resumiendo, pues: cuando decimos que la voluntad de Dios es la causa de
todas las cosas, se establece su providencia para presidir todos los consejos de
los hombres, de suerte que, no solamente muestra su efica-cia en los elegidos,
que son conducidos por el Espíritu Santo, sino que también fuerza a los
réprobos a hacer lo que desea.
CAPÍTULO PRIMERO
Hay, pues, que mirar más alto, y es que el prohibir Dios al hombre que tocase
el árbol de la ciencia del bien y del mal fue una prueba de su obediencia, para
que as! mostrase que de buena voluntad se sometía al mandato de Dios. El
mismo nombre del árbol demuestra que el mandato se habia dado con el único
fin de que, contento con su estado y condición, no se elevase más alto,
impulsado por algún loco y desordenado apetite. Además la promesa que se le
hizo, que seria inmortal mientras comiera del árbol de vida, y por el contrario, la
terrible amenaza de que en el punto en que comiera del árbol de la ciencia del
bien y del mal, moriría,
164 LIBRO JI - CAPiTULO 1
era para probar y ejercitar su fe. De aquí claramente se puede concluir de qué
modo ha provocado Adán contra si la ira de Dios. No se expresa mal san
Agustín, cuando dice que la soberbia ha sido el principio de todos los males,
porque si la ambición no hubiera transportado al hombre más alto de lo que le
pertenecía, muy bien hubiera podido permanecer en su estado 1, No obstante,
busquemos una definición más perfecta de esta clase de tentación que nos refiere
Moisés.
Cuando la mujer con el engaño de la serpiente se apartó de la fidelidad a la
palabra de Dios, claramente se ve que el principio de la caída fue la
desobediencia, y así lo confirma también san Pablo, diciendo que "por la
desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos peca-dores" (Rorn.
S, 19). Además de esto hay que notar que el primer hombre se apartó de la
obediencia de Dios, no solamente por haber sido engañado con los
embaucamientos de Satanás, sino porque despreciando la verdad siguió la
mentira. De hecho, cuando no se tiene en cuenta la palabra de Dios se pierde
todo el temor que se le debe. Pues no es posible que su majestad subsista entre
nosotros, ni puede permanecer su culto en su perfección si no estamos
pendientes de su palabra y somos regidos por ella. Concluyamos, pues, diciendo
que la infidelidad fue la causa de esta caída.
Pues no fue una mera apostasía, sino que estuvo acompañada de abo-
minables injurias contra Dios, poniéndose de acuerdo con Satanás, que
calumniosamente acusaba a Dios de mentiroso, envidioso y malvado. En fin, la
infidelidad abrió la puerta a la ambición, y la ambición fue madre de la
contumacia y la obstinación, de tal manera que Adán y Eva, dejando a un lado
todo temor de Dios, se precipitasen y diesen consigo en todo aquello hacia lo
que su desenfrenado apetito los llevaba. Por tanto, muy bien dice san Bernardo
que la puerta de nuestra salvación se nos abre cuando oímos la doctrina
evangélica con nuestros oídos, igual que ellos, escuchando a Satanás, fueron las
ventanas por donde se nos metió la muerte". Porque nunca se hubiera atrevido
Adán a resistir al mandato de Dios, si no hubiera sido incrédulo a su palabra. En
verdad no había mejor freno para dominar y regir todos los afectos, que saber
que lo mejor era obedecer al mandato de Dios y cumplir con el deber, y que lo
sumo de la bienaventuranza consiste en ser amados por Dios. Al dejarse, pues,
arrebatar por las blasfemias del diablo, deshizo y aniquiló, en cuanto pudo,
toda la gloria de Dios.
1 De la Gracja de Cristo y del Pecado Original, lib. Il, cap. XI, 45.
168 LIBRO 11 - CAPiTULO 1
]0. Somos culpables ante Dios. Es menester, pues, que consideremos estas dos
cosas por separado: a saber, que de tal manera estamos corrom-pidos en todas las
partes de nuestra naturaleza, que por esta corrupción somos con justo título reos
de condenación ante los ojos de Dios, a quien sólo le puede agradar la justicia, la
inocencia y la pureza. Y no hemos de pensar que la causa de esta obligación es
únicamente la falta de otro, como si nosotros pagásemos por el pecado de Adán,
sin haber tenido en ello parte alguna. Pues, al decir que por el pecado de Adán
nos hacemos reos ante el juicio de Dios, no queremos decir que seamos
inocentes, y que padecemos la culpa de su pecado sin haber merecido castigo
alguno, sino que, porque con su transgresión hemos quedado todos revestidos de
maldición, él nos ha hecho ser reos. No entendamos que solamente nos ha hecho
culpables de la pena, sin habemos comuni-cado su pecado, porque, en verdad, el
pecado que de Adán procede reside en nosotros, y con toda justicia se le debe el
castigo. Por lo cual san Agustín 1, aunque muchas veces [e llama pecado ajeno
para demostrar más claramente que lo tenemos por herencia, sin embargo afirma
que nos es propio a cada uno de nosotros. Y el mismo Apóstol clarísima-mente
testifica que la muerte se apoderó de todos los hombres "porque todos han
pecado" (Rom.S, [2).
Por esta razón [os mismos niños vienen ya del seno materno envueltos en
esta condenación, a la que están sometidos, no por el pecado ajeno, sino por
el suyo propio. Porque, si bien no han producido aún los frutos de su
maldad, sin embargo tienen ya en sí la simiente; y lo que es más, toda su
naturaleza no es más que germen de pecado, por lo cual no puede por menos
que ser odiosa y abominable a Dios. De donde se sigue que Dios con toda
justicia la reputa como pecado, porque si no hubiese culpa, no estaríamos
sujetos a condenación.
1 El francés añade: "que no debe entrar en la mente de los fieles". Asl también el
latino
LIBRO JI - CAPITULO 1, 1I 171
bien de una cualidad adventicia con una procedencia extraña, que no una
propiedad sustancial innata. Sin embargo, la llamamos natural, para que
nadie piense que se adquiere' por una mala costumbre, pues nos domina a
todos desde nuestro nacimiento.
y no se trata de una opinión nuestra, pues por la misma razón el Apóstol
dice que todos somos por naturaleza hijos de ira (Ef.2,3). ¿Cómo iba a estar
Dios airado con la más excelente de sus criaturas, cuando le complacen las
más ínfimas e insignificantes? Es que Él está enojado, no con su obra, sino
con la corrupción de la misma. Así pues, si se dice con razón que el hombre,
por tener corrompida su naturaleza, es naturalmente abominable a los ojos
de Dios, con toda razón también podemos decir que es naturalmente malo y
vicioso. Y san Agustín no duda en absoluto en llamar naturales a nuestros
pecados a causa de nuestra naturaleza corrompida, pues necesariamente
reinan en nuestra naturaleza cuando la gracia de Dios no está presente.
Así se refuta el desvarío de losmaniqueos, que imaginando una mali-cia
esencial en el hombre, se atrevieron a decir que fue creado por otro, para no
atribuir a Dios el principio y la causa del mal.
CAPíTULO 11
Hay que glorificar a Dios con la humildad. No hay quien no vea cuán
necesario es lo segundo, o sea, despertar al hombre de su negligencia y torpeza.
En cuanto a lo primero - demostrarle su miseria -, hay muchos que 10 dudan más
de lo que debieran. Porque, si concedemos que no hay que quitar al hombre nada
que sea suyo, también es evidente que es necesario despojarle de la gloria falsa y
vana. Porque, si no le fue lícito al hombre gloriarse de sí mismo ni cuando estaba
adornado, por la libe-ralidad de Dios, de dones y gracias tan excelentes, ¿hasta
qué punto no debería ahora ser humillado, cuando por su ingratitud se ve
rebajado a una extrema ignominia, al perder la excelencia que entonces tenía? En
cuanto a aquel momento en que el hombre fue colocado en la cumbre de su
honra, la Escritura todo lo que le permite atribuirse es decir que fue creado a la
imagen de Dios, con lo cual da a entender que era rico y bienaventurado, no por
sus propios bienes, sino por la participación que tenía de Dios. ¿Qué le queda
pues, ahora, sino al verse privado y despo-jada de toda gloria, reconocer a Dios, a
cuya liberalidad no pudo ser agradecido cuando estaba enriquecido con todos los
dones de su gracia? y ya que no le glorificó reconociendo los dones que de Él
recibió, que al menos ahora le glorifique confesando su propia indigencia.
Además no nos es menos útil el que se nos prive de toda alabanza de sabiduría y
virtud, que necesario para mantener la gloria de Dios. Oc suerte que los que nos
atribuyen más de lo que es nuestro, no solamente cometen un sacrilegio, quitando
a Dios lo que es suyo, sino que también nos arruinan y destruyen a nosotros
mismos. Porque, ¿qué otra cosa hacen cuando nos inducen a caminar con
nuestras propias fuerzas, sino encum-bramas en una cana, la cual al quebrarse da
en seguida con nosotras en tierra? Y aun excesiva honra se tributa a nuestras
fuerzas, comparándolas con una caña, porque no es más que humo todo cuanto
los hombres vanos imaginan y dicen de ellas. Por ello, no sin motivo repite tantas
veces san Agustín esta sentencia: que los que defienden el libre arbitrio más bien
lo echan por tierra, que no Jo confirman.
Resumen de sus enseñanzas. Por lo demás, tienen por cosa cierta que las
virtudes y los vicios están en nuestra potestad, Porque si tenemos opción - dicen
- de hacer el bien o el mal, tambien la tendremos para abstenernos de hacerlo 3;
y si somos libres de abstenernos, también lo se-remos para hacerlo. Y parece
realmente que todo cuanto hacemos, lo hacemos por libre elección, e igualmente
cuando nos abstenemos de alguna cosa. De lo cual se sigue, que si podemos
hacer alguna cosa buena cuando se nos antoja, también la podemos dejar de
hacer; y si algún mal cometemos, podemos también no cometerlo. Y, de hecho,
algunos de ellos llegaron a tal desatino, que jactanciosamente afirmaron que es
bene-licio de los dioses que vivamos, pero es mérito nuestro el vivir honesta y
santamente. Y Cicerón se atrevió a decir, en la persona de Cota, que como cada
cual adquiere su propia virtud, ninguno entre los sabios ha
dado gracias a Dios por ella; porque - dice él - por la virtud somos alabados,
y de ella nos gloriamos; lo cual no seria así, si la virtud fuese un don de Dios
y no procediese de nosotros mismos l. Y un poco más abajo: la opinión de
todos los hombres es que los bienes temporales se han de pedir a Dios, pero
que cada uno ha de buscar por sí mismo la sabiduria.
En resumen, ésta es la doctrina de los filósofos: La razón, que reside en el
entendimiento, es suficiente para dirigirnos convenientemente y mostrarnos
el bien que debemos hacer; la voluntad, que depende de ella, se ve solicitada
al mal por la sensualidad; sin embargo, goza de libre elección y no puede ser
inducida a la fuerza a desobedecer a la razón.
Claramente vemos por estas citas, que han atribuido al hombre, respecto
al ejercicio de la virtud, más de lo debido, porque pensaban que no se podía
suprimir la pereza de nuestra alma, sino convencién-donos de que en
nosotros únicamente está la causa de no hacer lo que debiéramos. Luego
veremos con qué habilidad han tratado este punto. Aunque también
mostraremos cuán falsas son estas sentencias que hemos citado.
Antiguas definiciones del libre albedrío. Como quiera, pues, que la misma
gente sencilla se halla imbuida de la opinión de que cada uno goza de 1ibre
albedrío, y que la mayor parte de los que presumen de sabi os no entienden
hasta dónde alcanza esta libertad, debemos considerar pri-meramente lo que
quiere decir este término de libre albedrío, y ver luego por la pura doctrina de la
Escritura, de qué facultad goza el hombre para obrar bien o mal.
Aunque muchos han usado este término, son muy pocos los que lo han
definido. Parece que Orígenes dio una definición, comúnmente admi-tida,
diciendo que el libre arbitrio es la facultad de la razón para discernir el bien y
el mal, y de la voluntad para escoger 10 uno de 10 otro l . Y no discrepa de él
san Agustín al decir que es la facultad de la razón y de la voluntad, por la
cual, con la gracia de Dios, se escoge el bien, y sin ella, el mal. San
Bernardo, por querer expresarse con mayor sutileza, resulta más oscuro al
decir que es un consentimiento de la voluntad por la liber-tad, que nunca se
puede perder, y un juicio indeclinable de la razón 2. No es mucho más clara la
definición de Anselmo según la cual es una facultad de guardar rectitud a
causa de si misma 3. Por ello, el Maestro de las Sentencias y los doctores
escolásticos han preferido la definición de san Agustín, por ser más clara y
no excluir la gracia de Dios, sin la cual sabían muy bien que la voluntad del
hombre no puede hacer nada '. Sin embargo añadieron algo por sí mismos,
creyendo decir algo mejor, o al menos algo con 10 que se entendiese mejor
lo que lo> otros habían dicho. Primeramente están de acuerdo en que el
nombre de "albedrío" se debe referir ante todo a la razón, cuyo oficio es
discernir entre el bien y el mal; y el término "libre", a la voluntad, que puede
decidirse por una u otra alternativa. Por tanto, como la libertad conviene en
primer lugar a la voluntad, Tomás de Aquino piensa que una definición
excelente es: "el libre albedrío es una facultad electiva que, participando del
entendimiento y de la voluntad, se inclina sin embargo más a la voluntad?".
Vemos, pues, en qué se apoya, según él, la fuerza del libre arbitrio, a saber,
en la razón y en la voluntad. Hay que ver ahora breve-mente qué hay que-
atribuir a cada una de ambas partes.
más sanos que los nuevos sofistas que les han seguido; de los cuales tanto
más me separo cuanto ellos más se apartaron de la pureza de sus
predecesores. Sea de esto lo que quiera, con esta distinción comprende-mos
qué es lo que les ha movido a conceder al hombre el libre albe-drío. Porque,
en conclusión, el Maestro de las Sentencias dice que no se afirma que el
hombre tenga libre albedrío porque sea capaz de pensar o hacer tanto 10
bueno como 10 malo, sino solamente porque no está coaccionado a ello y su
libertad no se ve impedida, aunque nosotros seamos malos y siervos del
pecado y no podamos hacer otra cosa sino pecar.
Por lo tanto, si alguno quiere usar esta expresión - con tal de que la entienda
rectamente - yo no me opongo a ello; mas, como al parecer, no es posible su uso
sin gran peligro, y, al contrario, sería un gran bien para la Iglesia que fuese
olvidada, preferiría no usarla; y si alguno me pidiera consejo sobre el particular,
le diría que se abstuviera de su empleo.
Pod ría citar muchas otras sen tencias semejan tes a éstas de otros Padres;
pero para que no se crea que escojo únicamente las que hacen a mi
propósito, y que ladinamente dejo a un lado las que me son contrarias, no
citaré más. Sin embargo, me atrevo a afirmar que, aunque ellos algu-nas
veces se pasen de 10 justo al ensalzar el libre albedrío, sin embargo su
propósito es apartar al hombre de apoyarse en su propia virtud, a fin de
enseñarle que toda su fuerza la debe buscar en Dios únicamente. y ahora
pasemos a considerar simplemente lo que, en realidad, de verdad es la
naturaleza del hombre.
mismo la honra que sólo a Dios se debe. Evidentemente, siempre que nos viene
a la mente este ansia de apetecer alguna cosa que nos pertenezca a nosotros y no
a Dios, hemos de comprender que tal pensamiento nos es inspirado por el que
indujo a nuestros primeros padres a querer ser semejantes a Dios conociendo el
bien y el mal. Si es palabra diabólica la que ensalza al hombre en sí mismo, no
debíamos darle oídos si no quere-mos tomar consejo de nuestro enemigo. Es
cosa muy grata pensar que tenemos tanta fuerza que podemos confiar en
nosotros mismos. Pero a fin de que no nos engolosinemos con otra vana
confianza, traigamos a la memoria algunas de las excelentes sentencias de que
1
está llena la Sagrada Escritura, en las que se nos humi!la grandemente.
El profeta Jeremías dice: "Maldito el varón que confía en el hombre, y pone
carne por su brazo" (Jer. 17,5). Y: "(Dios) no se deleita en la fuerza del caballo,
ni se complace en la agilidad del hombre; se complace Jehová en los que le
temen, y en los que esperan en su misericordia" (Sal. 147,10). Y: "Él da esfuerzo
al cansado, y multiplica las fuerzas al que no tiene ningunas ; los muchachos se
fatigan y se cansan, los jóvenes flaquean y caen; pero los que esperan en Jehová
tendrán nuevas fuerzas" (ls.40,29-31). Todas estas sentencias tienen por fin que
ninguno ponga la menor confianza en sí mismo, si queremos tener a Dios de
nuestra parte, pues Él resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes (Sant.
4, 6).
Recordemos también aquellas promesas: "Yo derramaré aguas sobre el
sequedal y ríos sobre la tierra árida" (ls.44,3). Y: "A todos los sedien-tos: Venid
a las aguas" (Is. 55, 1). Todas ellas y otras semejantes, atesti-guan que solamente
es admitido a recibir las bendiciones divinas el que se encuentra abatido con la
consideración de su miseria. Ni hay que olvi-dar otros testimonios, como el de
Isaías: "El sol nunca más te servirá de luz para el día, ni el resplandor de la luna
te alumbrará, sino que Jehová te será por luz perpetua" (Is.60, 19). Ciertamente,
el Señor no quita a sus siervos la claridad del sol ni de la luna, sino que, para
mostrarse Él solo glorioso en ellos, les quita la confianza aun de aouellas cosas
aue a nuestro parecer son las más excelentes.
1 La edición de Valera de 1597 dice: "en [as que se pintan a lo vivo las fuerzas del hombre".
En la presente edición seguimos el original latino de 1559.
Homilía sobre la Perfección Evangélica.
3 Epistola 56. A Diáscoro.
182 LIBRO 11 - CAPÍTULO 11
A. CORRUPCiÓN DE LA INTELIGENCIA
1 Valera 1597: "o pasa por ellas como gato sobre ascuas". Seguimos la edición latina de 1559.
LIBRO 11 - CAPÍTULO 11 185
16. Aunque corrompidas, esas gracias de naturaleza son dones del Espíritu
Santo
Sin embargo, no hay que olvidar que todas estas cosas son dones
excelentes del Espíritu Santo, que dispensa a quien quiere, para el bien del
género humano. Porque si fue necesario que el Espíritu de Dios inspirase a
Bezaleel y Aholiab la inteligencia y arte requeridos para fabricar el
tabernáculo (Éx. 31,2; 35,30-34), no hay que maravillarse si decimos que el
conocimiento de las cosas más importantes de la vida nos es comunicado
por el Espíritu de Dios.
Si alguno objeta: ¿qué tiene que ver el Espíritu de Dios con los impíos,
tan alejados de Dios?, respondo que, al decir que el Espiritu de Dios reside
únicamente en los fieles, ha de entenderse del Espíritu de santificación, por
el cual somos consagrados a Dios como templos suyos. Pero entre tanto,
Dios no cesa de llenar, vivificar y mover con la virtud de ese mismo Espíritu
a todas sus criaturas; y ello conforme a la naturaleza que a cada una de ellas
le dio al crearlas. Si, pues, Dios ha querido que los infieles nos sirviesen
para entender la física, la dialéctica, las matemáticas y otras cien-cias,
sirvámonos de ellos en esto, temiendo que nuestra negligencia sea castigada
si despreciamos los dones de Dios doquiera nos fueren ofrecidos.
Mas, para que ninguno piense que el hombre es muy dichoso porque le
concedemos esta gran virtud de comprender las cosas de este mundo, hay
que advertir también que toda la facultad que posee de entender, y
LiBRO 11 - CAPíTULO JI 187
la subsiguiente inteligencia de las cosas, son algo futíl y vano ante Dios, cuando
no está fundado sobre el firme fundamento de la verdad. Pues es muy cierta la
citada sentencia de san Agustín, que el Maestro de las Sentencias y los
escolásticos se vieron forzados a admitir, según la cual, al hombre le fueron
quitados los dones gratuitos después de su caída; y los naturales, que le
quedaban, fueron corrompidos. No que se puedan contaminar por proceder de
Dios, sino que dejaron de estar puros en el hombre, cuando él mismo dejó de
serlo, de tal manera que no se puede atribuir a sí mismo ninguna alabanza,
En cuanto a que unos tienen el entendimiento más vivo, otros mejor juicio, o
mayor rapidez para aprender algún arte, con esta variedad Dios nos da a conocer
su gracia, para que ninguno se atribuya nada como cosa propia, pues todo
proviene de la mera liberalidad de Dios. Pues ¿por qué uno es más excelente que
otro, sino para que la gracia especial de Dios tenga preeminencia en la
naturaleza común, dando a entender que al dejar a algunos atrás, no está
obligada a ninguno? Más aún, Dios inspira actividades particulares a cada uno,
conforme a su vocación. De esto vemos numerosos ejemplos en el libro de los
Jueces, en el cual se dice que el Señor revistió de su Espíritu a los que Él
llamaba para regir a su pueblo (6,34). En resumen, en todas las cosas
importantes hay algún impulso particular, Por esta causa muchos hombres
valientes, cuyo cora-zón Dios había tocado, siguieron a Saúl. y cuando le
comunican que Dios quiere ungirlo rey, Samuel le dice: "El Espíritu de Jehová
vendrá sobre ti con poder .. ,y serás mudado en otro hombre" (1 Sm. 10,6). Esto
se extiende a todo el tiempo de su reinado, como se dice luego de David que
"desde aquel día en adelante (el de su unción) el Espiritu de Jehová vino sobre
David" (l Sm, 16,13).
Y 10 mismo se ve en otro lugar respecto a estos impulsos particulares.
Incluso Homero dice que los hombre tienen ingenio, no solamente según se lo
dió Júpiter a cada uno, sino también según como le guía cada día '. y la
experiencia nos enseña, cuando los más ingeniosos se hallan mu-chas veces
perplejos, que los entendimientos humanos están en manos de Dios, el cual los
rige en cada momento. Por esto se dice que Dios quita el entendimiento a los
prudentes, para hacerlos andar descaminados por lugares desiertos (Sal. 107,40).
Sin embargo, no dejamos de ver en esta diversidad las huellas que aún quedan
de la imagen de Dios, las cuales diferencian al género humano de todas las
demás criaturas.
varón, sino de Dios" (J n. 1, 13). Como si dijese que la carne no es capaz de tan
alta sabiduría como es comprender a Dios y lo que a Días pertenece, sin ser
iluminada por el Espíritu de Dios. Como el mismo Jesucristo atestiguó a san
Pedro que se debía a una revelación especial del Pad re, que él le hubiese
conocido (M t. 16, 17).
Por ello no podía mostrar mejor cuál es nuestra capacidad de conocer a Dios,
que diciendo que no tenemos ojos para contemplar su imagen, que con tanta
evidencia se nos manifiesta. ¿No descendió Él a la tierra para manifestar a los
hombres la voluntad del Padre? ¿No cumplió fiel-mente su misión? Sin
embargo, su predicación de nada podía aprovechar sin que el maes tro interior,
el Espirit u, abriera el corazón de los hom bres. No va, pues, nadie a Él, si no ha
oído al Padre y es instruido por tI.
y ¿en qué consiste este oir y aprender? En que el Espíritu Santo, con su admirable
y singular potencia, hace que los oídos oigan y el entendi-miento entienda. Y para
que no nos suene a novedad, cita el pasaje de Isaías, en el cual Dios, después de
haber prometido la restauración de su Iglesia, dice que los fieles que Él reunirá de
nuevo serán discípulos de Dios (1s. 54, 13). Si Dios habla aquí de una gracia
especial que da a los
190 LIBRO Il - CAPÍTULO 11
trinados más que de sobra por el mejor de los maestros, sin embargo les promete
el Espíritu de verdad, para que los instruya en la doctrina que antes habían oído
(Jn.14,26). Si al pedir una cosa a Dios confesamos por lo mismo que carecemos
de ella, y si Él al prometérnosla, deja ver que estamos faltos de ella, hay que
confesar sin lugar a dudas, que la facultad que poseemos para entender los
misterios divinos, es la que su majestad nos concede iluminándonos con su
gracia. Y el ~ue presume de más inteligencia, ese tal está tanto más ciego, cuanto
menos comprende su ceguera.
I Protágoras, 357.
192 LIBRO 11 ~ CAPÍTULO 11
cerrar los ojos, ue tal manera que, quiera o no, tiene que abrirlos algunas veces a
la fuerza, es falso decir que peca solamente por ignorancia.
25. A pesar de las buenas intenciones, somos incapaces por nosotros mismos
de concebir el bien
Por tanto, así como justamente hemos rechazado antes la opinión de
Platón, de que todos los pecados proceden de ignorancia, también hay que
condenar la de los que piensan que en todo pecado hay malicia deliberada,
pues demasiado sabemos por experiencia que muchas veces caemos con toda
la buena intención. Nuestra razón está presa por tanto desvarío, y sujeta a
tantos errores; encuentra tantos obstáculos y se ve en tanta perplejidad
muchas veces, que está muy lejos de encontrarse capa-citada para guiarnos
por el debido camino. Sin lugar a dudas el apóstol san Pablo muestra cuán
sin fuerzas se encuentra la razón para conducir-nos por la vida, cuando dice
que nosotros, de nosotros mismos, no somos aptos para pensar algo como de
nosotros mismos (2 Cor. 3,5). No habla de la voluntad ni de los afectos, pero
nos prohibe suponer que está en nuestra mano ni siquiera pensar el bien que
debemos hacer. ¿Cómo?, dirá alguno. ¿Tan depravada está toda nuestra
habilidad, sabiduría, inteli-
194 LIBRO 11 - CAPÍTULO 11
A fin de orillar toda dificultad hemos de advertir que hay dos puntos en que
podemos engañarnos en esta materia, Porque en esta manera de expresarse, el
nombre de "deseo" no significa el movimiento propio de la voluntad, sino una
inclinación natural. Y lo segundo es que "bien", no quiere decir aquí la justicia o
la virtud, sino lo que cada criatura natural apetece conforme a su estado para su
bienestar. Y aunque el hombre apetezca el bien con todas sus fuerzas, nunca
empero lo sigue. Como t.ampoco hay nadie que no desee la bienaventuranza, y,
sin em-bargo, nadie aspira a ella si no le ayuda el Espíritu Santo.
Resulta, entonces, que este deseo natural no sirve en modo alguno para probar
que el hombre tiene libre albedrío, del mismo modo que la inclinación natural de
todas las criaturas a conseguir su perfección natu-ral, nada prueba respecto a que
tengan libertad. Conviene, pues, con-siderar en las otras cosas. si la voluntad del
hombre está de tal manera corrompida y viciada, que no puede conee bir sino e1
mal; o si queda en ella parte alguna en su perfección e integridad de la cual
procedan los buenos deseos.
riamente el bien, pero tan débil que no logra cuajar en un firme anhelo, ni
hacer que el hombre realice el esfuerzo necesario. No hay duda de que ésta
ha sido opinión común entre Jos escolásticos, y que la tomaron de Orígenes
y algunos otros escritores antiguos; pues, cuando consideran al hombre en su
pura naturaleza, lo describen según las palabras de san Pablo: "No hago lo
que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago". "El querer el bien está en mí,
pero no el hacerlo" (Rom. 7,15.18). Pero per-vierten toda la disputa de que
trata en aquel lugar el Apóstol. Él se refiere a la lucha cristiana, de la que
también trata más brevemente en la epístola a los Gálatas, que los fieles
experimentan perpetuamente en-tre la carne y el espíritu: pero el espíritu no
lo poseen naturalmente, sino por la regeneración. Y que el Apóstol habla de
los regenerados se ve porque, después de decir que en él no habita bien
alguno, explica luego que él entiende esto de su carne; y, por tanto, niega
que sea él quien hace el mal, sino que es el pecado que habita en él. ¿Qué
quiere decir esta corrección: "En mí, o sea, en mi carne"? Evidentemente es
como si dijera: "No habita en mí bien alguno mío, pues no es posible hallar
ninguno en mi carne". Y de ahí se sigue aquella excusa: "No soy yo quien
hace el mal, sino el pecado que habita en mí", excusa aplicable solamente a
los fieles, que se esfuerzan en tender al bien por lo que hace a la parte prin-
cipal de su alma. Además, la conclusión que sigue claramente explica esto
mismo: "Según el hombre interior" dice el Apóstol "me deleito en la Ley de
Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi
mente" (Rom. 7,22-23). ¿Quién puede llevar en sí mismo tal lucha, sino el
que, regenerado por el Espíritu de Dios, lleva siempre en sí restos de su
carne? Y por eso san Agustín, habiendo aplicado algún tiempo este texto de
la ESCrituraa la naturaleza del hombre, ha retractado luego su exposición
como falsa e inconveniente l. Y verdaderamente, si admitimos que el hombre
tiene la más insignificante tendencia al bien sin la gracia de Dios, ¿qué
responderemos al Apóstol, que niega que seamos capaces incluso de
concebir el bien {2 COL3, 5)7 ¿Qué respon-deremos al Señor, el cual dice
por Moisés, que todo cuanto forja el corazón del hombre no es más que
maldad (Gn.8,21)?
hace David en muchos lugares, sin embargo hay que notar que ese mismo
deseo proviene de Dios. Lo cual se puede deducir de sus mismas pala-bras;
pues al desear que se cree en él un corazón limpio, evidentemente no se
atribuye a sí mismo tal creación. Por lo cual admitimos lo que dice san
Agustín: "Dios te ha prevenido en todas las cosas; prevén tú alguna vez su
ira. ¿De qué manera? Confiesa que todas estas cosas las tienes de Dios, que
todo cuanto de bueno tienes viene de Él, y todo el mal viene de ti." Y
concluye él: "Nosotros no tenemos otra cosa sino el pecado" l .
CAPÍTULO lIT
1 Sermón 176.
198 LIBRO IJ - CAPíTULO 111
está sin Dios, sus entrañas llenas de malicia, sus ojos al acecho para causar mal,
su ánimo engreído para mofarse; en fin, todas sus facultades prestas para hacer
mal (Rom. 3, lO)? Si toda alma está sujeta a estos monstruosos vicios, como
muy abiertamente lo atestigua el Apóstol, bien se ve lo que sucedería si el Señor
soltase las riendas a la concupiscencia del hombre, para que hiciese cuanto se le
antojase. No hay fiera tan enfu-recida, que a tanto desatino llegara; no hay río,
por enfurecido y violento que sea, capaz de desbordarse con tal ímpetu.
El Señor cura estas enfermedades en sus escogidos del modo que luego
diremos, y a los réprobos solamente los reprime tirándoles del freno para que no
se desmanden, según lo que Dios sabe que con-viene para la conservación del
mundo. De aquí procede el que unos por vergüenza, y otros por temor de las
leyes, se sientan frenados para no cometer muchos géneros de torpezas, aunque
en parte no pueden disimular su inmundicia y sus perversas inclinaciones. Otros,
pen-sando que el vivir honestamente les resulta muy provechoso, procuran como
pueden llevar este género de vida. Otros, no contentos con esto, quieren ir más
allá, esforzándose con cierta majestad en tener a los demás en sujeción 1. De esta
manera Dios, con su providencia refrena la per-versidad de nuestra naturaleza
para que no se desmande, pero no la purifica por dentro.
Confieso que las excelentes virtudes de Camilo fueron dones de Dios, y que
con toda justicia, consideradas en sí mismas, son dignas de ala-banza. Pero ¿de
qué manera prueban que él tenía una bondad natural? Para demostrar esto hay
que volver a reflexionar sobre el corazón y argu-mentar así: Si un hombre
natural fue dotado de tal integridad en su manera de vivir, nuestra naturaleza
evidentemente no carece de cierta facultad para apetecer el bien. Pero, ¿qué
sucederá si el corazón fuere perverso y malo, que nada desea menos que seguir
el bien? Ahora bien, si concedemos que él fue un hombre natural, no hay duda
alguna de que su corazón fue así. Entonces, ¿qué facultad respecto al bien
pondremos en la naturaleza humana, si en la mayor manifestación de integridad
que conocemos resulta que siempre tiende a la corrupción? En consecuencia, así
como no debemos alabar a un hombre de virtuoso, si sus vicios están
encubiertos bajo capa de virtud, igualmente no hemos de atribuir a la voluntad
del hombre la facultad de apetecer lo bueno, mientras perma-nezca estancada en
su maldad.
Por lo demás, la solución más fácil y evidente de esta cuestión es decir
1 Edición Valera, 1597: "procurando con un cierto género de majestad que aun los demás
hagan su deber".
I Camilo era un personaje muy a menudo citado por los poetas romanos como ejemplo
de virtud. Cfr. Horacio, Carmen 1, 12,42.
LIBRO 11 - CAPiTULO 111 201
que estas virtudes no son comunes a la naturaleza, sino gracias particu-lares del
Señor, que las distribuye incluso a los infieles del modo yen la medida que lo
tiene por conveniente. Por eso en nuestro modo corriente de hablar no dudamos
en decir que uno es bien nacido, y el otro no; que éste es de buen natural, y el
otro de malo. Sin embargo, no por ello excluimos a ninguno de la universal
condición de la corrupción humana, sino que damos a entender la gracia
particular que Dios ha concedido a uno, y de la que ha privado al otro.
Queriendo Dios hacer rey a Saúl lo formó como a un hombre nuevo (1
Sm.1O,6). Por esto Platón, siguien-do la fábula de Homero, dice que los hijos de
los reyes son formados de una masa preciosa, para diferenciarlos del vulgo,
porque Dios, queriendo mirar por el linaje humano, dota de virtudes singulares a
los que consti-tuye en dignidad; y ciertamente que de este taller han salido los
excelen tes gobernantes de los que las historias nos hablan. Y lo mismo se ha de
decir de los que no desempeñan oficios públicos.
Mas, como quiera que cada uno, cuanto mayor era su excelencia, más se ha
dejado llevar de la ambición, todas sus virtudes quedaron mancilladas y
perdieron su valor ante Dios, y todo cuanto parecía digno de alabanza en los
hombres profanos ha de ser tenido en nada. Además, cuando no hay deseo
alguno de que Dios sea glorificado, falta lo prin-cipal de la rectitud. Es evidente
que cuantos no han sido regenerados están vacíos y bien lejos de poseer este
bien. No en vano se dice en Isaías, que el espíritu de temor de Dios reposará sobre
Cristo (Is. Il,2). Con lo cual se quiere dar a entender. que cuantos son ajenos a Cristo
están también privados de este temor, que es principio de sabiduría.
En cuanto a las virtudes que nos engañan con su vana apariencia, serán muy
ensalzadas ante la sociedad y entre los hombres en general, pero ante el juicio de
Dios no valdrán lo más mínimo para obtener con ellas justicia.
supla la imperfección que tiene. Pero si con esta semejanza el Señor ha querido
demostrarnos que era imposible extraer de nuestro corazón una sola gota de
bien, si no es del todo transformado, entonces no dividamos entre Él y nosotros
la gloria y alabanza que Él se apropia y atribuye como exclusivamente suya.
Dios cambia nuestra voluntad de mala el¡ buena. Así que, si cuando el Señor
nos convierte al bien, es corno si una piedra fuese convertida en carne,
evidentemente cuanto hay en nuestra voluntad desaparece del todo, y lo que se
introduce en su lugar es todo de Dios. Digo que la voluntad es suprimida, no en
cuanto voluntad, porque en la conversión del hombre permanece íntegro lo que
es propio de su primera naturaleza. Digo también que la voluntad es hecha
nueva, no porque comience a existir de nuevo, sino porque de mala es
convertida en buena. y digo que esto lo hace totalmente Dios, porque, según el
testimonio del Apóstol, no somos competentes por nosotros mismos para pensar
algo como de nosotros mismos (2 Cor. 3, 5). Por esta ca usa en otro lugar dice,
que Dios no solamente ayuda a nuestra débil voluntad y corrige su malicia, sino
que produce el querer en nosotros (Flp, 2,13). De donde se deduce fácilmente lo
que antes he dicho: que todo el bien que hay en la voluntad es solamente obra de
la gracia. Y en este sentido el Apóstol dice en otra parte, que Dios es quien obra
"todas las cosas en todos" (l Cor.12,6). En este lugar no se trata del gobierno
universal, sino que atribuye a Dios exclusivamente la gloria de todos los bienes
de que están los fieles ador-nados. Y al decir "todas las cosas", evidentemente
hace a Dios autor de la vida espiritual desde su principio a su término. Esto
mismo lo había enseñado antes con otras palabras, diciendo que los fieles son de
Dios en Cristo (1 Cor. 8,6). Con lo cual bien claramen te afirma una nueva
creación, por la cual queda destruido todo lo que es de la naturaleza común.
A esto viene también la oposición entre Adán y Cristo, que en otro lugar
propone más claramente, donde dice que nosotros "somos hechura suya, creados
en Cristo, para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que
anduviésemos en ellas" (Ef.2, lO). Pues con esta razón quiere probar que nuestra
salvación es gratuita, en cuanto que el prin-cipio de todo bien proviene de la
segunda creación, que obtenemos en Cristo. Ahora bien, si hubiese en nosotros
la menor facultad del mundo, también tendríamos alguna parte de mérito. Pero,
a fin de disipar esta fantasía de un mérito de nuestra parte, argumenta de esta
manera: "por-que en Cristo fuimos creados para las buenas obras, las cuales
Dios preparó de antemano"; con las cuales palabras quiere decir que todas las
buenas obras en su totalidad, desde el primer momento hasta la perseverancia
final, pertenecen a Dios.
Por la misma razón el Profeta, después de haber dicho que somos hechura de
Dios, para que no se establezca división alguna añade que nosotros no nos
hicimos (Sal. 100,3); y que se refiere a la regeneración, principio de la vida
espiritual, está claro por el contexto; pues luego sigue: "pueblo suyo somos, y
ovejas de su prado" (Ibid.). Vemos, pues, que el Profeta no se dio por satisfecho
con haber atribuido a Dios
LIBRO 11 - CAPiTULO lit 205
que, sabiéndolo, lo ponga también por obra; y así, cuando Dios enseña, no
por la letra de la ley, sino por la gracia del espíritu, de tal manera enseña
que lo que cada uno ha aprendido, no solamente lo vea conocién-dolo, sino
que también, queriéndolo lo apetezca, y obrando lo lleve a cabo" l.
8. Testimonio de la Escritura
y como quiera que nos encontramos en el punto central de esta
materia, resumamos en pocas palabras este tema, y confirmémoslo con
testimonios evidentes de la Escritura. Y luego, para que nadie nos acuse de
que alteramos la Escritura, mostremos que la verdad que enseñamos,
también la enseñó san Agustín, No creo que sea conveniente citar todos los
testimonios que se pueden hallar en la Escritura para confirmación de
nuestra doctrina; bastará que escojamos algunos que sirvan para comprender
los demás, que por doquier aparecen en la Escritura. Por otra parte me
parece que no estará de más mostrar con toda evidencia que estoy lejos de
disentir del parecer de este gran santo, al que la Iglesia tiene en tanta
veneración 2.
Ante todo, se verá con razones claras y evidentes que el principio del bien
no viene de nadie más que de Dios. Pues nunca se verá que la voluntad Se
incline al bien si no es en los elegidos. Ahora bien, la causa de la elección
hay que buscarla fuera de los hombres; de donde se sigue que el hombre no
tiene la buena voluntad por si mismo, sino que pro-viene del mismo gratuito
favor con que fuimos elegidos antes de la crea-ción del mundo.
Hay también otra razón no muy diferente a ésta: perteneciendo a la fe el
principio del bien querer y del bien obrar, hay que ver de dónde proviene la
fe misma. Ahora bien, como la Escritura repite de continuo que la fe es un
don gratuito de Dios, se sigue que es una pura gracia suya el que
comencemos a querer el bien, estando naturalmente inclinados al mal con
todo el corazón.
Por tanto, cuando el Señor en la conversión de los suyos pone estas dos
cosas: quitarles el corazón de piedra, y dárselo de carne. claramente
atestigua la necesidad de que desaparezca lo que es nuestro, para que
podamos ser convertidos a la justicia; y, por otra parte, que todo cuanto pone
en su lugar, viene de su gracia. Y esto no lo dice en un solo pasaje. Porque
también leemos en Jeremías: "Y les daré un corazón, y un camino, para que
me teman perpetuamente" (Jer. 32, 39). Y un poco después: "Y pondré mi
temor en el corazón de ellos, para que no se aparten de mi" (Jer.32,4O).
Igualmente en Ezequiel: "Y les daré un corazón, y un espí-ritu nuevo pondré
dentro de ellos; y quitaré el corazón de piedra de en medio de su carne, y les
daré un corazón de carne" (Ez. 11, 19). Más claramente no podría Dios
privarnos a nosotros y atribuirse a sí mismo la gloria de todo el bien y
rectitud de nuestra voluntad, que llamando a nuestra conversión creación de
un nuevo espíritu y un nuevo corazón.
Pues de ahí se sigue que ninguna cosa buena puede proceder de nuestra
voluntad mientras no sea reformada; y que después de haberlo sido, en
cuanto es buena es de Dios, y no de nosotros mismos.
la cepa, que recibe su fuerza de la humedad de la tierra, del rocío del cielo y
del calor del sol, me parece evidente que no nos queda parte alguna en las
buenas obras, si queremos dar enteramente a Dios lo que es suyo.
Es una vana sutileza la de algunos, al decir que en el sarmiento está ya el
jugo y la fuerza para producir el fruto: y, por tanto, que el sar-miento no lo
toma todo de la tierra ni de su principal raíz, pues pone algo por sí mismo.
Porque Cristo no quiere decir sino que por nosotros mismos no somos más
que un palo seco y sin virtud alguna cuando estamos separados de Él;
porque en nosotros mismos no existe facultad alguna para obrar bien, como
lo dice en otra parte: "Toda planta que no plantó mi Padre celestial será
desarraigada" (MeI5, 13).
tantas veces repite san Crisóstorno: "Dios no atrae sino a aquellos que quieren
ser atraídos" l. Con lo cual quiere dar a entender que Dios extiende su mano
hacia nosotros, esperando únicamente que acep-temos ser ayudados por su
gracia. Concedemos, desde Juego, que mien-tras el hombre permaneció en
su perfección, su estado era tal que podía inclinarse a una u otra parte; pero
después de que Adán ha demostrado con su ejemplo cuán pobre cosa es el
libre albedrío, si Dios no lo quiere y lo puede todo en nosotros, ¿de qué nos
servirá que nos otorgue su gracia de esa manera? Nosotros la destruiremos
con nuestra ingratitud. y el Apóstol no nos enseña que nos sea ofrecida la
gracia de querer el bien, de suerte que podamos aceptarla, sino que Dios hace y
forma en nosotros el querer; 10 cual no significa otra cosa sino que Dios, por su
Espíritu, encamina nuestro corazón, lo lleva y lo dirige, y reina en él como cosa
suya. Y por Ezequiel no promete Dios dar a sus elegidos un corazón nuevo
solamente para que puedan caminar por sus mandamien-tos, sino para que de
hecho caminen (Ez.l1, 19-20; 36,27). Ni es posible entender de otra manera lo
que dice Cristo: "Todo aquel que oyó al Padre, y aprendió de él, viene a mí"
(10.6,45), si no se entiende que la gracia de Dios es por sí misma eficaz para
cumplir y perfeccionar su obra, como lo sostiene san Agustín en su libro De la
Predestinación de los Santos (cap. VITI); gracia que Dios no concede a cada
uno indistinta-mente, como dice, si no me engaño, el proverbio de Ockham: "La
gracia no es negada a ninguno que hace 10 que esté en sí" 2.
Por supuesto, hay que enseñar a los hombres que la bondad de Dios está a
disposición de cuantos la buscan, sin excepción alguna. Pero, como quiera
que ninguno comienza a buscarla antes de ser inspirado a ello por el cielo,
no hay que disminuir, ni aun en esto, la gracia de Dios. Y es cierto que sólo
a los elegidos pertenece el privilegio de, una vez regene-rados por el Espíritu
de Dios, ser por Él guiados y regidos. Por ello san Agustín, con toda razón,
no se burla menos de los que se jactan de tener parte alguna en cuanto a
querer el bien, que reprende a los que piensan que la gracia de Dios les es
dada a todos indiferentemente. Porque la gracia es el testimonio especial de
una gratuita elección 3. "La naturaleza", dice, "es común a todos, mas no la
gracia?", Y dice que es una sutileza reluciente y frágil como el vidrio, la de
aquellos que extienden a todos en general lo que Dios da a quien le place.
Yen otro lugar: "¿Cómo viniste a Cristo? Creyendo. Pues teme que por
jactarte de haber encontrado por ti mismo el verdadero camino, no lo
pierdas. Yo vine, dirás, por mi libre albedrío, por mi propia voluntad. ¿De
qué te ufanas tanto? ¿Quieres ver cómo aun esto te ha sido dado? Oye al que
llama, diciendo: Ninguno viene a mí, si mi Padre no le trajere">, Y sin
disputa alguna se saca de las pala-bras del evangelista san Juan que el
corazón de los fieles está gobernado
1 Homilía XXll, 5.
• Calvino atribuye, con dudas, a Ockham una frase que en realidad pertenece a Gabriel
Hiel, y que aparece en su comentario a las "Sentencias" de Pedro Lombardo:
Epythoma Pariter ... 11,27,2.
o Sermón XXVI, cap. III y XU.
• tu«, cap. VII.
Contra dos Carlas de los Pelagianos, lib. I, cap. XIX.
210 LIBRO 11 - CAPiTULO Uf
desde arriba con tanta eficacia, que ellos siguen ese impulso con un afecto
inflexible. "Todo aquel", dice, "que es nacído de Dios, no practica el pecado,
porque la simiente de Dios permanece en él" (1 Jn. 3,9). Vemos, pues, que el
movimiento sin eficacia que se imaginan los sofistas, por el cual Días ofrece
su gracia de tal manera que cada uno pueda rehusarla o aceptarla según su
beneplácito, queda del todo excluido cuando afirma-mos que Dios nos hace
de tal manera perseverar, que no corremos peligro de poder apartarnos.
CAPITULO IV
l. Introducción
Creo que he probado suficientemente que el hombre de tal manera
se halla cautivo bajo el yugo del pecado, que por su propia naturaleza no
puede desear el bien en su voluntad, ni aplicarse a él. Asimismo he
distinguido entre violencia y necesidad, para que se viese claramente que
cuando el hombre peca necesariamente, no por ello deja de pecar
voluntariamente.
1 El original dice por error "a Bonifacio". Carla CLXXXVI, cap. IV.
, Ibid., cap. IX.
• Carta CCXIV, cap. VII.
• Calvino ya ha abordado este tema desde un ángulo distinto: 1, XVIII.
214 LIBRO JI - CAPÍTULO IV
dice que le quitó todo cuanto le habían robado los caldeas. ¿Cómo pode-mos
decir que un mismo acto lo ha hecho Dios, Satanás y los hombres, sin que, o
bien tengamos que excusar a Satanás por haber obrado junta-mente con Dios, o
que acusar a Dios como autor del mal? Fácilmente, si consideramos el fin y la
intención, y además el modo de obrar.
El fin y la voluntad de Dios era ejercitar con la adversidad la paciencia de su
siervo; Satanás, pretendía hacerle desesperar; y los caldeas, enri-quecerse con
los bienes ajenos usurpados contra toda justicia y razón. Esta diferencia tan
radical de propósitos distingue suficien temen te la obra de cada uno.
1 Institución, 1, XVIU, I y 2.
LIBRO Ir - CAPíTULO IV 217
a su pueblo" (Sal.IOS,2S). Nadie podrá ahora decir que ellos cometieron esto
por haber sido privados del consejo de Dios. Porque si ellos han sido
endurecidos y guiados para hacer esto, de propósito están inclinados a hacerlo.
Sin embargo, como hemos ya expuesto, existe una gran diferencia entre lo
que hace Dios y lo que hacen el Diablo y los impíos. En una misma obra Dios
hace que los malos instrumentos, que están bajo su autoridad y a quienes puede
ordenar lo que le agradare, sirvan a su justicia; pero estos otros, siendo ellos
malos por si mismos, muestran en sus obras la maldad que en sus mentes
malditas concibieron.
Todo lo demás que atañe a la defensa de la majestad de Dios contra todas las
calumnias, y para refutar los subterfugios que emplean los blasfemos respecto a
esta materia, queda ya expuesto anteriormente en el capítulo de la Providencia
de Dios>. Aquí solarne tte he querido mostrar con pocas palabras de qué manera
Satanás reina en el réprobo, y cómo obra Dios en uno y otro.
Haya propósito de esto una bella sentencia de san Agustín, quien dice: "La
Escritura, si se considera atentamente, muestra que, no sola-mente la buena
voluntad de los hombres -la cual Él hace de mala, buena, y así transformada la
encamina al bien obrar y a la vida eterna - está bajo la mano y el poder de Dios,
sino también toda voluntad durante la vida presente; y de tal manera lo están,
que las inclina y las mueve según le place de un lado a otro, para hacer bien a
los demás, o para causarles un daño, cuando los quiere castigar; y todo esto lo
realiza según sus juicios ocultos, pero j ustísi mas" l .
CAPÍTULO V
1 Supra, cap. m, 5.
LIBRO II - CAPíTULO V 221
luntaria ; la cual, sin embargo, de tal manera nos tiene atados, que somos
esclavos del pecado, como ya hemos visto l.
La segunda parte de su argumentación carece de todo valor. Ellos
entienden que todo cuanto se hace voluntariamente, se hace libremente.
Pero ya hemos probado antes que son muchísimas las cosas que hace-mas
voluntariamente, cuya elección, sin embargo, no es libre.
2. Con todo derecho, los vicios son castigados y las virtudes recompensadas
Dicen también que si las virtudes y los vicios no proceden de la libre
elección, que no es conforme a la razón que el hombre sea remunerado o
castigado. Aunque este argumento está tomado de Aristóteles, tam-bién lo
emplearon algunas veces san Crisóstorno y san Jerónimo; aun-que el mismo
san Jerónimo no oculta que los pelagianos se sirvieron corrientemente de
este argumento, de los cuales cita las palabras siguien-tes: "Si la gracia de
Dios obra en nosotros, ella, y no nosotros, que no obramas, será
remunerada" 2.
En cuanto a los castigos que Dios impone por los pecados, respondo que
justamente somos por ellos castigados, pues la culpa del pecado reside en
nosotros. Porque, ¿qué importa que pequemos con un juicio libre o servil, si
pecamos con un apetito voluntario, tanto más que el hombre es convicto de
pecador por cuanto está bajo la servidumbre del pecado?
Referente al galardón y premio de las buenas obras, ¿dónde está el
absurdo por confesar que se nos da, más por la benignidad de Dios que por
nuestros propios méritos? ¿Cuántas veces no repite san Agustín que Dios no
galardona nuestros méritos, sino sus dones, y que se llaman premios, no lo
que se nos debe por nuestro méritos, sino la retribución de las mercedes
anteriormente recibidas?" Muy atinadamente advierten que los méritos no
tendrían lugar, si las buenas obras no brotasen de la fuente del libre albedrío;
pero están muy engañados al creer que esto es algo nuevo. Porque san
Agustín no duda en enseñar a cada paso que es necesario 10 que ellos
piensan que es tan fuera de razón; como cuando dice: "¿Cuáles son los
méritos de todos los hombres'? Pues Jesucristo vino, no con el galardón que
se nos debía, sino con su gracia gratuita-mente dada; a todos los halló
pecadores, siendo Él solo libre de pecado, y el que libra del pecado" 4. Y: "Si
se te da lo que se te debe, mereces ser castigado; ¿qué hacer? Dios no te
castiga con la pena que merecías, sino que te da la gracia que no merecias.
Si tú quieres excluir la gracia, gloríate de tus méritos" 5. y; "Por ti mismo
nada eres; los pecados son tuyos, pero los méritos son de Dios; tú mereces
ser castigado, y cuando Dios te concede el galardón de la vida, premiará sus
dones, no tus méri-tos"8. De acuerdo con esto enseña en otro lugar que la
gracia no procede del mérito, sino al revés, el mérito de la gracia. Y poco
después concluye que Dios precede con sus dones a todos los méritos, para
de allí sacar sus méritos, y que Él da del todo gratuitamente lo que da,
porque no
1 Sermón LXXXI, Sobre el Cantar de los Cantares. • Carta CLV, cap. rr,
• Diálogo contra los Pelagianos, lib. 1. • Sobre el Salmo XXXI. o
• De la Gracia y el Libre Albedrío, cap. VI. Sobre el Salmo LXX.
222 LIBRO II ~ CAPiTULO V
encuentra motivo alguno para salvar l. Pero es inútil proseguir, pues a cada
paso se hallan en sus escritos dichos semejantes.
Sin embargo, el mismo Apóstol les librará mejor aún de este desvarío, si
quieren oir de qué principio deduce él nuestra bienaventuranza y la gloria
eterna que esperamos: HA los que predestinó, a éstos también llamó; y a los
que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también
glorificó" (Rorn. 8, 30). ¿Por qué, pues, según el Apóstol, son los fieles
coronados? Porque por la misericordia de Dios, y no por sus esfuerzos,
fueron escogidos, llamados y justificados.
Cese, pues, nuestro vano temor de que no habria ya méritos si no hubiese
libre albedrío. Pues sería gran locura apartarnos del camino que nos muestra
la Escritura. "Si (todo) lo recibiste, ¿por qué te glorias como si no lo
hubieras recibido?" (1 CorA,7). ¿No vemos que con esto quita el Apóstol
toda virtud y eficacia al libre albedrío, para no dejar lugar alguno a sus
méritos? Mas, como quiera que Dios es sobremanera muní-fico y liberal,
remunera las gracias que Él mismo nos ha dado, como si procediesen de
nosotros mismos, por cuanto al dárnoslas, las ha hecho nuestras.
1 Sermón CLX/X.
• Homilia XX/JI, 5.
LIBRO TI - CAPiTULO V 223
Es verdad que san Pablo muestra cuán poco valen en sí mismas las
enseñanzas, las exhortaciones y reprensiones para cambiar el corazón del
hombre, al decir que "ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que da
el crecimiento" (l Coro 3,7). Él es quien obra eficazmente. E igual-mente vemos
con qué severidad establece Moisés los mandamientos de la Ley, y cómo los
Profetas insisten con celo y amenazan a quienes los quebrantan. Sin embargo,
confiesan que los hombres solamente cornien-zan a tener entendimiento cuando
les es dado corazón para que entien-da n ; y que es obra prop ia de Di os
cireunci dar los ca razanes, y hacer que de ca ra zones de piedra se conviertan en
coraza nes de came; que Él es quien escribe su Ley en nuestras entrañas; y, en
fin, que Él, renovando nuestra alma, hace que su doctrina sea eficaz.
224 LIBRO JI - CAPíTULO V
Ante todo hacen mucho hincapié en los mandamientos, pensando que están de tal
manera proporcionados con nuestras fuerzas, que todo cuanto en ellos se prescribe lo
podemos hacer. Amontonan, pues, un gran número, y por ellos miden las fuerzas
humanas. Su argumentación pro-cede así: O bien Dios se burla de nosotros al
prescribimos la santidad, la piedad, la obediencia, la castidad y la mansedumbre, y
prohibirnos la impureza, la idolatría, la deshonestidad, la ira, el robo, la soberbia y
otras cosa s semeja ntes: o bien, no exige más que Jo que podemos hacer.
"no conocí el pecado sino por la ley" (Rom. 7,7); "fue añadida (la ley) a
causa de las trasgresiones" (Gá1.3,19); "la ley se introdujo para que el
pecado abundase" (Rom. 5,20)? ¿Quiere por ventura decir san Pablo que la
Ley, para que no fuese dada en vano, había de ser limitada con-forme a
nuestras fuerzas? Sin embargo él demuestra en muchos lugares que la Ley
exige más de lo que nosotros podemos hacer, y ello para convencernos de
nuestra debilidad y pocas fuerzas. Según la definición que el mismo Apóstol
da de la Ley, evidentemente el fin y cumplimiento de la misma es la caridad
(1 Tim. 1,5); Ycuando ruega a Dios que llene de ella el corazón de los
tesalonicenses, harto claramente declara que en vano suena la Ley en
nuestros oídos, si Dios no inspira a nuestro corazón lo que ella enseña (1
Tes.3, 12).
7. La Ley contiene también las promesas de gracia por la que nos es dado
obedecer
Ciertamente, si la Escritura no enseñase otra cosa sino que la Ley es una
regla de vida a la cual hemos de conformar nuestros actos y todo cuanto
pensemos, yo no tendría dificultad mayor en aceptar su opinión. Pero, como
quiera que ella insistentemente y con toda claridad nos explica sus diversas
utilidades, será mejor considerar, según lo dice el Apóstol, qué es lo que la
Ley puede en el hombre.
Por lo que respecta al tema que tenemos entre manos, tan pronto como
nos dice la Ley lo que tenemos que hacer, al punto nos enseña también que
la virtud y la facultad de obedecer proceden de la bondad de Dios; por esto
nos insta a que lo pidamos al Señor. Si solamente se nos propusieran los
mandamientos, sin promesa de ninguna clase, ten-dríamos que probar
nuestras fuerzas para ver si bastaban a hacer lo mandado. Mas, como quiera
que juntamente con los mandamientos van las promesas que nos dicen que
no solamente necesitamos la asistencia de la gracia de Dios, sino que toda
nuestra fuerza y virtud se apoya en su gracia, bien a las claras nos dicen que
no solamente no somos capaces de guardar la Ley, sino que somos del todo
inhábiles para ella. Por lo tanto, que no nos molesten más con la objeción de
la proporción entre nuestras fuerzas y los mandamientos de la Ley, como si
el Señor hubiese acomodado la regla de la justicia que había de promulgar
en su Ley, a nuestra debilidad y flaqueza. Más bien consideremos por las
promesas hasta qué punto llega nuestra incapacidad, pues para todo tenemos
tanta necesidad de la gracia de Dios.
Mas ¿a quién se va a convencer, dicen ellos, de que Dios ha promul-gado
su Ley a unos troncos o piedras? Respondo que nadie quiere con-vencer de
esto. Porque los infieles no son piedras ni leños, cuando adoc-trinados por la
Ley de que sus concupiscencias son contrarias a Dios, se hacen culpables
según el testimonio de su propia conciencia. Ni tampoco lo son los fieles,
cuando advertidos de su propia debilidad se acogen a la gracia de Dios. Está
del todo de acuerdo con esto, lo que dice san Agustín: "Manda Dios lo que
no podemos, para que entendamos qué es lo que debemos pedir" l. Y:
"Grande es la utilidad de los manda-
mientos, si de tal manera se estima el libre albedrio que la gracia de Dios sea
más honrada' '. Asimismo: "La fe alcanza lo que la Ley manda; y aun por
eso manda la Ley, para que la fe alcance lo que estaba mandado por la Ley;
y Dios pide de nosotros la fe, y no halla lo que pide si Él no da lo que quiere
hallar" 2. Y: "Dé Dios lo que quiere, y mande lo que quiera" 3.
1 Carla CLXVII.
Homilía 29, sobre san Juan.
Confesiones, lib. X, cap. XXIX.
, De: fa Gracia de Cristo y del Pecado Original, lib. I.
• Se trata de la tercera regla, denominada aquí la quinta, de las siete dadas por Ticonío,
donatista condenado por su secta, hacia el 390.
, D,> la Doctrina Cristtana, lib. IU, cap. XXXliJ.
228 LIBRO 1I - CAPÍTULO V
de Su santa vocación y que cumpla en ellos todo lo que Él había deter-mi nado
por su bondad, y por la o bra de la fe (2 Tes. 1, 11). De la misma manera en la
segunda carta a los Corintios, tratando de las ofrendas alaba muchas veces su
buena y santa voluntad; pero poco después da gracias a Dios por haber infundido
a Tito la voluntad de encargarse de exhortarlos. Luego, si Tito no pudo ni abrir
la boca para ex.hortar a otros, sino en cuanto que Dios se lo inspiró, ¿cómo
podrán ser in-ducidos los fieles a practicar la caridad, si Dios no toca primero
sus corazones?
Cuál es la ayuda con la que el Señor nos asiste, lo hemos expuesto antes 1, Y
no hay por qué repeti rlo de nuevo, puesto que sólo se trata de probar que en
vano nuestros adversarios ponen en el hombre la facultad de cumplir la Ley, en
virtud de que Dios nos pide que la obedezcamos; )la que es claro que la gracia
de Dios es necesaria para cumplir lo que Él manda, y que para este fin se nos
promete. Pues por aquí se ve, por lo menos, que se nos pide más de lo que
podemos pagar y hacer. Ni pueden tergiversar de manera alguna lo que dice
Jeremías, que el pacto que había hecho con el pueblo antiguo quedaba cancelado
y sin valor alguno, porque solamente consistía en la letra; y que no podía ser
válido, más que uniéndose a él el Espíritu, el cual ablanda nuestros corazones
para que obedezcan (Jer. 31,32).
En cuanto a la sentencia: "volveos a mí, y yo me volveré a vosotros",
tampoco les sirve de nada para confirmar su error. Porque por conver-sión de
Dios no debemos entender la gracia con que Él renueva nuestros corazones para
la penitencia y la santidad de vida, sino aquella con la que testifica su buena
voluntad y el amor que nos tiene, haciendo que todas las cosas nos sucedan
prósperamente; igual que algunas veces se dice también que Dios se aleja de
nosotros, cuando nos aflije y nos envía adversidades.
Así, pues, como el pueblo de Israel se quejaba por el mucho tiempo que
llevaba padeciendo grandes tribulaciones, de que Dios lo había desamparado y
abandonado, Dios les responde que jamás les faltaria su favor y liberalidad, si
ellos volvían a vivir rectamente y para El, que es el dechado y la regla de toda
justicia. Por tanto se aplica mal este lugar al querer deducir del mismo que la
obra de la conversión se reparte entre Dios y nosotros.
Piensan, pues, ellos que Dios se burlaría de nosotros dejando estas cosas a
nuestra voluntad, si no estuviese en nuestra mano y voluntad hacerlas o dejarlas
de hacer. Ciertamente que esta razón parece tener mucha fuerza, y que hombres
elocuentes podrían ampliarla con muchos reparos. Porque, podrían argüir, que
sería gran crueldad por parte de Dios que nos diese a entender que solamente
nosotros tenemos la culpa de no estar en su gracia y así recibir de Él todos los
bienes, si nuestra voluntad no fuese libre y dueña de sí misma; que sería ridícula
la libera-lidad de Dios, si de tal manera nos ofreciese sus beneficios, que no
pudié-ramos disfrutar de ellos; e igualmen te en cuanto a sus promesas, si para
tener efecto, las hace depender de una cosa imposible.
En otro lugar hablaremos de las promesas que llevan consigo alguna
condición, para que claramente se vea que, aunque la condición sea imposible de
cumplir, sin embargo no hay absurdo alguno en ellas.
En cuanto a lo que al tratado presente toca, niego que el Señor sea cruel o
inhumano con nosotros, cuando nos exhorta y convida a merecer sus beneficios y
mercedes, sabiendo que somos del todo impotentes para ello. Porque, como las
promesas son ofrecidas tanto a los fieles como a los impíos, cumplen con su
deber respecto a ambos. Pues así como el Señor con sus mandamientos
aguijonea la conciencia de los impíos para que no se duerman en el deleite de sus
pecados, olvidándose de sus juicios, igualmente con sus promesas, en cierta
manera les hace ver con toda certeza cuán indignos son de su benignidad.
Porque, ¿quién negará que es muy justo y conveniente que el Señor haga bien a
los que le honran, y que castigue con severidad a los que le menosprecian? Por
tanto, el Señor procede justa y ordenadamente, cuando a los impíos, que per-
manecen cautivos bajo el yugo del pecado, ,les pone como condición, que si se
retiran de su mala vida, entonces El les enviará toda clase de bienes; y ello
aunque no sea más que para que entiendan que con justas razones son excluidos
de los beneficios que se deben a los que verdadera: mente honran a Dios.
Por otra parte, como Él procura por todos los medios inducir a los fieles a que
imploren su gracia, no será extraño que procure conseguir en ellos tanto
provecho con sus promesas, como lo hace, según hemos visto, con sus
mandamientos. Cuando en sus mandamientos nos enseña cuál es su voluntad,
nos avisa de nuestra miseria, dándonos a entender cuán opuestos somos a su
voluntad; y a la vez somos inducidos a invocar
230 LIBRO 11 - CAPíTULO V
SU Espíritu, para que nos guíe por el recto camino. Pero, como nuestra pereza no
se despierta lo bastante con los mandamientos, añade Él sus promesas, las cuales
nos atraen con una especie de dulzura a que amemos lo que nos manda. Y
cuanto más amamos la justicia, con tanto mayor fervor buscamos la gracia de
Dios. He aquí como con estas amonesta-ciones: si quisiereis, si oyereis ... , Dios
no nos da la libre facultad ni de querer, ni de oir, y sin embargo no se burla de
nuestra impotencia; por-que de esta manera hace gran beneficio a los suyos, y
también que los impíos sean mucho más dignos de condenación."
de sus pecados y los aborrezcan, pues por causa de ellos son infelices y
están perdidos; y que se arrepientan y confiesen de todo corazón que es
verdad aquello que Dios les echa en cara. Para esto sirvieron a los pia-dosos
las reprensiones que refieren los profetas; como se ve por aquella solemne
oración de Daniel (Dn.9).
En cuanto a la primera utilidad tenemos un ejemplo en los judíos, a los
cuales Jeremías por mandato de Dios muestra las causas de sus mise-rias,
aunque no pudo suceder más que lo que Dios habla dicho antes: "Tú, pues,
les dirás todas estas palabras, pero no te oirán; los llamarás, y no te
responderán" (Jer. 7,27). Pero ¿con qué fin hablaba el profeta a gente sorda?
Para que a pesar de sí mismos y a la fuerza comprendiesen que era verdad lo
que oían, a saber: que era un horrendo sacrilegio echar a Dios la culpa de sus
desventuras, cuando era únicamente de ellos.
Con estas tres soluciones podrá cada uno librarse fácilmente de la
infinidad de testimonios que los enemigos de la gracia de Dios suelen
amontonar, tanto sobre los mandamientos, como sobre los reproches de Dios
a los pecadores, para erigir y confirmar el ídolo del libre albedrío del
hombre.
Para vergüenza de los judíos, dice el salmo: "Generación contumaz y
rebelde; generación que no dispuso su corazón" (Sal. 78,8). Yen otro salmo
exhorta el Profeta a sus contemporáneos a que no endurezcan sus corazones
(Sal. 95,8); Y con toda razón, pues toda la culpa de la rebeldia estriba en la
perversidad de los hombres. Pero injustamente se deduce de aquí que el
corazón puede inclinarse a un lado o a otro, puesto que es Dios el que lo
prepara. El Profeta dice: "Mi corazón incliné a cumplir tus estatutos" (Sal.
119, 112), porque de buen grado y con alegria se había entregado al Señor;
pero no se ufana de haber sido él el autor de este buen afecto, ya que en el
mismo salmo confiesa que es un don de Dios.
Hemos, pues, de retener la advertencia de san Pablo cuando exhorta a los
fieles a que se ocupen de su salvación con temor y temblor, por ser Dios el
que produce el querer y el hacer (Flp. 2,12-13). Es cierto que les manda que
pongan mano a la obra, y que no estén ociosos; pero al decirles que Jo hagan
con temor y solicitud, los humilla de tal modo, que han de tener presente que
es obra propia de Dios lo mismo que les manda hacer. Con lo cual enseña
que los fieles obran pasivamente, si así puede decirse, en cuanto que el cielo
es quien les da la gracia y el poder de obrar, a fin de que no se atribuyan
ninguna cosa a sí mismos, ni se glorien de nada.
Por tanto, cuando Pedro nos exhorta a "añadir virtud a la fe" (2 Pe. 1,5),
no nos atribuye una parte de la obra, como si algo hiciéramos por nosotros
mismos. sino que únicamente despierta la pereza de nuestra carne, por la que
muchas veces queda sofocada la fe. A esto mismo viene lo que dice san
Pablo: "No apaguéis al Espíritu" (1 Tes. 5,19), porque muchas veces la
pereza se apodera de los fieles, si no se la corrige.
Si hay aún alguno que quiera deducir de esto que los fieles tienen el poder
de alimentar la luz que se les ha dado, fácilmente se puede refutar su
ignorancia, ya que esta misma diligencia que pide el Apóstol no viene más
que de Dios. Porque también se nos manda muchas veces que nos
232 Ll8RO 11 ~ CAPÍTULO V
13. Para humillarnos y para que nos arrepintamos con su gracia, Dios a veces
nos retira temporalmente sus favores
Suelen traer también como objeción algunos testimonios, por los que se
muestra que Dios retira algunas veces su gracia a los hombres, para que
consideren hacia qué lado van a volverse. Así se dice en Oseas: "Andaré y
volveré a mi lugar, hasta que reconozcan su pecado y busquen mi rostro"
(Os.5,15). Sería ridículo, dicen, que el Señor pensase que Israel le había de
buscar, sí sus corazones no fuesen capaces de inclinarse a una parte u otra.
Como si no fuese cosa corriente que Dios por sus profetas se muestre airado, y
deje ver su deseo de abandonar a su pueblo hasta que cambie su modo de vivir.
Pero quizás digan que admiten que la gracia de Dios es necesaria, pero de tal
manera que el hombre hace algo de su parte. Mas ¿cómo lo prue-ban?
Evidentemente que no por el texto citado, ni por otros semejantes. Porque es
muy distinto decir que Dios deja de su mano al hombre para ver en qué parará, a
afirmar que socorre la flaqueza del mismo para robustecer sus fuerzas.
Pero preguntarán, ¿qué quieren, entonces, decir estas dos maneras de hablar?
Respondo que vienen a ser como si Dios dijera: Puesto que no saco provecho
alguno de este pueblo aconsejándole, exhortándole y reprendién-dole, me
apartaré de él un poco, y consentiré en silencio que se vea afli-gido. Quiero ver
si por ventura, al sentirse oprimido por grandes tribula-ciones, se acuerda de mí
y me busca. Cuando se dice que Dios se apartará de él, se quiere dar a en tender
que le pri vará de su Palabra; al afirmar que quiere ver qué es lo que los
hombres harán en su ausencia, quiere signifi-car, que secretamente les probará
por algún tiempo con varias tribula-ciones; y tanto lo uno como lo otro lo hace
para humillarnos. Porque si Él con su Espíritu no nos concediese docilidad, el
castigo de las tribula-ciones, en vez de lograr nuestra corrección, sólo
conseguiríaquebrantarnos.
Falsamente se concluye, por tanto, que el hombre dispone de algunas fuerzas,
cuando Dios, enojado con nuestra continua contumacia y can-sado de ella, nos
desampara por algún tiempo, - privándonos de su Palabra, mediante la cual en
cierta manera nos comunica su presencia -, y ve lo que en su ausencia hacemos;
pues Él hace todo esto únicamente
234 LIBRO 11 - CAPíTULO V
para forzarnos a reconocer que por nosotros mismos no podemos ni somos nada.
14. Por su liberalidad, Dios hace nuestro lo que nos da por su gracia
También argumentan de la manera corriente de hablar, que no sólo
los hombres, sino también la Escritura emplea, según la cual se dice que las
buenas obras son nuestras, y que no menos hacemos lo que es santo y agradable
a Dios, que lo malo y lo que le disgusta. Y si con razón nos son imputados los
pecados por proceder de nosotros, por la misma razón hay que atribuirnos
también las buenas obras. Pues, no está conforme con la razón decir, que
nosotros hacemos las cosas que Dios nos mueve a hacer, si por nosotros mismos
somos tan incapaces como una piedra para hacerlas. Por eso concluyen que,
aunque la gracia de Dios sea el agente principal, sin embargo, expresiones como
las mencionadas signi-fican que nosotros tenemos cierta virtud natural para
obrar.
Si ellos no acentuasen más que el primer punto: que las buenas obras si dice
que son nuestras, les objetaría que también se dice que es nuestro el pan, que
pedimos a Dios nos lo conceda. Por tanto, ¿qué se puede decir del titulo de
posesión, sino que por la liberalidad de Dios y su gratuita merced se hace
nuestro lo que de ninguna manera nos pertene-cía? Así que, o admiten el mismo
absurdo en la oración del Señor, o que no tengan por cosa nueva el que se
llamen nuestras las buenas obras, en las cuales el único titulo para que sean
nuestras es la liberalidad de Dios.
15. Por la gracia hacemos las obras que el Espiritu de Dios hace en nosotros
la Gracia, cap. n, 4. a De la
1 De la Corrección y de
Gracia y el Libre Albedrío, cap. xx,
236 LIBRO Il - CAPÍTULO V
1 Orígenes, Carta a {os Romanos, lib, VII. San Jerónimo, Di4/ogo contra los Petagia-
nos, lib. 1.
• enquiridión, cap. IX.
238 LIBRO 11 - CAPiTULO V
Porque es indudable que los doctores antiguos en esta alegoría han ido más
allá del sentido literal propio que el Señor pretendía con tal pará-bola. Las
alegorías no deben ir más allá de lo que permite el sentido señalado por la
Escritura; pues lejos están de ser suficientes y aptas para probar una doctrina
determinada.
Tampoco me faltan razones con las que poder refutar toda esta fan-tasía,
porque la Palabra de Dios no dice que el hombre tiene media vida, sino que
está muerto del todo en cuanto a la vida bienaventurada. San Pablo cuando
habla de nuestra redención no dice que nosotros estábamos medio muertos y
hemos sido curados; dice que estando muertos hemos sido resucitados. Él
no llama a recibir la gracia de Cristo a los que viven a medias, sino a los que
están muertos y sepultados (Ef.2,5; 5,14). Está de acuerdo con esto lo que
dice el Señor que ha llegado la hora en que los muertos oigan la voz del
Hijo de Dios (Jn. 5,25). ¡.Cómo podrán oponer una vana alegoría a tan
claros testimonios de la Escritura?
Pero supongamos que esta alegoria tenga tanto valor como un testi-
monio. ¿Qué pueden concluir contra nosotros? El hombre está medio vivo,
luego tiene alguna parte de vida, a saber, alma capaz de razón; aun-que no
penetre hasta la sabiduría celestial y espiritual, tiene un cierto juicio para
conocer lo bueno y lo malo; tiene cierto sentimiento de Dios, aunque no
verdadero conocimiento del mismo. Pero ¿en qué se resuelven todas estas
cosas? Evidentemente no pueden lograr que no sea verdad lo que dice san
Agustín, y que incluso los mismos escolásticos admiten: que los dones
gratuitos pertinentes a la salvación han sido quitados al hombre después del
pecado; y que los dones naturales han quedado mancillados y corrompidos.
Por tanto, quede firmemente asentada esta verdad: que el entendi-miento
del hombre de tal manera está apartado de la justicia de Dios, que no puede
imaginar, concebir, ni comprender más que impiedad, impureza y
abominación. E igualmente que su corazón de tal manera se halla
emponzoñado por el veneno del pecado, que no puede producir más que
hediondez. Y si por casualidad brota de él alguna apariencia de bondad, sin
embargo el entendimiento permanece siempre envuelto en hipocresía y
falsedad, y el corazón enmarañado en una malicia interna.
CAPíTULO VI
do que el Redentor había sido prometido bajo la Ley solamente a los judíos.
De donde se sigue que ninguna clase de servicio fue jamás del agrado de
Dios, sino el que tuvo por blanco a Jesucristo. Por eso afirma san Pablo que
todos los gentiles han estado sin Dios y excluidos de la esperanza de la vida
(Ef. 2,12).
Además, como quiera que san Juan enseña que la vida estuvo desde el
principio en Cristo, y que todo el mundo se apartó de ella (Jn.l,4-5), resulta del
todo necesario recurrir a esta fuente. Y por esta causa Cristo, en cuanto es
Mediador para aplacar al Padre, dice que ti es la vida.
Ciertamente la herencia del reino de los cielos no compete más que a los
hijos de Dios; y no es razón que los que no están incorporados a Jesucristo,
único Hijo de Dios, sean tenidos ni contados en el número de sus hijos. Y
san Juan claramente afirma, que los que creen en el nombre de Jesucristo
tienen la prerrogativa y el privilegio de ser hechos hijos de Dios (Jn.l, 12).
Mas como mi intención no es tratar ahora expresamente de la fe en
Jesucristo, basta haber tocado este tema de paso.
"Y andará (el sacerdote fiel) delante de mi ungido todos los días" (1 Sm.
2,35). Y no hay duda de que el Padre celestial ha querido mostrar en David
y en sus descendientes una viva imagen de Cristo. Por eso que-riendo David
exhortar a los fieles a temer a Dios manda que honren al Hijo (Sal. 2,12);
con lo cual está de acuerdo lo que dice el Evangelio; "El que no honra al
Hijo, no honra al Padre que le envió" (Jn.5,23). Y así, aunque el reino de
David vino a tierra al apartarse las diez tribus y dividir el reino, sin embargo
el pacto que Dios había hecho con David y sus descendientes permaneció
firme y estable, como Él lo dice por sus profetas: "Pero no romperé todo el
reino, sino que dará una tribu a tu hijo, por amor a David mi siervo, y por
amor a Jerusalén, la cual yo he elegido" (1 Re.ll, 13). Lo mismo repite dos o
tres veces en el mismo lugar, y particularmente dice: "Yo afligiré a la
descendencia de David por esto, más no para siempre" (1 Re. 11,39). Y
poco después se dice: "Mas por amor a David, Jehová su Dios le dio
lámpara en Jerusalén" (1 Re. 15,4). Y como las cosas cada vez fueran peor,
se vuelve a decir: "Con todo esto, Jehová no quiso destruir a Judá, por amor
a David su siervo, porque había prometido darle lámpara a él y a todos sus
descen-dientes perpetuamente" (2 Re. 8,19). El resumen de todo esto es que
Dios escogió únicamente a David dejando a un lado a todos los demás, para
que perseverase en su favor y en su gracia, según se dice en otro lugar:
"Dejó el tabernáculo de Silo ... , Desechó la tienda de José y no escogió la
tribu de Efraim, sino que escogió la tribu de Judá, el monte de Sión, al cual
amó ... Eligió a David, su siervo, ... para que apacentase a Jacob su pueblo y
a Israel su heredad." (Sal. 78,60 ...).
En resumen, Dios ha querido conservar a su Iglesia de tal modo que su
perfección y salvación dependiesen de su Cabeza. Por esto exclama David:
"Jehová es la fortaleza de su pueblo, y el refugio salvador de su ungido"
(Sal. 28, 8). Y luego hace esta oración: "Salva a tu pueblo y bendice a tu
heredad" (Sal. 28,9), queriendo decir con estas palabras que el bienestar de
la Iglesia está ligado indisolublemente al reino de Jesu-cristo. Y conforme a
esto dice en otro salmo: "Salva, Jehová; que el rey nos oiga en el día que lo
invoquemos" (Sal. 20,9). Con lo cual clara-mente muestra que el único
motivo de los fieles para acudir confiada-mente a implorar el fervor de Dios
es el estar cubiertos con la protección y el amparo del Rey; lo cual se deduce
también de otro salmo: "Oh, Jehová, sálvanos, ... Bendito el que viene en el
nombre de Jehova" (Sal. 118,25-26). Por todo lo cual se ve claramente que
los fieles son encami-nadas a Jesucristo para conseguir la esperanza de ser
salvados por la mano de Dios. Este es también el fin de otra oración, en la
cual toda la Iglesia implora la misericordia de Dios: "Sea tu mano sobre el
varón de tu diestra, sobre el hijo del hombre que para ti afirmaste" (Sal.
80,17). Porque aunque el autor de este salmo lamenta la dispersión de todo
el pueblo, sin embargo pide su restauración por medio de su única Cabeza. y
cuando Jeremías, al ver al pueblo que era llevado cautivo, la tierra saqueada
y todo destruido, llora y gime la desolación de la Iglesia, hace mención
sobre todo de la desolación del reino, porque con ella era como si
desapareciese la esperanza de los fieles: "En aliento de nuestras vidas, el
ungido de Jehová, de quien habíamos dicho: a su sombra tendremos
LIBRO 11 - CAPiTULO VI 243
vida entre las naciones, fue apresado en sus lazos" (Lam. 4, 20). Por aquí se
ve claramente que Dios no puede ser propicio ni favorable a los hom-bre sin
que haya un Mediador, y que Cristo les fue siempre puesto ante los ojos a
los padres del Antiguo Testamento, para que en El pusiesen su confianza.
Esto mismo dicen todos los demás profetas. Así Oseas: "y se congre-garán
los hijos de Judá y de Israel, y nombrarán un solo jefe" (Os.l, 11). Y mucho
más claramente lo da a entender luego: "Después volverán los hijos de
Israel, y buscarán a Jehová su Días, y a David su rey." (Os.3, 5). E
igualmente habla bien claro Miqueas, refiriéndose a la vuelta del pue-blo:
"Y su rey pasa rá delante de ellos y a la cabeza de ellos Jehová." (Miq, 2,13).
Y lo mismo Amós, al prometer la restauración del pueblo: "En aquel día yo
levantaré el tabernáculo caído de David, y cerraré sus portillos, y levantaré
sus ruinas." (Am, 9, JI), porque éste era el único remedio y la única
esperanza de salvación: volver a levantar de nuevo la gloria y la majestad
real de la casa de David; lo cual se cumplió en Cristo. Por eso Zacarías,
como mucho más cercano al tiempo en el que Cristo se había de manifestar,
exclama más abierta mente: "Alégrate mucho, hija de Sión; da voces de
júbilo, hija de Jerusalern ; he aquí tu rey vendrá a ti, justo y salvador." (Zac.
9, 9). Lo cual está de acuerdo con el salmo ya citado: "(Jehová es) el refugio
salvador de su ungido; salva a tu pueblo." (Sal. 28,8-9), donde la salud de la
cabeza se extiende "l todo el cuerpo.
del Redentor, Cristo dio por cosa sabida y comúnmente admitida por todos, que
no había otro remedio para la calamitosa situación en que los judíos se
encontraban ni otra manera de libertar a la Iglesia, que la venida del Redentor
prometido. El vulgo no entendió, como debiera, lo que enseña san Pablo, que "el
fin de la leyes Cristo" (Rom. 10,4). Pero cuán gran verdad es esto se ve por la
misma Ley y los Profetas.
No discuto aún acerca de la fe. Esto se verá en el lugar oportuno. Sola-mente
quiero que los lectores ahora tengan por inconcuso, que consistien-do el primer
grado de la piedad en conocer que Dios es Padre nuestro para defendernos,
gobernarnos y alimentarnos, hasta que nos reciba en la eterna herencia de su
r
reino, de esto se sigue evidentemente lo que POC ) antes hemos dicho: que es
imposible llegar al verdadero conocimiento de Dios sin Cristo, y que por esta
razón desde el principio del mundo fue propuesto a los elegidos, para que
tuviesen fijos en Él sus ojos y descansase en Él su confianza.
En este sentido escribe Ireneo, que el Padre, que en sí mismo es infinito, se ha
hecho finito en el Hijo, al rebajarse hasta adoptar nuestra pequeñez, a fin de no
absorber nuestros entendimientos en la inmensidad de su gloria. No
comprendiendo esto, algunos fanáticos retuercen esta senten-cia para
confirmación de sus fantasías erróneas, como si se dijera en ella que sólo una
parte de la divinidad derivó del Padre a Cristo, cuando es evidente que Ireneo!
no quiere decir otra cosa sino que Dios es com-prendido en Cristo, y en nadie
más fuera de Él. Siempre ha sido verdad lo que dice san Juan: "Todo aquel que
niega al Hijo, tampoco tiene al Padre" (l Jn. 2,23). Porque, aunque muchos
antiguamente se gloriaron de que adoraban al supremo Dios que creó el cielo y
la tierra, como quiera que no tenían Mediador alguno fue imposible que gustasen
de veras la misericordia de Dios y de esta manera se persuadieran de que Dios
era su Padre. Como no tenían a la Cabeza, es decir, Cristo, el conocimiento que
tuvieron de Dios fue vano y no les sirvió de nada; de lo cual también se siguió
que habiendo caído en enormes y horrendas supersticiones, dejasen ver
claramente su ignorancia. Así por ejemplo, actualmente los turcos, quienes, por
más que se glorien a boca llena de que el Dios que ellos adoran es el que creó el
cielo y la tierra, sin embargo no adoran más que a un pobre ídolo en lugar de
Dios, puesto que rechazan a Jesucristo.
CAPÍTULO VII
Sentido espiritual de fas ceremonias. Esto se vio con toda evidencia en las
ceremonias. Porque, ¿qué cosa más vana y más frívola, que el que los hombres
ofrezcan grasa y olor hediondo de animales para reconciliar-se con Dios, o
refugiarse en una aspersión de agua o de sangre para lavar la impureza del alma?
En suma, si se considera en sí mismo todo el culto y servicio de Dios prescrito
por la Ley, como si no contuviese en sí figuras a las cuales correspondía la
verdad, evidentemente no parecería mas que una farsa. Por esto, no sin razón, lo
mismo en el discurso de Esteban que en la epístola a los Hebreos, se hace notar
diligente-mente el texto en el que Dios manda a Moisés fabricar el tabernáculo y
todo cuanto a él pertenecía conforme al modelo que le había sido mos-trado en
el monte (Hch. 7,44; Heb. 8,5; Éx. 25, 40). Porque si no hubiera en todas estas
cosas un fin espiritual determinado, al que todas ellas fueran enderezadas, los
judíos hubieran perdido en ellas su tiempo y su trabajo, no menos que los
gentiles con sus fantasías.
Los hombres mundanos, que no hacen jamás caso alguno de la reli-gión y
la piedad, no pueden oir ni nombrar, sin sentir fastidio, tantas clases de ritos
y ceremonias; y no sólo se maravillan de que Dios haya querido sobrecargar
al pueblo judío con tantas, sino que incluso las menosprecian y se burlan de
ellas, como si fuesen juego de niños. Esto les sucede porque no consideran
el fin de las mismas; pues si se separan de él las figuras de la Ley, no
pueden por menos de ser consideradas vanas y frívolas. Pero el modelo, del
que hemos hecho mención, muestra bien claramente que no ha dispuesto Dios
los sacrificios, para que los que le servían se ocupasen en ejercicios terrenos,
sino más bien para levantar su entendimiento más alto. Lo cual se puede
comprender por su misma naturaleza, pues siendo Él espíritu, no puede darse
por satisfecho con un culto y servicio que no sea espn itual. As! lo confirman
muchas senten-cias de los profetas, que acusan a los judíos de necedad, por
creer que Dios hacia caso de los sacrificios como eran en sí mismos. ¿Tenían
ellos, por ventura, la intención de derogar en algo la Ley? De ningún modo.
Mas, precisamente porque eran sus verdaderos intérpretes, querían de esta
manera dirigir a los judíos por el verdadero y recto camino del cual muchos de
ellos se habían apartado, andando descarriados.
de lo dicho, que puesto que a los judíos se les ofreció la gracia de Dios, la
Ley no ha estado privada de Cristo. Porque Moisés les propuso como fin de
su adopción, que fuesen un reino sacerdotal para Dios (Éx. 19,6) lo cual
ellos no hubieran podido conseguir de no haber intervenido una
reconciliación mucho más excelente que la sangre de las víctimas sacrifi-
cadas. Porque, ¿qué cosa podría haber menos conforme a la razón, que el
que los hijos de Adán, que nacen todos esclavos del pecado por conta-gio
hereditario, fueran elevados a una dignidad real, y de esta manera hechos
participantes de la gloria de Dios, si un don tan excelso no les viniera de otra
parte? ¿Cómo podrían ostentar y ejercer el título y derecho del sacerdocio,
siendo objeto de abominación ante los ojos de Dios por sus pecados, si no
quedaran consagrados en su oficio por la santidad de su Cabeza? Por ello
san Pedro, admirablemente acomoda las palabras de Moisés, enseñando que
la plenitud de la gracia, que los judíos sola-mente hablan gustado en el
tiempo de la Ley, ha sido manifestada en Cristo: "Vosotros sois linaje
escogido, real sacerdocio" (1 Pe. 2,9). Pues la acomodación de las palabras
de Moisés tiende a demostrar que mucho más alcanzaron por el Evangelio
aquellos a los que Cristo se manifestó, que sus padres; porque todos ellos
están adornados y enriquecidos con el honor sacerdotal y real, para que,
confiando en su Mediador, se atrevan libremente a presentarse ante el
acatamiento de Dios.
Por otra parte, se ofrecen ante nuestros ojos las horribles amenazas que alli se
formulan, y que no pesan solamente sobre algunos, sino que incluyen a todos
sin excepción. Y nos oprimen y acosan con un rigor tan inexorable, que vemos
la muerte como certísima en la Ley.
ha habido ninguno que no haya sido tocado por la concupiscencia. ¡.Quién dirá
que no es esto verdad? Conozco muy bien la clase de santos que se ha
imaginado la vana superstición, con una pureza y santidad tales, que los mismos
ángeles del cielo apenas se pueden comparar con ellos. Pero esto no es más que
una imaginación suya frente a la autoridad de la Escritura, que enseña otra cosa,
y contra la misma experiencia. Y afirmo también que jamás habrá ninguno que
llegue a ser verdadera-mente perfecto, mientras no se vea libre del peso de este
cuerpo mortal. Numerosos y muy claros son los testimonios de la Escritura, que
prueban este punto.
Salomón en la dedicación del templo decía: "No hay hombre que no peque"
(1 Re.8,46). David dice: "No se justificará delante de ti ningún ser humano"
(SaL 143,2). Lo mismo afirma Job en varios lugares. Pero mucho más claro que
todos se expresa san Pablo, diciendo: "el deseo de la carne es contra el Espíritu,
y el del Espíritu contra la carne" (GáL 5,17); Y para probar que todos cuantos
están bajo la Ley son malditos, no da más razón sino lo que está escrita:
"Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro
de la Ley, para hacer-las" (Gál. 3,10; De 27,16). Con lo cual da a entender, o
mejor dicho, da por cierto, que no hay ninguno que pueda permanecer en ellas.
Ahora bien, todo cuanto se dice en la Escritura hay que aceptarlo por eterno y
necesario, de tal manera que no puede suceder de otra manera.
Con esta misma sutileza molestaban los pelagianos a san Agustín. Decían que
era una afrenta contra Dios suponer que Él pueda mandar más de lo que los
fieles con su gracia pueden hacer. st, para escapar de la calumnia, respondía1,
que el Señor podría, si lo quisiera, hacer que el hombre tuviese una perfección
angélica, pero que nunca lo había hecho ni lo harla jamás, por haberlo así
afirmado en la Escritura. Yo no niego esto, pero añado, que no hay por qué
andar discutiendo de la potencia de Dios contra su verdad; por lo cual digo que
no hay por qué burlarse, si alguno afirma que es imposible que sucedan
determinadas cosas, que nuestro Señor ha anunciado que no sucederán jamás.
Por lo tanto, tengamos como cosa cierta, que es imposible que mien-tras
vivimos en la carne cumplamos la Ley, debido a la debilidad de nuestra
naturaleza, como en otro lugar probaremos -con el testimonio de san Pablo.
10. 2°. La Ley moral retiene a los que no se dejan vencer por las promesas
El segundo cometido de la Leyes que aquellos que nada sienten de
lo que es bueno y justo, sino a la fuerza, al oir las terribles amenazas que en ella
se contienen, se repriman al menos por temor de la pena. Y se reprimen, no
porque su corazón se sienta interiormente tocado, sino como si se hubiera puesto
un freno a sus manos para que no ejecuten la obra externa y contengan dentro su
maldad, que de otra manera dejarían desbordarse. Pero esto no les hace mejores
ni más justos delante de Dios; porque, sea por temor o por vergüenza por lo que
no se atreven a poner por obra lo que concibieron, no tienen en modo alguno su
corazón sometido al temor y a la obediencia de Dios, sino que cuanto más se
contienen, más vivamente se encienden, hierven y se abrasan interior-mente en
sus concupiscencias, estando siempre dispuestos a cometer cual-quier maldad, si
ese terror a la Ley no les detuviese. Y no solamente eso, sino que además
aborrecen a muerte a la misma Ley, y detestan a Dios por ser su autor, de tal
manera que si pudiesen, le echarían de su trono y le privarían de su autoridad,
pues no le pueden soportar porque manda cosas santas y justas, y porque se
venga de los que menosprecian su majestad,
Para los futuros creyentes, la Leyes una gracia preparatoria. Y aun a los
mismos hijos de Dios no les es inútil que se ejerciten en esta pedagogía, cuando no
tienen aún el Espíritu de santificación, y se ven agitados por la intemperancia de la
carne. Porque mientras en virtud del temor al castigo divino se reprimen y no se
dejan arrastrar por sus desvaríos, aun-que no les sirva de mucho por no tener aún
dominado su corazón, no obstante, en cierta manera se acostumbran a llevar el yugo
del Señor, sometiéndose a su justicia, para que cuando sean llamados no se sientan
del todo incapaces de sujetarse a sus mandamientos, como si fuera cosa nueva y
nunca oída.
Por lo cual, lo que dice David: que el hombre j listo medita día y noche en la
Ley del Señor (Sal. 1,2), no hay que entenderlo de una época deter-minada, sino
que conviene a todos los tiempos y a todas las épocas hasta el fin del mundo.
15. Llevando sobre sí nuestra maldición, Cristo nos hace hijos de Dios
Respecto a lo que dice san Pablo de la maldición, evidentemente
258 LIBRO 11 - CAPiTULO VII
17. Para san Pablo, la Ley ritual ha cesado; pero la Ley moral permanece
Un poco más de dificultad tiene la razón que da san Pablo, al decir:
"Y a vosotros, estando muertos en vuestros pecados y en la incircunci-sión
de vuestra carne, os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados,
anulando el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria,
quitándola de en medio y clavándola en la cruz" (Col. 2,13-14). Porque parece
que quiere llevar más adelante la abolición de la Ley, incluso hasta no tener ya
nada que ver con sus decretos e instituciones. Pero se engañan los que entienden
esto simplemente de la Ley moral, bien que exponen que tal abolición se refiere
a su inexorable severidad, y no a su doctrina.
Otros, considerando más detenidamente las palabras de san Pablo, ven con
razón que esto propiamente se refiera a la ley ritual, y prueban que san Pablo
usa muchas veces el término "decreto" en este sentido. Así a los efesios les
dice: "Porque él es nuestra paz, que de ambos pue-blos hizo uno, ... aboliendo en
su carne ... la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, ("decretos")
para crear en si mismo de los dos un nuevo pueblo ... " (Ef. 2, 14-15). No hay
duda alguna de que en este lugar se trata de las ceremonias, pues en él se dice
que esta Leyera una pared que diferenciaba y separaba a los judíos de los gentiles
(Ef, 2,14-15). Por esto yo también admito que los que sostienen esta segunda
opinión cri~'can con razón el parecer de los primeros. No obstante, me parece que
Uos mismos nO exponen suficientemente lo que quiere decir el Apóstol, ues no
puedo admitir que confundan estos dos testimonios, como si quisiera decir lo
mismo el uno que el otro.
Por lo que hace a la Epístola a los Efesios, el sentido es el siguiente: el
Apóstol desea darles la certeza de que están admitidos e incorpora-íos a la
comunión con el pueblo de Israel, y les da como razón, que el impe-dimento
que antes los dividía, a saber: las ceremonias, ha quedado supri-mido;
porque los ritos de las abluciones y sacrificios que consagraban al Señor los
diferenciaban de los gentiles.
260 LIBRO 11 - CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
que nos testificase más clara y evidentemente lo que en la ley natural estaba
más oscuro, y para avivar nuestro entendimiento y nuestra memo-ria,
librándonos de nuestra dejadez.
parte, que los castigos se ordenan para que se deteste la injusticia más y más, y
para que el pecador seducido por los halagos del pecado, no se olvide del juicio
del legislador, que le está preparado.
¿Y nosotros? También nos vemos frenados por la misma Palabra; pues no hay
duda de que la doctrina de perfecta justicia que el Señor quiso atribuir a su Ley
ha conservado siempre su valor. Sin embargo, no satisfechos con ella, nos
esforzamos a porfía en inventar y forjar de continuo nuevas clases de buenas
obras.
Para corregir este defecto, el mejor remedio será grabar bien en nuestro
corazón la consideración de que el Señor nos dio la Ley para enseñarnos la
perfecta justicia. y que en ella no se enseña más doctrina que la que esta
conforme con la voluntad de Dios; y, por tanto, que es vano nuestro intento de
hallar nuevas formas de culto a Dios, pues el único verdadero consiste en
obedecerle; y que, por el contrario, el ejercicio de buenas obras que están fuera
de lo que prescribe la Ley de Dios, es una intole-rabie profanación de la divina y
verdadera justicia. Y por esto se expresa
LIBRO JI - CAPiTULO VIII 265
muy bien san Agustin ', cuando llama a la obediencia que se da a Dios, unas
veces madre y guarda de todas las virtudes, y otras, fuente y ma-nantial de
las mismas.
9. La Leyes positiva
Lo que al presente es oscuro por tocarlo de paso, quedará mucho más
aclarado con la experiencia en la exposición de los mandamientos que luego
hacemos. Por esto baste haberlo tocado; y pasemos a exponer el último
punto que dijimos, pues de otra manera no podría ser enten-dido, o parecería
irrazonable.
Lo que hemos dicho, que siempre que se manda el bien, queda pro·
hibido el mal que le es contrario, no necesita ser probado, pues no hay quien
no lo conceda. Asimismo, el común sentir de los hombres admitirá de buen
grado que cuando se prohibe el mal, se manda el bien que le es contrario,
pues es cosa corriente decir que cuando los vicios son con-denados, son
alabadas las virtudes contrarias.
268 LIBRO li - CAPíTULO VIII
lO. No existen faltas leves. Cada pecado queda comprendido bajo un género
particular
Si se pregunta la razón de por qué Dios ha manifestado su voluntad a
medias y no la ha expuesto claramente, muchas son las respuestas que se le
suelen dar a ello; pero sobre todas, la que a mí más me agrada es que, como
quiera que la carne se esfuerza continuamente en disminuir o dorar con
falsos pretextos la suciedad y hediondez del pecado, a no ser que sea tan
palpable que se pueda tocar con la mano, Él quiso poner como ejemplo lo
más repugnante y abominable de cada uno de los géne-ros de pecados, de
suerte que incluso los mismos sentidos lo aborreciesen; y ello para imprimir
en nuestros corazones el mayor horror a toda clase de pecado. Muchas
veces, al juzgar los vicios, nos engaña el que si de alguna manera son
ocultos nosotros disminuimos su gravedad. Pero el Señor deshace este
engaño, acostumbrándonos a reducir la multitud de los mismos a ciertos
géneros que representan muy a lo vivo la abomina-ción que cada uno de
ellos encierra.
Ejemplo de ello: la ira y el odio cuando son llamados por sus nombres no
nos parecen vicios tan execrables; pero cuando el Señor los prohíbe,
llamándolos homicidio, entonces entendemos mucho mejor hasta qué punto
los abomina, puesto que con su propia boca les pone el nombre de un crimen
tan horrible. Así, advertidos por el juicio de Dios, apren-demos mejor a
ponderar la gravedad de los delitos que antes nos pare-cían leves.
EL PRIMER MANDAMIENTO
Yo soy Jehová, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto. de la casa
de servidumbre; no tendrás dioses ajenos delante de DÚ.
Por esto los profetas, siempre que lo quieren describir y mostrar con-
venientemente, lo revisten de todas aquellas notas con las que Él se había dado a
conocer al puebro de Israel. Porque cuando es llamado "Dios de Abraham" o
"Dios de Israel" (Éx. 3,6), Ycuando lo colocan "en el tem-plo de Jerusalem en
medio de los querubines" (Am.I, 2; Sal. 80,2; 99,1; Is, 37, 16), todas estas
maneras de hablar, y otras semejantes, no lo ligan a un lugar ni a un pueblo, sino
que únicamente se expone para que el pensamiento de los fieles se fije en aquel
Dios que, mediante el pacto que estableció con los israelitas, de tal manera se
presentó ante ellos, que no era lícito en modo alguno poner el pensamiento en
otra parte para bus-carle. Y tengamos presente que se hace especialmente
mención de la redención, para que los judíos se aplicaran con mayor alegría a
servir al Dios que, habiéndoles adquirido, con todo derecho se los apropia.
En cuanto a nosotros.. no sea que nos crearnos que esto no va con nosotros,
debemos considerar que aquella cautividad 'Y servidumbre de Egipto eran figura
del cautiverio espiritual, en el que todos nos encontra-mos metidos Yencerrados,
hasta que el Señor, librándonos con la fuerza de su brazo, nos traslade a la
libertad de su Reino celestiaL Como anti-guamente, queriendo Él reunir a los
israelitas, que estaban dispersos. para que juntos le honrasen, los libró del cruel
dominio de Faraón; igualmente hoy en día, a todos aquellos para los que quiere
ser su Dios, los aparta de la miserable servidumbre del Diablo, que ha sido
figurada por la cautividad corporal de los israelitas.
Así. pues, no debe haber hombre alguno, cuyo corazón no se sienta inflamado
al escuchar la Ley, promulgada por aquel que es Rey de reyes y sumo Monarca,
de quien todas las cosas proceden, y hacia el cual justa-mente deben ordenarse y
dirigirse como a su fin. No debe de existir hom-bre alguno, digo, que no se
sienta incitado a recibir a un Legislador, por quien es especialmente elegido para
obedecer sus preceptos; de cuya libe-ralidad espera, no solamente la abundancia
de los bienes temporales. sino incluso la gloria de la vida eterna; y por cuya
virtud y misericordia sabe que al fin se verá libertado de [as garras del infierno.
EL SEGUNDO MANDAMIENTO
No harás imagen de talla, ni semejanza alguna de las cosas que están
arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la
tierra. No las adores, ni las honres. Porque yo soy Jehová, tu Dios,
Dios celoso, que visita la iniquidad de los padres en los hijos, en la
tercera y la cuarta generación de los que me odian, y que se muestra
misericordioso por miles de generaciones con los que me aman y
guardan mis mandatos.!
el sol, la luna, y las demás estrellas, y puede que incluso las aves; pues de
hecho en el capítulo cuarto del Deuteronomio (vers. 15-19), expo-niendo su
intención nombra las aves y las estrellas. No me hubiera dete-nido en esto, sí
no fuera por corregir la mala interpretación de algunos, que refieren este
texto a los ángeles.
Lo que sigue, como es claro por sí mismo, no lo explico. Además, hemos
demostrado con suficiente claridad en el libro primero 1, que cuantas formas
visibles de Dios inventa el hombre repugnan absolu-tamente a Su
naturaleza; y que tan pronto como aparece algún idolo se corrompe y falsea
la verdadera religión.
1 1, XI, 2 . 12.
276 LIBRO 11 - CAPÍTULO VIII
20. La posteridad del culpable sera castigada por sus propias culpas
Veamos en primer lugar, si tal venganza repugna a la justicia de Dios.
Si toda la especie humana merece ser condenada, es del todo evidente,
que todos aquellos a quienes el Señor no tiene a bien comunicar su gracia,
perecerán irremisiblemente. Sin embargo, ellos se pierden por su propia
maldad, y no porque Dios les tenga odio; ni pueden quejarse de que Dios no
les haya ayudado a que se salven, como lo ha hecho con otros. Pues cuando
a los impíos y los malvados les viene como castigo de sus pecados que sus
familias sean por mucho tiempo privadas de la gracia de Dios ¿quién podrá
vituperar a Dios por tan justo castigo?
Pero, dirá alguno, el Señor dice lo contrario, al asegurar que el castigo
LIBRO 11- CAPÍTULO VIII 277
del pecado del padre no pasará al hijo (Ez.18,20). Hay que fijarse bien de qué se
trata en esta sentencia de Ezequiel. Los israelitas siendo de con-tinuo y por tanto
tiempo afligidos por innumerables calamidades tenían ya como proverbio el
decir que sus padres habían comido las uvas y los hijos sufrían la dentera; dando
con ello a entender, que los padres habían cometido los pecados, y ellos
injustamente eran castigados por ellos; y ello debido al riguroso enfado de Dios
más bien que a una justa severidad. A éstos el profeta les dice q ue no es así,
sino q ue so n castigados por las culpas que ellos mismos han cometido, y que no
es propio de la justicia divina que el hijo inocente pague por el pecado que su
padre cometió; lo cual tampoco se afirma en el pasaje del mandamiento que
estamos explicando. Porque si la visitación de que hablamos se cumple cuando
el Señor retira de la familia de los impíos su gracia, la luz de su verdad, y todos
los demás medios de salvación, en el sentido de que los hijos sienten sobre sí la
maldición de Dios por los pecados de sus padres, en cuanto que, abandonados
por Dios en su ceguera, siguen las huellas de sus padres; y que luego sean
castigados, tanto con penas temporales, como con la condenación eterna, no es
más que el justo juicio de Dios, en virtud no de pecados ajenos, sino de su
propia maldad.
Esto sirve de admirable consuelo a los fieles y de gran terror a los malvados.
Porque si, aun después de la muerte, tienen tanta importancia a los ojos de Dios
la justicia, y la iniquidad, que su bendición o maldición correspondiente alcanza
a la posteridad, con mayor razón será bendecido el que haya vivido bien, y será
maldecido el que haya vivido mal.
A esto no se opone el que algunas veces los descendientes de los mal-vados se
conviertan y cumplan su deber; y viceversa, que entre la raza de los fieles haya
quien degenere y se dé a un mal vivir; porque el Legis-lador celestial no ha
querido aquí establecer una regla perpetua que pudiera derogar su elección. De
hecho, basta para consuelo del justo y terror del pecador que esta ordenación y
decreto no sean vanos e inefica-ces aunque a veces no tengan lugar. Porque, así
como las penas tempo-rales con que son castigados algunos pecadores son
testimonio de la ira de Dios contra el pecado, y del juicio venidero contra los
pecadores, aunque muchos de ellos vivan sin recibir el castigo hasta el día de su
muerte, de la misma manera, el Señor al dar un ejemplo de la bendición
mediante la cual prolonga su gracia y favor en los hijos de los fieles a causa de
los padres, da con ellos testimonio de que su misericordia per· manece firme
para siempre con todos aquellos que guardan sus manda-
278 LIBRO JI - CAPiTULO VIII
EL TERCER MANDAMIENTO
No tomarás el nombre de Jehová, tu Dios, en vano,
porque Jehová no tendrá por inocente al que toma su nombre en
vano.
con los otros, se ve claro. porque luego en la segunda Tabla condena los
perjurios y los falsos testimonios con que los hombres se engañan y
perjudican los unos a los otros. Ahora bien, sería una repetición super-flua,
si este mandamiento tratase de las obligaciones y deberes de la caridad. Y
esto mismo lo exige la distinción; porque no en vano Dios divide su Ley en
dos Tablas, según hemos dicho. De donde se sigue que en este lugar
mantiene su derecho, y defiende la santidad de su nombre; y no enseña las
obligaciones y deberes que los hombres tienen los unos respecto a los otros.
prohibir que se jure por el cíelo, por la tierra y por Jerusalem, no corrige la
superstición, como algunos falsamente afirman. sino más bien refuta la vana
y sofística excusa de los que no daban importancia a tener de continuo en su
boca juramentos indirectos y disfrazados, como si por no nombrarlo no
injuriasen el sacrosanto nombre de Dios, siendo así que está impreso en cada
uno de sus beneficios.
Otro modo es cuando se jura por algún hombre mortal, o ya difunto, o por
un ángel, o como los paganos, que por adulación acostumbraban a jurar por
la vida o la buena fortuna del rey, porque entonces, al divi-nizar a los
hombres y darles la misma honra que se debe a Dios, han oscurecido y
menoscabado la gloria del único verdadero Dios.
Cuando la intención es simplemente confirmar lo que se dice con el
sagrado nombre de Dios, aunque indirectamente, se ofende a su majestad
con todos estos juramentos. Jesucristo, al prohibir que se jure en abso-luto,
quita a los hombres la vana excusa con que pretenden justificarse.
Santiago, al pronunciar estas mismas palabras de su Maestro, pretende lo
mismo: porque en todo tiempo ha sido muy corriente la licencia de abusar
del nombre de Dios, a pesar de que es una profanación de su nom bre (Sant.
5,2). Porque, si la expresión; "en ninguna manera" se refiriese a la esencia
de la cosa, de tal manera que, sin excepción alguna, se condenasen todos los
juramentos, y no fuese lícito ninguno, ¿de qué serviría la explicación que
luego se añade: Ni por el cielo, ni por la tierra, etc...? Pues se ve claramente
que viene a excluir todos los subterfugios con los cuales los judíos pensaban
quedar a salvo.
Juramentos públicos y privados. Sin embargo, aún no está del todo resuelta
la cuestión. Algunos piensan que sólo los juramentos públicos quedan
exceptuados de esta prohibición. Tales son los juramentos que hacemos por
orden del magistrado, los que hacen los príncipes para rati-ficar sus acuerdos
y alianzas, los que hace el pueblo a sus gobernantes. el soldado a sus jefes, y
otros semejantes. En éstos incluyen, con razón, todos los juramentos que se
leen en san Pablo para confirmar la dignidad del Evangelio. puesto que los
apóstoles no son hombres particulares en el desempeño de su misión, sino
ministros públicos de Dios.
Ciertamente, no niego que los juramentos públicos sean los más segu-ros,
pues encuentran mayor aprobación en numerosos testimonios de la
Escritura. Manda Dios al magistrado que obligue al testigo, cuando el
LIBRO IT - CAPÍTULO VIII 283
EL CUARTO MANDAMIENTO
Acuérdate del día del descanso para santificarlo. Seis días traba-jarás
yen ellos harás tus obras. El séptimo día es el descanso del Señor tu
Dios. No harás en él obra alguna, tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo,
ni tu sierva, ni tu buey, ni tu asno, ni el extranjero que está dentro de
tus puertas. Porque en seis días... etc.
29. Los fieles deben descansar de sus propios obras, a fin de dejar que
Dios obre en ellos
Sin embargo, en muchos lugares de la Escritura se nos muestra que esta
figura del reposo espiritual es la principal de este mandamiento. Porque el Señor
casi nunca exigió tan severamente la guarda de otros mandamientos, como lo
hizo con éste. Cuando quiere decir en los pro-fetas que toda la religión está
destruida, se queja de que sus sábados son profanados, violados, no observados,
ni santificados; como si al no ofre-cerle este servicio, no guardase ya nada con
que poder hacerlo (Nm. 15,32-36; Ez.20, 12-13; 22,8; 23,38; Jer.17,21-23. 27).
Por otra parte ensalza grandemente la observancia del sábado. Por esta causa
los fieles estimaban como el mayor de todos los beneficios, que Dios les hubiera
revelado la guarda del sábado (Is, 56,2). Porque así hablan los levitas en
Nehemías: "Y les ordenaste (a nuestros padres) el día del reposo santo para ti, y
por mano de Moisés tu siervo les prescri-biste mandamientos, estatutos y la ley"
(Neh.9, 14). Vemos, pues, que lo tenían en singular estima por encima de los
otros mandamientos de la Ley; todo lo cual viene a propósito para mostrar la
dignidad y excelencia de este misterio, que tan admirablemente expone Moisés y
Ezequiel. Por-que leemos en el Éxodo: "En verdad vosotros guardaréis mis días
de reposo; porque es señal entre mi y vosotros por vuestras generaciones, para
que sepáis que yo soy Jehová que os santifico"; "Guardarán, pues, el día de
reposo los hijos de Israel, celebrándolo por sus generaciones por pacto perpetuo.
Señal es para siempre entre mí y los hijos de Israel" (Éx. 31, 13. 16). Y aún más
am pliamente lo dice Ezeq uiel ; a unq ue el resu-men de sus palabras es que el
sábado era una señal para que Israel cono-ciese que Dios era su santificador
(Ez.20, 12).
Si nuestra santificación consiste en mortificar nuestra propia voluntad, bien se
ve la perfecta proporción que hay entre la señal externa y la realidad interior.
Debemos dejar absolutamente de obrar para que obre
LIBRO 11 ~ CAPiTULO VIII 285
30. El sépt imo día figura la perfeccion final, a la cual debemos aspirar
Esto es lo que representaba para los judíos la observancia del des-canso del
sábado. Y a fin de que se celebrara con mayor religiosidad, el Señor la confirmó
con su ejemplo. Porque no es de poco valor para excitar su deseo saber que en lo
que el hombre hace imita y sigue a su Creador.
34. Aunque los antiguos no han escogido el día deldomingo para ponerlo
en lugar del sábado sin razón alguna. Porque como el fin y cumpli-
miento de aquel verdadero reposo que el antiguo sábado figuraba se cumplió
en la resurrección del Señor, los cristianos son amonestados por ese mismo
día, en que se puso fin a las sombras, a que no se paren en una ceremonia
que no era más que una sombra.
288 LIBRO 11 - cAPiTULO VIII
EL QUINTO MANDAMIENTO
Honra a tu padre y a tu madre para que tus días se alarguen en la tierra
que Jehová tu Dios te da.
35. Debemos honor, obediencia y amor, a todos nuestros superiores, sean dignos
(1 indignos
El fin de este mandamiento es que, como el Señor Dios quiere que sea
guardado el orden que Él ha instituido, debemos guardar inviolable-mente los
grados de preeminencia, como Él los ha establecido. La suma, pues, de lodo ello
sera que, aquellos a quienes el Señor nos ha dado por superiores, les tengamos
gran respeto, los honremos, les obedezcamos, y reconozcamos el bien que de ellos
hemos recibido. De aquí se sigue la
LIBRO 11 - CAPÍTULO VIII 289
36. Por lo cual nadie debe dudar que el Señor establece aquí una regla
universal; y es, que al reconocer a alguien como superior nuestro por
ordenación de Dios, le profesemos reverencia y obediencia, y le hagamos
cuantos servicios nos sea posible. Y no hemos de considerar si aquellos a
quienes hacemos este honor son dignos o no. Porque, sean como fueren,
solamente por providencia y voluntad de Dios tienen aquella autoridad,
por la cual el mismo Legislador quiere que sean honrados.
38. Por otra parte, cuando el Señor promete la bendición de esta vida
presente a los que honraren como deben a sus padres, a la vez da a entender
con ello que, indudablemente, su maldición caerá sobre todos aquellos que
le fueren desobedientes; y para que su juicio se ejecute, decreta en su Ley
que los tales son dignos de muerte; y si ellos escapan del modo que fuere. de
la mano de los hombres, Él no dejará de casti-garlos. De sobra vemos qué
gran número de gente de esta clase perece
LIBRO II - CAPÍTULO VIII 291
EL SEXTO MANDAMIENTO
No matarás.
sin sentir tal deseo, tampoco podéis aborrecerle; ya que el odio no es más
que la ira concentrada. Por más que disimuléis y procuréis excusaros con
vanos pretextos y rodeos. es cierto y está bien probado, que donde hay ira u
odio, hay deseo de hacer daño. Y por si aún persistís en excu-saros, hace
mucho que se dijo por boca del Espíritu Santo : "Todo aquel que aborrece a
su hermano es homicida." (1 Jn. 3, 15). Y tam bién se ha dicho por boca de
nuestro Señor Jesucristo: "Cualquiera que se enoje contra su hermano será
culpable de juicio; y cualquiera que diga: Necio, a su hermano, será culpable
ante el concilio; y cualquiera que le diga: Fatuo, quedará expuesto al infierno
de fuego" (Mt.5,22).
EL SÉPTIMO MANDAMIENTO
No cometerás adulterio.
Fines del matrimonio. Como el hombre ha sido creado de tal manera que
no viva solo, sino en compañía de la ayuda semejante que se le dio - tanto
más, que por el pecado se encuentra más sometido aún a esta necesidad -, el
Señor ha puesto remedio a ello, instituyendo el matrimo-nía y santificándolo
después con su bendición. De donde se deduce que toda otra compañía fuera
del matrimonio, es maldita en su presencia; y que la misma compañía del
marido y la mujer ha sido ordenada para remedio de nuestra necesidad, a fin
de que no aflojemos las riendas a nuestros deseos carnales y nos arrastren en
pos de sí. No nos lisonjeemos, pues, cuando oímos decir que el hombre
puede juntarse con una mujer fuera del matrimonio sin la maldición de Dios.
t Citado por san Agustín en Contra Juliano, lib. 11, cap. VII.
LIBRO II - CAPÍTlILO VIII 295
EL OCTAVO MANDAMIENTO
No hurtarás.
45. El fin es: que se dé a cada uno lo que es suyo, pues Dios abomina toda
injusticia. El resumen será, por tanto, que nos prohibe procurar-nos los bienes
ajenos, y nos manda, consecuentemente, que conservemos
fielmente los bienes y la hacienda de nuestros prójimos. Porque debemos considerar
°
que lo que cada uno posee no lo ha conseguido a la ventura por casualidad, sino
por la distribución del que es supremo Señor de todas las cosas; y por eso, a ninguna
persona se le pueden quitar sus bienes con malas artes y engaños, sin que sea violada
la distribución divina.
Diferentes clases de hurtos. Ahora bien, son muchos los géneros de hurto.
Una manera de hurto se ejerce con la violencia, cuando por fuerza y desenfreno
se arrebatan los bienes ajenos. Otra, por malicia y engaño, cuando con mucha
cautela se engaña al prójimo y se le quita la posesión de sus bienes. Hay otro
modo de hacerlo con una astucia más velada y más fina, cuando so color de
derecho y justicia se priva a uno de lo que le pertenece. También se hace con
lisonjas, cuando con buenas palabras y a título de donación se consiguen los
bienes ajenos,
Pero para no perder el tiempo en hacer un catálogo de las clases que hay de
hurtos, digamos en resumen que todas las maneras y caminos que usamos para
conseguir las posesiones, la hacienda y el dinero del prójimo, cuando se apartan
de la sinceridad y de la caridad cristiana o se disfrazan con el deseo de engañar y
dañar como fuere, han de ser con-sideradas como hurtos. Porque, aunque los
que usan tales procedimientos ganen la causa a veces ante los jueces, sin
embargo ante el tribunal de
296 LIBRO II - CAPíTULO VIII
Dios son tenidos por ladrones. Porque Él ve las artimañas con que los hombres
astutos enredan desde lejos a los sencillos, y que proceden con una aparente
inocencia hasta que los tienen cogidos en sus redes; Él ve los insoportables
impuestos y exacciones con que los poderosos oprimen a los pobres; las lisonjas
con que los más astutos ceban sus anzuelos para sorprender a los imprudentes y
menos avisados. Todo lo cual permanece oculto.
EL NONO MANDAMIENTO
No hablarás contra tu prójimo falso testimonio.
47. El fin de este mandamiento es que debemos decir la verdad sin fingi-
miento alguno, porque Dios, que es la Verdad, detesta la mentira. La
suma de todo será que no infamemos a nadie con calumnias, ni falsas
acusaciones, ni le hagamos daño en sus bienes con mentiras; y, en fin, que
no perjudiquemos a nadie, hablando mal de él o con burlas. A esta
prohibición responde el mandamiento afirmativo, de que ayudemos en
cuanto podamos al mantenimiento de la verdad, para conservar la ha-cienda
del prójimo, o bien su fama.
EL DÉCIMO MANDAMIENTO
No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciaras la mujer de tu
prójimo, ni su siervo; ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa
alguna de tu prójimo.
49. El fin de este mandamiento es que, como Dios quiere que toda nuestra
alma esté llena y rebose de amor y caridad, debemos alejar de nuestro
corazón todo afecto contrario a la caridad. La suma del mismo será, que no
concibamos pensamiento alguno, que suscite en nuestro corazón una
concupiscencia perjudicial o propensa a causar daño a nuestro pró-jimo. A lo
cual responde el precepto afirmativo de que cuanto imagina-mos,
deliberamos, queremos y ejercitamos, vaya unido al bien y provecho de
nuestro prójimo.
en lo que hasta ahora hemos tratado, que nuestra voluntad y nuestros actos
estuviesen regulados por la norma de la caridad, igualmente en esto desea
que los pensamientos de nuestra inteligencia se sometan a la misma norma,
a fin de que no haya nada que incite al corazón del hombre a seguir otro
camino. Antes prohibió el Señor que el corazón se dejase llevar por la ira, el
odio, la fornicación, el hurto y la mentira; el presente prohibe que sea
provocado o incitado a ello.
suficientemente por Dios nuestras obligaciones para con los hombres, y cómo
debemos conducirnos respecto a ellos; y sobre la cual se funda la caridad. Por lo
cual seria en vano inculcar cuanto en ella se enseña, si tal doctrina no estuviese
l
apoyada en el temor y reverencia de Dios, como sobre su fundamento.
5 l . La Ley tiene como fin unir, mediante la santidad de vida, al hombre con su
Dios
No será ahora difícil ver cuál es la intención y el fin de toda la Ley; a
saber, una justicia perfecta, para que la vida del hombre esté del todo conforme
con el dechado de la divina pureza. Porque de tal manera pintó en ella Dios su
naturaleza y condición, que si alguno cumpliese cuanto en ella está mandado,
reflejaría en su vida en cierta manera la imagen misma de Dios. Y por ello
Moisés, queriendo recordársela breve-mente a los israelitas, decía: "Ahora,
pues, Israel, ¿qué pide Jehová tu Dios de ti, sino que temas a Jehová tu Dios,
que andes en todos sus caminos, y que lo ames, y sirvas a Jehová tu Dios con
todo tu corazón y con toda tu alma?" (DL 10,12). Y no cesaba de repetirles esto
siempre que quería ponerles ante los ojos el fin para el que era dada la Ley. De
tal manera tiene esto en cuenta la Ley, que une al hombre por la santidad de
vida con Dios, y como dice en otra parte- Moisés, le hace adherirse a Él.
lo testifica el Profeta (Sal. 16,2) - no nos pide buenas obras para con Él, sino
que nos ejercitemos en ellas con nuestros prójimos. Por eso el Apóstol con toda
razón pone la perfección de los santos en la caridad (EC. 3, 19; Col. 3,14). Y en
otro lugar la llama "cumplimiento de la ley", diciendo que el que ama a su
prójimo ha cumplido la Ley (Rom. 13,8). y que "toda la Ley en esta sola palabra
se cumple: amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Gál. 5,14). Y no enseña él
con esto más que lo que Cristo mismo nos enseñó al decir: "todas las cosas que
queráis que los hombres hagan con vosotros, también haced vosotros con ellos,
porque esto es la Ley y los Profetas" (M 1. 7, 12).
Es cosa cierta que tanto la Ley como los Profetas conceden el primer lugar a
la fe y a cuanto se refiere al culto legitimo de Dios; y luego, ponen en segundo
lugar la caridad; pero el Señor entiende que en la Ley se nos manda guardar
solamente el derecho y la equidad con los hombres, para ejercitarnos en testificar
el verdadero temor de Dios que hay en nosotros.
1 Cfr. Tomás de Aquino, Suma Teológica, Il, 1, qu. 108, art. 4; etc.
LIBRO 11 - CAPÍTULO VIII 305
(Lv. 19,18). Por tanto, o bien borren estos artículos de la Ley, o bien
confiesen que el Señor ha querido ser legislador al mandar esto, y no un
mero consejero.
Respecto a lo que alegan, que los cristianos viven bajo la ley de la gracia,
esto no quiere decir que deban caminar a rienda suelta sin ley alguna; sino que
han sido injertados en Cristo, por cuya gracia están libres de la maldición de la
Ley, y por cuyo espíritu tienen la Ley escrita en sus corazones. El Apóstol llamó
"ley" a esta gracia, pero no en sen-tido estricto, sino aludiendo a la Ley de Dios,
a la cual en aquella disputa él la oponía; pero estos doctores sin fundamento
alguno ven un gran misterio en ese nombre de "ley".
mente que cuando Pablo llama a la muerte "paga del pecado" (Rorn. 6,23),
muestra bien claramente que ignoraba esta distinción. Además, que estando
nosotros más inclinados de lo que conviene a la hipocresía, no estaba bien
atizar el fuego con tales distinciones, para adormecer las conciencias torpes,
CAPíTULO IX
andan a tientas como ciegos. Y por esto dice san Pablo, que Sata-nás ha
oscurecido sus entendimientos para que no vean la gloria de Cristo, que
resplandece en el Evangelio sin velo alguno que la cubra.
prueba por Isaías que Dios le ha enconmendado esta misión ([s.40,3). En este
sentido también le llamó Cristo "antorcha que ardía y alumbraba" (Jn. 5, 35),
porque no había llegado aún la plena claridad del día.
Todo esto no impide, sin embargo, que sea contado entre los predica-dores
del Evangelio, pues de hecho usó el mismo bautismo que luego fue confiado a
los apóstoles. Mas 10 que el comenzó no se cumplió hasta que Cristo, entrando
en la gloria celestial, lo verificó con mayor libertad y progreso por medio de sus
apóstoles.
CAPÍTULO X
3. Testimonio de la Escritura
Mas como éste tiene mayor interés para lo que ahora tratamos, y porque
respecto a él hay mucha controversia, es preciso que pongamos mayor
diligencia en aclararlo. Nos detendremos, pues, en él; y al mismo tiempo, si
algo falta para explicar claramente los otros dos, lo indicare-mos
brevemente, o lo remitiremos a su lugar oportuno.
Respecto a los tres puntos, el Apóstol nos quita toda duda posible cuando
dice que Dios Padre había prometido antes por sus profetas en [as santas
Escrituras el Evangelio de su Hijo, el cual Él ahora ha publi-cado en el
tiempo que había determi nado (Rom. 1,2). Y que: la j usticia de la fe
enseñada en el Evangelio tiene el testimonio de la Ley y los Pro retas (Rom.
3,21).
3°. Cristo Mediador. Para no alargar demasiado la discusión de una cosa tan
clara, oigamos la admirable sentencia del Señor: "Abraham, vuestro padre, se
gozó de que había de ver mi día; y lo vio, y se gozó" (Jn. 8, 56). Y lo que en este
lugar afirma Cristo de Abraham, el Apóstol muestra que ha sido general en todo
el pueblo fiel, al decir: "Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos"
(Heb.13, 8). Porque no se refiere en este lugar únicamente a la eterna divinidad
de Cristo, sino también a su virtud y potencia, la cual fue siempre manifestada a
los fieles. Por esto la bienaventurada Virgen y Zacarías en sus cánticos llaman a
la sal-vación que ha sido revelada en Cristo "cumplimiento de las promesas que
Dios había hecho a Abraham y a los patriarcas" (Le. 1,54-55; 72-73). Si Dios, al
manifestar a Cristo, ha cumplido el juramento que antes ha bía hecho, no se
puede decir de ningún modo que el fin del Antiguo Testa-mento no haya sido
siempre Cristo y la vida eterna.
LIBRO 11 ~ CAPíTULO X 315
algún tiempo, concluid de aquí cuánto más excelente ha de ser el alimento que
confiere la inmortalidad.
Vemos la razón de que el Señor haya pasado por alto lo que era lo principal
en el maná, y solamente se haya fijado en su utilidad; a saber, que como los
judíos le habían reprochado el ejemplo de Moisés, que había socorrido la
necesidad del pueblo con el remedio del maná, Él responde que era dispensador
de una gracia mucho más admirable, en cuya comparación lo que había hecho
Moisés, y que ellos en tanto esti-maban, apenas tenía valor.
Pero san Pablo, sabiendo que el Señor, al hacer llover maná del cielo, no
solamente había querido mantener los cuerpos, sino también comu-nicar un
misterio espiritual para figurar la vida espiritual, que deblan esperar de Cristo,
trata este argumento, como muy digno de ser expli-cado (1 COl. 10, 1- 5).
Por lo cual podemos concluir sin lugar a dudas que no solamente fueron
comunicadas a los judíos las promesas de la vida eterna y celestial que tenemos
actualmente por la misericordia del Señor, sino que fueron selladas y
confirmadas con sacramentos verdaderamente espirituales. Sobre 10 cual
disputa ampliamente san Agustín contra Fausto, el mani-queo.!
Ahora bien, como Adán, Abel, Noé, Abraham y los demás patriarcas se
unieron a Dios mediante esta iluminación de su Palabra, no hay duda que ha
sido para ellos una entrada en el reino inmortal de Dios; pues era una
auténtica participación de Dios, que no puede tener lugar sin la gracia de la
vida eterna.
cian, sino también respecto al futuro, seguros de que Dios nunca les habla de
faltar.
Asimismo había otra cosa en el pacto, que aún les confirmaba más en que la
bendición les sería prolongada más allá de los límites de la vida terrena; y es que
se les había dicho: Yo seré Dios de vuestros descen-dientes después de vosotros
(Gn. 17,7). Porque si había de mostrarles la buena voluntad que tenía con ellos
ya muertos, haciendo bien a su posteridad, con mucha mayor razón no dejaría de
amarlos a ellos. Pues Dios no es como los hombres, que cambian el amor que
tenían a los difuntos por el de sus hijos, porque ellos una vez muertos no tienen
la facultad de hacer bien a los que querían. Pero Dios, cuya liberalidad no
encuentra obstáculos en la muerte, no quita el fruto de su misericordia a los
difuntos, aunque en consideración a ellos hace objeto de la misma a sus
sucesores por mi! generaciones (Ex.20,6). Con esto ha querido mostrar la
inconmensurable abundancia de su bondad, la cual sus siervos habían de sentir
aun después de su muerte, al describirla de tal manera que habría de redundar en
toda su descendencia.
El Señor ha sellado la verdad de esta promesa, y casi mostrado su
cumplimiento, al llamarse Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob mucho tiempo
después de que hubieran muerto (Éx.3,6; Mt.22,32; Le. 20, 37). Porque seria
ridiculo que Dios se llamara así, si ellos hubieran perecido; pues sería como si
Dios dijera; Yo soy Dios de los que ya no existen. y los evangelistas cuentan
que los saduceos fueron confundidos por Cristo con este solo argumento, de tal
manera que no pudieron negar que Moisés hubiese afirmado la resurrección de
los muertos en este lugar. De hecho, también sabían por Moisés que todos los
consagrados a Dios están en sus manos (Dt. 33,3). De lo cual fácilmente se
colegia que ni aun con la muerte perecen aquellos a quienes el Señor admite
bajo su protec-ción, amparo y defensa, pues tiene a su disposición la vida y la
muerte.
JO. La vida de los patriarcas demuestra que aspiraban por la fe a la patria del
cielo
Consideremos ahora el punto principal de esta controversia; a saber, si los
fieles del Antiguo Testamento fueron instruidos por el Señor de tal manera, que
supiesen que después de esta vida les estaba preparada otra mejor, para que
despreciando la presente, meditasen en la que habia de venir.
En primer lugar, el modo de vida en que los había colocado era un perpetuo
ejercicio, que debía advertirles que eran los hombres más des-dichados del
mundo, si solamente contaba la felicidad de esta vida.
Adán. Adán, el cual, aunque sólo fuera por el recuerdo de la dicha que había
perdido, era infelicísirno, con gran dificultad logra mantenerse pobremente (Gn.
3,17-19). Y como si fuera poco esta maldición de Dios, de allí donde pensaba
recibir gran consuelo, le viene mayor dolor: de sus dos hijos, uno de ellos muere
a manos de su propio hermano (Gn. 4, 8), quedándole aquel a quien con toda
razón había de aborrecer. Abel, muerto cruelmente en la misma flor de la edad,
es un ejemplo de la cala-midad humana.
LIBRO II - CAPíTULO X 319
Noé. Noé gasta buena parte de su vida en construir con gran trabajo y
fatiga el arca, mientras que el resto de la gente se entregaba a sus diver-
siones y placeres (Gn.6, 14-16,22). El hecho de que escape a la muerte le
resulta más penoso que si hubiera de morir cien veces; porque, aparte de que
el arca le sirve de sepulcro durante diez meses, nada podia serIe más
desagradable que permanecer como anegado en los excrementos de los
animales. Y, por fin, después de haber escapado a tantas miserias, encuentra
nuevo motivo de tristeza, al verse hecho objeto de burla de su propio hijo
(Gn. 9,20-24), viéndose obligado a maldecir con su propia boca a aquel a
quien Dios con un gran beneficio había salvado.
11. Abraham
Abraham ciertamente ha de valernos por innumerables testigos, si
consideramos su fe, la cual nos es propuesta como regla perfectísima en el
creer (Gn.12,4); hasta tal punto que para ser hijos de Dios hemos de ser
contados entre su linaje. ¿Qué cosa, pues, puede parecer más contra la razón
que el que Abraham sea padre de los creyentes, y que no tenga siquiera un
rincón entre ellos? Ciertamente no pueden borrarlo del nú-mero de los
mismos, ni siquiera del lugar más destacado de todos sin que toda la Iglesia
quede destruida. Pero en lo que toca a su condición en esta vida, tan pronto
como fue llamado por Dios, tuvo que dejar su tierra y separarse de sus
parientes y amigos, que son, en el sentir de los hombres, lo que más se ama
en este mundo; como si el Señor de propó-sito y a sabiendas quisiera
despojarlo de todos los placeres de la vida. Cuando llega a la tierra en la que
Dios le manda vivir, se ve obligado por el hambre a salir de ella. Se va de
allí para remediar sus necesidades a una tierra en la cual, para poder vivir,
tiene que dejar sola a su mujer, lo cual debe haberle sido más duro que míl
muertes. Cuando vuelve a la tierra que se le había señalado como morada, de
nuevo tiene que aban-donarla por el hambre. ¿Qué clase de felicidad es ésta
de tener que habitar en una tierra donde tantas necesidades hay que pasar,
hasta perecer de hambre, si no se la abandona? Y de nuevo se ve obligado
para salvar su vida, a dejar su mujer en el país de Abimelec (Gn.20,2).
Mientras se ve forzado a vagar de un lado para otro, las continuas riñas de
los criados le obligan a tomar la determinación de separarse de su sobrino, al
que quería como a un hijo; separación que sin duda sintió tanto como si le
amputaran un miembro de su propio cuerpo. Al poco tiempo se entera de
que sus enemigos lo llevaban cautivo. Dondequiera que va halla en los
vecinos gran barbarie y violencia, pues no le dejan beber agua ni en los
pozos que con gran trabajo había él mismo cavado; porque si no le hubieran
molestado no hubiera comprado al rey de Gerar el poder de usar los pozos.
Entretanto llega a la vejez, y se ve sin hijos, que es lo más duro y penoso
que puede suceder en aquella edad; de tal manera, que perdida ya toda
esperanza, engendra a Ismael. Pero incluso su nacimiento le costó bien caro,
cuando su mujer Sara le llenaba de oprobios, como si él hubiera alimentado
el orgullo de su esclava y fuera la causa de toda la perturbación de su casa.
Finalmente, nace Isaac; pero la recompensa es que su hijo Ismael, el
320 LIBRO Il - CAPiTULO X
y que nadie objete que Abraham no fue del todo desdichado, pues al fin se
libró ·de tantas dificultades y vivió prósperamente. Porque no se puede decir que
lleva una vida dichosa el que, a través de dificultades sin cuento, después de
largo tiempo, al fin logra salir de ellas, sino el que, sin apenas experimentar
trabajos, ni saber qué son, goza en paz de los bienes de este mundo.
12. Isaac
Vengamos a Isaac, que, si bien no padeció tantos trabajos, sin em-
bargo, el más pequeño placer y alegría le costó grandes esfuerzos. Las miserias
y trabajos que experimentó son suficientes para que un hombre no sea dichoso
en la tierra. El hambre le hace huir de la tierra de Canaán; le arrebatan de las
manos a su mujer; sus vecinos le molestan y le ator-mentan por dondequiera que
va; y esto con tanta frecuencia y de tantas maneras, que se ve obligado a luchar
por el agua, como su padre. Las mujeres de su h ijo Esa ú llenan la casa de
disgustos (Gn. 26,35). Le aflige sobremanera la discordia de sus hijos, y no
puede solucionar tan grave problema más que desterrando a aquel a quien había
otorgado su bendición.
tal manera el momento de su partida, que más bien pareció una huida
afrentosa; e incluso no pudo escapar de la iniquidad de su suegro, sin ser
molestado en el camino por los denuestos e injurias del mismo.
Después de esto se encuentra con otra dificultad mayor, porque al
acercarse a su hermano, contempla ante sí tantos géneros de muertes, como
se pueden esperar de un enem igo cruel (G n. 32, 11); y por eso se ve
atormentado con horribles temores mientras espera su venida. Cuando se
encuentra ante él, se arroja a sus pies medio muerto, hasta que lo ve más
aplacado de lo que se atrevía a esperar (Gn.33,3).
Cuando al fin entra en su tierra se le muere Raquel, a quien amaba
especialmen te (G n. 35, 16-19). Algún tiempo después oye decir que el hijo
que le había dado Raquel, a quien por esta razón amaba más que a los otros,
había sido despedazado por una fiera. Cuánta tristeza experimentó con su
muerte, él mismo nos lo deja ver, pues después de haberlo llorado, no quiere
admitir consuelo alguno, y sólo desea seguir a su hijo muerto. Además, ¿qué
pesar, qué tristeza y dolor no le proporcionaría el rapto y la violación de su
hija, el atrevimiento de sus hijos al vengar tales injurias, que no solamente
fue causa de que le aborreciesen todos los habitantes de aquella región, sino
que incluso le puso en grave peligro de muerte?
Después tuvo lugar el horrendo crimen de su primogénito Rubén, que
debió afligirle muy hondamente; pues si una de las mayores desgracias que
pueden acontecerle a un hombre es que su mujer sea violada, ¿qué hemos de
decir cuando es el propio hijo quien comete tamaña afrenta? Poco después
su familia se ve manchada con un nuevo incesto (Gn, 38,18); de tal manera,
que tal cúmulo de afrentas eran capaces de destrozar el corazón del hombre
más fuerte y paciente del mundo.
y al fin de su vejez, queriendo poner remedio a las necesidades que él y toda
su familia padecían a causa del hambre, le traen la triste nueva de que uno de
sus hijos queda en prisión en Egipto, y para librarlo es necesario enviar a
Benjamín, a quien amaba más que a ningún otro (Gn. 42,34.38').
¿Quién podría pensar que entre tantas desventuras haya tenido un solo
momento para respirar siquiera seguro y tranquilo? Por eso él mismo afirma
hablando con Faraón que los afias de su peregrinación habían sido pocos y
malos (Gn.47,9). El que asegura que ha pasado su vida en continuas
miserias, evidentemente niega que haya experimentado la prosperidad que el
Señor le había prometido. Por tanto, o Jacob era ingrato y ponderaba mallos
beneficios que Dios le había hecho, o decía la verdad al afirmar que habia
sido desdichado en la tierra. Si 10 que decía era verdad, se sigue que no tuvo
puesta su esperanza en las cosas terrenas y caducas.
15. Moisés
Aún no nos hemos detenido en Moisés, del cual dicen los soñadores que
impugnamos, que no tuvo otro cometido que llevar al pueblo de Israel, de carnal
que era a temer y honrar a Dios, prometiéndoles tierras fertilisimas y abundancia
de todo. Sin embargo - si no se quiere delibera-damente negar la luz que
alumbra los ojos - nos encontramos ante la manifiesta revelación del pacto
espiritual.
zón" (Sal. 97,10-11). Y: "Su justicia (de los buenos) permanece para siempre, su
poder será exaltado en gloria; ... el deseo de los impíos pere-cerá" (Sal. 112,9-
10). Y: "Los justos alabarán tu nombre; los rectos morarán en tu presencia" (SaL
140,13). Asimismo: "En memoria eterna será el justo" (SaL 112,6). Y también:
"Jehová redime el alma de sus siervos" (SaI.34,22).
¿Dónde estará esta belleza de los fieles, sino cuando la apariencia de este
mundo se cambie por la manifestación del Reino de Dios? Al poner sus ojos en
aquella eternidad, no haciendo caso de la aspereza de 'las calamidades presentes,
que comprendían son efímeras, con toda' seguri-dad exclamaban: "No dejará
para siempre caído al justo. Mas tú, oh
LIBRO 11 - CAPITULO X 325
Ciertamente que él tenía ante los ojos, no el espectáculo común de este mundo
inconstante y tornadizo como un mar en tempestad, sino 10 que hará el Señor
cuando se siente a juicio para establecer un estado perma-nente del ciclo y de la
tierra, como el mismo Profeta admirablemente lo refiere en otro lugar: "Los que
confían en sus bienes, y de la muchedum-bre de sus riquezas se jactan, ninguno
de ellos podrá en manera alguna redimir al hermano, ni dar a Dios su rescate"
(SaI.49,6-7). A un-que ven que incluso "los sabios mueren; que perecen del
mismo modo que el insensato y el necio, y dejan a otros sus riquezas, su íntimo
pensa-miento es que sus casas serán eternas, y sus habitaciones para generación
y generación; dan sus nombres a sus tierras, mas el hombre no perma-necerá en
honra; es semejante a las bestias que perecen. Este su camino es locura; con
todo, sus descendientes se complacen en el dicho de ellos. Como a rebaños que
son conducidos al Seol, la muerte los pastoreará, y los rectos se enseñorearán de
ellos por la mañana; se consumirá su buen parecer, y el Seol será su morada"
(Sal. 49, 10-14).
En primer lugar, al burlarse de los locos que hallan su reposo en los caducos y
transitorios placeres de este mundo, muestra que los sabios deben buscar otra
felicidad muy distinta; pero con mucha mayor clari-dad todavía expone el
misterio de la resurrección cuando establece el reino de los fieles, después de
predecir la ruina de los impíos. Porque, ¿qué se ha de entender por aquella
expresión suya, "por la mañana", sino la manifestación de una nueva vida que ha
de seguir al terminar la presente?
18. De aqui procedía aquel pensamiento con el que los fieles solían con-solarse
y animarse a tener paciencia en sus infortunios sabiendo que "el enojo de Dios
no dura más que un momento, pero su favor toda la vida"
(Sal. 30,6). ¿Cómo podían ellos dar por terminadas sus aflicciones en un
momento, cuando se veían afligidos toda la vida? ¿En qué contemplaban la
duración de la bondad de Dios hacia ellos, cuando a duras penas podían ni
siquiera gustarla? Si no hubieran levantado su pensamiento por encima de la
tierra, les hubiera sido imposible hallar tal cosa; mas como alzaban sus ojos al
cielo, comprendían que no es más que un momento el tiempo que los santos del
Señor se ven afligidos; y, en cam-bio, los beneficios que han de recibir, durarán
para siempre; y, al revés, entendían que la ruina de los impíos no tendría fin,
aunque hubiesen sido tenidos por dichosos en un plazo de tiempo tao breve
como un sueño.
Esta es la razón de aquellas expresiones suyas: "La memoria del justo será
bendita; mas el nombre del impío se pudrirá" (Prov. 10,7). Y: .. Esti-mada es a
los ojos de Jehová la muerte de sus santos"; "pero la memoria de los impíos
perecerá" (5a].116, 15; 34,21). Y: "Él guarda los pies de
326 LIBRO 11 - CAPÍTULO X
s 11S santos; mas los impíos perecen en las tinieblas" (1 Sm. 2, 9). Todo esto
nos da a entender que ellos conocieron perfectamente que, por más afligidos
que los santos se vean en este mundo, no obstante, su fin será la vida y la
salvación; y, al contrario, la felicidad de los implas es un camino de placer,
por el que insensiblemente se deslizan hacia una muerte perpetua. Por eso
llamaban a la muerte de los incrédulos "muerte de los i ncircu ncisos" (Ez.
28, 10; 31, 18), dando con ello a entender que no teman esperanza de
resurrección. Y David no pudo concebir una maldición más grave de sus
enemigos, que decir: "Sean raídos del libro de los vivientes, y n o sean
escritos entre los justos" (Sal. 69,28).
Isalas. Y por esto hemos de comparar esta sentencia con otra seme-jante
de Isaias: "Tus muertos vivirán, sus cadáveres resucitarán. [Desper-tad y
cantad, moradores del polvo!; porque tu rocío es cual rocío de hortalizas, y la
tierra dará sus muertos. Anda, pueblo mío, entra en tus aposentos, cierra tras
ti tus puertas; escóndete un poquito, por un mo-mento, en tanto que pasa la
indignación. Porque he aquí que Jehová sale de su lugar para castigar al
morador de la tierra por su maldad contra él; Y la tierra descubrirá la sangre
derramada sobre ella, y no encubrirá ya más a sus muertos." (ls.26, 19-21).
328 LIBRO II - CAPíTULO X
22. No quiero, sin embargo decir, que haya que relacionar todos los
pasajes a esta regla. Algunos de ellos, sin figura ni oscuridad alguna,
demuestran la inmortalidad futura, preparada en el reino de Dios para los
fieles. Entre ellos, algunos de los alegados y otros muchos, pero
principalmente dos.
El primero es de Isaías. Dice: "Porque como los cielos nuevos y la nueva
tierra que yo hago permanecerán delante de mí, dice Jehová, así
permanecerá vuestra descendencia y vuestro nombre. Y de mes en mes, y de
día de reposo en día de reposo vendrán todos a adorar delante de mí, dice
Jehová. Y saldrán y verán los cadáveres de los hombres que se rebelaron
contra mí; porque su gusano nunca morirá, ni su fuego se apagará" (Is.
66,22-24).
El otro es de Daniel: "En aquel tiempo se levantará Miguel, el gran
príncipe que está de parte de los hijos de tu pueblo; y será tiempo de
angustia, cual nunca fue desde que hubo gente hasta entonces; pero en aquel
tiempo será libertado tu pueblo, todos los que se hallan escritos en el libro.
Y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados,
unos para la vida eterna, y otros para confusión y vergüenza perpetua" (Dan.
12,1-2).
23. Conclusiones
En cuanto a los otros dos puntos; a saber, que los padres del Antiguo
Testamento han tenido a Cristo por prenda y seguridad del pacto que Dios
había establecido con ellos, y que han puesto en Él toda la confianza de su
bendición, no me esforzaré mayormente en probarlos, pues son fáciles de
entender y nunca han existido grandes controversias sobre ellos.
Concluyamos, pues, con plena seguridad de que el Diablo con todas sus
astucias y artimañas no podrá rebatirlo, que el Antiguo Testamento o pacto
que el Señor hizo con el pueblo de Israel no se limitaba solamente a las
cosas terrenas, sino que contenía también en sí la promesa de una vida
espiritual y eterna, cuya esperanza fue necesario que permane-ciera impresa
en los corazones de todos aquellos que verdaderamente pertenecían al pacto.
Por tanto, arrojemos muy lejos de nosotros la desatinada y nociva opinión
de los que dicen que Dios no propuso cosa alguna a los judíos, o que ellos
sólo buscaron llenar sus estómagos, vivir entre los deleites de la carne,
poseer riquezas, ser muy poderosos en el mundo, tener muchos hijos, y todo
lo que apetece el hombre natural y sin espíritu de Dios. Porque nuestro
Señor Jesucristo no promete actualmente a los suyos otro reino de los ciclos
que aquel en el que reposarán con Abra-ham, Isaac y Jacob (Mt. 8,11).
Pedro aseguraba a los judíos de su tiempo, que eran herederos de la gracia
del Evangelio, que eran hijos de los profetas, que estaban comprendidos en
el pacto que Dios antiguamente ha bía establecido con el pueblo de Israel
(Hch. 3,25).
Y a fin de que no solamente fuese testimoniado con palabras, el Señor ba
querido también demostrarlo con un hecho. Porque en el momento de su
resurrección hizo que muchossantos resucitasen con Él, los cuales "fueron
vistos en Jerusalem" (Mt.27, 52). Esto fue como dar una especie de arras de
que todo cuanto Él había hecho y padecido para redimir al
LIBRO 11 - CAPiTULO X, XI 329
género humano, no menos pertenecía a los fieles del Antiguo Testamento, que a
nosotros mismos. Porque, como lo asegura Pedro, fueron dotados del mismo
Espíritu con q ue nosotros somos regenerados (Hch, 15,8). Y puesto que vemos
que el Espíritu de Dios, que es como un destello de inmortalidad en nosotros,
por lo cual es llamado "arras de nuestra herencia" (Ef 1, 14) habitaba también en
ellos, ¿cómo nos atreveremos a privarles de la herencia de la vida'?
Por esto no puede uno por menos de maravillarse de cómo fue posible que los
saduceos cayesen en tal necedad y estupidez, como es negar la resurrección y la
existencia del alma, puesto que ambas cosas se demues-tran tan claramente en la
Escritura (Hch, 23, 7-8). Ni nos resultaría menos extraña al presente la brutal
ignorancia que contemplarnos en el pueblo judío, al esperar un reino temporal de
Cristo, si la Escritura no nos hubiera dicho mucho antes, que por haber repudiado el
Evangelio serían castigados de esta manera, Porque era muy conforme a la justicia de
Dios, que sus entendimientos de tal manera se cegasen, que ellos mismos,
rechazando la luz del cielo, buscaron por su propia voluntad las tinieblas. Leen a
Moisés, y meditan de continuo sobre él; pero tienen delante de los ojos un velo, que
les impide ver la luz que resplandece en su rostro. Y así permanecerán hasta que se
conviertan a Cristo, del cual se apartan ahora cuan to les es posible (2 COL 3, 14--15),
CAPÍTULO xr
DIFERENCIA ENTRE LOS DOS TESTAMENTOS
mucho más alta, que les daba la certidumbre de que la tierra de Canaán no
era la suprema felicidad y bienaventuranza que deseaba darles.
Por eso Abraham, cuando recibe la promesa de que poseería la tierra de
Canaán no se detiene en la promesa externa de la tierra, sino que por la
promesa superior aneja eleva su entendimiento a Dios en cuanto se le dijo:
"Abram; yo soy tu escudo, y tu galardón será sobre manera grande" (Gn.
15,1). Vemos que el fin de la recompensa de Abraham se sitúa en el Señor,
para que no busque un galardón transitorio y caduco en este mundo, sino en
el incorruptible del cielo. Por tanto, la promesa de la tierra de Canaán no
tiene otra finalidad que la de ser una marca y señal de la buena voluntad de
Dios hacia él, y una figura de la herencia celestial.
De hecho, las palabras de los patriarcas del Antiguo Testamento mues-tran
que ellos lo entendieron de esta manera. Así David, de las bendí-ciones
temporales se va elevando hasta aquella ultima y suprema bendí-ción: .. Mi
corazón y mi carne se consumen con el deseo de ti" (Sal. 84,2).1 "Mi porción
es Dios para siempre" (Sal. 73,26). Y: " Jehová es la porción de mi herencia
y de mi copa" (Sal. t 6, 5). y; "Clamé a ti, oh Jehová; dije: tu eres mi
esperanza, y mi porción en la tierra de los vivientes" (Sal. 142,5).
Ciertamente, los que se atreven a hablar de esta manera confiesan que con su
esperanza van más allá del mundo y de cuantos bienes hay en él.
Sin embargo, la mayoría de las veces los profetas describen la bienaven-
turanza del siglo futuro bajo la imagen y figura que habían recibido del
Señor. En ese sentido han de entenderse las sentencias en las que se dice:
Los malignos serán destruidos, pero los que esperan en Jehová herede-rán la
tierra. Jerusalem abundará en toda suerte de riquezas y Sión tendrá gran
prosperidad (Sa1.37,9; Job 18,17; Prov.2,21-22; con fre-cuencia en Isaías).
Vemos perfectamente que todas estas cosas no com-peten propiamente a la
Jerusalem terrena, sino a la verdadera patria de los fieles; a aquella ciudad
celestial a la que el Señor ha dado su bendi-ción y la vida para siempre (Sal.
132, 13~15; 133,3).
1 Traducción libre.
332 LIBRO 1( - CAPÍTULO XI
Discute allí el Apóstol contra los que no creían posible que las obser-vancias y
ceremonias de la Ley de Moisés fuesen abrogadas sin que se viniese a tierra toda
la religión. Para refutar este error, trae lo que el Profeta mucho antes había dicho
a propósito del sacerdocio de Cristo. Porque habiéndole constituido el Padre
"sacerdote para siempre" (Sal. 110,4), es evidente que el sacerdocio levítico, en
el cual unos sacerdotes se sucedían a otros, queda abolido. Y que esta nueva
institución del sacer-dacio sea mucho más excelente que la otra lo prueba
diciendo que fue confirmada con juramento. Luego añade que al cambiarse el
sacerdocio, necesariamente tuvo que cambiarse el testamento o pacto. Y da como
razón de esta necesidad la debilidad de la Ley, que no era capaz de llevar a la
perfección (Heb. 7, 18-19). Sigue luego exponiendo en qué consistía esta
debilidad de la Ley; a saber, en que su justicia era exterior y no podía por lo
mismo hacer perfectos interiormente según la conciencia a los que la guardaban;
porq ue no podía con los sacrificios de los animales destrui r los pecados ni
consegui r la verdadera santidad (Heb, 9,9). Y concluye que hubo en la Ley una
sombra de los bienes futuros, y no una presencia real; y que por eIJo su papel fue
simplemente preparar para una esperanza mejor, que nos es comunicada en el
Evangelio (Heb. 10,1).
Mas como no hay en ellas nada sólido si no se pasa adelante, prueba el Apóstol
que debian tener fin y ser abolidas, para dar lugar a Jesucristo, que es "fiador y
mediador de otro Testamento mucho más excelente" (Heb. 7, 22), por el cual se ha
adquirido de una vez para siempre salvación eterna para los elegidos, y se han
borrado las transgresiones que había en la Ley.
De ahí el que Cristo llame al cáliz que dio en la Cena a los apóstoles, "cáliz del
Nuevo Testamento en su sangre" (M t. 26,28), para significar que al ser sellado el
Testamento de Dios con su sangre, se cumple entera-mente la verdad, y con ello es
transformado en Testamento nuevo y eterno.
1 Para la exégesis de ciertos pasajes del N. Testamento y la inteligencia del presente capítulo es
esencial esta advertencia de que las ceremonias por sí mismas llevan a veces el nombre de
"Antiguo Testamento". La frase es una cita de San Agustín, Carta 98 a Bonifacio, Nota de la
Edición francesa de la Société Ca/viniste de France,
334 LIBRO 11 - CAPiTULO XI
hice con sus padres el día que tomé su mano para sacarlos de la tierra de Egipto;
porque ellos invalidaron mi pacto, aunque fui yo un marido para ellos, dice
Jehová. Pero éste es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos
días, dice Jehová. Daré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón, y yo
seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo. Y no enseñara más ninguno a
su prójimo, ni ninguno a su hermano, diciendo: Conoce a Jehová; porque todos
me conocerán, desde el más pequeño de ellos hasta el más grande, dice Jehová,
porque perdo-naré la maldad de ellos, y no me acordaré más de su pecado" (Jer.
31,31-34).
De este lugar tomó ocasión el Apóstol para la comparación que esta-blece
entre la Ley, doctrina literal, y el Evangelio, enseñanza espiritual. Llama a la
Ley doctrina literal, predicación de muerte y de condenación, escrita en tablas
de piedra; y al Evangelio, doctrina espiritual, de vida y de justicia, escrita en los
corazones (2 Cor.3,6-7). y añade que la Ley es abrogada, mas que el Evangelio
permanece para siempre.
Como quiera que el propósito del Apóstol ha sido exponer el sentido del
profeta, basta considerar 10 que dice el uno para comprenderlos a los dos. Sin
embargo, hay alguna diferencia entre ellos. El Apóstol pre-senta a la Ley de una
manera mucho más odiosa que el profeta. Y lo hace así, no considerando
simplemente la naturaleza de la Ley, sino a causa de ciertas gentes, que con el
celo perverso que tenían de ella, oscurecían la luz del Evangelio. Él disputa
acerca de la naturaleza de la Ley según el error de ellos y el excesivo afecto que
la profesaban. Y esto hay que tenerlo en cuenta especialmente en san Pablo.
Objeción y respuesta. Si alguno objeta que teniendo los padres del Antiguo
Testamento el mismo Espíritu de fe que nosotros, se sigue que participaron
también de nuestra misma libertad y alegría, respondo que no tuvieron por
medio de la Ley ninguna de ambas cosas, sino que al sentirse oprimidos por ella
y cautivos en la inquietud de la conciencia, se acogieron al Evangelio. Por donde
se ve que fue un beneficio particular del Nuevo Testamento el que se vieran
libres de tales miserias.
Además negamos que hayan gozado de tanta seguridad y libertad, que no
sintieran en absoluto el temor y la servidumbre que les causaba la Ley. Porque
aunque algunos gozasen del privilegio que hablan obtenido mediante el
Evangelio, sin embargo estaban sometidos a las mismas observancias,
ceremonias y cargas de entonces. Estando, pues, obligados a guardar con toda
solicitud las ceremonias, que eran como señales de una pedagogía que, según
san Pablo, era semejante a la servidumbre, y cédulas con las que confesaban su
culpabilidad ante Dios, sin que con ello pagasen lo que debían, con toda razón se
dice que en comparación de nosotros estuvieron bajo el Testamento de
servidumbre, cuando se considera el orden y modo de proceder que el Señor
usaba comúnmente en aquel tiempo con el pueblo de Israel,
En cuanto a que san Agustín1 niega que tales promesas estén compren-didas
bajo el nombre de Antiguo Testamento, le asiste toda la razón. No ha querido
decir más que lo que nosotros afirmamos. Él tenía pre-sentes las autoridades que
hemos alegado de Jeremías y Pablo, en las que se establece la diferencía entre el
Antiguo Testamento y la doctrina de gracia y misericordia. Advierte también
muy atinadamente, que los hijos de la promesa, los cuales han sido regenerados
por Dios y han obedecido por la fe, que obra por la caridad, a los mandamientos,
pertenecen al Nuevo Testamento desde el principio del mundo; y que tuvieron
su esperanza puesta, no en los bienes carnales, terrenos y temporales, sino en los
espirituales, celestiales y eternos; y, particularmente, que creyeron en el
Mediador, por el cual no dudaron que el Espíritu Santo se les daba para vivir
rectamente, y que alcanzaban el perdón de sus pecados siempre que delinquían.
1 Contra dos Cartas de {os Pelagianos; a Bonifacio, lib. IU, cap. IV.
338 LIBRO 11 - CAPiTULO XI
Esto es precisamente lo que yo prentendía probar: que todos los santos, que
según la Escritura fueron elegidos por Dios desde el principio del mundo, han
participado con nosotros de la misma bendición que se nos otorga a nosotros
para nuestra salvación eterna. La única diferencia entre la división que yo he
establecido y la de san Agustín consiste en esto: yo he distinguido entre la
claridad del Evangelio y la oscuridad anterior al mismo, según la sentencia de
Cristo: La Ley y los Profetas fueron hasta Juan Bautista, y desde entonces ha
comenzado a ser predicado el reino de Dios (Mt.ll,13); en cambio San Agustín
no se contenta sola-mente con distinguir entre la debilidad de la Ley y la
firmeza del Evangelio.
14. Pero insisten ellos, ¿de dónde procede esta diversidad, sino de que Dios la
quiso? ¿No pudo Él muy bien, tanto antes como después de la
venida de Cristo, revelar la vida eterna con palabras claras y sin figuras?
LIBRO 11 - CAPÍTULO XI, XII 341
¿No pudo enseñar a los suyos mediante pocos y patentes sacramentos? ¿No
pudo enviar a su Espíritu Santo y difundir su gracia por todo el mundo?
Esto es como si disputasen con Dios porque no ha querido antes crear el
mundo y lo ha dejado para tan tarde, pudiendo haberlo hecho al prin-cipio; e
igualmente, porque ha establecido diferencias entre las estaciones del añ o; entre
verano e invierno; entre el día y la noche.
Por lo que a nosotros respecta, hagamos lo que debe hacer toda per-sona fiel:
no dudemos que cuanto Dios ha hecho, lo ha hecho sabia y justamente, aunque
muchas veces no entendamos la causa de que con-venga hacerlo así. Sería
atribuirnos excesiva importancia no conceder a Dios que conozca las razones de
sus obras, que a nosotros nos están ocultas.
Pero, dicen, es sorprendente que Dios rechace actualmente los sacri-ficios de
animales con todo aquel aparato y pompa del sacerdocio levitico que tanto le
agradaba en el pasado. [Como si las cosas externas y transito-rias dieran
contento alguno a Dios y pudiera deleitarse en ellas! Ya hemos dicho que Dios
no creó ninguna de esas cosas a causa de sí mismo, sino que todo lo ordenó al
bien y la salvación de los hombres.
Si un médico usa cierto remedio para curar a un joven, y cuando tal paciente
es ya viejo usa otro, ¿podremos decir que el tal médico repudia la manera y arte
de curar que antes había usado, y que le desagrada? Más bien responderá que ha
guardado siempre la misma regla; sencillamente que ha tenido en cuenta la edad.
De esta manera también fue conveniente que Cristo, aunque ausente, fuese
figurado con ciertas señales, que anun-ciaran su venida, que no son las que nos
representan que haya venido.
En cuanto a la vocación de Dios y de su gracia, que en la venida de Cristo ha
sido derramada sobre todos los pueblos con mucha mayor abundancia que antes,
¿quién, pregunto, negará que es justo que Dios dispense libremente sus gracias y
dones según su beneplácito, y que ilu-mine los pueblos y naciones según le
place; que haga que su Palabra se predique donde bien le pareciere, y que
produzca poco o mucho fruto, como a Él le agradare; que se dé a conocer al
mundo por su misericordia cuando lo tenga a bien, e igualmente retire el
conocimiento de 51 que anteriormente había dado, a causa de la ingratitud de
los hombres?
Vemos, pues, cuán indignas son las calumnias con que los infieles pretenden
turbar los corazones de la gente sencilla, para poner en duda la justicia de Dios
o la verdad de la Escritura.
CAPÍTU LO XII
Dios, nuestro clementísimo Padre, dispuso lo que sabía nos era más útil y
provechoso. Porque, habiéndonos nuestros pecados apartado total-mente del
reino de Dios, como sí entre Él y nosotros se hubiera inter-puesto una nube,
nadie que no estuviera relacionado con Él podia nego-ciar y concluir la paz.
¿Y quién podia serlo? ¿Acaso alguno de los hijos de Adán? Todos ellos, lo
mismo que su padre, temblaban a la idea de comparecer ante el acatamiento
de la majestad divina. ¿Algún ángel'? También ellos tenían necesidad de una
Cabeza, a través de la cual quedar sólida e indisolublemente ligados y
unidos a Dios. No quedaba más solución que la de que la majestad divina
misma descendiera a nosotros, pues no había nadie que pudiera llegar hasta
ella.
Debía ser "Dios con nosotros"; es decir, hombre. Y así convino que el
Hijo de Dios se hiciera "Emmanuel"; o sea, Dios con nosotros, de tal manera
que su divinidad y la naturaleza humana quedasen unidas. De otra manera
no hubiera habido vecindad lo bastante próxima, ni afinidad lo
suficientemente estrecha para poder esperar que Dios habitase con nosotros.
[Tanta era la enemistad reinante entre nuestra impureza y la santidad de
Dios! Aunque el hombre hubiera perseverado en la integridad y perfección
en que Dios lo había creado, no obstante su condición y estado eran
excesivamente bajos para llegar a Dios sin Mediador. Mucho menos, por lo
tanto, podría conseguirlo, encontrándose hundido con su ruina mortal en la
muerte y en el infierno, lleno de tantas manchas y fétido por su corrupción y,
en una palabra, sumido en un abismo de maldición.
Por eso san Pablo, queriendo presentar a Cristo como Mediador, 10 llama
expresamente hombre: "Un mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo
hombre" (1 Tim. 2, 5). Podría haberlo llamado Dios, o bien omitir el
nombre de hombre, como omitió el de Dios; mas como el Espíritu Santo que
hablaba por su boca, conocía muy bien nuestra debili-dad ha usado como
remedio aptísimo presentar entre nosotros familiar-mente al Hijo de Dios,
como si fuera uno de nosotros. Y así, para que nadie se atormente
investigando dónde se podrá hallar este Mediador, o de qué forma se podría
llegar a Él, al llamarle hombre nos da a entender que está cerca de nosotros,
puesto que es de nuestra carne.
Y esto mismo quiere decir lo que en otro lugar se explica más amplia-
mente; a saber, que "no tenemos un sumo sacerdote que no pueda com-
padecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según
nuestra semejanza, pero sin pecado" (HebA, 15).
más, éste tal demuestra que no le basta con que Cristo se haya entregado a sí
mismo como precio de nuestro rescate.
San Pablo no solamente expone el fin por el cual Cristo ha sido enviado al
mundo, sino que elevándose al sublime misterio de la predestinación, reprime
oportunamente la excesiva inquietud y apetencia del ingenio humano, diciendo:
"Nos escogió (el Padre) en Él antes de la fundación del mundo, en amor
habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de
Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad, para alabanza de la gloria de su
gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado, en quien tenemos redención
por su sangre" (Ef. 1,4-7). Aquí no se supone que la caída de Adán haya
precedido en el tiempo, pero si se demuestra lo que Dios había determinado
antes de los siglos, cuando quería poner remedio a la miseria del género
humano.
Si alguno arguye de ,nuevo que este consejo de Dios dependía de la ruina del
hombre, que El preveía, para mí es suficiente y me sobra saber que todos
aquellos que se toman la libertad de investigar en Cristo o apetecen saber de Él
más de lo que Dios ha predestinado en su secreto consejo, con su impío
atrevimiento llegan a forjarse un nuevo Cristo. Con razón san Pablo, después de
exponer el verdadero oficio de Cristo, ora por los efesios para que les dé espíritu
de inteligencia, a fin de que comprendan la anchura, la longitud, la profundidad
y la altura; a saber, el amor de Cristo que excede toda ciencia (Ef, 3, 16--19);
como si adrede pusiese una valla a nuestro entendimiento, para impedir que se
aparte lo más mínimo cada vez que se hace mención de Cristo, sino que se
limiten a la reconciliación que nos ha traído. Ahora bien, siendo verdad, como
lo asegura el Apóstol, que "Cristo vino al mundo a salvar a los pecadores" (1
Tim.l, 15), yo me doy por satisfecho con esto. Y como el mismo san Pablo
demuestra en otro lugar que la gracia que se nos manifiesta en el Evangelio nos
fue dada en Cristo Jesús antes de los tiern-pos de los siglos (2 Tim, 1,9),
concluyo que debemos permanecer en ella hasta el fin.
7. No tiene, pues, por qué temer Osiander, como lo afirma, que Dios sea
cogido en una mentira, si no hubiera concebido el decreto inmu-
table de hacer hombre a su Hijo. Porque, aunque Adán no hubiera caído, no
hubiera por eso dejado de ser semejante a Dios, como lo son los án-geles; y
sin embargo, no hubiera sido necesario que el Hijo de Dios se hiciera
hombre ni ángel.
Es también infundado su temor de que, si Dios no hubiera determinado en
su consejo inmutable antes de que Adán fuese creado, que Jesucristo había
de ser hombre, no en cuanto Redentor, sino como el primero de los
hombres, su gloria hubiera perdido con ello, ya que entonces hubiera nacido
accidentalmente, para restaurar a[ género humano caído; y de esta manera
hubiera sido creado a la imagen de Adán. Pues, ¿por qué ha de sentir horror
de lo que la Escritura tan manifiestamente enseña: que fue en todas las cosas
semejante a nosotros, excepto en el pecado (Heb. 4, 15)? Y por eso Lucas no
encuentra dificultad alguna en nombrarlo en la genealogía de Adán (Le.
3,38).
Querría saber también por qué san Pablo l1ama a Cristo "segundo Adán"
(1 COL 15,45), sino precisamente porque el Padre lo sometió a la condición
de [os hombres, para levantar a los descendientes de Adán de la ruina y
perdición en que se encontraban. Porque si el consejo de Dios de hacer a
Cristo hombre precedió en orden a la creación, se le debía llamar primer
Adán. Contesta Osiander muy seguro de sí mismo, que es porque en el
entendimiento divino Cristo estaba predestinado a ser hombre y que todos
los hombres fueron formados de acuerdo con Él. Mas san Pablo, por el
contrario, al llamar a Cristo segundo Adán, pone entre la creación del
hombre y su restitución por Cristo, la ruina y perdi-ción que ocurrió,
fundando la venida de Jesucristo sobre la necesidad de devolvernos a
nuestro primer estado. De lo cual se sigue que ésta fue la causa de que Cristo
naciese y se hiciese hombre.
Pero Osiander replica neciamente que Adán, mientras permaneciera en su
integridad, había de ser imagen de sí mismo y no de Cristo. Yo respondo, al
revés, que aunque el Hijo de Dios no se hubiera encarnado jamás, no por eso
hubiera dejado de mostrarse y resplandecer en el cuerpo yen el alma de
Adán la imagen de Dios, a través de cuyos destellos siempre se hubiese visto
que Jesucristo' era verdaderamente Cabeza, y que tenía el primado sobre
todos los hombres.
De esta manera se resuelve la vana objeción, a la que tanta importancia da
Osiander, que los ángeles hubieran quedado privados de Cabeza, si Dios no
hubiera determinado que su Hijo se hiciera hombre, y ello aun-que la culpa
de Adán no lo hubiera exigido. Pues es una consideración del todo
infundada, que ninguna persona sensata le concederá, decir que a Cristo no
le pertenece el primado de los ángeles, sino en cuanto hombre, ya que es
muy fácil de probar lo contrario con palabras de san Pablo, cuando afirma
que Cristo, en cuanto es Verbo eterno de Dios es "el primogénito de toda
creación" (Col. 1,15); no porque haya sido creado, ni porque deba ser
contado entre las criaturas, sino porque el mundo, en la excelencia que tuvo
al principio, no tuvo otro origen. Además de esto, en cuanto que se hizo
hombre es llamado "primogénito de entre los muertos" (Col. 1, 18). El
Apóstol resume ambas cosas y las pone ante
LIBRO 11- CAPíTULO XII 349
nuestra consideración, diciendo que por el Hijo fueron creadas todas las
cosas, para que Él fuese señor de los ángeles; y que se hizo hombre para
comenzar a ser Redentor.
Otro despropósito de Osiander es afirmar que los hombres no tendrían a
Cristo por rey, si Cristo no fuera hombre. ¡Como si no pudiera haber reino
de Dios con que el eterno Hijo de Dios, aun sin hacerse hombre, uniendo a
los ángeles y a los hombres a su gloria y vida celestiales, man-tuviese el
principado sobre ellos! Pero él sigue engañado con este falso principio, o
bien le fascina el desvarío de que la Iglesia estaría sin Cabeza, si Cristo no
se hubiera encarnado. [Como si no pudiera conservar su preeminencia entre
los hombres pala gobernarlos con su divina potencia, y alimentarlos y
conservarlos con la virtud secreta de su Espíritu, como a su propio cuerpo,
igual que se hace sentir Cabeza de los án-geles, hasta que los llevase a gozar
de la misma vida de que gozan los ángeles!
Osiander estima como oráculos infalibles estas habladurías suyas, que
hasta ahora he refutado, acostumbrado como está a embriagarse con la
dulzura de sus especulaciones, y forjar triunfos de la nada. Pero él se gloría
de que posee un argumento indestructible y mucho más firme que los otros:
la profecía de Adán, cuando al ver a Eva, su mujer, exclamó: "Esto ahora es
hueso de mis huesos y carne de mi carne" (Gn.2,23). ¿Cómo prueba que
esto es una profecía? Porque Cristo en san Mateo atribuye esta sentencia a
Dios. ¡Como si todo cuanto Dios ha hablado por los hombres contuviera una
profecía! Según este principio, cada uno de los mandamientos encierra una
profecía, pues todos proceden de Dios. Pero todavía serían peores las
consecuencias, si diéramos oídos a sus desvaríos; pues Cristo habría sido un
intérprete vulgar, cuyo entendi-miento no comprendía más que el sentido
literal, pues no trata de su mística unión con la Iglesia, sino que trae este
texto para demostrar la fidelidad que debe el marido a su mujer, ya que Dios
ha dicho que el hombre y la mujer habían de ser una sola carne, a fin de que
nadie intente por el divorcio anular este vínculo y nudo indisoluble. Si
Osiander reprue-ba esta sencillez, que reprenda a Cristo por no haber
enseñado a sus discípulos esta admirable alegoría que él explica, y diga que
Cristo no ha expuesto con suficiente profundidad lo que dice el Padre.
Ni sirve tampoco como confirmación de su despropósito la cita del
Apóstol, quien después de decir que somos "miembros de su cuerpo", añade
que esto es un gran misterio (Ef. 5,30. 32), pues no quiso decir cuál era el
sentido de las palabras de Adán, sino que, bajo la figura y semejanza del
matrimonio, quiso inducirnos a considerar la sagrada unión que nos hace ser
una misma cosa con Cristo; y las mismas palabras ]0 indican así; pues a
modo de corrección, al afirmar que decía esto de Cristo y de su Iglesia, hace
distinción entre la unión espiritual de Cristo y su Iglesia y la unión
matrimonial. Con lo cual se destruye fácilmente la sutileza de Osiander,
Por tanto, no será menester remover más este lodo, pues ha sido puesto
bien de manifiesto su inconsistencia con esta breve refuta-ción. Bastará,
pues, para que se den por satisfechos cuantos son hijos de Dios, esta breve
afirmación: "Cuando vino el cumplimiento del
350 LIBRO 11 - CAPiTULO XII, XlII
tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la Ley, para
que redimiese a los que estaban bajo la Ley" (Gál.4,4).
CAPÍTULO XIII
En vano replican los adversarios que de esta manera los impíos serían
hermanos de Cristo, puesto que sabemos que los hijos de Dios no nacen de
la carne ni de la sangre, sino del Espíritu por la fe. Por tanto la carne sola no
hace esta unión. Aunque el Apóstol atribuye solamente a los fieles la honra
de ser juntamente con Cristo de una misma sustancia, sin embargo no se
sigue que los infieles no tengan el mismo origen de carne. Así cuando
decimos que Cristo se hizo hombre para hacernos hijos de Dios, este modo
de hablar no se extiende a todos, pues se interpone la fe, para injertamos
espiritualmente en el cuerpo de.Cristo.
También demuestran su necedad al discutir a propósito del nom-bre de
primogénito. Dicen que Cristo debía haber nacido de Adán al principio del
mundo, para que fuese "primogénito entre muchos hermanos" (Rom. 8,29).
Mas este nombre no se refiere a la edad, sino a la dignidad y eminencia que
Cristo tiene sobre los demás.
LIBRO" - CAPíTULO XIII 353
las tribus, de haber tenido las mujeres semen generador. Respondo a esto
que el semen del varón tiene en el orden político la prerrogativa de que la
criatura lleve el nombre del padre, pero eso no impide que la mujer
contribuya por su parte a la generación.
Esta solución hay que extenderla a todas las genealogias que presenta la
Escritura. Muchas veces no hace mención más que de los varones;
¿significa esto que las mujeres no son nada? Hasta un niño puede com-
prender que se las incluye en los varones. Y se dice que las mujeres dan a
luz para sus maridos, porque el nombre de la familia reside siempre entre
los varones. Y así como se ha concedido a los varones, por la dignidad de su
sexo, el privilegio de que según la condición y estado de los padres, los hijos
sean tenidos por nobles o plebeyos; asi, por el con-trario, la ley civil ordena
que, en cuanto a la servidumbre, el niño siga la condición de la madre, como
fruto proveniente de ella; de donde se sigue que la criatura es engendrada
también en parte del semen materno. y por eso desde antiguo en todos los
pueblos se llama a las madres "genitrices" - engendradoras.
Está de acuerdo con esto la Ley de Dios, que prohibiría sin razón el
matrimonio entre tlo y sobrina carnal, si no hubiera consanguinidad. Y seria
también lícito al hombre casarse con su hermana, cuando lo fuese solamente
de madre. También yo admito que en el acto de la generación la mujer tiene
una potencia pasiva; pero añado, que lo que se dice de los hombres, se les
atribuye también a ellas, porque no se dice que Cristo fue hecho por mujer,
sino "de mujer" (GáI.4,4).
Pero hay algunos tan desvergonzados que se atreven a preguntar si es
conveniente que Cristo haya sido engendrado de un semen afectado por la
menstruación. Por mi parte les preguntaré si Jesucristo no se ha alimentado
en la sangre de su madre, lo cual no tendrán más remedio que admitirlo. Con
toda legitimidad se deduce de las palabras de Mateo que, habiendo sido
Jesucristo engendrado de María, fue criado y formado de su semen; como al
decir que Booz fue engendrado de Rahab, se denota una generación
semejante (Mt. 1,5). Ni tampoco pretende Mateo en este lugar hacer a la
Virgen como un canal por el cual haya pasado Cristo; sino que distingue esta
admirable e incomprensible manera de engendrar, de la que es vulgar según
la naturaleza, en que Jesucristo por medio de una virgen fue engendrado de
la raza de David. Porque se dice que Jesucristo ha sido engendrado de su
madre en el mismo sentido y por la misma razón que decimos que Isaac fue
engendrado de Abraham, Salomón de David, y José de Jacob. Pues el
evangelista procede de tal manera que queriendo probar que Jesucristo
procede de David, se con-tenta con la sencilla razón de que fue engendrado
de María. De donde se sigue que él tuvo por inconcuso que Maria era
pariente de José, y, por consiguiente, del linaje de David.
4. Los absurdos de que nos acusan no son más que calumnias pueriles.
Creen que sería grande afrenta y rebajar la honra de Jesucristo, que
perteneciera al linaje de los hombres, porque no podría entonces estar
exento de la ley común, que incluye sin excepción a toda la descendencia de
Adán bajo el pecado. Pero la antítesis que establece san Pablo resuelve
LIBRO 11 ~ CAPÍTULO XIII, XIV 355
fácilmente tal dificultad; "Como el pecado entró en el mundo por un hombre, y
por el pecado la muerte, de la misma manera por la justicia de uno vino a todos
los hombres la justificación de vida" (Rorn, 5, 12.18). E igualmente la otra
oposición: "El primer hombre es de la tierra, terre-nal; el segundo hombre, que
es el Señor, es del cielo" (1 Cor.15,47). y así el Apóstol, al decir que Jesucristo
fue enviado en semejanza de carne pecadora para que satisfaciese a la Ley
(Rom. 8,3), lo exime expresa-mente de la suerte común, para que fuera
verdadero hombre sin vicio ni mancha alguna.
Muestran también muy poco sentido cuando argumentan: Si Cristo fue libre
de toda mancha, y fue engendrado milagrosamente por el Espí-ritu Santo del
semen de la Virgen, se sigue que el semen de las mujeres no es impuro, sino
únicamente el de los hombres. Nosotros no decimos que Jesucristo esté exento
de la mancha y corrupción original por haber sido engendrado de su madre sin
concurso de varón, sino por haber sido santificado por el Espíritu, para que su
generación fuese pura y sin mancha, como hubiera sido la generación antes de la
caída de Adán. Debemos, pues, tener bien presente en el entendimiento, que
siempre que la Escritura hace mención de la pureza de Cristo, se señala su ver-
dadera naturaleza de hombre: pues sería superfluo decir que Dios es puro. E
igualmente la santificación de la que habla san Juan en el capi-tulo diecisiete, no
puede aplicarse a la divinidad.
Respecto a la objeción, que nosotros admitimos dos clases de simientes de
Adán, si Jesucristo, que descendió de ella, no tuvo mancha alguna, carece de
todo valor. La generación del hombre no es inmunda ni viciosa en sí, sino
accidentalmente por la caída de Adán. Por lo tanto, no hemos de maravillarnos
de que Cristo, por quien había de ser restituida la inte-gridad y la perfección,
quedase exento de la corrupción común ..
Nos echan en cara, como si fuera un gran absurdo, que si el Verbo divino se
vistió de carne tendría que estar encerrado en la estrecha prisión de un cuerpo
formado de tierra. Esto es un despropósito. Aunque unió su esencia infinita con
la naturaleza humana en una sola persona, sin embargo no podemos hablar de
encerramiento ni prisión alguna: porque el Hijo de Dios descendió
milagrosamente del cielo, sin dejar de estar en él; Y también milagrosamente
descendió al seno de Maria, y vivió en el mundo y fue crucificado de tal forma
que, entretanto, con su divinidad ha llenado el mundo, como antes.
CAPíTULO XIV
y los hombres" (Lc.2,52); lo que Él mismo declara: que no busca su gloria (Jn.
8,50); que no sabe cuándo será el último día (Me. 13,32); que no habla por sí
mismo (Jn.14, 10); que no hace su voluntad (Jn.6,38); lo que refieren los
evangelistas, que fue visto y tocado (Lc.24,39); todo esto solamente puede
referirse a la humanidad. Porque, en cuanto es Dios, en nada puede aumentar o
disminuir, todo lo hace en vista de sí mismo, nada hay que le sea oculto, todo lo
hace conforme a su voluntad, es invisible e impalpable. Todas estas cosas, sin
embargo, no las atribuye simplemente a su naturaleza humana, sino como
pertenecientes a la persona del Mediador.
La comunicación de propiedades se prueba por loque dice san Pablo, que
Dios ha adquirido a su Iglesia con su sangre (Hch.20,28); y que el Señor de
gloria fue crucificado (l Cor.2,8); asimismo lo que acabamos de citar: que el
Verbo de vida fue tocado. Cierto que Dios no tiene sangre, ni puede padecer, ni
ser tocado con las manos. Mas como Aquel que era verdadero Dios y hombre,
Jesucristo, derramó en la cruz su sangre por nosotros, lo que tuvo lugar en su
naturaleza humana es atri-buido impropiamente, aunque no sin fundamento, a la
divinidad.
Semejante a esto es lo que dice san Juan: que Dios puso su vida por nosotros
(1 Jn. 3,16). También aquí lo que propiamente pertenece a la humanidad se
comunica a la otra naturaleza. Por el contrario, cuando decía mientras vivía en el
mundo, que nadie había subido al cielo más que el Hijo del hombre que estaba
en el cielo (Jn, 3,13), ciertamente que Él, en cuanto hombre y con la carne de
que se había revestido no estaba en el cielo; mas como Él era Dios y hombre, en
virtud de las dos natu-ralezas atribuía a una lo que era propio de la otra.
Por eso con toda razón fue condenado Nestorio en el concilio de Efeso, y
después Eutiques en el de Constantinopla y en el de Calcedonia; puesto que tan
ilícito es confundir las dos naturalezas en Cristo como separarlas; sino que hay
que distinguirlas de tal manera que no queden separadas.
En primer lugar niega que Jesucristo sea Hijo de Dios, más que por-que ha
sido engendrado en el seno de la Virgen por el Espíritu Santo. Su astucia tiende
a que, destruida la distinción de las dos naturalezas, Cristo quede reducido a una
especie de mezcla y de composición hecha de Dios y de hombre, y que sin
embargo, no sea tenido ni por Dios ni por hombre. Porque la conclusión a que
tiende toda su argumentación es: que antes de que Cristo se manifestara como
hombre, no había en Dios más que unas ciertas figuras o sombras, cuya verdad y
efecto comenzó a tener realidad, precisamente cuando el Verbo empezó de veras
a ser Hijo de Dios, según estaba predestinado para este honor.
Por nuestra parte confesamos que el Mediador, que nació de la Virgen María,
es propiamente el Hijo de Dios. Pues ciertamente que Jesucristo
Primera objeción. Nos acusa Servet de que ponemos dos hijos de Dios,
porque decimos que el Verbo eterno, antes de que se encarnara, ya era Hijo de
Dios. ¡Como si dijésemos algo más, sino que el Hijo de Dios se ha manifestado
en la carne! Porque, aunque fue Dios antes de ser hombre, no se sigue de ahí
que comenzó a ser un nuevo dios.
Tampoco es más absurdo nuestro aserto de que el Hijo de Dios se ha
manifestado en la carne, aunque respecto a su generación eterna fue siempre
Hijo. Es lo que significan las palabras que el ángel dijo a María: "el santo Ser
que nacerá, será llamado Hijo de Dios" (Lc.l, 35). Como si dijera: el nombre de
Hijo que en tiempo de la Ley había sido oscuro, en adelante sed célebre y muy
conocido. Con lo cual está de acuerdo lo que d ice san Pablo: que nosotros por
ser hijos de Dios por Cristo clama-mos libremente y con confianza: Abba, Padre
(Rorn.S, 15). ¿Es que los padres del Antiguo Testamento no fueron en su tiempo
tenidos por hijos de Dios? Yo afirmo que, confiados en este derecho, invocaron
a Dios llamándole Padre. Pero como desde que el Hijo Unigénito de Dios se
manifestó al mundo esta paternidad celestial se hizo mucho más mani-fiesta, san
Pablo atribuye este privilegio al reino de Cristo. Sin embargo, debemos tener
como cierto, que Dios jamás ha sido Padre de los ángeles ni de los hombres,
sino respecto a su Hijo Unigénito; y especialmente de los hombres, a los cuales
su propia iniquidad les hizo aborrecibles a Dios; y así nosotros somos hijos por
adopción, porque Jesucristo lo es por naturaleza.
Segunda objeción. Y no hay razón para que Servet replique que esto dependía
de la filiación que Dios había determinado en su consejo; por-que aquí no se
trata de las figuras, como la expiación de los pecados fue representada por la
sangre de los animales. Mas como quiera que los padres bajo la Ley no podían
ser de veras hijos de Dios de no haber estado su adopción fundada sobre la
Cabeza, quitar a ésta lo que ha sido común a sus miembros, sería un disparate.
Más aún; como quiera que la Escritura llama a los ángeles hijos de Dios
(SaI.82, 6), bien que su dignidad no dependía de la redención futura, es
necesario que Cristo los preceda en orden, ya que a Él le pertenece
reconciliarlos con el Padre.
Resumiré esto, aplicándolo al género humano. Como tanto los ángeles como
los hombres, desde el principio del mundo fueron creados, para que Dios fuese
Padre común de todos ellos, según lo que dice san Pablo, que Cristo fue Cabeza
y primogénito de todo lo creado, a fin de que
UBRO 11- CAPíTULO XIV 361
6. Tercera objeción
y si su filiación comenzó al manifestarse Él en carne, se sigue que
fue Hijo respecto a la naturaleza humana. Servet y otros desaprensivos
quieren que Cristo no sea Hijo de Dios, sino en cuanto que se encarnó,
porque fuera de la naturaleza humana no pudo ser tenido por Hijo de Dios.
Respondan entonces si es Hijo según ambas naturalezas y respecto a cada
una de ellas. Ahora bien, según san Pablo, admitimos que Jesu-cristo en su
humanidad es Hijo de Dios, no como los fieles, solamente por adopción y
gracia, sino Hijo natural y verdadero y, por consiguiente, único, para que así
se diferencie de todos los demás. Porque a nosotros, que somos regenerados
a nueva vida, Dios tiene a bien hacernos la merced de tenernos por hijos
suyos; pero se reserva para Jesucristo el nombre de verdadero y único Hijo.
¿Y cómo es Él único entre tantos hermanos, sino porque posee por
naturaleza lo que nosotros hemos recibido por gracia? Nosotros extendemos
esta honra y dignidad a toda la Persona del Mediador, de tal manera, que
Aquel mismo que nació de la Virgen y se ofreció al Padre como sacrificio en
la cruz sea verdadera y propia. mente Hijo de Dios; todo ello por razón de la
divinidad. Así lo enseña san Pablo, al decir de sí mismo, que fue "apartado para
el evangelio de Dios, que Él había prometido antes acerca de su Hijo, que era del
linaje de David según la carne, declarado Hijo de Dios con poder" (Rom. 1, 14).
¿Por qué al llamarle expresamente Hijo de David según la carne, iba a decir por
otra parte que era declarado Hijo de Dios, sino porque quería dar a entender que
esto provenia de otro origen? Por eso en el mismo sentido que dijo en otro lugar
que Jesucristo sufrió conforme a la debilidad de la carne, y que ha resucitado
según la virtud del Espiritu (2 COL 13,4), asi ahora establece la diferencia entre
las dos natu-ralezas.
Indudablemente es necesario que esta gente exaltada confiese, quié-ranlo
o no, que así como Jesucristo ha tomado de su madre una natura-leza en
virtud de la cual es llamado Hijo de David, de la misma manera tiene del
Padre otra naturaleza por la cual es llamado Hijo de Dios; lo cual es muy
distinto de la naturaleza humana.
Dos títulos le atribuye la Escritura; unas veces le llama Hijo de Dios;
otras, Hijo del hombre. En cuanto a lo segundo es indudable que es llamado
así, de acuerdo con el modo corriente de hablar de los hebreos, porque
desciende de Adán. Y, por el contrario, yo concluyo que es llamado Hijo de
Dios a causa de su divinidad y esencia eterna; pues no es menos razonable,
que el nombre de Hijo de Dios, se refiera a la naturaleza divina, que el de
Hijo del hombre a la humana.
En conclusión, en e! texto que he citado, e! Apóstol no entiende que el
que según la carne era engendrado de! linaje de David fue declarado Hijo de
Dios, sino en el mismo sentido que en otro lugar, cuando dice, que Cristo, e!
cual descendió de los judíos según la carne, es Dios bendito eternamente
(Rom. 9, 5). Y si en ambos lugares se nota la diferencia entre
362 LIBRO II - CAPITULO XIV
las dos naturalezas, ¿en virtud de qué niegan éstos que Jesucristo, hijo de
hombre según la carne, sea Hijo de Dios respecto a su naturaleza divina?
7. Cuarta objeción
Para defender su error, insisten mucho en los siguientes pasajes: que
Dios "no escatimó ni a su propio Hijo" (Rom.8,32); que Dios mandó al
ángel a decir que el que naciese de la Virgen fuese llamado "Hijo del
Altísimo" (Le. 1,32). Mas, a fin de que no se enorgullezcan con tan vana
objeción, consideren un poco la fuerza de tal argumento.
Si quieren concluir que Jesucristo es llamado Hijo de Dios después de ser
concebido, y, por tanto, que ha comenzado a serlo después de su
concepción, se seguiría que el Verbo, que es Dios, habría comenzado a
existir después de su manifestación como hombre, porque san Juan dice que
anuncia el Verbo de vida que tocó con sus manos (1 Jn.1, 1). Asi-mismo,
dentro de su manera de argumentar, ¿cómo interpretad n lo que dice el
profeta: "Pero tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá,
de ti me saldrá el que será Señor en Israel; y sus salidas son desde el
principio, desde los días de la eternidad" (Miq.5,2)?
Ya he expuesto que nosotros no seguimos ni remotamente la opinión de
Nestorio, que se imaginó un doble Cristo. Nuestra doctrina es que Cristo nos
ha hecho hijos de Dios juntamente con Él en virtud de su unión fraternal con
nosotros; y la razón de ello es que en la carne que tómo es el Hijo Unigénito
de Dios. San Agustín I nos advierte con mucha prudencia, que es un
maravilles espejo de la admirable y singular gracia de Dios que Jesucristo en
cuanto hombre haya alcanzado una honra que no podía merecer. Por tanto
Jesucristo, ya desde el seno materno, ha sido adornado con la prerrogativa
de ser Hijo de Dios. Sin embargo, no hay que imaginarse en la unidad de la
Persona, mezcla o confusión alguna, que quite a la divinidad lo que le es
propio.
Por lo demás, no hay tampooo absurdo alguno en que el Verbo eterno de
Dios haya sido siempre Hijo de Dios, y que después de encarnarse se le
llame también así, según los diversos aspectos que hay en Jesucristo; lo
mismo que se le llama, bien Hijo de Dios, bien Hijo del hombre, por razones
diversas.
1 De la Corrección y de la Gracia, cap, XI, 30; La Ciudad de Dios, lib. X, cap. XXIX.
LIBRO 11- CAPÍTULO XIV 363
cierta correspondencia y relación con su Hijo unigénito, de quien pro-viene todo
parentesco o paternidad en el cielo y en la tierra (Ef. 3, 14-15).
Y si nos limitamos a discutir el vocablo mismo, Salomón, hablando de la
elevación inmensa de Dios, afirma que tanto Él como su Hijo son
incomprensibles. Estas son sus palabras: "¿Cuál es su nombre, y el nom-bre de
su Hijo, si sabes?" (Prov. 30,4). Sé muy bien que este testimonio tendrá poco
valor para los amigos de disputas; ni tampoco yo insisto particularmente en él,
sino en cuanto sirve para mostrar que los que niegan que Jesucristo haya sido
Hijo de Dios hasta después de haberse hecho hombre, no hacen más que argüir
maliciosamente,
Hay que advertir también que todos los doctores antiguos han estado siempre
de acuerdo y unánimemente así lo han enseñado. Parella es una desfachatez
ridícula e imperdonable la de aquellos que se atreven a escudarse en Ireneo y
Tertuliano", pues ambos confiesan que el Hijo de Dios era invisible, y luego se
hizo visible.
8. Conclusión
y aunque Servet ha acumulado muchas y horrendas blasfemias, que quizás
no todos sus dicípulos se atreverían a confesar, sin embargo todo el que no
reconoce que Jesucristo era Hijo de Dios antes de encarnarse, sí se le urge más,
dejará ver en seguida su impiedad; a saber, que Jesu-cristo no es Hijo de Dios,
sino en cuanto fue concebido en el seno de la Virgen por obra del Espíritu Santo;
lo mismo que antiguamente los maníqueos decían que el alma del hombre no era
más que una derivación de la esencia divina, porque leían que Dios insufló en
Adán un alma viviente (Gn.2,7). Así éstos de tal manera se atan al nombre de
Hijo, que no establecen diferencia entre las dos naturalezas, sino que confusa-
mente afirman que Jesucristo es según su humanidad Hijo de Dios, por-que
según la naturaleza humana es engendrado de Dios. De este modo la generación
eterna de la sabiduría que ensalza Salomón, queda destruí-da; y cuando se habla
del Mediador no se tiene en cuenta la naturaleza divina, o bien en lugar de
Jesucristo se propone un fantasma.
Sería muy útil refutar los enormes errores e ilusiones con que Servet se ha
fascinado a si mismo y a otros, a fin de que, amonestados con tal ejemplo, los
lectores se mantengan dentro de la sobriedad y la modestia; pero creo que no
será necesario, pues ya lo he hecho en otro libro como puesto expresamente con
este fin. J
1 Ireneo, Contra las Herejías, lib. IIJ, cap. XVI, 6; Tertuliano, Contra Praxeas, cap. xv.
• El libro, publicado en latin, lleva por titulo: Declaración para mantener la verdadera fe
que tienen todos los cristianos sobre la Trinidad de las Personas en un solo Dios, por
Calvino contra los errores de Miguel Servet, español. Ginebra, 1554.
364 LIBRO 11 - CAPÍTULO XIV, XV
Ahora bien, si nos atenemos a tales principios, de ellos se sigue que los
puercos y los perros son también hijos de Dios, porque son creados del
semen original de la Palabra de Dios. Y aunque él compone a Jesu-cristo de
tres elementos increados para decir que es engendrado de la esencia divina,
sin embargo lo constituye de tal manera primogénito de las criaturas, que las
piedras en su grado tienen la misma divinidad esen-cial. Para no parecer que
despoja a Cristo de su divinidad, dice que su carric es de la esencia misma de
Dios, y que el Verbo se encarnó en cuanto la carne fue convertida en Dios. De
esta manera, incapaz de entender cómo puede Jesucristo ser Hijo de Dios, si su
carne no procede de la esencia divina y es convertida en divinidad, destruye y
aniquila la segunda y eterna Persona, que es el Verbo, y nos quita al Hijo de
David, prometido por Redentor. Pues él repite con frecuencia que el Hijo fue
engendrado de Dios por presciencia y predestinación, y finalmente fue hecho
hombre de aquella materia que desde el principio resplandecía en Dios en los
tres elementos, y que por fin apareció en la primera claridad del mundo, en la
nube yen la columna de fuego.
Sería cosa de nünca acabar enumerar las contradicciones en que cae a
cada paso. Pero por este resumen comprenderán los lectores cristianos que
este perro se había propuesto apagar con sus fantasías toda esperanza de
salvación. Porque si la carne de Jesucristo fue su divinidad, no hubiera
podido ser su templo. Ni tampoco podría ser nuestro Redentor, sino el que
engendrado del linaje de Abraham y David, fuese verdadera y real-mente
hombre. Y en vano insiste en las palabras de san Juan, que el Verbo fue
hecho carne; pues así como con ellas se refuta el error de Nestorio, así
tampoco se puede confirmar con las mismas la herejía de Eutiques, que ha
renovado Servet ; ya que el propósito del evangelista no fue otro que
establecer la unidad de Persona en las dos naturalezas.
CAPÍTULO XV
encontrar entre los herejes más que de nombre; pero en cuanto al efecto y la
virtud no está entre ellos.'. De la misma manera en el día de hoy, aunque los
papistas digan a boca llena que el Hijo es Redentor del mundo, sin embargo,
como se contentan con confesarlo de boca, pero de hecho le despojan de su
virtud y dignidad, se les puede aplicar con toda propiedad lo que dice san
Pablo, que no tienen Cabeza (Col. 2,19).
Por tanto, para que la fe encuentre en Jesucristo firme materia de
salvación y descanse confiada en Él, debemos tener presente el principio de
que el oficio y cargo que le asignó el Padre al enviarlo al mundo, consta de
tres partes; puesto que ha sido enviado como Profeta, como Rey, y como
Sacerdote. Aunque de poco nos serviría conocer estos títulos, si no
comprendiésemos a la vez el fin y el uso de los mismos. Porque también los
papistas los tienen en la boca, pero fríamente y con muy poco provecho,
pues ni entienden ni saben lo que contiene en sí cada uno de ellos.
Conviene notar aquí otra vez que no recibió la unción para sí, a fin de que
enseñara, sino para todo su cuerpo, a fin de que resplandeciese en la predicación
ordinaria del Evangelio la virtud del Espíritu Santo.
Cristo ha puesto fin a todas las profecías. Queda, pues, por inconcuso y
cierto que con la perfección de su doctrina ha puesto fin a todas las profecias ; de
tal manera que todo el que no satisfecho con el Evan-gelio pretende añadir algo,
anula su autoridad. Porque la voz que desde el cielo dijo: "Este es mi Hijo
amado; a él oid" (Mt. 3,17; 17,5), lo elevó con un privilegio singular por encima
de todos los demás. De la Cabeza se derramó esta unción sobre sus miembros,
como lo había profetizado Joel: "y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas"
(JI. 2,28).
Respecto a la afirmación de san Pablo, que Jesucristo nos ha sido dado "por
sabiduría" (1 Cor.J, 30), y en otro lugar, que en ti "están escondidos todos los
tesoros de la sabiduría y conocimiento" (Col. 2, 3), su sentido es un poco diverso
del argumento que al presente tratamos; a saber, que fuera de Él no hay nada que
valga la pena conocer, y que cuantos comprenden mediante la fe cómo es Él,
tienen el conocí-miento de la inmensidad de los bienes celestiales. Por ello el
Apóstol escribe en otro lugar acerca de sí mismo: "me propuse no saber entre
vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, ya éste crucificado" (1 Cor.2,2): porque
no es lícito ir más allá de la simplicidad del Evangelio. Y la misma dignidad
profética que hay en Cristo tiende a que sepamos que todos los elementos de la
perfecta sabiduría se encierran en la suma de doctrina que nos ha enseñado.
LIBRO Il - CAPÍTULO XV 367
b. Sobre los fieles. También en cuanto al uso particular de cada uno de los
fieles, esta misma eternidad debe elevarnos a la esperanza de la
368 LIBRO 11 - CAPiTULO XV
inmortalidad que nos está prometida. Porque bien vemos que cuanto es
terreno y de este mundo, es temporal y caduco. Por eso Cristo, a fin de
levantar nuestra esperanza al cielo, afirma que su reino no es de este mundo
(Jn.18,36). En resumen, cuando oímos decir que el reino de Cristo es
espiritual, despertados con esta palabra, dejémonos llevar por la esperanza
de una vida mejor; y tengamos por cierto que si ahora estamos bajo la
protección de Jesucristo, es para gozar eternamente del fruto en la otra vida.
De qué nos aprovecha el reino de Cristo. Con esto se nos enseña en pocas
palabras de qué nos aprovecha el reino de Cristo. Porque, no
LIBRO 11 - CAPÍTULO XV 369
La gloria de Cristo. Es lo que dice en otro lugar: que le ha sido dado a Cristo
un nombre que es sobre todo nombre; para que en el nombre de Jesús se doble
toda rodilla y toda lengua confiese que Él está en la gloria de Dios Padre (Flp. 2,
9-11). En estas mismas palabras nos muestra el orden del reino de Cristo tal cual
es necesario para nuestra necesidad presente. Y así concluye muy bien san
Pablo, que Dios en el último día será por sí mismo Cabeza única de su Iglesia;
pues entonces Cristo habrá cumplido enteramente cuanto pertenece al oficio de
regir y conservar la Iglesia, que había sido puesto en sus manos. Por esto mismo
la Escritura le llama comúnmente Señor, porque el Padre le ha constituido sobre
nosotros con la condición de que quiere ejercer su autoridad y dominio por
medio de Él. "Pues aunque haya algunos que se llamen dioses, sea en el cielo, o
en la tierra - como hay muchos dioses y muchos señores - para nosotros, sin
embargo, sólo hay un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas, y
nosotros somos para él; Y un Señor Jesu-cristo, por medio del cual son todas las
cosas, y nosotros por medio de él" (1 Coro8, 5~6); así dice san Pablo. Y de sus
palabras se puede con-cluir legítimamente que Jesucristo es el mismo Dios que
por boca de lsaías dijo q uc era Rey y Legislador de la Iglesia (Is, 33,22). Porque
aunque Cristo declara en muchos lugares que toda la autoridad y el mando que
posee es beneficio y merced del Padre, con esto no quiere decir, sino que reina
con majestad y virtud divina; pues precisamente adoptó la persona de Mediador,
para descender del seno del Padre y de su gloria incomprensible y acercarse a
nosotros.
Debemos obedecer a Cristo. Con lo cual tanto mas nos ha obligado a que de
buen grado y libremente nos sometamos a hacer cuanto nos mandare y a
ofrecerle nuestros servicios con alegría y prontitud de cora-zón. Pues si bien
ejerce el oficio de Rey y de Pastor con los fieles, que voluntariamente se le
someten, sabemos que por el contrario lleva en su mano un cetro de hierro para
quebrantar y desmenuzar como si fueran vasijas de alfarero a todos los rebeldes
y contumaces (Sal. 2,9). Y también
LIBRO 11 - CAPÍTULO XV 371
sabemos que "juzgará entre las naciones, las llenará de cadáveres; que-
brantará las cabezas en muchas tierras" (SaL110,6). De ello se ven ya
algunos ejemplos actualmente; pero su pleno cumplimiento será el último
acto del reino de Jesucristo.
CAPÍTULO XVI
4. Por esta causa dice san Pablo que el amor con que Dios nos amó antes
de que el mundo fuese creado, se funda en Cristo (Ef. 1,4). Esta
doctrina es clara y concuerda con la Escritura, y concilia muy bien los
diversos lugares en los que se dice que Dios ha demostrado el amor que nos
tiene en que entregó a su Hijo Unigénito para que muriese (Jo. 3,16); Y que,
sin embargo, era enemigo nuestro antes de que por la muerte de Jesucristo
fuésemos reconciliados con Él (Rom, 5, 10).
Testimonio de san Agustin. Mas, para que lo que decimos tenga mayor
autoridad entre los que desean [a aprobación de los doctores antiguos,
alegaré solamente un pasaje de san Agustín 1, en el que enseña esto mismo.
"Incomprensible", dice, "e inmutable es el amor de Dios. Porque no
comenzó a amarnos cuando fuimos reconciliados con Él por la sangre de su
Hijo, sino que nos amó ya antes de la creación del mundo, a fin de que
fuésemos sus hijos en unión de su Unigénito, incluso antes de que fuésemos
algo. Respecto a que fuimos reconciliados por la muerte de Jesucristo, no se
debe de entender como si Jesucristo nos hubiese recon-ciliado con el Padre
para que éste nos comenzase a amar, porque antes nos odiase; sino que
fuimos reconciliados con quien ya antes nos amaba, aunque por el pecado
estaba enemistado con nosotros. El Apóstol es testigo de si afirmo la verdad
o no: "Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún
pecadores, Cristo murió por nosotros" (Rorn, 5, 8). Así que ya nos amaba
cuando éramos enemigos suyos y vivíamos mal. Por tanto, de una admirable
y divina manera, aun cuando nos aborrecía, ya nos amaba. Porque 1-:1 nos
aborrecía en cuanto éramos como 1-:1 no nos había hecho, mas como la
maldad no había deshecho del todo su obra, sabía muy bien aborrecer en
nosotros lo que nosotros habíamos hecho, y a la vez amar lo que Él había
hecho." Tales son las palabras de san Agustín.
que estaban bajo la ley" (GáI.4,4). Por ello el mismo Cristo en su bautismo
ha declarado que Él cumplía un acto de justicia al obedecer, poniendo por
obra lo que el Padre le había encargado (M t. 3, 15). En resumen, desde que
tomó la forma de siervo comenzó a pagar el precio de nuestra liberación,
para de esta manera rescatarnos.
Sin embargo, la Escritura, para determinar más claramente el modo de
realizarse nuestra salvación, expresamente lo atribuye a la muerte de Cristo,
como obra peculiar suya. Él mismo afirma que da su vida en rescate por
muchos (M e 20,28). San Pablo asegura que ha muerto por nuestros pecados
(Rom.4,25). San Juan Bautista proclamaba que Cristo había venido para
quitar los pecados del mundo, porque era el Cordero de Dios (Jn. 1,29). En
otro lugar san Pablo dice que somos "justificados gratuitamente por su
gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso
como propiciación por medio de la fe en su sangre" (Rom. 3,24-25); y que
somos reconciliados por su muerte (Rom. S,9). E igualmente, que "al que no
conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos
hechos justicia de Dios en él" (2 Cor. 5,21 ). No seguiré citando autoridades
de la Escritura, po rque sería cosa de nunca acabar, y además tendremos que
citar aun muchos testimonios en el curso de este tratado.
En el sumario de la fe, que comúnmente se llama Simbolo de los Apos-
toles, se guarda el debido orden al pasar del nacimiento de Cristo a su muerte y
resurrección, para demostrarnos que allí está el fundamento de nuestra salvación.
Sin embargo, no se excluye con ello la obediencia que demostró durante todo el
curso de su vida; y así también san Pablo la comprende toda desde el principio al
fin, diciendo que "se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, haciéndose
obediente hasta la muerte, y muerte de cruz" (Flp.2,7-8).
salmo: En el rollo de la Ley está escrito de mí: He aquí que vengo, oh Dios, para
hacer tu voluntad, y tu Ley está en medio de mi corazón. Entonces dije: He aquí
vengo (Heb. 10, 5; Sal. 40,8-9).
Hay que advertir aquí dos cosas, que ya los profetas habían anunciado y dan
un consuelo muy grande a nuestra fe. Porque cuando oímos decir que Jesucristo
fue llevado del tribunal del juez a la muerte, y que fue crucificado entre dos
ladrones, en ello vemos el cumplimiento de aq uella profecía que cita el
evangelista: "Y fue contado entre los inicuos" (Is, 53,9; Me. 15,28). ¿Por qué
esto? Evidentemente por hacer las veces de pecador, y no de justo e inacente;
pues Él no moría por la justicia, sino por el pecado. Por el contrario, cuando
oímos que fue absuelto por boca del mismo que lo condenó a muerte - pues más
de una vez se vio obligado Pilato a dar públicamente testimonio de su inocencia
- debemos recordar lo que dice otro Profeta: "¿He de pagar lo que no robé"?
(Sal. 69,4).
Así vemos cómo Cristo hacía las veces de un pecador o malhechor; y a la vez
reconoceremos en su inocencia, que más bien padeció la muerte por los pecados
de otros, que por los suyos propios. Y asi padeció bajo el poder de Pondo Pilato,
siendo condenado con una sentencia juri-dica de un gobernador de la tierra,
como un malhechor; y sin embargo, el mismo juez que lo condenó,
públicamente afirmó que no encontraba en Él motivo alguno de condenación
(Jn.18,38).
Vemos, pues, dónde se apoya nuestra absolución; a saber, en que
378 LIBRO 11 - CAPÍTULO XVI
todo cuanto podia sernas imputado para hacer que nuestro proceso fuese
criminal ante Dios, todo ha sido puesto a cuenta de Jesucristo, de tal manera
que Él ha satisfecho por ello. Y debemos tener presente esta recompensa,
siempre que en la vida nos sentimos temerosos y acongo-jados, como si el
justo juicio de Dios, que su Hijo tomó sobre sí mismo, estuviese para caer
sobre nosotros.
6. La crucifixión de Cristo
Además, el mismo género de muerte que padeció no carece de miste-rio.
La cruz era maldita, no sólo según el parecer de los hombres, sino también
por decreto de la Ley de Dios (Dt.21,22-23). Por tanto, cuando Jesucristo
fue puesto en ella, se sometió a la maldición. Y fue necesario que así
sucediese, que la maldición que nos estaba preparada por nues-tros pecados,
fuese transferida a Él, para que de esta manera quedáramos nosotros libres.
LD cual también había sido figurado en la Ley. Porque los sacrificios que se
ofrecian por los pecados eran denominados con el mismo nombre que el
pecado; queriendo dar a entender con ese nombre el Espíritu Santo que tales
sacrificios recibían en sí mismos toda la mal-dición debida al pecado. Así
pues, lo que fue representado en figura en los sacrificios de la Ley de
Moisés, se cumplió realmente en Jesucristo, verdadera realidad y modelo de
las figuras. Por tanto, Jesucristo, para cumplir con su oficio de Redentor ha
dado su alma como sacrificio expia-torio por el pecado, como dice el profeta
(ls. 53, 5.11), a fin de que toda la maldición que nos era debida por ser
pecadores, dejara de sernas imputada, al ser transferida a Él.
y aún más claramente lo afirma el Apóstol al decir: "Al que no cono-ció
pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos
justicia de Dios en él" (2 Coro5,21). Porque el Hijo de Dios siendo purísimo
y libre de todo vicio, sin embargo ha tomado sobre si y se ha revestido de la
confusión y afrenta de nuestras iniquidades, y de otra parte nos ha cubierto
con su santidad y justicia. Lo mismo quiso dar a entender en otro lugar el
Apóstol al decir que el pecado ha sido condenado en la carne de lesucristo
(Rom, 8,3); dando a entender con esto que Cristo al morir fue ofrecido al
Padre como sacrificio expiatorio, para que conseguida la reconciliación por
Él, no sintamos ya miedo y horror de la ira de Dios.
Ahora bien, claro está lo que quiere decir el profeta con aquel aserto:
"Jehová cargó sobre él el pecado de todos nosotros" (Is. 53,6); a saber, que
queriendo borrar nuestras manchas, las tomó sobre sí e hizo que le fueran
imputadas como si Él las hubiera cometido. La cruz, pues, en que fue
crucificado fue una prueba de ello, como lo atestigua el Apóstol. "Cristo",
dice, "nos redimió de la maldición de la ley, hecho por noso-tros maldición
(porque está escrito: Maldito todo el que es colgado de un madero), para que
en Cristo Jesús la bendición de Abraham alcanzase a los gentiles" (Gá1.3,
13; Dt. 27,26). Esto tenía presente. san Pedro, al decir que Jesucristo "llevó
él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero" (1 Pe. 2,24), para
que por la misma señal de la maldición comprendamos más claramente que
la carga con que estábamos nosotros oprimidos, fue puesta sobre sus
espaldas.
LIBRO TI - CAPiTULO XVI 379
Sin embargo, no hay que creer que al recibir sobre sí nuestra maldición
haya perecido en ella; sino que, al contrario, al recibirla le quitó sus fuerzas,
la quebrantó y la destruyó. Por tanto, la fe ve en la condenación de Cristo su
absol ución; y en Su maldición, s 11 bendición. Por ello, no sin causa ensalza
san Pablo tanto el triunfo de Cristo en la cruz, como si la cruz, objeto de
deshonra y de infamia, se hubiera convertido en carro triunfal; porque dice
que el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria,
la anuló, quitándola de en medio y clavándola en la cruz; y que despojó a los
principados y a las potestades, exhibiéndolos públicamente (Col. 2,15). Y no
debe de maravillarnos esto, porque "Cristo, mediante el Espíritu eterno se
ofreció a sí mismo" (Heb. 9,14); de lo cual viene tal cambio.
Mas para "que todas estas cosas arraiguen bien en nuestros corazones, y
permanezcan fijas en ellos, tengamos siempre ante nuestra considera-ción el
sacrificio y la purificación. Porque no podríamos tener confianza total en
que Jesucristo es nuestro rescate, nuestro precio y reconciliación, si no
hubiera sido sacrificado. Por eso se menciona tantas veces en la Escritura la
sangre, siempre que se refiere al modo de la redención; aun-que la sangre
que Jesucristo derramó no solamente nos ha servido de recompensa para
ponernos en paz con Dios, sino que también ha sido como un baño para
purificarnos de todas nuestras manchas.
7. La muerte de Cristo
Viene luego en el Símbolo de los Apóstoles, que "fue muerto y sepul-
tado"; en lo cual se puede ver nuevamente cómo Cristo, para pagar el precio
de nuestra redención, se ha puesto en nuestro lugar. La muerte nos tenía
sometidos bajo su yugo; mas Él se entregó a ella para librarnos a nosotros.
Es lo que quiere decir el Apóstol al afirmar que gustó la muerte por todos
(Heb. 2,9.15), porque muriendo hizo que nosotros no muriésemos; o - lo que
es lo mismo ~ con su muerte nos redimió a la vida.
Mas entre Él y nosotros hubo una diferencia; Él se puso en manos de la
muerte como si hubiera de perecer en ella; pero al entregarse a ella sucedió
lo contrario; Él devoró a la muerte, para que en adelante no tuviese ya
autoridad sobre nosotros. En cierta manera Él permitió que la muerte lo
sojuzgase, no para ser oprimido por su poder, sino al con-trario, para
vencerla y destruir a quien nos tenía sometidos a su tiranía. Finalmente, para
destruir por la muerte al que mandaba en la muerte, a saber, el Diablo; y de
esta manera "librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante
toda la vida sujetos a servidumbre" (Heb. 2,14). Y éste fue el primer fruto de
su muerte.
El segundo consistió en que, al participar nosotros de la virtud de la
misma, mortifica nuestros miembros terrenos, para que en adelante no
hagan las obras anteriores; da muerte al hombre viejo que hay en noso-tros,
para que pierda su vitalidad y no pueda producir ya fruto alguno.
Sea como fuere, es cosa del todo cierta que fue tomada del común sentir
de los fieles. Pues no hay uno solo entre los Padres antiguos que no haga
mención del descenso de Cristo a los infiernos, aunque no en el mismo
sentido. Mas no tiene mayor trascendencia saber por quién y en qué
momento fue introducida en el Símbolo; más bien hemos de procurar que en
él tengamos un sumario perfecto y completo de nuestra fe, y que nada se
ponga en él, que no esté tomado de la purísima Palabra de Dios. No
obstante, si algunos se resisten a admitir esta cláusula por lo que luego
diremos, se verá cuán necesario es ponerla en el sumario de nuestra fe, pues
rechazándola se pierde gran parte del fruto de la muerte de Jesucristo.
hayan querido los Padres antiguos poner una réplica tan superflua y tan sin
propósito del artículo anterior. No dudo que cuantos exami-naren
diligentemente la cuestión, sin dificultad alguna estarán de acuerdo conmigo.
JO. Cristo ha /levado en su alma la muerte espiritual que nos era debida
Mas dejando aparte el Símbolo, hemos de buscar una interpretación más
clara y cierta del descenso de Jesucristo a los infiernos, tomada de la Palabra de
Dios, y que además de santa y piadosa, esté llena de singular consuelo.
382 LIBRO II - CAPÍTULO XVI
la opinión de algunos, que Cristo dijo esto más en atención a los otros, que
por la aflicción que sentía, no es en modo alguno verosímil; pues clara-
mente se ve que este grito surgió de la honda congoja de su corazón.
Con esto, sin embargo, no queremos decir que Dios le fuera adverso en algún
momento, o que se mostrase airado con Él. Porque, ¿cómo iba a enojarse el
Padre con su Hijo muy amado, en quien el mismo afirma que tiene todas sus
delicias (Mt. 3, 17)? O ¿cómo Cristo iba a aplacar con su intercesión al Padre
con los hombres, si le tenía enojado contra si? Lo que afirmamos es que Cristo
sufrió en sí mismo el gran peso de la ira de Dios, porque, al ser herido y afligido
por la mano de Dios, experi-mentó todas las señales que Dios muestra cuando
está airado y castiga. Por eso dice san Hilario ', que con esta bajada a los
infiernos hemos nosotros conseguido el beneficio de que la muerte quede
muerta. Y en otros lugares no se aparta mucho de nuestra exposición; así,
cuando dice": "La cruz, la muerte y los infiernos son nuestra vida". Yen otro
lugar J: "El Hijo de Dios está en los infiernos, pero el hombre es colocado en el
cielo".
Mas, ¿a qué alegar testimonios de un particular, cuando el Apóstol dice lo
mismo, afirmando que este fruto nos viene de la victoria de nuestro Señor
Jesucristo, que estamos libres de la servidumbre a que estábamos sujetos
para siempre a causa del temor de la muerte (Heb. 2,15)'? Convino, pues.que
Jesucristo venciese el temor que naturalmente acongoja y angustia sin cesar a
todos los hombres; lo cual no hubiera podido realizarse, más que peleando. Y
que la tristeza y angustia de Jesucristo no fue corriente, ni concebida sin gran
motivo, luego se verá claramente.
En resumen, Jesucristo combatiendo contra el poder de Satanás, contra el
horror de la muerte, y contra los dolores del infierno alcanzó sobre ellos la
victoria y el triunfo, para que nosotros no temiésemos ya en la muerte
aquello que nuestro Príncipe y Capitán deshizo y destruyó.
t« Nuestra justificación. Cómo sea esto así, se ve muy claramente por las
palabras de san Pablo, cuando dice que Cristo "fue entregado por nuestras
transgresiones, y resucitado para nuestra justificación" (Rom.4,25); como si
dijera que con su muerte se quitó de en medio el pecado, y por su resurrección
quedó restaurada y restituida la justicia. Porque, ¿cómo podría Él, muriendo,
librarnos de la muerte, si hubiera sido vencido por ella? ¿Cómo alcanzamos la
victoria, si hubiera caído en el combate? Por eso distribuimos la sustancia de
nuestra salvación entre la muerte y la resurrección de Jesucristo, y afirmamos
que por su muerte el pecado quedó destruido y la muerte muerta; y que por su
resurrección se estableció la justicia, y la vida renació. Y de tal manera que,
gracias a la resurrección, su muerte tiene eficacia y virtud.
Por esta razón afirma san Pablo que Jesucristo "fue declarado Hijo de
Dios por la resurrección" (Rom. 1,4); porque entonces, finalmente mostró su
potencia celestial, la cual es un claro espejo de su divinidad y un firme
apoyo de nuestra fe. Y en otro lugar asegura que Cristo "fue crucificado en
debilidad", pero "vive por el poder de Dios" (2 Cor.I3,4). En este mismo
sentido, tratando en otra parte de la perfección, dice: "a fin de conocerle, yel
poder de su resurrección" (Flp. 3, 10). Y luego añade, que procura "la
participación de sus padecimientos, llegando a ser seme-jante a él en su
muerte". Con lo cual está de acuerdo lo que dice Pedro, que Dios "le
resucitó de los muertos y le ha dado gloria, para que nuestra fe y esperanza
sean en Dios" (1 Pe.I,21); no porque la fe sea vacilante al apoyarse en la
muerte de Cristo, sino porque la virtud y el poder de Dios que nos guardan
en la fe, se muestra principalmente en la resu-rrecci6n.
Por tanto, recordemos que cuantas veces se hace mención únicamente de
la muerte, hay que entender a la vez lo que es propio de la resurrección; y,
viceversa, cuando se nombra a la sola resurrección, hay que compren-der lo
que compete particularmente a la muerte.
Mas, como Cristo alcanzó la victoria con su resurrección, para ser
resurrección y vida, con toda razón dice Pablo que la fe queda abolida
LIBRO II - CAPiTULO XVI 387
a su presencia corporal, los consuela diciendo que no los dejará huérfa-nos, sino
que volverá de nuevo a ellos; de una manera invisible, pero más deseable, pues
entonces comprenderán con una experiencia más cierta, que el mando que le
había sido entregado y la autoridad que ejer-citaba, eran suficientes no sólo para
que los fieles viviesen felizmente, sino también para que se sintieran dichosos al
morir. De hecho vemos cuánta mayor abundancia de Espíritu ha derramado,
cuánto más ha ampliado su reino, cuánta mayor demostración ha hecho de su
potencia, tanto en defender a los SUYOS, como en destruir a sus enemigos,
Así pues, al subir al cielo nos privó de su presencia corporal, ~10 para
estar ausente de los fieles que aún andaban peregrinando por el mundo, sino
para gobernar y regir el cielo y la tierra con una virtud mucho más presente
que antes. Realmente, la promesa que nos hizo: "He aquí que yo estoy con
vosotros todos los días, hasta la consumación de los siglos" (Mt. 28, 20), la
ha cumplido con su ascensión, en la cual, así como el cuerpo fue levantado
sobre todos los cielos, igualmente su poder y efi-cacia fue difundida y
derramada más allá de los confines del cielo y de la tierra.
Testimonio de san Agustín. Prefiero explicar esto con las palabras de san
Agustín 1 que con las mías. "Cristo", dice, "había de ir por la muerte a la diestra
del Padre, de donde ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos con su
presencia corporal, como había subido, conforme a la sana doctrina y a la regla
de la fe. Porque según la presencia espiritual había de estar con sus apóstoles
después de su ascensión". Yen otro lugar lo dice más extensa y claramente:
"Según su inefable e invisible gracia se cumple lo que él dice: He aquí que estoy
con vosotros hasta la consuma-ción de los siglos. Mas según la carne que el
Verbo tomó, en cuanto que nació de la Virgen, en cuanto que fue apresado por
los judíos, crucificado en la cruz, bajado de ella, en cuanto fue sepultado y se
manifestó en su resurrección, se cumplió esta sentencia: 'a mí no siempre me
tendréis' (Mt. 26, l l). ¿Por qué? Porque habiendo con versado según la
presencia corporal cuarenta días con sus discípulos, mientras ellos le
acompañaban y le contemplaban sin poder seguirlo, subió al cielo; y ya no está
aquí, porque está sentado a la diestra del Padre (Hch, 1, 3~9); Y aún est;:i aquí,
porque no se alejó según la presencia de su majestad. Así que según la presencia
de su majestad siempre tenemos a Cristo; mas, según la presen-cia de la carne
muy bien dijo a sus discípulos: 'a mí no siempre me ten-dréis'. Porque la Iglesia
lo tuvo muy pocos días según la presencia de la carne; ahora lo tiene por la fe, y
no lo ve con sus ojos" 2.
Se engañan, pues, los que piensan que con estas palabras simplemente se
indica la bienaventuranza a la que Cristo fue admitido. Y poco im-porta lo que
en el libro de los Hechos testifica san Esteban: que vio a Jesucristo de pie (Hch,
7, 56), porque aquí no se trata de la actítud del cuerpo, sino de la majestad de su
imperio; de manera que estar sentado no significa otra cosa que presidir en el
tribunal celestial.
Asimismo la fe reconoce que Cristo está sentado a la diestra del Padre para
nuestro gran bien. Porque habiendo entrado en el Santuario, fabri-cado no por
mano de hombres, está allí de continuo ante el acatamiento del Padre como
intercesor y abogado nuestro (Heb. 7,25; 9, 11). De esta manera hace que su
Padre ponga los ojos en su justicia y que no mire a nuestros pecados; y asl nos
reconcilia con Él, y nos abre el camino con su intercesión para que nos
presentemos ante su trono real, haciendo que se muestre gracioso y clemente el
que para los miserables pecadores es causa de horrible espanto.
El tercer fruto que percibe la fe es la potencia de Cristo, en la cual descansa
nuestra fuerza, virtud, riquezas y el motivo de gloriarnos frente al infierno.
Porque, "subiendo a lo alto, llevó cautiva la cauti-vidad" (Ef.4,8), y despojando
a sus enemigos enriqueció a su pueblo y cada dla sigue enriqueciéndolo con
dones y mercedes espirituales.
Está, pues, sentado en lo alto, para que, derramando desde alli su virtud sobre
nosotros, nos vivifique con la vida espiritual, nos santifique con su Espíritu,
adorne a su Iglesia con diversos y preciosos dones, la conserve con su amparo
contra todo daño y obstáculo; para reprimir y confundir con su potencia a todos
los feroces enemigos de su cruz. y de nuestra salvación; y, finalmente, para
tener absoluto poder y auto-ridad en el cielo y en la tierra, hasta que venza y
derribe por tierra a todos sus enemigos, que también lo son nuestros, y termine
de edificar su Iglesia.
He aquí cuál es el verdadero estado de su reino y la potencia que el Padre
le ha dado hasta que lleve a cabo el acto último, viniendo a juzgar a los
vivos y a los muertos.
seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el
aire" (1 Tes. 4,16--17).
Es verosímil que este artículo haya sido tomado de un sermón de Pedro, que
menciona Lucas en los Hechos (Hch. 10,42), y de la solemne exhortación de san
Pablo a Timoteo (2 Tim. 4,1).
Origen del Símbolo de los Apóstoles. Hasta aquí he seguido el orden del
Símbolo de los Apóstoles, pues como en pocas palabras contiene los puntos
principales de nuestra redención, puede servir como tabla en la que considerar en
particular 10 que principalmente hemos de notar en Cristo.
Al llamarlo Símbolo de los Apóstoles no me preocupo mayormente de
investigar quién pueda haber sido su autor, Los antiguos de común acuerdo lo
atribuyen a los apóstoles, sea porque pensaban que los apóstoles lo habían
dejado redactado, o por dar autoridad a la doctrina que sabían procedla de ellos,
y se había ido transmitiendo de mano en mano. Yo no dudo que este sumario ha
sido admitido y ha gozado de autoridad como una confesión aprobada por
común y público consen-timiento de todos los fieles, ya desde el principio
mismo de la Iglesia, e incluso en tiempo de los apóstoles. Y no es verosímil que
haya sido compuesto por un hombre particular, ya que desde el principio ha sido
tenido en gran veneración entre todos los fieles.
Lo que ante todo debemos saber es que en él se cuenta sucinta y clara-mente
toda la historia de nuestra fe y que nada se contiene en él que no pueda
confirmarse con sólidos y firmes testimonios de la Escritura.
Conocido esto, es inútil fatigarse o disputar sobre quién lo ha podido
componer; a no ser que haya alguno que no se dé por satisfecho con poseer con
toda certeza la verdad del Espíritu Santo, si no sabe a la vez por boca de quién
ha sido anunciada, o qué mano la ha redactado.
1 Cfr. san Ambrosio, Sobre Jacob )' la Vida Bienaventurada, lib. 1, cap. 6,
392 LIBRO 11 - CAPiTULO XVI, XVII
CAPíTULO XVII
podido merecer ser tomado por el Verbo cae terno con el Padre en unidad
de Persona, para ser Hijo unigénito de Dios? Muéstrase, pues, en nuestra
Cabeza la misma fuente de gracia de la cual corren sus diversos arroyos
sobre todos sus miembros, a cada uno conforme a su medida. Con esta
gracia cada uno es hecho cristiano desde el principio de su fe, como por.
ella, desde que comenzó a existir, este hombre fue hecho Cristo". Y en otro
lugar}: "No hay ejemplo más ilustre de predestinación que el mismo
Mediador. Porque el que lo ha hecho hombre justo del linaje de David, para
que nunca fuese injusto, y ello sin mérito alguno precedente de su voluntad,
es el mismo que hace justos a los que eran injustos, haciéndolos miembros
de esa Cabeza".
Por tanto, al tratar del mérito de Jesucristo no ponemos el principio de su
mérito en Él, sino que nos remontamos al decreto de Dios, que es su causa
primera, en cuanto que por puro beneplácito y graciosa voluntad lo ha
constituido Mediador, para que nos alcanzase la salvación. Y por ello, sin
motivo se opone el mérito de Cristo a la misericordia de Dios. Porque regla
general es, que las cosas subalternas no repugnan entre sí. Por eso no hay
dificultad alguna en que la justificación de los hombres sea gratuita por pura
misericordia de Dios, y que a la vez intervenga el mérito de Jesucristo, que
está subordinado a la misericordia de Dios.
En cambio, a nuestras obras ciertamente se oponen, tanto el gratuito
favor de Dios, como la obediencia de Cristo, cada uno de ellos según su
orden. Porque Jesucristo no pudo merecer nada, sino por beneplácito de
Dios, en cuanto estaba destinado para que con su sacrificio aplacase la ira
de Dios y con su obediencia borrase nuestras transgresiones.
En suma, puesto que el mérito de Jesucristo depende y procede de la sola
gracia de Dios, la cual nos ha ordenado esta manera de salvación, con toda
propiedad se opone a toda justicia humana, no menos que a la gracia de
Dios, que es la causa de donde procede.
era enemigo nuestro, hasta que se hubo reconciliado en Cristo. A esto se refieren
los siguientes lugares de la Escritura: "Él es propiciación por nuestros pecados"
(1 J n. 2, 2). Y: "Agradó al Padre, por medio de él reconciliar consigo todas las
cosas, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz" (Col. 1,20). Igualmente,
que "Dios estaba en Cristo recon-ciliando consigo al mundo, no tomándoles en
cuenta a los hombres sus pecados" (2 Cor. 5,19). Y: "nos hizo aceptos en el
Amado" (Ef. 1,6). Y. en fin, para que reconciliase con Dios por su cruz a los
judíos y a los gentiles (EL 2, 16).
Hay que notar también cuidadosamente la oposición que sigue: "así como por
la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así
también por la obediencia de uno, los muchos serán cons-tituidos justos" (Rom.
5, 19). Con lo cual quiere decir el Apóstol que,
Finalmente, las figuras antiguas nos enseñan muy bien cuál es la virtud y
eficacia de la muerte de Cristo. Esto mismo 10 expone con toda propie-dad el
Apóstol en la epístola a los Hebreos, sirviéndose del principio: "sin
derramamiento de sangre no se hace remisión" (Heb. 9, 22); de donde concluye,
que Cristo apareció para destruir con su sacrifico el pecado; y que fue ofrecido
para quitar los pecados de muchos. Y antes habla dicho que Cristo, "no por
sangre de machos cabrios ni becerros, sino por su propia sangre, entró una vez
para siempre en el lugar san tí-sima habiendo obtenido eterna redención" (Heb.
9, 12). Y cuando argu-menta, "si la sangre de una becerra santifica para la
purificación de la carne, cuánto más la sangre de Cristo limpiará vuestras
conciencias de obras muertas" (Heb. 9,13-14), es claro que los que no atribuyen
al sacrificio de Jesucristo virtud y eficacia para expiar los pecados, aplacar y
satisfacer a Dios, rebajan en gran manera la gracia y el beneficio de Cristo,
como el mismo Apóstol lo dice poco después: "Por eso es Me-diador de un
nuevo pacto, para que interviniendo muerte para la remi-sión de las
transgresiones que había bajo el primer pacto, los llamados reciban la promesa
de la herencia eterna" (Heb. 9, 15).
Es de notar la semejanza que usa san Pablo; a saber, que Cristo fue "hecho
maldición por nosotros" (GáL 3,13); porque hubiera sido cosa superflua y aun
absurda cargar a Cristo con la maldición, de no ser para que, pagando las deudas
de los demás, les alcanzase justicia.
Claro es también el testimonio de lsaías: "el castigo de nuestra paz fue sobre
él, y por su llaga fuimos nosotros curados"(ls. 53,5), pues si Él no hubiera
satisfecho por nuestros pecados, no se podria decir que había aplacado a Dios
tomando por su cuenta toda la pena a que noso-tras estábamos obligados y
pagando por ella. Y concuerda con esto lo que añade el profeta: "Yo le herí por
la maldad de mi pueblo".
396 LIBRO 11 - CAPÍTULO XVII
También tienen mucho peso aquellas palabras de san Pablo: "pues si por la
Ley fuese la justicia, entonces por demás murió Cristo" (Gál. 2,21). De aq uí
deduci mas que hemos de pedir a Cristo 10 que nos daría la Ley, de haber
alguno que la cumpliese; o lo que es lo mismo, que alcanzamos por la gracia de
Jesucristo lo que Dios prometió en la Ley a nuestras obras: El que hiciere estas
cosas vivirá en ellas (Lv. 18,5). Lo cual se confirma claramente en el sermón que
predicó Pablo en Antioquia, en el cual se afirma que creyendo en Cristo somos
justificados de todas las cosas de que no pudimos serlo por la Ley de Moisés
(Hch.13,39). Por-que si la observancia de la leyes tenido por justicia, ¿quién
puede negar que habiendo Cristo tomado sobre sus espaldas esta carga y
reconcilián-donos con Dios ni más ni menos que si hubiésemos cumplido la Ley,
nos ha merecido este favor y gracia?
Esto mismo es lo que se dice a los Gálatas: "Dios envió a su Hijo nacido bajo
la Ley, para que redimiese a los que estaban bajo la Ley"
LIBRO 11 - CAPiTULO XVII 397
(Gál. 4, 4). ¿A qué fin esta sumisión, si no nos hubiera adquirido la justi-
cia, obligándose a cumplir y pagar lo que nosotros en manera alguna podíamos
cumplir ni pagar?
De ahí procede la imputación de la justicia sin obras, de que habla san Pablo;
a saber, que Dios nos imputa y acepta por nuestra la justicia que sólo en Cristo
se halla (RomA,5-8). Y la carne de Cristo, no por otra razón es llamada
mantenimiento nuestro que porque en Él encontra-mos sustancia de vida (1n.
6,55). Ahora bien, esta virtud no procede sino de que el Hijo de Dios fue
crucificado como precio de nuestra justicia, o como dice san Pablo, que "se
entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante"
(Ef. 5,2). Yen otro lugar, que "fue entregado por nuestras transgresiones, y
resucitado para nuestra justifi-cación" (RomA, 25).
De aqui se concluye que por Cristo no solamente se nos da la salva-ción, sino
que también el Padre en atención a Él nos es propicio y favorable. Pues no hay
duda alguna de que se cumple enteramente en el Redentor lo que Dios anuncia
figuradamente por el profeta Isaías: Yo lo haré por amor de mí mismo, y por
amor de David mi siervo (Is. 37,35). De lo cual es fiel intérprete san Juan,
cuando dice: "vuestros pecados os han sido perdonados por su nombre" (1
Jn.2,12); porque aunque no pone el nombre de Cristo, Juan, según lo tiene por
costumbre, lo insinúa con el pronombre Él. Yen este mismo sentido dice el
Señor: Como yo vivo por el Padre, asimismo vosotros vi viréis por mí (Jn. 6,
57). Con lo cual concuerda lo que dice san Pablo: "Os es concedido a causa de
Cristo, no sólo que creáis en él, sino también que padezcáis por él" (Flm.I,29).
DE LA MANERA DE
PARTICIPAR DE LA GRACIA DE JESUCRISTO.
FRUTOS QUE SE OBTIENEN DE ELLO
Y EFECTOS QUE SE SIGUEN
LIBRO 111 - CAPÍTULO I 401
CAPÍTULO PRIMERO
J. Por el Espíritu Santo, Cristo nos une a Él y nos comunica sus gracias
Hemos de considerar ahora de qué manera los bienes que el Padre
ha puesto en manos de su Unigénito Hijo llegan a nosotros, ya que Él no los ha
recibido para su utilidad personal, sino para SOCorrer y enrique-cer con ellos a
los pobres y necesitados.
Ante todo hay que notar que mientras Cristo está lejos de nosotros y nosotros
permanecemos apartados de Él, todo cuanto padeció e hizo por la redención del
humano linaje no nos sirve de nada, ni nos apro-vecha lo más mínimo. Por
tanto, para que pueda comunicarnos los bienes que recibió del Padre, es preciso
que Él se haga nuestro y habite en noso-tros. Por esta razón es llamado "nuestra
Cabeza" y "primogénito entre muchos hermanos"; y de nosotros se afirma que
somos "i njertados en Él" (Rom.8,29; 1I, 17; Gál.3,27); porque, según he dicho,
ninguna de cuantas cosas posee nos pertenecen ni tenemos que ver con ellas,
mien-tras no somos hechos una sola cosa con Él.
Si bien es cierto que esto lo conseguimos por la fe, sin embargo, como vemos
que no todos participan indiferenciadarnente de la comunicación de Cristo, que
nos es ofrecida en el Evangelio, la razón misma nos invita a que subamos más
alto e investiguemos la oculta eficacia y acción del Espíritu Santo, mediante la
cual gozamos de Cristo y de todos sus bienes.
Ya he tratado l por extenso de la eterna divinidad y de la esencia del Espíritu
Santo. Baste ahora saber que Jesucristo ha venido con el agua y la sangre, de tal
manera que el Espíritu da también testimonio, a fin de que la salvación que nos
adquirió no quede reducida a nada. Porque como san Juan alega tres testigos en
el cielo: el Padre, el Verbo y el Espíritu, igualmente presenta otros tres en la
tierra: el agua, la sangre y el Espíritu (1 Jn. 5, 7-8).
DE. LA FE.
DEFINICiÓN DE LA MISMA Y EXPOSICiÓN DE
SUS PROPIE.DADES
J. INTRODUCCiÓN
Conforme a esto afirma san Pablo que se propuso no saber cosa alguna
406 LIBRO II1 - CAPíTULO 1I
Es cierto que la fe pone sus ojos solamente en Dios; pero hay que añadir
también que ella nos da a conocer a Aquel a quien el Padre envió, Jesucristo.
Porque Dios permanecería muy escondido a nuestras miradas, si Jesucristo no
nos iluminase con sus rayos. Con este fin, el Padre depo-sitó cuanto tenía en su
Hijo, para manifestarse en Él y, mediante esta comunicación de bienes,
representar al vivo la verdadera imagen de su gloria. Porque según hemos dicho
que es preciso que seamos atraídos por el Espíritu para sentirnos incitados a
buscar a Jesucristo, igualmente hemos de advertir que no hay que buscar al
Padre invisible más que en esta su imagen.
De esto trata admirablemente san Agustín1, diciendo que para dirigir
rectamente nuestra fe nos es necesario saber a dónde debemos ir y por dónde; y
luego concluye que el camino más seguro de todos para no caer en errores es
conocer al que es Dios y hombre. Porque Dios es Aquel a quien vamos, y
hombre Aquel por quien vamos. Y lo uno y lo otro se encuentra únicamente en
Jesucristo.
y san Pablo, al hacer mención de la fe que tenemos en Dios, no intenta en modo
alguno rebatir lo que tantas veces inculca y repite de la fe; a saber, que tiene toda su
firmeza en Cristo. E igualmente san Pedro une perfectamente ambas cosas, diciendo
que por Cristo creemos en Dios (1 Pe.1,21).
Por esta razón san Pablo exhortaba a los fieles a que si diferían el uno del
otro, esperasen una mayor revelación de Dios (Flp. 3,15). Y la misma
experiencia nos enseña que, mientras no estemos despojados de la carne, no
podremos entender cuanto desearíamos saber. Carla día, al leer la Escritura,
encontramos muchos pasajes oscuros, que nos con-vencen de nuestra
ignorancia. Con este freno nos mantiene Dios en la modestia, asignando a cada
uno una determinada medida y porción de fe, a fin de que incluso los más
doctos entre los doctores estén siempre prontos a aprender.
De esta manera aquel cortesano que creyó, según Cristo se lo.prometía, que su
hijo sería sano, al llegar a su casa, conforme lo refiere el evange-lista, tornó de
nuevo a creer, sin duda porque al principio tuvo como un oráculo del cielo lo
que había oído de la boca de Cristo, y luego se sometió a su autoridad para
recibir su doctrina (1nA, 53). Sin embargo, hemos de comprender que tuvo tal
docilidad y prontitud para creer, que este termino "creer" en el primer sitio
denota cierta fe particular; en cambio, en el segundo se extiende más, hasta
poner a este hombre en el número de los discípulos de Cristo.
San Juan nos propone un ejemplo muy semejante a éste en los sarnari-ranos,
que creyeron lo que la mujer samaritana les había dicho, y fueron con gran
entusiasmo a Cristo (lo cual es un principio de fe) 1; sin embargo. después de
haber oído a Cristo, dicen: "Ya no creemos solamente por tu dicho, porque
nosotros mismos hemos oído, y sabemos que verdadera-mente éste es el
Salvador del mundo, el Cristo" (JnA,42).
De estos testimonios se deduce claramente que, aun aquellos que no han sido
instruidos en los primeros rudimentos de la fe, con tal que se sientan inclinados
y movidos a obedecer a Dios, son llamados fieles; pero no en sentido propio,
sino en cuanto Dios por su liberalidad tiene a bien honrar con este título el
piadoso afecto de ellos.
Por lo demás, semejante docilidad junto con el deseo de aprender es una cosa
muy distinta de la crasa ignorancia en que yacen los que se dan por satisfechos
con una fe implícita cual se la imaginan los papistas. Porque si san Pablo
condena rigurosamente a los que aprendiendo de continuo no llegan sin
embargo a la ciencia de la verdad, ¿cuánto más no son dignos de censura los que
a sabiendas y de propósito no se pre-ocupan de saber nada (2 Tim.3, 7)?
Sin la Palabra no hay fe. En primer lugar hemos de advertir que hay una
perpetua correspondencia entre la fe y la Palabra o doctrina; y que no se puede
separar de ella, como no se pueden separar los rayos del sol que los produce. Por
esto el Señor exclama por Isaías: "Oíd, y vivirá vuestra alma" (15.55,3).
También san Juan muestra que tal es la fuente de la fe, al decir: "Estas (cosas) se
han escrito para que creáis" (Jn. 20,31). Y el Profeta, queriendo exhortar al
pueblo a creer, dice: "Si oyereis hoy su voz" (Sal. 95,8). En conclusión: esta
palabra "oír" se toma a cada paso en la Escritura por "creer". Y no en vano Dios
por balas distingue a los hijos de la Iglesia de los extraños a ella;' precisamente
por esta nota: "Y todos tus hijos serán enseñados por Jehová" (Is. 54,13).
(Porque si este beneficio fuese general, ¿con qué propósito dirigir tal
razonamiento a unos pocos?)!.
Está de acuerdo con ello el hecho de que los evangelistis pnngan
corrientemente estos dos términos, "fieles" y "discípulos", corno sinóni-mas,
principalmente Lucas en los Hechos de los Apóstoles; e incluso en el capítulo
noveno lo aplica a una mujer (Hch.6,1-2.7;9,1.1O.19.25-26.36.38; 11,26.29;
13,52; 14,20.22.28; 20,1).
Por ello, si la fe se aparta por poco que sea de este blanco al que debe tender,
pierde su naturaleza, y en vez de fe, se reduce a una confusa credulidad, a un
error vacilante del entendimiento. Esta misma Palabra es el fundamento y la
base en que se asienta la fe; si se aparta de ella, se destruye a sí misma.
Quitemos, pues, la Palabra, y nos quedaremos al momento sin fe.
1 Para la teologia tomista, que distingue la "materia" y la "forma", segun los princi-pios de
Aristóteles, la fe puede existir como materia, sin haber recibido su forma, que es la caridad
(Gál. 5,6). Una fc "informe" (o informada) es la que solamente
cree intelectualmente, como la de los demonios de Santiago 2,19, Una fe "formada" por la
caridad es una fe verdadera, una fe viva. Cfr. P. Lombardo. Libro de las Sentencias, III, disto
23, cap. 4 y ss., etc.
z Institucion, IIl, XI, 20.
LIBRO 111 - CAPÍTULO 1I 413
Pero existe aún otro argumento más claro. Como quiera que la fe llega a
Jesucristo, según el Padre nos lo presenta, y Él no nos es presentado únicamente
para justicia, remisión de los pecados y reconciliación, sino también para
santificación y fuente de agua viva, nadie podrá jamás conocerlo y creer en Él
como debe, sin que alcance a la vez la santifica-ción del Espíritu. O bien, de una
manera más clara: la fe se funda en el conocimiento de Cristo, y Cristo no puede
ser conocido sin la santifica-ción de su Espíritu; por tanto se sigue que de
ninguna manera se puede separar la fe de la buena disposición afectiva.
9. Los que suelen alegar las palabras de san Pablo: "si tuviese toda la fe, de tal
manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada
soy" (l Cor.13,2), queriendo ver en estas palabras una fe informe, sin caridad, no
comprenden lo que entiende el Apóstol en este lugar por fe. Habiendo tratado,
en efecto, en el capítulo precedente de los diversos dones del Espiritu, entre los
cuales enumeró la diversidad de lenguas, las virtudes y la profecia, y después de
exhortar a los corintios a que se aplicasen a cosas más excelentes y provechosas
que éstas; a saber, a aquellas de las que puede seguirse mayor utilidad y
provecho para toda la Iglesia, añade: "mas yo os muestro un camino aún más
excelente" (l Cor.12, 10.31); a saber, que todos estos dones, por más excelentes
que sean en si mismos, han de ser tenidos en nada si no sirven a la cari-dad, ya
que ellos son dados para edificación de la Iglesia, y si no son empleados en
servicio de ella pierden su gracia y su valor.
414 LIBRO 111 - CAPÍTULO 11
Para probar esto emplea una división, repitiendo los mismos dones que
antes había nombrado, pero con nombres diferentes. Así, a lo que antes
habia llamado virtudes lo llama luego fe, entendiendo por ambos términos el
don de hacer milagros. Como quiera pues, que esta facultad sea llamada
virtud o fe, y sea un don particular de Dios que cualquier hombre, por impío
que sea, puede tener y abusar de él, como por ejemplo el don de lenguas, de
profecía, u otros dones, no es de extrañar que esté separada de la caridad.
Todo el error de éstos consiste en que, teniendo el vocablo "fe" tan
diversos significados, omiten esta diversidad y discuten acerca de él como
si no tuviera más que un único sentido. El texto de Santiago que alegan en
1
defensa de su error, será explicado en otro lugar.
Aunque concedemos, por razón de enseñanza, que hay muchas clases de
fe cuando queremos demostrar el conocimiento que de Dios tienen los
impios, no obstante reconocemos y admitimos con la Escritura una sola fe
para los hijos de Dios.
b, La fe histórica
Es verdad que hay muchos que creen en un solo Dios y piensan que lo
que se refiere en el Evangelio y en el resto de la Escritura es verdad, según
el mismo criterio con que se suele juzgar la verdad de las historias que
refieren cosas pasadas, o lo que se contempla con los propios ojos.
c. Fe temporal
Algunos van aún más allá, pues teniendo la Palabra de Dios por oráculo
indubitable, no menosprecian en absoluto sus mandamientos, y hasta cierto
punto se sienten movidos por sus amenazas y promesas. Se dice que esta
clase de personas no están absolutamente despro-vistas de fe, pero hablando
impropiamente; sólo en cuanto que no impugnan con manifiesta impiedad
la Palabra de Dios, ni la rechazan o menosprecian, sino que más bien
muestran una cierta apariencia de obediencia.
de haber echado raíces (Le, 8,7. 13 . 14). N o dudamos que éstos, movidos por
un cierto gusto de la Palabra, la desearon, y sintieron su divina virtud; de tal
manera que no solamente engañan a los demás con su hipocresía, sino también a
su propio corazón. Porque ellos están convencidos de que la reverencia que
otorgan a la Palabra de Dios es igual que la piedad, pues creen que la única
impiedad consiste en vituperar o menospreciar abiertamente la Palabra.
Ahora bien, esta recepción del Evangelio, sea cual sea, no penetra hasta el
corazón ni permanece fija en él. Y aunque algunas veces parezca que ha echado
raíces, sin embargo no se trata de raíces vivas. Tiene el corazón del hombre
tantos resquicios de vanidad, tantos escondrijos de mentira, está cubierto de tan
vana hipocresía, que muchísimas veces se engaña a si mismo. Comprendan,
pues, los que se glorian de tales apa-riencias y simulacros de fe, que respecto a
esto no aventajan en nada al diablo (Sant.2,19). Cierto que los primeros de
quienes hablamos son muy inferiores a éstos, pues permanecen como insensibles
oyendo cosas que hacen temblar a los mismos diablos; los otros en esto son
iguales a ellos, pues el sentimiento que tienen, en definitiva se convierte en
terror y espanto.
1 Calvino habla aquí de aquellos que a veces son llamados "justos temporales", justos
que no 10 son más que por algún tiempo. - Es necesario subrayar esta mención, porque
los jansenistas han echo siempre hincapié en esta cuestión de los justos temporales para
separarse de los calvinistas, reprochándoles el no admitida. Cfr. Arnauld, Le
Renversement de la Morale par les erreurs des Calvinistes touchant a la justification, p. 497.
Calvino ha respondido de antemano en las llneas siguientes a sus objeciones sobre la
seguridad de la salvación.
416 LIBRO 111 - CAPÍTULO 11
raíces vivas: por algún tiempo no solamente echará hojas y flores, sino
incluso producirá fruto; sin embargo con el tiempo se va secando hasta que
muere.
En suma, sí la imagen de Dios puede ser arrojada y borrada del enten-
dimiento y del alma del primer hombre a causa de su rebeldía, no es de
extrañar que Dios ilumine a los réprobos con ciertos destellos de su gracia,
y luego permita que se apaguen. Ni hay tampoco obstáculo alguno para que
conceda a algunos una cierta noticia de su Evangelio, y luego desaparezca;
y en cambio la imprima en otros de tal manera, que nunca jamás se vean
privados de ella.
De cualquier manera, debemos tener por incontrovertible que, por
pequeña y débil que sea la fe en los elegidos, como el Espíritu Santo les
sirve de arras y prenda infalible de su adopción, jamás se podrá borrar de sus
corazones lo que Él ha grabado en ellos. En cuanto a la claridad de los
réprobos, finalmente se disipa y perece, sin que podamos decir por ello que
el Espíritu Santo engaña a ninguno, puesto que no vivifica la simiente que
deja caer en sus corazones para preservarla incorruptible, como en los
elegidos.
Por el contrario, vemos que Dios se encoleriza de manera extraña con sus
hijos, a los que sin embargo no deja de amar; mas no que los abo-rrezca,
sino que quiere intimidarlos, dejándoles sentir su enojo, para humillar en
ellos el orgullo y la soberbia de la carne, y para sacudir su pereza e
invitarlos a la penitencia. Por eso ellos, al mismo tiempo sienten que está
enojado contra ellos, o mejor dicho, contra sus pecados, y a la vez que les es
propicio y favorable; porque ellos sin ficción alguna le suplican que tenga a
bien aplacar su ira, y al mismo tiempo con toda confianza y seguridad
libremente se acogen a Él.
Conclusión sobre la fe temporal. Está, pues, claro, por todas estas razones,
que hay muchísimos que no tienen fe verdaderamente arraigada en sus
corazones, y sin embargo, poseen una cierta apariencia de fe;
418 LIBRO 111 - CAPíTULO 11
no que ellos lo finjan así delante de los hombres, sino que, impulsados por un
celo repentino, se engañan a sí mismos con una falsa opinión, y no hay duda que
son mantenidos en esa pereza y torpeza a fin de que no examinen su corazón
como deben. Es probable que pertenecieran a este número aquellos de quienes
habla san Juan, cuando dice que Jesús mismo no se fiaba de ellos, aunque creían
en Él, porque conocía a todos, y sabia lo que había en el hombre (1n.2,24--25).
d. La fe de los hipócritas
Hay otros, con errores mucho peores y mayores, que no se avergüen-
zan de burlarse de Dios y de los hombres. Contra esta clase de hombres, que
impíamente profanan la fe con falsos pretextos, habla ásperamente Santiago
(5ant.2, 14). Ni tampoco san Pablo pediría a los hijos de Dios una fe sin ficción,
de no ser porque muchos osadamente se arrogan lo que no tienen, y con vanas
apariencias engañan al mundo, y a veces incluso a si mismos. Por eso compara
la buena conciencia a un cofre en el cual se guarda la fe, asegurando que
muchos naufragaron en la fe, porque no la guardaron en el cofre de la buena
conciencia (1 Tim. 1, 5. 19).
va siempre unida a la fe, puesto que pone fuera de toda duda la bondad de
Dios, cual nos es propuesta. Pero esto no se puede conseguir sin que
sintamos verdaderamente su dulzura y suavidad, y la experimentemos en
nosotros mismos. Por lo cual el Apóstol deduce de la fe la confianza, y de la
confianza la osadía, diciendo que por Cristo "tenemos seguridad y acceso con
confianza por medio de la fe en él" (EL3, 12). Con estas palabras prueba que no
hay verdadera fe en el hombre, más que cuando libremente y con un corazón
pletórico de seguridad osa presentarse ante el acatamiento divino; osadía que no
puede nacer más que de una abso-luta confianza en nuestra salvación y en la
benevolencia divina. Lo cual es tan cierto, que muchas veces el nombre de fe se
toma como sinónimo de confianza.
didas la fe sostiene los corazones de los fieles. Como la palma, que resiste
todo el peso que le ponen encima y se yergue hacia lo alto, así David,
cuando parecía que iba a hundirse, reaccionando con enojo contra su propia
debilidad no desiste de levantarse hasta Dios. El que luchando contra su
propia flaqueza se esfuerza en sus penalidades por perseverar en la fe e ir
siempre adelante, éste tiene conseguido lo más importante y ha obtenido la
mayor parte de la victoria. Es lo que se deduce de este pasaje de David:
"Aguarda a Jehová; esfuérzate, y aliéntese tu corazón; sí, espera a Jehová" (Sal.
27, 14). Se acusa a sí mismo de timidez, y al repetir una misma cosa dos veces
confiesa que está sometido a numerosas perturbaciones. Sin embargo, no
solamente se siente descontento de sus vicios, sino que se anima y esfuerza en
corregirlos.
Si se compara, por ejemplo, con el rey Acaz, se verá perfectamente la
diferencia entre ambos. El profeta Isaias es enviado para poner remedio al
terror que se había apoderado de aquel rey hipócrita e impío, y le habla de
esta manera: "Guarda, y repósate; no temas" (ls.7,4). Mas, ¿qué hace Acaz?
Como su corazón, según se ha dicho, estaba alborotado, cual suelen ser
agitados de un lado para otro los árboles del monte, él, aun-que recibe la
promesa, no deja de temblar. Es, pues, el salario propio y el castigo de la
infidelidad temblar de tal manera que, en la tentación, el que no busca la
puerta de la fe, se aparta de Dios. Al contrario, los fieles, aunque se ven
agobiados y casi oprimidos por las tentaciones, cobran ánimo y se esfuerzan
en vencerlas, bien que no 10 consigan sin gran trabajo y dificultad. Y como
conocen su propia flaqueza, oran con el Profeta: "No quites de mi boca en
ningún tiempo la palabra de verdad" (Sal. I 19,43), con lo cual se nos enseña
que los fieles a veces se quedan mudos, como si su fe fuera destruida, pero
que a pesar de ello, no des-mayan ni vuelven las espaldas como gentes
derrotadas, sino que prosiguen y van adelante en el combate y orando
recuerdan su torpeza, por lo menos para no caer en la locura de
vanagloriarse.
De esta manera el alma fiel, por mucho que se vea afligida y atormen-tada, al
fin supera todas las dificultades, y no consiente en manera alguna que le sea
quitada la confianza que tiene puesta en la misericordia de Dios. Al contrario,
todas las dudas que la afligen y atormentan se con-vierten en una mayor garantía
de esta confianza.
La prueba de esto es que los santos, cuando más se ven oprimidos por la ira y
el castigo de Dios, entonces es cuando más claman a Él; Y aunque parece que no
han de ser oídos, sin embargo lo invocan. Ahora bien, ¿qué sentido tendría
quejarse, si no esperaran remedio alguno? ¿Cómo podrían determinarse a
invocarlo, si no creyesen que habían de recibir ayuda de Él? De esta manera los
discípulos a los cuales Cristo echa en cara su poca fe, gritaban que perecían ~ y
sin embargo, imploraban su ayuda (Mt.8,25). Ciertamente que al reprenderlos
por su poca fe no los rechaza del número de los suyos, ni los cuenta entre los
incrédulos, sino que los incita a que se desprendan de tal vicio.
De nuevo, pues, afirmamos que jamás puede ser arrancada del corazón de los
fieles la raíz de la fe, sin que en lo profundo del corazón quede algo adherido,
algo inconmovible, por más que parezca que al ser agitado va a ser arrancado;
que su luz jamás sera extinguida de tal manera que no quede al menos algún
rescoldo entre las cenizas; y que por esto se puede juzgar que la Palabra, que es
simiente incorruptible, produce fruto seme-jante a si, cuyo renuevo jamás se
seca ni se pierde del todo.
1 El mismo Calvino dice en su A dí';, {J 10.\ ministros de Ginebra: "He vivido aqui en medio de
combates sorprendentes". Opera Calvini, J X, 891.
426 LIBRO 111 - CAPíTULO 11
y esto es tan cierto, que los santos jamás encuentran mayor motivo y ocasión
de desesperar que cuando sienten, al juzgar por los aconteci-mientos, que la
mano de Dios se alza para destruirlos. Sin embargo, Job afirma: "aunque él me
matare, en él esperaré " (Job 13, 15).
Ciertamente todo sucede así. La incredulidad no reina dentro del cora-zón de
los fieles, sino que los acomete desde fuera; ni los hiere con sus dardos
mortalmente, sino que únicamente los molesta, o de tal manera los hiere que la
herida admite curación. Porque la fe, como dice san Pablo, nos sirve de "escudo"
(EL 6,16). Poniéndola, pues, de escudo recibe los golpes, evitando que nos
hieran totalmente, o al menos los quebranta de modo que no penetren en el
corazón. Por tanto, cuando la fe es sacudida, es como si un esforzado y valiente
soldado se viese obligado, al recibir un fuerte golpe, a retirarse un poco; y
cuando la fe misma es herida, es como cuando del escudo del soldado, por el
gran golpe recibido, salta algún trozo, sin que sea por completo roto y tras-
pasado. Porque el alma fiel siempre podrá decir con David: "Aunque ande en
valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo"
(Sal. 23,4). Ciertamente es cosa que aterra andar por oscuridades de muerte; y
por muy fuertes que sean los fieles, no podrán por menos de temerlas; mas como
se impone en su espíritu el pensamiento de que tienen a Dios presente y que se
cuida de su salvación, esta seguri-dad vence al temor. Porque, como dice san
Agustínt, por muy grandes que sean las maquinaciones y asaltos que el Diablo
dirija contra nosotros, mientras no se apodere de nuestro corazón en el cual reina
la fe, es expul-sado fuera.
cuando toma el ejemplo de la caída de los judíos para exhortar a que "el que
piensa estar firme, mire que no caiga" (1 Cor.lO, 12), nos manda que
andemos vacilando, como si no estuviésemos seguros de nuestra firmeza;
únicamente quita la arrogancia, la confianza temeraria y la presunción de
nuestra propia virtud y de nuestras fuerzas, a fin de que, por ser rechazados
los judíos, los gentiles, que eran admitidos en su lugar, no se
ensoberbecieran y los escarneciesen. Aunque no se refiere solamente a los
fieles, sino también a los hipócritas, que se gloriaban de las solas apariencias
exteriores. Puesto que no amonesta a cada hombre en partí-cular, sino que,
después de establecer la comparación entre los judíos y los gentiles, y de
mostrar que la expulsión de los primeros era justo castigo de su incredulidad
e ingratitud, exhorta a la vez a los gentiles a que no se enorgullezcan y se
glorien de si mismos, no sea que pierdan la gracia de la adopción a que
acababan de ser admitidos. Y así como en la general repulsa de los judíos
habían quedado algunos que no habían perdido el pacto de la adopción, del
mismo modo podria haber algunos gentiles que, careciendo de la verdadera
fe, se gloriasen con la loca confianza de la carne, y abusasen asi de la
bondad de Dios, para su con-denación. Sin embargo, aunque lo que dice san
Pablo se refiriese sola-mente a los fieles y a los elegidos, no se seguiría de
ello ningún inconve-niente. Porque una cosa es reprobar la temeridad, por la
que a veces los santos se ven solicitados según la carne, a fin de que no se
regocijen con vana presunción, y otra, aterrar la conciencia de modo que no
en-cuentre reposo ni seguridad en la misericordia de Dios.
Mas yo pregunto: ¿qué clase de confianza sería ésta, que a cada paso resultara
vencida por la desesperación? Si consideramos a Cristo, dicen, la salvación nos
parece cierta; mas si ponemos los ojos en nosotros, estamos seguros de nuestra
condenación. De aqui concluyen que es nece-
1 De esta manera es condenada de antemano una concepción muy difundida en nuestros días,
que describe la vida religiosa como una tensión dialéctica entre la esperanza y la duda. Y
también es rechazada la acusación demasiado frecuente de "extrinsecismo" formulada contra
el pensamiento de Calvino.
LIBRO 111 - CAPíTULO 11 429
Con todo no niego, como lo acabo de indicarl, que a veces hay ciertas
interrupciones de la fe, porque su debilidad entre tan rudos combates la hace
oscilar de un lado a otro. Y así la claridad de la fe se ve sofocada por la espesa
oscuridad de las tentaciones; pero en cualquier coyuntura, no deja de tender
siempre a Dios.
es tinieblas, las mismas tinieblas, ¿cuán grandes no serán? (Mt. 6,23). ¿Qué
diremos, pues? Sin duda alguna, que el hombre no es más que vani-dad, que
se encuentra reducido a nada, que no es otra cosa sino nada. Mas, ¿cómo es
que el hombre no es absolutamente nada, si Dios tanto se preocupa de él?
¿Cómo puede ser nada aquel en quien Dios tiene puesto su corazón?
Cobremos ánimo, hermanos míos. Aunque no somos nada en nuestros
corazones, puede ser que en el corazón de Dios esté oculta alguna cosa
nuestra. ¡Oh Padre de misericordia! [Oh Padre de los miserables! ¿Cómo
pones tu corazón en nosotros? Porque tu corazón está donde está tu tesoro.
Y ¿cómo somos nosotros tu tesoro, si no somos más que nada? Todas las
gentes son ante ti como si no fuesen; son tenidas por nada; cierto, están así
ante tu acatamiento, pero no dentro de ti. En cuanto al juicio de tu verdad,
son nada; mas no en cuanto al afecto de tu piedad y bondad. Porque Tú
llamas a las cosas que no son, como si fuesen. Y así, las cosas queTú llamas,
noson; ysinembargo, tienen ser en cuanto tú las llamas. Porque, aun cuando
no sean en cuanto a sí mismas, sin embargo son en ti, conforme a lo que
dice san Pablo: No por obras de justicia, sino por el que llama (Rom. 9, 12)."
Después de haber hablado san Bernardo de esta manera, muestra que es
admirable la relación que entre sí tienen estas dos consideraciones, como
sigue: "Ciertamente, las cosas que están unidas entre sí, no se destruyen las
unas a las otras". Y esto 10 dice aún más claramente en la conclusión con
estas palabras: "Si con ambas consideraciones reflexio-namos
diligentemente en lo que somos; o por mejor decir, consideramos en una
cuán nada somos, y en la otra cuán ensalzados estamos, creo que nuestra
gloria quedará debidamente equilibrada; y no es posible que se aumente
atribuyéndola a uno solo, para que nos gloriemos no en noso-tros, sino en el
Señor. Si pensamos que Dios quiere salvarnos, al momento nos sentiremos
libres; esto ya nos permite en cierta manera respirar. Pero hemos de subir
más alto, buscar su casa, buscar su esposa. No olvido lo uno por lo otro, pero
con temor y reverencia afirmo que somos algo en el corazón de Dios; que
somos algo, mas por su misericordia, no por nuestra dignidad."
27. El testimonio de san Juan: "En el amor no hay temor, sino que el perfecto
amor echa fuera el temor" (1 ln.4, 18), no se opone a lo
que decimos, dado que él se refiere al temor de la incredulidad, muy distinto del
temor de los fieles. Porque los impíos no temen a Dios por no ofenderle, si lo
pudieran hacer sin ser castigados; sólo porque saben que es poderoso para
vengarse sienten horror cada vez que oyen hablar de su cólera; y temen su ira,
porque saben que les está inminente y ame-naza con destruirlos.
Por el contrario, los fieles, según hemos dicho, temen mucho más ofender a
Dios, que el castigo que han de padecer por ello; y la amenaza de la pena no los
aterra, como si ya estuviera próximo el castigo, sino que los mueve para no
incurrir de nuevo en él. Por eso el Apóstol, hablan-do a los fieles, dice; "Nadie
se engañe con palabras vanas, porque por estas cosas viene la ira de Dios"
(EfA,6). No los amenaza con que la ira de Dios vendrá sobre ellos, sino que los
exhorta a considerar que la ira de Dios está preparada para destruir a los impíos
a causa de los enormes pecados que antes expone, para que no les toque
experimentarla en si mismos.
Rara vez suele acontecer que los réprobos se despierten y se sientan movidos
por simples amenazas; más bien, endurecidos en su negligencia, aunque Dios
haga caer rayos del cielo, con tal que no sean más que palabras, se endurecen
más en su contumacia. Pero cuando sienten los golpes de su mano, se ven
forzados, mal de su grado, a temer. A este temor comúnmente se le llama servil,
para diferenciarlo del temor volun-tario y libre, cual debe ser el de los hijos para
con sus padres.
Otros sutilmente introducen una tercera especie de temor, en cuanto que el
temor servil y la fuerza, a veces preparan el corazón para que voluntariamente
lleguemos a temer a Dios.
reconciliado con nosotros, no hay motivo para temer que no nos haya de ir todo
bien. Por eso la fe, al conseguir el amor de Dios, tiene las promesas de la vida
presente y futura, y la firme seguridad de todos los bienes tal como se puede
tener por la palabra del Evangelio. Porque con la fe no se promete
evidentemente ni una larga vida en este mundo, ni honra, ni hacienda y riquezas
- puesto que el Señor no ha querido ofrecernos ninguna de estas cosas -, sino
que se da por satisfecha con la certeza de que, por grande que sea la necesidad
que tengamos de las cosas precisas para vivir en este mundo, Dios no nos faltará
jamás. De todas formas, la principal seguridad de la fe se refiere a la esperanza
de la vida futura, que se nos propone en la Palabra de Dios de manera
indubitable.
Sin embargo, todas cuantas miserias y calamidades pueden acontecer en esta
vida presente a los que Dios ha unido a sí con el lazo de su amor, no pueden ser
obstáculo a que su benevolencia les sea felicidad perfecta y plena. Por eso,
cuando quisimos exponer en qué consiste la suma de la felicidad, pusimos la
gracia de Dios como manantial del que proviene todo género de bienes. Y esto
se puede ver a cada paso en la Escritura, pues siempre nos remite al amor que
Dios nos tiene, no solamente cuando se refiere a la salvación, sino cuando se
trata de cualquier bien nuestro. Por esta razón David asegura que cuando el
hombre siente en su corazón la bondad divina, es más dulce y deseable que la
misma vida (SaI.63,3).
En fin, si tuviéramos en grandísima abundancia cuanto deseamos, mas no
estuviéramos seguros del amor o del odio de Dios, nuestra felicidad seria
maldita, y por tanto desdichada. Mas si Dios nos muestra su rostro de Padre,
aun las mismas miserias nos serán motivo de felicidad, pues se convertirán en
ayuda para la salvación. Así san Pablo, acumulando todas las adversidades que
nos pueden acontecer, con todo se gloria de que ellas no pueden separarnos del
amor de Dios (Rom.8,3S). Yen sus oraciones siempre comienza por la gracia,
de la que se deriva toda pros-peridad, Asimismo, David opone únicamente el
favor y amparo de Dios a todos los terrores que pueden perturbarnos: .. Aunque
ande en el valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás
conmigo" (Sa l. 23,4). Por el con tra rio, no podemos por menos que sentimas
inq uietos y vacilantes a no ser que, satisfechos con la gracia de Dios,
busquemos en ella la paz, totalmente persuadidos de lo que dice el Profeta:
"Bien-aventurada la nación cuyo Dios es Jehová, el pueblo que él escogió como
heredad para sí" (Sal. 33, 12).
cuanto que nos remiten a nuestras obras, no prometen más vida que la que podemos
cncon tra r en nosot ros m isrnos.
Por tanto, si no queremos que la fe ande oscilando de un lado a otro, debemos
apoyarla en la promesa de salvación, que el Señor nos promete en su benevolencia y
liberalidad, y más en consideración a nuestra miseria que a nuestra dignidad. Por
eso san Pablo atribuye al Evangelio de modo particular el título de "palabra de fe"
(Rorn. 10,8); título que no concede ni a los mandamientos, ni a las promesas de la
Ley. Y la razón es que no hay nada que pueda fundamentar la fe, sino esta munítica
embajada de la benignidad de Dios por la cual reconcilia al mundo consigo (2 Cor.
5,18-20). De ahí la correspondencia que muchas veces pone entre la fe y el
Evangelio; como cuando dice que el ministerio del Evangelio le ha sido confiado,
para que se obedezca a la fe; y que "es poder de Dios para salvación a todo aquel
que cree"; y que "en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe"
(Rom.I,5.l6.17). Y no es de mara-villar, porque siendo el Evangelio ministerio de
reconciliación de Dios con nosotros, no hay testimonio alguno más suficiente de la
benevolencia de Dios hacia nosotros, cuyo conocimiento busca la fe (2 COL S, 18).
) Pighius (Albert Pighi), teólogo de Lovaina, consejero del Papa, con quien Calvino se
encontró en el Coloquio de Ratisbona en 1541. Calvirio refutó sus controversias contra los
reformadores en su Tratado sobre el Arbitrio Senil, contra fas Calumnias de AliJer(
Pighius, 1543, Opera Falvini, l. VI, 225--404.
a lnstitucion, 111. u, 7.
434 LIBRO 111 - CAPiTULO [1
y que fue principio y causa de aquel acto. Sin embargo, Rebeca muestra con ello
cuán deleznable es el entendimiento humano y cuánto se aparta del recto camino tan
pronto como se permite, por poco que sea, intentar alguna cosa por sirnixmo. Mas,
si bien la falta y flaqueza no sofocan del todo la fe, se nos pone en guardia para que
con toda solicitud estemos pendientes de los labios de Dios. Al mismo tiempo se
confirma lo que hemos dicho: que 1a fe, si no se apoya en 1a Palabra, se des vanece
pronto; como se hubiera desvanecido el espíritu de Sara, de Isaac y de Rebeca, de
no haber sido retenidos por un secreto freno en la obediencia de la Palabra.
32. jo. La promesa gratuita, en la cual se funda la fe, nos es liada por Jesucristo
Nada dice contra esto el que los impíos, cuanto mayores y más con-tinuos
beneficios reciben de la mano de Dios, se hagan más culpables y dignos de
mayor castigo. Porque, como no comprenden o no reconocen que los bienes que
poseen les vienen de la mano de Dios, o si lo reconocen no consideran su
bondad, no pueden comprender la misericordia de Dios más que los animales
brutos, que de acuerdo con su naturaleza gozan del mismo fruto de Su
liberalidad sin pensar en ello.
Tampoco se opone a ello, el que muchas veces menosprecien las pro-mesas
que se les hacen, acumulando sobre sus cabezas por ello un castigo mucho
mayor. Porque, aunque la eficacia de las promesas quedará final-mente patente
cuando las crearnos y aceptemos por verdaderas, sin em-bargo su virtud y
propiedad jamas se extingue a causa de nuestra incre-dulidad e ingratitud.
Por tanto el Señor, al convidamos con sus promesas a que recibamos los
frutos de su liberalidad, y los consideremos y ponderemos como es debido,
juntamente con ello nos demuestra su amor. Por eso hay que volver sobre este
punto: que toda promesa de Dios es una prueba del amor que nos profesa.
Ahora bien, es indudable que nadie es amado por Dios sino en Cristo. Él es el
hijo amado en quien tiene todas sus com placencias (M t. 3, 17; 17,5); y de Él se
nos com unica n a nosotros, como lo enseña san Pablo: "nos hizo aceptos en el
amado" (Ef.l,6). Es necesario. pues, que por su medio e intercesión llegue su
gracia a nosotros. Por eso el Apóstol en otro lugar 10 llama "nuestra paz" (Ef. 2,
14), Yen otro pasaje lo presenta como un vínculo con el cual Dios, por su amor
paterno, se une a nosotros (Rom. 8, 3). De donde se sigue que debemos poner
nuestros ojos en Él, siempre que se nos propone alguna promesa, y que san
Pablo no se expresa mal cuando dice que todas las promesas de Dios se
confirman y cumplen en Él (Rom. 15,8).
Parece que algunos ejemplos impugnan esto. No es verosímil que
LIBRO 111 - CAPiTULO 11 437
Es, pues, la fe un don singular de Dios por doble manera. Primero porque
el entendimiento del hombre es iluminado para que tenga algún gusto de la
verdad de Dios; y luego, en cuanto que el corazón es forta-lecido en ella.
Porque el Espíritu Santo, no sólo comienza la fe, sino que la aumenta
gradualmente hasta que ella nos lleva al reino de los cielos. Por esto san
Pablo amonesta a Timoteo a que guarde el buen depósito que había recibido del
Espiri tu San to, que habita en nosotros (2 Tim. 1, 14).
34. Este error es fácil de refutar. Como dice san Pablo, si nadie puede ser
testigo de la voluntad del hombre más que el espíritu que está en
él (1 Coro2,11), ¿cómo las criaturas podrán estar seguras de la voluntad de
Dios? Y si la verdad de Dios nos resulta dudosa aun en aquellas mis-mas
cosas que vemos con los ojos, ¿cómo puede sernos firme e indubitable
cuando el Señor nos promete cosas que ni el ojo ve, ni el entendimiento
puede comprender? Tan por debajo queda la sabiduría humana en estas
cosas, que el primer paso para aprovechar en la escuela de Dios, es
renunciar a ella. Porque ella, a modo de un velo, nos impide comprender los
misterios de Dios, los cuales sólo a los niños les son revelados (Mt. 11,25;
Le, 10,21). Porque ni la carne ni la sangre los revela (Mt. 16, 17), ni "el
hombre natural percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él
son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente"
(1 Coro2,14).
Por lo tanto, tenemos necesidad de la ayuda del Espíritu Santo, o por
mejor decir, solamente su virtud reina aquí. No hay hombre alguno que
conozca la mente de Dios, ni que haya sido su consejero (Rom.Il,34); sólo
"el Espíritu lo escudriña todo, aun lo profundo de Dios" (l Cor. 2,10.16); Y
por Él entendemos nosotros la voluntad de Cristo. "Ninguno puede venir a mí",
dice el Señor, "si el Padre que me envió no lo trajere". Así que todo aquel que
oyó al Padre, y aprendió de Él, viene a mí. No que alguno haya visto al Padre,
sino aquel que vino de Dios" (1n.6, 44.46).
Por tanto, así como de no ser atraídos por el Espíritu de Dios, no pode-
mos en manera alguna llegar a Dios, del mismo modo, cuando somos
atraídos por Él, somos completamente levantados por encima de nuestra
LIBRO 111 - CAPITULO 11 439
propia inteligencia. Porque el alma, iluminada por Él, es como si adqui-riera ojos
nuevos para contemplar los misterios celestiales, cuyo resplan-dar antes la ofuscaba.
El entendimiento del hombre, iluminado de esta manera con la luz del Espíritu
Santo, comienza a gustar de veras las cosas pertenecientes al reino de Dios, ante las
cuales antes no experimentaba sentimiento alguno, ni las podía saborear. Por eso
nuestro Señor Jesu-cristo, a pesar de exponer admirablemente a dos de sus
discípulos los misterios de su reino, no consigue nada hasta que abre su
entendimiento para que comprendan las Escrituras (Le. 24, 27; Jn. 16, 13). Y así,
después de ser instruidos los apóstoles por su boca divina, es preciso aún que se les
envíe el Espíritu de verdad, para que haga entrar en su entendi-miento la misma
doctrina que ya antes habían oido.
1 Sermón CXXXI.
440 LIBRO 111 - CAPíTULO t t
no lo veo, excepto que es de Dios. Mas, ¿por qué llama a éste y no a aquél?
Esto es muy profundo para mí; es un abismo, un misterio de la CPU. Puedo
quedarme atónito de admiración, pero no lo puedo mostrar con argumentos". 1
36. 7°. Este conocimiento es sellado en nuestro corazón por el mismo Espíritu
1 Sermán CLXV, 5.
, Sección 17 del presente capítulo.
LIBRO 111 - CAPÍTULO 11 441
41. La fe y la esperanza
Por tanto, a mi parecer la naturaleza de la fe no se puede explicar más
claramente que por la sustancia de la promesa, en la cual, a modo de un firme
fundamento, de tal manera se apoya, que si se suprimiera, se vendría a tierra por
completo, o mejor dicho, se reduciría a nada. Por esto he deducido de la
promesa la definición que he propuesto de la fe; la cual, sin embargo no se
diferencia de la definición o descripción que
444 LIBRO 111 - CAPíTULO 11
1 Pedro Lombardo, Libro de las Sentencias, lib. 111, dist, 25; Buenaventura, Comenta-rios a
las Sentencias, III, dist, 36, art. I ...
LIBRO 111 - CAPíTULO 11 445
(2 Cor. 1,12), consiste, a mi parecer, en tres puntos. Primeramente, y ante todo,
es necesario que creas que tú no puedes alcanzar perdón de los pecados sino por
la gratuita misericordia de Dios; en segundo lugar, que no puedes en absoluto
tener cosa alguna que sea buena, si Él mismo no te la ha concedido; lo tercero y
último es que tú con ninguna buena obra puedes merecer la vida eterna, sin que
ella también te sea dada gratuita-mente"l. Y poco después dice que estas cosas
no bastan, sino que son el principio de la fe; porque creyendo que los pecados
no pueden ser perdonados más que por Dios, hay que creer a la vez que nos son
per-donados, hasta que por el testimonio del Espíritu Santo estemos con-
vencidos de que nuestra salvación está bien asegurada; porque Dios perdona los
pecados, Él mismo da los méritos, Él mismo los galardona con el prem io ; y no
podemos pararnos en este principio o introducción" 2.
Pero de estas y otras cosas semejantes trataremos en otro lugar". Baste de
momento saber qué es la fe.
Por esta razón san Pablo, con toda razón hace consistir nuestra salva-ción en
la esperanza (Rom. 8,24). Porque mientras ella espera al Señor en silencio
retiene a la fe, para que no camine apresuradamente y tropiece; la confirma,
para que no vacile en las promesas de Dios, ni admita dudas acerca de ellas; la
reconforta, para que no se fatigue; la guía hasta el fin,
CAPiTULO III
l. El arrepentimiento es fruto de la fe
Jesucristo, dicen, y antes Juan Bautista, exhortaban al pueblo en sus
sermones al arrepentimiento, y sólo después anunciaban que el reino de Dios
estaba cercano (Mt.3,2; 4, 17). Alegan además que este mismo encargo fue dado
a los apóstoles, y que san Pablo, según lo refiere san Lucas, siguió también este
orden (Hch. 20,21).
Mas ellos se detienen en [as palabras como suenan a primera vista, y no
consideran el sentido de las mismas, y la relación que existe entre ellas, Porque
cuando el Señor y Juan Bautista exhortan al pueblo dicien-do: "Arrepentíos,
porq ue el reino de Dios está cerca", ¿no ded ucen ellos la razón del
arrepentimiento de la misma gracia y de la promesa de salva-ción? Co n estas
pala bras, pues, es ca mo si dijera n: Como quiera que el reino de Dios se
acerca, debéis arrepentiros. Y el mismo san Mateo, después de referir la
predicación de Juan Bautista, dice que con ello se cumpl ió la profecía de 1saías
sobre la voz que dama en el desierto: "Preparad camino a Jehová; enderezad
calzada en la soledad a nuestro Dios" (ls.40,3). Ahora bien, en las palabras del
profeta se manda que esta voz comience por consolación y alegres nuevas.
Sin embargo, al afirmar nosotros que el origen del arrepentimiento procede
de la fe, no nos imaginamos ningún espacio de tiempo en el que se engendre.
Nuestro intento es mostrar que el hombre no puede arre-pentirse de veras, sin
que reconozca que esto es de Dios. Pero nadie puede convencerse de que es de
Dios, si antes no reconoce su gracia. Pero todo esto se mostrará más claramente
en el curso de la exposición.
Es posible que algunos se hayan engañado porque muchos son domi-nados
con el terror de la conciencia, o inducidos a obedecer a Dios antes de que hayan
conocido la gracia, e incluso antes de haberla gustado. Ciertamente se trata de
un temor de principiantes, que algunos cuentan entre las virtudes, porque ven
que se parece y acerca mucho a la ver-dadera y plena obediencia. Pero aquí no
se trata de las distintas maneras de atraernos Cristo a sí y de prepararnos para el
ejercicio de la piedad;
, Calvino habla aquí de los que eran llamados los libertinos espirituales, contra los cuales
escribió un tratado: Contra la secta fanática y furiosa de los libertinos que se llaman
espirituales, 1545, Opera Calvini, t. VI.
450 LIBRO IlJ - CAPiTULO 1Il
corazón" llega a los afectos más íntimos y secretos. Esta misma expre-sión
la emplean con frecuencia los profetas. Sin embargo, el Jugar donde mejor
podemos entender cuál es la verdadera naturaleza del arrepenti-miento Jo
tenemos en el capítulo cuarto de Jeremías, en el cual Dios habla con su
pueblo de esta manera: "Si te volvieres, oh Israel, dice Jehová, vuélvete a
mí ... Arad campo para vosotros, y no sembréis entre espinos. Circuncidaos
a Jehová, y quitad el prepucio de vuestro corazón" (JerA, 1.3--4). Aquí
vemos cómo dice que para vivir honestamente, ante todo es necesario
desarraigar la impiedad de lo íntimo del corazón. Y para tocarles más
vivamente, les advierte que es Dios con quien han de entenderse, con el cual
de nada sirve andar con tergiversaciones, pues Él aborrece la doblez del
corazón en el hombre.
Por esto se burla Isaias de las vanas empresas de los hipócritas, los cuales
ponían gran cuidado en las ceremonias en afectar un arrepenti-miento
externo, y mientras no se preocupaban en absoluto de romper los lazos de
iniquidad con que tenían atados a los pobres. Yen el mismo lugar muestra
admirablemente cuáles son las obras en las que propia-mente consiste el a
rrepen timiento verdadero (1s. 58,5 - 7).
nuestra carne no podría ser corregida; e incluso afirmo que no bastarían esos
estímulos para despertarla de su pereza, si Dios no fuese más allá,
mostrándonos sus castigos. Además de esto está la contumacia que hay
necesidad de quebrantar a golpes de martillo. Y así, nosotros con nuestra
perversidad forzamos a Dios a usar de severidad y rigor, llegando a ame-
nazarnos, puesto que no conseguiría nada si quisiera arrancarnos de nuestro
sopor con dulzura y amor. No alegaré los testimonios que sobre esto a cada
paso ocurren en la Escritura.
Hay también otra razón por la cual el temor de Dios es principio de
arrepentimiento. Porque aunque un hombre fuese estimado como del todo
virtuoso, si no dirige todo a la gloria y al servicio de Dios, podrá ser que el
mundo lo alabe y lo tenga en grande estima, pero en el cielo será objeto de
abominación, puesto que lo esencial de la justicia es dar a Dios la honra que
se merece; de la cual nosotros impíamente le priva-mos siempre que no
tenemos intención de someternos a su dominio.
t Contra dos cartas de los pelagianos, IV, x, 27; IV, XI, 31.
, Sermón ct.v, l.
3 Latín: reatus; francés: imputatlon.
456 LIBRO 111- CAPÍTULO JII
del pecado que a la materia del mismo. Es cierto que Dios hace esto al
regenerar a los suyos, para destruir en ellos el reino del pecado, porque los
conforta con la virtud de su Espíritu, con la cual quedan como supe-riores y
vencedores en la lucha; pero el pecado solamente deja de reinar, no de
habitar. Por eso decimos que el hombre viejo es crucificado y que la ley del
pecado es destruida en los hijos de Dios (Rom.6,6); de tal manera, sin
embargo, que permanecen las reliquias del pecado; no para dominar, sino
para humillarnos con el conocimiento de nuestra debilidad. Confesamos,
desde luego, que estas reliquias del pecado no les son imputadas a los fieles,
igual que si no estuvieran en ellos; pero a la vez afirmamos que se debe
exclusivamente a la misericordia de Dios el que los santos se vean libres de
esta culpa, pues de otra manera serían con toda justicia pecadores y
culpables delante de Dios.
y no es dificil confirmar esta doctrina, pues tenemos clarísimos testi-monios
de la Escritura que la prueban. ¿Queremos algo más claro que lo que san Pablo
dice a los romanos (Rom. 7,6.14--25)? En primer lugar ya hemos probado que
se refiere al hombre regenerado; y san Agustín lo confirma también con
firmísimas razones. Dejo a un lado el hecho de que él emplea estos dos términos:
mal y pecado. Por más que nuestros adversarios cavilen sobre ellos, ¿quién
puede negar que la repugnancia contra la Ley de Dios es un mal y un vicio?
¿Quién no concederá que hay culpa donde existe alguna miseria espiritual?
Ahora bien, de todas estas maneras llama san Pablo a esta enfermedad l.
Existe además una prueba certísima tomada de la Ley de Dios, con la que
se puede solucionar toda esta cuestión en pocas palabras. La Ley nos manda
que amemos a Dios con todo el corazón, con toda la mente, y con toda el
alma (Mt. 22,37). Puesto que todas las facultades de nuestra alma deben estar
totalmente ocupadas por el amor a Dios, es evidente que no cumplen este
mandamiento aquellos que son capaces de concebir en su corazón el menor
deseo mundano, o pueden admitir en su entendi-miento algún pensamiento que
les distraiga del amor de Dios y los lleve a la vanidad. Ahora bien, ¿no
pertenece al alma ser alterada por movi-mientos repentinos, aprehender con los
sentidos y concebir con el enten-dimiento? ¿Y no es señal evidente de que hay
en el alma unas partes vaelas y desprovistas del amor de Dios, cuando en tales
afecciones se encierran vanidad y vicio? Por tanto, todo el que no admita que
todos los apetitos de la carne son pecado, y que esta enfermedad de codiciar que
en nosotros existe, y que es el incentivo del pecado, es el manantial y la fuente
del pecado, es necesario que niegue que la transgresión de la Ley es también
pecado.
/2. Las faltas y las debilidades de los creyentes siguen siendo verdaderos
pecados
Si a alguno le parece que está del todo fuera de razón condenar de esta
manera en general todos los deseos y apetitos naturales del hombre, puesto
que Dios, autor de su naturaleza, se los ha otorgado, respondemos
1 El francés: "Ahora bien, san Pablo dice que rodas estas cosas están comprendidas en la
corrupción de que hablamos".
LIBRO 111 - CAPíTULO 111 457
que no condenamos en manera alguna los apetitos que Dios infundió al hombre
en su primera creación, y de los que no se le puede privar sin que aL mismo
tiempo deje de ser hombre; únicamente condenamos los apetitos desenfrenados,
contrarios a la Ley y ordenación de Dios. Y como quiera que todas las potencias
del alma, en virtud de la corrupción de nuestra naturaleza están de tal manera
dañadas, que en todas nuestras cosas yen todo cuanto ponemos mano se ve
siempre un perpetuo desor-den y desconcierto, en cuanto que nuestros deseos
son inseparables de tal desorden y exceso, por eso decimos que son viciosos.
Para decirlo en pocas palabras, enseñamos que todos los apetitos y deseos del
hombre son malos y los condenamos como pecado; no en cuanto son naturales,
sino en cuanto están desordenados; y están des-ordenados, porque de una
naturaleza corrompida y manchada no puede proceder nada que sea puro y
perfecto. Y no se aparta san Agustín de esta doctrina tanto como a primera vista
parece. Cuando quiere evitar las calumnias de los pelagianos, se guarda a veces
de llamar pecado a la concupiscencia: mas cuando escribe que mientras la ley
del pecado permanece en los santos, solamente se les quita la culpa, da
suficiente-mente a entender que en cuanto al sentido está de acuerdo con
1
nosotros •
y aún mucho más claramente habla en el libro quinto; "Como la ceguera del
corazón es el pecado, en cuanto que por él no creemos en Dios; y es castigo del
pecado, en cuanto que el corazón orgulloso y altivo es así castiga do; y es causa
del pecado, en cuanto engendra per-niciosos errores, del mismo modo la
concupiscencia de la carne, contra la cual todo buen espíritu lucha, es pecado en
cuanto contiene en sí una desobediencia contra lo que manda el espíritu; y es
castigo del pecado, en cuanto nos fue impuesta por la desobediencia de nuestro
primer padre; y es causa del pecado, o pecado, o porque consentimos en ella, o
porque
por ella desde nuestro nacimiento estamos contaminados" 1. En este Jugar san
Agustín muy claramente la llama pecado, porque después de haber refutado el
error de los pelagianos, no temía ya tanto sus calum-nias. E igualmente en la
homilía XLI sobre san Juan, donde expone sin temor alguno lo que siente: "Si
tú", dice, "en cuanto a la carne sirves a la ley del pecado, haz lo que el mismo
Apóstol dice: No reine pecado en vuestro cuerpo mortal, para que no obedezcáis
a sus apetitos (Rom. 6,12). No dice: No haya, sino: no reine. Mientras vivas,
necesariamente ha de haber pecado en tus miembros, pero al menos quítesele el
dominio y no se haga lo que manda" 2.
Por el temor entiende el terror que se apodera de nuestra alma cada vez
que consideramos lo que nosotros hemos merecido, y cuán terrible es la
severidad de la ira de Dios contra los pecadores. Entonces necesaria-mente
nos sentimos atormentados de una gran inquietud, que en parte nos enseña
humildad, y en parte nos hace más prudentes para el porvenir. y si del temor
nace la solicitud, de la que ya había hablado, bien se echa de ver la trabazón y el
encadenamiento que existe entre todas estas cosas.
Me parece que el Apóstol, por deseo quiso decir un ardiente anhelo de
cumplir nuestro deber, y la alegria en obedecer; a lo cual nos debe invitar
principalmente el conocimiento de nuestras faltas.
A este mismo fin tiende el celo, del cual luego habla, pues significa el
ardor y el fuego que nos abrasa, al sentir en nosotros el aguijón de con-
sideraciones como: ¿Qué he hecho yo? ¿A dónde hubiera llegado si la
misericordia de Dios no me hubiese socorrido?
Lo último es la venganza, porque cuanto más severos fuéremos con
nosotros mismos, y cuanto con más rigor reflexionemos sobre nuestros
pecados, tanto más hemos de esperar que Dios nos será propicio y mise-
ricordioso. Realmente es imposible que el alma conmovida por el horror del
juicio de Dios, no procure castigarse a sí misma, pues los fielessaben por
experiencia Jo que es la vergüenza, la confusión, el dolor, el descon-tento de
sí mismo, y los demás afectos que nacen del verdadero conoci-miento de
nuestras faltas.
escapar sin castigo. De muy distinta manera procede David, quien libre-
mente aumenta su culpa, porque infectado desde su misma niñez, no había
dejado de añadir pecados sobre pecados. Y en otro lugar examina también
su vida pasada, para lograr de esta manera de Dios el perdón de los pecados
que había cometido en su juventud (SaI.25, 7). Realmente, sentiremos que
nos hemos despertado del sueño de la hipocresía cuando, gimiendo bajo el
peso de nuestros pecados y llorando nuestra miseria, pedimos a Dios que
nos los perdone.
la salvación, la vida; en fin, todo cuanto alcanzamos por Cristo. Por esta
razón los evangelistas dicen que Juan "predicaba el bautismo de
arrepentimiento para perdón de los pecados" (Mc.l,4; Le3,3). ¿Qué quiere decir
esto, sino que enseñó a los hombres a que, sintiéndose ago-biados bajo el peso
de los pecados, se convirtiesen al Señor y concibiesen
la esperanza del perdón y la salvación?
De este mismo modo comenzó también Jesucristo su predicación:
.. Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado" (Mt. 4, 17; Me.1,15).
Con estas palabras declara en primer lugar, que los tesoros de la misericordia de
Dios están abiertos en tI; luego pide arrepenti-miento; y, por último, confianza
en las promesas de Dios. Y así, cuando en otro lugar quiso Cristo resumir en
pocas palabras todo el Evangelio, dijo que era necesario que Cristo padeciera y
resucitara de los muertos y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y
el perdón de los pecados (Lc.24,26.46-47).
Los apóstatas son incapaces de !In segundo arrepentimiento. Por eso los
fieles, cuando se quejan por boca de Isaias de que Dios los ha aban-donado, dan
con ello una señal cierta de su reprobación, y de que Él ha endurecido sus
corazones (ls.63, 17). Yel Apóstol, queriendo excluir a los apóstatas, de la
esperanza de la salvación, da como razón, que es imposible que se renueven en
el arrepentimiento (Heb, 6,6), puesto que Dios, al renovar a los que no quiere
que perezcan, da con ello una señal de su amor y favor paternos, y en cierta
manera los atrae a sí con los destellos de su sereno rostro. Al contrario, al
endurecer a los reprobas, cuya impiedad es irremisible, su rostro despide rayos
de indignación contra dios. Con esta clase de castigo amenaza el Apóstol a los
apóstatas que, apartándose voluntariamente de la fe del Evangelio, se burlan de
Dios, rechazan ignominiosamente su gracia, profanan y pisan la sangre de
Cristo, e incluso, en cuanto está de su parte, crucifican de nuevo a Cristo
(Heb.IO,29-30). Porque el Apóstol en este lugar no quita la espe-ranza del
perdón - como algunos excesivamente rígidos 10 entienden - a cuantos
voluntaria y conscientemente han pecado; solamente enseña que la apostasía es
un crimen irremisible, que no admite excusa alguna; de manera que no debemos
maravillarnos de que Dios la castigue con tanto rigor, que jamás la perdone. Él
afirma que es imposible que los que una vez han sido iluminados, han gustado el
don celestial, han sido hechos partícipes del Espíritu Santo, han experimentado
la palabra de Dios y las potencias del siglo venidero, sean renovados para
arrepenti-miento, si vuelven a caer; puesto que de nuevo crucifican al Hijo de
Dios y se mofan de Él (Heb, 6,4--6). Y en otro lugar dice: "Si pecáremos
voluntariamente, después de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no
queda más sacrificio por los pecados, sino una horrenda expecta-ción de juicio"
(Heb.IO,26-27).
1 Novaciano, sacerdote de la iglesia de Roma en el siglo III, protestó contra la facili-dad con
que se había recibido de nuevo en la Iglesia a los que habían cedido durante la persecución
de Dedo, a los que se llamaba "lapsi". Varios otros siguieron su parecer, dando lugar a un
cisma, que constituyó la igtesia novaciana.
468 liBRO 111- CAPÍTULO 111
movidos por el celo de la Ley; pero es también cierto que otros, con malicia
e impiedad ciertas se irritaban contra el mismo Dios, quiero decir, contra la
doctrina que no ignoraban que procedía de Dios. Tales fueron los fariseos,
contra los cuales dice Cristo que para rebajar la virtud del Espíritu Santo, la
infamaban como si procediera de Beelzebú (Mt.9,34; 12,24). Por tanto, hay
espíritu de blasfemia cuando el atrevimiento es tanto que adrede procura destruir
la gloria de Dios. Así lo da a entender san Pablo al decir por contraposición que
él fue recibido a misericordia, porque lo hizo por ignorancia, en incredulidad (1
Tirn.I, 13). Si la igno-rancia acompañada de incredulidad hizo que él alcanzase
perdón, se sigue que no hay esperanza alguna de perdón cuando la incredulidad
procede de conocimiento y de malicia deliberada.
tratar del sacrificio de Cristo -, sino que asegura que no queda sacrificio
alguno cuando este sacrificio es desechado. Y se desecha, cuando deli-
beradamente se rechaza la verdad del Evangelio.
25. Incluso cuando Dios pone en ellos su mirada, para dar ejemplo a los
otros, el arrepentimiento de los hipócritas permanece inaceptable
Sin embargo se podría preguntar - dado que el Apóstol niega que
Dios se aplaque por el arrepentimiento ficticio -, cómo Acab alcanzó el
perdón y escapó del castigo que Dios le tenía preparado (1 Re. 21,27-29);
cuando, por lo que sabemos, no cambió de vida, sino que únicamente fue un
momentáneo terror lo que sintió. Es verdad que se vistió de saco, y echó
ceniza sobre su cabeza, y se postró en tierra, y que como lo atesti-gua la
misma Escritura, se humilló delante de Dios; pero muy poco le
LIBRO 111 - CAPiTULO 111 471
A esto respondo que Dios perdona a los hipócritas por algún tiempo, pero
de tal manera que su cólera no se aparte de ellos; y esto no tanto por causa
de ellos, cuanto para dar ejemplo a todos en general. Porque, ¿de qué le
sirvió a Acab que el castigo le fuera demorado, si no es que no 10 sintió
mientras vivió? Y así la maldición de Dios, bien que oculta, no dejó de
hacerse sentir perpetuamente en la familia de Acab, y pereció para siempre.
Lo mismo se ve en Esaú ; porque aunque fue desechado, con sus lágri-
mas alcanzó la bendición de esta vida presente (Gn. 27, 28-29). Mas como la
herencia espiritual estaba reservada por el oráculo y decreto de Dios para
uno solo de los dos hermanos, al ser rechazado Esaú y elegido Jacob, tal
repulsa cerró la puerta a la misericordia divina. Sin embargo, como a
hombre brutal que era, le quedó el consuelo de recrearse con la fertili-dad de
la tierra y el rocío del cielo!. Y esto, según acabo de decir, se hace para
ejemplo de los demás, a fin de que aprendamos a aplicar nuestro
entendimiento más alegremente y con mayor diligencia al verdadero
arrepentimiento. Porque no hay duda que Dios perdonará fácilmente a los
que de veras y con todo el corazón se convierten a Él, pues su clemen-cia se
extiende aun a los indignos, con tal que manifiesten una muestra de disgusto
de haberle ofendido.
Con esto se nos enseña también cuán horrible castigo está preparado para
los contumaces, que toman a broma las amenazas de Dios, y con gran
descaro y un corazón de piedra no hacen caso de ellas.
He aquí por qué muchas veces Dios ha tendido la mano a los hijos de
Israel para aliviar sus calamidades, aunque sus clamores fuesen fingi-dos y
su corazón ocultase doblez y deslealtad; como él mismo se queja en el
salmo: "Sus corazones no eran rectos con él" (Sal. 78,37). Porque de este
modo quiso con su gran clemencia atraerlos, para que se convir-tiesen de
veras, o bien hacerlos inexcusables. Mas no debemos pensar que cuando Él
por algún tiempo retira el castigo va a hacerlo así siempre; antes bien, a
veces vuelve con mayor rigor contra los hipócritas y los castiga doblemente;
de modo que por ello se pueda ver cuánto desagrada a Dios la hipocresía y la
ficción. Sin embargo advirtamos, según lo hemos ya señalado, que Él nos
ofrece algunos ejemplos de lo dispuesto que está a perdonar por su parte,
para que los fieles se animen a enmendar su vida y condenar más
gravemente el orgullo y la soberbia de los que dan coces contra el aguijón.
, En este pasaje, como en su Comentario al Génesis (27,38-39), Cal vino sigue la versión de
los LXX y la Vulgata. Las versiones modernas traducen por el contrario, que Isaac privó a
Esaú de la fertilidad de la tierra y del rocío del cielo. Sin embargo, Hebreos 11,20 afirma
que Esaú recibió también una bendición.
472 LIBRO 111- CAPÍTULO IV
CAPíTULO IV
INTROO U C CTÓN
1 San Gregorío Magno, Homilías sobre el Evangelio, lib. TI, horno 14, 15; en Pedro
Lombardo. Libro de las Sentencias, lib. IV, dist, 14, seco 1.
, Pseudo-Ambrosio, Sermón XXv.
Pseudo-Agustín, De la verdadera y la falsa penitencia, cap, VIII, 22.
Pseudo-Ambrosio, Sermón XXV, 1.
• Homtlias sobre fa Penitencia, VIl, 1.
LIBRO 111 ~ CAPÍTULO IV 473
que en parte sirve para dominar la carne, y en parte para refrenar los vicios. En
cuanto a la renovación interior del alma, que trae consigo la enmienda verdadera de
la vida, no dicen una palabra.
Hablan mucho de contrición y de atrición; atormentan las almas con muchos
escrúpulos de conciencia, y les causan angustias y congojas; mas cuando les parece
que han herido el corazón hasta el fondo, curan toda su amargura con una ligera
aspersión de ceremonias.
Después de haber definido tan sutilmente la penitencia, la dividen en tres partes:
Contrición de corazón, confesión de boca, y satisfacción de obra 1 ~ división que no
es más atinada que su defin ición, bien que no han estudiado en toda su vida más
que la dialéctica y el hacer silogismos.
Mas si alguno se propusiera argüirles basándose en su misma defini-ción - modo
de argumentar muy propio de los dialécticos -, diciendo que un hombre puede llorar
sus pecados pasados, y no cometer pecados que después deban llorarse; que puede
gemir por los males pasados, y no cometer otros por los que deban gemir; que puede
castigar aquello de que siente dolor de haberlo cometido, etc., aunque no lo confiesa
con la boca, ¿cómo salvarán su división? Porque si el hombre de quien habla-mos es
verdaderamente penitente, aunque no lo confiese oralmente, se sigue que puede
existir el arrepentimiento sin la confesión.
En cuanto a que yo omito como frívolas muchas cosas que ellos tienen en gran
veneración y las venden por misterios y cosas venidas del cielo, no lo hago por
ignorancia u olvido - no me sería dificil considerar en detalle cuanto han disputado, a
su parecer con gran sutileza -; pero sentiría escrúpulo de fatigar con tales vanidades
sin provecho alguno al lector. Realmente, por las mismas cuestiones que tratan y
suscitan, y en las que infelicísimamente se enredan, es bien fácil de comprender que
no hacen mas que charlar de cosas que no entienden e ignoran. Por ejemplo, cuando
preguntan si agrada a Dios el arrepentimiento por un pecado, cuando el hombre
permanece obstinado en los demás. Y si los castigos que Dios envía, valen por
satisfacción. O si el arrepentimiento por los pecados mortales debe ser reiterado. En
este último punto impla-mente determinan que el arrepentimiento común y de cada
día ha de ser por los pecados veniales. También se esfuerzan mucho, errando desa-
tinada mente, con un dicho de san Jerónimo: "El arrepentimiento es una segunda
tabla después del naufragio; una tabla en la que el hombre, perdida ya la nave, se
escapa del peligro y llega al puerto" 2. Con lo cual
1. LA CONTRICIÓN
3. La verdadera contricián
Y si dicen que los calumnio, que muestren siquiera uno solo que con su
doctrina de la contrición no se haya visto impulsado a la desespera-ción, o
no haya presentado ante el juicio de Dios su fingido dolor como verdadera
compunción. También nosotros hemos dicho que jamás se otorga la
remisión de los pecados sin arrepentimiento, porque nadie
LIBRO 111 - CAPíTULO IV 475
Mas veamos con qué razones y argumentos prueban que la confesión, bien
formada, bien informe, ha sido ordenada por Dios. El Señor, dicen, envió los
leprosos a los sacerdotes (Mt.8,4; Lc.5,14; 17,14), ¿Y qué? ¿Por ventura los
envió a que se confesasen? ¿Quién jamás oyó que los sacerdotes del Antiguo
Testamento recibieran el encargo de oir con-fesiones?
¿Por qué, pues, Cristo envía los leprosos a los sacerdotes? Para que los
sacerdotes no le calumniasen de que violaba la Ley, según la cual, el que sanase
de su lepra debía presentarse ante el sacerdote y ofrecer cierto sacrificio, para
que quedase puro; por eso manda Cristo a los leprosos que Él había curado que
cumplan lo que la Ley prescribía. Id, dice, presentaos a los sacerdotes, y ofreced
la ofrenda que mandó Moisés en la ley, para que esto les sirva de testimonio. Y
en verdad que este milagro les había de servir de testimonio; los habían
declarado leprosos; ahora atestiguan que están sanos. ¿No se ven los sacerdotes,
mal de su grado, obligados a ser testigos de los milagros de Cristo? Cristo
permite que examinen su milagro; ellos no 10 pueden negar; por más
tergiversaciones que finjan, este hecho les sirve de testimonio. Y por eso en otro
lugar dice: Este Evangelio será predicado en todo el mundo como testimonio a
todas las gentes (Mt.26,13). Y: "Ante gobernadores y reyes seréis llevados por
causa de mí, para testimonio a ellos y a los gentiles" (Mt, 10,18); es decir, para
que se convenzan del todo ante el juicio de Dios.
y si prefieren atenerse a la autoridad de Crisóstomo, él mismo enseña que
Cristo hizo esto a causa de los judíos, para que no lo tuviesen por transgresor de
Ia Ley l. Aunq ue, la verdad, me da vergüenza en una cosa Í<'1.n clara servirme
del testimonio de hombre alguno, cuando Cristo afirma que cede todo el derecho
legal a los sacerdotes, como a enemigos mortales del Evangelio, que andaban
siempre al acecho de todas las ocasiones posibles para difamarlo si Él no les
hubiera cerrado la boca.
quiénes iba a bautizar sino a los que hubiesen confesado sus pecados? El
bautismo es una marca y un signo de la remisión de los pecados; ¿a
quiénes se iba a admitir a él sino a los pecadores que se hubiesen
reconocido como tales? Confesaban, pues, sus pecados para ser bautizados.
y Santiago no manda sin motivo que nos confesemos los unos con los
otros. Mas si considerasen lo que luego sigue, verían de cuán poco sirve
para su propósito lo que aquí dice Santiago. "Confesaos vuestras ofensas
unos a otros, y orad unos por otros". Por tanto junta la recí-proca confesión
con la recíproca oración. Confesaos conmigo, y yo con vosotros; orad por
mi, y yo por vosotros. Si solamente con los sacerdotes debemos confesarnos,
síguesede aqui que sólo por los sacerdotes debe-mos orar. Más aún: se
seguiría de estas palabras de Santiago, que nadie más debería confesarse
que los sacerdotes. Porque queriendo que nos confesemos recíprocamente
los unos con los otros, habla solamente a los que pueden oir la confesión
de otros. Porque él dice recíprocamente; y no pueden confesarse
recíprocamente, sino aquellos que tienen autori-dad para oir confesiones. Y
como ellos conceden este privilegio exclusiva-mente a los sacerdotes,
nosotros también les dejamos el oficio y el cargo
de confesarse.
Dejemos, pues, a un lado tales sutileza.s y veamos cuál es la intención del
apóstol, por lo demás bien clara y sencilla; a saber, que nos comuni-quemas
y descubramos los unos a los otros nuestras debilidades y fíaque-zas, para
aconsejarnos recíprocamente, para compadecernos y conso-larnos los unos a
los otros. Y además, que conociendo las flaquezas de nuestros hermanos
oremos al Señor por ellos. ¿Con qué fin, por tanto, alegan a Santiago en
contra nuestra, cuando tan insistentemente pedimos la confesión de la
misericordia de Dios? Pues nadie puede reconocerla sin haber confesado su
propia miseria. Incluso declaramos que quien ante Dios, ante sus ángeles,
ante la Iglesia y ante los hombres no confesare que es pecador, está maldito
y excomulgado. Porque el Señor lo encerró todo bajo pecado (Gá1.3,22),
para que toda boca se cierre y todo el mundo se humille ante Dios y Él solo
sea justificado y ensalzado (Rom.3, 19).
Es decir, en 1200.
El Concilio de Letrán tuvo lugar bajo el pontificado de Inocencio III en 1215. Es la
primera vez en la Historia de la Iglesia que se dio una ley sobre la necesidad de la
confesión oral.
LIBRO JII - CAPíTULO IV 479
1 Calvino se burla aquí a propósito de una expresión ambigua: "Omnern utriusque sexus".
• Buenaventura, Comentario a las Sentencias, IV, 17; Tomás de Aquino, Suma teolá-gica, I1I,
suplern. qu. 8; art. 4-5.
480 LIBRO 111 ~ CAPíTU LO IV
¿Diremos que san Crisóstomo al hablar de esta manera ha sido tan temerario,
que pretendió librar las conciencias de los lazos de la ley? De ningún modo;
simplemente no se atreve a exigir como cosa necesaria lo que no ve que esté
ordenado en la Palabra de Dios.
Me resulta enojoso tener que advertir que con frecuencia tanto el tra-
ductor griego como el latino ha traducido la palabra "alabar" por "con-
fesar", puesto que es algo evidente para los más ignorantes; pero no hay más
remedio que descubrir el atrevimiento de esta gente, que para con-firmar su
tiranía, aplican a la confesión lo que significa meramente una alabanza de
Dios. Para probar que la confesión vale para alegrar los corazones, citan lo
que se dice en el salmo; entre voces de alegría y de confesión (SaI.42,4).
Mas, si es lícito cambiar de esta manera las cosas tendremos terribles "quid
pro quod", Mas, como quiera que los papistas han perdido todo sentido del
pundonor, recordemos que por justo juicio de Dios, han sido entregados a un
espíritu réprobo, para que su atrevi-miento sea más detestable.
Por lo demás, si nos acogemos a la estricta simplicidad de la Escritura, no
tendremos por qué temer que seamos engañados con tales patrañas. Porque
en la Escritura se nos propone una sola manera de confesión; a saber, que
puesto que el Señor es quien perdona los-pecados, se olvida de eilos, y los
borra, se los confesemos a Él para alcanzar el perdón de los mismos. Él es el
médico; descubrárnosle, pues, nuestras enfermedades. Él es el agraviado yel
ofendido; a Él, por tanto, hemos de pedir miseri-cordia y paz. Él, quien
escudriña nuestros corazones y conoce a [a perfec-ción todos nuestros
pensamientos; apresurémonos, por tanto, a descubrir nuestro corazones en su
presencia. Finalmente, Él es el que llama a los pecadores: no demoremos
llegarnos a Él. "Mi pecado", dice David, "te declaré, y no encubrí mi
iniquidad. Dije: confesaré mis transgresiones a Jehová; y tú perdonaste la
maldad de mi pecado" (Sal. 32, 5). Semejante es la otra confesión de David:
"Ten piedad de mí, oh Dios, según tu gran misericordia" (Sal. 51,1). E igual
también la de Daniel: "Hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos
hecho impíamente, y hemos sido rebeldes, y nos hemos apartado de tus
mandamientos y de tus ordenanzas" (Dan. 9,5). Y otras muchas que a cada
paso se ofrecen en la Escritura, con las cuales se podría llenar todo un libro.
"Si confesa-mos", dice san Juan, "nuestros pecados, él es fiel y justo para
perdonar" (1 Jn.I,9). ¿A quién nos confesaremos? Evidentemente a Él; es decir,
si con un corazón afligido y humillado nos postramos delante de su majes-tad, y
acusándonos y condenándonos de corazón pedimos ser absueltos por su bondad
y misericordia.
servar su ministerio como deben, sin ejercer tiranía alguna, y si quieren impedir
que el pueblo caiga en la superstición.
1 Carlas XVI, 2.
LIBRO 111 - CAPÍTULO IV 485
17. En este infierno han sido atormentadas las almas de los que se sen-tían
movidos por algún sentimiento de Dios.
Primeramente querían contarlos. Para conseguirlo dividían los pecados en
brazos, ramas, hojas, según las divisiones de los doctores confesio-nistas.
Después consideraban la cualidad, cantidad y circunstancias de los mismos.
Al principio las cosas iban bien. Pero cuando se habían adentrado un poco,
no veían más que cielo yagua; no divisaban puerto alguno donde parar; y
cuanto más avanzaban, tantos mayores peligros aparecían ante sus ojos.
Incluso se elevaban ante ellos olas como mon-tañas, que les quitaban la
vista; y no aparecía esperanza alguna, después de tanto sufrimiento, de poder
acogerse a puerto seguro. Permanecían, pues, estancados en esta angustia,
sin poder ir ni hacia atrás, ni hacia adelante; y al fin, la única salida era la
desesperación.
Entonces estos crueles verdugos para mitigar los dolores de las llagas que
habían ocasionado, propusieron como remedio que cada uno hiciese lo que
estuviera de su parte. Pero nuevas inquietudes venían a atormentar las
pobres almas, cuando se les ponían ante su consideración pensamien-tos
como éstos: He usado muy mal del tiempo; no puse la diligencia que debía;
omití muchas cosas por negligencia; el olvido que nace de la falta de
cuidado no es excusable.
Les ofrecían también otras medicinas para mitigar sus dolores: Haz
penitencia de tu negligencia; si no es excesiva, te será perdonada.
Pero todas estas cosas no podían cicatrizar la herida; y más que reme-dios
para mitigar el mal eran venenos endulzados con miel, para que su amargura
no se percibiera al principio, y penetraran hasta el fondo del corazón antes
de ser sentidos. De continuo suena en sus oídos e! terrible ceo de esta voz:
Confiesa todos tus pecados. Y este horror no se puede apaciguar más que
con un consuelo cierto y seguro.
Consideren los lectores si es posible dar cuenta de cuanto hemos hecho
en el año, y enumerar todas las faltas que hemos cometido cada día. La
misma experiencia nos prueba que cuando por la noche reflexionamos
488 LIBRO 111 - CAPíTULO IV
sobre los pecados cometidos durante el día, la memoria lo confunde todo; ¡tanta
es la multitud que se nos presenta! No me refiero, claro está, a esos necios
hipócritas que creen haber cumplido con su deber cuando han advertido tres o
cuatro faltas graves, sino a los que son verdaderos siervos de Dios, quienes
después de examinarse, sintiéndose perdidos, siguen adelante y concluyen con
san Juan: "si nuestro corazón nos reprende, mayor q uc nuestro corazón es Dios"
(1 J n. 3,20). Y así tiern-b an ante el acatamiento de este gran Juez, cuyo
conocimiento excede con mucho todo cuanto nosotros podemos percibir con
nuestros sentidos.
18. En cuanto a que una buena parte del mundo se entregó a estas dul-zuras en
las cuales estaba mezclado un veneno tan mortífero, esto
no sucedió porque los hombres pensasen que así daban gusto a Dios, o porque
ellos mismos se sintiesen satisfechos y contentos. Como los ma-rineros echan el
ancla en medio del mar para descansar un poco del trabajo de la navegación; o
como un caminante fatigado se tiende en el camino a descansar; de I mismo
modo aceptaban ellos este reposo, aunq ue no les fuese suficiente. No me
tomaré gran molestia en probar que esto es verdad. Cada cual puede ser testigo
de sí mismo. Diré en resumen cuál ha sido esta ley.
Respondo a todo esto, que hubo una razón muy importante para que las
llaves fuesen entregadas, según ya brevemente lo he manifestado, y luego
más ampliamente lo expondré al tratar de la excomunión. Pero, ¿qué
sucederá si de un solo golpe contesto bruscamente a todas sus preguntas,
negando que sus sacerdotes sean vicarios y sucesores de los apóstoles? Mas
esto se tratará en otro lugar J • Ahora, en cuanto a la fortaleza que pretenden
levantar se engañan, construyendo con ello una máquina que destruirá todas
sus fortalezas. Porque Cristo no concedió a los apóstoles la autoridad de
ligar y absolver, antes de haberles dado el Espíritu Santo. Niego, pues, que la
autoridad de las llaves pertenezca a nadie antes de que haya recibido el
Espíritu Santo; niego que alguien pueda usar de las llaves sin que preceda la
guía y dirección del Espíritu Santo quien ha de enseñar y dictar lo que se ha
de hacer. Ellos se jactan de palabra de tener al Espíritu Santo; pero lo niegan
con los hechos. A no ser que sueñen que el Espíritu Santo es una cosa vana y
sin impor-tancia, como evidentemente lo sueñan; pero no se puede dar
crédito a sus palabras.
Este es el engaño con el que son totalmente destruidos. Porque de
cualquier lado que se gloríen de tener la llave, les preguntaremos sí tienen al
Espíritu Santo, el cual es quien rige y gobierna las llaves. Si responden que
lo tienen, les preguntaremos además si el Espíritu Santo puede equi-vocarse.
Esto no se atreverán a confesarlo abiertamente, aunque indirec-tamente lo
dan a entender con su doctrina. Debemos, pues, concluir que ninguno de sus
sacerdotes tiene la autoridad de las llaves, con las cuales ellos
temerariamente y sin discreción alguna ligan a los que el Señor quiere que
sean absueltos, y absuelven a los que Él quiere que sean ligados.
y ata a estos tales con recios nudos. Y con la misma Palabra desata a los que,
arrepentidos de sus pecados ella consuela.
Mas, ¿qué autoridad sería no saber lo que se debe atar y desatar, puesto que
no se puede atar o desatar sin saberlo? ¿Por qué, entonces, dicen que absuelven
en virtud de la autoridad que les es concedida, si su abso-lución es incierta? ¿De
qué nos sirve esta autoridad imaginaria, si su uso es nulo? Y ya he probado que
su uso es nulo, o que es tan incierto que debe reputarse por nulo. Si ellos, pues,
admiten que la mayoría de sus sacerdotes no usan como deben de las llaves, y
que el poder de las mismas sin su uso legítimo es de ningún valor, y sin eficacia
ninguna, ¿quién puede hacerme creer que el que me ha absuelto es buen
dispensador del poder de las llaves? Y si es malo, ¿qué posee sino esta frívola
absolución: coma yo no tengo el justo uso de las llaves no sé qué debo ligar en
ti, ni qué absolver; mas si tú lo mereces, yo te absuelvo? Lo mismo podría hacer
no solamente un seglar, sino incluso un turco o el mismo Diablo. Puesto que esto
es co m(l si dijese: Yo no dispongo de la Pa labra de Dios, que es la norma
segura para absolver; pero se me ha confiado la autori-dad de absolverte, si así
lo mereces.
Vemos, pues, cuál ha sido su intención al definir que las llaves son autoridad
de discernir y poder de ejecutar; y que la ciencia interviene como un consejero,
para indicarnos cómo se debe hacer uso de esta autoridad y de este poder.
Evidentemente quisieron reinar sin Dios ni su Palabra, licenciosamente y a
rienda suelta.
esto no se puede entender del número de los pecados, ya que esto no estaba
entonces en uso. Además, el Maestro de las Sentencias y otros han sido tan
perversos, que parece que expresa y deliberadamente se han pro-puesto
divulgar ciertos libros espúreos y falsos, para engañar a la gente sencilla con
el pretexto de los mismos.
Hacen muy bien en confesar que, como la absolución acompaña siem-pre
al arrepentimiento, propiamente hablando el lazo de la condenación queda
suelto cuando el pecador se siente conmovido de veras y se arre-piente
sinceramente de sus pecados, aunque no los haya confesado; y que, por
tanto, el sacerdote entonces más que perdonar los pecados, declara que le
han sido perdonados. Aunque con la palabra declarar, indirectamente
admiten e introducen un nuevo error; a saber, sustituir con una ceremonia la
doctrina.
En cuanto a lo que añaden, que el que ha alcanzado ya el perdón de Dios
es absuelto en presencia de 'laIglesia, es hablar desatinadamente querer
extender a cada uno en particular lo que ha sido ordenado sola-mente para la
disciplina común de la Iglesia, a fin de reparar los escán-dalos notorios.
Mas poco después pervierten y destruyen la moderación con que pro·
cedían, al añadir otra nueva manera de perdonar pecados; a saber, la
imposición de la pena y de la satisfacción. Con ello atribuyen a sus sacer-
dotes la autoridad de dividir lo que Dios en todas partes nos promete por
entero. Porque si Dios simplemente requiere de nosotros arrepenti-miento y
fe, esa división que ellos establecen, es sin duda alguna un horrendo
sacrilegio. Ello vale tanto como si los sacerdotes fuesen unos intermediarios
entre el pueblo y Dios, y no pudiesen sufrir que Él reciba exclusivamente
por su liberalidad a los pobres pecadores, sin que ante-riormente
comparezcan ante el tribunal de ellos y allí sean castigados.
luego la forma: "Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado" (2
Cor. 5,19.21).
I Pedro Lombardo, Sentencias 111, XIX, 4. Cfr. Tomás de Aquino, Suma Teológica, 111, supl,
XIV, S.
LIBRO IIl - CAPÍTULO IV 497
el cabo para por el hilo sacar, según se dice, el ovillo. Establecen una
distinción entre pena y culpa. Admiten que la culpa se perdona por la
misericordia de Dios; pero añaden que después de perdonada la culpa queda
la pena, que la justicia de Dios exige que sea pagada, y, por tanto, que la
satisfacción pertenece propiamente a la remisión de la pena.
¿Qué despropósito es éste? Unas veces admiten que la remisión de la
culpa es gratuita, y otras mandan que la merezcamos y alcancemos con
oraciones, lágrimas y otras cosas semejantes. Pero, además, todo lo que la
Escrítura nos enseña respecto a la remisión de los pecados contradice
directamente esta distinción. Y aunque me parece que esto lo he probado
suficientemente, sin embargo añadiré algunos testimonios de la Escritura,
con los cuales estas serpientes que tanto se enroscan, quedarán de tal manera
que no podrán doblar ni siquiera la punta de la cola.
Dice Jeremías: Éste es el nuevo pacto que Dios ha hecho con nosotros en
su Cristo: que no se acordará de nuestras iniquidades (Jer.31,31-34). Qué
haya querido decir con estas palabras nos lo declara otro profeta, por el cual
el Señor nos dice: "Si el justo se apartare de su justicia ...
ninguna de las justicias que hizo le serán tenidas en cuenta". Si el impío se
apartare de su impiedad, yo no me acordaré de ninguna de sus impie-dades
(Ez. 18,24.27). Al decir Dios que no se acordará de ninguna de las justicias
del justo, quiere decir indudablemente que no hará caso ninguno de ellas
para remunerarlas. Y, al contrario, que no se acordará de ninguno de los
pecados para castigarlos. Lo mismo se dice en otro lugar: echárselos a la
espalda (Is. 38, 17); deshacerlos como una nube (Is. 44,22); arrojarlos a lo
profundo del mar (Miq. 7,19); no imputarlos y tenerlos ocultos (Sal. 32, 1).
Con estas expresiones el Espíritu Santo nos deja ver claramente su intención, si
somos dóciles para escucharle. Evi-dentemente, si Dios castiga los pecados, los
imputa; si los venga, se acuerda de ellos; si los emplaza para comparecer delante
de su tribunal, no los encubre; si Jos examina, no se los echa a la espalda; si los
mira, no los ha deshecho como a una nube; si los pone delante suyo, no los ha
arrojado a lo profundo del mar.
Todo esto lo expone san Agustín con palabras clarísimas: "Si Dios", dice,
"cubrió los pecados, no los quiso mirar; si no los quiso mirar, no los quiso
considerar; si no los quiso considerar, no los quiso castigar, no los quiso
conocer, sino que los quiso perdonar. ¿Por qué, entonces, dice que los
pecados están' ocultos? Para que no fuesen vistos. ¿Qué quiere decir que
Dios no ve los pecados, sino que no los castiga?"I
Oigamos cómo habla otro profeta y con qué condiciones perdona Dios los
pecados: "Si vuestros pecados fuesen como la grana, como la nieve serán
emblanquecidos; si fuesen rojos como el carmesí, vendrán a ser como
blanca lana" (Is.I, 18). Yen Jeremias también se dice: "En aquellos días y
aquel tiempo, dice Jehová, la maldad de Israel será buscada, y no aparecerá;
y los pecados de Judá, y no se hallarán; porque perdonaré a los que yo
hubiese dejado" (J er. 50. 20). ¿Queréis saber en pocas palabras lo que esto
quiere decir? Considerad por el contrario lo que significan estas
expresiones; El Señor ata en un saco todas mis maldades (Job 14,17);
forma un haz con eUas y las guarda (Os. 13, 12); las graba con cincel de
hierro, y con punta de diamante (Jer.L", 1). Ciertamente, si esto quiere decir,
como no hay duda alguna de elio, que el Señor dará el castigo, del mismo
modo, por el contrario, no se puede dudar que por las primeras expresiones,
opuestas a éstas, el Señor promete que no castigará las faltas que Él
perdonare. Y aquí he de pedir al lector que no haga caso de mis
interpretaciones. sino que escuche la Palabra de Dios.
Sé muy bien que ellos recurren a otra sutileza mayor, para poder esca-parse,
distinguiendo entre penas temporales y pena eterna. Mas como enseñan que,
excepto la muerte eterna, todos los males y adversidades que sufrimos, tanto en
el cuerpo como en el alma, son pena temporal, de poco les sirve esta restricción.
Porque los lugares arriba mencio-nados quieren decir expresamente que Dios
nos recibe en su gracia y favor con la condición de que perdonándonos la culpa
nos perdona tam-bién toda la pena que habíamos merecido. Y cuantas veces
David y otros profetas piden perdón de los pecados, suplican a la vez que les sea
per-donada la pena; e incluso me atrevo a afirmar que en su sentir, el juicio
mismo de Dios les fuerza a ello. Por otra parte, cuando ellos prometen que Dios
hará misericordia, expresamente y como adrede tratan siempre de las penas y del
perdón de las mismas. Sin duda cuando el Señor promete por Ezequiel poner fin
a la cautividad de Babilonia, en la que el pueblo estaba desterrado, y ello por
amor de si mismo y na a causa de los judíos (Ez.36,21-22.32), demuestra
claramente que esto lo hace gra t uitamente.
31. ]0. Nuestros sufrimientos y aflicciones no nos vienen jamás como com-
pensación de nuestros pecados
Mas como también ellos recurren a testimonios de la Escritura, vea-mos
cuáles son los argumentos que contra nosotros esgrimen.
David, dicen, cuando fue reprendio por el profeta Natán por su adul-terio y
homicidio, alcanza el perdón de su pecado; y, no obstante, es después castigado
con la muerte del hijo engendrado en el adulterio (2 Sm, 12,13). También se nos
enseña que redimamos mediante la satis-facción las penas y castigos que
habíamos de padecer después de haber-nos sido perdonada la culpa. Porque
Daniel exhorta a Nabucodonosor a que redima con mercedes sus pecados
(Dan.4, 24-27). Y Salomón escribe que "con misericordia y verdad se corrige el
pecado, y con el temor de Jehová los hombres se apartan del mal" (Prov. 16,6).
Y: "el amor cubrirá todas las faltas"; sentencia que también confirma san Pedro
(Prov. 10, 12; 1 Pe.4,8). Yen san Lucas el Señor dice a la mujer pecadora que
sus pecados le son perdonados, porque ha amado mucho (Le.7,47).
[Oh cuán perversamente consideran siempre las obras de Dios! Si
considerasen, como debían, que hay dos clases de juicios de Dios, hubie-ran
advertido perfectamente en la corrección de David otra cosa muy diferente que
la venganza y el castigo del pecado. Y como nos conviene sobremanera
comprender el fin al que van dirigidas las correcciones y castigos que Dios nos
envía, para que nos corrijamos de nuestros pecados, y cuán to difieren los
castigos con que Él persigue indignado a los im píos y a los réprobos, me parece
que no será superfluo tratar brevemente este punto.
De este juicio hay que establecer dos especies: a una la llamaremos juicio
de venganza; y a la otra, juicio de corrección. Con el juicio de venganza el
Señor castiga a sus enemigos de tal manera que muestra su cólera hacia
ellos para confundirlos, destruirlos y convertirlos en nada. Hay, pues,
propiamente venganza de Dios, cuando el castigo va acompañado de su
indignación.
Con el juicio de corrección no castiga hasta llegar a la cólera, ni se venga
para confundir o destruir totalmente. Por lo tanto, este juicio propiamente
no se debe llamar castigo ni venganza, sino corrección o admonición. El
uno es propio de Juez; el otro de Padre. Porque el juez, cuando castiga a un
malhechor, castiga la falta misma cometida; en cambio un padre, cuando
corrige a su hijo con cierta severidad, no pre-tende con ello vengarse o
castigarlo, sino más bien enseñarle y hacer que en lo porvenir sea más
prudente.
San Crisóstomo se sirve de esta comparación. Aunque un poco en otro
sentido, viene a parar a lo mismo. El hijo es azotado, se dice, igual que lo es
el criado. Mas el criado es castigado como siervo, porque pecó; en cambio
el hijo es castigado como libre y como hijo que necesita corrección; al hijo
la corrección se le convierte en prueba y ocasión de enmienda de vida; en
cambio al criado se le convierte en azotes y golpes.
32. Dios aflige a los impíos por ira; a los fieles, por amor
Para comprender fácilmente esta materia, es preciso que hagamos dos
distinciones. La primera es que dondequiera que el castigo es ven-ganza, se
muestra la ira y la maldición de Dios, que Él siempre evita a sus fieles. Por
el contrario, la corrección es una bendición de Dios, y testimonio de su
amor, como 10 enseña la Escritura.
Esta diferencia se pone de relieve a cada paso en la Palabra de Dios.
Porque todas las aflicciones que experimentan los impíos en este mundo son
como la puerta y entrada al infierno, desde donde pueden contem-plar como
de lejos su eterna condenación. Y tan lejos están de enmen-darse con ello o
sacar algún provecho de ello, que más bien esto les sirve a modo de ensayo
de aquella horrible pena del infierno que les está preparada y en la que
finalmente terminarán.
Por el contrario, el Señor castiga a los suyos, pero no los entrega a la
muerte. Por esto al verse afligidos con el azote de Dios reconocen que esto
les sirve de grandísimo bien para su mayor provecho (Job 5,17 y ss.; Prov. 3,
11-12; Heb.12, S-U; Sa1.l18, 18; 119,71). Lo mismo que leemos en las
vidas de los santos que siempre han sufrido tales castigos paciente-mente y
con ánimo sereno, también vemos que han sentido gran horror de las clases
de castigos de que hemos hablado, en los que Dios da muestra de su enojo.
"Castígame, oh Jehová", dice Jeremías, "mas con juicio (para enmendarme);
no con tu furor, para que no me aniquiles; derrama tu enojo sobre los
pueblos que no te conocen y sobre las naciones que no invocan tu nombre"
(Jer.1O,24--25). Y David: "Jehová, no me reprendas en tu enojo, ni me
castigues con tu ira" (Sal. 6, 1).
Ni se opone a esto lo que algunas veces se dice: que el Señor se enoja con
sus santos cuando los castiga por sus pecados. Como en Isaías se lee:
LIBRO III - CAPÍTULO IV 503
mitigase estos dolores con que las pobres almas son atormentadas, cien veces
desmayarían, aun cuando el Señor no diese más que un pequeño signo de su ira.
33. Los castigos de los impíos son una condenación; las correcciones de
los fieles, un remedio para el futuro
La otra distinción es que cuando los réprobos son azotados con los
castigos de Dios, ya entonces en cierta manera comienzan a sufrir las penas de
su juicio; y aunque no escaparán sin castigo por no haber tenido en cuenta los
avisos de la ira de Dios, sin embargo no son castigados para que se enmienden,
sino únicamen te para que comprendan que tienen, para mal suyo, a Dios por
Juez, quien no les dejará escapar sin el castigo que merecen.
y no importa que la pena sea temporal o eterna. Porque las guerras, hambres,
pestes y enfermedades son maldiciones de Dios, igual que el juicio mismo de la
muerte eterna, cuando el Señor las envía para que sean instrumentos de la ira y
la venganza divinas contra los impíos.
Sería muy necio quien pensase que las calamidades de la vida presente nos
son impuestas para servir de recompensa de nuestras faltas. Es Jo que a mi
entender quiere decir Crisóstorno, al escribir como sigue: "Si Dios nos castiga
por esta causa: para llamarnos a arrepentimiento y que no perseveremos en el
mal, habiéndonos ya arrepentido. la pena sería superflua".' Por eso, conforme al
conocimiento que Dios tiene de lo que más le conviene a cada uno, así trata a
unos con mayor rigor, y a otros con mayor dulzura. Y así, queriendo demostrar
que no es excesivo en sus castigos, reprocha a su pueblo obstinado que, después
de haber sido afligido, sin embargo no cesa de obrar mal (Jer. 5, 3). En el mismo
sentido se queja de que Efraín es como una torta quemada de un tado y cruda por
el otro (Os.7,8); a saber, en cuanto que el castigo que se le había impuesto, no le
había entrado hasta dentro del corazón, para que estando bien cocidos sus vicios,
se hiciese capaz de alcanzar el perdón. Evidente-mente Dios, al hablar de esta
manera, muestra que se aplacará tan pronto como el pecador se convierta a Él; y
si se muestra riguroso en el castigo de nuestras faltas, esto 10 hace a la fuerza,
por nuestra contumacia, pues los pecadores podrían evitar su enojo corrigiéndose
voluntariamente. Mas como en general nuestra obstinación es tal que es preciso
usar del castigo, ha determinadonuestro buen Padre probarnos a todos sin excep-
ción alguna con pruebas comunes.
profetas a cada paso declaran que en vano los hipócritas presentan ante los ojos
de Dios sus imaginaciones y falsos ritos y ceremonias, en lugar del
arrepentimiento, porque a Él no le agradan más que la integridad, la rectitud y
las obligaciones de la caridad.
También el autor de la Epístola a los Hebreos nos pone sobre aviso respecto a
este punto, recomendando la beneficiencia y los sentimientos de humanidad,
pues "de tales sacrificios se agrada el Señor" (Heb.13, 16). y nuestro Señor,
cuando se burla de los fariseos porque se preocupan únicamente de limpiar los
platos y menosprecian la limpieza del corazón, y les manda que den limosna,
para q ue todo esté limpio, lo de fuera y Jo de dentro (M1. 23, 25; Lc. 11 , 39-
41), no los exhorta con esto a sat isfacer por sus pecados; solamente les enseña
cuál es la limpieza que ;:¡glada a Dios. De esta expresión ya se ha tratado en
1
otro lugar.
CAPíTULO V
tante, como una breve refutación de los mismos será útil y provechosa para
los ignorantes, quiero intercalarla aquí,
El que las indulgencias se hayan conservado durante tanto tiempo, y que
hayan reinado a pesar de su enormidad y excesiva licencia, sin que haya
habido quien les saliera al paso, nos da a entender entre qué tinie-blas y
errores han permanecido sepultados los hombres tanto tiempo. Veían que el
Papa y sus bulderos los engañaban a ojos vistas; veían que se hacía un saneado
comercio de la salvación de s liS almas; que el paraíso se compraba con
determinadas cantidades de dinero; que nada se daba de balde, sino todo a buen
precio; que con este pretexto sacaban de sus bolsas las ofrendas que luego
torpemente se consumían en rameras, alcahuetas y grandes banquetes; veían que
quienes más ensalzaban las indulgencias y las ponían por las nubes, eran
precisamente quienes menos caso hacían de ellas; veían que cada día crecía más
este monstruo, y que cuanto más crecía más tiranizaba al mundo; que cada dia se
les traía plomo nuevo para sacar dinero nuevo; sin embargo aceptaban las
indulgencias con gran veneración, las adoraban y las compraban; e incluso los
que veían más claro que los otros las tenían por unos santos y piadosos engaños,
con los que podían ser engañados con algún pro-vecho, Pero al fin el mundo ha
comenzado a tener un poco de cabeza ya considerar mejor las cosas; las
indulgencias se van enfriando, hasta que finalmente desaparezcan y se reduzcan
a nada.
1 Epístola CXXJV.
• Epistola CLXV, sermón 55.
• Tratados sobre san Juan, LXXXIV, 2.
• Contra dos Cartas de los Pelagianos, lib. IV, cap. IV.
LIBRO 111 - CAPÍTULO V 513
lugar: que sufre todo por los elegidos, para que alcancen la salvación que hay en
Jesucristo (2 Tiro. 2,10). Y a los corintios les escribía que sufría todas las
tribulaciones que padecía por el consuelo y la salvación de ellos (2 COL 1,6). y
a continuación añade que había sido constituido ministro de la Iglesia, no para
hacer la redención, sino para predicar el Evangelio, conforme a la dispensación
que le habia sído encomendada.
y si quieren oir a otro intérprete, escuchen a san Agustín: "Los sufri-mientos",
dice, "de Cristo están en Él solo, como Cabeza; en Cristo y en la Iglesia, están
como en todo el cuerpo. Por esta causa san Pablo, como uno de sus miembros,
dice: suplo en mi cuerpo lo que falta a las pasiones de Cristo. Si tú, pues,
quienquiera que esto oyes, eres miembro de Cristo, todo cuanto padeces de parte
de aquellos que no son miembros de Cristo, todo esto faltaba a los sufrimientos
de Cristo" l.
En cuanto al fin de los sufrimientos que padecieron los apóstoles por la
Iglesia, lo declara en otro lugar con estas palabras: "Cristo es la puerta para que
yo entre a vosotros; puesto que vosotros sois ovejas de Cristo compradas con su
sangre, reconoced vuestro precio, el cual no lo doy yo, sino que lo predico". Y
luego añade: "Como Él dió su alma (o sea, su vida), así nosotros debemos
entregar nuestras almas (es decir, nuestras vidas), por los hermanos, para
edificación de la paz y confirmación de la fe."2
Mas no pensemos que san Pablo se ha imaginado nunca que le ha faltado algo
a los sufrimientos de Cristo en cuanto se refiere a perfecta justicia, salvación o
vida; o que haya querido añadir algo, él que tan espléndida y admirablemente
predica que la abundancia de la gracia de Cristo se ha derramado con tanta
liberalidad, que sobrepuja toda la potencia del pecado (Rom. 5, 15). Gracias
únicamente a ella, se han sal-vado todos los santos; no por el mérito de sus vidas
ni de su muerte, como claramente lo afirma san Pedro (Hch.15, 11); de suerte
que cual-quiera que haga consistir la dignidad de algún santo en algo que no sea
la sola misericordia de Dios comete una gravísima afrenta contra Dios y contra
Cristo.
Mas, ¿a qué me detengo tanto tiempo en esto, como si fuese cosa dudosa,
cuando el solo hecho de descubrir tales monstruos ya es vencer?
1 Sin duda se hace alusión a la confesión de Augsburgo que pasa en silencio la cuestión
del purgatorio, mientras que Lutero había dicho tajantemente: "El purgatorio no se
puede probar por la Sagrada Escritura" (Bula "Exsurge, Domine).
516 LIBRO 111 - CAPÍTULO V
Si por juez en este lugar se entiende Dios, por adversario el Diablo, por
alguacil el ángel, por la cárcel el purgatorio, me atendré a su opinión. Pero es
evidente, y nadie lo ignora, que en este lugar Cristo ha querido demostrar a
cuántos males y peligros se exponen los que obstinadamente prefieren mantener
sus procesos y litigios hasta lo último y con todo el rigor posible, a arreglarlo
amistosamente; y esto para exhortar a los suyos a tener paz con todo el mundo.
¿Cómo, pregunto, se puede deducir de este pasaje que hay purgatorio?
8. ]0.Filipenses 2,10
Echan mano también de la afirmación de san Pablo: que toda rodilla se doble
en el nombre de Jesús, de los que están en los cielos, y en la tierra y debajo de la
tierra (Flp, 2,10). Porque ellos tienen por indiscutible que por los que están
"debajo de la tierra" no hay que entender los que están condenados a muerte
eterna; por lo tanto, concluyen que no pueden ser otros que las almas que están
en los tormentos del purgatorio. No estaría mal la interpretación, si por las
palabras del Apóstol "doblar toda rodilla", se hubiese de entender la verdadera
adoración que los fieles tributan a Dios; mas como simplemente enseña que a
Cristo se le ha dado autoridad y poder para someter a su dominio todas las
criaturas, ¿que dificultad hay para entender por "los de debajo de la tierra" a los
demonios, los cuales sin duda alguna han de comparecer delante del tribunal del
Señor, y con gran terror y temblor lo reconocerán como Juez'? El mismo san
Pablo interpreta en otro lugar esta misma profecía; "Todos compareceremos ante
el tribunal de Cristo" (Rorn. 14, 10). Por-que el Señ or dice: Toda rodilla se
doblará ante mí, etc....
5°. 2 Macabeos 12,43. Respecto a lo que alegan del libro de los Macabeos, no
daré ninguna respuesta, para que no parezca que admito este libro como
canónico. Ellos objetarán que san Agustín lo tiene por tal. Pero, pregunto:
¿Sobre que base'? "Los judíos", dice él, "no dan a la historia de los Macabeos
aquella autoridad que confieren a la Ley, los Profetas y los Salmos, de los cuales
el Señor da testimonio como de testigos suyos, diciendo: "Era necesario que se
cumpliese todo lo que está escrito de mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y
en los Salmos" (Le. 24, 44). Sin embargo, la Iglesia la ha recibido, y no sin
utilidad si
518 LIBRO 111 - CAPÍTULO Y
esta historia se lee o escucha con sobriedad" l. Mas san Jerónimo sin
dificultad alguna declara que la autoridad de este libro no tiene fuerza para
2
confirmar doctrina ni artículo alguna de la fe • Yen aquella antigua
exposición del Símbolo, atribuida a san Cipria no, se prueba claramente que
el libro de los Macabeos no gozó de autoridad en la Iglesia primitiva".
Pero no vale la pena perder el tiempo en esto. El autor mismo del libro
demuestra con toda claridad qué autoridad se le ha de conceder, cuando al
final pide perdón por si ha dicho algo no tan bien como debiera (2
Mac.15,38). Evidentemente, el que confiesa que es necesario que le soporten
y perdonen, da a entender suficientemente con ello que no debe ser tenido
por oráculo del Espíritu Santo.
Hay que añadir asimismo que el celo de Judas Macabeo es alabado no por
otra razón que por su firme esperanza de la última resurrección, al enviar a
Jerusalem la ofrenda por los muertos. Porque el autor de la historia,
quienquiera que sea, no interpreta el acto de Judas como si él hubiera
querido rescatar los pecados con la ofrenda que enviaba; sino para que
aquéllos, en nombre de los cuales hacía la ofrenda, fuesen asociados en la
vida eterna a Jos fieles que habían muerto para defender su patria y su
religión. Este acto no estuvo exento de un celo inconside-rado; pero los que
en nuestros días lo convierten en un sacrificio legal son doblemente locos;
pues sabemos que todos los usos de entonces han cesado con la venida de
Cristo.
10. Por muy antigua que sea, esta doctrina no se apoya en la Escritura
Objetarán nuestros adversarios que esto ha sido opinión antiquí-sima en
la Iglesia. Pero san Pablo soluciona esta objeción, cuando como prende aun a
los de su tiempo en la sentencia en que afirma que todos aquellos que
hubieren añadido algo al edificio de la Iglesia, y que no esté en consonancia
con su fundamento, habrán trabajado en vano y perderán el fruto de su
trabajo.
Por tanto, cuando nuestros adversarios objetan que la costumbre de orar
por los difuntos fue admitida en la Iglesia hace más de mil trescientos años,
yo por mi parte les pregunto en virtud de qué palabra de Dios, de qué
revelación, y conforme a qué ejemplo se ha hecho esto. Porque no solamente
no disponen de testimonio alguno de la Escritura, sino que todos los
ejemplos de los fieles que se leen en ella, no permiten sospechar nada
semejante. La Escritura refiere muchas veces por extenso cómo los fieles
han llorado la muerte de los amigos y parientes, y el cuidado que pusieron en
darles sepultura; pero de que hayan orado por ellos no se hace mención
alguna. Y evidentemente, siendo esto de mucha mayor im-portancia que
Ilorarlos y darles sepultura, tanto más se debería esperar que lo mencionara.
E incluso, los antiguos que rezaban por los difuntos, veían perfectamente
que no existía mandamiento alguno de Dios respecto a ello, ni ejemplo
legítimo en que apoyarse.
¿Por qué, pues, se preguntará, se atrevieron a hacer tal cosa? A esto
respondo que obrando así demostraron que eran hombres; y que por ello no
se debe imitar lo que ellos hicieron. Porque, como quiera que los fieles no
deben emprender nada sino con certidumbre de conciencia, como dice san
Pablo (Rom. 14,23), esta certidumbre se requiere principalmente en la
oración.
de él más que con dudas! 1 Pero estos nuevos doctores quieren que lo que
ellos han soñado tocante al purgatorio, se tenga como artículo de fe, acerca
del cual no es lícito investigar. Los Padres antiguos sobria-mente y sólo por
cumplir, hacian mención de los difuntos, al celebrar la Cena del Señor. Éstos
nos están continuamente inculcando que tengamos cuidado de ellos,
prefiriendo con su importuna predicación esta supersti-ción a todas las
restantes obras de caridad. Además, no sería muy difícil alegar algunos
textos de los antiguos, que indudablemente echan por tierra todas las
oraciones por los difuntos, que entonces se hacían. Así, cuando san Agustín
dice: "Todos esperan la resurrección de la carne y la gloria eterna; pero del
reposo que sigue a la muerte, gozará el que sea digno al morir'": y, por tanto,
todos los fieles al morir, gozan del mismo reposo que los profetas, los apóstoles
y los mártires. Si tal es su condición y estado, ¿de qué, pregunto yo, les servirán
nuestras oraciones?
Omito aquí tantas crasas supersticiones, con las que han embaucado a la
gente sencilla, aunque son innumerables, y la mayoría de ellas tan
monstruosas, que no es posible excusarlas bajo ningún pretexto. Callo
también el vergonzoso comercio que han realizado a su placer con las
almas, mientras todo el mundo permanecía como atontecido, Sería cosa de
nunca acabar. Por lo demás, bastante tienen los fieles con lo que he dicho,
para ver claro en sus conciencias.
CAPÍTULO VI
3
SOBRE LA VIDA DEL CRISTIANO.
ARGUMENTOS DE LA ESCRITURA QUE NOS EXHORTAN
A ELLA
CAPÍTULO VII
Vemos, pues, por estas palabras que el renunciar a nosotros mismos en parte
se refiere a los hombres, y en parte se refiere a Dios; y esto es lo principal.
Cuando la Escritura nos manda que nos conduzcamos con los hombres de tal
manera que los honremos y los tengamos en más que a nosotros mismos, que
nos empleemos, en cuanto nos fuere posible, en procurar su provecho con toda
lealtad (Rom. 12, 10; Flp. 2,3), nos ordena manda-mientos y leyes que nuestro
entendimiento no es capaz de comprender, si antes no se vacía de sus
sentimientos naturales. Porque todos nosotros somos tan ciegos y tan embebidos
estamos en el amor de nosotros mis-mos, que no hay hombre alguno al que no le
parezca tener toda la razón del mundo para ensalzarse sobre los demás y
menospreciarlos respecto a sí mismo.
sino para el servicio de los otros miembros, y no saca de ello más pro-vecho que
el general, que repercute en todos los demás miembros del cuerpo. De esta
manera el fiel debe poner al servicio de sus hermanos todas sus facultades; no
pensando en si mismo, sino buscando el bien común de la Iglesia (I Cor. 12, 12).
Por tanto, al hacer bien a nuestros hermanos y mostrarnos humanitarios,
tendremos presente esta regla: que de todo cuanto el Señor nos ha comunicado
con lo que podemos ayudar a nuestros hermanos, somos dispensadores; que
estamos obliga-dos a dar cuenta de cómo lo hemos realizado; que no hay otra
manera de dispensar debidamente lo que Dios ha puesto en nuestras manos, que
atenerse a la regla de la caridad. De ahí resultará que no solamente juntaremos al
cuidado de nuestra propia utilidad la diligencia en hacer bien a nuestro prójimo,
sino que incluso, subordinaremos nuestro pro-vecho al de los demás.
Sólo la bendición debe bastarnos. Por eso los que temen a Dios, para no
enredarse en estos lazos, guardarán las reglas que siguen: Primera-mente no
apetecerán ni esperarán, ni intentarán medio alguno de prospe-rar, sino por la
sola bendición de Dios; y, en consecuencia, descansarán y confiaran con toda
seguridad en ella. Porque, por más que le parezca a la carne que puede bastarse
suficientemente a si misma, cuando por su propia industria y esfuerzo aspira a
los honores y las riquezas, o cuando se apoya en su propio esfuerzo, o cuando es
ayudada por el favor de los hombres; sin embargo es evidente que todas estas
cosas no son nada, y que de nada sirve y aprovecha nuestro ingenio, sino en la
medida en que el
LIBRO 111 - CAPiTULO VII 535
Señor los hiciere prósperos. Por el contrario, su sola bendición hallará el
camino, aun frente a todos los impedimentos del mundo, para conse-guir que
cuanto emprendamos tenga feliz y próspero suceso.
Además, aun cuando pudiésemos, sin esta bendición de Dios, adquirir
algunos honores y riquezas, como a diario vemos que los impíos consi-guen
grandes honores y bienes de fortuna, como quiera que donde está la maldición
de Dios no puede haber una sola gota de felicidad, todo cuanto alcanzáremos y
poseyéremos sin su bendición, no nos aprove-charía en absoluto. Y,
evidentemente, seríaun necio despropósito apetecer lo que nos hará más
miserables.
manera de consolarse de los gentiles que, para sufrir con buen ánimo las
adversidades, las atribuían a la fortuna, pareciéndoles una locura eno-jarse
contra ella, por ser ciega y caprichosa, y que sin distinción alguna hería tanto a
buenos como a malos. Por el contrario, la regla del temor de Dios nos dicta que
sólo la mano de Dios es quien dirige y modera lo que llamamos buena o mala
fortuna; y que Su mano no actúa por un im-pulso irracional, sino que de acuerdo
con una justicia perfectamente ordenada dispensa tanto el bien corno el mal.
CAPÍTU LO VIII
l. l". Necesidad de la cruz. Todo cristiano debe llevar su cruz en unión del
Señor
Es necesario además, que el entendimiento del hombre fiel se eleve más alto
aún, hasta donde Cristo invita a sus discípulos a que cada uno lleve su cruz (Mt,
16,24). Porque todos aquellos a quienes el Señor ha adoptado y recibido en el
número de sus hijos, deben prepararse a una vida dura, trabajosa, y llena de toda
clase de males. Porque la voluntad del Padre es ejercitar de esta manera a los
suyos, para ponerlos a prueba. Así se conduce con todos, comenzando por
Jesucristo, su primogénito. Porque, aunque era su Hijo muy amado, en quien
tenía toda su como placencia (r..1 1. 3,17; 17,5), vemos que no le trató con
miramientos ni regalo; de modo que con toda verdad se puede decir que no
solamente pasó toda su vida en una perpetua cruz y aflicción, sino que toda ella
no fue sino una especie de cruz continua. El Apóstol nos da la razón, al decir
que convino que por lo que padeció aprendiese obediencia (Heb. 5,8). ¿Cómo,
pues, nos eximiremos a nosotros mismos de la condición y suerte a la que
Cristo, nuestra Cabeza, tuvo necesariamente que some-terse, principalmente
cuando Él se sometió por causa nuestra, para dejar~ nos en sí mismo un dechado
de paciencia? Por esto el Apóstol enseña que Dios ha señalado como meta de
todos sus hijos el ser semejantes a Cristo (Rom. 8,29).
El mejor medio de que puede servirse Él para abatir esta nuestra arro-gancia
es demostrarnos palpablemente cuánta es nuestra fragilidad y debilidad. Y por
eso nos aflige con afrentas, con la pobreza, con la pér-dida de parientes y
amigos, con enfermedades y otros males, bajo cuyos golpes al momento
desfallecemos: por lo que a nosotros respecta, porque: carecemos de fuerza para
sufrirlos. Al vernos de esta manera abatidos, aprendemos a implorar su virtud y
potencia, única capaz de mante-nernos firmes y de hacer que no sucumbamos
bajo el peso de las aflic-ciones.
Aun los más santos, aunque comprenden que se mantienen en pie por la
gracia de Dios y no por sus propias fuerzas, sin embargo confían mucho más de
lo conveniente en su fortaleza y constancia, si no fuera porque el Señor,
probándolos con su cruz, los induce a un conocimiento más profundo de si
mismos. Y así como ellos se adulaban, cuando todas las cosas les iban bien,
concibiendo una opinión de grande constancia y paciencia, después, al verse
agitados por las tribulaciones, se dan cuenta de que todo ello no era sino
hipocresía. I
Esta presunción asaltó al mismo David, como él mismo lo confiesa: "En mi
prosperidad dije yo: No seré jamás conmovido, porque tú, Jehová, con tu favor
me afirmaste como un monte fuerte. Escondiste tu rostro, fui conturbado" (Sal.
30, 6--7). Confiesa que sus sentidos quedaron como atontados por la
prosperidad, hasta el punto de no hacer caso alguno de la gracia de Dios, de la
cual debía estar pendiente, y confiar en sí mismo, prometiéndose una
tranquilidad permanente. Si tal cosa aconteció a tan gran profeta como David,
¿quién de nosotros no temerá y estará vigilante?
1 El ejemplo de David, añadido por Calvino en las últimas ediciones, fue colocado por el
impresor entre las dos frases precedentes, que corta inoportunamente.
LIBRO 111 ~ CAPÍTULO VIII 539
e. Toda cruz nos atestigua el inmutable amor de Dios. Debemos, por tanto,
reconocer la clemencia de nuestro Padre para con nosotros, aun en la misma
amargura de las tribulaciones, pues incluso entonces Él no deja de preocuparse
por nuestra salvación. Porque Él nos aflige, no para destruirnos, sino más bien
para librarnos de la condenación de este mundo. Esta consideración nos llevará a
lo que la misma Escritura dice en otro lugar: "No menosprecies, hijo mío, el
castigo de Jehová, ni te fatigues de su corrección; porque Jehová al que ama
castiga, como el padre al hijo a quien quiere" (Prov. 3,11-12). Al oir que los
castigos de Dios son castigos de padre, ¿no debemos mostrarnos hijos
obedientes y dóciles, en vez de imitar con nuestra resistencia a los desesperados,
los cuales se han endurecido en sus malas obras'? Perderíamos al Señor, si
cuando faltamos, Él no nos atrajese a sí con sus correcciones. Por eso con toda
razón dice que somos hijos bastardos y no legítimos, si vivimos sin disciplina
(Heb, 12,8). Somos, pues, muy perversos si cuando nos muestra su buena
voluntad y el gran cuidado que se toma por nosotros, no lo queremos soportar.
La Escritura enseña que la diferencia entre los fieles y los infieles está en que
éstos, como los antiguos esclavos de perversa naturaleza, no hacen sino
empeorar con los azotes; en cambio los fieles, como hijos nobles, bien nacidos y
educados, aprovechan para enmendarse. Escoged, pues, ahora a qué número
deseáis pertenecer. Pero como ya he tratado en otro lugar l de esto, me
contentaré solamente con lo que he expuesto.
del mundo, por lo que pondremos en peligro nuestra vida, nuestros bienes o
nuestro honor. No llevemos a mal, ni nos juzguemos desgraciados por llegar
hasta ese extremo en el servicio del Señor, puesto que Él mismo ha declarado
que somos bienaventurados (Mí. 5,10).
Es verdad que la pobreza en sí misma considerada es una miseria; y lo mismo
el destierro, los menosprecios, la cárcel, las afrentas; y, final-mente, la muerte es
la suprema desgracia. Pero cuando se nos muestra el favor de Dios, no hay
ninguna de estas cosas que no se convierta en un gran bien y en nuestra
felicidad.
Prefiramos, pues, el testimonio de Cristo a una falsa opinión de nuestra carne.
De esta manera nosotros, a ejemplo de los apóstoles, nos sentiremos gozosos "de
haber sido tenidos por dignos de padecer afrenta por causa del Nombre (de
Cristo)" (Hch.5,41). Si siendo inocentes y teniendo la conciencia tranquila,
somos despojados de nuestros bienes y de nuestra hacienda por la perversidad de
los impíos, aunque ante los ojos de los hombres somos reducidos a la pobreza,
ante Dios nuestras riquezas aumentan en el cielo. Si somos arrojados de nuestra
casa y desterrados de nuestra patria, l tanto más somos admitidos en la familia
del Señor, nuestro Dios. Si nos acosan y menosprecian, tanto más echa-mos
raíces en Cristo. Si nos afrentan y nos injurian, tanto más somos en-salzados en
el reino de Dios. Si nos dan muerte, de este modo se nos abre la puerta para
entrar en la vida bienaventurada. Avergoncérnonos, pues, de no estimar lo que el
Señor tiene en tanto, como si fuera inferior a los va-nos deleites de la vida
presente, que al momento se esfuman como el humo.
, No olvidemos que Calvino tuvo que huir de Francia, su patria, en 1534, y luego fue
desterrado de Ginebra, de 1538 a 1541, a Estrasburgo, donde a veces conoció una gran
pobreza.
LIBRO 111 - CAPÍTULO VIII 543
no hacer caso alguno de ellas? Pero si cada una esconde dentro de sí cierta
amargura, con la que naturalmente punza nuestro corazón, enton-ces se
muestra la fortaleza del fiel, que al verse tentado por semejante amargura,
por más que sufra intensamente, resistiendo varonilmente acaba por vencer.
En esto se muestra la paciencia, pues al verse estimu-lado por ese
sentimiento, no obstante se refrena con el temor de Dios, para no consentir
en ningún exceso. En esto se ve su alegría, pues herido por la tristeza y el
dolor, a pesar de ello se tranquiliza con el consuelo espiritual de Dios.
Es evidente que fueron muy pocos los filósofos que se remontaron hasta
comprender que los hombres son probados por la mano de Dios con
aflicciones, y que, en consecuencia, estaban obligados a obedecerle respecto
a ello. Y aun los que llegaron a ello no dan otra razón, sino que así era
necesario. Ahora bien, ¿qué significa esto, sino que debemos ceder a Dios,
puesto que sería inútil resistirle? Pero si obedecemos a Dios sola-mente
porque no hay más remedio y no es posible otra cosa, si pudiéra-mos
evitarlo, no le obedeceríamos. Por eso la Escritura nos manda que
consideremos en la voluntad de Dios otra cosa muy distinta; a saber,
primeramente su justicia y equidad, y luego el cuidado que tiene de nuestra
salvación.
De ahí que las exhortaciones cristianas son como siguen: ya sea que nos
atormente la pobreza, el destierro, la cárcel, la ignominia, la enferme-dad, la
pérdida de los parientes y amigos, o cualquier otra cosa, debe-mas pensar
que ninguna de estas cosas nos acontece, si no es por disposi-ción y
providencia de Dios. Además de esto, que Dios no hace cosa alguna sin un
orden y acierto admirable. ¡Como si los innumerables pecados que a cada
momento cometemos no merecieran ser castigados mucho más severamente
y con castigos mucho más rigurosos que los que su clemencia nos envía!
[Como si no fuera perfectamente razonable que nuestra carne sea dominada
y sometida bajo el yugo, para que no se extravíe en la concupiscencia
conforme a su impulso natural! ¡Como si no merecieran la justicia y la
verdad de Dios, que padezcamos por ellas! y si la justicia de Dios
resplandece luminosamente en todas nuestras aflicciones, no podemos
murmurar o rebelarnos contra ella sin caer en una gran iniquidad.
Aquí no oímos ya aquella fría canción de los filósofos: es necesario
obedecer, porque no podemos hacer otra cosa. Lo que oímos es una
disposición viva y eficaz: debemos obedecer, porque resistir es una gran
impiedad; debemos sufrir con paciencia, porque la impaciencia es una
obstinada rebeldía contra la justicia de Dios.
Además, como no amamos de veras sino lo que sabemos que es bueno y
agradable, también en este aspecto nos consuela nuestro Padre
misericordioso, diciéndonos que al afligirnos con la cruz piensa y mira por
nuestra salvación. Si comprendemos que las tribulaciones nos son
saludables, ¿por qué no aceptarlas con una disposición de ánimo serena y
sosegada? Al sufrirlas pacientemente no nos sometemos a la necesidad;
antes bien procuramos nuestro bien.
Estas consideraciones hacen que cuanto más metido se ve nuestro corazón
en la cruz con el sentimiento natural del dolor y la amargura, tanto más se
ensancha por el gozo y la alegría espiritual. De ahi se sigue también la
acción de gracias, que no puede estar sin el gozo. Por tanto, si la alabanza
del Señor y la acción de gracias sólo pueden proceder de un corazón alegre y
contento, y nada en el mundo puede ser obstáculo a ellas, es evidente cuán
necesario resulta templar la amargura de la cruz con el gozo y la alegría
espirituales.
546 LIBRO 111 - CAPÍTULO IX
CAPíTULO IX
2. Para que no amenos excesivamente esta tierra, el Señor nos hace llevar
aquí nuestra cruz
Porque entre estas dos cosas no hay medio posible; o no hacemos caso
en absoluto de los bienes del mundo, o por fuerza estaremos ligados a ellos
por un amor desordenado. Por ello, si tenemos en algo la eterni-dad, hemos
de procurar con toda diligencia desprendernos de tales lazos. y como esta
vida posee numerosos halagos para seducirnos y tiene gran apariencia de
amenidad, gracia y suavidad, es preciso que una y otra vez nos veamos
apartados de ella, para no ser fascinados por tales hala-gos y lisonjas.
Porque, ¿qué sucedería si gozásemos aquí de una felicidad perenne y todo
sucediese conforme a nuestros deseos, cuando incluso zaheridos con tantos
estímulos y tantos males, apenas somos capaces de reconocer la miseria de
esta vida? No solamente los sabios y doctos com-prenden que la vida del
hombre es como humo, o como una sombra, sino que esto es tan corriente
incluso entre el vulgo y la gente ordinaria, que ya es proverbio común.
Viendo que era algo muy necesario de saberse, lo han celebrado con dichos
y sentencias famosas.
Sin embargo, apenas hay en el mundo una cosa en la que menos pen-
semos y de la que menos nos acordemos. Todo cuanto emprendemos lo
hacemos como si fuéramos inmortales en este mundo. Si vemos que llevan a
alguien a enterrar, o pasamos junto a un cementerio, como entonces se nos
pone ante los ojos la imagen de la muerte, hay que admitir que filosofamos
admirablemente sobre la vanidad de la vida presente. Aun-que ni aun esto lo
hacemos siempre; porque la mayoría de las veces estas cosas nos dejan
insensibles; pero cuando acaso nos conmueven, nuestra filosofía no dura más
que un momento; apenas volvemos la espalda se desvanece, sin dejar en pos
de sí la menor huella en nuestra memoria; y al fin, se olvida, ni más ni menos
que el aplauso de una farsa que agradó al público. Olvidados, no sólo de la
muerte, sino hasta de nuestra mortal :condición, como si jamás hubiésemos
oído hablar de tal cosa, recobramos una firme confianza en nuestra
inmortalidad terrena. Y si alguno nos trae a la memoria aquel dicho: que el
hombre es un animal efímero, admitimos que es asi; pero lo confesamos tan
sin consideración ni aten-ción, que la imaginación de perennidad permanece
a pesar de todo arrai-gada en nuestros corazones.
Por tanto, ¿quién negará que es una cosa muy necesaria para to-dos, no
que seamos amonestados de palabra, sino convencidos con todas las pruebas
y experiencias posibles de lo miserable que es el estado y condición de la
vida presente, puesto que aun convencidos de ello, apenas si dejamos de
admirarla y sentirnos estupefactos, como si contuviese la suma de la
felicidad? Y si es necesario que Dios nos instruya, también será deber
nuestro escucharle cuando nos llama y sacude nuestra pereza, para que
menospreciemos de veras el mundo, y nos dediquemos con todo el corazón
a meditar en la vida futura.
548 LIBRO 111- CAPiTULO IX
3. Sin embargo, no debemos aborrecer esta vida, que lleva y anuncia las
señales.de la bondad de Dios
No obstante, el menosprecio de esta vida, que han de esforzarse por
adquirir los fieles, no ha de engendrar odio a la misma, ni ingratitud para
con Dios. Porque esta vida, por más que este llena de infinitas miserias, con
toda razón se cuenta entre [as bendiciones de Dios, que no es lícito
menospreciar. Por eso, si no reconocemos en ella beneficio alguno de Dios,
por el mismo hecho nos hacemos culpables de enorme ingratitud para con
Él. Especialmente debe servir a los fieles de testimonio de la buena voluntad
del Señor, pues toda está concebida y destinada a pro-mover su salvación y
hacer qu,," se desarrolle sin cesar. Porque el Señor, antes de mostrarnos
claramente la herencia de la gloria eterna, quiere demostrarnos en cosas de
menor importancia que es nuestro Padre; a saber, en los beneficios que cada
día distribuye entre nosotros.
Por ello, si esta vida nos sirve para comprender la bondad de Dios,
¿hemos de considerarla como si no hubiese en ella el menor bien del
mundo? Debemos, pues, revestirnos de este afecto y sentimiento, tenién-
dola por uno de los dones de la divina benignidad, que no deben ser
menospreciados. Porque, aunque no hubiese numerosos y claros testi-
monios de la Escritura, la naturaleza misma nos exhorta a dar gracias al
Señor por habernos creado, por conservarnos y concedernos todas las cosas
necesarias para vivir en ella. Y esta razón adquiere mucha mayor
importancia, si consideramos que con ella en cierta manera somos
preparados para la gloria celestial. Porque el Señor ha dispuesto las cosas de
tal manera, que quienes han de ser coronados en el cielo luchen pri-mero en
la tierra, a fin de que no triunfen antes de haber superado las dificultades y
trabajos de la batalla, y de haber ganado la victoria.
Hay, además, otra razón, y es que nosotros comenzamos aquí a gustar la
dulzura de su benignidad con estos beneficios, a fin de que nuestra
esperanza y nuestros deseos se exciten a apetecer la revelación perfecta.
Cuando estemos bien seguros de que es un don de la clemencia divina que
vivamos en esta vida presente, y que le estamos obligados por ello, debiendo
recordar este beneficio demostrándole nuestra gratitud, enton-ces será el
momento oportuno para entrar dentro de nosotros mismos a considerar la
mísera condición en que nos hallamos, para desprendernos del excesivo
deseo de ella; al cual, como hemos dicho, estamos natural-mente tan
inclinados.
sentimiento natural sienta terror al oir que nuestra alma ha de separarse del
cuerpo. Pero lo que no se puede consentir es que no haya en el corazón de un
cristiano la luz necesaria para vencer este temor, sea el que sea, con un consuelo
mayor. Porque si consideramos que el tabernaculo de nuestro cuerpo, que es
inestable, vicioso, corruptible y caduco, es destrui-do para ser luego restaurado
en una gloria perfecta, permanente, inco-rruptible y celestial, ¿cómo no ha de
llevarnos la fe a apetecer ardiente-mente aquello que nuestra naturaleza detesta?
Si consideramos que por la muerte somos liberados del destierro en que
yacíamos, para habitar en nuestra patria, que es la gloria celestial, ¿no ha de
procurarnos esto ningún consuelo?
Alguno objetará que no hay cosa que no desee permanecer en su ser.
También yo lo admito; y por eso mantengo que debemos poner nuestros ojos en
la inmortalidad futura en la cual hallaremos nuestra condición inmutable; lo
cual nunca lograremos mientras vivamos en este mundo. y muy bien enseña san
Pablo a los fieles que deben ir alegremente a la muerte; no porque quieran ser
desnudados, sino revestidos (2 Cor. 5,4). Los animales brutos, las mismas
criaturas insensibles, y hasta los maderos y las piedras tienen como un cierto
sentimiento de su vanidad y corrup-ción, y están esperando el día de la
resurrección para verse libres de su vanidad juntamente con los hijos de Dios
(Rom. 8,19-21); Y nosotros, dotados de luz natural, e iluminados además con el
Espíritu de Dios, cuando se trata de nuestro ser, ¿no levantaremos nuestro
espíritu por encima de la podredumbre de la tierra?
Mas no es mi intento tratar aquí de una perversidad tan grande. Ya al
principio declaré que no quería tratar cada materia en forma de exhorta-ción y
por extenso. A hombres como éstos, tímidos y de poco aliento, les aconsejaría
que leyeran el librito de san Cipriano que tituló De la Inmortalidad, si es que
necesitan que se les remita a los filósofos; para que viendo el menosprecio de la
muerte que ellos han demostrado, co-miencen a avergonzarse de sí mismos.
Éste es, ciertamente, nuestro único consuelo. Si se nos quita, por fuerza
desfalleceremos, o buscaremos consuelos vanos, que han de ser la causa de
nuestra perdición. Porque el Profeta mismo confiesa que sus pies vacilaron y
estuvo para caer, mientras persistió más de lo conveniente en considerar la
prosperidad de los impíos; y nos asegura que no pudo permanecer firme yen pie
hasta que, entrando en el Santuario del Señor, se puso a considerar cuál habla de
ser el paradero de los buenos, y cuál e! fin de los malvados (Sal. 73,2-3. 17-20).
En una palabra: la cruz de Cristo triunfa de verdad en el corazón de los fieles
contra el Diablo, contra la carne, contra el pecado y contra los impíos, cuando
vuelven sus ojos para contemplar la potencia de su resurrección.
552 LIBRO 111 - CAPiTULO X
CAPÍTULO X
2. Debemos usar de todas fas cosas según el fin para el cual Dios las ha
creado
El primer punto que hay que sostener en cuanto a esto es que el uso de
los dones de Dios no es desarreglado cuando se atiene al fin para el cual
Dios los creó y ordenó, ya que f:llos ha creado para bien, y no para nuestro
daño. Por tanto nadie caminará más rectamente que quien con diligencia se
atiene a este fin.
Ahora bien, si consideramos el fin para el cual Dios creó los alimentos,
veremos que no solamente quiso proveer a nuestro mantenimiento, sino que
también tuvo en cuenta nuestro placer y satisfacción. Así, en los vestidos,
además de la necesidad, pensó en el decoro y la honestidad. En las hierbas,
los árboles y las frutas, además de la utilidad que nos pro-porcionan, quiso
alegrar nuestros ojos con su hermosura, añadiendo tam-bién la suavidad de
su olor. De no ser esto así, el Profeta no cantaría entre los beneficios de
Dios, que "el vino alegra el corazón del hombre", y "el aceite hace brillar el
rostro" (Sal. 104, 14). Ni la Escritura, para en-grandecer su benignidad,
mencionaría a cada paso que Él dio todas estas cosas a los hombres. Las mismas
propiedades naturales de las cosas muestran claramente la manera como hemos
de usar de ellas, el fin y la medida.
¿Pensamos que el Señor ha dado tal hermosura a las fiares, que espon-
táneamente se ofrecen a la vista; y un olor tan suave que penetra los
sentidos, y que sin embargo no nos es licito recrearnos con su belleza y
perfume? ¿No ha diferenciado los colores unos de otros de modo que unos
nos procurasen mayor placer que otros? ¿ No ha dado él una gracia
particular al oro, la plata, el marfil y el mármol, con la que los ha hecho más
preciosos y de mayor estima que el resto de los metales y las piedras? ¿No
nos ha dado, finalmente, innumerables cosas, que hemos de tener en gran
estima, sin que nos sean necesarias?
que te atonteces y te inutilizas para servir a Dios y cumplir con los deberes de tu
vocación? ¿Cómo vas a demostrar tu reconocimiento a Dios, si la carne, incitada
por la excesiva abundancia a cometer torpezas abomina-bIes, infecta el
entendimiento con su suciedad, hasta cegarlo e impedirle ver 10 que es honesto
y recto? ¿Cómo vamos a dar gracias a Dios por habernos dado los vestidos que
tenemos, si usamos de ellos con tal sun-tuosidad, que nos llenamos de
arrogancia y despreciamos a los demás; si hay en ellos tal coquetería, que los
convierte en instrumento de pecado? ¿Cómo, digo yo, vamos a reconocer a
Dios, si nuestro entendimiento está absorto en contemplar la magnificencia de
nuestros vestidos? Porque hay muchos que de tal manera emplean sus sentidos
en los deleites, que su entendimiento está enterrado. Muchos se deleitan tanto
con el mármol, el oro y las pinturas, que parecen trasformados en piedras,
convertidos en oro, o semejantes a las imágenes pintadas. A otros de tal modo
les arrebata el aroma de la cocina y la suavidad de otros perfumes, que son
incapaces de percibir cualquier olor espiritual. Y lo mismo se puede decir de las
demás cosas.
Es, por tanto, evidente, que esta consideración refrena hasta cierto punto la
excesiva licencia y el abuso de Jos dones de Dios, confirmando la regla de
Pablo de no hacer caso de los deseos de la carne (Rom. 13, 14); los cuajes, si se
les muestra indulgencia, se excitan sin medida alguna.
Por temor de que nosotros con nuestra temeridad y locura revolvamos cuanto
hay en el mundo, ha ordenado a cada uno 10 que debía hacer. y para que
ninguno pase temerariamente sus límites, ha llamado a tales maneras de vivir,
vocaciones. Cada uno, pues, debe atenerse a su manera de vivir, como si fuera
una estancia en la que el Señor lo ha colocado, para que no ande vagando de un
lado para otro sin propósito toda su vida.
Esta distinción es tao necesaria, que todas nuestras obras son estimadas
delante de Dios por ella; y con frecuencia de una manera muy distinta de lo
que opinaría la razón humana y filosófica. El acto que aun los filósofos
reputan como el más noble y el más excelente de todos cuantos se podrían
emprender, es libertar al mundo de la tiranía; en cambio, toda persona
particular que atente contra el tirano es abiertamente condenada por Dios.
Sin embargo, no quiero detenerme en relatar todos los ejemplos que
sepodrian aducir referentes a esto. Baste con entender que la voca-ción a la
que el Señor nos ha llamado es como un principio y fundamento para
gobernarnos bien en todas las cosas, y que quien no se someta a ella jamás
atinará con el recto camino para cumplir con su deber como debe. Podrá
hacer alguna vez algún acto digno de ala banza en apariencia; pero ese acto,
sea cual sea, y piensen de él los hombres lo que quieran, delante del trono de
la majestad divina no encontrará aceptación y será tenido en nada.
En fin, si no tenemos presente nuestra vocación como una regla per-
manente, no podrá existir concordia y correspondencia alguna entre las
diversas partes de nuestra vida. Por consiguiente, irá muy ordenada y
dirigida la vida de aquel que no se aparta de esta meta, porque nadie se
atreverá, movido de su"temeridad, a intentar más de lo que su vocación le
permite, sabiendo perfectamente que no le es lícito ir más allá de sus
propios límites. El de condición humilde se contentará con su sencillez, y no
se saldrá de la vocación y modo de vivir que Dios le ha asignado. A la vez, será
un alivio, y no pequeño, en sus preocupaciones, trabajos y penalidades, saber
que Dios es su guía y su conductor en todas las cosas. El magistrado se dedicará
al desempeño de su cargo con mejor voluntad. El padre de familia se esforzara
por cumplir sus deberes. En resumen, cada uno dentro de su modo de vivir,
soportará las incomodi-dades, las angustias, los pesares, si comprende que nadie
lleva más carga que la que Dios pone sobre sus espaldas.
De ahí brotará un maravilloso consuelo: que no hay obra alguna tan
humilde y tan baja, que no resplandezca ante Dios, y sea muy preciosa en su
presencia, con tal que con ella sirvamos a nuestra vocación.
CAPíTULO XI
a saber, la fe; puesto que por la Ley son malditos. También me parece que
ha expuesto convenientemente qué cosa es la fe, los beneficios y las gracias
que Dios comunica por ella a los hombres, y los frutos que pro-duce."
Resumiendo podemos decir que Jesucristo nos es presentado por la
benignidad del Padre, que nosotros lo poseemos por [a fe, y que par ti-
cipando de El recibimos una doble gracia. La primera, que reconciliados con
Dios por la inocencia de Cristo, en lugar de tener en los cielos un Juez que
nos condene, tenemos un Padre clernentlsimo. La segunda, que somos
santificados por su Espíritu, para que nos ejercitemos en la ino-cencia y en la
pureza de vida. En cuanto a la regeneración, que es la segunda gracia, ya
queda dicho cuanto me parece conveniente. El tema de la justificación ha
sido tratado más ligeramente, porque convenía comprender primeramente
que la fe no esta ociosa ni sin producir buenas obras, bien que por ella sola
alcanzamos la gratuita justicia por la mise-ricordia de Dios; y asimismo era
necesario comprender cuáles son las buenas obras de los santos, en las
cuales se apoya una buena parte de la cuestión que tenemos que tratar.
Ahora, pues, hemos de considerar por extenso este artículo de la
justificación por la fe, e investigarlo de tal manera que lo tengamos pre-
sente como uno de los principales artículos de la religión cristiana, para que
cada uno ponga el mayor cuidado posible en conocer la solución. Porque si
ante todas las cosas no comprende el hombre en qué estima le tiene Dios,
encontrándose sin fundamento alguno en que apoyar su salvación, carece
igualmente de fundamento sobre el cual asegurar su religión y el culto que
debe a Dios. Pero la necesidad de comprender esta materia se verá mejor
con el conocimiento de la misma.
ofrecer esto, sino que Dios libra por medio de la fe a los pecadores de la
condenación que su impiedad merecía? Y aún más claramente se expresa en la
conclusión, cuando exclama: "¿Quién acusará a los esco-gidos de Dios? Dios es
el que justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aún, el
que también resucitó, el que también intercede por nosotros" (Rom.B,33-34).
Todos esto es como si dijese: ¿Quién acusará a aquellos a quienes Dios
absuelve? ¿Quién condenará a aquellos a quienes Cristo defiende y protege?
Justificar, pues, no quiere decir otra cosa sino absolver al que estaba acusado,
como si se hubiera probado su inocencia. Así pues, como quiera que Dios nos
justifica por la intercesión de Cristo, no nos absuelve como si nosotros fuéramos
inocentes, sino por la imputación de la justicia; de suerte que somos reputados
justos en Cristo, aunque no lo somos en nosotros mismos. Así se declara en el
sermón de san Pablo: "Por medio de él se os anuncia perdón de pecados, y que
todo aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en él es
justificado todo aquel que cree" (Hch. 13,3B-39). ¿No veis cómo después de la
remisión de los pecados se pone la justificación como aclaración? ¿No veis
claramente cómo se toma por absolución? ¿No veis cómo la justificación no es
imputada a las obras de la ley? ¿No veis cómo es un puro beneficio de
Jesucristo? ¿No veis cómo se alcanza por la fe? ¿No veis, en fin, cómo es
interpuesta la satis-facción de Cristo, cuando el Apóstol afirma que somos
justificados de nuestros pecados por :t.1?
Pero no hay texto que mejor prueba lo que vengo afirmando, que aquel en
que el mismo Apóstol enseña que la suma del Evangelio es que seamos
reconciliados con Dios, porque Él quiere recibirnos en su gracia por Cristo, "no
tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados" (2 Cor. 5,19). Consideren
diligentemente los lectores todo el contexto; porque luego el Apóstol añade: "Al
que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado" (2 Coro 5,21), explicando
así la manera de la reconciliación: y evidentemente con la palabra reconciliar, no
entiende sino justificar. y no podría ser verdad lo que dice en otro lugar: que por
la obediencia de Cristo somos constituidos justos (Rom. S, 19), si no fuésemos
en Él, y fuera de nosotros, reputados por justos delante de Dios.
nuestro y en cuanto que destruyendo los pecados nos reconcilió con el Padre,
sea nuestra justicia; sino que afirma que este título le conviene en cuanto es
Dios eterno y es vida.
Para probar lo primero, o sea, que Dios nos justifica, no solamente
perdonándonos nuestros pecados, sino también regenerándonos, pre-gunta
si Dios deja a aquellos a quienes justifica, tal cual son por su naturaleza sin
cambiarlos absolutamente en cuanto a sus vicios, o no. La respuesta es bien
fácil. Así como Cristo no puede ser dividido en dos partes. de la misma
manera la justicia y la santificación son inseparables, y las recibimos
juntamente en Él. Por tanto, todos aquellos a quienes Dios recibe en su
gracia, son revestidos a la vez del Espíritu de adopción, y con la virtud de la
misma reformados a Su imagen. Mas si la claridad del sol no puede ser
separada de su calor, ¿vamos a decir por ello que la tierra es calentada con
la luz e iluminada con su calor? No se podria aplicar a la materia que
traemos entre manos una comparación más apta y propia que ésta. El sol hace
fértil con su calor a la tierra y la ilumina con sus rayos. Entre ambas cosas hay
una unión recíproca e inseparable: y sin embargo, la razón no permite que lo
que es propio de cada una de estas cosas se atribuya a la otra. Semejante es el
absurdo que se comete al confundir las dos gracias distintas, y que Osiander
quiere meternos a la fuerza. Porque en virtud de que Dios renueva a todos
aquellos que gratuitamente acepta por justos, y los pone en el camino en que
puedan vivir con toda santidad y justicia, Osiander confunde el don de la rege-
neración con esta gratuita aceptación, y porfía que ambos dones no son sino uno
mismo. Sin embargo, la Escritura, aunque los junta, dife-rencia el uno del otro,
para que mejor veamos la variedad de las gracias de Dios. Porque no en vano
dice san Pablo que Cristo nos ha sido dado como justificación y santificación (l
Cor.l,30). y todas las veces que al exhortarnos a la santidad y pureza de vida nos
da corno razón la salva-ción que nos ha sido adquirida, el amor de Dios y la
bondad de Cristo, claramente nos demuestra que una cosa es ser justificados y
otra ser hechos nuevas criaturas.
Cuando se pone a citar la Escritura, corrompe todos los textos que aduce.
Interpreta el texto de san Pablo: "al que no obra, sino cree en aquél que
justifica al impío, su fe le es contada por justicia" (Rom. 4, 5), entendiendo
que Dios muda los corazones y la vida para hacer a los fieles justos. Y, en
resumen, con la misma temeridad pervierte todo ese capítulo cuarto de la
carta a los Romanos. Y lo mismo hace con el texto que poco antes cité:
"¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica"
(Rom.8,33), como si el Apóstol dijera que ellos son real-mente justos. Sin
embargo, bien claro se ve que san Pablo habla simple-mente de la culpa y del
perdón de la misma, y que el sentido depende de la antítesis u oposición. Por
tanto Osiander, tanto en las razones que alega como en los textos de la Escritura
que aduce, deja ver lo vano de sus argumentos.
Ni tiene más peso lo que dice acerca de la palabra "justicia": que la fe se
le imputó a Abraham a justicia después que, aceptando a Cristo, - que es la
justicia de Dios y el mismo Dios - babíacaminado y vivido justamente. Aqui
se ve que él indebidamente compone una cosa imper-
LIBRO III - CAPÍTULO XI 563
fecta con dos perfectas e íntegras. Porque la justicia de Abraham de que allí se
habla, no se extiende a toda su vida, sino que el Espíritu Santo quiere atestiguar
que, aunque Abraham haya estado dotado de virtudes admirables, y al
perseverar en ellas las haya aumentado cada día más, no obstante no agradó a
Dios por otra razón que porque recibió por la fe la gracia que le fue ofrecida en
la promesa. De donde se sigue que en la justificación no hay lugar alguno para
las obras, como lo prueba muy bien san Pablo con el ejemplo de Abraham.
8. La persona del Mediador 1/0 puede ser dividida en cuanto a los bienes que de
ella proceden, ni confundida con las del Padre o del Espíritu Santo
Pero incluso se equivoca al tratar de la manera de recibir a Cristo. Según él,
la Palabra interna es recibida por medio de la Palabra externa: y esto lo hace
para apartarnos todo lo posible de la persona del Mediador, quien con su
2
sacrificio intercede por nosotros, y así llevarnos a su divini-dad externa.
Por nuestra parte no dividimos a Cristo; decimos que es el mismo el
Sé muy bien que algunas veces la justicia es llamada "de Dios", en cuanto
que Él es su autor y quien nos la otorga. Mas que el sentido del pasaje alegado
sea que nosotros, confiados en la expiación que Cristo verificó con su muerte y
pasión, nos atrevemos a comparecer delante del tribunal de Dios, lo Ve
claramente toda persona de claro juicio, aunque yo no lo dijere. Por lo demás no
hay razón para disputar tanto por la palabra misma, si estamos de acuerdo en
cuanto a la sustancia de la cosa, y Osiander admite que somos justificados en
Cristo en cuanto Él fue constituido sacrificio expiatorio por nosotros, lo cual es
totalmente ajeno a su naturaleza divina. Y por esta misma razón Cristo,
queriendo sellar en nuestro corazón la justicia y la salvación que nos adquirió,
nos da una prenda irrefutable de ello en su carne.
Es verdad que se llama a sí mismo pan de vida; pero después de decir de qué
modo lo es, añade que su carne es verdaderamente alimento, y su
el que justifica". Por lo cual estoy seguro de que nada nos podrá separar del
amor de Dios, que es en Cristo Jesús (Rom. 8,33.38-39). Claramente afirma
que está dotado de una justicia que basta perfectamente para la salvación
delante de Dios; de tal manera que aquella mísera servidumbre, por cuya
causa poco antes habla deplorado su suerte, en nada suprime la confianza de
gloriarse ni le sirve de impedimento alguno para conseguir su intento. Esta
diversidad es bien conocida y familiar a todos los santos que gimen bajo el
gran peso de sus iniquidades, y mientras no dejan de sentir una confianza
triunfal, con la que superan todos sus temores y salen de cualquier duda.
En cuanto a lo que objeta Osiander, que esto no es cosa propia de la
naturaleza divina, el mismo argumento se vuelve en contra suya. Porque
aunque él reviste a los santos con una doble Justicia, como un forro, sin
embargo se ve obligado a confesar que nadie puede agradar a Dios sin la
remisión de los pecados. Si esto es verdad, necesariamente tendrá que
conceder, por lo menos, que somos reputados justos en la proporción y
medida en que Dios nos acepta, aunque realmente no somos tates. ¿Hasta
qué punto ha de extender el pecador esta gratuita aceptación, en virtud de la
cual es tenido por justo sin serlo? Evidentemente, perma-necerá indeciso,
sin saber a qué lado inclinarse, ya que no puede tomar tanta justicia como
necesita para estar seguro de su salvación. ¡Menos mal que este
presuntuoso, que querría dictar leyes al mismo Dios, no es árbitro ni juez en
esta causa! A pesar de todo, permanece firme la afirmación de David:
"(Serás) reconocido justo en tu palabra, y tenido por puro en tu juicio" (Sal.
51,5). ¡Qué grande arrogancia condenar al que es Juez supremo, cuando Él
gratuitamente absuelve! ¡Como si no le fuese lícito hacer lo que Él mismo
ha declarado: "Tendré misericordia del que tendré misericordia; y seré
clemente para con el que seré cle-mente" (Éx. 33,19)1 Y sin embargo, la
intercesión de Moisés, a la que Dios respondió así, no pretendía que
perdonase a ninguno en particular, sino a todos por igual, ya que todos eran
culpables.
Por lo demás, nosotros afirmamos que Dios entierra los pecados de aque
llos a quienes Él justifica; y la razón es que aborrece el pecado y no puede
amar sino a aquellos a quienes 1":1 declara justos. Mas es una admi-rable
manera de justificar que los pecadores, al quedar cubiertos con la justicia de
Cristo, no sientan ya horror del castigo que merecen, y pre-cisamente
condenándose a si mismos, sean justificados fuera de ellos mismos.
tenemos la misma sustancia de Dios? Ni tiene más fuerza lo que aduce, que
con toda propiedad y razón es llamada justicia aquella que nos incita a obrar
rectamente.
De que Dios es el que produce en nosotros el querer y el obrar (Flp. 2,
13), concluye que no tenemos más justicia que la de Dios. Pero nosotros no
negamos que Dios nos reforme por su Espíritu en santidad de vida y en
justicia; el problema radica en si esto lo hace Dios inmediatamente por si
mismo, o bien por medio de su Hijo, en el cual ha depositado toda la
plenitud de su Espíritu, para socorrer con su abundancia la necesidad de sus
miembros. Además, aunque la. justicia dimane y caiga sobre nos-otros de la
oculta fuente de la divinidad, aun así no se sigue que Cristo, quien por causa
nuestra se santificó a sí mismo (Jn. 17,19) en carne, no sea nuestra justicia
sino según su divinidad.
No tiene mayor valor su aserto de que el mismo Cristo ha sido justo por la
justicia divina; porque si la voluntad del Padre no le hubiera movido, no
hubiera cumplido el deber que le había asignado. Aunque en otro lugar se
dice que todos los méritos de Cristo dimanan de la pura benevolencia de
Dios, como arroyos de su fuente, sin embargo ello no tiene importancia para
confirmar la fantasía con que Osiander deslumbra sus ojos y los de la gente
sencilla e ignorante. Porque, ¿quién será tan insensato que concluya con él
que porque Dios es la fuente y el principio de nuestra justicia, por eso somos
nosotros esencialmente justos, y que la esencia de la justicia de Dios habita
en nosotros? Isaias dice que Dios, cuando redimió a su Iglesia, se vistió con
Su justicia, como quien se pone la coraza. ¿Quiso con esto despojar a Cristo
de sus armas, que le habla asignado para que fuese un Redentor perfecto y
completo? Mas el profeta simplemente quiso afirmar que Dios no tomó nada
prestado por lo que se refiere al asunto de nuestra redención, y que no
recibió ayuda de ningún otro (Is.59,16--17). Esto Jo expuso brevemente san
Pablo con otras palabras, diciendo que Dios nos ha dado la salvación para
mani-festación de su justicia (Rom. 3,24-25). Sin embargo, esto no se opone
a lo que enseña en otro sitio: que somos justos por la obediencia de un
hombre (Rom. 5, 19).
En conclusión, todo el que mezcle dos justicias, a fin de que las almas
infelices no descansen en la pura y única misericordia de Dios, pone a
Cristo una corona de espinas para burlarse de Él.
Por eso dice en otro lugar que la causa de la ruina de los judíos fue que
"ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se
sujetaron a la justicia de Dios" (Rom. 10,3). Si estableciendo nuestra propia
justicia, arrojamos de nosotros la justicia de Dios, evidentemente para alcanzar
la segunda debemos destruir por completo la primera. Lo mismo prueba el
Apóstol cuando dice que el motivo de nuestra vana-gloria queda excluido, no
por la Ley, sino por la fe (Rorn. 3,27). De donde se sigue que, mientras quede
en nosotros una sola gota de la justicia de las obras, tenemos motivo de
gloriarnos. Mas, si la fe excluye todo motivo de gloria, la justicia de las obras
no puede en manera alguna estar acom-pañada de la justicia de la fe. Demuestra
esto san Pablo con tal evidencia mediante el ejemplo de Abraham, que no deja
lugar a dudas. "Si Abra-harn", dice, "fue justificado por las obras, tiene de qué
gloriarse". Mas luego añade: "Pero no para con Dios" (Rom.4,2). La conclusión
es que no es justificado por las obras. Después se sirve de otro argumento, para
probar esto mismo. Es como sigue: Cuando se da el salario por las obras, esto
no SI;': hace por gracia o merced, sino por deuda; ahora bien, a la fe se le da la
justicia por gracia o merced; luego, no por los méritos de las obras. Es, pues,
Una loca fantasía la de quienes creen que la justicia consta de fe y de obras.
14. 2°. Incluso las obras hechas por la virtud del Espíritu Santo no son tenidas
en cuenta para nuestra justificación
Los sofistas, a quienes poco les importa corromper la Escritura, y,
según se dice, se bañan en agua de rosas cuando creen encontrarle algún fallo,
piensan haber encontrado una salida muy sutil; pretenden que las obras de que
habla san Pablo son las que realizan los no regenerados, que presumen de su
libre albedrío; y que esto no tiene nada que ver con las buenas obras de los
fieles, que son hechas por la virtud del Espíritu Santo. De esta manera, según
ellos, el hombre es justificado tanto) por la fe como por las obras, con tal que no
sean obras suyas propias, sino dones de Cristo y fruto de la regeneración. Según
ellos, san Pablo dijo todo esto simplemente para convencer a los judíos,
excesivamente necios y arrogantes al pensar que adquirían la justicia por su
propia virtud y fuerza, siendo así que sólo el Espíritu de Cristo nos la da, y no
los esfuer-zos que brotan del movimiento espontáneo de la naturaleza.
Mas no consideran que en otro lugar, al oponer san Pablo la justicia de la Ley
a la del Evangelio, excluye todas las obras, sea cual sea el título con que se las
quiera presentar. Él enseña que la justicia de la Leyes que alcance la salvación el
que hiciere lo que la Ley manda; en cambio, la justicia de la fe es creer que
Jesucristo ha muerto y resucitado (Gál. 3, 11-12; Rom. 10,5,9). Además, luego
veremos que la santificación y la justicia son beneficios y mercedes de Dios
diferentes. De donde se sigue que cuando se atribuye a la fe la virtud de
justificar, ni siquiera las obras espirituales se tienen en cuenta. Más aún, al decir
san Pablo que Abraham no tiene de qué gloriarse delante de Dios, porque no es
justo por las obras, no limita esto a una apariencia o un brillo de virtud, ni a la
presunción que Abraham hubiera tenido de su libre albedrío; sino que, aunque la
vida de este santo patriarca haya sido espiritual y casi
LIBRO 111 - CAPITULO XI 573
angélica, sin embargo los méritos de sus obras no bastan para poder con ellos
alcanzar justicia delante de Dios.
18. b. Gálatas 3, 11-/2. El segundo texto es: "Que por la ley ninguno se
justifica para con Dios, es evidente, porque: El justo por la fe vivirá; y la ley
no es de fe, sino que dice: El que hiciere estas cosas vívirá por ellas"
(GáLJ,II-12). Si fuese de otra manera, ¿cómo valdría el argu-mento, sin
tener ante todo por indiscutible que las obras no se deben tener en cuenta,
sino que deben ser dejadas a un lado? San Pablo dice que la Leyes cosa
distinta de la fe. ¿Por qué? La razón que aduce es que para su justicia se
requieren obras. Luego, de ahí se sigue que no se requieren las obras cuando
el hombre es justificado por la fe. Bien claro se ve por la oposición entre
estas dos cosas, que quien es justificado por la fe, es justificado sin mérito
alguno de obras, y aun independientemente del mismo; porq ue la fe recibe
la justicia que el Evangeli o presenta. Y el Evangelio difiere de la Ley en
que no subordina la justicia a las obras, sino que la pone únicamente en la
misericordia de Dios.
Semejante es el argumento del Apóstol en la Epístola a los Romanos,
cuando dice que Abraham no tiene de qué gloriarse, porque la fe le fue
imputada a justicia (Rom.4,2). Y luego añade en confirmación de esto, que
la fe tiene lugar cuando no hay obras a las que se les deba salario alguno.
"Al que obra", dice, "no se le cuenta el salario como gracia, sino como
deuda; mas al que no obra, ... su fe le es contada por justicia" (Rom.4,4---5).
Lo que sigue poco después tiende también al mismo pro-pósito: que
alcanzamos la herencia por la fe, para que entendamos que la alcanzamos
por gracia (Rorn.d, 16); de donde concluye que la herencia celestial se nos
da gratuitamente, porque la conseguimos por la fe. ¿Cuál es la razón de
esto, sino que la fe, sin necesidad de las obras, se apoya toda ella en la sola
misericordia de Dios?
No hay duda que en este mismo sentido dice en otro lugar: "Ahora,
aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley
y por los profetas" (Rorn, 3,21). Porque al excluir la Ley, quiere decir
576 LIBRO 111 - CAPÍTULO XI
23. No somos justificados delante de Dios más que por la justicia de Cristo
De aquí se sigue también que sólo por la intercesión de la justicia
de Cristo alcanzamos ser justificados ante Dios. Lo cual es tanto corno si
dijéramos que el hombre no es justificado en si mismo, sino porque le es
comunicada por imputación la justicia de Cristo; lo cual merece que se considere
muy atenta y detenidamente. Porque de este modo se des-truye aquella vana
fantasía, según la cual el hombrees justificado por la fe en cuanto por ella recibe
el Espiritu de Dios, con el cual es hecho justo. Esto es tan contrario a la doctrina
expuesta, que jamás podrá estar de acuerdo con ella. En efecto, no hay duda
alguna de que quien debe buscar la justicia fuera de sí mismo, se encuentra
desnudo de su propia justicia. Y esto lo afirma con toda claridad el Apóstol al
escribir que "al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que
nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él" (2 Cor.5,2l). ¿No vemos cómo
el Apóstol coloca nuestra justicia, no en nosotros, silla en Cristo, y que no nOS
pertenece a nosotros, sino en cuanto participamos de Cristo, porque en Él
poseemos todas sus riquezas?
No va contra esto lo que dice en otro lugar: " ... condenó al pecado en la
carne, para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros" (Rom. 8,3--4).
Con estas palabras no se refiere sino al cumplimiento
CAPÍTULO XII
y que puede atrevidamente presumir! sin méritos. Ella tiene de qué pre-sumir,
mas no tiene méritos. Tiene méritos; mas para merecer, no para presumir. Como
no presumir de nada es merecer, ella tanto más segura-mente presume cuanto no
presume, porque las muchas misericordias del Señor le dan materia y motivo de
gloriarse."!
1 Confiarse.
• Sobre el Cantar de los Cantares, sermón 68.
LIBRO 111 - CAPITULO XII 585
descender a nosotros mismos y considerar muy bien lo que somos sin adulación
ni pasión alguna. Porque no es maravilla que seamos tan ciegos por lo que a esto
respecta, ya que nadie se ve libre de esta peste del amor de sí mismo, que, según
lo atestigua la Escritura, está naturalmente arraigado en todos nosotros. "Todo
camino del hombre es recto en su propia opinión", dice Salomón; y: "Todos los
caminos del hombre son limpios en su propia opinión" (Prov. 21,2; 16,2). ¿Es
que el hombre va a ser absuelto en virtud de este error suyo? Al contrario, según
se lee luego: "Pero Jehová pesa los espíritus"; es decir, que mientras el hombre
se adula a sí mismo con la apariencia de justicia, el Señor pesa la iniquidad e
impureza que se encierra en su corazón. Por tanto, si nuestra lisonja no nos sirve
de nada, no nos engañemos a nosotros mismos a sabiendas para ruina nuestra.
1 UJs teólogos católico-romanos. Cfr. Cochlaeus, De libero arbitrio hominis (1525), fo. O
'te: "Non sumus natura impii."
586 LIBR.O 111 - CAPÍTULO Xll
Por tanto, cuando oírnos de los labios del Profeta: La salud está pre-parada
para los humildes; y, por el contrario, que Dios abatirá a los altivos (Sal. 18,27),
pensemos primeramente que no tenemos acceso ni entrada alguna a la salvación,
más que despojándonos de todo orgullo y soberbia, y revistiéndonos de
verdadera humildad. En segundo lugar hemos de pensar que esta humildad no es
una cierta modestia, por la que cedemos de nuestro derecho apenas un adarme,
para abatirnos delante de Dios - como suelen ser comúnmente llamados
humildes entre los hombres aquellos que no hacen ostentación de pompa y de
fausto, ni desprecian a los demás, aunque no dejan de creer que tienen algún
valor -, sino que la humildad es un abatimiento sin ficción, que procede de un
corazón poseído del verdadero sentimiento de su miseria y pobreza. Porque la
humildad siempre se presenta de esta manera en la Palabra de Dios. Cuando el
Señor habla por Sofonías, diciendo: "Quitaré de en medio de ti a los que se
alegran en tu soberbia, ... y dejaré en medio de ti un pueblo humilde y pobre, el
cual confiará en el nombre de Jehová" (Sof. 3, 11-12), nos muestra claramente
cuáles son los humildes; a saber, los afligidos por el conocimiento de su pobreza
y de la miseria en que han caldo. Por el contrario, dice que los soberbios saltan
de alegría, porque los hombres, cuando las cosas les salen bien, se alegran y
saltan de placer. Pero a los humildes, a los que Él ha determinado salvar, no les
deja otra cosa que la esperanza en el Señor. Así en Isaías: "Miraré a aquel que
es pobre y humilde de espíritu y que tiembla a mi palabra". Y: "As! dijo el Alto
y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es santo: Yo habito en la
altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir
el espíritu de los humildes y para vivificar el corazón de los quebrantados" (Is.
66,2; 57,15). Cuantas veces oigamos el nombre de quebrantamiento,
entendamos por ello una llaga del corazón que no deja levantar al hombre que
yace en tierra. Con este quebrantamiento ha de estar herido nuestro corazón, si
queremos, con-forme a lo que Dios dice, ser ensalzados con los humildes. Si no
hacemos esto, seremos humillados y abatidos por la poderosa mano de Dios para
confusión y vergüenza nuestra.
1 Sermón 174.
588 LIBRO 111 - CAPíTULO XIII
CAPÍTULO XIII
finalmente a Dios cuando toda materia de gloria les es quitada (Rom. 3,19).
Por eso Isaías al anunciar que Israel tendrá toda su justicia en Dios, añade
juntamente que tendrá también su alabanza (Is, 45,25); como si dijera: éste
es el fin por el que los elegidos son justificados por el Señor, para que en Él,
y en ninguna otra cosa, se glorien. En cuanto al modo de ser nosotros
alabados en Dios, lo había enseñado en el versículo prece-dente; a saber,
que juremos que nuestra justicia y nuestra fuerza están en Él. Consideremos
que no se pide una simple confesión cualquiera, sino que esté confirmada
con juramento; para que no pensemos que podemos cumplir con no sé qué
fingida humildad. Y que nadie replique que no se gloria cuando, dejando a
un lado toda arrogancia, reconoce su propia justicia ; porque tal estimación
de sí mismo no puede tener lugar sin que engendre confianza, ni la
confianza sin que produzca gloria y alabanza.
Recordemos, pues, que en toda la discusión acerca de la justicia debe-
mos siempre poner ante nuestros ojos como fin, dejar el honor de la misma
entero y perfecto para Dios; pues para demostrar su justicia, como dice el
Apóstol, derramó su gracia sobre nosotros, a fin de que Él sea el Justo, y el
que justifica al que es de la fe de Jesús (Rom. 3,26). Por eso en otro lugar,
después de haber enseñado que el Señor nos adquirió la salva-ción para
alabanza de la gloria de su gracia (Ef. 1,6), como repitiendo lo mismo dice:
"Por gracia sois salvos por medio de la fe, y esto no de vosotros, pues es don
de Dios; no por obras, para que nadie se glorie" (EC. 2, 8-9). Y san Pedro, al
advertirnos de que somos llamados a la espe-ranza de la salvación para anunciar
las virtudes de Aquél que nos llamó de las tiniebias a su luz admirable (1 Pe. 2,
9), sin duda alguna quiere inducir a los fieles a que de tal manera canten las
solas alabanzas de Dios, que pasen en silencio toda la arrogancia de la carne.
El resumen de todo esto es que el hombre no se puede atribuir ni una sola
gota de justicia sin sacrilegio, pues en la misma medida se quita y rebaja la
gloria de la justicia de Días.
CAPÍTULO XIV
1 San Agustín, Contra Juliano, lib. IV, cap. m, 16y 58.,21. t Ibld.,
lib. IV, cap. m, 25,26.
LIBRO 111 - CAPÍTULO XIV 595
4. Para ser buena, una obra debe ser hecha con le en Cristo yen comunión
con Él
Además de esto, si es verdad lo que dice san Juan, que fuera del Hijo de
Dios no hay vida (l Jn. 5, 12), todos los que no tienen parte con Cristo, sean
quienes fueren, hagan o intenten hacer durante todo el curso de su vida todo
lo que se quiera, van a dar consigo en la ruina, la perdi-ción y el juicio de la
muerte eterna.
En virtud de esto, san Agustin dice en cierto lugar: "Nuestra religión no
establece diferencia entre los justos y los impíos por la ley de las obras, sino
por la ley de la fe, sin la cual las que parecen buenas obras se con-vierten en
pecado"." Por lo cual el mismo san Agustín en otro lugar hace muy bien en
comparar la vida de tales gentes a uno que va corriendo fuera de camino.
Porque cuanto más deprisa el tal corre, tanto más se va apar-tando del lugar
adonde habia determinado ir, y por esta causa es más desventurado. Por eso
concluye, que es mejor ir cojeando por el camino debido, que no ir
2
corriendo fuera de camino.
Finalmente, es del todo cierto que estos tales son árboles malos, pues no
hay santificación posible sino en la comunicación con Cristo. Puede que
produzcan fr utas hermosos y de muy suave sabor; pero, no obstante, tales
frutos jamás serán buenos. Por aquí vemos que todo cuanto piensa, pretende
hacer, o realmente hace el hombre antes de ser reconciliado con Dios por la
fe, es maldito; y no solamente no vale nada para conse-guir la justicia, sino
que más bien merece condenación cierta.
Mas, ¿para qué discutimos de esto como si fuera cosa dudosa, cuando ya
se ha demostrado con el testimonio del Apóstol que "sin fe es impo-sible
agradar a Dios?" (Heb. 11,6).
1 Contra dos cartas de {os Peiagianos, a Bonifacio; lib. Il, cap. v, 14.
• Conversaciones sobre los Salmos; sobre el Sal. XXXI, cap. 11,4.
596 LIBRO 111- CAPÍTULO XIV
ha dado a mí primero, para que yo restituya? Todo lo que hay debajo del
cielo es mío" (Job 41,11); sentencia que san Pablo explica en el sentido de
que no creamos que podemos presentar cosa alguna delante de Dios, sino la
confusión y la afrenta de nuestra pobreza y desnudez (Rom.ll,35). Por lo
cual, en el lugar antes citado, para probar que Él nos ha venido primero con
su gracia a fin de que concibiéramos la espe-ranza de la salvación, y no por
nuestras obras, dice que "somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para
buenas obras; las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos
en ellas" (Ef. 2,10). Como si dijera: ¿Quién de nosotros se jactará de haber
ido pri mero a Dios con su justicia, siendo así que nuestra primera virtud y
facultad de obrar bien procede de la regeneración? Porque según nuestra
propia naturaleza, más fácil-mente sacaremos aceite de una piedra. que una
buena obra de nosotros. Es en verdad sorprendente que el hambre,
condenado por tanta ignomi-nia, se atreva aún a decir que le queda algo
bueno,
Confesemos, pues, juntamente con ese excelente instrumento de Dios que
es san Pablo. que el Señor "nos llamó con llamamiento santo, no conforme
a nuestras obras. sino según el propósito suyo y la gracia que nos fue dada
en Cristo Jesús" (1 Tim.1,9); y asimismo, que "cuando se manifestó la
bondad de Dios nuestro Salvador. y su amor para con los hombres, nos
salvó no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su
misericordia•... para que justificados por su gracia, viniésemos a ser
herederos conforme a la esperanza de la vida eterna" (Tit.3,4-5. 7). Con esta
confesión despojamos al hombre de toda justicia hasta en su mínima parte,
hasta que por la sola misericordia de Dios sea regenerado en la esperanza de
la vida eterna; porque si la justicia de las obras vale de algo para nuestra
justificación, no se podría decir ya con verdad que somos justificados por
gracia. Ciertamente el Apóstol no era tan olvidadizo, que después de afirmar
en un lugar que la justificación es gratuita, no se acordase perfectamente de
que en otro había probado que la gracia ya no es gracia, si las obras fuesen
de algún valor (Rorn. 1I,6). ¿Y qué otra cosa quiere decir el Señor al afirmar
que no ha venido a llamar a justos, sino a pecadores? (Mt.9, 13). Si sólo 105
pecadores son admitidos, ¿por qué buscamos la entrada por nuestra falsa
justicia?
6. Para ser agradable a Dios hay que estar justificado por su gracia
Mucha veces me viene a la mente este pensamiento: temo hacer una
injuria a la misericordia de Dios esforzándome con tanta solicitud en
defenderla y mantenerla, como si fuese algo dudoso u oscuro. Mas, como
nuestra malicia es tal que jamás concede a Dios 10 que le pertenece, si no se
ve forzada por necesidad, me veo obligado a detenerme aquí algo m.ÍS de lo
que quisiera. Sin embargo, como la Escritura es suficientemente clara a este
propósito, combatiré de mejor gana con sus palabras que con las mías
propias.
Isaias, después de haber descrito la ruina universal del género humano,
expuso muy bien el orden de su restitución, "Lo vio Jehová", dice, "y
desagradó a sus ojos, porque pereció el derecho. Y vio que no habia hombre, y
se maravilló que no hubiese quien se interpusiese; y lo salvó con su brazo, y le
afirmó su misma justicia" (Is. 59,15-17). ¿Dónde está
LIBRO 111 - CAPíTULO XIV 597
nuestra justicia, si es verdad lo que dice el profeta, que no hay nadie que
ayude al Señor para recobrar su salvación?
Del mismo modo lo dice otro profeta, presentando al Señor, que expone
cómo ha de reconciliar a los pecadores consigo: "Y te desposaré conmigo
para siempre; te desposaré conmigo en justicia, juicio, benignidad y
misericordia. Diré a Lo-ammi 1: Tú eres pueblo mío" (Os. 2,19.23). Si tal
pacto, que es la primera unión de Dios con nosotros, se apoya en la
misericordia de Dios, no queda ningún otro fundamento a nuestra justicia.
Ciertamente me gustaría que me dijeran, los que quieren hacer creer que
el hombre se presenta delante de Dios con algún mérito y la justicia de sus
obras, si piensan que existe justicia alguna que no sea agradable a Dios.
Ahora bien, si es una locura pensar esto, ¿qué cosa podrá pro-ceder de los
enemigos de Dios que le sea grata, cuando a todos los detesta juntamente
con sus obras? La verdad atestigua que todos somos enemigos declarados y
mortales 'de Dios, hasta que por la justificación somos recibidos en su gracia
y amistad (Rom.5,6; Col. 1,21-22). Si el principio del amor que Dios nos
tiene es la justificación, ¿qué justicia de obras le podrá preceder? Por lo cual
san Juan, para apartarnos de esta perniciosa arrogancia nos advierte que
nosotros no fuimos los primeros en amarle (1 Jn.4,lO). Esto mismo lo había
enseñado mucho tiempo antes el Señor por su profeta: "los amaré de pura
gracia; porque mi ira se apartó de ellos" (Os. 14,4). Ciertamente, si Él por su
benevolencia no se inclina a amarnos, nuestras obras no pueden lograrlo.
El vulgo ignorante no entiende con esto otra cosa sino que ninguno
hubiera merecido que Jesucristo fuera nuestro Redentor; pero que para
gozar de la posesión de esta redención nos ayudan nuestras obras. Sin
embargo, muy al contrario, por más que seamos redimidos por Cristo,
seguimos siendo hijos de tinieblas, enemigos de Dios y herederos de su ira,
hasta que por la vocación del Padre somos incorporados a la comu-nión con
Cristo. Porque san Pablo dice que somos purificados y lavados de nuestra
suciedad por la sangre de Cristo, cuando el Espíritu Santo verifica esta pu
rifícación en nosotros (1 Cor. 6, l 1). Y sa n Pedro, que-riendo decir lo
mismo, afirma que la santificación del Espíritu nos vale para obedecer y ser
rociados con la sangre de Jesucristo (1 Pe. 1,2). Si somos rociados por el
Espíritu con la sangre de Cristo para ser purifica-dos, no pensemos que
antes de esta aspersión somos otra cosa sino lo que es un pecador sin Cristo.
Tengamos, pues, como cierto que el principio de nuestra salvación es
como una especie de resurrección de la muerte a la vida; porque cuando por
Cristo se nos concede que creamos en Él, entonces, y no antes, co-
menzamos a pasar de la muerte a la vida.
JO. Además, aunque fuera posible que hiciésemos algunas obras entera-mente
perfectas, sin embargo un solo pecado basta para destruir y olvidar todas
nuestras justicias precedentes; como lo afirma el profeta (Ez.18,24); con lo cual
está de acuerdo Santiago: Cualquiera que ofen-diere en un punto la ley, se hace
culpable de todos (Sant.Z, lO). y como esta vida mortal jamás es pura ni está
limpia de pecado, toda cuanta justicia hubiésemos adquirido, quedaría
corrompida, oprimida y perdida con los pecados que a cada paso cometeríamos
de nuevo; y de esta mane-ra no sería tenida en cuenta ante la consideración
divina, ni nos sería
imputada a justicia.
Finalmente, cuando se trata de la justicia de las obras no debemos considerar
una sola obra de la Ley, sino la Ley misma y cuanto ella manda. Por tanto, si
buscamos justicia por la Ley, en vano presentaremos una o dos obras: es
necesario que haya en nosotros una obediencia per-petua a la Ley. Por eso no
una sola vez - como muchos neciamente pien-san - nos imputa el Señor a
justicia aquella remisión de los pecados, de la cual hemos ya hablado, de tal
manera que, habiendo alcanzado el perdón de los pecados de nuestra vida
pasada, en adelante busquemos la justicia en la Ley; puesto que, si asl fuera, no
haría otra cosa sino burlarse de nosotros, engañándonos con una vana esperanza.
Porque como nos-otros, mientras vivimos en esta carne corruptible, no podemos
conseguir perfección alguna, y por otra parte, la Ley anuncia muerte y
condenación a todos aquellos que no hubieren hecho sus obras con entera y
perfecta justicia, siempre tendría de qué acusarnos y podría convencernos de
culpabilidad, si por otra parte la misericordia del Señor no saliese al encuentro
para absolvernos con un perdón perpetuo de nuestros pecados.
Por tanto, permanece en pie lo que al principio dijimos: que si se nos
LIBRO 111- CAPiTULO XIV 601
juzga de acuerdo con nuestra dignidad natural, en todo ello seremos dig-nos
de muerte y de perdición, juntamente con todos nuestros intentos y deseos.
todo indiscutible que David no habla aquí de los infieles e impíos, sino de los
fieles: de si mismo y otros semejantes; pues él hablaba conforme a lo que sentia
en su conciencia. Por tanto, esta bienaventuranza no es para tenerla una sola
vez, sino durante toda la vida.
Finalmente, la embajada de reconciliación de la que habla san Pablo (2 Coro
5,18-19), la cual nos asegura que tenemos nuestra justicia en la misericordia de
Dios, no nos es dada por uno o dos días, sino que es perpetua en la Iglesia de
Cristo. Por tanto, los fieles no tienen otrajusticia posible hasta el fin de su vida,
sino aquella de la que allí se trata. Porque Cristo permanece para siempre Como
Mediador para reconciliarnos con el Padre, y la eficacia y virtud de su muerte es
perpetua; a saber, la ablu-ción, satisfacción, expiación y obediencia perfecta que
Él tuvo, en virtud de la cual todas nuestras iniquidades quedan ocultas. Y san
Pablo, escri-biendo a los efesios, no dice que tenemos el principio de nuestra
salvación por gracia, sino que por gracia somos salvos ... ; no por obras; para
que nadie se gloríe (EL 2, 8-9).
A esto respondo que la gracia que ellos llaman "aceptante" no es otra cosa
que la graciosa bondad del Padre celestial mediante la cual nos abraza y recibe
en Cristo, cuando nos reviste de la inocencia de Cristo, y la pone en nuestra
cuenta, para con el beneficio de la misma tenernos y reputamos por santos,
limpios e inocentes. Porque es necesario que la justicia de Cristo - la única
justicia perfecta y, por tanto, la única que puede comparecer libremente ante la
presencia divina - se presente por nosotros y comparezca en juicio a modo de
fiador nuestro. Al ser nosotros revestidos de esta justicia, conseguimos un
perdón continuo de los pecados, por la fe. Al ser cubiertos con su limpieza,
nuestras faltas y la suciedad de nuestras imperfecciones no nos son ya imputa-
das, sino que quedan como sepultadas, para que no aparezcan ante el juicio de
Dios hasta que llegue la hora en que totalmente destruido y muerto en nosotros
el hombre viejo, la divina bondad nos lleve con Jesucristo, el nuevo Adán, a una
paz bienaventurada, donde esperar el
Duns Scoto, Comentario a {as Sentencias, lib. 1, dist, 17, cu, 3, 25, 26, etc.
Buenaventura, Comentario a {as Sentencias, lib. IV. disto 20, pár, 2, art. 1; cu. 3;
Tomás de Aquino, Suma Teológica, pte, Ill, supl, eu. 25, arto L
LIBRO 1JI - CAPÍTULO XIV 603
día del Señor; en el cual, después de recibir nuestros cuerpos incorrupti-
bles, seamos transportados a la gloria celestial.
de acuerdo con lo que está escrito, que cuando hubiéremos hecho todo lo
que está mandado, nos tengamos por siervos inútiles que no han hecho sino
lo que debían (Lc.17, lO)? Y confesarlo delante de Dios no es fingir o
mentir, sino declarar lo que la persona tiene en su concien-cia por cierto.
Nos manda, pues, el Señor que juzguemos sinceramente y que consideremos
que no le hacemos servicio alguno que no se lo debamos. Y con toda razón;
porque somos sus siervos, obligados a servirle por tantas razones, que nos es
imposible cumplir con nuestro deber, aunque todos nuestros pensamientos y
todos nuestros miembros no se empleen en otra cosa. Por tanto, cuando
dice: "cuando hubiereis hecho todo lo que os he mandado" (Le, 17, 10), es
como si dijera: Supo-ned que todas las justicias del mundo, y aun muchas
más, estén en un solo hombre. Entonces, nosotros entre los cuales no hay
uno solo que no esté muy lejos de semejante perfección, ¿cómo nos
atreveremos a gloriarnos de haber colmado la justa medida?
y no se puede alegar que no hay inconveniente alguno en que aquel que no
cumple su deber en algo haga más de [o que está obligado a hacer por
necesidad. Porque debemos tener por cierto, que no podemos con-cebir cosa
alguna, sea respecto al honor y culto de Dios, sea en cuanto a la caridad con el
prójimo, que no esté comprendida bajo la Ley de Dios. Y si es parte de la Ley,
no nos jactemos de liberalidad voluntaria, cuando estamos obligados a ello por
necesidad.
Lo que dice Salomón, que "en el temor de Jehová está la fuerte con-
fianza" (Prov. 14,26), y el que los santos, para que Dios los oiga, usen
algunas veces la afirmación de que han caminado delante de la presencia del
Señor con integridad (Gn.24,40; 2 Re.20,3); todas estas cosas no valen para
emplearlas como fundamento sobre el cual edificar la concien-cia; sólo
entonces, y no antes, valen, cuando se toman como indicios y efectos de la
vocación de Dios. Porque el temor de Dios no es nunca tal que pueda dar
una firme seguridad; y los santos comprenden muy bien que no tienen una
plena perfección, sino que está aún mezclada con numerosas imperfecciones
y reliquias de la carne. Mas como los frutos de la regeneración que en si
mismos contemplan les sirven de argumento y de prueba de que el Espíritu
Santo reside en ellos, con esto se confirman y animan para esperar en todas sus
necesidades el favor de Dios, viendo que en una cosa de tanta importancia lo
experimentan como Padre. Pues bien, ni siquiera esto pueden hacer sin que
primeramente hayan conocido la bondad de Dios, asegurándose de ella
exclusivamente por la certidum-bre de la promesa. Porque si comienzan a
estimarla en virtud de sus propias buenas obras, nada habrá ni más incierto ni
más débil; puesto que si las obras son estimadas por sí mismas, no menos
amenazarán al hombre con la ira de Dios por su imperfección, que le
testimoniarán la buena voluntad de Dios por su pureza, aunque sea inicial,
Finalmente, de tal manera ensalzan los beneficios que han recibido de la
mano de Dios, que de ninguna manera se apartan de su gratuito favor, en el
cual atestigua san Pablo que tenemos toda perfección en anchura, longitud,
profundidad y altura (Ef. 3, 18-19); como si dijera que donde-quiera que
pongamos nuestros sentidos y entendimiento, por más alto que con ellos
subamos, y por más que se extiendan en longitud y anchura, no debemos
pasar del límite que consiste en reconocer el amor que Cristo nos tiene, y
que debemos poner todo nuestro entendimiento en su medita-ción y
contemplación, ya que comprende en sí toda suerte de medidas. Por esto
dice que "el amor de Cristo excede a todo conocimiento", y que cuando
entendemos con qué amor Cristo nos ha amado somos llenos de toda la
plenitud de Dios (Ef. 3, 19). Como en otro lugar, gloriándose el Apóstol de
que los fieles salen victoriosos en todos sus combates, da luego la razón
diciendo: "por medio de aquél que nos amó" (Rom. 8,37).
halles muchos más pecados que méritos. Esto solamente es lo que digo; esto
es lo que ruego; esto es lo que deseo: que no menosprecies las obras de tus
manos. Mira Señor en mí tu obra, no la mía. Porque si miras mi obra, Tú la
condenas; mas si miras la tuya, Tú la coronas. Porque todas cuantas buenas
obras yo tengo, son tuyas, de ti proceden."l
Dos razones aduce él por las que no se atreve a ensalzar sus obras ante
Dios. La primera es porque si tiene algunas obras buenas, ve que en ellas no
hay nada que sea suyo. La segunda, porque si algo bueno hay en ellas, está
como ahogado por la multitud de sus pecados. De aquí que la conciencia, al
considerar esto, concibe mucho mayor temor y espanto que seguridad. Por
eso este santo varón no quiere que Dios mire las buenas obras que ha hecho,
sino para que reconociendo en ellas la gracia de su vocación, perfeccione la
obra que ha comenzado.
suyos, sino solamente el orden que sigue; o sea, que añadiendo gracias sobre
gracias, de las primeras toma ocasión para dispensar las segundas, y ello para no
dejar pasar ninguna ocasión de enriquecer a los suyos; y de tal manera prosigue
su liberalidad, que quiere que siempre tengamos los ojos puestos en su elección
gratuita, la cual es la fuente y manantial de cuantos bienes nos otorga. Porque
aunque ama y estima los beneficios que cada día nos hace, en cuanto proceden
de este manantial, sin embargo nosotros debemos aferrarnos a esta gratuita
aceptación, la única que puede hacer que nuestras almas se mantengan firmes.
Conviene sin em-bargo poner en segundo lugar los dones de su Espíritu con los
que incesantemente nos enriquece, de tal manera que no perjudiquen en manera
alguna a la causa primera.
CAPíTULO XV
obras humanas frente al juicio de Dios, 1 hizo algo del todo inconveniente
para mantener la sinceridad de la fe. Por mi parte, de muy buena gana me
abstengo de toda discusión que versa en torno a meras palabras; y desearia
que siempre se hubiese guardado tal sobriedad y modestia entre los
cristianos, que no usasen sin necesidad ni motivo términos no em-pleados
en la Escritura, que podrían ser causa de gran escándalo y darían muy poco
fruto. ¿Qué necesidad hubo, pregunto yo, de introducir el término de mérito,
cuando la dignidad y el precio de las buenas obras se pudo expresar con otra
palabra sin daño de nadie? Y cuántas ofensas y escándalos han venido a
causa del término "mérito", se ve muy clara-mente, con gran detrimento de
todo el mundo. Según la altivez y el orgullo del mismo, evidentemente no
puede hacer otra cosa sino oscurecer la gracia de Dios y llenar a los
hombres de vana soberbia.
Confieso que los antiguos doctores de la Iglesia usaron muy corriente-
mente este vocablo, y ojalá que con el mal uso del mismo no hubieran dado
ocasión y motivo de errar a los que después les siguieron, aunque en ciertos
lugares afirman que con esta palabra no han querido perjudicar a la verdad.
San Agustín en cierto pasaje dice: "Callen aquí los méritos humanos, que
por Adán han perecido, y reine la gracia de Dios por Jesucristo" . ~ y
también: "Los santos no atribuyen nada a sus méritos, sino que todo lo
atribuyen, oh Dios, a tu sola misericordia". a y asimismo: "Cuando el hombre ve
que todo el bien que tiene no lo tiene de sí mismo, sino de su Dios, ve que todo
cuanto en él es alabado no viene de sus méritos, sino de la misericordia de
Dios".4 Vemos cómo después de quitar al hombre la facultad y virtud de obrar
bien, rebaja también la dignidad de sus méritos.
También Crisóstorno: "Todas nuestras obras, que siguen a la gratuita
vocación de Dios, son recompensa y deuda que le pagamos; mas los dones
6
de Dios son gracia, beneficencia y gran liberalidad".
Sin embargo, dejemos a un lado el nombre y consideremos la realidad
misma. San Bernardo, según lo he citado ya en otro lugar, dice muy
atinadamente que como basta para tener méritos ha presumir de los méritos,
de la misma manera basta para ser condenado no tener mérito ninguno. Pero
luego en la explicación de esto, suaviza mucho la dureza de la expresión,
diciendo: "Por tanto, procura tener méritos; teniéndolos, entiende que te han
sido dados; espera la misericordia de Dios como fruto; haciendo esto has
escapado de todo peligro de la pobreza, la ingratitud y la presunción.
Bienaventurada la Iglesia. la cual tiene méritos sin presunción. y tiene
6
presunción sin méritos". Y poco antes había demostrado suficientemente
en qué piadoso sentido había usado este
pensas tales que jamás pudieron ellas merecer, todavía procuramos con
sacrílega ambición pasar adelante, queriendo que 10 que es propio de la
liberalidad divina y a nadie más compete, se pague a los méritos de las obras?
1 Cfr. Juan Eck, Enquiridión, V; Alfonso de Castro, Adv. Haereses, fol. 159 B.
• Eclesiástico 16, 14.
614 LIBRO 111 - CAPÍTULO XV
con Dios, o incitarlo a hacernos bien! -; aunque Él, por ser misericor-dioso, no
las examina con sumo rigor y las admite como si fuesen puras; y por esta razón
las remunera con infinitos beneficios, tanto en esta vida presente, como en la
venidera; y esto 10 hace aunque ellas no lo merez-can. Porgue yo no admito la
distinción establecida por algunos, incluso piadosos y doctos, según la cual las
buenas obras son meritorias respecto a las gracias y beneficios que Dios nos
hace en esta vida presente; en cambio, la salvación eterna es el salario exclusivo
de la fe; porque el Señor casi siempre nos otorga la corona de nuestros trabajos
y de nuestras luchas en el ciclo.
También se debe a la gracia que Dios honre los dones de la misma. Por el
contrario, atribuir al mérito de las obras las lluevas gracias que cada día
recibimos de manos del Señor, de tal manera que ello se quite a la gracia,
evidentemente va contra la doctrina de la Escritura. Porque aun-que Cristo dice
que "al que tiene le será dado", y que el siervo bueno que se haya conducido
fielmente en las cosas pequeñas será constituido sobre las grandes
(Mt.25,29.21), sin embargo Él mismo en otro lugar demuestra que el
crecimiento de los fieles es don de su pura y gratuita liberalidad. "A todos los
sedientos: Venid a las aguas; y los que no tienen dinero, venid, comprad y
comed. Venid, comprad sin dinero y sin precio, vino y leche" (Is. 55, 1). Por
tanto, todo cuanto se da a los fieles para aumentar su salvación, aunque sea la
bienaventuranza misma, es pura liberalidad de Dios. Sin embargo, lo mismo en
los beneficios que al presente recibimos de su mano, como en la gloria venidera
de que nos hará participes, da testimonio de que tiene en cuenta las obras; y ello
por cuanto tiene a bien, para demostrar el inconmensurable amor que nos
profesa, no solamente honrarnos a nosotros de esta manera, sino también a los
beneficios que de su mano hemos recibido.
Dice san Pablo que para edificar bien la Iglesia debemos retener el
fundamento que él estableció entre los corintios, fuera del cual ningún otro
fundamento se puede poner; y que éste es Jesucristo (l Cor.3,11). ¿Cuál es el
fundamento que tenemos en Cristo? ¿Por ventura que Él ha sido el principio de
nuestra salvación, para que nosotros llevemos a cabo lo que falta, y que Él no ha
hecho más que abrir el camino por el cual debemos caminar nosotros después
por nuestros propios medios? Cierta-mente no es así, sino como san Pablo antes
ha dicho, cuando reconocemos que Cristo nos ha sido dado por justicia (1
Cor.I,30).
Por tanto, sólo está bien fundado en Cristo quien sólida y firmemente tiene
en Él su justicia; puesto que el Apóstol no dice que Jesucristo ha sido enviado
para que nos ayude a alcanzar justicia, sino para ser nuestra justicia; a saber,
según nos escogió antes de la fundación del mundo, no según nuestros méritos,
sino según el puro afecto de su voluntad (Ef. 1,4--5); en cuanto que por su
muerte nos ha librado de la potestad
LIBRO 111 - CAPiTULO XV 615
He aquí cómo no justificamos al hombre ante Dios por sus obras, sino que
afirmamos que todos los que son de Dios son regenerados y hechos nuevas
criaturas, para que del reino del pecado pasen al reino de la justicia, y con tales
testimonios hagan firme su vocación (2 Pe.l, 10) y, como los árboles, sean
juzgados por sus frutos.
CAPÍTULO XVI
En segundo lugar nos echan en cara que hacemos muy fácil y ancho el
camino de la justicia al enseñar que la justicia consiste en que nuestros pecados
sean gratuitamente perdonados; insisten en que con estos halagos atraemos al
pecado a los hombres, quienes por sí mismos están ya más inclinados de lo
necesario a pecar. Estas calumnias digo que quedan refutadas con lo que ya
hemos dicho; sin embargo responderé breve-mente a ellas.
]0. Lejos de abolir las buenas obras, la justificación gratuita las hace posibles y
necesarias
Nos acusan de que por la justificación de la fe son destruidas las buenas obras.
No me detendré a exponer quiénes son estas personas tan celosas de las buenas
obras que de esta manera nos denigran. Dejémosles que nos injurien
impunemente con la misma licencia con que infestan el mundo con su manera
de vivir. Fingen que les duele sobremanera que las obras pierdan su valor por
ensalzar tanto la fe. ¿Pero y si con esto resulta que quedan mucho más
confirmadas y firmes? Porque nosotros no sona-mos una fe vacía, desprovista
de toda buena obra, ni concebimos tam-poco una justificación que pueda existir
sin ellas. La única diferencia
LIBRO 111 - CAPÍTULO XVI 619
está en que, admitiendo nosotros que la fe y las buenas obras están nece-
sariamente unidas entre sí y van a la par, sin embargo ponemos la justi-
ficación en la fe, y no en las obras. La razón de hacerlo así es muy fácil de
ver, con tal que pongamos nuestros ojos en Cristo, al cual se dirige la fe, y
de quien toma toda su fuerza y virtud. ¿Cuál es, pues, Ía razón de que
seamos justificados por la fe? Sencillamente porque mediante ella
alcanzamos la justicia de Cristo, por la cual únicamente somos recon-
ciliados con Dios. Mas no podemos alcanzar esta justicia sin que junta-
mente con ella alcancemos también la santificación. Porque "él nos ha sido
hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención" (1
Cor.l,30).
Por lo tanto, Cristo no justifica a nadie sin que a la vez lo santi-fique.
Porque estas gracias van siempre unidas, y no se pueden separar ni dividir,
de tal manera que a quienes Él ilumina con su sabiduría, los redime; a los
que redime, los justifica; y a los que justifica, los santifica.
Mas como nuestra discusión versa solamente acerca de la justificación y
la santificación, detengámonos en ellas. Y si bien distinguimos entre ellas,
sin embargo Cristo contiene en sí a ambas indivisiblemente. ¿Quere-mos,
pues, alcanzar justicia en Cristo? Debemos primeramente poseer a Cristo.
Mas no 10 podemos poseer sin ser hechos partícipes de su santifi-cación;
porque Él no puede ser dividido en trozos. Así pues, comoquiera que el
Señor jamás nos concede gozar de estos beneficios y mercedes sino dándose
a si mismo, nos concede a la vez ambas cosas, y jamás da la una separada de
la otra. De esta manera se ve claramente cuán grande verdad es que no
somos justificados sin obras, y no obstante, no somos justificados por las
obras; porque en la participación de Cristo, en la cual consiste toda nuestra
justicia, no menos se contiene la santificación que la justicia.
,
INSTITUCION
DE LA
,
RELIGION CRISTIANA
TRADUCIDA Y PlIBLlCADA POR
ClPRIANO DI<: VALERA EN 1597
REEDITADA POR LUIS DE USOZ y RÍO EN J858
NUEVA EDICiÓN REVISA DA EN 1967
SEGlJNDA EDICiÓN INALTERADA 1981
TERCERA EDICIÓN INALTERADA 1986
CUARTA EDICIÓN INALTERADA J994
(DOS TOMOS)
TUMO 11
LlBRO PRIMERO
OH. CONOCJ'l-11ENTO DE mos EN CUANTO ES CREADOR Y SUPRFMO
GOBERNADOR DE TODO u. MUI\DO.
Capitulo Primero
El conocimiento de Dios y el de nosotros se relacionan entre sí.
Manera en que convienen mutuamente . . . . . . 3
Capitulo Il
En qué consiste conocer a Dios y cuál es la finalidad de este
conocimiento . . . . . . . . . . . . . 5
Capítulo 1lI
El conocimiento de Dios está naturalmente arraigado en el
entendimiento del hombre. . . . . . . . . . . . 7
Capítulo IV
El conocimiento de Dios se debilita y se corrompe, en parte por
la ignorancia de los hombres, y en parte por su maldad. .. JO
Capítulo V
El poder de Dios resplandece en la creación del mundo y en el
continuo gobierno del mismo . . . . . . . . . . . . .. 13
Capítulo VI
Es necesario para conocer a Dios en cuanto creador, que la
Escritura nos guíe y encamine . . . . . . . . . . . 26
Capítulo VII
Cuáles son los testimonios con que se ha de probar la Escritura
para que tengamos su autoridad por auténtica, a saber del
Espíritu Santo; y que es una maldita impiedad decir que la
autoridad de la Escritura depende del juicio de la Iglesia 30
Capitulo VIII
Hay pruebas con certeza suficiente, en cuanto le es posible al
entendimiento humano comprenderlas, para probar que la
Escritura es indubitable y certísima.. 35
Capitulo IX
Algunos espíritus fanáticos pervierten los principios de la reli-
gión, no haciendo caso de la Escritura para poder seguir mejor
sus sueños. so titulo de revelaciones del Espíritu Santo . .. tl4
Capitulo X
La Escritura, para extirpar la superstición, opone exclusiva-
mente el verdadero Dios a los dioses de los paganos . . 47
íNDICE GENERAL
Capítulo xt
Es una abominación atribuir a Dios forma alguna visible, y
todos cuantos erigen imágenes o ídolos se apartan del verdadero
Dios. 49
Capítulo Xll
Dios se separa de los ídolos a fin de ser Él solamente servido 62
Capítulo XIII
La Escritura nos enseña desde la creación del mundo que en
la esencia única de Dios se contienen tres Personas. . . .. 66
Capítulo XIV
La Escritura, por la creación del mundo y de todas las cosas,
diferencia con ciertas notas al verdadero Dios de los falsos
dioses . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ., 95
Capítulo XV
Cómo era el hombre al ser creado. Las facultades del alma, la
imagen de Dios, el libre albedrío, y la primera integridad de
la naturaleza . . . . . . .. 113
Capítulo XVI
Dios, después de crear con su potencia el mundo y cuanto hay
en el, lo gobierna y mantiene todo con su providencia 124
Capítulo XVII
Determinación del fin de esta doctrina para que podamos aproo
vecharnos bien de ella . . . . . . . . . . . , . . . . , 135
Capítulo XVIII
Dios se sirve de los impíos y doblega su voluntad para que
ejecuten Sus designios, quedando sin embargo Él limpio de
toda mancha . . . . . . . . . . .. 150
LIBRO SEGUNDO
DEL CONOCIMIENTO DE DIOS COMO REDENTOR EN CRISTO, CONOCI-MIENTO
QUE PRIMERAMENTE fUE MANIfESTADO A LOS PATRIARCAS BAJO LA LEY Y
DESPUÉS A NOSOTROS EN EL EVANGEUO.
Capítulo Primero
Todo el género humano está sujeto a la maldición por la caída
y culpa de Adán, y ha degenerado de su origen. Sobre el pecado
original. , . . . , , , 161
Capítulo JI
El hombre se encuentra ahora despojado de su arbitrio, y
miserablemente sometido a todo mal . . . [71
Capítulo m
Todo cuanto produce la naturaleza corrompida del hombre
merece condenación . . . . . . . . . . . . 197
Capítulo IV
Cómo obra Dios en el corazón de los hombres. 213
Capítulo V
Se refutan las objeciones en favor del libre albedrío. 220
fNDICE GENERAL
Capítulo VI
El hombre, habiéndose perdido a sí mismo, ha de buscar su
redención en Cristo. . . . . . . . . . . 239
Capítulo VII
La Ley fue dada, no para retener en sí misma al pueblo antiguo,
sino para alimentar la esperanza de la salvación que debía tener
en J esucristo, hasta que vi niera , . . . . . . . . 245
Capítulo VIII
Exposición de la Ley moral, o los Mandamientos 261
Capítulo IX
Aunque Cristo fue conocido por los judíos bajo la Ley, no ha
sido plenamente revelado más que en el Evangelio . 307
Capítulo X
Semejanza en tre el Antiguo y el N uevo Testamento. 312
Capítulo XI
Diferencia entre los dos Testamentos . . . . 329
Capítulo XII
Jesucristo, para hacer de Mediador, tuvo que hacerse hombre 341
Capítulo XIII
Cristo ha asumido la sustancia verdadera de carne humana 350
Capítulo XIV
Cómo las dos naturalezas forman una sola Persona en el
Mediador ... 355
Capítulo XV
Para saber con qué fin ha sido enviado Jesucristo por el Padre
y los beneficios que su venida nos aporta, debemos considerar
en Él principalmente tres cosas: su oficio de Profeta, el Reino
y el Sacerdocio . . . . . . . . . . . . . . . 364
Capítulo XVI
Cómo ha desempeñado Jesucristo su oficio de Mediador para
conseguirnos la salvación. Sobre su muerte, resurrección y
ascensión . . . . . . . . . . . . . . . . . ..... 372
Capitulo XVII
Jesucristo nos ha merecido la gracia de Dios y la salvación 392
LIBRO TERCERO
Capítulo Primero
Las cosas que acabamos de referir respecto a Cristo nos sirven
de provecho por la acción secreta del Espíritu Santo . . . . 401
Capítulo 11
De la fe. Definición de la misma y exposición de sus propie-
dades. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 405
Capítulo III
Somos regenerados por la fe. Sobre el arrepentimiento 447
ÍNDICE GENERAL
Capitulo IV
Cuán lejos esta de la pureza del Evangelio todo lo que los
teólogos de la Sorbona discuten del arrepentimiento. Sobre
la confesión y la satisfacción. . . . . 472
Capítulo V
Suplementos que añaden los papistas a la satisfacción: a saber:
las indulgencias y el purgatorio .. . .. ..... 510
Capítulo VI
Sobre la vida del cristiano. Argumentos de la Escritura que nos
exhortan a ella. . . . . . . . 522
Capítulo VII
La suma de la vida cristiana: la renuncia a nosotros mismos 527
Capítulo VIII
Sufrir pacientemente la cruz es una parte de la negación de
nosotros mismos. 537
Capítulo IX
La meditación de la vida futura 546
Capítulo X
Cómo hay que usar de la vida presente y de sus medios. 552
Capítulo XI
La justificación por la fe. Definición nominal y real. . . 556
Capítulo XII .
Conviene que levantemos nuestro espíritu al tribunal de Dios,
para que nos convenzamos de veras de la justificación gratuita 580
Capitulo XIII
Conviene considerar dos cosas en la justificación gratuita. 588
Capítulo XIV
Cuál es el principio de la justificación y cuáles son sus conti-
nuos progresos. . . . . . . . .. ..... 593
Capítulo XV
Todo lo que se dice para ensalzar los méritos de las obras,
destruye tanto la alabanza debida a Dios, como la certidumbre
de nuestra salvación . . .. 610
Capítulo XVI
Refutación de las calumnias con que los papistas procuran
hacer odiosa esta doct Ti na.. . . . . . . 618
Capítulo XVII
Concordancia entre las promesas de la Ley y las del Evangelio 623
Capitulo XVIII
Es un error concluir que somos j ustificados por las obras, por-
que Dios les prometa un salario 639
Capítulo XIX
La libertad cristiana . . . 650
Capítulo XX
De la oración. Ella es el principal ejercicio de la fe y por ella
recibimos cada día los beneficios de Dios . . . . . 663
Capítulo XXI
La elección eterna con la q ue Dio s ha predesti nado aunos para
salvación y a otros para perdición . . . . . . . . . . . . 723
íNDICE GENERAL
Capítulo XXII
Confirmación de esta doctrina por los testimonios de la
Escritura . 733
Capítulo XXIII
Refutación de las calumnias con que esta doctrina ha sido siem-
pre impugnada 746
Capítulo XXIV
La elección se confirma con el llamamiento de Dios; por el
contrario. los réprobos a traen sobre ellos la justa perdición a
la que están destinados 762
Capítulo XXV
La resurrección final . 782
LIBRO CUARTO
nr LOS MEDIOS EXTERNOS o AYUnAS DE QCE DIOS SE SIRVE PARA
LLAMARNOS A LA COMPAÑíA DE SU HIJO, JESUCRISTO, Y PARA 'IIlA'N TENER
]\;OS EN E!.LA.
Capítulo Primero
De la verdadera Iglesia, a la cual debemos estar unidos por ser
ella la madre de todos los fieles 803
Capitulo JI
Comparación de la falsa iglesia con la verdadera 826
Capítulo 1Il
De los doctores y ministros de la Iglesia. Su elección y oficio 836
Capitulo IV
Estado de la Iglesia primitiva y modo de gobierno usado antes
del Papa . . . . . . . . . . .. ..... 848
Capitulo V
Toda la forma antigua del régimen eclesiástico ha sido destruida
por la tiranía del papado . . . 860
Capítulo VI
El primado de la Sede romana. 874
Capítulo VII
Origen y crecimiento del papado hasta que se elevó a la gran-
deza actual, con lo que la libertad de la Iglesia ha sido oprimida
y toda equidad confundida . . . . . . . . . . . . . . . 886
Capítulo VJJJ
Potestad de la Iglesia para determinar dogmas de fe. Desenfre-
nada licencia con que el papado la ha usado para corromper
toda la pureza de la doctrina 909
Capítulo IX
Los concilios y su autoridad. 921
Capítulo X
Poder de la Iglesia para dar leyes. Con ello el Papa y los suyos
ejercen una cruel tiranía y tortura con las que atormentan a
las almas . . . . .. 930
íNDICE GENERAL
Capítulo XI
Jurisdicción de la Iglesia y abusos de la misma en el papado 955
Capitulo XII
De la disciplina de la Iglesia, cuyo principal uso consiste en las
censuras y en la excomunión _ . . . . . 969
Capítulo XIII
Los votos. Cuán temerariamente se emiten en el papado para
encadenar miserablemente las almas 989
Capítulo XIV
Los sacramentos _ 1006
Capítulo XV
El Bautismo. 1028
Capitulo XVI
El bautismo de los niños está muy de acuerdo con la institución
de Jesucristo y la naturaleza del signo. ..... 1043
Capitulo XVII
La Santa Cena de Jesucristo. Beneficios que nos aporta 1070
Capitulo XVIII
La misa del papado es un sacrilegio por el cual la Cena de
Jesucristo ha sido, no solamente profanada, sino del todo
destruida . . . . .. 1123
Capitulo XIX
Otras cinco ceremonias falsamente llamadas sacramentos. Se
prueba que no lo son. 1139
Capítulo XX
La potestad civil. . . 1167
1 A primera vista, este capítulo podríaparecer una disputa polémica en la que Calvino se
esfuerza por corregir diversas interpretaciones erróneas de la Escritura, presen-tadas
contra la doctrina bíblica de la justiñcación mediante la sola fe por los teólogos
católico-romanos y otros semipelagianos. Sin embargo, este capitulo nos ofrece
un notable ejemplo de exégesis según el principio de la "analogía de la fe", es decir, la
Escritura explicada por sí misma.
El lector reformado seguramente sentirá un vivo interés. Podrá constatar que este
capitulo supera con mucho el estrecho cuadro de una discusión con lectores no
reformados, porque le ofrece la solución de numerosas cuestiones que se le presentan,
sea en la lectura de la Biblia, sea entre el fuego del combate de la vida cristiana. Esta
lectura será para ~I ocasión de una profundización espiritual, y su conciencia y su paz se
sentirán robustecidas.
624 LIBRO 111 - CAPíTULO XVH
beneficios que debían venirnos por la Ley; pero luego prorrumpe en esta
exclamación: "¿Quién podrá entender sus propios errores? Líbrame de los que
me son ocultos" (Sal. 19,12). Este lugar está totalmente de acuerdo ron el otro,
en el cual el profeta, después de haber dicho que todos los caminos del Señor
son verdad y bondad para los que le temen, añade: "Por amor de tu nombre, oh
Jehová, perdonarás también mi pecado, que es grande" (Sal. 25,11).
Confieso, pues, que las obras de los fieles son remuneradas con el mismo
galardón que el Señor había prometido en su Ley a todos aquellos que viviesen
en justicia y santidad; pero en esta retribución habremos de considerar siempre
la causa en virtud de la cual las obras son agrada-bles a Dios. Ahora bien, tres
son las causas de ello.
La primera es que el Señor, no mirando las obras de sus siervos, las cuales
merecen más bien confusión que alabanza, los admite y abraza en Cristo; y
mediante la sola fe, sin ayuda ninguna de las obras, los reconcilia consigo.
La segunda, que por su pura bondad y con el amor de un padre, de tal manera
honra las obras, sin mirar si ellas lo merecen o no, que las tiene en cierta estima
y les presta cierta atención.
La tercera, que con su misericordia las recibe, no imputándoles ni teniendo
en cuenta sus imperfecciones, que de tal manera las afean que más bien
deberian ser tenidas por pecados que no por virtudes.
626 LIBRO III - CAPiTULO XVII
Por aquí se ve hasta qué punto se han engañado los sofistas, al pensar que
habian evitado todos los absurdos diciendo que las obras tienen virtud para
merecer la salvación, no por su intrínseca virtud, sino por el pacto en virtud
del cual el Señor por su propia liberalidad tanto las estimó. Pero entretanto
no advierten cuán lejos están, las obras que ellos querrian que fuesen
meritorias, de poder cumplir la condición de las promesas legales, si no
precediese la justificación gratuita que se apoya en la sola fe y el perdón de
los pecados, con el cual aun las mismas buenas obras tienen necesidad de
ser purificadas de sus manchas.
Así que de las tres causas de la divina liberalidad que hemos señalado,
por las cuales las obras de los fieles son aceptas a Dios, no han tomado en
consideración más que una, callándose las otras dos, que eran las
principales.
de burla y tenida en poco, y para que nadie se llene de una vana confianza en su
misericordia y se sienta seguro mientras vive conforme a sus deseos y apetitos,
por eso después de recibirlos en la sociedad de su pacto, quiere por este medio
mantenerlos en el cumplimiento de su deber. Sin embargo, el pacto no deja por
ello de ser gratuito al principio, y como tal permanece para siempre.
Por tanto, siempre que oigamos que Él hace bien a los que guardan su Ley,
recordemos que con ello la Escritura nos muestra cuáles son los hijos de Dios
por la marca que perpetuamente debe encontrarse en ellos; a saber, que nos ha
adoptado por hijos suyos, para que le reverenciemos como a Padre. Así pues,
para no renunciar al derecho de la adopción debemos esforzarnos en llegar a
donde nuestra vocación nos llama. Mas, por otra parte, tengamos, por seguro
que el cumplimiento de la miseri-cordia de Dios no depende de las obras de los
fieles, sino que ti cumple la promesa de salvación con los que responden a su
vocación mediante una vida recta, porque reconoce en ellos la verdadera señal
de hijos; es decir, el ser regidos y gobernados por su Espíritu.
A esto hay que referir lo que dice David de los ciudadanos de Jerusalem:
"Jehová, ¿quién habitará en tu tabernáculo? ¿Quién morará en tu monte santo?
El que anda en integridad y hace justicia", etc. (Sal. 15,1-2). Y 10 mismo Isaías:
"Quién de nosotros morará con el fuego consumidor? El que camina en justicia
y habla lo recto", etc. (Is. 33,14--15). Porque aquí no se describe el fundamento
sobre el cual los fieles han de apoyarse, sino la manera como el Padre
c1ementisimo los llama y atrae a su compañía,
LIBRO 111 - CAPíTULO XVII 629
y los mantiene, defiende y ampara en ella. Porque como Él detesta el pecado y
ama la justicia, aquellos a quienes quiere unir a sí los purifica con su Espíritu,
para hacerlos semejantes a El y a los que pertenecen a su reino.
Por tanto, si queremos saber la causa primera de que los santos tengan
entrada en el reino de Dios, y de dónde les viene que perseveren y per-
manezcan en él, la respuesta es bien fácil: que el Señor los ha adoptado una
vez por su misericordia, y perpetuamente los conserva. Y si se pre-gunta de
qué manera ocurre esto, entonces debemos descender a la regeneración y a
los frutos de la misma, de los cuales habla el salmo citado.
1 Así aquí su razonamiento destruirla la justificación por la fe mediante las obras, que de
ella proceden.
LIBRO 111- CAPÍTULO XVII 633
por tales, porque no nos es imputado el vicio que hay en ellas, por estar
cubierto con la pureza de Cristo.
Por tanto, podemos decir con toda justicia que no solamente nosotros
somos justificados por la fe, sino también 10 son nuestras obras. Por
consiguiente, si la justicia de las obras, tal cual es, depende y proviene de la
fe y de la justificación gratuita, evidentemente debe ser incluida en ella, y ha
de reconocerla y someterse a ella, como el efecto a su causa, y como el fruto
a su árbol, y en modo alguno ha de levantarse para destruirla o empañarla.
Por eso san Pablo, para probar que nuestra bienaventuranza descansa en
la misericordia de Dios y no en las obras, insiste principalmente en 10 que
dice David: "Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, y
cuyos pecados son cubiertos. Bienaventurado el varón a quien el Señor no
inculpa de pecado" (Rom. 4, 7-8; Sa1.32, 1-2).
Si alguno quisiere alegar en contrario los numerosos testimonios de la
Escritura que parecen hacer consistir la bienaventuranza del hombre en las
obras, como por ejemplo: "Bienaventurado el hombre que teme a Jehová"
(SaI.112,1); "que tiene misericordia de los pobres" (Prov. 14,21); "que no
anduvo en consejo de malos" (Sal.1, 1); "que soporta la tentación" (Sant,
1,12); "dichosos los que guardan juicio, los que hacen justicia en todo
tiempo" (Sal. 106, 3; 119,1); "bienaventurados los pobres en espíritu", etc.
(Mt. 5,3-12); todo cuanto puedan alegar no conseguiría que no sea verdad 10
que dice san Pablo; porque como quieraque las virtudes citadas en todos
estos textos jamás podrán darse en el hombre de forma que por sí mismas
sean aceptas a Dios, se sigue de aquí que el hombre es siempre miserable e
infeliz hasta que es liberado de su miseria, al serie perdonados sus pecados.
¿Es que por ventura pretenden que san Pablo contradiga a Santiago? Si
tienen a Santiago por ministro de Cristo es preciso que interpreten sus palabras
de forma que no esté en desacuerdo con lo que Cristo ha dicho. El Espíritu, que
ha hablado por boca de san Pablo, afirma que Abraham consiguió la justicia por
la fe, y no por las obras. De acuerdo con esto nosotros también enseñamos que
todos los hombres son justifi-cados por la fe sin las obras de la Ley. El mismo
Espíritu enseña por Santiago que la justicia de Abraham y la nuestra consiste en
las obras, y no solamente en la fe. Es evidente que el Espíritu Santo no se
contradice a sí mismo. ¿Cómo, pues, hacer concordar a estos dos apóstoles?
Que el apóstol llame fe a una vana opinión, que nada tiene que ver con la
fe verdadera, 10 hace a manera de concesión; lo cual en nada desvirtúa su
causa. Así lo muestra desde el principio de la discusión con estas palabras:
"Hermanos míos, ¿de qué aprovechará si alguno dice que tiene fe, y no tiene
obras?" (Sant, 2,14). No dice: si alguno tiene fe sin obras, sino si alguno se
jacta de tenerla. Y aún más claramente lo dice después, cuando burlándose
de esta clase de fe afirma que es mucho peor que el conocimiento que tienen
los demonios; y finalmente, cuando la llama "muerta". Mas por la definición
que pone se puede entender muy
LIBRO 111..-'. CAPiTULO XVII 635
fácilmente 10 que quiere decir: Tú crees, dice, que Dios es uno. Cierta-
mente, si todo el contenido de esta fe es simplemente que hay Dios, no hay
motivo para sorprenderse de que no pueda justificar. Y no es preciso pensar
que esto quite nada a la fe cristiana, cuya naturaleza es muy distinta.
Porque, ¿cómo justifica la fe verdadera, sino uniéndonos con Cristo, para
que hechos una misma cosa con Él, gocemos de la participa-ción de su j us
ticia? No nos justifica, pues, po r poseer cierto ca nocimiento de la esencia
divina, sino porque descansa en la certidumbre de la mise-ricordia de Dios.
12. San Pablo describe la justificación del impío; Santiago la del justo
Aún no hemos llegado a lo principal, hasta haber descubierto el otro
error." Porque parece que Santiago pone una parte de nuestra justificación
en las obras. Pero si queremos que Santiago esté de acuerdo con toda la
Escritura y consigo mismo, es necesario tomar la palabra justificar en otro
sentido del que la toma san Pablo. Porque san Pablo llama justificar cuando,
borrado el recuerdo de nuestra injusticia, somos reputados justos. Si
Santiago quisiera decir esto, hubiera citado muy fuera de propósito lo que
dice Moisés: Creyó Abraham a Dios, y esto le fue imputado ajusticia.
Porque él enhebra su razonamiento como sigue: Abraham por sus obras
alcanzó justicia, pues no dudó en sacrificar a su hijo cuando Dios se lo
mandó; y de esta manera se cumplió la Escritura que dice: Creyó Abraham a
Dios y le fue imputado a justicia. Si es cosa absurda que el efecto sea
primero que la causa, o Moisés afirma falsa-mente en este lugar que la fe le
fue imputada a Abraham por justicia, o él no mereció su justicia por su
obediencia a Dios al aceptar sacrificar a Isaac. Antes de ser engendrado Ismael,
que ya era mayor cuando nació Isaac, Abraham había sido justificado por la fe.
¿Cómo, pues, diremos que alcanzó justicia por la obediencia que mostró al
aceptar sacrificar a su hijo Isaac, cuando esto aconteció mucho después? Por
tanto, o Santiago ha cambiado todo el orden - lo cual no se puede pensar - o
1 El lector debe estar muy atento a una distinción a la que con frecuencia se presta poca
atención en los medio reformados: "Todo creyente es objeto de una doble
j ustificaci ón" .
En uno de sus cuatro "Sermones sobre /ajustiftcación de Abraham" (Op. Ca/yini,
XXIII, pp. 718-719) es donde mejor precisa Calvino su pensamiento: "Cuando Dios
nos justifica al principio ... , usa un perdón general. Y luego, cuando nos justifica
después ... nos justifica en nuestras personas, y nos justifica incluso en nuestras obras
por la pura fe ... ; es decir, que nos hace agradables a Él como sus hijos, y luego
justifica nuestras obras ... ¿Y cómo? Por su pura gracia, perdonándonos las faltas y las
imperfecciones que en ellas hay. Y así, lo mismo que existe diferencia entre un hombre
fiel y un hombre al que Dios llama al principio al Evangelio, así la justificación se
puede extender con toda propiedad a la marcha continua de la gracia de Dios desde la
vocación hasta la muerte" (Comentario a Romanos 8, 30). Pablo trata de la primera;
Santiago, de la segunda.
°
En el plano psicológico, la justificación del fiel del justo perdonado es la certi-dumbre
que, por el testimonio de su conducta y de sus obras, obtiene ese fiel de la sinceridad de su fe
y de la realidad del estado de gracia justificante en que se encuen-tra. Como dirá Calvino,
"es una declaración de justicia ante los hombres, y no la imputación de la justicia en cuanto
a Dios" .El fiel tiene, él también, necesidad de ser justificado tanto ante el tribunal de su
propia conciencia, como ante los hombres.
636 LIBRO 111 - CAPÍTULO XVll
por justificado no quiso decir que Abraham hubiese merecido ser tenido por
justo. ¿Qué quiso decir entonces? Claramente se ve que habla de la declaración
y manifestación de la justicia, y no de la imputación; como si dijera: los que son
justos por la verdadera fe, dan prueba de su justicia con la obediencia y las
buenas obras, y no con una apariencia falsa y soñada de fe. En resumen: él no
discute la razón por la que somos justifi-cados, sino que pide a los fieles una
justicia no ociosa, que se manifieste en las obras. Y así como san Pablo pretende
probar que los hombres son justificados sin ninguna ayuda de las obras, del
mismo modo en este lugar Santiago niega que aquellos que son tenidos por
justos no hagan buenas obras.
les fue dada para que con sólo oir su voz fuesen justos, sino que lo serán cuando
obedecieren a sus mandamientos. Como si dijera: ¿Buscas tu justicia en la Ley?;
no alegues el mero hecho de haberla oído, lo cual muy poco hace al caso, sino
muestra las obras mediante las cuales declares que la Ley no te ha "ido dada en
vano, Pero como todos estaban vacíos de esto, seguiase que estaban privados de
la gloria que pretendían. Por tanto, de la intención del Apóstol hay que deducir
más bien un argumento en contra, como sigue: la justicia de la Ley consiste en la
perfección de las obras; ninguno se puede gloriar de haberla satisfecho con sus
actos; luego, de ahí se sigue que ninguno es justificado por la Ley.
14. 6°. Pasajes en los cuales los fieles ofrecen su justicia a Dios
Combaten también nuestros adversarios contra nosotros sirviéndose
de los lugares en que los fieles atrevidamente presentan a Dios su justicia, para
que la examine en su juicio, y desean que Él dicte su sentencia con-for me a ella.
Así, por ejemplo: "J úzgame con forme a mi justicia, y ca n-forme a mi
integridad" (Sal. 7, 8). Y: "Oye, oh Jehová, una causa justa ... ; tú has probado
mi corazón, me has visitado de noche ... ; y nada inicuo hallaste" (Sal. 17,1-3).
"Jehová me ha premiado conforme a mi justicia; conforme a la limpieza de mis
manos me ha recompensado, porque yo he guardado los caminos de Jehová, y
no me aparté impíamente de mi Dios" (5aI.18,20). Y también: "Júzgame, oh
Jehová, porque yo en mi integridad he andado. No me he sentado con hombres
hipócritas; aborrecí la reunión de los malignos. No arrebates con los pecadores
mi alma, ni mi vida con hombres sanguinarios, en cuyas manos está el mal, y su
diestra está llena de sobornos. Mas yo andaré en mi integridad" (Sal.
26, I . 4. 5 . 9- I 1).
Antes he hablado de la confianza que los santos parece que sienten sin más
que sus obras. Los testimonios que a este propósito acabamos de alegar no nos
ofrecerán mayor dificultad si los consideramos en sus debidas circunstancias,
que son de dos clases. En efecto, al expresarse asi no quieren que toda su vida
sea examinada, a fin de ser absueltos o con-denados de acuerdo con ella; sino
que sim plemen te presentan al Señor alguna causa particular para que la juzgue.
Y en segundo lugar, ellos se atribuyen justicia, no respecto a Dios, sino en
comparación con los ini-cuas y malvados.
resistir a la pureza divina, si hubiera de ser examinada con todo rigor, sino
que, sabiendo que Dios ve su sinceridad, justicia, sencillez y pureza, y que le
es grata en comparación con la maldad, astucia y perversidad de sus enemigos,
no temen invocar a Dios para que haga de juez entre ellos y los impíos. Así
David, cuando decía a Saúl: "Jehová pague a cada uno su justicia y su lealtad"
(1 Sm, 26, 23), no quería decir que el Señor examinase a cada uno en sí mismo
y le remunerase según sus méritos, sino que confesaba delante del Señor cuánta
era su inocencia en com-paración con Saúl.
Tampoco san Pablo, cuando se gloria de que su conciencia le era testigo
de haber cumplido con simplicidad e integridad su deber para con la Iglesia
(2 COL 1, 12; Hch, 23, 1), quiere con ello apoyarse en esta gloria delante de
Dios, sino que forzado por (as calumnias de los impíos, man-tiene frente a
toda posible maledicencia de los hombres su lealtad y hon-radez, que él
sabía muy acepta a Dios. Porque vemos que en otro lugar afirma: "A unque
de nada tengo mala conciencia, no por eso soy justifi-cado" (1 Cor.4,4). y la
razón de ello es que se daba muy bien cuenta de que el juicio de Dios es
muy distinto del juicio de los hombres.
Así pues, por más que los fieles pongan a Dios por testigo y juez de su
inocencia frente a la hipocresía de los impíos, cuando tienen que en-tenderse
a solas con Dios, todos a una voz exclaman: "Jah, si mirares a los pecados,
¿quién, oh Señor, podrá mantenerse?" (Sal. 130,3). y tam-bién: "No entres
en juicio con tu siervo, porque no se justificará delante de ti ningún ser
humano" (Sal. 143,2); y desconfiando de sus obras, de buena gana confiesan
que la bondad del Señor es mucho mejor que la vida.
J5. 7°. Pasajes que atribuyen la justicia y la vida a las obras de los fieles
Hay también otros pasajes no muy diferentes de éstos, en los que
algunos podrían enredarse.
Salomón dice que el que anda con integridad es justo (Prov.20, 7). Y: "En
el camino de la justicia está la vida; y en sus caminos no hay muerte" (Prov.
12,28;28, 18). También Ezequiel declara que el que hiciere juicio y justicia
vivirá (Ez.18,9.21; 33,15).
Respondo que no queremos disimular, negar ni oscurecer ninguna de
estas cosas. Pero presentadme uno solo entre todos los hijos de Adán con tal
integridad. Si no hay ninguno es preciso que, o todos los hombres sean
condenados en el juicio de Dios, o bien que se acojan a su miseri-cordia.
Sin embargo, no negamos que la integridad que los fieles poseen les sirva
como de peldaño para llegar a la inmortalidad. Mas, ¿de dónde proviene
esto, sino de que cuando el Señor recibe a alguna persona en el pacto de su
gracia no examina sus obras según sus méritos, sino que las acepta con su
amor paternal sin que ellas en sí mismas lo merezcan? y con estas palabras
no entendemos sólo lo que los escolásticos enseñan: que las obras tienen su
valor de la gracia de Dios que las acepta, con lo cual entienden que las obras, en
sí mismas insuficientes para conseguir la salvación, reciben su suficiencia de
que Dios las estima y acepta en virtud del pacto de su Ley. Yo, por el contrario,
afirmo que todas las
LIBRO 111 - CAPiTULO XVII, XVlll 639
CAPíTULO XVIII
Mas, ¿por qué hacen también mención a la vez de las obras? La respues-ta a
esta pregunta se verá claramente con un solo ejemplo de la Escritura. Antes de
que Isaac naciese se le había prometido a Abraharn descenden-cia, en la cual
todas las naciones de la tierra ha bían de ser benditas; y asimismo se le había
prometido tal propagación de esta su descendencia. que había de igualar en
número a las estrellas del cie!o y a las arenas del mar (Gn. 15,5; 17,1 ; 18,10). M
ucho tiempo después él se prepara a sacrificar a su hijo Isaac, conforme Dios se
lo había ordenado. Después de haber demostrado con esta acción su obediencia,
recibe la promesa; "Por mí mismo he jurado, dice Jehová, que por cuanto has
hecho esto, y no me has rehusado tu hijo. tu único hijo; de cierto te bendeciré y
multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena que
está a la orilla de la mar; y tu descendencia poseerá las puertas de sus enemigos.
En tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra, por cuanto
obedeciste a mi voz" (Gn. 22,16-18). ¿Qué es lo que oimos? ¿Mereció quizás
Abraham por su obediencia esta bendición, cuya promesa le había sido hecha
mucho antes de que Dios le mandase sacri-ficar a su hijo Isaac? Ciertamente
aquí vemos sin rodeos de ninguna clase que el Señor remunera las obras de sus
fieles con los mismos beneficios y mercedes que les tenía prometidos mucho
antes de que ni siquiera pen-sasen en hacer lo que hicieron y cuando el Señor no
tenía otro motivo para hacerles favores que su sola misericordia.
3. Nuestras obras son medios que nos hacen dar los frutos de la promesa
gratuita
y sin embargo elSeñor ni nos engaña ni se burla de nosotros cuando dice que
pagaalasobras lo que gratuitamente habíadado antes de que las haga-mos.
Porque como quiera que Él desea ejercitarnos en las buenas obras, para que
meditemos en el cumplimiento y el gozo de las cosas que nos ha prometido y
mediante ellas nos apresuremos a llegar a aquella bienaventu-rada esperanza que
se nos propone en los cielos, con toda razón se les asigna el fruto de las
promesas, pues son como medios para llegar a gozar de ellas.
El Apóstol expresó excelentemente ambas cosas al decir que los colo-senses
se empleaban en ejercitar la caridad a causa de la esperanza que les estaba
guardada en los cielos, la cual ellos habían ya oído por la palabra verdadera del
Evangelio (Col. 1,4--5). Pues al decir el Apóstol que los colosenses habían
comprendido por el Evangelio la herencia que les estaba guardada en los ciclos,
denota con ello que esta esperanza se fundaba únicamente en Cristo, y no en
obras de ninguna clase.
Está de acuerdo con esto lo que dice san Pedro, que los fieles son guardados
por la virtud y potencia de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que
está preparada para ser manifestada a su tiempo (l Pe. 1,5). Al decir que ellos se
esfuerzan por esta causa en obrar bien, demues-tra que los fieles deben correr
durante toda su vida para alcanzarla.
y para que no creyésemos que el salario que el Señor nos promete se debe
estimar conforme a los méritos, el mismo Señor nos propuso una parábola en la
cual se compara a un padre de familia que envía a todos sus operarios a trabajar
en su viña; a unos a la primera hora del dia, a otros a la segunda, a otros a la
tercera y, en fin, a otros a la undécima;
642 LIBRO 111 - CAPÍTULO XVIII
y cuando llega la tarde paga a todos los jornaleros el mismo salario (Mt.20,1-
16). La exposición de esta parábola la hizo perfectamente y con brevedad el
antiguo doctor que escribió el libro titulado" Sobre fa vocación de los gentiles",
comúnmente atribuido a san Ambrosio. Pre-fiero usar sus palabras a las mías.
"Con esta semejanza", dice el referido autor, "el Señor quiso demostrar que la
vocación de todos los fieles, aunque haya alguna diferencia en la aplicación
externa, pertenece a su sola gracia, en la cual, indudablemente, los que yendo a
trabajar a la viña durante una hora son igualados en el jornal a los que trabajaron
todo el día, representan la condición y suerte de aquellos a quienes Dios, para
ensalzar la excelencia de su gracia, llama al declinar el día, hacia el fin de su
vida, para remunerarlos según su clemencia, no pagándoles el salario que por su
trabajo merecían, sino derramando la riqueza de su bondad sobre aquellos a
quienes habia elegido sin sus obras; para que los que habían trabajado mucho y
no habian recibido más salario que los últimos comprendiesen también que
habían recibido don de gracia, y no salario de obras";'
Finalmente, hay que notar también que en los lugares en que la vida eterna es
llamada salario de las obras no se toma simplemente por aquella comunicación
que tenemos con Dios para gozar de aquella bienaventu-rada inmortalidad
cuando Él con su paternal benevolencia nos abraza en Cristo para que seamos
sus herederos, sino que se toma por la posesión misma y el gozo de la
bienaventuranza que en su reino tenemos. Lo cual también dan a entender las
palabras mismas de Cristo, cuando dice: "En el siglo venidero (tendréis) la vida
eterna" (Me. 10,30). Y en otra parte: "Venid, heredad el reino" (Mí. 25,34). Por
esta razón san Pablo llama adopción a la revelación que tendrá lugar en el dia de
la resurrección; y luego explica esta palabra diciendo que es "la redención de
nuestro cuer-po" (Rom.8,23). Porque así como el estar apartado de Dios es
muerte eterna, asi, cuando el hombre es recibido por Dios en su gracia para
comu-nicar y ser unido y hecho una misma cosa con Él, es transportado de
muerte a vida; lo cual se hace por la sola gracia de la adopción. Y si ellos
insisten, como suelen, con pertinacia en la expresión "salario de obras", nosotros
saldremos a su encuentro con lo que dice san Pedro, que la vida eterna es el
salario de la fe (1 Pe. 1,9).
5. Por tanto, cuando la Escritura dice que Dios, como Juez justo que es, ha
de dar a los suyos la corona de justicia (2 Tim.4,B), no sola-
mente respondo como san Agustín: "¿A quién daría el justo Juez la corona,
si el Padre misericordioso no le hubiese primero dado la gracia? ¿Y cómo
habría justicia, si no hubiese precedido la gracia que justifica al impío? ¿Y
cómo estas cosas que nos son debidas nos serían concedidas, si las cosas
que no nos son debidas no nos fuesen primero dadas?"; 1
sino añado además: ¿cómo el Señor imputaría a justicia nuestras obras, si Él con
su clemencia no encubriera toda la injusticia que hay en ellas? ¿Cómo las
juzgaría dignas de salario y de recompensa, si Él con su in-mensa benignidad no
borrase todo lo que en ellas hay que merece castigo? y añado esto a la opinión
de san Agustín, porque él tiene por costumbre llamar gracia a la vida eterna,
debido a que nos es concedida por los dones gratuitos de Dios, cuando nos es
dada como paga de las obras.
Pero la Escritura nos humilla aún más, y a la vez con esto nos levanta. Porque
además de prohibir que nos gloriemos en las obras por ser dones gratuitos de
Dios, nos enseña también que siempre están llenos de inmun-dicias, de tal
manera que no pueden ser gratas a Dios si se las examina con el rigor del juicio
divino. Pero a fin de que nuestro celo y buen deseo no desfallezcan, la misma
Escritura dice también que son agradables a Dios, porque Él las apoya.
Aunque san Agustín se expresa hasta cierto punto de otro modo que nosotros,
sin embargo, en cuanto al sentido y a la sustancia, por sus mismas palabras se ve
que no estamos en desacuerdo en nada importante. Porque en el libro tercero que
escribió a Bonifacio, después de comparar entre si a dos hombres, suponiendo
que uno fuese de vida muy santa y perfecta, y que el otro, también de vida buena
y honesta, pero no tan perfecto como el otro, al fin concluye que el que parece
no ser tan pero recto como el otro, por la rectitud de su fe en Dios por la cual
vive y según la cual se acusa de todos sus pecados, alaba a Dios en todas sus
obras buenas, atribuyéndose a sí mismo la ignominia y a Dios la honra, y
recibiendo de Él la remisión de los pecados y el ansia de bien obrar, cuando
llega la hora de dejar esta vida será recibido en compañía de Cristo. ¿Por qué
esto, sino por la fe, la cual, si bien no salva al hombre sin obras - puesto que ella
es verdadera y viva, y obra por la caridad -, sin embargo es la causa de que los
pecados sean perdonados? Porque, como dice el profeta, "el justo por su fe
vivirá" [Hab. 2,4); Y sin ella, incluso las obras que son tenidas por buenas se
convierten en pecado. 1
Evidentemente él confiesa en este lugar con toda claridad aquello por 10 que
tanto nosotros luchamos; a saber, que la justicia de las obras depende y procede
de que Dios las aprueba al usar de su misericordia y perdonar las faltas que hay
en ellas.
Si creemos que el cielo es nuestra tierra, allá debemos enviar todas nuestras
riquezas, y no retenerlas aquí, donde habremos de dejarlas de un momento a otro,
cuando debamos partir. ¿Y cómo las transportare-mos') Ayudando a los pobres en
sus necesidades, ya que el Señor tiene en cuenta todo cuanto se les da, como si a Él
mismo le fuese dado (MI. 25,40). De ahí aq uella hermosa promesa: "A Jehová
presta el que da al pobre" (Prov. 19, 17). Y: "El que siembra generosamente,
generosamente también segará" (2 Coro 9,6). Porque todo cuanto por caridad
empleamos con nuestros hermanos, queda depositado en las manos del Señor. Él,
que con toda fidelidad guarda lo que se deposita en sus manos, restituirá en lo
venidero con grande ganancia lo que le hubiéremos confiado.
¿Entonces, dirá alguno, las obras de caridad que hacemos merecen tanta estima
delante de Dios, que son a modo de riquezas depositadas en sus manos? ¿Quién,
digo yo, puede tener inconveniente en hablar de esta manera, cuando la Escritura
tantas veces y con tanta claridad así lo afirma? Pero si alguno, oscureciendo la pura
benignidad de Dios, pre-fiere ensalzar la dignidad de las obras, a éste de nada le
servirán tales testimonios para confirmación de su error. Porque ninguna otra cosa
podemos concluir de ellos, sino que la bondad y regalo con que Dios nos trata son
inmensos; ya que para animarnos e incitamos a obrar bien, promete que no dejara
sin recompensa y satisfacción ninguna buena obra que hagamos, aunque en sí
mismas sean indignas de comparecer ante su acata miento.
hacia su nombre. habiendo servido a los santos y sirviéndoles aún" (Heb. 6,10).
1 Conversaciones sobre los Salmas, Sal. 32, conv, 1[, serrn. 1, 9; Sal. 109, 1; Sal. 83, 16;
etcétera.
LIBRO 111 - CAPiTULO XVIII 647
1 Luego la fe no tiene valor en si misma. Es una relación. Nos salva porque nos une al que es
plena justicia, y permite as! que su justicia nos sea imputada y so convierta en el
fundamento de nuestro perdón.
I DUDS Scoto, Comentario a las Sentencias, lib. 1, disto 17, eu. 3, par. 22.
648 LIBRO 111 - CAPíTULO XVIII
que yo tomo el nombre de fe en muy distinto sentido que san Pablo sin
justificación alguna, respondo que tengo muy buena razón para hacerlo así.
Porque como quiera que todos los dones que cita, en cierta manera se
reducen a la fe y a la esperanza por pertenercer al conocimiento de Dios, al
hacer él el resumen y recapitulación al fin del capítulo, los com-prende todos
en estas dos palabras. Como si dijera: la profecía, las lenguas, el don de
interpretar, la ciencia; todos estos dones van encaminados al fin de guiarnos
al conocimiento de Dios. Ahora bien, nosotros no conoce-mos a Dios en esta
vida mortal sino por la fe y la esperanza; por tanto, al nombrar la fe y la
esperanza comprendo todos estos dones juntamente. Así que estas tres cosas
permanecen: la fe, la esperanza y la caridad; es decir, que por mayor
diversidad de dones que haya, todos se refieren a estos tres, entre los cuales
la caridad es el principal.
Del tercer texto deducen que si la caridad es el vínculo de la perfección,
también será vínculo de dar justicia, la cual no es- otra cosa que la
perfección.
Primeramente, dejando a un lado que san Pablo llama perfección en este
lugar a que los miembros de una iglesia bien ordenada estén con-cordes
entre sí, y adrni tiendo además que somos perfeccionados an te Dios por la
caridad, ¿qlié pueden concluir de nuevo de aquí? Yo siempre repli-caré, por
el contrario, que nunca llegaremos a esa perfección, si no cum-plimos
cuanto nos manda la ley de la caridad; de lo cual concluiré que como los
hombres están muy lejos de poder cumplirlo, pierden toda esperanza de
perfección.
mas abiertamente a todos los vientos que es preciso guardar los mandamientos
si se pretende alcanzar la justicia y la vida por las obras.
Esta doctrina es necesario que la entiendan bien los cristianos. Porque, ¿cómo
podrían acogerse a Cristo, si no reconociesen que han caído del camino de la
vida en el precipicio y ruina total de la muerte? ¿Cómo com-prenderían cuánto
se han alejado del camino de la vida, si primero no comprenden cuál es este
camino? Así pues, sólo llegan a entender que el asilo y refugio para conseguir la
salvación está en Cristo, cuando ven cuánta discrepancia hay entre su vida y la
justicia de Dios, la cual se contiene en la observancia de la Ley.
CAPÍTULO XIX
LA LIBERTAD CRISTlA NA
de la que los impíos, los escépticos, los ateos y gente sin Dios y sin religión
alguna se ríen con sus burlas; porque en aquella su embriaguez espiritual, en la
que pierden el sentido, cualquier desvergüenza y descaro les parece lícito. Este,
pues, es el lugar oportuno para tratar de esta materia.
Si bien ya anteriormente he tocado el tema de paso, ha sido muy oportuno
reservarlo de propósito para este lugar. En efecto, tan pronto como se menciona
la libertad cristiana, al momento unos dan rienda suelta a sus apetitos, y otros
promueven grandes alborotos, si oportuna-mente no se pone freno a estos
espíritus ligeros, que corrompen y echan por completo a perder cuanto se les
pone delante por excelente que sea. Pues los unos, so pretexto de libertad, dejan
a un lado toda obediencia a Dios y se entregan a una licencia desenfrenada; otros
se indignan y no quieren oir hablar de esta libertad, creyendo que con ella se
confunde y suprime toda moderación, orden y discreción.
¿Qué hacer en tal situación, viéndonos cercados por todas partes y colocados
en tal apuro? ¿Será quizá lo mejor no hacer mención de la libertad cristiana ni
tenerla en cuenta, para evitar así estos peligros? Pero ya hemos dicho que sin su
conocimiento, ni Cristo, ni la verdad de su Espiritu, ni el reposo y la paz del
alma pueden ser conocidos de veras. Siendo, pues, así, debemos por el contrario
poner toda nuestra diligencia para que una doctrina tan necesaria como ésta no
sea sepultada y arrin-conada, y que a la vez, queden refutadas todas las absurdas
objeciones que tocante a esta materia se suelen suscitar.
5. Nosotros servimos a Dios gozosamente porque nos tiene por hijos suyos
He aquí de qué manera todas nuestras obras están bajo la maldición
de la Ley, si fuesen examinadas con el rigor que ella pide. ¿Cómo las pobres
almas se sentirían con ánimo para hacer aquello con lo que estaban seguras de
no conseguir sino maldición? Por el contrario, si libres de tan severa disposición
de la Ley, o mas bien de todo su rigor, oyen que Dios con dulzura paternal las
llama, responderán con grande alegría y gozo a este llamamiento y lo seguirán a
donde quiera que las lleve.
En resumen: todos los que están bajo el yugo de la Ley son semejantes a los
siervos, a los cuales sus amos cada día les imponen tareas que cum-plir. Éstos
no piensan haber hecho nada, ni se atreven a comparecer delante de sus amos
sin haber primero realizado plenamente la tarea que les han asignado. En
cambio los hijos, que son tratados más benigna y liberalmente por los padres, no
temen presentar ante ellos sus obras imperfectas y a medio hacer, e incluso con
algunas faltas, confiados en que su obediencia y buena voluntad les serán
agradables, supuesto que
rarse los medios para remediar su necesidad, debe salir de sí mismo y buscarlos
en otra parte.
También hemos demostrado que el Señor voluntaria y liberalmente se nos
muestra a sí mismo en Cristo, en el cual nos ofrece la felicidad en vez de la
miseria y toda clase de riq uezas en vez de la po breza; en el cual
nos abre y presenta [os tesoros del cielo, a fin de que nuestra fe ponga sus ojos
en su amado Hijo; que siempre estem~)s pendientes de Él y que
toda nuestra esperanza se apoye y descanse en El. Ésta, en verdad, es una
secreta y oculta filosofía que no se puede entender por silogismos; sola-mente la
entienden y aprenden aquéllos a quienes Dios ha abierto los ojos, para que vean
claro con su luz.
Sabiendo, pues, nosotros por la fe, que todo el bien que necesitamos y de que
carecemos en nosotros mismos se encuentra en Dios y en nuestro Señor Jesucristo,
en quien el Padre ha querido que habitase la plenitud de su liberalidad para que de
Él, como de fuente abundantísirna, sacase-mas todos, sólo queda que busquemos en
Él y que mediante la oración le pidamos lo que sabemos que está en Él. Porque de
otra manera, cono-cer a Dios por autor, señor y dispensador de todos los bienes, que
nos convida a pedírselos, y por otra parte. no dirigirnos a Él, ni pedirle nada, de nada
nos serviría. Como si una persona no hiciese caso y dejase ente-rrado y escondido
bajo tierra un tesoro que le hubieran enseñado.
y así el Apóstol, para probar que no puede existir verdadera fe sin yue de ella
brote la invocación, señaló este orden: como la fe nace del Evange-lio, igualmente
por ella somos instruidos para invocar a Dios (Rom. 10,14). Que es lo mismo que
poco antes había dicho: El espíritu de adop-ción, el cU;,ll sella en nuestros
corazones el testimonio del Evangelio. hace que se atrevan a elevar a Dios sus
deseos, suscitando en nosotros gemidos indecibles, y que clamen confiadamente:
Padre (Rorn.B, 15.26).
Debemos, pues, tratar ahora rnás por extenso este último punto, del que hasta
ahora sólo incidentalmente hemos hablado.
importancia de lo que el vulgo comúnmente piensa. Porque ulla vez que las
conciencias han caído en tales lazos, se meten en un largo laberinto del que no es
fácil salir luego. Si uno comienza a dudar de si le es lícito usar lino en su traje,
sus camisas, pañuelos y servilletas, después no estará seguro ni siquiera de si
puede usar cáñamo; y, al fin, comenzará incluso a dudar de si le es licito usar
estopa. Si a uno le parece que no le es licito tomar alimentos un tanto delicados,
este tal al fin no osará comer con tranquilidad de conciencia ni siquiera pan
negro, ni alimentos vul-gares, porque le pasará por la mente la idea de que podría
sustentar su cuerpo con alimentos aún más inferiores. Si tiene escrúpulo de beber
vino un tanto fino, luego no beberá con la conciencia tranquila ni las heces; y
finalmente no se atreverá ni a tocar el agua que fuere más suave y clara que otra.
En una palabra: llegará tan allá en sus locuras, que tendrá por gravisirno pecado
pasar sobre una paja atravesada. Porque aquí no se trata de un ligero conflicto de
conciencia, sino que la duda está en si Dios quiere que usemos de una cosa o no,
pues su voluntad debe preceder cuanto pensáremos o hiciéremos. Por eso
necesariamente desesperados se arrojan al abismo; y otros, haciendo caso omiso
de Dios y de su temor, no se arredran por cuanto se les pone delante, sino que
arremeten contra todo, sin saber cuál es el camino que han de tomar. Porque
cuantos se encuentran enredados en tales dudas, a dondequiera que se vuelvan no
verán otra cosa sino escrúpulos de conciencia."
1 Subrayemos esta liberación, que enseña Calvino, del escrúpulo, en lo cual a veces se ve,
erróneamente, una enfermedad del Protestantismo. Aqui y en otras partes, la doctrina de
Calvíno es del todo opuesta a la idea que comúnmente se tiene.
656 LIBRO 111 - CAPíTULO XIX
a. Ella modera todos los abusos. Del primer modo se peca mucho
actualmente. Porque casi no hay, si tiene posibilidades, quien no viva entregado
a los placeres de la comida, al lujo en el vestir, a la suntuosidad de los edificios;
quien no desee exceder a los demás y superarlos en deli-cadezas y no se sienta
muy satisfecho de su magnificencia. Y todas estas cosas se defienden bajo
pretexto de libertad cristiana. Dicen que son cosas indiferentes. También yo lo
confieso, si el hombre usa de ellas con indi-ferencia. Pero como se apetecen en
demasia, cuando los hombres se jactan de ellas con arrogancia, cuando
desordenadamente se desperdician, es claro que las cosas que en sí mismas eran
indiferentes quedan mancilla-das por todos estos vicios.
San Pablo distingue muy bien entre las cosas indiferentes. "Todas las cosas",
dice, "son puras para los puros, mas para los corrompidos e incré-dulos nada les
es puro; pues hasta su mente y su conciencia están corrom-pidas" (Tit, 1,15).
¿Por qué se maldice a los ricos que ya tienen su con-suelo, que están ya
saciados, que ahora ríen, que duermen en camas de marfil, que añaden heredad a
heredad, y en sus banquetes hay arpas, vih uelas, tambori les, ftautas y vino (Le,
6,24-25; Am. 6, 1-6; Is. 5, 8)? Ciertamente el marfil, el oro y las riquezas son
buenas criaturas de Dios, permitidas para que el hombre se sirva de ellas, e
incluso ordenadas por la providencia divina a este fin; reirse, saciar el apetito,
añadir nuevas posesiones a las antiguas recibidas de nuestros antepasados,
deleitarse con la armonía de la música, y el beber vino, en ningún sitio está
prohi-bido; todo esto es verdad. Pero cuando uno tiene riq uezas en abundancia,
LIBRO lJI - CAPÍTULO XIX 657
Mas dirá alguno, que alguna vez conviene que mostremos nuestra
libertad. También yo lo confieso así. Pero es preciso tener gran dili-gencia
para no pasar la raya, menospreciando el cuidado que se ha de tener con los
más débiles, que el Señor tan encarecidamente nos ha recomendado.
658 LIBRO III - CAPíTULO XIX
Con la primera clase de escándalo no se ofende más que a los débiles; con
esta segunda se ofende la gente descontentadiza y los espíritus fari-saicos, Por
tanto, al primero lo llamaremos "escándalo de los débiles", y al segundo,
"escándalo farisaico"; y moderaremos el uso de nuestra libertad de modo que
ceda ante la ignorancia de los hombres que son débiles, pero no al rigor de los
fariseos.
Cuánto debemos preocuparnos de los hermanos que son más débiles, lo
demuestra ampliamente san Pablo en muchos pasajes. Así: "Recibid al débil en
la fe"; "ya no nos juzquemos más los unos a los otros, sino más bien. decidid no
poner tropiezo y ocasión de caer al hermano" (Rom. 14, J • 13): y muchas otras
cosas a este propósito, que es mejor leerlas en el texto que citarlas aquí. El
resumen de todo ello es que "los que somos fuertes debemos soportar las
flaquezas de los débiles, y no agra-darnos a nosotros mismos; cada uno de
nosotros agrade a su prójimo en lo que es bueno, para edificación" (Rom.15, 1-
2). Yen otro lugar: "Pero mirad que esta libertad vuestra no venga a ser
tropezadero para los débiles" (1 Cor. 8,9), "De todo lo que se vende en la
carnicería, comed, sin preguntar nada por motivos de conciencia. La conciencia,
digo, no la tuya, sino la del otro. No seáis tropiezo ni a judíos, ni a gentiles, ni a
la iglesia de Dios" (l Cor.IO,25.29.32). Asimismo en otro pasaje: "A libertad
fuisteis llamados; solamente que no uséis la libertad como ocasión para la carne,
sino servíos por amor los unos a los otros"
(Gal. 5,13).
Así es, en verdad, Nuestra libertad no se nos ha dado contra nuestros
prójimos débiles, de los cuales la caridad nos hace ser servidores del todo; sino
para que, teniendo tranquilidad de conciencia ante Dios, vivamos también en
paz entre los hombres.
Respecto al caso que hemos de hacer del escándalo de los fariseos, lo
sabemos por las palabras del Señor, en las cuales ordena que los
LJ BRQ 111 - CAPiTULO XIX 659
dejemos sin preocuparnos de ellos; porque "son ciegos guías de ciegos" (Me 15,
14). Los discípulos le habian advertido de que los fariseos se hablan
escandalizado con sus palabras; el Señor les responde que no hagan caso de
ellos, ni se preocupen por su escándalo.
que as! esté más pronto a realizar todas las exigencias de la caridad.
J3. Nuestra libertad debe someterse al amor al prójimo, ,va la pureza de taje
14. En las cosas indiferentes el cristiano está libre del poder de los hombres
Dado, pues, que la conciencia de los fieles, por el privilegio de la
1 advino se yergue aquí contra los partidarios del compromiso en materia religiosa. Contra
ellos escribió sobre todo su Disculpa a los Señores Nicomcditas (1544).
• Además de la Disculpa a los Srs. Nicomeditas, cfr. De [ugiendis impiorum illtcitis sacris; De
popistictsacerdotiis vel administrandis vel obiiciendis (1537); De vitandis superstitionibus (1545),
y Tratado de los escándalos (1550).
LIBRO 111 ~ CAPÍTULO XIX 661
que aun en éstas se distinga cuáles deben ser tenidas por legítimas por estar
conformes a la Palabra de Dios, y cuáles, por el contrario, no deban en modo
alguno ser admitidas por los fieles.
Respecto al régimen político hablaremos en otro lugar. Tampoco ha-blaré
aqui de las leyes eclesiásticas, porque su discusión cae mejor en el libro cuarto,
donde trataremos de la autoridad de la Iglesia. Demos, pues, aquí, por concluida
esta materia.
Esto es lo que quiere dar a entender san Pablo cuando dice que la conciencia
da testimonio a los hombres. acusándoles o defendién-doles sus razonamientos
(Rorn. 2,15). Un simple conocimiento podía estar en el hombre como sofocado.
Por eso este sentimiento que coloca al hombre ante el juicio de Dios, es como
una salvaguarda que se le ha dado para sorprender y espiar todos sus secretos, a
fin de que nada quede oculto, sino que todo salga a luz. De lo cual nació aquel
an-tiguo proverbio: La conciencia es como mil testigos." Por esta misma razón
san Pedro pone el testimonio de la buena conciencia para re-poso y tranquilidad
de espíritu, cuando apoyados en la gracia de Cristo nos atrevemos a presentarnos
ante el acatamiento divino (1 Pe. 3,21). y el autor de la epístola a los Hebreos, al
afirmar que los fieles no tienen ya más conciencia de pecado (Heb.1O,2), quiere
decir que están libres y absueltos para que el pecado na tenga ya de qué acu-
sarlos.
16. La conciencia dice relación a Dios en las cosas de suyo buenas o malas
Así como las obras tienen por objeto a los hombres, la conciencia se refiere
a Dios; de suerte que la conciencia no es otra cosa que la interior integridad del
corazón. De acuerdo con esto dice san Pablo: el cumpli-miento de la ley "es el
amor nacido de corazón limpio y de buena concien-cia, y de fe no fingida" (1 Ti
m. l , 5). Y después en el mismo ca pit ulo prueba la diferencia que existe entre
ella y un simple conocimiento, diciendo que algunos por desechar la buena
conciencia naufragaron en la fe (1 Tim. 1,19), declarando con estas palabras que
la buena conciencia es un vivo afecto de honrar a Dios y un sincero celo de vivir
piadosamente.
Algunas veces la conciencia se refiere también a los hombres; como cuando
el mismo san Pablo ~ según refiere san Lucas - afirma que ha pro-curado "tener
siempre una conciencia sin ofensa ante Dios y ante los hom-bres" (Hch.24, 16);
pero esto se entiende en cuanto que los frutos de la buena conciencia llegan
hasta los hombres. Pero propiamente hablando, solamente tiene por objeto y se
dirige a Dios. De aquí que se diga que una ley liga la conciencia, cuando
simplemente obliga al hombre, sin tener en cuenta al prójimo, como si
solamente tuviese que ver con Dios. Por ejemplo: no sólo nos manda Dios que
conservemos nuestro corazón casto y limpio de toda mancha, sino también
prohibe toda palabra obscena y disoluta que sepa a incontinencia. Aunque nadie
más viviese en el mundo, yo en mi conciencia estoy obligado a guardar esta ley.
Por tanto, cual-quiera que se conduce desordenadamente, no sólo peca por dar
mal ejemplo a sus hermanos, sino también se hace culpable delante de Dios por
haber transgredido lo que Él había prohibido.
CAPÍTULO XX
DE LA ORACiÓN.
ELLA ES El PRINCIPAL EJERCICIO DE LA FE Y POR ELLA
RECIBIMOS CADA DÍA LOS BENEFICIOS DE DIOS
rarse los medios para remediar su necesidad, debe salir de sí mismo y buscarlos en
otra parte.
También hemos demostrado que el Senor voluntaria y liberalmente se nos muestra
a sí mismo en Cristo, en el cual nos ofrece la felicidad en vez de la miseria y toda
clase de riq uezas en vez de la po breza; en el cual nos abre y presenta [os tesoros del
cielo, a fin de que nuestra fe ponga sus ojos en su amado Hijo; que siempre estemos
pendientes de Él y que toda nuestra esperanza se apoye y descanse en Él. Ésta, en
verdad, es una secreta y oculta filosofía que no se puede entender por silogismos;
sola-mente la entienden y aprenden aquellos a quienes Dios ha abierto los ojos, para
que vean claro con su luz.
Sabiendo, pues, nosotros por la fe, que todo el bien que necesitamos y de que
carecemos en nosotros mismos se encuentra en Dios y en nuestro Señor Jesucristo,
en quien el Padre ha querido que habitase la plenitud de su liberalidad para que de
Él, como de fuente abundantísima, sacase-mas todos, sólo queda que busquemos en
Él y que mediante la oración le pidamos lo que sabemos que está en Él. Porque de
otra manera, cono-cer a Dios por autor, señor y dispensador de todos los bienes, que
nos convida a pedírselos, y por otra parte. no dirigirnos a Él, ni pedirle nada, de nada
nos serviría. Como si una persona no hiciese caso y dejase ente-rrado y escondido
bajo tierra un tesoro que le hubieran enseñado.
y así el Apóstol, para probar que no puede existir verdadera fe sin que de ella
brote la invocación, señaló este orden: corno la fe nace del Evange-lio, igualmente
por ella somos instruidos para invocar a Dios (Rom. 10,14). Que es lo mismo que
poco antes había dicho: El espíritu de adop-ción, el cual sella en nuestros corazones
el testimonio del Evangelio. hace que se atrevan a elevar a Dios sus deseos,
suscitando en nosotros gemidos indecibles, y que clamen confiadamente: Padre
(Rorn.B, 15.26).
Debemos, pues, tratar ahora más por extenso este último punto, del que hasta
ahora sólo incidentalmente hemos hablado.
Seis razones principales de orar a Dios. Por tanto, aunque Dios vela y está
atento para conservarnos, aun cuando estamos distraídos y no sentimos nuestras
miserias, y si bien a veces nos socorre sin que le rogue-mos, no obstante nos
importa grandemente invocarle de continuo.
Primeramente, a fin de que nuestro corazón se inflame en un continuo
deseo de buscarle, amarle y honrarle siempre, acostumbrándonos a aco-
gernos solamente a Él en todas nuestras necesidades, como a puerto
segurísimo.
Asimismo, a fin de que nuestro corazón no se vea tocado por ningún
deseo, del cual no nos atrevamos al momento a ponerlo como testigo,
conforme lo hacemos cuando ponemos ante sus ojos todo lo que senti-mos
dentro de nosotros y desplegamos todo nuestro corazón en presencia suya
sin ocultarle nada.
Además, para prepararnos a recibir sus beneficios y mercedes con
verdadera gratitud de corazón y con acción de gracias; ya que por la
666 LIBRO 111 - CAPíTULO XX
oración nos damos cuenta de que todas estas cosas nos vienen de su mano.
Igualmente, para que una vez que hemos alcanzado lo que le pedimos nos
convenzamos de que ha oído nuestros deseos, y por ellos seamos mucho mas
fervorosos en meditar su liberalidad, y a la vez gocemos con mucha mayor alegría de
las mercedes que nos ha hecho, comprendiendo que las hemos alcanzado mediante la
oración.
Finalmente, a fin de que el uso mismo y la continua experiencia con-firme en
nosotros, conforme a nuestra capacidad, su providencia, como prendiendo que no
solamente promete que jamás nos l"altará. que por su propia voluntad nos abre la
puerta para que en el momento mismo de la necesidad podamos proponerle nuestra
petición y que no nos da largas con vanas palabras, sino que nos socorre y ayuda
realmente.
Por todas estas razones nuestro Padre clementísirno, aunque jamás se duerme ni
está ocioso, no obstante muchas veces da muestras de que es asi y de que no se
preocupa de nada, para ejercitarnos de este modo en rogarle, pedirle e importunarle,
porque ve que esto es muy conveniente para poner remedio a nuestra negligencia y
descuido.
Muy fuera, pues, de camino van aquellos que a fin de alejar a los hombres de la
oración objetan que la divina providencia está alerta para conservar todo cuanto ha
creado, y que, por tanto. es superfluo andar insistiendo con nuestras peticiones e
irnportunid.rdcs ; ya que el Señor por el contrario afirma: "Cercano está Jehová a
todos los que le invo-can" (SaI.14S, 18).
Vetan, pues, los ojos del Señor para socorrer la necesidad de los ciegos; pero
quiere, no obstante, que nosotros de nuestra parte gimamos, para mejor mostrarnos
el amor que nos tiene. De esta manera ambas cosas son verdad: No se dormirá el que
guarda a Israel (Sal. ]21,3); y que no obstante, se retira corno si nos hubiese olvidado
cuando nos ve perezosos y mudos.
Por lo que respecta a nuestra alma tendría efecto, si libre de los pensa-mientos y
cuidados de la carne, con los cuales puede apartarse o estorbarse
LIBRO 111 - CAPíTULO XX 667
para ver bien a Dios, no solamente toda ella se entrega a orar, sino ade-más, en
cuanto fuese posible, se levanta y sube sobre si misma.
Por lo demás, tampoco exijo yo un ánimo tan desprendido, que no tenga cosa
alguna que le acongoje ni le apene; ya que, por el contrario, es preciso que
nuestro fervor para orar se inflame y encienda en nosotros con las angustias y
pesares. Como lo vemos en los santos siervos de Dios, quienes aseguran que se
encontraban entre grandísimos tormentos·- ¡cuán-to más entre inquietudes! -,
cuando dicen que desde lo profundo del abismo claman al Señor (Sal. 130, 1).
Mas sí creo que es necesario arrojar de nosotros todas las preocupaciones
ajenas, que pueden desviar nuestra atención hacia otro lado y hacer que
descienda del cielo para arrastrarse por la tierra. Asimismo sostengo que es
preciso que el alma se levante por encima de sí misma; quiero decir, que no
debe llevar ante la presencia divina ninguna de las cosas que nuestra Joca y
ciega razón suele forjarse; y que no debe encerrarse dentro de su vanidad, sino
que ha de elevarse a una pureza digna de Dios y tal como Él la exige.
b. Los afectos del corazón bajo el dominio del Espíritu. Mas como nuestras
facultades son muy débiles para poder negar a tal perfección debemos buscar el
remedio necesario. De la misma manera que es pre-ciso que el entendimiento se
fije en Dios, igualmente es necesario que el afecto del corazón le siga. Pero
ambos andan arrastrándose por la tierra, o mejor dicho, están muy fatigados y
desfallecidos y van del todo desea-minados. Por eso Dios, para socorrer esta
nuestra flaqueza, cuando ora-mos nos da su Espíritu por Maestro que nos dicte
lo que es recto y justo y modere nuestros afectos. Pues como quiera que nosotros
no sabemos ni qué hemos de pedir como conviene, el Espíritu mismo intercede
por nosotros con gemidos indecibles (Rom. 8,26). N o que Él literalmente ore y
gima, sino que suscita en nosotros una confianza, unos deseos y tales suspiros,
que las fuerzas naturales no podrían en modo alguno concebir. y no sin motivo
san Pablo llama gemidos indecibles a.los que los fieles dan, guiados por el
Espíritu de Dios. Porque no ignoran los que de veras tienen práctica de oración,
que muchas veces se hallan tan enredados
LIBRO lJl - CAPÍTULO XX 669
en tales perplejidades y angustias, que con gran dificultad hallan cómo
comenzar. E incluso cuando se esfuerzan en balbucir algo se sienten de tal
manera embarazados, que no saben seguir adelante; de donde se sigue que el
don de orar bien es muy singular.
Todo esto no lo he dicho para que resignemos en el Espíritu Santo la
obligación de orar y nosotros nos durmamos en nuestro descuido y neglí-gencia,
al que estamos por naturaleza tan inclinados: como algunos, que impíamente
afirman que debemos esperar hasta que Dios atraiga a sí nuestros
entendimientos, que están ocupados en otras cosas; sino más bien para que
disgustados de nuestro descuido y negligencia esperemos la ayuda y el socorro
del Espíritu. Ciertamente cuando san Pablo manda que oremos en Espíritu, no
deja por ello de exhortarnos a que seamos diligentes y cuidadosos (1 Cor.14,15;
Ef.6, 18), queriendo decir, que el Espíritu Santo de tal manera ejercita su
potencia cuando nos incita a orar, quc no impide ni detiene nuestra diligencia;
yel motivo es que Dios quiere experimentar con cuánta fuerza la fe excita
nuestros corazones.
El defecto de otros que voy a exponer parece ser más ligero, pero tamo poco
se puede tolerar: consiste en que muchos recitan sus oraciones sin reflexión
alguna. La causa de esto es que no se les ha instruido más que en que deben
ofrecer a Dios sus sacrificios de esta manera. Es, pues, necesario que los fieles
tengan mucho cuidado de no presentarse jamás delante de la divina majestad
para pedir cualquier cosa, a no ser que la deseen de corazón y quieran obtenerla
de Él. Y más aún; incluso aquellas cosas que pedimos solamente para gloria de
Dios y que no nos parecen a primera vista decir relación con nuestras
necesidades, no obstante es necesario que las pidamos con no menor fervor y
vehemencia. Como
670 LIBRO "' - CAPíTULO XX
cuando pedimos que su nombre sea santificado debemos, por así decirlo, tener
hambre y sed de esta santificación,
No obstante no deja de ser muy cierto lo que dice san Pablo, quc en todo
tiempo debemos orar (H, 6,18; l Tes. 5, 17); porque aunque todo nos suceda a
pedir de boca y conforme a nuestros deseos, y nada nos dé más contento, a pesar
de ello no hay un solo momento en el que nuestra miseria no nos incite a orar. Si
uno tiene gran abundancia de vino y trigo, no podrá disfrutar de un solo pedazo
de pan si la bendición de Dios no contin úa sobre él; ni sus graneros le
dispensarán de pedir el pan de cada día. Además, si consideramos cuántos son
los peligros que nos amenazan a cada momento, el mismo miedo nos enseñará
que no hay instante en que no tengamos gran necesidad de orar.
y que los que con su dureza y obstinación provocan el rigor de Dios, lo sientan
inexorable. Dios, por el profeta Isaias los amenaza de esta mane-ra: "Cuando
multipliquéis la oración, yo no oiré; llenas están de sangre vuestras manos" (Is.
1, 15}. y" por Jeremías: "Solemnemente protesté:
... oid mi voz; pero n o oyeron: ... y da marán a mí, y' no los oiré" (Jer. 11,7-8 .
11) ; porq ue Él considera co mo m ti y grave injuria que los im pios, que durante
toda su vida manchan su nombre sacrosanto, se glorien de ser de los suyos. Por
esta causa se queja por Isaías, diciendo que los judíos se acercan a Él con su
boca y con sus labios le honran, pero su corazón está lejos de Él (ls.29, \3). El
SeJ10r no limita esto a las solas oraciones, sino afirma que aborrece todo
fingimiento en cualquier parte de su culto y servici o. A esto se refiere lo que
dice San tíago: "Pedís y no reci bis, por-que pedis mal, para gastar en vuestros
deleites" (Sant.4,3). Es verdad - como algo m.ix abajo lo trataremos otra vez -
que las oraciones de los fieles no se apoyan en su dignidad personal; no obstante
no es superfluo el a viso de sa n Juan: "Cualquier cosa que pidiéremos la
recibirerno s de él, porq ue guarda mas sus mand am ien tos" (1 Jn, 3,22), ya q
ue la Olala conciencia nos cierra la puerta. De donde se sigue que ni oran bien,
ni son oídos, más que los que con corazón limpio sirven a Dios.
Por tanto, todo el que se dispone a orar, que se arrepienta de sus peca-dos '/
se revista de la persona y afecto de un pobre que va de puerta en puerta; lo cual
nadie podrá hacer sin penitencia.
A estas dos reglas hay que añadir una tercera: que todo el que se presenta
delante de Dios para orar se despoje de toda opinión de su propia dignidad, y, en
consecuencia, arroje de sí la confianza en sí mismo, dando con su humildad y
abatimiento toda la gloria a Dios; y esto por miedo a que si nos atribuimos a
nosotros mismos alguna cosa, por pequeña que sea, no caigamos delante de la
majestad divina con nuestra hinchazón y soberbia.
acaso ser salvos? Si bien todos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras
justicias como trapo de inmundicia; y caímos todos nosotros como la hoja, y
nuestras maldades nos llevaron como viento. Nadie hay que invoque tu nombre,
que se despierte para apoyarse en ti; por lo cual escondiste de nosotros tu rostro,
y nos dejaste marchitar en poder de nuestras maldades. Ahora, pues, oh Jehová,
tú eres nuestro padre; nos-otros barro, y tú el que nos formaste; así que obra de
tus manos somos todos nosotros. N o te enojes sobremanera, Jehová, ni tengas
perpetua memoria de la iniquidad; he aquí, mira ahora, pueblo tuyo somos todos
nosotros" (Is. 64, 5-9). He aquí cómo ellos en ninguna otra confianza se apoyan
más que en ésta: que considerándose del número de los siervos de Dios, no
desesperan que Dios haya de mantenerlos debajo de su amparo y protección.
1 Baruc, 2, 18-20.
LIBRO 111 - CAPiTULO XX 673
10. ¿En qué sentido los santos alegan su buena conciencia al orar?
Es verdad que algunas veces parece que los santos alegan su propia
justicia como ayuda, a fin de alcanzar más fácilmente de Dios lo que piden;
como cuando dice David: "Guarda mi alma, porque soy piadoso" (Sal. 86,2). Y
Ezequías: "Te ruego, oh Jehová, te ruego que hagas me-moria de que he andado
delante de ti en verdad y con integro corazón, y que he hecho las cosas que te
agradan" (2 Re. 20,3). Sin embargo, tales expresiones no querian significar otra
cosa, sino testimoniar que ellos eran por su regeneración siervos e hijos de Dios,
a los cuales Él promete series propicio. Él enseña por su profeta, según 10
hemos visto, que tiene sus ojos sobre los justos y sus oídos atentos a su clamor
(Sal. 34,17). Y
674 LIBRO 111 - CAPÍTULO XX
Además se ve claramente que ellos han usado esta manera de orar cuando
ante el Señor se comparaban con sus enemigos, pidiendo a Dios que los librase
de su maldad. Ahora bien, no hay que extrañarse de que en esta comparación
hayan alegado la justicia y sinceridad de su corazón, a fin de mover a Dios a
que a la vista de la equidad y justicia de su causa, los socorriese.
No quitamos, pues, al alma fiel que goce delante del Señor de la pureza y
limpieza de corazón para consolarse en las promesas con que el Señor sustenta y
consuela a aquellos que con recto corazón le sirven; lo que enseñamos es que la
confianza que tenemos de alcanzar alguna cosa de Dios se apoya en la sola
clemencia divina sin consideración alguna de nuestros méritos.
Es necesario, pues, que la oración fiel proceda de estos dos afectos v que los
contenga a ambos; a saber, que gima por los males que sufre al presente, y tema
otros nuevos; pero a la vez, que se acoja a Dios sin dudar en modo alguno que él
está preparado y dispuesto a ayudarle. Porque ciertamente Dios se irrita
sobremanera con nuestra desconfianza, si le pedimos algún favor, pensando que
no lo podremos alcanzar de ÉL Por tanto, no hay nada más conforme a la
naturaleza de la oración que im-ponerle la ley de que no traspase temerariamente
sus Iirnitcs, sino que siga como guía a la fe.
A este principio nos conduce nuestro Redentor cuando dice: "Todo lo que
pidiereis en o ración, creyendo, lo reci hiré is" (M 1.21 ,22). Y lo mismo
confirma en otro lugar: "Todo 10 que pidiereis orando, creed que 10 recibiréis, y
os vendrá" (Me. l l , 24). Con 10 cual está de acuerdo San-tiago cuando dice: "Si
alguno de vosotros tiene falta de sabiduria, pidala a Dios, el cual da a todos
abundantemente y sin reproche, y le será dada; pero pida con fe no dudando nada"
(SanLl,5-6); donde oponiendo el apóstol la fe a la duda, con toda propiedad declara la
fuerza y naturaleza de la fe. Y no menos se debe notar lo que luego añade: que no en
vano se esfuerzan y emprenden alguna cosa los que invocan a Dios entre dudas y
perplejidades, y no deciden en sus corazones si serán oídos o no; a los cuales compara
con las olas del mar, que son llevadas por el viento de acá para allá; Yésta es la ca
usa de que e notro lugar llame" oración de fe" a aquella que es legítima y bien
regulada para ser oída por Dios (Sane 5,15). Además, como quiera que Dios tantas
veces afirma que dará a cada uno conforme a su fe (Mt. 8, J3; 9,29), con ello nos da a
entender que nada podremos alcanzar sin la fe. En conclusión; la fe es quien alcanza
todo cuanto se concede a nuestras oraciones.
Eso es lo que quiere decir aquella admirable sentencia del apóstol san Pablo,
que los hombres insensatos no consideran debidamente: "¿Cómo, pues,
invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien
no han oído? .. Así que la fe es por el oir, y el oir por la Palabra de Dios" (R om,
10, 14. 17). Porq ue deduciendo de grado en grado el principio de la oración de la
fe, demuestra con toda claridad que no es posible que nadie invoque
sinceramente a Dios, excepto aquellos de quienes su clemencia y bondad es
conocida por la predicación del Evan-gelio; e incluso, familiarmente propuesta y
declarada.
676 LIBRO III - CAPÍTULO XX
12. Con la Escritura, hay que mantener siempre esta seguridad en la oración
No tienen en cuenta nuestros adversarios esta necesidad. Por esta razón
cuando enseñamos a los fieles que oren al Señor con una confianza llena de
seguridad, convencidos de que les es propicio y los ama, les parece que
decimos una cosa del todo fuera de razón y completamente absurda. Pero si
tuviesen alguna experiencia de la verdadera oración, ciertamente
comprenderían que es imposible invocar a Dios como con-viene sin esta
convicción de que Dios les ama. Mas como quiera que nadie puede
comprender la virtud y la fuerza de la fe, sino aquel que por experiencia la
ha sentido ya en su corazón, ¿de qué sirve disputar con una clase de
hombres, que claramente deja ver que jamás ha experirnen-tado más que una
vana imaginación? Cuán importante y necesaria es esta certidumbre de que
tratamos, se puede comprender principalmente por la invocación de Dios. El
que no entendiere esto demuestra que tiene una conciencia sobremanera a
oscuras.
Nosotros, pues, dejando aparte a esta gente ciega, confirmémonos en aq
uella sentencia de san Pablo: que es imposible que Dios sea invocado,
excepto por aquellos que mediante el Evangelio han experimentado su
misericordia y se han asegurado de que la hallarán siempre que la bus-quen.
Porque, ¿qué clase de oración sería ésta: Oh Señor, yo ciertamente dudo si
me querrás oir o no; pero como estoy muy afligido, me acojo a ti, para que
si soy digno. me socorras? Ninguno de los santos, cuyas oraciones nos
propone la Escritura, oró de esta manera, ni tampoco nos la enseñó el
Espíritu Santo, el cual por el Apóstol nos manda que nos lleguemos
confiadamente a su trono celestial para alcanzar la gracia (Heb.4, 16): y en
otro lagar dice que "tenemos seguridad y acceso con confianza por medio de
la fe en él" (Ef. 3,12). Por tanto, si queremos orar con algún fruto es preciso
que retengamos firmemente con ambas manos esta seguridad de que
alcanzaremos lo que pedimos, la cual Dios por su propia boca nos manda
que tengamos, y a la que todos los santos nos exhortan con su ejemplo. Así
que no hay otra oración grata y acepta a Dios, sino aquella que procede de
tal presunción - si presunción puede llamarse - de la fe, y que se funda en la
plena certidumbre de la esperanza. Bien podría el Apóstol contentarse con el
solo nombre de fe; pero no solamente añade confianza, sino que además la
adorna y reviste de la libertad y el atrevimiento, para diferenciarnos con esta
nota de los incré-dulas que a la vez que nosotros oran, pero a bulto y a la
ventura.
Por esta causa ora toda la Iglesia en el salmo: "Sea tu misericordia sobre
nosotros, oh Jehová, según esperamos en ti" (Sal. 33,22). La misma
condición pone el profeta en otro lugar: "El día que yo clamare; esto sé, que
Dios está por mí" (Sal. 56,9). Y: "De mañana me presentaré delan te de ti, y
esperaré" (Sal. 5,3). Por estas palabras se ve claro que nuestras oraciones
son vanas y sin efecto alguno, si no van unidas a la esperanza, desde la cual,
como desde una atalaya, tranquilamente esperamos en el Señor. Con lo cual
está de acuerdo el orden que san Pablo sigue en su exhortación. Porque antes
de instar a los fieles a orar en espíritu en todo tiempo con toda vigilancia y
asiduidad, les manda que sobre todo tomen el escudo de la fe y el yelmo de
la salvación y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios (Ef.6, 16.18).
LIBRO 111 - CAPÍTULO XX 677
Recuerden aquí, sin embargo, los lectores lo que antes he dicho, que la fe no
sufre detrimento cuando va acompañada del sentimiento de la propia miseria del
hombre, de su necesidad y bajeza. Porque por muy grande que sea la carga bajo
la cual los fieles se sientan agobiados, de tal modo, que no solamente se sientan
vacíos de todos aquellos bienes que podían reconciliarlos con Dios, sino, al
contrario cargados de tantos pecados que son causa de que con toda justicia se
enoje el Señor con ellos, a pesar de ello no deben dejar de presentarse delante de
Él, ni han de perturbarles tanto ese sentimiento, que les impida acogerse a Él; Y
a que ésta, y ninguna otra, es la entrada para llegar al Señor. Porque la oración
no se nos ordena para que conella nos glorifiquemos arrogante-mente delante de
Dios, o para que no nos preocupemos para nada de nosotros; sino para que
confesando nuestros pecados, lloremos nuestras miserias delante de Dios, como
suelen familiarmente los hijos exponer sus quejas, para que los padres las
remedien.
y aún más; el gran cúmulo de nuestros pecados debe estar lleno de estímulos
que nos punzen e inciten a orar, como con su propio ejemplo nos lo enseña el
profeta diciendo: "Sana mi alma, porque contra ti he pecado" (Sal. 41,4).
Confieso que ciertamente las punzadas de tales aguijo-nes serían mortales, si
Dios no nos socorriese. Pero nuestro buen Padre, según es de infinitamente
misericordioso, aplica a tiempo el remedio con el que aquietando nuestra
perturbación, apaciguando nuestras congojas y quitando de nosotros el temor,
con toda afabilidad nos invita a llegamos a Él; y, no solamente nos quita los
obstáculos, sino aun todo escrúpulo para de esa manera hacernos el camino más
fácil y hacedero.
la necesidad se le invoque. Por tanto, cuando Él pide lo que es suyo y nos insta a
que le obedezcamos alegremente, no hay pretextos, por boni-tos y hermosos que
parezcan, que nos excusen.
Así que todos los testimonios que nos presenta la Escritura a cada paso, en
lasque se nos manda invocar a Dios, son otras tantas banderas puestas ante
nuestros ojos, para inspirarnos confianza. Ciertamente sería una gran temeridad
presentarnos delante de la majestad divina sin que Él mismo nos hubiera
invitado con su llamada. Por eso Él mismo nos abre y muestra el camino,
asegurándonos por el profeta: "Diré: Pueblo mío; y él dira: Jehová es mi Dios"
(Zac.13,9). Vemos cómo previene a sus fieles y cómo quiere que le sigan; y por
esto no debemos temer que esta medida que Él mismo dicta, no le resulte
gratísirna. Traigamos prin-cipalmente a nuestra memoria aquel insigne título que
con toda facilidad nos hará superar todo impedimento: "Tú oyes la oración; a ti
vendrá toda carne" (Sal. 65,2). ¿Qué puede haber más suave yamable que el que
Dios se revista de este título para asegurarnos que nada es más propio y con-
forme a su naturaleza que despachar las peticiones de aquellos que le suplican?
De ahí deduce el profeta que la puerta se abre, no a unos pocos, sino a todos los
hombres, puesto que a todos los llama con su voz: "Invócarne en el día de la
angustia; te libraré, y tú me honrarás" (Sal. 50,15). Conforme a esta regla David,
para alcanzar lo que pide, le recuer-da a Dios la promesa que le había hecho:
"Porque tú, ... Dios de Israel, revelaste al oído de tu siervo ... por esto tu siervo
ha hallado en su cora-zón valor para hacer delante de ti esta súplica" (25m.
7,27); de donde deducimos que él estaba perplejo, a no ser por la promesa que le
daba seguridad. Y en otro lugar, lo confirma con esta doctrina general:
"Cumplirá (el Señor) el deseo de los que le temen" (Sal. 145,19).
14. Dejemos que nos toquen tantas gracias; obedezcamos y oremos con
atrevimiento y seguridad
Ciertamente maravilla que la dulzura de tantas promesas no nos conmueva
sino muy fríamente o nada en absoluto, de manera que la mayor parte prefiere
dando vueltas de un sitio para otro cavar cisternas secas y dejar la fuente de agua
viva, a abrazar la liberalidad que Dios tan muníficamente nos ofrece (Jer. 2,13).
"Torre fuerte", dice Salomón, "es el nombre de Jehová; a Él carrera el justo y
será levantado" (Prov. 18, JO). Y J oel, después de haber profetizado la horrible
desolación que muy pronto había de acontecer, añade aquella memorable
sentencia: "Todo aquel que invocare el nombre de Jehová será salvo" (JI. 2,32),
la
LIBRO tll - CAPITULO XX 679
cual sabemos que pertenece propiamente al curso del Evangelio (Hch. 2,21).
Apenas uno, de ciento, se mueve a salir al encuentro de Dios. Él mismo
clama por Isaias diciendo: Me invocaréis y os oiré; incluso antes que
claméis a mí, yo os oiré (ls.58,9; 65,24). En otro lugar honra con este mismo
titulo a toda su Iglesia en general; porque lo que Él dice se aplica a todos los
miembros de Cristo: "Me invocará y yo le responderé; con él estaré yo en la
angustia" (Sal. 91, 15).
Pero tampoco es mi intento - según ya lo he dicho - citar todos los textos
concernientes a este propósito, sino solamente entresacar algunos de los más
notables, para que por ellos gustemos cuán gentilmente nos convida a sí el
Señor y cuán estrechamente encerrada se encuentra nuestra ingratitud sin
poderse escabullir, ya que nuestra pereza es tanta, que estimulada por tales
acicates, aún se queda parada. Por tanto, resuenen de continuo en nuestros
oídos estas palabras: "Cercano está Jehová a todos los que le invocan, a
todos los que le invocan de veras" (Sal. 145,18). Y asimismo las que hemos
citado de Isaías y de Joel, en las cuales Dios afirma que está atento a
escuchar las oraciones y que se deleita como con un sacrificio de suavísimo
olor, cuando en él descarga-mos nuestros cuidados y congojas. Este fruto
singular recibimos de las promesas de Dios: que no hacemos nuestras
oraciones con dudas y tibia-mente, sino confiados en la Palabra de Aquel,
cuya majestad de otra manera nos aterraría; nos atrevemos a llamarle Padre,
puesto que Él tiene a bien ordenarnos que le invoquemos con este suavísimo
nombre. Sólo queda que nosotros, convidados con tales exhortaciones, nos
persua-damos por esto que tenemos motivos de sobra para ser oídos, cuando
nuestras oraciones no van fundadas ni se apoyan en ningún mérito nues-tro,
sino que toda su dignidad y la esperanza de alcanzar lo que pedimos
descansa en las promesas de Dios y de ellas depende; de modo que no es
necesario otro apoyo ni pilar alguno, ni es preciso andar mirando de un lado
a otro.
Convenzámonos, por tanto, de que aunque no sobresalgamos en santi-dad,
tal cual la que se alaba en los santos patriarcas, profetas y apóstoles, no
obstante, como el mandato de orar nos es común con ellos e igual-mente la
fe, si nos apoyamos en la Palabra de Dios, somos compañeros suyos en
disfrutar de este privilegio. Porque, como ya lo hemos dicho, Dios al
declarar que será propicio y benigno para con todos, da una cierta esperanza
aun a los más miserables del mundo, de que alcanzarán lo que pidieren. Por
eso han de notarse estas sentencias generales por las que ninguno, del más
bajo al más alto, queda excluido; solamente tengamos sinceridad de corazón,
disgusto de nosotros mismos, humildad y fe, a fin de que nuestra hipocresía no
profane con una falsa invocación el nombre de Dios. No desechará nuestro buen
Padre a aquellos a quienes no solamente Él mismo exhorta y convida a que
vayan a Él, sino que de todas las formas posibles les induce a ello.
De ahí aquella forma de orar de David, que poco hace cité: "Tú ...
Dios de Israel, revelaste al oido de tu siervo ... por esto tu siervo ha hallado
en su corazón valor para hacer delante de ti esta súplica. Ahora, pues,
Jehová Dios, tú eres Dios, y tus palabras son verdad, y tú has pro-metido
este bien a tu siervo; ten ahora a bien bendecir la casa de tu
680 LIBRO 111 - CAPiTULO XX
siervo ... porque tú Jehová lo has dicho" (2 Sm, 7,27-29). y todo el pueblo de
Israel en general, siempre que se escudan en la memoria del pacto que Dios
había hecho con ellos, deja ver bien claramente que no se debe orar
tímidamente cuando Dios nos manda que le pidamos. En esto los israelitas
imitaron el ejemplo de los santos patriarcas, y principal-mente de Jacob, el
cual, después de haber confesado que estaba muy por debajo de todas las
gracias que había recibido de la mano de Dios, no obstante dice que se
atreve a pedir cosas aún mayores, por cuanto Dios le había prometido
escucharle (Gn. 32,10-12).
Por excelentes, pues, que parezcan los pretextos que aducen los incré-
dulos, al no acogerse a Dios siempre que la necesidad los fuerza, no de otra
manera privan a Dios del honor que se le debe, que si fabricasen nuevos
dioses e ídolos; porque de este modo niegan que Dios haya sido el autor de
todos sus bienes. Por el contrario, no hay cosa más eficaz para librar a los
fieles de todo escrúpulo, que animarse del sentimiento de que al"orar
obedecen el precepto de Dios, el cual afirma que no hay cosa que más le
satisfaga que la obediencia; por lo cual no debe existir cosa alguna que nos
detenga.
Por aquí se ve también más claramente lo que arriba he expuesto, que el
atrevimiento para orar que en nosotros causa la fe, está muy de acuerdo con
el temor, reverencia y solicitud que en nosotros engendra la majestad de
Dios, y que no debe resultamos extraño que Dios levante a los que han
caído.
De esta manera concuerdan perfectamente las diversas expresiones que
usa la Escritura, y que a primera vista parecen contradecirse. Jere-mías y
Daniel dicen que presentan sus ruegos en presencia de Dios (Jet. 42,9; Dan.
9,18); Yen otro lugar dice el mismo Jeremías: caiga mi ora-ción delante del
acatamiento divino, a fin de que tenga misericordia del residuo de su pueblo
(Jer.42,2-4). Por el contrario, muchas veces se dice que los fieles elevan su
oración. Ezequias, rogando al profeta Isaias que interceda por Jerusalem,
habla de la misma manera (2 Re. 19,4). David desea que su oración suba a
.10 alto como perfume de incienso (Sal. 141,2). La razón de esta diversidad
es que los fieles, aunque persuadidos del amor paternal de Dios, alegremente
se ponen en sus manos y no dudan en pedir el socorro que Él mismo
voluntariamente les ofrece y con todo no se ensoberbecen con una excesiva
seguridad, como si ya hubieran perdido el pudor; sino que de tal manera van
subiendo grado por grado, de escalón en escalón por las promesas, que
siempre permanecen abatidos en la humildad.
para que de una vez tome venganza de los filisteos" (Jue.16,28). Porque
aunque se mezcló una parte de buen celo, sin embargo fue excesivo, y por
tanto, un apetito culpable de venganza reinó en él; sin embargo Dios le
otorga lo que le pide. De lo cual parece poder deducirse que, aunque las
oraciones no vayan hechas conforme a la norma de la Palabra de Dios, a
pesar de todo consiguen su efecto.
Respondo que la ley general que Dios ha establecido no puede quedar
perjudicada por algunos ejemplos particulares. E igualmente, que Dios a
veces ha inspirado a algunos en particular, movimientos de espíritu
especiales, de donde procede esta diversidad, y que de este modo los ha
exceptuado del orden común. Porque debemos advertir aquella respuesta
que Cristo dio a sus discípulos, cuando inconsideradamente desearon imitar
el ejemplo de Elías: que no sabían de qué espíritu eran (Lc.9,55).
Pero es necesario pasar incluso más adelante y afirmar que no todos los
deseos que Dios cumple le agradan; mas que en cuanto lo hace para ejemplo
e instrucción con testimonios del todo evidentes, claramente se ve que es
verdad lo que la Escritura enseña: que Dios socorre a los afligi-dos y oye los
gemidos de aquellos que injustamente oprimidos, le píden su favor, y que
por esta causa ejecuta sus juicios cuando los pobres afligi-dos le dirigen sus
ruegos, aunque sean indignos de alcanzar cosa alguna. [Cuantas veces
castigando la crueldad de los impíos, sus rapiñas, violen-cias, excesos y
otras abominaciones semejantes; refrenando el atreví-miento y furor, y
echando por tierra la potencia tiránica, ha atestiguado que ha defendido a
aquellos que eran indignamente oprimidos, aunque los tales no fuesen más
que pobres ciegos, que al orar no hacían más que pegar en el aire!
Por un solo salmo, aunque no hubiese otra cosa, se podría claramente ver
que incluso las oraciones que no penetran por la fe en los cielos, no dejan de
cumplir su oficio. Porque reúne este salmo las oraciones que por un
sentimiento natural, la necesidad fuerza a hacer tanto a los incré-dulos como
a los fieles, a los cuales, sin embargo los hechos demuestran que Dios les es
propicio (SaU 07 13 . 19). ¿Da por ventura Dios a entender con esta
. ó ,
facilidad, que tales oraciones le son gratas? Más bien ilustra su misericordia
la circunstancia de que incluso las oraciones de los incrédulos no son
desechadas; y además estimula más eficazmente a los suyos a orar, viendo
que aun los gemidos de los impios no dejan a veces de conseguir efecto.
Sin embargo, no por eso los fieles han de apartarse de la ley que Dios les
ha dado, ni han de envidiar a los impíos, como si hubieran conseguido gran
cosa al obtener lo que deseaban. De esta manera hemos dicho que Dios se
movió por la falsa penitencia de Acab (1 Re.21,29), a fin de declarar con
este testimonio cuán dispuesto está a escuchar a los suyos, cuando para
aplacarlo se vuelven a Él con un verdadero arrepentimiento. Por eso se
enoja por el profeta David con los judios, porque sabiendo ellos por
experiencia cuán propicio e inclinado era a escuchar sus peticiones, poco
después se volvieron a su malicia y rebeldia (Sal.lOó,43). Lo cual se ve
también claramente por la historia de los Jueces; pues siempre que los
israelitas lloraron, aunque en sus lágrimas no había más que hipocresía y
engaño, Dios los libró de las manos de sus enemigos (J ue, 2,18; 3,9).
682 LIBRO tU - CAPíTULO XX
Así, pues, como Dios "hace salir su sol sobre buenos y malos" (Mt, 5,45),
de la misma manera no menosprecia los gemidos de aquellos cuya causa es
justa, y cuyas miserias merecen ser socorridas, aunq ue sus cora-zones no
sean rectos. Sin embargo, Él no los oye para salvarlos, sino más bien por lo
que demuestra salvar a aquellos que cuando los mantiene, menosprecian su
bondad.
16. Dios no rechaza, sin embargo, nuestras plegarias no conformes con estas
reglas
También hay que notar que lo que he expuesto referente a las cuatro
reglas para orar bien, no se ha de entender tan rigurosamente como si Dios
rechazara las oraciones en las que no hallare fe o penitencia perfecta
juntamente con un ardiente deseo y tal moderación, que no se les pueda
achacar falta alguna.
Hemos dicho que aunque la oración sea un coloquio familiar entre los
fieles y Dios, no obstante deben mantenerse respetuosos y reverentes; que
no deben aflojar las riendas a cualquier deseo y pedir cuanto se les ocurra, y
que no han de desear más que lo que Él permitiere; asimismo,
Del mismo modo en semejantes tentaciones se les suelen escapar a los fieles
muchas veces ciertos deseos no muy de acuerdo con la Palabra de Dios, y en los
cuales no consideran bien qué es lo bueno y lo que les conviene. Ciertamente,
todas las oraciones mancilladas con tales vicios merecen ser repudiadas. Mas
Dios perdona semejante faltas, si los fieles se duelen de su miseria, se corrigen y
vuelven en sí mismos.
Igualmente pecan contra la segunda regla, porque muchas veces han de luchar
contra su tibieza, y su necesidad y miseria no les incitan de veras a orar como
debían. Les ocurre lo mismo muchas veces que su espíritu anda vagando de un
lado para otro, y como extraviado; es, pues, necesario que también Dios les
perdone esto, a fin de que sus oraciones débiles. imperfectas y lánguidas no
dejen de ser admitidas. Dios natural-mente ha imprimido en el corazón de los
hombres este principio de que las oraciones no son legítimas y como debieran si
nuestros espíritus no están levantados hacia lo alto. De aquí surgió, según lo
hemos ya dicho, la ceremonia de alzar las manos, que en todo tiempo y en todos
los pueblos ha sido usada y perdura hasta el presente. Mas, ¿quién es el que
mientras eleva sus manos no se siente culpable de indolencia y torpeza, viendo
que su corazón está aún encenagado en la tierra?
En cuanto a pedir perdón de sus pecados, aunque ningún fiel se olvide de este
punto cuando ora, no obstante aquellos que de veras tienen prác-tica de oración
saben que apenas ofrecen la décima parte del sacrificio de que habla David: "El
sacrificio grato a Dioses el espíritu quebrantado;
684 LIBRO 111 - CAPÍTULO XX
a Él, confiados en que no pediremos cosa alguna en su nombre que nos sea
negada, puesto que nada le puede negar a Él el Padre.
A esto hay que referir cuanto hasta aqui hemos enseñado de la fe. Porque
como la promesa nos muestra a Jesucristo como Mediador nues-tro, si la
esperanza de alcanzar lo que pedimos no se funda sobre Él, se priva del
beneficio de orar. Pues tan pronto como se nos representa la terrible
majestad de Dios, no podemos por menos de aterramos, y el conocimiento
de nuestra propia indignidad nos rechaza muy lejos, hasta que Jesucristo nos
sale al camino para cambiar el trono de gloria aterra-dora en trono de gracia;
como el Apóstol nos exhorta a acercamos "con-fiadamente al trono de la
gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro"
(Heb.d, 16). Y asi como se nos manda que invoquemos a Dios, y se ha
prometido a todos los que le invocan que serán oidos, igualmente se nos
manda particularmente que le invo-quemos en nombre de Cristo, y tenemos
la promesa de que alcanzaremos todo lo que en su nombre pidiéremos.
"Hasta ahora", dice Jesucristo, "nada habéis pedido en mi nombre; pedid, y
recibiréis". "Todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, lo haré, para que
el Padre sea glorificado en el Hijo" (Jn.16,24; 14,13).
De aqui se concluye sin duda alguna, que todos aquellos que invocan a
Dios en otro nombre que en el de Jesucristo, quebrantan el manda-miento de
Dios, no hacen caso de su voluntad, y no tienen promesa alguna de alcanzar
10 que pidieren. Porque, como dice san Pablo, "todas las promesas de Dios
son en él Si, Y en él Amén" (2 Cor.I,20); es decir, que en Cristo son firmes,
ciertas y perfectas.
¿Por qué, pues, señala Cristo una nueva hora para que los fielescomien-
cen a orar en su nombre, sino porque esta gracia, como es más evidente al
presente, es tanto más digna de ser ensalzada? Esto es 10que poco antes
había dicho en este mismo sentido: "Hasta ahora nada habéis pedido en mi
nombre; pedid ... " (Jn. 16,24). No que no hubiesen oído hablar jamás del
oficio de Mediador, puesto que todos los judíos aceptaban este prin-cipio;
sino porque aún no habían entendido de veras que Jesucristo, cuando
hubiera subido al cielo, abogaría de una manera mucho más particular que
antes por su Iglesia. Y así, a fin de mitigar el dolor de su ausencia, se
atribuye a sí mismo el oficio de abogado, y les advierte que hasta entonces
habían estado privados de un singular beneficio, del cual gozarían cuando
confiando en su intercesión invocasen con más libertad a Dios, como dice el
Apóstol, que por su sangre nos abrió un camino nuevo (Heb.lO, 19-20). Y
así no admite excusa nuestra maldad, si no nos aferramos firmemente a este
inestimable beneficio directamente destinado a nosotros.
19. Como quiera, pues, que Él es el único camino y la sola entrada para
llegar a Dios, todos los que se apartan de este camino y no entran
por esta puerta, no tienen manera de llegar a Dios, porque no hay otra
ninguna; y no podrán hallar ante su trono otra cosa que ira, juicio y terror.
Finalmente, habiéndolo señalado y constituido el Padre como nuestra
cabeza, todos los que se apartan de Él, por poco que sea, pre-tenden en
cuanto está de su mano destruir y falsear la señal de Dios. De esta manera
Jesucristo es constituido como único Mediador, por cuya protección el Padre
nos es propicio y favorable.
1 Hay que tomar aquí "santos" en el sentido. que le dan las epístolas, de- creyentes,
miembros de la Iglesia de Cristo. No se trata aquí de los santos ya difuntos, que
continúan una intercesión en favor de los vivos.
LIBRO ni - CAPITULO XX 687
es constituirnos procuradores 1 de su Iglesia, cuando nosotros muy bien
merecemos ser rechazados al orar por nosotros mismos, abusemos sin
embargo de tal merced oscureciendo el honor de Jesucristo?
I Como intercesores podemos obrar los unos por los otros, ocupamos de los intereses de
los demás. También aquí emplea Calvino un término jurídico. El latín dice "patronos",
que significa abogados, defensores de los otros.
Contra Parmeniano, lib. 11, cap. VIII, 16.
688 LIBRO IU - CAPiTULO XX
Además tampoco tienen en cuenta la voluntad de Dios, que les de-muestra ser
un Padre para ellos. Porque Dios no es su Padre si no recono-cen a Cristo como
hermano; lo cual claramente niegan sí no estiman que Cristo los ama con un
amor fraterno y tan tierno como no puede haber otro en el ~undo~ Por esto
si~gularmentenos l~, pr,:se~ta la Escritura; a Él nos envra yen El se para, Sin pasar
adelante. El, dice san Ambrosio, "es nuestra boca, con la que hablamos al Padre;
nuestros ojos, con los que vemos al Padre; nuestra mano derecha, con la que
ofrecemos al Padre; si Él no intercediese, ni nosotros, ni ninguno de cuantos
santos existen tendrían acceso a Dios". \
Mas, aunque procuren lavarse las manos de tan grave sacrilegio, diciendo
que eso no se hace ni en la misa ni en las horas canónicas, ¿qué pretexto les
servirá para encubrir lo que ellos rezan o a voz en cuello cantan, cuando
ruegan a san Eloy o a san Medardo, que miren desde el cielo y ayuden a sus
siervos, y que la Virgen María mande a su Hijo que haga 10 que ellos piden?
Se prohibió antiguamente en el concilio cartaginense que ninguna ora-
1
ción que se hace en el altar se dirigiera a los santos. Es verosímil que los
buenos obispos de aquel tiempo, no pudiendo reprimir por completo el
ímpetu de la mala costumbre procuraran al menos poner esta limitación, de
que las oraciones públicas no fuesen mancilladas con esta desatinada forma
de orar que los santurrones habían introducido: "Sancta Maria, o Sancte
Petre, ora pro nobis". Pero la diabólica importunidad de los demás fue tanta,
que no duda en atribuir a uno u otro lo que es propio de Dios y de
Jesucristo.
25. En qué sentido el nombre de los patriarcas del Antiguo Testamento era
invocado por sus sucesores
Los otros textos de la Escritura que aducen en confirmación de sus
mentiras, los corrompen perversamente. Jacob, dicen, pidió en la hora de su
muerte que su nombre yel de sus padres fuese invocado sobre su posteridad
(Gn.48,16).
Primeramente veamos qué clase de invocación es ésta entre los israeli-tas.
Ellos no llaman a sus padres para que les ayuden, sino solamente piden a
Dios que se acuerde de sus siervos Abraham, Isaac y Jacob, Por tanto, su
ejemplo no sirve de nada para los que dirigen sus palabras a los santos. Mas
como estos necios no entienden ~ tan torpes son ~ lo que es invocar el
nombre de Jacob, ni por qué ha de ser invocado, no es de maravillar que de
la misma forma divaguen tanto.
Para mejor comprender esto hay que notar que este modo de hablar se
encuentra algunas veces en la Escritura. Así Isaías dice, que el nombre de
los hombres es invocado por las mujeres, cuando ellas los tienen y
reconocen por sus maridos y viven bajo la protección y el amparo de los
mismos (Is.4, 1). La invocación, pues, del nombre de Abraham sobre los
israelitas consiste en que teniéndole por autor de su linaje retienen la
memoria solemne de su nombre como su padre y autor.
Ni tampoco hace esto Jacob porque estuviese preocupado de que su
recuerdo fuese celebrado y conservado, sino que, comprendiendo que toda
la felicidad de su posteridad consistía en que ellos, como por
herencia, gozasen del pacto que Dios había establecido con él, les desea lo
que él sabía que había de darles la felicidad; que fuesen contados y tenidos
por hijos suyos. Lo cual no es otra cosa que entregarles en la mano la
sucesión del pacto.
Por su parte también los sucesores cuando sus oraciones tienen este
recuerdo, no se acogen a la intercesión de los difuntos, sino que presentan al
Seriar la memoria del pacto que Él había hecho, en el cual prometió que les
seria Padre propicio y liberal por causa de Abraham, Isaac y Jacob. Pues por
lo demás, cuán poca confianza han depositado los fieles en los méritos de
sus padres se ve claramente por el profeta, cuando en nombre de toda la
Iglesia dice: "Tú eres nuestro padre, si bien Abraham nos ignora, e Israel no
nos conoce; tú, oh Jehová, eres nuestro padre; nuestro redentor perpetuo es
tu nombre". Y no obstante, aunque la Iglesia habla de esta manera, añade
luego: "Vuélvete por amor de tus siervos" (Is, 63,16-17); con lo cual no
quiere decir que tenga en cuenta intercesión de ninguna clase, sino que traiga
a la memoria el beneficio del pacto. Y como ahora tenemos al Señor Jesús,
por cuya mano el eterno pacto de misericordia ha sido no solamente
verificado, sino también con-firmado, ¿qué otro nombre podemos pretender
en nuestras oraciones?
Mas como estos venerables doctores querrían con estas palabras cons-
tituir a los patriarcas como intercesores, quisiera saber cuál es la causa de
que entre tal multitud de santos, Abraham, padre de la Iglesia, no haya
encontrado un hueco. Es bien sabido de qué chusma sacan ellos sus
abogados. Que me digan si es decente que Abraham, al cual Dios prefirió a
todos los demás y a quien ensalzó con el supremo honor y dignidad, sea de
tal manera menospreciado, que no se haga caso alguno de él. La causa es
ciertamente que todos sabían muy bien que esta costumbre jamás se usó en
la Iglesia antigua; por eso para encubrir su novedad, prefirieron no hacer
mención alguna de los patriarcas del An-tiguo Testamento, como si la
diversidad de los nombres excusase la nueva y bastarda costumbre.
En cuanto a lo que algunos alegan del salmo en el que los fieles ruegan a
Dios, que por amor de David tenga misericordia de ellos (Sal. 132, 1.10), tan
lejos está de confirmar la intercesión de los santos, que el mismo salmo es
precisamente muy eficaz y apto para refutar tal error. Porque si
consideramos el lugar que ha ocupado la persona de Dios, veremos que en
este lugar es separado de la compañía de todos los santos, para que Dios
confirmase y ratificase el pacto que con él había establecido. De esta manera
el Espíritu Santo tuvo el pacto más en cuenta que el hombre, y bajo esta
figura dejó entrever la intercesión única de Jesucristo. Porque es del todo
cierto que lo que fue singular y propio de David en cuanto figura de Cristo,
no pudo convenir a los otros.
26. La eficacia de las súplicas de los santos aquí abajo no prueba su interce-
sión en el otro mundo
Pero lo que a muchos mueve es el hecho de que muchas veces se lec
que las oraciones de los santos han sido escuchadas. ¿Por qué? Cierta-mente,
porque oraron. "En ti", dice el profeta, "esperaron nuestros padres;
esperaron, y tú los libras te. Clamaron a ti, Y fueron librados;
694 LIBRO 111 - CAPÍTULO XX
Asimismo, como quiera que Dios no desea ser invocado sino con fe, y que
expresamente manda que nuestras oraciones se funden en la regla de su Palabra;
y finalmente, puesto que la fe fundada en su Palabra es la madre de la verdadera
oración, por fuerza, tan pronto como nos aparta-mos de su Palabra nuestra
oración ha de ser bastarda y no puede agradar a Dios. Y ya hemos demostrado
que en todo la Escritura se reserva este honor exclusivamente a Dios.
Por lo que se refiere a la intercesión, también hemos visto que es oficio
peculiar de Cristo y que ninguna otra oración le agrada, sino la que este
Mediador santifica.
Hemos demostrado también que aunque los fieles hagan oraciones
recíprocamente los unos por los otros, esto en nada deroga la intercesión
exclusiva de Cristo; porque todos, desde el primero al último, se apoyan en ella
para encomendarse, a sí mismos y a sus hermanos, a Dios.
Asimismo hemos probado que esto se aplica muy neciamente y sin propósito
a los difuntos, a los cuales jamás vemos que se les haya encar-gado el orar por
nosotros. La Escritura nos exhorta muchas veces a que oremos los unos por los
otros; pero en cuanto a Jos difuntos, no hace mención de ello ni por asomo; por
el contrario, Santiago al unir estas dos cosas: que confesemos nuestros pecados y
que oremos los unos por los otros (Sant. 5,16), tácitamente excluye a los
difuntos. Basta, pues, para condenar este error, la sola razón de que el principio
de orar bien y como es debido nace de la fe, y que la fe procede de oir la Palabra
de Dios, en ninguna parte de la cual se hace mención de que los santos ya
difuntos intercedan por nosotros. Pues no es más que una mera supersti-ción
atribuir a los difuntos el oficio y el cargo que Dios en modo alguno les ha
confiado. Porque si bien en la Escritura hay muchas formas de oración, no se
encontrará en ella ni un solo ejemplo, que confirme :a intercesión de los santos
difuntos, sin la cual en el papado ninguna ora-ción se tiene por valedera y eficaz.
incredulidad, porque o no se han dado por satisfechos con que Cristo fuese
el Mediador, o que 10 han despojado por completo de este honor. y esto úl ti
mo ciertamente se ded uce de su desvergüenza; porq ue no tienen otro
argumento más fuerte que alegar para probar y sostener esta fantasía de la
intercesión de los santos, sino que son indignos de tratar familiar-mente con
Dios. Lo cual nosotros no negamos, sino que lo tenemos por muy gran
verdad; pero de ahí concluimos que ellos no hacen caso alguno de
Jesucristo, pues tienen su intercesión por de ningún valor, si no la
acompañan con la de san Jorge, la de san Hipólito y otros espantajos
semejantes.
Esta es la causa por la que san Pablo manda que oremos sin cesar y demos
gracias en todo (1 Tes. 5 17-18), queriendo sin duda que con toda la diligencia
posible, en todo tiempo, en todo lugar, en todo cuanto hacemos y tratamos, todos
nuestros deseos estén levantados a Dios para esperar de Él todo bien y para darle
las gracias por cuanto de Él recibi-mos; puesto que Él de continuo nos da motivo
para pedirle y alabarle.
1 Sacan una ganancia exagerada de su cargo (por alusión a las conchas que se llevan de
las peregrinaciones).
700 LIBRO III - CAPiTULO XX
por Dios, de quien nuestros cuerpos deben ser templos. Pues Él no quiere negar que
no sea licito orar en ningún otro sitio que en nuestros aposen-tos; sino solamente
enseñarnos que la oración es una cosa secreta, que radica principalmente en el
corazón y el espíritu, y que requiere sosiego y que echemos afuera todos los afectos
y cuidados que tenemos. No sin razón el mismo Señor, queriendo entregarse a la
oración, se retiraba del tumulto de los hombres a un lugar apartado (MI. 14,23; Le.
5,16); pero esto lo hacía ante todo para advertirnos con su ejemplo que no menospre-
ciemos esas ayudas con las cuales nuestro espíritu, de suyo tan frágil, se eleve más
fácilmente para orar más de veras. Sin embargo, así como Él no se abstenía de orar
en medio de grandes multitudes, si la ocasión se ofrecía, igualmente nosotros no
sintamos dificultad en elevar nuestras manos al cielo en cualquier lugar que sea,
siempre que fuere menester. También hemos de estar convencidos de que todo el que
rehusa orar en la congregación de los fieles no sabe lo que es orar a solas, o en un
lugar apartado, o en su casa. Por el contrario, el que no hace caso de orar a solas, por
mucho que frecuente las congregaciones públicas, sepa que sus oraciones son vanas
y frívolas. Y la causa es, porque da más valor a la opinión de los hombres, que al
juicio secreto de Dios.
b, Necesidad de las oraciones públicas. Sin embargo, para que las oraciones
públicas de la Iglesia no fuesen menospreciadas, Dios las ha adornado de títulos
excelsos, sobre todo al llamar a su templo "casa de oración" (Is, 56,7). Pues con esto
nos enseña que la oración es el elemento principal del culto y servicio con que quiere
ser honrado; y que a fin de que los fieles de común acuerdo se ejercitasen en este
culto, Él les había edificado el templo, que había de servirles a modo de bandera,
bajo la cual se acogieran. Y además se añadió una preciosa promesa: "Tuya es la
alabanza en Sión, oh Dios, y a ti se pagarán los votos" (Sal. 65,1); palabras con las
que el profeta nos advierte que nunca son vanas las oraciones de la Iglesia, porque
Dios siempre da a su pueblo motivo para alabarle con alegría. Ahora bien, aunque las
sombras de la Ley han cesa-do y tenido fin, no obstante, como Dios ha querido
mantenernos con esta ceremonia en la unidad de la fe, no hay duda que también se
refiere a nosotros esta promesa que por lo demás Cristo mismo ha ratificado por su
boca y san Pablo afirma que tendrá perpetuamente fuerza y valor.
Sin embargo vemos por lo que dice san Agustín, que esto no era general en
todas las iglesias. Pues cuenta que en la iglesia de Milán se comenzó a usar el
canto en tiempo de san Ambrosio, cuando Justina, madre del emperador
Valentiniano, perseguia a los cristianos, y que de allí pasó la costumbre a las
demás iglesias occidentales.! Pero poco antes había dicho que esta costumbre
procedía de los orientales. También en el libro segundo de sus Retractaciones"
afirma que esa costumbre fue recibida en su tiempo en África. "Un cierto
Hilario", dice, "varón tribu-nicio, hablaba todo lo mal que podía de la
costumbre, que entonces se había comenzado a usar en Cartago, de decir himnos
tomados del libro de los salmos delante del altar, o antes de la ofrenda, o cuando
se distri-buía al pueblo lo que habia sido ofrecido; a éste por mandato de los
hermanos respondí"._
Ciertamente, si el canto se acomoda a la gravedad que se debe tener ante el
acatamiento de Dios y de los ángeles, no solamente es un orna-mento que da
mayor gracia y dignidad a los misterios que celebramos, sino que además sirve
mucho para incitar los corazones e inflamarlos en mayor afecto y fervor para
orar. Pero guardémonos mucho de que nuestros oídos estén más atentos a la
melodía, que nuestro corazón al sentido espiritual de las palabras. Lo cual el
mismo san Agustín confiesa haber temido, diciendo que algunas veces había
deseado que se guardase la costumbre de cantar que usaba Atanasia, el cual
mandaba que el lector pronunciase tan bajo sus palabras, que más bien pareciese
una lectura que un cántico; pero añade también que cuando se acordaba del fruto
y edificación que había recibido oyendo cantar a la asam-blea, se indinaba más
bien a la parte contraria; es decir, a aprobar el cántico. 3
Por tanto, usado con moderación, no hay duda que el canto es una institución
muy útil y santa. Y, al contrario, todos los cantos y melodías compuestos
únicamente para deleitar el oido - como son los favordones, madrigales,
canciones, contrapuntos y toda la música a cuatro voces, de que están llenos 10
que los papistas llaman oficios divinos, de ningún modo convienen a la majestad
de la Iglesia, y no se pueden cantar en ella, sin que disgusten a Dios
sobremanera.
El ardor del corazón es quien debe mover la lengua. Concluyamos, pues, que
es imposible, se trate de oración pública o privada, que la lengua sin el corazón no
desagrade a Dios en gran manera. Y además, que el cora-zón debe estimularse con el
fervor de lo que piensa e ir mucho más allá de lo que la lengua puede pronunciar.
Finalmente, que en la oración particular la lengua no es necesaria, sino en cuanto el
entendimiento es insuficiente para elevarse por sí solo, o bien con la vehemencia de
la elevación fuerce a la lengua a hablar. Porque aunque algunas veces las mejores
oraciones se hagan sin hablar, sucede sin embargo muchas veces que cuando el
afecto del corazón está muy encendido, la lengua se suelta, y los demás miembros
igual; y esto sin pretensión alguna, sino espontá-neamente. De ahí sin duda aquel
movimiento de labios (1 Sm. 1,13) de Ana, la madre de Samuel, cuando oraba; y los
fieles experimentan conti-nuamente lo mismo, que cuando oran se les escapan
impensadamente algunas palabras y suspiros.
En cuanto a los gestos y actitudes exteriores del cuerpo que se suelen hacer al
orar - como arrodillarse y descubrirse - son ejercicios con los que procuramos
elevarnos a una mayor reverencia de Dios.
LA ORACiÓN DOMINICAL
34. Al darnos esta oración, el Padre nos atestigua su bondad, y asegura nuestra
oración
Es conveniente que aprendamos ahora, no solamente la manera y el orden
de orar, sino también la fórmula misma que el Padre celestial nos enseñó por
boca de su propio Hijo Jesucristo (Mt.6,9; Lc.ll,2),
704 LJ BRO 111 - CAPíTULO XX
35. La oración dominical se divide en seis peticiones, que forman dos partes
Esta fórmula o norma de oración contiene seis peticiones.
La razón que me mueve a no dividirla en siete, es que el evangelista al decir: no nos
metas en tentación, mas líbranos del mal, liga dos miern-bros, para hacer una
petición; como si dijera: no perm itas que seamos vencidos de la tentación; antes bien
ayuda nuestra debilidad y líbranos para que no caigamos. Los antiguos Doctores de la
Iglesia son de esta misma opinión y lo exponen como hemos dicho. Z Por donde se
ve, que lo que añade san Mateo, y algunos han tomado por una séptima petición, no
es más que una explicación de la sexta, y a ella se ha de referir.
Ahora bien, aunque esta oración es tal, que en cualquier parte de la misma se tiene
en cuenta principalmente la gloria de Dios, no obstante las tres primeras peticiones
están particularmente dedicadas a la gloria de Dios, la cual únicamente hemos de
considerar en ellas sin tener para nada en cuenta nuestro provecho. Las otras tres
miran a nosotros y con-tienen propiamente lo que tenemos necesidad de pedir. Así
cuando
oramos que el nombre del Señor sea santificado, porque Dios quiere probar si le
amamos gratuitamente o por la esperanza de la recompensa y el salario, nada
entonces hemos de pensar tocante a nuestro provecho, sino solamente considerar
la gloria de Dios, en la cual sola debemos fijar nuestros ojos. Y la misma
disposición debemos tener en las otras dos siguientes.
negar a sí mismo (SaL 27, 10; Is. 63, 16; 2 Ti m. 2, 13). Porque tenemos su
promesa: "Si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vues-tros
hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los
que le pidan?" (Mt. 7, 11). Y lo mismo por el profeta: "¿Se olvidará la mujer de
lo que dio a luz?; aunque olvide ella, yo nunca me olvidaré de ti" (ls.49, 15). Y
si somos sus hijos, como el hijo no puede acogerse a la protección y defensa de
un extraño, sin que con ello demues-tre la crueldad o la pobreza y miseria de su
padre; de la misma manera no podemos buscar socorro fuera de nuestro Padre
celestial, sino deshon-rándolo e infamándolo como pobre y miserable, o como
austero y cruel.
y garantía de nuestra adopción, sino que además nos da su Santo Espí-ritu como
testigo de la misma, por el cual nos es dada la libertad de invo-carle: "Abba, Padre"
(Gál.4,6).
Así que siempre que nuestra pereza y negligencia nos oponga dificul-tades,
acordémonos de suplicarle que corrija nuestra debilidad, que nos hace ser
tímidos, y nos dé como guía a este su Espíritu de magnanimidad para que nos
atrevamos a invocarle.
Regulará, pues, el cristiano y adaptará su oración a esta regla de modo que sea
común y comprenda a todos aquellos que son hermanos suyos en Cristo; y no
solamente a los que él sabe y ve que son tales, sino a cuantos viven sobre la
tierra, acerca de los cuales no sabemos lo que Dios les ha deparado, sino
solamente que debemos desearles todo bien y esperar para ellos cada día lo mejor.
Pero de modo particular estamos obligados a amar y servir a los que son
domésticos de la fe; a los cuales especialmente nos manda san Pablo que los
tengamos muy presentes (Gá1.6, 10).
En suma, todas nuestras oraciones deben ser de tal manera comunes, que
tengan siempre los ojos puestos en aquella comunidad que nuestro Señor
estableció en su reino y su casa.
39. Con qué espíritu debemos orar por nosotros mismos y por las demás
Esto no impide que nos sea licito orar por nosotros y por otras personas en
particular; con tal que nuestro entendimiento no aparte su consideración de esta
comunidad, sino que todo lo refiera a ella. Porque aunque esas oraciones se
hagan en particular, corno tienden a este blanco, no dejan de ser comunes.
sin embargo, a este mandamiento obedecen los que con este fin ejercitan la
caridad para con aquellos que ven y saben que se encuentran necesita-dos; y
ello, porque o no pueden conocer a todos los que lo están, o por-que sus
recursos no son suficientes para socorrerlos a todos. Así de la misma
manera, no obran contra la voluntad de Dios los que conside-rando la
comunidad de la Iglesia, usan tales oraciones particulares, con las cuales,
con palabras particulares, pero con un afecto común y público, se
encomiendan a Dios a sí mismos, y a los otros, cuya necesidad Dios ha
querido que conocieran más de cerca.
Sin embargo no todo es semejanza entre la oración y la limosna; porque la
liberalidad no la podemos ejercer más que con aquellos cuya necesidad
conocemos; en cambio podemos ayudar con nuestra oración aun a los más
extraños y alejados de nosotros, por grande que sea la distancia. Esto se
hace por la generalidad de la oración, en la que están contenidos todos los
hijos de Dios, en el número de los cuales quedan también comprendidos
aquéllos. A esto se puede reducir lo que san Pablo recomienda a los fieles de
su tiempo, que levanten al cielo sus manos santas, si11 ira ni contienda (1
Tirn, 2,8); pues al advertirles que cuando existen diferencias se cierra la
puerta a la oración, les manda que oren unánimes en toda paz y amistad.
La conclusión, pues, es que bajo este nombre de Padre se nos propone aquel
Dios que se nos manifestó en la imagen de su Hijo, para que con la certidumbre
de la fe lo invoquemos; y que ha de servirnos este nombre de Padre, según lo
familiar que es, no solamente para confirmar nuestra confianza, sino también
para retener nuestro espíritu, a fin de que no se distraigan con dioses
desconocidos o imaginarios, antes bien, que guiados por su Unigénito Hijo,
suban derechos a Aquel que es único Padre de los ángeles y de los hombres.
Aunque ya hemos declarado qué cosa es este reino, lo repetiré ahora en pocas
palabras. Dios reina, cuando los hombres, renunciando a sí mismos y
menospreciando el mundo y esta vida terrestre, se someten a la justicia de Dios
para aspirar a la vida celestial. Y por eso este reino tiene dos partes; una es que
Dios, con la virtud y potencia de su Espíritu, corrija y domine todos los apetitos
de la carne, que en tropel le hacen la guerra; la otra, que forme todos nuestros
sentidos para que obedezcan sus mandamientos. Por tanto, solamente se atiene al
orden legítimo en esta petición el que comienza por sí mismo; es decir, deseando
ser limpio de toda corrupción que pueda perturbar el sereno estado del reino de
Dios, e infectar su pureza y perfección.
y como la Palabra de Dios es a modo de cetro real, se nos manda aquí que le
pidamos que domine el corazón y el espíritu de todos, para que voluntariamente le
obedezcan; lo cual se verifica cuando Él les toca y mueve con una secreta
inspiración, dándoles a entender cuán grande es el poder de su Palabra, a fin de que
ella tenga la preeminencia y sea tenida en el grado de honor que le corresponde.
reino abatiendo a todo el mundo, pero de diversas maneras; porque a unos doma
sus bríos y apetitos, y a otros les quebranta su indomable soberbia.
Debemos desear que esto se haga cada día, a fin de que Dios reúna a todas
sus iglesias de todas las partes del mundo, las multiplique y aumente en número,
las enriquezca con sus dones, y establezca en ellas buen orden; y, por el
contrario, que derribe a todos los enemigos de la pura doctrina y religión, disipe
sus propósitos y abata sus empresas.
Por esto se ve que no sin causa se nos manda que deseemos el continuo
progreso y aumento del reino de Dios; ya que jamás las cosas de los hombres
van tan bien, que limpias y despojadas de toda la suciedad de los vicios,
florezcan y permanezcan en su integridad y perfección; antes bien, esta plenitud
y perfección se extiende hasta el último día de la venida de Cristo, cuando, como
dice san Pablo, "Dios sea todo en todos" (l COL 15,28). Y así esta oración debe
apartarnos de todas las corrup· dones del mundo que nos separan de Dios, para
que su reino florezca entre nosotros; ya la vez debe encendernos en su vivo
deseo de mortificar nuestra carne; y finalmente, debe enseñarnos a llevar con
paciencia nuestra cruz, ya que Dios quiere propagar su reino de este modo.
y no se trata aquí de la secreta voluntad con la que modera las cosas y las
conduce al fin que le agrada; porque aunque Satanás y los impíos se le oponen
con gran animosidad, Él sabe muy bien con su incomprensible consejo, no
solamente rechazar sus golpes, sino también dominarlos, y por medio de ellos
hacer lo que ha determinado. Por lo cual aquí debe-mos entender otra voluntad
de Dios, a saber, aquella a la que se debe una perfecta obediencia voluntaria. Por
eso expresamente se compara el cielo con la tierra; porque, como dice el salmo,
los ángeles voluntariamente obe-decen a Dios y están atentos a hacer 10 que les
manda (8aI.103,21).
712 LIBRO m - CAPiTULO XX
Se nos manda, pues, que deseemos que así como en el cielo no se hace
cosa ninguna sino como Dios quiere, y los ángeles están siempre prepara-
dos para conducirse siempre con toda rectitud, de la misma manera la tierra,
alejando de sí toda contumacia y maldad, se someta al imperio de Dios.
Ciertamente, al pedir esto renunciamos a los apetitos y deseos de nuestra
carne; porque todo el que no somete del todo sus afectos a Dios, se opone y
resiste en cuanto está de su parte a la voluntad de Dios. puesto que cuanto
procede de nosotros es vicioso y malo. Igualmente somos inducidos con esta
oración a negarnos a nosotros mismos, a fin de que Dios nos rija y gobierne
conforme a su beneplácito. Y no solamente esto, sino también para que cree
en nosotros un espíritu y un corazón nuevos, después de haber destruido los
nuestros, a fin de que no sintamos en nosotros movimiento alguno de deseo
que le sea contrario, sino que halle en nosotros una perfecta ordenación a su
voluntad. En suma, que no queramos cosa alguna por nosotros mismos, sino
que su espíritu gobierne nuestros corazones, y que enseñándonos Él
interiormente, aprendamos a amar lo que le agrada ya aborrecer lo que le
disgusta; de lo cual también se sigue, que deshaga, anule y abrogue todos los
apetitos que en nosotros resisten a su voluntad.
En suma, en esta petición nos ponemos en sus manos y nos dejamos dirigir
por su providencia, para que nos alimente, mantenga y conserve. Porque nuestro
buen Padre no se desdeña de tomar bajo su protección y amparo, incluso nuestro
cuerpo, para ejercitar nuestra fe en estas cosas humildes y pequeñas, cuando
todo lo esperamos de Él, hasta una migaja de pan o una gota de agua. Pues como
quiera que nuestra perversidad es tal, que siempre tenemos mucho más en cuenta
y nos tomamos mayor cuidado de nuestro cuerpo que de nuestra alma, muchos
que se atreven a confiar su alma a Dios, no dejan sin embargo de estar
preocupados por su cuerpo, y siempre están dudando si tendrán qué comer y con
qué vestirse; y si no tienen siempre a mano gran abundancia de vino, trigo y
aceite están temblando, creyendo que les ha de faltar. Esto es lo que decimos:
que hacemos mucho mayor caso de la sombra de esta vida corruptible, que de la
perpetua inmortalidad. En cambio, los que con-fiados en Dios han alejado de sí
esta congoja de estar preocupados del cuerpo, juntamente con esto esperan de Él
cosas de mucha mayor impor-tancia, incluyendo la salvación y la vida eterna.
Así pues, no es pequeño ejercicio de fe esperar de Dios estas cosas, que por
otra parte nos acongojarían y afligirían sobremanera; y no es poco lo que hemos
avanzado cuando hemos logrado despojarnos de esta infidelidad. que está
arraigada hasta en la médula de los huesos en casi todos los hombres.
1 Alusión a la traducción de la Vulgata: "panern supersubstantialern", para MI. 6. 1!. Hay que
notar que en Lucas 1t, 3, la misma petición es traducida en la Vulgata: "panern
quotidianurn", Parece, PUi:S, que san Jerónimo estuvo perplejo entre las dos traduccioner.
714 LIBRO IU - CAPÍTULO XX
Cuando decimos "danos", se nos quiere significar que es puro y gra-tuito don
de Dios, venga de donde viniere, por más que parezca que lo hemos ganado con
nuestro ingenio, nuestra industria y nuestras manos; porque Su bendición sola es
la que hace que nuestros tra bajos tenga n éxito.
Llama deudas a los pecados, porque por ellos debemos la pena y el castigo,
que nos era imposible pagar y satisfacer de no haber sido libera-dos por esta
remisión, que es el perdón de su gratuita misericordia, en cuanto le ha placido
borrar liberalmente estas deudas sin recibir de nos-otros cosa alguna, sino
dándose por satisfecho por su misericordia en Jesucristo, el cual se entregó a sí
mismo en compensación y satisfacción (Rom. 3,24). Por tanto, todos aq uellos
que con sus merecimientos o con los de otros, confian en satisfacer a Dios y
creen que tales satisfacciones pueden comprar la remisión de los pecados, de
ningún modo pueden llegar a conseguir (a gratuita remisión y al orar a Dios de
esta forma no hacen otra cosa que firmar su propia acusación y ratificar con su
propio testimonio su condenación. Se confiesan deudores, a no ser que por un
perdón gratuito se les perdone la deuda; empero, este perdón ellos no lo aceptan;
más bien lo rehusan al presentar ante Dios sus méritos y satis-facciones; porque
de esta manera no imploran su misericordia, sino apelan a su juicio.
En cuanto a los que sueñan una perfección que los exima de la necesi-dad de
pedir perdón, éstos tengan los discípulos que quieran, pero sepan que todos ellos
son arrebatados a Cristo; puesto que Él al inducirlos a todos a confesar su
pecado, no admite más que a los pecadores rno por-que Él aliente los pecados
con halagos, sino porque sabe que jamás los fieles se verán del todo despojados
de los vicios de la carne, sino que siempre serán deudores ante el juicio de Dios.
716 LIBRO 111- CAPíTULO XX
Finalmente hemos de notar que esta condición de que nos perdone Dios nuestros
pecados como nosotros perdonamos a nuestros deudores, no se ha puesto porque por
la remisión que nosotros concedemos a los demás merezcamos que nuestro Señor
nos perdone, como si esto fuese la causa; sino que el Señor quiso con estas palabras
solamente ayudar la flaqueza de nuestra fe; pues la añade como una señal que nos
confirme en que hemos sido perdonados por nuestro Señor tan ciertamente como de
cierto sabemos que hemos nosotros perdonado a los demás, cuando nuestro corazón
está vacío de todo odio, rencor y venganza. Y además quiso con esta nota dar a
entender que Él borra del número de sus hijos a aquellos que fáciles para vengarse y
difíciles en perdonar, se obstinan en sus enemistades; y que guardando su mal
corazón contra el prójimo piden a Dios que se les perdone, mientras ellos mantienen
su ira contra los demás; para que no se atrevan a invocarlo como Padre, conforme
Cristo mismo lo ha declarado por san Lucas.!
Son muchas y de muy diversas clases las tentaciones. Porque todos los malos
pensamientos de nuestra mente que s usci ta nuestra concupisccn-cia o los atiza el
Demonio, que nos inducen a transgredir la Ley, son tentaciones; y las mismas cosas
que en sí no son malas, sin embargo por arte e industria de Satanás se convierten en
tentaciones cuando se nos ponen ante los ojos, a fin de que mediante ellas nos
apartemos de Dios (Sant. 1,2.14; Mt. 4, 1.3; 1 Tes. 3,5). De éstas últimas, unas están
a la derecha, y otras a la izquierda. A la derecha, las riquezas, el poder, el honor y
otras semejantes, que muchas veces bajo la apariencia de bien y majestad que
parecen tener, ciegan los ojos y engañan con sus halagos, para que cogidos en tales
astucias y embriagados en su dulzura, se olviden de Dios. A la izquierda, cosas como
la pobreza, la ignominia, el menospre-cio, las aflicciones y otras por el estilo, con
cuya aspereza y dificultad se desaliente, píerda el ánimo y toda confianza y
esperanza, apartándose finalmente por completo de Dios.
Así que pedimos en esta sexta petición a Dios nuestro Padre, que no permita que
seamos vencidos por las tentaciones que luchan contra nosotros, bien sea aquellas
que nuestra concupiscencia produce en nos-otros mismos, bien aquellas a las que
somos inducidos por la astucia de Satanás; sino que con su mano nos mantenga y
levante, para que anima-
dos por su esfuerzo y virtud, podamos mantenernos firmes contra todos los
asaltos de nuestro maligno enemigo, sean cuales sean los pensarnien-tos a
los que nos quiera inducir. E igualmente, que todo cuanto se nos presenta de
una parte o de otra, lo convirtamos en bien; es decir, que no nos
ensoberbezcamos con la prosperidad, ni perdamos el ánimo en la
adversidad.
Sin embargo no pedimos aqui que no sintamos tentación alguna, pues 1\OS
es muy necesario que seamos estimulados y aguijoneados por ellas, para que no
nos durmamos en el ocio. Porque no sin razón deseaba David ser tentado
(5aI.26,2), y no sin motivo prueba el Señor a los suyos, castigándolos cada dla
con afrentas, pobreza, tribulación y otros géneros de cruces (Gn. 22,1; De 8, 2;
lJ,3; 2 Pe. 2,9). Pero Dios tienta de otra manera que Satanás. Éste tienta para
perder, destruir, confundir y aniquilar; Dios tienta para probar y experimentar la
sinceridad de los suyos, para corroborar su fuerza con el ejercicio, mortificar su
carne, purificarla y abrasarla; pues si no fuese tratada de esta manera, se revol-
vería y desmandaría. Además Satanás acomete a traición a los que están
desapercibidos, desarmados, para destruirlos. Pero Dios no permite que seamos
tentados más de lo que podemos resistir, y hace que la tentación termine
felizmente para que los suyos puedan sufrir con paciencia todo cuanto les envía
(1 Cae. 10, 13).
Mas líbranos del Maligno. Que entendamos por este nombre de Ma-ligno al
Diablo o al pecado, poco hace al caso; porque el Diablo es el enemigo que
maquina nuestra ruina y perdición; y el pecado, las armas que emplea para
destruirnos (2 Pe. 2,9).
Nuestra petición es, pues, que no seamos vencidos y arrollados por
ninguna tentación, sino que con la virtud y potencia de Dios permanezca-
mas fuertes contra todo el poder enemigo que nos combate; o sea, no caer en
las tentaciones, para que recibidos bajo Su amparo y defensa, y asegurados
con ello, quedemos vencedores contra el pecado, la muerte, las puertas del
infierno y contra todo el reino de Satanás. Esto es ser librado del maligno.
En lo cual hemos también de notar, que nuestras fuerzas no son tan grandes
que podamos pelear con el Demonio, tan gran guerrero, ni podamos resistir
a su fuerza. Pues de otra manera sólo en vano o por burla pediríamos a Dios
lo que por nosotros mismos poseeríamos.
Ciertamente, los que confiados en sí mismos se disponen a pelear con el
Diablo no saben bien con qué enemigo han de entenderse; lo fuerte y bien
pertrechado que está. Aquí pedirnos vernos libres de su poder, como de la boca
de un león cruel y furioso (1 Pe. 5,8), por cuyas uñas y dientes seríamos al
momento despedazados, si el Señor no nas librara de la muerte; entendiendo a
la vez, que si el Señor está presente y pelea por nosotros sin nuestras fuerzas, en
su poder haremos proezas (Sal. 60,12). Confíen los otros, si les place, en las
facultades y fuerzas de su libre albedrío, las cuales en su opinión proceden de
ellos mismos; a nos-otros bastenos permanecer firmes en la sola virtud del
Señor, y en Él poder cuanto podemos.
Esta petición contiene mucho más de lo que parece a primera vista.
LIBRO 111 - CAPÍTULO XX 719
Amén. Se añade al fin, Amén. Con esta palabra se denota el ardor del
deseo que tenemos de alcanzar todo lo que hemos pedido a Dios, y se
confirma nuestra esperanza de haberlas alcanzado todas y de que
ciertamente se realizara, puesto que lo ha prometido Dios, el cual no puede
mentir. Esto está de acuerdo con la fórmula que hemos expuesto: Haz,
Señor, lo que te pedimos por tu nombre, no por nosotros, ni por nuestra
justicia. Pues al hablar de esta manera, los santos no solamente muestran el
fin para el que oran, sino también confiesan que no merecen alcanzar cosa
ninguna, si Dios no busca en sí mismo la causa, y que por esto toda la
confianza que tienen de ser oídos consiste en la sola bondad de Dios, la cual
Él tiene por su misma naturaleza.
que no nos sea licito cambiar una sola palabra. Porque a cada paso leemos en
la Escritura oraciones bien diferentes de ésta, cuyo uso nos es saludable, y
sin embargo han sido dictadas por el mismo Espíritu. El mismo Espíritu
sugiere a los fieles numerosas oraciones, que en cuanto a las palabras se
parecen muy poco. Solamente queremos enseñar que nadie pretenda, espere,
ni pida nada fuera de aquello que en resumen se contiene en ésta; y que
aunque sus oraciones sean distintas en cuanto a las palabras, no varíe sin
embargo el sentido; y asimismo es cierto que todas las oraciones que se
hallan en la Escritura y todas cuantas hacen los fieles se reducen a ésta; e
igualmente, que no hay oración alguna que se pueda comparar ni igualar a
ésta, y mucho menos sobrepujarla. Porque nada falta en ella de cuanto se
puede pensar para alabar a Dios, y de cuanto el hombre debe desear para su
bien y provecho. Y esto tan per-fectamente está comprendido en ella, que
con toda razón se le ha quitado al hombre toda esperanza de poder inventar
otra mejor.
En suma, concluyamos que ésta es la doctrina de la sabiduría de Dios, que
ha enseñado 10 que ha querido y ha querido lo que ha sido necesario.
CAPíTULO XXI
Esta materia les parece a muchos en gran manera enrevesada, pues creen que
es cosa muy absurda y contra toda razón y justicia, que Dios predestine a unos a
la salvación, y a otros a la perdición. Claramente se verá por la argumentación
que emplearemos en esta materia, que son ellos quienes por falta de
discernimiento se enredan. Y lo que es más, veremos que en la oscuridad misma
de esta materia que tanto les asombra y espanta, hay no sólo un grandísimo
provecho, sino además un fruto suavísimo.
De aquí concluimos que todos aquellos que no se reconocen parte del pueblo
de Dios son desgraciados, pues siempre están en un continuo temor; y por eso,
todos aquellos que cierran los ojos y no quieren ver
ni oir estos tres frutos que hemos apuntado y querrían derribar este
fundamento, piensan muy equivocadamente y se hacen gran daño a si
mismos y a todos los fieles. Y aún más; afirmo que de aquí nace la Iglesia,
la cual, como dice san Bernardo;" sería imposible encontrarla ni reconocerla
entre las criaturas, pues que está de un modo admirable escondida en el
regazo de la bienaventurada predestinación y entre la masa de la miserable
condenación de los hombres.
Pero antes de seguir adelante con esta materia es preciso que haga dos
prenotandos para dos clases diversas de personas.
]0. En guardia contra los indiscretos y los curiosos. Como quiera que esta
materia de la predestinación es en cierta manera oscura en sí misma, la
curiosidad de los hombres la hace muy enrevesada y peligrosa; porque el
entendimiento humano no se puede refrenar, ni, por más límites y términos
que se le señalen, detenerse para no extraviarse por caminos prohibidos, y
elevarse con el afán, si le fuera posible, de no dejar secreto de Dios sin
revolver y escudriñar. Mas como vemos que a cada paso son muchos los que
caen en este atrevimiento y desatino, y entre ellos algunos que por otros
conceptos no son realmente malos, es necesario que les avisemos
oportunamente respecto a cómo deben conducirse en esta materia.
Lo primero es que se acuerden que cuando quieren saber los secretos de la
predestinación, penetran en el santuario de la sabiduría divina, en el cual
todo el que entre osadamente no encontrará cómo satisfacer su curiosidad y
se meterá en un laberinto del que no podrá salir. Porque no es justo que lo
que el Señor quiso que fuese oculto en sí mismo y que Él solo lo entendiese,
el hombre se meta sin miramiento alguno a hablar de ello, ni que revuelva y
escudriñe desde la misma eternidad la majestad y grandeza de la sabiduria
divina, que Él quiso que adorásemos, y no que la comprendiésemos, a fin de
ser para nosotros de esta manera adrni-rabie. Los secretos de su voluntad que
ha determinado que nos sean comunicados nos los ha manifestado en su
Palabra. Y ha determinado que es bueno comunicarnos todo aquello que
veía sernas necesario y provechoso.
El peligro que éstos temen no es tampoco de tanta importancia que por eso
debamos dejar de oir todo cuanto el Señor quiera decirnos. Célebre es el dicho
de Salomón: "Gloria de Dios es encubrir un asunto" (Prov. 25,2). Mas como la
piedad y el sentido común nos enseñan que esto no se debe entender en general
de todas las cosas, debemos hacer alguna distinción para no engañarnos bajo
pretexto de modestia y sobrie-dad, y contentarnos con una ignorancia brutal.
Esta distinción en pocas y muy breves palabras la establece Moisés, cuando
dice: "Las cosas secretas pertenecen a Jehová, nuestro Dios; mas las reveladas
son para nosotros y para nuestros hijos para siempre" (01. 29,22). Vemos, pues,
cómo él exhorta a su pueblo a que se aplique al estudio de la Ley, porque Dios
ha tenido a bien manifestársela. Pero, no obstante, mantiene a ese mismo pueblo
dentro de los límites y términos de la enseñanza que se le había dado, en virtud
de esta única razón: que no es lícito a los mortales la curiosidad de saber los
secretos de Dios.
El mismo san Agustín 1 no disimula que le han reprendido por todas estas
razones, porque explicaba con toda libertad la predestinación; pero él los
refutó suficientemente, como era capaz de hacerlo.
1 Ibid.. cap, XVI, 34 Y ss.; XX, 52 etc.; Carla CCXXVI, 8 - De Hilario a Agustfn.
Sobre el Génesis en sentido literal, lib. V, cap. 1II, 6.
LIBRO 111 - CAPiTULO XXI 729
jo. La elección de las naciones. Pues bien, Dios ha dado testimonio de esta
predestinación, no solamente respecto a cada persona particular, sino
también a toda la raza de Abraham, a la cual ha propuesto como ejemplo
para que todo el mundo comprenda que es Él quien ordena cuál ha de ser la
condición y estado de cada pueblo y nación. "Cuando el Altísimo", dice
Moisés, "hizo herederar a las naciones; cuando hizo dividir a los hijos de los
hombres, estableció los límites de los pueblos según el número de los hijos
de Israel. Porque la porción de Jehová es su pueblo; Jacob la heredad que le
tocó" (Dt.32,8-9). Aquí se ve clara-mente la elección; y es que en la persona
de Abraharn, como en un tronco seco y muerto, un pueblo es escogido y
apartado de los demás, que son rechazados. Pero la causa no aparece, sino
que Moisés, a fin de suprimir toda ocasión de gloriarse, enseña a sus
sucesores que toda su dignidad consiste únicamente en el amor gratuito de
Dios. Porque pone como razón de su libertad, que Dios amó a sus padres y
escogió a su deseen-dencia después de ellos (Dt.4,37). Y en otro lugar habla
todavía más claramente: No por ser vosotros más en número que todos los
pueblos os ha escogido, sino porque Jehová os amó (Dt. 7,7-8). Esta
advertencia la repite muchas veces: "He aquí, de Jehová, tu Dios, son los
cielos, y los cielos de los cielos, la tierra y todas las cosas que hay en ella.
Sola-mente de tus padres se agradó Jehová para amarlos, y escogió su
deseen-dencia después de ellos, a nosotros, de entre todos los pueblos" (DL
JO, 14--15). Y en otro lugar les manda que sean puros y santos, porque son
elegidos como pueblo peculiar de Dios (Dt. 26, 18-19). Y lo mismo en otro
pasaje repite que el amor que Dios les profesaba era la causa de que fuera su
protector (01. 23,5). Lo cual los fieles también confiesan a una voz: Él nos
eligió nuestra heredad, la hermosura de Jacob, al cual amó (5aI.47,4). Pues
ellos atribuyen a este amor gratuito todos los orna-mentos con que Dios les
había adornado. Y esto no solamente porque sabían que no los habían
adquirido por ningún mérito suyo, sino también porque conocían que ni el
mismo santo patriarca Jacob tuvo virtud sufí-ciente para adquirir para sí
ypara su posteridad tan singular prerrogativa y dignidad. Y para mejor
suprimir toda ocasión de orgullo y de soberbia, les echa en cara a los judíos
que ninguna cosa han merecido menos que ésta de ser amados por Dios,
puesto que eran un "pueblo duro de cerviz" (Dt. 9, 6).
También los profetas hacen muchas veces mención de esta elección para
más afrentar a los judíos por haberse apartado de ella tan vilmente.
Como quiera que sea, respondan ahora los que quieren ligar la elección de
Dios a la dignidad de los hombres, o a los méritos de las obras. Al ver que
una nación es preferida a las demás, y comprender que Dios no se movió por
consideración de ninguna clase a inclinarse a una nación tan pequeña y
menospreciada, y lo que es peor, de gente mala y perversa,
730 LIBRO m - CAPíTULO XXI
¿van a emprenderla con Dios porque tuvo a bien dar tal ejemplo de mise-
ricordia? Mas con todas sus murmuraciones y lamentos no podrán im-pedir
la obra de Dios; ni arrojando contra el cielo su despecho, cual si fueran
piedras, herirán ni perjudicarán Su justicia; antes bien les caerán en la cara.
Se les recuerda también a los israelitas este principio de la elección
gratuita cuando se trata de dar gracias a Dios, o de confirmarse en una
esperanza respecto al futuro. "Él nos hizo, y no nosotros a nosotros mis-mos;
pueblo suyo somos, y ovejas de su prado" (SaL 100,3). La negación que
emplea no es superflua, sino que se añade para excluirnos a nosotros
mismos, a fin de que entendamos que de todos los bienes de que gozamos no
solamente es Dios el autor, sino además que Él mismo se ha movido a
hacernos estas mercedes, pues no había nada en nosotros que las mereciera.
Nos exhorta también a que nos contentemos con el solo beneplácito de
Dios, diciendo: "Descendencia somos de Abraham, su siervo, hijos de
Jacob, sus escogidos" (Sal. 105,6). y después de haber enumerado los
continuos beneficios que habían recibido como fruto de su elección, con-
cluye que Dios se ha portado tan liberalmente con ellos por haberse
acordado de su pacto. A esta doctrina responde el cántico de toda la Iglesia:
Tu diestra y tu brazo, y la luz de tu rostro dieron esta tierra a tus padres,
porque te complaciste en ellos (Sal. 44, 3). Sin embargo hemos de notar que
cuando se hace mención de la tierra, se da como señal y marca visible de la
secreta elección de Dios, por la que fueron adoptados.
A la misma gratitud exhorta David al pueblo: "Bienaventurada la nación
cuyo Dios es Jehová, el pueblo que él escogió como heredad para sí" (Sal.
33,12). Y Samuel los anima a tener esperanza: "Jehová no desamparará a su
pueblo, por su grande nombre; porque Jehová ha querido hacernos pueblo
suyo" (1 Sm.12,22). De la misma manera se anima a sí mismo David, pues
viendo su fe asaltada, se arma para poder resistir, diciendo: "Bienaventurado
el que tú escogieres y atrajeres a ti para que habite en tus atrios" (Sal. 65,4).
Mas corno la elección que de otra manera permanecería escondida en
Dios ha sido ratificada, tanto con la primera libertad del cautiverio de los
judíos, corno con la segunda y con otros diversos beneficios que tuvíeron
lugar, la palabra elegir se aplica algunas veces a estos testimo-nios
manifiestos, los cuales, sin embargo, llevan implícita esta elección. Como en
Isaías: "Jehová tendrá piedad de Jacob y todavía escogerá a Israel" (Is, 14,1).
Porque hablando del futuro dice que la reunión que verificará del resto del
pueblo, al que parecía haber desheredado, será una señal de que su elección
permanecerá firme y estable, aunque pareela que ya había perdido su fuerza
y valor. Y cuando en otro Jugar dice: "Te escogí, y no te deseché" (Is. 41,9),
engrandece el curso ininterrumpido de su amor paternal, que con tantos
beneficios y mercedes había mostrado. Y aún más claramente lo dice el
ángel en Zacarías: "Y Jehová poseerá a Judá su heredad en la tierra santa, y
escogerá aún a Jerusalem" (Zac. 2,12), como si al castigarla ásperamente la
hubiese reprobado, o que el destierro y cautiverio hubiese interrumpido la
elección, que siempre queda en su integridad e inviolable, aunque no siempre se
vean las señales.
LIBRO 111 - CAPÍTULO XXI 731
Resumen del presente capítulo y de los tres siguientes. Decimos, pues, - como
la Escritura lo demuestra con toda evidencia - que Dios ha desig-nado de una
vez para siempre en su eterno e inmutable consejo, a aquellos que quiere que se
salven, y también a aquellos que quiere que se condenen. Decimos que este
consejo, por lo que toca a los elegidos, se funda en la gratuita misericordia
divina sin respecto alguno a la dignidad del hombre; al contrario, que la en trada
de la vida está cerrada para todos aquellos que Él quiso entregar a la
condenación; y que esto se hace por su secreto e incomprensible juicio, el cual,
sin embargo, es justo e irreprochable.
Asimismo enseñamos que la vocación de los elegidos es un testimonio de su
elección; y que la justificación es otra marca y nota de ello, hasta que entren a
gozar de la gloria, en la cual consiste su cumplimiento. Yasi como el Señor
señala a aquellos que ha elegido, llamándolos y justificán-dolos; así, por el
contrario, al excluir a los réprobos del conocimiento de su nombre o de la
santificación de su Espiritu, muestra con estas señales cuál será su fin y qué
juicio les está preparado.
No haré aqui mención de muchos desatinos que hombres vanos se han
imaginado, para echar por tierra la predestinación, ya que ellos mismos muestran
su falsedad y mentira con el simple enunciado de sus opiniones. Solamente me
detendré a considerar las razones que se debaten entre la gente docta, o las que
podrían causar algún escrúpulo o dificultad a las personas sencillas, o los que
tienen cierta apariencia, que podria hacer creer que Dios no es justo, si fuese tal
como nosotros creemos que es referente a esta materia de la predestinación.
CAPíTULO XXII
CONFIRMACIÓN DE ESTA DOCTRINA POR LOS
TESTIMONIOS DE LA ESCRITURA
En lo que sigue, que fueron elegidos para ser santos, claramente refuta el
error de aquellos que dicen que la elección procede de la pureza, puesto que
claramente les contradice san Pablo diciendo que todo el bien y virtud que hay
en los hombres, es efecto y fruto de la elección.
y si se busca una causa más profunda, responde san Pablo que Dios así lo ha
predestinado; y esto según el puro afecto de su voluntad; pala-bras con las que
echa por tierra todos los medios que los hombres han inventado para ser
elegidos. Porque él afirma que todos los beneficios que Dios nos hace para vivir
espiritualmente proceden y nacen de esta fuente; a saber, que ha elegido a
quienes ha querido, y que an tes de haber nacido les había preparado y reservado
la gracia que les quería comunicar.
pulas que nada tenían por lo que merecieran ser elegidos, si Su misericor-
dia no se les hubiera adelantado. De esta manera se ha de entender lo que
dice san Pablo: "¿Quién le dio a él primero para que le fuese recom-
pensado?" (Rom. JI , 35). Porque él quiere probar que la bondad de Dios de
tal manera previene a los hombres, que no halla cosa alguna en lo pasado ni
en el futuro por la cual poder reconciliarse con ellos.
5. ¿Con qué podrán oscurecer estas palabras los que en la elección atri-
buyen algo a las obras, precedentes o futuras? Ello sería destruir total-
mente lo que pretende probar el Apóstol, que la diferencia entre estos dos
hermanos no depende de ninguna consideración de las obras, sino de la pura
vocación de Dios, puesto que Él estableció esta diferencia entre ellos aun
antes de nacer. Y ciertamente san Pablo no hubiera igno-rado esta sutileza
que usan los sofistas, si tuviera algún fundamento; pero como sabía
perfectamente que nada bueno puede prever Dios en el hom-bre, sino lo que
hubiere determinado darle por la gracia de la elección, no tiene en cuenta
este orden perverso de preferir las buenas obras a la causa y origen de las
mismas.
Vemos, pues, por las palabras del Apóstol que la salvación de los fieles se
funda sobre la sola benevolencia de Dios, y que este favor y gracia no se
alcanza con ninguna obra, sino que proviene de su gratuita vocación.
Tenemos también una especie de espejo o cuadro en que se nos representa
esto mismo. Hermanos son Jacob y Esaú; engendrados de un mismo padre y
una misma madre, e incluso enclaustrados en el mismo seno ma-terno antes
de nacer. Todas estas cosas son iguales entre ellos; sin embar-go eljuicio de
Dios hizo gran diferencia entre ellos ; porque al uno lo escoge, y al otro lo
rechaza. No existía otra razón para que el uno pudiese ser preferido al otro,
que la sola primogenitura; pero ni eso se tuvo en cuenta, y se da al menor lo
que se niega al mayor. Más aún; en muchos otros parece que Dios a propósito ha
menospreciado la primogenitura, a fin de quitar a la carne toda materia y ocasión
de gloriarse; rechazando a Ismael, pone Dios su corazón en Isaac; rebajando a
Manasés, prefiere a Efraín.
6. En ese pasaje el Apóstol no fuerza de ningún modo los textos del Antiguo
Testamento y está de acuerdo con san Pedro
y si alguno replica que no se puede en virtud de estos detalles sin
LIBRO 111 ~ CAPÍTULO XXII 739
importancia pronunciarse en lo que se refiere a la vida eterna, y que es pura
burla querer concluir que el que fue exaltado al honor de la primo-genitura, ése
fuese adoptado para ser heredero del reino de Dios ~ pues hay muchos que no
perdonan ni al mismo san Pablo, acusándole de haber retorcido el sentido de la
Escritura para aplicarlo a esta materia - respon-do, como ya lo he hecho, que el
Apóstol no habló inconsideradamente, ni ha retorcido el sentido de la Escritura,
sino que veía -lo cual esta gente no puede considerar ~ que Dios quiso declarar
con una marca y señal corporal la elección espiritual de Jacob, la cual de otra
manera permane-cía secreta en su oculto consejo. Porque sí no referimos la
primogenitura dada a Jacob a la vida futura, la bendición que recibió seria vana y
ridí-cula, puesto que de ella no obtuvo más que muchas miserias y desventu-ras,
un triste destierro y grandes congojas y angustias. Viendo, pues, san Pablo que
con esta bendición externa había testimoniado una bendición espiritual y no
caduca, la cual había preparado en su reino a su siervo Jacob, no dudó en tomar
como argumento y prueba la primogenitura que había recibido, para probar que
había sido elegido por Dios.
Debemos también recordar que la tierra de Canaán fue una prenda de la
herencia del reino de los cielos; de manera, que no debemos dudar que Jacob fue
incorporado a Jesucristo para ser compañero de los ángeles en la vida celestial.
Es, pues, elegido Jacob y rechazado Esaú ; y son dife-renciados por la
predestinación de Dios aquellos entre los cuales no existía diferencia alguna en
cuanto a los méritos.
Si se quiere saber la causa, es la que da el Apóstol: que fue dicho a Moisés:
Tendré misericordia del que yo tenga misericordia, y me como padeceré del que
yo me compadezca (Rom.9, 15). Pregunto yo: ¿qué quiere decir esto? Sin duda
el Señor clarísimarnente asegura que no existe entre los hombres ningún otro
motivo para que les otorgue beneficios que su sola y pura misericordia. Por
tanto, si Dios solo establece y ordena en si mismo tu salvación, ¿a qué
desciendes a ti mismo? ¿Por qué te lo aplicarás a ti mismo? Puesto que Él te
señala como causa total su sola misericordia, ¿por qué te vas a apoyar en tus
propios méritos? Si Él quiere que pongas todos tus pensamientos en su sola
misericordia, ¿por qué vas a aplicar tú una parte a la consideración de las obras?
Es, pues, necesario volver a aquel reducido número del que dice san Pa blo en
otro lugar que desde antes lo conoció (Rom. 11,2); no como éstos se lo
imaginan, que Él prevé todas las cosas permaneciendo ocioso y sin preocuparse
de nada, sino en el sentido en que esta palabra se toma muchas veces en la
Escritura. Porque cuando san Pedro díce en los Hechos, que Jesucristo "(fue)
entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios"
(Hch.2,23), no presenta a Dios como un simple espectador, sino como autor de
nuestra salvación. El mismo san Pedro al decir que los fieles, a los que él
escribía, "(eran) elegidos según la presciencia de Dios" (l Pe. 1,2), con estas
palabras declara propiamente aquella arcana y secreta predestinación, con la que
Dios señaló como hijos suyos a los que Él quiso.
Al añadir la palabra "propósito" como sinónimo, siendo así que signi-fica una
firme determinación, nos enseña que Dios no sale de sí mismo para buscar la
causa de nuestra salvación. Y en ese sentido dice en el
740 LIBRO 111 - CAPÍTULO XXII
le trajere" (Jn. 6,44.65); mas "todo aquel que oyó al Padre, y aprendió de él,
viene a mi" ((Jn. 6,45). Si todos indistintamente se postrasen delante de
Jesucristo, la elección sería común; pero, por el contrario, en el pe-queño
número de los creyentes aparece esta grandísima distinción. Por eso, el
mismo Jesucristo después de decir que los discípulos que le habían sido
dados eran la posesión de su Padre, poco después añade : "No ruego por el
mundo, sino por éstos que me diste; porque tuyos son" (J n, 17,9). De donde
se sigue que no todo el mundo pertenece a su Creador, sino en cuanto que la
gracia de Dios retira a unos pocos de la maldición y la ira de Dios y de la
muerte eterna; los cuales de otra manera se perderían; en cambio el mundo
es dejado en la ruina y perdición a la que fue desti-nado.
Por lo demás, aunque Cristo media entre el Padre y los hombres, con todo
no deja de atribuirse el derecho de elegir que juntamente con el Padre le
compete: "No hablo", dice, "de todos vosotros; yo sé a quiénes he elegido"
(Jn.13, 18). Si alguno pregunta de dónde los ha elegido, Él mismo responde
en otro lugar: "del mundo" (ln. 15,19), al cual excluye de sus oraciones
cuando encomienda sus discípulos al Padre. Notemos, sin embargo, que al
decir que Él sabe a quiénes ha escogido, indica y entiende una cierta parte de
los hombres, a la cual no diferencia de los demás por razón de las virtudes
de que puedan estar adornados, sino a causa de que están separados por
decreto divino. De 10 cual se sigue que todos aquellos que pertenecen a la
elección de la que Jesucristo es autor, no exceden a los otros por su propia
industria y diligencia.
En cuanto a que en otro lugar cuenta a Judas en el número de los elegidos
(Jn. 6, 70), aunque era un diablo, esto ha de entenderse con respecto al cargo
de apóstol, el cual, aunque es como un espejo excelente del favor divino -
como san Pablo muchas veces lo reconoce en su propia persona .- no por
eso lleva consigo la esperanza de la vida eterna. Puede, pues, Judas usando
impiarnente de su oficio de apóstol, ser peor que un demonio; pero aquellos
que Cristo incorporó una vez a si mismo, no perm itirá que ninguno de ellos
perezca (Jn. 10,28), ya que para conservar-los en vida hará cuanto ha
prometido; es decir, desplegará la potencia de Dios, que supera a cuanto
existe.
Respecto a lo que en otro lugar dice Cristo: De los que me diste, ninguno
de ellos se perdió, sino el hijo de perdición (Jn.17, 12), aunque es una
manera difícil debablar, sin embargo no contiene ambigüedad alguna.
En resumen: que Dios por una adopción gratuita crea a aquellos que
quiere tener por hijos, y que la causa de la elección, que llaman intrínseca,
radica en Él mismo, pues no tiene en cuenta más que Su benevolencia.
Agustín también tuvo la misma opinión . ! pero después de haber aprove~ chado más
en la Escritura, no solamente la retractó como evidentemente falsa, sino incluso la
refutó con todo su poder y fuerza." Y todavía des-pués de haberla retractado, viendo
que los pelagianos persistían en este error, empica estas palabras: "¿Quién no se
maravillará de que el Apóstol no haya caído en la cuenta de esta gran sutileza?
Porque después de exponer Un caso bien extraño tocante a Esaú y Jacob,
considerándolos antes de que hubiesen nacido, y habiéndose formulado a sí mismo la
pregunta: '¿Qué, pues, diremos? ¿Que hay injusticia en Dios?' (Rom. 9,14). lo propio
sería responder que Dios había previsto los méritos del uno y del otro; sin embargo
no dice eso, antes se acoge a los juicios de Dios y a su misericordia". 3 Y en otro
lugar, después de haber demostrado que el hombre no tiene mérito alguno antes de
su elección, dice: "Cierta-mente, aquí no tiene lugar el vano argumento.de aquellos
que defienden la presciencia de Dios contra su gracia, asegurando que hemos sido
elegidos antes de la creación del mundo porque Dios supo que seríamos buenos, y no
porque Él nos hacía tales. No habla de esta manera el que dice: 'No me elegisteis
vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros' (J n. ]5, 16). Po rq ue s i Él nos hubiera
elegido porque sabía que seríamos buenos, juntamente hubiera sabido que nosotros
4
lo habíamos de elegir."
Valga este testimonio de san Agustín entre aquellos que dan mucho crédito a lo
que dicen los Padres. Por más que san Agustín no consiente ser separado de los otros
Doctores antiguos, sino que prueba con claros testimonios que los pelagianos le
calumniaban al acusarle de que él solo mantenía aquella opinión. Cita, pues, en su
libro De la Predestinación de los Santos, el dicho de san Ambrosio, que Jesucristo
llama a aquellos a quienes Él quiere hacer misericordia. ¡, Y: "Si Dios hubiera
querido, a los que no lo eran los hubiera hecho devotos; pero Dios llama a aquellos a
quienes tiene a bien llamar, y convierte a quienes le place" (lhid.). Si quisiera llenar
un libro con los dichos notables de san Agustín tocantes a esta materia, me sería fácil
hacer ver a los lectores, que no tengo necesi-dad de usar otras palabras que las del
mismo san Agustín; pero no quiero serles molesto con mi prolijidad.
Mas supongamos que ni san Agustín ni san Ambrosio hablaran de esta materia, y
considerémosla en sí misma. San Pablo suscitó una cues-tión bien difícil, a saber, si
Dios obra justamente al no conceder la gracia más que a quien le parece. La hubiera
podido solucionar con una sola palabra, diciendo que Dios considera las obras. Pero,
¿cual es la razón de que no lo haga así, antes bien continúa con su argumento, que
sigue envuelto en la misma dificultad? ¿Por qué, sino porque no debía hacerlo así?
Pues el Espíritu Santo, que habló por boca de su Apóstol, no estaba expuesto a
olvidarse de lo que había de responder. Responde, pues,
Baste, pues, por el momento que aunque la voz del Evangelio llame a todos
en general, sin embargo el don de la fe es muy raro. La causa la da Isaías: que
no a todos es manifestado el brazo de Dios (Is. 53,1). Si dijera que el Evangelio
es maliciosamente menospreciado, porque muchos con gran contumacia lo
rehusan oir, puede que esto ofreciera alguna apariencia para probar la vocación
general. Y no es la intención del profeta disminuir la culpa de los hombres,
diciendo que la fuente de su ceguera es que Dios no ha tenido a bien
manifestarles su brazo, su virtud y potencia. Solamente advierte que como la fe
es un don singular de Dios, en vano se hieren los oídos con la sola predicación
externa de la Palabra.
Mas yo querría que estos doctores me dijeran si la mera predicación nos hace
hijos de Dios, o bien la fe. Sin duda, cuando en el capitulo primero de san Juan
se dice: "A los que creen en su nombre les dio potes-tad de ser hechos hijos de
Dios" (Jn.I, 12), no se propone una mezcla y confusión de todos los oyentes,
sino que se mantiene un orden especial con los fieles, los cuales no son
engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de
Dios.
los extraños" (Jn.lO,4-5). ¿De dónde les viene este discernimiento, sino de que
Cristo ha taladrado sus oídos? Porque nadie se hace a sí mismo oveja, sino que
Dios es el que da la forma y lo hace. Y ésta es la razón de por qué nuestro Señor
Jesucristo dice que nuestra salvación está bien segura y fuera de todo peligro
para siempre, porque es guardada por la potencia invencible de Dios (Jn.lO,29).
De donde concluye que los incré-dulos no son del número de sus ovejas, porque
no son del número de aquellos a quienes Dios ha prometido por medio del
profeta Isaías, que sedan sus discípulos (Jn. 10,26; Is. 8,18; 54,13).
CAPÍTULO XXIII
1. Primera objeción:
a. La elección de unos no implica la reprobación de los otros
Cuando la mente humana oye estas cosas no puede reprimir su vehe-mencia,
y al momento se alborota, como si tocaran al ataque. Muchos, fingiendo que
quieren mantener el honor de Dios y evitar que se le haga
LIBRO 111 - CAPÍTULO XXIII 747
Replican también que san Pablo cuando dice que los vasos de ira están preparados
para destrucción, luego añade que Dios ha preparado los vasos de misericordia para
salvación, como si por estas palabras enten-diese que Dios es el autor de la salvación
de los fieles y que a Él se le debe atribuir la gloria de ello; mas que aquellos que se
pierden, ellos por sí mismos y con su libre albedrío se hacen tales, sin que Dios los
repruebe, Mas, aunque yo les conceda que san Pablo con tal manera de hablar ha
querido suavizar lo que a primera vista pudiera parecer áspero y duro; sin embargo
es un despropósito atribuir la preparación, según la cual se dice que los réprobos
están destinados a la perdición, a otra cosa que no sea el secreto designio de Dios;
como el mismo Apóstol poco antes lo había declarado, afirmando que Dios suscitó a
Faraón; y luego añade que Él "al que quiere endurecer, endurece" (Rom.9, 18); de
1
donde se sigue que el juicio secreto de Dios es la causa del endurecimiento. Por lo
menos yo he deducido esto, - lo cual es también doctrina de san Agustín - que
cuando Dios, de lobos hace ovejas, los reforma con su gracia todopoderosa
dominando su dmeza; y que no con vierte a los obstinados porque no les otorga una
gracia más poderosa, de la que Él no carece, si quisiera ejercitarla. Z
Preguntan primeramente por qué se enoja Dios con las criaturas que no le han
agraviado con ofensa de ninguna clase. Porque condenar y destruir a quien bien le
pareciere es más propio de la crueldad de un verdugo, que de la sentencia legítima de
un juez, Y así les parece que los hombres tienen justo motivo para quejarse de Dios,
si por su sola voluntad y sin que ellos lo hayan merecido, los predestina a la muerte
eterna.
1 Sin la menor contradicción, Calvino dirá con la Escritura, al-fin del párrafo 3, "que la causa
de su condenación está en ellos mismos". En efecto; hay dos planos que no se deben
confundir: el de Dios y el del hombre.
La referencia indicada en las antiguas ediciones es errónea: De Pracdestinatione
Sanctorum, lib. 1, cap. n. En san Agustín la expresión: "lobos trasformados en ovejas", se
encuentra en particular en; Sermón XXVI, cap. IV, 5; Tratados sobre
S. Juan, tr, XLV, 10.
LIBRO 111- CAPíTULO XXIII 749
lo cual es grave impiedad sólo concebirlo. Porque de tal manera es la
voluntad de Dios la suprema e infalible regla de justicia, que todo cuanto
ella quiere, por el solo hecho de quererlo ha de ser tenido por justo. Por eso,
cuando se pregunta por la causa de que Dios lo haya hecho así, debemos
responder: porque quiso. Pues si se insiste preguntando por qué quiso, con
ello se busca algo superior y más excelente que la voluntad de Dios; 10 cual
es imposible hallar. Refrénese, pues, la temeridad hu-mana, y no busque lo
que no existe, no sea que no halle lo que existe. Este, pues, es un freno
excelente para retener a todos aquellos que con reverencia quieran meditar
los secretos de Dios.
Contra los implas, a quienes nada les importa y que no cesan de mal-decir
públicamente a Dios, el mismo Señor se defenderá adecuadamente con su
justicia, sin que nosotros le sirvamos de abogados, cuando qui-tando a sus
conciencias toda ocasión de andar con tergiversaciones y rodeos, les haga
sentir su culpa.
1 El texto bíblico es conjeturable, Las versiones modernas dan una traducción total-
mente distinta de la de Calvino. Ésta aparece también en la antigua versión inglesa de
1611.
• Discípulo de Celestius, el pelagiano.
3 Carta CLXXXVI, cap. VII, 23. A Paulina.
752 LIBRO 111 - CAPÍTULO XXIII
grandeza de los juicios de Dios. Bién sabéis que se les llama "abismo
grande" (Sal. 36,6). Considerad, pues, ahora vuestra poca capacidad, y ved
si puede comprender lo que Dios ha decretado en sí mismo. ¿De qué os
sirve, entonces, haberos hundido por vuestra curiosidad en este abis-mo, el
cual - como vuestra misma razón os lo dicta - será vuestra ruina? ¿Es
posible que no os refrene y aterrorice cuanto está escrito de la incom-
prensible sabiduría de Dios, de su terrible potencia, así en la historia de Job,
como en los Profetas? Si tu entendimiento se ve agitado por diversos
problemas, no te pese seguir el consejo de san Agustín. "Tú, hombre", dice,
"esperas mi respuesta, mas yo también soy hombre como tú; por tanto
oigamos ambos al que nos dice: oh hombre, ¿tú quién eres? Mejor es una
fiel ignorancia que una ciencia temeraria. Busca méritos; no hallarás más
que castigo. [Oh alteza! Pedro niega a Cristo; el ladrón cree en Él. [Oh
alteza! ¿Deseas tú saber la razón? Yo me sentiré sobre-cogido de tanta
alteza. Razona tú cuanto quisieres; yo me maravillaré; disputa tú; yo creeré.
La alteza veo; a la profundidad no llego. San Pablo se dio por satisfecho con
admirar. Él afirma que los juicios de Dios son inescrutables, ¿y tú vas a
escudriñarlos? Él dice que los caminos de Dios no se pueden investigar, ¿y
tú los quieres conocer?"!
N o conseguiremos nada con pasar adelante; porque ni satisfaremos la
desvergüenza de ellos, ni el Señor tiene necesidad de más defensa, que la
que ha usado por su Espíritu, hablando por boca de san Pablo. Y lo que es
más de considerar, nos olvidamos de hablar bien, siempre que dejamos de
hablar según Dios.
hacer cuanto hace, no se le debe imputar aquello que no puede evitar y que se ha
sentido movido a hacer por la voluntad de Dios. Veamos, pues, cómo se puede
solucionar esta dificultad.
En primer lugar, es necesario que estemos todos bien convencidos de lo que
dice Salomón: "Todas las cosas ha hecho Jehová para sí mismo, y aun al impío
para el día malo" (Prov. 16,4). Como quiera, pues, que la ordenación de todas las
cosas está en las manos de Dios, y :t:1, según le agradare, puede dar vida o
muerte, también ordena con su consejo que algunos desde el seno materno sean
destinados a una muerte eterna ciertísima, y que con su perdición glorifiquen su
nombre.
Si alguno para excusar a Dios dijere que :t:1 con su providencia no les
impone necesidad alguna, sino más bien previendo cuán perversos habían de ser,
los crea en esta condición, éste tal diría algo, pero no todo. Es verdad que los
doctores antiguos usaron a veces esta solución; pero con dudas. En cambio los
escolásticos se dan por satisfechos con ella, como si nada se le pudiese
reprochar.
Dicen que Adán fue creado con libre albedrío para que escogiese el modo de
vivir que prefiriese, y que Dios no había determinado cosa alguna acerca de él,
sino tratarlo conforme a lo que merecía por sus obras. Si se admite esta vana
invención, ¿dónde queda aquella omnipotencia de Dios, que de ninguna otra
cosa depende y con la cual, conforme a su secreto consejo, modera y gobierna
todas las cosas? No obstante, la j.re-destinación, mal que les pese, se ve en todos
los descendientes de Adán; pues naturalmente no pudo acontecer que todos por
culpa de uno cayesen del estado en que estaban. ¿Qué les impide confesar del
primer hombre
754 LIBRO 111 - CAPÍTULO XXIII
9. Puede que alguno diga que aún no he aducido una razón capaz de
refrenar aquella blasfema excusa. Confieso que esto es imposible;
porque [a impiedad siempre murmurará. Sin embargo me parece que he
dicho 10 suficiente para quitar al hombre no sólo toda razón, sino hasta
el pretexto de murmurar.
Los réprobos desean una excusa a su pecado, diciendo que no pueden
evitar pecar por necesidad; principalmente cuando esta necesidad les viene
impuesta por ordenación divina. Yo, por el contrario, les niego que esto sea
suficiente para excusarlos, puesto que esta ordenación de Dios de la que se
quejan es justa. Y aunque su justicia y equidad nos sea desconocida, sin
embargo es bien cierta. De lo cual concluimos que no sufren castigo alguno
que no les sea impuesto por el justo juicio de Dios.
Enseñamos también que obran muy mal al querer poner sus ojos en los
secretos inescrutables del consejo divino, para inquirir y saber el origen de
su condenación, disimulando y no haciendo caso de la corrup-ción de su
naturaleza, de la cual realmente procede. Y que esta corrupción no se debe
imputar a Dios se ve claramente, porque El mismo dio buen testimonio de
su creación. Porque aunque por la providencia eterna de Dios, el hombre
haya sido creado para caer en la miseria en que está, sin embargo éste tomó
la matería de sí mismo, y no de Dios; pues la razón de que se haya perdido
no es otra sino haber degenerado de la pura naturaleza en la que Dios lo
creó, a la perversidad y maldad.
Testimonio de san Agustín. Por eso vienen muy a propósito las siguien-tes
sentencias de san Agustín: 1 "Siendo así", dice, "que toda la masa del linaje
humano ha caído en la condenación en el primer hombre, los hombres tomados
para ser vasos de honra no son vasos por su propia justicia, sino por la
misericordia de Dios. Y que otros sean vasos de afrenta, no se debe imputar a
iniquidad, pues no la hay en Dios, sino
predicamos, los que tienen oídos obedecen de muy buena gana; mas en los
que no lo tienen, se cumple lo que está escrito: Para que oyendo no oigan
(Is, 6, 9).
"Mas, ¿por qué los unos", dice san Agustín, "los tienen, y los otros no?
¿Quién es el que ha conocido el consejo del Señor? ¿Se debe, por ventura,
negar lo que es claro y manifiesto, porque no se puede comprender lo que
1
está oculto?".
Testimonios de san Agustín. Todo esto lo he tomado fielmente de san
Agustín. Mas como puede que sus palabras tengan más autoridad que las
mías, seguiré citando de él lo que sea oportuno.
"Si algunos", dice él, "después de oir esto se entregan a la negligencia y
abandonando el esfuerzo se van en pos de sus apetitos y deseos, ¿debe-mos
nosotros por esta causa pensar que es falso lo que se ha dicho de la presciencia
de Dios? ¿Es que no ha de suceder que sean buenos aquellos que Dios ha
previsto que 10 sean, por muy grande que sea la maldad en que al presente se
hallen encenagados; y que si Él ha previsto que sean malos realmente lo sean,
por más santos que ahora parezcan? ¿Será pre-ciso por esto negar o callar lo que
con toda verdad se dice de la prescien-cia de Dios; principalmente cuando
callando se cae en otros errores?"> Y: "Una cosa es callar la verdad, y otra tener
necesidad de decir la ver-dad. Sería muy largo buscar todas las causas que hay
para callar la verdad; pero entre otras hay una, y es no hacer peores a los que no
en-tienden, por querer hacer más doctos a los que entienden, los cuales por decir
nosotros semejantes cosas, no serían más doctos, ni tampoco peores.
Suponiendo, pues, que decir la verdad produzca el efecto de que al decirla
nosotros, el que no la entiende se haga peor, y que si la callamos, el que la pueda
entender corra algún peligro, ¿qué nos parece deberíamos hacer en tal caso? ¿Es
que no deberíamos decir la verdad, para que los que la puedan entender la
entiendan, y no callar, de manera que ambos queden ignorantes, y que aun el
más entendido se haga peor, cuando de oirla él y entenderla, otros muchos la
aprenderían por medio de él? Nos-otros no rehusamos decir lo que la Escritura
afirma que es lícito oir. Tememos que al hablar nosotros se escandalice y ofenda
el que no la puede entender; y no tememos, que por callar, se engañe el que la
3
puede entender."
Después aún más claramente confirma esto mismo, terminando con esta
breve conclusión: "Por tanto, si los apóstoles y los Doctores de la Iglesia que
les siguieron hicieron lo uno y lo otro: tratar piadosamente de la eterna
elección de los fieles y mantenerlos en un orden santo de bien vivir, ¿cuál es
la causa de que estos nuevos Doctores, forzados y convencidos por la
invencible potencia de la verdad, dicen que no se debe predicar al pueblo la
predestinación, aunque lo que de ello se diga sea verdad? Más bien, pase lo
que pase, se debe predicar, para que el que tiene oídos para oir oíga. ¿Y
quién los tiene, si no los ha recibido de
Aquel que promete darlos? Así pues, el que no ha recibido tal don, que rechace
la buena doctrina, con tal que el que lo ha recibido tome y beba, beba y viva.
Porque siendo necesario predicar las buenas obras para que Dios sea servido
como conviene, también se debe predicar la predestina-ción, para que el que
tiene oídos se glorie de la gracia de Dios en Dios, y no en sí mismo". 1
Por lo demás, nuestra paz no reposará más que en los que son hijos de paz.!
CAPÍTULO XXIV
misericordia del Señor, sin atribuir cosa alguna a nuestra voluntad y deseo."l Tales
son las palabras del santo varón.
No me preocupa en absoluto la sutileza de que se sirven al decir que san Pablo no
hablaría de esta manera si no hubiera algún esfuerzo y voluntad en nosotros. Porque
él no tuvo en cuenta lo que hay en el hombre, sino que viendo que algunos atribuian
una parte de su salvación a su industria, simplemente condena en el primer miembro
el error de los mismos, y luego aplica e imputa totalmente la salvación a la miseri-
cordia de Dios. ¿,Y qué otra cosa hacen los profetas, sino predicar de continuo el
gratuito llamamiento de Dios?
A esto mismo se refiere 10 que dice san Juan; "En esto sabemos que él
permanece en nosotros, por el Espíritu que nos ha dado" (1 Jn.3,24), Y para que la
carne no se glorie de haber respondido al llamamiento de Dios, que espontáneamente
se le ofrecía y convidaba, afirma que nosotros no tenemos más oídos para oir, ni ojos
para ver, que los que Él nos diere; y que no los da conforme a lo que cada uno
merece, sino conforme a su elección. De esto tenemos un ejemplo admirable en san
Lucas cuando dice que los judíos y los gentiles oyeron juntamente el sermón que
Pablo y Bernabé predicaron; y a pesar de que todos a la vez oyeron el sermón y
fueron instruidos en la misma doctrina, no obstante san Lucas refiere que "creyeron
todos los que estaban ordenados para vida eterna" (Hch. 13,48). ¿Cómo, pues, nos
atreveremos a negar que el llamamiento es gratuito, cuando en él resplandece por
todas partes únicamente la elección?
bienes, para que de una extraña manera, no solamente sus bienes, sino aun
sus males se conviertan en bien. ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? A
mí me basta solamente para poseer la justicia tener propicio y favorable a
Aquel contra quien pequé. Todo cuanto Él ha determinado no imputarme es
como si nunca hubiera existido"." Y poco después: "¡Oh lugar de.
verdadero reposo, al cual no sin razón podría llamar cámara en la que Dios
es visto, no como turbado por la ira o angustiado por la preocupación, sino
en la que se conoce que su benevolencia es buena, agradable y perfecta.
Esta visión no espanta ni asombra, sino que sosiega y halaga; no suscita
curiosidad alguna llena de inquietud, sino que la apacigua; no turba los
sentidos, sino que los aquieta. He aquí donde de veras se consigue reposo:
que Dios estando apaciguado nos tranquiliza, porque nuestro reposo es
verlo y tenerlo apacible."!
pasado de la muerte a la vida (Jn, 5,24). En este sentido se llama a sí mismo pan
de vida, del cual el 9ue 10 comiere no morirá jamás (Jn. 6,35.38). y afirmo
también que El es quien ha testificado que a todos los que lo hubieren recibido
por la fe, el Padre los tendrá por hijos. Si deseamos algo más que ser tenidos por
hijos y herederos de Dios, será necesario que subamos más alto que Cristo. Si
tal es nuestra meta y no podemos pasar más adelante, ¡cuán descaminados
andamos al buscar fuera de Él lo que ya hemos conseguido en Él, y sólo en Él
se puede hallar! Además, siendo 1::1 la sabiduría inmutable del Padre, su firme
consejo, no hay por qué temer que lo que Él nos dice en su Palabra disienta lo
más mínimo de aquella voluntad de su Padre que buscamos; antes bien, Él nos
la manifiesta fielmente, cual ha sido desde el principio y como siempre ha de
ser.
La práctica de esta doctrina debe tener también fuerza y vigor en nuestras
oraciones. Porque aunque la fe de nuestra elección nos anima a invocar a Dios,
sin embargo, cuando hacemos nuestras súplicas y peti-ciones estaría muy fuera
de propósito ponerla delante de Dios y hacer como un pacto con Él, diciendo:
Señor, si soy elegido, óyeme; siendo así que Él quiere que nos demos por
satisfechos con sus promesas, sin buscar en ninguna otra cosa si nos será
propicio o no. Esta prudencia nos librará de muchos lazos, si sabemos aplicar
debidamente lo que está conveniente-mente escrito, no torciéndolo
inconsideradamente ya hacia una parte, ya hacia otra, de acuerdo con nuestro
capricho.
(Jn. 3, 16; 6,39). Por lo que se refiere a Judas, luego hablaremos de él. En
cuanto a san Pablo, él no nos prohíbe tener una seguridad senciHa, sino la
seguridad negligente y desenvuelta de la carne, que lleva consigo el orgullo, el
fausto, la arrogancia y el menosprecio de los demás, que extingue la humildad
y reverencia para con Dios y engendra el olvido de la gracia que hemos
recibido. Porque él habla con los gentiles, ense-ñándoles que no deben burlarse
soberbia e inhumanamente de los judíos, por haber sido aquéllos colocados en el
lugar del que éstos fueron arro-jados. Ni tampoco exige el Apóstol un temor
que nos haga ir vacilando a ciegas; sino tal, que enseñándonos a recibir con
humildad la gracia de Dios, no disminuya en nada la confianza que en Él
tenemos, conforme
lo hemos ya dicho.
Asimismo debemos notar que no habla con cada uno en particular, sino
con las sectas que por entonces había; pues como estuviera la Iglesia
dividida en dos bandos y la envidia ocasionase divisiones, advierte san
Pablo a los gentiles que el haber sido puestos en lugar del pueblo santo y
peculiar del Señor debía inducirlos al temor y la modestia; pues ciertamente
entre ellos había algunos muy infatuados, y era preciso abatir su orgullo.
Por lo demás, ya hemos visto que nuestra esperanza se proyecta sobre el
futuro, incluso después de nuestra muerte, y que no hay nada más contrario a su
naturaleza y condición que estar inquietos y acongojados sin saber lo que va a
ser de nosotros.
pues no los induce a que sin confiar en sí mismos se acojan a la bondad de Dios.
1/. Antes de ser llamados, todos los elegidos son ovejas descarriadas
¿Qué semilla de elección, pregunto yo, fructificaba en aquellos que
hablan vivido toda la vida mal y deshonestamente y que, como desahucia-
dos, ya se hundíanen el vicio más execrable? Si el Apóstol hubiera querido
expresarse conforme al parecer de estos nuevos doctores, hubiera debido
mostrar cuan obligados estaban a la liberalidad que Dios había usado con
ellos, al no dejarlos caer en tan grande abominación. E igualmente, tam-bién
san Pedro deberla exhortar a los destinatarios de su carta a ser agra-decidos
a Dios por la perpetua semilla de elección que había plantado en ellos. Mas
por el contrario, les amonesta porque ya es suficiente que en el pasado diera
n rienda suelta a toda clase de vicios yabominaciones (1 Pe. 4, 3).
¿Y qué decir si pasamos a dar ejemplo? ¿Qué semilla de justicia había en
Rahab la ramera antes de creer (Jos.2, I)? ¿Qué semilla en Manasés, cuando
hacía derramar la sangre de los profetas hasta el punto, por así decirlo, que
la ciudad de Jerusalem estaba anegada en sangre (2 Re. 21, l6)? ¿Y qué
decir del ladrón, que en el último suspiro se arrepintió de su mala vida
(Lc.23,41-42)?
774 LIBRO 1I1- CAPÍTULO XXIV
12. Los réprobos son privados de la Palabra de Dios o endurecidos con ella
Así como el Señor, con la virtud y eficiencia de su llamamiento, guía a los
elegidos a la salvación a que por su eterno decreto los ha predesti-nado; así
también dispone y ordena con tra los réprobos Sus juidos, con los cuales ejecuta
lo q ue habla dcterrni nado hacer de ellos. Por eso, a aq ue-llos a quienes ha
creado para condenación y muerte eterna, para que sean instrumentos de su ira y
ejemplo de su severidad, a fin de que vayan a parar al fin y meta que les ha
señalado, los priva de la libertad de oir su Palabra, o con la predicación de la
misma los ciega y endurece más. Aunque del primer caso hay muchos ejemplos,
me contentaré con aducir uno mucho más notable que los demás. Casi cuatro mil
años pasaron antes de la venida de Jesucristo, durante los cuales el Señor ocultó
y escondió a todas las gentes la salvífica luz de su doctrina. Si alguno objeta que
Dios no les comunicó tan grande bien debido a que los juzgó in-dignos de él,
diremos que ciertamente los que después vinieron no 10 merecieron más que sus
antecesores. De lo cual, además de la evidencia que la experiencia misma nos
da, el profeta Malaquias, en el capítulo cuarto de su profecía, nos presenta un
testimonio inequivoco. Después de haberse levantado contra la incredulidad, las
enormes blasfemias y otros crímenes y pecados, asegura que, a pesar de todo, el
Redentor no dejará de venir (MalA, 1). ¿Cuál es, entonces, la causa de que
hiciera esta gracia a éstos, y no a los otros? En vano se atormentaría el que
quisiera buscar otro motivo más alto que el secreto e inescrutable designio de
Dios.
No hay que temer que, si algún discípulo de Porfirio o cualquier otro
blasfemo se toma la libertad de recriminar la justicia de Dios, no tenga-mos
modo de responderle. Porque cuando decimos que nadie es conde-nado sin que
lo merezca, y que es gratuita misericordia de Dios que algunos se libren de la
condenación y se salven, es esto suficiente para mantener la gloria de Dios, y no
es menester, según se dice, andar por las ramas para defenderla de las calumnias
de los impíos. Por tanto, el soberano Juez dispone Su predestinación cuando,
privando de la comu-nicación de Su luz a quienes ha reprobado, los deja en
tinieblas.
Por lo que se refiere a lo segundo. la experiencia común de cada día y
numerosos ejemplos de la Escritura nos demuestran que es verdad." De cien
personas que oyen el mismo sermón, veinte lo aceptarán con pronta
fe, y las demás no harán caso de él; se reirán de él, lo rechazarán y con-
denarán. Si alguno objeta que esta diversidad procede de la malicia y
perversidad de los hombres, no será esto suficiente; porque la misma
malicia imperaría en el corazón de los demás, si el Señor por su gracia y
bondad no los corrigiese. Así que siempre quedaremos enredados, mien-tras
no nos acojamos a lo que dice el Apóstol: "¿Quién te distingue?" (1 Cor.
4,7). Con lo cual el Apóstol da a entender que si uno excede a otro, no se
debe a su propia virtud y poder, sino a la sola gracia de Dios.
14. Por su justo juicio, pero para nosotros incomprensible, los réprobos,
responsables de su pérdida, ilustran la gloria de Dios
Queda ahora por ver cuál es la razón por la que el Señor hace esto, una
vez probado que indudablemente lo hace.
Si se responde que la causa es que los hombres, por su impiedad, mal-dad
e ingratitud, así lo merecen, es ciertamente una gran verdad; mas a pesar de
esta diversidad, por la que el Señor inclina a unos a que le obedezcan y hace
que los otros persistan en su obstinación y dureza, para solucionar
debidamente esta cuestión debemos acogernos necesaria-mente al pasaje
que san Pablo citó de Moisés; a saber, que Dios desde el principio los
suscitó para anunciar su nombre sobre la tierra (Rom, 9,17). Por tanto, que
los réprobos no obedezcan la doctrina que se les ha predicado, ha de
imputarse con toda razón a la malicia y perversidad que reina en su corazón;
con tal, sin embargo, que se añada que han sido entregados a esta
perversidad en cuanto que por el justo, pero incom-prensible juicio de Dios
han sido suscitados para ilustrar su gloria median-te su propia condenación.
Asimismo, cuando se dice de los hijos de EH que no oyeron los salu-
dables consejos que su padre les daba porque 1ehová quería hacerlos morir
(1 Sm. 2,25), no se niega que la contumacia y obstinación proce-diera de su
propia maldad; pero a la vez se advierte la causa de que hayan sido dejados
en su contumacia, ya que Dios podía haber ablandado su corazón; a saber,
porque el inmutable designio de Dios los había pre-destinado a la perdición.
A este propósito se refiere lo que dice san Juan: "A pesar de que (El Señor)
había hecho tantas señales delante de ellos, no creían en él; para que se
cumpliese la palabra del profeta lsaías, que dijo: Señor, ¿quien ha creído a
nuestro anuncio?" (1n.12,37-38). Porque
LIBRO 111 ~ CAPíTULO XXIV 777
aunque no excusa de culpa a los contumaces, se contenta con decir que los
hombres no encuentran gusto ni sabor alguno en la Palabra de Dios, mientras el
Espíritu Santo no se las haga gustar. Y Jesucristo, al citar la profecía de Isalas:
"Serán todos enseñados por Dios" (Jn. 6,45; Is. 54, 13), no intenta sino probar
que los judíos están reprobados y no son del número de su Iglesia, por ser
incapaces de ser enseñados; y no da otra razón sino que la promesa de Dios no
les pertenecía. Lo cual confirma el apóstol san Pablo diciendo que Cristo
crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura, es
para los llamados poder y sabiduría de Dios (1 COL 1,23-24). Porque después de
haber dicho lo que comúnmente suele acontecer siempre que se predica el
Evangelio; a saber, que exaspera a unos y otros se burlan de él, afirma que sólo
entre los llamados es estimado y tenido en aprecio. Es verdad que poco antes
había hecho mención de los fieles; pero no para abolir la gracia de Dios, que
precede a la fe; antes bien, añade a modo de decla-ración este segundo miembro,
a fin de que los que habían abrazado el Evangelio atribuyesen la gloria de su fe a
la vocación de Dios que los llamó, como lo dice después.
Al oir esto los impíos se quejan de que Dios abusa de sus pobres cria-turas,
ejerciendo sobre ellas un cruel y desordenado poder, como si se estuviera
burlando. Mas nosotros, que sabemos que los hombres de tantas maneras son
culpables ante el tribunal de Dios que de ser interrogados sobre mil puntos no
podrían responder satisfactoriamente a uno solo, confesamos que nada padecen
los impíos que no sea por muy justo juicio de Dios. El que no podamos
comprender la razón, debemos llevarlo pacientemente; y no hemos de
avergonzarnos de confesar nuestra igno-rancia, cuando la sabiduría de Dios se
eleva hacia lo alto.
Jo, Ezequiel 33, 1/. Aducen las palabras de Ezequiel: "No quiero la muerte
del impío, sino que se vuelva el impío de su camino, y que viva" (Ez.33, 11), Si
quieren entender esto en general de todo el género humano, yo pregunto cuál es
la causa de que no inste a penitencia a mucha gente, cuyo corazón es mucho más
flexible a la obediencia que el de aquellos que cuanto más les convidan y ruegan,
tanto más se demoran y obstinan. Jesucristo afirma que su predicación y
milagros habrían obtenido mucho más provecho en Ninive y en Sodoma, q ue en
Judea (M t. ti, 23). ¿Cómo, pues, sucede que, queriendo Dios que todos los
hombres se salven, no abre la puerta de la penitencia a estos pobres miserables,
que estaban mucho más preparados para recibir la gracia, de haberles sido
propuesta y ofrecida? Con ello vemos que este texto queda violentado y como
traído
778 LIBRO 111 .- CAPíTULO XXIV
por los cabellos, si ateniéndonos a lo que suenan las palabras del profeta,
queremos invalidar y anular el eterno designio de Dios, con el que ha separado a
los elegidos de los réprobos.
Si se me pregunta, pues, cuál es el sentido propio y natural de este pasaje,
sostengo que la intención del profeta es dar a los que se arrepien-ten buena
esperanza de que sus pecados les serán perdonados. En resu-men, puede decirse
que los pecadores no deben dudar de que Dios está preparado y dispuesto a
perdonarles sus pecados tan pronto como se conviertan a Él. No quiere, pues, su
muerte, en cuanto quiere su con-versión. Mas la experiencia nos enseña que el
Señor quiere que aquellos a quienes Él convida se arrepientan, de tal manera sin
embargo, que no toca el corazón de todos. No obstante, no se puede decir en
manera alguna que los trate con engaño; porque aunque la voz exterior haga
solamente inexcusables a aquellos que la oyen y no la obedecen, a pesar de ello
debe ser tenida como un testimonio de la gracia de Dios con que reconcilia
consigo a los hombres. Entendamos, pues, que la intención del profeta es decir
que Dios no se alegra de la muerte del pecador, para que los fieles confíen en
que tan pronto como se arrepientan de sus pecados. Dios está preparado para
perdonarles; y, por el contrario, que los impíos sientan que se duplica su pecado
por no haber correspondido a tan grande clemencia y liberalidad de Dios. Así
que la misericordia de Dios siempre sale a recibir a la penitencia; pero que no a
todos se otorga el don de arrepentirse y convertirse a Dios, no solamente lo enseñan
los demás profetas y apóstoles, sino también el mismo Ezequiel.
Jo. J Timo/ea 2,4. Alegan en segundo lugar lo que dice san Pablo: "(Dios) quiere
que todos los hombres sean salvos" (1 Tim.2,4); texto que, si bien es diferente de lo
dicho por el profeta, no obstante en parte está de acuerdo con él.
Respondo que es evidente por el contexto de qué manera quiere Dios que
todos sean salvos; porque san Pablo une dos cosas: desea que se salven, y que
lleguen al conocimiento de la verdad. Si, como ellos dicen, ha sido determinado
por el eterno consejo de Dios que todos sean hechos partícipes de la doctrina de
vida, ¿qué quieren decir las palabras de Moisés: "¿Qué nación grande hay que
tenga dioses tan cercanos a ellos como 10 está Jehová nuestro Dios?" (DtA, 7).
¿Cuál es la causa de que Dios haya privado de la luz de su Evangelio a tantas
naciones y pueblos, mientras otros gozan de ella? ¿Por qué el conocimiento puro
y perfecto de la doctrina de la verdad no ha llegado a ciertas gentes, y otras
apenas han gustado los rudimentos y primeros principios de la religión cristiana?
De aquí se puede concluir claramente cuál es la intención de san Pablo. Había
ordenado a Timoteo que se hiciesen oraciones solemnes y roga-tivas por los
reyes y los príncipes. Mas como parecía un gran desatino rogar a Dios por una
clase de gente tan sin esperanza ~ pues no solamente estaban fuera de la
congregación de los fieles, sino que además empleaban todas sus fuerzas en
oprimir el reino de Dios - añade que es una cosa aceptable a Dios, el cual quiere
que todos los hombres se salven. Con lo cual no se quiere decir otra cosa, sino
que el Señor no ha cerrado las puertas de la salvación a ningún estado ni
condición humana; sino que,
LIBRO 111 - CAPÍTULO XXIV 779
3°. Otros pasajes. Los otros pasajes de la Escritura que aducen no declaran
qué es lo que el Señor en su juicio secreto ha determinado sobre todos, sino
solamente anuncian que el perdón está preparado a todos los pecadores que lo
piden con verdadero arrepentimiento. Porque si insisten pertinazmente en que
Dios quiere tener misericordia de todos, yo por mi parte les opondré lo que en
otro lugar dice la misma Escritura: "Nuestro Dios está en los cielos; todo lo que
quiso ha hecho" (Sal. 115,3). De tal manera, pues, ha de interpretarse este texto,
que convenga con el otro que dice: "Tendré misericordia del que tendré
misericordia, y seré ele-mente para con el que seré clemente" (Éx.33, 19). El que
escoge a quién nacer misericordia, no la hace con todos. Mas, como se ve
manifiesta-mente que san Pablo no trata de cada hombre en particular, sino de
todos los estados y condiciones de los hombres, no será necesario tratar de esto
más por extenso. Aunque también hemos de notar que san Pablo no dice que
esto lo haga Dios siempre yen todos; sino que nos advierte de que hemos de
dejarle su libertad de atraer al fin a Él a los reyes, prín-cipes y magistrados, y
hacerles partícipes de la doctrina celestial, aunque durante algún tiempo, por
estar ciegos y andar en tinieblas, le persigan.
4°. 2 Pedro 3,9. El texto de san Pedro que dice que el Señor no quiere que
ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento (2 Pe. 3,9), parece
urgirnos m ucho más; sólo que la solución de este nudo que parece tan fuerte, se
presenta en la segunda parte de la sentencia. Porque no ha de entenderse otra
clase de voluntad de recibir la peniten-cia, sino la que se propone en toda la
Escritura. La conversión cierta-mente está en manos de Dios. Que le pregunten a
Él si quiere convertir a todos, dado que promete dar a un pequeño número un
corazón de carne, dejando a los demás con su corazón de piedra (Ez, 36, 26). Es
evidente que si Dios no estuviese dispuesto en su misericordia a recibir a todos
aquellos que se la piden, sería falsisimo el texto de Zacarías: "Volveos a mí, y yo
me volveré a vosotros" (Zac.1, 3). Mas yo afirmo que no hay hombre alguno que
se acerque a Dios, sino aquel a quien Él atrae a sí. Si dependiese de la voluntad
del hombre arrepentirse, no diría san Pablo: "Por si Dios les concede que se
arrepientan" (2 Tim.2,25). Y aún afirmo más: si Dios mismo, que con su Palabra
exhorta a todos a penitencia, no incitase a ella a sus elegidos con una secreta
inspiración de su Espíritu, no diría Jeremías: Conviérteme, y seré convertido,
porque después que me convertiste hice penitencia (Jer. 31,18-19).
1
16. Respuesta a otras objeciones: Las promesas universales son condi-
cionales y no contradicen el decreto de Dios
Me dirá alguno: Si es así, muy poca certeza ofrecen las promesas del
Evangelio, las cuales, hablando de la voluntad de Dios, dicen que quiere lo
que repugna a lo que ha determinado en su inviolable decreto.
Sin embargo, ¿por que nombra a todos tos hombres? Evidentemente nombra
a todos a fin de que la conciencia de los fieles goce de mayor seguridad, viendo
que no hay diferencia alguna entre los pecadores, con tal que crean; ya fin de
que los impíos no pretexten que no tienen refugio alguno al que acogerse para
escapar a la servidumbre del pecado, cuando ellos con su ingratitud lo rechazan.
Así pues, como quiera que a los unos y a los otros se les ofrece por el Evangelio la
misericordia de Dios, no queda otra cosa sino la fe, es decir, la iluminación de Dios,
que distinga entre los fieles y los incrédulos, de suerte que los primeros sientan la
eficacia y virtud de su iluminación, y los otros no consigan fruto alguno, Ahora bien,
esta iluminación se regula según la eterna elección de Dios,
La queja de Jesucristo que alegan: Jerusalem, Jerusalern ; cuantas veces quise
juntar a tus hijos y no quisiste (Mt, 23,37), de nada sirve para con-firmar su
opinión. Admito que Jesucristo no habla aquí como hombre, sino que reprocha a
los judíos el que siempre y en todo tiempo hayan rehusado su gracia; sin
embargo, debemos considerar cuál es esta volun-tad de Dios de la que se hace
aquí mención, pues es cosa bien sabida la gran diligencia que puso Dios en
conservar a este pueblo; y también se sabe con cuanta obstinación, ya desde los
primeros hasta el fin, se han resistido a ser elegidos, entregándose a sus
desordenados deseos. Sin embargo, de aquí no se sigue que el inmutable
designio de Dios fuera nulo y vano debido a la maldad de los hombres.
Dj(JS no tiene dos voluntades contradictorias. Replican que no hay cosa que menos
convenga a la naturaleza de Dios que afirmar que tiene dos voluntades. De buena
gana se lo concedo, con tal que 10 entiendan bien. Pero, ¿por qué no consideran
tantos textos de la Escritura donde atrio buyéndose sentimientos humanos habla
como hombre, descendiendo, por así decirlo, de su majestad? Dice que extendió sus
manos todo el día a un pueblo rebelde (ls. 65, 2); que ha procurado mañana y tarde
atraerlo
LIBRO 111 - CAPITULO XXIV 781
a sí. Si quieren entender esto al pie de la letra sin admitir figura de ninguna
clase, abrirán la puerta a innumerables cuestiones vanas y superfluas, las cuales
se pueden solucionar todas diciendo que Dios por semejanza se atribuye lo que
es propio de los hombres. Pero es suficiente la solución que ya antes hemos
dado; a saber, que aunque la voluntad de Dios sea diversa a nuestro parecer, no
obstante ti no quiere esto o aquello en sí, sino dejar atónitos nuestros sentidos
con su multiforme sabiduría, como dice san Pablo (Ef. 3, 10), hasta que en el
último día nos haga comprender que Él de un modo admirable y oculto quiere lo
mismo que al presente nos parece contrario a su voluntad.
¿No es Dios Padre de todos? Echan mano también de otras sutilezas que no
merecen respuesta. Dicen que Dios es Padre de todos, y que como Padre no es
razonable que desherede sino a aquel que por su culpa propia se hiciere
merecedor de ello. ¡Como si la liberalidad de Dios no se extendiera incluso a los
puercos y los perros! Y si nos limitamos al género humano, que me respondan
cuál es la causa de que Dios haya querido ligarse a un pueblo para ser su Padre,
prescindiendo de los demás; y por qué de este mismo pueblo ha entresacado un
pequeño número como flor. Pero el rabioso deseo que esta gente desenfrenada
tiene de maldecir, le impide considerar que como Dios hace brillar el sol sobre
los buenos y los malos (Me 5,45), así también reserva la herencia eterna para el
peque-ño número de sus elegidos, a los que dirá: "Venid, benditos de mi Padre;
heredad el reino" (Mí,25, 34).
CAPÍTULO XXV
LA RESURRECCIÓN FINAL
Es menester que tengamos aquí una paciencia admirable para que al sentirnos
cansados no nos volvamos atrás ni abandonemos el lugar que se nos ha
confiado. As! que todo cuanto hemos tratado hasta ahora de nuestra salvación
requiere que tengamos nuestro corazón elevado al cielo, para que amemos a
Cristo a quien no vemos, y para que creyendo en Él, nos alegremos con gozo
inefable y glorioso, hasta que obtengamos el fin de nuestra te, como dice san
Pedro (1 Pe. 1,8-9). Po r lo cual san Pablo asegura que la fe y la caridad de los
fieles tienen sus ojos fijos en la cspc· ranza que les está guardada en los cielos
(Col. l, 5). Cuando de esta manera ponemos nuestros ojos en el cielo y no hay
cosa alguna que los detenga en la tierra y les impida fijarse en la esperanza de
las cosas que se nos han prometido, se cumple en nosotros lo que dice el Señor,
que nuestro corazón está donde está nuestro tesoro (Mt, 6,21).
He ahí por qué la fe es una cosa tan rara en el mundo: porque no hay cosa
más difícil para nuestra pereza que, superando las innumerables dificultades e
impedimentos, seguir adelante hasta alcanzar la victoria de la vocación celestial.
A las innumerables miserias y calamidades que casi a cada paso nos anegan, se
juntan los escarnios de los hombres, que aten-tan a nuestra simplicidad y
arremeten contra ella; se burlan de nosotros, teniendo nos por necios y locos, ya
que, renunciando voluntariamente a
LIBRO 111 - CAPíTULO XXV 783
para salvación (Heb, 9,28), esta última redención debe sostenernos hasta el fin
en medio de las miserias que nos agobien.
Por tanto, estemos muy sobre aviso en cosa que tanto nos importa, para que
lo prolongado del tiempo no nos canse ni haga desmayar. Por esta causa he
diferido tratar de la resurrección hasta este lugar; para que los lectores aprendan
a elevar su corazón más alto, después de haber recibido a Jesucristo como autor
de su total salvación, y para que sepan que está revestido de inmortalidad y
gloria celestial, a fin de que todo su cuerpo sea conforme a su cabeza; como el
mismo Espíritu Santo muchas veces nos propone el ejemplo de la resurrección
en la persona de Jesu-cristo.
Es cosa bien difícil de creer que los cuerpos consumidos por la podre-dumbre
hayan de resucitar al fin de los tiempos. Ésta es la causa de que, aunque muchos
filósofos han afirmado que las almas son inmortales, muy pocos han defendido
la resurrección de la carne. Y aunque en esto no son excusables, con ello se nos
advierte sin embargo que la resurrec-ción de la carne es una cosa tan alta y
difícil, que el entendimiento humano no la puede comprender.
que los que poco antes habían estado medio muertos de miedo fuesen, como a la
fuerza, llevados al sepulcro, parte por el amor que tenían a su Maestro y por el
celo de la piedad, y parte por su incredulidad; y no solamente para ser testigos
de vista de la resurrección de Cristo, sino también para oir de la boca de los
ángeles lo que con sus ojos veían. ¿Cómo tener por sospechosos a los que
pensaban que era una fábula lo que las mujeres les habían dicho, y por tallo
tuvieron hasta que con sus propios ojos lo vieron?
~ Además se oyó la voz de los ángeles: "No está aq ui, sino que ha resu-citado"
(Le. 24,6). El resplandor celestial demostró claramente que eran ángeles y no
hombres.
Finalmente, Cristo en persona quitó toda duda, sí aún quedaba alguna. Porque
sus discípulos lo vieron; y no una vez, sino muchas. Tocaron sus pies y sus
manos (Le. 24,39), Y su íncredulidad sírvió no poco para con-firmar nuestra fe.
Trató con ellos familiarmente de los misterios del reino de Dios; y, al fin,
contemplándolo ellos con sus propios ojos, subió al cielo (Hch.I,3.9); y no
solamente los once lo vieron, sino más de quinientos hermanos (1 Cor.15,6).
A Esteban se le apareció por otro motivo muy diverso; para hacerle perder el
miedo a la muerte con la certidumbre de la vida (Hch. 7,55). No querer dar fe a
tantos y tan auténticos testimonios, no sólo sería incredulidad, sino una perversa
y furiosa obstinación.
de acuerdo con la naturaleza de Dios pagar con la misma moneda a los impíos
que nos afligen; y a nosotros, que injustamente somos afligidos, darnos reposo y
descanso "cuando se manifieste el Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de
su poder, en llama de fuego" (2 Tes. 1,7-8). Pero debemos tener presente lo que
más abajo dice, que vendrá para ser glori-ficado en sus santos y ser admirado en
todos los que creyeron por haber dado fe al Evangelio (2 Tes. 1,10).
Mas a fin de que esta crasa ignorancia no sirva de excusa a los infieles,
siempre se han sentido impulsados por un cierto instinto natural a tener ante sus
ojos alguna imagen de la resurrección. Porque, ¿para qué servía aquella santa e
inviolable costumbre de enterrar a los muertos, sino como prenda de una nueva
vida? Y no se puede argüir que esto nació de un determinado error; puesto que
esto mismo observaron con gran piedad los patriarcas desde siempre. Y Dios
quiso que esta misma costumbre se observase entre los gentiles, para que
poniendo ante sus ojos la imagen de la resurrección despertasen de su sopor. Y si
bien esta ceremonia no les sirvió de nada, sin embargo, si prudentemente
consideramos el fin y la intención de la misma, nos es muy provechosa a
nosotros. Porque no es pequeña refutación de su incredulidad que todos ellos
hayan hecho profesión de una cosa que ninguno de ellos creía ni entendía.
Por su parte, Satanás, no solamente adormeció el entendimiento de los
hombres para que juntamente con los cuerpos enterrasen el recuerdo de la
resurrección, sino que también ha intentado con diversas ficciones corromper
esta doctrina para que al fin pereciese por completo este articulo.
de la Iglesia, sino de las diversas revueltas con que la Iglesia militante había
de verse afligida. Por lo demás, toda la Escritura a una voz dice que ni la
felicidad de los elegidos, ni los tormentos de los réprobos ten-drán fin (Mt.
25, 41. 46). De las cosas invisibles y las que sobrepasan la capacidad de
nuestro entendimiento no hay más certeza sino la que la Palabra de Dios nos
da; por tanto, a ella sola debemos atenernos, y hemos de rechazar todo 10
que fuera de ella nos fuere propuesto.
Los que asignan a los hijos de Dios mil años para que gocen de la
bienaventuranza, no consideran cuán grave afrenta i.tfíeren a Cristo y a su
reino. Porque si no han de ser revestidos de inmortalidad, se sigue de ahi
que tampoco el mismo Cristo, en cuya gloria han de ser transforma-dos, ha
sido recibido en la gloria inmortal. Si su felicidad ha de tener fin, se sigue
que el reino de Cristo, en cuya firmeza aquélla se apoya, es temporal.
Finalmente, o ignoran del todo las cosas divinas, o con una oculta malicia
pretenden deshacer totalmente la gracia de Dios y el poder de Jesucristo,
cuyo cumplimiento no puede llegar a efecto sin que, destruido el pecado y
aniquilada la muerte, la vida eterna sea perfecta-mente restaurada.
Su temor de atribuir a Dios una excesiva crueldad afirmando que los
réprobos han sido ya predestinados a tormentos eternos, es un desvarío tal,
que los mismos ciegos lo ven. ¡Grave injuria cometería Dios privando y
desterrando de su reino a los que se han hecho indignos de él por su
ingratitud! Me dirán que sus pecados son temporales. Lo mismo digo yo;
pero la majestad divina y su justicia, que ellos han violado, es eterna. Es
muy justo, pues, que el recuerdo de su iniquidad no perezca. De ser esto así,
añaden, el castigo seria mayor que el pecado. Ésta es una blasfemia
intolerable, pues tiene en muy poco a la majestad divina, al no estimarla en
más que la condenación de un alma. Pero dejemos a estos habladores, para
que no parezca que sus desvarios merecen respuesta, contra lo que al
principio dijimos.
diferencia de las bestias. Por esto san Pedro, viéndose cercano a la muerte, dice
que le ha llegado el momento de dejar su tabernáculo (2 Pe. I , 14). Y san Pablo,
hablando con Jos fieles, después de decir que al deshacerse nuestra morada
terrena tenemos un edificio de Dios en los ciclos, añade que "entre tanto que
estamos en el cuerpo, estamos ausentes del Señor; pero confiamos, y más
quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor" (2 Cor. 5, I .6. 8). Si
las almas no sobreviviesen a los cuerpos, ¿qué es lo que estaría presente a Dios,
después de haberse separado del cuerpo? Esta duda la suprime el Apóstol
diciendo que somos semejantes a los espíritus de los justos hechos perfectos
(Heb.12,23), entendiendo con estas palabras que estamos asociados a los santos
patriarcas, quienes aun muertos no dejan de honrar a Dios juntamente con
nosotros; porque ciertamente no podemos ser miembros de Jesucristo, si no
estamos unidos a ellos. Además, si las almas separadas del cuerpo no
conservasen su ser y no fuesen partícipes de la gloria celestial, Jesucristo no
hubiera dicho al ladrón: "Hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc.23,43).
Confirmados, pues, con tan evidentes testimonios, no dudemos en en-
eomendar nuestra alma a Dios al morir, a ejemplo de Jesucristo (Le. 23,46), y
entregarla, como hizo Esteban, a la custodia de nuestro Reden-tor, Jesucristo, el
cual no sin razón es llamado "Pastor y Obispo de nuestras almas" (1 Pe. 2,25).
4°. Los que investigan el lugar donde moran las almas, y su condición.
Querer investigar curiosamente el estado y condición de las almas desde que se
separan del cuerpo hasta la resurrección final no es lícito ni pro-vechoso.
Muchos se atormentan grandemente disputando acerca del lugar que ocupan, y
si gozan o no de la bienaventuranza. Ciertamente es cosa temeraria y loca querer
saber respecto a las cosas secretas más de lo que Dios nos permite.
La Escritura, después de decir que Cristo les está presente y que las recibe en
el paraíso (Jn.12,32) para darles reposo y consuelo, y que las almas de los
réprobos padecen los tormentos que han merecido (Mí. 5,8.26), se para ahí.
¿Qué doctor, pues, o maestro nos aclarará 10 que Dios nos oculta?
También es frívola y vana la cuestión del lugar, pues sabemos que las almas
no tienen las dimensiones de longitud y anchura que poseen los cuerpos. Que el
bienaventurado reposo de las almas santas sea llamado seno de Abraham, debe
sernas suficiente; pues con ello se nos enseña que al partir las almas de su
peregrinación terrena son recibidas por el padre de todos los creyentes, para que
juntamente con nosotros participe del fruto de su fe.
Por lo demás, puesto que la Escritura a cada paso nos manda que estemos
pendientes de la venida de Cristo, y que nos dice que difiere la corona de la
gloria hasta ese momento, démonos por satisfechos y no pasemos los límites que
Dios ha puesto, a saber, que las almas de los fieles, al concluir su lucha en esta
vida mortal, van a un descanso bien-aventurado, donde con gran alegría esperan
gozar de la gloria que se les ha prometido; y que de esta manera todo queda en
suspenso hasta que Jesucristo aparezca como Redentor.
LIBRO ]11 - CAPiTULO XXV 791
7. 5°. Los que hacen de la resurrección una nueva creación del cuerpo
No es menos enorme el error de los que se imaginan que las almas no
han de recibir los mismos cuerpos que antes tuvieron, sino otros nuevos. La
razón con que los maniqueos lo probaban es bien inconsis-ten te; afirmaban
que no es cosa conforme a la razón que la carne, que es inmunda, resucite.
Como si no hubiese almas que también lo son, y sin embargo, según ellos
mismos confesaban, serán partícipes de la vida eterna. Esto es ni más ni
menos igual que si dijesen que Dios no puede limpiar lo que está infectado
y manchado por el pecado.
El otro error diabólico, según el cual la carne es naturalmente sucia,
porque el diablo la creó, lo paso por alto por ser demasiado brutal. Sola-
mente advierto de que cuanto en nosotros hay indigno del cielo no im-pedirá
la resurrección, en la cual todo será reformado. Cuando san Pablo manda a
los fieles que se limpien de toda contaminación de carne y de espíritu (2
Coro7, J), de aquí se sigue 10 que en otro lugar él mismo de-clara; a saber,
que cada uno recibirá según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo,
sea bueno o sea malo (2 Coro 5, lO). Con lo cual está de acuerdo 10 que
dice a los corintios: "Para que también la vida de Jesús se manifieste en
nuestros cuerpos" (2 Cor.a, 10). Por lo cual ruega en otro lugar que Dios
guarde los cuerpos enteros hasta el día del juicio, así como las almas y los
espíritus (1 Tes. 5,23). Y no hay por qué mara-villarse; pues seria del todo
absurdo que los cuerpos que Dios ha consa-grado como templo suyo, se
corrompieran sin esperanza alguna de resurrecci ón. y aún más, porque son
miembros de Cristo (1 Cor. 6, 15); Y Dios manda y ordena que todas sus
partes sean santificadas para Él; y quiere que su nombre sea ensalzado por
nuestra lengua, y que los hom bres eleven al cielo sus manos limpias y puras
_(l Tim, 2,8), Y que sean instrumentos para ofrecerle sacrificios. Ahora bien,
si el Juez celestial de tal manera honra nuestro cuerpo y nuestros miembros,
¿qué locura lleva al hombre mortal a convertirlos en podredumbre, sin
esperanza alguna de que sean restaurados en su ser? Igualmente san Pablo,
exhor-tándonos a llevar al Señor en nuestra alma y en nuestro cuerpo,
porque uno y otro son de Dios (1 Cor. 6, 20), no permite que sea para
siempre condenado a la corrupción lo que Dios con tanta estimación y
diligencia se ha reservado para sí.
Realmente no hay en la Escritura artículo de fe más claro y nítido que
éste: que resucitaremos con la misma carne que tenemos. "Es necesario",
dice san Pablo, "que esto corruptible se vista de incorrup-ción, y esto mortal
se vista de inmortalidad" (1 Cor. 15,53). Si Dios formase nuevos cuerpos,
¿dónde estaría este cambio y alteración de que habla san Pablo? Si el
Apóstol dijera que es necesario que sea-mos renovados, pudiera suceder que
su ambigua manera de expresarse diera lugar a alguna vacilación; mas al
hablar del cuerpo que tene-mos y prometerle la incorrupción, claramente
niega que Dios haya de formar otro nuevo. Más claramente no podía
expresarse, como dice
792 LIBRO 111 - CAPiTULO XXV
1
Tertuliano, a no ser que tuviera su propia piel en la mano para de-mostrarlo.
Por más que discurran no podrán librarse de ser condenados por lo que en
otro lugar afirma, cuando san Pablo, para probar que Jesucristo será Juez del
mundo, aduce el testimonio de lsaías: "Vivo yo, dice el Señor, que ciertamente
se doblará toda rodilla" (Rom. 14, 11; 1s. 45, 23); porque abiertamente declara
que aquellos mismos a quienes habla serán llamados a rendir cuentas; 10 cual
no concordaría si ellos hubiesen de comparecer ante el tribunal de Dios, no con
su propio cuerpo, sino con otro formado de nuevo.
Además, las palabras del Daniel tampoco ofrecen oscuridad alguna.
"Muchos", dice, "de los que duermen en el polvo serán despertados, unos para
vida eterna, y otros para vergüenza y confusión perpetua" (Dan. 12,2). Porque no
dice que Dios tomará materia de los cuatro ele-mentos para formarles cuerpos
nuevos, sino que los llamará de los sepul-cros en que habían sido colocados. La
misma razón lo dicta así. Porque si la muerte, que comenzó con la caída del
hombre, es accidental, la restauración verificada por Cristo pertenece a aquel
mismo cuerpo que comenzó a ser mortal. De! hecho de que los atenienses se
rieran cuando san Pablo les habló de la resurrección, podemos ciertamente
deducir cuál era su doctrina; sin duda su risa y sus burlas tienen mucho valor
para confirmar nuestra fe.
También es digno de consideración 10 que dice Jesucristo: "No temáis a los
que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar; temed más bien a aquel que
puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno" (Mt. 10,28). Pues no habría
motivo para temer, si el cuerpo que llevamos con nosotros no estuviese sometido
al castigo de que se habla. Ni es más oscuro 10 que dice el Señor en otra parte:
Vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirá n la voz de! Hij o
de Dios; y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que
hicieron lo malo, a resurrección de condenación (J n. 5, 28-29). ¿Diremos por
ventura que las almas descansan en el sepulcro, para desde allí oir la voz de
Cristo? ¿No será más exacto decir que los cuerpos al mandato del Señor
volverán a tomar la fuerza y el vigor que habían perdido?
Además, si Dios hubiese de darnos cuerpos nuevos, ¿dónde estaría la
conformidad entre la Cabeza y los miembros? Cristo resucitó. ¿Resucitó quizás
haciéndose un cuerpo nuevo? Al contrario; según Él mismo 10 había dicho:
"Destruid este templo, yen tres días lo levantaré" (Jn, 2,19), el mismo cuerpo
mortal que había tenido es el que volvió a sí. Pues de muy poco nos serviría, si
en su lugar hubiera sido puesto otro nuevo, y aquel que fue ofrecido en sacrificio
de expiación por nosotros hubiera sido destruido. Porque hemos de conservar la
unión y comunión de la que habla el Apóstol; a saber, que nosotros
resucitaremos porque Cristo resucitó (l Cor.15, 12 y ss.). Pues no hay cosa más
desprovista de razón que privar de la resurrección de Cristo a nuestra carne,
cuando en ella llevamos la mortificación de Cristo (2 Cor.d, 10). Lo cual se puso
de manifiesto con un ejemplo notable; cuando en la resurrección de Cristo
ceremonia visible. Porque, ¿de qué serviría, según lo hemos dicho, el rito del
entierro, sino para que supiesen que había otra nueva vida para los cuerpos
que se enterraban? Esto mismo se significaba con los ungüen-tos aromáticos
y otras figuras de la inmortalidad, que suplían, no menos que los sacrificios,
a la oscuridad de la doctrina en tiempo de la Ley. Porque la superstición no
produjo esta costumbre, ya que vemos al Espíritu Santo insistir en que se
diera sep ultura, con tanta diligencia como en los demás articulas
fundamentales de la fe. Y Cristo recomienda en-carecidarnente este acto de
humanidad de enterrar a los muertos, como cosa digna de gran alabanza (M t.
26, 12); Y ello no por otra razón, sino porque por este medio nuestros ojos no se
detienen en el sepulcro, que consume todas las cosas, sino que se elevan a
contemplar el espectáculo de la renovación futura.
Además, la diligente observancia de esta ceremonia, por la que son
alabados los patriarcas, prueba suficientemente que les sirvió de ayuda
preciosa para su fe. Porque Abraham no hubiera cuidado con tanta solicitud
de la sepultura de su mujer (Gn, 23,4. 19), de no haberle incitado a ello la
piedad, y sí no hubiera visto en ello algún provecho superior a las cosas de
este mundo; a saber, adornando el cadáver de su mujer con las señales de la
resurrección, confirmar su fe y la de su familia.
Esto se ve más claramente en el ejemplo de Jacob, quien para testirno-
niar a sus descendientes que incluso al morir no había perdido la espe-ranza
de ir a la tierra de promisión, manda que sus restos sean transporta-dos allá
(Gn.47,30). Si él, pregunto yo, había de ser revestido de un cuerpo nuevo,
¿no sería su disposición ridícula y vana, al tener tanta consideración con un
poco de polvo y ceniza que se había de reducir a nada? Así que, si hacemos
caso de la Escritura, no hay artículo más claro y más cierto que éste.
Esto mismo significan las palabras resurrección y resucitar, incluso para
un niño; pues nunca diríamos que resucita lo que es creado de nuevo; ni
sería verdad lo que dice Cristo: De todo lo que me dió el Padre, nada
perecerá; sino que yo 10 resucitaré en el último día (Jn. 6,39). Y lo mismo
significa la palabra "dormir", que no conviene más que al cuerpo. De ahí
procede también el nombre de cementerio, que quiere decir dormitorio.
Modo de nuestra resurrección. Queda ahora por tratar brevemente del modo
de resucitar. Expresamente pretendo dar un simple gusto de ello; porque san
Pablo, al llamarlo misterio (l Cor.15,51), nos exhorta a la sobriedad y mesura, y
nos frena, para que no nos tomemos la libertad de especular atrevidamente en
cuanto a este misterio.
En primer lugar debemos retener lo que ya hemos dicho: que resuci-
taremos con Ia misma carne que ahora tenemos, en cuanto a la sustancia;
pero no en cuanto a la calidad. Igual que resucitó la misma carne de
Jesucristo que habia sido ofrecida en sacrificio, pero con otra dignidad y
excelencia, como si fuera totalmente distinta. Lo cual san Pablo explica con
ejemplos familiares; porque como la carne del hombre y la de los animales
es de la misma sustancia, pero no de idéntica calidad; y como la materia de
las estrellas es la misma, pero su claridad es diversa (1 Cor. 15, 39-40), de la
misma manera dice que, a unq ue conservaremos la sustan -
LIBRO 111 - CAPÍTULO XXV 795
cia del cuerpo, sin embargo habrá cambio, para hacerlo de condición más
excelente. Así que nuestro cuerpo corruptible no perecerá ni se deshará para ser
nosotros resucitados; sino que, despojándose de la corrupción, se vestirá de
incorrupción. Y como Dios tiene a su disposi-ción todos los elementos, ninguna
dificultad podrá impedir que mande a la tierra, a las aguas y al fuego que
devuelvan lo que parecía que habían destruido. Así lo atestigua Isaías, aunque
figuradamente: "He aqui que Jehová sale de su lugar para castigar al morador de
la tierra por su mal-dad contra él; Y la tierra descubrirá la sangre derramada
sobre ella, y no encubrirá ya más a sus muertos" (ls.26,21).
Los muertos resucitarán; los vivos serán transformados. Pero hay que hacer
una diferencia entre los que fallecieron mucho tiempo atrás y los que aquel día
permanecerán con vida. Porque, como lo dice san Pablo: "No todos
dormiremos; pero todos seremos transformados" (1 COL 15,51). Quiere decir
que no será necesario que haya intervalo alguno de tiempo entre la muerte y el
principio de la segunda vida; porque "en un momento, en un abrir y cerrar de
ojos, .,. se tocará la trompeta, y los muer-tos serán resucitados incorruptibles y
nosotros seremos transformados" (1 COL 15,52). Yen otro lugar consuela a los
fieles que habian dé morir; dice que los que en aquel día se hallaren vivos no
precederán a los que ya han muerto, sino que quienes hubieren muerto en Cristo
resucitarán los primeros (1 Tes.4, 15-16).
S¡ alguno objeta lo que dice el Apóstol: "Está establecido para los hombres
que mueran una sola vez" (Heb.9,27), la solución es clara; cuando el estado de
la naturaleza es transformado tenemos una especie de muerte, y muy bien se la
puede llamar así. Por tanto, se pueden conciliar perfectamente estas dos cosas:
que todos serán renovados por la muerte cuando se despoja del cuerpo mortal, y,
sin embargo, que no será necesa-rio que el alma se separe del cuerpo, pues este
cambio se hará de repente.
vemos que las cosas que son propias de Cristo y de sus miembros se extienden
también en parte a los impíos; no porque las posean más legítimamente, sino para
que sean más inexcusables. Ciertamente, Díos se muestra muchas veces tan liberal
con los impíos, que las bendiciones que de Él reciben los fieles quedan oscurecidas;
sin embargo todo esto se les convertirá en hiel; todo será para mayor condenación
suya.
Si alguno objeta que la resurrección se compara indebidamente a los beneficios
caducos y terrenos, a esto respondo que tan pronto como se apartaron de Dios, que es
la fuente de la vida, merecieron ser arruinados con el Diablo y totalmente destruidos
como él; pero que por un adrni-rabie designio divino se halló el medio de que vivan
en la muerte fuera de la vida. Por esto no debe parecernos extraño que la resurrección
sea accidentalmente común a los impíos, para con ella llevarlos contra su voluntad
delante del tribunal de Cristo, a quien ahora desdeñan de tener por maestro e
instructor. Porque seria una pena muy leve perecer con la muerte, si no hubiesen de
comparecer ante el Juez para ser castigados por su contumacia, cuando tantas veces
han provocado su ira contra sí mismos.
Por lo demás, aunque hemos de mantener lo que hemos dicho, y que se contiene
en aquella célebre confesión de san Pablo ante Félix, que él esperaba que había de
haber resurrección, asi de jUSt0S como de injustos (Hch.24, 15), sin embargo la
Escritura muchas veces propone la resurrec-ción, y juntamente con ella la
bienaventuranza, solamente a los hijos de Dios; porque propiamente hablando, Cristo
no ha venido para condenar, sino para salvar al mundo. Ésta es la causa por la cual
en el Símbolo de la Fe solamente se hace mención de la vida eterna.
dice, yo soy tu galardón sobremanera grande (Gn.15, 1), Está de acuerdo con
ello lo que dice David: "Jehová es la porción de mi herencia y de m i copa; tú sus
ten tas mi suerte" (Sal. 16, 5). Y en otro lugar: Quedaré saciado con tu vista (Sal.
17,15). Y san Pedro declara que los fieles son llamados "a ser participantes de la
naturaleza divina" (2 Pe. 1,4). ¿Cómo se verificará esto? Porque será glorificado en
sus santos y admirado en todos los que creyeron (2 Tes.l, 10). Si el Señor ha de
hacer partícipes a sus elegidos de su gloria, virtud y justicia, e incluso se dará a sí
mismo para que gocen de Él, y lo que es más excelente aún, se hará en cierta manera
un misma cosa con ellos, hemos de considerar que toda clase de felicidad se halla
comprendida en este beneficio.
Los diversos grados de la gloria celes/e. Debemos tener por cierto sin duda
alguna lo que la Escritura nos enseña: que como Dios distribuye sus dones en este
mundo diversamente entre sus fieles y los ilumina de modo diferente con Su
resplandor, de la misma manera en el cielo, donde coronará Sus dones, la medida de
la gloria no será igual. Porque lo que dice sao Pablo de sí mismo: Vosotros sois mi
gloria y mi corona en el día de Cristo (l Tes.Z, 19), es aplicable a todos en general.
Asimismo lo que el Señor dice a sus discípulos: " ... os sentaréis sobre doce tronos,
para juzga r a las doce tri bus de Israel" (Mt, J9,28). Sabiendo, pues, san Pablo que
Dios glorifica en el cielo a sus santos conforme los ha enriquecido en la tierra con
sus dones espirituales, no duda que ha de recibir una corona especial conforme a los
trabajos que padeció. Y Jesucristo, para ensalzar la dignidad del oficio que había
confiado a sus apóstoles, les advierte cuál será el fruto que en el cielo les está
guardado, según lo había dicho antes por Daniel: "Los entendidos resplandecerán
como el resplan-dar del firmamento; y los que enseñan la justicia a la multitud, como
las estrellas a perpetua eternidad" (Dan. 12,3). Realmente, si se considera la Escritura
con atención, no solamente promete vida eterna a los fieles, sino además un salario
especial a cada uno. Por esto dijo san Pablo: Que el Señor conceda a Onesíforo que
halle misericordia cerca del Señor en aquel día por cuanto me ayudó en Efeso (2
Tim.l, 18). Lo cual con-firma la promesa de Cristo. que los discípulos recibirán cien
veces más en la vida eterna (Mt.l9,29).
CAPÍTULO PRIMERO
cuyo número están todos los que han pasado a la otra vida. Ésta es la razón del
empleo, en el Símbolo, de la palabra creer; porque con frecuen-cia no se puede
notar ninguna diferencia entre' los hijos de Dios y los infieles, entre Su rebaño y
las fieras salvajes.
Creemos la Iglesia. Muchos intercalan aquí la partícula en, sin razón alguna.
Confieso ser esto lo que más comúnmente se emplea hoy día, y que ya
antiguamente había estado en uso, puc~ el mismo Símbolo Niceno, según se cita
en la Historia Eclesiástica, dice: "Creo en la Iglesia";' A pesar de ello, la
fórmula creo la Iglesia, y no en la Iglesia, aparece tam-bién en los escritos de los
antiguos Padres; y ha sido aceptada sin difi-cultad. Porque san Agustín>, lo
mismo que el autor del tratado sobre el Símbolo que se ha atribuido a san
Cipriano.P no solamente hablan así, sino que expresamente notan que esta
manera de hablar sería impropia si se añadiese la partícula en. Confirman su
opinión con una razón que no es despreciable. Testificamos que creemos en
Dios, porque nuestro corazón descansa en Él como Dios verdadero, y que
nuestra confianza reposa en Él. Lo cual no se aplica a la Iglesia, ni tampoco a la
remisión de los pecados ni a la resurrección de la carne. Por tanto, aunque yo no
quisiera discutir por meras palabras, sin embargo preferiría usar los tér-minos
con propiedad para que queden claras las cosas, en vez de emplear términos que
oscurezcan el asunto sin razón.
perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del
cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del
conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la
estatura de la plenitud de Cristo" (EfA,ll-I3).
Notemos que, aunque Dios pueda perfeccionar a los suyos en un rno-
mento, no quiere que lleguen a edad perfecta sino poco a poco. Fijémonos
también en que lo consigue por medio de la predicación de la doctrina ce-
lestial, encomendada a los pastores. Y veamos que todos, sin excepción,
están bajo una misma ley: obedecer con espíritu dócil a sus doctores, que
han sido elegidos para regir. Ya mucho antes el profeta Isaías había descrito
el reino de Cristo con estas señales: "El Espíritu mío que está sobre ti, y mis
palabras que puse en tu boca, no faitarán de tu boca" (ls.59,2l). De lo cual se
deduce que son dignos de perecer de hambre y miseria todos los que rehusan
este alimento espiritual del alma que la Iglesia les ofrece.
Dios nos inspira la fe sirviéndose del Evangelio, como san Pablo nos lo
advierte: "La fe es por el oir, y el oir, por la palabra de Dios" (Rorn, 10,17).
El poder de salvar reside solamente en Dios (Rorn, 1,16); pero lo manifiesta
únicamente, como también lo testifica san Pablo, en la predicación del
Evangelio. Por eso ordenó Dios en los tiempos de la Ley que el pueblo Se
reuniese en el santuario que había mandado construir, a fin de que la
doctrina enseñada por medio de los sacerdotes mantuviese la unidad en la fe.
De hecho, estos excelentes títulos: que el templo es el lugar de reposo de
Dios, y su santuario y su morada (SaL 132,14), que está entre queru bi nes
(Sal. 80, 1), no tenian otro propósi to sino hacer apreciar y amar con toda
reverencia la predicación de la doctrina celestial, la cual tenía tal dignidad
que quedaría menoscabada si alguno se detenía en los hombres que la
enseñaban.
y para que sepamos que se nos ofrece un tesoro inestimable, pero "en vasos de
barro" (2 Cor.4, 7), Dios mismo sale al frente, y puesto que Él es el autor de este
orden de cosas, quiere ser reconocido precisamente en 10 que ha instituido. Por
eso, después de prohibir a su pueblo relacio-narse con adivinos, agüeros, artes
mágicas, nigromancia y otras supers-ticiones, añade que Él les dará un modo de
aprender que sea apto para todos ; a saber. que jamás les faltarán profetas
(Lv.19,31; DI. 18,10-14). Y del mismo modo que no envió ángeles al pueblo
antiguo, sino que les suscitó doctores que hiciesen de verdad entre ellos el oficio
de ángeles, así también ahora Él nos quiere enseñar por medio de otros hombres.
y como entonces no se contentó con sola la Ley, sino que puso a los sacerdotes
por intérpretes de la misma, por cuya boca el pueblo conocía el verdadero
sentido de la Ley; así ahora no sólo quiere que cada uno la lea atentamente en
particular, sino que también nos da maestros y expo-sitores que nos ayuden a
entenderla.
1 Herejes. como eran en el siglo XVI los anabaptistas y los libertinos espirituales.
LIBRO IV - CAPÍTULO I 809
del nombre del Señor, porque Él quiso que allí fuese celebrado su recuer-do
(Éx. 20,24). Con lo cual clararnente ensena que no valía de nada ir al Templo
sin hacer uso de la piadosa doctrina.
No hay duda de que David, por esta misma causa se queja con gran dolor y
amargura de espíritu de que por la tiranía y crueldad de sus enemigos, le era
prohibido ir al Tabernáculo (Sal. 84,3) A muchos parece pueril esta lamentación
de David, puesto que ni él perdía gran cosa, ni tampoco era privado de una
satisfacción tan grande por no poder entrar en los patios de! Templo, mientras él
gozase otras comodidades y delicias. Con todo, él deplora esta molestia, congoja
y tristeza que le abrasa, ator-menta y consume; y ello porque los verdaderamente
fieles nada estiman tanto como este medio por e! que Dios eleva a los suyos de
grado en grado.
Lo que alegan tanto unos como otros, fácilmente podrá esc1arecerse considerando
con diligencia los pasajes en que Dios, que es el autor de la predicación, aplica su
Espíritu a ella, y promete que no quedará sin ningún fruto; o, por otra parte, aquellos
en que, desechando toda ayuda externa, se atribuye a sí mismo, no sólo el-principio
de la fe, sino aun su perfección.
El oficio del segundo Elias - como dice Malaquías - fue alumbrar los
entendimientos, convertir los corazones de los padres hacia los hijos, y a los
incrédulos a la prudencia de los justos (MaI.4,6). Jesucristo dice que envía a sus
apóstoles a recoger el fruto de su trabajo (Jn. 15,16). En qué consiste este fruto lo
declara san Pedro en pocas palabras cuando dice que somos regenerados por la
Palabra que nos es predicada y que es germen incorruptible de vida (1 Pe. 1,23).
Asimismo san Pablo se gloría de haber engendrado a los corintios por el Evangelio (1
Cor.4, 15), y de que ellos son el sello de su apostolado (1 Cor.9,2); y aun de que el no
era ministro de la letra, con la que solamente toca sus oídos con el sonido de su voz,
sino quc se le había dado la eficacia del Espíritu, y así no era inútil su doctrina (2
Cor.3,6). En el mismo sentido dice en otra parte que su Evangelio no consiste sólo en
palabras, sino en potencia de Espí-ritu (1 Cor. 2,4--5). Afirma también que los
gálatas han recibido el Espí-ritu por la predicación de la fe (GáI.3,2). En fin, en
muchos lugares se hace, no sólo cooperador de Dios, sino que se atribuye hasta el
oficio de comunicar la salvación (1 COl'. 3,9). Ciertamente no dijo esto para atri-
buirse a sí mismo alguna cosa sin dar por ella gloria a Dios, como el mismo lo dice
con pocas palabras: Nuestro trabajo no ha sido en vano en el Señor (1 Tes. 3,5),
porque su potencia obra poderosamente en mí (Col. 1, 29).'{ también' "El que actuó
en Pedro para el apostolado de la circuncisión, actuó también en mí para con los
gentiles" (GáI.2,8).
y todavía más, según aparece en otros lugares en que no atribuye cosa alguna a los
ministros cuando los considera en sí mismos: "Ni el que planta es algo, ni el que
riega, sino Dios, que da el crecimiento" (1 Coro 3, 7). "He trabajado más que todos
ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo" (1 Coro 15, la). Hemos, pues, de
notar diligente-mente las sentencias con que Dios, atribuyéndose a sí mismo la
ilumina-ción de los entendimientos y la renovación de los corazones, afirma que
comete grave sacrilegio quien se arrogare alguna de estas cosas. Mientras tanto,
según la docilidad que cada uno muestre a los ministros que Dios ha ordenado,
sentirá, en efecto, con gran provecho propio, que este modo de enseñar ha
complacido a Dios no sin razón, y que no sin motivo ha impuesto a todos sus fieles
este yugo de modestia.
a los santos que viven en este mundo, sino también a cuantos han sido elegidos
desde el principio del mundo.
Otras muchas veces entiende por Iglesia toda la multitud de hombres
esparcidos por toda la Tierra, con una misma profesión de honrar a Dios y a
Jesucristo; que tienen el Bautismo como testimonio de su fe; que testifican su
unión en la verdadera doctrina y en la caridad con la partici-pación en la Cena;
que consienten en la Palabra de Dios, y que para enseñarla emplean el ministerio
que Cristo ordenó. En esta Iglesia están mezclados los buenos y los hipócritas,
que no tienen de Cristo otra cosa sino el nombre y la apariencia: unos son
ambiciosos, avarientos, envidio-sos, malas lenguas; otros de vida disoluta, que
son soportados sólo por algún tiempo, porque, o no se les puede convecer
jurídicamente, o porque la disciplina no tiene siempre el vigor que debería. As!
pues, de la misma manera que estamos obligados a creer la Iglesia, invisible!
para nosotros y conocida sólo de Dios, así también se nos manda que honremos
esta Iglesia visible y que nos mantengamos en su comunión.
Sin embargo, Él nos muestra a quiénes debemos tener por tales. Por otra
parte, viendo el Señor que nos convenía en cierta manera conocer a quiénes hemos
de tener por hijos suyos, se acomodó a nuestra capaci-dad. Y dado que para esto no
había necesidad de la certeza de la fe, puso en su lugar un juicio de caridad por el
que reconozcamos como miembros de la Iglesia a aquellos que por la confesión de
fe, por el ejemplo de vida y por la participación en los sacramentos, reconocen al
mismo Dios y al mismo Cristo que nosotros.
1 Esta noción de Iglesia invisible que, sin comprenderla, ha sido con tanta frecuencia
criticada en Calvino, se encuentra ya en Agustín cuando habla de los falsos cristianos
separados del edificio invisible de la caridad (ab illa invisibili charitatis compage); cfr.
Del Bautismo contra los Donatistas, lib. III, cap. XIX, 26.
• Tratados sobre el Evangelio de san Juan, XLV, 12.
812 LIBRO IV - CAPiTULO 1
el cuerpo de la Iglesia para juntarnos a él, nos lo ha marcado con señales tan
evidentes, que lo vemos claramente y como a simple vista.
Los miembros de la Iglesia. Las personas que por tener una misma profesión
de religión son reconocidas en dichas iglesias, aunque en reali-dad no son de la
Iglesia, sino extrañas a ella, con todo en cierta manera pertenecen a la Iglesia
mientras no sean desterradas de ella por juicio público.
menester que examinemos la tal congregación que pretende su nombre con esta
regla que Dios nos ha dado como piedra de toque: si posee el orden que el Señor
ha puesto en su Palabra y en sus sacramentos, no nos engaña en manera alguna;
podremos darle con seguridad la honra que se debe a la Iglesia. Por el contrario,
si pretende ser reconocida como Iglesia no predicándose en ella la Palabra de
Dios ni administrándose sus sacramentos, no tengamos menor cuidado de huir
de tal temeridad y soberbia para no ser engañados con tales embustes.
y aún digo más: que podrá tener algún vicio o defecto en la doctrina o en la
manera de administrar los sacramentos, y no por eso debamos apartarnos de su
comunión. Porque no todos los artículos de la doctrina de Dios son de una misma
especie. Hay algunos tan necesarios que nadie los puede poner en duda como
primeros principios de la religión cristiana. Tales son, por ejemplo: que existe un solo
Dios; que Jesucristo es Dios e Hijo de Dios; que nuestra salvación está en sola la
misericordia de Dios. y así otras semejantes. Hay otros puntos en que no convienen
todas las iglesias, y con todo no rompen la unión de la Iglesia. Así por ejemplo, si
una iglesia sostiene que las almas son transportadas al cielo en el mo-mento de
separarse de sus cuerpos, y otra, sin atreverse a determinar el lugar, dijese
simplemente que viven en Dios, ¿quebrarían estas iglesias entre si la caridad y el
vínculo de unión, si esta diversidad de opiniones no fuese por polémica ni por
terquedad? Éstas son las palabras del Após-tol: que si queremos ser perfectos,
debemos tener un mismo sentir; por 10 demás, si hay entre nosotros alguna
diversidad de opinión, Dios nos lo revelará (Flp, 3, ! 5). Con esto nos quiere decir que
si surge entre los cristianos alguna diferencia en puntos que no son absolutamente
esen-ciales, no deben ocasionar disensiones entre ellos. Bien es verdad que es mucho
mejor estar de acuerdo en todo y por todo; mas dado que no hay nadie que no ignore
alguna cosa, o nos es preciso no admitir ninguna iglesia, o perdonamos la ignorancia
a los que faltan en cosas que pueden ignorarse sin peligro alguno para la salvación y
sin violar ninguno de los puntos principales de la religión cristiana.
y que por ella no pasarán extraños (JI. 3,17), Y que su templo será santo y no
pasará por él nada inmundo (Is, 35,8; 52, 1), no lo entendamos como si no
hubiese de haber ninguna falta en los miembros de la Iglesia; sino que, dado que
los fieles aspiran con todo su corazón a una entera santi-dad y pureza, se les
atribuye tal perfección por la liberalidad de Dios, aunque ellos aún no la tengan.
y a pesar de que muy pocas veces se ven en los hombres estas grandes señales de
santificación, debemos decidir que nunca ha habido algún tiempo, desde el principio
del mundo, en que Dios no haya tenido su Iglesia, y que jamás la dejará de tener
hasta el fin del mundo. Porque aunque casi desde el principio del mundo quedó
corrompido y pervertido todo el linaje humano por el pecado de Adán, no por eso ha
dejado Él de santificar algunos instrumentos para honra de esta masa corrompida, de
manera que no ha habido edad que no haya experimentado su mise-ricordia, cosa que
Él ha testificado con promesas ciertas, como cuando dice: "Hice pacto con mi
escogido; juré a David mi siervo, diciendo: Para siempre confirmaré tu descendencia,
y edificaré tu trono por todas las generaciones" (Sal. 89, 3-4). O esto otro: "Porque
Jehová ha elegido a Sion ; la quiso por habitación para si; éste es para siempre el
lugar de mi reposo" (Sal. 132, 13-14). O el texto de Jeremías: "Así ha dicho Je-hová,
que da el sol para luz del día, las leyes de la luna y de las estrellas para luz de la
noche: Si faltaren estas leyes delante de mí, también la descendencia de Israel faltará
para no ser nación delante de mí eterna-mente" (Jer.31,35-37).
Por eso san Cipriano habla muy bien cuando dice que, aunque haya cizaña en
la Iglesia, aunque haya en ella vasos sucios e inmundos, no por eso nos hemos
de separar nosotros de ella; sino que nuestro deber es procurar ser trigo, ser,
cuanto nos sea posible, vasos de oro o de plata. El romper los vasos de tierra a
solo Jesucristo le compete, al cual le ha sido dada la vara de hierro para hacerlo.
Que nadie se atribuya a si mismo lo que es propio del Hijo de Dios: arrancar la
cizaña, limpiar la era, aventar la paja y separar el buen grano del malo. Esto sería
una obstina-ción muy orgullosa y una sacrílega presunción.
Por tanto, estos dos puntos quedan ya resueltos: que no tiene ninguna excusa
quien por motivos propios se aparta de la comunión externa de la Iglesia, en la
que se predica la Palabra de Dios y se administran los sacramentos. Yen
segundo lugar, que las faltas y pecados de otros, sean pocos o muchos, no nos
impiden el hacer profesión de nuestra religión usando los sacramentos y los
otros ejercicios eclesiásticos juntamente con ellos. Y esto porque una buena
conciencia nunca puede ser dañada por la indignidad de los otros ni por la del
mismo pastor; y los sacramentos del Señor tampoco dejan de ser puros y santos
para el hombre limpio por ser recibidos en compañía de los impuros y malvados.
Digo que es necesario edificarla primero, pero no digo que pueda existir
Iglesia alguna sin remisión de pecados, porque el Señor nunca ha prometido su
misericordia sino en la comunión de los santos. Así que la remisión de los
pecados es nuestra primera entrada en la Iglesia y reino de Dios, sin lo cual no es
posible ni pacto ni amistad con Dios, como Él mismo dice por boca del profeta
Oseas: "En aquel tiempo haré para ti pacto con las bestias del campo, con las
aves del cielo y con las ser-pientes de la tierra; y quitaré de la tierra arco y
espada y guerra, y te haré dormir segura. Y te desposaré conmigo para siempre;
te desposaré con-migo en justicia, juicio, benignidad y misericordia" (Os. 2,18-
19). Vemos claramente de qué manera nos reconcilia el Señor consigo mismo
por la misericordia. Lo mismo afirma en otro lugar cuando profetiza que
recogerá al pueblo que en su ira había disipado: "Los limpiaré de toda su maldad
con que pecaron contra mí" (Jer.33,8). Ésta es la causa por la que somos
recibidos en nuestra primera entrada en la Iglesia con la señal y marca de la
purificación. Con lo cual queda patente que no tenemos entrada ni acceso a la
familia de Dios, si primero no son lavadas nuestras suciedades con su bondad.
Por tanto hemos de llegar a esta conclusión: que por la misericor-dia de Dios,
por los méritos de Cristo y por la santificación del Es-píritu Santo han sido
perdonados nuestros pecados, y que se nos perdonan diariamente mientras
estamos incorporados al cuerpo de la Iglesia.
822 LIBRO IV - CA pirULO 1
1 Herejes del siglo 111, discípulos de Novaciano. Cfr. Sócrates, Historia eclesiástica, lib.
I, cap. x).
LIBRO IV - CAPÍTULO 1 823
rancia.
Mas, ya que el Señor ha ordenado en la Ley unos sacrificios por los
pecados voluntarios, y otros por los de ignorancia, ¿qué temeridad será no
dar ninguna esperanza de perdón al pecado voluntario? Mantengo que no
hay cosa más clara que ésta: que el sacrificio de Cristo sirve para perdonar
los pecados, aun voluntarios, de su pueblo, ya que el Señor así lo ha
testificado en los sacrificios carnales, que eran meras figuras.
Además. ¿quién excusará a David por ignorancia, del que sabemos que
fue versado e instruido en la Ley? ¿No sabía David que el homicidio y el
adulterio eran pecados graves, siendo así que los castigaba a diario
826 LlBRO IV ~ CAPÍTULO 1, II
en sus vasallos? ¿Pensaban los patriarcas que era lícito y legítimo matar a su
hermano? ¿Tan poco adelantados estaban los corintios, que pensasen que la
incontinencia, la suciedad, la fornicación, los odios y revueltas podían agradar a
Dios? ¿Ignoraba san Pedro, después de haber sido avi-sado tan diligentemente,
qué gran pecado era el negar a su Maestro?
Así que, no cerremos con nuestra inhumanidad la puerta a la miseri-cordia de
Dios, que tan liberalmente nos la ofrece.
29. Octava objecián: No pueden ser perdonados más que los pecados cometidos
por debilidad
No me es desconocido que algunos de los antiguos doctores inter-pretaron
los pecados que diariamente se nos perdona como faltas ligeras en que caemos
por flaqueza de la carne; 1 Yque eran también de la opinión que la penitencia
solemne no debía reiterarse, lo mismo que el Bautismo." Esta opinión no debe
entenderse como si ellos quisieran poner en la desesperación a aquellos que
hubiesen recaído después de haber sido admitidos una vez a misericordia; ni que
ellos quieran menoscabar las faltas cotidianas, como si fuesen pequeñas delante
de Dios. Ellos sabían muy bien que los fieles tropiezan muchas veces con
infidelidades; que a menudo se les escapan de la boca juramentos sin necesidad;
que alguna vez llegan a decirse grandes injurias movidos por la ira; y que caen
en otros vicios que el Señor abomina. Mas ellos empleaban esta manera de
hablar para diferenciar las faltas particulares de los grandes y públicos pecados,
que eran ocasión de escándalo en la Iglesia.
Si perdonaban con tanta dificultad a los que habían eometído tales ofensas que
merecían corrección eclesiástica, no lo hacían para que tales pecadores pensaran
que Dios les perdonaba a duras penas, sino para atemorizar con tal severidad a
los demás y evitarles caer temerariamente en tales abominaciones por las que
mereciesen ser excomulgados de la Iglesia.
Sin embargo, la Palabra de Dios, que debe sernos en esto la única regla,
requiere una mayor moderación y humanidad. Porque enseña que el rigor de la
disciplina eclesiástica no debe ser tal que consuma de tristeza a aquel cuyo
provecho se busca, como largamente lo hemos tratado.
CAPíTULO JI
1 Agustín, Contra dos cartas de los pelagianos, lib. 1, cap. XIII, 27.
, Clemente de Alejandría, Stromata, lib. 11, cap. xm, 57,3; Tertuliano, De la Peni-tencia, VII, 9.
LIBRO IV - CAPiTULO 11 827
por todas partes, como los rayos del sol, que siendo muchos no despiden
más que una sola claridad; o como el árbol que tiene muchas ramas, pero
una sola fuerza, firmemente asentada en su raíz; o también como una fuente
con muchos caños, lo que no impide que la fuente sea s610 una. Separad del
cuerpo el rayo de sol; la unidad que había no quedará dividida. Así pasa con
la Iglesia, que siendo alumbrada con la claridad de Dios está esparcida por
todo el mundo, por lo cual no hay más que una sola claridad que se extiende
por todo, y por tanto no está rota la unidad de! cuerpo. No pudo decirse cosa
más excelente para definir la individua conexión o trabazón que tienen entre
sí todos los miembros de Cristo. Fijémonos cómo siempre nos lleva a una
misma Cabeza. Luego concluye diciendo: De ahí que las herejías y cismas
procedan de que no se acude a la fuente de la verdad, o no se busca la única
Cabeza, o no se tiene en cuenta para nada la doctrina del Maestro celestial.'
Que griten, pues, nuestros adversarios que somos herejes por habernos
separado de su Iglesia. Porque la única causa de haberlos dejado es que
ellos no permiten que se predique la verdad.
8. Pues, ¿qué?, puede que pregunte alguno, ¿no quedó entre los judíos
ninguna parte de Iglesia después de que cayeran en la idolatría?
La respuesta es fácil.
Lo primero que digo es que no cayeron de un solo golpe en la idolatría
total, sino poco a poco y como por grados, porque no puede decirse que haya
sido igual la falta de Israel y de Juda cuando comenzaron a apar-tarse del
verdadero culto a Dios.
Cuando Jeroboam construyó los becerros contra la prohibición expresa de
Dios y eligió el lugar para sacrificar, cosa que no le era lícito hacer,
corrompió totalmente la religión en Israel (l Pe. 12,28-30).
Los judíos, antes de caer en la idolatría, se contaminaron por su mala vida
y por sus opiniones supersticiosas. Porque aunque ya en tiempos de Roboam
habían introducido muchas ceremonias perversas, permanecían intactos en
Jerusalem la doctrina de la Ley, el orden sacerdotal y las ceremonias que
Dios les había ordenado, y por tanto, aún tenían los fieles un tolerable estado
de Iglesia.
En Israel no hubo enmienda alguna desde Jeroboam hasta el reinado de
Acab, y después las cosas fueron de mal en peor. Y ya sus sucesores, hasta
la destrucción del reino, fueron semejantes a él, y los que quisieron
mejorarse no consiguieron más que imitar a Jeroboam. Sea lo que fuere,
todos ellos fueron malditos idólatras.
En Judea hubo más cambios. Pues si algunos reyes corrompieron con
falsas supersticiones el culto divino, otros se esforzaron en reformar los
abusos que se habían introducido. En resumen, aun los mismos sacer-dotes
ensuciaron el templo de Dios con su manifiesta idolatría.
Así pues, que los papistas nieguen, si pueden, para excusar una vez más
sus vicios, que el estado de la Iglesia no está tan corrompido y depra-vado
entre ellos como lo estuvo en el reino de Israel en tiempos de Jeroboam.
Su idolatría es mucho más bochornosa; y en doctrina no son mas puros,
sino más impuros. Dios me es testigo, y lo mismo todos los que tengan algo
de juicio, de que yo no exagero ni aumento nada, sino que la misma cosa 10
demuestra.
Al querer, pues, forzarnos a la comunión con su Iglesia requieren de
nosotros dos cosas. La primera que comulguemos en todas sus oraciones,
sacramentos y ceremonias. La segunda, que atribuyamos a su Iglesia todo el
honor, el poder y la j urisdicción con que Jesucristo dotó a la suya.
CAPÍTULO 111
ellos su honor y superioridad, sino que por medio de ellos realiza su obra, ni
más ni menos como un obrero se sirve de su instrumento.
1Ie veo forzado a repetir lo que ya he dicho. Es cierto que Él podía hacer
esto perfectamente por si mismo sin ayuda o instrumento alguno, o por medio
de sus ángeles; pero son numerosas las razones de por qué no ha procedido así,
y lo ha hecho por medio de los hombres.
Primeramente con esto les declara sus amistosos sentimientos, al esco-ger
entre los hombres aquellos a quienes desea hacer sus embajadores, con encargo
de exponer su voluntad al mundo y de representar su misma persona; así
demuestra que no en vano nos llama tantas veces templos suyos (1 Cor. 3, 16; 2
Cor.6, 16), puesto que por boca de los hombres nos habla como desde el cielo.
En tercer lugar, no hay cosa más apropiada para mantener la caridad fraterna
entre nosotros, que unirnos mediante este vínculo: que uno sea constituido
pastor para enseñar a los demás, y que éstos reciban la doc-trina y la instrucción
de él. Porque si cada uno tuviese en si mismo cuanto le es preciso sin necesidad
de recurrir a los otros, según somos natural-mente de orgullosos, cada uno de
nosotros despreciaría a sus prójimos, siendo a su vez despreciado por ellos.
Por eso Dios ha unido a su Iglesia con el vínculo que le pareció más
apropiado para mantener en ella la unión, confiando la salvación y la vida eterna
a hombres, a fin de que por su medio les fuese comunicada a los demás.
que también subió por encima de todos los cielos para llenarlo todo. Y él mismo
constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evange-listas; a otros,
pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la obra del
ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a
la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la
medida de la estatura de la plenitud de Cristo; para que ya no seamos niños
fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de
hombres que para engañar em-plean con astucia las artimañas del error, sino que
siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en aquel que es la Cabeza, esto
es, Cristo, de quien todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las
coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada
miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor"
(Ef.4,4-16.1.
su reino; o, para decirlo con otras palabras, para echar por todo el mundo los
fundamentos de la Iglesia, como primeros y principales maestros y artífices
del edificio.
San Pablo llama profetas, no a todos los que en general declaran la
voluntad de Dios, sino a los que recibían alguna revelación particular (Ef.
2,20; 4, 11). De éstos, en nuestro tiempo no los hay, o son menos
manifiestos.
Por el nombre de evangelistas entiendo a los que en oficio y dignidad
venían después de los apóstoles, y hacian sus veces. De este número fueron
Lucas, Tirnoteo, Tito u otros semejantes; incluso es posible que lo fueran
también los setenta discípulos que Jesucristo eligió para que ocupasen el
segundo lugar después de los apóstoles (Le. lO,1).
Si admitimos esta interpretación - y debe serlo en mí opinión, como muy
conforme con las palabras y la intención del Apóstol -, aquellos tres oficios
no han sido instituidos para ser permanentes en la Iglesia, sino únicamente
para el tiempo en que fue necesario implantar iglesias donde no existían, o
para anunciar a Jesucristo entre los judíos, a fin de atraerlos a Él como a su
Redentor. Aunque no niego con esto que Dios no haya después suscitado
apóstoles o evangelistas en su lugar, como vemos que lo ha hecho en
nuestro tiempo." Porque fue necesaria su presencia para reducir a la pobre
Iglesia al buen camino del que el Anticristo> la había apartado. Sin embargo
sostengo que este ministerio fue extraordinario, puesto que no tiene cabida
en las iglesias bien orde-nadas.
(Mt. 10, l ; Le. 6,13). Porque, aunque según la etimología o derivación del
nombre todos los ministros de la Iglesia pueden ser llamados apóstoles por ser
enviados de Dios y sus mensajeros, sin embargo, como era de suma importancia
saber con certeza quiénes fueron enviados por el Señor a una misión tan nueva y
nunca olda, convino que los doce que tenían esta comisión - a los cuales se añadió
después san Pablo (Gál.l, 1; Hch. 9, 15) - tu viesen un título mucho más excelente
que [os otros. Es verdad que san Pablo concede este honor a Andrónico y a Junias,
decla-rándolos incluso excelentes entre los otros (Rom. 16,7). Pero cuando quiere
hablar con toda propiedad no atribuye este nombre más que a aquellos que tenían la
preeminencia que hemos indicado. Y así común-mente se emplea en la Escritura.
Sin embargo los pastores tienen el mismo cargo que tenían los apósto-les,
exceptuando que cada pastor tiene a su cargo una iglesia determinada. Esto es
necesario exponerlo con mayor amplitud.
¿Qué hay que decir de los pastores? San Pablo no habla solamente de sí
mismo, sino de todos los pastores, cuando dice: "Téngannos los hom-bres por
servidores de Cristo, y administradores de los misterios de Dios" (1 Cor.4,1). y
en otro lugar: "(Es menester que el obispo retenga) la palabra fiel tal como ha sido
enseñada, para que también pueda exhortar con sana enseñanza y convencer a los
que contradicen" (Tim.l, 9). De estas dos sentencias y otras semejantes podemos
concluir que el oficio de pastor comprende estas dos cosas: predicar el Evangelio y
administrar los sacramentos.
Por tanto, todo el que tenga a su cargo una iglesia sepa que está obli-gado a
servirla conforme a la vocación a que Dios le ha llamado; no que esté ligado de
tal manera a ella que no pueda irse a otra parte, cuando la necesidad pública lo
exigiere, siempre que se haga por buen orden. Lo que quiero decir es que el que
es llamado a un lugar, no debe pensar ya en cambiarse, ni tomar cada día nuevas
decisiones en vistas a su pro-vecho particular; y asimismo, que cuando sea
necesario que el pastor cambie de lugar, no lo haga por su personal decisión,
sino que debe regirse por la autoridad pública de la iglesia.
varios. Y san Lucas, después de decir que san Pablo convocó a los ancia-nos
de Efeso, poco después los llama obispos (Hch, 20,17-28).
9. El cargo de diácono
La asistencia a los pobres fue encargada a los diáconos. Aunque san Pablo,
en la Epístola a los Romanos, distingue dos clases de diáconos: El que
distribuye, dice, que lo haga con simplicidad; y el que hace miseri-cordia, con
alegría (Rom, 12,8). Ciertamente habla en este lugar de los oficios públicos de la
Iglesia; por eso es necesario que haya dos clases diferentes de diáconos. Si no
me engaño, en la primera cláusula entiende los diáconos que distribuían las
limosnas; yen la segunda, los que tenían cuidado de los pobres, asistiéndoles y
sirviéndoles; de esto se encargaban las viudas de que habla Timoteo. Porque las
mujeres no podían ejercer otro oficio público que el de encargarse de servir a los
pobres (1 Tim. 5,9-10). Si aceptamos esta exposición, como debe hacerse, puesto
que se apoya en una buena razón, debe de haber dos clases de diáconos: unos
servirán a la iglesia administrando y distribuyendo los bienes de los pobres; los
otros, asistiendo a los enfermos y demás necesitados. Aunque el nombre de
diácono tiene un sentido más amplio, sin embargo la Escri-tura llama
especialmente diáconos a los que son constituidos por la iglesia para distribuir
las limosnas y cuidar de los pobres, como procura-dores suyos. El origen, la
institución y el cargo de los diáconos lo refiere san Lucas en los Hechos de los
Apóstoles (Hch.6,3). La causa fue las quejas de los griegos contra los hebreos,
porque no se tenia en cuenta a sus viudas en el servicio de los pobres. Los
apóstoles, excusándose de que no podían cumplir a la vez con dos oficios, piden
al pueblo que elija siete hombres de buena vida, para que se hagan cargo de esto.
12. l°. Cómo han de ser aquellos que pueden ser elegidos para el santo
ministerio
En dos sitios trata san Pablo por extenso acerca de cómo deben ser quienes
han de ser elegidos obispos. En resumen, enseña que no deben ser elegidos más
que los de sana doctrina y vida santa, que no estén manchados por ningún vicio
notable que los haga despreciables y sea causa de afrenta para su ministerio (l
Tim, 3,2-7; Tit, 1,7-9). Y lo mismo respecto a los diáconos y ancianos.
En primer lugar hay que tener siempre mucho cuidado de que no sean ineptos
e incapaces de llevar la carga que se pone sobre sus hombros; es decir, que estén
adornados de las gracias y dones requeridos para el cumplimiento de su oficio.
Así nuestro Señor, cuando quiso enviar a sus discípulos, los dotó primero de las
armas y demás requisitos sin los cuales no podian pasar (Le, 21,15; 24,49; Me.
16, 17-18; Hch.1 ,8). Y san Pablo, después de hacer la descripción de un buen
obispo, advierte a Timoteo que no se contamine eligiendo personas que no
tengan las cualidades expuestas (1 Tim. 5, 22).
2°. Cómo hay que elegirlos. En cuanto a la manera de elegirlos, no hay que
referirlo a las ceremonias, sino a la reverencia y solicitud q ue se ha de poner en la
elección. A esto pertenecen los ayunos y oraciones que, como refiere san Lucas,
hadan los fieles cuando había que elegir ancianos (Hch.14,23). Porque sabiendo ellos
muy bien que era cosa de suma im-portancia, no se atrevían a intentarla sino con
gran temor, considerando detenidamente lo que tenían entre manos. Y cumplían su
deber principal-mente pidiendo a Dios que les diese espíritu de consejo y de
discerni-miento.
13. 3°. A quién pertenece elegir los ministros. - Vocación particular de los
apóstoles
El tercer punto de nuestra división es: A quién pertenece elegir los
ministros. En cuanto a la elección o institución de los apóstoles no se puede
seguir una regla fija. Los apóstoles no fueron elegidos de la misma forma y
manera que los demás. Siendo su ministerio extraordinario, para que tuviesen
una cierta preeminencia y se distinguieran de los demás, fue preciso que fueran
elegidos por la boca misma del Señor. Y por eso, cuando quisieron introducir
otro apóstol en lugar de Judas, no se atre-vieron a nombrar a ninguno, sino que
eligieron a dos y pidieron a Dios que mediante la suerte declarase cuál de ellos
quería que le sucediese (Hch.I,23-25). De la misma manera hay que entender lo
que san Pablo dice a los gálatas, cuando afirma haber sido elegido apóstol "no
de hombres ni por hombre, sino por Jesucristo y por Dios el Padre" (Gál.l,l).
15. La elección de los pastores debe ser hecha por otros pastores nl!l la
aprobación de la iglesia
La cuestión ahora es saber si el ministro debe ser elegido por toda la
iglesia, o solamente por los otros ministros y ancianos, que son los censores
de la Iglesia, o si bien puede ser elegido por un hombre sólo.!
Los que sostienen que debe ser elegido por un hombre solo, alegan lo que
san Pablo escribe a Tito: Por esta causa te dejé en Creta, para que
establecieses ancianos en cada ciudad (Tit. 1,5). Y a Timoteo : "No im-
pongas con ligereza las manos a ninguno" (1 Tim. 5,22). Opinan eHas que
Timoteo ha ejercido en Efeso una autoridad regia, disponiendo de todo a su
placer; y que Tito ha hecho lo mismo en Creta; pero se engañan
grandemente. Porque ambos han presidido las elecciones, a fin de guiar al
pueblo con su buen consejo, y no para excluir, hacer y deshacer a su
capricho. Y para que no se crea que esto lo invento por mí mismo, mostraré con
un ejemplo semejante que es realmente como digo.
Refiere san Lucas que san Pablo y Bernabé eligieron ancianos en las iglesias;
pero en seguida añade de qué modo se verificó: por voto, o por las voces del
pueblo, como lo expresa el vocablo griego que usa san Lucas.! Por tanto, ellos
dos los elegían; pero el pueblo, según la costum-bre del país, atestiguada por la
historia, alzaba la mano para declarar a quién quería. Y ésta es una manera
corriente de expresarse; como los cronistas romanos relatan que el cónsul eligió
nuevos magistrados u ofi-ciales, escuchando las voces del pueblo y presidiendo
la elección. Cierta-mente no es de presumir que san Pablo permitiese más a
Timoteo y a Tito de lo que él mismo se atrevía a hacer. Ahora bien, vemos que
su manera de elegir los ministros era con el consentimiento y el voto del pueblo.
Por lo tanto, hemos de entender los pasajes citados de tal manera que en nada se
menoscabe ni disminuya la común libertad y el derecho de la Iglesia.
Por ello san Cipriano, afirmando que esto procede de la autoridad de Dios,
dice muy bien que el anciano debe ser elegido delante de todos y en presencia de
todo el pueblo, a fin de que sea aprobado como digno e idóneo por el testimonio
de todos. Z Porque vemos que por mandato de Dios se observó esto mismo en
cuanto a los sacerdotes levíticos, que eran llevados y presentados ante todo el
pueblo antes de ser consagrados (Lv.8,3-4). Y de esta manera Matías fue
añadido al grupo de los apósto-les; y los siete diáconos no de otra manera fueron
elegidos, sino ante su vista y con su a probación (Hch, 1,26; 6, 2. 6). Estos
ejemplos, dice san Cipriano, muestran que la elección del sacerdote no se debe
hacer sino con la asistencia del pueblo, a fin de que la elección, examinada por
el testimonio de todos, sea justa y legítima.
Vemos, pues, que es legitima la vocación de los ministros por la Palabra de
Dios, cuando las personas idóneas son elegidas con el consentimiento y
aprobación del pueblo. Por lo demás, los pastores deben presidir la elección, a
fin de que el pueblo no proceda a la ligera, por facciones o con tumultos.
Por tanto los apóstoles, con la imposición de las manos significaban que
ofrecían a Dios aquel a quien introdudan en el ministerio. Aunque también lo
hacían con aquellos a quienes distribuian las gracias visibles del Espíritu Santo
(Hch. 19,6). Sea de ello lo que fuere, los apóstoles usaron esta solemne
ceremonia siempre que ordenaron a alguien para el ministerio de la Iglesia;
como vemos por el ejemplo de los pastores, igual que el de los doctores y
diáconos.
Aunque no haya ningún mandamiento expreso en cuanto a la imposi-ción de
las manos, como quiera que los Apóstoles siempre la usaron, está muy puesto en
razón que lo que ellos tan diligentemente observaron nosotros lo tengamos por
mandamiento. Y ciertamente, es cosa muy provechosa enaltecer ante el pueblo
la dignidad del ministerio con seme-jante ceremonia, y advertir con ella al
ordenando que ya no se pertenece, sino que está dedicado al servicio de Dios y
de su Iglesia.
Además, esta ceremonia no sería inútil y sin valor reduciéndola a su
verdadero origen. Porque si el Espíritu Santo no ha ordenado en su Iglesia cosa
alguna en vano, comprenderemos que esta ceremonia de que Él se ha servido no es
inútil, con tal que no se convierta en superstición.
Finalmente debemos notar que no todo el pueblo ponía las manos sobre los
elegidos, sino solamente los otros ministros; aunque no se sabe de cierto si eran
muchos o uno sólo el que imponía las manos. Claramente se ve que se procedió
así con los siete diáconos, con san Pablo y Bernabé, y con otros (Hch. 6,6; 13,3).
Pero san Pablo afirma que sólo él impuso las manos a Timoteo : "Te aconsejo que
avives el fuego del don de Dios que está en ti por la imposición de mis manos" (2
Tim.1 ,6). Lo que en otro lugar dice de la imposición de las manos del presbiterio (l
Tim.4, 14), no lo entiendo, como algunos hacen, de la compañía de los ancianos,
sino del estado y del oficio; como si dijese: Cuida de que la gracia que has recibido
por la imposición de manos, cuando yo te elegí en el orden del presbiterado, no sea
vana.!
CAPíTULO IV
1 Parece que la opinión que Calvino combate es, sin embargo, la única posible, y que
hay que entender la compañia (el grupo) de Il)S ancianos. el "presbiterion",
LIBRO IV - CAPjTULO IV 849
reglas con los cuales les parecía que exponían las cosas más por extenso de lo
que están en la Escritura, sin embargo acomodaron toda su disci-plina a la regla
de la Palabra de Dios, de tal modo que se puede ver fácil-mente que no
ordenaron nada contrario a aquélla. Y aunque haya habido algo censurable en
sus constituciones, sin embargo, por el celo con que se esforzaron en conservar
la institución del Señor y por no haberse apenas apartado de ella, nos será de
gran provecho exponer aquí en resumen el orden que siguieron para llevarla a la
práctica.
1 Carta CXLVJ.
I Carta X.
LIBRO IV - CAPíTULO IV 853
Así pues, no era lícito al obispo tomar cosa alguna, sino únicamente lo que
necesitaba para vivir sobriamente y para vestir sin lujo. Y si alguno comenzaba a
excederse y se pasaba de la raya en la abundancia, la sun-tuosidad y la pompa. al
momento era amonestado por los otros obispos vecinos; y si no se corregía era
depuesto.
1 Decretos J,. Greciano, pte. l l, dist. J. que cita este pasaje de san Jerónimo. Ibid., pIe. H,
que cita la Carta X de Gelasio.
a Ibid., cita la Carta LXVI de san Gregario.
854 LIBRO IV - CAPÍTULO IV
todo el pueblo; de tal manera que san Cipriano se excusa muy diligente-
mente de haber constituido lector a un cierto Amelio, sin haberlo comu-
nicado con la iglesia; porque, según dice, esto era contra la costumbre,
aunque no sin razón, Pone, pues, esta introducción: "Solemos, hermanos,
amadisirnos, pedir vuestro parecer en la elección de los clérigos, y después
de haber oído el parecer de toda la iglesia, considerar y pesar los méritos y
costumbres de cada uno",! Tales son sus palabras. Mas como en estos
pequeños ejercicios de lectores y acólitos no había gran peligro, puesto que
se trataba de cosas de poca importancia y después debían ser pro-bados por
largo tiempo, no se pidió para ellos el consentimiento del pueblo.
Lo mismo sucedió después en los otros estados y órdenes. Excepto en la
elección de los obispos, el pueblo casi permitió al obispo y a los presbi-
teros, que ellos decidiesen quiénes eran idóneos y hábiles, y quiénes no;
menos cuando había que elegir sacerdote para una parroquia; porque
entonces era preciso que el pueblo diese su consentimiento.
No es de extrañar que el pueblo descuidase mantener su derecho en las
elecciones, porque ninguno era ordenado subdiácono sin que fuera probado
por largo tiempo en su clericato con toda la severidad que hemos indicado.
Después de haber sido probado como subdiácono, lo promo-vían a diácono;
y si cumplía fiel y debidamente este oficio, lo hacían presbítero. Así que
ninguno era promovido sin haber sido examinado muy a la larga, y además
en presencia del pueblo.
Había asimismo muchos cánones para corregir los vicios; de modo que la
Iglesia no se podía cargar de malos ministros ni de malos diáconos, a no ser
que dejara a un lado los remedios que se habían dictado.
Por lo demás, para elegir los presbíteros siempre se requería el consen-
timiento del pueblo del que habían de ser ministros, según lo atestigua el
canon primero, llamado de Anacleto, que se contiene en los Decretos,
distinción 67.
Las ordenaciones se celebraban en ciertos periodos determinados del año,
a fin de que ninguno fuese ordenado en secreto sin el consentimiento del
pueblo, y que nadie fuese promovido a la ligera sin tener un buen
testimonio.
Los santos Padres se preocupaban tanto de que esta libertad del pueblo no
fuese menoscabada, que el mismo Concilio universal congregado en
Constantinopla no quiso ordenar a Nectario como obispo sin la aproba-ción
de todo el clero y del pueblo, según consta por la carta enviada al obispo de
1
Roma.
y por eso cuando algún obispo nombraba un sucesor, tal acto no era válido si
no 10 ratificaba el pueblo. De lo cual no solamente tenemos numerosos
ejemplos, sino además un formulario en el nombramiento que hizo san Agustín"
de Eraclio, para que fuese su sucesor. Y el historiador Teodoreto, a al referir que
Atanasio nombró a Pedro como sucesor suyo, añade luego que los ancianos
ratificaron el nombramiento, aprobándolo el magistrado, los nobles y todo el
pueblo.
12. Admito que fue muy razonable la disposición del Concilio de Lao-
dicea, que no se permitiese la elección al pueblo, pues es muy difícil que se
pongan de acuerdo tantas personas para llevar a término un asunto.
y casi siempre es verdad aquel proverbio: "el vulgo inconstante se divide en
diversas opiniones"." Pero había un buen remedio para evitar este inconveniente.
Primeramente elegía el clero solo; después presentaban el elegido al magistrado
y a los nobles; después de deliberar de común acuerdo ratificaban la elección si
les parecía buena, y si no elegían otro. Después se daba la noticia al pueblo, el
cual, aunque no estaba obligado a admitir la elección ya hecha, sin embargo no
tenía ya ocasión de pro-mover tumulto ninguno; o si comenzaban por el pueblo,
se hacía para saber a quién prefería; y así, conocidas sus preferencias, el clero
procedía a la elección. De este modo el clero no tenía libertad de elegir a quien le
pareciese, y sin embargo no se sujetaba a complacer el desordenado capricho del
pueblo.
León 1 en otro lugar hace mención de este orden, diciendo: "Hay que
contar con la voz de los ciudadanos, el testimonio del pueblo, la autori-dad
del magistrado y la elección del clero". Y: "Téngase el testimonio de los
gobernadores, la aprobación del clero, el consentimiento del senado y del
pueblo, porque la razón no permite que se haga de otra manera".') y realmente,
el sentido del canon del Concilio de Laodicea, ya citado, no es sino que los
gobernadores y los clérigos no se dejen llevar por el vulgo, que es
inconsiderado; más bien, que deben reprimir con gravedad y prudencia su loco
apetito, cuando fuere menester.
y que si alguno de ellos no puede por enfermedad o por dificultad del viaje, por
lo menos se hallen presentes tres, y que los ausentes manifiesten su
consentimiento por carta. Como este canon no se observaba desde hada ya
mucho tiempo fue renovado más tarde en muchos concilios. Se ordena a todos, o
por 10 menos a los que no tenían excusa, que se hallen presentes en la elección,
para que el examen de la doctrina y costumbres se hiciese con mayor madurez,
pues no era consagrado antes de ser examinado de esta manera.
Mas como tal reunión a veces se retrasaba demasiado, y mientras tanto los
ambiciosos tenían oportunidad de poner por obra sus malas inten-ciones,
advierte que basta con que después de hecha la elección, se junten los obispos
para consagrar al electo, después de haberlo examinado ellos.
15. Esto se hacía en todas partes sin excepción alguna. Después se intro-dujo
un procedimiento muy distinto: el elegido iba a la ciudad metropolitana
para ser confirmado. Esto se hizo por ambición y corrup-
ción, y no por razón alguna que lo justificara.
Poco después de que la Sede romana creciera, se introdujo otro proce-
dimiento aún peor: todos los obispos de Italia iban a Roma para ser consagrados:
así se puede leer en las cartas de san Gregorio. Solamente algunas ciudades
mantuvieron su antiguo derecho y se negaron a some-terse; como Milán, según
puede verse por una carta." Puede que las ciudades metropolitanas conservaran
su privilegio y su derecho. Porque la costumbre antigua fue que todos los
obispos de la provincia se jun-taran en la ciudad principal para consagrar a su
metropolitano.
Por lo demás. la ceremonia era la imposición de las manos. Yo no he leído
otras, sino que los obispos usaban un vestido especial para ser diferenciados de
los otros presbíteros. Asimismo ordenaban a los pres-bíteros y diáconos con la
sola imposición de las manos. Pero cada obispo ordenaba a los presbíteros de su
diócesis con el consejo de los demás presbíteros. Y aunque en general esto lo
hacían todos, sin embargo como el obispo presidía y todo se hacía bajo su
dirección, por eso decía que él ordenaba. Y así dicen muchas veces los doctores
antiguos que el presbítero no difiere del obispo, sino en cuanto que no tiene el
poder de ordenar.
CAPíTULO V
Será conveniente comenzar por la vocación, para que se vea quiénes y de qué
clase son los llamados alministerio, y por qué medios llegan a él. Después
veremos cómo desempeñan su oficio.
Daremos el primer lugar a los obispos, aunque con ello no van a ganar mucha
honra. Ciertamente mi deseo sería que el comenzar por ellos les sirviese de
título de honor; pero la materia es tal, 'que no se puede tocar sin que de ello se
siga una ignominiosa afrenta. Sin embargo, no olvidaré hacer lo que he
propuesto: o sea, enseñar simplemente, y no hacer largas invectivas, de lo que
me abstendré en lo posible.
Para entrar ya en materia, desearía que alguien, que no sea un desca-rado, me
respondiese qué obispos son los que hoy comúnmente se eligen. Examinar su
doctrina es evidentemente algo ya muy viejo y casi inexis-tente. Y si en algo se
tiene en cuenta la doctrina, no es sino para elegir a algún jurista, el cual en tiende
má s de juicios y de cancillerías, que de predicar en el templo. Es una cosa bien
sabida, que de cien años a esta parte, apenas se hallará uno entre cien obispos
que esté versado en la Sagrada Escritura. Y no hablo de lo que antes sucedía; no
porque las cosas estuviesen mejor, sino porque nuestra discusión versa sobre el
estado de la Iglesia actual.
elegido, lo muestran al pueblo; mas, ¿para qué? ; será para que lo adoren, no
para examinarlo.
Ahora bien, León es contrario a todo esto al decir que va contra toda
razón, y que es una introducción violenta y forzada.' Y san Cipriano, cuando
dice que es de derecho divino que la elección no se haga sin el
consentimiento del pueblo, da a entender que todas las elecciones hechas de
otra manera se oponen a la Palabra de Dios. 2 Existen muchos decretos y
concilios que estrictamente prohíben esto; y ordenan que si se hace, la
elección sea inválida. Si todo esto es verdad, se sigue necesariamente que en
el papado no hay elección alguna canónica que se pueda aprobar, ni en
virtud del derecho divino, ni del humano.
Aunque no hubiese ningún otro mal que éste, ¿cómo podrían excusarse de
haber despojado a la Iglesia de su derecho? Dicen que la corrupción del
tiempo asi lo exigía, pues el pueblo en general más se deja llevar del afecto
o del odio en la elección de Jos obispos que del buen juicio; y por eso esta
autoridad se da a unos pocos: al Cabildo de Canónigos.
Aun concediendo que esto fuera remedio para un mal desesperado, sin
embargo viendo ellos que el remedio hace más daño que la misma
enfermedad, ¿por qué no procuran también remediar este mal? Respon-den a
esto que los cánones prescriben estrictamente a los canónigos el orden que
han de guardar en la elección. Dudamos que el pueblo no comprendiera
antiguamente que estaba sujeto a leyes muy santas, cuando veía la regla que
le era impuesta por la Palabra de Dios para elegir a los obispos. Porque una
sola palabra que Dios dijese debía, con toda razón, estimarla más sin
comparación que cuantos cánones puedan existir. Sin embargo, corrompido
por la maldita pasión, no tuvo en cuenta la ley, ni la razón.
De esta misma manera actualmente, aunque hay muy buenas leyes
escritas, permanecen arrinconadas y enterradas en el papel. Y entretanto la
mayoría observa la costumbre de no ordenar pastores eclesiásticos más que
a borrachos, lascivos y jugadores. Y aún es poco lo que digo, pues los
obispados y oficios eclesiásticos han sido salario de adulterios y
alcahueterías. Porque cuando se dan a cazadores y monteros, la cosa todavía
marcha bien. Es inútil defender tales cosas con los cánones.
Repito que el pueblo seguía antiguamente un canon muy excelente
cuando la Palabra de Dios le mostraba que el obispo debe ser irrepren-sible,
de sana doctrina, no violento, ni avaricioso (1 Tim.3,2). ¿Por qué, entonces,
el cargo de elegir obispo se ha transferido del pueblo a estos señores?
Solamente se les ocurre responder que porque la Palabra de Dios no era
escuchada entre los tumultos y facciones del pueblo. ¿Por qué, entonces, no
se quita actualmente a los canónigos, que no solamente violan todas las
leyes, sino que con todo descaro confunden el cielo con la tierra mediante su
ambición, su avaricia y sus desordenados apetitos?
causa de las elecciones de los obispos; sin embargo ninguno de ellos pensó
jamás en quitar la elección al pueblo, porque tenían otros remedios para impedir
este mal, o para remediarlo cuando aconteciese.
La verdad es que el pueblo con el correr del tiempo se fue desenten-diendo de
la elección, dejando todo el cuidado de la misma a los presbí-teros. Estos, al
presentárseles la ocasión, abusaron de ella para alcanzar la tiranía que
actualmente ejercen, y que han confirmado mediante nuevos cánones. La manera
que tienen de ordenar o consagrar a los obispos, no es más que una pura farsa.
Porque la apariencia de examen que usan es tan frívola y vana, que no tiene ni
fuste para engañar al mundo.
Lo que en algunas partes los príncipes han conseguido de los papas mediante
pacto mutuo, para poder nombrar obispos, en esto la Iglesia no ha recibido daño
nuevo alguno." Solamente se quita la elección a los canónigos, quienes contra
toda ley y razón la habían cogido para sí mismos; o mejor dicho, la habían
robado. Evidentemente es un ejemplo malo y pernicioso, que sean los cortesanos
quienes hacen los obispos. La obligación de un buen príncipe sería abstenerse de
semejante corrup-tela. Es un abuso impropio e ínicuo que sea nombrado obispo
de una ciudad alguien a quien los ciudadanos nunca han pedido, o por lo menos
libremente aprobado. El procedimiento desordenado y confuso que desde hace
mucho tiempo se ha mantenido en la Iglesia, es lo que ha dado ocasión a los
príncipes para arrogarse el derecho de presentación de los obispos. Porque ellos
prefirieron tener la autoridad de conferir los obis-pados, a que la ejercieran los
que tenían menos derecho que ellos, y no menos abusaban de la autoridad.
Pero los doctores del papado, que solamente tienen en cuenta su vien-tre, y
que piensan que de ninguna otra cosa debe preocuparse la cristian-dad,
interpretan que es menester tener titulo para ser recibidos; quieren
l Se trata de las "investiduras", por [as cuales en la Edad Media los príncipes otor-gaban a
los prelados las funciones eclesiásticas.
LIBRO IV - CAPÍTULO V 863
decir, renta para ser mantenidos, o por beneficio o por patrimonio. Por esto
cuando en el papado ordenan un diácono o un sacerdote sin tener en cuenta
dónde ha de servir, no se oponen a recibirlo, con tal que sea suficientemente
rico para mantenerse. Pero, ¿quién puede creer que el titulo que exige el
Concilio es una renta anual para poder mantenerse?
Asimismo, como los cánones que han hecho después condenaban a los
obispos a mantener a Jos que hubiesen ordenado sin título suficiente, para
corregir la excesiva facilidad en recibir a todos los que se presen-taban, han
inventado un nuevo subterfugio para evitar el peligro; y con-siste en que el
que pide ser ordenado muestre un título o beneficio cual-quiera,
prometiendo darse con él por satisfecho. De este modo pierde el derecho a
reclamar del obispo el ser alimentado.
Omito infinidad de trampas que aquí se hacen, como cuando algunos
amañan falsos títulos de beneficios, de los cuales no podrán obtener cuatro
reales de renta al año. Otros toman beneficios prestados con la promesa
secreta de restituirlos inmediatamente, aunque muchos no lo hacen; y otros
misterios semejantes.
Acto de conferir un beneficio eclesiástico, producto de misas, etc. Todos estos párrafos nos
1
recuerdan que el padre del autor, Gerardo Calvino, era hombre de negocios del obispo y del
Capítulo de Noyon, y que precisamente en el estudio de
un notario es donde ha crecido el reformador. Por tanto ha visto de muy cerca las
prácticas que condena. '
• Renuncia a un beneficio.
• Rescripto del Papa en el que ordena otorgar a alguien el primer beneficio vacante,
• Derecho del Papa de proveer a un beneficio en seis meses, adelantando asi la dilación
ordinariamente fijada.
, Se llamaba patrón laico a un soldado inválido que el rey colocaba en una abadía, cuyo
nombramiento le competía a él, a fin de asegurarle una pensión,
• Comprar con dinero un cargo espiritual. El nombre viene de Simón Mago, que pretendía
comprar el poder espiritual de los apóstoles (Hch, 8, 18),
LIBRO IV - CAPiTULO V 865
7. La acumulación de beneficios
¿Se ha visto jamás que el pueblo, por malo y corrompido que fuese, se
tomase semejante licencia? Pero es aún más monstruoso que un hombre solo
- no digo quién, pero un hombre que no puede gobernarse a sí mismo - tenga
a su cargo el gobierno de cinco o seis iglesias. Se pueden ver hoy en día en
las cortes de los príncipes,jóvenes alocados que tendrán un arzobispado, dos
obispados, tres abadías. Es cosa corriente entre canónigos tener seis o siete
beneficios. de los cuales el único cuidado que tienen es cobrar sus rentas.
No les echaré en cara que la Palabra de Dios va contra todo esto, pues
hace ya mucho tiempo que les importa bien poco. Tampoco les objetaré que
los Concilios antiguos dieron numerosos decretos, castigando rigu-
rosamente tales desafueros, porque se burlan de tales cánones y decretos,
cuando bien les parece. Pero sí afirmo que es abominación contra Dios,
contra la naturaleza y contra el gobierno de la Iglesia. que un bandido o un
ladrón posea él solo varias iglesias. y que se llame pastor a un hombre que
no puede ni estar con su rebaño, aunque lo quisiese. Sin embargo, su
desvergüenza llega a encubrir con el nombre de la Iglesia suciedades tan
hediondas, para que nadie las condene. Y 10 que es peor, esta famosa
sucesión que alegan, diciendo que la Iglesia se ha conservado entre ellos
desde el tiempo de los apóstoles hasta nuestros días, perma-nece encerrada
en estas maldades.
eche por tierra todos los decretos antiguos? Pero de esto hablaremos des-
pués. Baste al presente afirmar, que cuando la Iglesia no estaba tan
corrompida como ahora, se tenía por cosa absurda que un fraile fuese
sacerdote. San Jeró ni 000 niega que desem peña el oficio de sacerdo te mien-
tras vivía entre monjes, sino que se equipara a los fieles, para ser gober-nado
por los sacerdotes. l
Mas, aun perdonándoles esta falta, ¿cómo desempeñan su cargo? Al-
gunos entre los mendicantes, y otros, predicando; los demás, no sirven más
que para cantar o murmurar entre dientes sus misas en sus cavernas. Como si
Jesucristo hubiera querido que sus presbíteros fueran ordenados para esto, o
el oficio lo llevase naturalmente consigo. La Escritura dice bien claramente
que el oficio y la obligación del presbítero es gobernar la Iglesia (Hch,
20,28). ¿No es, pues, una impía peoranación torcer a otro fin, o mejor dicho,
cambiar y obstruir del todo la santa institución del Señor'! Porque cuando los
ordenan, expresamente les prohiben lo que el Señor manda que hagan todos
sus presbíteros. Y que esto es así, se ve por esta lección que les recitan: el fraile
debe contentarse con perma-necer en su monasterio; no intente enseñar, ni
2
administrar los sacramen-tos, ni ejercer oficio alguno público.
Nieguen, si se atreven, que es burlarse abiertamente de Dios hacer a uno
presbítero, para que jamás ejerza su oficio, y que un hombre tenga el titulo
de una cosa que no puede conseguir.
oirlo más claramente; puesto que los canónigos, deanes, prepósitos y demás
estómagos ociosos, ni con el dedo meñique tocan una mínima parte de 10
que necesariamente se requiere en el oficio presbiterial, no se les debe
consentir de ningún modo que usurpando falsamente el honor, violen la
santa institución de Jesucristo.
11. Los obispos y los párrocos con frecuencia no residen en sus parroquias
Quedan los obispos y beneficiados que tienen cura de almas, los cuales
nos darían una gran alegría, si se tomasen la molestia de mantener su estado;
porque de buena gana les concederíamos que su oficio y estado es santo y
honorable, con tal que lo ejerciesen. Mas, cuando descuidan las iglesias que
tienen a su cargo, y echan la carga sobre las espaldas de otros, y sin embargo
quieren ser tenidos por pastores, quieren darnos a entender que el oficio de
pastor consiste en no hacer nada. Si un usurero, que jamás en su vida ha
salido de la ciudad, dijese que era campesino o viñador; si un soldado que
hubiese pasado toda su vida en la guerra y no hubiese saludado un libro en
toda ella, y sin haber contemplado un juicio se jactase e hiciera pasar por
doctor en leyes o abogado, ¿quién podría aguartar semejantes pretensiones?
Pues más locos son éstos, al querer que se los tenga por legítimos pastores
de la Iglesia, sin querer serlo. Porque, ¿quién de ellos desea al menos
parecer que cumple su deber en su iglesia? La mayor parte se pasan la vida
comiendo las rentas de las iglesias que jamás vieron; otros van una vez al
año o envían a su mayor-domo a recoger las rentas, para no perder nada.
Cuando comenzó a introducirse esta corrupción, los que querían gozar de
estas vacaciones o no residencia, se eximian con privilegios. Ahora es cosa
muy rara que uno resida en su iglesia. Sus parroquias las tienen como
granjas, y en ellas ponen a sus vicarios, como administradores. Ahora bien,
repugna a la naturaleza que se tenga a un hombre como pastor de un rebaño,
del cual jamás ha visto una sola oveja.
Hay una cosa en la que los que hacen de diáconos en la misa represen-tan un
espectáculo ridículo de la antigüedad; y es recibir las ofrendas que se hacen
antes de la consagración. La costumbre antigua era que los fieles antes de
comunicar en la Cena se besaban los unos a los otros, y luego ofrecían sus
limosnas para el altar. De esta manera daban testimo-nio de su caridad,
primeramente por la señal, y después por la obra. El diácono, que era el
procurador de los pobres, recibía la ofrenda para distribuirla a los pobres.
Actualmente de todo lo que se ofrece, ni un céntimo va a parar a los pobres; ni
más ni menos que si lo arrojasen al fondo del mar. Y sin embargo, se burlan de
la Iglesia con este vano pretexto de mentira que emplean en el oficio de los
diáconos. Ciertamente no hay en él nada que se parezca a la institución de los
apóstoles, ni a la costumbre antigua.
En cuanto a la administración de los bienes, lo han transferido por completo a
otro uso; y de tal manera está ordenado, que no se podría imaginar nada más
desordenado. Como los salteadores, después de dar muerte a los caminantes,
dividen la presa, así ni más ni menos, esta buena gente, después de haber
extinguido la claridad de la Palabra de Dios, como si hubieran cortado la cabeza
a la Iglesia, piensan que todo cuanto estaba dedicado a usos sagrados pueden
cogerlo como botin de su rapiña; y, en consecuencia, el que más puede más
coge.
vertido en canónigos. Sin embargo, es evidente que sus repartos no se han hecho
sin disputas, pues no hay cabildo que no tenga pleito con su obispo. Sea de ello
lo que fuere, están todos ellos tan de acuerdo, que ni un céntimo va a parar a los
pobres, quienes al menos debían tener la mitad, como antes se hacía. Porque los
cánones expresamente les asigna-ban la cuarta parte, y la otra cuarta parte para el
obispo, a fin de que pudiese socorrer a los extranjeros y a los pobres. Dejo a los
clérigos deci-dir qué deberían hacer con su cuarta parte, yen qué deberían
emplearla. En cuanto a la última parte, que se destinaba a la reparación de los
templos y otros gastos extraordinarios, ya hemos visto que en tiempo de
necesidad era toda para los pobres.
Si esta gente tuviera siquiera una centella de temor de Dios en sus corazones,
¿podrían vivir una sola hora en reposo. viendo que cuanto comen, beben, con lo
que se visten y calzan, les viene no solamente de latrocinio, sino también de
sacrilegio? Mas como el juicio de Dios no les conmueve mayormente, desearía
que pensasen que aquellos a quienes quieren convencer de que su jerarquía está
tan bien ordenada, que no lo puede estar mejor, son hombres dotados de sentido
y de inteligencia para juzgar. Respondan en pocas palabras: ¿el orden del
diaconado es una licencia para robar y asaltar? Si lo niegan, se verán forzados a
confesar que este orden ha cesado ya entre ellos, puesto que la dispensación de
los bienes eclesiásticos se ha convertido entre ellos en un manifiesto latro-cinio
lleno de sacrilegio.
Carta Ll/, 5 Y 6.
874 LIBRO IV - CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VI
Si ellos quieren que estas pruebas que alegan tengan solidez, deben demostrar
primeramente que cuando se dijo a un hombre que apacentase el ganado de
Cristo, se le dio por ello dominio y autoridad sobre todas las iglesias; y que atar
y desatar no es otra cosa que presidir sobre todo el mundo. Pero resulta que
Pedro, que había recibido este encargo del Señor, exhorta él mismo a todos los
otros presbíteros a que apacienten la Iglesia (1 Pe. 5, 2)_ De ello se deduce
fácilmente que al ordenar Jesu-cristo a san Pedro que apacentase sus ovejas, no
le ha dado ningún poder especial sobre los otros; o que el mismo Pedro ha
comunicado a los demás el derecho que él había recibido.
Mas para no hacer largas disquisiciones, en otro texto tenemos la ver-dadera
interpretación, hecha por boca del mismo Cristo, donde nos declara que entiende
por atar y desatar; a saber, retener los pecados ° perdonarlos (Jn. 20, 23). La
forma de atar y desatar se puede entender
876 LIBRO IV - CAPÍTULO VI
a él entre los gentiles, como se la había dado a Pedro entre los judíos.
Finalmente, que como san Pedro no se había conducido muy rectamente le
reprendió, y que Pedro aceptó su reprensión (GáI.2,7-14).
Todas estas cosas muestran claramente que existía igualdad entre san Pedro y
san Pablo; o por lo menos que san Pedro no tenía más autoridad sobre los otros
apóstoles que la que ellos tenían sobre él. Y ciertamente esa es la intención de
san Pablo; demostrar que no debe ser tenido por inferior en su apostolado ni a
Pedro, ni a Juan, porque todos son iguales a él y compañeros suyos, y no sus
señores.
Hubo una principal entre los apóstoles; la razón es que eran pocos. Si uno
preside sobre doce, ¿se sigue de ahí que uno pueda presidir sobre cien mil? Que
entre los doce se haya elegido a uno para dirigirlos, no es de extrañar. Es una
cosa que está de acuerdo con la naturaleza misma y con la razón humana, que
en cualquier sociedad, aunque todos sean iguales en poder, haya uno que sea el
conductor y el guía, por quien los otros se dejen gobernar. No hay Senado, ni
Cancillería, no hay Colegio, que no tenga su presidente; no hay compañía de
soldados que no tenga un capitán. Por eso no hay inconveniente alguno en
admitir que los após-toles concedieron tal primado a san Pedro. Pero lo que
tiene lugar respec-to a un número pequeño no puede hacerse extensivo a todo el
mundo, al cual es imposible que un solo hombre gobierne.
Pero el orden de la naturaleza, replican ellos, nos enseña que en todo cuerpo
debe haber una cabeza. En confirmación de esto traen el ejemplo de las grullas y
de las abejas, que siempre eligen un rey o gobernador entre ellas. Admito de
buen grado los ejemplos aducidos. Pero pregunto a mí vez si todas las abejas del
mundo se juntan en un lugar para elegir un rey común. Evidentemente cada rey
se da por satisfecho con serlo de su colmena; e igualmente cada banda de grullas
tiene su guía propio. ¿Qué concluiremos de aquí, sino que cada iglesia debe
tener su obispo?
Aducen también el ejemplo de los principados civiles, y acumulan dichos de
los poetas y los historiadores para ensalzar ese orden y monar-quía. A todo esto
podemos responder fácilmente que la monarquía no es alabada por los escritores
paganos en el sentido de que un solo hombre deba gobernar a todo el mundo;
solamente quieren decir y afirman, que ningún príncipe puede tolerar otro igual
a él en el gobierno.
Ni tampoco se puede dudar que ha querido exponer la manera de unión con que
los fieles están unidos con Jesucristo, su Cabeza. Pues bien, no solamente no hace
mención de una cabeza ministerial, sino que atribuye a cada miembro su operación
particular conforme a la medida de la gracia que a cada uno le es dada.
11. Aun suponiendo que Pedro debiera tener un sucesor, ¿por qué iba a ser el
de Roma?
Mas, aunque yo les conceda este punto, que jamás admitirá ninguna
persona sensata: que san Pedro tuvo el primado de la Iglesia con la condición de que
este primado permaneciese siempre en ella, y que fuese transmitiéndose por sucesión
ininterrumpida, ¿de dónde se concluye que la Sede romana ha sido tan privilegiada,
que todo el que sea obispo de ella debe presidir y ser cabeza de todo el orbe? ¿Con
qué derecho o título asignan esta dignidad a un lugar determinado, cuando a san
Pedro se le dio sin especificar ni nombrar lugar alguno?
Dicen que san Pedro residió en Roma, y allí murió, Pues bien, ¿Jesu-cristo no ha
ejercido el oficio de obispo de Jerusalern mientras vivió? ¿Yen su muerte no ha
cumplido todo cuanto era preciso para el Sumo Sacerdocio? El Príncipe de los
Pastores, el Obispo Supremo, la Cabeza de la Iglesia, no pudo adquirir el honor de
primado para el lugar donde residió; ¿cómo, entonces, pudo adquirirlo san Pedro, sin
comparación inferior a Cristo? ¿No es una locura y una frivolidad hablar de esto?
Jesucristo dio el honor de primado a san Pedro; Pedro tuvo su sede en Roma; luego
de ahí se sigue que fijó su primado en Roma. Por la misma razón el pueblo de Israel
debía antiguamente colocar su primado en el desierto, porque Moisés, gran doctor y
príncipe de los profetas, ejerció allí su oficio y allí murió (DL 34, 5).
12. Mas veamos el gracioso argumento que forman. Pedro tuvo el pri-mado entre los
apóstoles; luego la iglesia en la que tuvo su sede debe gozar del mismo privilegio.
Yo les pregunto: ¿De qué iglesia fue Pedro obispo primeramente? Responden que de
Antioquía. Entonces de aquí concluyo yo que el primado de la Iglesia conviene de
derecho a Antioquía.
882 LIBRO IV - CAPiTULO VI
Ellos admiten que la Iglesia de Antioquía fue la primera; pero dicen que
san Pedro al irse de allí trasladó a Roma la dignidad del primado, que había
llevado consigo. Porque existe en los Decretos una carta del papa Marcelo
escrita a los presbíteros de Antioquia, que dice así: "La silla de Pedro al
principio estuvo en vuestra ciudad, pero después por mandato de Dios fue
trasladada aquí. De esta manera la ciudad de Antio-quía, que al principio fue
1
la primera, cedió su vez a la sede de Roma". Mas yo pregunto: ¿en virtud de
qué revelación supo aquel buen hombre que Dios lo mandó así?
Si esta cuestión se ha de tratar y debatir conforme al derecho, es pre-ciso
que me respondan si el privilegio dado a Pedro es personal, real o mixto. No
pueden por menos que decidirse por una de estas tres distin-ciones, de
acuerdo con todos los juristas. Si dicen que es personal, en-tonces no tiene
nada que ver con el lugar. Si real, no se puede quitar al lugar al que se dio,
ni por muerte de la persona, ni por partida de la misma. Resta, pues, que sea
mixto. Pero entonces no hay que considerar simplemente el lugar sin
correspondencia con la persona. Que se decidan por lo que quieran; yo
concluiré luego fácilmente que Roma no puede de ningún modo atribuirse el
primado.
14. Por lo demás, no es cierto que Pedro haya sido obispo de Roma
Además, todo 10 que cuentan respecto a que san Pedro fue obispo
de Roma, a mi parecer no es cosa muy cierta.
No hay duda que lo que Eusebio dice", que san Pedro estuvo en Roma
veinticinco años, se puede refutar sin dificultad alguna. Por los capítulos
primero y segundo de la Carta a los Gálatas se ve claramente que estuvo en
Jerusalem casi veinte años después de la muerte de Jesucristo, y que de allí
fue a Antioquía, donde estuvo algún tiempo, no se sabe cuanto. Gregorio
dice siete años." Eusebio, veinticinco. Ahora bien, después de la muerte de
Jesucristo hasta el fin del imperio de Nerón, quien, según ellos, hizo matar a
san Pedro, no hay más que treinta y siete años. Por-que nuestro Señor
padeció el año dieciocho del emperador Tiberio. Si se quitan veinte años,
que san Pablo afirma que san Pedro permaneció en Jerusalem, no quedan a
lo sumo más que diecisiete años, que hay que repartir entre los dos
obispados. Si fue mucho tiempo obispo de Antio-quía, no pudo serlo de
Roma más que muy poco. Pero esto se puede exponer de una manera aún
más sencilla.
San Pablo escri bió su Carta a los Romanos ca mino de Jer usalem, donde
fue preso y llevado a Roma (Rom.15, 25). Por tanto es verosímil que esta
carta fuese escrita cuatro años antes de que él fuera a Roma. En la carta no
se hace mención alguna de Pedro, lo cual no hubiera omitido de ser Pedro
obispo de Roma. Hacia el final de la misma enumera una multitud de fieles a
los que saluda, haciendo una especie de catálogo de los que él conocía
(Rom. 16, I-J6); y tampoco hace mención alguna de san Pedro. Tratando con
gente de buen juicio no seriin precisas grandes sutilezas ni disputas. La
materia y el argumento mismo de la carta prueban clara-mente que san Pablo
no hubiera dejado de ninguna manera de hacer mención de san Pedro de
haberse encontrado éste en Roma.
15. Después san Pablo fue llevado prisionero a Roma. Refiere san Lucas
(Hch.28,13-16), que fue recibido por los hermanos; de Pedro no hace
mención. Estando san Pablo en Roma prisionero escribió a muchas iglesias.
En algunas de estas cartas envía saludos en nombre de los fieles que con él
estaban en Roma; pero en ellas no se dice una sola palabra por la que se
pueda conjeturar o sospechar que san Pedro estuviera en Roma. Pregunto
yo: ¿quién puede creer que si san Pedro hubiera estado
allí no lo iba a nombrar san Pablo entre los otros fieles?
Más aún: en la Carta a los Filipenses, después de decir que no tenía per-
sona alguna que cuidara tan fielmente de la obra del Señor como Timo-tea,
se queja de que cada uno busca su provecho particular (Flp. 2,20-21). Y
escribiendo al mismo Timoteo se le queja más amargamente aún de que
ninguno le había asistido en la primera defensa, sino que todos le habían
abandonado (2 Tirn.d, 16). ¿Dónde estaba entonces san Pedro? Porque si se
encontraba en Roma, san Pablo le imputa un grave cargo, al decir que había
desamparado el Evangelio; y que habla de los fieles se ve en que luego dice:
Que Dios no se lo impute. ¿Cuánto tiempo, pues, ha gobernado Pedro la
iglesia de Roma'?
Dirán que es opinión común que vivió en Roma hasta su muerte. Yo
replico que los escritores antiguos no están de acuerdo en cuan tG al
sucesor. Los unos dicen que fue Lino; otros, que Clemente. Además refieren
una multitud de fábulas necias sobre la disputa entre san Pedro y Simón
Mago. El mismo san Agustín, hablando de supersticiones no disimula que la
costumbre que se guardaba en Roma de no ayunar el día que se creía haber
ocurrido la victoria contra Simón Mago 1 procedía de un cierto rumor y de una
opinión concebida muy a la ligera." En conclusión, los sucesos de aquel tiempo
son tan confusos y hay tal diver-sidad de opiniones, que no se debe aceptar a la
ligera todo cuanto se dice.
A pesar de todo, puesto que los escritores están de acuerdo en que san
Pedro murió en Roma, no lo contradiré. Pero que haya sido obispo de
Roma, sobre todo por mucho tiempo, no hay quien me lo pueda hacer creer.
Por lo demás, tampoco me preocupa gran cosa, puesto que san Pablo afirma
que el apostolado de san Pedro pertenecía especíalmente a los judíos, y cI
suyo a los gentiles, que somos nosotros. Por tanto, si queremos estar de
acuerdo con el convenio que ellos establecieron, o por mejor decir, con lo
que el Espíritu Santo ha ordenado, hemos de reconocer que nosotros más
pertenecemos al apostolado de san Pablo, que al de san Pedro; porque el
Espíritu Santo dividió sus tareas de tal forma, que a san Pedro lo destinó a
los judíos, y a san Pablo, a nosotros.
Busquen, pues, los romanistas su primado en otra parte, y no en la
Palabra de Dios, porque no lo hallarán en ella.
16. Pasemos ahora a la Iglesia antigua, a fin de que se vea claramente que
nuestros adversarios no yerra n menos al decir que la tienen de
su parte, que al gloriarse de que la Palabra de Dios confirma su opinión.
Cuando alegan este su artículo de fe, que la Iglesia no puede perma-necer
de ningún modo unida sin tener una cabeza suprema en la tierra, a la cual
todos los demás miembros deben estar sujetos, y que por esta razón nuestro
Señor ha dado el primado a Pedro, y en él a sus sucesores para que
permanezca siempre en Roma, aseguran que esto se ha hecho
así desde el principio.
Como quiera que alias acumulan muchos testimonios, retorciéndolos,
para hacerles decir lo que ellos quieren, yo declaro ante todo que no
pretendo negar que los antiguos escritores hablan siempre con mucha
estima y reverencia de la iglesia romana. Ello se debe, a mi entender, a tres
causas.
Primeramente, la opinión común de que san Pedro había sido su fun-
dador sirvió de mucho para darle crédito y autoridad. Por esto las iglesias
occidentales la han Hamado por honor Sede Apostólica.
La segunda causa es porque Roma era la cabeza del imperio, y por esta
razón era verosímil que hubiera en ella hombres más excelentes en
conocimientos y en prudencia, y con mayor experiencia que en nin-guna
otra parte del mundo; se tenía cuidado, y con toda razón, de no
menospreciar la nobleza de la ciudad, y los otros dones de Dios que en ella
había.
I Más exactamente, la víspera, Se trata del ayuno del sábado, muy en boga en Roma.
I Agustín. Las antiguas ediciones remiten a la Carla JI a Jenaro, Hay que leer:
Carta XXXVI, 9.
LIBRO IV - CAPÍTULO VI 885
La tercera era que, al ser arrojados los buenos obispos de sus iglesias, se
acogían a Roma como a un santuario y refugio. Porque así como los pueblos
de occidente no son tan dados a ingeniosidades ni sutilezas como los de
Asia y África, tampoco son tan ligeros ni ansiosos de novedades.
Así pues, todo esto acrecentó notablemente la autoridad de la iglesia
romana, porque mientras las demás iglesias eran presa de tantas disen-
siones, ella permaneció constante en la doctrina que una vez había reci-bido,
como luego más ampliamente declararemos.
Digo, pues, que por estas tres causas la Sede romana ha sido más
estimada por los antiguos.
CAPÍTULO VII
¿y qué diré del segundo concilío de Efeso? Aunque León, obispo de Roma,
envió a él sus legados, no obstante presidió sin oposición alguna, y como le
correspondía de derecho, Dióscoro, patriarca de Alejandría. Replicarán que no
fue un concilio legítimo, pues en él fue condenado Flaviano, obispo de
Constantinopla, absuelto Eutiques, y su herejía aprobada; pero yo no hablo del
fin del mismo. Lo que afirmo es que el
concilio estaba reunido y que cada uno de los obispos ocupaba su puesto;
que los legados del papa de Roma estaban con los otros, como en un
concilio legitimarnente reunido y ordenado; que estos legados no disputaron
para conseguir el primer lugar, sino que lo cedieron a [os otros, lo cual no
hubieran hecho nunca si hubieran pensado que era suyo. Porque jamás los
obispos de Roma han tenido inconveniente en promover contiendas, y no
pequeñas, por mantener su estado y dignidad, ni les ha importado perturbar a
las iglesias y dividirlas por este motivo. Pero como León veía muy bien que
su atrevimiento iba a ser tenido por exce-sivo si hubiera pretendido que sus
legados ocuparan el primer lugar, se dio por satisfecho con el que tenían.
1 Alusión al concilio de Éfeso de 449, que fue tan movido que ha sido llamado el
bandolerismo de Éfeso.
888 LIBRO IV - CAPíTULO VII
1 Concilio Milevetano.
LIBRO IV - CAPíTULO VII 891
Sin embargo no llegó a tener tal superioridad que dominase sobre los otros a
su antojo. Solamente se le daba esta reverencia a la Sede romana para que
pudiese reprimir y corregir a los rebeldes, que no consentían en obedecer a los
otros. Pues san Gregario afirma siempre, con gran diligencia, que no menos
quería guardar los derechos de los otros, que éstos guardasen los suyos. "No
quiero", dice, "por ambición privar a nadie de sus derechos; más bien deseo en
todo y absolutamente honrar a mis hermanos". No hay nada en sus escritos que
más ensalce su pri-mado que cuando dice: "No conozco a ningún obispo que no
esté sujeto a la Sede Apos tólica cuando es reo de culpa". Pero luego añade:
"Cuando no hay culpa, todos, conforme al derecho de humildad, son iguales"."
Con esto se atribuye autoridad de corregir a los que han faltado; hacién-dose
igual con los que cumplen su deber. Pero hemos de advertir que es él mismo
quien se atribuye esta autoridad. Entre los otros, unos estaban de acuerdo, y
otros no; pudiendo oponérscle, como parece que lo hicieron muchos.
De acuerdo con eso ordena al obispo de Aquilea que vaya a Roma a dar
cuenta de su fe, referente a un artículo sobre el que entonces había
una controversia entre él y sus vecinos. Mas esto lo hace por mandato del
emperador, como él mismo dice, y no por su propía autoridad. Asi-mismo
asegura que no sed. él solo juez, sino que promete que reunira un concilio de su
provincia, el cual juzgará la causa.
Si bien por entonces existía tal moderación: que la autoridad de la Sede
romana tenía sus límites, que no podía pasar, y que el obispo de Roma no
presidía sobre los demás más de lo que él mismo estaba some-tido a ellos, sin
embargo se ve cuánto desagradaba a san Gregario este estado de cosas. En
diversos lugares se queja de que, so pretexto de ser elegido obispo, ha vuelto al
mundo; y que estaba más envuelto en nego-cios mundanos que nunca lo había
estado mientras vivió corno seglar; hasta tal punto que afirma encontrarse como
anegado en asuntos del mundo. Y en otra parte: "Estoy tan cargado de negocios,
que mi alma no puede en absoluto elevarse a lo alto. Me veo embestido por las
alas de los pleitos y las quejas; después de aquella vida de quietud que yo
llevaba, me veo acosado por las tempestades de una vida agitadísirna; de modo
que bien puedo decir: He penetrado hasta la profundidad del mar y la tempestad
me ha hundido." 1 [Figurémonos lo que diría si viviera en nuestro tiempo!
Aunque él no cumplía el oficio de pastor, sin embargo lo hacía. No se mezclaba
en el terreno político y mundano, sino que confesaba que estaba sujeto al
emperador ni más ni menos que cual-quier otro- No se injería en los negocios de
otras iglesias, sino cuando la necesidad lo exigía. Sin embargo, pensaba que se
encontraba en medio de un laberinto por cuanto no podía emplearse totalmente
en su oficio de obispo.
diligencia del Papa. Y aunque es de creer que las iglesias estaban ya en todas
partes muy debilitadas, se sabe de cierto, no obstante, que entonces se perdió
definitivamente en Francia y Alemania la antigua forma de la Iglesia. Aún
hoy día existe en los archivos del Parlamento de París una breve historia de
aquellos tiempos, que al tratar de los asuntos ecle-siásticos hace mención de
los acuerdos que Pipino y Cariomagno hicieron con el pontífice romano. De
ello se puede deducir que entonces se cambió la antigua forma de la Iglesia.
obispos; los obispos a la de los arzobispos. Sería maravilla que esto se pueda
excusar. Al hacerlo así confirmáis que tenéis absoluto poder, pero no
justicia. Hacéis esto porque podéis: pero la cuestión es si debéis hacerlo así.
Estáis puesto para conservar a cada uno en su honor y dignidad, y no para
tenerle envidia, "1
Me ha parecido conveniente, entre las muchas cosas que dice san
Bernardo, citar esto, para que los lectores vean en parte cuán lamentable era
ya el estado de la Iglesia, y en parte también conozcan en cuánta tristeza y
aflicción se encontraban las almas fieles a causa de esta cala-mitosa
situación.
1 San Bernardo, De consideratione 1, IV, 5; x, 13; IV, n, 4,5; IV, IV, 77; III, 11,6-12;
111, IV, 14.
• La "reserva" es el derecho que el Papa monopoliza de conferir ciertos beneficios
cuando quedan vacantes. Este abuso privaba del derecho de elección y de nombra-
miento a quienes les pertenecía legltimamente,
LIBRO IV - CAPíTULO VII 901
a toda la Iglesia? Incluso aunque sea un perverso y maldito, dice que nadie
debe obligarle a dar cuentas. Porque tales son las palabras de los pontífices:
"Dios ha querido que las causas y pleitos de los demás hom-bres las
decidiesen hombres; mas al prelado de esta Sede lo ha reservado sin
excepción alguna para su propia jurisdicción". Y: "Lo que nuestros s bditos ú
20. Para justificar sus pretensiones, los papas no han temido recurrir al
engaño
y para que sus decretos gozasen de mayor autoridad, los han fal-seado
publicándolos con el nombre de antiguos pontífices, como para hacer ver que las
cosas habían sido así ordenadas desde un principio. Sin embargo, es certísimo
que todo cuanto se atribuye al romano ponti-fice, fuera de lo que nosotros
hemos concedido que le fue reconocido por los antiguos concilios, es cosa del
todo nueva y creada de poco tiempo acá. Y ha sido tanta su desvergüenza, que
han publicado un rescripto bajo el nombre de Anastasio, patriarca de
Constantinopla, en eleual atestigua que antiguamente se dispuso que no se
tratase cosa alguna, ni en las más apartadas regiones, sin que antes fuese
notificada de ello la Sede romana. Además de que consta que esto es falsísimo,
¿quién puede creer que un enemigo y émulo del pontífice romano en honor y
dignidad iba a dar tal testimonio alabando de tal manera la Sede de Roma? Fue
.preciso que estos Anticristos cayesen en tanta locura y necedad, que
cualquier persona que quiera considerar las cosas no podrá por menos que
ver su maldad.
Las Cartas Decretales que Gregario IX recopiló, las Clementinas y las
Extravagantes de Martín, demuestran más abiertamente, y a boca llena gritan
esta su gran crueldad y tiranía propia de bárbaros. Tales son los oráculos por los
que los romanistas quieren que su papado actual sea estimado. De aquí nacieron
aquellos notables axiomas, tenidos al pre-sente en el papado por oráculos: que el
Papa no puede equivocarse; que el Papa está sobre el concilio; que el Papa es
obispo universal de todo el mundo y cabeza suprema de la Iglesia en la tierra.
Omito otros desvaríos que los canonistas disputan en sus escuelas, a los
cuales los teólogos romanistas, no sólo dan su consentimiento, sino que
incluso los aplauden para adular de esta manera a su idolo.
21. El papado actual juzgado por Gregorio Magno y por san Bernardo
No les seguiré en esto rigurosamente. Cualquiera podría oponer a su
descarada insolencia el dicho de san Cipriano, que dirigió a los obispos en
un concilio por él presidido: "Ninguno de nosotros se llama a sí mismo
obispo de los obispos, ni con tiránico terror fuerza a sus compa-ñeros a que
se le sometan por necesidad". Cualquiera puede objetar lo
1 Calvino toma estas frases típicas para describir la autoridad papal, de los Decretos de
Graciano. Estas referencias se encuentran en OS V. 122f. Sin embargo, la fuente de
donde Graciano saca esta última afirmación es los Decretos Falsificados.lnnume-rables
expresiones de este tipo emanaron de Gregario VII y otros papas del siglo XIII.
902 LIBRO IV - CAPiTULO Vil
22. Pero para no proseguir y terminar todo 10 que hay que decir de esta
materia, de nuevo me dirijo a los que actualmente pretenden ser los mejores
y más fieles defensores de la Sede romana. Quiero pre-
guntarles si no les abochorna el estado presente del papado, cien veces
mucho más corrompido que en tiempo de san Gregario o de san Ber-nardo,
y que tanto desagradaba a estos hombres venerables.
Muchas veces se queja san Gregario de que se distraía con negocios
ajenos; que con el pretexto de ser obispo había vuelto al mundo, y que en
este estado tenía q ue servir a tantos cuidados terrenos como no se acordaba
de haber abandonado en su vida de seglar; que se veía ator-mentado con
infinidad de negocios mundanos, de tal forma que su
¿Quieren tener en ella al Sumo Pontífice? Hagan que haya en ella obispo.
Mas, ¿cómo me mostrarán que lo es la suya? Es verdad que así la llaman
y la tienen en la boca de continuo; pero la Iglesia se conoce por ciertas
señales, y el obispado es nombre de oficio. Yo no hablo aquí del pueblo,
sino del gobierno que debe existir siempre en la Iglesia. ¿Dónde está en
Roma el ministerio tal cual 10 requiere la institución de Cristo?
Recordemos lo que ya hemos dicho del oficio de los presbíteros y del
obispo. Si de acuerdo con esta reglajuzgamos del oficio de los cardenales,
veremos que no son nada menos que presbíteros. Quisiera saber qué
tiene su pontífice por lo que se pueda reconocer que es obispo. Lo pri-mero
y principal del oficio de un obispo es enseñar al pueblo la Palabra de Dios;
lo segundo, administrar los sacramentos; lo tercero, amonestar, exhortar e
incluso corregir a los que pecan, y mantener al pueblo en santa disciplina.
¿Cuál de estas cosas hace él? Más aún; ¿cuál de ellas finge hacer? Digan,
pues, en virtud de qué quieren que sea tenido por obispo el que ni con el
dedo meñique toca lo más mínimo de su oficio ni da
muestras de hacerlo.
Además, puesto que nos da como señal para conocer al Anticristo que quitará
a Dios su gloria para adjudicársela a sí mismo, este es el principal indicio que
hemos de tener en cuenta para reconocerlo; prin-cipalmente cuando tal soberbia
acomete hasta causar la ruina manifiesta de la Iglesia. Por tanto, como consta
que el pontífice romano se ha apro-piado desvergonzadamente de lo que es
propio y exclusivo de Dios y de Cristo, no hay duda de que él es el capitán de un
reino impío y abomínable.
26. Nada hay de común entre la cancillería del Papa y el orden legítimo de la
Iglesia
Que los romanistas nos vengan, pues, objetando la antigüedad. [Corno si
con un cambio tal pudiera permanecer la dignidad de la silla donde no hay silla
alguna!
Cuenta Eusebio que Dios, en justa venganza, trasladó la Iglesia que residía en
lcrusalem a una población de Siria, denominada Pella. Lo que vemos que
aconteció una vez, pudo muy bien suceder muchas otras. Por tanto, sería cosa
ridícula y vana querer ligar a un lugar la dignidad del
906 LIBRO IV - CAPiTULO VII
papas a Juan XXII, quien públicamente afirmó que las almas son mor-tales y
que mueren juntamente con el cuerpo hasta el día de la resurrec-ción. Y para que
veáis que toda la Sede juntamente con sus principales apoyos cayó entonces del
todo, ninguno de los cardenales se opuso a semejante error. Solamente la
Universidad de París instigó al rey de Francia a que le obligara a desdecirse; y el
rey ordenó a sus súbditos que negaran su obediencia al Papa si no se arrepentía
al momento; lo cual, según la costumbre, lo hizo pregonar por todo el reino. El
Papa, obligado por la necesidad, se retractó de su error, como refiere Gersón, 1
Este ejemplo me ahorra tener que disputar más con mis adversarios si la Sede
romana o el Papa pueden errar en la fe o no; lo cual ellos nie-gan, porque se dijo
a san Pedro: "Yo he ro gado por tí, que tu fe no falte" (Lc.22,32). Ciertamente
este papa se apartó de la verdadera fe; de tal manera que es un maravilloso
testimonio para todos los tiempos de que no son de Pedro todos los que le
suceden en su cátedra. Aunque esto es tan pueril, que no hay por qué responder a
ello. Si quieren aplicar a los sucesores de Pedro todo cuanto se dijo a Pedro, se
sigue que todos son Satanás; puesto que el Señor también dijo a Pedro: "Quítate
de delante de mí, Satanás; me eres tropiezo" (Mt.16,23). Porque, así como ellos
alegan el pasaje precedente, podemos nosotros replicarles con éste.
CAPÍTULO VIII
1 Carlas. LIII.
910 LIBRO IV - CAPÍTULO VIII
3. b. Los profetas
Cuál ha sido la autoridad de los profetas, lo describe admirablemente
Ezequiel: "Hijo de hombre, yo te he puesto por atalaya a la casa de Israel;
oirás, pues, tú la palabra de mi boca, y los amonestarás de mi parte" (Ez, 3,
(7). Aquel a quien se le manda que oiga de la boca de Dios, ¿no se le
prohíbe por 10 mismo que invente cosa alguna por sí mismo? ¿ y qué quiere
decir an unciar de parte del Señor, sino hablar de tal manera que uno pueda
gloriarse de que 10 que dice no es palabra suya, sino del Señor? Esto mismo
dice Jeremías con otras palabras: "El profeta que tuviere un sueño, cuente el
sueño; y aquel a quien fuere mi palabra, cuente mi palabra verdadera" (Jer.
23,28).
Ciertamente, a todos les impone una ley; no permite que nadie enseñe otra
doctrina sino la que se le manda predicar. Y luego llama paja a todo cuanto
Él no ha mandado que se predique. Así que ningún profeta abrió su boca sin
que el Señor le dijese primero 10 que había de anunciar. De aquí que tantas
veces repitan: Palabra del Señor, encargo del Señor, así dice el Señor, la
boca del Señor ha dicho. Y con toda razón. Porque Tsaías exclamaba que sus
labios eran inmundos (Is. 6, 5); Jerem las con-fesaba que no sabía hablar,
porque era un niño (Jer.l,6). ¿Qué podía salir de la boca inmunda de aquél, y
de los labios infantiles de éste, sino cosas impuras y frívolas, si hubieran
hablado por sí mismos? Pero sus labios quedaron santos y puros cuando
comenzaron a ser instrumentos del Espíritu Santo. Cuando los profetas
tienen el celo y la conciencia de
LIBRO IV - CA píTULO VIII 911
no decir sino lo que se les ha ordenado, entonces se les honra con títulos
magníficos y se les atribuye gran autoridad. Porque cuando Dios declara que los
ha "puesto ... sobre naciones y sobre reinos, para arrancar y para destruir, para
arruinar y para derribar" (Jer. 1, 10), indica la causa: "He aquí he puesto mis
palabras en tu boca" (Jer.I,9).
4. c. Los apóstoles
Si pasamos ahora a los apóstoles, es verdad que se les da grandes y
admirables títulos: que son "luz del mundo" y "sal de la tierra" (Mt, 5,13-14);
que han de ser escuchados como si Cristo mismo hablase (Le. lO, 16); que todo
cuanto ataren o desataren en la tierra, será atado o desatado en el cielo (Jn.20,23;
Mt.18, 18). Mas su mismo nombre de apóstoles indica de dónde viene la
licencia de su oficio; si son apóstoles, es decir, enviados, no hablan lo que se les
antojare, sino que dicen fiel-mente lo que se les ha mandado decir. Las palabras
con las que Cristo, al enviarlos como sus embajadores, les delimitó su cometido,
son muy ciaras, pues les manda ir y enseñar a todas las naciones todo lo que Él
les había ordenado (M 1.28,19-20).
Más aún: el mismo Señor se sometió a esta ley, para que nadie se atre-viese a
eximirse de ella: "Mi doctrina", dice, "no es mía, sino de aquel que me envió"
(Jn. 7,16). Él, que siempre fue único y eterno consejero del Padre, a q uien el
Padre constituyó como Maestro y Señor de todos, sin em bargo, en cuan to ha
bía venido al mundo a enseñar, muestra con su ejem-plo a todos los ministros la
regla que deben guardar al exponer la doctrina.
Así que la autoridad de la Iglesia no es ilimitada, sino que está sujeta a la
Palabra del Señor, y como encerrada en ella.
pa triarcas USÓ secretas revelacio nes ; pero a la vez, para confirmarlas empleó
señales tales, que no pudieran dudar de que era Dios quien les hablaba. Los
patriarcas fueron transmitiendo a sus sucesores lo que reci-bían. Porque Dios se
lo había comunicado con la condición de que lo transmitiesen a su posteridad, y
ésta a su vez, por inspiración de Dios, sabía indubitablemente que lo que oían
procedía del cielo y no de la tierra.
Explicación de la Ley por los profetas. Vinieron después los profetas, a través
de los cuales publicó Dios nuevos oráculos, que fuesen añadidos a la Ley; pero
no eran de tal manera nuevos que no manasen de la Ley, y no la tuviesen
presente. Porque en cuanto a la doctrina no fueron sino intérpretes de la Ley, y
no le añadieron más que las profecías de las cosas que habían de acontececer.
Fuera de estas profecías no enseñaron nada nuevo, sino la pura interpretación de
la Ley. Mas como era voluntad de Dios que la doctrina fuese más ilustre y más
clara para que las con-ciencias enfermas pudiesen más fácilmente tranquilizarse,
ordenó que las profecías se redactasen por escrito y fuesen tenidas por Palabra
suya. A las profecías se juntaron las historias, obra también de los profetas, que
el Espíritu Santo les dictó. Los salmos, yo los incluyo cntre las pro-fecías, pues
tratan del mismo argumento.
Así pues, todo aquel cuerpo compuesto de la Ley, los Profetas, los Salmos y
las Historias se llamó en el pueblo antiguo Palabra del Señor. A esta regla los
sacerdotes y doctores hubieron de acomodar su doctrina hasta la venida de
Cristo, y no les era lícito apartarse a derecha ni a izq ulerda. Todo su cometido
estaba confirmado en estos términos: respon-der al pueblo de la boca del Señor.
Así se deduce de aquel notable pasaje de Malaquías, donde se dispone que se
atengan a la Ley (MaI.4,4), y que la tengan en cuenta hasta la predicación del
Evangelio. De esta manera los aparta de todo género de doctrina inventada por
los hombres, y no les permite apartarse lo más minimo del camino que fielmente
les había mostrado Moisés. Y por esta razón David habla tan magnífica-mente
de la excelencia de la Ley, y la ensalza con tantos loores (Sal. 19,8; 119,89-
105), a fin de que los judíos no se aficionasen a ninguna otra cosa, puesto que
toda la perfección estaba encerrada en ella.
del hombre se puede comprender y se debe pensar del Padre celestial. Por
eso ahora, desde que Cristo, el sol de justicia, salió, tenemos una perfecta
iluminación de la divina verdad, cual la que brilla al mediodía, mientras
antes era crepuscular. Porque el Apóstol ciertamente no quiso dar a entender
una cosa de pequeña importancia cuando dijo: "Dios, habiendo hablado
muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los
profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo" (Heb.L, 1-2).
Pues da a entender. e incluso declara manifiesta-mente, que de allí en
adelante no habia de hablar Dios como antes solía hacerlo, bien por unos,
bien por otros; y que no añadiría profecías a profecías, y revelaciones a
revelaciones, sino que de tal manera había llevado su doctrina a la
perfección en su Hijo, que desea que su doctrina sea tenida por su última e
inviolable voluntad. Y así por "el último tiempo" (1 Jn.2,18); "los postreros
tiempos" (1 TimA,l; I Pe. 1,20), "los postreros días" (Hch. 2, 17; 2 Tim. 3, l ;
2 Pe. 3,3), se entiende todo el tiempo del Nuevo Testamento, desde que
Cristo apareció entre nos-otros con la predicación del Evangelio, hasta el día
del juicio. y todo esto para que satisfechos con la perfección de la doctrina
de Cristo aprenda-mos a no inventar otra doctrina nueva, ni, si alguno
inventase algo, a recibirla.
Por eso no sin razón concedió el Padre a su Hijo la gran prerrogativa de
ser nuestro Maestro y Doctor, ordenando que a Él, ya ningún otro,
escuchemos. Con bien pocas palabras nos recomendó su magisterio, al
decir: "A él oíd" (M 1. 17,5); pero en estas pocas palabras se encierra más de
lo que comúnmente se cree; porque es como si dijera que per-manezcamos
en esta sola doctrina sin tener en cuenta lo que los hombres enseñan; a Él
solo nos manda que le pidamos toda doctrina de vida, que de Él solo
dependamos, que a Él solo nos lleguemos, y, en fin - según suenan las
mismas palabras - que oigamos su sola voz.
y verdaderamente, ¿qué debemos esperar o desear de los hombres, cuando la
Palabra de vida se nos ha declarado familiar y abiertamente? Más bien, es
necesario que toda boca humana se cierre una vez que ha hablado Aquel en
quien están escondidos todos los tesoros de la sabi-duría y del conocimiento
(Col. 2,3). Y ha hablado tal como debía hacerlo la sabiduría de Dios - la cual no
tiene defecto alguno -, y como debla hacerlo el Mesías, de quien habíamos de
esperar la revelación de todas las cosas (JnA,25); quiero decir, que después de
hablar Él, no había de quedar lugar para nadie más.
8. La Iglesia debe tener como Palabra de Dios la Ley, los Profetas y los
escritos inspirados de los apóstoles
Debemos, pues, tener como incontrovertible que no se debe tener como
Palabra de Dios, para que como tal tenga lugar en la Iglesia, otra doctrina
que la contenida primeramente en la Ley y en los Profetas, y después en los
escritos de los apóstoles; y que no hay otro modo autén-tico de enseñar en la
Iglesia sino el que se atiene a esto.
De ahí concluimos también que no se les permitió a los apóstoles otra
manera de enseñar que la usada por los profetas; es decir, que explicasen las
Escrituras antiguas y mostrasen que en Cristo se había cumplido lo
914 LIBRO IV - CAPíTULO VIII
que en ella se contenía; y, sin embargo, que no hiciesen esto sino por el Señor;
es decir, con la asistencia del Espíritu de Cristo, dictándoles en cierta manera las
palabras. Porque Cristo puso este límite a su emba-jada, al mandarles ir y
enseñar, no lo que temerariamente se imaginasen, sino exclusivamente lo que Él
les había mandado (M1. 28,19-20). Ni pudo decir cosa más clara que lo que en
otra parte afirma: "Pero vosotros no queráis que os llamen Rabí; porque uno es
vuestro Maestro, el Cristo' (M1.23,8). Y a ti n de grabarlo mejor en su corazón,
lo repite dos veces en el mismo lugar. Y como debido a su ignorancia no podían
entender lo que habían oído y aprendido de boca de su Maestro, les promete el
Espíritu de verdad, que los encaminará a la verdadera inteligencia de todas las
cosas. Porque hay que advertir muy atentamente aquella restric-ción en que se
dice que el oficio del Espíritu Santo es traerles a la memoria todo lo que antes les
habia enseñado de su boca.
Estas son las poderosas armas espirituales dadas por Dios para la destrucción
de fortalezas, con las que los soldados leales de Cristo derri-ban "argumentos, y
toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo
todo pensamiento a la obediencia a Cristo" (2 Cor.1O,4--5). He aquí la suma
autoridad que los pastores de Cristo, llámense como quieran, deben tener: que
armados con la Palabra de Dios sean animosos para acometer cualquier hazaña,
de manera que fuercen todo el poder, la gloria, sabiduría y alteza del mundo a
someterse ya obedecer a la Palabra de Dios; y confiados en su virtud tengan
domi-nio sobre todos, desde el mayor al más pequeño; que edifiquen la casa del
Señor ydestruyan la de Satanás; apacienten a las ovejas; ahuyenten a los lobos;
instruyan y exhorten a los dóciles; con venzan a los rebeldes y contumaces, los
riñan y sujeten, aten y desaten; y, en fin, si fuere preciso, truenen, lancen rayos;
pero todo dentro de la Palabra de Dios.
Sin embargo, como ya lo he advertido, entre los apóstoles y sus suce-sores
hay la diferencia de que aquéllos fueron intérpretes ciertos y autén-ticos del
Espíritu Santo y que, por tanto, sus escritos se deben tener por oráculos di vinos;
y en cambio, los otros no tienen más oficio que enseñar lo que está escrito en la
Sagrada Escritura. Concluimos, pues, que los ministros fieles de Dios no tienen
autoridad para hacer ningún dogma
LIBRO IV - CAPiTULO VIII 915
12. 2°. Pero replicarán nuestros adversarios que todo lo que se atribuye en
particular a cada uno de los santos, todo ello compete a la Iglesia
en su totalidad. Aunque esto tiene alguna apariencia de verdad, sin em-
bargo no lo es. Porque el Señor distribuye de tal manera los dones de su
Espíritu a cada uno de sus miembros según su medida, que no falte nada
necesario a su Cuerpo al repartir los dones en común. Sin embargo, las
riquezas de la Iglesia siempre están muy lejos de aquella perfección de que
tanto alardean nuestros adversarios. Ciertamente la Iglesia no está privada
de nada. sino que tiene cuanto le basta, pues el Señor sabe muy bien lo que
necesita; pero para mantenerla en la humildad y la modestia no le da más de
lo que sabe que le conviene.
3°. Bien sé 10 que a esto suele objetarse, que la Iglesia ha sido purifi-cada
en el lavamiento del agua por la Palabra de vida. para que no tuviese mancha
ni arruga (Ef. 5,25~27); y por esto también en otro lugar se la llama "columna
y baluarte de la verdad" (1 Tim. 3,15). Pero en el primer texto se demuestra
mas bien lo que Cristo cada día obra en ella, que no lo que ya ha hecho.
Porque si cada día santifica más y más a los suyos, los lava, los purifica y les
quita las manchas, es evidente que aún tienen faltas y arrugas, y que su
santificación todavía no es perfecta y total. Y sería muy vano y ridículo
tener a la Iglesia por santa y totalmente sin mancha ninguna, cuando sus
miembros están aún manchados y sucios. Es verdad, pues, que la Iglesia es
santificada por Cristo, pero en ello no se ve más que un principio de esta su
santificación. Su fin y perfección tendrá lugar cuando Cristo, el santo de los
santos, verdadera y entera-mente la llene de su santidad. Es verdad también
que sus manchas y arrugas son borradas, pero de tal manera que cada día
siguen borrándose. hasta que Cristo con su venida quite totalmente todo 10
que queda. Y si no admitimos esto, necesariamente hemos de decir 10 que
los pelagianos decían: que la justicia de los fieles es perfecta en esta vida; y
asimismo lo que los cátaros y donatistas: que la Iglesia no tiene defecto
alguno.
El otro texto, según ya lo hemos declarado, tiene un sentido muy dife-
rente del que ellos le dan. Cuando san Pablo instruye a Timoteo y le muestra
el oficio del verdadero obispo, dice que él ha hecho esto a fin de que
Timoteo sepa cómo se ha de conducir en la Iglesia. Y para que con mayor
piedad y diligencia se dedique a ello, añade que la Iglesia es colum-na y
baluarte de la verdad. ¿Qué otra cosa quiere decir con esto sino que la
verdad de Dios se mantiene y conserva en la Iglesia y esto por e! mi-nísterio
de la predicación? Así lo dice él mismo en otro lugar: "Él mismo (Cristo)
constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelis-tas; a otros,
pastores y maestros, ... para que ya no seamos ... llevados por doquiera de
todo viento de doctrina, por estratagema de hombres,
... sino que siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en aque! que es
la cabeza, esto es, Cristo" (EfA, 11-15). Así, pues, si la verdad no perece en
el mundo, sino que conserva su vigor, es porque la Iglesia es su fiel
guardiana, con cuya ayuda y apoyo se conserva. Y si esta custodia consiste
en el ministerio profético y apostólico, síguese que toda ella depende de que
la Palabra del Señor fielmente se conserve y mantenga su pureza.
918 LIBRO IV - CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
l. Introducción
Aun cuando les concediera cuanto dicen de la Iglesia, todavía entonces
no habrían conseguido su propósito; porque todo lo que dicen de ella, lo
aplican en seguida a los concilios, que, según su opinión, representan a
aquélla. Más todavía: lo que tan pertinazmente afirman de la autoridad de la
Iglesia no lo hacen sino para aplicar al romano pontifice y a los suyos todo
cuanto puedan conseguir por la fuerza.
Mas antes de comenzar a tratar de esta cuestión necesito decir breve-
mente dos cosas. La primera es que el mostrarme yo un tanto severo en esta
materia no se debe a que no tenga a los concilios antiguos en la estima
debida. Yo los reverencio de todo corazón, y deseo que todos los estimen
como merecen serlo. Pero en esto también hay que proceder con medida; a
saber, que nada se derogue a Cristo. Y el derecho de Cristo es presidir todos
los concilios y no tener en esta dignidad a hombre alguno por compañero
suyo. Y yo entiendo que es Él quien preside cuando toda la asamblea se rige
por su Palabra y su Espíritu.
Lo segundo es que el no conceder yo a los concilios tanto como mis
adversarios desean, no se debe al temor de que los concilios confirmen la
tesis de nuestros adversarios y sean opuestos a la nuestra. Porque para la
plena aprobación de nuestra doctrina y la destrucción total del papado nos
basta con la Palabra del Señor, sin que tengamos necesidad de nin-guna otra
cosa. Mas, si es preciso, los concilios antiguos nos proveen perfectamente de
lo que necesitamos para ambas cosas.
4. Quizás alguno diga que esto pasó en el pueblo judío, pero que en
nuestros tiempos no sucede tal cosa. Ojalá que asi no fuera. Pero el Espiritu
Santo vaticinó que pasarla de muy otra manera. "Hubo también profetas entre
el pueblo, como habrá entre vosotros falsos maestros, que introducirán
encubiertamente herejías destructoras" (2 Pe. 2,1). He ahi
LIBRO IV - CAPÍTULO IX 923
cómo san Pedro predice que el peligro no había de venir de la gente humilde,
sino de aquellos que se glorian de sus títulos de doctores y de pastores.
Asimismo, ¿cuántas veces no han dicho Cristo y sus apóstoles que los
grandes peligros de la Iglesia habían de proceder de los pastores? (Mt.24,
11-24). Y san Pablo dice claramente que el Anticristo no ha de tener su sede
en otro sitio sino en el templo de Dios (2 Tes. 2,4); con lo cual quiere dar a
entender que aquella horrible calamidad de que allí habla no había de venir
sino de aquellos que, como pastores, se sentarán en la Iglesia. Yen otro lugar
dice que el principio de tanto mal ya comen-zaba a amenazar en su tiempo,
pues habla a los obispos de Éfeso de esta manera: "Porque yo sé que después
de mi partida entrarán en medio de vosotros lobos rapaces, que no
perdonarán al rebaño. Y de vosotros mismos se levantarán hombres que
hablen cosas perversas para arrastrar tras sí a los discípulos" (Hch. 20, 29-
30).
Si en tan poco tiempo tanta corrupción pudieron introducir los pasto-res,
¿hasta dónde no habrá podido crecer en el curso de tantos años? y para no
llenar muchas páginas siguiendo este tema, el ejemplo de todos los tiempos nos
advierte que ni la verdad reside siempre en los pastores, ni la salvación de la
Iglesia depende de ellos. Ciertamente, ellos deberían ser los guardianes y
protectores de la paz y del bienestar de la Iglesia, pues para ello se les ha puesto
en el grado en que están; pero una cosa es hacer 10 que se debe y otra deber
hacer lo que no se hace.
Epifanio, que vivió antes de san Agustín, habla aún más ásperamente y dice
que es una abominación y una cosa nefanda que haya imágenes en los
templos de los cristianos. Los que dicen esto, ¿hubieran aprobado aquel
concilio de vivir entonces? Y si es verdad 10 que dicen las historias, y se da
crédito a los decretos de este concilio, no solamente las imágenes, sino
además el culto a las mismas fue aprobado. ¿Qué diremos? Que los que tal
cosa decretaron depravando y torciendo el sentido de la Escritura, han
mostrado la cuenta que de ella han hecho, como ya lo he manifestado
ampliamente en otro lugar.
Sea de ello lo que fuere, nosotros no podemos diferenciar entre los
concilios que se contradicen - y han sido muchos - si no los examinamos
con la regla con que deben ser examinados todos los hombres y ángeles, que
es la Palabra de Dios. Por esta causa abrazamos el concilio Calce-donense y
repudiamos el segundo de Éfeso, en el cual se confirmó la im-piedad de
Eutiques, que en el de Calcedonia había sido condenada. La decisión de los
Padres del concilio de Calcedonia se basó únicamente en la Escritura. Y su
juicio 10 seguimos porque la Palabra de Dios que a ellos iluminó, nos
ilumina también a nosotros ahora.
Vengan, pues, ahora los romanistas y gloríense, como suelen, de que el
Espíritu Santo permanece unido y ligado a sus concilios.
10. Razones por las cuales, incluso los concilios antiguos no han sido
perfectos
Aunque, incluso en los más puros de los concilios antiguos no deja
de haber sus faltas; bien sea porque los que asistieron, aunque eran doc-tos y
prudentes, embarazados por los negocios que traian entre manos no
consideraron otras muchas cosas, o porque ocupados con asuntos de mayor
trascendencia se despreocuparon de otros que no tenían tanta; o
simplemente porque, como hombres, estaban sujetos a error; o bien por
dejarse llevar a veces de su excesivo afecto.
¿Es verosímil que los demás concilios que después siguieron cayeran
también en faltas? No cuesta mucho probar que así fue. Cualquiera que
LIBRO IV - CAPÍTULO IX 927
leyere sus decretos, verá en ellos numerosas flaquezas, por no decir otra cosa.
Los concilios pueden errar. Puede que algunos me consideren poco listo por
tratar de mostrar semejantes errores, puesto que los mismos adversarios
confiesan que los concilios pueden errar en cosas que no son necesarias para la
salvación. Pero no carece de importancia lo que yo hago. Porque, si bien de
palabra lo confiesan así, como quiera que nos meten como oráculos del Espíritu
Santo los decretos de todos los con-cilios, traten de lo que traten, realmente
piden y exigen mucho más de lo que al principio declaraban. ¿Qué es lo que
pretenden al obrar aSÍ, sino que los concilios, o no pueden errar, o que si yerran,
sin embargo no es lícito ver la verdad y no consentir en sus errores?
Lo que yo pretendo es que de aquí se puede concluir que el Espíritu Santo de
tal manera dirige los santos y buenos concilios, que permite que les suceda lo
que suele acontecer a los hombres, para que no con-fiemos excesivamente en
ellos. Esta opinión es mucho mejor que la de Gregario Nacianceno; a saber, que
jamás vio buen fin en ningún concilio. Porque el que afirma que todos sin
excepción acabaron mal, no les da mucha autoridad.
Pero nuestros romanistas, viendo que sus esfuerzos no les sirven de nada,
se acogen a un último y bien miserable refugio. Aunque sean igno-rantes en
cuanto al entendimiento, y en su deseo y voluntad perversos, sin embargo
persiste el mandato de Dios de obedecer a nuestros supe-riores.
¿Cómo es posible? ¿Y si yo niego que sean superiores los que ellos llaman
así? Porque no se deben atribuir más de lo que se atribuyó Josué, quien además
de profeta del Señor fue excelente pastor. Oigamos las palabras con que fue
entronizado por el Señor en su oficio: "Nunca se apartará de tu boca este libro
de la ley, sino que de día y de noche medi-tarás en él, para que guardes y hagas
conforme a todo lo que en él está escrito; porque entonces harás prosperar tu
camino, y todo te saldrá bien" (Jos. 1,8). Así que serán nuestros superiores
espirituales aquellos que no se aparten de la luz del Señor ni a un lado ni a otro.
cualquier pastor, ¿de qué nos serviría ser tantas veces y tan cuidadosa-mente
avisados por boca del Señor, que no oigamos a los falsos profetas? "No
escuchéis", nos dice Jeremías, "las palabras de los profetas que os profetizan; os
alimentan con vanas esperanzas; hablan visión de su propio corazón, no de la
boca de Jehová" (lec. 23,16). Y: "Guardaos de los falsos profetas, que vienen a
vosotros con vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces" (Mt, 7,15).
En vano también nos exhor-taria san Juan a probar los espíritus, si son de Dios o
no (1 JnA, 1). Y de esta prueba ni aun los mismos ángeles quedan exentos;
cuanto menos Satanás con sus mentiras. ¿Y qué quiere decir aquello de "si el
ciego guiare al ciego, ambos caerán en el hoyo" (Mt. 15, l4)? ¿No demuestra de
cuánta importancia es conocer cuáles son los pastores a quienes se debe oir, y
que no es bueno escuchar temerariamente a todos?
Por esto no hay razón para que quieran aterramos con sus titulas, para
hacernos partícipes de su ceguera; pues por el contrario vemos cuánto cuidado
ha puesto el Señor en avisarnos y atemorizarnos para que no nos dejemos llevar
por el error ajeno, por más escondido que esté el engaño con otro título. Porque
si es verdad la respuesta de Cristo, que todos son ciegos, llámense obispos,
prelados o pontífices, no pueden por menos que llevar al despeñadero a quienes
los siguen. Por tanto. que no nos estorben nombres de concilios, pastores, ni
obispos - que pueden emplearse 10 mismo para el bien que para el mal -,
avisados con el ejemplo de 10 que oímos y vemos, el considerar conforme a la
regla de la Palabra de Dios el espíritu de quienquiera que sea, y ver y probar si
es de Dios o no.
CAPÍTULO X
Sobre este poder tenemos que tratar ahora: si es licito a la Iglesia obligar
a las conciencias con sus leyes. Esta discusión no se refiere al orden
político. Solamente se trata de que Dios sea honrado de acuerdo con el
orden que Él ha establecido, y que quede a salvo la libertad espiri-tual, que
se refiere a Dios. Es costumbre llamar tradiciones humanas a todas las
disposiciones relativas al culto divino que los hombres han hecho al margen
de la Palabra de Dios. Contra éstas se dirige nuestra controversia, no contra
las santas y útiles determinaciones de la Iglesia, que sirven para mantener la
disciplina, la honestidad o la paz.
de ligar internamente las almas delante de Dios, y de oprimir con ellas las
conciencias como si fueran cosas necesarias de guardar si queremos
conseguir la salvación.
Volvamos ahora a las leyes humanas. Si son dadas con el fin de obligar
la conciencia, como si el guardarlas fuera de por sí necesario, afirmamos que
se carga la conciencia de una manera ilícita. Porque nuestra conciencia no
tiene que ver con los hombres, sino solamente con Dios. Tal es el sentido de
aquella diferencia entre foro de la concien-cia y foro externo. Cuando el
mundo entero estaba rodeado de la oscuri-dad de la ignorancia, sin embargo
brillaba este débil destello de luz de la conciencia, a fin de que los hombres
conociesen que estaba por encima de todos los juicios humanos, Aunque lo
que confesaban de palabra lo destruían con los hechos. No obstante, quiso el
Señor que aun entonces hubiese algún testimonio de la libertad cristiana que
libertase a los hom-bres de la tiranía de los mismos.
Pero aún no está solucionada la dificultad que surge de las palabras de san
Pablo. Porque si se debe obedecer a los príncipes no solamente
a causa del castigo, sino también por la conciencia, parece que de ahí se
sigue que incluso las leyes que dan los príncipes obligan a las conciencias. y
si esto es verdad, lo mismo hay que decir de las eclesiásticas.
Respondo que hay que distinguir aquí entre el género y la especie. Si bien
todas las leyes no obligan en conciencia, sin embargo estamos obli-gados en
general a guardarlas por mandato de Dios, que ha aprobado y establecido la
autoridad de los magistrados. Y la disputa de san Pablo se centra en esto:
que hay que honrar a los magistrados, porque están establecidos por Dios
(Rom. 13, 1). Pero no enseña que las leyes que dan los magistrados
pertenezcan al régimen espiritual de las almas, puesto que él ensalza el
servicio de Dios y la regla espiritual de bien vivir sobre todos los decretos
humanos.
Por esto dice Santiago: "EI que murmura del hermano y juzga a su hermano,
murmura de la ley y juzga a la ley; pero si tú juzgas a la ley, no eres hacedor de
la ley, sino juez. Uno solo es el dador de la ley, que puede salvar y perder"
(SantA, 11-12). Vemos aquí cómo el Señor se atribuye a sí mismo como cosa
propia el regimos con los mandamientos y leyes de su Palabra. Y esto mismo lo
había dicho antes Isaías, aunque no con palabras tan claras: "Jehová es nuestro
Juez, Jehová es nuestro legislador; él mismo nos salvará" (Is, 33, 22). En uno y
otro pasaje se muestra que nuestra vida y nuestra muerte dependen de su
autoridad, y que él tiene derecho sobre nuestra alma. Y Santiago claramente
afirma incluso que ningún hombre se puede tomar esta autoridad. Así pues,
debemos reconocer a Dios por único rey de las almas, con poder Él solo para
salvar y condenar, como lo dicen las palabras de Isaias: que es Rey, Juez y
Legislador. Y así también san Pedro, cuando advierte a los pastores su deber, les
exhorta a que apacienten su rebaño de tal manera que no se tomen señorío sobre
la heredad del Señor (I Pe. 5,2-3), enten-diendo con el nombre de heredad a los
fieles. Si consideráramos bien qué gran maldad es atribuir al hombre lo que el
Señor dice que le pertenece a Él solo, veríamos que con esto se les priva de toda
la autoridad que se atribuyen a sí mismos quienes se atreven a mandar en la
Iglesia cual-quier cosa independientemente de la Palabra de Dios.
Los pasajes con que convence a los gálatas para que no pongan lazos a las
conciencias, pues sólo Dios es quien debe regirlas (Gál. 5,1), son bien daros,
principalmente en el capítulo quinto. Baste, pues, con haberlo advertido.
mujeres creen que no se puede imaginar nada más hermoso y mejor. Mas
los que miran las cosas por dentro y las examinan de verdad conforme a la
regla de la piedad, a la primera se dan cuenta de que el valor de tantas y tales
ceremonias no pasa de frivolidades que a nada conducen; y además, que son
engaños y juegos de manos que con su pompa vana engañan los ojos de
quienes los miran.
Hablo de las ceremonias en que los grandes doctores del papado ven tan
grandes misterios, aunque nosotros no hallamos en ellas sino puros engaños.
Y no es de extrañar que los autores de tales ceremonias hayan caído en
semejantes desatinos, para engañarse a sí mismos y a los demás con frívolas
vanidades; porque una parte la toman de Jos desvaríos de los gentiles; y otra,
imitando servilmente los antiguos ritos de la ley mosaica, con los cuales no
tenemos más que ver que con los sacrificios de animales y otras cosas por el
estilo.
Ciertamente, aunque no hubiera otra prueba, bastaría con esto para que
ningún hombre de sano entendimiento esperara bien alguno de una tal
multitud de remiendos tan mal hilvanados. La realidad misma muestra
claramente que hay muchas ceremonias que no sirven más que para
entontecer al pueblo, y no para instruirlo. Los hipócritas tienen en tanta
estima los nuevos cánones, que echan por tierra la disciplina. En cambio,
quien considerare atentamente la realidad verá que no son sino vana
apariencia y un simulacro de disciplina.
, Cartas, LV.
940 LIBRO IV - CAPÍTULO X
Mas, ¿qué diré de las ceremonias con que se ha conseguido que, que-
dando Cristo como sepultado, nos hayamos vuelto a las figuras judaicas?
"Nuestro Señor Jesucristo", dice san Agustín, "congregó a su nuevo pueblo
mediante los sacramentos, pocos en número, excelentísismos en significado,
facilísimos de ser guardados."l Mas, ¿quién podrá decir cuán lejos está de
esta simplicidad la multitud y diversidad de ritos y ceremo-nias en que
actualmente vemos enmarañada a la Iglesia? Conozco muy bien el artificio
con que algunos, que presumen de sabías, excusan esta perversidad. Dicen
que hay entre nosotros muchísimos tan rudos e igno-rantes como en el
pueblo de Israel, y que a causa de éstos se ha inventado esta pedagogía, de la
cual los más fuertes podrían prescindir, pero que sin embargo no se puede
menospreciar, dado que es muy provechosa para los hermanos más débiles.
A esto respondo que no ignoramos que se debe condescender con la
flaqueza de los demás; pero también les objetamos que el camino para que
aprovechen los más débiles no es ahogarlos en una multitud de cere-monias.
No sin motivo Dios estableció entre nosotros y el pueblo antiguo esta
diferencia: a ellos quiso enseñarles como a niños, con señales y figuras; en
cambio a nosotros, de una manera mucho 'más sencilla, sin tanto aparato
exterior. Así como el niño es gobernado por los tutores conforme a la
capacidad de su edad, y es mantenido en la disciplina, así los judíos eran
mantenidos debajo de la ley; mas nosotros somos seme-jantes a las personas
mayores, que libres ya de la tutela y protección no tienen necesidad de los
rudimentos de los niños (GáIA,I-3). Bien veía el Señor cuál había de ser la
gente vulgar en su Iglesia, y cómo debería ser gobernada. Sin embargo,
estableció entre nosotros y los judíos la diferencia que hemos indicado. Por tanto,
carece de validez la razón si, para que aprovechen los ignorantes, queremos
resucitar el judaísmo, que Cristo abolió.
El mismo Jesucristo se refirió a esta diferencia entre el pueblo viejo y el
nuevo, cuando dijo a la samaritana que había llegado el tiempo de que los
verdaderos adoradores adoraran a Dios en espíritu yen verdad (JnA,23). Esto
ciertamente se hizo siempre así; pero en esto difieren los nuevos adoradores de
los viejos: que la adoración espiritual de Dios estaba en tiempo de la ley de
Moisés figurada, yen cierta manera enma-rañada con muchas ceremonias; y al
desaparecer ellas, adoramos ahora
1 Cartas, LIV.
LIBRO IV - CAPíTULO X 941
a Dios de manera mucho más sencilla. Por tanto, los que confunden esta
diferencia destruyen el orden que Cristo estableció.
Me diréis: ¿No hemos de tener ceremonia alguna para ayudar a los
ignorantes? Yo no afirmo tal cosa; al contrario, creo que les sirven de ayuda.
Solamente pretendo que se cuide de que con ellas se ilustre a Cristo, en vez de
oscurecerlo. Dios nos dio pocas ceremonias y no en-revesadas, para que
muestren a Cristo presente. A los judíos les dio muchas más, para que les
sirviesen de imagen de Cristo ausente. Digo ausente, no en virtud, sino en el
modo de significar. Si queremos, pues, tener un buen método, es preciso cuidar
de que las ceremonias sean pocas, fáciles de guardar, y que en su significado
sean claras. Ahora bien, que esto no se ha tenido en cuenta, no es necesario
decirlo, pues es cosa que todos pueden ver.
lB. Así que todas las invenciones humanas que con la autoridad de la
Iglesia se mantienen, como no se pueden excusar del crimen de
944 LIBRO IV - CAPÍTULO X
quieren hacer pasar por apostólicas. Pero las historias nos dan testimo-nios
suficientes de la verdad.
19. Para no resultar excesivamente prolijo con una larga exposición, nos
contentaremos con un solo ejemplo. En tiempo de los apóstoles
reinó una gran sencillez en la administración de la Cena del Señor. Los que
le sucedieron, para realzar la dignidad del misterio, añadieron algo no
censurable. Pero luego vinieron aquellos locos imitadores que, unien-do
piezas de diversos sitios, nos han confeccionado las vestiduras del sacerdote
que conocemos, los ornamentos del altar, todas las actitudes, y las alhajas y
cosas inútiles que se exhiben en la misa, como si fuera una farsa.
Mas objetarán que antiguamente los hombres estaban convencidos de que
lo que de común consentimiento se hacía en la Iglesia universal pro-cedia de
los apóstoles. En confirmación de ello citan a san Agustín. Yo no les
propondré otra solución sino la que el mismo san Agustín presenta. "Las
cosas", dice, "que todo el mundo guarda, podemos entender que fueron
ordenadas, o por los mismos apóstoles, o por los concilios gene-rales, cuya
autoridad es muy útil para la Iglesia; así, por ejemplo, que cada año haya un
día señalado para celebrar la Pasión del Señor, su Resurrección, su
Ascensión y la venida del Espíritu Santo. Y otras cosas semejantes a éstas
que se observan en toda la extensión de la Iglesia."l
Cuando tan pocos ejemplos cita, ¿quién no ve que no se refiere a las
observancias de entonces sin más, sino únicamente a aquéllas, pocas en
número, sobrias, y que sirven para conservar la Iglesia en orden? Ahora
bien, esto es muy diferente de lo que los doctores del papado quieren que les
concedamos: que no hay entre ellos una sola ceremonia que no se deba tener
por apostólica.
20. Y para no ser más prolijo, solamente pondré un ejemplo. Si alguno les
pregunta de dónde procede el uso del agua bendita, responden que de los
apóstoles. Como si los historiadores no atribuyeran su inven-
ción a no sé qué pontífice romano, el cual, si hubiera tomado consejo de los
apóstoles, ciertamente nunca hubiera contaminado el Bautismo con esta
basura, queriendo hacer un memorial del sacramento que no sin causa ha
sido ordenado para ser recibido una sola vez. Aunque no me parece probable
ni siquiera que el origen de esta consagración sea tan antiguo como allí se
dice. En efecto: el testimonio de sán Agustín, según el cual ciertas iglesias
de su tiempo no admitieron la solemne imitación de Cristo del lavatorio de
los pies, a fin de que no pareciese que aquel rito perteneela al Bautismo.P da
a entender que no hay otro género de lavamiento que tenga alguna
semejanza con él. Sea lo que fuere, yo nunca concederé que ha procedido de
espíritu apostólico que cuando se recuerda el Bautismo con una ceremonia
cotidiana, en cierta manera se reitere aquél.
Tampoco doy importancia al hecho de que el mismo san Agustín en
otro lugar atribuya otras cosas a los apóstoles; porque como no existe
prueba alguna y sólo se trata de conjeturas, no se debe en virtud de ellas
hacer afirmaciones a propósito de cosas tan importantes.
Finalmente, aun concediendo que las cosas que él refiere provengan de
los apóstoles, sin embargo hay mucha diferencia entre instituir un ejercicio
de piedad del que puedan usar los fieles con libertad de concien-cia, y si no
les aprovecha que se abstengan de él, y establecer una ley que reduzca a
servidumbre las conciencias. Por tanto, provengan de quien sea, no hay
inconveniente alguno para que, sin hacer injuria a su autor, sean abolidas; ya
que no se nos recomiendan como si fuera necesario que permanezcan
siempre en la Iglesia.
22. Como si actualmente los pastores fieles, que presiden iglesias aún no
bien constituidas, ordenasen a los suyos que, hasta que los débiles
LIBRO IV - CAPiTULO X 947
en la fe crezcan y lleguen a un mayor conocimiento, no coman pública-
mente carne el viernes, ni trabajen en público los días de fiesta, o cosas de
este estilo. Porque, si bien estas cosas, dejando a un lado la supersti-ción, de
por sí son indiferentes, cuando pueden ser ocasión de escándalo se
convierten en pecado. Y los tiempos que corremos son tales que los fieles no
pueden permitirse dar tal ejemplo a los hermanos débiles sin herir
grandemente su conciencia. ¿Quién, sin calumnia, podrá decir que con esto
imponen nuevas leyes aquellos que evidentemente sólo pretenden impedir el
escándalo que el Señor tan expresamente condenó?
No se puede decir otra cosa de los apóstoles, cuya finalidad era única-
mente poner delante de los ojos la ley divina de evitar el escándalo. Es como
si dijeran: Es mandamiento del Señor que no hagáis daño a los hermanos
débiles; no podéis comer lo sacrificado a los ídolos, lo ahogado y la sangre,
sin que ellos se escandalicen. Por tanto, os mandamos en nombre del Señor
que no comáis dando escándalo.
y que los apóstoles pretendían esto lo atestigua san Pablo, el cual por decreto
de este concilio escribe de esta manera: "Acerca, pues, de las viandas que se
sacrifican a los ídolos, sabemos que un ídolo no es nada en el mundo. Porque
algunos, habituados hasta aquí a los ídolos, comen como sacrificado a ídolos y
su conciencia, siendo débil, se contamina. Mirad que esta libertad vuestra no
venga a ser tropezadero para los débiles" (1 Ca r. 8,4 . 7 .9). Quien considere
bien esto no se verá después engañado por los que encubren su tiranía bajo el
nombre de los apóstoles, como si pudiesen con sus decretos rebajar la libertad de
la Iglesia.
Pero para que no puedan escabullirse sin aprobar con su propia con-fesión
esta solución, que me respondan con qué derecho se han atrevido a abolir
este mismo decreto. Sólo pueden alegar que ya no hay ocasión de escándalo,
ni peligro de disensiones, que es lo que los apóstoles querían impedir; y
sabían muy bien que la ley se ha de juzgar por el fin e intención con que es
promulgada. Al desaparecer la causa, la ley no debe ya seguir en vigor. Si,
pues, esta ley fue dada por razón de la caridad y nada se manda en ella que
no se refiera a la misma, al confesar que la trasgresión de esta ley no es otra
cosa que una violación de la caridad, ¿no entienden con eilo a la vez que no
es una invención añadida a la Ley de Dios, sino una pura y simple aplicación
de la Palabra de Dios' a los tiempos y costumbres?
, Es decir, que adoraban al Dios eterno, pero que al mismo tiempo servían a sus dioses a
la manera de las naciones paganas.
LIBRO IV - CAPÍTULO X 949
(2 Re. 21,3-4); porgue ya casi deliberadamente era como abatir la autori-dad de
Dios.
24. Muchos se maravillan de que Dios tan severamente amenace con tan
horribles castigos al pueblo que le honre con mandamientos de
hombres, y diga que en vano le honra con ellos. Pero si se dieran cuenta de lo
que significa en el problema religioso - que es el asunto de la sabi-duría celestial
- depender exclusivamente de la boca de Dios, compren-derían a la vez que no
es por una causa ligera y sin trascendencia por lo que Dios abomina de tan
perversos servicios, con los cuales los hombres pretenden servirle a su antojo.
Porque si bien en ellos hay cierta aparien-cia de humildad y se obedece a Dios
con leyes que le honran, sin embargo no son humildes ante Dios, pues le
imponen a Él mismo las leyes con que le honran. Y ésta es la razón por la que
san Pablo tan diligentemente quiere que nos guardemos de ser engañados por
medio de filosofías y huecas sutilezas, según las tradiciones de los hombres
(CoL2,8), ni con aquel culto que él llama voluntario, inventado por los hombres
sin pala-bra alguna de Dios (Ibid., v. 23).
Así es ciertamente. Y es necesario que nuestra sabiduría y la de todos los
hombres nos sea locura, para que le permitamos a Él solo ser sabio. Este camino,
por supuesto, no lo siguen quienes con sus tradiciones in-ventadas según el
capricho de los hombres, quieren como imponerle a Dios por la fuerza aquella
perversa obediencia que se suele dar a los hombres. Asi se viene haciendo
durante mucho tiempo, y, según nuestros conocimientos, se hace actualmente
doquiera que la criatura tiene más autoridad y mando que el Creador; donde la
religión ~ si así merece ser llamada - está tan mancillada con mayor número de
supersticiones que las que hubo en el paganismo. Porque, ¿qué podía producir el
ingenio del hombre sino cosas carnales y totalmente desatinadas que represen-
tasen a sus autores?
pueblo (Jue. 8, 27). En fin, cualquier nueva invención con que los hombres
procuran honrar a Dios, no es sino una contaminación de la verdadera santidad.
Mas como algunos no se mueven por razones, sino que siempre buscan la
autoridad, citaré las palabras de san Agustín. que dicen lo mismo que yo he
expuesto: "Tiene el aprisco del Señor", dice, "pastores, unos fieles y otros
mercenarios; los pastores fieles son verdaderos pastores; sin embargo, también
los mercenarios son necesarios. Porque muchos en la Iglesia, buscando la
comodidad terrena predican a Cristo; y las ovejas siguen, no al mercenario, sino
al Pastor por el mercenario. Oíd cómo el Pastor nos señaló los mercenarios. Los
escribas, dice, y los fariseos se sientan en la cátedra de Moisés; haced lo que
dicen, mas lo que hacen no lo queráis hacer. ¿Qué otra cosa dijo sino: oíd por
medio de los mer-cenarios la voz del Pastor"; porq ue a I sentarse ellos en la
cátedra, enseñan la Ley de Dios. Así que por medio de ellos enseña Dios. Pero si
ellos qui-sieran enseñar sus propias cosas, no los queráis oir, ni las queráis
hacer." 1 Hasta aqui san Agustín.
y otras. Pero trataré de todo esto con tal claridad, que nadie pueda llamarse a
engaño por la semejanza que hay entre ellas.
Primeramente debemos considerar que si es necesario que en toda asociación
de hombres haya cierto orden para mantener la paz común y la concordia de
todos; si en los asuntos hay siempre un modo de tra-tarlos que no se puede
omitir, y es en provecho del bien público, como por una cierta humanidad;
igualmente en las iglesias, que se conservan muy bien cuando hay este orden y
armonía en ellas; y, al contrario, se echan a perder en seguida sin ello. Por eso,
si queremos que la Iglesia vaya de bien en mejor, debemos procurar con
diligencia, según dice san Pablo, "que todo se haga decentemente y con orden"
(1 Cor.14,40).
Ahora bien, como quiera que hay tanta diversidad de condiciones entre los
hombres, tanta variedad en los corazones, y tanta oposición en los juicios y
opiniones, no puede existir un gobierno lo bastante firme, si no se ordena con
leyes; ni se puede guardar ningún rito, si no hay una forma prescrita. Por eso, tan
lejos estamos de condenar las leyes que se dan a este propósito que, al contrario,
afirmamos que las iglesias, si se les quita las leyes, pierden su vigor, y se
deforman y arruinan por completo. Porque lo que dice san Pablo, que todo se
haga decentemente y con orden, no se puede conseguir si no se mantiene en pie
el orden y la honestidad mediante las observancias, que son a modo de vínculos.
Pero en estas observancias se ha de evitar siempre que se crean necesarias para
la salvación, y de esta manera se obligue a las conciencias a guar-darlas; que se
haga consistir en ellas el culto divino, como si fueran la verdadera religión.
caso de ella. Respondo que es humana de tal manera que a la vez es divina.
Es de Dios en cuanto forma parte de aquella honestidad, cuidado y
observancia que nos recomienda el Apóstol; es de los hombres, en cuanto
demuestra en particular lo que en general había sido mostrado. Con este solo
ejemplo podemos ver lo que debemos sentir de todo este género; a saber, que
como el Señor en la Escritura ha reunido fielmente, y ha declarado plenamente
todo el conjunto de la verdadera justicia y de su culto divino, y todo lo necesario
para la salvación, respecto a estas cosas sólo Él es el Maestro a quien se debe
escuchar.
Mas como no quiso prescribir en particular lo que debemos seguir en la
disciplina y las ceremonias - porque sabia muy bien que esto depende de la
condición de los tiempos, y que UDa sola forma no les conviene a todos -,
es preciso acogernos aquí a las reglas generales que Él dio, para que
conforme a ellas se regule y ordene todo cuanto exigiere la necesidad de la
Iglesia tocante al orden y al decoro.
Finalmente, como no dejó expresa ninguna cosa, por no tratarse de algo
necesario para nuestra salvación, y porque deben adaptarse diversa-mente
para edificación de la Iglesia conforme a las costumbres de cada nación,
conviene, según lo exigiere la utilidad de la Iglesia, cambiar y abolir las ya
pasadas, y ordenar otras nuevas.
Admito que no debemos apresurarnos a hacer otras temerariamente a
cada paso y sin motivo serio. La caridad decidirá perfectamente lo que
perjudica y lo que edifica; si permitimos que ella gobierne, todo irá bien.
31. Los fieles deben guardar con toda libertad cristiana tales ordenanzas
El deber, pues, del pueblo cristiano es guardar todo aquello que
conforme a esta regla se ordene; y esto con libertad de conciencia y sin
superstición de ninguna clase, sino con una propensión piadosa y fácil para
obedecer; y no menospreciarlo, ni dejarlo a un lado, como por descuido. Tan
lejos está de que lo deba violar o quebrantar con altivez o rebeldía.
Mas, ¿qué libertad de conciencia, se dirá, puede uno tener, cuando se está
obligado a observarlas? Yo afirmo que la conciencia no dejará de ser libre
cuando se comprenda que no se trata de ordenanzas perpetuas a las cuales se
está obligado; sino que se trata de ayudas extremas de la debilidad humana,
de las cuales, si bien no todos tenemos necesidad, sin embargo sí debemos
servirnos; tanto más cuanto que todos estamos obligados mutuamente a
conservar la caridad.
Esto se puede entender por los ejemplos que antes hemos expuesto.
¿Cómo? ¿Hay algún misterio en el velo de la mujer, que si saliera con la
cabeza descubierta cometería un grave mal? ¿Es tan sagrado el silencio de la
mujer, que no se puede quebrantar sin gran pecado? ¿Se contiene la religión
en el arrodillarse y enterrar a los muertos, de tal manera que no se puede
omitir sin grave ofensa? Ciertamente que no. Porque si la mujer se ve en tal
necesidad de socorrer al prójimo que no le da tiempo a taparse la cabeza, no
peca si va destocada. Y asimismo hay momentos en que no es menos
conveniente que hable, que el que en otros se calle. Ni hay mal alguno en
que uno, si no puede arrodillarse por algún im-pedimento, ore de pie.
Finalmente, es mucho mejor enterrar al muerto
954 LIBRO IV - CAPÍTULO X
desnudo, que no, por falta de sudario, esperar a que el cuerpo se corrompa.
Sin embargo, hay ciertas cosas respecto a esto, que la costumbre de los
países, sus leyes, y la misma regla de la modestia dictarán si se deben hacer
o no. Si en ello hay alguna falta por inadvertencia u olvido, no hay pecado
alguno; pero si se hace por desprecio, esta obstinación es condenable.
Asimismo, es igual que sean unos u otros los días y las horas, que el edificio
sea de ésta o de la otra manera, que en tal día se canten estos salmos en vez
de los otros. Sin embargo, conviene señalar ciertos días y ciertas horas, y
que el lugar sea lo suficientemente amplio para que todos quepan, si
queremos preocuparnos de que reine la paz. Pues sería una gran ocasión de
disturbios la confusión de estas cosas, si a cada uno le fuese lícito cambiar
conforme a su capricho lo que se refiere al estado en general, puesto que
nunca sucederá que una cosa agrade a todos, si se deja que cada uno
imponga su parecer. Y si alguno insiste todavia y quiere mostrarse más sabio
de 10 conveniente en esta materia, vea con qué razones puede apoyar sus
pretensiones ante Dios. A nosotros debe satisfacernos lo que dice san Pablo:
"Nosotros no tenemos tal costumbre (de contender), ni las iglesias de Dios"
(1 Cor. 11 , 16).
32. Lo hacen con caridad, sin superstición, y según la oportunidad del tiempo
y de las circunstancias
Debemos, pues, cuidar mucho de que no se infiltre poco a poco
ningún error que corrompa y oscurezca este buen uso. Lo cual tendrá efecto
si todas ra~ observancias llevan consigo algún evidente provecho y no son
excesivamente numerosas; y principalmente. si en ellas resplan-dece la
doctrina del Señor, que cierra la puerta a las malas opiniones. Este
conocimiento hace que cada uno mantenga su libertad en todas estas cosas, y
sin embargo imponga una cierta necesidad a su libertad, en cuanto lo
exigiere el decoro de que hemos hablado, o la caridad.
Además, que no seamos supersticiosos al guardarlas, ni las exijamos de
los demás con excesivo rigor; que no estimemos que el culto divino es
mucho más excelente por la multitud de las ceremonias, y que una iglesia no
desprecie a la otra por la diversidad de la disciplina exterior. Finalmente,
que como esto no nos lo impone ninguna ley permanente, refiramos todas
las observancias a la edificación de la Iglesia; y que a requerimiento de la
misma, no solamente permitamos que se cambie algo, sino que no llevemos
a mal que se muden todas las observan-cias que antes usábamos. Porque
tenemos actualmente experiencia de que las exigencias de los tiempos
permiten que ciertos ritos de suyo no malos ni indecorosos, se abroguen
conforme a la oportunidad de las circunstancias. Porque como quiera que la
ceguera e ignorancia de los tiempos pasados fue tan grande que las iglesias
se dejaron llevar por las ceremonias con un criterio tan corrompido y un afán
tan pertinaz, resulta muy difícil limpiarlas de supersticiones sin que se
supriman muchas ceremonias, que quizás en tiempos pasados se dictaran
con motivo, y en si mismas no se las puede condenar de im-piedad alguna.
• ""'O IV - CAPiTULO XI 955
CAPÍTULO xr
JURISDICCiÓN DE LA IGLESIA Y ABUSOS DE LA MISMA
EN EL PAPADO
Doble aspecto del poder de las llaves. Esta potestad de que hablamos depende
toda de las Ilaves, que Cristo dio a su Iglesia en el capítulodiecio-cho de san Mateo
(vs, 15-18). Allí manda que sean gravemente amonesta-dos en nombre de todos, los
que no hicieren caso de las amonestaciones que se les hacen en particular. Y ordena
además que, si la obstinación sigue adelante, sean arrojados de la compañía de los
fieles. Como estas amonestaciones y correcciones no se pueden hacer sin
conocimiento de cama, es preciso que haya algún procedimiento de juicio y algún
orden.
Por tanto, si no queremos hacer vana la promesa de las llaves, la excomunión,
las amonestaciones públicas, y otras cosas semejantes, debe-mos atribuir
necesariamente a la Iglesia una jurisdicción. Note el lector que no se trata en
este lugar en general de la autoridad de la doctrina, corno en san Mateo en el
capítulo dieciséis, o en el capítulo veintiuno de san Juan, sino que Jesucristo
transfiere para el futuro a su Iglesia el derecho y la administración que hasta
entonces había radicado en la sinagoga. Hasta entonces los judíos habían tenido su
forma de gobierno; y Cristo ordena que se use de ella en su Iglesia, con tal que se
retenga en su pureza la institución. Y esto con gran severidad, debido a que muchos
956 LIBRO IV ~ CAPiTULO XI
rio mismo; que era Él, quien por boca de ellos, como por un instrumento, lo
decía todo y exponía las promesas; por tanto, que la remisión de los pecados
que anunciaban, era verdadera promesa de Dios, y la condena-ción con la cual
amenazaban, juicio certísimo de Dios. Esta testificación se ha hecho en todo
tiempo, y permanece firme, para asegurar a todos que la palabra del Evangelio -
sea quien sea el que la predica - es la Palabra misma de Dios, pronunciada en su
supremo tribunal, escrita en el libro de la vida; dada, confirmada y hecha
irrevocable en el cielo.
Vemos, pues, que la potestad de las llaves significa simplemente en aquellos
pasajes la predicación del Evangelio; y que no es tanto potestad cuanto
ministerio, por lo que se refiere a los hombres. Porque propia-mente hablando,
no dio Cristo esta potestad a los hombres, sino a su Palabra, de la cual hizo a los
hombres ministros.
Roma abusa de este poder. De estos dos pasajes, que me parece haber
expuesto breve, llanamente, y de acuerdo con la verdad, esta gente desen-
frenada, sin hacer diferencia alguna, sino según el ciego furor que los impulsa,
pretenden establecer la confesión, la excomunión, la jurisdicción, la potestad de
hacer leyes y las indulgencias.
Alegan el primer texto para establecer el primado de la Sede romana.
958 LI BRO IV - CAPiTU LO XI
Tal es su habilidad para hacer que sus llaves - ganzúas - sirvan para todas las
puertas y cerraduras a su capricho, que no parece sino que toda la vida han
sido cerrajeros.
Además Cristo no instituye con esto nada nuevo, sino que siguió la costumbre
guardada desde antiguo en la Iglesia de su nación. Con ello dio a entender que la
Iglesia no podia carecer de la jurisdicción espiritual, que desde el principio se
usaba, y se usó en todo tiempo. Porque esta jurisdicción espiritual no cesó ni fue
abolida cuando los emperadores y magistrados fueron cristianos; solamente fue
ordenada de tal manera, que en nada aboliese a la civil, ni se confundiese con
ella. Y esto con mucha razón. Porque el magistrado, si es piadoso, no querrá
eximirse de la común sujeción de los hijos de Dios, a la cual pertenece; y no está
en último lugar el sujetarse a la Iglesia, que juzga conforme a la Palabra de
Dios; lejos, pues, esté de prescindir de este juicio. "¿Qué cosa más honorífica",
dice san Ambrosio, "puede haber, que el emperador se llame hijo de la Iglesia?
Porque el buen emperador está dentro de la Iglesia, y no por encima de ella." l
Por tanto, los que para ensalzar al magistrado despojan a la Iglesia de esta
potestad, no solamente corrompen la sentencia de Cristo con una falsa
interpretación, sino que a todos los santos obispos que ha habido desde el
tiempo de los apóstoles los condenan por haber usurpado con falso pretexto el
honor y el oficio del magistrado.
El poder espiritual está netamente separado del poder temporal. Porque los
santos obispos no ejercieron su potestad con penas pecuniarias, ni con cárceles,
ni con otras penas civiles, sino que únicamente se sirvieron de la Palabra de
Dios (J Cor. 5,3--4). El más severo castigo que la Iglesia usa, y que es como su
último recurso, es la excomunión, a la cual recurre sólo por necesidad. Ahora
bien, esta excomunión no requiere la fuerza, sino que se contenta con la Palabra
de Dios.
Finalmente, la jurisdicción de la Iglesia antiguamente no fue otra cosa sino
una práctica o un ejercicio de lo que san Pablo enseña respecto a la potestad
espiritual de los pastores. "Las armas de nuestra milicia no son carnales, sino
poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas, refutando argumentos, y
toda altivez que se levanta contra el conoci-miento de Dios, y llevando cautivo
todo pensamiento a la obediencia a
Cristo, y estando prontos para castigar toda desobediencia ... " (2 Coro 10,4-6).
Así como esto se hace con la predicación del Evangelio, as! tam-bién, para que
no se burlen de la doctrina, deben ser juzgados los que se profesan domésticos
de la fe de acuerdo con el contenido de esta doctrina. Ahora bien, esto no se
puede hacer si con el ministerio no se junta la a utoridad de poder hacer
comparecer a quienes han de ser amonestados en particular, o más
rigurosamente corregidos, y la autoridad de privar también de la Cena a aquellos
que no podrían ser recibidos sin profanar un tan gran misterio. Por eso, cuando
en otro lugar se niega que a nos-otros nos pertenezca el juzgar a los extraños (1
Coro 5,12), el Apóstol somete a los hijos de Dios a las censuras con que sus
faltas han de ser castigadas, y da a entender que entonces se ejercía la disciplina
de la que nadie estaba exento.
1 Carta XIV.
I Ambrosíaster, Comentario al Timoteo 5,12.
LIBRO IV - CAPíTULO XI 961
I
las conciencias, no es preciso tratarla aquí. En ello sin embargo, con-viene
notar cuán consecuentes son siempre consigo mismos; a saber, que nada son
menos que pastores de la Iglesia, por lo que quieren ser tenidos. y no hablo
contra los vicios de hombres particulares, sino contra la abominación
pestilencia! de todo su proceder en general; puesto que lo tienen en poco y
10 consideran defectuoso, si no resplandece por su gran opulencia y
soberbios títulos.
Si investigamos cuál es el parecer de Cristo en cuanto a esto, sin duda
veremos que apartó completamente a los ministros de su Palabra de la
potestad civil y el mando terreno al decir: "los gobernantes de las nacio-nes
se enseñorean de ellas: ... mas entre vosotros no será así" (M 1. 20, 25-26;
Le.22,25-26). En efecto con ello indica que el oficio del pastor no solamente es
distinto del oficio del príncipe, sino que son cosas tan diferentes y dispares, que
no pueden concurrir en un mismo hombre.
El que Moisés tuviera ambos oficios conjuntamente (Éx.18, 16), ante todo
fue algo raro y milagroso; además no fue más que por algún tiempo, hasta
que las cosas se ordenaron debidamente. Cuando el Señor dispuso una
forma concreta, él se quedó con la potestad civil, y se le ordenó que
resignase el sacerdocio en su hermano; y con toda razón. Porque está más
allá de las fuerzas humanas, que un mismo hombre pueda cumplir con
ambos oficios.
Esto mismo se observó con toda diligencia en la Iglesia en todos los
tiempos. No hubo obispo alguno, mientras la Iglesia dio señales de ser
auténticamente tal, que pensase en usurpar la potestad de la espada; hasta tal
punto, que en tiempo de san Ambrosio era proverbio común decir que los
emperadores habían deseado más el sacerdocio que los sacerdotes el
2
imperio. Porq ue estaba bien grabado en la mente de todos lo que dice
3
después: "Al emperador pertenecen los palacios; al sacerdote, las iglesias".
1 Sin embargo, Calvino va a hablar de ello en lo que sigue de este párrafo, incluido en la
edición de 1543, y en los párrafos siguientes, añadidos en ulteriores ediciones.
• Cartas, XX, XXIII.
• lbid., XX, 1.
LIBRO IV ~ CAPÍTULO XI 963
ellos las defensiesen con su amparo. Pero ellos con hábiles artificios se
constituyeron dueños y señores. Ni se puede negar que una buena parte de lo
que poseen lo adquirieron sirviéndose de violentas facciones.
En cuanto a los príncipes que voluntariamente concedieron jurisdic-ción a los
obispos, evidentemente se vieron forzados a ello por diversas razones. Mas,
admitiendo que su gentileza obedeciera a motivos de pie-dad, realmente con
esta su indebida liberalidad no hicieron bien alguno a la Iglesia, corrompiendo
con ello su antigua y auténtica disciplina; o mejor dicho, del todo la destruyeron.
Por su parte, los obispos que abusa-ron de esa gentileza de los príncipes para su
particular comodidad, sólo con esto dejaron ver bien a las claras que no eran
obispos, Porque si hubieran tenido alguna chispita de espíritu apostólico, sil!
duda hubieran respondido lo que dice san Pablo: "las armas de nuestra milicia
no son ca males, sino poderosas en Dios" (2 Cor. 10,4). Mas el]os, arre batados
de ciega codicia, se echaron a perder a si mismos, a sus sucesores y a la 1glesia.
Aunque lo que dice san Bernardo es tan claro, que parece que la verdad
misma lo ha dicho, e incluso no necesita que nadie lo diga, sin embargo el
Papa no se avergonzó en el concilio de Arlés de dar el decreto de que por
derecho divino le competían a él ambas potestades, la espiritual y la
temporal.
14. Desde entonces los pontífices no cesaron jamás, ya con fraudes, ya con
perfidia, o por la fuerza de las armas, de adueñarse de los seño-
ríos ajenos. Y hará casi unos ciento treinta años que se alzaron con la misma
ciudad de Roma, que entonces era libre, hasta llegar al poder que
actualmente tienen; y por mantener o aumentar este poder, de tal manera
han perturbado todo el orbe crístiano por espacio de doscientos años ~ pues
comenzaron antes de apoderarse de Roma ~, que casi lo han destruido.
ajenos, ¿qué excomuniones podrían bastar para castigar tales ejemplos? Bien
claro se ve que lo que menos buscan ellos es la gloria de Cristo. Porque si
voluntariamente renunciaran a todo el poder secular que po-seen, ningún mal se
seguiría de esto para la gloria de Dios, para la sana doctrina, o para el bien de la
Iglesia. Pero ellos están llenos de orgullo, poseídos del apetito de dominar; y por
eso piensan que todo está perdido si no se enseñorean de ello con dureza y
violencia (Ez. 34,4).
1
en la Iglesia delante del pueblo". Afirma que la causa espiritual- quiere
decir, de la religión - no se debe tratar en la audiencia civil, donde se
debaten las controversias civiles. Todos, y con razón, alaban su constancia
en esto. Y sin embargo, a pesar de tener razón llega a decir que si se
recurriese a la fuerza, él cedería. "Nunca", dice, "cedería voluntariamente el
lugar que se me ha encomendado; pero si me fuerzan, no opondré
resistencia; porq ue nuestras armas son las oraciones y las lágri mas". 2
Consideremos bien la singular modestia y prudencia de este santo varón,
unida a tanta grandeza de ánimo y tan grande confianza. Justina, madre del
emperador, porque no podía atraerlo al arrianismo intentaba deponerlo de su
oficio; y esto se hubiera llevado a cabo, <'1 él se hubiera presentado en
palacio a responder de sí mismo. Niega, pues, que el emperador sea juez
competente para oir una causa de tanta trascendencia, como la necesidad de
las circunstancias lo requería, y también la natura-leza misma del asunto.
Antes estaba determinado a morir, que a dejar tal ejemplo a sus sucesores
por su propio consentimiento; y, sin embargo, de recurrir a la fuerza, no
pensaba resistir. Niega que el deber del obispo sea mantener la fe y el
derecho de la Iglesia con las armas. En otros asuntos dice que está dispuesto
a hacer cuanto el emperador le ordenare. "Si exige tributo", afirma, "no lo
negamos; las posesiones de la Iglesia pagan el tributo; si pide posesiones,
poder tiene para tomarlas; ninguno de nosotros lo impedirá".
De la misma manera habla san Gregario: "No ignoro la disposición de
ánimo de nuestro señor el emperador, pues no suele mezclarse en las causas
de los sacerdotes para no verse cargado con nuestros pecados". a No excluye
de una manera absoluta que el emperador juzgue a los sacer-dotes;
únicamente dice que hay ciertas causas, que debe dejar al juicio eclesiástico.
CAPÍTULO XII
privadas no sean letra muerta; quiero decir, que si alguno no cumple con su
deber voluntariamente, o se conduce mal y no vive honestamente, o hace algo
digno de reprensión, que tal persona consienta en ser amones-tada; y que cada
uno, cuando el asunto lo requiera, amonesta a su her-mano. Sobre todos, los
pastores y presbíteros velen por esto; pues su oficio no es solamente predicar al
pueblo, sino también amonestarlo y exhortarlo en particular en sus casas, cuando
la doctrina expuesta en común no les ha aprovechado; como 10 muestra san
Pablo cuando dice que él habia enseñado por las casas (Hch.20,20); y protesta
que está lim pio de la sangre de todos, porq ue no había cesado de amonestar a
cada uno con lágrimas, de día y de noche (Hch. 20, 26-27 . 31). Porque la
doctrina tendrá fuerza y autoridad, cuando el ministro no solamente exponga a
todos en común lo que deben a Cristo, sino también cuando cuenta con el modo
de pedir esto en particular a los que viere que no son muy obedientes a la
doctrina, o negligentes en su cumplimiento.
5. c. Fines de la disciplina:
I». No profanar la Iglesia y la Cena. Tres son los fines que la Iglesia
persigue con semejantes correcciones y con la excomunión.
El primero es para que los que llevan una vida impía y escandalosa no se
cuenten, con afrenta de Dios, en el número de los cristianos, como si Su
santa Iglesia fuese una agrupación de hombres impíos y malvados. Porque
siendo ella "el cuerpo de Cristo" (Col. 1,24), no puede contarni-narse con
semejantes miembros corrompidos sin que alguna afrenta recaiga también
sobre la Cabeza. Y asi, para que no suceda tal cosa en la Iglesia, de la cual
pueda provenir algún oprobio a Su santo nombre, han de ser arrojados de su
seno todos aquellos cuya inmundicia podría deshonrar el nombre de
cristiano.
Hay que tener también en cuenta la Cena del Señor; no sea que dán-dola
indiferentemente a todos, sea profanada. Porque es muy verdad que el que
tiene el cargo de dispensar la Cena, si a sabiendas y voluntaria-mente admite
a ella al que es indigno, cuando por derecho debía privarle de ella, él mismo
es tan culpable de sacrilegio, como si hubiera echado el cuerpo del Señor a
los perros.
Por esto san Juan Crisóstorno reprende severamente a los sacerdotes que
temiendo la potencia de los grandes no se atreven a desechar a nin-guno.
"La sangre", dice, "será demandada de vuestras manos (Ez.3, 18;
972 LIBRO IV - CAPíTULO XII
]0. Evita la corrupción de los buenos. El segundo fin es para que los buenos no se
corrompan con el trato continuo de los malos, como suele acontecer. Porque es tal
nuestra inclinación a apartarnos del bien, que nada hay más fácil que apartarnos del
recto camino del bien vivir con los malos ejemplos. Esta utilidad la puso de relieve
el Apóstol, cuando mandó a los corintios que apartasen de su compañía al
incestuoso. "¿No sabéis", dice, "que un poco de levadura leuda (corrompe) toda la
masa?" y veía que en esto se encerraba un peligro tan grande, que manda que no se
junten con él. "No os juntéis", dice, "con ninguno que, llamándose hermano, fuere
fornicario, o avaro, o idólatra, o maldiciente, o borracho, o ladrón; con el tal, ni aún
comáis" (1 Cor.5,6.11).
Iglesia -, sino cuando no deja de haber algún testigo, y sin embargo no son
públicos.
Los pecados graves hay que castigarlos con mayor severidad. Pues no basta,
si alguien con el mal ejemplo de su crimen ha escandalizado en gran manera a la
Iglesia, que éste tal sea castigado simplemente de pala-bra, sino que debe ser
también privado de la Cena por algún tiempo, hasta que dé muestras de su
arrepentimiento. Porque san Pablo no castiga solamente de palabra al de
Corinto, sino que lo arroja de la Iglesia, y reprende a los corintios, por haberlo
sufrido tanto tiempo
(1 COL 5, 5).
Este proceder observó siempre la Iglesia antigua cuando florecía el legítimo
modo de gobierno. Si alguno cometía algún grave pecado de donde procedía
escándalo, le ordenaba primeramente que se abstuviese de la Cena, y luego que
se humillase delante de Dios, y que diese muestras de su penitencia delante de la
Iglesia. Y había unos ritos solemnes que se solían imponer a los delincuentes, a
modo de indicios de su penitencia. Cuando el pecador satisfecía de este modo a
la Iglesia, lo recibían en la comunión con la imposición de manos. A esta
recepción san Cipriano muchas veces la llama paz, al describir brevemente este
rito: "Peniten-cia", dice, "hacen durante el tiempo que se les ha ordenado;
después vienen a la confesión de su falta; y por la imposición de las manos del
obispo y del clero obtienen paz y comunión'".' Aunque el obispo con el clero
presidía la reconciliación, se necesita juntamente el consenti-miento del pueblo,
como lo prueba en otro lugar. Z
mente en la Iglesia el pecado que había cometido por engaño de otros, y pidió
perdón con lágrimas y gemidos. 1
No deben los reyes tener por afrenta postrarse humildemente en tierra delante
de Cristo, Rey de reyes, ni deben llevar a mal ser juzgados por la Iglesia. Porque
como en sus cortes apenas oyen otra cosa que adula-ciones,les es muy necesario
ser corregidos por el Señor por boca de los sacerdotes; y más bien deben desear
que los sacerdotes no les perdonen, para que los perdone Dios.
San Cipriano declara sin lugar a dudas cuán contra su voluntad había sido tan
riguroso: "Nuestra paciencia, afabilidad y dulzura está dispuesta y preparada
para recibir a todos los que vienen. Deseo que todos vuelvan a la Iglesia; deseo
que todos nuestros compañeros se encierren en los reales de Cristo y de Dios
Padre Todopoderoso; muchas cosas las disi-mulo; con el deseo que tengo de
recoger a los hermanos, aun las cosas que son contra Dios no las examino por
entero; casi peco yo perdonando delitos más de lo que convendría; abrazo con
amor pronto y entero a los que con arrepentimiento vuelven, confesando su
pecado con humilde y simple satisfacción." I
Crisóstorno, aunque fue algo más duro, sin embargo habla de esta manera: "Si
Dios es tan misericordioso, ¿para qué su sacerdote quiere parecer riguroso?". 2
Bien sabemos cuánta benignidad usó san Agustín con los donatistas, ya que
no puso dificultad en recibir en la dignidad de obispos a los que habían sido
cismáticos; y ello poco después de su arrepentimiento. Pero como el
procedimiento contrario había prevalecido, se vieron obligados a renunciar a su
opinión y parecer, y a seguir a los otros.
que los suyos hubieren ligado en la tierra (M l. 18, 18), con estas palabras limitó
la autoridad de ligar a las censuras de la Iglesia, por las cuales los que son
excomulgados no son colocados en perpetua ruina y desespe-ración; sino que al
ver que su vida y costumbres son condenadas, al mismo tiempo quedan
advertidos de su propia condenación, si no se arrepienten. Porque la diferencia
que hay entre anatema (o execración) y excomunión consiste en que el anatema
no deja esperanza alguna de perdón y entrega al hombre y lo destina a muerte
eterna; en cambio, la excomunión más bien castiga y corrige las costumbres. Y
aunque también ella castiga al hombre, lo hace de tal manera que al avisarle de
la conde-nación que le está preparada, lo llama a la salvación. Y si él obedece, a
mano tiene la reconciliación y la vuelta a la comunión de la Iglesia. El anatema
muy pocas veces o casi nunca se usa.
Por tanto, aunque la disciplina eclesiástica prohiba comunicar fami-liarmente
y tener estrecha amistad con los excomulgados, sin embargo hemos de procurar
por todos los medios posibles que se conviertan a mejor vida, y se acojan a la
compañía y unión de la Iglesia, como el mismo Apóstol 10 enseña: "No lo
tengáis por enemigo, sino amonestadle como a hermano" (2 Tes. 3,15). Si no se
tiene este espíritu humanitario, tanto en particular como en general, se corre el
peligro de que la disciplina se convierta pronto en oficio de verdugos.
Confiesa que no sólo los pastores deben procurar por su parte que no haya
vicio alguno en la Iglesia, sino que cada uno en particular ha de procurarlo
también; y no disimula que el que menosprecia amonestar,
reprender y corregir a los malos, aunque no les favorezca ni peque con ellos,
es culpable delante del Señor; y que si es persona con autoridad para
privarlos del uso de los sacramentos, y no lo hace, ya no peca con pecado
ajeno, sino con el suyo propio. Solamente quiere que se proceda en esto con
prudencia, la cual exige también el Señor, a fin de que al arrancar la cizaña,
no arranque también el trigo (Mt.13, 29). De aquí concluye san Cipriano :
"Castigue, pues, el hombre con misericordia lo que puede; y lu que no
puede, súfralo con paciencia y llórelo con amor.Y!
El primer fin no tiene siempre lugar en el ayuno público; porque no todos los
cuerpos gozan de una misma constitución y disposición de salud; por eso más
bien se refiere al ayuno privado.
El segundo conviene a ambos; pues tanto necesita toda la Iglesia esa
preparación para orar, como cada uno de los fieles en particular.
Lo mismo debe decirse del tercero. Porque a veces puede acontecer que Dios
aflija a una nación con guerras, pestes, o con otras calamidades. En un castigo
tan general es menester que todo el pueblo se reconozca culpable, y que confiese
su pecado. Y si la mano del Señor hiere a alguno en particular, ha de hacer lo
mismo, bien él a solas, bien en unión de su familia. Es cierto que este
reconocimiento se refiere principalmente al afecto del corazón; pero cuando el
corazón se siente tocado, difícilmente puede contenerse y no dar alguna muestra
exterior de sus sentimientos; y principalmente cuando de ello se deduce alguna
edificación común, para que confesando públicamente su pecado, todos a la vez
den gloria a Dios por su justicia, y unos y otros se exhorten recíprocamente con
su ejemplo.
Así debemos entender lo que san Lucas cuenta de Ana, que servía de noche y
de dia con ayunos y oraciones (Le. 2, 37). Porque no hace con-sistir el culto
divino en el ayuno, sino que quiere dar a entender que aquella santa mujer se
ejercitaba de esta manera para entregarse continua-mente a la oración. Tal fue el
ayuno de Nehernías, cuando con gran fervor oraba a Dios por la libertad de su
pueblo (Neh, 1,4).
Por esto dice san Pablo que los fieles hacen muy bien en abstenerse del lecho
conyugal por algún tiempo, para entregarse con mayor libertad a la oración y al
ayuno (1 COL 7, 5). Al unir aquí el ayuno a la oración como una ayuda suya,
advierte que el ayuno no tiene importancia ninguna.
980 LIBRO IV - CAPÍTULO XII
sino en cuanto se refiere a este fin. Además, al mandar en este pasaje a los
casados, que unos a otros se den mutua consideración (1 Cor, 7,3), es claro que
él no habla de oraciones ordinarias y cotidianas, sino de oraciones que requieren
mucha mayor atención.
Por el tiempo quiero decir que hagamos uso de aquellas prácticas del ayuno
para las cuales el mismo fue instituido. Así, por ejemplo, si alguno ayuna a
causa de una solemne oración, que vaya en ayunas.
La calidad consiste en que al ayunar no usemos de delicadezas, y nos
contentemos con alimentos comunes y baratos; y que no excitemos el sentido
del gusto con manjares exquisitos.
La cantidad o medida consiste en que comamos con más sobriedad de lo que
solemos; solamente por necesidad y no por placer.
Porque siendo el ayuno de por sí un medio, y no debiendo ser estimado sino por
aquellos fines a los que se dirige, sería una perniciosa superstición confundirlo
con las obras mandadas por Dios, y que son necesarias por sí mismas, sin
relación a ninguna otra cosa.
Tal fue en tiempos pasados el error de los maniqueos. San Agustin, al
refutarlos, enseña bien claramente que el ayuno no se debe estimar sino por los
fines que hemos indicado, y que Dios no lo aprueba, si no se refiere a alguno de
ellos. l
1 Costumbres de la Iglesia y de los maniqueos, lib. n, cap. XITl, 27; Contra Fausto, cap.
xxx, S.
• Eusebio, Historia eclesiástica, lib. V, cap. XXIII, 2, muestra que el ayuno antes de Pascua
era muy corto. Algunos ayunaban un día; otros cuarenta horas.
• Alusión a los cuarenta días de ayuno de Jesucristo antes de la tentación. La palabra
Cuaresma - en latín quadragesima - significa cuarenta; o sea cuarenta días antes de
Pascua; cfr. san Agustín, Cartas, LV, cap. xv,
LIBRO IV - CAPÍTULO XII 983
San Jerónimo cuenta que ya en su tiempo había algunos que jugaban con Dios
con semejantes necedades. Por no comer alimentos de grasa, procu-raban que de
todas partes les trajesen manjares regalados; e incluso para forzar a la na tu
raleza, no bebían agua; pero procuraban que les hiciesen bebidas especiales, que
no tomaban en vasos, sino con una concha." Este vicio era de pocos entonces;
pero actualmente es común entre todos
1 Hay que leer primera carta a Genaro, ep. L1V, cap. 11, 2.
Cartas, L11, 12.
984 LIBRO IV - CAPÍTULO XII
los ricos; ellos ayunan simplemente para comer más costosa y espléndida-
mente.
Pero no quiero alargarme en una cosa tan clara y manifiesta. Sola-mente
afirmo que los papistas, tanto en sus ayunos como en todo el resto de su
disciplina, no tienen cosa alguna buena, sincera, bien orde-nada y
compuesta, de la que puedan enorgullecerse.
Decadencia de esta disciplina. No hay para qué contar cómo todo esto se
deshizo, ya que actualmente nada se puede imaginar más desen-frenado y
disoluto que el orden eclesiástico; y es tal su desvergüenza, que todo el mundo
clama contra ellos. Y para que no parezca que toda la antigüedad está sepultada
entre ellos, confieso que engañan los ojos de la gente sencilla con una especie de
sombras; pero todo eso no se parece a las antiguas costumbres más de lo que los
gestos de un mono a lo que hace el hombre dirigido por la razón.
San Pablo ordena que el obispo sea marido de una sola mujer (1 Tim, 3,2;
Ti1. 1,6). Pero, ¿se puede decir algo más vehemente, que lo que el Espíritu
San to afirmó: que en los últimos tiempos habría hombres impíos que
prohibirían el matrimonio; a los cuales no solamente llama seduc-tares, sino
también diablos? (1 Tim.4, 1-3). Sin embargo tal profecía es del Espíritu
Santo, que quiso con ello desde el principio prevenir a su Iglesia contra tales
peligros, declarando que prohibir el matrimonio es doctrina diabólica.
Nuestros adversarios creen haber encontrado una buena escapatoria,
24. Objetan que los sacerdotes deben diferenciarse en algo del pueblo. ¡Como
si el Señor no hubiera previsto con qué ornato deben los
sacerdotes resplandecer! Al hablar así acusan al Apóstol de haber per-turbado el
orden y confundido el decoro eclesiástico; puesto que al pro-poner la idea
perfecta del buen obispo, entre las dotes que exige en él se atreve a poner el
matrimonio (1 Tim. 3, 2). Bien sé cómo interpretan ellos esto; a saber, que no ha
de ser elegido por obispo el que tuviere una segunda mujer. Concedo que esta
interpretación. no es nueva; pero bien claro se ve por el contexto que es falsa;
porque luego prescribe cómo han de ser las mujeres de los obispos y diáconos (1
Tim, 3, 11). Vemos. pues, cómo san Pablo nombra entre las principales virtudes
de un buen obispo el matrimonio; pero éstos dicen que es un vicio intolerable en
los eclesiásticos. Y lo que es peor; no contentos con vituperado de esta manera
en general, van más adelante y lo llaman suciedad y polución de la carne, según,
las propias palabras del papa Siricio a los obispos de España, que los romanistas
1
citan en sus cánones.
Que cada uno reflexione de qué almacén procede esto. Cristo honra tanto el
matrimonio, que quiere que sea una imagen de su sagrada unión con la Iglesia
(El'. 5,22-23). ¿Qué se podria decir más honorifico para enaltecer la dignidad del
matrimonio? ¿Con qué cara entonces, se atreven a llamar inmundo y sucio a
aquello en lo que resplandece la semejanza espiritual de la gracia de Cristo?
CAPÍTULO XIII
LOS VOTOS.
CUÁN TEMERARIAMENTE SE EMITEN EN EL PAPADO PARA
ENCADENAR MISERABLEMENTE LAS ALMAS
Veamos un ejemplo. Cuando aquellos asesinos de que habla san Lucas, hicieron
voto de que no tomarían cosa alguna antes de haber dado muerte a san Pablo (Hch,
23,12), aun en el caso que su determinación no fuera abominable, era inadmisible su
temeridad por querer hacer depender la vida de un hombre de la voluntad de ellos.
Igualmente Jefté fue castigado por SU locura, cuando con un celo temerario hizo un
voto imprudente (Jue.ll,30-31).
y todo esto lo hacen para poner su celibato por las nubes, como si no
testimoniaran suficientemente con su vida que una cosa es el celibato y otra la
virginidad, a la cual desvergonzadamente llaman angélica, Con ello afrentan
gravemente a los ángeles, comparando con ellos a los aman-cebados, los adúlteros, e
incluso otras gentes mucho peores. Ciertamente no se necesitan grandes pruebas,
pues los hechos mismos lo atestiguan.
1 De Orange.
992 LIBRO IV - CAPITULO XIII
Claramente vemos con cuán horrendos castigos aflige Dios a cada paso tal
arrogancia y menosprecio nacido de la excesiva confianza en sus dones. Los
más secretos no los nombro por pudor; y ya es excesivo lo que se insinúa.
Está fuera de duda que no se debe hacer voto de nada que nos impida
cumplir las obligaciones de nuestra vocación. Así, si un padre de familia
hiciera voto de dejar a sus hijos y a su mujer y tomar otro género de vida; o
si el que tiene dotes de magistrado hace voto, cuando lo eligen, de llevar una
vida retirada.
En cuanto a lo que hemos afirmado, que no debemos menospreciar
nuestra libertad, puede ofrecer alguna dificultad, si no se explica. Breve-
mente expuesto, el sentido es que, como quiera que el Señor nos ha hecho
señores de todas las cosas y las ha sometido a nosotros, para que usemos de
ellas a nuestra comodidad, no hemos de esperar que hacemos un servicio a
Dios, sometiéndonos a cosas exteriores que deben servirnos de ayuda. Digo
esto, porque algunos procuran ser alabados de humildes ateniéndose a
muchas prescripciones, de las que el Señor con toda razón quiso que
estuviésemos libres y que no nos preocupásemos de ellas. Por tanto, si
queremos evitar este peligro, tengamos siempre en la memoria, que no
debemos apartarnos del orden que el Señor ha establecido en su Iglesia.
En consecuencia, los votos que se hacen por uno de estos fines, y principalmente
en cosas exteriores, con tal que Dios los apruebe y estén de acuerdo con nuestra
vocación y con la facultad de la gracia que Dios nos ha dado, afirmo que son
legítimos.
nosotros. Porque como quiera que la estipulación que Dios hace, exi-giendo
que le sirvamos, está incluida en el pacto de la gracia, quc con-tiene la
remisión de los pecados y la regeneración para hacer de nosotros criaturas
nuevas, la promesa que allí hacemos supone la petición del perdón y de la
ayuda necesaria del Espíritu Santo para nuestra debilidad.
, Incluso ahora en la Iglesia de Oriente los obispos son elegidos ordinariamente de los
monasterios. En todo caso hacen voto de celibato.
• Carta 48, 2, a Eudoxio.
, Carta 60, a Aurello.
996 LIBRO IV - CAPíTULO XIII
sin embargo no piensan que se contaminan con el vino, porque ellos mismos
ordenan, movidos por sus sentimientos humanitarios, que se dé a los que no
están bien dispuestos, ya los que sin él no podrían conservar la salud del cuerpo;
y amonestan fraternalmente, a los que neciamente lo rehusan, a que no se hagan
por una insensata superstición más bien débiles que santos. De esta manera
ejercitan diligentemente la piedad. En cuanto al ejercicio del cuerpo, saben que
aprovecha para poco tiempo. Ante todo observan la caridad; a ella acomodan el
comer, sus palabras, costumbres y su porte. Todos conspiran a guardar la
caridad; violarla se tiene por grande aborrnnación. como si se hiciera con el
mismo Dios. Si alguien resiste a ella, lo despiden; y si alguno la hiere, no le
permiten que permanezca entre ellos un solo día." 1
1 Calvínc recuerda aquí la falsa distinción entre consejos y preceptos; los consejos no
están ordenados a todos; los preceptos son mandamientos obligatorios para todos. Cfr.
Tomás de Aquino, Suma teológica, p. Il, qu. 108, arto 4; p. II, 2, qu. 184, arto 3.
LIBRO JV - CAPÍTULO XI]] 999
monaquismo que es una regla de vida más perfecta que la común, dada por Dios
a toda su Iglesia. Todo cuanto se edifique sobre este funda-mento no puede ser
sino abominable.
oi. .tas palabras no se hubiera retirado triste. Porque el que ama a Dios con todo
su corazón. no sólo reputa como estiércol cuanto es con-trario a su amor, sino
que también abomina de ello como la peste. Y asi, el que Cristo ordenase a este
rico avariento dejar todo cuanto poseía es exactamente igual que ordenar al
ambicioso renunciar a todos los honores. al voluptuoso, privarse de todos los
deleites; al lujurioso, de sus instru-mentas de placer. De esta manera hay que
inducir las conciencias al sentimiento particular de sus vicios, cuando no se
conmueven con las amonestaciones generales.
Por tanto, los que alegan este pasaje para ensalzar la vida monástica, se
engañan de medio a medio al tomar un caso particular como si se tratase de una
norma general; como si Cristo hiciese consistir la perfec-ción de un hombre en
renunciar a lo que tiene; cuando Cristo no ha pretendido otra cosa al decir esto,
que forzar a aquel joven, que tan con-tento y satisfecho estaba de si mismo,
obligándole a reconocer su mal, para que comprendiese cuán lejos estaba aún de
la perfecta obediencia a la Ley, que falsamente se atribuía.
Confieso que este pasaje ha sido mal entendido por algunos Padres; y de aquí
nació la afectación de la pobreza voluntaria, en virtud de la cual eran tenidos por
bienaventurados los que, renunciando a todas las cosas, se ofrecían desnudos de
ellas a Cristo. Pero confío que los lectores rectos y no amigos de disputas
quedarán satisfechos con mi interpreta-ción, y no tendrán dudas sobre el
propósito de Cristo.
la paz entre los suyos. Por eso afirmo que cuantos monasterios hay actualmente
son otros tantos conventículos de cismáticos, que turbando el orden de la
Iglesia, se han separado de la legítima compañia de los fieles.
y para que esta separación quede bien patente, se han puesto diversos
nombres de sectas, y no se han avergonzado de aquello que san Pablo detesta
sobre todas las cosas. A no ser que pensemos que los corintios dividían a Cristo,
cuando cada uno se gloriaba de su propio doctor, y en cambio ahora no se infiere
injuria ninguna a Cristo cuando oímos que en lugar de llamarse cristianos, unos
de llaman benedictinos, otros fran-ciscanos, otros dominicos; y a la vez que se
llaman así intentan díferen-ciarse de los demás cristianos, considerando muy
altivamente estos titulas como una profesión especial.
los otros, del mismo modo no afirmo que los frailes hayan degenerado tanto
de aquella santidad antigua, que no queden aún entre ellos algunos buenos.
Pero estos pocos están diseminados y permanecen ocultos entre la ingente
multitud de los malvados y los impíos; y no solamente son menospreciados,
sino también desvergonzadamente injuriados, y hasta a veces cruelmente
tratados por los demás, quienes - conforme al prover-bio de los de Milete -
piensan que no debe existir ninguno bueno entre ellos.
El voto de continencia. Y, ¿cuáles son los votos que hacen? Prometen a Dios
virginidad perpetua, como si antes hubieran hecho un pacto con Dios para que
los libre de la necesidad de casarse. Y es inútil decir que hacen este voto
confiados en la gracia de Dios. Porque al decir Él que no a todos les es dado este
don (Mt.19, 11), no hay razón para suponer que se nos dará a nosotros lo que se
concede a pocos. Los que lo tienen que usen de él; Y si alguna vez sienten que la
carne los molesta, que se acojan al socorro de Aquel con cuya virtud únicamente
pueden resistir. Y si esto no es suficiente, que no desprecien el remedio que
Dios les ofrece. Porque indudablemente son llamados al matrimonio los que no
tienen el don de la continencia. Y llamo continencia. no solamente a preservar el
cuerpo limpio de fornicación, sino también a mantener el alma en castidad.
Porque san Pablo no manda solamente que seamos puros exteriormente, sino
también que no nos quememos interiormente de concupiscencia (1 COL 7,9).
Dicen que desde el principio se admitió que los que querían dedicarse al
Sellar hiciesen voto de castidad. Concedo que antiguamente se hizo así; pero no
que aquellos tiempos estuviesen tan completamente exentos de vicios, que
hayamos de tener como regla inviolable cuanto entonces se hacía. Poco a poco
surgió aquella inexorable severidad, según la cual, después de haber hecho voto
a Cristo, no se permitía arrepentirse. Así lo atestigua san Cipriano, cuando dice:
"Si las vírgenes se han dedicado fielmente a Cristo, perseveren honesta y
castamente sin ficción alguna. De esta manera, fuertes y perseverantes, esperen
el premio de la virgini-dad. Mas si no quieren, o no pueden perseverar, mejor es
que se casen, que no caer en el fuego por sus deleites." 1 ¿Qué injurias no dirían
hoy al que quisiera moderar el voto de virginidad con semejante equidad?
Por tanto, se han apartado muchísimo de aquella antigua costumbre, pues no
solamente no admiten moderación alguna, ni perdonan si ven que uno es
incapaz de cumplir lo que ha prometido; sino que desvergon-zadamente
declaran que peca mucho más gravemente tomando mujer para remediar la
intemperancia de su carne, que mancillando con la fornicación su cuerpo y su
alma.
dar su palabra querían volver a casarse, ¿qué otra cosa era esto, sino rechazar la
vocación de Dios? No hemos, pues, de extrañarnos que el Apóstol diga que, al
querer casarse impulsadas por sus deseos, se rebela-ban contra Cristo. " después
añade ampliando más su pensamiento, que están tan lejos de cumplir lo que han
prometido a la Iglesia. que violan y quebrantan la fe primera que habían dado en
el bautismo: en la cual se comprende que cada uno viva conforme a su vocación.
A no ser que prefiramos entender estas palabras en el sentido de que hubieran
perdido la vergüenza, no haciendo ya caso alguno de la honestidad, al entregarse
a la lascivia y la disolución, y demostrando con su vida libre y licenciosa, que
eran cualquier cosa menos cristianas; interpretación que me agrada mucho.
Por tanto, respondemos que las viudas que entonces se recibían para
dedicarse al ministerio público se obligaban a la ley de un celibato per-petuo. Si
después se casaban, fácilmente se comprende que acontecía lo que san Pablo
dice; que perdido el pudor, estas mujeres se hacían más insolentes de lo que era
propio de mujeres cristianas; y de esta manera no sólo pecaban violando la fe
que habían dado a la Iglesia, sino además por no conducirse como mujeres
honestas.
Mas niego, en primer lugar, que profesaran el celibato por ninguna otra razón,
sino porque no convenía al oficio y vocación que se habían impuesto; y no se
obligaban al celibato, sino en cuanto la necesidad de su vocación lo requería.
Además, niego que estuviesen ligadas de tal manera, que no les fuese lícito
entonces casarse, antes que abrasarse con el estímulo de la carne, o caer en
alguna torpeza. o miseria.
En tercer lugar digo que san Pablo prescribe una edad en que la mayor parte
están ya fuera de este peligro; principalmente al mandar el Apóstol que
solamente fueran admitidas a este oficio las que no habían estado casadas más
de una vez, dando con ello muestras de su continencia.
Ahora bien, nosotros no impugnamos el voto del celibato sino porque
locamente es tenido como un culto que se ofrece a Dios, y porque hacen voto de
él temerariamente los que no tienen el don de la continencia.
19. Pero además, ¿con qué fundamento se aplica 10 que aquí dice san Pablo,
a las monjas: Porque las diaconisas eran elegidas, no para adular o lisonjear a
Dios con sus cantos y sus rezos entre dientes, viviendo ociosas lo restante del
tiempo; sino para que sirvieran a los pobres de toda la Iglesia, dedicándose
enteramente a las obligaciones de la caridad. No hacían voto de celibato, como
si por abstenerse del matrimonio hicie-sen algún servicio a Dios; sino
solamente para estar más libres, a fin de cumplir sus obligaciones. Finalmente,
no hacían voto de castidad al principio de su juventud, o cuando estaban en
la flor de la edad, para que después a través de una larga experiencia fueran
aprendiendo en qué precipicio se habían expuesto a caer; sino cuando ya era
verosímil que había pasado todo el peligro; entonces, y no antes, hadan un
voto, no
menos seguro que santo.
Mas, dejando a un lado 10 demás, afirmo que no era lícito recibir a una viuda
menor de sesenta años, puesto que el Apóstol lo había prohi-
LIBRO IV - CAPÍTULO XIII 1005
bido, ordenando a las más jóvenes que se casaran (J Tim. 5,9.14). Por tanto,
no admite excusa alguna el que se haya llegado a señalar como término para
hacer el voto los treinta anos, los veinte, y hasta los doce.! y mucho menos es
tolerable que las pobres jóvenes, antes que puedan conocerse a sí mismas y
tener alguna experiencia propia se aten con aquellos malditos lazos; a lo cual no
solamente son inducidas por engaño, sino incluso a la fuerza y con amenazas.
1 El francés pone: 48, 4{} Y30 años. Cfr. Concilio de Zaragoza (380); can. 8; Concilio
Calcedonense (451l, can. 15; Concilio de Hipona (393), can. 1.
1006 LIBRO IV - CAPÍTULO XIII, XIV
conciencias timoratas esta sola razón: que todas las obras que no manan y
proceden de una fuente limpia y se dirige a un fin legítimo, Dios las repudia; y
de tal manera las repudia, que no menos nos prohíbe seguir adelante con ellas
que comenzarlas. De aquí se concluye que los votos hechos con ignorancia y
supersticiosamente, ni Dios los estima, ni los hombres deben cumplirlos.
21. Refutación de las calumnias contra los monjes que han abandonado el
convento
El que conozca esta solución podrá también defender contra las
calumnias de los malos a los que salen de los monasterios y se consagran a
algún género honesto de vida. Los acusan de haber quebrantado grave-
mente la fe, y de ser perjuros por haber roto el vínculo, según comúnmente
se cree, indisoluble, con el que estaban obligados a Dios y a la Iglesia. Mas
yo afirmo que no existe vínculo alguno, cuando Dios anula y deshace lo que
el hombre promete. Además, aun suponiendo que estuvieran obli-gados
cuando vivían en el error y en la ignorancia de Dios, afirmo que ahora son
libres por la gracia de Cristo, después de haber sido iluminados con la luz de
la verdad. Porque si la cruz de Cristo tiene tanta virtud que nos libra de la
maldición de la Ley, a la que estábamos sujetos (Gál. 3,13), ¡cuánto más nos
librará de lazos extraños, que no son más que engañosas redes de Satanás!
Por tanto, todos aquellos a quienes Jesu-cristo ha iluminado con la luz de su
Evangelio, no hay duda que los libra de los lazos en que habían caído por la
superstición.
y aún tienen otra excusa, si no eran aptos para el celibato. Porque si un voto
imposible es una destrucción segura del alma - la cual Dios quiere que se salve,
y que no se pierda -, se sigue que no deben perseverar en él. Ahora bien, cuán
imposible es el voto de continencia para los que no tienen el don particular de
ella, ya 10 hemos demostrado, y la misma experiencia lo prueba sin necesidad
de palabras. Porque nadie ignora cuánta suciedad hay en casi todos los
conventos. Y si algunos parecen más honestos, no son castos, porque dentro de
sí reprimen la incontinen-cia y no dejan que aparezca fuera.
De esta manera castiga Dios con ejemplos horribles el atrevimiento de los
hombres, cuando olvidándose de su flaqueza, afectan contraria-mente a su
naturaleza lo que se les ha negado, y menospreciando los reme-dios que
Dios ha puesto en sus manos, piensan vencer con su obstinación y
contumacia la enfermedad de su incontinencia. Porque, ¿de qué otra manera
lo llamaremos, sino contumacia, cuando uno, avisado de que tiene necesidad
de casarse y que éste es el remedio que Dios le ha dado, no solamente lo
menosprecia, sino incluso se obliga con juramento a menospreciarlo?
CAPÍTULO XIV
LOS SACRAMENTOS
en los sacramentos, respecto a los cuales importa mucho que tengamos una
doctrina cierta, para que sepamos con qué fin han sido instituidos y qué uso
debe hacerse de ellos.
Ante todo debemos saber lo que es un sacramento. A mi parecer, su
definición propia y sencilla puede darse diciendo que es una señal externa con la
que el Señor sella en nuestra conciencia las promesas de su buena voluntad para
con nosotros, a fin de sostener la flaqueza de nuestra fe, y de que atestigüemos
por nuestra parte, delante de Él, de los ángeles y de los hombres, la piedad y
reverencia que le profesamos.
También se puede decir más brevemente que es un testimonio de la gracia 1
de Dios para con nosotros, confirmado con una señal externa y con el
testimonio por nuestra parte de la reverencia que le profesamos.
Cualquiera de estas definiciones que tomemos está de acuerdo en cuan-to al
sentido con la que propone san Agustín cuando dice: "Sacramento es una señal
visible de una cosa sagrada"; o bien, que es una forma visible de una gracia
invisible". Yo simplemente he intentado exponer la reali-dad de modo más claro.
Porque como en su brevedad hay cierta oscuridad en la que tropiezan muchos
indoctos, he querido explicarlo de manera más clara, para que no hubiese
motivo de duda.
Muchas veces se encuentra este término en los doctores eclesiásticos con este
significado. Y es bien conocido que aquello que los griegos llaman misterio, los
latinos 10 llaman sacramento; esta sinonimia suprime toda discusión.
De aquí vino que se aplicase a aquellas señales que contenían una repre-
sentación de las ca sas espiri tuales, Lo cual san Agustín también ad vierte en
cierto lugar: "Largo", dice, "seria disputar de la diversidad de las señales, las
cuales, cuando pertenecen a las cosas divinas, se llaman sacramentos."
1 Hay que subrayar que Calvino no habla de una grada sino de "la" gracia de Dios; por
la cual se debe entender el don gratuito de su perdón y de su fuerza viviente.
• La Catequesis XXVI SO; Cartas. lOS, IlI, 12.
1008 LIBRO IV - CA P!TULO XIV
1 Las antiguas ediciones indican como referencia: Homilia 60, Al Pueblo. Esta homilía
impresa en las obras de Crisóstomo aparecidas en Basilea (t. IV, p. 581), se omite en las
ediciones modernas.
LIBRO IV - CAPÍTU LO XIV 1009
los edictos de los príncipes, que son cosas transitorias y caducas. Porque el
creyente, cuando tiene ante los ojos los sacramentos, no se detiene en 10 que
ve, sino que por una piadosa consideración se eleva a contemplar los
sublimes misterios encerrados en los sacramentos, según la conve-niencia de
la figura sensible con la realidad espiritual.
6. Los sacramentos son signos del pacto, pilares de la fe
y como el Señor llama a sus promesas pactos o alianzas (Gn. 6,18;
9,9; 17,20-2\), y a los sacramentos, señales y testimonios de los pactos,
podemos servirnos perfectamente de la semejanza de los pactos y alianzas
humanas.
Los antiguos tenían por costumbre matar una cerda en confirmación de
sus pactos. ¿De qué hubiera servido la cerda muerta, si no existieran las
palabras del acuerdo, o mejor dicho, si no precedieran al mismo? Porque
muchas veces se matan cerdas, sin que haya en ello misterio alguno. ¿De
qué serviría darse la mano?, porque muchas veces los hom-bres estrechan la
de sus enemigos para causarles daño. Pero cuando pre-ceden las palabras
del acuerdo, con tales señales se confirman los mismos, aunque ya antes
hayan sido hechos, establecidos y determinados.
Por tanto, los sacramentos son unos ejercicios que nos dan una certi-
dumbre mucho mayor de la Palabra de Dios. Y como nosotros somos
terrenos, se nos dan en cosas terrenas, para enseñarnos de esta manera
conforme a nuestra limitada capacidad y llevarnos de la mano como a niños.
Ésta es la razón por la que san Agustín llama al sacramento "palabra
visible", 1 porque representa las promesas de Dios como en un cuadro, y las
pone ante nuestros ojos al vivo y de modo admirable.
Se puede proponer otras semejanzas para explicar más clara y plena-
mente los sacramentos, como llamarlos columnas de nuestra fe. Porque así
como un edificio se mantiene en pie y se apoya sobre su fundamento, pero
está mucho más seguro si se le ponen columnas debajo, igualmente la fe
descansa en la Palabra de Dios, como sobre su fundamento; pero cuando se
le añaden los sacramentos, encuentra en ellos un apoyo aún más firme,
como si fueran columnas. También se les podría llamar espejos en que
podemos contemplar las riquezas de la gracia de Dios, que su majestad nos
distribuye. Porque en ellos, como queda dicho, se nos manifiesta en cuanto
nuestra cortedad puede comprenderlo, y se nos atestigua mucho más
claramente que en la Palabra, su benevolencia y el amor que nos tiene.
pregunto, ¿no sienten ellos la mayor parte de su corazón vacía de fe? ¿No
perciben cada día nuevas adiciones a ella? Gloriabase un pagano t de que se
hacía viejo aprendiendo. Bien miserables, entonces, seríamos nosotros los
cristianos, si envejeciéramos sin aprender cosa alguna, cuan-do la fe debe ir
desarrollándose gradualmente hasta que lleguemos al "varón perfecto" (EfA,
13). Así que, en este lugar, creer de todo corazón no significa creer
perfectamente en Cristo, sino solamente abrazarlo con el alma y el
entendimiento; no significa estar henchido de Él, sino, con un vehemente
afecto, tener hambre y sed de Él, y por Él suspirar. Éste es el modo corriente
de expresarse la Escritura, cuando dice que se hace algo con todo el corazón,
queriendo dar a entender que se hace sincera-mente y de corazón. Así por
ejemplo: "Con todo mi corazón te he busca-do; no me dejes desviarme de tus
mandamientos"; y otros semejan tes (Sal. 119, 10; 111,1; 138, 1). Como, por
el contrario, cuando reprende a los hipócritas y engañadores les suele echar
en cara que tienen "corazón y corazón"; es decir, "doblez de corazón" (Sal.
12,2).
Insisten todavia diciendo que si la fe se aumenta por los sacramentos en
vano se ha dado el Espíritu Santo, cuya obra y virtud es comenzar, mantener
y perfeccionar la fe. Les concedo que la fe es obra integra y propiamente del
Espíritu Santo, iluminados por el cual conocemos a Dios y los tesoros de su
liberalidad; sin cuya luz nuestro entendimiento sería tan ciego, que no podria
ver cosa alguna; y tan débil, que no podría entender ninguna cosa espiritual.
Mas por un beneficio que ellos engran-decen, nosotros consideramos tres.
Porque, primeramente, el Señor con su Palabra nos enseña e instruye.
Además de esto, nos confirma por los sacramentos. Y, finalmente, ilumina
nuestro entendimiento con la luz de su santo Espíritu y abre la puerta para
que penetren en nuestro cora-zón la Palabra y los sacramentos, los cuales de
otra manera golpearían nuestros oídos y se presentarían delante de nuestros
ojos, pero no rnove-rían nuestro corazón.
que nos tiene el Padre celestial, en cuyo conocimiento estriba toda la firmeza
de nuestra fe, y se apoya toda su fuerza. El Espíritu la confirma cuando,
imprimiendo en nuestro corazón esta confirmación, la hace efí-caz. Sin
embargo, no se puede impedir que "el Padre de las luces" (Sant. 1, 17)
ilumine nuestro entendimiento con los sacramentos como con un resplandor
intermedio, igual que ilumina nuestros ojos con los rayos del sol.
pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios, dijo que no fueron partí-cipes de
la circuncisión (EL2, 11-12). Con lo cual quiere decir que quedan excluidos de
la promesa quienes no habían recibido el signo de la misma.
Ponen otra objeción: que la gloria de Dios se da a las criaturas, con lo cual se
atribuye a ellas tanta virtud, cuanto es 10 que se quita a Dios. Esto se soluciona
fácilmente diciendo que no ponemos virtud alguna en las criaturas. Solamente
afirmamos que Dios usa de los medios e instru-mentos que Él sabe son
necesarios para que todas las criaturas se sometan a su gloria, puesto que Él es el
Señor y Juez de todas las criaturas. Y así como por medio del pan sustenta
nuestros cuerpos, y por medio del sol ilumina al mundo, y mediante el fuego
calienta; y sin embargo, ni el pan, ni el sol, ni el fuego son nada, sino en cuanto
Él por medio de estos instrumentos nos dispensa sus bendiciones; de la misma
manera, espiri-tualmente sustenta nuestra fe por medio de los sacramentos, cuyo
único oficio es poner ante nuestros ojos las promesas, y servirnos como prenda
de ellas. Y asi como es nuestro deber no poner confianza alguna en las otras
criaturas, de las que el Señor en su liberalidad quiso que nos sir-viésemos y por
cuyo medio nos da 10 que necesitamos, sin que las esti-memos y alabemos
como si ellas fueran la causa de nuestro bien; así tampoco debemos poner
nuestra confianza en los sacramentos, ni debe-mos quitar la gloria a Dios y
dársela a ellos; sino que, dejando a un lado todas las cosas, debemos dirigir y
elevar nuestra fe y alabanza a Aquel que es el autor de los sacramentos y de
todos los demás bienes.
Pero por lo que hemos dicho, se ve claro que los antiguos que dieron el
nombre de sacramento a los signos, no tuvieron en cuenta el significado en que
los latinos tomaban esta palabra, sino que sencillamente inven-taron uno nuevo
para servirse de él, designando por el mismo los signos sagrados.
sino una vana e inútil figura. y para no recibir el signo solo sin su verdad, sino la
cosa significada y el signo que la representa, es preciso llegar por la fe a la
palabra que en él se contiene. De esta manera, cuanto aprove-chéis por el
sacramento en la comunicación con Cristo, tanto provecho recibiréis de ellos.
hubiera imprimido estas señales en el sol, las estrellas, la tierra y las pied
ras, todas estas cosas serían sacramentos. Porq ue.,¿cuál es' la causa de que
la plata en bruto y la labrada no tengan el mismo valor, aunque son un
mismo metal? Evidentemente, que la plata sin labrar no tiene más que lo
que naturalmente le pertenece; y en cambio, cuando está labrada con la
forma de la acuñación oficial, se convierte en moneda y adquiere un nuevo
precio. ¿Y no podría Dios sellar a sus criaturas con su Palabra, para que se
conviertan en sacramentos las cosas que antes no eran sino meros
elementos?
Ejemplos del segundo género fueron: cuando Dios mostró a Abraham la
antorcha en el horno que humeaba (Gn.15, 17); cuando llenó de rocío el
vellocino, sin que la tierra recibiera rocío; y, al contrario, cuando derramó el
rocío sobre la tierra, dejando seco el vellocino, para prometer la victoria a
Gedeón (Jue. 6,37-40); cuando hizo volver atrás la sombra del reloj diez
líneas, para prometer la salud a Ezequías (2 Re.20,9. 11 ; Is. 38,7-8). Como
estas cosas se realizaban para confirmar y confortar la flaqueza de su fe, eran
para ellos también sacramentos.
ambas partes entre Dios y nosotros. Como el Señor promete destruir y borrar
la culpa que hubiéremos cometido, y la pena que por ello debía-mas sufrir, y
nos reconcilia consigo en su Hijo Unigénito; así nosotros, por nuestra parte,
nos obligamos a Él con esta profesión a servirle santa y puramente.
Por tanto, podemos muy bien afirmar que tales sacramentos son cereo
monias con que Dios quiere ejercitar a su pueblo primeramente para
mantener, levantar y confirmar interiormente la fe; y en segundo lugar para
hacer profesión y dar testimonio de nuestra religión ante los hombres.
23. Los sacramentos del Nuevo Testamento no son superiores a Jos del
Antiguo Testamento
El dogma de los escolásticos, que establece tanta diferencia entre los
sacramentos de la vieja y la nueva Ley, como si aquéllos no sirviesen sino para
representar y figurar la gracia de Dios, y losde la nueva la mostrasen y la diesen,
debe ser totalmente excluido. Porque san Pablo no habla más admirablemente de
los unos que de los otros, cuando enseña que los patriarcas del Antiguo
Testamento comieron juntamente con nosotros el mismo alimento espiritual, y
explica que este alimento era Cristo (1 Cor.1O,3--4). ¿Quién se atreverá a
declarar vano aquel signo que daba a los judíos la verdadera comunión de
Cristo? La cuestión que allí trata el Apóstol aboga claramente en nuestro favor.
Porque para que nadie, confiado en un frío conocimiento de Cristo, en un título
vano de cristia-nismo y en unos signos externos, se atreva a hacer caso omiso del
juicio de Dios, pone el Apóstol ante nuestros ojos los ejemplos de la severidad
con que Dios castigó al pueblo judío, advirtiendo que con esos mismos ejemplos
nos castigará a nosotros si seguimos sus huellas, cometiendo los vicios en que
ellos cayeron. Así pues, para que la comparación fuese adecuada, hubo de probar
que no hay entre ellos y nosotros desigualdad alguna en estos bienes, de los que
nos prohíbe gloriarnos falsamente. Ypor eso nos equipara a ellos ante todo en los
sacramentos, y no nos concede la menor prerrogativa que pueda darnos alguna
esperanza de escapar del peligro. Ni debemos atribuir a nuestro Bautismo más de
lo que en otro lugar atribuye a la circuncisión, cuando la llama "sello de la
justicia de la fe" (RomA, 11). A sí que cuanto se nos presenta a nosotros
actualmente en los sacramentos, todo lo recibían antiguamen te los j udios en los
suyos; a saber, a Cristo con sus riquezas espirituales. La misma virtud que tienen
nuestros sacramentos, ésa misma tenían los judíos en los suyos; les servían de
sellos de la benevolencia de Dios para la espe-ranza de la vida eterna.
26. ¿En qué sentido las ceremonias judías eran sombras de fas cosasfuturas?
No es tan fácil de resolver lo que poco antes he citado: que todas
las ceremonias judaicas fueron sombra de lo que ha de venir, pero el cuerpo es
de Cristo (Col. 2,17). Y lo más difícil de todo es lo que se dice en muchos
pasajes de la Carta a los Hebreos: que la sangre de los ani-males no llegaba a la
conciencia (H eb. 9,9); que la ley fue sombra de los bienes futuros, no imagen
expresa de las cosas; I que los que guardaban
1 Calvino sigue aquí palabra por palabra, en la cita de Heb. 10, 1, el griego n'!', flxóTa no;'
y ellatin de la Vulgata "imaginem rerum", que nuestros modernos traducen: "la
:1rQUJ'tllÍTW",
forma real de las cosas". En su comentario de este pasaje, explica: "El Apóstol toma esta
semejanza del arte de la pintura ... ; porque los pintores tienen la costumbre de trazar a
carbón lo que se proponen representar, antes de tener los vivos colores del pincel".
1026 LIBRO IV - CAPÍTULO XIV
Pero ante todo se ha de observar que san Pablo no babia en este lugar
simplemente del tema, sino teniendo en cuenta aquellos con quienes disputaba.
Pues él combatía a los falsos apóstoles, que querían hacer consistir la piedad en
las solas ceremonias, sin preocuparse para nada de Cristo. De ahí que para
refutarlos bastaba tratar solamente del valor de las ceremonias consideradas en sí
mismas. Éste es también el blanco al que apunta el autor de la Carta a los
Hebreos. Recordemos, pues, que aquí se disputa de las ceremonias consideradas,
no en su propio y ver-dad ero significado, sino pervertidas con una
interpretación falsa. No se trata de su legítimo uso, sino del abuso de la
superstición. ¿Es, pues, de extrañar que las ceremonias, separadas de Cristo
queden privadas de toda su virtud? Porque todos los signos se reducen a nada, si
se suprime la realidad que representan y figuran. Y así Cristo, al tratar con gente
que pensaba que el maná no había sido sino un alimento corporal, aco-moda sus
enseñanzas a su burda opinión y dice que Él da un alimento mucho mejor y que
alimenta a las almas con la esperanza de la inmor-talidad (Jn. 6, 27).
26. Los sacramentos del Antiguo Testamento y los del Nuevo no difieren
sino en grado
Puede que las grandes alabanzas de los sacramentos que se leen en los
autores antiguos hayan engañado a estos infelices sofistas. Así por ejemplo, lo
que dice san Agustín: "Los sacramentos de la ley antigua solamente prometían al
Salvador; pero los nuestros dan la salvación"." Al no advertir que este modo de
hablar era hiperbólico, expusieron sus dogmas también hiperbólicamente, pero
en un sentido muy diferente de los antiguos. Porque san Agustín no quiso decir
otra cosa sino lo mismo que en otro lugar: que los sacramen tos de la Ley de
Moisés preanunciaban
Es preciso que los lectores estén al tanto también de que todo cuanto los
sofistas han erróneamente expuesto acerca de la obra obrada,' no
CAPÍTULO XV
EL BAUTISMO
2. Testimonio de la Escritura
En este sentido hay que tomar lo que escribe san Pablo, que la Iglesia
es santificada en el lavamiento del agua por la palabra de vida (Ef. 5,26). Y
en otro lugar: "Nos salvó por su misericordia, por el lavamiento de la
regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo" (Tit. 3, 5). Y lo que
dice san Pedro, que el Bautismo nos salva (l Pe. 3, 21). Porque san Pablo no
quiere decir que nuestro lavamiento y salvación se verifiquen con agua, y
que el agua tenga en si misma virtud para purificar, regenerar y renovar, ni
que en ella resida la causa de la salvación; solamente quiere
1 Gregorio Nacianceno, Discurso XL, JI; Gregorio de Nisa, Discurso contra los que
difieren el Bautismo.
1030 LIBRO IV - CAPÍTULO XV
8. En cuanto a que las gracias del Espíritu Santo se han manifestado más
plenamente después de la resurrección de Cristo, nada tiene que
ver para probar que los Bautismos eran diversos. Porque el Bautismo que los
apóstoles administraban en vida de Cristo se llamaba de Cristo; y sin embargo
no tenía más dones del Espíritu que el Bautismo de Juan (Hch. 8, 14-17). Ni
siquiera los samaritanos, aunque habían sido bauti-zados en nombre de Jesús,
recibieron más dones del Espíritu después de la ascensión, que los que
normalmente habían recibido los demás fieles, hasta que les fueron enviados
Pedro y Juan, para que les impusieran las manos. En mi opinión, lo que engañó a
los antiguos para hacerles pensar que el Bautismo de Juan no era más que una
preparación para el otro Bautismo, fue el leer que san Pablo rebautizó a los que ya
habían sido bautizados con el Bautismo de Juan (Hch. 19,3. ss.). a Pero clara-mente
se verá en el lugar oportuno cuán grandemente se han equivocado.
11. Lo segundo es que esta perversidad jamás cesa en nosotros, sino que
produce sin cesar nuevos frutos; es decir, aquellas obras de la carne, que
hemos mencionado; igual que un horno encendido arroja continua-
mente llamas y chispas; o como un manantial, que no deja de manar agua.
Porque la concupiscencia nunca jamás muere ni se apaga en los hombres por
completo hasta que, libres por la muerte del cuerpo de muerte, son
totalmente despojados de sí mismos.
Es verdad que el Bautismo nos promete que nuestro Faraón está aho-
gado, y asimismo la mortificación del pecado; sin embargo no de tal
manera, que ya no exista ni nos dé que hacer, sino solamente que no nos
Vencerá. Porque mientras vivamos encerrados en la cárcel de nuestro
cuerpo, las reliquias del pecado habitarán en nosotros; mas si tenemos fe en
la promesa que se nos ha hecho en el Bautismo, no se enseñoreará ni reinará
en nosotros.
Mas que ninguno se engañe ni se lisonjee de su mal, cuando oye que el
pecado habita siempre en nosotros. Esto no se dice para que los hombres se
duerman tranquilamente en sus pecados, pues ya son dema-siado propensos
a pecar; solamente se les dice, para que no titubeen ni desmayen los que se
ven tentados y atormentados por su carne; antes bien, consideren que .se
encuentran en camino, y crean que han aprove-chado mucho si
experimentan que su concupiscencia va cada día dis-mínuyendo, siquiera un
poquito. hasta que, al fin lleguen a donde se dirigen; es decir, a la
destrucción final de la carne, que tendrá lugar en la muerte, Entretanto, que
no dejen de pelear animosamente y de ani-marse a ganar terreno, incitándose
a lograr la victoria. Pues debe ani-marles ver que después del esfuerzo, aún
les quedan grandes dificultades; ya que con ello tienen mayor ocasión de
progresar en la virtud.
En conclusión: 10 que debemos retener de este tema es que somos
LIBRO IV ~ CAPíTULO XV 1035
13. 2°. El Bautismo sirve para nuestra confesián delante de los hombres
De esta manera el Bautismo sirve de confesión delante de los hom-
bres. Porque es una nota con la que públicamente profesamos que quere-
mos ser contados en el número del pueblo de Dios; con lo cual testifica-mos
que convenimos con todos los cristianos en el culto de un solo Dios y en una
religión; con la cual, finalmente afirmamos públicamen te nuestra fe, de tal
manera que no solamente nuestros corazones, sino nuestra
1036 LIBRO IV - CAPÍTULO XV
lengua y todos los miembros de nuestro cuerpo entonan de todos los modos
posibles alabanzas a Dios, De esta manera todo cuanto hiciéremos lo
emplearemos como se debe en servir a la gloria de Dios, de la cual todo debe
estar lleno; y los demás con su ejemplo se moverán a hacer lo mismo. Esto tenía
presente san Pablo cuando pregunta a los corintios si no habían sido bautizados
en nombre de Cristo (1 COL I , 13), dando a entender que por el hecho de ser
bautizados en el nombre de Cristo se habían ofrecido a Él; que habían jurado en
su nombre, y que le habían dado su fe delante de los hombres; de tal manera que
ya no podían con-fesar a otro más que a Él, si no querían renegar de la con
fesión que habían hecho en el Bautismo.
completo. Así que 10 que quiso decir Ananías es esto: Para que tú, Pablo, estés
cierto de que tus pecados te son perdonados, bautlzate ; como el Señor promete
en el Bautismo la remisión de los pecados, recí-bela y asegúrate de ella.
El error de los donatistas se pone muy bien de manifiesto con esto, ya que
ellos median la virtud y eficacia del sacramento por la dignidad del ministro. Así
hacen también actualmente los anabaptistas, quienes niegan que hayamos sido
bautizados, porque nos ha bautizado gente impía e idólatra en el reino del Papa.
Por ello furiosamente quieren forzarnos a que nos volvamos a bautizar.
inútilmente, de manera que fuese necesario reiterarla, sino que les bastó volver
a su puro origen.
La objeción, que el Bautismo debe ser administrado en compañía de los
fieles, no prueba que lo parcialmente vicioso corrompa toda la virtud del
Bautismo. Porque cuando enseñamos lo que debe guardarse para que el
Bautismo sea puro y esté limpio y libre de toda suciedad, no destruimos la
institución de Dios, aunque los idólatras la corrompan. Y así cuando la
circuncisión en tiempos pasados estaba corrompida con numerosas
supersticiones, no por eso dejó de ser tenida por señal de la gracia de Dios. Ni
tampoco Josias ni Ezequías cuando reunieron a todos los israe-litas que se
habían apartado de Dios, los hicieron circuncidar de nuevo (2 Re. 23; 2 er.29).
Algunos opinan que el que los había bautizado anteriormente era algún
malvado imitador de san Juan, y que lo había hecho más bien en vanas
supersticiones que en la verdad. Y les parece una buena razón para tal conjetura,
que los bautizados confiesan no haber jamás oído hablar del Espíritu Santo,
respecto al cual san Juan nunca hubiera dejado en la ignorancia a sus discípulos.
Sin embargo, no es verosímil que los judíos, incluso los no bautizados, no
tuvieran alguna noticia del Espíritu Santo, cuando en la Escritura se hace
mención de Él en tantos lugares y con tantos encomios. Por tanto, su respuesta
de que no saben que exista el Espíritu ha de entenderse como si dijeran, que no
habían oído decir que las gracias del Espíritu, acerca de las que san Pablo les
preguntaba, se concediesen a los discípulos de Cristo.
Por mi parte, concedo que habían sido bautizados con el verdadero Bautismo
de Juan, el cual era idéntico al de Cristo; pero niego que hayan sido bautizados
de nuevo. ¿Qué quieren, entonces, decir estas palabras: fueron bautizados en el
nombre de Jesús? Algunos interpretaban esto diciendo que san Pablo solamente
los instruyó en la verdadera doctrina. Yo prefiero entenderlo de una manera más
sencilla; es decir, que él habla del Bautismo del Espíritu Santo, y quiere decir
que les fueron concedidas las gracias visibles del Espíritu Santo por la
imposición de las manos. Estas gracias no raras veces reciben en la Escritura el
nombre de bautismo. Así el día de Pentecostés se dice que los apóstoles se
acordaron de las palabras del Señor respecto al bautismo de fuego y del Espiritu
(Hch. 1,5). Y san Pedro cuenta que las mismas palabras le vinieron a la memoria
al ver que aquellas gracias fueron derramadas sobre Camelia y su familia (Hch.
11, 16). Y no se opone a esto lo que luego sigue: que al imponerles él las manos,
descendió el Espíritu sobre ellos. Porque Lucas no refiere dos cosas diversas,
sino que prosigue su narración, imitando a los hebreos, quienes suelen proponer
al principio todo en resumen, y después exponen el asunto más ampliamente. Así
puede verlo todo el mundo por el con-texto mismo, donde se dice: oídas estas
cosas fueron bautizados en el nombre de Jesús; y cuando san Pablo les impuso
las manos, el Espíritu Santo descendió sobre ellos. En esta última expresión se
ve claramente qué clase de Bautismo fue aquél.
Muy pocos se han dado cuenta del grave daño ocasionado por la mala
inteligencia de aquel dogma: el Bautismo es necesario para la salvación. Porque
si se admite que nadie que no esté bautizado se puede salvar, nuestra condición
sería mucho peor que la del pueblo judío, puesto que la gracia de Dios sería más
limitada ahora que lo fue en tiempo de la Ley; y así se podría pensar que Cristo
habia venido no a cumplir las promesas, sino a destruirlas, ya que la promesa de
la salvación tenía fuerza y virtud plenas antes del día octavo, anteriormente al
cual nadie se podía circuncidar; y ahora no la tendría sin la ayuda del signo.
21. Cuál fue la costumbre que se observó en la Iglesia antes de nacer san
Agustín se ve claramente en muchos de los Padres antiguos..
En primer lugar en Tertuliano, cuando dice que no se permite a la mujer
hablar en la Iglesia, ni enseñar, ni bautizar, ni ofrecer, a fin de que no usurpe el
2
oficio del hombre, y menos el del sacerdote. Tenemos también a Epifanio,
testigo muy digno de fe, el cual echa en cara a Mar-ción que permitía a las
3
mujeres bautizar.
Sé muy bien lo que se objeta a esto : que hay gran diferencia entre el uso
común y ordinario, y lo que se hace en fuerza de la necesidad. Mas como
Epifanio dice que es una burla permitir que las mujeres bauticen, y no hace
excepción alguna, se ve claramente que este abuso 10 condena de tal manera,
que no admite pretexto que 10 puede excusar. E igualmente en el libro tercero
dice que ni aun a la Virgen Maria le fue perrni tido bautizar; por tanto no hay
razón para restringir en modo alguno sus palabras.
Pero existen muchas otras y sólidas razones para probar que es un gran desatino
proponer como ejemplo que imitar lo que realizó una loca mujer. Si dijese que esto
fue un caso particular y excepcional que no se debe imitar; o que como no habia en
otro tiempo un mandato expreso que ordenase a los sacerdotes circuncidar, existe
cierta diversidad entre el Bautismo y la circuncisión, quizás esto bastase para cerrar
la boca de los que quieren permitir a las mujeres bautizar. Porque las palabras de
Cristo son claras: Id, enseñad a todas las naciones, y bautizadlas (Mt.28, 19). Y si Él
no nombra a otros como ministros para bautizar, sino a los mismos que designó para
predicar el Evangelio; y si el apóstol atestigua que ninguno debe usurpar este honor,
sino el que fuere llamado, como Aarón (Heb.5,4), cualquiera que sin vocación
legítima bautiza obra muy mal, al ingerirse en la jurisdicción de otro. San Pablo dice
claramente que todo cuanto se emprende sin tener certidumbre de fe, aunque se trate
de cosas de poca importancia, como es el comer y el beber, es pecado (Rom. 14,23).
Por tanto, peca mucho más una mujer cuando bautiza, puesto que mamfiestarnente
traspasa el orden que Cristo ha establecido en su Iglesia; pues bien sabemos cuán
grande pecado es separar las cosas que Dios ha juntado (Mt.19,6).
Pero omito tratar todo esto. Solamente quiero advertir a los lectores que Séfora en
nada pensó menos que en hacer un servicio a Dios. Ella. viendo a su hijo en peligro
de muerte, se enoja y murmura; y no sin cólera arroja el prepucio al suelo, y riñe con
su marido, revolviéndose contra Dios. En resumen, todo lo que hace procede de un
furor desorde-nado, puesto que se enoja y habla contra Dios y contra su marido,
porque se ve obligada a derramar la sangre de su hijo. Además, aunque se hubiera
conducido bien en todo lo demás, su temeridad al q ucrcr ci rcun-cidar a su hijo
estando presente su marido, tan excelentc profeta de Dios, que no hubo otro como él
en Israel, es del todo inexcusable. Pues esto no le fue más lícito, que lo sería ahora a
una mujer bautizar estando presente el obispo.
como si antes fueran extraños a la Iglesia; sino para que por esta solemne
señal se declare que los reciben en ella como miembros que ya eran de la
misma. Porque cuando el Bautismo no se omite ni por desprecio, ni por
negligencia, no hay motivo alguno de temor.
En conclusión; lo mejor es honrar el orden establecido por Dios; es decir,
que no recibamos los sacramentos de mano de nadie más que de aquellos a
quienes ha confiado tal dispensación. Y cuando no los pode-mos recibir de
esta manera, no pensemos que la gracia de Dios está de tal manera ligada a
los sacramentos, que no la podemos conseguir en virtud de la sola Palabra
del Señor.
CAPlTULO XVI
Respuesta a tres objeciones, Pero, quizá diga alguno, ¿qué relación hay entre
que Cristo abrazara a los niños y el Bautismo? Porque no se dice
1048 LIBRO IV - CAPÍTULO XVI
que Él los haya bautizado, sino sólo que los ha recibido, abrazado y orado
por ellos. Por tanto, si queremos seguir este ejemplo del Señor, será
necesario orar por los niños, pero no bautizarlos, pues Él no lo hizo.
Consideremos mejor nosotros lo que Jesucristo hizo; pues no debemos
dejar pasar a la ligera y sin más consideración el mandato del Señor de que
le presenten los niños; y la razón que luego añade; porque de ellos es el
reino de los cielos. Y además, luego muestra de hecho su voluntad,
abrazándolos y orando por ellos al Padre. Si es razonable llevar los niños a
Cristo, ¿por qué no 10 será también admitirlos al Bautismo, que es la señal
exterior mediante la cual Jesucristo nos declara la comunión y sociedad que
con Él tenemos? Si el reino de los cielos les pertenece, ¿cómo negarles la
señal por la que se nos abre como una entrada en la Iglesia, para que
ingresando en ella seamos declarados herederos del reino de Dios? ¿No
seríamos muy perversos, si arrojásemos fuera a quie-nes el Señor llama a si?
¿Si les quitásemos lo que Él les da? ¿Si cerrásemos la puerta a quienes Él la
abre? Y si se trata de separar del Bautismo lo que Jesucristo ha hecho, ¿qué
es más importante, que Cristo los haya recibido, haya puesto las manos
sobre ellos en señal de santificación, haya orado por ellos, demostrando así
que son suyos; o que nosotros testifiquemos con el Bautismo que pertenecen
a su pacto?
Las sutilezas que aducen para escabullirse de este texto de la Escritura
son del todo frívolas. Querer probar que estos niños eran ya mayores, en
virtud de que Cristo dice: dejadlos que vengan a mí, evidentemente repugna
a lo que dice el evangelista, que los llama niños de pecho; pues eso
significan las palabras que emplea. Y, por tanto, la palabra venir,
simplemente significa aquí acercar." He aquí cómo los que se endurecen
contra la verdad buscan en cada palabra ocasión de tergiversar las cosas.
No es más sólida la objeción de que Cristo no dice: el reino de los cielos
pertenece a los niños; sino: el reino de los cielos pertenece a los que son
semejantes a los niños. Porque si esto fuera así, ~qué fuerza tendría la razón
de Cristo, que los niños deben acercarse a El? Cuando dice: dejad que los
niños vengan a mí, no hay duda que entiende los niños en edad. Y para
mostrar que es razonable que así sea, añade: porque de los tales es el reino
de los cielos. Si es necesario comprender a los niños, se ve claramente que el
término tales quiere decir: a los niños y a los que son semejantes a ellos
pertenece el reino de los cielos.
1 Calvino alude al texto de san Lucas, que contiene, en efecto, los términos de "niño de
pecho" <Pqi'l'r¡), y llevar (n~ai'l'tqOO') (Le. 18,15).
LIBRO IV - CAPITULO XIV 1049
mención de que alguna familia recibió el Bautismo (Hch, 16,15.33). Pues si esta
razón fuese válida, podríamos concluir también de ella que las mujeres no deben
ser admitidas a la Cena del Señor, puesto que no hay un texto en la Escritura que
diga que ellas comulgaron en tiempo de los apóstoles. Mas en esto seguimos,
como se debe hacer, la regla de la fe, considerando únicamente si la institución
de la Cena les conviene a ellas; y, si conforme a la intención del Señor, se les
debe administrar. Así tam-bién lo hacemos en el Bautismo. Porque cuando
consideramos el fin para el cual fue instituido el Bautismo, vemos que no menos
conviene a los niños que a los adultos. Y por ello no se les puede privar del
mismo, sin defraudar la intención del que instituyó el Bautismo.
Por lo que hace a los que esparcen entre el vulgo la opinión de que durante
muchos años después de la resurrección de Cristo no se supo lo que era bautizar
a los niños, ciertamente en esto mienten, porque no hay escritor, por más antiguo
que sea, que no declare que este Bautismo se usaba ya en tiempo de los
apóstoles.
En cuanto a lo segundo que alegan, muestran con ello cuán trastornado tienen
su entendimiento, corrompiendo y destruyendo la Escritura con gran temeridad;
y esto no en un solo lugar, sino en general. Porque ellos nos presentan a los
judios como un pueblo carnal y embrutecido; más semejante a las bestias que a
los hombres; con el cual Dios no ha esta-blecido más que un pacto en orden a
esta vida temporal, ni les ha hecho más promesa que la de los bienes presentes y
corruptibles. De ser esto asi, ¿qué quedaria sino considerar al pueblo judío como
una piara de puercos, que el Señor ha querido engordar en la pocilga, para
dejarlos después perecer para siempre'? Porque siempre que les citamos la
circun-cisión y las promesas que les fueron hechas, en seguida responden que la
circuncisión fue señal literal, y sus promesas, carnales.
1 En el lib. n, cap. x.
1052 LIBRO IV - CAPÍTULO XVI
Testimonio de san Pablo. Por esta causa, san Pablo, queriendo demos-trar que
los gentiles son hijos de Abraham exactamente igual que los judios, dice así:
Abraham fue justificado por la fe, antes de ser circunci-dado; después recibió la
circuncisión como signo de la justicia, para que fuese padre de todos los
creyentes, incircuncisos y circuncidados; no de aquellos que se glorian de la sola
circuncisión, sino de los que siguen la fe que nuestro padre Abraham tuvo en la
incircuncisión (Rom. 4,10-12). Vemos cómo equipara los unos a los otros en
dignidad. Porque Abraham fue todo el tiempo que Dios dispuso, padre de los
fieles circun-cidados; pero cuando la pared se derrumbó, como dice el Apóstol,
para abrir la puerta a los que estaban fuera y que entrasen en el reino de Dios (Ef.
2, 14}, fue hecho padre de ellos, aunque no estuviesen circuncidados, porque el
Bautismo les servía de circuncisión. Y lo que el Apóstol niega expresamente:
que Abraham no haya sido padre más que de los que no tenían otra cosa sino la
circuncisión, lo dijo ex professo para abatir la va na confian za de aJgunos
judíos, que sin hacer caso alguno de la piedad, se preocupaban mucho de las
meras ceremonías. Y lo mismo se podría decir del Bautismo, para refutar el error
de aquellos que no buscan otra cosa en él sino el agua solamente.
]4, Pero, ¿qué es lo que el Apóstol quiere decir en otro lugar, cuando enseña
que los verdaderos hijos de Abraham no son quienes lo son según la carne, sino
según la promesa (Rom. 9, 7-8)? Ciertamente de aquí quiere concluir que el
parentesco según la carne no sirve de nada. Pero es preciso que consideremos
atentamente lo que el Apóstol trata en este lugar. Queriendo demostrar a los
judios que la gracia de Dios no está ligada a la descendencia de Abraham
según la carne, y que este parentesco en si mismo no merece estima alguna, en
confirmación de esto aduce, en el capítulo nono, el ejemplo de Ismael y Esaú,
los cuales, si bien eran descendientes de Abraham según la carne, sin embargo
fueron desechados como extraños, recayendo la bendición sobre Isaac y Jacob;
de lo cual
LIBRO IV ~ CAPíTULO XVI 1053
15. Conclusión. - Los judíos y los cristianos participan del beneficio del
mismo pacto
He aquí, pues, de cuánta importancia es la promesa hecha a la
posteridad de Abraham. Por eso, aunque la sola elección domine en cuanto él
esto para diferenciar a los herederos del reíno de los cielos de quienes no lo
son, sin embargo ha querido Dios poner los ojos particular-mente en la raza
de Abraham, y testimoniar esta su misericordia, y sellarla con la
circuncisión. Y lo mismo vale para los cristianos. Porque así como san Pablo
afirma en cierto lugar que los judíos son santificados por ser de la raza de
Abraham, así también en otro pasaje declara que los hijos de los cristianos
son ahora santificados por sus padres (1 COL7, 14); y, por tanto, deben ser
diferenciados de los otros, que permanecen todavía en su impureza. De ahí
se puede fácilmente juzgar que es completamente falso lo que éstos
pretenden concluír; a saber, que los niños que antigua-mente se
circuncidaban figuraban solamente la infancia espiritual, que procede de la
regeneración de la Palabra de Dios. Porque el Apóstol no argumenta tan
sutilmente cuando escribe que "Cristo Jesús vino a ser siervo de la
circuncisión ... para confirmar las promesas hechas a los padres" (Rom.
15,8). Como si dijera: Puesto que el pacto hecho con Abra-ham pertenece
también a su descendencia, Jesucristo, a fin de cumplir la verdad de su
Padre, ha venido para llamar a esta nación a la salvación. He aquí cómo san
Pablo entiende cue la promesa se debe cumplir siempre
1054 LIBRO IV - CAPiTULO XVI
La segunda diferencia que establecen no tiene más solidez; pues es una burla
decir que por el Bautismo somos sepultados después de la
mortificación; porque más bien somos en terrados para ser mortificados, como
lo enseña la Escri tura (Rorn. 6,4).
Finalmente alegan que si nosotros tomamos la circuncisión por funda-mento
del Bautismo, no deberíamos bautizar a las niñas, puesto que solamente los
niños se circuncidaban. Pero si consideran debidamente el significado de la
circuncisión, no podrán decir esto. Porque siendo así que el Señor con este signo
demostraba la santificación de la posteridad de Israel, es del todo cierto que ella
servia lo mismo para las niñas que para los niños; pero la señal no se les
aplicaba a ellas porque su sexo no la admitía. Y así el Señor, al ordenar que los
varones fuesen circuncida-dos, en ellos comprendía también al sexo contrario,
que al no poder recibir la circuncisión en su propio cuerpo, participaba en cierto
modo de la circuncisión de los varones.
En conclusión: dejemos a un lado todas estas locas fantasías, como se
merecen, y retengamos firmemente la semejanza que existe entre el Bautismo y
la circuncisión en cuanto al misterio interior, a las promesas, al uso y a la
eficacia.
6°. No pueden ser regenerados. Mas, ¿de qué manera, argumentan ellos,
son regenerados los niños, que no conocen el mal ni el bien'! A esto
1056 LIBRO IV - CAPÍTULO XVI
se siga que los niños no puedan ser regenerados por la virtud y potencia de Dios
a nosotros oculta y admirable, pero para Él fácil Y común. Además, sería una
cosa poco segura afirmar que el Señor no pueda de ninguna manera
manifestarse a los niños.
a Dios por haberlo así ordenado. Pero la verdad, sabiduría y justicia de Dios
brilla en todas sus obras para confundir la locura, mentira y maldad. Porque
aunque los niños no comprendían lo que la circuncisión signi-ficaba, sin
embargo no dejaban de ser circuncidados en su carne para mortificación interna
de su naturaleza corrompida, para que meditasen en ello cuando la edad se lo
permitiese. En resumen, esta objeción se soluciona en una palabra diciendo que
son bautizados en la penitencia yen la fe futuras ; de las cuales, aunque no vean
cuando son bautizados apariencia alguna, sin embargo la semilla de ambas por
una oculta acción del Espíritu Santo queda plantada.
De esta manera se responde a todos los textos referentes al Bautismo, cuyo
significado retuercen contra nosotros. Así, de que san Pablo lo llama lavamiento
de la regeneración y de renovación (Tit. 3, 5) concluyen que el Bautismo
solamente se debe dar al que es capaz de ser regenerado y renovado; a lo cual
les replicamos que la circuncisión es señal de regene-ración y renovación, luego
no se debía dar sino a los que eran capaces de la regeneración que significaba;
de ser verdad lo cual, la ordenación de Dios de circuncidar a los niños sería
frívola e irrazonable. Por consi-guiente, todas las razones que aducen contra la
circuncisión en nada dañan al Bautismo.
y no se pueden escapar diciendo que se debe dar por hecho lo que el Señor ha
ordenado, y que se debe tener por firme, bueno y santo sin investigar más sobre ello;
la cual reverencia no se debe a las cosas que Él no ha ordenado expresamente, como
el bautismo de los niños y otras semejantes. Porque fácilmente les cogeremos con
nuestra respuesta. Dios ha ordenado con razón que los niños fuesen circuncidados, o
no. Si Él lo ha o den ado de manera que nada se pueda decir en contra, tampoco
habrá mal alguno en bautizar a los niños.
21. Así que la acusación de absurdo que ellos procuran aducir, la des-hacemos
de esta manera: los niños que reciben la señal de la regene-
ración y renovación, si mueren antes de llegar a la edad del discerni-miento para
comprenderlo, si son del número de los elegidos del Señor, son regenerados y
renovados por su Espíritu del modo que a Él le place, conforme a su virtud y
potencia oculta e incomprensible para nosotros. Si llegan a una edad en que
pueden ser instruidos en la doctrina del Bautismo, comprenderán que en toda su vida
no deben hacer otra cosa sino meditar en la regeneración de la cual llevan en sí
mismos la señal desde su niñez.
De esta manera hay que entender también lo que enseña san Pablo, que
"somos sepultados juntamente con (Cristo) por el bautismo" (Rom. 6,4; CoJ.2,
12). Porque al decir esto no entiende que deba preceder al Bautismo; solamente
ensena cuál es la doctrina del Bautismo, la cual se puede mostrar y aprender
después de recibirlo, tan bien como antes. Asimismo Moisés y los profetas
muestran al pueblo de Israel lo que la circuncisión significaba, aunque habían
sido circuncidados en su niñez
(Dt. JO, 16; JerA,4).
Por tanto, si quieren concluir que todo cuanto se representa en el Bautismo le
debe preceder, se engañan grandemente, puesto que todas
LIBRO IV - CAPÍTULO XVI 1059
Alegan también lo que dice san Pablo, que el Señor purificó a su Iglesia en el
lavamiento de agua por la Palabra (Ef.5,26). Lo cual es una prueba contra ellos;
porque de lo que dice el Apóstol deducimos el argumento siguiente: si el Señor
quiere que la purificación que Él opera en su Iglesia sea atestiguada y
confirmada con el signo del Bautismo, y los niños pertenecen a la Iglesia, puesto
que son contados en el pueblo de Dios, y pertenecen al reino de los cielos, se
sigue que deben recibir el testimonio de su purificación como los demás
miembros de la Iglesia. Porque san Pablo, sin exceptuar a persona alguna,
comprende a toda la
1060 LIBRO IV ~ CAPíTULO XVI
Iglesia en general cuando dice que Nuestro Señor la purificó con el lavamiento
del agua (Ef. 5,26).
Lo mismo podemos concluir de lo que alegan, que por el Bautismo somos
incorporados a Cristo (1 Cor.12, 13). Porque si los niños perte-necen al cuerpo
de Cristo, como está claro por lo que hemos dicho, se sigue que es razonable que
sean bautizados, para que no estén separados de su cuerpo. He aquí con qué
ímpetu y fuerza pelean contra nosotros, acumulando textos de la Escritura sin
entenderlos.
Vemos. pues, que las personas que preguntan qué es lo que deben hacer para
salvarse son personas que están ya en el uso de la razón. De éstos decimos que
no deben ser bautizados sin que primeramente den testimonio de su fe y
penitencia en cuanto se puede tener entre hombres. Mas los niños engendrados
de padres cristianos no se han de contar en este número. Que esto sea así. y no
una invención nuestra, se ve por los textos de la Escritura que confirman esta
diferencia. Así vemos que si alguno antiguamente se hacía miembro del pueblo
de Dios era preciso que antes de ser circuncidado fuese instruido en la Ley de
Dios y en el pacto que se confirmaba con el sacramento de la circuncisión,
24. Pero la práctica de los apóstoles está de acuerdo con la doctrina del
pacto
Tampoco el Señor, cuando hizo alianza con Abraham, comenzó diciéndole
que se circuncidase sin saber por qué había de hacerlo, sino que le explica el
pacto que quiere confirmar con la circuncisión; y después que Abraham creyó
en la promesa, entonces le ordenó el sacramento. ¿Por qué Abraham no recibe la
señal sino después de haber creído. yen cambio su hijo Isaac la recibe antes de
poder comprender lo que hacía? Porque el hombre, estando ya en la edad del
discernimiento, antes de ser hecho partícipe del pacto debe saber primero qué es
y en qué consiste.
LIBRO IV - CAPÍTULO XVI 1061
En cambio, el niño engendrado por este hombre, siendo heredero del mismo
pacto por sucesión, conforme a la promesa hecha al padre, con todo derecho es
capaz del signo, aunque no comprenda lo que el mismo significa. O para decirlo
más clara y brevemente, como el hijo del creyente participa del pacto de Dios si~
entenderlo, no se le debe negar el signo; pues es capaz de recibirlo sin necesidad
de comprenderlo. Ésta es la razón por la que Dios dice que los hijos de los
israelitas son sus hijos, como si Él los hubiese engendrado (Ez.16,20; 23,37),
pues sin duda alguna ti se considera Padre de todos aquellos a quienes ha
prometido ser Dios de los mismos y de su descendencia. En cambio, el que nace
de padres infieles no es contado en el pacto hasta que por la fe se une con Dios.
No es, pues, de extrañar que no se le dé el signo; pues de hacerlo se le daría en
vano. Por eso dice san Pablo que los gentiles estaban durante el tie mpo de su
idolatría sin pacto (Ef. 2, 12).
Me parece que toda esta materia quedará bien clara resumiéndola de esta
manera: las personas mayores que abrazan la fe en Cristo no deben ser
aceptadas para recibir el Bautismo antes de tener fe y penitencia, pues éstas
solamente pueden abrir la puerta para entrar en el pacto. Mas los niños que sean
hijos de cristianos, a los cuales les pertenece el pacto por herencia en virtud de
la promesa, por esta sola razón son aptos para ser admitidos al Bautismo. Y lo
mismo ha de decirse de los que confesa-ban sus faltas y pecados para que san
Juan los bautizase (Mt.3,6); el cual ejemplo se debe hoy seguir; porque si un
turco o un judío viniera no debemos administrarle el Bautismo antes de haberlo
instruido y de que haya hecho tal confesión que satisfaga a la iglesia.
Sé que otros interpretan este pasaje de otra manera; pero yo no tengo duda
de que éste es el sentido propio y natural del mismo, puesto que la intención
de Cristo no es otra que advertirnos sobre la necesidad de despojarnos de
nuestra propia naturaleza si queremos entrar en el reino de Dios. Aunque si
quisiera andar con sutilezas a estilo de ellos, podría replicarles muy bien que
aun concediéndoles cuanto dicen se seguiría que el Bautismo precede a la fe
y a la penitencia, pues en las palabras de Cristo se nombra primero el
Bautismo que el Espíritu. No hay duda que en este pasaje se habla de los
dones espirituales; si tales dones siguen al Bautismo, he conseguido mi
intento. Pero dejando a un lado todas estas sutilezas, contentémonos con la
simple interpretación que he dado; que ninguno puede entrar en el reino de
Dios hasta ser regenerado con el agua viva; es decir, con el Espíritu.
)20. Explicación de Mt, 28,19. Pero sobre todo aducen como prin-cipal
fundamento de su opinión la primera institución del Bautismo, la cual, dicen,
tuvo lugar, como refiere san Mateo en el capítulo último de su evangelio, cuando
Cristo dijo: "Id, y haced discípulos, bautizán-dolos en el nombre del Padre, y del
Hijo, y del Espíritu Santo; enseñan-doles que guarden todas las cosas que os he
mandado" (Me 28,19-20). A lo cual unen lo que está escrito en san Marcos: "El
que creyere y fuere bautizado, será salvo" (Mc.16, 16). He aquí, dicen, cómo
nuestro Señor manda enseñar antes que bautizar, con lo cual demuestra que la fe
debe preceder al Bautismo. De hecho, lo ha demostrado con su propio ejem-plo,
pues no fue bautizado hasta la edad de treinta años (Mt.3,13; Lc. 3,23).
LI BkO IV - CAPiTULO XVI 1063
28. Así, pues, el argumento al que tanta importancia daban resulta muy
débil. Pero no nos detendremos aquí, sino que daremos una respues-ta más
firme y sólida en defensa de la verdad; a saber, que el principal
mandamiento que el Señor da aquí a sus discípulos es que prediquen el
Evangelio; a la cual predicación añade el ministerio de bautizar, como algo
subordinado a su principal tarea. Por tanto, aqui no se habla del Bautismo
sino en cuanto va unido a la predicación y la doctrina; lo cual se puede
entender mejor exponiendo un poco más ampliamente las cosas.
El Señor envía a los apóstoles a instruir a los hombres, de cualquier
nación que fueren, en la doctrina de la salvación. ¿Qué hombres? Evi-
dentemente no entiende sino a los que son capaces de recibir la doctrina. Luego
prosigue que éstos, después de haber sido instruidos, sean bauti-zados,
añadiendo la promesa: Los que creyeren y se bautizaren serán salvos. ¿Se hace
mención alguna de los niños en toda esta argumentación? ¿Qué clase de
razonamiento es entonces la que éstos emplean?: las perso-nas mayores deben
ser instruidas y han de creer antes de ser bautizadas; se sigue, por tanto, que el
Bautismo no conviene a los niños. Por más que se atormenten no podrán deducir
de este pasaje sino que se debe predicar el Evangelio a quienes son capaces de
oirlo, antes de bautizarlos, puesto que de ellos se trata únicamente. Por tanto no
se puede ver en tales palabras impedimento alguno para bautizar a los niños.
29. Y para que todo el mundo pueda ver claramente sus engaños, les
demostraré con un ejemplo en qué se fundan.
Cuando dice san Pablo: "Si alguno no quiere trabajar, tampoco coma" (2
Tes.3, 10), el que de ahi quisiera concluir que los niños, como no trabajan,
no deben comer, ¿no merecería que todo el mundo se riera de él? ¿Por qué?
Porque lo que se dice de una parte, ése lo aplica en general
1064 LIBRO IV - CAPiTULO XVI
a todos. Pues otro tanto hacen éstos; porque lo que se dice de las personas
mayores lo aplican a los niños, haciendo una regla general.
En cuanto al ejemplo de Cristo, no prueba nada en favor de ellos. Dicen que
Jesucristo no fue bautizado antes de los treinta años. Es ver-dad; pero la
respuesta es muy clara: que entonces quiso Él comenzar su predicación, y con
ella fundar el Bautismo, que ya san Juan había comenzado a administrar.
Queriendo el Señor instituir el Bautismo con su propia doctrina, para dar mayor
autoridad a esta institución, santificó el Bautismo en su cuerpo; y ello cuando
sabia que era más propio y conveniente; a saber, al poner por obra el cargo de
predicar que se le habla dado.
En suma: no pueden deducir otra cosa sino que el Bautismo tiene su origen
en la predicación del Evangelio. Y si les parece que hay que señalar el término
de los treinta años, ¿por qué no guardan esto, sino que bautizan a todos aquellos
que les parece se encuentran suficiente-mente instruidos? Incluso Servet, uno de
sus maestros, que tan pertinaz-mente insistía en los treinta años, habia ya
comenzado a los veintiuno a ser profeta. ¡Como si fuese admisible que un
hombre pueda jactarse de ser doctor de la Iglesia antes incluso de ser miembro
de ella!
exigir de los niños respecto a lo que nunca han entendido? ¿Cómo podrán
anunciar la muerte del Señor, cuando ni siquiera saben hablar? Ninguna de
estas cosas se requiere en el Bautismo. Por tanto la diferencia es muy grande
entre estas dos señales; diferencia que también existió en el Antiguo
Testamento entre signos semejantes y correspondientes a éstos. Porque la
circuncisión, que evidentemente corresponde a nuestro Bau-tismo, se
aplicaba a los niños (Gn. 17, 12); pero el cordero pascual no se daba a todos
indistintamente, sino sólo a los niños capaces de preguntar por el sentido del
rito (Éx.12,26). Si esta gente tuviera un poco de discer-nimiento, no dejaría
de comprender una cosa tan clara y manifiesta.
nacido, no coma, respondo que las almas se apacientan con otro man-teni mien
to distinto del pan visible de la Cena; y, por tanto, que Cristo no deja de ser pan
con que sustentar a los niños, aunque no reciban su señal visible: pero qce
respecto al Bautismo la razón es muy diferente; pues por él solamente se les
abren las puertas para entrar en el gremio de la Iglesia.
JO". Aduce también el mandato de Cristo a sus apóstoles de que se den prisa
para la siega, pues ya los campos blanquean (Jn. 4,35). Con esto Cristo no quiso
decir otra cosa sino que, viendo los apóstoles el fruto de su trabajo, se
preparasen a enseñar con alegría. ¿Quién concluirá de ahí que no hay otro
tiempo conveniente y adecuado para el Bautismo que el de la siega?
12". Dice también que todos los cristianos SOIl hermanos, y que si no damos la
Cena a los niños, no los tenemos por tales. Pero yo vuelvo a mi principio: que no
son herederos del reino de los cielos sino quienes son miembros de Cristo, y que
el honrar y abrazar Cristo a los niños fue una verdadera señal de su adopción.
mediante la cual los ha unido a los mayores. El que durante algún tiempo no
sean admitidos <1 la Cena, no impide que sean verdaderamente miembros de la
Iglesia. Porque el ladrón que se convirtió en la cruz no dejó de ser hermano de
todos los fieles por no haber recibido nunca la Cena.
13". Añade luego que ninguno es hermano nuestro sino por el Espi-ritu de
adopción, que solamente se da por la fe (Rom. 10,17). Respondo que no hace
más que cantar siempre la misma canción, aplicando sin propósito a los niños lo
que solamente está dicho de los mayores. Enseña allí san Pablo que Dios
comúnmente llama a sus elegidos a la fe susci-tando buenos doctores, por cuyo
ministerio y diligencia les tiende la mano. Mas, ¿quién se atreverá a imponerle a
Dios ley rara que no incorpore a los niños a Jesucristo por otro camino secreto?
ción nosotros somos hechos dioses; y que son dioses aquellos a quienes se ha
anunciado la Palabra de Dios (Jn.1O,35), lo cual no es propio de los niños. El
atribuir la divinidad a los fieles es uno de sus desvaríos del que no quiero tratar
ahora. Pero obra descaradamente al traer por los cabellos el texto del salmo,
torciéndolo en otro sentido muy diferente. Cristo dice que los reyes y los
magistrados son llamados dioses por el profeta, porque Dios los ha constituido
en su estado y dignidad. Este sutil doctor, lo que se dice de modo especial del
cargo de gobernar 10 aplica a la doctrina del Evangelio, para arrojar a los niños
del seno de la Iglesia.
16'-'. Arguye también que los niños no deben ser tenidos por hombres
nuevos, pues no son engrendrados por la Palabra. Pero vuelvo a repetir lo que
tantas veces he dicho: que la doctrina del Evangelio es la semilla incorruptible
para regenerar a aquellos que son capaces de recibirla; pero en cuanto a los que
por su edad no son capaces de ser enseñados, Dios tiene sus medios y caminos
para regenerarlos.
17'-'. Vuelve luego a las alegorías: que los animales bajo la Ley no fueron
ofrecidos de recién nacidos (Éx. 12,5). Si es lícito traer así figuras a nuestro
talante, podría replicarle que todos los primogénitos eran consagrados a Dios
apenas salían del vientre de sus madres (Éx. ]3,2). De donde se sigue que para
santificar a los niños no debemos esperar a que lleguen a ser adultos, sino que
deben ser dedicados y ofrecidos desde su nacimiento.
180 • Porfia también diciendo que ninguno puede llegar a Cristo si no ha sido
preparado por el Bautista. Como si el oficio de san Juan no hubiera sido
temporal. Pero aun dado esto, afirmo que tal preparación no tuvo lugar en los
niños que Cristo abrazó y bendijo. Por tanto no hagamos caso de ella, ni de su
falso principio.
0
19 . Finalmente cita en defensa suya a Mercurio Trismegisto ' y las Sibilas,
según los cuales las abluciones sagradas no convienen sino a personas de edad.
He aquí en qué estima y reverencia tiene el Bautismo de Cristo, que quiere
regularlo conforme a los ritos profanos de los paganos, de tal manera que sea
administrado como lo prescribe Trisme-gisto, discípulo de Platón. Pero la
autoridad de Dios debe ser para nos-otros de mayor estima; y a Él le ha placido
dedicar a si mismo los niños, santificándolos con una señal solemne, cuya virtud
aún no entienden. y no creemos lícito tomarde las explicaciones de los gentiles
cosa alguna que mude o altere en nuestro Bautismo la inviolable y eterna Ley de
Dios, que Él ordenó en la circuncisión.
200 . Como conclusión argumenta de esta manera: si es lícito bautizar a los
niños que carecen de entendimiento, también será válido el Bautismo que dan
los niños cuando juegan.
Respecto a esto que se las entienda con Dios, quien ordenó que la
2 Herrnes Trismegisto, 10 cual significa Mercurio el tres veces grande. A este Trisme-
giste se le atribuía un gran numero de libros neoplatónicos, libros "herméticos", contra
los cuales lucharon los Padres de la Iglesia. Clemente de Alejandría cita cuarenta y dos
libros atribuidos a Hermes Trisrnegisto, Un poco más abajo Calvino lo menciona como
uno de los discípulos de Platón.
LIBRO IV - CAPiTULO XVI 1069
CAPÍTULO XVII
El pan y el vino signos de una realidad espiritual, Ante todo, los signos
son el pan y el vino; los cuales representan el mantenimiento espiritual que
recibimos del cuerpo y sangre de Cristo. Porque como en el Bautismo, al
regenerarnos Dios, nos incorpora a su Iglesia y nos hace suyos por adopción, así
también hemos dicho que con esto desempeña el oficio de un próvido padre de
familia, proporcionándonos de continuo el alimento con el que conservarnos y
mantenernos en aquella vida a la que nos engendró con su Palabra. Ahora bien,
el único sustento de nuestras almas es Cristo; y por eso nuestro Padre celestial
nos convida a que vayamos a Él, para que alimentados con este sustento,"
cobremos de día en día mayor vigor, hasta llegar por fin a la inmortalidad del
cielo. Y como este misterio de comunicar" con Cristo es por su naturaleza
incompren-sible, nos muestra Él la figura e imagen con signos visibles muy
propios
de nuestra débil condición. Más aún; como si nos diera una prenda, nos da
tal seguridad de ello, como si lo viéramos con nuestros propios ojos; porque
esta semejanza tan familiar; que nuestras almas son alimentadas con Cristo
exactamente igual que el pan y el vino natural alimentan nuestros cuerpos,
penetra en los entendimientos, por más rudos que sean.
Vemos, pues, a qué fin se ha instituido este sacramento; a saber, para
asegurarnos que el cuerpo del Señor ha sido una vez sacrificado por
nosotros, de tal manera que ahora lo recibimos, y recibiéndolo sentimos en
nosotros la eficacia de este único sacrificio. Y asimismo, que su sangre de
tal manera ha sido derramada por nosotros, que nos pueda servir de bebida
perpetuamente. Esto es lo que dicen las palabras de la promesa, que allí se
añade: "Tomad, comed; esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado"
(Mt.26,26; Mc.14,22; Lc.22, 19; 1 Cor.Ll , 24). Así que se nos manda que
tomemos y comamos el cuerpo que a la vez fue ofrecido por nuestra
salvación, a fin de que viéndonos partícipes de él, tengamos plena confianza
de que la virtud de este sacrificio se mostrará en nosotros. y por eso llama al
cáliz, pacto en su sangre; porque en cierta manera renueva el pacto que una
vez hizo con su sangre; o mejor dicho, lo con-tinúa en lo que se refiere a la
confirmación de nuestra fe, siempre que nos da su preciosa sangre para que
la bebamos.
cuerpo que esentregado por vosotros; esto es mi sangre que es derramada para
remisión de vuestros pecados. Al mandar que lo tomen, da a enten-der que es
nuestro; al ordenar que lo coman y que beban, muestra que se hace una misma
sustancia con nosotros. Cuando dice: Esto es mi cuerpo, que se entrega por
vosotros; esto es mi sangre, que es derramada por vosotros, nos declara y enseña
que ellos no son tanto suyos como nuestros, pues los ha tomado y dejado, no
para comodidad suya, sino por amor a nosotros y para nuestro provecho.
Debemos notar diligentemente, que casi toda la virtud y fuerza del sacramento
consiste en estas palabras: que por vosotros se entrega; que por vosotros se
derrama; porque de otra manera no nos serviría de gran cosa que el cuerpo y la
sangre del Señor se nos distribuyesen ahora, si no hubieran sido ya entregados
una vez por nuestra salvación y redención, y así nos son representados bajo el
pan y el vino, para que sepamos que no solamente son nuestros, sino que
también nos da la vida y el sustento espiritual. Ya hemos advertido que por las
cosas corporales que se nos proponen en los sacramentos debemos dirigirnos
según una cierta pro-porción y semejanza, a las cosas espirituales. Y así cuando
vemos que el pan nos es presentado como signo y sacramento del cuerpo de
Cristo, debemos recordar en seguida la semejanza de que como el pan sustenta y
mantiene el cuerpo, de la misma manera el cuerpo de Jesucristo es el único
mantenimiento para alimentar y vivificar el alma. Cuando vemos que se nos da
el vino como signo y sacramento de la sangre, debemos considerar para qué
sirve el vino al cuerpo y qué bien le hace, para que entendamos que lo mismo
hace espiritualmente la sangre de Cristo en nosotros; nos confirma, conforta,
recrea y alegra. Porque si considera-mos atentamente qué provecho obtenemos
de que el cuerpo sacrosanto de Cristo haya sido entregado, y su sangre preciosa
derramada por nos-otros, veremos claramente, que 10 que se atribuye al pan y al
vino les conviene perfectamente según la analogía y semejanza a que aludimos.
1 Calvino piensa que el dicurso sobre el pan de vida del capitulo 6 de san Juan debe
interpretarse no en relación con la institución de la Santa Cena únicamente, sino en la
perspectiva de toda la obra de Cristo y de su,,jcrsona.
LIBRO IV - CAPÍTULO XVII 1013
mortal, nos ha hecho participantes de su divina inmortalidad; cuando
ofreciéndose en sacrificio, tomó sobre sí toda nuestra maldición, para llenarnos
de su bendición; cuando con su muerte devoró a la muerte; cuando en su
resurrección resucitó gloriosa e incorruptible nuestra carne corruptible, de la
cual Él se había revestido.
1 Calvino supera aquí una noción intelectual, que concederla al sacramento una (un-ción
únicamente cognoscitiva. Se coloca en el plano realista de una comunicacion de vida,
de una comunión con Cristo, de una participación.
1074 LIBRO IV - CAPíTULO XVII
Sin embargo, confesamos que este comer no se verifica sino por la fe, pues no
se puede imaginar ningún otro. Pero la diferencia que existe entre nosotros y los
que exponen lo que yo he impugnado, es que precisa-mente para ellos comer no
es otra cosa sino creer. Yo afirmo que nosotros comemos la carne de Cristo
creyendo, y que este comer es un fruto y efecto de la fe. O más claramente
dicho; elJos entienden que el comer es la fe misma; mas yo digo que procede de
la fe. En cuanto a las palabras, la diferencia es pequeña, pero en cuanto a la
realidad es grande. Porque si bien el Apóstol enseña que Jesucristo habita en
nuestro corazón por la fe (Ef. 3,17), sin embargo, nadie puede interpretar que tal
inhabitación es la fe misma; sino que todos comprenden que ha querido expresar
un singular beneficio y efecto de la fe, en cuanto que por ella los fieles alcan-zan
que Cristo habite en ellos. De este mismo modo el Señor, al llamarse pan ce
vida, no solamente ha querido denotar que nuestra salvación consiste en la fe en
su muerte y resurrección, sino que por la verdadera comunicación que con Él
tenemos, su vida es transferida a nosotros y hecha nuestra, no de otra manera
como el pan, cuando se toma como alimento, da vigor y fuerza al cuerpo.
No expongo la opinión de los que tienen la Cena por un cierto signo con
el cual proclamamos ante los hombre nuestra profesión de cristianos; porque
me parece que ya he refutado suficientemente tal error al tratar de los
sacramentos en general. Baste ahora advertir a los lectores, que cuando la
copa es llamada pacto en la sangre de Cristo (Le. 22,20), es necesario que
haya promesa que sirva para confirmar la fe. De lo cual se sigue que no
usamos bien de la Cena, si no ponemos los ojos en Dios y no aceptamos lo
que Él nos ofrece.
nuestra carne, se hizo visible y palpable. Porque aunque antes derramaba sus
dones sobre las criaturas, sin embargo, como el hombre, apartado de Dios
por el pecado, había perdido la comunicación de la vida y estaba cercado de
la muerte por doquiera, tenía necesidad de ser recibido de nuevo en la
comunión de este Yerba para recobrar alguna esperanza de inmortalidad.
Porque, ¿qué confianza puede uno concebir, si oye que el Verbo de Dios
tiene en sí toda la plenitud de vida, y entretanto perma-nece apartado de Él,
no viendo en sí mismo ni en torno a él más que muerte? Pero después que
aquella fuente de vida comenzó a habitar en nuestra carne, ya no está
escondida ni lejos de nosotros, sino que se da y ofrece manifiestamente para
que gocemos de ella. He aquí cómo Jesu-cristo ha acercado a nosotros el
beneficio de la vida, cuya fuente y origen es Él mismo.
mana y la llena, y así nunca se seca; del mismo modo la carne de Cristo es
semejante a una fuente que nunca jamás se agota, en cuanto ella recibe la vida
que brota y mana de la divinidad para hacerla fluir de su carne a nosotros.
Por esto dijo el Apóstol: "La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la
comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del
cuerpo de Cristo?" (1 Cor.lO, 16). y no hay razón para replicar que se trata de
una expresión metafórica, en la que el nombre de la cosa significada se da al
signo de la misma. Admito que partir el
1078 LIBRO IV - CAPíTULO XVII
men, todo se reduce a que hay que buscar a Cristo bajo la especie - como ellos
la llaman - del pan.
Mas al decir que la sustancia del pan se convierte en Cristo, ¿no la vinculan a
su blancura, que ellos afirman permanece? Según ellos, Cristo de tal manera se
contiene en el pan, que a la vez está en el cielo, y llaman a esto presencia de
habitud. Pero cualesquiera que sean las palabras que se imaginen para encubrir
su mentira y darle visos de veracidad, siempre vienen a parar a que lo que era
pan se convierte, por la consagración, en Cristo; de tal forma, que bajo el color
del pan está Cristo oculto. Y no se avergüenzan de decirlo así públicamente;
pues he aquí las palabras mismas del Maestro de las Sentencias: "El cuerpo de
Cristo, que en sí es invisible, se oculta después de la consagración bajo la
especie o apa-riencia de pan".' Así que la figura de aquel pan no es otra cosa sino
una máscara que quita la vista del cuerpo.
No hay para qué andar con conjeturas, a fin de comprender cómo han querido
engañar al mundo con sus palabras, pues los hechos mismos lo muestran. Bien
clara está la superstición en que desde hace no poco tiempo viven no solamente
el vulgo y la gente corriente, sino aun los grandes doctores; como hoy mismo
puede verse en Jas iglesias del papado. Porq ue haciendo poco caso de la
verdadera fe mediante la cual única-mente llegamos a la unión con Cristo, con
tal de gozar de su presencia carnal, como ellos se la han imaginado, creen que
10 tienen lo bastante presente. Vemos, pues, que todo lo que han conseguido
con esta su tibieza es que se tenga al pan por el mismo Dios.
afirman claramente que la Santa Cena consiste en dos cosas: una terrena y otra
celestial. Y no tienen inconveniente en afirmar que el pan y el vino son el
elemento terreno.
Ciertamente, digan lo que quieran, es evidente que en lo que respecta a esta
materia, son bien contrarios a los Padres antiguos, a los cuales, sin embargo,
muchas veces se atreven a oponer incluso a la misma autori-dad de la Palabra de
Dios. Porque esta imaginación no hace mucho tiempo que fue inventada; y es
del todo cierto, que no solamente no se conoció cuando florecía la pura doctrina,
sino ni siquiera cuando ya comenzaba a ir en decadencia." No hay uno solo
entre los Padres, que no confiese expresa y claramente que el pan y el vino son
los signos sagrados del cuerpo y la sangre de Cristo; aunque, según hemos
indicado, a veces, para ena Itecer la dignidad de1misterio, les dan diversos ti
tulos, Pues cuando dicen que en la consagración se verifica una secreta
conversión, de tal manera que ya hay otra cosa que pan y vino, con esto no
quieren decir que el pan y el vino se desvanezcan, sino que los debemos tener en
una estima mayor que a los alimentos comunes, que solamente sirven para
alimento del estómago; ya que en este pan y en este vino se nos da un alimento
y una bebida espirituales. Esto tampoco nosotros lo negamos.
Pero si hay conversión, replican nuestros adversarios, necesariamente una
cosa tiene que hacerse otra. Si quieren decir que se hace algo que antes no era,
10 admito. Pero si lo quieren aplicar a sus fantasías y desva-ríos, que me
respondan qué mutación les parece que se verifica en el Bautismo. Porque
también dicen los Padres que hay en él una admirable conversión, afirmando que
del elemento corruptible se realiza una puri-ficación espiritual de las almas; y sin
embargo, ninguno negará que el agua permanece en su sustancia.
Contestan que sobre el Bautismo no hay un testimonio semejante al de la
Cena: esto es mi cuerpo. Pero no se trata ahora de estas palabras, sino de!
término conversión, que no tiene más extensión en un Jugar que en el otro. Que
nos dejen, pues, en paz y no nos vengan con enredos de palabras, mediante los
cuales sólo logran demostrar su necedad.
Realmente su significado no podria subsistir, si la verdad figurada no tuviese
su viva imagen en el signo exterior. Jesucristo quiso demostrar visiblemente que
su carne es alimento. Si no' hubiera propuesto más que una apariencia de pan sin
sustancia alguna, ¿dónde estaria la semejanza, que debe llevarnos de las cosas
visibles al bien invisible por ellas repre-sentado? Porque de creerlos a ellos, no
podemos concluir sino que somos alimentados con una vana apariencia de la
carne de Cristo. Como si en el Bautismo no hubiese más que una figura de agua
que engañase nues-tros ojos, esto no nos serviría de testimonio y prenda de
nuestra purifica-ción; y lo que es peor. con tan vano espectáculo se nos daría
gran ocasión de vacilar. En resumen, la naturaleza de los sacramentos se
confundiría, si el signo terreno no correspondiese a la realidad celestial para
significar debidamente 10 que se debe entender. Así la verdad de este misterio
quedaría destruida, sin que hubiese verdadero pan que representase el verdadero
cuerpo de Cristo.
Repito, pues, que como la Cena no es más que una manifiesta confir-
mación de la promesa hecha en el capítulo sexto de san Juan: que Cristo es
el pan de vida que descendió del cielo, es necesario que haya pan material y
visible para figurar y representar el pan espiritual, a no ser que pretendamos
que el medio que Dios nos ha dado para soportar nuestra flaqueza, se pierde
sin que nos aprovechemos de él.
Asimismo, ¿cómo san Pablo podría concluir que nosotros, que parti-
cipamos todos de un pan, somos hechos un pan y un cuerpo (1 Coro 10,17),
si no hubiese más que una apariencia de pan, y no la propia sustancia y
verdad del mismo?
cluyen que no hay inconveniente alguno en que el pan, aunque esté cam-
biado en otra sustancia, en virtud de que a los ojos sigue pareciendo pan,
retenga su nombre y así se le llame. Mas, ¿qué ven de semejante entre el
milagro de Moisés, del todo claro, y su diabólica ilusión, que no hay ojo
humano capaz de atestiguarla? Los magos hacían sus encantamientos para
engañar a los egipcios y convencerlos de que ellos poseían virtud divina para
transformar las criaturas. Se enfrenta a ellos Moisés, que poniendo de
manifiesto sus engaños demuestra que la invencible potencia de Dios está de
parte de él, y no de la de ellos; y así solamente su vara se traga todas las
varas de los otros (Éx. 7,12). Mas como la conversión de la vara se hizo en
presencia de todos. no tiene nada que ver con ésta de que hablamos. Y así, la
vara poco después volvió a ser lo que antes era (Éx. 7,15). Además no se
sabe si tal conversión fue de la sustancia realmente. Hay que notar también
que Moisés opuso su vara a la de los magos; y por esta causa le dejó su
nombre natural, para que no pareciese que admitía la conversión de aquellos
embaucadores, que era nula, puesto que habían hecho que una cosa pareciera
otra, engañando así con sus encantamientos los ojos de quienes los
contemplaban.
Ahora bien, ¿qué tiene que ver con esto las sentencias que dicen que el
pan que partimos es la comunión del cuerpo de Cristo (l CaLlO, 16); y: todas
las veces que comiereis esta pan, la muerte del Señor anunciais (1 Cor.ll, 26); y:
perseveraban en el partimiento del pan (Hch.2,42); y otras semejantes? Es del
todo cierto que los magos con sus encantamien-tos no hacían sino engañar a los
ojos. En cuanto a Moisés. hay mucha mayor duda, pues a Dios no le fue más
difícil hacer por su mano una vara serpiente, o viceversa, una serpiente vara, que
vestir a los ángeles con cuerpos de carne y luego privarles de ellos. Si el misterio
de la Cena tuviera algo que ver con esto, o se le pareciera en algo, esta gente
tendría algún pretexto para justificar su solución. M'as como no 10 hay, estemos
seguros de que no habría razón ni fundamento alguno para figurarnos en la Cena
que la carne de Jesucristo nos es verdaderamente alimento, si la verdadera
sustancia del signo entero no correspondiese a ello.
y como un error causa otro, tan desatinadarnente han traído por los cabellos
un texto de Jeremías para probar su transustanciación, que me da vergüenza
citarlo. Se queja Jeremias de que le han echado leña en su pan, queriendo con
ello decir que sus enemigos le han quitado cruel-mente el gusto de lo que come.
Así también David con una figura pare-cida se queja de que le han echado a
perder el pan con hiel, y le han avinagrado la bebida (Sal. 69,21). Estos sutiles
doctores exponen alegó-ricamente que el cuerpo de Cristo fue colgado del
madero. Podrán alegar que así lo entendieron algunos Padres. A lo cual
respondo que se les debe perdonar tal ignorancia y encubrirla en vez de añadir a
ello la desvergüenza de tomarlos como defensores contra el sentido propio y
natural del Profeta.
entre el signo o figura y lo figurado sin que caiga por tierra la verdad del
misterio, confiesan que es verdad que el pan de la Cena es verdadera-mente
sustancia del elemento terreno y corruptible, y que no sufre cambio alguno; pero
dicen que el cuerpo de Cristo está encerrado en él. Si afir-masen que cuando el
pan nos es presentado en la Cena, también se nos da verdaderamente el cuerpo,
porque la verdad no se puede separar de su signo, no les contradiría. Mas como
al encerrar el cuerpo en el pan, se imaginan que el cuerpo está en todo lugar, lo
cual es totalmente con-trario a su naturaleza, y al añadir que está debajo de él, lo
encierran como si estuviese escondido allí, es necesario tratar expresamente esta
materia; mas únicamente para echar el fundamento de la materia que a su tiempo
se expondrá.
Quieren ellos que el cuerpo de Cristo sea invisible e infinito para que esté
oculto bajo el pan; pues piensan que de ningún modo pueden reci-birlo, si no
desciende al pan. Mas no comprenden el modo de descender con el que nos
eleva hasta sí. Es verdad que exponen muchos pretextos y paliativos; pero
después de haberlo declarado todo, se ve que insisten en la presencia local de
Cristo. ¿De dónde procede esto; sino de que no pueden concebir ninguna otra
forma de participación del cuerpo y la sangre de Jesucristo, si no lo tienen aquí
abajo, y lo tocan y manejan a su gusto?
presentes, yen las que muchas veces no hay más que una vana representa-
ción, sin embargo toman el nombre de las cosas que significan; con mayor
razón las que Dios ha instituido podrán tomar los nombres de las cosas que
significan sin engaño alguno, y cuya verdad llevan consigo mismas para
comunicárnosla.
En resumen: es tanta la semejanza y afinidad entre 10 uno y lo otro, que
no debe parecer extraño esta acomodación. Dejen, pues, nuestros
adversarios de llamarnos neciamente "tropistas", ya que exponemos las
cosas de acuerdo con el uso de la Escritura cuando se refiere a los sacra-
mentos. Porque como los sacramentos guardan entre si gran semejanza, se
parecen especialmente en la aplicación de los nombres.
Por ello, así como el Apóstol enseña que la roca de la que brotó la bebida
espiritual para los israelitas era Cristo (1 Cor.lO,4). en cuanto que era una
señal bajo la cual verdaderamente, aunque no a simple vista, estaba aquella
bebida espiritual; igualmente en el día de hoy se llama al pan cuerpo de
Cristo, en cuanto es símbolo y señal bajo el cual nuestro Señor nos presenta
la verdadera comida de su cuerpo. Y para que ninguno tenga por una
novedad mis afirmaciones, y por ello 10 condene, vea que san Agustín no lo
ha entendido, ni hablado de otra manera. "Si los sacramentos", dice, "no
tuviesen una cierta semejanza con las cosas de que son sacramentos,
ciertamente no serían sacramentos. En virtud de esta semejanza muchas
veces toman los nombres de las cosas que figuran. Por eso, como el
sacramento del cuerpo de Cristo es en cierta manera el cuerpo de Cristo, y el
sacramento de la sangre de Cristo es la sangre de Cristo, así también el
sacramento de la fe es llamado fe." 1 Muchas otras sentencias hay en sus
obras a este propósíto ; reunirlas y exponerlas aquí sería superfluo; baste,
pues, el lugar alegado. Solamente advertiré a los lectores que este santo
doctor repite lo mismo en la Carta a Evodio (169).
Lo que los adversarios replican a esto es bien fútil. Dicen que san Agustín
al hablar de esta manera de los sacramentos no hace mención de la Cena. De
ser esto así no valdría el argumento del género a la especie o del todo a la
parte. Si no quieren suprimir la razón, no se puede decir algo de los
sacramentos en general, que no convenga por lo mismo a la Cena. Aunque el
mismo doctor soluciona claramente la cuestión en otro lugar, diciendo que
Jesucristo no tuvo dificultad en llamarlo su cuerpo cuando daba el signo del
mismo. 2 Y en otro lugar: "Admirable paciencia ha sido la de Jesucristo al
admitir a Judas al banquete, en el cual instituyó y dio a sus discípulos la figura
de su cuerpo y de su sangre". 3
1 Carta 98, 9.
• Contra Adimanto, cap. XII, 3.
I Conversaciones sobre los Salmos, Sal. 3, 1.
1090 LIBRO IV - CAPiTULO XVII
Dicen que el verbo sustantivo tiene tanta fuerza, que no admite tropo ni
figura de ninguna clase. Aunque admitiese esto, les replicaría que el apóstol
san Pablo usa del verbo sustantivo cuando dice: El pan que partimos es la
comunicación del cuerpo de Crist v (l Cor.lO, 16). Ahora bien, comunicación
es una cosa distinta del cuerpo de Cristo. Más aún; este verbo sustantivo casi
siempre que se habla de los sacramentos se emplea en la Escritura. Así
cuando se dice: Esto os será de pacto con-migo (Gn. 17,13); este cordero os
será pascua o salida (Éx. 12,11). Para abreviar, cuando san Pablo dice que la
piedra era Cristo (l Coro 10,4), ¿por qué el verbo sustantivo ha de tener aqui
menos valor y fuerza que en las palabras de la Cena? Respóndanme qué
significa el verbo era, cuando san Juan dice que el Espíritu aún no era
(había) venido, porque Jesús no había sido aún glorificado (Jn. 7,39). Pues si
aún siguen obstina-dos en adherirse a su regla, la esencia del Espíritu Santo
no seria eterna, pues tendría su principio a partir de la ascención del Señor.
Respondan-me también cómo entienden el texto de san Pablo que dice: que
el Bau-tismo es lavamiento de la regeneración y renovación (Tit. 3,5); pues
cons-ta que a muchos no les aprovecha el Bautismo. No hay cosa más apta
para refutarlos que 10 que el mismo san Pablo dice en otro lugar: que la
Iglesia es Jesucristo. Porque después de exponer la semejanza del cuer-po
humano añade: "así también Cristo" (1 Cor.12, 12). Con las cuales palabras
entiende al Unigénito Hijo de Dios, no en sí, sino en sus miembros.
Lo que he dicho me parece que es suficiente para que los hombres
conscientes y desapasionados tengan horror de las calumnias de nuestros
adversarios, cuando dicen que desmentimos a Jesucristo, no dando eré-dito
alguno a sus palabras; las cuales tenemos en mucha mayor venera-ción y
reverencia que ellos, y las consideramos con mucha mayor aten-ción. La
misma despreocupación suya muestra muy bien lo poco que les preocupa lo
que Cristo ha querido dar a entender, con tal que les sirva de escudo para
encubrir su propia obstinación; y por el contrario, la diligencia que nosotros
ponemos en investigar el verdadero sentido demuestra en cuánto estimamos
la autoridad de nuestro maestro Cristo.
Nos reprochan maliciosamente que el sentido humano no impide crer lo
que Cristo ha pronunciado con su propia boca. Pero ya he demos-trado, y lo
demostraré más por extenso, la grave injuria que nos hacen al imputarnos tal
calumnia. Nada nos impide creer en Cristo, y tan pronto como Él diga algo
dar crédito a su Palabra. Lo único de que ahora se trata es si es pecado
investigar cuál es el verdadero sentido de sus palabras.
a la Iglesia era que entendían literalmente expresiones como éstas: los ojos
del Señor ven; ha llegado a sus oídos; su mano está extendida; la tierra es
escabel de sus pies (Prov. 15,3; Sal. 18,6; Is. 9,12; 66,1), claman-do contra
los santos Doctores, porque privaban a Dios del cuerpo que la Escritura
sagrada le atribuía. Sí se admitiese esta manera de interpretar literalmente y
sin figuras la Escritura, ¿qué confusión y desvarío no habría en la religión
cristiana? Porque no hay monstruosidad, por absur-da que sea, que los
herejes no puedan derivar de la Escritura, si se les permite, so pretexto de
mala inteligencia de las palabras, determinar lo que les venga a la fantasía.
En cuanto a lo que alegan nuestros adversarios, que no es verosímil que
Jesucristo, queriendo dar una singular consolación a sus discípulos en sus
trabajos, les haya hablado oscuramente y como en enigmas, esto habla en
nuestro favor. Porque si los discípulos no hubieran enten-dido que el pan era
llamado cuerpo figuradamente, en cuanto era prenda y señal del mismo, se
hubieran turbado grandemente con una cosa tan prodigiosa. San Juan refiere
que los discípulos casi en el mismo momento dudaban y encontraban
dificultad en cada palabra. Los que discuten de qué modo irá Cristo a su
Padre y encuentran dificultad en cómo partirá de este mundo (Jn.14, 5.8;
16,17); los que no entienden nada de lo que se les dice del Padre celestial,
¡',cómo iban a creer tan fácilmente 10 que va contra toda razón humana; a
saber, que Jesucristo, que estaba sentado a la mesa, según 10 veían
perfectamente con sus propios ojos, iba a estar a la vez encerrado en el pan
invisiblemente? Por tanto, si se muestran de acuerdo, sin replicar nada a 10
que se les dice, y comen el pan sin oponer reparo alguno, con ello se ve que
entendían las palabras de Jesucristo como ahora nosotros las entendemos;
porque sabían muy bien que es una cosa corriente en materia de sacramentos
dar al signo el nombre de aquello que significa. Así que les sirvió a los
discípulos de grande y seguro consuelo, como 10 es para nosotros. Y la
única razón de que nuestra interpretación no les parezca bien es que el Diablo
los ha cegado con sus hechicerías; de modo que llaman tinieblas y enigmas a
una interpretación tan clara y sencilla.
Además, si q uisiéra mos precisamente insistir en las palabras, estaría
fuera de propósito que Jesucristo hable de una manera del pan, y de otra del
vino. Al pan 10 llama su cuerpo, y al vino su sangre. Esto es una repetición
confusa, o es una separación de ambas cosas. E incluso se podrá decir con
toda verdad de la copa, o del vino que en ella se contiene: Esto es mi cuerpo;
como del mismo pan; y exactamente igual se podría llamar al pan su sangre.
Si responden que se debe considerar el fin para que han sido instituidos
los sacramentos, también yo 10 admito; sin embargo, ellos no podrán evitar
que su error traiga como consecuencia que el pan es sangre y el vino es
cuerpo.
Además, no sé cómo entienden que concediendo que el pan y el cuerpo
son cosas diversas, sin embargo afirman que el pan es propiamente y sin
figura alguna el cuerpo de Cristo. Como si uno dijera que el vestido es cosa
diferente del hombre; y sin embargo se le llama y es propiamente hombre.
1092 LIBRO IV - CAPÍTULO XVII
a Él bien le ha parecido. Ahora bien, Dios tuvo a bien que Jesucristo se hiciese
semejante a sus hermanos en todas las cosas excepto el pecado (Heb.4, 15).
¿Cómo es nuestra carne? ¿No es finita? ¿No tiene una deter-minada extensión?
¿No ocupa lugar, y se toca y se ve? Mas, ¡.por qué, dicen ellos, no puede hacer
Dios que una misma carne esté al mismo tiempo en diferentes lugares, en vez de
estar vinculada a uno solo, y que carezca de toda forma y medida? [Qué
desatino! ¿Qué es lo que piden de la potencia de Dios, sino que la carne al
mismo tiempo sea y no sea carne? Esto es como si le pidieseis que la luz fuera a
la vez luz y tinieblas. Mas Él quiere que la luz sea luz, y las tinieblas tinieblas; y
quiere que la carne sea carne. Es verdad que Él puede, cuando le plazca,
convertir las tinieblas en luz, y la luz en tinieblas. Mas pedir que la luz y las
tinie-blas no difieran entre sí, ¿qué es, sino pervertir el orden y el curso de la
sabiduría divina? Es preciso que la carne sea cuerpo, y que el espíritu sea
espíritu; cada uno en el estado y condición en que Dios lo creó. Ahora bien, la
condición y el estado de la carne es que esté y ocupe un determinado lugar con
su propia forma y medida. Con esta condición Jesucristo tomó carne haciéndose
hombre; y a ella, según el testimonio de san Agu stín, 1 le ha conferido gloria e
incorrupción; pero no le ha quitado lo que naturalmente le pertenecía, ni su ser
verdadero. Porque el testimonio de la Escritura es bien claro y manifiesto: Él
subió al cielo, de donde ha de volver del modo que lo vieron subir (Hch. 1,11).
1 Carta 187.
1094 LIBRO IV - CAPíTULO XVII
potencia de Dios, que no hay cosa que más la ensalce y enaltezca que la
doctrina que proponemos.
Pero como no cesan de acusarnos de que privamos a Dios de su honra, al
rechazar lo que difícilmente puede admitir el sentido común, aunque Jesucristo
lo haya prometido con sus propios labios, respondo de nuevo, que nosotros no
nos aconsejamos del sentido común en lo que toca a los misterios de la fe, sino
que con toda docilidad y mansedumbre recibimos - como nos exhorta Santiago -
todo cuanto el Espíritu de Dios ha reve-lado en su Escritura (Sant. 1,21). Sin
embargo, no dejamos de permanecer en una útil moderación, para no caer en el
error tan pernicioso de nues-tros adversar ios. Ellos, al oir laspalabras de Cristo:
"Esto es mi cuerpo", se imaginan un milagro muy contrario al propósito de
Jesucristo. De aquí nacen tan enormes absurdos en que han caído por su loca
temeridad; para escapar de los cuales, recurren al abismo de la omnipotencia de
Dios, oscureciendo de esta manera la luz de la verdad. De aqui les viene aquella
presunción y desdén, diciendo que no quieren saber de qué ma-nera el cuerpo de
Cristo esta encerrado debajo del pan, sino que se dan por canten tos y satisfecho
s con estas palabras: "Esto es mi cuerpo". Nosotros, en cambio, procuramos
saber el verdadero sentido de este texto, lo mismo que el de los demás. A este
fin empleamos toda nuestra diligencia, mas también la obediencia y sumisión; y
no tomamos temera-riamente y sin consideración lo primero que se presenta a
nuestro enten-dimiento, sino que después de haber meditado bien y de haberlo
con-siderado todo, admitimos el sentido que el Espíritu Santo nos dicta y enseña;
descansando sobre tan excelente fundamento, no hacemos caso de cuanto la
sabiduría mundana puede oponernos en contrario, y man-tenemos cautivo y
sumiso nuestro entendimiento, para que no se levante y proteste contra la
voluntad de Dios. De aquí procede la interpretación que damos de las palabras
de Cristo, la cual todos los que están mediana-mente versados en la Sagrada
Escritura saben y ven que es común y general a todos los sacramentos. De esta
manera, siguiendo el ejemplo de la santa virgen, no creemos que esté prohibido
en una cosa tan excelsa, preguntar cómo puede ser esto (Le. 1,34).
Además, claramente dice que no estará siempre con sus discípulos en este
mundo (Mt. 26,11). les parece que se escapan de este texto diciendo que
Jesucristo ha entendido simplemente, que no será siempre pobre y miserable, ni
ha de tener necesidad de ser socorrido en esta vida. Pero se opone a ello la
circunstancia del lugar; porque no se trata allí de pobreza, de necesidad, ni de
otras miserias de esta vida temporal, sino de honrarlo. la unción con la que la
mujer lo había ungido, no agradó a los discípulos; la razón era que aquel
dispendio les parecía superfluo e inútil, e incluso una pompa excesiva y
censurable. Mas Jesucristo dice que no siempre estará presente para recibir tal
servicio. No de otra manera comenta el pasaje san Agustín, cuyas palabras no
dejan lugar a duda: "Cuando Jesucristo decia: no me tendréis siempre con
vosotros, hablaba de la presencia de su cuerpo. Porque según su majestad, según
su providencia, según su gracia invisible se cumplió lo que en otra parte había
prometido: Yo estaré con vosotros hasta la consumación del mundo: mas según
la carne que había tomado, según que nació de la Virgen, según que fue
apresado por los judíos, según que fue crucificado, bajado de la cruz,
amortajado, colocado en el sepulcro y resucitado, se cumplió esta sentencia: no
siempre me tendréis con vosotros. ¿Por qué esto? Porque según el cuerpo vivió
cuarenta días con sus discípulos y siguiéndolo ellos con la vista, pero sin ir en su
seguimiento, .subió al cielo, No está aquí, porque está sentado allí a la diestra
del Padre. Y, sin embargo, está aquí en cuanto no se ha retirado de nosotros
según la presencia de su majestad; según la presencia de su carne dijo: no
siempre me tendréis. Porque la Iglesia lo tuvo presente por unos pocos días
según el cuerpo; ahora lo tiene por la fe, mas no lo ve con los ojos." 1
Enseña esta gente que Cristo está en todo lugar, pero sin forma. Dicen que no
está bien someter la naturaleza de un cuerpo glorioso a las leyes comunes de la
naturaleza. Esta respuesta lleva en sí el error de Servet, a quien con razón
abominan y detestan todos los que temen a Dios; a saber: que el cuerpo de
Cristo después de su ascensión ha sido asumido por la divinidad. No digo que
ellos sean de esta opinión. Mas si entre las dotes de un cuerpo glorificado se
cuenta llenarlo todo de un modo invisible, es evidente que se le priva de la
sustancia corporal y que no existirá diferencia alguna entre la divinidad y la
humanidad. Además, si el cuerpo de Cristo es así de varias y de tan diferentes
maneras, que en un lugar es visible y en otros invisible, ¿donde está su
naturaleza de cuerpo, que debe tener sus dimensiones y extensión? ¿Dónde la
unidad de su ser?
Mucho mejor se expresa Tertuliano al enseñar que Jesucristo tiene un
verdadero cuerpo natural, puesto que la figura nos es dada en el misterio de la
Cena por prenda y certidumbre de la vida espiritual, Porque la figura sería falsa
si lo que en ella se representa no fuera verdad.' Cierta-mente, Jesucristo decía de
su cuerpo glorioso: "Palpad y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos"
(Le. 24,39). He aquí cómo por la boca misma de Jesucristo se prueba la verdad
de su carne, pues se puede palpar y ver. Quitadle esto, y al momento dejará de
ser carne.
Ellos se acogen siempre al pretexto que han inventado, de la excepción. Pero
nuestra obligación es aceptar de tal manera lo que Cristo ha expre-sado
absolutamente, que tengamos como indudable y del todo cierto todo lo que Él
ha querido decir. Prueba que no es un fantasma, como sus discípulos pensaban.
puesto que es visible en su carne. Quítesele al cuerpo lo que le es propio según
su naturaleza, y se verá que entonces resulta otra nueva definición del mismo.
Además, por más vueltas que den, la dispensa que ellos se han forjado no tiene
lugar en lo que dice san Pablo: Nosotros esperamos del cielo al Salvador, que
conformará el cuerpo de nuestra humillación con su cuerpo glorioso (Flp. 3.20-
2 1). Porque no hemos de esperar una conformidad en aquellas cualidades que
ellos se imaginan en Cristo; es decir, que cada uno tenga un cuerpo invisible e
infinito. Y no se hallará hombre tan necio en el mundo al cual puedan convencer
de semejante absurdo. Así que dejen de atribuir esta propiedad al cuerpo
glorioso de Cristo, de estar al mismo tiempo en diversos lugares, y de no estar
contenido en ningún lugar del espacio. En resumen, que nieguen abiertamente la
resurrección de la carne, o concedan que Cristo vestido de gloria celestial no se
despojó de la carne; y que en nuestra carne nos ha de hacer partícipes y
compañeros. de esta misma gloria; puesto que la resurrección nos ha de ser
común con Él. Porque, ¿hay algo
en toda la Escritura más claro que el articulo de que así como Jesucristo se ha
revestido de nuestra carne naciendo de la virgen María, y en ella padeció para
destruir nuestros pecados, así también volvió a tomar esta misma carne al
resucitar, y la subió al cielo? Porque la esperanza que tenemos de nuestra
resurrección y subida al cielo es que Cristo resucitó y subió, y como dice
Tertuliano, que ha llevado consigo al cielo las arras de nuestra resurrección. l
Muy débil sería nuestra esperanza si esta carne nuestra que Jesucristo ha tomado
de nosotros, no hubiese resucitado y entrado en el cielo.
Por tanto, que cese el error que liga al pan tanto a Cristo como al
entendimiento de los hombres. Porque, ¿de qué sirve aquella oculta presencia
bajo el pan, sino para que los que desean tener a Cristo consigo se detengan en
el signo externo? Mas el Señor, no solamente quiso apartar de la tierra nuestros
ojos, sino también todos nuestros sentidos, prohi-biendo a las mujeres que
hablan ido al sepulcro que le tocaran, porque aún no había subido al Padre (Jn.
20, 17). Al ver que Maria iba, llena de piadoso afecto y reverencia, a besarle los
pies, ¿por qué no le consiente, sino que le prohíbe que le toque, porque no ha
entrado aún en el cielo? No hay otra razón sino que quiere que no lo busquen
más que allí.
La objeción de que después fue visto de Esteban, es fácil de solucionar; para
esto no fue necesario que cambiase de lugar, pues pudo dar una vista
sobrenatural a los ojos de su discípulo, de suerte que penetrase en los cielos. Y
lo mismo hay que decir de san Pablo (Hch, 9,4).
Lo que objetan que Cristo salió del sepulcro sellado, y que estando cerradas
las puertas entró a donde estaban reunidos los discípulos, no sirve de nada para
defender su error (Mt. 28,6; Jn. 20,19). Porque así como el agua sirvió a
Jesucristo de calle pavimentada cuando anduvo sobre el lago (Mt. 14,25), as!
también no debe parecerles extraño que la dureza de la piedra haya cedido para
dejarle pasar; aunque parece ser más probable que la piedra, a su mandato, se
separó; y después de pasar Él, volvió a su anterior lugar. Ni entrar con las
puertas cerradas quiere decir lo mismo que penetrar por la materia sólida, sino
que por virtud divina se abrió, de manera que milagrosamente se encontró en
medío de sus discípulos, aunque las puertas estaban cerradas.
Así pues, nuestro Mediador, como está todo entero en todo lugar, siempre
está con los suyos, y de modo particular se les presenta en la Cena; pero está de
tal manera presente, que no trae consigo todo lo que hay en Él; porque, según
hemos dicho, en cuanto a la carne necesaria-mente tiene que estar en el cielo,
hasta que aparezca para el juicio.
33. El Espíritu Santo nos hace comunicar verdadera y realmente con el cuerpo
y la sangre de Cristo
Lo mismo se ha de entender de la comunión, la cual creen que es nula
si no toman la carne de Cristo bajo el pan. Mas se infiere una grave injuria
al Espíritu Santo si no se cree que comunicar con el cuerpo y la sangre de
Cristo se verifica por su virtud incomprensible. Asimismo, si la virtud de
este sacramento, tal como nosotros la enseñamos y cual se enseñó también
antiguamente en la Iglesia, hubiese sido durante estos cuatrocientos años
como debía, tendríamos motivo bastante de satisfac-ción, y se hubiera
cerrado la puerta a tan enormes desvarios y desatinos, de los que han nacido
las horribles discusiones con que la Iglesia se ha visto tan atormentada, lo
mismo en nuestro tiempo que en el pasado.
El mal está en que hombres curiosos en demasía, quieren un modo de
presencia en el cual la Escritura nunca pensó. Y lo que es peor, se esfuer-zan
con todo ahínco por mantener el descarrío que loca y temerariamente han
inventado; y no pueden sufrir, como si con ello se destruyese toda la
religión, que Jesucristo no esté encerrado en el pan.
Lo que primero y principalmente se deberla considerar es cómo el cuerpo
de Cristo, según que una vez ha sido ofrecido en sacrificio por nosotros, es
hecho nuestro, y cómo nosotros somos hechos participes de la sangre que Él
ha derramado; porque esto es poseer todo entero a Cristo crucificado, para
gozar de sus bienes. Pero estos curiosos, dejando a un lado estas cosas de
tanta importancia, y aun menospreciándolas y casi sepultándolas, no
encuentran placer sino en embrollarse en esta cuestión: cómo el cuerpo de
Cristo está oculto debajo del pan, o de la apariencia del mismo.
Es del todo falso lo que nos echan en cara; que todo cuanto enseñamos
sobre el comer del cuerpo de Cristo es contrario a la verdadera y real
manducación, como ellos la llaman. Porque no se trata más que del modo, el
cual para ellos es carnal, ya que encierran a Cristo en el pan; en cambio para
nosotros es una comida espiritual, porque la arcana virtud del Espíritu Santo
es el vínculo de nuestra unión con Cristo.
No encierra mayor verdad la otra objeción: que nosotros solamente, como
de paso, tocamos el fruto y efecto que los fieles reciben de comer la carne
de Cristo. Ya hemos dicho que Jesucristo es la materia o sustan-cia de la
Cena, y que de aquí procede el efecto de ser absueltos de nuestros pecados
por el sacrificio de su muerte; de ser lavados con su sangre, y elevados por
su resurrección a la esperanza de la vida celestial. Mas el loco desenfreno
con que los ha abrevado el Maestro de las Sentencias ha pervertido su
entendimiento. He aqui sus palabras textuales: "El sacramento sin la cosa
son las especies del pan y del vino; el sacramento y la cosa son la carne y la
sangre de Cristo; la cesa sin sacramento es su carne mística". Y poco después:
"La cosa significada y contenida es la propia carne de Cristo; la significada y no
contenida es su cuerpo místico";' En cuanto a distinguir entre la carne y la virtud
que tiene
de sustentar, estoy de acuerdo con él; pero sus fantasías de que la carne es el
sacramento en cuanto está encerrada debajo del pan, es un error intolerable.
Dirán que esta semejanza les favorece a ellos, porque la carne de Jesucristo,
aunque los incrédulos no le encuentren gusto ni sabor, no por eso deja de ser
carne. Pero yo niego que esta carne se pueda comer sin gusto de fe; o para
hablar como 16 hace el mismo san Agustín, niego que los hombres puedan sacar
más del sacramento de lo que pueden sacar con el vaso de la fe.! Por lo cual
nada se quita, ni en nada se menoscaba el sacramento; sino que quedan su
verdad, virtud y eficacia, aunque los impíos, después de haber participado
externamente, se queden vados y sin provecho alguno.
Si nuestros adversarios replican a esto que de este modo se quita el valor a las
palabras de Cristo: Esto es mi cuerpo, por no recibir los impíos otra cosa sino
pan corruptible, la solución es fácil. Dios no quiere ser reconocido veraz en que
los impíos reciban lo que Él les da, sino en la constancia de su bondad, cuanto
está dispuesto, por más indignidad que haya en ellos, a hacerlos partícipes de
aquello que desechan y que El tan liberalmente les ofrece. He aquí cuál es la
integridad y perfección
1 Se ignora la referencia.
1106 LIBRO IV - CAPiTULO XVII
del sacramento, y que nadie en modo alguno puede violar; a saber. que la carne
y la sangre de Cristo son tan verdaderamente dados y ofrecidos a los impíos,
como a los elegidos de Dios y a los infieles. Con tal que sepamos que, como la
lluvia al caer sobre una piedra dura resbala por un lado y otro, no hallando
entrada alguna en el1a, así ni más ni menos, los impíos rechazan con su
impiedad la gracia de Dios, para que no penetre en ellos. Ni hay m,"Í.S motivo
para decir que Cristo es recibido sin fe, que afirmar que una semilla puede
fructificar en el fuego.
En cuanto a su pregunta de cómo Jesucristo ha venido para condena-ción de
muchos, sino porque ellos lo reciben indignamente, es un argu-mento muy fútil.
Pues en ninguna parte de la Escritura leemos que los hombres, al recibir
indignamente a Cristo adquieran su perdición, sino más bien por rechazarlo. Y
no pueden traer en su apoyo la parábola en que Jesucristo dice que alguna
simiente nace entre las espinas, la cual se ahoga y después se corrompe (Mt.
13,7). Porque allí trata el Señor del valor de la fe temporal, la cual nuestros
adversarios no estiman nece-saria para comer la carne de Jesucristo, y beber su
sangre, ya que respecto a esto ponen a Judas como compañero igual a san Pedro.
Incluso su errónea opinión queda muy bien refutada con esta misma parábola,
cuando se dice en ella que una parte de la semilla cayó sobre el camino, y la otra
sobre las piedras, y que ninguna de las dos arraigó. De donde se sigue que la
incredulidad es el obstáculo y el impedimiento para que Cristo sea recibido por
los incrédulos.
Cualquiera que desee que nuestra salvación adelante con la Santa Cena, no
hallará cosa más propia para guiar y encaminar a los fieJes a la fuente de vida,
que es Jesucristo, para sacar agua de Él. La dignidad queda de sobra ensalzada
cuando mantenemos y creemos que es una ayuda para incorporarnos a Cristo; o
bien, que' ya incorporados, somos más firmemente fortalecidos, hasta que Él
nos una perfectamente consigo en la vida celestial.
"No es preciso pensar que estos tales coman el cuerpo de Cristo, pues no
deben ser contados entre los miembros de Cristo. Porque dejando a un lado
muchas otras razones, no pueden ser miembros de Cristo y una ramera (1
Cor. 6, 15). Además, al decir el Señor: El que come mi cuerpo y bebe mi
sangre, permanece en mí y yo en él; muestra qué cosa es comer
verdaderamente su cuerpo, y no sólo sacramentalmente; a saber, perma-
necer en Cristo, a fin de que Él permanezca en nosotros. Como si dijera: El
que no permanece en mí, y aquel en quien yo no permanezco, no piense ni
1
se gloríe de comer mi carne y beber mi sangre." Pesen bien los lectores
estas palabras en que se opone comer sacramentalmente y comer
verdaderamente, y no les quedará duda alguna. .
Aún más claramente confirma esto mismo diciendo: "No preparéis
vuestra garganta, sino disponed el corazón, porque para esto se nos da la
Cena. Creemos en Jesucristo, y así lo recibimos por la fe; cuando lo
recibimos, bien sabemos lo que pensamos; recibimos un pequeño pedazo de
pan, y quedamos saciados en el corazón. No es, pues, lo que se ve lo que
2
sacia, sino lo que se cree." También en este lugar, como en el otro ya
citado, limita al signo visible lo que reciben los impíos; y declara que
Jesucristo no puede ser recibido de otra manera sino por la fe.
Lo mismo repite en otro lugar: que todos, buenos y malos, comunican los
signos; pero excluye a los malos del verdadero comer de la carne de Cristo.
Si no lo hiciera así, sería de la misma disparatada opinión que nuestros
adversarios, a la cual ellos quieren traerle.
En otro lugar, tratando del comer y de su fruto, concluye de esta manera:
"El cuerpo y la sangre de Cristo, son vida a cada uno si loque se toma
visiblemente se come y bebe espiritualmente."? Por tanto, los que quieren
hacer a los incrédulos partícipes del cuerpo y de la sangre de Cristo, para
estar de acuerdo con san Agustín, que nos presenten el cuerpo de Jesucristo
visible; puesto que él dice que toda la verdad del sacramento es espiritual.
Bien fácil seria probar con sus palabras que comer sacramentalmente no
quiere decir otra cosa sino comer externa y visiblemente el signo, mientras
que la incredulidad cierra la puerta a la sustancia y la verdad. Y ciertamente,
si se pudiera comer verdaderamente el cuerpo de Cristo sin comerlo
espiritualmente, ¿qué querría decir lo que él mismo afirma en otro lugar:
"No habéis de comer este cuerpo que veis, ni habéis de beber la sangre que
derramarán los que me han de crucificar; os he instituido un sacramento, que
espiritualmente entendido os vivificará"?" Evidentemente no quiso negar que
no sea el mismo el cuerpo que se da en la Cena, que el que ofreció en
sacrificio; sino que quiso poner de relieve el modo de comerlo; a saber, que
este cuerpo de Cristo, aunque está en la gloria celestial, nos inspira vida por
la secreta virtud y eficacia del Espíritu Santo. Admito que este santo doctor
dice muchas veces que los infieles comen el cuerpo de Cristo; pero se
explica diciendo que esto se hace sacramentalmente; y después declara que
el
Canon 20.
¡ Sursum cordal, Cipriano, O'(lción dominical, XXXI.
LIBRO IV - CAPiTULO XVII 111l
ingratos con la benignidad que con nosotros emplea, sino que la ensalce-
mos con grandes alabanzas y lo celebremos con acción de gracias. Él
mismo, cuando otorgó la institución de este sacramento a los apóstoles, les
mandó que lo hicieran en memoria suya. Lo cual san Pablo interpreta por
"anunciar la muerte del Señor" (l Cor.ll ,26); es decir, que pública-mente y
como a una confesemos que toda la confianza de nuestra vida y salvación
está puesta en el Señor; a fin de que con nuestra confesión le glorifiquemos,
y con nuestro ejemplo exhortemos a los demás a hacer lo mismo y a
bendecirlo.
Vemos también aquí para qué finalidad ha sido instituido este sacra-
mento; es decir, para ejercitarnos en el recuerdo de la muerte del Señor.
Porque el mandársenos que anunciemos la muerte de Cristo hasta que venga
a juzgar no significa otra cosa sino que confesemos y declaremos con la
boca lo que nuestra fe ha entendido en el sacra mento; a saber, que la
muerte de Cristo es nuestra vida. Tal es el segundo uso de este sacramento,
que se refiere a la confesión externa.
agudo y penetrante para incitamos a la mutua caridad, que ver a Jesu-cristo que
al darse a sí mismo a nosotros, no solamente nos invita y con su ejemplo nos
enseña q uc nos empleemos y demos los unos a los otros, sino que al hacerse
una cosa con todos nosotros, nos hace a todos una misma cosa con Él?
siervos de Dios, con cuyo gusto sienten que Jesucristo es su vida, a los
cuales induce a darle gracias, y a quienes sirve de exhortación a amarse los
unos a los otros; así también se convierte en un tósigo mortal para todos
aquellos a quienes no alimenta y confirma la fe, y no les eleva a dar gracias
ya la mutua caridad. Porque igual que el alimento corporal, cuando halla el
estómago lleno de malos humores, se corrompe y hace más daño que
provecho, así también este alimento espiritual, si cae en un alma cargada de
malicia y perversidad, la precipita en mayor ruina y desventura; no por culpa
del alimento, sino porque nada es limpio para los impuros e infieles, aunque sea
santificado por la bendición del Señor. Pues, como dice san Pablo, los que
indignamente comen y beben, son reos del cuerpo y la sangre del Señor, y comen
y beben su condena-ción al no discernir el cuerpo del Señor (1 Cor. 11,29).
Porque esta clase de gente, que sin rastro alguno de fe y sin ningún deseo ni
afecto de cari-dad se arroja como puercos a recibir la carne del Señor, no
discierne su cuerpo. Pues al no creer que aquel cuerpo sea su vida, lo afrentan
con todas las injurias que pueden, despojándolo de su dignidad. Y finalmente, al
recibirlo de esta manera lo profanan y contaminan, Y en cuanto sepa-rados de
sus hermanos, se atreven a mezclar el sagrado signo del cuerpo de Cristo con sus
diferencias y discordias, no queda por ellos que el cuerpo de Cristo sea hecho
pedazos miembro por miembro.
Por tanto, no sin causa son reos del cuerpo y la sangre de Cristo a quien
tan afrentosamente han manchado con su horrible impiedad. Re-ciben, pues,
la condenación con su indigno comer. Porque, aunque no tengan fe alguna
en Jesucristo, sin embargo al recibir el sacramento protestan que en ninguna
otra parte tienen la salvación sino en Él, y renuncian a confiar en nadie más.
Con [o cual se acusan a sí mismos, dan testimonio contra sí mismos, y
firman su condenación. Además, estando divididos y separados de sus
hermanos - quiero decir, de los miembros de Cristo - por su odio y
malevolencia, no tienen parte alguna con Cristo, y sin embargo, atestiguan
que su única salvación consiste en comunicar con Cristo y estar unidos con
ÉL
Por esta causa ordena san Pablo que cada uno se examine a sí mismo antes
de comer de este pan y beber del cáliz. Con lo cual, a mi entender, quiso
decir que cada uno entre dentro de sí mismo y considere si confia-damente y
de corazón reconoce a Jesucristo por Redentor, y lo confiesa como tal con
sus labios; y además, si aspira a imitar a Cristo en inocencia y santidad de
vida; si a ejemplo de Cristo está preparado a darse a sí mismo a sus hermanos, y
a comunicarse a aquellos a quienes ve que Jesucristo se comunica; si como
Cristo los tiene por sus miembros, igual-mente él considera a todos como tales;
si como a miembros suyos desea recrearles, ampararles y ayudarles. No que
estos deberes de la fe y la caridad puedan ser en esta vida presente perfectos,
sino que debemos esforzarnos y animarnos a desear hacerlo así, para que nuestra
poca fe aumente de día en día y sefortálezca ; y nuestra caridad, aún imperfecta,
se confirme.
1 TU, IV, 1.
1116 LIBRO IV - CAPÍTULO XVII
Roma," usaban en la Cena pan con levadura, como era el que común-mente se
comía. El dicho Alejandro fue el primero que usó el pan ácimo. No veo más
razón para hacerlo así, que haber querido atraerse la admira-ci6n del pueblo con
el nuevo espectáculo, en vez de instruirle en la ver-dadera religión. Y pido a
todos cuantos tienen algún sentimiento, por débil que sea, y algún afecto de
caridad, si no ven con toda evidencia cuánto más claramente se muestra la gloria
de Dios en esta manera de administrar los sacramentos, y cuánto mayor gusto y
consuelo espiritual reciben los fieles de ella, que no de aquellas vanas y necias
locuras, que no sirven para otra cosa sino para entontecer y engañar al pobre
pueblo, que embelesado y boquiabierto las contempla. Ellos llaman mantener al
pueblo en el temor de Dios cuando entontecido y aturdido por la supers-tición es
llevado de acá para allá; o mejor dicho, arrastrado a donde quieran llevarlo. Si
hay alguien que desee mantener estas invenciones so pretexto de antigüedad, yo
no ignoro ciertamente cuán antiguo es el uso del crisma y el soplar en el
Bautismo; ni tampoco cuán poco tiempo después de los apóstoles, la Cena del
Señor fue manchada con invenciones humanas. Mas es talla temeridad de los
hombres, que no se puede con-tener para que no se atrevan a burlarse de los
misterios divinos. Nosotros por el contrario, tengamos presente que Dios estima
en tanto la obedien-cia a su Palabra, que quiere que solamente por ella
juzguemos a ángeles y a todo el universo.
1 Alejandro 1 (107-116).
1118 LIBRO 1V ~ CAPITULO XVII
más bien fue instituido para que los cristianos usasen con frecuencia de él, a
fin de recordar a menudo la pasión de Jesucristo, con cuyo recuerdo su fe
fuese mantenida y confirmada, y ellos se exhortasen a si mismos a alabar a
Dios, ya engrandecer su bondad; por la cual se mantuviese entre ellos una
recíproca caridad, y que diesen testimonio de ella los unos a los otros en la
unidad del cuerpo de Cristo. Porque siempre que comuni-camos el signo del
cuerpo del Señor, nos obligamos los unos a los otros como por una cédula 1
a ejercer todas las obligaciones de la caridad, para que ninguno de nosotros
haga cosa alguna con que perjudique a su her-mano, ni deje pasar cosa
alguna con que pueda ayudarlo y socorrerlo, siempre que la necesidad lo
requiera, y tenga posibilidad de hacerlo.
Refiere san Lucas en los Hechos, que la costumbre de la Iglesia apostó-
lica era como la hemos expuesto, asegurando que los fieles "perseveraban en
la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el
partimiento del pan y en las oraciones" (Hch. 2,42). Así sedeberla hacer
siempre; que jamás se reuniese la congregación de la Iglesia sin la Palabra,
sin limosna, sin la participación en la Cena y en la oración. Se puede
también conjeturar de lo que escribió san Pablo, que éste mismo orden se
observó en la iglesia de los corintios, y es evidente y manifiesto que así se
mantuvo largo tiempo después.
De aquí procedieron aquellos cánones antiguos, atribuidos a Anacleto ya
Calixto, en los que se manda que todos, bajo pena de excomunión,
comulguen después de hacerse la consagración. Asimismo lo que se dice en
los cánones llamados de los apóstoles; que todos los que no quedaren hasta
el fin y no recibieren el sacramento, deben ser tenidos como per-turbadores
de la Iglesia." De acuerdo con esto se determinó en el Con-cilio de
Antioquía que los que entran en la Iglesia, oyen el sermón y no reciben la
Cena deben ser excomulgados hasta que se corrijan de este vicio.
Disposición que, aunque mitigada en el primer Concilio de Toledo, fue
confirmada en cuanto a la sustancia; a pues en él se ordenó que quienes se
supiere que no hablan comunicado el sacramento después de haber oído el
sermón, debían ser amonestados; y de no someterse a tal admoni-ción,
expulsados de la Iglesia.
Documento oficial.
Cánones Apostólicos, IX.
3 Primer Concilio de Antioquía (341), canon 11; Concilio de Toledo (400), canon XIII.
LIBRO IV - CAPÍTULO XVII 1119
Así que, dejando a un lado las sutilezas, tengamos siempre cuidado de que no nos
priven del provecho que nos viene de las dobles arras que Jesucristo nos ha
ordenado.
48. Duranto siglos el privilegio del sacerdote fue el de todos los creyentes
Sé muy bien que los ministros de Satanás, según su costumbre de
burlarse de la Escritura, se burlan también de esto, y sutilizan diciendo, primero, que
no se debe tomar como regla general un hecho único y particular, obligando por él a
la Iglesia a observarlo perpetuamente. Pero mienten al decir que se trata de un
simple hecho. Porque Jesucristo no sólo dio el cáliz a los apóstoles, sino que además
les ordenó que lo hicieran así. Pues estas palabras; Bebed todos de este cáliz
(Mt.26,27), encierran un mandato expreso. Y san Pablo no habló de esto meramente
como de un hecho pasado, sino como de una ordenación cierta (1 Cor. 11,25).
Primeramente les pregunto mediante qué revelación han llegado a una solución
tan alejada de la Palabra de Dios. La Escritura refiere que doce personas se sentaron
con Jesucristo; pero no oscurece la dignidad de Jesucristo hasta llamarlos
sacrificadores. Pero de esto después hablare-mos. Mas aunque Él dio el sacramento
entonces a los doce, les ordena que después ellos lo hagan así; a saber, que de la
misma manera lo distribuyesen entre sí.
La segunda pregunta es por qué en el tiempo en que más floreció la Iglesia desde
los apóstoles hasta mil años después, todos sin excepción participaban del
sacramento en sus dos partes. ¿Ignoraba la Iglesia pri-mitiva a quiénes había
Jesucristo admitido a la Cena? Gran desvergüenza sería andar aquí con excusas y
tergiversaciones para eludir la pregunta. Las historias eclesiásticas y los libros de los
Padres antiguos dan eviden-tísimo testimonio de esto. "Nuestro cuerpo", dice
Tertuliano, "es apa-centado con el cuerpo y la sangre de Jesucristo, para que el alma
sea mantenida por Dios."\ Y san Ambrosio dice al emperador Teodosio : "¿Cómo
tomarás tú con {US manos ensangrentadas el cuerpo del Señor? ¿Cómo te atreverás a
beber su sangre?" 2 San Jerónimo: "Los sacerdotes que consagran el pan de la Cena y
distribuyen la sangre del Señor al pueblo." ~ San Crisóstorno: "Nosotros no somos
como en la antigua Ley, donde el sacerdote se comía su porción, y al pueblo se le
daba el resto; sino que aquí el mismo cuerpo es dado a todos; y el mismo cáliz; y
todo cuanto hay en la Eucaristía es común al sacerdote y al pueblo."! Y en
49. Mas, ¿a que extenderse tanto en probar una cosa tan evidente y manifiesta?
Léanse todos los doctores, asígriegos como latinos; no
hay uno solo que no hable de esto.
Esta costumbre no se perdió mientras en la Iglesia hubo una sola gota de
integridad. Y aun el mismo san Gregario, a quien con justo título podemos
llamar el ultimo obispo de Roma, muestra que esta costumbre todavía se
observaba en su tiempo, cuando escribe: "Vosotros habéis aprendido cuál es la
sangre del cordero, y no de oídas, sino por beberla." 1 E incluso cuatrocientos
años después de san Gregario, cuando ya todo andaba perdido, permaneció esta
costumbre. Y esto no se tenía por una mera costumbre, sino por ley inviolable.
Porque aún permanecía en pie la reverencia a la institución di vina; y no se duda
ba de que era un sacri-legio separar las cosas que el Señor había juntado. Pues
Gelasio, obispo que fue de Roma, habla de esta manera: "Hemos oído que
algunos, después de tomar el cuerpo del Señor se abstienen del cáliz: los cuales,
como son culpables de superstición, deben ser obligados a recibir al Señor
entero, o bien que se abstengan de todo." 2 Se consideraba también entonces las
razones que aduce san Cipriano como capaces de persuadir a todo corazón
cristiano. " ¿Cómo", dice él, "exhortaremos al pueblo a derramar su sangre por
la confesión de Cristo, si le negamos la sangre de Cristo cuando debe combatir?
¿Cómo lo haremos capaz de beber la copa del martirio, si pri mero no lo
admitimos a beber la copa del Señor?" 3 En cuanto a la glosa de los canonistas,
que lo que dice Gelasio se entiende de los sacerdotes, es tan vana y pueril que no
merece ser refutada.
La quinta pregunta es si mintió san Pablo cuando dijo a los corintios que él
habia aprendido del Señor 10 que les había enseñando (l Cor. 11,23). Pues él
afirma después que esta enseñanza fue que todos sin diferencia alguna
comunicaran de ambas partes de la Cena. Y si san Pablo aprendió del Señor que
todos sin distinción fuesen admitidos,
miren muy bien quienes rechazan a casi todo el pueblo de Dios, de quién lo
han aprendido, pues no pueden replicar que es Dios el autor, en el cual no
hay Sí y No (2 Coro l, 19); es decir, que no cambia, ni se contradice. y después
de todo esto, aun encubren y defienden tales abominaciones con el titulo y el
nombre de la Iglesia. Como si fuesen la Iglesia seme-jantes anticristos, que tan
fácilmente ponen bajo sus pies, destruyen y corrompen la doctrina y las
instituciones de Jesucristo; o como si la Iglesia apostólica en la cual floreció
toda la virtud y fuerza del cristia-
nismo, no hubiera sido Iglesia.
de este santo rey (Gn. 14, 17). Pero éstos inventan aquí sin fundamento
alguno un misterio, cuando no se hace mención de tal cosa.
Sin embargo doran este su error con otro pretexto, diciendo que en el
texto sigue inmediatamente que "era sacerdote del Dios altísimo" (Gn.
14,18). A lo cual respondo que son bien bestias al atribuir al pan y al vino lo
que el Apóstol atribuye a la bendición, queriendo con esto dar a entender
que Melquisedec, como sacerdote de Dios, bendijo a Abraham, Por lo cual
el Apóstol, que es el mejor intérprete que podemos encontrar, demuestra que
la dignidad de Melquisedec estaba en que era necesario que para bendecir a
Abraham fuera superior a él (Heb.7,6-7). Ahora bien, si la ofrenda de
Melquisedec hubiera sido figura del sacrificio de la misa, ¿iba el Apóstol a
omitir una cosa tan profunda, tan grave y tan preciosa, cuando él trata por
menudo cosas que no son de tanta impor-tancia? Pero por más que ellos
charlen, nunca podrán invalidar la razón que aduce el Apóstol, que el
derecho y el honor del sacerdocio ya no pertenece a hombres mortales, pues
ha sido transferido a Jesucristo, que es inmortal y único y eterno sacerdote.
Puesto que la sagrada Palabra de Dios, no solamente nos afirma, sino que a
gritos nos proclama que este sacrificio ha sido ofrecido una vez, y que su virtud
y eficacia son eternas, quienes aún exigen otro sacrificio, ¿no lo tachan de
imperfección e ineficacia? Ahora bien, la misa, que se ha ordenado para que
cada día se ofrezcan innumerables sacrificios, ¿qué pretende sino que la pasión
de Jesucristo, en la que Él se ofreció a sí mismo al Padre por único sacrificio,
quede sepultada y arrinconada? ¿Quién, de no ser totalmente ciego, no ve que en
esto se encierra una estratagema y un ardid de Satanás para poder resistir y
combatir contra la verdad de Dios, tan manifiesta y tan clara?
Otros más sutiles tienen otro escondrijo todavia más secreto. Afirman que no
se trata sino de una aplicación del sacrificio, no de una reitera-ción.! Pero este
sofisma se puede refutar muy bien y sin gran dificultad, porque Jesucristo no se
ha ofrecido una vez para que su sacrificio fuese cada día ratificado con nuevas
ofrendas, sino para que su fruto nos fuese comunicado por la predicación del
Evangelio y por el uso de la Cena. Por ello san Pablo, después de haber dicho
que Jesucristo, nuestro cor-dero pascual, ha sido sacrificado, nos manda que
comamos de él (1 Cor. 5,7-8). He ahí, por consiguiente, el medio por el cual el
sacrificio de la cruz de nuestro Señor Jesucristo nos es aplicado; o sea, cuando
Él se nos comunica, y nosotros lo recibimos con verdadera fe.
Además, como cuando uno se aparta del recto camino, un vicio siem-pre
lleva consigo a otro, después de introducirse la costumbre de ofrecer sin
comulgar, comenzaron poco a poco a cantar y rezar infinidad de misas por
todos los rincones de los templos. De esta manera han dividido al pueblo,
unos por un lado y otros por el otro, cuando debería estar todo reunido en un
lugar para reconocer y recibir el sacramento de su unión.
Nieguen los papistas ahora, si pueden, que es una idolatría mostrar en sus
misas el pan, para que el pueblo lo adore como a Cristo. Porque en vano se
jactan de que las promesas hablan de la presencia de Cristo; pues, como
quiera que se entiendan, no se han hecho para que hombres impíos o
profanos, sin Dios y sin conciencia, cambien siempre que se les antojare el
pan en el cuerpo de Jesucristo, y lo hagan servir a su modo y fantasía; sino
para que los fieles, conforme al mandamiento de su Maestro Jesucristo, lo
comuniquen verdaderamente en la Cena.
futuro, que Cristo ofreció; los cristianos celebran ahora con la sacro-santa
oblación y comunión del cuerpo de Cristo la memoria del sacrificio ya
realizado." Esto se trata más por extenso en el libro que lleva por titulo:
Sobre la fe, a Pedro diácono, comúnmente atribuido a san Agustín. He aquí
sus palabras: "Ten por cierto, y no lo dudes en manera alguna, que el Hijo
da Dios, habiéndose hecho hombre por nosotros, se ofreció a Dios, su Padre.
en sacrificio de buen olor; al cual, juntamente con el Padre y el Espíritu
Santo, sacrificaban en tiempo del Antiguo Testamento animales brutos; pero
ahora, con el Padre y el Espíritu Santo - cuya misma divinidad tiene -, la
santa Iglesia no cesa de ofrecerle en todo el mundo sacrificios de pan y de
vino. Porque en aquellos sacrificios car-nales había una figura de la carne de
Jesucristo, que Él había de ofrecer por nuestros pecados; y de su sangre, que
había de derramar para remi-sión de los mismos. Mas en este sacrificio que
nosotros usamos, hay acción de gracias y conmemoración de la carne de
Cristo, que él ofreció por nosotros; y de su sangre, que por nosotros
derramó't.? De aquí que el mismo san Agustín llame muchas veces a la
Cena sacrificio de ala-banza." Y a cada paso se lee en sus libros que la Cena
se llama sacrificio, no por otra razón sino en cuanto es conmemoración,
imagen y atestación de aquel singular, verdadero y único sacrificio por el
4
que Jesucristo nos ha redimido.
Hay otro pasaje muy notable en el libro cuarto de la Trinidad, en el cual,
después de haber disputado del sacrificio único, concluye que hay en él
cuatro cosas que considerar: A quién se ofrece, quién ofrece, qué ofrece y
por qué se ofrece. Unicamente el Mediador que nos reconcilia con Dios por
medio del sacrificio de paz, permanece una misma cosa con aquel a quien
ofreció; Él ha hecho una misma cosa en si a aquellos por quienes ofrecia;
uno mismo es el que ofreció y lo que ofreció. s En el mismo sentido habla
san Crisóstomo. ~
gálatas (3, 1) por la predicación del Evangelio de su muerte. Mas como veo que
los mismos antiguos han desviado este recuerdo hacia otra parte de lo que
convenía; a saber, la institución del Señor - puesto que la Cena de ellos
representaba no sé qué espectáculo de un sacrificio reite-rado, o por lo menos
renovado -, no hay cosa más segura ni más cierta para los fieles que atenerse a la
simple y pura institución del Señor, de quien también es la Cena, a fin de que su
sola autoridad sea su regla. Es verdad que como veo que sus sentimientos son
piadosos y ortodoxos acerca de este misterio, y que su intención jamás fue
rebajar en lo más mínimo el único sacrificio de Cristo, no puedo condenarlo de
impiedad. Con todo no creo que se les pueda excusar de haber faltado de algún
modo en cuanto a la forma exterior. Pues han seguido mucho más el modo judío
de sacrificar, de lo que la institución de Jesucristo permitía. Deben, pues, ser
reprendidos en haberse conformado excesivamente al Antiguo Testamento, y
que al no haberse contentado con la simple insti-tución de Cristo, se han
inclinado demasiado a las sombras de la Ley.
No veo que razón pueden tener los que extienden el nombre de sacri-ficio a
todas las ceremonias y observancias pertinentes al culto divino. Porque sabemos
que, según es costumbre perpetua de la Escritura, el nombre de sacrificio se
toma por lo que los griegos unas veces llaman tisia, otras prásfora, y otras, en
fin, te/eré, que generalmente significa todo aq uello que se ofrece a Dios. Por lo
tanto, es necesario distinguir aquí; pero la distinción ha de ser de tal manera, que
se deduzca y derive de los sacrificios de la ley mosaica, bajo cuya sombra el
Señor ha querido representar a su pueblo toda la verdad de los sacrificios
espirituales.
Ahora bien, aunque haya habido muchas clases de sacrificios, todos ellos
pueden reducirse a dos. Porque, o bien la ofrenda se hacia por el pecado, a modo
de satisfacción mediante la cual se rescataba la falta delante de Dios; o bien se
hacía corno señal del culto divino y testimonio de la honra que se le daba. Bajo
este segundo miembro se comprendía tres géneros de sacrificios. Porque bien
fuese que se pidiera algún favor o gracia en forma de súplica, bien que se le
honrara por sus beneficios, o que simplemen te se pretendiese renovar el
1
recuerdo de su pacto, todo iba encaminado a testimoniar la reverencia debida a
su nombre. Por ello hay que atribuir a este miembro lo que en la Ley se llamaba
2
holo-causto, libación, ofrenda, primicias y sacrificios pacíficos.
Por esta causa dividiremos los sacrificios en dos partes: una clase de
sacrificios dedicados al honor y reverencia de Dios, por la cual los fieles lo
reconocen como autor y principio de todos sus bienes, y por ello le dan gracias,
como se debe hacer; los sacrificios de esta clase se llaman eucarísticos. A la otra
clase se la llama sacrificios propiciatorios, o de expiación. Sacrificio de
expiación es el que se hace para aplacar la ira de Dios y satisfacer a su justicia,
purificando y limpiando con ello los pecados, a fin de que el pecador, limpio de
sus manchas y devuelto a la pureza de la justicia, sea restituido a la gracia de
Dios. Los sacrificios que se ofrecían en la Ley para purificación de los pecados
(Éx.29,36) se llamaban así, no porque fuesen suficientes para destruir la
iniquidad o reconciliar a los hombres con Dios, sino porque figuraban el
verdadero sacrificio que, finalmente, Cristo realizó verdaderamente, y que Él
solo, y nadie más, ofreció porque la virtud y eficacia de este sacrificio que
Crísto ofreció es eterna, como Él mismo lo atestigua por su propia boca, al decir
que todo estaba consumado y cumplido (1n.19,30); es decir, que todo cuanto era
necesario para reconciliarnos en la gracia del Padre, a fin de alcanzar remisión
de los pecados, justicia y salvación, fue reali-zado y cumplido mediante la sola
oblación que Jesucristo ofreció; y
1 Calvino define aquí tres formas de sacrificios: 16 el sacrificio de súplica; 2°: el sacrificio de
:
alabanza: J": el sacrificio de pacto. Estas tres nociones se encuentran en Jos tres primeros
capitulos del Levítico.
El holocausto, palabra que significa enteramente quemado, es un sacrificio de don total. Los
sacrificios pacíficos (zebah chelamim) son sacrificios de pacto, de paz con Dios, de
comunión con la divinidad. Nuestras versiones han seguido a Lutero, quien tradujo --
equivocadamente a nuestro entender - por sacrificio de acción de gracias (de schillern, que
significa pagar, y no de schallem, que significa paz). Calvino dis-tingue, pues, dos categorías
de sacrificios: los sacrificios de expiación, y los sacri-ficios de ad orae ión.
1134 LIBRO IV - CAPÍTULO XVIII
de tal manera no faltó nada, que en adelante no quedaba lugar para ningún
otro sacrificio.
1 Servicio celebrado cada año en un día determinado y pagado mediante una renta
anual.
LIBRO IV - CAPÍTULO XVIII 1135
grande libertad para pecar.! Con lo cual parece que está señalando el modo
que actualmente se observa en la celebración de la misa. Todos saben que
engañar al prójimo es cosa detestable; todos confiesan que son crímenes
enormes atormentar a las viudas, robar a los huérfanos, afligir a los pobres,
apoderarse de los bienes ajenos por medios ilícitos, hacerse con lo que se
pueda de aquí y de allí con perjurios y fraudes, y usurpar con violencia y
tiranía lo que no es nuestro. ¿Cómo, entonces, son tantos los que se atreven
a hacer todo esto, cual si no temiesen casti-go alguno? Ciertamente, si lo
consideramos todo bien, todo este atrevi-miento no procede sino de que
confían en satisfacer a Dios con el sacri-ficio de la misa, como si con ello le
pagasen cuanto le deben; o por lo menos, como si fuese el medio de
reconciliarse con Él.
Prosiguiendo Platón este tema se burla de la crasa necedad de los
hombres al pensar que con tales actos podrán librarse de las penas que
habían de padecer, de no hacerlo asi, en el otro mundo. ¿Y para qué fin,
pregunto yo, se fundan los aniversarios y la mayor parte de las misas, sino
para que cuantos durante el curso de toda su vida han sido crueles, tiranos,
ladrones, salteadores y dados a todo género de vicios y abomina-ciones,
rescatados con este precio se escapen del fuego del purgatorio?
con tanta crueldad, con tan grande rabia y furor. Y ciertamente es una Elena
con la cual cometen fornicación espiritual, que es la más execrable
fornicación de cuantas existen.
y no toco aquí, ni con el dedo meñique, los sucios y enormes abusos con
que podría alegar que ha sido profanada y corrompida su sagrada misa; a
saber, cuán vil mercado ejercen, cuán ilícitas y deshonestas son las
ganancias que obtienen tales sacerdotes con su comercio de misas, y con
cuán enormes latrocinios sacian su avaricia. Solamente me limito a mostrar,
y en pocas y sencillas palabras, cuál es la santísima santidad de la misa, por
la cual ella ha merecido hace ya tanto tiempo ser estimada y tenida en tan
grande veneración. Porque sería menester un libro mucho más voluminoso
quc el presente para ensalzar y ennoblecer tan grandes misterios conforme a
su dignidad. Y no quiero mezclar aquí inmundicias tan viles cuales son las
que se muestran a los ojos de todos, a fin de que comprendan que la misa,
aun tomada en su más exquisita perfección y por la que puede ser estimada,
sin embargo no deja de estar, desde su raíz hasta la cumbre. repleta de todo
género de impiedad, blasfemia, idolatría y sacrilegio, incluso sin considerar
sus apéndices y consecuencias.
CAPÍTULO XIX
1 Pedro Lombardo, Libro de las Sentencias, lib. IV, disto 1, II, S~ Buenaventura"
Comentario a las Sentencias, lib. IV, disto 1, arto 1, cu, 3; Santo Tomás, SUnttl
Teológica, part. III, cu. 62, arts, 1, 3, 4.
Ibld.
1140 LIBRO IV - CAPÍTULO XIX
que las señales que el Señor con su propia boca ha consagrado y adornado
con tan admirables promesas no sean tenidas por sacramentos, y entre-tanto
se dé ese honor y título a ceremonias que la cabeza de los hombres ha
inventado?
Por tanto, es necesario que, o bien los papistas propongan otra defini-
ción, o que se cuiden de no emplear mal esta palabra, para que no sea
después causa de muchas y perversas opiniones.
La extremaunción, dicen ellos, es sacramento; por tanto es figura y causa
de la gracia invisible. Si de ninguna manera se debe admitir lo que
concluyen del nombre, hay que saiirles al paso en el nombre mismo y
oponerse desde luego a lo que es causa del error.
Asimismo, cuando quieren probar que la extremaunción es sacra-mento,
dan como razón que ella consiste en la señal exterior y en la Palabra de
Dios. Si nosotros no hallamos mandamiento, ni promesa a este propósito,
¿qué otra cosa podemos hacer sino oponernos?
3
DE LA CONFIRMACIóN
obispo para hacer confesión de su fe, igual que los paganos que se con-
vertían a la religión cristiana la hacían cuando eran bautizados. Porque
cuando una persona mayor quería ser bautizada, la instruían por algún
tiempo, hasta que pudiese hacer confesión de su fe delante del obispo y de
todo el pueblo. Del mismo modo Jos que habían sido bautizados de niños,
como no habían formulado esta confesión en el Bautismo, al llegar al uso de
razón eran presentados otra vez al obispo, para que los exarni-nase de
acuerdo con la forma del catecismo que entonces se usaba. Y para que este
acto revistiese más autoridad y resultase más solemne, empleaban la
ceremonia de la imposición de las manos. Después de hacer confesión de
este modo el niño, le despedían con una solemne bendición.
De esta costumbre hacen mención muchas veces los antiguos. Como
León, obispo de Roma, cuando dice: "Si alguno se convirtiere de alguna
herejía, no sea otra vez bautizado, sino que se le dé la virtud del Espíritu
Santo por la imposición de las manos del obispo, lo cual le faltaba antes",'
Nuestros adversarios gritan aquí que esta ceremonia se debe llamar sacra-
mento, puesto que en ella se da el Espíritu Santo. Pero el mismo León
declara en otro lugar lo que él entiende por esta palabra, diciendo que el que
ha sido bautizado por los herejes no sea de nuevo bautizado; pero que,
invocando al Espíritu Santo, sea confirmado con la imposición de las manos,
rogando a Dios que le dé su Espíritu, porque esta persona solamente había
2
recibido la forma del Bautismo, sin la santificación.
Asimismo san Jerónimo, contra los luciferianos, hace mención de esto. a
y aunque se engaña al llamarla observancia apostólica, sin embargo estaba muy
lejos de los desvaríos que los papistas sostíenen actualmente. Incluso él mismo
corrige lo que había dicho, añadiendo que esta bendi-ción se permitía a los
obispos solamente, más para honrar el sacerdocio, que por necesidad de la Ley. t
En cuanto a mí, estimo en gran manera tal imposición de manos, siempre
que se haga simplemente a modo de oración, y desearía que se usase
actualmente en su pureza y sin superstición.
Todas estas cosas son hermosas y agradables; pero, ¿dónde está la Palabra de
Dios que prometa aquí la presencia del Espíritu Santo? Ellos no pueden mostrar
ninguna. ¿Cómo pueden probar que su crisma es instrumento del Espíritu Santo?
Vemos el aceite, que es un liquido graso y espeso; y nada más. "La Palabra",
dice san Agustín, "únase al ele-mento, y se convertirá en sacramento't.!
Muéstrennos, pues, esta Palabra, si quieren que contemplemos en el aceite otra
cosa que aceite. Si se reconociesen, como debían, ministros de los sacramentos,
no habría gran diferencia entre nosotros. Ahora bien, la primera condición de un
minis-tro es que no intente cosa alguna sin tener mandato para ello. Que nos
muestren el mandato que les ordena esto, y no diré una palabra más. Pero si no
tienen tal mandato, no pueden excusarse de haber cometido un grave sacrilegio.
Cuenta san Lucas en los Hechos, que los apóstoles que estaban en lerusalem,
habiendo oído que Samaria había recibido la Palabra del Señor, enviaron a Pedro
y a Juan, los cuales oraron por los samaritanos, a fin de que les fuese otorgado el
Espíritu Santo, que aún no había descendido sobre ellos, ya que solamente
habían sido bautizados en el nombre de Jesús; y continúa que, después de haber
orado, los apóstoles pusieron las manos sobre ellos, recibiendo los samaritanos
mediante esta imposición al Espíritu Santo (Hch.8, 14--17). El mismo san Lucas
ha hecho mención algunas veces de esta imposición de manos (cfr. Hch.6,6;
13,3: 19,6).
Oigo lo que los apóstoles han hecho: ejercer fielmente su oficio y ministerio.
Quiso el Señor que las gracias visibles y admirables de su Santo Espíritu, que en
aquellos días derramaba sobre su pueblo, fuesen administradas por Jos
Apóstoles y distribuidas con esta imposición de manos. Pero yo no sueño en
modo alguno que en esta imposición de manos se oculte algún misterio más
profundo; creo, más bien, que la usaban para dar a entender con esta ceremonia
que encomendaban a Dios y le ofrecían aquel sobre quien ponían las manos. Si
este ministerio
7. Este alegato es tan frívolo como si alguno dijera que el soplo que el
Señor insufló sobre sus discípulos (Jn. 20,22) es un sacramento en
virtud del cual se da el Espíritu Santo. Pero porque el Señor lo hiciera una
vez, no por eso ha querido que lo hagamos también nosotros. Del mismo
modo, los apóstoles usaban la imposición de las manos mientras al Señor le
plugo distribuir por la oración de ellos las gracias del Espíritu Santo; no para
que los que luego habían de venir imitasen sin fruto alguno este signo, como
lo hacen los monos.
Además, aunque probasen que con la imposición de las manos imitan a
los apóstoles - aunque con ello no los imitan sino como los monos remedan
lo que hacen los hombres -, ¿de dónde sacan el aceite, que llaman de
salvación? ¿Quién les ha enseñado a buscar la salvación en el aceite y
atribuirle la virtud de confortar espiritualmente? ¿Es por ventura san Pablo,
quien de tal manera nos aparta de los elementos de este mundo, que no hay
cosa que más condene que detenerse en tales observancias? (GáI.4,9;
CoI.2,20). Muy al contrario; yo me atrevo a declarar, y no por mí mismo,
sino en nombre de Dios, que todos aquellos que llaman al aceite, aceite de
salvación, 1 ren uncian a la salvación que ha y en Cris to; rechazan a Cristo,
y no tienen parte alguna en el reino de Dios. Porque el aceite es para el
vientre, y el vientre para el aceite. ya ambos los destrui-rá el Señor (cfr. I
Cor.6, 13). Es decir, que todos esos frágiles elementos que con el uso
perecen. no pertenecen al reino de Dios, que es espiritual y no tendrá fin.
Alguno puede que diga: ¿Es que queréis medir con esta medida el agua
con que somos bautizados? ¿Y el pan yel vino bajo los cuales nos sal}
aparentes y las gracias visibles. Por eso se dice que los Apóstoles reci-
bieron el día de Pentecostés el Espíritu (Hch.2), aunque mucho tiempo antes
les había sido dicho: "No sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de
vuestro Padre que habla en vosotros" (Mt.1O,20).
Todos pueden ver por esto la maliciosa y pestifera astucia de Satanás. Lo
que verdaderamente había sido dado en el Bautismo, hace que se atribuya a
la confirmación, a fin de apartarnos cautelosamente de aquél. ¿Quién dudará
ahora de que la doctrina de esta gente es de Satanás, pues habiendo separado
del Bautismo las promesas que en él fueron propuestas, las aplican y
trasfieren a otra parte?
Se ve asimismo cuál es el fundamento en que se basa esta su famosa
unción. La Palabra de Dios es que todos los que han sido bautizados en
Cristo, están revestidos de Cristo y sus dones (Gál. 3,27). La palabra de
estos engrasadores es que no hemos recibido en el Bautismo promesa alguna
que nos armase para la pelea contra el Diablo. La primera voz es de la
verdad; por tanto, necesariamente esta otra ha de ser voz de la mentira.
Así pues, puedo muy bien definir la confirmación con más razón que ellos
lo han hecho hasta aquí, como una verdadera afrenta contra el Bautismo, que
empaña y anula su uso; o bien, que es una falsa promesa del Diablo para
apartarnos de la verdad de Dios; o, si lo preferís, que es un aceite manchado
1
con la mentira del Diablo para engañar a la gente sencilla e ignorante.
9. Añaden además estos engrasadores, que todos los fieles deben recibir por
la imposición de las manos el EspírituSanto, después del Bautismo,
a fin de que sean cristianos de veras; pues nadie puede serlo enteramente
sino aquellos que fueren ungidos con el crisma episcopal. Tales son sus
palabras.
Yo, a la verdad, creía que todo cuanto se refiere a la religión cristiana
estaba comprendido y expuesto en la Santa Escritura; pero por lo que ahora
veo, es preciso buscar la verdadera regla de la religión en otra parte; no en la
Escritura. Así pues, la sabiduria de Dios, la verdad celes-tial, y toda la
doctrina de Cristo, sólo valen para comenzar a hacer cristianos; el aceite los
completa y perfecciona. Con esta doctrina son condenados los apóstoles y
todos los mártires, quienes ciertamente nunca fueron ungidos con aceite.
Pues este su santo crisma, con el que la cristian-dad se perfeccionaba, o
mejor dicho, con el que era hecha cristiana mien-tras que antes no lo era, no
se usaba en su tiempo.
Pero, aunque yo callara, ellos mismos se refutan suficientemente. Por-
que, ¿cuántos son los que ellos ungen después del Bautismo? De ciento,
uno. ¿Por qué, entonces, consienten tantos cristianos a medias en su
compañía, cuando es tan fácil remediar esta imperfección'? ¿Por qué
permiten tan negligentemente que sus súbditos dejen lo que no se puede
omitir sín grave ofensa de Dios'? ¿Por qué no insisten más en cosa tan
10. c. Refutación de las razones por las que sería superior al Bautismo
Finalmente su decisión es que esta sagrada unción se debe tener en
mucha mayor reverencia y veneración que el mismo Bautismo. Y la causa que
dan es que es administrada solamente por manos de los obispos; en cambio, el
Bautismo lo da cualquier sacerdote.
¿Qué se puede decir a esto, sino que están completamente locos al amar tan
excesivamente sus invenciones, hasta atreverse en nombre de ellas a
menospreciar las sagradas instituciones de Dios? [Lengua maldita y sacrílega!
¿Te atreves tú a oponer al sacramento de Cristo la grasa infectada con el hedor
de tu aliento y encantada con ciertas murmura-ciones de tu palabra? ¿Te atreves
a compararla al agua santificada con la Palabra de Dios? Mas esto ha sido poco
para tu atrevimiento; puesto que has ido aún más allá, y la has preferido a ella.
¡Éstos son los decretos de la santa sede apostólica! ¡Éstos, sus oráculos!
Algunos, sin embargo, entre ellos han querido moderar este desenfreno,
porque les parecía excesivo; y así afirman que el aceite de la confirmación se
debe tener en mucha mayor reverencia que el Bautismo, no por la mayor virtud
o provecho que confiera, sino porque es administrado por personas constituidas
en una dignidad mucho más alta, y porque se administra en la parte más
excelente del cuerpo, que es la frente; o, en fin, porque causa mayor aumento de
virtudes, aunque el Bautismo valga más para la remisión de los pecados.!
oficio fuese de derecho divino propio de los obispos, ¿por qué lo han
comunicado a los simples sacerdotes, como se lee en una carta de Gre-
gorio'P
DE LA PENITENCIA
1 Cartas, LVII, 1, 3.
a 11 Concilio de Cartago (390), canon IV.
3 JI Concilio de Orange (441), canon 111.
• III Concilio de Cartago (397), canon XXXII.
~ Carta 16, 11, 3.
• Parte 1I, causa 26, VI.
LIBRO IV - CAPíTULO XIX 1151
tienen la promesa de las llaves - como ellos la llaman -: Todo lo que atéis o
desatéis en la tierra, será atado o desatado en el cielo (Mí. 18,18).
A esto alguien podría objetar que muchos son absueltos por los sacer-dotes,
pero de nada les sirve tal absolución; siendo así que, conforme a su doctrina, los
sacramentos de la nueva Ley deben obrar eficazmente lo que figuran. La
respuesta es muy sencilla; a saber, que as! como hay dos maneras de comer en la
Cena del Señor, la una sacramental, común indistintamente a buenos y a malos,
y la otra especialmente propia de los buenos ;'del mismo modo se podría
concebir que la absolución se reciba de dos maneras. No obstante, nunca he
podido acabar de entender lo que quieren decir al afirmar que los sacramentos
de la nueva Ley tienen semejante eficacia; lo cual ya hemos demostrado, cuando
expresamente tratamos de esta materia, cuán contrario es a la Palabra de Dios.
Sola-mente he querido afirmar aqul que este escrúpulo no impide que puedan
llamar a la absolución del sacerdote sacramento, porque podrán respon-der con
san Agustln que la santificación se da algunas veces sin sacra-mento visible, y el
sacramento visible existe a veces sin la santificación internar! que los
sacramentos sólo en los elegidos obran lo que figuran:" que unos se revisten de
Cristo hasta la recepción del sacramento, y otros hasta la santificación. Lo
primero acontece indistintamente a buenos y a malos; lo segundo, solamente a
los buenos. Ciertamente, se han enga-ñado muy a lo tonto, y a plena luz no han
visto nada, pues han permane-cido con tanta perplejidad y tantas dificultades
cuando la cosa es tan cIara y fácil de entender.
1 La versión latina dice: " ... y la otra, espiritual, propia de los buenos ...",
• CueStWMS sobre el Heptateuco, lib. lIT, cu. 84.
• Del Bautismo, contra los donatistas, lib. Y, XXIV, 34.
• Este último párrafo no figura en la traducción castellana de 1597, pero si en la versión
francesa de 1561.
LIBRO IV - CAPiTULO XIX 1153
LA EXTREMAUNCiÓN
m Cartas, LXXXIV, 6.
• No es de Agustln, sino de Fulgencio. (Cfr. Capitulo XVII. nota). El pasaje se encuen-
tra en el capitulo 30.
1154 LIBRO IV - CAPÍTULO XIX
19. ¿Y qué mayor razón existe para que hagan de esta unción un sacra-mento
con preferencia a todas las demás señales y simbolos de los
que se hace mención en la Escritura? ¿Por qué no señalar alguna piscina de
Siloé, en la cual se bañen los enfermos en ciertos tiempos del año (Jn. 9, 7)?
Esto, dicen, sería inútil. Ciertamente; pero no más que su unción. ¿Por qué no se
echan sobre los muertos, puesto que san Pablo resucitó a un joven muerto
extendiéndose sobre él (Hch.20, 10. 12)? ¿Por qué no hacen un sacramento de
lodo compuesto de polvo y saliva? Todos esos ejemplos, dicen, han sido
particulares; mas éste de la unción ha sido ordenado por Santiago. Es verdad.
Pero Santiago hablaba para el tiempo en que la Iglesia gozaba de esta bendición
que hemos mencionado. Ellos quieren hacer creer que su unción tiene aún la
misma fuerza; pero nosotros experimentamos lo contrario.
Que ninguno, pues, se maraville de que con tanto atrevimiento hayan
engañado a las almas que veían andar ignorantes ya ciegas, por haberlas ellos
despojado de la Palabra de Dios, que es vida y luz de las mismas, ya que no
tienen escrúpulo de inducir a error a los sentidos del cuerpo que viven y sienten.
Con ello se hacen dignos de que se les ridiculice cuando se jactan de tener en sus
manos la gracia de la salud. Nuestro Señor ciertamente asiste en todo tiempo a
los suyos, y les socorre en sus en-fermedades, ni más ni menos que en tiempos
pasados, cuando es menester. Pero no hace demostración a los ojos de todos de
estas virtudes y de los
LIBRO IV - CAPíTULO XIX 1155
demás milagros que obraba por manos de los apóstoles; y la razón es que este
don era temporal, y también porque en parte ha perecido por la ingratitud de los
hombres.
20. No es un sacramento
Por ello, así como los apóstoles no sin motivo representaban con el
aceite la gracia que les había sido otorgada para dar a conocer que esto procedia
de la virtud del Espíritu Santo y no de la suya, así también, por el contrario,
éstos hacen grandísima injuria al Espíritu Santo, afirmando que un aceite rancio,
hediondo y de ningún efecto, es su virtud. Esto es ni más ni menos como si
alguno dijese que cualquier aceite es la virtud del Espíritu Santo, porque es
llamada en la Escritura con este nombre; o que cualquier paloma es el Espíritu
Santo. porque Él apareció bajo esa forma (Mt.3,16;Jn.l,32).
Por lo que a nosotros hace, bástanos de momento tener por cierto que su
unción no es sacramento, ya que nO,es una ceremonia que Dios haya instituido,
ni tiene promesa alguna de El. Porque cuando exigimos estas dos cosas en el
sacramento: q ue sea ceremonia instituida por Dios, y que tenga aneja la
promesa, juntamente exigimos con ello que esta cere-monia sea .para nosotros, y
que la promesa nos pertenezca. Por tanto, que nadie objete ahora que la
circuncisión es sacramento de la Iglesia cristiana por haber sido ceremonia
establecida por Dios y que llevaba aneja una promesa, puesto que no se nos ha
mandado a nosotros - ni nos pertenece su promesa -. Y que la promesa que ellos
dicen existe en su unción nada tiene que ver con nosotros, lo hemos claramente
demos-trado, y ellos mismos lo dan a entender por experiencia. La ceremonia no
se debe tomar sino de aq uellos q uc ten tan la gracia de co nferir la salud, y no
de estos verdugos, que más pueden matar que dar vida.
entiendo más unción que la del aceite común; y en lo que cuenta san Marcos no
se hace mención de ningún otro aceite (Mc.6, 13). Éstos no tienen en cuenta
más aceite que el consagrado por el obispo; a saber, que lo haya calentado con
su aliento, y lo haya encantado con sus mur-mullos entre dientes, y lo haya
saludado de rodillas nueve veces, diciendo tres veces: Yo te saludo santo aceite;
y tres veces: Yo te saludo, santo crisma; y otras tres veces: Yo te saludo, santo
bálsamo. Tal es su solern-nidad.
Santiago dice que cuando el enfermo haya sido ungido con aceite y hayan
orado por él, si está en pecado, será perdonado, en cuanto que al quedar
absuelto delante de Dios será también aliviado de su pena. No entiende Santiago
que los pecados le sean perdonados al enfermo por la unción, sino que las
oraciones de los fieles con que el hermano afligido es encomendado a Dios, no
serán vanas. Éstos enseñan con toda falsedad que por su sagrada unción, que
noes otra cosa sino una abomi-nación, los pecados son perdonados.
He aquí el provecho que sacan, si se les deja abusar según su loca fantasía de
la autoridad de Santiago. Y para no perder tiempo en refutar sus mentiras,
consideremos solamente lo que refieren sus historias, las cuales relatan que
Inocencia, papa de Roma contemporáneo de san Agustín, determinó que no
solamente los sacerdotes, sino también todos los cristianos, usasen la unción
con sus enfermos. ¿Cómo conciliarán esto con lo que quieren hacernos creer?
I El francés; "proporción".
Hugo de san Viciar, Sobre los sacramentos, lib. 11, parte III, v.
Guillermo de Parls, menciona esta opinión en De septem sacramentis, París, 1516,
1. n. fol. 60.
• Etimologías, lib. VII, XII; cfr. Graciano, Decretos, parte 1, disto XXI; l.
, Lib. IV, disto XXIV, Ill.
I Graciano, parte l. disto XXIII, caps. XVIII y XIX.
, Pedro Lombardo, Libro de las Sentencias, lib. IV, disto XXIV, caps, llJ y IX.
1158 LIBRO IV - CAPíTULO XIX
que me extraña que hayan podido ser escritas de no ser en plan de risa; al
menos, si los que las escribían eran hombres. Pero sobre todo es digna de ser
considerada la sutileza con que especulan acerca del nombre de acólito,
interpretándolo como ceroferario; 1 nombre, a mi entender, má-gico; ciertamente
es desconocido en todas las lenguas y naciones. Porque acólito en griego
significa el que sigue o acompaña a otro; en cambio, ceroferario es el que lleva
alguna vela. Pero si me detuviera a refutar en serio tales despropósitos,
merecería yo también que se rieran de mí, por ser tan vanos y frívolos.
1 Pedro Lombardo, Libro de /0$ Sentencias, lib. IV, disto XXIV. cao. VI.
LIBRO IV - CAPíTULO XIX 1159
ticas ; de lo cual ni una sola palabra se hallará en los doctores antiguos, sino
solamente en estos ineptos teólogos escolásticos, y en los canonistas.
26. Su tonsura
Además, cuando dicen que su corona clerical tiene su origen en los
nazareos (Nm.6,5), ¿qué otra cosa hacen sino afirmar que sus misterios
proceden de las ceremonias judaicas; o. mejor dicho, que son un puro judaismo?
Lo que añaden, que Priscila, Aquila y el mismo san Pablo, habiendo hecho un
voto, se raparon la cabeza para ser purificados, de-muestra su gran necedad
(Hch. 18, 18). Porque en ninguna parte de la Escritura se lee que Priscila hiciera
tal cosa; se dice de uno de los otros dos, sin que sea cierto de cuál; porque la
tonsura de que habla san Lucas, tanto se puede referir a san Pablo como a
Aquila, Y para no concederles 10 que quieren, a saber, que ellos han seguido el
ejemplo de san Pablo,
1160 LIBRO IV - CAPÍTULO XIX
27. Por lo que dice san Agustín se ve claramente cuál ha sido el origen y
principio de la tonsura clericaL Porque como en aquel tiempo
ninguno se dejaba crecer el pelo, a no ser los afemínados y los que se daban
tono de remilgados, pareció que no estaría bien permitir tal cosa a los
clérigos. En consecuencia, se ordenó que todos los clérigos se rapa-sen la
cabeza, para no dar sospecha alguna ni apariencia de afemina-miento, Y era
tan común el raparse, que algunos monjes, para mostrarse más santos que
los demás y tener alguna señal con la que diferenciarse de los otros, se
dejaban crecer el pelo, 1 He aqui cómo la tonsura no era cosa especial ni
propia de los clérigos, sino común a casi todos. Después, cuando el mundo
cambió y se comenzó de nuevo a dejar crecer el cabello como antes; y al
convertirse al cristianismo muchas naciones que habían siempre mantenido
la costumbre de dejar crecer el pelo, como Francia, Alemania, Inglaterra, es
verosímil que los clérigos se hicieran rapar la cabeza para no mostrar afecto
a la cabellera, como hemos dicho. Mas luego que la Iglesia se corrompió y
todas las buenas prescripciones anti-guas se pervirtieron o se convirtieron en
superstición, y como no habia razón alguna para esta tonsura clerical - lo
cual era bien cierto, pues no era más que una loca imitación de sus
antecesores, sin saber por qué han inventado el maravilloso misterio que
actualmente nos alegan con tal atrevimiento para aprobar su sacramento.
Los porteros reciben en su consagración las llaves del templo en señal de
que lo han de guardar. Dan a los lectores la Biblia; a los exorcistas, un
formulario de exorcismos o registro de conjuros, para conjurar a los
demonios; a los acólitos les dan las vinajeras y las velas. He ahi las nota-
bles ceremonias que contienen tan grandes misterios y que tienen tanta
virtud, si es verdad lo que ellos dicen, que no son solamente marcas y
señales, sino también causas de la gracia invisible de Dios. Porque con-
forme a su definición, esto es lo que pretenden, al querer que las tengamos
por sacramentos.
Para concluir brevemente, afirmo que va contra toda razón el que los teólogos
sofistas y los canonistas hayan hecho de las órdenes que llaman menores, otros
tantos sacramentos; ya que, según su propia confesión, fueron del todo
desconocidas de la Iglesia primitiva, y s610 mucho tiempo después se
inventaron. Mas como los sacramentos contienen en sí mismos promesas de
Dios, no los deben instituir ni los ángeles, ni los hombres, sino sólo Aquel a
quien pertenece y toca hacer la promesa.
30. La unción
Además, ¿de quién han tomado la unción? Responden que de los hijos de
Aarón, de los cuales desciende su orden sacerdotal. Así que prefieren
defenderse con ejemplos mal aplicados, que confesar que lo que temerariamente
hacen es invención suya. Por el contrario, no ven que al proclamarse sucesores
de los hijos de Aarón hacen una grave injuria al sacerdocio de Cristo, que sólo
fue figurado por los sacerdotes levíticos; que, por tanto, todos estos sacerdocios
recibieron su cumplimiento y tuvieron su fin con el de Jesucristo, y con ello
cesaron, según hemos dicho antes y la Carta a los Hebreos sin glosa de ninguna
clase lo atestigua
LIBRO IV - CAPiTULO XIX 1163
(Heb. 10,2). Y si tanto se deleitan con las ceremonias mosaicas, ¿por qué no
sacrifican bueyes, becerros y corderos? Aún conservan gran parte del
Tabernáculo y de toda la religión judaica; les falta sacrificar bueyes y
becerros. ¿Quién no ve que esta ceremonia de la unción es mucho más
perniciosa y peligrosa que la circuncisión, principalmente cuando va unida a
una superstición y opinión farisaica de la dignidad de la obra? Los judíos
ponían la confianza de su justicia en la circuncisión; éstos ponen las gracias
espirituales en la unción. No se pueden, por tanto, hacer imitadores de los
levitas sin ser apóstatas de Jesucristo y renunciar al oficio pastoral.
EL MATRIMONiO
1 Sobrentendido, Gregorio Vl l,
1166 LIBRO IV - CAPÍTULO XIX
mento; 1 mas yo digo esto respecto de Cristo y de la iglesia" (Ef. 5,28-32). Pero
tratar de esta manera la Escritura es mezclar el cielo con la tierra.
San Pablo, queriendo mostrar a los maridos el singular amor que deben tener
a sus mujeres, les propone a Cristo por ejemplo. Porque así como Él ha
derramado todos los tesoros de su amor hacia la Iglesia, a la cual se había unido,
así también es necesario que cada uno ame a su mujer y le profese este afecto.
Luego sigue: El que ama a su mujer, a sí mismo se ama, como Cristo amó a la
Iglesia. Y para explicar cómo ha amado Cristo a la Iglesia como a sí mismo; 0,
mejor dicho, cómo se ha hecho una misma cosa con su Esposa, la Iglesia, le
aplica lo que Moisés refiere que dijo Adán. Porque cuando el Señor presentó a
Eva delante de Adán, la cual sabía que había sido formada de su costilla, le dice:
"Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne" (On.2,23). San Pablo
afirma que todo esto se ha cumplido en Cristo y en nosotros cuando nos llama
miembros de su cuerpo: o mejor dicho, una misma carne con Él. Y al fin
concluye con una exclamación, diciendo: Grande es este misterio. Y para que
nadie se llame a engaño, expresamente dice que no habla de la unión carnal del
marido y de la mujer, sino del matrimonio espiritual de Cristo y de su Iglesia. Y
verdaderamente es un gran misterio que Cristo haya permitido que le quitasen
una costilla, de la cual fuésemos formados; quiero decir, que siendo Él fuerte se
quiso hacer débil, para con su fortaleza fortale-cernos, a fin de que ya no
vivamos solamente, sino que Él viva en nosotros.
Inventan, además, grados a su talante, contra las leyes de todas las naciones y
contra las disposiciones del mismo Moisés (Lv, 18,6). Que no sea lícito al
hombre que haya repudiado a su mujer por adulterio, tomar otra. Que los
parientes espirituales, como son los padrinos y madrinas, no puedan casarse.
Que no se case nadie después de septua-gésima hasta la octava de Pascua
florida, ni tres semanas ante de la fiesta de san Juan Bautista - por las cuales
toman ahora la de Pente-costés y las dos precedentes -, ni del Adviento hasta
Epifanía. Y otras semejantes a éstas, infinitas en número, que seria prolijo
enumerar.
En suma, bueno será que salgamos de su cieno, en el que hemos per-
manecido atollados mucho más tiempo del que hubiéramos querido. Sin
embargo, creo haber prestado con ello algún bien y servicio a la Iglesia quitando
en parte el cuero de león a estos asnos.
CAPÍTULO XX
LA POTESTAD CIVIL
los espiritus utópicos, que no buscan sino una licencia desenfrenada, hablan
de esa manera actualmente y afirman que, puesto que hemos muerto por
Cristo a los elementos de este mundo y hemos sido traslada-dos al reino de
Dios entre los habitantes del cielo, es cosa baja y vil para nosotros e indigna
de nuestra excelencia ocuparnos de estas preocupa-ciones inmundas y
profanas concernientes a los negocios de este mundo, de los cuales los
cristianos han de estar apartados y muy lejos. ¿De qué sirven, dicen ellos,
las leyes sin juicios ni tribunales? ¿Y qué tienen que ver los cristianos con
los tribunales? Si no es lícito al cristiano matar, ¿de qué nos servirían las
leyes y tribunales?
Mas, así como poco hace hemos advertido de que este género de go-
bierno es muy diferente del espiritual e interior de Cristo, debemos tam-bién
saber, que de ninguna manera se opone a él. Porque este reino espiritual
comienza ya aquí en la tierra en nosotros un cierto gusto del reino celestial, y
en esta vida mortal y transitoria nos da un cierto gusto de la bienaventuranza
inmortal e incorruptible; pero el fin del gobierno temporal es mantener y
conservar el culto divino externo, la doctrina y religión en su pureza, 1 el
estado de la Iglesia en su integridad, hacernos vivir con toda justicia, según
lo exige la convivencia de los hombres durante todo el tiempo que hemos de
vivir entre ellos, instruirnos en una justicia social, ponernos de acuerdo los
unos con los otros, mantener y conservar la paz y tranquilidad comunes.
Todas estas cosas admito que son superfluas, si el reino de Dios, cual es
actualmente entre nosotros, destruye esta vida presente." Mas si la voluntad
de Dios es que camine-mos sobre la tierra mientras suspiramos por nuestra
verdadera patria; y si, además, tales ayudas nos son necesarias para nuestro
camino, aque-llos que quieren privar a los hombres de ellas, les quieren
impedir que sean hombres. Porque respecto a lo que alegan, que debe haber
en la Iglesia de Dios tal perfección que haga las veces de cuantas leyes
existen, tal imaginación es una insensatez, pues jamás podrá existir tal
perfección en ninguna sociedad humana. Porque siendo tan grande la
insolencia de los malvados, y su perversidad tan contumaz y rebelde, que a
duras penas se puede mantener a raya con el rigor de las leyes, ¿qué
podríamos esperar de ellos si se les dejase una libertad tan desenfrenada para
hacer el mal, cuando casi no se les puede contener por la fuerza?
Como puede verse, Calvino considera que el fin del orden del Estado es hacer
respetar la doctrina y el servicio exterior de Dios en el culto, Y. por tanto, velar por
la obediencia a los mandamientos de la primera tabla, exactamente igual que
a los de la segunda.
, Si el reino de Dios hace inútil por su presencia en nosotros la preocupación de las
cosas de la vida presente.
lI70 LIBRO IV - CAPiTULO XX
hombres puedan vivir juntos -; no le atañe solamente esto, sino también que
la idolatría, la blasfemia contra Dios y su dignidad, y otros escándalos de la
religión no se cometan públicamente en la sociedad, y que la tran-quilidad
física no sea perturbada; que cada uno posea lo que es suyo; que los hombres
comercien entre sí sin fraude ni engaño; que haya entre ellos honestidad y
modestia; en suma, que resplandezca una forma pública de religión entre los
cristianos, y que exista humanidad entre los hombres.
y no debe parecer cosa extraña que yo confíe a la autoridad civil el
cuidado de ordenar bien la religión; tarea que a alguno parecerá que antes la
he reservado fuera de la competencia de los hombres. Porque no permito
aquí a los hombres inventar leyes a su capricho, en lo que toca a la religión y
a la manera de servir a Dios, más de lo que se lo permitía antes; aunque
apruebo una forma de gobierno que tenga cui-dado de que la verdadera
religión contenida en la Ley de Dios no sea públicamente violada ni
corrompida con una licencia impune. Mas si descendemos a tratar en
particular cada una de las partes del poder civil, este orden ayudará a los
lectores a entender mejor el juicio que deben formarse del mismo en general.
Esto lo demuestra aún más claramente cuando de modo expreso trata esta
materia. Porque enseña que "no hay autoridad sino de parte de Dios, y las que
hay, por Dios han sido establecidas"; y asimismo dice que los príncipes son
ministros de Dios para honrar a aquellos que obran bien, y castigar a los que
obran mal (Rom. 13, lA).
A esto deben referirse igualmente los ejemplos de santos varones, de los
cuales unos han sido reyes, como David, Josías, Ezequias; otros, gobernadores y
grandes magistrados bajo las órdenes de sus reyes, como José y Daniel; otros
caudillos y conductores de un pueblo libre, como Moisés, Josué y los Jueces;
cuyo estado fue muy grato a Dios, según Él mismo ha declarado.
Por tanto, no se debe poner en duda que el poder civil es una vocación, no
solamente santa y legítima delante de Dios, sino también muy sacro-santa y
honrosa entre todas las vocaciones.
todo contraria a la religión y a la piedad cristiana, ¿qué otra cosa hacen sino
burlarse del mismo Dios, sobre el cual arrojan todos los reproches e injurias
que hacen a su ministerio? Ciertamente esta gente no condena a los
superiores, para que no reinen sobre ella, sino que del todo rechaza a Dios.
Porque si es verdad lo que el Señor dijo al pueblo de Israel: que no podían
sufrir que Él reinase sobre ellos, por cuanto habían rechazado a Samuel (l
Sm. 8, 7), ¿por qué no se dirá lo mismo ahora contra los que se toman la
libertad de hablar mal contra las autoridades establecidas por Dios?
Objetan que Dios prohíbe a todos los cristianos que se entrometan en los
reinos y dignidades, cuando dice a sus discípulos: "Los reyes de las
naciones se enseñorean de ellas; mas no así vosotros, sino sea el mayor
entre vosotros como el más joven" (Le. 22, 25-26). [Oh, qué buenos exe-
getas! ¡Qué primorosamente interpretan la Escritura! Se habla suscitado una
disputa entre los apóstoles sobre cuál de ellos seria el mayor en dignidad.
Nuestro Señor, para reprimir aquella vana ambición, declara que su
ministerio no es semejante a los reinos de este mundo, en los cuales uno
precede como cabeza a los demás. ¿En qué, pregunto yo, menoscaba esta
comparación la dignidad de los reyes, o qué prueba, sino que el estado regio
no es como el ministerio apostólico?
Además de esto, aunque hay diversas clases de superiores, sin embargo
no difieren en nada respecto a la obligación de aceptarlos a todos como
ministros instituidos por Dios. Porque san Pablo ha comprendido todas estas
clases, cuando dice que "no hay autoridad sino de parte de Dios" (Rorn.
13,1). Y lo que menos agrada a los hombres se les recomienda
singularmente; a saber, el señorío y dominio de uno solo; lo cual, como
lleva consigo la común servídumbre de todos, excepto de aquél, a cuyo
beneplácito somete a los demás, jamas ha agradado a ninguna persona de
gran ingenio y espíritu. Pero la Escritura, por otra parte, para reme-diar los
malos juicios humanos, afirma que a la sabiduría y providencia divinas se
debe el que reinen los reyes (Prov. 8,15), Y ordena de modo particular
honrar al rey (l Pe. 2, 17).
suceder cuando los nobles que ostentan el poder conspiran para consti-tuir
una dominación inicua; y todavía es más fácil levantar sediciones cuando la
autoridad reside en el pueblo. Es muy cierto que si se establece comparación
entre las tres formas de gobierno que he nombrado, la preeminencia de los
que gobiernan dejando al pueblo en libertad - forma que se llama
aristocracia - ha de ser más estimada; no en si misma, sino porque muy
pocas veces acontece, y es casi un milagro, que los reyes dominen de forma
que su voluntad no discrepe jamás de la equidad y la justicia. Por otra parte,
es cosa muy rara que ellos estén adornados de tal prudencia y perspicacia,
que cada uno de ellos vea lo que es bueno y provechoso. Y por eso, el vicio
y los defectos de los hombres son la razón de que la forma de gobierno más
pasable y segura sea aquella en que gobiernan muchos, ayudándose los unos
a los otros y avisándose de su deber; y si alguno se levanta más de lo
conveniente, que los otros le sirvan de censores y amos.! Porque la
experiencia asl lo ha demostrado siempre, y Dios con su autoridad 10 ha
confirmado al ordenar que tuviese lugar en el pueblo de Israel, cuando quiso
mantenerlo en el mejor estado posible, hasta que manifestó la imagen de
nuestro Señor Jesucristo en David. Y como de hecho la mejor forma de
gobierno es aquella en que hay una libertad bien regulada y de larga
duración, yo también confieso que quienes pueden vivir en tal condición son
dichosos; y afirmo que cumplen con su deber, cuando hacen todo 10 posible
por mantener tal situación. Los mismos gobernantes de un pueblo libre
deben poner todo su afán y diligencia en que la libertad del pueblo del que
son protectores no sufra en sus manos el menor detrimento. y si ellos son
negligentes en conservarla o permiten que vaya decayendo, son desleales en
el cumpli-miento de su deber y traidores a su patria. Mas, si quienes por
voluntad de Dios viven bajo el dominio de los príncipes y son súbditos
naturales de los mismos, se apropian tal autoridad e intentan cambiar ese
estado de cosas, esto no solamente será una especulación loca y vana, sino
además maldita y perniciosa.
Además, si en vez de fijar nuestra mirada en una sola ciudad, ponemos
nuestros ojos en todo el mundo o en diversos países, ciertamente veremos
que no sucede sin la permisión divina el que en los diversos países haya
diversas formas de gobierno. Porque así como los elementos" no se pueden
conservar sino con una proporción y temperatura desigual, del mismo modo
las formas de gobierno no pueden subsistir sin cierta desi-gualdad. Pero no
es necesario demostrar todo esto a aquellos a quienes la voluntad de Dios les
es razón suficiente. Porque si es su voluntad constituir reyes sobre los
reinos, y sobre las repúblicas otra autoridad, nuestro deber es someternos y
obedecer a los superiores que dominen en el lugar donde vivimos.
1 Calvino se ha inclinado siempre al régimen de consejos; pero más bien por una
oligarquía, que por una verdadera dernocracia.
, Atmosféricos.
LIBRO IV - CAPÍTULO XX 1175
sus caballos (Dt. 17, 16), que no entreguen su corazón a la avaricia, que no se
ensoberbezcan contra sus hermanos, que sin cesar mediten todo los días la Ley
del Señor, que los jueces no se inclinen a ninguna de las dos partes, ni admitan
dones y presentes (01. 16, 19); Y otras sentencias semejantes que ocurren de
continuo en la Escritura. Porque el exponer yo aqui el oficio del gobernante no
es tanto para enseñarle a él, cuanto para que vean los demás en qué consiste, y a
qué fin lo ha instituido el Señor.
Sin embargo, entiendo esto de tal manera que no se use excesiva aspe-reza, y
que la sede de la justicia no sea un obstáculo contra el cual todos se vayan a
estrellar. Pues estoy muy lejos de favorecer la crueldad de
1178 LIBRO IV - CAPiTULO XX
ninguna clase, ni de querer decir que se puede pronunciar una sentencia justa
y buena sin clemencia, la cual siempre debe tener lugar en el consejo de los
reyes, y que, como dice Salomón, sustenta el trono (Prov. 20, 28). Por eso no
está mal el dicho antiguo: que la clemencia es la principal virtud de los
1
príncipes. Pero es preciso que el magistrado tenga presentes ambas cosas:
que con su excesiva severidad no haga más daño que pro~ vecho, y que con su
loca temeridad y supersticiosa afectación de clemen-cia no sea cruel, no
teniendo nada en cuenta y dejando que cada uno haga lo que quiera con
grave daño de muchos. Porque no sin causa se dijo en tiempo del emperador
Nerva: Mala cosa es vivir bajo un príncipe que ninguna cosa permite; pero
mucho peor es vivir bajo un principe que todo lo consiente.
1 Séneca, Clemencia, 1, m, 3.
LIBRO IV - CAPÍTULO XX 1179
Finalmente respondo que podemos muy bien deducir del Nuevo Testa-mento
que Cristo con su venida no ha cambiado cosa alguna al respecto. Porque si la
disciplina cristiana, como dice san Agustín, condenase toda suerte de guerras,
san Juan Bautista hubiera aconsejado a los soldados que fueron a él para
informarse acerca de lo que debían hacer para su salvación, que arrojasen las
armas, que renunciasen a ser soldados, y emprendiesen otra vocación. Sin
embargo no lo hizo así; sino que sola-mente les prohibió que ejerciesen
violencias o hiciesen daño a nadie, y les ordenó que se dieran por satisfechos
con su sueldo. Y al ordenarles que se contenten con él, evidentemente no les
prohibe guerrear (Le. 3,14).1
Mas los gobernantes deben guardarse de someterse lo más mínimo a sus
deseos; al contrario, si deben imponer algún castigo, han de abste-nerse de la ira,
del odio, o de la excesiva severidad; y sobre todo, como dice san Agustín, en
nombre de la humanidad han de tener compasión de aquel a quien castigan por
los daños cometidos:" o bien, que cuando deban tomar las armas contra
cualquier enemigo, es decir, contra ladro-nes armados, no deben hacerlo sin
causa grave; más aún, cuando tal ocasión se presentare, deben rehuirla hasta que
la necesidad misma les obligue. Porque es menester que obremos mucho mejor
de lo que enseñan los paganos, uno de los cuales afirma que la guerra no debe
hacerse por más fin que para conseguir la paz. Conviene ciertamente buscar
todos los medios posibles antes de llegar a las manos.
En resumen, en todo derramamiento de sangre, los gobernantes no se han de
dejar llevar de preferencias, sino que han de guiarse por el deseo del bien de la
nación, pues de otra manera abusan pésimamente de su autoridad; la cual no se
les da para su particular utilidad, sino para servir a los demás.
1 Hay que subrayar aquí también que Calvino no separa la moral de la religión,
exactamente igual como no separa las dos tablas dc los mandamientos. El servicio
de Dios es el primer punto de la vida moral.
1182 LIBRO IV - CAPiTULO XX
Así pues, todas las leyes que estuvieren de acuerdo con esta regla, que
tendieren a este blanco y que permanecieren dentro de estos límites no deben
desagradarnos, aunque no convengan con la ley de Moisés, o bien entre ellas
mismas. La Ley de Dios prohíbe robar; y se puede ver en el Éxodo qué pena se
establecía en la legislación judía contra los ladrones (Éx.22,1). Las más antiguas
leyes de las demás naciones castigaban al ladrón haciéndole pagar el doble de lo
que había robado. Las leyes posteriores establecieron diferencia entre latrocinio
público y privado. Otras han procedido a-desterrar a los ladrones; otras a
azotarlos; y otras, incluso a darles muerte.
La Ley de Dios prohíbe el falso testimonio. Quien entre los judíos profería un
testimonio falso era castigado con la misma pena con que debería ser castigado
el que falsamente era acusado, de haber sido con-victo (Dt. 19, 19). En algunas
naciones la pena de este sujeto no era más que una pública afrenta; en otras, se le
ahorcaba; en otras, era crucificado.
La Ley de Dios prohibe el homicidio. Todas las leyes del mundo, de común
consentimiento, castigan con la muerte al homicida, aunque no con un mismo
género de muerte.
Contra los adúlteros, en unos países las leyes eran más severas que en otros.
Sin embargo vemos que a pesar de toda esa diversidad de castigos todas iban
dirigidas al mismo fin; porque todas de común acuerdo pro-nuncian el castigo
contra las cosas que en la Ley son condenadas; a saber, homicidios, hurtos,
adulterios y falsos testimonios; mas no convienen en el género del castigo,
porque no es necesario, ni tampoco conveniente. Hay paises en que si no se
impusiesen severos castigos a los homicidas, estarían llenos de homicidios y
latrocinios. Hay ocasiones que exigen que se aumentan los castigos. Si en algún
país tiene lugar algún desorden o revuelta, será preciso corregir con nuevos
edictos los males que de aquí se podrían derivar. Los hombres, en tiempo de
guerra se olvidarían de todo sentimiento de humanidad si no se les tuviese más a
freno, casti-gando sus excesos. Asimismo, en tiempo de peste o de hambre todo
andaría confuso si no se emplease mayor severidad. Algunas naciones
LIBRO IV - CAPiTULO XX 1183
Además, al obrar así no queda abolida, puesto que nunca fue promul-gada
para nosotros, que procedemos de los gentiles. Porque nuestro Señor no la ha
dado por el ministerio de Moisés para que fuese prornul-gada a todas las
naciones y pueblos, ni para que fuese guardada por todo el mundo; sino que,
habiendo Él recibido de modo especial al pueblo judío bajo su protección,
amparo y defensa, quiso también ser su parti-cular legislador; y como convenía
a un legislador bueno y sabio, tuvo presente en todas las leyes que les dio la
utilidad y provecho del pueblo.
18. Entienda, pues, esta gente que los tribunales son legítimos y lícitos a aq
uellos que usan bien de ellos; y q ue a robas partes pueden servirse
1184 LIBRO IV - CAPiTULO XX
y Salomón, al unir con los reyes a Dios les atribuye una gran dignidad
y reverencia.
También san Pablo da a los superiores un título muy honorífico cuando
dice que todos debemos estar les sujetos, no solamente por razón del castigo
sino también por causa de la conciencia (Rom.l3, 5); por lo cual entiende que
los sujetos deben sentirse movidos a reverenciar a sus prín-cipes y gobernantes,
no sólo por miedo a ser castigados por ellos - como el que se sabe más débil
cede a la fuerza del enemigo, al ver lo mal que le id si resiste - sino que deben
darles esta obediencia también por temor a Dios mismo, puesto que el poder de
los príncipes lo ha dado Dios.
No discuto aq ui sobre las personas, como si una máscara de dignidad debiera
cubrir toda la locura desvarío y crueldad, su mala disposición y toda su maldad,
y de este modo los vicios hubieran de ser tenidos y alabados como virtudes;
solamente afirmo que el estado de superior es por su naturaleza digno de honor
y reverencia; de tal manera, que a cuantos presiden los estimemos, honremos y
reverenciemos por el oficio que ostentan.
y violentamente gobiernan son colocados por Él para castigo del pueblo; pero
unos y otros tienen la majestad y dignidad que Él ha dado a los legitimes
gobernantes.
No seguiré más adelante hasta haber citado algunos pasajes de la Escritura
que confirman lo que digo. No hay que esforzarse mucho para probar que un
mal reyes la ira de Di os sobre la tierra (Job 34, 3D; Os. i3, 11; Is. 3,4; 10,5); lo
cual creo que todo el mundo sabe, y no hay quien contradiga a ello. Al hacerlo
así no decimos más de un rey que de un ladrón que roba nuestra hacienda, o de
un adúltero que toma la mujer de otro, o de un homicida que procura darnos
muerte; puesto que todas estas calamidades constan en el decálogo de las
maldiciones de Dios en la Ley (01. 28,29). Pero debemos más bien insisti r en
probar y demostrar lo que no puede entrar tan fácilmente en el entendimiento
humano: q ue un hombre perverso e indigno de todo honor, si es revestido de la
autoridad pública, tiene en sí, a pesar de todo, la misma dignidad y poder q'JC el
Señor por su Palabra ha dado a los ministros de su justicia ; y que los súbditos le
deben ~ por lo que toca a la obediencia debida al superior - la misma reverencia
que darían a un buen rey, si lo tuviesen.
de cincuentenas; los pondrá asimismo a que aren sus campos y sieguen sus
mieses, y a que hagan sus armas de guerra y los pertrechos de sus carros.
Tomará también a vuestras hijas para que sean perfumadoras, cocineras y
amasadoras. Asimismo tomará lo mejor de vuestras tierras, de vuestras viñas y
de vuestros olivares, y los dará a sus siervos. Diezmará vuestro grano y vuestras
viñas, para dar a sus oficiales y a sus siervos. Tomará vuestros siervos y
vuestras siervas, vuestros mejores jóvenes y vuestros asnos, y Con ellos hará
sus obras. Diezmará también vuestros rebaños, y seréis sus siervos (1 Srn. 8, 11-
17). Ciertamente los reyes no podían hacer esto justamente, pues la Ley les
enseñaba a guardar toda templanza y sobriedad (Dt. 17,16 Y ss.); pero Samuel
la llama autoridad sobre el pueblo, por cuanto era necesario obedecerle, y no era
lícito resis-tir. Como si dijera: La codicia de los reyes se extenderá a todos estos
desórdenes, los cuales vosotros no tendréis autoridad de reprimir, sino que
vuestro deber será oír sus mandatos y obedecerle.
28. En vano se objetará que este mandato fue dado particularmente al pueblo
de Israel; porque es menester considerar la razón en que se funda. Yo he dado,
dice el Señor, el reino a Nabucodonosor ; por tanto, estadle sujetos, y viviréis
(Jer. 27,17). No hay, pues, duda de que a cual-quiera que tuviere superioridad
se le debe obediencia y sumisión. Yasí,
LIBRO IV - CAPÍTULO XX 1191
cuando el Señor eleva a cualquiera al poder, nos declara que su voluntad es que
reine y que mande. Porque la Escritura da un testimonio general de esto. Así, en
el capítulo veintiocho de los Proverbios, cuando dice: "Por la rebelión de la
tierra sus príncipesson muchos" (Prov. 27, 2). Y Job en el capítulo doce: "Él
rompe las cadenas de los tiranos, y les ata una soga a los lomos" (Job 12,18).
Admitido esto no queda otra cosa sino que les sirvamos, si queremos vivir.
También en el profeta Jeremías hay otro mandato de Dios, por el que ordena
a su pueblo procurar la prosperidad de Babilonia, en la cual esta-ban cautivos, y
se les manda que oren por ella, por cuanto su paz depen-día de la misma
(Jer.29,7). Vemos, pues, cómo manda a los israelitas que oren por la
prosperidad de aquellos que los habían vencido, aunque les habían quitado
todos sus bienes, arrojado de sus casas, llevadolos a tierras extrañas desterrados
de las suyas, y los habian puesto en una mísera servidumbre. Y no solamente se
les manda orar por ellos, como se nos manda orar por nuestros perseguidores,
sino también que oren a fin de que su reino florezca gozando de toda paz y
quietud, y para que vivan ellos en paz sometidos a él.
Por esta razón David, elegido ya rey por orden de Dios y ungido con el aceite
santo, aunque Saúlle perseguía injustamente y sin haberle dado motivo, no
obstante consideraba sagrada la cabeza de su perseguidor, porque el Señor lo
había santificado honrándolo con la majestad real. "Jehová me guarde", decía,
"de hacer tal cosa contra mi señor, el ungido de Jehová, que yo extienda mi
mano contra él; porque él es el ungido de Jehová". Y: "¿Quién extenderá su
mano contra el ungido de Jehová, y será inocente? Vive Jehová, que si Jehová
no lo hiriere, o su día llegue para que muera, o descendiendo en batalla perezca,
guárdeme Jehová de extender mi mano contra el ungido de Jehová" (1 Sm.24,6;
26,9-10).
Por tanto, nadie debe considerar cómo cumple el otro con su deber para con
él, sino solamente ha de tener siempre en su memoria y ante sus ojos lo que él
debe hacer para cumplir con su propio deber. Esta consideración debe tener
lugar principalmente en aquellos que están sometidos a otros. Por tanto, si
somos cruelmente tratados por un prín-cipe inhumano; 1 si somos saqueados por
un príncipe avariento y pródigo; o menospreciados y desamparados por uno
negligente; si somos afligidos por la confesión del nombre de! Señor por uno
sacrílego e infiel; traiga-mos primeramente a la memoria las ofensas que contra
Dios hemos cometido, las cuales sin duda con tales azotes son corregidas. De
aquí sacaremos humildad para tener a raya nuestra impaciencia. Yen segundo
lugar, pensemos que no está en nuestra mano remediar estos males, y que no nos
queda otra cosa sino implorar la ayuda del Señor. en cuyas manos está el
corazón de los reyes y los cambios de los reinos. Dios es quien se sentará en
medio de los dioses y los juzgará (Dan. 9, 7; Prov. 21, 1; Sal. 82, 1); ante cuyo
acatamiento caerán por tierra y serán que-brantados los que no hayan honrado a
su Cristo (Sal. 2, 9), y hayan hecho leyes injustas "para apartar del juicio a los
pobres, y para quitare! derecho a los afligidos, para despojar a las viudas, y robar
a los huérfanos" (Is.1O,2).
ni más ni menos como es lícito a los reyes castigar a los nobles. Los segun-
dos, aunque iban guiados por la mano de Dios a hacer aquello que Él había
determinado, y hacían la voluntad de Dios sin pensarlo, no obs-tante en su
corazón no tenian otra intención y pensamiento sino hacer el mal.
I Subrayemos la importancia dada por Calvino a los magistrados inferiores, cuyo deber
es defender el derecho del pueblo injustarnente oprimido por los reyes: De esta doctrina
ha salido más tarde la teoria reformada de la resistencia a los tiranos, en Hotrnan y Jos
rnonarcomacas, fundadores de la noción de monarquía constitu-cional.
1194 LIBRO IV - CAPiTULO XX
ciones cedan ante las órdenes de Dios, y que toda su alteza se humille y
abata ante Su majestad. Pues en verdad, ¿qué perversidad no sería, a fin de
contentar a los hombres, incurrir en la indignación de Aquel por cuyo amor
debemos obedecer a Jos hombres? Por tanto el Señor es el Rey de reyes, el
cual, apenas abre sus labios, ha de ser escuchado por encima de todos.
Después de Él hemos de someternos a los hom bres gue tienen preeminencia
sobre nosotros; pero no de otra manera que en El, Si ellos mandan alguna
cosa contra lo que Él ha ordenado no debemos hacer ningún caso de ella, sea
quien fuere el que lo mande. Y en esto no se hace injuria a ningún superior
por más alto que sea, cuando lo sometemos y ponemos bajo la potencia de
Dios, que es la sola y verdadera potencia en comparación con las otras.
Por esta causa Daniel protesta que en nada habla ofendido al rey (Dan.
6,20-22), aunque había obrado contra el edicto regio injustamente
pregonado; porque el rey había sobrepasado sus límites; y no solamente se
había excedido respecto a los hombres, sino que también había levan-tado
sus cuernos contra Dios y al obrar así se había degradado y perdido su
autoridad.
Por el contrario, el pueblo de Israel es condenado en Oseas por haber
obedecido voluntariamente a las impías leyes de su rey (Os. 5,11). Porque
después que Jeroboam mandó hacer los becerros de oro dejando el templo
de Dios, todos sus vasallos, por complacerle, se entregaron demasiado a la
ligera a sus supersticiones (1 Re. 12,30), y luego hubo mucha facilidad en
sus hijos y descendientes para acomodarse al capricho de sus reyes
idólatras, plegándose a sus vicios. El profeta con gran severidad les reprocha
este pecado de haber admitido semejante edicto regio. Tan lejos está de ser
digno de alabanza el encubrimiento que los cortesanos alegan cuando
ensalzan la autoridad de los reyes para engañar a la gente igno-rante,
diciendo que no les es licito hacer nada en contra de aquello que les está
mandado. Como si Dios .al constituir hombres mortales que dominen,
hubiese resignado su autoridad, o que la potencia terrena sufriera
menoscabo por someterse como inferior al soberano imperio de Dios, ante
cuyo acatamiento todos los reyes tiemblan.
Sé muy bien qué daño puede venir de la constancia que yo pido aqui ;
porque los reyes no pueden consentir de ningún modo verse humillados,
cuya ira, dice Salomón, es mensajero de muerte (Prov. 16, 14). Mas como ha
sido proclamado este edicto por aquel celestial pregonero. san Pedro, que
"es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres" (Hch.5,29),
consolémonos con la consideración de que verdaderamente daremos a Dios
la obediencia que nos pide, cuando antes consentimos en sufrir cualquier
cosa que desviarnos de su santa Palabra. Y para que no des-fallezcamos ni
perdamos el ánimo, san Pablo nos estimula con otro aliciente, diciendo que
hemos sido comprados por Cristo a tan alto precio, cuanto le ha costado
nuestra redención, para que no nos hagamos esclavos ni nos sujetemos a los
malos deseos de los hombres, y mucho menos a su impiedad (1 Cor. 7, 23).
GLORIA A DIOS
ÍNDICE DE REFERENCIAS BÍBLICAS
ANTIGUO TESTAMENTO
12,5 11, 1068 18,5 1, 263, 396, 603, 10,14-15 1,338; 11, 729
12,11 11, 1088 625 10,16 1,227;
12,26 11, 1065 18,6 u, 1167 11, 1045, 1058
13,2 11, 1068 19,1-2 J,524 10,20 1,281
14,19 1,101 19,2 1, 271 ; lI, 1159 1I,13 1,301
14,21-26 JI, 1033 19,12 1,280 11,19 J, XVIII
14,31 11,910 19,16 1,297 11,22 1,301
15,3 11,1090 19,18 1,301, 305 11,26 n,624
16,7 1,39 20,6 1,39 12,28 1,264
16,14 11, 1138 20,7 1I, 1I59 12,32 1, XVII, 264;
17,5 1,74 20,9 1,289 11,943
17,6 11, 1138 26,11-12 1,317 13,3 11,718
18,16 11,962 26,19-20 11,714 14,2 1,271
19,5 11, 1052 26,23-24 1,143 16,J9 11,1176
19,6 1,247 26,26 JI,714 17,9-12 11,910
20,4 1,50 26,36 1, 152,218 17,16 1, 258; 11,1176
20,6 1, XVIII, 318 17,16yss. 11, 1190
20,13 n,1176 NÚMEROS 18,10-14 11,807
20,24 U,809 9,18 JI, 1033 18,11 1,515
21,13 1,130 11,18-20 11,722 19,5 1, 154
21,17 1,289 11,31 1, 131 19,J9 I1, 1182
22,1 n, 1182 11,33 11,722 2[,18 1,290
22,8-9 11, 1170 12,1 1,38 21,22-23 1,378
22, II 1,281 [4, [8 I. 276 21,23 r,258
22,29-30 1,532 14,43 1,230 23,5 11,729
23,4 1,304 15,32-36 1,284 24,17 11,629
23,12 1,286 16,24 J,38 26,18 1,271
23,13 1,281 21,8 u, 1I38 26,18-19 n,729
23,19 1,532 23,10 1,322 27,16 1,250
23,24 1, xx 23,19 1,148 27,26 1, 378, 576, 582,
24,18 1, 38; u, 982 28,3 11,824 603; 11,624,631
25,18-21 1,51 28 1,143
25,40 r, 246; 11, 1022 DEUTERONOMIO 28,1 1,229
28,9-12 11,685 1,16 11, 1172 28,29 JI, 1189
28,21 11,685 1,16-17 n, 1170, 1175 28,63 1,218
29,9 n,834 1,39 11, 1057 29,2--4
29
1, 189
29,36 n, 1133 2,30 1,'216 t22 n,727
30,30 u, 1I6] 4,2 11,949 29,29 1, 137
31,2 1,186 4,7 11,778 30,3 JI, 824
31,13 J,284 4,9 1,264 30,6 J, 227, 232,
31,16 J,284 4,11 1,51 11, 1045
32,1 J,56 4,12 1, 50 30,10-14 1, 35
32,4 J, XXXVI 4,15-16 1,50 30,11 J,232
32,27-28 11, 1177 4,15-19 J,275 30, 11~14 J,137
33,13-23 r,51 4,20 1, XVII 30,14 11, 765
33,19 J,569; 4,37 n,729 30,15 U, 624
11,743,779 5,14-.15 J,286 30,19 1,248
34,6-7 1,48 5,17 n, 1176 30,20 J,301
34,23 11,982 6,5 1, 301 ; JI, 653 32 J,39
34,29 J,38 6,7 1, xvrn 32,8-9 J, 338; rr, 729
35,30-34 1,186 6,13 J,280 32,15 J,54O
6,16 n,991 32,17 n, 1002
LEVíTICO 6,25 n,629 32,35 J,304
la7 n, 1022 7,6 J,271 32,36 J, XIX
1,5 11, 1132 7,7-8 n,729 32,4&47 1,256
2 11, ll59 7,9 11,627 33,3 1,318
8,3-4 I1,847 7,12~13 TI. 623 33,29 1, 317
11,44 n, 1159 8,2 TI,718 34,S n,881
14,2-8 I, 476 8,3 1,131; JI, 714
16,21 I, 482 9,6 11,729 Josut
17,11 n, 1088 10,12 J,301 1,8 n,927
REFEREN CIAS B íB L I C AS 1199
NUEVO TESTAMENTO
8,29 1, 352, 401, 403, 11,32 1, 252; 11, 758 1,13 1, 512; lJ, 1036
537, 618; 11,33-34 1, 137 1,20 1, 190
u, 646, 745, 762 11,34 1,438; 1,21 1,240
8,30 1,222,609; u, 1137, 1140 1,23 ]J,777
11, 640, 643, 762, 11,35 J,596; 1,24 11,777
768 11,737,758,781 ' 1,29-31 1,588
8,32 1, XXVllI, 362, 11,36 1,271 1,30 1, 366, 465, 5;)(),
397; 11, 767 12,1 1,527,621 ; 562, 564, 570,
8,33 1, 391, 562, 569 11, 1135 614,619
8,33-34 1,559 ¡ 2, 2 1,170 2~ 2 1, 79, 345, 347,
8,34 1, 3~7; 11,687 12,3 11,991, 1046 366,406
8,35 1,432, 592 12,6 1, XXVII; 2,4 1, 36,439;
8,36 1, 551; 11,784 11, 1046, 1103 JI, 810, 1014
8,37 1,608 12,7 11, S43 2,5 1,439
8,38 1, 421, 443, 569, 12,8 ll, 843, 955,1171 2,S 1,24,357;
618; 11,769 12,10 1,530 11, IW2
8,39 1, 421,443, 61¡': 12,14 11,1185 2,10 1, 79,438
9,5 1, 76, 350, 353, 12,21 11, 1185 2,11 1,438
361 13,1 1, XVIII; 11, 662, 2,12 1,442
9,68 11, 737 934, 1171, J 173, 2,13 u, 1066
9,7 n, 733, 1052 1187 2,14 1, 190,438
9,8 11,732,733,829, 13,1-5 n,932 2, l6 1,438, 591
1052 13,2 n, 1187 3,2 11, 660
9,10--13 11,737 13,3 11, lI76 3,3 1,223
9,11-IJ 1I, 738 13,4 11, 117J, 1177, 3,3-8 11,816
9,12 1,430 1183, 1185 3,6 11,761
9,13 n, 746 13,5 11, 662, 1187 3,7 1,223;
9,14 11,742 13,6 JI, 1180 1I, 810, 978,1014
9,15 11, 739 13,8 1,303 3,8 1l,640
9,16 1,223,237; 13,9 1,305 3,9 1,238; n, 810
!l,763 13,14 1,554 3,11 1, XVII, 614
9,17 n,776 14,1 n,658 3,12-15 1,518
9,18 1I, 746, 748 14,5 1,287 3,16 J, 525, 620;
9,20 11, 750, 781 14,8 1,527 JI, 837
9,20--23 JI, 747 14,10 1,517 3,17 1,80
9,21 ll, 627, 750 14,10--11 J,76 3,19 1,20
9,24 11,781 14, JI 1, 88; 11, 792 3,21 1, XXXI
9,29 1, 76 14,13 I1, 658 4, 1 n, 841, 867,909
9,33 1,88 14,14 II, 655 4,4 n,638
10,2 1, XXI 14,17 1,368 4,5 1,584
10,3 1, XXI, 572 14,22 JI, 655 4,7 1,222; JI, 775
10,4 1, 28, 245, 248, 14,23 1,520,615; 4,15 11,810
4D9 IJ. 655, 990, 5,1 I1, 816, 825
10,5 1, 572, 574; 1002, 1005, J042 5,2 1I,816
II,625 15,1 1I, 658 5,3 u. 959
10,8 1,232,433,434; 15,2 u, 658 5,4 11, 959,971
11, 1009 15,5-6 JI, 701 5,5 II, 971-973
lO,9 r, 572, 574 15,8 1,436; IJ, 1053 5,6 II,972
JO, 10 1,407,413; 15,12 1,78 5,7 11, 1126
n, 1145 15,19 n,839 5,8 JI, 1126
10,11 1, 78 15,20 n,839 5,11 l,525;
10,12 1,339 15,25 n,883 n, 816, 972
10,14 u, 664, 675 15,30 n,687 5,12 n,96O
10,17 n, 675, 807, 915, 16,1-16 11,883 5,13 1,525
1057, 1067 16,7 n,841 6,1 1,525
H,2 n,739 16,20 1, 109, 615 6,6 n, lI86
11,5 n, 724, 732 6,7 n,816
1I,6 1,596; 11, 724 1 CORINTIOS 6,8 JI,816
1l,17 l,4D1 1,1 Il, 844 6,9 1,491
11,20 TI, 769 1,3 I1,706 6,9-11 TI,773
11,29 TI, 1053 1,11-16 TI, 816 6,10 l,491
REFERENCIAS BíBLICAS 12l L
6,11 1,401, 597 11, 20yss. 1I, 1132 15,40 11, 794
6,13 11, 793, 996, 11,21 11,952 15,41 JI, 1165
1144,1145 u. 23 1, xvn; ll, lIJO 15,42 11, 1165
6,15 1, 525,620; 1l.24 11,1071,1086 15,45 1, I J8, 348, 402
11,791,793,1108 11.25 11, 1086, 1121 15,46 11,1066
6,17 1,620 JI. 26 11, 1083, 1112 15,47 1, 352, 355;
6,19 1, 80; 11, 793 11.26-28 11, 1065 11, 1093
6,20 1,396 1[,28 11,817. 1064 [5,50 11, 1055
7,2 1,294 1[.29
¡ 11, 817, lO64, 15,51 1,390;
7,3 u, 980 1106,1114 11, 794,795
7,5 n,979 11,3[ 1.463 [5,52 1, 390; JI, 795
7.7 1,293 11.32 L 504, 541 15,53 11, 791
7,9 1, 294; 11, J003 12.3 1,189 15,54 11, 796
7,14 11, 1047, 1053. 12,6 1, 204,208 16,2 1,287
1066 ] 2~7 11. 844 16,7 1,146
7,19 11. \025 12,10 l. 79,413;
7,21 11, 1168 11, 1093 2 COR[~TlOS
7.23 11, 1194 12,11 l. so, SI; Il, 991 1,6 1,514
7,29-31 1, 554 12,12 1,532; 11, 109{} r.rz 1,445; 11,638
7,31 1, 552; 11, 1145 12,13 11. 1011. 1037. 1,19 1I,1123
7,34 1.294 1060 1,20 1, 309,436;
7,35 11,931 12.21 1.620 11, 685, [022
8,4 11, 947 12~25 11,687 1.21 L 440
8.5 r, 77, 370 12,28 11, S43, 955 1,22 1,403,440;
8,6 1, 77, 204, 358, 12,31 i,413 11,762
370 lJ,2 1.413,419; 1,23 1, 115.280
8,7 11.947 u, 647 1,24 11, 'l15
8,9 11, 65ll, 947 13,3 11. 'l99 2,6 1.484
9,1-3 11,816 13,4 1, 532 11,974
9,2 lI, 810 13,4 i 1, 531 2,8 11, 975
9,5 11. 987 13,5 [.303 2,16 1, XXXV[]], 225
9,6 1,604 13,9 1.424 3~5 1, XVII, 193, 196,
9,11 1,604 13,10 1,419 204
9,12 1,604 13,12 1,424; 3,6 1, 46. 248, 335,
9,16 lI, 842 ll, 798, 1138 404; 11. 1110, 839
9,18 1,604 13,13 11, 647 3,7 \, 252, 335
9,19-22 1I, 659 14.15 JI. 669. 702, 703 3,8 1, 46, 404
10,1-5 1, 316 14,16 11, 703 3,14 1,329
10,1-11 1, 315 14,29 Ir, 915, 928 3,15 1,329
10,2 11, 1033 14,.,0 11,814,915 3,17 1, 179
10,3 ll, 1024. 11]8 14.34 11,952 3,18 l. 11 8, 120, 424,
10,4 r, 75; JI, 1024, 14,40 J,286; 454
1082, 1089, 1090 11. 698, 844. 95 J 4.4 l. 109. 153, 214
10,5 n,1025 [5,6 JI,786 4.6 1, ]08.406;
1o, 5 YSS. I,426 15,10 L211;IL~I() 11,808
10,12 1,427,443; 15,12 I1,816 4.7 11,807,837
11. 768 I 5, I 2Yss. 11, 792 4,8 l. 543
10,13 11, 7 [8 [5,13 11,784 4, s-ro 1, 618
10,16 11, 1077. 1083, 15,14 11. 784 4,9 1, 543
1090, 1 [12. 1[29 15,16 1,352 4.10 11,646,784,791,
10,17 11. 1082 15, 17 1, 387 792
10,23 11, 659 15.19 JI, 643 4.13 1,439
10,24 TI, 659 15,22 1,166; 11. 1055 4,16 J,454
10.25 n,658 15,23 11,785 5,1 11. 790
10,28 1I, 663,933 15,24 1,357 5,4 1,550
10,29 u, 658. 66], 933 15,24-28 1, 92, 370 5,5 L 440
10,31 11, 712 15,27 1,389 5,6 1, 115, 549;
10,32 11,658 15,28 1, 285, 385; 11, 782, 790
11,5 rr. 952 JI, 711,799 5,7 1,310
11,14 1r,1160 15,36 JI, 787 5,8 1, I 15; n, 790
u.is 11,954 15,39 H,794 I 5,10 l, 76; 11. 639, 79J
1212 íNDICE DE
--- _ .__..
3,16 1, 357 5,8 J, 401; I1, 1023 1,6 1,372; JI, 1136
3,20 1,488 5, 12 J, 595,615 2,2 1, XIX
3,22 Il,671,674 5.14 JI, 668 2,9 1, XIX
3,24 1,404,442,615; 5,15 JI, 723 5,13 1,517
11, 764 5.18 1,232 7,14 J, 512
4,1 11, 928 5,20 1,77,92 7,17 J,551
4,3 11, 1103 5,2l 1,60 13.5 JJ. 905
4,10 t, 393, 597,620 14,13 1, 521
4, I 1 1,620 JUDAS 18,4 r. XIX
4,13 1,404 6 1, 108, 110; 18,23-24 1, XIX
4,18 1,431 11, 791 19,10 1,65, 104
4,19 1,374,620 9 1, 102, 110 2[),4 11,788
5,4 1, 153, 232, 426 2\,27 II. 106)
5,6 II, Ion A POCALlPsrs
5,7 1,401 U 11, 102,
APÓCRIt'OS
TostAS 1, J02; JI, 930 ¡ 2 M,K-\SEOS n, 930 E e LESI ÁsTI CO JI, 930
15,38 J,518 15,14-17 1,238
16,16 1,613
1 MACAREOS Il,930 24,14 t. 72
1,19 1,41 SABIDVRíA
12,43 1,517 14,15-16 1,55 BARucl, 18-10 Ir, 672
íNDICE DE AUTORES,
OBRAS Y PERSONAJES CITADOS
XVlll,69 1,522
xlx,72 1,509
xxvr.Iül 1,154
xxx,13 11, 704
Explicación comentada a la Epístola a los Romanos, 22 1,468
Homi/ia de Temp, 38 de Trinirate el Columba J,83
La catequesis, xxvI,50 11, 1007
La ciudad de Dios
1, VIII,2 1,21
IV, IX, XXXI 1, 54
VI, X 1,51
X,XXIX 1,337,362
XI, n 1,406
XI, V 1,97
XI,xxvI 1, 119
XIV, XII 1,265
XIX, XXVII 1,579
XXI, xxv 11, 1108
XXIl, ll,25 JI, 682
XXVI, XXXVII 11, 1103
Libra de las cuestiones
cuest. 27 1, 137
cuest. 28 1, lB
Réplica a Fausto el maniqueo
xv.J í 1,316
xvr,29 11, 1054
xrx.j t 1I, 1021
xlx,13 11, 1027
xlx,16 1, 316; 11, Jala
xX,18 11, 1131
xxx,5 u, 982
Retractaciones
I. 1,2 1, 133
1, XXlll, 1 1,196
1, xxm,2 y ss. u, 742
11, XI 11, 702
11, xXI,48 rr, 1160
Sermones
XXVI,I TI, 1074
XXVl,m 1,209
XXVI,lv,5 11,748
XXVI, XII 1,209
XXVI, xlI,13 n,745
XXVII, ni, 3, 4; vt.é 11,752
XXXI, IX; XL, lJ n, 1074
CXII, V 11, 1108
CXXXI 1,439
CXXXI,r tr, 1108
CXXXI, VI 1,179
CLV,I 1,455
CLXV, V 1,440
CLXIX 1,222
CLXX¡V 1,587
CLXXIV, 1I n,734
CLXXVI 1,197
CCLXXn n,1151
Sobre el trabajo de los monjes 11,996
XXVII 1, XXXII
XXXIII 11,1160
1222 íNDICE DE AUTORES,
,-_.".---- ---------------
Sobre el Bautismo, contra los donatistas
11, vl,9 1, 306
111, xVI,21 11, 1148
111, xrx.ze 11,811
Y,x,IZ n, 1032
Y, XXlII,33 u, 1149
Y, xxlV,34 1I,1017,1l52
Sobre la naturaleza y la gracia
LlIJ,6Z 1, 182
LXVI, 79 1,202
Tratados sobre san Juan
XIU 1, xxx
xxvi.t 11, 1074
xxvr.t í 11, 1107
xxvr.Iz 11, 1027,1107
xxvr.U 11, 1112
xxvr.LS 11,1017,1107
xxvr.ts 11, 1107
xxVII,3 lJ, 1109
XXIX J,227
xu,l2 1,458
XLll,2 1,514
XLV, 10 n,748
XLv,12 11,811
XLVI,5,6 11,950
XLIX J, 182
xLIX,1O 1,522
1.,12 11,877, 1098
1.,13 11, 1095
1.11,9 1,426
LllI 1, 178
LJII,7 11,725
UX, I ; LXII, I 11, 1107
LXXX, 3 11, 1009-1010, 1140, 1143,
1163
LXXXIV, 2 1,512
LXXXVI,2 n,742
xcvr.z 11,919
cVI,2 1,388
cX,6 1,375
CXVIli, 4 n, 877
cxx,2 11, 1023
AGuSTIN (PsEUDO)
De dogmaribus ecclesiastieis, XXIV 1,509
De la predesttnacion y de la gracia
11 11,781
DI 11,758
V 1,215
De la verdadera y la falsa penitencia
vlIl,22 1,472
xV,30 1,599
Del Símbolo, sermones a los catecúmenos, 11, XIlI, l3 11,804
Sermones, CCLXV,4 n. 1097
AouSTIN EsTEUCO
De donatione Constantini 11,965
Alejandro 1, papa lJ,11l7
ALEJANDRO DE HALES
Suma Teolégiea, IV, LXXIX, 3, I 1,486 n.
Amadeo, duque de Sabaya " XXXVI
08RAS y PERSONAJES CITADOS 1223
AM8ROSlASTER
Comensarto a Romanos; 8,29 JI, 741
Comentario a 1 Timoteo, 5,12 11,960
De la vocacwn de los gentiles
1, 11 1,176
1, v n,642
n,IV 1,177,222
Sermones, XXV,l 1,472
AMBROSIO 1, JlI, 176, 222, 294, 457,
507, 510;
11, 702, 741, 852, 858, 872,
887, 960, 1119, 1121
Cartas
XVIII, 16; xx JI, 854
xx; xx, 1 11,962
xXI,2,4 11,967
XXIII 11,962
XXYlI,17 11,968
Comen/ario a Romanos, 2,13 JI,636
De oficiis
II,XXVUI 11,854
n, XXVIU, 158 1, XXXII
Exposición sobre los Salmos, CXIX, x,47 1,559
Exposición sobre san Lacas
l, x 11, 742
X, LVI a LXII 1,383
Isaac, a del alma, VIII, 75 11, 689
Oracion fúnebre de Teodosio, XXVIII, 34 11,974
Sermón contra Augencio
11 n,968
XXXVI 11,959
Sobre Jacob ;' la vida bienaventurada
1, YI . J,391
JI, 11,9 1,580
Sobre Abraham, Ix,80 1, XXXII
AMBROSJO (PSEUDO) véase AMBRoslAsTER
Anacleto n, 856, 894, 1118
Anastasio, obispo de Antioquía 11,889, 891
Anastasio, patriarca de Constantinopla 1I,901
Anquises 1, 17
ANSELMO
Diálogo sobre el libre albedrío, 11I 1, 176
Antíoco 1,41
Apión 1,37
Apolinar l,385
Apolo 1, 24; 11, 668
ApOLONJO
Historia eclesiástica, V, XXIJ 1, XXXlII
AQUILEA, RUFlNO DE
Exposición del Símbolo de los Apóstoles
XXXVI U,3M
XXXVIII r, 518
AQUINO, TOMÁS DE
Suma Teologica
1, LXXXUJ,~3 l. 176
11, CYIll,4 n, 998 n.
rr, CXIU, 1 J,601
ll, cxm,4; cXIV,3,4,8 1,616
u, 10, LXXIV,3 l,306
rt, 1°, CVII1,4 l,304
ll, :ZO, CLXXXIV, 3 JI, 998 n,
l224 íNDICE DE AUTORES,
1, VII U,896
1, XVI n,896
1, XXIV 11,850
r, xxv, a Anastasia 11,891,896
I,XlV 11,968
u, I n,896
IV, xx U,968
IV, XXVI, a Genaro 11, 1148
V,xx JI, 965
IX, CXXiI 1, 599 n,
P.L 77,689 U, 968
Homilías sobre Ezequiel, XI Il,851
Homillas sobre los Evangelios
11, XIV-XV 1,472
u.XXII, 7 n, 1122
11, XXVII 1,305
11, XXXVllI, 14 11,771
XVII, 3; 4; 8; 14 n,868
GREGORIO DE NISA
Discurso contra los Que difieren el Bautismo 11, 1029
Discursos catequéticos, XXXVII n, 1080
GREGORlO NACIANCENO Ir, 927,995
Sermón sobre el santo Bautismo 1,82
Discursos, XL, 11 11, 1029
GrUo 1,10
GUIllERMO DE PARfs
De septem sacramemis, 11,fol. 60 u, 1157 n.
HALES, ALEJANDRO DE véase ALEJANDRO DE HALES
Heliogábalo, emperador 11,830
Hierón. tirano de Sicilia 1,23
Hilario 11, 702
HilARlO, obispo de Poitiers 1,69, 94
De la Trinidad
1, XIX 1,85
11, 11 1, 70
n.XXIV~ lIl, xv; IV, Xlii 1,383
V, VIII-IX 1, 70
De Jos concilios, 69 1,70
Contra Aujencio 1, xxxv
HOMERO r. 138,201
Odisea, 18, 137 1, 187
HORACIO
Cartas, 1,16,79 11,788
Carmen, 1,12,42 1,200
Serm. I, sát. VIII 1,52
Hormisdas, obispo de Sevilla 11, 894
HUGO DE SAN VfCTOR
Sobre los sacramentos, U,m,5 n, lI57
Ignacio, obispo de Antioqula 1,94
Inocencia 1, papa u, 1156
Inocencia U, papa rr, 865, 891
Inocencia II1, papa 1,478-479
Irene, emperatriz I, XVIIl, 61; n,925
IRENEO, obispo de Lyón 1,92-94; Il, 828,891
Contra las herejías
IU, XVI, 6 J,363
IV 1,245
Isabel I de Inglaterra 1, xx
Isidoro, obispo de Sevi11a
Etimologías, VII, XII 11, 1157
1230 ÍNDICE DE AUTORES,
----------~-------~---
JENOFONTE 1,24
Ciropedia
VIII, 2 11, 1188
VIII,8 1I,985
VIII,1O 11, 1188
Jerjes 11, 809
JERÓNIMO 1, 69, 174, 249, 510;
11, 713 n., 741, 853, 908
Cartas
LI n,866
LB,5-6 II, 873
Lll,7 11,850
LlI, 12 11,983
LXXXIV, 6 n, 1153
LXXXIV, 9 1,473
CXXV 11, 854
CXXV,15 11, 885,888
CXLlV, a Evangelus 11,850
CXLVI n,852
Comen/ario a Isaias, IV, 19, 18 n,849
Comentario a Malaquias, J1 11,1121
Comentaría a Sofonias, III 11, 1121
Comentario a Tito, I 11, 849
Contra Joviniano, I 11,988
Contra los dos libros de Gaudencio, I, XXXVlJl l,518
Can/ro los luciferianos, IX 11,1142
Diálogo contra las pdalfiwlO,~, I 1,221,237
Prefacio a las libros de Samuel y Reyes 1,518; 11,930
Prefacio a Jeremías 1, XXXI
JERÓNIMO (PSEUDO)
Exposición de Romanos, 7,8 n,741
JOSEfü, FLAV10 véase FLAV10 JOSEFO
Juan, obispo de Constantinopla 1,61-62; 11,888,898,968
Juan XXII, papa n,907
JUAN DIÁCONO véase JERÓNIMO (PSEUDO)
Judas Macabeo 1,518
Julio 1, papa n, 890, 892
Julio Il, papa n,906
Julio César 11,966
Júpiter J, 138, 187; n,668
Justina, emperatriz 11,702,968
JUST1NO MÁRTIR 1,94
De la Monarqula de Dios l,49
JUVENAL
Sátiras, Y, XIV 1,52
Lactancio 1,12,54
LEÓN 1, papa n, 858, 886-887, 889-890,
894,897,900,903-904,906
Cartas
X,VI Il,856
XIV, V 11, 856
ClV,IHV II,927
CV y CVl 1l,927
CXXIY 1,512
CLXV, ser. 55 1,512
CLXVl, n TI, 1142
CLXVn n,861
León II1, emperador 11,925
LEÓN X, papa
Bula Exsurge Domine 11,832
Licánides 1, 138
OBRAS Y PERSONAJES CITADOS 1231
Licurgo n,995
Lino, papa 11,884
LoMBARDO, PEDRO 1,169,178, 187,209 D., 446,
494, 510, 616; n, 1079
Libro de las Sentencias
n, v 11, 1139
n,XXlV 1,176
u, XXV 1,203,212
u, XXVI 1, 177,205
11, XXVII, 5 1,612 1,397
111, XVI1J 1,573 1,4%
IR, XIX
IIl, XIX, 4
IIl, xxm, 4 y ss, 1, 412 n.
DI, XXV 1,444
lV,I u, 1139
IV,I,4 u, 1018
IV,vII,2 11, 1147
IV, vm,4 u, 1104
IV, x, 2 u, 1157
IV, XIV, 1 1,472
IV, xvr 1,473
IV, XXII, 3 n, 1151
IV, XXIV, 3 n, 1157
IV, XXIV, 6 u, 1158
IV, XXIV, 9 JI, 1I57
Lorenzo, obispo de Müán JI,891
Luciano de Samosata n,906
Lucinio, papa n,896
MacedoDio JI, 929
Maniqueo 1, 32, 98, 120, 351: 11, 1093
Mareelo 1, papa n, 882
Marciano, emperador rr, 887
Marción 1, 351; n, 1041, 1085, 1093
Marte n,668
MARTÍN, papa
Extravagantes n,901
Mauricio, emperador n, 858, 898, 96~969
MAXIMUS TYRIUS PLATONICUS
Sermón 38 1,50
Medea 1,192
Melcíades, papa n,893-894
Menas, patriarca de Constantinopla n,887
Mercurio n,668
Mercurio Trismegisto JI, 1068
Minerva n,668
MÓnica 1,521
Montano 1, XXXllJ
NACIANCENO, GREGORIO véase GREOOIUO
NACIANCENO
Necesidad 1,138
Nectario, obispo de Constantinopla 1, 479-480. 490; n, 857
Nepociano 11,873,885
Nerón 1,593; 1~830,883
Nerva JI, 1178
Nestorio 1,359,362; n,929
Nicolás 11, papa 11, 858, 1079
Novaciano 1, 467 n.; u, 822
Ok:ham 1,209
ORfol!Nl!S J, 196; n, 741, 828
Carta a los romanos, VD 1,237
1232 íNDICE DE AUTORES,
Sirnónides 1,23
SIRICIO, papa
Cartas, r,7 n,986
Sócrates 1,24, 120; n,772
SÓCRATES, historiador
Historia Eclesiástica
1, x 11,822
11, VIII JI,892
Historia Tripartita
VI 1,70
IX I1,850
Solón 11, 1176
SoZOMENO
Historia Eclesiástica, VII 1,479-480
SPIRIDION
Historia Tripartita, x 1, XXXII
Staphylus 1,454
Taciano 11,986
TEMlstlO
Paráfrasis de/libro ll/: del alma 1, 192
TEMíSTOCLE5
De anima, 11 r, XLIX 1, 121
TEODORETO DE ORO véase CIRO, TEODORETO DE
Teodoro, obispo l,61
Teodosio 1, emperador 11, 872, 958, 973, 1121
Teodosio, obispo de Mira 1,61~2
TE RTU L1A NO 1, XIX, 49, 93; n, 793, 828
Apologética, XVIII 1,611
Contru Marcián, IV, XL n, 1099
Contra Práxeas 1,94
11 y III 1,71
XV 1,363
Del ayuno, 1I[ l,611
Del Bautismo, VIII, 4, 5 11,1041
De la penitencia
VI 1,611
VI[,9 11, 826
De la resurrecclon de la carne
VIII u, 1121
XV 1,611
LI n, 792, 1100
Exhortación a la castidad, 1 1,611
La huida "/1 las persecuciones, 11 11,720
Tiberio 1, 594: 11, 883
Tito 1, 593
TOM.ÁS 01' AQ\IINO véase AQI)INO, TOMÁS DE
Tours, Berengario de 11, 1079
Trajano 1,593
Tr.smegisto , Mercurio II, 1068
Valentiniano 11, emperador u. 702, 858, 967
Valentino 1,253
VALLA, LORENZO n,753
De falso credita et ementitu
Consrantini donat ione declamatio n,965
Varrón 1,54
VenUJ n,668
Vespasiano l,594
Vice nte, vicario 11,886
Víctor 1, papa 11,891
1234 íNDICE DE AUTORES, OBRAS Y PERSONAJES CITADOS
------------ _ . , - .....,,--,,_.... -_._-
VIR(iJUO
Eneida
JI, 39 11, 857
VI 1,17
Geárgieas, IV 1, 18
Vito, vicario 11,886
Zacarias. papa 11,898
CONCILIOS CITADOS
Además de las referencias del presente índice, consúltese también el Índice General.
definición: 11,
del sacramento de la Cena: IV, XVIl, 35 y ss.: de la
de Dios; 1, XVJI, 2
ADULURIO: I!, vru, 41
ADVERSIDAD: l, xvtt, 7 y ss.
AFECCIONES en la oración: HI, xx, 4 y ss., 40
XIX, 4; xx, 28; al prójimo: 11, Vil!, 11, 39 Yss., SO y ss.; ni, VII, 5 YSS.;
x, 5; XVI, 2; XVIlI, 6; XIX, lO Yss.: xx, 38,45; IV, lJI, 1; XVII, 38,40,
44; xx, IS; de si mismo: 11,1, 2; VIII, 54; 111, xn, 5; a los superiores:
U, VIII, 36; a los muertos: IlI, XX, 24
ANABAPTISTAS: pág. XXXVII; 1, IX, 1; JI, vin, 26 y ss.; X, 1, 7; lIl, lll, 2, 14; XXIll, 8;
IV, 1, l3 Y SS., 23-27; XII, 12; XV, 16; xx, 1
ANALOGíA de la fe: pág. XXVIl; IV, XVI, 4; XVII, 32
ANIlTEMA: IV, XII, lO
ANCIIINOS de la Iglesia: IV, 111, 8; su ministerio de la disciplina: IV, xr, 6;
Y extremaunción: IV, XIX, 21
ÁNGELES: 1, XI, 3; xlI,3; XIV, 3 YSS., 8)' SS.; xv, 3; XVIlI, 1; 11, V, 1; VII, 5;
vlll,17; XII, J, 6 Y ss.; XIII, 1 Y ss.; XIV, 5; XV,6; XVI, 1, J2, 17;
IJI, 11l, 18; IV, 6, 1J ; v, 7; Xl, J2; XII, 1; XIV, 16; xx, 22 y SS., 32,40,
43; XXI, S; xxur, J, 4, 7; XXV, 3 Y ss., 21; IV. XVII, 15,27,43; XIX, 2
Ánge! increado (o del Eterno): 1, xm, 10; JI, XV. 1
ANGUSTIA: 111, IJ, 15; Y oración: Ill , xx, 4, 44. Véase Desesperacion
ANTICRISTO: pág. XXXV; In, xx, 42; IV, 11, 12; VII, 4, 25; XVIll, 1
ANTIGÜEDAD: 1, v, 12; 111, V, !O. Véase Tradicion
ANTIGUO TESTAMENTO: véase Ley, Evangelio
ANTlNOMISMO: 11,VII, 13; IV, XIV, 23
ANTROPOMORfISMOS; 1, XI, 3; XIII, 1; XVI[, l3; I1, XVI, 2; IV, XVII, 23
A~TROPOMORHTAS: 1, xru, 1; IV, XVII, 25
APETITO, en sentido filosófico; 11,11,2; del bien supremo: JI, n, 26
APETITO (o concupiscencia): 1, XV, 6; 11,1,8 y ss.: vII,6, 10 Yss.; vlII,18,
49 YSS., 58; 111, in, 10)' SS.; x, 3; XX, 44, 46; IV, xv, 11
ApÓCRIFOS: 1, Vil, 1; 11, v, 18; 111, v, 8; xv, 4
A POU)';ARISMO: JI, XVI, 12
APOLOGÉTICA: 1, Vlll, 12
ApÓSTATAS: 11 1,111,21 Y ss.
ApÓSTOLES: IV, 1, 5; fundamento de la Iglesia: 1, vu, 2; IV, VIII, 4; su ministerio:
IV, U1, 4 Y SS., 13; intérpretes ciertos del Espíritu Santo: IV, VIJI, 9
ÁREIOL ce la ciencia: 11,1,4; de vida; 11,1,4; IV, XIV, 18.
ARCO IRiS, sacramento: IV, XIV, 18
ARCl-HDIÁCONOS: véase Diáconos
ARISTOCRIIClA: IV, XX, 8
ARRAS (Espiritu Santo): III, 1,3; 11, 36
AIl.REPENTlMIENTO: 111, 1lI; IV, 3; XX, 7; de Dios: 1, XVIl, 12 y ss.; fruto de la disci-
plina eclesiástica: IV, XII, 5; fruto de la fe: 111,111, 1 Yss.; de los
hipócritas: lll, nt, 25; imposible: 111, IU, 24; suscitado por la ame-
naza; 1, XVII, 14; III, 111, 7
ARRIANOS: I, Xlii, 5, 16, 22
ARROOlLllIMIENTO en la oración: 111, XX, 33; IV, X, 30
ARROGANCIA: 111, XII, 8
ARTES; 1, V, S; escultura y pintura: LXI, 12; Y ciencias: 11,11, 14
ARTícULOS DE FE, su expresión: IV, vm, 1.9; no pueden fundamentarse en la tradición
oral: IV, VIJJ, 15; XI, 8
ARZOBISPoS en la Iglesia antigua: IV, IV, 4
ASCENSiÓN de Cristo: 11, XVI, 14 Yss.: IV, XVII, 19 Yss., 27,29 Yss,
ASENTIMIENTO: 111, 1I, 8
ASESINATO: 11, VJlI, 39 y ss, Véase Homicidio
ASF'ERSIÓN en el Bautismo: IV, XV, 19
ASTROU)(; íA: 1, XVI, 3
ASTRONOM íA: 1, v, 2.5
ATIIR las conciencias: 111, x, 1; XIX, 16; por las tradiciones humanas:
IV, x, 1-8; y desatar: IV. XI, J; XII, 10. Véase Poder de las llaves
ATEíSMO: 1, IV, 2; v, 4,11
ATRIClÓ)';: 1Il, IV, l
AUSTERIDAD: 1Il, x, 1 v ss.: XIX, 1 Yss,
AUTORIDAD de los Concilios: IV, VIII, 10 Yss, ; IX; de la Escritura por sus prue-
bas: 1, Vil, I ; VIlI; la autoridad de la Escritura no descansa en la
aprobación de la Iglesia: IV, IX, 14; de la Iglesia en materia de fe:
¡NDICE DE MATERIAS 1237
BAUTISMO: 1, XI, 13; 11, vrn, 31; IIl, lll, 11,13,19; IV,6; xxv,8; IV, XIV, 20;
xv: xvrrt, 19; XIX, 17; de Cristo: IJ, XV, 5; XVI, S; y circuncisión:
IV, XIV, 24; Y confirmación: IV, XIX, 5,8; de los niños: IV, V1II, 16;
XVI; de Juan: IV, xv, 7 y ss., 18; y remisión de los pecados: 111, IV,
26 Y SS.; IV, 1,23 Y ss.: sentido y propósito: IV, XIV, 22 Yss.; voto
del Bautismo: IV, XIII, 6
BENDICiÓN por la providencia: 1, XVI; del qu into mandamiento de la l.ey:
1I, vur, 37; hereditaria: 11, VIlI, 21, 41; XVI, 3 Yss.: 111, IV, 32; VII,
8 Yss.: IX, 3; XIV, 2; xx, 7, 28
BENEfiCIOS, su colación: IV, v, 6; su acumulación: (V, v, 7
BIEN, incapacidad de concebirlo: 11, 11, 25; amor a I bien: 111, VI, 2; su
conocimiento: JI, 11; 11 1, XIV, 2
Bien común de la Iglesia: III, v, 3; Vil, 5
Bien supremo: 1,111,3; v, 1; 11,11,26; 111, xxv, 2, 10
BIENAVENTURANZA: 11, vrrr, 4; x ; xr; 111, ll, 28; IX, 4; XI, 22; XVII, 10; XVII!, 1 Yss.;
XXV, 1 Y ss. Véase Bien supremo
BIENES ECLESIÁSTICOS: IV, IV, 6 Y ss,
BIENES TERRENALES: IJI, Vil, 6, 8 Y SS.; uso: 11I, X; XIX, 7 Yss.; xX,3; su solicitud:
111. xx, 44
BLASFEMIA: 111, 1Il, 22; IV, XX, 3
BONDAD de Dios: 1, V, 3, 8; x, 3; XIV, 21 Yss.: XVI, 3; XVI', 7; 11, VIII, 14 Yss.:
XVI, 3; XX, 2y ss., 13; XXlll, lO y ss.
BRUJERÍA: 11, V11I, 22
CAlDA; 1, XV, 4,8; XVI, 15; de los ángeles: 1, XIV, 16; Y voluntad de Dios:
111, XXIII, 4, 7 (véase COII.W primera v CllilYa"egundas, responsabili-
dad); de Adán: JI, 1,4 (véase Pecado original)
CALUMNIA: 11, vtu, 47 Y ss.
CANON de las Escrituras: 1V, Vlll, 8; IX, 14
CANO~JSTAS: 111, IV, 4; IV, XVII. 49: XIX, 27
CA~TO, en la oración: Il I, XX, 31 Yss.; de los Salmos: IV. XV!I, 43
CAR .....CTER del sacramento del orden: IV, XIX. 31
CARDENALES, su origen: IV, VII, 30
C\RIDAD: 11, vm, 46; 111, XVIII, 6: j II icio de caridad: 1V. l. 8: en los ant iguos
monasterios: IV, ~II, 9; en el ejercicio de la disciplina: IV. XII. 9 Y ss.
Véase Amor
CARNE. definición: 11, 1,9: 11I. 1; 111, 1lI, 8. lO Y ss; VIH, 5, xrv, 1; de Cristo:
(L XVII, 5, Y los ca pitu los sobre la Cena y la transu bsra ncrac ion ;
dominio de la carne mediante el ayuno: IV, xt 1, 15: v espíritu:
Ir, 1,9; Tll, 1; Ill,lI, 18
C,,"'iTIDAD: 11, VlII, 41 y sv.: no es superior al rnatrimonio : IV, XII. 27
CASTIGO eterno: 1, v, 10; 111, XXV. 12; sobre la posteridad: 11. VlTT, I'J Yss.
de faltas )' crirnencs: LXVII, 5. Vcase Juicio
CÁTAROS: IV, 1, 13 y S'>.; vrn, 12
C"'USA, de las obras de Dios. 1, XIV, 1; de los actos del hombre y de Dios:
l. XVIl!, 4: eficiente de salvación: 111. XIV, 17; final de sa I"ación' 111,
XIV, 17; Cristo, causa formal: 11, XVII, 2; instrumenta) de salvación'
11[, XIV, 17; intrínseca de la elección. 1rl. xx l 1, 7, 9; material de la sal-
vación: lil, XIV, 17; próxima de la condenación: ¡¡ l. XXllI, 8 y".
Causa primera .:r causus segundas I~ XI\'" 17; XVJ, 2 y SS.~ 5 y ss.:
1238 ÍNDICE DE MATERIAS
XVII, 1, 6,9; XVIII, 2 Yss.; Ir, IV, 2 y ss.: V, 11; XVII,2; nI, XIV, 21;
XVII, 6; xx, 46; XXIll, 2, 3, 8 Yss.; XXIV, 14.
CELESTINOS: IJ, 1, 5 Y ss.: 111, XVII, 15; XXIII, 5
CELIBATO sacerdotal: pág. XXXIII; IV, XII, 23-28; voto de castidad: IV,xm,3
CELO y penitencia; III, tu, I 5
CENADEL SEÑOR: pág. XXXII; 1, xs, 13; III, XI, 9 Y ss.; xxv, 8; IV, XIV, 20; XVII;XVIII, 19;
administrada a los niños: IV, XVI, 30; examen propio antes de la
participación: IV, 1, 15; institución: IV, XVII, 20; preparación
la Cena: IH, IV, 13; participación de la Cena: IV
de alabanza: IV, XVllI, 10; sentido y fin: IV, XIV, 2
CEREMONIAS : U, VIII, 28 Y ss.; IU, 1lJ, 16; XIX, 8; IV, XIX, 2
Ceremonias de la Ley (del A.T.): tI, XI, 4 Y ss.; VII, 1 y ss.;
15; su abrogación en Cristo: Il, VIJ, 16 y ss.; IV, XX, 15; prefiguraban
a Cristo: IV, xrv, 25; xx, 15; significaban la confesión de los pecados
y no la expiación: 11, VII, 17
Ceremonias sacramentales. Yv; XIV, 19; en la Iglesia romana: IV, x,
5
,
2
0
CIRCUNCISiÓN: 111, XXI,6; IV, y; Bautismo: IV, XIV, 2
XVI, 3 Y ss., 10 Y ss.; sacramento de penitencia y de fe: IV, XVI, 20 Y
ss.; de Tito y Tirnoteo: IJI, XIX, 12
CISMÁTICOS, diferencia con los herejes: IV, 11, 5; las Iglesias evangélicas no 10son:
IV, 11,5
CLEMENCIA en la Iglesia: IV, 1,13. Véase Amor, Disciplina
CoNCIENCIA, definición: 1, XV, TI, 11, 22; ni, 11, 20, 22,41; III, 15:
xrv, 7,20; XIX, 10, 15; xx, 12,21; XXIII, 3; IV, x, 3; XV, 4;
XX, 16; buena conciencia: lIT, n, 12; X, 1 Yss.; X
examen de conciencia: IV, XVII, 41; testimonio de
I, v, 14 (véase Justificación del justo); concienci
leyes espirituales de la Iglesia: IV, X, 1-8; libre de las
eclesiásticas: IV, X, 31 Y ss.: no está atada por vot
xlII,20.
CoNCILIOS, su autoridad: pág. XXXVI; IV, IX; SlI convocació
sus imperfecciones: IV, IX: IO Yss.; sus contra
sus errores: IV, IX, 11; ejerciendo la disciplina: IV, XII, 22;
libilidad: IV, VIII, la y ss.; su potestad en la i
íNDICE DE MATERIAS
CosTUMBRE: pág. XXXIV Yss.; I, v, 12. Véanse los pasajes dond« se refutan las doctrinas
romanistas
CoSTUMBRES, del clero en el papado: IV, v, 14; su perfección o imperfección en la
Iglesia: IV, 1, 13
CREACiÓN: 1, X¡V, 1, 20 Y ss.; objeto: 1, 1Il, 3; 111, XXlIJ, 6; causa: 1, v, 6; XlV, 1;
señales de la gloria de Dios en ella: J, V, 1; conduce a la adoración
de Dios; I. XIV, 21
Creación de los tinge/e .•: 1, XIV, 3 y ss
Creación del hombre: 1, XV; I J, xn, 6 Y ss,
Creación por la Palabra: 1, XII1, 7; creación y Espíntu Sa nto: 1, xur, 14
Creación continuada: 1, XIV, 20 Yss.; XVI; 11, IV, 2; X, 7; .lI1, xx, 44
Creación nueva (por regeneración); 11,HI, 6, 8 y ss. Véase Regenera-
ció"
Creación redimida: IU, XXV, 2, 7. Véase Resurreccion
CREDULIDAD: III,lJ,6
CIt.EER la 19l..sia (no en); IV, 1,2 Yss,
CRISMA; IV, xv, 19; XVIT, 43; XIX, 5, 7 Y SS., 18 Y ss.
CIt.ISTIANO, definición; n, xv, 5; pseudocristiano : IU, VI, 4 Y ss,
CRISTO; Véase Jesucristo
CIt.ONOLOG1A larga de los egipcios: 1, VJII, 4
CRUCIFIXIÓN: 11, XVI, 6 Yss,
CRUZ del cristiano; II!, VIII; xv, 8; XVIII, 4
Cruz de Jesucristo (su maldición): U, XVI, 6; en la Cena; IV, XVJI, 4;
en la misa: IV, XVI!l, :3 y ss.
CUARESMA, ayunos de: IV, XII, 20 Y ss.
CUATERNIDAD: 1, xnr, 25
CUERPO (y alma): H, XIV, 1; es una prisión: IV, XV, I1
Cuerpo de Cristo: 111, XX, 24; está en el Cielo: IV, xvu, 26,29. Véase
Iglesia, Unión mística
CULPA y pena; 1lI, IV, 25, 29; y Bautismo: IV, XV, 10 y ss,
CULPABILIDAD, debida al pecado original: Véase Responsabilidad
CULTO; 11, VIIE, 28 Yss.: de dulía y de latría; 1, XI. 11; xn, 2
Culto público: 11, VIIJ, 32; su honestidad y orden; IV, X, 29; sus ele-
mentos: IV, XVII, 44; sus oraciones; 111, XX, 29
CUR" pastoral de las almas: IV, XII, 2. Véase Ministerios, Pastores
CURACIONES (don de); IV, 11I, 8; curación de enfermos; IV, XIX, 18
CURIOSIDAD: 111, XI, 1 Y ss.
EfiCACIA del Bautismo: IV, xv, 14 y ss.; del bautismo infantil: IV, XVI, 9; de la Cena
del Señor: IV, XVH, 8 y SS., 11, 33 Y ss, Véase Gracia eficaz; Vocacion
eficaz
EGIPCIOS, su teología secreta; 1, v, 11; VIII, 3 Y ss.; XI, 1; XIV, 1
ELECCIÓl'ó: 11, VI, 2; VIII, [4,21; XXI, 1 Y ss.: Il l, XIV, 5,21; XVI, 15; su causa: 11, 111,8;
fundamento de la Iglesia universal: IV. 1, 2, 8; Y Evangelio: JlI, XXIV, 3; Y
fe: ru. XXII, JO; XIV, 3, 9; gratuita: 111, XXII, I Yss.¡ causa el mérito: 1I,
v, 3; fundamento de la salvación: IV, 1, 3; Y pre-visión de los méritos: I II,
xxu, 1, 8; Y reprobación:' Jll, XXUl, I ; en el tiempo: 111, XXIV. Véase
Predestinación, Presciencia, V("'ocion eficaz
Elección de ministros o pastores: 1V, m, 13 y ss. ; en la Iglesia primi-tiva:
IV, IV, 10; de los obispos en la Iglesia primitiva: IV, IV, 1l Yss.; del Papa
en la Iglesia primitiva: IV, IV, 13; de los obispos en el papado: IV, v, 2; de
los presbíteros y diáconos: IV, v, 4 y ss. Véase
Minútros
ELEGIDOS: 111,11,30; su unidad; IV, 1,2. Véase Eleccián, Predestinación, Voca-cián
FARISEOS; 111, XVII, 7; su enseñanza: IV, X, 26; escándalo de fariseos: 111, XIX,
1l Yss.
FATUM de los estoicos: 1, XVI, 8. Véase Azar
FE: Il, XIII, 2; 111, 11; arnisible o temporal: 111, 11, 9 Y ss., 40; IV, XVII, 33;
definición: IU, rt, 7; IV, XIV, 13; formada: 111,11,8; XV, 7; histórica:
IIl, 11, 9; implicita: pág. XXVlJl; III, 11, 2 y SS., 32; inamisible: véase
Perseverancia final; incompleta: III, 11, 4 Yss.; informe: III, 11, 8;
justificante: 111, XI, 7; xlv,7 (véase Justicia, Justificación); de los
milagros: III, 11, 5; muerta: II 1, XVII, 11 Yss.; naciente: III, 11, 4 Y
ss.: salvadora: 1, VI, 1; V1I, 5; 111, 11, 30 (véase Justificación, Salva-
ción); temporal: fll, 11, 40; viva: 111, XVII, JI Yss,
Fe de Adán: 11,1, 4
Fe y amor: IIl, XI, 20; XVIII, 8
Fe y Bautismo: IV, xv, 1 y ss., 14 y ss.: XVI, 27
Fe, certidumbre de: pág. XXVlII; 111, El, 14
Fe y Cena del Señor: IV, XVII, 5
Fe de corazán, más que de inteligencia: IU, 11, 8
Fe, comba le de la: 11, v, ¡ 1; 1U, 11, 17-22
Fe, comienzo de la: 11,11I,8; III, 11, 33; IV, 1,6
Fe-confianza: 1, XVII, 11; 111, 11, 15
Fe, confirmada por los sacramentos: IV, XIV, I
Fe, conocimiento sobrenatural: 111,11, 14
Fe, crecimiento de la: IV, xvn, 40
Fe y desesperación: 1I, XVI, 12
Fe, don de Dios: 11,111, 8; 111, !I, 33 y ss,
Fe y eleccián: 111, XXII, 10
Fe y esperanza: 111, 11, 4 l Yss.
Fe y Espíritu Santo: 1, VII, 4 Yss.: 111, 1, 4; IV, XIV, 8
Fe y Evangelio (o Palabra): 111, 11, (¡; XI, 17; XXII, 10
Fe en Jesucristo: 1, xnr, 13; IIJ, 11, 8; IV, XIV, 8
Fe, justlfica las obras de los fieles: lB, XVII, 9 Yss. Véase Justifica-
ción del justo
Fe de los ni/los: IV, XVI, 19
Fe y obras buenas: 111, xvui, 10; XIX, 5 Y ss. Véase Obras
Fe y predicación: IV, 1, 5
Fe y oracián: IU, XX, 1, Il Yss, 52
Fe y razón: 111, XXI, 1 Y ss.
Fe de los sorbonistas: 111, XI, 15
Fe, vision del alma: 111,1,4
FELICIDAD suprema: Véase Bien supremo, Bienaventuranza
FmELlDAD de Dios: Véase Dios
FIELES: pág. xxx V; IV, 1, 2; sus deberes para con sus pastores: Il, VIII, 46
FIGURAS del A.T.: 11, XI, 4 Y ss, Véase Ceremonias, Jesucristo, fin de la Ley
FILOSOFíA, no debe corromper la doctrina: pág. XXXIII
FilÓSOFOS: 1, nr, 3; v, 3, l 1; VIII, 1, 11; x, 4; xr, 1; xrn, 1; XIV, 1; xv, 6 Y ss.;
XVI, 1, 3 y ss.; 11,1, 1 Y ss.; 11,2 y ss., 15, 18,22,24,26; IU, VI, 1, 3 Y
ss.; Vil, 1 Yss., 10; VIII, 9,11; IX, 5; x, 3, 6; XIV, 17; xxv, 3; IV, XVII,
24; XX, 9
FINES de nuestros actos: 111, XIV, 3 Yss.
FORTUNA: 1, V, 11; XVI, 2, 4, 6 Y ss.; Hl, VII, 9 Y ss.
FRAGILIDAD de nuestra vida: I, XVII, 10
FRAUDE: B, VIlI, 45 Y ss.
FRUTOS del sacrificio de Jesucristo: IV, 1, 2. Véase Jesucristo
FUEGO, calificativo del Espíritu Santo: I1I, 1,3; V, 9; IV, XVI, 25
FUTUROS CONTINGENTES: 1, v ; 8; XVI, 2 y ss., 9
111,11,12; 111,6,25; IV, 17; XII, 3, 4; XIV, 7 Y ss.: xx, 13,29; XXIV, 8;
IV, 1, 7; xlII,-7; XIV, 7
HIPÓSTASIS de la Trinidad: 1, XIII, 2, 5. Véase Persona.'
HOMElRE, microcosmos: 1, v, 3; su creación: 1, XV; natural: 111. XIV, 1 Y ss.; viejo
hombre. Il, XVJ, 7
HOMICIDIO: 11, VIII, 9 Y 55., J9 Y ss.: IV, XX, 16
HONOR de Cristo: 111, IV, 27; xx, 19 y ss.; IV, XVII, 37,40; xvni, 1 y ss.: de
Dios: 1, XIl, 1,3; 11, IIJ. 9; vnr, 11,16,22 y ss., 53~ lIJ, JI, 26; XIV, 3;
XIX, 5,16; xx, 4 y 55.,14,28,35,41,44; XXIV, 3; IV, XVII, 25,31);
XVIII, lJ, 16 Y ss.; XIX, 13; xx, 3, 9,15. Véase Gloria
Honor a las autoridades (y superiores): 11, vm, 35 y ss., 46~ IV, xx, 22 Jionor
de los hombres y del prójimo: Jl, VlIJ, 47 Y ss.; JJI, VII, 4 HOIlOr a las
imágenes: 1, Xl, 9
Honor a los muertos: 1, xr, 8
Honor poliuco: 1, xrr, 4
Honores terrenales: lJl, vtr, 8 y ss.; XX, 46 de
HUM"'NIDAD Cristo: Véase Encarnación, Jesucristo
HUMILDAD: 1, 1, 1; 11, J, 1 Y ss.; n, 1, 10 Yss.; J1J,9; 111,11,23; 111,15; vII,4;
VIII, 2; XII; XX, 6,8; XXI, 1,3 Y ss.; XXIV, 7; IV, tu, 1; XII, 15; XVII, 42 ir, VIlI, 45;
HURTO: IV, XX, 16
1, 111,1; v, 11; X, 4; Xl, 13; xn, 1; 11, VII/, 16 Y ss.; IV, XVII, 35 Y ss.;
XX, 3
íDOLOS: 1, XI; 11, VIII, 17 Yss.; 1II, x, 3
IGLESIA: 1[,111,1; VIII, l-l y ss.; X, 11; XVI, 16; ¡1I,m, II;IV, 13y5s., 21, 33~
XII, 3; xx, 19, 28, 38 Y ss., 42, 47; XXI. 1,6 y ss.: XXIl, 4; XXIV, 6; IV, XV,
21 ; XVI.
9, 22; XVlI, 49; XIX, 13, 35; xx, 2, 5
Iglesia en el A. T.: pág. xxxv y ss.: 11, VI; x, 19; XI, 13
Iglesia, sus asambleas: JI, VII!, 32. Véase Culto
Iglesia, su autoridad en materia de fe: 1, V1I, 1 ; 111,11,3: IV, 1, 10; debe
someterse a la Palabra: IV, VIII, 9; autoridad en la interpreta-ción de las
Escrituras: IV, IX, 13; sólo puede administrar la Palabra: ¡V, VIII, 9"; no tiene
poder para aprobar las Escrituras: IV, IX, 14; autoridad de las iglesias locales:
IV, 1,9
Iglesia y Bautismo: IV, xv, 2
Iglesia, su conservacián PQr la disciplina: IV, XJI, 4
Iglesia, cuerpo de Cristo: IV, 1, 2
Iglesia, SIl definición: IV, 1,7 Iglesia,
edificación de la: IV, vru, I Iglesia,
elección: IV, 1,2
Iglesia y Espiritu Santo: IV, XIX, 6
Iglesia. rsposa de Cristo: IV, 1, 10
Iglesi .. , eternidad de la: pág. XXXIV Yss.; 11, xv, 3; IV, 1, 17
Iglesia, fundamento de la: 1, VII, 2; IV, VI, 6 lglesia,
infiel a la verdad: IV, IX, 2 Y ss.
Iglesia instituida por Dios: IV, 1, 1, 5; fundada sobre la Palabra:
IV, IJ, 4
f[{lesia invisible y visible: IV, 1, 2, 7
Iglesia, jurisdicción de la: IV, x, 1-8; XI. Véase arriba Autoridad de la Iglesia
por los enfermos; IV, XIX, 21; de los santos; In, XX, 21 y ss.: IV, IX, 14
JERARQuíA de los ángeles: I, XIV, 8; en la Iglesia primitiva: IV, IV, 4; corrom-pida en la Iglesia
romana; IV, V, 13; YI, 1 YSS., 10
JESUCRISTO, en el A.T.; Il. XII, 3 Yss.; YI-Vtl, VIII, 31; x, 2 y SS., 19; XI, 4; XXI, 4;
IV, XIV, 20; propósito, fin y objeto de la Ley; 1I, VII, 2, 31; In, XIX, 3;
xv, 12; IV, XVUI, 12, 14
Jesucristo, autor e instrumento de salvación: JI, XVII
Jesucristo, ayuno de: IV, XII, 20
Jesucristo, Cabeza y Obispo de la Iglesia: IV, 11, 6; VI, 9; IX, 1
Jesucristo, carne humana vivificante: IV, XVII, 9
Jesucristo, divinidad de: 1, XIII, 4,7,9, 11-13,23 Yss., 26; n, XII; punto
fundamental de la unidad de la Iglesia; IV, 1,12
Jesucristo; encamación de: Il. XII, 2; IV, XVII. 8 Y SS., 30,32; aun si el hombre
no hubiese pecado; 1, xv, 3; n, XII, 4 Yss.
Jesucristo, fuente de todo bien, alimento espiritual y vida: UI, XIII, 4;
Xlv,4; XX, 1, 36; XXIY. 5 y ss.; IV, xv, 6; XYIl, 1 YSS., 8 y ss., 24; xVIII,20
LI\SCIVIA : U, ViII, 41
LATINOS; 1, XIII, S; U, 11, 4
LATRIA: 1, XI, 11; XII, 2.
LECTOR, orden eclesiástica: IV. XIX, 22 Yss.
LEcruRA personal de la Biblia y predicación: IV, 1, S
1250 ÍNDICE DE MATERIAS
MACEDONIOS : I, xm, 16
MAESTROS, sus deberes: 11, VIIl, 46; maestros mudos, a saber, las obras de Dios
en la Creación: 1, VI, I
MAGIA: J, VIII, 5
MAOISTEIUO del Espíritu: 11,n, 20; I1I, T, 4; n, 34; XX, 5; IV, XIV, 9
MAGISTRADOS : n, n, 13; 111, x, 6; IV, XI, 3 y ss.; sus deberes: IV, xx, 9; su estado y
vocación: N, xx, 4,6, 17; magistrados indignos: IV, XX, 24 y sx.;
ordenados por Dios: IV, x, 5; XX, 4
MAGOS de Egipto: IV, XVII, 15, 39
MAL. su origen: 1, xv, 1
MALDICIÓN: 11, VI, 1; vnr, 38; XVI, 2 y ss, j 111, IV, 32; IV, xx, 25 y ss.: maldición
de la Ley: 11, VII, 3 Yss., 7; abrogada por Cristo: 11,VIt, 15; XVI,
10 Yss.: hereditaria: 11, YIII, 19 Yss.
MALEOTCENOA: 11, YIII, 47 Y ss,
MALHECHORES, instrumentos de los juicios de Dios: 1, XVII, 5. Véase Impíos
MALIGNO: Véase Satán
MANOAMI!!NTOS del A. T.: TI, v, 12; VII, 2 y ss., 16 y ss.; los Diez Mandamientos: JI,
vm: Ill, XVII, 7; mandamien to de Dios y libre arbitrio: ll, v, 6-9;
ÍNDICE DE MATERIAS 1251
-------------------~----
NATURALEZA: 1, V, 5; XVI; su corrupción: 1,1, 5; XIV, 3; Il, 1, 10 y ss.: 111; del horn-
bre: 11,1, I y ss, ; lIT, XXIIl, 8; primera naturaleza: 111, 1Il, 12;
propia: 111, ITI, 8
Naturalezas de Cristo: Véase Jesucristo
NECf-SIOAO: 1, XVI, 8; XVII, 3 y ss.: ITI, vnr, 11; absol uta y contingente: 1, XVI, 9;
de conciencia: IV, x, 3 y ss.: y compulsión: 1I,!l, 5 Yss.: IU, 5: 111,
XX"', 8 ss.: y presciencia: 111, XXlll, 6; y voluntad; 11, V, I
NEGLIGENCIA: 1Il, XXIV, 7
NIGROMANCIA: 11, viu, 22
NIÑOS del pacto, participan de Cristo: IV, XVI, 17; Y Bautismo: IV, XV, 20
y ss.: XVI; bendecidos por Cristo: IV, XVI, 7; Y Santa Cena: IV,
XVI, 30; deberes de los niños: 11, VIII. 46; los niños de los fieles son
santos: IV, XVI, 6; los niños son reponsables de su naturaleza peca-
dora: lt, 1, 8
NOMBRE de los ángeles: 1, XIV, 8; de Jesucristo: 1, XIII, 13; 11, xv, 5; XVI, 1;
111, IV, 25; de Cristo en la oración: 111, XX, 17 y SS., 36; en el Bautis-
mo: IV, XV, 13; de Dios: 1, X, 3; 111.XX, 28; santificar el nombre
de Dios: 11, VJII, 22 y ss.: 111, XX, 4 L
NOVACIANOS: 111,111,21,23; IV, 1.23-27
NÚMERO, siete: 11, VJJJ, 30, 34
OBEOIENCIA: 11, r, 4; VIII, 56 Yss.; Il l, VHI, 4; xx, 43, 46; XXIII, 11; para con las
autoridades: JI, VIII, 35 Y ss" 46; IV, x, 5; xx, 23 y ss.; a Cristo: 11,
xv, 5; civil y libertad cristiana: IV, xx, 1,31; por derecho de creación:
Il, vtu, 13; de la fe: 111,11,6, 8,29; XXIX, 4 Y ss.: IV, T. 5; procede de
la gracia: 1I, v, 7; a la Ley: 11, VII, 3 Yss.: IU, xvn, 7; IV, XIII, 13;
para con las ordenanzas eclesiást icas : IV. x, 31 y ss.; a la Palabra:
TlI, xx, 42; a la Pala ora predicada: IV, 1lI, 1; voto de obediencia:
IV, xnt, 19
Obediencia de Cristo: Véase Jesucristo
OOCECAClÓN: I, v, 11; XV!!, 2; 1I, IV, 3 y ss.: 111, XX, 46
OIU5POS: IV, XIX, 14,21,32; sentido del N.T.: IV, 111, 8,11; en la Iglesia
primitiva: IV, IV, II y ss.; rurales en la Iglesia primitiva: IV, IV, 2 Y
ss.: romanos y confirmación: IV, XIX, 10; su potestad: IV, XI, 8 Y
ss. ; han usurpado el ejercicio de la disciplina: IV, xt, 6 Y55.
OBJECiÓN de conciencia: IV, XX, 12
OBLIGACiÓN mora1: TI, VII, 3 Y ss. Véase Ley
OORAS ceremoniales y morales: III, XI, 19. Véase Ceremonias
Buenas obras (en sentido católico-romano): 1I, vtu, 5; 111, iv, 27,36
Y ss.: XIV, 7; XVI, 4
Obras buenas (en el sentido evangélico): U, v, 11; VIl!, 5, 52 Yss.; 111, ITI,
6, 2l; x,6; XIV, 5 y ss., 9, 16 Y ss.; XVII, 1; confirman la adopción: ITI, XIV,
19; su dignidad: 111, XI, 20; XII, I Y ss. ; y fe: IlI, XIX, 5 Y ss.: provienen de
la gracia: TI, m, 6-9; frutos de la peniten-cia: ITI, 111, 16; siempre
imperfectas: UI, XIV, 9; provocación a las obras buenas: Il, 11, 4; llamadas j
ustic ia en la Escri tura: 1TI, XVlI, 7; proceden de la justificación gratuita:
IU, XVI, I Yss.; llamadas nuestras: n,v,14yss.; nl,xv,); su recompensa i
Hl.oovz l ; xv, 3: XVIlI
Obras de la carne: 1I, l. 8
Obras meritorias: pág. xxvm; JlI, xv. Véase Méritos.
Obras propias: TI, VIlI, 28 y SS.; ni, 11, 43; XIV, 1 Y ss.
Obras supererogatorias: nr, v, 3; xrv, 12 yss.
OORAS de Cristo (prueban su divinidad): 1, xnr, 12; de Dios, punto ae
arranque de su conocimiento: 1, v, 9; de Dios en el corazón de los
hombres: n, IV; VII, 22; del Espíritu Santo: 1, XIII, J4; Il, IV, 1
ODIO: TI, VIII, 39 Yss.: IIJ, xx, 45
OFENSAS, perdón de las: UI, XX, 45. Véase Remisi6n de los pecados
OfiCIAL: IV, XI, 7
OPINIÓN Y fe: 1, VII, 4, Véase Fe
OPUS OPERATUM: IV, XIV, 26
ÍNDICE DE !>lA TERIAS 1253
ORACIÓN: 1I, xv, 6; IIJ, 11, 12; XIII, 5; xx; IV, XVII, 44; de los ángeles: 1l 1, xx, 23; por las autoridades:
pág. XXXIX; IV, XX, 5,23,28; en el Bautis-mo: IV, XV, 19; Y confesión de los
pecados: 111,IV, 6; en el culto: véase Culto, Liturgia, y elección: 111, XXIV, 5; para
elegir al ministerio pastoral: IV, !II, 12; por los niños: LV, XVI, 7; al Hijo: 1, XIII,
D; a las imágenes: 1, XI, lO; e imposición de manos: IV, XIX, 4, 6; e rnvo-cación :
Il , VIII, 16; Yayuno; IV, XII, 14 Y ss.; XII, 15; Y Ley: JI, VII,
8; por los muertos: lII, v, 10; en el nombre de Cristo, único Media-dor: 1I1, XX,
17; privada: lJI, xx, 29; pública: u, VIlI, 32, 34; JII, xx, 29 y ss.: y
arrepentimiento: 1I1, xx, 7.
Oración dominical: 111, XX, 35 Y ss.
Véase Acción de gracias, Confesion de pecados, Intercesión, Ala-banza
OR.4CULOS: 1, V[, 2
ORDE~, en la Creación: 1, XIV, 2; en la Iglesia: IV, x, 27 y ss., 32; sacra-
mento del orden: IV, XIX, 22; orden social: II, 11, 13: órdenes ecle-
siásticas: IV, XIX, 22-23
ORDENACIÓN: IV, 111,16; IV, 14 Y xs.; XIV, 20; XIX, 28
ORDENANZAS eclcsiásucas, cargan las conciencias: IV, x, 6, 8. Véase Disciplino,
Jurisdiccion
ORGULLO: [J, 1, 1 Yss .. 9; 11, 1; I JI, XXI, 4
OR~AMENTOS sagrados: IV, IV, 8
PACIENCIA, cristiana: 1, XVII, 7 YSS.; 111, V[II: en la oración, III, XX, 50 Y ss. PACTO DE GRAcr.~: 1, VI, 1;
VIII, 3: x, 2,11,1,7; V, 9,12; VI, 2 y ss.; Vil, 1
YSS.; VII[,
\ 5,21; x, 1 y ss.: XI, 4; [11,11,22; IV, 32; XIV, 6; XVlI, 5 y ss.: xx, 25, 45; XXI, 1,5
Yss.: XXII, 6; IV, XII[, 6; XIV, 6; XV, 17,20,22; XVI, 2)' ss., 9 Y ss.. 14 Y ss.: XVII, 1,
6, 20; comprende más que bendiciones terrenales: 11, x, 8 y ss.: IV, XVI, 10; el
ejemplo de los patriarcas y los profetas: JI, x, 10-22.
PACTO de salvación: 111, XXII, l. Véase Predestinacion
PADRES, del A.T., han vivido de las promesas espirituales: TI, x, 10 )'ss.: XI, \ O; de la Iglesia primitiva,
testifican en favor de la Reforma: pág. XXXI Y ss ,
Padres, sus deberes. 1I, VIII, 46; honra que les es debida: 11, VlIT,
35 y ss.
PAG.~NOS: 1, XI; 11,11,15; JI!. 3; VI, 1; XI, 12; TIr, XIV, 2 Yss.: IV, XVllI, 15
PALAURA (para designar al Hijc- Lagos): 1, XIII, 7 ,
Palabra de Dios: 111, 11, 33 Y ss.; xx, 42; arma del cristiano: llI, 11, 21; su
autoridad: 111, xx, 51 y ss.: y culto. IV, XVII, 44; su eficacia: 11, V, 5; [JI, xxu, \0;
IV. XIV, 11; Y elección: 111, XXIV, 2, 4 Y ss.: esencial: 1, XIII, 7 (véase Hijo de
Dios); limite y norma de la fe: I,
XII[, 2\ ; XIV, 4; 111,11,6 Y ss.: V, 9 Y ss.: xx, 21; XXI, 2 Y ss.: XXIIl, 1; xxv, 5;
IV, XIII, 1 Y ss.: XVII, 35 y ss.; XVIII, 9; XIX, 5; Y poder de las
lJa ves: 1Il, IV, 14, 21; Y orac ión : lll, xx, 13, 27, 31; Y potes! a d de la
Iglesia: IV, 11, 4; 111, 1; VIII, 2 Yss.: y remisión de los pecados: 111, v, 5; Y
sacramentos: IV, XIV, 3 y ss.: XVII, 39; XIX, 2, 7; su sobrie-dad: 1, XIV, 16; su
verdad: 111,1[, 15,41; su vigor: II, x, 7. Véase
Ministerio de la Palabra, Predicación
Palabra y Espiritu: n, V, 5; IlI, 11,33; IV, VIII, 13
.PAN COTIDIANO: 1, XVI, 7; 1I, V, 14; TII, XX, 7,35,44
P.~NTEíSMU: 1, V, 5; XIII, 1; en Servet : 1, XIII, 22
PAPA: pág. XXXV[; 1V, 11, \2; anticristo: IV. Vil, 4, 25 Yss.; su elección:
IV, IV, 1J; costumbres de los papas: IV, VII, 29; su persona: IV, VII,
27 y sv.: su poder temporal: IV, XI, 10 y ss.: no están en la verdad
si no se apoyan en la Palabra de Dios: IV, IX, 5; vicarios de Cristo:
IV, VI, 9 Y ss.
PAP....DO: IV, 11, 2; VI, 1; XI, 11 y ss,
PARAíso: Il l, XXV, 6
PARTiCIPACiÓN de la Santa Cena, sus condiciones: IV, XVII, 42
PASTORES: IV, r, 5; sentido de la palabra y funciones en el N.T. y la Iglesia
1254 íND
I
V
Penas eternas '1 temporales: 30; xxv, ,5
Pena de muerte: IV, xx, JO
PENITENCIA: IU, 1lI; evangélica: Il l, 1lI, 4; definición reformada: IU, 1lI,
na: lit, IV, 1 Y ss.: IV, XLX, 14-17; Y Bautismo: IV, xv, 4
1I1, 1lI, 4; ordinaria: 111, 1lI, 18; especial: 111,11I,
PoBREZA: 111, x, 5; xx, 46; ayuda en la Iglesia primitiva: IV. IV, 6; voto
pobreza: IV, IV, 6; XIII, 13, 19
PODER de hacer el bien por la gracia: 11,11I, 13 Y ss.
Poder de las/laves: 1II, IV, 5, 7,14; IV, 11,10; VI. 3 Y ss.: xr, 1; XV. 4;
XlX, 16; en cuanto a la disciplina: IV. XI, 2 Y ss.; en la confesión
auricular: JII, IV, 15 Y ss., 20 Y ss.; en el ministerio de la P
IV, XI, 1; tanto en público como en privado: IV. 22; y E
Santo: III, IV, 20. Véase Ministerio pastoral, Perdón. Remisián de los
pecados
PoDERES. separación de los: IV, XI, 3 Y ss., 15
POLÍTICA: 11,11, 13
POMPAS, en el papado: IV, v, 17 y ss. Véase Lujo
PORTEROS (orden eclesiástica): IV, IV, 9;XIX, 22 y ss.
POSTERIDAD: H, VIII. 19 Y ss.; carnal y espiritual de Abraharn ; IV, XVI, 12 Yss.
POTESTAD civil o terrenal: IV. XI, 3 Y ss.; de Cristo: II. XIl, 2; de los co
en la interpretación de la Escritura: IV, rx, 14
Potestad de Dios: IU, XX, 2,40; en la Creación: 1, v. 2 y ss.;
absoluta: l. XVlI, 2; 11I. XXIII, 2, 4 Yss.; IV, XVII, 24 Y ss.: y re
PROFETAS: 1, VI, 2; VIII,7; IV. 1, 5; del A.T.: 11, IX, 1; x, XI, 10;
autoridad: IV, VIII,3,6; infieles a la verdad: IV,
nisterio: IV, 11I,4 Y ss,
PROQRESO en la vida cristiana: III, VI, 5. Véase Mortificación, Santifica
PRÓJIMO: 11, VIIl, 55. Véase Amor fraternal, Caridad
PROMESA(S), definición: 111, 11. 32; XIII, 4 Yss.; XVIII, 1 Yss.: xx, 17, 48;
cionales de la Ley: II, VII,4; Yelección: IIl, XXIV, 16; espiritua
XIV, 3; XVI, 2 Yss.; XVII, 39; XVIII, 19; XIX, 2, 8, 17,20; Y Bautismo:
IV, XV, 17; Y Santa Cena: IV, XVIl, 4, 11, 37, 43; terrenales y espiri-
tuales: 11,X-XI; su utilidad: Il, v, 10
Promesa, hacer una: véase Votos
PROPICIACiÓN de tos pecados, por Jesucristo: Hí, IV, 26. Véase Satisfaccion vicaria
PROPICIATORIO: 1, XI, 3
PROPIEDADES de las dos naturalezas de Cristo: Il, XIV
PROSÉLITOS: IV, XVI, 23 Yss.
PROVIDENCIA. : J, 11, 2; v, 2, 7 Y ss.; XIV, 17 Y ss., 22; XVI; 11,IV, 6 y ss.; VIII, 37 Y ss.,
55; IU, VII, 8 Yss.: VIII; IX, 3; XIV, 2; XX, 2, 40, 44,50 Yss.; XXIII, 7;
XXV, 3; IV, xx, 4, 6, 8; providencia ejercida por los ángeles: 1, XIV,
JI; en la conservación de la Escritura: 1, VIII, 8 y ss.: y magistrados:
IV. XX, 26 y ss.; objeciones contra la providencia: 1, XVII, 12 Y ss.;
XVlIl; alcance y sentido de la providencia: 1, XVII. Véase Causa
primera y causas segundas, Compulsión, Libertad, Necesidad, Respon-
sabilidad
PRUEBA del creyente por el sufrimiento: Il l, VIII, 4. Véase Sufrimientos del
cristiano
PRUEBAS de la verdad de la Escritura: 1, Vil!
PUEBLOS, su condición fijada por Dios: III, XXI, 5
PUNTOS FUNDAMENTALES: IV, n, 1, 12
PUREZA: Il, VIII, 41 Yss.
PURGATORIO: 111, v, 6 y ss.; IV. IX, 14
PUIl-IHCACIONE:S: IV. XIV, 20; en el A.T.: IV, XIV, 2J; XV,9 (véase Ceremonias);
y Bautismo: IV, xv, 9
QUERUBINFS: 1, xr, 3. Véase Angeles
QUIUASTAS: IlI, xxv, 5. Véase Milenaristas
RAZÓN: 1, XV, 1); corrompida por el pecado; n,l1; natural: 1, v, 1I y ss.;
11, u, 2, 4, 18, 20; III, x, 6; xx, 24; XXI, l ; XX111, 4; xxv, JI; IV, XVII,
24,35 y SS., 47; especulativa: 1, v, 11; XIV, 1, 3 Yss., 16; XV, 4; I1, 11,
12; Y fe: 11I, XXI, I Yss.
REALEZA de Jesucristo: 11, XVI, 15 Yss.; davídica: Ií, VI, 2 Yss,
REAUDAD en Cristo: IV, XIV, 22,25; del sacramento: IV, XVII, 10
RE8AUTISMO (no debe pracricarse): IV, XV, 16
REBELiÓN contra las autoridades: IV, XX, 29 Yss,
RECEPCiÓN de los catecúmenos: IV, XIX, 13
RECOMPENSA de la vida eterna: IIl, XVIII, 1, 3. Véase Remuneración, Vicia eterna
RECONCIUACIÓN, por Cristo: 11, xv, 6; XVI, 2 Yss.: In, XI, 1,4,21 y ss.; y oración:
lII,xx,9
RECONOCIMIENTO para con los hombres; 1, XVII, 9; para con Dios: Véase Acción de
gracias
RECUERDO de los muertos: 111, xx, 25
RWENCIÓN: Il, VHJ, 15; XVI, 1 Yss.; 111, XXV, 2 Yss.; y misa: IV, XVIII, 6
REDENTOR, revelado por la Escritura: 1, VI, I
REFORMA, no es una sedición; pág. xxv
REGENERACiÓN: 1, XIII, 14; xv,4; Il, 1, 9; u, 19 y SS., 27; 11I,1,6, 8; v, 15; xnI,2;
111,11, 11 Yss., 34; 11I,6 Yss., 19; VI, 1; XI, 1,6; XIII, 5; XIV, 5 Yss.:
XVII, S y S~.; XX, 10; XXI, 7; XXIV, 1; IV, XVI, 2 Yss.: e imagen de
Dios: 1, XV, 4; su progresividad: lll, IIl, 9; Y Bautismo: IV, xv, 2 y
ss.: XVI, 25 y ss.; de los niños: IV, XVI, 17 Yss.: sus frutos: IIl, XIV,
19; Y justificación: Hl, XI, 11; por la Palabra: IV, 1,6
REGENERADOS: II, 11, 27
RÉGIMEN espiritual: IV, XX, 1 Yss.: temporal: IV, xx, 2
REGJMENES POdTlcos: IV, XX, 8. Véase Aristocracia, Democracia, Monarquía
REGLA para bien vivir: Il, 11, 22 y ss.; IV, x, 7. Véase Servicio de Dios
REINO de Dios: 1, VI, 3; 1lI, XX, 42 (véase Dios); de Cristo: 1, XIV, 15, 18;
JI, xv, 3 Y SS.; xxv, 5 (véase Jesucristo)
Reino de los cielos: H, IX, 5; xv, 3 y ss.: III, xx, 42; XXV, 10; unido
a la remisión de los pecados: lIl, 111, 19; comenzado ya en la tierra: IV, xx,
2; reino espiritual, Civil o político: 1II, XIX, 15
ÍNDICE DE MATERIAS 1257
21 Y ss.; xur, 3 y ss.; XIV, 10, 12 Y ss., xvn, 3; XX, 9; IV, XVI,
XVII, 2; XVIII, 3 Yss.; en el A.T.: 11,VII, 17; Y Bautismo: IV, XV, 1,
3 Yss., 6,14; XVI, 22; continua: ut, IV, 27; IV, 1,22-29; e Iglesia:
IV,I,4,20yss.; e imposición de manos: IV, XIX, 14,16; fuente de
obras buenas: III, XVJ, 4. Véase Perdón
REMUNERACIÓN de las obras: J, V, 10; 1I, V,2; 111, XJv,21; XV; XVI, 3; XVII, 1 y ss.; XVtII
RENOVACIÓN FINAl: 111, XXV, 2
RENTAS eclesiásticas; Véase Rimo eclesiásticos
RENUNCIA en cuanto a los hombres y en cuanto a Dios: III, VII; de nuestra
voluntad: 11, VTJl, 28 y ss.; 111, xv, 8; XVIll, 4; XX, 42 Yss,
REPOSO de la conciencia: JI, XV, 6; XVI, 5: III, tt, 16 Yss.; IV, 2, 14, 24, 27;
XI, 1!; xu, 3 y ss.; xru, 3 y ss.: XIV, 18; XV, 7; xvn, 11; XIX,
7 Yss.: XX, 2, 9; XXI. 1; xXlv,4; IV, XIX, 2; de Dios antes de la
creación: 1, XIV, 1; de la fe: 111, n, 37; xx,47; espiritual: JI, VIlI,
RETORNO de Cristo: 11, XVI, 17 Y ss.: 1Il, XX, 42; XXV, 1 Y ss.: y Santa
IV, XVIl. 37
REVElACIÓN de Dios por la Escritura: 1, VI; los órganos de la revelación: IV, vm,
1 y ss.
REVERENrlA para con los superiores: Véase Honor
REYES: IV, XX, 25 Yss.
RIQUEZAS: 11,VI11, 45 y SS.; 1l1, XIX, 9; XX, 46; Y oración; 111, XX, 44
XIV, 4 Yss., 9; x-x, 42, Mí; XXI, 7; XXII, 1, XXIII, 12 YSS.; Y Bautismo:
IV, XV, 2; XVI, 29; de los dones de Dios: 11I, VII, 5; XX, 28; de la
Iglesia: IV, VIII, 12; Y elección: 1lI, XXII, 2 Yss.: de los niños: IV.
XVI, 17 Y SS.; por el Espíritu: 111, 1, 2; Yjustificación: I1I, XVI, I Y ss.:
de los escolásticos: 111, XIV, II
Santificación de Cristo: 11, xv, 6; xVII,6; 111, XXIV, 8; IV, XVI, 18;
del nombre de Dios: 11, VIlI, 22 y ss.; 111, XX, 6, 35,4 J ; del dia de
reposo: Ir, VIII, 28 Y ss.: de la misa: IV, XVlII, 3 y ss., 7
SANTOS: 1I, 11I, 9; su segunda d: II1, X IV, 18 Y ss, (véase Se g1"i dad, C'omunián
de los santos, Per se verancia final); jura r por los santos: 11, VIII, 25
Yss.: sus méritos e intercesión: 1, XII, 1; I [1, XX, 21 Yss.; santos
difuntos: Véase Glorificados
SAT.'N (y los demonios): pig. XXXIX Yss.: 1, VI1l, 2,5,9, 11; IX,2; x,4;
xrtr, 1,21,29; XIV, 3,9, 13 Yss.: 11,1,4 Yss.; n, 10; 111,5,9; IV, I
Yss.: VIII, I5, 18, 57; 1x, 1; Xv, 4; XVI, 7, 11; IIl, Il, lO, 21, 24, 31;
W, 15; V, 2, 6 Y ss., 10; VIIJ, 7; IX, 6,12; xll,4; XVI,2; XVIt, 1, 11;
XIX, 13; XX, 16,42 Y55,,46; XXIV, XXv, 7, 9; IV, IX, 6, 9; xII,12,
11; XVIII, 1 Y ss., Il, IV, 2, 5; XVI!, sus milagros: pago xxx ;
D
E
M
A
T
E
R
I
A
S
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VISIONES: 1, VJ, 2
VIVIFlCACIÓN, parte de la penitencia: ni, 1II, 3, 8
VOCMIULARIO teólogico y Sagrada Escritura: 1, xm, 3 Yss.; In, xv, 2
VOCACiÓN: 1I, VlIJ, 45; Hl, VI, 2; X, 3,6; XJI, 8; XIV, 5, 19; XXI,7; los dones necesarios:
11,11,17; eficaz (o interna): I11, XXN; IV, 1, 2; externa (o universal): 111,
XXI, 7; XXII, 10; xxru, l3; XXIV, 8; IV, m. 11; espe-cial: IIl, XXIV, 8