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Biblioteca

J. M. Briceño Guerrero
3 X 1= 4
3 X 1= 4
retratos
Jonuel Brigue
Biblioteca J. M. Briceño Guerrero
Dirigida por Centro Editorial La Castalia

3 X 1 = 4. Retratos
© J. M. Briceño Guerrero, 2012

1ª edición, La Castalia, 2012

© De esta edición
Ediciones La Castalia
© Biblioteca J. M. Briceño Guerrero

Imagen de portada
Marc Chagall. La aparición de la familia del artista, 1947. Detalle.
Óleo sobre lienzo, 123 x 112 cm
París, Museo Nacional de Arte Moderno

Imagen de portadilla
Mariana Gil

Cuidado de los textos


Wilmer Zambrano Castro / Cristina Fustec

Coordinación gráfica
José Gregorio Romero

Colección al cuidado de
José Gregorio Vásquez C.

Impresión
Producciones Editoriales C. A.
proedito@gmail.com
Mérida, Venezuela, 2012

Hecho el Depósito de Ley


Depósito Legal: LF07420128002715
ISBN: 978-980-7123-10-5

Ediciones del Centro Editorial La Castalia


Mérida, Venezuela
lacastalia@gmail.com

Reservados todos los derechos

Impreso en Mérida, Venezuela


Fuerte como el amor es Ella
irrevocable
inexorable
e inenarrable
Primer retrato

Nano

Los cristales están empañados por la lluvia y la neblina.


Pero el calor del recuerdo los desempaña poco a poco. Tanto,
que entreveo y luego veo claramente la aglomeración y la
algarabía de estudiantes frente al Liceo Lisandro Alvarado;
escucho sus voces pidiendo arepa y café con leche para de-
sayunar. Todavía no son las siete de la mañana. El vendedor
en su quiosco se afana por servir; su ayudante se confunde
ante tantos pedidos y se equivoca al dar el vuelto. En vez de
desayunar en su casa, muchos estudiantes prefieren pagar
real y medio para conseguir a empujones la humeante taza
y la arepa que chorrea mantequilla.

De repente suena el timbre que anuncia la primera clase.


Todos corren. Yo me quedo atrás cojeando. Debería entrar
antes para no llegar tarde a clases. Afortunadamente la pri-
mera clase es de Educación Artística: el profesor no es muy
estricto y él mismo a veces llega tarde.

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Alguien pasa por mi lado a toda prisa y me empuja bru-
talmente gritando «Kabir, Kabir, pata de reír; Kabir, Kabir,
pata de freír».

No es muy diferente del otro local donde estudiamos el


primer año. Solo que el cafetín estaba dentro del edificio.
Era una casa colonial enorme con grandes salones y anchos
corredores, cerca de la plaza Bolívar. Pero en el edificio actual
cabían más estudiantes pues había sido construido para ser
liceo y tenía tres pisos además de amplísimos patios. De la
casa colonial recuerdo las primeras clases. Yo venía de Barinas
y no conocía a nadie; pero me fue bien en los interrogatorios
y en los exámenes. Recuerdo también los paseos durante el
receso y a una muchacha llamada Nely Lameda. Nunca me
atrevía a hablarle. Otros sí; y caminaban con ella por los
corredores. El Liceo era mixto. No así en Barinas donde las
muchachas estaban en otra casa, con otros maestros.

De la casa vieja recuerdo especialmente la ceremonia de


fin de curso completamente desconocida para mí: todos los
alumnos amontonaban en el patio central los cuadernos,
libros, lápices y demás enseres de estudio. Se formaba una
pirámide y se le metía fuego entre grandes demostraciones
de alegría con danzas caóticas y gritos salvajes.En el nuevo
edificio del Liceo no vi nada semejante.

El nuevo edificio fue construido al lado de Las Tres To-


rres: una prisión de la época de Juan Vicente Gómez donde
torturaban a los enemigos del régimen y los hacían dormir
sobre el suelo sembrado de sal para que se enfermaran y
murieran. Yo visité los calabozos de esa prisión antes de la

[10]
demolición. En su lugar se construyó un laberinto, obra de
un saltimbanqui. Cobraba dos bolívares por entrar y daba
veinte al que lograra salir. Nadie encontraba la salida; tenía
que entrar el saltimbanqui a sacarlo. Yo sí salí. Fue mi pri-
mera distinción y repartí los veinte bolívares entre mis com-
pañeros; hicimos una fiesta. Nadie hizo referencia a mi pie
torcido por la parálisis infantil; nadie me dijo: «Kabir, Kabir,
pata de partir; Kabir, Kabir, pata de morir», ni ninguna otra
variante inspirada en mi nombre. Pero seguí siendo extraño,
fuereño, veguero. En realidad todos eran de Barquisimeto y
de otros pueblos de estado Lara y se conocían. No me sentían
ni me trataban como a un compañero ni yo me sentía tal.
Sin embargo se copiaban de mí en los exámenes escritos. Es
de creer que la Escuela Federal Graduada Carlos Soublette,
de Barinas, era mejor que las de Lara.

Mi situación en el grupo cambió por un incidente: era


costumbre entre muchos muchachos pelear para decidir
quién era más fuerte o para maltratar a los más débiles en
una operación llamada «caciquear». Uno llamado Carlitos se
acercó a pegarme para demostrar su fuerza, pero otro llama-
do «el Sapo Crespo», se interpuso y le dijo: «Pégame a mí».
Carlitos desistió. El Sapo Crespo era de Carora. Por él supe
que en ese pueblo todos tienen sobrenombres peregrinos,
derivados de variantes infantiles del nombre verdadero, o de
apodos señalando el parecido con animales o con personajes
de cuentos y leyendas. Pronto formé grupo con los otros
caroreños que eran «godos» y con otro que no era «godo»

[11]
pero era hijo natural de un «godo». Éste hacía conmigo las
tareas de matemáticas. Los «godos» me invitaron a Carora y
me llevaron al Club Torres. Era una casa grande y vacía; unas
cuantas mesas, muchas sillas, y gran cantidad de botellones
de cerveza enfriándose entre bloques de hielo. Comenzaron
a beber cerveza. Aceptaron que yo fuera abstemio y pidieron
refrescos para mí. Cuando vaciaban un botellón lo ponían
pegado a la pared, en fila. La meta era dar la vuelta completa
a la habitación. Chemías anunció que proponía una segunda
vuelta al terminar la primera.

Actualmente hay en Carora una bellísima edificación


para albergar al Club Torres. Tiene piscina, restaurante,
salas de reunión, salas de juego y una atmósfera realmente
distinguida y acogedora. Recientemente estuve en ese club
después de tantos años y le conté al administrador mi visita
de adolescente a las instalaciones antiguas. «No ha cambiado
mucho», me dijo entre dientes.

En el nuevo edificio del Liceo se multiplicaron los


«actos culturales». Una o dos veces cada semana, músicos,
declamadores, actores de teatro, payasos, todos alumnos
provenientes de Barquisimeto y de los pueblos del estado
Lara, organizaban presentaciones artísticas e intelectuales
en el auditorio. Un periódico mural cambiado cada semana
contenía las expresiones de pensamiento, las críticas, los
poemas, los debates de ideas.

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Aumentó considerablemente el número de alumnos.
Habiendo hecho amistad con los primeros cinco caroreños
se me hizo fácil conocer a los recién llegados de esa ciudad.
Eran audaces y desinhibidos. Participaban en política de
partidos y discurrían con facilidad. Tenían contactos con
dirigentes nacionales y escribían en periódicos de Caracas
(¡!). Declamaban poemas inventando la gesticulación ade-
cuada. Me impresionó la recitación del Canto a Bolívar de
Neruda por parte de uno llamado Cheíto Herrera, sobre
todo la parte donde se dice: «junto a mi mano hay otra, y
hay otra junto a ella y otra más hasta el fondo infinito del
continente oscuro». Las manos de Cheíto se desplazaban la
una detrás de la otra hacia atrás por la izquierda y parecían
perderse en la penumbra del fondo del escenario.

Un maestro de Carora a quien llamaban don Chío los


había iniciado en los temas universales del pensamiento
humano y los había incitado a tomar partido en problemas
locales y nacionales. También en El Tocuyo, Quíbor, Cura-
rigua… y otros, había maestros insignes.

Los maestros de Barinas y sus pueblos no se quedaban


atrás. Tengo por ellos gratitud y respeto. Pero yo, ni allá ni
aquí me incliné hacia la participación en asuntos públicos.
Me sentía extraño. Veía todas esas actividades como perte-
necientes a un ámbito no mío. Yo no participaba. No sentía
deber ni derecho. Era como si yo hubiera venido al mundo
para ver no más. Mi maestro de Sabaneta, Rafael Eligio Pera-
za, sin apodos, me había enseñado que los griegos llamaban
idiota al que se ocupaba solo de sus asuntos personales y no
participaba en los asuntos públicos, al que no era político.

[13]
Según él, el hombre en plenitud es el ciudadano responsable
de la comunidad. Más tarde en la Escuela Soublette, Elías
Cordero U. y Herminio León Colmenares robustecieron ese
punto de vista y publicaban un periódico impreso llamado
Senderos. Yo colaboraba con poemas, cuentos y crucigramas,
pero no tocaba cuestiones políticas.

En el Liceo Lisandro Alvarado de Barquisimeto pensé


que mi alejamiento de temas controversiales se debía a mi
defecto físico, a ese pie derecho torcido hacia afuera y débil,
que me obligaba a cojear, y a los brazos flacos poco aptos
para las peleas a agarrones y puñetazos. Pero, pensándolo
bien, comprendí que no podía ser así, porque, no sintiendo
esa inclinación, no me sentía estorbado ni impedido.

En un club AJV, donde me llevaron algunos compañe-


ros, practiqué el ping-pong, las bochas criollas y el ajedrez.
También allí me interesé por colaborar en un programa
de alfabetización de adultos. Aprendí el método Laubach
y alfabeticé siete o nueve, pero no recuerdo el número,
recuerdo a las personas. Un albañil que exclamaba todo el
tiempo: «Gloria a Dios»; un herrero completamente negro;
una sirvienta en casa de ricos; una muchacha encargada
de cuidar quíntuples, huérfanos de una madre que murió
de parto; una señora en extrema pobreza llamada Lastenia
Crespo… Podía pues colaborar en tareas de la comunidad
pero sin discursos, partidos, elecciones.

El sentimiento de no pertenecer a ninguna comunidad


comenzó a formarse en la infancia. Debido al trabajo de mi
papá, mi familia se mudaba de aldea casi cada año. Apenas

[14]
comenzaba yo a familiarizarme con un grupo de niños de la
misma edad en la escuela, nos mudábamos a otro pueblo en
el cual yo volvía a ser fuereño, veguero, extraño, extranjero,
casi musiú. Sin duda por eso me impresionó tanto el sentido
de pertenencia de los caroreños, el amor por su pueblo, la
condición de familia extendida; y no solo entre los «godos»;
los pobres también tenían el mismo sentido de pertenencia,
el mismo amor por su aldea y sus gentes. Como planeta
errante yo sentí la poderosa fuerza gravitatoria de ese sol
de la fraternidad y me quedé girando en torno a su centro
de cariño. Nunca me rechazaron, siempre me protegieron.

Pero el mayor acercamiento a Carora lo experimenté


cuando conocí a Nano. Fue durante las clases de Psicología,
Historia, Ciencias Naturales. No se dio nunca el caso de
que un profesor explicara algo sin que un alumno caroreño
pidiera la palabra para solicitar mayor información, poner
en duda una teoría, contradecir una conclusión; pero el más
poderoso era Nano.

Un ejemplo:
Profesor: —Se llama hábito una tendencia a la repetición
cuando algo ha sido hecho varias veces.
Nano: —¿Esa tendencia es propia de los seres humanos
o puede darse entre los otros seres vivos y aún entre seres
inanimados?
Profesor: —Me refiero especialmente a los seres humanos,
pero quizás puede extenderse a otros seres vivos entre los

[15]
animales y los vegetales. Sin embargo, no puede producirse
entre los seres inanimados. Es característica de la vida.
Nano: —Si yo doblo esta hoja de papel se abre. Si la
vuelvo a doblar varias veces, tiende a doblarse sola y, en el
límite, a quedarse cerrada. ¿Puedo decir que se ha habituado?
¿Se da el hábito entre los seres inanimados?
Profesor (desconcertado): —Bueno sí… claro que no.
Una hoja de papel no es un ser vivo, aunque sí, parece que sí.
Nano (implacable): —Habría que declarar a una hoja de
papel ser vivo o cambiar la definición de hábito.
–Profesor: —Continuaremos en otra ocasión pues ya va
a sonar la campana del receso.

Con intervenciones de este género Nano se convirtió


en el terror de los profesores y la alegría de los compañeros
quienes lo llamaron «el Genio de Carora», en parte por iro-
nía, en parte por admiración, en parte por agradecimiento:
las clases solían volverse muy fastidiosas.

Cuando pasamos a la Universidad Central, en Caracas,


Nano ya era dirigente en un partido político de oposición
a la dictadura. El edificio de la Universidad, donde ahora
trabajan las academias, estaba rodeado de soldados armados
con fusiles de bayoneta y ametralladoras. Se temía la entrada
violenta del ejército para doblegar a los manifestantes que
habían tomado ya las instalaciones administrativas de la
UCV. Nano se montó en un cajón y nos arengó para resis-
tir valientemente. Pero quizás la vívida descripción de las

[16]
atrocidades militares más bien quitaba que animaba el valor.
Recuerdo casi literalmente las palabras finales de su discurso:
«Ha llegado la hora en que el estudiantado venezolano no
tema más ni la presencia hostil de los fusiles, ni la presión
nefasta de las bayonetas, ni el tartamudeo macabro de las
ametralladoras».

En ese instante alguien rastrilló un machete en el piso de


cemento y el pánico se apoderó de nosotros. Huimos bus-
cando refugio. Debido a mi defecto físico yo tardé en llegar
a la posada donde vivíamos y encontré a Nano instalado
en el recibo. Ya había averiguado quién era el autor de la
pesadísima broma, pues no podía ser sino una broma muy
inoportuna. Se trataba de un caroreño copeyano compro-
metido con nuestro movimiento, pero incapaz de reprimir
su sentido del humor. Era el apodado «Belcebú», gigante
de piel obscura que en Mérida dos años más tarde, mató de
un puñetazo en la frente a un policía que lo planeaba con
una peinilla.

Acompañé a Nano. Fuimos a buscarlo y Nano lo repren-


dió fuertemente en tono desafiante. Pero él pidió disculpas,
reconoció que se le había pasado la mano y prometió ser
más respetuoso y cuidadoso cuando se tratase de situaciones
peligrosas.

Debo decir que para mí todo aquello era un espectácu-


lo. Incluso yo mismo, corriendo y trastabillando, con esa
pata coja, acompañando a Nano para desafiar y enfrentar a
Belcebú, yo mismo era parte del espectáculo. Era como si
yo me dividiera y mi parte más íntima se quedara mirando
sin participar.
[17]
Otro recuerdo: Fuimos a la playa Nano y yo, a bañarnos
en el mar. Comimos pescado frito con arepa y vagamos a lo
largo de la rompiente. Llegada la noche nos dimos cuenta
de que no teníamos dinero. Habíamos gastado lo poco que
teníamos en comida y bebida. Cada uno creía que el otro
tenía dinero guardado para el retorno. Nos quedamos a
dormir en la playa, bajo la luna llena, protegidos por unos
cocoteros. Mientras dormíamos, la luna cambió de posición
y nada nos protegía de su luz. Amanecimos alunados: la cara
y la cabeza hinchadas. Cuando los burros se dejan amarrados,
sin protección, se alunan y cuesta mucho sacarles la luna
—me explico Nano— y es necesario recurrir a una bruja.

Regresamos pidiéndole la cola a un camionero y tardamos


tres días hasta que la luna se salió sin bruja, y nos dejó mal-
trechos, arrepentidos de la imprudente excursión. Gente de
tierra adentro no debe ir a la playa sin grandes precauciones,
que lo digan Los persas de Esquilo.

En un colegio caraqueño, propiedad de Hugo Ruan,


había caroreños: algún profesor de Historia y el guardián del
internado. Se trataba de un retén. Ahí mandaban a los ado-
lescentes indisciplinados y violentos de toda Caracas. Nano
comenzó a trabajar como guardián nocturno para impedir la
fuga de los reclusos. A mí me pusieron de profesor de Inglés.
No sé cómo sobrevivió Nano a las insidias y trampas de los
internos, quienes por cierto le pusieron el sobrenombre de
Topo. Los caroreños aseguraban que Nano, efectivamente,
se parecía a su animal epónimo. Logró sobrevivir. Yo, por
mi parte, flaco y debilucho, con esa pata torcida, no logré
mantener la disciplina en clase. Eran muchachos grandes y

[18]
fuertes. Me llamaban «ayúdame a vivir» por la publicidad
de entonces a favor de los minusválidos, y escenificaban
batallas campales en clases, montándose en los pupitres,
y lanzándose tizas y libros como proyectiles, mientras yo
explicaba el posesivo sajón. Tuvo que venir el director Hugo
Ruan, dijo que ese puesto era para hombres y me despidió.

Me puse a buscar trabajo en toda Caracas. Fui a no menos


de cuarenta escuelas de comercio y liceos ofreciéndome como
profesor de Inglés. Caracas era para entonces una ciudad en
demolición. El ruido de los taladros y las bolas rompe-casas
era omnipresente: bellos edificios caían con estrépito. ¿Por
qué no podía construirse otra ciudad sin destruir esta? Me
costó mucho acostumbrarme al polvo y al ruido. Me puse
más flaco y más pálido. Tosía todo el tiempo. Mientras tan-
to los caroreños me daban de comer clandestinamente, en
el comedor de empleados del retén Ruan, y matábamos el
tiempo triste con largas conversaciones nocturnas, mientras
vigilábamos los cerrojos y los altos muros del internado.

De los cuarenta y tantos sitios donde busqué trabajo,


dos me emplearon. En una escuela de comercio del centro
más ruidoso, la directora y dueña, una señora chilena, habló
conmigo en inglés para comprobar si yo sabía y me puso
a dar clases. En un liceo, propiedad de catalanes, no solo
me dieron trabajo, sino que también me dieron residencia
en una enorme casa donde vivían, cocinaban y comían.
Eran inmigrantes y me adoptaron como a una especie de
inmigrante interno. Conocí la fraternidad de los que lu-
chan por sobrevivir. Les causaba gracia que yo me levantara
temprano a estudiar idiomas y me iniciaron en su cultura
y sus costumbres.

[19]
El gobierno cerró la Universidad. Yo seguí estudios en
el Pedagógico.

Como además de ser cojo me dejé crecer la barba, en


algunos medios estudiantiles donde no había caroreños ni
catalanes ni dama chilena, me tiraban piedras, me decían:
«chivit-chivit», e imitaban el grito de la cabra, pronunciaban
inconscientemente la tragedia: en griego antiguo tragedia
significa canción de la cabra: beé–beé. Yo veía con indiferencia
a esos muchachos grandes y fuertes, bien vestidos, maltra-
tando al provincianito raro y me preguntaba qué significado
podía tener todo eso. Tanto el minusválido chivudo como
sus angustiadores parecían representar una obra de teatro y
yo miraba.

En El Silencio, urbanización diseñada por un gran arqui-


tecto, me puso conversación un hombre vestido de blanco,
con guantes blancos, zapatos y sombrero negros. No sé cómo
la conversación llegó al tema del teatro. El desconocido, un
tanto amanerado en sus modales y su dicción, me dijo que
los chinos se reunían en un gran restaurante para comer. Uno
de los lados del restaurante era un espacio vacío más alto
donde unas personas se amaban sin amarse, se odiaban sin
odiarse, se mataban sin matarse, morían sin morir, se em-
briagaban sin embriagarse. También me dijo que, según los
chinos, además del teatro representado en el escenario como
teatro, toda persona hace teatro, tan pronto como es mirada
por alguien: que todo el mundo está siempre representando

[20]
un papel, inconsciente en general. Toda la educación, según
él, consiste en aprender roles para participar en la obra de
teatro que es cada cultura, cada sociedad, cada civilización.

Le conté todo esto a Nano. Él estaba familiarizado con


este tema. Para ver quién era él mismo, cuando no hacía
ningún papel, cuando nadie lo miraba, se había ido a pasar
unos días solo en Jabón, uno de esos pueblos de caroreños
sobre las últimas estribaciones de los Andes. Se levantó
temprano y se puso a ver los cambiantes colores del Este
antes de la salida del sol y, de repente, se dio cuenta de que
estaba haciendo el papel de un hombre solo que mira los
dedos rosados de la aurora incansable y lejana.

Además, me leyó una página de Shakespeare donde se


afirma que este mundo es un escenario y todos estamos
actuando todo el tiempo, hasta que la muerte baja el telón.

En toda esta idea parece tratarse de un fin último, de un


«no hay nada más allá». No me satisfizo esa concepción. No
era una explicación concluyente. Era más bien un comienzo.
Pues para mí surge inmediatamente la pregunta ¿quién soy
yo que hago esos papeles? y ¿qué es lo que realmente está
pasando?, ¿puedo distinguir entre ficción y realidad?

Recuerdo un incidente del Liceo Lisandro Alvarado: se


estaba preparando una obra de teatro y se examinaba a los
actores in spe. Un muchacho muy interesado en actuar no
pudo recibir ningún papel grande y solo le quedó el de entrar
al escenario, ver un cadáver en el suelo, exclamar: «¡Oh un
cadáver!», y salir corriendo. Todo su amor por la actuación

[21]
se concentró en ese cortísimo papel. En todas partes lo
repetía. Para saludar decía: «¡Oh un cadáver!». Le regalé
una arepa y me dijo: «¡Oh un cadáver!», abriendo los
ojos asombrado y levantando los brazos al cielo. Cuando
llegó el momento cumbre, la hora de la verdad, entró al
escenario que nunca había visto antes y se encontró con
un actor en el papel de muerto, la sangre le manchaba
la ropa y heridas grandes le surcaban el pecho y la cara.
Aterrado gritó: «¡Coño, un muerto!», y corrió despavorido
pidiendo socorro.

De alguna manera en relación con el teatro había entonces


una tradición fuerte: la declamación. Comenzando en la
escuela primaria se declamaban poemas. Era indispensable
en los actos culturales. Era tan importante que se formaban
declamadores profesionales. Vivían de la declamación, se
desplazaban de ciudad en ciudad, de aldea en aldea, de
escuela en escuela. La gente los recibía con entusiasmo, les
hacía peticiones, los aplaudía clamorosamente.

Casi conocía uno a los poetas antiguos o recientes, gracias


a los declamadores. Algunos alcanzaban fama y prestigio
fuera del país. Una presentación de declamación duraba lo
mismo que un concierto o una pieza de teatro. Se dividía en
dos o tres partes, con intermedio. Podían limitarse a poemas
de un solo poeta. Se dio el caso de poetas que declamaban
sus propios poemas en largas y estimadas sesiones. El público
hacía peticiones, a veces pedía repetición. Se conseguían

[22]
discos de acetato con sesiones enteras. Se publicaban libros
con los poemas favoritos de tal o cual declamador.

Yo no me perdía ningún concierto y llegué a conocer


excelentes artistas del género. Recuerdo a una declamadora
argentina llamada Bertha Singermann que actuó en el Teatro
Municipal de Caracas. Dejé de comer para pagar la entrada.
Entre otros poemas, ella declamó el Responso a Verlaine de
Rubén Darío. Durante su declamación se produjo un curioso
incidente: el poema contiene muchas palabras no conocidas
por el público en general: panida, liróforo, instrumento
olímpico, siringa, agreste, propileo, sistro, Filomela, proter-
vo… la gente se extrañaba sin decirlo, pero cuando Bertha
Singermann llegó al verso donde Darío dice a Verlaine:
«Que púberes canéforas te ofrenden el acanto», un borrachín
sin duda, desde el gallinero, gritó: «Lo que entendí fue qué».
La extrañeza reprimida del público se derramó en risa; la
propia declamadora se rio, esperó un poco y se mudó para
la Sonatina. Nano le pidió que declamara Lo fatal.

Los caroreños gastaron mucho dinero para hacer venir a


Pablo Neruda. Fue un poco decepcionante porque repetía
el mismo sonsonete sin variantes. Cualquier liceísta sabía
modular la voz adaptándola a los significados y acompa-
ñándola con gestos y ademanes expresivos. Neruda no se
movía, era como si quisiera dormir culebras. Cobró caro.
Pero complació a los caroreños diciendo: «Si el sol volviera
a nacer, nacería en Carora», frase incomprensible porque el
sol nace todos los días; tal vez se refería al poderoso calor
en la ciudad, al fuego infernal de su diablo. En Guanare
—dicen— el Partido Comunista tuvo que reunirle veinte
mil bolívares.

[23]
El Club Torres, me cuenta Nano, trajo una vez a un gran
declamador venezolano, Balbino Blanco Sánchez, creo. Al
terminar, un godo medio borracho, le pidió que recitara otra
vez «El poema de las tetas». Se trataba de El milagro pequeño
de Alejandro Casona: «Era una pobre niña / que aún no
tenía senos… / y la niña lloraba: / ¡yo quiero tener senos! /
¡Señor, haz un milagro!, / un milagro pequeño / pero Dios
no la oía, / allá arriba tan lejos... / Y cogió dos palomas, / se
las puso en el pecho… / Pero las dos palomas / levantaron
el vuelo. / Y cogió dos estrellas, / se las puso en el pecho…
/ Las estrellas temblaron y se apagaron luego. / Y cogió dos
magnolias, / se las puso en el pecho… / Las dos magnolias
blancas / deshojaron sus pétalos. / Y cogió dos panales, / se
los puso en el pecho… / Y la miel y la cera se helaron en el
viento. / ¡Un milagro, Señor / un milagro pequeño! / Pero
Dios no la oía, / allá arriba tan lejos. / Cuando llegó el amor;
/ se le entró pecho adentro / ¡y se sintió florida! / Le nacieron
dos senos / con picos de palomas, / con temblor de luceros,
/ como magnolias, blancos; / como panales llenos, igual que
dos milagros… / dos milagros pequeños».

El poema de las tetas. Nano celebraba la rudeza de algunos


caroreños porque los libraba de ridículas sensiblerías y los
mantenía en la actitud viril con que habían enfrentado al
desierto y lo habían vencido. Otros pueblos, muy refinados,
organizan matanzas de congéneres excluidos y preparan
guerras de exterminio para robar tesoros naturales.

Antes de mudarse el Liceo para el edificio nuevo, en


la casona vieja se practicaba este género de recitación: el
[24]
que llevaba la palabra se mantenía inmóvil, solo movía los
músculos de la cara; el encargado de los ademanes se situaba
detrás, pasaba los brazos por debajo de las axilas del primero
y accionaba.

En la primera parte del corredor donde se recitaba, ha-


blaban los conferencistas. A los nuevos nos contaban que
José Gil Fortoul había dado allí una conferencia. Nadie
podía decir sobre qué tema. Lo cierto es que citó a Mirabeau
y lo pronunció así como se escribe en castellano; uno de
los presentes lo corrigió groseramente: «Mirabó, animal».
Entonces Gil Fortoul dijo: «Yo ignoraba que el público pre-
sente fuera tan conocedor y defensor de la lengua francesa.
En su obsequio voy a continuar mi discurso en francés». Y
habló dos horas ante el silencio incómodo del público y la
vergüenza del corrector.

Toda la vida es teatro y cuentos, por olas como el mar cara


de borracho, dijo Nano una vez, se deshace en la rompiente y
vuelve a comenzar con pocas variantes. Yo le argumenté que
Platón, por ejemplo, no se ha desecho en veinticuatro siglos.
Pero en millones de milenios, retrucó Nano, no habrá nadie
para recordarlo y la Tierra misma no es eterna, ni el sistema
solar. No creía en la inmortalidad de nada. Pero creía en el
presente y en lo que se puede hacer, a conciencia de que es
efímero. Creía en el valor de las artes no por su duración
sino por su creación de sentido y belleza para un momento.
Un día o un milenio, los aqueja la misma transitoriedad.

[25]
Sin embargo, admitía, hay instantes de plenitud. No quise
contradecirlo ni preguntarle más. Preferí el silencio y así
nos quedamos largo rato mientras el sol trataba en vano de
quemar los cujíes.

10

A propósito de cujíes, recuerdo la enorme impresión que


me produjo un campo de tunas y cardones con cujíes disper-
sos. Atravesábamos sin camino hacia una casa pequeña en la
distancia. Techo de paja, paredes de bahareque. Ese campo
era totalmente extraño para mí, llanero del llano adentro. A
cada paso temía espinarme. Nano me advirtió sobre culebras
de picada mortal; mis botas de minusválido me protegían
bien, pensé. Al fin llegamos. Un burro amarrado, leña segura;
un cochinito, gallinas; un pilón con su mano de pilón, cosa
extraña porque no se veía ninguna plantación de maíz. Nano
tocó. Una voz dijo «adelante». Nano empujó y abrió. Yo casi
di un paso atrás, como si de repente se abriera ante mí un
cielo inmerecido: láminas perfectas de madera pulida con
forma de partes de instrumentos musicales, algunos cuatros
colgados de la pared, un mostrador con instrumentos de
trabajo, escrupulosamente limpios. Un hombre anciano des-
nudo de la cintura para arriba, cepillando trozos de madera
que lanzaban crespos al suelo como si peluquearan ángeles.

No sé si la casa tenía un dormitorio, una cocina, un


comedor, un baño. Solo se percibía ese espacio mágico.
—Ahí está el suyo, le dijo el hombre a Nano, mostrándole
un cuatro cerca de la entrada. Nano lo bajó y me lo dio. —Es

[26]
para ti. El artesano sonrió y me miró como felicitándome.
Se parecía a la imagen que tengo de Hefesto, el doble cojo,
mi héroe mitológico.

En los llanos de Barinas yo había oído artistas: cuatris-


tas, guitarristas, maraqueros, bandolistas y cantantes, muy
buenos, por cierto. Pero siempre los sentí como músicos
y cantantes profesionales, tal vez porque en mi familia los
hombres no cantaban; mi papá, mis tíos y primos, escri-
bían poemas pero no cantaban. Mi mamá, mis tías y mis
primas sí. Mi tía Isolina tocaba guitarra como una diosa.
Inconscientemente, yo creía que un hombre serio y decente,
padre de familia, respeta y ama la música y a los músicos,
pero no le cuadra cantar ni tocar. Una impresión comple-
tamente subjetiva producto de mi vida familiar. Por eso me
impresionó ver y oír en Carora, hombres de hogar y trabajo
profesional descender a una actividad altamente estimable
pero impropia de caballeros.

Abomino ahora por supuesto ese prejuicio ridículo; pero


debo confesar que aún cantando el Himno Nacional en
grupo, siento degradada mi condición de hombre digno,
cojo y todo. Canto, sí, pero en estricta soledad. Sin testigos
no hay pecado.

Con ese cuatro desarrollé el vicio secreto de la música.


También hice alguna investigación casi sociológica. Lara
tiene fama de ser un estado especialmente distinguido por su
creatividad musical y por la cantidad de talentos musicales.
Yo entonces me puse a caminar por Barquisimeto con mi
flamante cuatro. Tan pronto como veía dos o tres personas

[27]
reunidas esquineando (se acostumbraba esquinear, es decir,
pararse en grupo a conversar en una esquina, de prefe-
rencia si vivía por ahí cerca alguna muchacha bonita; la
conversa de esquina podía continuar hasta altas horas de
la noche), me acercaba respetuosamente y les rogaba que
me ayudaran a afinar el cuatro, pues yo no tenía oído.
Hice eso incontables veces desafinando a propósito el
cuatro antes de cada consulta. Nunca se dio el caso de
que no hubiera uno o varios en cada grupo para afinar
inmediatamente el cuatro. Me pregunto si habrá algún lu-
gar de Francia o Alemania donde pudiera hacerse la misma
investigación con un violín. Sol-re-la-mi no es más difícil
que cambur pintón, hipócrita.

11

La mayor impresión de Carora sobre mí fue producida


por el amor de esa gente hacia su tierra. No me explico por
las apariencias: un peladero de chivos achicharrado por un
sol implacable y abandonado por la lluvia. En la ciudad de
Nutrias a mí me llamaban cuando niño «Cabeza de José
Herrera», por un visitante caroreño vendedor de piedras.
Los caroreños tienen, ¿tenían?, fama de cabezones. Se ex-
plicaba porque cuando pequeños cargaban latas de agua en
la cabeza. Así se trasladaba el agua desde pozos escuálidos
hasta las casas. Explico al vendedor de piedras: en el estado
Apure hay mucha agua y mucha arena y mucho barro según
las épocas del año; pero no hay piedras. José Herrera llegaba
con una carga en destartalado camión. La gente lo rodeaba
y se las compraba; para moler café o maíz, para amolar ma-

[28]
chetes y cuchillos, para sostener las puertas, para adorno,
para brujería, para usarlas como proyectiles tumba-ranchos.

El amor de los caroreños por su tierra no se limita a la


ciudad de Carora. Según mis observaciones, Carora incluye
a numerosos pueblos más pequeños e incluye también a El
Tocuyo, ciudad grande y hasta rival de Carora. Pienso esa
zona compuesta por muchos pueblos y dos cabezas. Carora
la ciudad y El Tocuyo con su rosario de aldeas y boros. Digo
esto tratando de poner orden en mis observaciones; pero fra-
caso, porque Quíbor se siente cabeza y es cabeza. Me rindo.
Pero siento una unidad con variantes; unidad por la música
y el amor patrio. Variantes por la riqueza en la creatividad
local fundadora de identidades.

Otro rasgo: la música y el amor al terruño son compar-


tidos por los godos y por los pobres. Pero hay godos pobres
y plebeyos ricos. Además tienen vínculos de sangre. Las
matronas godas decían a sus hijos varones «vayan a blanquear
los barrios» para evitar faltas de respeto a las muchachas
godas con las cuales solo podía considerarse matrimonio.
Pero los caminos de la lujuria son insidiosos y nocturnos.
No reconocen dirección oficial. A simple vista se distinguen
godos y plebeyos. Pero hay vínculos secretos además de los
gobernados por Afrodita. Hay lealtades profundas, irra-
cionales, desafían todo cálculo. La dialéctica del amo y del
esclavo analizada por Hegel se mueve torpemente cuando
tratamos de aplicarla a Carora.

La fraternidad de los caroreños es proverbial y maravilla


a los extraños. Una señora española casada con un caroreño

[29]
me dijo: «Carora no es una ciudad, no es una cultura, no
es una región, Carora es una secta». Y no es cosa solo de
estar dispuesto a ayudar al otro; es la confianza irracional
en el otro. La señora vive en Caracas con su esposo; se les
echó a perder el carro. Al lado hay un taller mecánico pero
el caroreño atravesó toda Caracas para llevarle el carro a un
caroreño. En otra ocasión, al caroreño le dio un infarto en
la calle; se desplomó y mascullaba algo con dificultad; ella
se arrodilló a su lado e inclinó la cabeza para oírlo: le estaba
dando el nombre y la dirección de un médico caroreño por
allá lejos en otra urbanización mientras había una clínica
a dos cuadras; le hizo caso y llamó; no puede explicarlo, a
los quince minutos estaba el médico ahí con toda la ayuda
necesaria.

Un caroreño se enfermó en Boston al lado del Saint


Elizabeth Hospital, joya de la medicina hipocrática, e inme-
diatamente llama a larga distancia a un médico caroreño,
quien lo escucha y lo receta. Con buen éxito además. ¿Será
una variante milagrosa del efecto placebo, tan bien lograda
como el ganado Carora?

Pero no es una fraternidad cerrada. Es como la masóni-


ca cuya cadena está siempre abierta para recibir un nuevo
eslabón. La historia de Carora rebosa de extranjeros que se
enamoran de ese peladero de chivos; tendrán culpas que pur-
gar, son bien recibidos y rinden buen fruto. Pero entiéndase,
no es un peladero de chivos. Lo fue, pero con el esfuerzo de
sus habitantes se volvió una bellísima ciudad conservando
su centro colonial y su gente como ninguna otra en Vene-
zuela. Los caroreños no migran en el sentido de irse para no

[30]
volver. Se van, pero se mantienen en contacto con su tierra
y vuelven. Mientras están ausentes, Carora está presente en
ellos. Quien los conoce, conoce a Carora.

Una vez le dimos la cola a una familia que pedía trans-


porte. Durante el trayecto desde Mérida, contaban las
horas faltantes para llegar y lamentaban lo largo del tiempo
transcurrido lejos de su pueblo. Le pregunté a la señora
—¿Cuánto tiempo tiene fuera? —Desde el pasado mes de
julio, imagínese. Estábamos en septiembre.

12

Otro rasgo de Carora es el contacto permanente con el


pensamiento y el arte de otros países. Europa principalmente
y Estados Unidos, lo mismo que con otros países de Lati-
noamérica y el Caribe. Un profesor alemán que estuvo de
turista en Carora cuenta de un patio lleno de bosta fresca
donde unos jóvenes ordeñaban vacas. Observó en el bolsillo
de atrás del pantalón de uno de los ordeñadores un libro.
No pudo dominar su curiosidad y pidió verlo. Era la Crítica
de la razón pura de Immanuel Kant en alemán.

Un godo caroreño se glorió de que en su familia había


habido maricos, putas, alcohólicos y locos. Tal vez quiso decir
que nada humano le era extraño, sin ni siquiera la limitación
de aquel español altisonante: «Nada humano me es extraño,
excepto el amor de los efebos y la música de Wagner».

[31]
13

Cuando Nano supo que la policía del dictador lo buscaba


como dirigente de oposición, ni corto ni perezoso se fue para
Carora, dejándome un revólver cargado para no llevarlo en
los registros de alcabala. Pero en Carora lo encontraron y
encarcelaron inmediatamente. No importa, estaba en su
tierra. Un tocuyano bien situado en el régimen le cambió
prisión por exilio y le dio una beca para la universidad de
una ciudad americana, Madison, sucursal de Carora. No supe
más de él. Yo, sin culpa política y sin Carora recibí una beca
trabajo para un postgrado en Evanston, Illinois, condición:
saber inglés. Por primera vez conocer una lengua extranjera
me sirvió de algo. No, no por primera vez: antes yo ganaba
plata preparando para la reparación en septiembre a los
aplazados en julio.

Cuando el primer candidato salió bien, su padre me llamó


para pagarme. Yo me había hecho amigo del muchacho y de
su casa y le dije que no me debía nada porque era mi amigo.
El señor me llevó a su oficina y me dijo: «Yo soy amigo suyo,
pero si usted me pregunta cuánto vale una carga de chimó,
para comprarla, yo le digo de inmediato 18.000 bolívares.
No confunda la amistad con los negocios. Usted ha trabaja-
do, merece pago». Él y la necesidad me convencieron.

En una ocasión, casa de inmigrantes rusos, el profesor de


Química, visitante igual que yo, él por una muchacha, yo por
el idioma, me rogó que le tradujera lo que decían los amos
de la casa. Decían que no iban a sacar los mejores vinos hasta
que no se retirara la mayoría de los visitantes. El profesor

[32]
de Química se quedó. Agradecido me pasó el 18 a 20. De
algo sirven los idiomas, pero yo miraba en otra dirección.

Yo pagué mis estudios en Europa trabajando como


traductor, profesor de idiomas, guía turístico, intérprete si-
multáneo en reuniones internacionales, de la recién fundada
Unesco en Viena. Me doctoré en Filosofía y Letras Clásicas,
trabajé en Mérida. Pasaron muchos años. Un día un joven
encorbatado y muy formal me dijo que su tío Nano estaba
en Mérida y quería verme. Abandoné todo y fui con el joven
tan decente y formal hacia el hotel Belensate, donde estaba
Nano en una importante reunión de banqueros. Fue como
si no hubiera pasado ningún tiempo desde que me dio el
revólver. No fue necesario contar nada. Pero desde entonces
nos vimos con frecuencia en total cordialidad. Estaba casado
con una musiúa y tenía tres hijos. Yo estaba casado con otra
musiúa y tenía dos. Él tenía ya importantes propiedades y
negocios. Tenía también importantes relaciones económicas
y políticas. Estaba en los más altos niveles del poder.

Pero se decepcionó de los bancos y del poder político.


Odiaba las especulaciones financieras. Consideraba el tra-
bajo de producir bienes reales, el trabajo de los caroreños,
como superior a los papeles bancarios. Es más difícil y más
digno —decía— administrar un corral de chivos que dirigir
un banco. Se dedicó a la cría de chivos y a la producción de
queso de cabra en Magabure. Magabure, nombre enigmático
de una finca cerca de Carora donde vivió muchos años y crio
a sus hijos. Tenía una habitación reservada para mí donde
yo me hospedaba con frecuencia al visitarlo. La llamaban
el «cuarto del loco» dando así expresión a la impresión que

[33]
yo producía a sus familiares y amigos, y emparentando esa
idea con la vieja costumbre caroreña de reservar un cuarto
para el loco frecuente en cada familia. Hoy en día ya no hay
cuarto del loco, quizás porque la locura se ha generalizado y
normalizado, o porque se ha concentrado en ciertos perso-
najes muy singulares. Conocí a uno que llevaba en cuentas
millonarias la deuda de los godos ricos con su persona;
conocí a otro que se paseaba en guayuco con arco y flechas,
lo llamaban «Indio a juro». Eran bien recibidos y atendidos
por las familias godas. Yo también.

Compartía conmigo el interés por los escritores de la


Roma imperial y por poetas venezolanos. Editó a varios de
estos. También editó un libro mío. Ya viudo y con nietos
decidió volver a los Estados Unidos de América. Tenía ra-
zones poderosas. Yo le dije: «Nano, tus hijos son bilingües
y binacionales pero tú eres caroreño. No vas a pasar tu vejez
en un apartamento de lujo bien atendido por tus hijos, pero
lejos de tu tierra. Magabure te espera, te esperan los chivos,
tu biblioteca inmensa y el sol con su absurdo empeño de
meterle candela a los cujíes».

Volvió. Habíamos convenido encontrarnos en Magabure.


Lo que pasó después ya no fue espectáculo para mí.

Los cristales se empañan, no dejan ver nada. Debe ser


por la lluvia y la neblina de estas altas montañas donde los
cóndores se extinguen.

[34]
Segundo retrato

Güido

Los cristales están empañados por la lluvia y la neblina.


Pero el calor del recuerdo los desempaña poco a poco. Tan-
to, que entreveo y luego veo claramente la aglomeración y
escucho la algarabía de alumnos frente al Liceo Lisandro
Alvarado. Escucho sus voces pidiendo arepa y café con leche
para desayunar. Todavía no son las siete de la mañana. El
vendedor en su quiosco se afana por servir a todos; su ayu-
dante se confunde ante tantos pedidos y se equivoca al dar
el vuelto. En vez de desayunar en casa, muchos estudiantes
prefieren pagar real y medio para conseguir a empujones la
humeante taza y la arepa que chorrea mantequilla.

Suena el timbre de la primera clase. Pero nadie corre.


Todos se quedan parados escuchando a un alumno de
preuniversitario llamado Villegas que habla montado en
un pupitre al lado de la estatua de Lisandro Alvarado. Lo
conozco de vista. No oigo bien lo que dice, pero el resultado

[35]
es huelga. Se nombran representantes para llevar sus quejas
ante la dirección del Liceo. Pasan las horas, nos quedamos
por ahí, esperando y conversando. Yo no entiendo nada.

Villegas se para cerca; le pregunto —¿De qué partido


eres? —de ninguno, me dice, —yo soy rufinista. —¿Qué
significa rufinista? —Admirador y discípulo a distancia de
Rufino Blanco Bombona.

Guardo ignorante silencio. No sé qué pasa, pero a las diez


llaman a clases y todos acudimos.

Nunca entiendo nada. Será por estupidez o por desinte-


rés. No sé. El problema no parece resuelto porque a mediodía
Villegas se monta de nuevo en el pupitre y anuncia que esa
tarde y mañana continúa la huelga.

En la tarde aprovecho para ir a la biblioteca pública,


edificio imponente. Al entrar se ve una gran escalera y hacia
la izquierda un letrero: «Biblioteca». No sé cómo proceder.
Afortunadamente está allí Leopoldo, un muchacho mayor
que yo pero del mismo año. Me ayuda. Hay que ir a la
mesa del bibliotecario y decir lo que se quiere leer. Es un
anciano sumamente flaco y seco, de cara arrugada, pelo
cano, severidad imponente. Anota en un enorme libro mi
nombre, la edad, la ocupación, hora de entrada, lectura
deseada. Veintemil leguas de viaje submarino de Julio Verne,
digo tímidamente. Yo hombre de tierra adentro y de grandes

[36]
ríos que corren hacia el mar, quise siempre conocer el mar. Y
mejor conocerlo en libros que en la realidad. El bibliotecario
me indicó una silla en una mesa de seis lectores, pero vacías
en ese momento, y me trajo después el libro con el mismo
aire de severidad. Fue el comienzo de la actividad perfecta
para mí. No tenía que pelear con nadie. Nadie me iba a
gritar: ¡Kabir no sabe vivir, Kabir no quiere vivir, Kabir no
debe vivir! Algo en mí provocaba esas agresiones. Pero aquí
no, silencio absoluto, orden vigilado para ver el teatro del
mundo, como decía Nano, en seguridad.

Todo mi tiempo libre lo pasaba en la biblioteca. Un libro


me llevaba a otro y el otro a otro como amigos presentando
a un nuevo amigo.

También iba mucho a la biblioteca, pero menos que yo,


Leopoldo. Me recomendó libros de Filosofía que leí con
gran interés y obras de literatura de sorprendente impacto
sobre mi imaginación y mi pensamiento. Mi tía Esperanza,
cuñada de mi papá, esposa de mi tío Manuel, vivía cerca de
la biblioteca. Me vio varias veces entrando en la biblioteca
o saliendo. Un día me llamó y me preguntó —«¿Qué tan-
to lees ahí?» —«Libros», le dije. Ella se sintió ofendida, la
respuesta le pareció irrespetuosa y me acusó con mi mamá.
Sin embargo, para mí la respuesta era correcta y se la di de
buena fe.

Algunos compañeros notaron mi costumbre y se reían


de mí. «Kabir, Kabir, traga libril», me llamaban. Pero Nano
y Leopoldo me apoyaban.

[37]
3

También me apoyaba Casta J. Riera, bella mujer. Dirigía


una escuela de comercio para señoritas que desearan ser in-
dependientes de los hombres. Publicaba una revista literaria
llamada «Alas»; el nombre hizo pensar a algunos que ella era
tachirense porque alas es una exclamación tachirense. Pero
era caroreña no querida por Don Chío, quien afirmó: «No es
ni casta ni Riera». Yo no podía juzgar sobre esas dos cosas; pero
la admiraba por su trabajo y porque le publicó libros a jóvenes
poetas que años más tarde se volvieron célebres. A mí me puso
a dar clases de Inglés a las jóvenes independientes in spe y me
preguntó si yo no escribía versos o cuentos o pensamientos.
Yo estaba a mil leguas de esa actividad y así se lo dije. En esa
ocasión, mientras hablábamos llovía, llovía «ventiao»; el agua
se metía por la ventana y comenzaba a mojar los papeles de su
escritorio. Yo me levanté para cerrar la ventana. Ella me detuvo:
— «La lluvia vale más que esos papeles».

La visitaba un escritor famoso llamado Mariano Picón


Salas y un poeta llamado Ramón Sosa Montes de Oca. En
cierta ocasión cuando yo regresaba de béisbol sabanero con
Raúl, dueño del equipo, pitcher, cuarto bate y novio de la
madrina, yo de catcher porque no hacía falta correr, ella nos
llamó para oír una importante conferencia. Dijimos que
íbamos a bañarnos y cambiarnos de ropa, pero ella insistió,
perderíamos algo importante. La sala estaba llena, no había
sillas disponibles, nos sentamos en el suelo.

Al poco rato apareció una mujer alta, rubia, vestida de


blanco, para mí una visión de ensueños. Casta J. Riera la

[38]
presentó como enviada de la Sociedad Teosófica de Madame
Blavatsky. Memoricé los nombres para buscar información
en la biblioteca. La visión de ensueño habló, y su voz melo-
diosa despertó en mí una emoción no usada.

Recuerdo algo del discurso, especialmente cuando dijo


señalándonos a nosotros los muchachos: «Cuando estos jó-
venes alcancen la mediana edad y ojalá estén limpios, habrá
mujeres presidentes, mujeres científicas, mujeres dirigentes
de bancos y de empresas, mujeres médicos, ingenieros,
abogados, mujeres encargadas de la investigación científica,
mujeres de gran figuración artística. Porque la humanidad
es un pájaro que vuela con dos alas, una masculina y otra
femenina; hasta ahora el ala femenina ha estado amarrada,
por eso la humanidad vuela en círculos; pero cuando se suel-
te volará hacia la meta que le ha sido asignada por el Gran
Arquitecto del Universo». Así dijo más o menos, y nosotros
hemos vivido para ver el cumplimiento de su profecía.

De los libros que ella publicó, yo aprendí de memoria los


poemas de Archipiélago doliente de Elisio Jiménez Sierra, y las
traducciones de Gerard de Nerval hechas por Alí Lameda;
admiré de este, especialmente, «El desdichado», sin enten-
derlo. También publicó El parque, primer libro de Salvador
Garmendia. Mi mamá se enamoró de los poemas de Rafael
Cadenas, joven de mi edad cronológica pero muy hombre
ya. Ella ponderaba el poema 8 de su libro Cantos iniciales. Se
ve que preveía nuevas publicaciones. El poema 8 dice: «Si
alguna vez con los recuerdos echados al viento me dijeras
que me has amado tanto, sellaría tu palabra con una palabra
tierna, humilde, capaz de hacerse tuya cuando tiendas los

[39]
brazos hacia ella». Yo no tenía experiencias y madurez para
entenderlo pero me gustaba. Me gustaba más otro donde
habla de los ríos de Venezuela que corren como los ríos de
Rusia hacia la vida. Entendí que estaba contradiciendo a Jorge
Manrique cuyas coplas me encantaban por la música; y también
a Unamuno: «Ebro, Tajo, Miño, Duero, Guadiana y Guadal-
quivir, ríos de España, ¡qué trabajo irse a la mar, a morir!».

Interesantes las publicaciones de Casta J. Riera, a quien


don Chío apenas le dejó la J. Para mí J de júbilo, jaleo, jeri-
gonza, jalapa, juramento, joder, jiróscopo, jeranio, jestación…
porque cuando G suena como J es J.

También Leopoldo era rufinista. Citaba a menudo versos


de Rufino: «Mujer de boca breve y beso tibio, yo te enseñé a
besar con besos míos, inventados por mí para tu boca». Me
invitó a visitarlo. A cualquier hora. Me dio la dirección. Una
tarde, cuando el sol herido ensangrentaba el cielo, me pre-
senté a su casa. Estaba abierta. Llamé pero nadie respondía.
Entré, no vi a nadie. Me atreví a penetrar más profundamen-
te. Vi luz en una habitación y me acerqué. Leopoldo estaba
desnudo, sentado en el suelo, alumbrándose con velas, en
ese cuarto sin ventanas. Tenía un libro en la mano derecha
y otro en la mano izquierda. «Estoy comparando la Torá con
el Capital de Marx», me dijo, y estuvo largo rato leyendo
párrafos de cada libro y comentándolos sin ocuparse de mí.

Oí ruido en otra parte de la casa desolada. Exploré y me


encontré de repente frente a una mujer bella y desgreñada,
[40]
rubia, de grandes ojos claros, delgada y grácil, como las
amadas del Maligno en los aquelarres. Me preguntó: —«¿En
dónde está mi alcázar guarnecido de luna? ¿En dónde están
mis altas corolas de camelias y ¿en dónde está mi cofre donde
sellé tu ausencia? ¿En dónde la voz tenue que roza como seda
los secretos pasados de nuestro gran amor?». No supe qué
responder a esas preguntas, pero supe que había encontrado
un mundo perdido no sé cuándo ni dónde. Cuando regresé
a mi casa era más de medianoche.

Mi papá me esperaba en la puerta y se tranquilizó al


verme.

El ambiente del Liceo Lisandro Alvarado cambió radi-


calmente con la llegada de un solo hombre. Era extranjero,
como de treinta años, extraño en su manera de vestir, de
caminar, de comportarse con nosotros. Vino como profesor
de Francés. Caminaba con los alumnos durante los recesos,
hacía comentarios críticos feroces sobre todas las cosas, pero
era amable y servicial, no se cansaba de responder preguntas
de cualquier género. Su método de enseñar daba resultado:
escribía un texto en el pizarrón y hacía que lo copiaran en un
cuaderno dedicado a eso. Luego explicaba el texto, lo hacía
leer por todos, corregía la pronunciación. Luego se llevaba
los cuadernos, y, a la clase siguiente, los traía corregidos y
anotados minuciosamente. Se llamaba Güido Hauser, vienés
antifascista, escapado de la policía nazi. Yo sabía ya francés,
pero no alemán y supe que él daba clases particulares de
alemán. Hablé con él, le pedí permiso para oír las clases sin

[41]
pagar. Me aceptó como alumno gratuito; «los demás pagan»,
dijo, «y tal vez tú puedes volverte mi ayudante». Así pasó. Yo
ejercitaba a los demás en esa bella lengua y aprendía poemas
de Hölderlin, Rilke, Georgiu, Hesse, Goethe.

Decía que la gente pierde su tiempo en tonterías, que no


es necesario tener mucho dinero para vivir, que el dinero
se gasta en cosas innecesarias, que la propaganda comercial
gobierna los gustos, que si el tiempo se utiliza sabiamente
alcanza para todo, que es necesario disciplinarse, que es
estúpido leer periódicos, que se puede estar al día sobre lo
que pasa en el mundo leyendo una revista semanal en inglés
o francés, las hay buenas y se consiguen en Barquisimeto.

No importaba la cantidad de alumnos; a la semana les


sabía los nombres a todos y la forma de estudiar o de no
estudiar y procuraba ayudar a cada uno.

Era gran conocedor de música clásica, pero sabía com-


prender y estimar la música popular. Teníamos la impresión
de que hablaba el castellano mejor que nosotros. Conocía
muchos idiomas y los hablaba como a su lengua materna,
según los otros extranjeros que lo trataron. Era dadivoso y
los regalos que daba, sobre todo libros, acertaban en interesar
por estudios profundos.

Yo de música conocía las canciones antiguas y los himnos


evangélicos de mi mamá. Conocía además los aguinaldos y

[42]
los corridos de los campesinos. En Barquisimeto, la iglesia
evangélica donde asistíamos a la escuela dominical y los
cultos de predicación y oración, tenía un órgano que se
activaba con los pies. Lo tocaba la señorita Hilda Myrik,
misionera norteamericana; dirigía el canto la señorita Juana
su ayudante venezolana.

Había varias iglesias evangélicas; nosotros íbamos a la


pequeña que estaba cerca de la cárcel modelo; pero una vez
fui a otra muy grande donde predicaba un misionero ame-
ricano, mister Bender. Me impresionó mucho su discurso;
habló de los constructores del templo de Salomón; entendí
que el templo había sido prefabricado en el Líbano; los cons-
tructores en realidad lo armaban con las piedras enviadas o
traídas por Hiram; encontraron una piedra que no calzaba
con las otras y la lanzaron por un barranco; llegando al final
de la edificación comprendieron que aquella piedra despre-
ciada, botada, abandonada, olvidada, era la piedra angular
sin la cual, en ese tipo de arquitectura, no se podía terminar
la construcción, no podía haber templo.

Eso me recordó otra predicación oída en la ciudad de


Nutrias del estado Barinas. Ahí no había iglesia evangélica,
en realidad yo no conocí ninguna iglesia evangélica en el
estado Barinas. Pero de vez en cuando venía un misionero
noruego, don Gustavo Bostrom, en un carrito Ford, el único
que conocí en mi infancia, y predicaba. Fue de noche, debajo
de un inmenso níspero, con la luz del carro y unas cuantas
lámparas de carburo.

Con su sorprendente e interesante acento extranjero, don


Gustavo habló de un incidente en el desierto durante la travesía

[43]
de los judíos. Había muchas culebras de picada mortal en
aquella parte del desierto; los picados de culebra enfermaban
gravemente y después de cierto tiempo morían. Entonces
Moisés hizo construir una serpiente de bronce y la colocó
sobre un madero en forma de cruz. Los picados de culebra
miraban la estatua y se curaban. Luego dijo que nuestro
señor Jesucristo fue alzado en una cruz, como la serpiente
de bronce, para que todo envenenado por el pecado en el
desierto del mundo, al mirarlo con fe se sanara.

Yo recordaba la serpiente del Edén, la que incitó a Adán


y Eva a comer de un fruto prohibido diciendo la verdad, no
contradicha por el Padre Eterno, quien solo se preocupaba
de que no comieran del otro árbol prohibido porque en ese
caso tendrían vida eterna como Él. Aunque lo dice en plu-
ral: «Como uno de nos». Me pareció que ese «nos» incluía
a la serpiente. En consecuencia, Cristo sería la serpiente del
Edén y la del desierto, además un nombre del maligno es
Lucifer, que traducido dice «portador de la luz». En conse-
cuencia era el Padre Eterno quien no quería a Adán y Eva,
mientras la serpiente venía siendo la amiga y salvadora del
género humano.

Demasiado para un niño, también para un adulto. «Es


bueno pensar —me dijo mi mamá— pero no mucho porque
se le puede secar el cerebro como a Don Quijote».

Don Gustavo cantaba los himnos a capella, acompañado


por mi mamá y una señora evangélica de Libertad que había
venido especialmente para ver a Don Gustavo.

[44]
7

En Barquisimeto conocí varias formas de música. Había


La pequeña Mavare, una agrupación de músicos con sede en
una hermosa casa, donde también vivía una enana llamada
Lolita, siempre muy bien vestida y maquillada. Desciende,
decían, de los ayamanes, unos enanos o pigmeos descubiertos
por Federmann y los demás Welsares. No sé bien la diferencia
entre enano y pigmeo.

Además de La Pequeña Mavare, había otras agrupaciones


musicales, Los hermanos Gómez, además de numerosos
cantautores y compositores.

Raúl, el dueño del equipo de béisbol me enseñó a oír


piezas clásicas en discos de acetato. Pero fue Güido Hauser
quien me hizo entrar en el mundo de los grandes composi-
tores europeos y en la historia de la música así como en la
música de otras culturas no europeas.

Cuando aprendí bastante alemán, Güido me regaló


libros en ese idioma, con biografías y estudios de grandes
músicos. Pero hubo más. Llegó un momento en que Güido
se alió con un belga vendedor de instrumentos musicales,
especialmente pianos Steinway. Inventó utilizar aparatos de
sonido para hacer oír música clásica en todas las plazas de
Barquisimeto. A mí me puso de presentador. Yo anunciaba
por el micrófono la obra y daba explicaciones sobre el autor

[45]
y su técnica y sobre la estructura y características de la pieza
anunciada.

Fue todo un éxito, se vendieron muchos pianos y otros


instrumentos, aumentó la asistencia a la escuela de música.
Quedamos como tontos Güido y yo porque le facilitábamos
el negocio al belga sin ganar nada. Pero Güido me dijo:
«La satisfacción del alma vale más que el dinero. Además
sí ganamos porque contribuimos a hacer crecer lo que nos
gusta y hace bien sin dañar».

Visitaba mi casa un músico de avanzada edad, el maestro


Carrillo, era corpulento y silencioso. Cargaba siempre una
mandolina, no se quitaba nunca de la boca un tabaco casi
completamente consumido pero todavía encendido. Yo me
preguntaba por qué no se quemaba los labios. Me cayó bien
y yo le caía bien. Al llegar preguntaba por mí y me decía
«siéntese y escuche». Tocaba como dormido, la cara quieta,
inexpresiva, pero de sus manos salía un mundo maravilloso
que invitaba y recibía otro mundo, tal vez el corazón enig-
mático del universo.

Porque a mí las empresas y tareas que ocupan a los hom-


bres me dejaban sin cuidado, porque mi gran pregunta secre-
ta era sobre mi razón de ser en vez de no ser, porque buscaba
lo que nadie buscaba, me pareció que el maestro Carrillo
conocía un gran arcano, el gran arcano, y ese conocimiento
le dolía en lo más profundo de su alma. Su música era para

[46]
mí como la expresión de una herida oculta, como si el gran
arcano fuera la sin razón de todas las cosas. Algunas de sus
composiciones eran cantadas por otras personas con una
letra donde era cuestión de amores fracasados, de mujeres
inconstantes y esquivas.

Yo no conocía todavía los sufrimientos del amor rechaza-


do, ni los sufrimientos mayores del amor correspondido; por
eso quizás me pareció que eran metáfora de una desgracia
indecible y fatal ocurrida más allá del recuerdo, más allá
del pensamiento, más allá de la razón, más allá del tiempo
y del lenguaje.

10

En la clase de Filosofía el profesor explicó el cogito ergo


sum de Descartes y nos mandó a leer El discurso del méto-
do. Explicó que cogito ergo sum es latín, puede traducirse
«pienso, luego existo», pero esa traducción no es buena
porque da a entender que cogito se refiere a los actos del
pensamiento racional, las relaciones lógicas, las operaciones
matemáticas, los encadenamientos de la imaginación. Eso,
según el profesor, no es el caso; significa más bien el darse
cuenta, el ser consciente, el acompañar el conocer-el saber-
el percibir-el imaginar con el darse cuenta. Así se explica la
palabra consciencia.

Cogito ergo sum es pues latín y se pronuncia cóguito ergo


sum y así lo pronunció correctamente el profesor; pero al
escribirlo en castellano puede leerse cogito igual a cojito.

[47]
Por eso, al salir de la clase Carlitos me dijo Ergo-sum-cojito-
Kabir, el diablo te va a perseguir, cojito-ergo-sum-Kabir,
Satán te va a perseguir. Decididamente yo era la musa poé-
tica de Carlitos. A falta de golpes con la mano, buenos son
puñetazos verbales.

Me acordé de mi tío Juan José que cuando alguien lo


molestaba insistentemente, decía «me ha cogido de hembra».
No puedo entender el origen de esa expresión.

Reflexioné mucho sobre el cogito. Si Descartes tiene


razón, entonces una persona que no es consciente no
existe. Me pregunté si yo existía. Salí a caminar y me di
cuenta de que estaba cojeando. Miré la pereza del parque
Ayacucho (en los árboles de ese parque vivía un animal
llamado pereza) y me di cuenta de que la estaba mirando.
Me acordé de Ramón, el godo de segunda por ser hijo
natural de un godo, pero de primera en matemáticas, y
me di cuenta de que estaba recordando. Me di cuenta de
que me estaba dando cuenta y me di cuenta de que me
estaba dando cuenta de que me estaba dando cuenta de
que me estaba dando cuenta. ¿Estaba yo entonces exis-
tiendo intensamente? Y los que vivían pa’ lante, sin darse
cuenta, ¿no existían? Y yo mismo, cuando vivía sin darme
cuenta de nada o dormía, ¿dejaba de existir?

Esa expresión «darse cuenta», me dio problemas. Dar


cuenta viene de contar cosas con números o contar cuen-
tos. También significa dar explicación ante una autoridad.
Cuando me daba cuenta de caminar no estaba enumeran-
do ni contando un cuento, ni dando explicación ante una

[48]
autoridad. Estaba sabiendo lo que hacía, lo que sabía. ¿Era
desde ese segundo nivel desde donde yo no le veía sentido
a la política ni a las ocupaciones de los demás?

Sí les veía sentido. La necesidad y el deseo. Pero se puede


preguntar: ¿la necesidad y el deseo dan sentido a lo que ha-
cemos para vivir? ¿Dan sentido también al estado de cosas
dentro del cual nos impulsan la necesidad y el deseo?

11

Alguien me dio un golpecito en el hombro, yo dije «¡Ah!»


sorprendido, y escuché «¡suas!». Era Nano. Me cogió como
se coge a los distraídos. «Se ve que estás pensando en la
inmortalidad del cangrejo» me dijo, «tienes que avisparte;
si no cualquiera te puede coger».

Con orgullo me sentí parecido al primer filósofo de


Mileto, a Tales, porque de él se cuenta que caminaba de
noche mirando las estrellas y no vio el lodazal en que cayó,
una muchacha se burló de él: «Mira las estrellas y no mira
el camino por donde anda».

Se lo dije a Nano. Él no se inmutó: «Orgullo necio»,


dijo, «no se vuelve uno filósofo por repetir los errores de los
filósofos. Tales pudo ver las estrellas desde un observatorio».

Esa crítica de Nano me hizo recordar los soñaderos que


yo construía en mi infancia. Ahora en mi adolescencia muy
bien podría construir observatorios u observaderos, para

[49]
mantener la terminación. Así lo hice, me instalé cómoda-
mente en una rama bifurcada y firme del mamón de mi casa
para reflexionar sobre el cogito cartesiano, pronunciando
cóguito bien clarito.

Reflexionar me resultó muy parecido a soñar. Solo que


soñar no acepta dirección mientras que al reflexionar yo
dirijo mi atención a mí mismo y hasta podría darme cuenta
de que sueño. ¿Podría también soñar que reflexiono? ¿Soñar
que me doy cuenta? Comprendí que no podía seguir solo
esta meditación.

Primero fui a ver a Leopoldo. Me recibió la mujer bella


y desgreñada como en mi imaginación las amantes del Ma-
ligno en los aquelarres. Era la mamá de Leopoldo, lo supe
en mi primera visita. Ella me iba a preguntar algo, pero
salió Leopoldo para decir que un ser humano no alcanza su
condición de ser humano mientras no sabe que va a morir.
Es un animal o un robot. Casi. Se diferencia de ellos en la
posibilidad de mirar su muerte.

Pero ella no pareció oírlo y leyó de Leonardo Páez, un


poeta ecuatoriano, la pregunta (le gustaban las preguntas)
«¿Quién soy yo que leo en gusanos de seda las palabras
hermosas que otros escribieron para decir que sueñan?»
Leopoldo no pareció oírla y explicó que para conocer el nivel
humano de un ser humano basta hacerle dos o tres preguntas:
¿Qué opina usted del fenómeno espírita? ¿Cuál es el origen
del hombre? ¿Cómo debe gobernarse una sociedad humana?

Comprendí que la ocasión no era propicia para continuar


mi investigación. Me fui a casa de Nano. Él me oyó y me

[50]
dijo: «El cóguito está poniendo loco al cojito» y me invitó a
tomar cerveza para ahogar el recuerdo de esa impertinencia.

Me fui donde Güido, me oyó atentamente y me dijo:


«Lo primero es aceptar y terminar la tarea inmediata. Debes
terminar el bachillerato con buenas notas. Debes aprender a
vivir consiguiendo tú mismo los recursos. Debes planificar
tu futuro: los estudios universitarios. Eso que te interesa es la
Filosofía. Debes aprender griego antiguo. Alemán ya sabes.
Debes someterte a la disciplina de una universidad europea.
Debes ir a Viena. Cuando hayas cumplido esos deberes po-
drás quebrarlos y despedazarlos a todos y convertirte en un
niño para aprender a hablar. Que tu maestra sea la palabra».
Pero no pudo continuar su discurso porque tuvo que atender
a un amigo íntimo que acababa de llegar.

Le di las gracias y regresé al observadero convertido en


meditadero. Mi mamá me llamó: «¡Se está enfriando la
sopa!».

12

En la noche me volví a subir al mamón, las últimas


palabras de Güido me hicieron reflexionar primero sobre
mi interés por los idiomas. ¿De dónde venía esa pasión?
Cuando niño, viviendo en la Ciudad de Nutrias, yo veía los
marineros de barcos europeos bajar de sus barcos y pasear
por la ciudad. Hablaban idiomas extranjeros. Yo junto con
los demás niños tratábamos de hablar como ellos. Dialo-
gábamos entre nosotros como si nos entendiéramos. De

[51]
ahí vino tal vez mi interés por las lenguas extranjeras, pero
¿por qué yo solo, por qué los demás no sintieron el mismo
encantamiento? Averigüé qué había sido de ellos. Ninguno
estudió idiomas extranjeros.

Después, en Barinas, en la Escuela Federal Graduada


Carlos Soublette, un alumno nuevo del sexto grado me
enseñó dos palabras: pen y penholder, pluma y porta pluma.
Yo quedé encantado, casi como el aprendiz de actor con ¡Oh
un cadáver! Luego me enseñó the black cat. Le pedí más pero
no sabía mucho. El papá de él trabajaba en una compañía
buscadora de petróleo y sabía más.

Dado mi interés, él aprendió del papá y me enseñó a


decir good morning. No pudo explicarme la diferencia entre
good evening y good night.

Pero el comienzo de bachillerato en Barquisimeto, en el


Liceo Lisandro Alvarado, fue cielo abierto. Latín y Francés,
¡que maravilla! El profesor de Francés se encariñó conmigo,
un abogado eminente que era gobernador del estado. El
profesor de Latín era Jorge Semidey, director del Liceo. Yo
iba al edificio viejo del Liceo a pie, él pasaba, me recogía
y me llevaba. Me ponían de ejemplo en clase. Cogí fama,
pero no me eché a dormir. Las muchachas me invitaban a
sus casas para hacer las tareas y me daban dulces y refrescos.
Nunca hicieron referencia a mi defecto físico.

[52]
13

Luego procuré hablar inglés con la señorita Hilda en la


iglesia. Ella al principio se negaba, pero después consintió
y me invitó a su colegio para enseñarme a tocar el armonio.

Recuerdo mi gran placer cuando me enseñó los nombres


de las líneas y los espacios del pentagrama, clave de sol, Every
Good Boy Does Fine, o sea E, G, B, D, F, que equivalen a mi,
sol, si, re, fa para las líneas de abajo hacia arriba. Y FACE
que equivalen a fa, la, do, mi, para los espacios también de
abajo hacia arriba. Seguidos son E, F, G, A, B, C, D, E, F o
sea mi, fa, sol, la, si, do, re, mi, fa. Siguiendo el orden alfa-
bético las notas son A, B, C, D, E, F, G. En la clave de sol,
la primera línea supernumeraria inferior es C, es decir, do.

Para la mano izquierda se utiliza la clave de fa, o sea F.

Todo comenzó bien, pero más tarde en vez de dejarme


practicar o enseñarme a manejar partituras tomando en cuenta
la duración de los compases y su constitución de notas de dife-
rente longitud, siempre sin sobrepasar la duración del compás,
la duración del compás está indicada al lado de la clave; en vez
pues de dejarme ejercitar comenzaba a hablarme intermina-
blemente sobre la necesidad de arrepentirse de los pecados y
mantener la pureza en pensamiento palabra y obra. Llegó al
extremo de no ponerme a ejercitar nada sino a oír solamente
el mismo discurso. A mí me daba sueño. Ahora creo que me
hipnotizaba. Por fin no volví más a esas clases, que ya no eran
clases de música. Me ausenté con diferentes pretextos: las tareas
y los exámenes en el Liceo, las tareas de la casa...

[53]
Mucho más me gustaron las clases de piano de doña
Doralisa Jiménez de Medina. Una viuda gentil con siete
pianos al servicio de la juventud estudiosa. Casi no daba
clases, pero los pianos estaban a nuestra disposición y los
más adelantados instruían a los principiantes. Me gustaba
hablar con Luisa V. T., pero ella prefería la compañía de un
estudiante mayor, alto y silencioso, llamado Santiago, que
estudiaba con ella en el piano más alejado en un rincón,
cerca del jardín.

14

Desde entonces me impresionó la pobreza de los músicos,


y en general, de los artistas. ¿Por qué, siendo esa actividad
tan importante, tan ligada al nivel más alto de lo humano,
por qué la pobreza proverbial de los artistas? A menos de
tener bienes de fortuna, heredados, o un golpe de suerte que
los catapultara a la gran publicidad, su profesión se acercaba
a la mendicidad.

¿Son acaso peligrosos para el orden social? Como siempre


están inventando, creando, superan las condiciones normales
de la vida social y comunican con estados de consciencia
muy diferentes de la actividad práctica cotidiana. Además,
es frecuente que tengan una conducta alejada de las normas
morales ordinarias; su ejemplo podría corromper a los jóve-
nes y sacarlos del camino recto, e incitarlos al consumo de
estupefacientes. ¿Es eso? No sé.

Yo sentía gran admiración por el profesor Soublette. Me


impresionaba su dedicación a la enseñanza de la música y su
[54]
idea de que nadie es sordo, de que todos podemos aprender
a entender, practicar y componer música. Hablando con-
migo una vez, el profesor Soublette me confió que siempre
había querido tener hijos, pero su irremediable pobreza le
impediría crialos debidamente. Entonces concibió la idea
—me contó— de tenerlos con mujeres casadas, esposas de
hombres ricos, o ricas ellas mismas. Me pareció irrealizable
su empresa. Pero él me explicó cómo la había realizado.
Fundó un orfeón para mujeres de la alta sociedad. «No
puedo creerlo», le dije. «La música abre todos los caminos
del alma», me respondió.

Una vez lo acompañé a ver de lejos a una señora que salía


de su mansión para llevar a la escuela en automóvil de lujo
a sus hijos. «Dos de esos muchachos —me dijo— son hijos
míos y me duele no poderlos abrazar». Se le aguaron los ojos.
En otras ocasiones lo acompañé a otras mansiones para ver
de lejos a sus hijos prohibidos y su tristeza me conmovía
profundamente.

Las damas mismas, pensé, pueden haberse servido de


él para que sus hijos heredaran un padre talentoso y no la
plasta millonaria que habían esposado por interés. No se lo
dije. La tristeza hubiera sido mayor: lo dejaría sin el orgullo
de haber cumplido su deseo por propio mérito.

15

Seguí pensando sobre los idiomas y sobre el lenguaje en


relación con la música. Una pieza musical cuenta algo. En

[55]
un poema, por ejemplo, hay un doble cuento: el que cuen-
tan las palabras y el que cuenta la música de los versos. Si se
dice solamente lo expresado por las palabras sin la métrica,
el ritmo, los acentos sonoros, las repeticiones de sílabas, es
decir, sin el cuento musical del poema, entonces no es un
poema, es un cuento de una sola dimensión.

En el doble cuento del poema puede haber el uso de


una forma musical no hermana de los significados verbales.
Entonces el poema es malo, pobre, mediocre, pero es poema
por el enlace de los dos cuentos.

En algunos casos, el poeta crea la forma musical adecua-


da a su cuento verbal y al mismo tiempo crea la forma del
cuento verbal. Entonces el poema es más poema, llega a ser
obra de arte.

En la pintura pasa lo mismo. El cuento formado por


contenidos visuales de la realidad está acompañado por otro
cuento de tipo musical. Si se quita la referencia a contenidos
visuales de la realidad, el cuento visual se intensifica por el
juego abstracto de líneas, figuras, volúmenes, colores. El
cuento musical subyace y acompaña el cuento visual.

En la arquitectura, en la literatura, en la danza, en el


teatro, en el cine, la compañía del cuento musical permite
que aquello sea arte.

El cuento musical es esencia de todo cuento artístico. Es


más: el cuento musical en sí mismo remite continuamente
a otro cuento, a una armonía secreta que sobrepasa todo

[56]
entendimiento y comunica con una esencia universal que
sostiene todas las cosas del universo y es la esencia del uni-
verso en su conjunto.

La emoción artística es producida por el acercamiento


musical humano a una esencia musical sobrehumana.

16

Mi desinterés por las actividades prácticas de la econo-


mía, la política, la guerra, los placeres sensuales provenía
del interés único en la esencia musical sobrehumana. Y ahí
estaba mi desgracia. Porque aparte de los pocos momentos
de exaltación en el ejercicio del arte, yo quedaba huérfano
de un amor perdido, o tal vez solo anhelado.

Traté de entender así la tendencia de los artistas a la em-


briaguez, como si desesperadamente buscaran en el consumo
de estupefacientes el amor anhelado y negado, a semejanza
de aquel vampiro pobre que chupaba en los hospitales los
ensangrentados algodones desechados después de uso en las
operaciones quirúrgicas.

Quizás es lo que dicen los músicos llaneros en Barinas


cuando cantan: ¡A malaya un trotecito que no terminara
nunca!...

El intento fallido de prolongar la gloria demasiado efí-


mera de la emoción artística, no solo en la recepción de la
obra sino también y sobre todo en la creación, eso es lo que

[57]
explica tal vez la inclinación de los amantes y creadores de
arte al desarreglo. Pero la causa mayor pudiera estar en el
abandono de la seguridad social y el paso a una dimensión
donde no cuentan los patrones culturales.

17

Con respecto al cuento de los idiomas debo recordar las


conversaciones con Güido. Lo primero que me impresionó
en el estudio de idiomas extranjeros fue el sentirme transpor-
tado a otro mundo. El encanto de otro idioma me producía
una cierta embriaguez, como si viajara a países soñados.

Güido robustecía esa sensación al mostrarme la estructura


de lenguas no indoeuropeas. Aprender alemán o ruso era
para mí como quedarme en el castellano, en comparación
con lenguas como el mandarín. El soberbio despliegue
morfológico del sánscrito, lengua indoeuropea, quedaba
reducido a cero en el mandarín, lengua sinotibetana. Tam-
bién me inició Güido en la estructura de lenguas indígenas
y africanas, ninguna indoeuropea. Mi primera impresión fue
que las lenguas de diferentes familias constituían mundos
sin comunicación con los demás, intraducibles.

Güido me contradijo. La Biblia ha sido traducida a casi


todos los idiomas. Queda la dificultad producida por dife-
rencias culturales. En culturas donde no hay la idea de padre,
ni la palabra padre, ¿cómo decir el Padre Nuestro? Donde
no hay la palabra cielo ni la idea de cielo ¿Cómo decir «que
estás en el cielo»?

[58]
Pues se han encontrado soluciones plausibles, aunque
ridículas a ese problema. Como cuando el Padre Nuestro
se traduce a una lengua sin esas nociones: «Madre nuestra
barbuda que estás en el valle de las gacelas».

Después de aceptar todas las diferencias, así como la


imposibilidad de traducir la poesía fundada en sonidos, es
necesario aceptar también los universales lingüísticos —dijo
Güido—, de lo contrario se llega a negar la unidad de la
especie humana. Negación pariente del racismo que hemos
estado padeciendo en Europa.

Cada idioma —pensé yo— tiene su discurso particular,


su manera de contar, pero comunica con un cuento común
a toda la humanidad. ¿Y qué dice ese cuento?

Esa pregunta mía no sorprendió a Güido. Aristóteles y


Kant —dijo— descubrieron la estructura de la consciencia
humana. Pero la consciencia humana —agregó— tiene
dimensiones no descritas por ellos, dimensiones que se
mueven por los caminos de la emoción y del afecto. Me citó
una frase de Pascal: «El corazón tiene razones que la razón
no entiende». Insistió en que yo debía ir a Viena a estudiar
estas cosas con disciplina y con información de lo ya pensado
por otros pensadores.

18

Pero yo no podía posponer mis preguntas y confiaba


en su sabiduría. Todos los seres vivos —le dije— tienen su

[59]
lengua, su manera de entenderse con sus congéneres, con las
demás especies y con la naturaleza toda ¿Por qué la especie
humana, siendo una, tiene tantos idiomas diferentes? Me
repitió el consejo anterior.

Pero yo no le di cuartel: ¿Cuál es el idioma original de


nuestra especie, del cual se derivan todos los demás? Ahí sí
me informó. No hay un idioma original del ser humano.
Tenemos la capacidad para aprender un idioma, para mo-
dificarlo una vez aprendido, para inventar otros sobre esa
base, pero no podemos inventar un idioma originario de los
demás. Si a un niño nadie le enseña a hablar, no aprende
solo. Nace sin idioma.

Me contó la historia de Kaspar Hauser, por cierto, con su


mismo apellido, ¿serían familia? Un muchacho que creció
solo en un sótano hasta los diecisiete años. Un jardinero,
sin hablar, le daba algo de comer y le limpiaba la obscura
morada periódicamente. Por accidente, fue encontrado entre
los escombros de una casa. No sabía caminar, no sabía ver, no
sabía hablar ni una palabra. Lo entregaron al departamento
de psicología. Aprendió todo y cuenta su experiencia.

Además, agregó Güido, ningún órgano del habla es para


hablar. El habla está como impuesta sobre órganos que por
naturaleza tienen otras funciones.

Me contó también la historia de Helen Keller, una niña


ciega y sorda de nacimiento a quien una maestra amantísi-
ma le enseñó a expresarse en la escritura para ciegos. En la
historia de su vida contada por la niña misma en escritura

[60]
para ciegos, me conmovió inmensamente el momento en
que ella entendió lo que es un signo. La maestra le echó
agua en la cara mientras le digitaba en el dorso de la mano
el signo correspondiente a agua. Cuando ella lo comprendió,
se puso como loca, agarró a la maestra, le tocaba una parte
del cuerpo o un objeto y le mostraba la mano para que le
pusiera el signo correspondiente.

19

Nacemos sin idioma y sin órganos específicos para el


habla. El idioma aprendido, necesariamente aprendido, se
impone sobre órganos de masticación, deglución, respira-
ción, grito. Entonces Güido, ¿cuál es el origen del lenguaje?
¿De dónde el primer idioma?

Los intentos de la teoría de la evolución para explicar el


origen del lenguaje a partir de los gritos de algunos primates
anteriores a los conocidos, todos los intentos de explicación
por ese medio, han fracasado. Hay una diferencia fundamen-
tal que no puede explicarse por evolución: la posibilidad de
expresar los éxtasis del tiempo y las leyes universales nece-
sarias en el lenguaje de los animales.

No sabemos, pues, de dónde venimos ni de dónde viene el


lenguaje humano. Solo tenemos teorías o mitos, y las teorías
en este campo no difieren mucho del mito.

Entre los hombres hay diferentes maneras de organiza-


ción social y de gobierno; ninguna originaria. Son formas

[61]
aprendidas, son modificables, pero no hay ninguna que
pueda llamarse la forma originaria, natural.

Mientras Güido me explicaba todo eso yo pensaba en el


cuento de Adán y Eva expulsados del Edén por haber comido
el fruto prohibido del árbol del bien y del mal, pensaba que
si el Edén es la naturaleza donde todos los seres tienen por
instinto su forma de vida y su «lenguaje», el hombre fue
expulsado de la naturaleza por algún trauma pavoroso y
quedó por fuera ayudado por instintos debilitados y obligado
a inventar y errar.

Güido explicó que la grandeza y la dignidad del ser hu-


mano están en esa necesidad de inventar, en ese continuo
equivocarse, pero con la posibilidad de subir a dimensiones
prohibidas a los demás seres. Estos están ligados por fuertes
ligaduras al instinto; no tienen, como el hombre sí, la nece-
sidad de inventar y errar.

Le pregunté si ya el hombre había inventado una forma


satisfactoria de gobierno, una forma óptima a seguir por
todos. No, respondió, no hay tal cosa. La especie humana
no tiene solución colectiva a sus problemas. En cambio,
individualmente, un ser humano en particular sí puede
encontrar una forma personal de vivir, satisfactoria para él,
pero no aplicable a todo el mundo.

Aproveché para preguntarle si se había inventado un


idioma común válido para todos los hombres. No. Ni es
posible, —respondió. Lo que puede haber es una segunda
lengua, común a todos, agregada a la lengua de cada pueblo.
Pero esa lengua común resulta ser la del país más poderoso y

[62]
cambia al pasar el poder mundial a otras manos. Ahora esa
lengua común es el inglés; pero en el futuro pudiera ser el
ruso o el mandarín o quien sabe qué otro pueblo gobernará a
los demás dentro de mil años, si la humanidad no ha logrado
todavía destruirse a sí misma.

20

Esta última posibilidad la sentí como un latigazo y brin-


qué a preguntar detalles. Pero Güido tenía que irse a trabajar.
No me pudo atender. Esperé hasta que él terminó sus clases.
Bajo el crepúsculo multicolor lo asalté con preguntas. Me
invitó a tomar chicha (le gustaba a pesar de ser musiú) y
nos fuimos a caminar y conversar por el parque Ayacucho.

Platón cuenta en el Timeo que la humanidad ha pereci-


do muchas veces en el curso de los siglos, según los sabios
egipcios, y ha recomenzado a partir de unos cuantos sobre-
vivientes en lugares apartados de los centros de poder y de
catástrofe.

Alguna causa debió ser telúrica: cambios de clima, despla-


zamiento del eje terrestre, terremotos y maremotos en gran
escala... otra causa debió ser astronómica: caída de aerolitos
de gran tamaño, choque de otros cuerpos celestes... otra de-
bió ser médica: epidemias de amplitud planetaria, ataque de
otros seres vivos... pero sin duda hasta donde yo he podido
llegar con libros y por mi propia observación, — dijo Güido
con firmeza— una causa sin duda es la tendencia suicida
inscrita en el cuerpo del hombre.

[63]
Tuve que interrumpir: Mi propia observación —¡Que
arrogancia la mía!—, mi propia observación me muestra que
el ser humano desea vivir, y si posible, vivir para siempre.

Tu propia observación es parcial —me dijo—. Si bien


existe la tendencia que has observado, existe también la
contraria. Habrás observado que la gente consume comidas
y bebidas nocivas para la salud; además fuma y se droga con
sustancias productoras de enfermedad y muerte. Por si eso
fuera poco, no cesan las guerras fratricidas; toda guerra es
fratricida y autodestructiva. Cada día se construyen armas
más deletéreas. Las luchas por el poder son demenciales;
cuando hay victoria, la victoria es pírrica.

Yo había oído decir que gracias a las guerras ha habido


grandes progresos científicos y tecnológicos. Le repetí el
argumento a Güido.

El precio es muy alto —dijo— Sería preferible un


progreso menos espectacular ligado al bienestar común y
no encaminado hacia la violencia, el crimen o la riqueza
material. Pero —lo dicho— hay una tendencia suicida en
el ser humano y un quantum de violencia espontáneo que
necesita descargarse. Los deportes no bastan; ni las guerras
fingidas. Se quiere derramamiento de sangre.

Esta conversación fue demasiado fuerte para mí. Llegué


a pensar que Güido estaba demasiado golpeado por sus
experiencias en la guerra recién terminada; pero esa desca-
lificación ¡por primera vez!, contra Güido no me quitó el
efecto de su contundente argumentación.

[64]
21

Para tranquilizarme fui a la trastienda de un bar, donde


árabes y judíos jugaban ajedrez tomando té. Yo había apren-
dido los movimientos de las piezas en los sesenta y cuatro
escaques del tablero. Había leído en la biblioteca libros sobre
aperturas, juego medio, y finales. Había repasado las partidas
famosas de grandes maestros del juego, especialmente las de
mi admirado Capablanca.

Al principio yo miraba solamente, pero uno de los viejos


árabes me invitó a jugar. Antes yo había jugado a menudo
con un compañero llamado Lermit, hijo único en una casa
enorme y solitaria. Acepté la invitación y le gané. El anciano
celebró mi juego y pidió a los demás que jugaran conmigo.
Me pagaban los refrescos y hasta me invitaron a sus casas
algunos.

En el momento de anunciar mate en cinco jugadas, yo


me sentía cubierto de gloria. Mi pensamiento volvía a las
palabras de Güido. Yo gozaba la victoria, pero no pedía de-
rramamiento de sangre. Sin embargo, en el encarnizamiento
del combate simbólico, germinaba tal vez la semilla de las
guerras sangrientas. Me dio miedo. Tal vez solo los cobardes
pueden salvar a la humanidad del suicidio bélico.

Cuando entré al Liceo el día siguiente, encontré que mi


artículo en el periódico mural había sido violado con mar-
cador rojo. El artículo criticaba fuertemente a los alumnos
interesados solamente en competencias deportivas, contando
cifras de carreras y discutiendo la superioridad del equipo

[65]
preferido. El letrero con marcador rojo decía: Kabir, Kabir la
envidia te va a consumir; Kabir, Kabir, para de sufrir; Kabir,
Kabir, de envidia te vas a morir.

Nano llegó en ese momento y me propuso ir a ver a


Carlitos para terminar con esa agresión de mal gusto y de
escaso valor literario, no salía de la rima ir ir.

Encontramos a Carlitos llorando. Le habían puesto 16


en Química y a mí 20. Yo lo consolé. Le expliqué que había
sacado siempre 20 en todos los exámenes de Química, tanto
orales como escritos, de tal manera que el promedio seguía
siendo 20. Yo en realidad había sacado 18, pero el profesor
me subió a 20 por un favor involuntario que le hice en fiesta
de rusos.

«Mira cojito —dijo— no voy a meterme más contigo,


seamos amigos». Me dio la mano y cumplió siempre.

22

Yo le presté el Álgebra de Baldor y para devolvérmela


me invitó a su casa; fuimos y entramos a la biblioteca de
su casa, y yo vi a un hombre acostado bocarriba en el suelo
con los brazos abiertos en cruz. En la mano derecha tenía
un revolver y, a partir de la sien derecha, un hilo de sangre
había formado un pozo. Era el padre de Carlitos. Sobre el
escritorio había una carta escrita a mano. Yo la leí. Nadie en
la casa se había dado cuenta de lo sucedido.

[66]
Después supe toda la historia. En su trabajo de adminis-
tración en una empresa, había sido acusado de sustraer ocho
mil bolívares. Salió eso por los periódicos. Una investigación
demostró que él no era culpable y además se descubrió al
ladrón que resultó confeso y convicto.

La impresionante carta decía entre otras cosas: «Durante


unos días flotó sobre mí la sospecha de haber robado y se
descubrió mi inocencia. Pero pudiera pasar que alguien in-
sultara alguna vez a un miembro de mi familia apoyándose
en la sospecha. Sepa ese posible acusador que yo lavé con
sangre incluso la sospecha despejada. El honor de mi familia
queda limpio y sin manchas».

Yo nunca entendí esas cuestiones de honor. Desde la


escuela primaria se formaban peleas en defensa del honor.
Me parecía estúpido que se gastara tanto esfuerzo y hasta se
arriesgara la vida, en vez de conservar esfuerzo y vida para
cosas más altas. El honor de un griego, explicó el profesor,
estaba en conservar el escudo. El escudo era muy grande,
tanto que la madre espartana decía a su hijo cuando este salía
a combatir «regresa con el escudo o sobre el escudo». Porque
si se lanzaba el escudo era para huir más rápidamente. Si
moría, lo traían a casa sobre el escudo, arrastrándolo.

Muchos años después leí a un poeta de la Grecia Anti-


gua que escribió: «Yo lancé el escudo». Lo admiro de todo
corazón.

Si el honor es más importante que la vida, habría que de-


finirlo. No el honor como pretexto para matanzas absurdas.

[67]
A menos que Güido tuviera razón y se inscribiera esto en la
cuenta de la tendencia suicida de la humanidad.

23

Hablando sobre este tema con Leopoldo, me contó él


haber leído sobre una teoría asiática, hindú tal vez, según
la cual el sentido de la vida humana en la tierra es producir
un tipo de energía para alimentar a la luna. La violencia,
las guerras, el sufrimiento producen ese alimento. Es una
metáfora. Le toca al hombre sufrir absurdamente. Ese es su
destino. Si alguien logra librarse de él queda por fuera de los
planes de Dios y entra a formar parte de las huestes de aquel
Ángel de luz que dijo: «No serviré», y cumplió.

De este género debió ser Don Ramón del Valle Inclán


de quien dijo Rubén Darío: «Ese gran Don Ramón de las
barbas de chivo, yo lo he visto arrancarse del pecho las saetas
que le lanzan los siete pecados capitales». La aceptación del
pecado y sus consecuencias es la aceptación de los planes
de Dios. Si Cristo salva, pasa los salvados a las huestes de
Lucifer, el Ángel bello que decidió no servir.

De solo pensar en eso me daba miedo. Pero Leopoldo


acostumbraba explorar todas las ideas. Alguna vez me dijo
que eran formas de ocultar la ignorancia. Formas de mani-
festarla diría yo, porque al pensar no se ve luz al fin del túnel.

[68]
24
El profesor de Biología, médico ecuatoriano bondado-
sísimo, terminaba sus clases de laboratorio recordándonos
a nosotros los varones no olvidar nunca la tripa cuando
salíamos de juerga. Explicó la producción de muchas en-
fermedades por microbios. Habló de Pasteur. Pasteur puso
en ridículo a magos, adivinos, rosacruces, sanadores, visi-
tadores de Lourdes, rezanderos, demostrando el origen de
muchas enfermedades, las no hereditarias, por la acción de
microorganismos.

Todos, menos yo, entendieron lo que es la tripa. Nano


tuvo que explicarme. Yo no conocía todavía las actividades
de la juerga.

Leopoldo, por su parte, opinó en privado que el profesor


no había contado el cuento completo. Cuando hay epidemia,
algunas personas no son afectadas, aún estando en contacto
con los enfermos. ¿Por qué? ¿No conocía el profesor los estu-
dios sobre inmunidad? El cuerpo humano tiene mecanismos
defensivos capaces de rechazar los microbios. Claro, no
todas las personas los tienen en esa medida. Incluso pueden
volverse contra la persona misma que los tiene y producirle
un tipo difícil de enfermedad, la enfermedad autoinmune.
La venganza de los magos, dijo Leopoldo.

25

Por esos días me dio a mí la lechina. Pasé varios días en


casa sin ir a clase. Los vecinos mandaron sus hijos a jugar

[69]
conmigo para que les diera lechina y quedaran inmunizados
para toda la vida. Si no les daba ahora, podía darles después
de adultos, lo cual es mucho más grave. También me pusie-
ron guantes para que no me rascara con las uñas pues dejaría
marcas imborrables.

Durante mi reclusión recibí la visita de la profesora de


Psicología. Me trajo dos libros de Freud la Psicopatología de
la vida cotidiana y La interpretación de los sueños. La mamá
de Leopoldo me mandó reproducciones de cuadros de
Mondrian y Kandinsky. Carlitos me regaló La náusea de
Jean-Paul Sartre. Cadenas me trajo 20 Poemas de amor y una
canción desesperada de Pablo Neruda.

Sentí que ya no era un extraño, veguero, fuereño, bar-


quisimetido. Y me vi en esa situación como quien ve una
escena teatral.

Hablando de enfermos y enfermedades, la conversación


cayó sobre un sanador célebre en la ciudad. Se llamaba
Payota, de padres italianos. Yo lo conocía de vista, le calcu-
laba 30 años. Era de familia rica, vestía siempre muy bien
y esquineaba sólo con patiquines. Yo le admiraba el nudo
triangular perfecto de la corbata. La admiración, dicen, es
promesa de imitación; pero yo no pensaba imitarlo ni en
eso ni en nada.

Al fin terminó la lechina. Kabir ya puedes salir, a tu


iglesita asistir, el texto áureo repetir, admirar las Yepes Gil,
con Carlitos departir y libremente cojear.

[70]
Tan pronto como salí de la lechina, moví cielo y tierra
para verlo trabajar. ¿Soñaba acaso con que me enderezara
el pie? Conscientemente no. La sanación sí me interesaba.
Quien por fin me llevó a verlo fue el señor Cardozo, médico
jubilado amigo de mi familia.

No pude hablarle porque atendía una fila de pacientes.


Cada paciente se acercaba, se arrodillaba y él le ponía la mano
derecha en la cabeza y pronunciaba palabras indiscernibles
como si rezara en un idioma desconocido. Actuaba acostado
en una hamaca.

Lo más asombroso es que cuando hablaba le salían rosas


de la boca o, mejor dicho, se le formaban rosas en la boca y
caían al suelo donde se amontonaban. Los presentes podían
coger una y llevársela.

Al salir le pregunté al señor Cardozo la explicación. Es


un aporte, me dijo. Llaman aporte al traslado de un objeto
lejano hacia una reunión presente de manera instantánea y
milagrosa.

Pero más asombros aún que la aparición de rosas en su


boca fue la consecuencia de su trabajo. Al salir encontramos
al profesor de Biología, médico lo mismo que el señor Car-
dozo. Los dos me explicaron lo increíble: Payota asumía las
enfermedades que curaba. La sanación consistía en aceptar y
sufrir la enfermedad del paciente. Era diabético, cardiópata,
gotoso, asmático, tuberculoso, sifilítico, y tenía tumores
cancerosos en todos los órganos internos del cuerpo, ceguera
y llagas en toda la piel. Era un milagro que estuviera vivo
¿Iba yo además a torcerle el pie?

[71]
26

Según el profesor de Biología, en el mundo de la enferme-


dad y la curación hay fenómenos observados como hechos
empíricos, pero no explicables dentro de la concepción
científica del cuerpo y su funcionamiento. Algunos casos se
explican por el efecto placebo; pero el efecto placebo mismo
no es explicable. En algunas personas se da, en otras no.

Además —continuó— hay en el mundo otras concep-


ciones del cuerpo humano y su funcionamiento. Dentro de
ellas se presenta también la curación de manera inexplicable
en nuestros parámetros. Sin embargo, la ciencia progresa
cada día y es posible que en ella se produzcan cambios de
paradigma anunciadores de nuevas concepciones, capaces
de incluir los logros de otros pueblos, hoy considerados
primitivos.

En esos días regresó Güido de su viaje a Austria, le conté


estas observaciones y estas conversaciones. Con casualidad
—dijo— y tal vez hay razones para lo casual, te traje dos
libros recientes de científicos europeos: El estado actual de
la investigación científica y Perspectivas futuras de la ciencia
y la Tecnología.

Además me confió un secreto personal: estaba escribiendo


un libro La ciudad sin cortinas. Una utopía. Un mundo don-
de la gente vive sin escondrijos. No realizable claro está para
toda la humanidad, pero sí para gente decidida a construir
una pequeña sociedad en una isla o en un lugar apartado de
las montañas. El tema de la utopía era importante. Yo había

[72]
oído hablar de gente que se apartaba para formar comuni-
dad diferente de la conocida guiándose por un ideal. En la
biblioteca había leído sobre las utopías de Platón, Bacon,
Moro, Campanella. En ese momento mi interés se dirigía
hacia las enfermedades y la curación.

27

Leopoldo me presentó a un yerbatero. Este me oyó y me


dijo: «Hay dos tipos de enfermedades, las de médico, y las
de brujo. Yo trabajo para los brujos, les consigo las yerbas
que curan, pero conozco también las que matan». Me llevó
a un lugar fascinante de Barquisimeto: El Manteco, mercado
donde tenía una tiendita. «En las farmacias se consigue lo
que el médico receta; en El Manteco, lo que el brujo manda».

Había yerbas para tomar en infusión; yerbas para car-


gar encima o debajo de la ropa; yerbas para quemar en
sahumerios; yerbas para poner sobre la entrada de la casa o
bajo la almohada; yerbas para hervir y bañarse con el agua
así preparada; yerbas para masticar y escupir o masticar y
tragar; yerbas para meter en aguardiente y beber por copitas;
yerbas, yerbas, yerbas...

Había también raíces y tronquitos medicinales, culebras


para preparar la bebida-cura-huesos-quebrados, testículos
del mono llamado salvaje para prolongar la erección y en-
riquecer el semen...

Visité varias veces ese grande y complejo mercado, sin


comprar nada. Oí decir a una vendedora: «Ese cojito se la
[73]
pasa mirando y preguntando ¿Será que quiere un remedio
para su pata torcida?

En el cuento sobre la muerte de Sócrates, este ordenó a


un discípulo sacrificar un gallo a Esculapio. Tal sacrificio se
hace para pagarle una curación al mítico sanador. ¿De qué
enfermedad había curado Esculapio a Sócrates? De la vida,
sin duda.

En otro cuento griego se enumera lo mejor para el ser


humano: primero, no haber nacido; segundo, morir niño;
tercero, morir lo más pronto posible si tiene la desgracia de
llegar a edad adulta, morir pero no por mano propia.

Le pregunté a Güido cómo era posible que un pueblo, en


cuyo seno surgiera tan terrible concepción, fuera al mismo
tiempo tan creador: La poesía épica, la lírica, la tragedia,
la comedia, las ciencias naturales, las ciencias sociales, la
filosofía, la democracia, las máquinas de guerra.

Respondió. El hombre alcanza su condición plena de


humano cuando se hace consciente de la muerte y no se
engaña más con consuelos extraterrenos.

No entendí. Ni pregunté más.

28

Llegó la vacación y Güido me invitó a visitar los Andes, en


una camioneta cómoda, con él y unos amigos recién llegados
de Viena. La conversación sería todo el tiempo en alemán.
[74]
¡Qué maravilla! Saqué permiso de mis padres y salimos de
madrugada por El Tocuyo y Carache para atravesar los es-
tados Trujillo, Mérida y Táchira hasta Cúcuta en Colombia.

Durante el viaje me familiaricé con el dialecto vienés.


Hablábamos Hochdeutsch pero a menudo hacían ellos juegos
de palabras en dialecto. Güido y yo fungíamos de intérpretes.
Les interesó mucho el paisaje y compraban souvenirs.

A mí también me interesó mucho el paisaje. Hasta


entonces yo había vivido siempre en tierra llana, tierra sin
jorobas como dice Gallegos. Había visto la Sierra Nevada
desde aldeas barinesas cuando el día era claro y se despejaban
los picos. El trayecto entre Valera y Apartaderos fue lo más
impresionante para mí; especialmente la travesía de la alta
montaña; me sentía en el techo del mundo, en la región
donde solo crece esa planta medicinal llamada frailejón y el
díctamo real que prolonga la vida en salud a los ancianos.

Se respiraba prosperidad; había sementeras por todas


partes y ganado vacuno; las casas eran bien construidas,
pintadas de bellos colores y rodeadas de flores. La comida
era riquísima. La gente comía chimó y bebía chicha fuerte
y ron cachicamero...

29

Nos detuvimos en una aldea por consejo de Güido para


conocer al culebrero. Culebrero: yo oía esa palabra por pri-
mera vez, pero Güido sí la conocía y al personaje también.

[75]
Era domingo en la mañana, la gente salía de misa, el
culebrero se paró sobre un banco de la plaza Bolívar y anun-
ció que iba a mostrar la culebra ponzoñosa más peligrosa
de la región, no se conocía antídoto contra su picada. Eso
era mentira, según Güido, porque en los Andes no hay
serpientes venenosas.

El culebrero tenía una bolsa de tela en la mano y otra


amarrada a la cintura. Sostuvo el siguiente discurso más o
menos:

«Voy a abrir la bolsa poco a poco, no se acerquen mucho


porque ella a veces salta y muerde la cara. La voy a dejar salir
poco a poco hasta la mitad. Con la otra mano la agarro des-
de afuera para que no se escape. Puede picar a varios antes
de poder dominarla. (La culebra asomó la cabeza y luego
fue saliendo lentamente) ¿Quién quiere verla de cerca? (Un
campesino se acercó, la culebra dio un salto, el culebrero la
contuvo apretando la mano y con la otra la obligó a entrar
hasta la mitad en la bolsa) ¿Por qué esta culebra no me pica
a mí? Porque yo tengo un ungüento mágico. Me pongo un
poquito en las alpargatas y un poquito en la correa y un
poquito en la muñeca. Eso le repugna a la culebra y procura
alejarse. Quiero un voluntario para hacer un experimento.
Que algún valiente se acerque, yo le unto un poquito de
esta pomada en la mano y la culebra no intentará morderlo,
aunque de verdad está furiosa a causa de la prisión. (Un
joven campesino se acercó, el culebrero metió la culebra en
la bolsa mientras le untaba la pomada en las manos, luego
la dejó salir y ella se alejaba cada vez que el joven campesino
acercaba la mano). Gracias por su colaboración y felicitación

[76]
por su valor. Cuando usted va a trabajar basta ponerse un
poquito en las alpargatas y todas las culebras se alejan; es
bueno también ponerse un poquito en la muñeca por si hay
que agarrar algo en el suelo sin ver ninguna culebra porque
esté escondida. ¿Y por cuánto vendo yo esta pomada? Un
poquito en las alpargatas dura mientras duren las alpargatas.
Una latica alcanza en realidad para toda la vida. ¿Por cuánto
la vendo? ¿Por cien bolívares? ¿Por mil bolívares? No. Yo no
soy comerciante. Tengo la misión de ayudar, de ser útil a la
humanidad. ¿La vendo entonces por cincuenta bolívares?
Claro que no. ¿Por veinte entonces? No me van a creer, la
vendo por un fuerte, por cinco bolívares. Es casi regalada.
Solo cobro lo necesario para cubrir los gastos de fabricación
y mis gastos mínimos de pasaje y comida». (Los campesinos
se agolpan para comprar la pomada. Nosotros también. Pa-
gamos diez por dos cajitas y saludamos de cerca al culebrero.
Nos obsequia con una mirada pícara encantadora).

Cuando llegamos de vuelta a la camioneta ya el culebrero


ha desaparecido no sé por dónde y los campesinos, encan-
tados cada uno con su cajita de mentol chino Tiger Balm,
conversan celebrando y comentando la visita del culebrero.

30

En la tarde, entramos a un caserío para echarle agua al


radiador del carro, se había secado. Entonces nos tocó ver
un espectáculo repugnante: en un camión, tres hombres
vestidos de monjes o de curas —disfrazados, porque ningún
monje o cura haría una cosa así— usando un poderoso alto-

[77]
parlante hablaban así más o menos: «Dios nos ha dicho en
oración que ustedes están en gran pecado. Corren peligro
de enfermar gravemente y morir, peor aún, corren peligro
de ir al infierno para siempre, quemarse en pailas de aceite
hirviente y sufrir las crueldades de los diablos con sus lanzas,
flechas y alfileres.

»Ustedes están en pecado. Las parejas viven en concu-


binato, van a veces a misa en el pueblo más cercano pero
no se confiesan, dicen mentiras, las mujeres se pierden en
habladurías y calumnias, no les ponen reparo a los niños,
ellos crecen sin bautismo.

»Hasta ahora los ha protegido la Santísima Virgen, pero


no puede ya más ayudarlos. Nos ha mandado a nosotros
para matrimonio, bautismo, confesión. Y yo les pregunto
¿qué le van a dar ustedes a la Santísima Virgen? ¿Cuál es la
ofrenda que ella merece? Ni pensarlo. Nadie puede hacerle
una ofrenda justa. Pero ustedes pueden sacrificar algo que
les guste o que necesiten. (Se dirigió a un campesino que
oía alelado) ¿Y tú, qué le vas a dar a la Santísima Virgen?»

—Tengo un lechoncito muy bonito, ¿se lo puedo dar?

—Tráelo. Ella no mira el tamaño de la ofrenda sino la


buena voluntad y el sacrificio.

El campesino se fue corriendo y regresó con un pequeño


marrano, las patas amarradas.

—Muy bien. Y tú (mirando a una campesina), ¡qué le


vas a dar a tu Santa Madre que está en el Cielo.

[78]
—Tengo una gallina ponedora que pone una vez al día.

—Tráela.

La campesina se fue y regresó con una bella gallina. El


orador la felicitó y sus dos compañeros pusieron el lechoncito
y la gallina en el camión.

Siguieron de esa manera y el camión se llenó de piedras


de moler, pilones, alpargatas nuevas, sacos de maíz, pavas,
mecedoras, una escopeta junto con un cacho de pólvora,
cartuchos con fulminantes, perdigones para confeccionar
proyectiles de cacería, una mecedora de esterilla, tres jaulas
con pájaros, un violín campesino con su arco...

—Antes de irnos —dijo el orador— vamos a erigir una


cruz para indicar que la Santa Misión pasó por aquí.

Me dio vergüenza ante los vieneses y ante mí mismo, pues


me tocó traducir la cosa; pero ellos me dijeron que en Europa
habían sucedido peores cosas de este género, por ejemplo la
venta de indulgencias. Y aún ahora —dijeron— de modo
tal vez más sutil, se comercia con la culpa, se tasa el perdón
en moneda contante y sonante o en billetes de banco.

En el resto del viaje no hubo más incidentes de este gé-


nero. Buena comida, buena atención, buen trato.

[79]
31

Ni por un segundo me imaginé durante ese viaje que mi


vida de adulto y de anciano iba a transcurrir en los Andes.

Güido nunca me abandonó. Aunque emprendió largos


viajes y vivió en diversos países siempre mantuvo comuni-
cación conmigo y me ayudó de muchas maneras. No pensé
que podría desaparecer. Un hombre tan caballero debería
ser inmortal.

Los cristales se empañan, no dejan ver nada. Debe ser


por la lluvia y la neblina de estas altas montañas donde vivo
entre cóndores cansados.

[80]
Tercer retrato

El señor Dalmau

Los cristales están empañados por la lluvia y la neblina,


pero el fuego de la memoria los desempaña poco a poco.
Comienzo a entrever y luego veo claramente la aglomeración
de alumnos en torno al quiosco donde venden arepas con
mantequilla y queso, y café con leche. Escucho la algarabía
y me veo yo mismo de pie, aparte pero cerca, esperando
el timbre de entrada al Liceo Lisandro Alvarado. Algunos
llegan muy temprano, otros están llegando ahora, más tarde
llegarán otros apresuradamente.

No son todavía las siete. A las siete abren la gran puerta


de entrada y las clases comienzan a los pocos minutos. Mis
pensamientos se dirigen hacia una tarea que debo hacer más
tarde. Mi hermana mayor, Aurora, debe hacer una diligencia
para la señorita Hilda, directora del colegio evangélico donde
estudia. Yo debo acompañarla porque una muchacha no
anda sola por la calle. El colegio es de niñas y muchachas;

[81]
tiene internado, seminternado y externado. Mi hermana es
externa. La diligencia consiste en ir a preguntar al repre-
sentante de una interna si le da permiso para asistir a una
fiestecita de las externas el próximo sábado.

Falto a las dos últimas clases para poder acompañar a mi


hermana. Vivimos cerca del parque Ayacucho. Caminamos
hasta el otro extremo de la ciudad y llegamos a la casa del
señor Dalmau, tío y representante de Mercedes, la invitada
que necesita permiso. Yo toco. Nadie abre. Al tercer toque
abre la puerta un señor alto, rubio, musiú. Nos manda pasar
adelante y, una vez dentro, nos pregunta qué queremos. Mi
hermana, un tanto media lengua, recita todo el discurso. La
señorita Hilda Myrik le manda a preguntar si usted le da
permiso a su sobrina Mercedes para asistir a una fiestecita
de las externas en el colegio. El señor alto, sin duda el señor
Dalmau, dijo: «No».

No dijo nada más. Nos quedamos parados sin saber


qué hacer. Esperábamos quizás una respuesta más amplia.
Entonces él nos dijo: «Siéntense, descansen un poco». Y dio
orden a una anciana: «María, tráigales jugo de naranja a estos
visitantes». Se fue al interior de la casa, luego volvió y nos
condujo a la puerta gentilmente. Cuando regresábamos a
casa, yo recordé haber visto a ese señor en la calle, cerca del
Teatro Juárez. Lo vi de lejos y sentí una extraña impresión;
no puedo definirla, era como si él fuera de mi familia; pero
no, era como si fuera importante de alguna manera en mi
casa y en mi vida. Después lo olvidé.

[82]
2

Semanas más tarde, una compañera de clases, Olga Dun,


me propuso ir a visitar a un sabio astrólogo, amigo del papá
de ella, que sabía hacer e interpretar horóscopos.

Esa Olga Dun era un poco rara. Durante el receso se que-


daba en el salón y miraba por la ventana hacia la calle donde
pasaban carros, bicicletas y motocicletas. De repente decía:
«Ese se cae». Y, efectivamente, el ciclista o el motociclista,
según los casos, se caía. No sé si es que los hacía caer o que
predecía la caída. Siempre estaba con dos muchachas más.

Me pidió que la acompañara, porque no podía ir sola a


la casa del astrólogo a llevarle un mensaje de su papá. Me
extrañó. ¿Por qué mandaba a la hija en vez de ir él mismo?
Pensé que la falta de teléfono de esa época obligaba a ser-
virse de mensajeros improvisados. Acepté, a pesar de mi pie
torcido. Cuando acompañé a mi hermana me dolieron los
tobillos y las rodillas.

Al llegar resultó que era la misma casa del mismo señor


Dalmau. Al entrar nos recibió cordialmente y se sentó a
conversar con nosotros en la sala. Ella le dio el mensaje
de su papá, tenía que ver con máquinas, era ingeniero de
máquinas el señor Dalmau y tenía un taller de herrería,
fabricaba los repuestos que la guerra impedía importar. Ella
me presentó como muy inteligente, según ella el mejor, y
muy estudioso, cosa que nunca me había dicho nadie. «Ya
nos conocemos», dijo él.

[83]
Ella le sugirió hacerme el horóscopo. Él se negó. «Solo
si él mismo lo pide».

Yo me quedé mirando un cuadro en la pared; representaba


un compás sobre una escuadra formando una especie de
cuadrado irregular. La timidez me hacía comportarme como
si no estuvieran hablando de mí. Huía de la confrontación.
Ante la insistencia de Olga él me dijo: «Si quieres que te
haga el horóscopo, debes dar tu fecha de nacimiento, con
la hora si posible y el lugar. Pero al darme esos datos me das
poder sobre ti. Piénsalo antes de decidir».

Yo intuí que podía confiar en él y le di los datos. Me llevó


a una oficina interior y dibujó un círculo, lo subdividió, le
agregó símbolos extraños, trazó líneas rectas entre diferentes
puntos del círculo y agregó otros símbolos. Todos absoluta-
mente desconocidos para mí. La propia palabra horóscopo
no me era familiar.

Entre los evangélicos no conseguí a nadie que se interesara


en astrología. A Leopoldo le vi un libro sobre astrología pero
no llegué a leerlo ni a interesarme. Olga sí hablaba a veces
sobre oposiciones y simpatías astrológicas pero yo pensé, tal
vez acertadamente, que eran cosas de mujeres.

Volvimos a la sala y delante de Olga dijo que yo podía


llegar a ser excelente médico alienista si escogía esa carrera.
No dijo más nada. Pero antes de despedirnos me dijo a mí

[84]
solo: «Si vienes el miércoles de la semana próxima, a las ocho
de la noche, te mostraré algo muy interesante». No esperó
respuesta, ni yo pregunté nada.

El miércoles de la siguiente semana me presenté pun-


tualmente a la hora indicada. Me abrió de inmediato y me
condujo a un jardín de rosas frente a un espacio embaldosado
y amueblado. No se percibían allí ni las luces ni los ruidos
de la calle. Tampoco se percibían las luces de la casa. O
este espacio quedaba completamente separado de la casa, o
él había apagado todas las luces de la casa. Excepto por el
espacio embaldosado y amueblado, el jardín de rosas —a
veces los llaman rosaledas— estaba rodeado de paredes altas
o biombos, de manera que se abría hacia el cielo estrellado
sin perturbación ninguna.

Era una de esas noches estrelladas de Barquisimeto des-


pués del fascinante crepúsculo. Yo sentí la belleza silenciosa
del cielo. Nos sentamos en sendas sillas de extensión. En-
tonces él me mostró una estrella, la más brillante, y me dijo:
«Se llama Sirio, es doble, son en realidad dos estrellas, cada
una con satélites; es el centro de esta rama de la Vía Láctea,
nuestra galaxia; nuestro sol se mueve hacia ella».

Eso fue todo. Me dio cita para un mes más tarde, a las
cinco y media de la mañana, y me despidió. Pero a mí se me
desarrolló un interés inusitado por la Astronomía.

[85]
Le pregunté al enjuto y adusto bibliotecario por libros
sobre estrellas. Me trajo a la mesa dos libros de texto y un
enorme atlas con fotografías del cielo y mapas donde se
indicaban las constelaciones y los nombres de las estrellas.
Fascinante todo aquello. Dejé de ir a clases varias veces para
estudiar los textos. Aprendí la diferencia entre constelación y
galaxia. Aprendí sobre novas y enanas blancas, sobre agujeros
negros, sobre materia negativa. Aprendí que podemos estar
viendo la luz de estrellas desaparecidas hace mil milenios.
Aprendí que nuestro sol es una estrella y que la estrella más
cercana a nosotros después del sol es Alfa de Centauro. Si
pudiéramos viajar a la velocidad de la luz tardaríamos nueve
años en llegar a ella. Aprendí tantas cosas que comenzaron
a confundirse en mi mente.

Yo sabía de un muchacho que tenía un telescopio. Se


llamaba Joseíto Segura. Me presenté en su casa y le expresé
mi deseo de utilizar su telescopio. Se complació mucho. Me
dio cita para esa misma noche. Nos trasnochamos mirando
los planetas y satélites de nuestro sistema solar. La luna en su
única cara accesible a nosotros; Marte con sus dos satélites:
Deimos y Fobos; la gran mancha de Júpiter; los anillos de
Saturno…

De las constelaciones, distingue uno en Barquisimeto


con gran claridad la Osa Mayor seguida de Arturo; la Osa
Menor con la Estrella Polar; Orión el cazador con sus perros;
Sirio era el ojo del Can Mayor. Y esos nombres, Aldebarán,
Calíope, Algol, las Pléyades, Cástor y Pólux, Betelgeuse…

[86]
5

Le hablé a Güido de mi interés por las estrellas. Resultó


ser un excelente guía para orientarse en el cielo y reconocer
las estrellas en sus constelaciones. Paseábamos de noche y
me indicaba, más bien me presentaba las estrellas como se
presenta a un amigo. Además me daba datos sobre distan-
cias y relaciones de tamaño. Me dijo cuáles se usaban en la
navegación, cuál sirvió a Colón cuando llegó a la Tierra de
Gracia, cuál guía a los marinos individuales en la inmensidad
del Océano Pacífico.

Le pregunté a Güido si otras estrellas, además de nuestro


sol, tienen planetas. No se ha observado todavía, dijo, pero
no hay razones para suponer que nuestro sol sea un fenóme-
no único en el universo. Debe haber millones de soles con
planetas, y planetas parecidos o iguales a la Tierra.

Tomé consciencia del muy modesto planeta donde


vivimos y de su inmensa belleza. La información sobre el
universo me acercaba por contraste a las peculiaridades de la
Tierra: a los fondos marinos no explorados, a los casquetes
polares, a los misteriosos desiertos, a los ríos y al origen de
los ríos, a la circulación del agua en las entrañas de la Tierra,
al ciclo de los vientos, a la pavorosa belleza de tornados y
huracanes, a la furia del mar en maremotos y tsunamis, al
fuego subterráneo eructando volcanes, sacudiendo la inerme
superficie del planeta con sismos impredecibles.

[87]
6

El esposo de una tía mía, mi tío Germán, pastor evangé-


lico, me llevó a Caracas para oír a un científico inglés que
iba a hablar sobre la posibilidad de viajes interplanetarios.
Escuché por radio la invitación. Mi tío iba, justo entonces,
a una convención de iglesias y me consiguió permiso de mis
padres para llevarme a Caracas.

El científico habló en inglés. Bueno haber aprendido esa


lengua, sentí premiados mis esfuerzos. Según él, al comienzo
de su discurso, lo que hay que saber sobre el universo para
considerar la posibilidad de viajes interplanetarios, ya se sabía
desde Newton. Quedan problemas técnicos:
1. No se puede vencer la gravedad terrestre. No puede
concebirse un vehículo y un combustible capaces de hacer sa-
lir del planeta a un astronauta. 2. Si se logra salir —supuesto
negado— quedaría a la merced de cualquier otra atracción
además de la terrestre. 3. El cuerpo celeste más cercano a la
Tierra es la luna. Si se dirige hacia ella caería violentamente.
4. Si logra descender suavemente y aterrizar —supuesto
negado— no podría sobrevivir sin atmósfera. 5. Si lograra
sobrevivir sin atmósfera —supuesto negado— no podría
despegar de nuevo, ¿con qué recursos?

Según él solo se puede fantasear. La imaginación es libre.


Habrá nuevos Julio Verne.

Después de oír aquella conferencia tan desanimadora,


yo no me desanimé. Recordé aquel cuento leído con Güido
sobre el primer funcionamiento de una locomotora. Un

[88]
profesor de Física, jefe de cátedra en Oxford, se presentó
al lugar y explicó al público presente que aquella máquina
no podría despegar. El maquinista no lo contradijo. Subió
a la cabina de mando, encendió la locomotora y despegó
saludando con su pañuelo al sorprendido sabio. En imagi-
nación sorprendí al sabio astrónomo mientras lo felicitaba.

Güido me explicó: la ciencia y la tecnología tienden a


estabilizarse en una situación satisfactoria. Pero al mismo
tiempo tienden a progresar; eventualmente se produce un
salto hacia otro paradigma por la imposibilidad de explicar
ciertos fenómenos con las teorías anteriores, y por la su-
peración tecnológica generada por los ingenieros, siempre
experimentando, siempre inventando.

Estando yo en plena fiebre de mi interés por la Astro-


nomía, se cumplió el mes para la nueva cita con el señor
Dalmau.

A las cinco y media de la madrugada estaba yo tocando


la puerta de su casa. Abrió de inmediato y me invitó a tomar
café con leche y arepas con mantequilla. Era mediados de
junio. Solsticio de verano. Amanecía más temprano.

Terminando nosotros el desayuno, salió el sol. Esperamos


un rato en silencio. Después él me condujo a una habitación
cerrada, completamente a oscuras. Quitó algo de una pared,
la pared del este, y se abrió un boquete, o pequeña ventana

[89]
redonda, o lo que llaman ojo de buey en los barcos. Un rayo
de sol entró en la habitación, entró en línea recta, no ilumi-
nó la habitación. Quedó como una viga de luz atravesando
limpiamente las tinieblas, sin difundirse me pareció.

Entonces él me ordenó que mirara el interior del rayo.


Atentamente. Agitó un trapo, o quizás las manos; lo cierto
es que distinguí en el interior de la luz una enorme cantidad
de partículas. Partículas de colores diferentes. Distinguí unas
rojas, otras amarillas, otras blancas, otras de colores desco-
nocidos para mí. Variaban en la forma: pequeños puntos, o
como tornillos, en espiral, o enrolladas sobre sí mismas, o
largas y rectas, o como medialuna. Se movían todo el tiempo,
algunas subían lentamente, otras con rapidez, observé las
que se desplazaban hacia la izquierda o hacia la derecha, o
en línea oblicua hacia arriba o hacia abajo. Es curioso que
no fuera el viento lo que las movía y que no mantuvieran
la misma dirección. Algunas describían círculos perfectos.
Así estuvimos largo rato en silencio. Yo fascinado por ese
espectáculo tan inesperado. De repente dijo: «Sopla ahora».
Yo soplé. Vi la gran conmoción de las partículas y el surgi-
miento de otras con colores diferentes a los hasta entonces
observados, incluso algunas muy largas como minúsculas
lanzas, y otras parecidas a motas.

Me hizo salir de la habitación y nos sentamos en el


espacio embaldosado y techado frente a la rosaleda. El día
había crecido. Las rosas brillaban con gotas de rocío en los
pétalos. Me acerqué a verlas. Cada gota de rocío trasmutada
en piedra preciosa.

[90]
Él ordenó más café con leche. Mientras lo tomábamos
dijo:

«Todo el aire de este planeta, toda nuestra atmósfera está


repleta de esas partículas. Las respiramos. Al expirarlas les
imprimimos nuestra vibración. Al inspirarlas, inspiramos
la vibración que ellas tienen por haber sido respiradas por
otros seres humanos o animales. La respiración consciente
nos permite proyectar la calidad de nuestra alma, el temple
de nuestros pensamientos, la intención buena o mala de
nuestros sentimientos, emociones y afectos. Nuestra inten-
ción consciente las gobierna.

»Las plantas, por su parte, emiten resinas volátiles que


permanecen en sus cercanías y forman una especie de aura
invisible. Al sentarte debajo de un árbol entras en su aura y
recibes su influencia. El que a buen árbol se arrima no es solo
una metáfora, es también y sobre todo una verdad literal. Los
minerales, las piedras, la tierra emiten partículas o modifican
las ya existentes. Si desarrollas tu sensibilidad percibirás la
voz, por decirlo así, de los seres creídos inanimados. Camina
descalzo y notarás los cambios entre un lugar y otro. No solo
en temperatura sino también y sobre todo en la calidad de
la influencia que percibes.

»Hay lugares especialmente poderosos, son como centros


psíquicos del planeta. Si vas a alguno de ellos, te cargas de
energía. Por eso los hombres llamados erróneamente pri-
mitivos suelen dormir en el suelo de los lugares sagrados.

[91]
»De ese conocimiento viene el uso sabio de inciensos y
perfumes. De esa ignorancia vienen muchas enfermedades
y malestares.

»Cuando te sientas débil o confundido o temeroso o


triste, acércate a las flores y a los pájaros. Pero tienes que
estudiar la naturaleza y conocerte a ti mismo. No todos los
pájaros y todas las flores te convienen.

»Como intuyo que me quieres hacer caso, te doy por


los momentos una sola indicación: no creas en nada que
tú mismo no hayas comprobado por tus propios medios».

Yo, que había estado oyendo con atención todo su dis-


curso, me sentí obligado en este momento a decir: «No sé
cómo seguir esa indicación, porque casi la totalidad de lo que
creo saber, no lo he comprobado por mí mismo. No podría
hacer nada si actúo sobre la base de lo que he comprobado
por mí mismo».

—Buena observación —dijo—, actúa normalmente,


solo que dejas lo no comprobado en suspenso, con una
aprobación provisional.

Después de esta asombrosa sesión con tantas informa-


ciones y pensamientos por digerir, me sentí autorizado para
visitarlo sin invitación, como si tuviera derecho de discípulo
a estar cerca del maestro. Pero, a decir verdad, cuando lo vi

[92]
por vez primera de lejos, en la calle, yo había sentido ya una
relación de este género, solo que obscuramente. La había
olvidado, es cierto, pero la huella quedó escondida en ese
fondo misterioso debajo de la conciencia, y emergió en los
encuentros posteriores.

Así, le fui haciendo preguntas sobre sus enseñanza y sobre


mis propias búsquedas en la biblioteca, en las conversaciones
con Nano, Güido, Leopoldo, en las meditaciones solitarias
escuchando mis voces interiores.

Le pregunté sobre el aura. Si hasta las piedras tienen aura,


el aura humana debe estar compuesta de algo más que la
respiración. «Efectivamente —dijo— está compuesta por
nuestras emanaciones psíquicas y orgánicas. Cada quien está
rodeado de un volumen invisible. Lo percibimos vagamente
cundo la presencia de alguien nos agrada o nos desagrada;
pero los videntes pueden ver el aura y sus colores.

»Además del volumen invisible en torno al cuerpo,


algunas vibraciones son de largo alcance». Derramó una
gota de perfume en el extremo de la casa y yo sentí el olor
inmediatamente. «Con esa misma celeridad se difunden
algunas de nuestras emanaciones. Por eso podemos sentir
la llegada de alguien, percibir pensamientos de personas
ausentes y transmitir mensajes en los fenómenos llamados
telepatía. Todo esto de manera no controlada, no decidida;
pero la educación permite progresar mucho en el dominio
consciente de estos fenómenos».

[93]
Hablamos también sobre el tamaño del aura. Por ejemplo,
el aura del dueño de una casa puede abarcar toda la casa,
de tal manera que al entrar en la casa, entramos en su aura.
El aura de un gran maestro de sabiduría puede abarcar una
ciudad entera. Nuestra aura personal se entremezcla con el
aura de los demás, por eso podemos perder individualidad
y nadar en un ambiente colectivo incontrolable. El maestro
sabe comunicarse sin perder individualidad.

En el comportamiento de las multitudes se puede obser-


var la pérdida de la individualidad. El individuo es arrastrado
por la masa y hace actos ajenos a su costumbre y a su criterio.

Le pregunté si ciertos sitios pueden estar cargados de


vibraciones dominantes con poder para influir sobre la con-
ducta del que pasa por ahí. Se lo pregunté pensando en la
atmósfera de ciertas iglesias, de ciertos bares, de la biblioteca,
de las casas de placer.

Él distinguió entre sitios cargados de poder telúrico y


sitios de formación humana. No entendí. Entonces él habló
de los Egrégores. Extraña palabra. Nunca la había oído antes.

Después de su explicación creí entender lo siguiente:


cuando muchas personas se reúnen frecuentemente en un
sitio, un bar, una iglesia, un monasterio, una biblioteca, un
aula, un teatro, se forma con el tiempo un centro psíquico
supraindividual, una entidad capaz de actuar por sí sola:
es el Egrégor. El Egrégor atrae a los que se le acercan y los
induce a participar en las actividades de su lugar. Tiende a
eternizarse.

[94]
Una persona sola también puede formar un Egrégor
si hace las mismas acciones en el mismo lugar de manera
sostenida. Algunas personas tienen Egrégores entrenados
como sirenas, en tiendas por ejemplo, y obligan al pasante a
comprar, o entrenados como perros para espantar visitantes
indeseados.

El Egrégor puede independizarse de su creador o crea-


dores y actuar por cuenta propia.

Por lo general, la creación del Egrégor es involuntaria e


inconsciente, pero el mago lo hace a plena consciencia con
clara intención y propósitos definidos.

Los fines de semana y los días de semana cuando por


alguna razón no había clase, yo me presentaba a la casa del
maestro y colaboraba en sus actividades. Me convertí en
una especie de secretario o ayudante voluntario y gratuito.

Gratuito en realidad no. Pues no puedo pensar en un


salario mayor a sus enseñanzas, ni mejor. Siempre regresaba
yo a casa con los bolsillos llenos.

Fue un gran día para mí cuando me habló de la luz de


las estrellas. La luz es vibración y partícula. Citó a un poeta
que llamó al mar «infusión lactescente de astros». Todo el
planeta recibe continuamente luz de las estrellas. Si las vemos
es porque su luz nos llega, aunque ellas hayan desaparecido.

[95]
Y esta perla: es posible conectarse con una estrella en
particular, o con varias. Citó al mismo poeta del mar como
infusión lactescente de astros. Ese poeta escuchaba el frufrú
y la voz de sus estrellas sentado al borde de los caminos en
noches de bohemia y tenía su posada en la Osa Mayor.

Solía decir don Rafael —muchos le decían don Rafael,


otros el señor Dalmau—, solía decir el señor Dalmau que
si alguien se acuesta en el suelo bajo el cielo en una noche
despejada sin luna y dobla la rodilla izquierda hacia arriba
y se pone a contemplar las estrellas, una de ellas le hablará
y entrará en amistad con él y podrá siempre consultarla por
ayuda en momentos difíciles.

10

Yo me quedaba de mirón cuando él trabajaba en su herre-


ría. Él estudiaba las piezas quebradas de los grandes trapiches
del estado Lara, descubría la aleación y las hacía igual a las
originales. En cierta ocasión lo acompañé a ver un enorme
trapiche paralizado, no se sabe la causa. Se metió dentro
de la enorme máquina y se quedó largo rato estudiándola.
Cuando salió pidió un metro, una mandarria y una tiza.
Con el metro midió el exterior de la máquina desde ambos
extremos hasta ubicar un punto en el cual dibujó una x
con la tiza. Enseguida se armó con la mandarria y asestó un
golpe calculado sobre la x. La máquina comenzó a andar
inmediatamente. Imaginé que algo trabado se había liberado.

El dueño del ingenio se alegró mucho pues perdía mucho


dinero cada día porque no podía moler la enorme cantidad
[96]
de caña de azúcar que le traían sus peones. Preguntó por
los honorarios. Veinte mil bolívares, dijo don Rafael, el
ingeniero. El dueño del ingenio se asombró, era una suma
enorme, por un rato de examen y un golpe de mandarria.

Don Rafael le dijo que podía darle otro golpe y dejarla


como estaba antes. No cobraba por el rato y el golpe de
mandarria. Cobraba por los conocimientos y experiencias
necesarios para dar ese golpe.

El dueño entendió complacido y pagó de inmediato. Nos


regaló además un saco de panela a cada uno.

Regresando me contó la historia de un gran maestro de


la antigüedad hebrea llamado Hiram, herrero consumado, y
del dios griego doble cojo, Hefesto, constructor del escudo
de Aquiles, escudo lleno de símbolos sagrados. Me alegré de
saber que había un dios no solo cojo, sino doble cojo. Corrí
a la biblioteca para informarme.

11

En otra ocasión lo acompañé a una invitación. Se trataba


de comer un lechoncito a la cubana; él tenía un ayudante
cubano en la herrería y un hermano de ese ayudante había
hecho la invitación. Llegamos a mediodía, pero el lechón
había estado desde la cinco de la madrugada expuesto al res-
coldo de un fuego situado a dos metros del lechoncito sobre
una especie de cruz que permitía cambiarlo de posición.

[97]
Mientras llegaba la hora de comer, escuchamos a un
joven músico compositor de canciones. Debo explicar que
el señor Dalmau era muy amigo de los músicos, músico él
mismo. Componía canciones y cuando las terminaba de
cantar acompañándose con guitarra que tocaba él mismo,
solía decir: «Letra y música de Rafael Dalmau».

El joven cantautor cantó una bellísima canción. Recuerdo


parte de la letra: «Ilusión de las alas doradas, te arranqué de
mi vida, yo pensaba reír y hoy me pongo a llorar».

Cuando terminó de cantar, don Rafael lo llamó, y le dijo


que cambiara la letra inmediatamente y dijera: «Yo pensaba
llorar y hoy me pongo a reír». El joven músico obedeció y
cantó complacido: «Ilusión de las alas doradas, te arranqué
de mi vida, yo pensaba llorar y hoy me pongo a reír».

El lechoncito a la cubana resultó ser una maravilla gas-


tronómica. He buscado repetición de ese sabor, pero solo
he encontrado aproximaciones.

12

Esa invitación me hace recordar otras invitaciones. En


general se trataba de tener ocasión de consultar cómoda-
mente o de agradecer algún consejo o servicio. Esto me trae
al tema de las consultas.

Todos los días, a toda hora, venía gente a consultar, pero


cuando quería estar solo o con alguien sin interrupción lo

[98]
lograba. En esto colaboré yo cuando pasaba largos ratos en
su casa. Yo atendía a los consultantes y los anunciaba en
orden de llegada.

¿Qué consultaba la gente? Consultaba sobre pleitos con-


yugales, negocios, problemas de salud, escogencia de carrera,
cuestiones esotéricas, juegos de azar, decisiones eróticas,
formas de estudio para conocer la verdad sobre la vida y la
muerte. Estas últimas eran menos frecuentes.

Al atender, él solía dibujar un círculo y subdividirlo,


como hizo conmigo. Con el tiempo me pareció que él no
interpretaba esos signos, sino que, mientras los hacía, se
inspiraba o veía. De esa manera daba consejos que tanto
ayudaban a la gente. No cobraba.

Con el tiempo descubrí que él, en la mañana, contem-


plaba una bola de cristal de roca, bellísima, puesta sobre
seda negra. Ahí veía, me dijo, los casos por atender cada día.

En cuanto a enfermos, solo atendía casos desahuciados


por los médicos. Decía entonces: «No hay remedio, le toca
desencarnar». O daba un remedio infalible.

Recuerdo el caso de un médico cuya hija había sido


desahuciada por él mismo y por los otros médicos. La
madre había insistido en ver al señor Dalmau. Este ofreció
un frasco lleno de un líquido transparente y ordenó dar a la
niña en la boca una gota siete veces al día. Anunció que la
niña sanaría al cabo de veintiún días.

[99]
El médico pidió explicación. ¿Qué contiene ese frasco?
¿Por qué darlo en esa forma? ¿Qué origen tiene ese líquido? El
señor Dalmau se negó a responder esas preguntas y se dispuso
a recuperar el frasco de las manos de la esposa del médico.
Ella intervino y argumentó ante su esposo el desahucio de
la niña; nada se arriesgaba, nada podía temerse, en cambio
la esperanza continuaba. El médico no aceptó, él merecía
—dijo— todas las explicaciones porque era médico y padre.

La señora se impuso. Al cabo de tres semanas volvieron


con un ramo de flores y muchas sonrisas. El médico había
hecho un análisis químico del líquido, resultó ser agua
destilada pura. Pidió explicación. El señor Dalmau se negó
rotundamente. Hay cosas que el análisis químico no detecta,
es necesario ampliar la visión del mundo para ir más allá de
lo sabido hasta ahora.

El médico aceptó a regañadientes. El agradecimiento lo


dominaba, pero pidió ocasión de estudiar. El señor Dalmau
se puso a la orden. Pero no es un estudio como el de las
universidades. Hay cosas en el mundo no percibibles con
los métodos de la ciencia occidental. Es necesario cambiar
de actitud.

Algunos de los consultantes, sobre todo los jóvenes, ha-


blaban después conmigo y comentaban con asombro cómo
hacía el señor Dalmau para saber todo sobre su vida íntima,
sobre cosas no habladas con nadie, no confiadas a nadie.

Conté algunas de esas cosas a Olga, pero fue como si las


hubiera escrito en el periódico mural. Carlitos, aún no mi
amigo, cantó:

[100]
«Kabir, Kabir, deja de mentir
de Dios no podrás huir
Kabir, Kabir, boca de falso decir
el diablo te va a freír».

Decidí entonces guardar silencio, y solo ahora, con el


calor del recuerdo, me siento autorizado a contar algunas
cosas. Por ejemplo, para hacerme comprender fuerzas no
ordinarias me hizo trazar un círculo de tiza en torno a mí
mismo frente a la rosaleda. Luego me llamó, y, sorpresa,
horror, no pude salir del círculo de tiza, lo intenté todo,
empujé, salté, repté y no pude. Tuvo él que venir a borrar
una parte del círculo. Por ahí salí.

13

En otra ocasión, en día muy caluroso, sacó su violín y


se puso a tocar una extraña melodía, entonces llovió, un
fuerte chubasco. Me mandó a salir a la calle y ver la lluvia.
No había lluvia, todo estaba seco.

Volví a ver ese extraño dibujo en la pared al lado de la


entrada a su escritorio: un compás sobre una escuadra, las
puntas del compás hacia abajo, la escuadra con sus dos patas
hacia arriba. Se formaba una especie de cuadrado irregular
y en el medio estaba dibujada la letra G parecida a una ser-
piente. Pregunté por fin. No quería ser curioso.

Es un símbolo masónico. Son dos instrumentos de dibujo


y de albañilería con un significado a descifrar. Masonería. Yo
había oído esa palabra sin entenderla. Me atreví a preguntar.
[101]
Es una fraternidad de albañiles, de constructores de
catedrales. Sus actividades y sus instrumentos pasaron a ser
símbolos.

¿Símbolos de qué? Me atreví a preguntar. No me res-


pondió directamente. Desvió la pregunta. Para comenzar a
interpretar los símbolos es necesario iniciarse y comenzó a
hablar del arte culinario.

Pero yo insistí ¿Qué es la iniciación? Es la forma de in-


gresar en la fraternidad. Cosa de adultos. Hay que cumplir
veintiún años y tener de qué vivir.

Acepté el rechazo. Pero le consulté otra cosa. Hay una


orden rosacruz antigua que se puede estudiar por correspon-
dencia. ¿Vale la pena? Sí, dijo.

Después de varios meses de estudio rosacruz, leyendo


además a Descartes, ese gran rosacruz, volví a investigar so-
bre masonería. Mi papá me dijo que él había trabajado con
masones, había observado su extraña manera de interpelar
a un desconocido sobre una viuda, y sobre su edad. El señor
Cardozo criticó a alguien que había querido hacerle toques
en la mano para identificarse: «Oyó la campana, pero no
supo dónde estaba el badajo».

Una lectora de barajas los creía pactados con el diablo. Los


artículos sobre el tema en las enciclopedias de la biblioteca
no decían gran cosa; cuentos de traidores y de espías.

[102]
14

Volví a preguntar al señor Dalmau. En parte por curiosi-


dad, en parte por un extraño interés, obscuro, indiscernible
de momento.

«Es una fraternidad para ayudar a conocerse a sí mismo


y a escudriñar el sentido de la vida individual así como la
finalidad de la humanidad sobre el planeta. También sirve
para ayudar a ser útil».

Eso es lo mío, pensé, pero me faltaban más de cinco años


para alcanzar la edad. Además yo no me mantenía, ganaba
algo dando clases de inglés, pero no podría pagar los gastos
de iniciación y las mensualidades.

Tres años más tarde insistí. Había leído que la edad es


simbólica y sabía que siempre se puede ganar plata.

Respuesta del señor Dalmau ante mi insistencia razona-


da: «El que tiene padrino se bautiza, si el padrino es de mi
tamaño».

Mi papá me autorizó por escrito. El señor Dalmau me


consiguió un trabajo de contabilidad. Gané la mitad de los
gastos. El padrino pagó la otra mitad. En el futuro el pro-
blema se trasladaba a Caracas donde yo iba a seguir estudios
universitarios.

Años más tarde, Nano, Leopoldo y Carlitos se iniciaron


también.

[103]
Mis estudios con el señor Dalmau habían comenzado
mucho antes. Me enseñó astrología. Cuando aprendí a ma-
nejar los horóscopos me explicó que todo eso era la forma
exterior de un asunto profundo. Todo eso era exotérico. Lo
esotérico de la astrología tiene que ver con fuerzas internas
del ser humano. A estas debemos conocer y nombrarlas con
los nombres de la astrología, pero otros nombres, de otras
tradiciones también son validos.

La relación de nuestras fuerzas internas con los astros


del sistema solar y con las estrellas es objeto de un estudio
avanzado muy posterior a la astrología exotérica.

Los maestros permiten que las gentes se entretengan con


la astrología exotérica, porque mantienen con su interés una
puerta abierta para facilitar el camino a los buscadores de
la verdad.

La masonería, con todos sus grados, secretos y misterios


no es sino la forma externa de una enseñanza antigua, de un
saber de salvación. Es una puerta abierta para los verdaderos
buscadores. Los buscadores superficiales se entretienen con
los símbolos, sin entenderlos de verdad, pero mantienen
abierta la puerta de la sabiduría.

Sin embargo, la práctica minuciosamente exacta y per-


severante del rito, aun sin comprenderlo, activa en el alma
estructuras virtuales, dormidas, que de esa manera se des-
piertan progresivamente pagando al practicante un salario
supersubstancial para alimentar o satisfacer el anhelo de
verdad y belleza.

[104]
A decir verdad, yo no entendía casi nada o entendía obs-
curamente. Solo muchos años después comencé a calibrar
la enormidad de lo que había recibido y me sentí dueño de
un gran tesoro.

Mediante ejercicios rosacruces yo había estado practican-


do telepatía y telebulia, adivinación y predicción. Pero al
señor Dalmau no le gustó y me regañó: «Déjese de pequeñas
magias y busque a Dios».

Envalentonado le dije: «Pero usted cura y predica, acon-


seja y guía». El me explicó: «Eso no debe ser el resultado
de un entrenamiento sino un don, una gracia. Si se recibe
se practica, es una gran responsabilidad. Pero no se busca.
Toda magia es magia negra».

15

Un aspecto importante de su enseñanza es la posibilidad


de transmitir un poder. Dos experiencias me lo enseñaron.

Una vez me dijo: Atiende a ese señor y a su esposa. Ne-


cesitan información para tomar una decisión importante.
Yo me senté en la silla donde él se sentaba para atender a
los consultantes. Pregunté a la pareja sus fechas y lugares
de nacimiento. Dibujé el círculo del horóscopo, tracé las
líneas interiores, detecté las relaciones. Y los oí. Necesitaban
saber si el próximo año iba a llover mucho o poco porque
pensaban hacer una gran inversión en sementeras del estado
Portuguesa, cerca de Acarigua. Yo no sabía nada de semen-

[105]
teras ni de lluvias, ni siquiera había observado atentamente
los ciclos del clima. Estaba preparado para explicarles mi
total ignorancia en esos asuntos y recomendarles consultar
directamente al maestro, cuando me di cuenta de que era
altamente conveniente hacer esa inversión y si posible am-
pliarla con préstamos porque las circunstancias todas iban
a ser altamente favorables.

No puedo explicar cómo supe todo eso. Al final del año


siguiente me buscaron en mi casa y me dieron una pulsera de
oro que vendí a buen precio cuando fui a estudiar a Caracas.
Se la mostré al señor Dalmau y el dijo: «Ah vida». No sé qué
significa esa expresión.

16

Otra vez recibimos a un campesino que le traía serpientes.


Esa vez trajo una coral bellísima, cargada, dijo él, de veneno
mortal porque no la había descargado. El señor Dalmau la
sacó con la mano desnuda del saco donde estaba y me la lanzó
de repente: «¡Agarra!». De no ser él quien me la lanzaba, yo
hubiera salido corriendo. Pero me sobrepuse al terror y la
agarré con mano temblorosa. La aflojé y ella subió por mi
brazo y se metió en el bolsillo alto de la chaqueta sobre mi
corazón. El señor Dalmau dijo: «Nunca más te picará nin-
guna serpiente. Y tú nunca matarás ninguna. Si encuentras
alguna pones la mano y ella se sube a tu brazo. Llévala a un
lugar seguro y la sueltas. Si estás trabajando con venenos para
filtros curativos, recoge el veneno como te voy a enseñar y
suéltala luego en buen lugar para ella».

[106]
17

Otra experiencia curiosa que no puedo interpretar como


transmisión de poder ni como nada: yo manejaba un au-
tomóvil para llevarlo a una aldea del estado Lara. Hacia los
Andes. Yo tenía mucho sueño, estaba cansado y me dormí
al volante. Cuando desperté habíamos llegado. Yo seguía al
volante.

18

Sobre la iniciación masónica no me está permitido contar


nada. Pero me impresionó un incidente extraño antes de la
iniciación. Yo fui con el señor Dalmau a un local llamado La
Francia frente al Teatro Juárez. Él me obsequió una ensalada
de frutas. Me explicó que debía pararme en la media cuadra
del Teatro Juárez junto al poste de la luz eléctrica.

Antes de despedirse me preguntó: «Si alguien te pregunta


¿en quién confías?, ¿qué responderás? Yo dije: «En mi maes-
tro». Y me dirigí al lugar indicado. Mientras yo esperaba,
salieron de la casa cercana al poste, dos o tres personas y
me agarraron desde atrás, no pude verlos, me metieron en
la casa, me vendaron, me maniataron, me rodearon con
cadenas. Luego me trasladaron a un automóvil y partimos
a gran velocidad no sé hacia dónde.

Durante todo ese tiempo yo lamentaba haber perdido la


cita con los masones que vendrían a buscarme. No me expli-
caba por qué esos malhechores me trataban de esa manera;

[107]
yo no tenía dinero ni enemigos poderosos para justificar
ese tratamiento. Después de mucho rodar se detuvieron y
me metieron no sé dónde. Alguien me hacía caminar y me
sostenía. Me hacía subir por escaleras que se derrumbaban,
me hacía pasar sobre rodillos que rodaban bajo mis pies, y los
demás me insultaban con palabras soeces. Alguno propuso
castrarme: «Córtenle las bolas a ese güebón».

Pensé que se trataba de una confusión de identidad. Tal


vez me habían confundido con otra persona y ponían en
práctica una venganza.

Me hicieron bajar por una escalera inestable hasta un


lugar subterráneo donde me quitaron la venda, los amarres
y las cadenas sin dejarse ver y me abandonaron en ese lugar
frío y húmedo adornado con huesos humanos y otros signos
de la muerte. Letreros amenazantes y una mesa donde yo
debía escribir mi testamento. Pero yo no tenía bienes.

De repente se me ocurrió pensar que aquello era parte


de la iniciación o alguna preparación para ella. Si son los
masones, me dije, debe ser una caterva de psicópatas crueles.
Pero no podía ser. Mi maestro no podía permitir que yo
cayera bajo el poder de malhechores perversos.

19

Era ya el fin del bachillerato, los exámenes finales. Primero


vino el morocho Rojas a decírmelo, luego el Sapo Crespo,
después Carlitos: frente a la Oficina Central de Correos y

[108]
Telégrafos, vivía una muchacha neoyorquina, hablaba in-
glés por supuesto; yo debía ir a conocerla y demostrar mis
conocimientos. Fui.

Se trataba en efecto de una muchacha bellísima, puer-


torriqueña de origen, igual que mi maestro; había servido
de intérprete a la familia donde vivía, la habían invitado en
agradecimiento.

Ella estaba en la puerta; yo me presenté ante los mu-


chachos curiosos que querían verme hablar inglés. Ella me
mandó a pasar adelante; dejó a los demás afuera, se sentó
conmigo en un sofá y me puso conversación. Conoció al
señor Dalmau en consulta y él le había hablado de mí.

Yo le dije que ella era muy bonita, como una estrella de


cine. Se rio y me preguntó si yo iba a ofrecerle trabajo en
alguna película, truco viejo de seductores. Me invitó a volver
después de presentarme a la familia donde vivía.

Volví. La tercera vez, no sé cómo se facilitaron las cosas


para que yo le diera un beso en la boca. Usaba pintura de
labios. Saqué mi pañuelito, me limpié los labios y la volví
a besar. Ella me dijo que abriera un poco la boca al besar...

Estando en esos agarres y desesperaciones, entró un


visitante, nos vio y le dijo: «Oh, Norma, you found here love
and romance. Congratulations!».

Fui donde el señor Dalmau y le dije que la había cono-


cido. No di más detalles. Entonces él me dijo: «Esa mujer

[109]
tiene un “entripao”». Hasta ahora no sé qué es un «entripao».
Tal vez estaba encinta. Tal vez estaba metida en negocios
prohibidos. Ella misma me contó que había sido novia del
hijo mayor de esa familia hasta comprender con indignación
que ese joven no la quería a ella sino a la madre de ella y
utilizaba esa falsa relación amorosa para ocultar su relación
sexual con la madre fuera de las sospechas del padre. ¿Esa
experiencia dolorosa sería el «entripao»?

20

Los rosacruces de Barquisimeto solicitaron ayuda del


señor Dalmau para construir un templo. Entre él y yo or-
ganizamos la construcción. Un ingeniero rosacruz hizo los
planos gratis. Un albañil rosacruz ofreció sus servicios gratis.
El señor Dalmau nunca cobraba, pero en esa ocasión yo
contaba a los consultantes sobre la construcción del templo y
les pedía colaboración en dinero o en materiales. Por cierto,
el terreno había sido donado por un consultante agradecido.
Todos colaboraron complacidos; no hubo excepción. Y se
construyó el templo. Ahí está.

21

Durante la construcción conocí a un personaje inolvi-


dable: Sergio Sanfeliz Rea, chiropractor. Ya lo había visto en
Caracas cuando fui a preparar mi mudanza para esa ciudad.
Luisa Veracoechea Tamayo me habló mucho de él y me dio
su dirección. Me presenté a su consultorio y le dije que yo

[110]
era estudiante rosacruz y masón y sabía de él que era un
hombre sabio.

Me rogó que lo esperara mientras terminaba de atender


unos pacientes. Después se sentó conmigo y oyó atentamente
mis explicaciones sobre mis intereses y mis búsquedas. Era
sordo de un oído, me oía con el otro, por eso se sentaba
siempre a mi derecha.

Supe mucho de él. Después de la derrota de la República


Española ante Francisco Franco, emigró a Canadá, donde
trabajó como enrollador de tabaco. Él y sus compañeros
pagaron a un lector para que les leyera libros mientras tra-
bajaban. Hizo contactos con organizaciones rosacruces y
masónicas. Al llegar a Caracas retomó su profesión de chiro-
practor y le fue muy bien. Todo su tiempo libre lo dedicaba
a actividades esotéricas.

Él supo mucho de mí. Le hablé de mis inquietudes y de


mis búsquedas. Me comprendió y se mantuvo siempre en
contacto conmigo. Su concepción de la salud y de la enfer-
medad me ha parecido siempre correcta. Era un hombre
sabio.

La importancia de la columna vertebral se debe a que


comunica con todos los órganos del cuerpo y con todos los
huesos. Desde ella se puede alcanzar cualquier punto del
cuerpo y revitalizarlo.

Lo llevé a oír las clases de un profesor de Filosofía muy


famoso.

[111]
Al terminar la conferencia Sanfeliz me dijo: «Ese hombre
no puede pensar correctamente porque está enfermo del
hígado». Según él la salud del cuerpo trae consigo la salud
de la mente y viceversa. El que se enferma es porque tiene
problemas no resueltos en su alma. El que tiene problemas
no resueltos en su alma, se enferma. Hay, además, una re-
lación precisa entre mente y cuerpo. Dime qué problemas
no resueltos tiene un hombre y yo te digo qué órgano del
cuerpo está enfermo o a punto de enfermarse. Dime qué
órgano enfermo tiene alguien y yo te digo qué problema no
resuelto tiene en el alma.

Sobre problemas conyugales pensaba que no deben conti-


nuarse indefinidamente. Tuve la indelicadeza de preguntarle si
él había tenido problemas conyugales y cómo los había resuelto.

«Sí —respondió— y puse el océano de por medio». No


era solo por Franco entonces. Supe que siempre le mandaba
dinero. Eventualmente trajo a sus dos hijas y las instaló en
Caracas convenientemente.

Le llevé a Norma. Ella le explicó que tenía retardo de un


mes en la regla y se creía encinta; pensaba prudente, casarse
conmigo. Él le explicó que yo era un joven estudiante incapaz
todavía de enfrentar las responsabilidades del matrimonio
y le recomendó tener al niño y criarlo ella por su cuenta.
Por cierto, ella había conseguido trabajo en las oficinas de
la Creole. Al día siguiente le vino la regla.

Debo decir que siempre he sentido agradecimiento y


cariño por Norma. Me pareció noble y verídica. Le debo

[112]
mucho. Me inició en los misterios menores de Afrodita
Pándemos. Una deuda impagable. Mi respeto y reverencia
para ella siempre.

22

Tardé mucho en contarle a Sanfeliz mi sensación de ser


testigo de mí mismo; todo lo que hacía yo, todo lo que me
sucedía, se desplegaba ante mis ojos como una obra de teatro.
Me sentía extraño a mi propia vida y al mundo en general,
como si viniera de otro mundo y perteneciera a otra especie,
pero sin la menor idea sobre el mundo de origen ni sobre
la especie diferente.

Él me explicó que de no tener esa sensación yo no podía


profundizar ni en la Filosofía ni en los estudios masónicos
ni rosacruces. A partir de ese momento su relación conmigo
cambió. Me inició en profundidades insondables, pero gene-
radoras de comprensiones insospechadas sobre la condición
humana y el destino.

Sobre mi pie torcido me dijo que podía enderezarlo


haciendo ejercicios diarios. El cuerpo cede al reclamo per-
severante y termina por arreglar lo que parece inarreglable.
Le creí, pero no me animé a poner en práctica ese método.
Es como si yo aceptara esa condición como definitoria de
mi vida, como recurso de identificación dentro del mundo
siempre extraño que me rodeaba.

[113]
23

Cuando llevé a Sanfeliz a la casa de mi maestro, le rindió


pleitesía con una ceremonia desconocida para mí e inespe-
rada. Me explicó: «Reconozco a un hermano mayor».

En mi primer encuentro con Sanfeliz él dijo: «Tengo se-


senta y tantos años pero me siento mejor que a los treinta y
tantos». Cuarenta años después, a los ciento y tantos, murió
después de decirme: «Soy un hombre acabado».

24

También durante la construcción del templo rosacruz


conocí al hermano Castillo. No era rosacruz, ni masón,
ni evangélico. El señor Dalmau me encomendó saludarlo.
Castillo de inmediato me invitó a su estudio y me presentó
una gran libreta abierta en blanco con un lápiz. «Raya eso».
Yo rayé. Un amasijo de líneas entrecruzadas, unas rectas,
otras curvas, otras quebradas. Él tomó el cuaderno y el lápiz
y comenzó a completar el dibujo como si le faltara algo. A
los pocos minutos mi dibujo se convirtió en un águila con
las alas desplegadas.

«Tendrás ideas muy interesantes acerca de Dios». Me


regaló un bombillo en cuyo interior había un compás sobre
una escuadra, las patas del compás sobre los brazos de la
escuadra y esa letra G en el medio.

Me contó su vida. Había sido mago de circo. Aproveché


de preguntarle cómo se sacan palomas de un sombrero. «Con
[114]
truco —dijo—y también sin truco. Todos los actos de magia
se hacen con truco y sin truco. Yo aprendí los dos métodos».

Me regaló objetos muy curiosos. Me sentí endeudado.


Por eso tuve que complacerlo en un ruego. Tenía un pro-
blema en el vecindario. En las dos casas frente a la suya, las
dos amas de casa se atacaban todo el tiempo y producían
una contaminación psíquica del ambiente. «Arregla eso por
favor», me rogó. A él no lo querían, no podían verlo.

Toqué en la primera casa. Hablé con la señora. Se quejaba


de un dolor de cabeza que la vecina le producía a las cinco de
la tarde todos los días. Fui donde la vecina. Se quejaba de la
vecina. Según ella, la vecina le había robado una gallina. Me
sentí como los sabios del Talmud de Babilonia. Volví donde
la primera. No había robado ninguna gallina, esta había
atravesado su patio y se había metido en la casa siguiente.
Fui allá. El dueño de la casa me confesó haber matado una
gallina por meterse en su patio, en la fecha señalada por la
dueña de la gallina. Estaba dispuesto a pagarla. Le conté
todo a la segunda señora. Lamentó haberse equivocado.
Después de cobrar la gallina perdida iba a suspender el dolor
de cabeza a la vecina.

Me interesé. «Señora, ¿cómo hace usted para producir


un dolor de cabeza?». «Me basta pensarlo», dijo la señora.
Me fui rapidito para no caer en sospechas por metiche y no
merecer un dolor así. Pero me dio las gracias.

El hermano Castillo me regaló inciensos y perfumes he-


chos por él mismo y me contó de su relación con el tabaco.

[115]
Fumaba sin pausa. Una vez, en el monte, se le apareció un
hombrecito muy pequeño, como del tamaño de un cigarrillo,
y le dijo: «Soy tu amo, y te voy a matar». Inmediatamente
dejó de fumar.

Unos años después fui a visitarlo. Había muerto de cáncer


en los pulmones.

25

La madre de Leopoldo tenía un hermano en Acarigua.


Me dieron su dirección cuando fui a esa ciudad. Toqué. Una
voz dijo «adelante, está abierto». Empujé la puerta y entré.
Sorpresa. Ataúdes por todas partes, de diferentes tamaños.
Oí una voz: «Sácame de aquí, me quedé trancado». Yo no
distinguía de cuál de los ataúdes salía la voz. Fui probando
hasta encontrar. Es verdad. La tapa se había trabado. Salió
un hombre parecido a la poetisa, me dio las gracias y me
dio una bebida parecida a sangre fresca.

La poetisa se llamaba María Inés. Su hermano me con-


tó que ella era vidente. Una vez adivinó el lugar donde se
encontraba una avioneta perdida con todos sus pilotos y
pasajeros muertos. Adivinó con solo ver un mapa detallado
de la región. Adivinó también el número de lotería y ganó el
primer premio. Compró un bosque y pagó la instalación de
un aserradero. Cuando cortaron los primeros árboles, estos
se pudrieron. No eran maderables. Perdió todo su premio.

[116]
26

Leopoldo y yo acompañamos una vez a una hermanita


suya menor de edad, de unos quince años, creo, para leerse
la mano con un mago famoso que a la sazón actuaba en la
ciudad. Marolini era su nombre de artista.

Leopoldo y yo presenciamos la lectura de mano. «Usted


se va a casar hoy», dijo el mago. «¡Cómo —dijo ella— si
ni siquiera tengo novio!». «Se va a casar conmigo ya». La
tomó de la mano y se fue con ella, nosotros dos paralizados
por la sorpresa e impresionados por el aspecto dominante y
poderoso del mago, no opusimos resistencia. Los seguimos
y vimos cómo se casaban ante un juez o notario. No sé. Pero
hubo el acto. Después se la llevó y no supimos más de ella.

¿Cómo informar?

Cuando el papá de Leopoldo supo eso, salió con revól-


veres a buscar al mago para matarlo, después de acusarlo de
crimen en una página entera del periódico.

Lo persiguió disparando por una carretera de salida.


Corría peligro de matar a su propia hija. El señor Dalmau
se interpuso y logró calmar los ánimos. El mago y su fla-
mante esposa salieron de Venezuela. Solo años después se
supo que vivía en Centroamérica. Una nieta de ese mago de
inteligencia brillante y de virtudes académicas trabaja ahora
en la Universidad de Los Andes donde se ha distinguido
sobremanera en disciplinas humanísticas.

[117]
27

En esos días vino a consultar al señor Dalmau, un joven


que había trabajado en la escuela de Gurdjieff en París. Yo,
sorprendido, le pregunté qué hacía en esa escuela tan impor-
tante. «Me tocaba proponer falsos negocios a los estudiantes,
sobre todo a los mejores y engañarlos usando las insignias y
la autorización del maestro». Yo no podía entender. Él me
explicó: «Yo tampoco, pero al fin entendí que el maestro no
quería tener discípulos tontos».

28

Vi varias veces en la casa del maestro a un hombre de


avanzada edad que cantaba acompañándose con una guita-
rra. No memoricé el tenor de sus versos. No sé por qué. Algo
en mí lo rechazaba. Pero recuerdo el contenido. Resumo: yo
no sé quién soy, ni por qué existo, ni cuál es el sentido de la
vida; lo único que me ha interesado es la belleza femenina y el
placer erótico; me dicen que es pecado, pues yo quiero pecar
y pecar y pecar; pero ya no puedo, estoy viejo y achacoso;
me quedan los ojos y la imaginación, pero no me satisface
esa masturbación; quiero pecar de frente.

Una vez llegó a consulta una joven inmensamente bella.


El anciano músico, que por cierto cantaba y tocaba guitarra
maravillosamente, estaba presente en una de sus frecuentes
visitas, nunca supe de qué hablaba con el maestro. Si la gente
no me decía, yo no preguntaba. Cuando entró la muchacha,
inmensamente bella, yo lo miré para ver qué cara ponía, y

[118]
supuse que iba a cantar. Pero no. Lloraba a lágrima viva. Ni
siquiera podía expresar en música su dolor.

Cuando quedamos solos el músico y yo, le pregunté por


qué no hacía una canción sobre ese tema. «La música —me
dijo— es una obra construida con la cabeza aunque el tema
sea del corazón. A veces, cuando el corazón sufre, la congoja
es tan grande que desborda los recursos del arte. Habría que
tener una distancia y yo no tengo futuro donde esta pena
sea un recuerdo doloroso convertible en canción».

Murió por una sobredosis no sé de qué droga. El señor


Dalmau me explicó: «El enamoramiento y el coito derrochan
las fuerzas del alma y del cuerpo cuando se derraman sin
freno. Esas mismas fuerzas bien administradas y dirigidas
pueden conducir a la iluminación, a la intuición mística
suprema sin disminuir el goce erótico, potenciándolo más
bien. Tantra es el nombre de esa sabiduría. Rafaelito —así
se llamaba el músico— nunca comprendió ni quiso com-
prender esas cosas; fue fiel a su forma de amar, fiel hasta la
muerte».

29

Una señora muy distinguida me dijo mientras esperaba


su turno para consultar al maestro: «Kabir, Kabir —temí un
verso de Carlitos, pero no hubo tal Kabir-Kabir—, tienes
mucho que aprender; el bien y el mal son convenciones
sociales necesarias para la vida en común, pero no expresan
nada esencial ni fundamental. Lo único malo es no ser fiel

[119]
a sí mismo, traicionar su anhelo en aras de una adaptación
cobarde a lo conveniente y a lo cómodo. Lo único bueno
es la fidelidad al anhelo más íntimo, al impulso central y
poderoso del alma, sin considerar beneficios o perjuicios
laterales, secundarios, inferiores, despreciables». No supe
qué decir. Yo nunca había sentido nada de eso. Solo una
indiferencia, la contemplación de un espectáculo. Ella misma
y el músico suicida eran personajes de un drama superficial
interminablemente repetido, según pude observar en mis
lecturas de la biblioteca. Me pareció que el señor Dalmau
era inmensamente bondadoso, dando su tiempo a toda esa
colección de actores identificados con sus papeles. En su
corazón cabíamos todos. No comprendí su bondad. Debía
ser fastidioso escuchar todos los días la repetición de los
mismos dramas, para ayudar como un enfermero de actores,
de actores ignorantes de su condición de actores, ignorantes
de su verdadero ser.

¿Y cuál era el verdadero ser? ¿Cuál es el verdadero ser?


¿Quién soy yo que miro todo como si estuviera en un teatro?
¿Quién soy, qué soy cuando dejo de mirar? ¿Soy acaso una
mirada sin mirador? ¿Una presencia absurda?

Me envalentoné y le pregunté. Me desvió del tema,


pero yo lo perseguí y lo arrinconé; de aquí no me muevo
mientras no me responda esta pregunta. Él guardó silencio
unos instantes y me dijo: «Hay estrellas que se mueven muy
lentamente».

[120]
30

Solo una vez lo acompañé a la casa de un agonizante. Se


trataba de Manolo, un discípulo de muchos años. Había
comenzado a estudiar y trabajar con el señor Dalmau desde
la llegada de este a Venezuela, en tiempos del general Gómez.

Un infarto al miocardio lo derribó en plena calle, a medio-


día, pero no lo mató. Sobrevivió pero enclenque y de salud
delicada. Se le manifestaron otras debilidades orgánicas. Fue
desahuciado por los médicos, los brujos y también por el
señor Dalmau. Le llegó la hora.

Yo nunca había hablado mucho con él. Era discreto en


extremo y solitario. Nunca se quedaba a conversar cuando
se formaban tertulias. Preparaba café, lo servía y se retiraba.

Cuando llegamos a su lecho de muerte habló en grito


desgarrado. «Don Rafael, ¿cómo es posible que yo muera sin
saber para qué he vivido, sin saber a dónde voy, sin ni siquiera
tener seguridad de que haya algo más allá? ¿De qué me ha
valido trabajar toda la vida con usted que sí sabe todo? ¡Re-
véleme sin duda si hay algo después del sepulcro!». Y expiró.

31

Durante todo el tiempo de relación con el señor Dalmau,


él estuvo siempre acompañado por dos fieles servidores: una
señora delgada, vieja y silenciosa, que se ocupaba de la cocina
y de la limpieza; y un hombre de gran estatura, anciano y

[121]
eficiente; se ocupaba del jardín y de las diligencias; cuidaba
además la casa en ausencia del dueño; tenía un pequeño
apartamento en el fondo del jardín con cuarto de instrumen-
tos y dormitorio con baño. El señor Dalmau tenía también
una secretaria que trabajaba por horario. Se encargaba de la
correspondencia, de las cuentas, de los papeles bancarios y,
a veces, de los consultantes.

32

¿No tuvo esposa? Sí. Según muchos testimonios tuvo una


primera esposa de sexo infantil con la cual era imposible
tener relaciones sexuales. Tuvo una segunda que recibía a
un amante mientras él se ocupaba de reparar los ingenios
azucareros. Informado por el jardinero los sorprendió sin
agredirlos. El hombre huyó despavorido a pesar de estar
armado y corrió desnudo por la avenida veinte. Los perros
y los muchachos callejeros lo carrerearon por varias cuadras.

Él se quedó hablando con ella. «¿Por qué?», le preguntó.


Y ella le dijo mientras se vestía: «Cosas de la vida».

No intentó matrimonio por tercera vez, ni nada parecido,


que yo sepa. Una vez me dijo: «Yo tendría tres veces más
fuerza de la que tengo ahora si nunca me hubiera casado,
no me tocaba matrimonio».

Yo sabía ya de los estoicos griegos y romanos; según ellos


debe uno cultivar el amor al destino, obedecerlo sumisamen-
te, porque él lleva de la mano a los obedientes y arrastra a

[122]
los renuentes. Le hablé de eso. Él dijo: «No siempre». La
virtud suprema —había explicado varias veces— es el discer-
nimiento; darse cuenta de lo conveniente en cada ocasión.
Las demás virtudes pueden conducir a la ruina si no hay
discernimiento.

Cuento todas estas cosas porque muchas personas que


lo amaron y agradecieron sus favores me han rogado contar
lo más mínimo de su vida para consolarse de su ausencia.
Piensan que yo, como discípulo cercano durante muchí-
simos años debo saber más que cualquier otra persona.
Kabir-Kabir tienes que decir. Si no cuentas lo que sabes el
diablo te va a freír.

33

Ciertas recomendaciones de él eran incomprensibles por


razonamiento. Por ejemplo: decía que no debe uno comprar
correa o cinturón en víspera de un viaje largo pues tal acto
atrae la muerte. Volando viene.

Aunque quisiera, no puedo hablar sobre ciertas prácticas


ocultas, si no es con personas que hayan ingresado ceremo-
nialmente al grado 22 del Rito Escocés Antiguo y Aceptado,
o al Grado 3 del Rito de Misraim.

Las relaciones con ciertos astros, en ciertas fechas, per-


tenecen al secreto iniciático para proteger al que las recibe
sin preparación.

[123]
Otras cosas pertenecen a la vida ordinaria. Un inspector
de vehículos, aprovechando su posición de fuerza en el
gobierno, se apoderó del carro del señor Dalmau. Este no
reclamó, no montó pleito. Me dijo a mí: «Pido a Dios que yo
encuentre en mi camino a ese hombre pasando tribulación,
para hacerle un gran favor».

Alguien le quitó cuarenta mil bolívares. Él me dio dinero


para comprar un billete de lotería. Lo compré. Ganó exac-
tamente cuarenta mil bolívares. Yo mismo cobré la suma y
se la entregué.

Recuerdo que me producían antipatía unos inmigrantes


italianos que solicitaban de él consejo para jugar al 5 y 6,
un juego de azar y conocimiento, popular entonces. Yo los
llamaba los hípicos y los anunciaba «ahí están los hípicos».
Él detectó mi antipatía y me dijo: «Ganarán lo que merezcan
ganar para fundar negocio útil».

Un panadero acomodado de Acarigua fue uno de ellos.


Hizo fortuna con su premio hípico; lo suficiente para instalar
su panadería y no jugó más. Continuamente nos invitaba.
Un día fuimos a comer deliciosas pizzas en medio de grandes
demostraciones de agradecimiento.

34

Una cosa curiosa de la masonería es que ninguna ini-


ciación, ningún aumento de salario, ninguna exaltación,
ningún paso a niveles superiores, ninguna ceremonia de

[124]
superación, nada sagrado, tiene valor si no va seguido de ága-
pes. Los ágapes son celebraciones gastronómicas, banquetes
de orden, con vino de fraternidad, comidas rituales… Le
pregunté a mi maestro si no había una sobreestimación del
cuerpo en esa práctica. Se rio mucho y me dijo: «Primero
la barriga, después el misticismo. El cuerpo es importante
vehículo en esta vida, es nuestro instrumento indispensable».
Le gustó mucho una frase del poeta Dávila Andrade: «Es
feroz amar sin órganos».

35

Estuvo de visita un experto en mitos, doctorado en La


Sorbona. Yo aproveché para preguntarle si Artemis era
una creación de la mente griega o una entidad. «Está claro
que es una entidad —me dijo. Esas entidades han estado
siempre presentes en las mentes de los hombres. Cambian
de nombre y de adornos en las diferentes culturas, pero
mantienen su identidad. Es posible comunicarse con ellas,
pero ciertos intereses propician la incredulidad para im-
pedir la comunicación. Esta acción es producida por otras
entidades sobrehumanas. El hombre debe liberarse de los
dioses, primero para reconocerlos, luego para negociar con
ellos después de comprender sus intereses. Algunos se han
apartado del plan divino y constituyen mundo aparte. Son
los grandes aliados de los hombres que quieren ser libres».

Me extrañó mucho ese discurso en boca de un hombre


educado en los altos círculos científicos de Europa. Le iba a
hacer esa pregunta cuando el maestro lo llamó. No lo volví a ver.

[125]
36

Cuando el señor Dalmau salió para su nuevo viaje a


Suiza, nadie pensó que era su último viaje. Yo no estaba en
Barquisimeto, si hubiera estado lo hubiera sabido. Todos
contaron que estuvo buscando una correa nueva, un cin-
turón de cuero; pero ninguno recordó sus reiteradas reco-
mendaciones de no comprar correa nueva en vísperas de un
viaje. Se estaba despidiendo. No lo comprendieron. Yo intuí
claramente que la muerte no es normal, por lo menos en
el caso de ciertos hombres. Para ellos morir es un accidente
necesitado de explicación, pues por naturaleza deben ser
inmortales. Sentí como normal que murieran los animales
y las plantas condenados a continuar la especie por repro-
ducción sexual. Igualmente normal me pareció la muerte
de la mayoría de los seres humanos. Pero estaba clara en mi
mente, la necesaria inmortalidad de algunos. Le conté esta
intuición mía a Leopoldo. Me dio la siguiente explicación
aproximadamente:

«Hay dioses inmortales como cuentan las mitologías.


Algunos de esos dioses inyectan parte de su sangre a algunos
mortales. El cuento de que se casan con ellos es una metá-
fora. Esa sangre es inmortal y lucha por inmortalizarlos. A
veces lo logra. A veces no. Cuando no, la sangre cae a tierra
y clama ante su dios originario; este la auxilia metiéndola
en otro mortal. Allí esa sangre se debate, lucha, arde, tra-
tando de inmortalizar a su huésped. Los artistas son seres
humanos en cuyas arterias circula, inquieta e inquietante la
sangre de un dios. Viven en agonía y alcanzan inmortalidad
no solo a través de sus obras sino también físicamente; sus

[126]
cuerpos se transmutan, se vuelven instrumentos musicales
infranqueables a la senectud, la enfermedad y la muerte. Se
ven obligados a disimular su inmortalidad, cambiando de
país, de tiempo, de aspecto, de ocupación.

»Son reconocibles, sin embargo, en algunos casos, por su


inagotable bondad; están siempre ayudando a los mortales
para que se superen y se hagan dignos de la transfusión. En
otros casos por su penetración científica del conocimiento
del universo. En otros, por su creatividad artística.

»El Dios supremo creó a los hombres para que sufran


como consecuencia de los pecados capitales y de la debilidad
carnal ante los trabajos y las enfermedades. Los que pecan
están obedeciendo la voluntad del Dios supremo, porque
su consecuente sufrimiento produce una vibración necesaria
para el funcionamiento del todo. El todo ha sido fundado
para producir la alimentación del Dios supremo, sin la cual
perecería deslizándose hacia la nada.

»Unos ángeles rebeldes se apartaron del plan divino


para fundar reinos separados y reclutan secuaces entre los
hombres mortales inyectándoles parte de su sangre para
inmortalizarlos.

»Lo que significa el mito del Edén es justamente eso. La


serpiente, un dios rebelde, comenzó a conquistar gente entre
la especie humana creada a imagen de los dioses. El Dios
supremo los expulsó del Edén y así se formó la humanidad.
El ángel serpiente —es una metáfora— continúa reclutando
secuaces entre los mortales y lo logra. El Dios supremo no

[127]
puede suprimirlos, no puede aniquilar su creación porque
tendría que aniquilarse a sí mismo, nihilizar parte de su ser.

»Cuando un mortal divinizado parece morir lo que sucede


es que se va a otro cuerpo, en otra parte.

»Recuerda que una vez le preguntaron a don Rafael si


debían enterrarlo o incinerarlo cuando muriera; él dijo:
“Ambas cosas son imposibles porque yo no estaré en ese
cuerpo muerto”.

»Debemos buscarlo ahora para que nos inyecte parte de su


sangre, suponiendo que eso sea posible, o que nos conduzca
a algún ángel rebelde dispuesto a reclutarnos».

No sé si Leopoldo se burlaba de mi dolor o quería con-


solarme; recordé que no hablaba de ese tema por primera
vez —recuerdo el cuento de los ofitas—, solo profundizaba.

Una cosa es cierta: Por primera vez yo no me miraba


como un actor en una pieza de teatro. Lloraba de verdad.
No miraba desde un centro desconocido. El centro era ese
dolor, desde él veía toda la nada circundante con sus som-
bras inanes.

El cadáver llegó por avión en una caja de madera de un


metro cúbico. Llegó vacío de intestinos, con las arterias
repletas de formol. Nada lo fijaba a las paredes de madera.
Debió cambiar muchas veces de posición como un bañista
inquieto en una playa nudista de Cataluña. Es evidente que
él no estaba en ese cuerpo muerto. ¿Dónde estaba? ¿O se
había vuelto aire como los suspiros en el aire?

[128]
Su hermana vino a rescatar su cuerpo y sus propiedades.
A mí me dio la lupa que indicaba los caballos ganadores y la
bola de cristal donde él veía en la mañana los consultantes
del día por venir y escuchaba sus cuitas. Un músico italiano
se llevó su guitarra, su violín y sus canciones. Kabir-Kabir
ya sabes vivir. Kabir-Kabir ya sabes morir.

No recuerdo más nada. Los cristales se empañan, co-


jeando me voy a mi refugio en estas altas montañas donde
agonizo entre cóndores cansados.

[129]
Contenido

Primer retrato
Nano 9

Segundo retrato
Güido 35

Tercer retrato
El señor Dalmau 81

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