Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Grupo de Ladrones, Arcial Lafuente Estefania
Grupo de Ladrones, Arcial Lafuente Estefania
Capítulo 1
Habían estado hablando mucho sobre el tema, pero el joven no quería hacerle caso.
El viejo y ya cansado buscador de oro, con voz algo triste, le volvió a repetir:
—Hazme caso. Coge cuanto has traído y vuelve en el mismo barco que llegaste.
—No soy un niño. He venido desde muy lejos y no pienso irme hasta que encuentre el
suficiente oro como para comprarme un rancho en Oregon.
—He conocido a muchos hombres mejor preparados que tú que nunca volvieron de esas
malditas montañas —dijo Danish Flanagan un viejo buscador de oro.
Rob, insistió:
—No pienso marcharme. ¿Me va a decir dónde puedo comprar un caballo y los útiles que
necesito para la extracción del metal, o por el contrario se lo tendré que preguntar a otra
persona?
—Me gustaría que me hicieras caso, muchacho. No hay tanto oro como el que dicen que
hay; y es ciertamente muy peligroso.
—Gracias por el consejo, pero he pasado por muchos peligros antes.
—Seguro, pero nunca te has enfrentado con la madre naturaleza, ¿o sí?
—No.
—Mira, muchacho, dentro de un par de meses empezará el invierno y todas las montañas
se cubrirán con un metro de nieve. Después llegará el deshielo, ¡si es que pasas el invierno!
En ese momento, verás que es muy difícil cruzar cualquier río y cuando llegue el verano
regresarás aquí sin haber cogido nada de oro y volverás a tu casa. Suponiendo que durante
el invierno tengas las suficientes fuerzas como para sobrevivir.
—Le agradezco mucho su preocupación, pero he venido desde muy lejos a por oro y no me
iré hasta que tenga lo suficiente.
—¡Maldito loco! —Bramó el viejo buscador.
—¿Cómo ha dicho?
—No, nada. El único almacén donde podrás encontrar todo lo que necesitas está al final de
la calle, pero espero que recapacites y vuelvas por dónde has venido.
El joven, agradecido, se dirigió hacia donde le había dicho el viejo. Continuó calle abajo,
pero casi estaba al final de ésta y no había encontrado el almacén.
—Oiga, ¿me podría indicar dónde hay un almacén?
El hombre, con mala gana, y sin mirarle a la cara, en tono molesto, le contestó:
—Continúe y el último edificio es el almacén.
El joven anduvo un poco más y por fin se encontró delante del almacén.
Al entrar, un hombre con rasgos indios le observaba de una forma que le puso nervioso.
—¿Qué deseas? —Preguntó un dependiente.
—Necesitaba útiles para la extracción de oro.
—En un momento estaré contigo, muchacho.
—No se preocupe, iré echando un vistazo a todas las cosas que hacen falta para la
extracción —dijo Rob.
El hombre de rasgos indios no le quitaba la vista de encima, cosa que le molestaba mucho.
Miraba los precios y todo le parecía caro.
—¡Ya estoy contigo! —Exclamó el dependiente.
—Antes de nada, ¿quién es ése...? —Preguntó Rob señalando al hombre con rasgos
indios.
—Es uno de los mejores guías de toda la región.
—¿Y por qué me mira de esa forma?
—Mira así a todo el mundo, pero no te preocupes, porque es inofensivo —le tranquilizó el
tendero.
—Bueno, necesitaba...
Sacó una larga lista del bolsillo donde tenía apuntado todo lo necesario.
El tendero fue sacando lentamente todo el material. Cuando ya lo tenía todo fuera, hizo la
cuenta.
—Bien. ¡Son trescientos cuarenta y siete dólares con cincuenta centavos!
—¿Cuánto...? —Preguntó perplejo.
El tendero repitió la cifra, dejando al joven frío como una piedra.
—Tan sólo tengo cuatrocientos dólares, y tengo también que comprar un caballo y víveres
—añadió después.
—Hum... No creo que nadie te venda un caballo por ese precio, muchacho —dijo el tendero.
—¿Se lo podría pagar en dos veces?
El tendero se echó a reír sin parar para terminar diciendo irónicamente:
—Ya... Por supuesto. Piensas hacerlo cuando traigas el oro que encuentres, ¿no es así...?
—¡Está bien, se lo pagaré! —Exclamó Rob sacando el dinero del bolsillo.
El hombre con rasgos indios se levantó, y poniendo su enorme mano encima del hombro
de Rob, le dijo:
—¡Lo que vas a hacer es una locura!
—¿Cómo dice? —Preguntó Rob.
—Con el dinero que te queda no podrás comprar los víveres necesarios.
—Eso es lo de menos, cazaré para comer.
Aquel hombre se echó a reír.
—¿De qué se ríe?
—Mira... Cuando hay un metro de nieve es imposible cazar nada.
Rob le miraba disgustado.
—No me mires así, yo no tengo la culpa. Recuerda que aparte del caballo y de los víveres
para sobrevivir, necesitarás también un rifle, balas y una pistola, por si algún bandido decide
atacarte.
—¿Y qué es lo que puedo hacer?
—Deja algunas cosas de las que llevas.
—¿Cómo por ejemplo? —Preguntó.
—El pico, la pala, todo lo necesario para la extracción.
—Entonces, ¿con qué podré buscar el oro?
—Piensa que hay hombres que fueron muy cargados y que una vez allí, murieron
congelados o atacados por manadas de lobos; incluso alguno habrá que haya muerto a
manos de asesinos. Por allí siempre hay un grupo de ladrones asesinos.
—No sé por qué me cuenta todo eso.
—Quiero que sepas a lo que te vas a enfrentar. Si decides continuar, hazlo sabiendo todos
los inconvenientes.
—Le adelanto que soy inexperto en este tema, pero no soy tonto.
Acláreme, ¿usted qué saca de todos estos consejos...? —
Preguntó Rob sospechando de éste.
—Yo no saco nada, a no ser que quieras que te acompañe como guía.
—¿No tengo dinero para conseguir todo el material y usted quiere que le pague por
acompañarme?
—Yo no te cobraré nada, tan sólo te acompañaré.
—¿Y de qué vive?
—Yo te guiaré, te ayudaré y te defenderé si llega el caso. Al regresar y vendas el oro que
hayas conseguido, lo repartiremos a medias.
—¿A medias...?
—Claro.
—Eso será mucho dinero —dijo Rob.
—Tienes razón, pero mis riesgos también son muchos. Además, yo sé dónde hay oro.
—¿Y por qué no lo extrae usted?
—Uno solo es imposible. Aquello es muy peligroso. Rob se quedó pensativo. El del almacén
se acercó de nuevo a él y le preguntó:
—¿Has decidido qué hacer?
—Creo que sí, aunque...
—¿Qué te ocurre? ¿Qué dudas tienes?
Rob, le preguntó al dependiente del almacén:
—¿Conoce a ese hombre...?
—Ya te he dicho que es un guía...
—¿Y qué tal guía es?
—Dicen que es el mejor, pero también dicen que es el más caro, se queda con la mitad de
lo que extraen los hombres a los que acompaña. También es verdad que todos consiguen
regresar. Rob se quedó unos instantes pensativo y en silencio, con la mirada un tanto
perdida.
—Muchacho, ¿has decidido qué hacer?
—Sí, creo que haré caso al indio.
—No es indio, es un mestizo —apuntó el tendero.
Mientras, Rob se acercaba a él para decirle:
—Creo que ya tiene con quien buscar oro, ¿señor...?
—Mi nombre es Crow el Cuervo.
—¡Pues creo que le ha salido un socio...! Y a partir de ahora, le voy a tutear... —Exclamó
Rob sonriente, mientras le ofrecía su mano.
Estrecharon sus manos y después Crow dijo al tendero:
—Bien... Tan sólo nos llevaremos las raquetas de nieve y la tienda.
—¿Sólo eso?
—Sí, porque yo ya tengo muchas cosas; merece la pena gastarse el dinero en dos buenas
mulas.
Rob, extrañado, preguntó:
—¿Mulas y no caballos?
—Las mulas aguantan mucho mejor la carga y sobre todo el frío.
—Está bien. Confiaré en ti.
Luego Rob, dirigiéndose al del almacén, le preguntó:
—Entonces, ¿cuánto es?
—Son sólo dieciocho dólares.
Rob, aunque disgustado por como iban saliendo las cosas, pagó sacando de su bolsillo un
gran fajo de billetes.
Al salir Crow le dijo:
—Espero que sea la última vez que sacas todo el dinero para pagar algo.
—No entiendo.
—En todas las ciudades de donde parte la gente para buscar oro hay muchos aprovechados
y ladrones, sin contar con los ventajistas y toda la clase de calaña que no dudaría ni un
momento en quitarte ese dinero.
—¿Y cómo lo sacaré cuando tenga que pagar algo?
—Muy sencillo. Ahora vamos a comprar un par de mulas que nos van a costar unos setenta
y cinco dólares. Aparta cien, y el resto guardado bien.
Rob, siguiendo las indicaciones que le daba, guardó el dinero.
—¿Dónde vamos a comprar las mulas?
—En un rancho fuera de la ciudad.
—¿No hay nadie que venda mulas en la ciudad?
—Sí, pero cuestan el doble.
—¿Y cómo vamos a ir?
—Muy sencillo, yo iré en mi caballo y tú andando.
—¿Cómo...? —Preguntó atónito Rob.
Crow se sonrió, pero a aquél no le hizo mucha gracia.
—¡Está bien, iré andando! Soy fuerte y no me asusta el ejercicio.
—Piensa que la vuelta la harás en mula —dijo irónico el mestizo.
El rancho no estaba lejos. Antes de llegar había que atravesar un río.
El mestizo, subido a su caballo, continuó como si se tratara de un camino, pero Rob se
detuvo intentando buscar un sitio cómodo para cruzar. Crow se detuvo en mitad del río,
mientras observaba tranquilamente a aquél cómo buscaba el mejor paso.
—¿Piensa cruzar alguna vez?
—Sí, pero por donde no me moje.
—¿Y piensas cruzar así todos los ríos cuando vayamos a buscar el oro?
—Si puedo evitar mojarme, creo que lo haré, pero si por el contrario no queda más remedio
que cruzar mojándome, no me detendré.
—¡Así lo espero! —Exclamó el mestizo.
Una vez los dos ya en el otro lado del río, no tardaron en llegar al rancho.
—¡Maldito Cuervo...! Otra vez esta en una de mis ramas — exclamó un hombre
acercándose hacia donde estaban ellos. Aquel hombre medía más de seis pies y medio y
llevaba la cara tapada por una inmensa barba roja.
—¿Qué tal estás, Albert?
—Peor que tú, pero tengo que aguantarme —dijo acercándose hacia donde estaba Crow y
abrazándole con fuerza.
Después de las típicas preguntas de dos buenos amigos que se ven tras un año, Crow le
preguntó:
—¿Qué tal andas de mulas?
—Mal.
—¿Y cómo es eso?
—Por el ejército.
—¿Y qué tiene que ver el ejército con tus mulas?
—Tommy Todd ahora es el nuevo guía del ejército y vino como hace un par de semanas
para llevarse casi todas las mulas.
—¿Y qué hace el ejército por aquí?
—Parece ser que este año van a defenderos cuando estéis ahí
arriba buscando ese maldito metal.
—¿Y cómo lo piensan hacer? —Preguntó Crow.
—Tommy me dijo que montarían el puesto de mando en Lake Chelan y que de allí saldrían
hacia las montañas. La idea, en principio, es buena.
—A mi no me lo parece. Van a pasar mucho frío y nada más.
No podrán hacer nada.
—Así es, pero es bueno que intenten hacer algo. Y este es el motivo por el que se llevaron
casi todas las mulas.
—Pero ¿alguna tendrás?
—Sí, algo me queda, aunque sea lo peor. Bueno, ¿y tu joven acompañante de dónde es?
—De Oregon —contestó Rob.
—Muy lejos de casa, muchacho.
—Sí, es cierto.
—¿Y por qué has venido hasta Washington?
—Quiero reunir el suficiente dinero para poder comprarme un rancho.
—¡Ya comprendo! —Exclamó mirando a Crow.
—Por simple curiosidad. ¿Por qué ha dicho que ya comprende?
—Preguntó Rob mirando a su guía.
—Crow tiene fama de escoger a sus clientes con mucho cuidado. Evita que sean jugadores,
borrachos o cualquier clase de esa calaña —explicó el de la barba.
—¿Y por qué? —Continuó con su interrogatorio.
—Porque esa gente no da más que problemas; intentan matarte y quedarse con todo, pero
al final los que mueren siempre son ellos —dijo Crow.
Capítulo 2
—En eso tiene mucha razón. Este grandullón que te acompaña, es uno de los hombres
más rápidos con las armas que he conocido nunca.
—Espero que no las use contra mí —dijo Rob mirando la reacción del mestizo.
—Yo espero no tener que usarlas contra ti, pero si me veo en la necesidad, no dudes que
lo haré. Rob, algo molesto, tragó saliva, mientras observaba una sonrisa que se había
dibujado en la cara del propietario del rancho.
—No te preocupes. Si no cometes ninguna tontería y haces lo que él te indica, el verano
que viene llegaréis aquí con el suficiente oro para que tú te puedas comprar el rancho —
dijo el de la barba.
—¡Eso espero! —Exclamó Rob.
—Bueno, ¿os quedaréis a cenar?
—Nos es imposible.
—Tendrás que decidirte, porque si no os quedáis no os venderé las mulas —les chantajeó
Albert.
—Bueno, pero con una única condición...
—¿Cuál?
—Que prepare yo la cena —dijo Crow.
—¡Acepto encantado...! —Exclamó Albert mientras se encaminaba a la casa.
Poco después, Rob, le comentó a su guía y socio:
—Parece que os conocéis desde hace años.
—Sí, así es, desde que éramos niños.
—¿Y siempre ha sido igual?
—Ha sido la persona más testaruda que he conocido nunca — dijo Crow adentrándose en
la casa.
Albert sirvió un brebaje que él mismo había preparado, y mientras Crow preparaba la cena,
éste aprovechaba para contarle historias sobre el hombre que había contratado de guía.
—¿Pero eso es posible? —Preguntó Rob.
—Para cualquiera de nosotros, haber caído a un río helado y después haber continuado
andando durante más de tres horas, hubiera significado la muerte; pero para ese hombre
no supuso más que un pequeño esfuerzo.
—¿Y qué hizo luego con la gente que le robó y le dejó atado al árbol?
—Cuando se recuperó del agotamiento que todavía sentía por lo ocurrido el día anterior,
decidió no hacer nada y descansar. Rob, extrañado, insistió:
—¿Pero no hizo nada? No puedo comprenderlo... ¿No persiguió a los ladrones?
—Sí, sí que hizo.
—¿El qué?
—Esperó con paciencia hasta que el invierno llegara a su máxima crudeza, que suele ser
por el mes de enero para salir tras ellos.
—¿Y logró darles caza?
—Por supuesto.
—¿A todos?
—Sí.
—¿Y cómo lo hizo?
—Cuando había más de un metro de nieve en todas partes consiguió llegar más allá de
Lake Chelan, casi llegando a Glacier Peak donde estaban acampados esos miserables
cobardes y...
—¿Y qué les hizo? —Interrumpió de nuevo.
—Les quemó la cabaña.
—¿Con ellos dentro?
—No: la quemó de tal forma que tuvieron que salir corriendo sin poder coger nada, excepto
las botas y un abrigo.
—¿Y después qué hizo?
—Nada, tan sólo esperar.
—¿Esperar a qué?
—A que el frío hiciera el resto.
—¡Ah, ahora comprendo!
—Así fue cómo lo hizo.
—¿Y no se preocupó después de usar las cosas que le habían robado?
—No, tan sólo esperó a que murieran de frío y hambre. Luego, cogió sus rifles.
—¿Y qué hizo con aquellas armas?
—Eran unos magníficos Remington que los vendió a muy buen precio y pudo comprar todo
lo que le habían robado usado. Salío ganando.
—¿Tan sólo por cinco rifles?
—Muchacho, esos rifles son auténticamente unas joyas y te aseguro que por lo menos le
dieron cinco mil dólares por venderlos.
A Rob le salió un silbido a modo de exclamación.
En ese preciso momento, Crow hizo acto de presencia poniéndose él mismo un trago.
Luego, preguntó:
—Espero que no estés inventando ninguna historia. ¿Qué le estás contando al muchacho,
Albert?
—Hablaba sobre la buena venta que hiciste por esos cinco Remington.
—Tan sólo vendí cuatro.
—¿Y el otro?
—El otro lo tengo en mi silla de montar.
—¿Y cuánto te pagaron por los cuatro...? —Preguntó Albert con mucha curiosidad.
—¿Para qué quieres saberlo?
—¡Es pura curiosidad!
—Mucho dinero.
—Vamos, ¿dinos cuánto? —Insistió Albert.
—Está bien, cinco mil dólares.
—¿Por los cuatro...? —Preguntó Albert de nuevo encontrando una afirmación en su amigo.
—¡Maldita sea, les engañaste muy bien!
—Yo no les engañé.
—¿Pero ¿qué es lo que tienen esos rifles que no tenga un Whinchester?
—Cuando me dispararon, oí la detonación y a los siete u ocho segundos la bala llegó con
la suficiente fuerza como para matar a mi caballo.
—¡Eso es imposible! —Contestó Rob.
—Con cualquier rifle es cierto que no puede pasar, pero sí con un Remington.
Empezaba a anochecer y cada vez había menos luz.
—Demuéstranoslo —dijo Albert poniéndose en pie y dirigiéndose hacia la salida. Crow salió
tras éste, junto con Rob.
Albert buscó una botella vacía y después se puso a caminar.
Cuando casi no se le veía, Crow ya tenía el arma preparada.
—Ven hacia aquí —gritó Crow.
Albert apresuradamente corrió hacia donde estaban sus dos invitados.
Cuando llegó preguntó:
—¿La ves ahí bien?
—No, pero creo que le daré —dijo Crow apuntando. Un momento después la detonación
produjo un eco en el valle, escuchándose en repetidas ocasiones y cada vez más lejos.
Cuando ya no se oía ningún eco de la detonación, se oyó cómo la bala había hecho blanco
en la botella, provocando la rotura de ésta.
—Qué, ¿os lo creéis ahora?
Albert y Rob se miraron y asintieron, aún un tanto incrédulos.
—¡Ha sido magnífico...! —Exclamó Rob acercándose hasta donde estaba su guía y
cogiendo el rifle.
Lo estuvo observando y después se lo pasó a Albert para que hiciera lo propio.
—¡Es una maravilla! —Exclamó tras observarlo.
—Vamos, dádmelo de una vez —pidió Crow metiéndolo en una funda hecha de piel de oso.
Después del incidente se metieron en la casa y cenaron copiosamente. Al acabar de comer
se sentaron un buen rato cerca del fuego, charlando animadamente con una copa del
brebaje que había preparado Albert.
Ya estaba despuntando el día, cuando salieron a elegir las mulas.
—¿Cuáles son los que te gustan? —Preguntó Crow a su
acompañante.
—Si le soy franco, no entiendo nada de mulas, pero si las tuviera que elegir elegiría aquellas
dos de allí.
Los dos hombres se echaron a reír.
—¿De qué se están riendo? —Preguntó Rob.
—Son las dos peores.
—¿Por qué razón?
—Siempre que compres mulas fíjate en su estado; si las ves bien y que están gorditas,
deséchalas.
—¿Pero por qué?
—Cuando veas esos síntomas en las mulas piensa que son perezosas y que cuando estén
cansadas se sentarán a reposar y no habrá quien las mueva.
—¿Están seguros de lo que dicen?
—Claro, ¡cómo no íbamos a estarlo...! —Dijo Crow sonriendo—. Nos llevaremos ésa y esa
otra.
—¡Esas dos tienen un aspecto horrible! —Exclamó Rob preocupado por la compra que iba
a realizar.
—¡Son las dos mejores! —Dijo el propietario de ellas.
—¿Y cuánto nos van a costar?
—Cien dólares.
—¿Cien dólares?
—Vamos, Albert, haznos un pequeño descuento. Lo necesitamos —pidió su amigo.
—Está bien. Por ser para vosotros os lo dejaré en ochenta dólares.
—¡Bueno, eso ya es otra cosa! —Exclamó Crow.
—¿Cuánto...? —Preguntó el chico.
—Dale setenta y quedará conforme —dijo Crow.
—No, de setenta nada. He dicho ochenta.
—Una de dos, o coges setenta o te las robamos. Ya hablaremos del precio a nuestra vuelta.
—¡Está bien, setenta! —Exclamó enfurruñado. Crow saltó la valla y cogió a las dos mulas
con dos simples cuerdas. Cuando las tuvo las acercó hasta donde estaba Rob,
desapareciendo después.
—¿Dónde se ha metido Crow? —Preguntó Albert.
No tuvieron que esperar mucho, porque, de repente salió de la cuadra montado en su
caballo y acercándose hasta donde estaban Albert y Rob exclamando:
—¡Vámonos antes de que llegue el invierno!
—Tened mucho cuidado y buena suerte —dijo Albert abrazando a Crow y estrechando la
mano de Rob.
—No te preocupes... En esta ocasión, creo que voy bien acompañado —dijo Crow.
—Eso parece, pero una dosis de buena suerte nos viene bien a todos.
—En las montañas la suerte hace muy poco; lo que hace falta es tener las ideas muy claras.
—Tienes razón. ¡Ah...! Recordad que estáis invitados para cuando termine el deshielo.
—¿A qué...? —Preguntó Rob.
—A una cena que preparará tu guía, muchacho. Es un buen cocinero —dijo Albert
sonriendo.
Cuando salieron del rancho, Rob, empezó a recordar todo lo que había tenido que pasar
para conseguir el dinero para venir a buscar oro; le parecía casi un sueño estar montado
encima de aquella mula, con dos grandes montañas flanqueando sus costados.
Estaba disfrutando mucho con aquél paisaje, pero esto no duró demasiado.
—¡Vamos, Rob, no te quedes atrás!
—¡Esta mula ha dicho que no quiere seguir andando! ¡No puedo hacer que se mueva...!
—Acaríciala un poco y háblale muy pausadamente. Verás como te obedece —dijo el guía.
Rob la acarició y después, muy suavemente, le habló intentando que se pusiera en
movimiento. Al ver que no andaba, decidió clavarle las espuelas sin éxito.
Crow, dandose cuenta de que el joven no conseguía nada, le ordenó:
—¡Vamos...! ¡Bájate de ella y tira con fuerza!
Así lo hizo. Pasado un rato y ya casi extenuado, por fin llegó al punto de partida de su gran
sueño, la gran urbe de Seatle.
Después de dejar el caballo y las mulas a un herrero amigo de
Crow se dirigieron a comprar los enseres que necesitaban para subsistir. Estaba
anocheciendo cuando terminaron de comprar todo.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —Preguntó el muchacho.
—Iremos al saloon de Kitty a tomar unas copas y a disfrutar una noche.
—Tú dijiste que no buscarías oro con nadie que fuera un borracho o tuviera otro tipo de
malas costumbres.
—Así es, nunca iría a buscar oro con una persona como la que describes. Pero lo que
tampoco pienso hacer es tirarme cinco o seis meses sin ver a una mujer, y hoy es nuestra
última noche, hasta que regresemos, de disfrutar todo lo que podamos.
—¡Está bien...! ¡Lo haremos...!
—¡Dame tu dinero!
—¿Qué...? —Preguntó un tanto asustado Rob.
—Si entras ahí con esa cantidad de dinero, cuando te levantes mañana, no tendrás nada.
Así que, para evitar eso, dame tu dinero.
—¿Y cómo sé que no huirás con él?
—¡Maldita sea...! ¡Son tan sólo doscientos y pico dólares! ¿Qué crees que puede hacer un
hombre como yo con esa miseria? Rob recapacitó y después de pedirle disculpas le dio
todo el dinero.
—¡Cogeremos cuarenta dólares!
—¿Cuarenta?
—¿Te parece poco?
—Me parece mucho para tomar unas copas.
—Bueno... Unas copas y algo más.
—Ya entiendo. Entonces no está mal.
—El resto lo guardaremos aquí junto a esta ropa vieja.
—¿No pensarás dejar mi dinero ahí?
—Si tienes alguna idea mejor, la acepto.
—Por lo menos déjalo dentro de tu silla de montar. Crow, le contestó:
—No, porque hay gente a la que le gusta mucho esta silla y pueden tener la tentación de
robarla. Si dejo el dinero junto a esta camisa vieja, nadie pensará que ahí hay algo
importante.
—¡Haz con el dinero lo que quieras! —Exclamó Rob saliendo de las cuadras seguido por
su guía. Seattle era una gran ciudad, a la que llegaban infinidad de personas de todos los
puntos, incluido desde el mar. Había gran cantidad de establecimientos de ocio, a cual más
elegante, sobre todo para una persona llegada desde el interior de Oregon.
Crow, dijo:
—Algunos de estos locales son demasiado elegantes.
—¿Y por que no entramos en ellos?
—Son muy caros y en el saloon de Kitty tenemos lo mismo por la mitad de precio.
—¿Está muy lejos?
—Es ese —dijo señalando.
Al entrar, Rob pensó que incluso aquí, había mucho lujo y las
mujeres eran muy guapas.
—¡Ven aquí, muchacho! —Crow cogió del brazo a Rob, que
salía detrás de una de las chicas.
—¿La has visto?
El gría, sonriendo, le dijo:
—Sí, claro que la he visto, pero primero echa un vistazo a todas.
No elijas lo primero que te encuentres.
Se acercaron hasta la barra y pidieron de beber el mejor whisky
que había en el garito. Después, Crow se puso encima de una
silla diciendo en voz alta:
—Tenemos cuarenta dólares y queremos pasarlo esta noche de
maravilla, espero que nos ayudéis.
Varias chicas llegaron desde todos los puntos del saloon para
estar cerca de ellos.
Rob no sabía en quién fijarse; todas le parecían magníficas.
—¡Eh, muchacho, Sally estaba conmigo!
—Lo siento mucho, señor, pero creo que ahora prefiere estar
conmigo.
—¿Cómo has dicho?
—Que ahora Sally prefiere estar conmigo y con mi amigo, ¿a que es ver-
dad, Sally...? —Preguntó sin saber quién era esa tal
Sally.
Una voz suave y cariñosa confirmó sus palabras.
—¿Que te has creído? ¡Maldita sea! ¡Saca tus armas y defiéndete!
—Bramó Logan, un peligroso buscador de oro acostumbrado a
pelear continuamente. —¿Y por que no entramos en ellos?
—Son muy caros y en el saloon de Kitty tenemos lo mismo por
la mitad de precio.
—¿Está muy lejos?
—Es ese —dijo señalando.
Al entrar, Rob pensó que incluso aquí, había mucho lujo y las
mujeres eran muy guapas.
—¡Ven aquí, muchacho! —Crow cogió del brazo a Rob, que
salía detrás de una de las chicas.
—¿La has visto?
El gría, sonriendo, le dijo:
—Sí, claro que la he visto, pero primero echa un vistazo a todas.
No elijas lo primero que te encuentres.
Se acercaron hasta la barra y pidieron de beber el mejor whisky
que había en el garito. Después, Crow se puso encima de una
silla diciendo en voz alta:
—Tenemos cuarenta dólares y queremos pasarlo esta noche de
maravilla, espero que nos ayudéis.
Varias chicas llegaron desde todos los puntos del saloon para
estar cerca de ellos.
Rob no sabía en quién fijarse; todas le parecían magníficas.
—¡Eh, muchacho, Sally estaba conmigo!
—Lo siento mucho, señor, pero creo que ahora prefiere estar
conmigo.
—¿Cómo has dicho?
—Que ahora Sally prefiere estar conmigo y con mi amigo, ¿a que es ver-
dad, Sally...? —Preguntó sin saber quién era esa tal
Sally.
Una voz suave y cariñosa confirmó sus palabras.
—¿Que te has creído? ¡Maldita sea! ¡Saca tus armas y defiéndete!
—Bramó Logan, un peligroso buscador de oro acostumbrado a
pelear continuamente.
—Calla... ¡Déjanos en paz y deja que nos divirtamos un poco...!
—Exclamó Rob, que no estaba acostumbrado a la bebida y ya
se encontraba con una copa de más.
Aquel hombre se paró y pegó una bofetada a Sally. A
continuación se puso en guardia enfrente del joven.
Rob, sin acobardarse se colocó frente a su adversario mientras
las chicas se retiraban de su alrededor.
—¡Pídeme perdón y te perdonaré la vida...! —Exclamó Logan
mientras sacaba sus armas con una intención: acabar con la vida
de aquel muchacho.
Todos los que estaban allí, sentían pena por aquel
aparentemente, inexperto muchacho. Se daban cuenta que iba a
morir muy joven.
Pero las manos de Rob volaron como rayos a por sus armas,
disparando en dos ocasiones y provocando un único orificio de
entrada.
Logan cayó como un fardo al suelo, disparándose una de sus
armas al caer al suelo, aunque por fortuna no hirieran a nadie.
Capítulo 3
—¿Y el otro...?
—Su hermano Conroe.
Rob miró a Crow, después pidió otra botella y sirvió una copa a
éste agradecido por la reacción de su guía.
—No me agradezcas nada. Supongo que si hubiera sido al revés
tú hubieras reaccionado de la misma forma. ¿No es así...?
—¡Claro...! —Exclamó levantando su vaso para brindar.
La juerga continuó hasta el amanecer.
—¿Qué tal lo has pasado? —Preguntó Crow.
—Estoy medio muerto, aunque mañana volvería.
—No creo que nos lo podamos permitir.
Crow sonrió mientras se dirigían a las cuadras donde estaban
sus mulas y el caballo de Crow.
Se echaron a dormir junto a los caballos, en un enorme montón
de paja seca con la que el herrero alimentaba a los animales.
Al llegar el herrero por la mañana, no les molestó y procuró
hacer el menor ruido posible, hasta que los sonidos del martillo
golpeando en las herraduras incandescentes les despertaron.
—¡Es horrible!
—¿El qué? —Preguntó Crow.
—Despertarse con ese terrible ruido.
—Bueno, por lo menos hemos podido dormir en sitio caliente.
Tryon ha tenido la atención de no levantarnos de un fuerte
puntapié —dijo Crow mientras se calzaban y salían de allí.
Les vio el herrero. Sonriendo, les dijo:
—¡Buenos días! ¿Habéis descansado bien?
—Buenos días y gracias, Tryon.
—¿Gracias por qué?
—Por habernos dejado dormir.
—No te preocupes. ¿Cuándo pensáis partir?
—Mañana.
—¿Mañana? —Preguntó Rob.
—Sí, ¿por qué te extrañas?
—No, por nada, pero pienso que es un poco precipitado.
Todavía no hemos preparado todo lo necesario.
—Tan sólo nos hace falta comprar un par de cosas más y
preparar las mulas.
—De acuerdo... ¡Tú eres el que sabes de eso...! Aunque me
parece que no nos va a dar tiempo.
—No te preocupes. Esta noche dejaremos todo bien preparado y
mañana por la mañana empezarás a ganarte el ansiado rancho
—dijo Crow.
—¡Está bien! Yo encantado.
El herrero, intervino, preguntando:
—Bueno, ¿entonces partiréis mañana?
Crow contestó afirmativamente con un gesto.
—¿Me pagaréis hoy o mañana por la mañana?
—Te pagaremos ahora mismo, porque mañana cuando te
levantes ya no estaremos aquí.
Rob le preguntó:
—¿A qué hora piensas que nos marcharemos?
—Saldremos con las primeras luces del día —dijo Crow
mientras sacaba el dinero para pagar la estancia de sus animales
al herrero.
Poco después salieron en busca de un carpintero.
—¿Para qué queremos un carpintero?
—Necesitamos un trineo para arrastrar el equipaje.
—¿Y las mulas?
—Las mulas llevarán la carga hasta que la nieve lo cubra todo;
para eso no queda mucho.
—¿Y después qué haremos?
—Les quitaremos todo el peso de encima a las mulas y lo
cargaremos en el trineo para evitar que se tuerzan un tobillo. De
esta manera, hacen mucho menos esfuerzo.
—Pero, ¿es que tirando del trineo no pueden tener una
torcedura? —Preguntó esperando con impaciencia la respuesta
de su guía.
—Sí, también se pueden doblar e incluso romper un tobillo,
pero es muy improbable. Caminarán a paso muy lento para
evitar posibles problemas. Pero si tuviesen esa desgracia, no nos
quedaría más remedio que cargar nosotros con ello, y la única
forma de que pudiéramos llevar todo, es con un trineo.
El joven no estaba muy convencido, pero, prudente, dejó actuar
al guía. Después de decirle al carpintero cómo quería el trineo
fueron en busca de una grasa animal.
Crow le explicó al joven que era el mejor antídoto para los osos
grises.
—¡Vaya...! Yo creía que los osos solían invernar todo el
invierno.
—A por el trineo.
—¿Y dónde lo llevas?
—Ya lo he cargado encima de mi mula.
Rob observaba cómo había colocado toda la carga encima de
sus animales; incluso así le quedaba sitio para montar él encima.
Ya era de día. Cuando iban a abandonar la ciudad, el guía
detuvo sus monturas.
—¿Qué ocurre?
—Nada.
—Entonces, ¿por qué nos detenemos?
—Hemos llegado a la primera parada.
—Todavía estamos en las afueras de la ciudad. ¿Es una
broma...? —Preguntó Rob sin bajarse de su mula.
—No, no es ninguna broma; sólo nos hemos detenido porque
mi hermana nos ha preparado café.
Rob sonrió y bajó rápidamente de su caballo.
Al entrar no había nadie, pero el café estaba reciente y bien
caliente.
Rob, dijo:
—Dale las gracias a tu hermana por este detalle.
—Díselo tú.
—¿Dónde está?
—Ahora vendrá —dijo Crow mientras que la puerta se abría
tras ellos.
Rob dejó a medias el desayuno para cogerle los troncos que traía
la hermana de Crow.
—¡Ya se los cojo yo, señorita! —Exclamó amable Rob.
—No se moleste.
—¡Por favor! —Exclamó arrebatando los troncos de los brazos
de ésta.
Cuando por fin dejó los troncos cerca de la chimenea y se dio la
vuelta, se quedó mudo y paralizado.
—¿Qué le pasa? ¿Se encuentra usted bien? —Preguntó la chica
sonriente.
—¡Sí, perfectamente!
—Ha sido usted muy amable. Tengo que reconocer que no
todos los amigos de mi hermano son tan serviciales como lo es
usted.
Capítulo 4
Capítulo 5
Poco después, al llegar a casa del sheriff, su mujer, como era su cos-
tumbre, evitó saludar a su cuñado con demasiado cariño.
—Estoy bien, Ruth, ¿y tú qué tal estás?
—No demasiado bien. ¿Os quedaréis a cenar?
—Sí. Se quedarán a cenar y a dormir; mañana por la mañana
saldrán temprano.
—¡Eso espero...! —Exclamó Ruth alegremente mientras
preparaba la cena.
—Huele muy bien —dijo amable Rob.
—Es un guiso.
—¿Podría ayudarle? —Se ofreció Rob.
—Gracias pero no es necesario. Aunque si me traes un poco de
leña de la parte trasera sí que te lo agradeceré.
—¡Sí, ahora mismo...!
—Mientras que Rob trae la leña, quiero que veas un par de
caballos que he conseguido atrapar —dijo el sheriff a su
hermano saliendo tras los pasos de Rob.
—¿Dónde vais? —Preguntó éste.
—Vamos a ver unos caballos.
—¿Tardaréis mucho...?
—No, en seguida volvemos —dijo su guía.
Rob volvió hacia la casa con la leña.
—Te lo agradezco —dijo Ruth.
—¡Nada de eso...! Encima que venimos a molestar, lo menos
que podemos hacer es echar una mano en lo que podamos
hacer.
—Parece que eres una buena persona.
—¿Cómo dice? —Preguntó Rob extrañado.
—He dicho muy claramente que no pareces el clásico
acompañante de Crow.
—¿Por qué motivo...?
—Normalmente, los hombres a los que guía no saben más que
buscar oro y en cuanto lo tienen, rápidamente lo gastan en
mujeres y whisky.
—Ese no es mi caso. Yo quiero encontrar oro para comprarme
un rancho.
—¿En dónde?
—Antes estaba convencido de comprármelo cerca de donde yo
soy, pero la verdad que esta zona me esta gustando mucho.
Quizás más que donde yo vivía.
—¿Entonces...?
—No sé dónde decidiré quedarme. Todavía queda mucho tiempo para eso.
—¿No tienes a nadie que te espere en algún sitio?
—¿A qué se refiere...? ¿A una mujer?
—Sí, o quizás, una familia.
—No, mis padres murieron antes de que yo decidiera venir en busca de ese precioso metal.
—¿Y mujer?
—Aún no hay en este mundo alguien que tenga la paciencia suficiente como para poder
aguantarme —dijo Rob provocando en Ruth una sonrisa sincera—. Pero, ¿por qué motivo
se ríe....?
—Sí... Tenía mucha razón en mi primera apreciación sobre ti.
Tú no eres un buscador de oro cualquiera.
—Ahora, lo que espero y deseo es tener suerte y no tardar demasiado en volver —reflexionó
en voz alta.
—Ten mucho cuidado cunado estés ahí arriba. No hay muy buena gente. Debes desconfiar
—dijo Ruth mientras removía el guiso.
Tras unos instantes de silencio, Rob dijo:
—Parece que se retrasan.
—Si... ¡Como siempre!
—Me parece que usted no le tiene demasiada simpatía a su
cuñado, ¿verdad?
—Ni él a mí.
—¿Cuál es el motivo, si me lo puede contar? —Preguntó
cauteloso Rob.
Ruth miró detenidamente a éste, que sentado frente al fuego se
entretenía sacando punta a un pequeño trozo de madera.
—La verdad es que nunca había hablado antes sobre lo que nos
pasó.
—Si no quiere contarlo, lo entenderé perfectamente.
Ruth levantó los hombros en un gesto inequívoco, insinuándole
que no le preocupaba ni lo más mínimo contarlo. Acto seguido,
antes de que pasara más tiempo, comenzó su relato.
—Cuando todos éramos mucho más jóvenes, Crow siempre
andaba tras de mí y a mi también me gustaba. Sus padres y los
nuestros habían sido siempre amigos y de los primeros en llegar
a estos valles. Cuando crecimos el interés que mostraba Crow
hacia mí era más que notorio para toda su familia y para la mía,
—Me podría jugar contigo los cinco dólares que me ganaste anoche
—dijo Crow.
—Está bien, acepto esa apuesta.
La cena ya estaba servida. Las conversaciones eran inexistentes,
tan sólo un cruce intenso de mirada hasta que por fin Rob dijo:
—¡Esto está muy bueno!
—Es la especialidad de mi mujer.
—Es que sabía que yo venía aquí y por eso lo ha preparado —
dijo irónico Crow.
—Si llego a saber que vienes...
—Lo hubiera hecho exactamente igual —interrumpió el marido
provocando una carcajada en Rob.
—¿De qué te ríes?
Rob intervino, diciendo:
—Parece mentira que estéis enfadados.
—¿Cómo has dicho? —Preguntó Crow molesto.
—No, nada. Que no me gusta ver cómo una familia como la
vuestra discute por cualquier cosa.
—¿Qué pasa, muchacho? ¿Es que en tu familia no discutís
nunca? —Preguntó el sheriff.
—No tengo esa posibilidad.
—¿Es que tienes un padre autoritario que no permite las
discusiones? —Insistió el sheriff.
—No, mi padre era un hombre muy razonable con el que se
podía hablar de cualquier cosa.
—Entonces, ¿cuál es el motivo por el que no discutís?
—Mis padres están muertos —dijo Rob.
—¡Lo siento, muchacho! No sabía.
—No se preocupe. Ya está superado. Además para eso estoy
aquí.
—¿Cómo? —Preguntó Crow.
—He venido a buscar oro, porque durante muchos años oí a mi
padre decir que si tuviera mi edad le gustaría encontrar un gran
filón.
—O tengo mala memoria o tú me dijiste que estabas aquí
porque querías comprarte un rancho.
—Sí, Crow, así es, pero ésa es otra historia.
—¿Cómo...? No me gusta que me mientan —insistía Crow
perplejo por lo que acababa de oír.
—No he mentido. Son ciertas ambas cosas. He venido aquí para satis-
facer un deseo de mi padre, pero luego, ¡tendré que hacer
algo con el oro que encuentre!
—¿Y qué piensas hacer?
—Esa es la segunda parte de la respuesta. Tal como te dije, me
compraré un rancho donde críe caballos, que serán los mejores
de la Unión.
Crow bebía sin cesar de aquel extraño brebaje al cual su
hermano llamaba whisky.
—Entonces lo que me has contado es mentira, porque viniste
aquí, por complacer a tu padre.
—No, Crow, es verdad, pero... ¿Qué hubieras pensado si te
hubiera dicho que quería ir a buscar oro por la memoria de mi
padre muerto?
—¡Desde luego no te hubiera acompañado!
—En cambio por un rancho, sí. No lo entiendo.
—Es muy sencillo, querido amigo —dijo Crow—, la
motivación necesaria para estar todo un invierno ahí arriba,
mojado y metido en un río buscando esas malditas pepitas,
mientras nieva o llueve, soportando visitas de desalmados que
quieren robarlo todo y a muchos grados bajo cero, tiene que ser un motivo muy grande. ¡Y
no creo que ir a buscar oro por la memoria de una persona sea el suficiente razón!
—Esa, claro está, es tu forma de pensar. Yo no estoy de acuerdo —dijo pausadamente
Rob.
—Perdona, jovencito, pero ésa es la forma de pensar de todo el mundo o de casi todo el
mundo.
—Y porque la gran mayoría del mundo piense así, ¿tiene que ser la correcta?
Crow se levantó nervioso de la mesa y después de unos segundos contestó bajo la atenta
mirada de los tres.
—¡Maldita sea...! ¡No sé si continuar el viaje!
—¿Cómo has dicho?
—Ya me has oído...
—Serías un cobarde. Además, yo lo pienso continuar contigo o sin ti.
—¡Morirías...!
—Eso es una cosa que me trae sin cuidado.
—¿Te da lo mismo morir? —Preguntó el sheriff.
—No, claro que no. Espero que a ninguno de nosotros nos dé lo mismo morir.
—¡Maldito muchacho! —Bramó Crow.
—Te pido que continúes el viaje conmigo, y si es necesario te daré el sesenta por ciento de
lo que gane. ¡Este viaje lo tengo que hacer!
El silencio lo llenó todo.
Todos se miraban atentamente y al final las miradas se clavaron en Crow, esperando su
respuesta. Como ésta no llegaba, Ruth, rompiendo el silencio, se levantó mientras cogía
los platos y exclamó irónicamente:
—¡Eres un maldito cobarde!
Crow la miró con su mirada asesina y después dijo:
—Está bien, te voy a acompañar, pero como en algún momento tengas una sola duda de
seguir adelante, te juro que te mataré de la peor forma que conozco.
Todos se quedaron callados, hasta que por fin Rob dijo burlonamente levantando una
carcajada en todos los presentes:
—¡Sabía que te tendría que llevar conmigo...!
Al terminar la cena Ruth preparó café mientras que su marido cargaba muy bien la
chimenea para que ardiese el fuego toda la noche.
Brow, le preguntó:
—¿Hace muchos días que pasó el ejército?
—No, como mucho, unas tres semanas.
—Me figuro que ya habrán llegado al lago Chelan.
—Así es. Me parece que es allí donde quieren montar el
campamento base para controlar toda la región.
—No sé qué es lo que van a controlar.
El sheriff, con media sonrisa, y tono pesaroso, contestó:
—Yo tampoco. Lo único que sé es que Tommy Todd iba con ellos como guía.
—En ese caso, ¡que la suerte les acompañe!
—¿Por qué dices eso, Crow?
—Ese hombre es uno de los traidores del Norte que luchó en la
guerra con los sudistas.
—¿Y ahora guía a la Unión en misión de control?
—Me figuro que no habrá nada que le provoque más placer que
ver cómo mueren esos hombres —respondió Crow con
seguridad.
—No seas mal pensado, Crow. Ya habrá olvidado la guerra y ahora se
habrá ofrecido para ayudar como un ciudadano más —
dijo el sheriff.
—En la primavera que viene lo discutiremos, pero quiero que
recordéis mis palabras.
Rob, al terminar el café, se dirigió a la cocina donde Ruth
limpiaba lo manchado durante la cena.
—¿Te falta mucho?
—No, en seguida acabo.
—¿Conoces tú a ese tal Tommy Todd?
—Sí, es un antiguo desertor del Norte, pero siempre ha sido una
buena persona.
—No parece que piensen lo mismo tu marido y tu cuñado.
—Crow le tiene un poco de envidia.
—¿Por qué motivo?
—Porque es el único que ha conseguido volver del glaciar de
Peak sano y salvo tras una avalancha de nieve.
—¿Y cómo lo hizo?
—Nadie lo sabe.
—¿Y por qué le tiene envidia?
—Crow piensa que es imposible que Tommy haya subido hasta
el glaciar el día de la avalancha.
—¿Y entonces?
Capítulo 6
—Esperemos llegar antes para coger los mejores sitios donde dormir
—dijo Crow levantándose y saliendo en dirección a las
cuadras, junto con su compañero de viaje.
Al llegar Rob le preguntó cuánto tiempo pensaba que duraría la
tormenta de nieve.
—¿Por qué te preocupa cuánto tiempo durará?
—Por saber si nos dará tiempo a llegar al lago antes que el
ejército.
—No te preocupes por eso, si nosotros tenemos nieve ellos
también, aunque a ellos estas nieves les van a afectar más que a
nosotros —añadió Crow sonriente.
Rob se quedó callado durante algunos minutos, mientras sacaba
las mantas para abrigarse por la noche.
—Estás demasiado callado, muchacho. Eso no es nada habitual
en ti.
—Estoy pensando.
—¿No estarás pensando en Ruth?
—¿Por qué? ¿Es que estás celoso?
—¿Y yo por qué iba a estar celoso?
—Venga, Crow, ella me lo contó.
—Maldita mujer del diablo.
—¿Cómo lo permitiste?
—¡Ahora no quiero hablar sobre eso! ¡Quizás, en otro
momento! Lo único que tengo que decir, es que las cosas no
son como parecen —exclamó Crow.
Rob, estuvo callado por unos instantes, pero luego insistió,
diciendo:
—Me gustaría que me lo contases, si es que confías en mi.
Vamos a pasar muchos días juntos y en estos momentos quizás
tenga una opinión equivocada de ti.
—De acuerdo. Lo único que tengo que decir, es que los dos,
Ruth y yo, éramos demasiado jóvenes. Solamente estábamos
ilusionados, pero sin embargo, mi hermano la quería de verdad.
Todo esto lo hablamos entre los tres, pero a ella, quizás le
hubiese gustado que ambos luchásemos por ella.
Rob ahora, comprendía la actitud del guía.
A los pocos minutos los dos dormían profundamente.
Cuando de madrugada Rob se despertó a orinar, no había caído
ni un solo copo de nieve.
—¡Creo que me debes otros cinco dólares!
—¿Por qué?
—No ha nevado.
—Lo hará a lo largo de la noche.
—Esperaré a que amanezca, pero vete preparando esos cinco
dólares —dijo Rob mientras se colocaba la manta.
No habían pasado ni dos horas cuando Crow se levantó por el
mismo motivo que horas antes lo había hecho Rob. Al
asomarse por la ventana, sonrió y después volvió a su hueco
entre la paja.
—¿Cuando me piensas pagar estos cinco que me debes...? —
Preguntó Rob antes que su compañero se echara a dormir.
—¡Creo que te los he ganado!
—¡Déjate de bromas, que estas no son horas para hacerlo! —
Exclamó dándose la vuelta en su manta.
Cuando por fin Rob se levantó, ya su compañero de viaje no
estaba. Recogió las mantas y las colocó en las mulas. Cuando se
disponía a salir se dio cuenta que un gran manto blanco lo
cubría todo.
—¡Maldita sea! —Bramó para sí mismo, mientras se dirigía
hacia la cocina de donde salía un intenso humo.
Al abrir la puerta, Crow le observaba impaciente.
—¿Qué ocurre? —Preguntó Rob molesto.
—Nada.
—¿Por qué me miras de esa forma?
—Tú sabrás.
—¡Está bien, estamos en paz!
Crow sonrió malicioso.
Aquel día pasó muy rápido, a pesar de no hacer nada más que
hablar entre ellos.
Al llegar la noche y despedirse del matrimonio, a Rob le corrió
por el cuerpo cierta tristeza, pero se le pasó rápido pensando
que dentro de algunos meses volvería.
Aún no había amanecido cuando Crow le despertó con su habitual puntapié.
—¿Qué ocurre?
—Vamos, ¡arriba...! ¡No tardes mucho en tener todo a punto para salir!
Rob recogió sus cosas todo lo rápido que pudo, pero aún así
Crow tuvo que esperarle.
Mientras se acercaban a la cocina a tomar un café continuaba nevando intensamente.
—¿Crees que debemos partir hoy con el tiempo que hace...? No entiendo mucho pero
parece que no va a dejar de nevar.
—No podemos retrasarnos más.
—Mira, Crow, a mí me da lo mismo llegar antes o después del ejército.
—Si conocieras aquellas tierras te darías cuenta que lo que dices es una auténtica locura.
—Si. Tiene mucha razón —dijo Ruth que se había levantado a despedirse.
—¿Por qué?
—Ahora el sitio de acampada es lo mismo, ya que el lago se helará, pero en primavera
cuando empiece el deshielo todo se inundará, excepto la zona más alta que es la que antes
se llena
—explicó la chica.
Cuando salieron y después de agradecer de nuevo la hospitalidad de éstos, Ruth les
prendió una tira de tela amarilla en las dos mulas.
—¿Para qué es? ¿Qué significa? —Preguntó Rob.
Fue Crow, el que se lo explicó:
—Con esto tendremos mucho sentido común para acertar en lo que debamos hacer, y
buenas vibraciones, en contra de los posibles peligros a los que nos tengamos que
enfrentar.
—¡Muchas gracias, Ruth!
—¡Id con cuidado!
Cuando partieron seguía nevando intensamente. Ninguno de los dos hablaba para no
perder las fuerzas. Poco a poco Rob se fue quedando atrás, por la falta de visibilidad y
porque una de las mulas cojeaba.
Crow se había dado cuenta pero pensaba que no era nada importante. Al ver que la
distancia que los separaba era grande, éste decidió esperar.
—¿Qué le ocurre a esa mula?
—¡Parece que cojea!
Crow bajó de su mula y la miró detenidamente.
Rob, preocupado, le preguntó:
—¿Qué le sucede?
—Nada importante. Se le ha formado hielo en una de las pezuñas y eso le impedía apoyar
bien.
—¿Podremos seguir?
—Por supuesto, y además, ahora ya no hay marcha atrás —dijo sonriendo Crow.
Continuaron viaje, y cuando caminaban cerca de un río oyeron unas voces.
—¿Lo has oído? —Preguntó Crow a Rob asustándole.
—¿El qué?
—Parece un oso.
—¿Cómo...? —Preguntó Rob algo asustado y con los ojos bien abiertos—. ¿No sacas tu
arma?
—¡No te muevas! —Exclamó Crow.
—¡Maldita sea!
Crow se apeó de su montura y acercándose al río dijo:
—Me parece que hay alguien cerca del río que necesita ayuda.
Vamos a acercarnos un poco, con cuidado.
—Entonces ¿no es un oso?
—¡Un momento...! Era sólo una broma. ¿Es que me has creído?
—Preguntó riéndose maliciosamente.
—¿Y de dónde vendrán los gritos? —Preguntó Rob.
—De por aquí cerca —dijo mientras ataba a un árbol las dos mulas que llevaba y se
disponía a bajar.
—¿Quién está ahí? —Preguntó Rob a voz en grito.
Una frágil voz gritaba socorro pero no sabían de dónde provenía.
Rob se apeó y, como su compañero, ató sus mulas a un árbol quedándose completamente
inmóvil hasta oír nuevamente la voz. Al momento empezó a subir y enseguida le vio. Era
un hombre que estaba al lado de unas rocas, medio cubierto por la nieve.
En seguida, gritó, repetidas veces.
—¡Crow! ¡Aquí! ¡Esta aquí...!
El guía apareció a los pocos minutos.
—¿Cómo se llama? —Le preguntó mientras le apartaba de encima la nieve.
—Peter, me llamo Peter de Tacoma.
—¿Qué le ha pasado?
—Me sorprendió la fuerte nevada y terminé aquí, sin poder moverme —dijo, perdiendo el
conocimiento un poco más tarde.
—¿Qué vamos hacer con él?
—Nada.
Capítulo 7
—Bueno, como ya esta a salvo, si quieres, ahora, ya nos podemos marchar otra vez —dijo
Rob irónicamente a su guía, que le miró de forma poco amistosa.
Pasaron la noche allí. Luego, a medianoche, como de costumbre, una patada despertó a
Rob.
—¡Vamos, y no quiero oír quejas!
—Pero, todavía es de noche y estoy cansado.
—Por supuesto que es de noche, y aún faltan varias horas para que amanezca —dijo Crow.
Recogieron sus cosas y después pasaron por la cocina donde tomaron unas tazas de café.
—¿Este no es el café de anoche?
—Sí.
—Entonces, ¿cuántas horas hemos dormido?
—Tres horas; las suficientes.
—¿Tan sólo tres horas?
—Vamos, date prisa y no te entretengas —dijo Crow mientras apuraba su café.
Al abandonar la casa del sheriff y de Ruth, no se veía nada. A pesar de todo continuaron.
Cuando por fin amaneció ya estaban muy lejos de la civilización.
Se detuvieron un momento sin dirigirse la palabra al llegar donde habían recogido a Peter.
—¿Sabes una cosa? —Preguntó Crow.
—¿Qué...?
—No me gusta nada haber dejado a ese individuo con mi familia.
—No entiendo. ¿Por qué?
—No sabemos nada de él. Cómo llegó hasta aquí, donde están sus mulas y todo el material
necesario para la extracción del oro. Si tenía armas...
—No te comprendo... ¿Por qué siempre piensas mal de todo el mundo? —Preguntó molesto
Rob.
—Yo no pienso mal, tan sólo pensaba en voz alta. De todas formas ya está hecho, así que
continuemos —dijo Crow montando en su mula otra vez.
Continuaron viaje sin detenerse más que lo sumamente imprescindible, a pesar que era ya
de noche cerrada.
—Espera un poco. ¿No crees que deberíamos dar un pequeño descanso a las mulas? —
Preguntó Rob levantando una carcajada en su guía.
—¿A los animales...?
—Tienen que estar exhaustos.
—¿Los animales o nosotros?
—Si lo dices por mí, no te detengas; considero que las mulas deberían descansar.
Crow se echó a reír de nuevo sin detenerse y Rob decidió no insistir.
La noche había hecho que la temperatura bajara aún más y la sensación térmica era de un
frío insoportable, pero a pesar de todo continuaron.
Empezaba a amanecer cuando un aire infernal se levantó arrastrando una gran cantidad
de nieve.
—¡No te desesperes, Rob...! ¡Dentro de muy poco nos detendremos!
—¿Y no crees que hubiera sido mejor detenernos por la noche que tenernos que parar
ahora con esta maldita ventisca?
—Cuando lleguemos donde quiero, espero que me des la razón
—dijo Crow tapándose la cara para evitar que el granizo le golpeara.
No tardaron mucho en llegar adonde Crow se había propuesto.
—¡Ya hemos llegado...!
Rob miró a su alrededor y al ver que no había nada, desanimado preguntó:
—¿Este es el maravilloso sitio donde pensabas llegar?
—Sí, ¿por qué lo dices?
—No lo entiendo que tiene esto de especial.
—Espera, no seas impaciente —dijo Crow alejándose unos metros hacia el río.
Rob le siguió y cuando vio cómo golpeaba algo se acercó apresuradamente a ver qué era
lo que hacía.
—¿Qué te parece? —Preguntó Crow.
—¿Qué es esto?
—Es una antigua mina, pero ahora es un estupendo refugio...
—Dijo Crow encendiendo un fósforo mientras agitaba un quinqué.
—¿Qué es eso...? —Preguntó sacando su arma Rob y asustando a su guía.
—¿Qué es lo que has visto?
—Hay gente.
—Bueno, es un refugio, eso no quiere decir que sea de mi propiedad.
Cuando por fin consiguieron encender el quinqué se acercaron para observar de cerca a
los hombres que había allí. Estaban bastante extrañados porque aquellos hombres no
habían dicho nada todavía.
—¿Qué les pasa?
—Creo que no van a ser una muy agradable compañía.
—¿Por qué?
—Acércate y compruébalo tú mismo. Mientras traeré las mulas.
—¡Están muertos...!
—Cierto.
—No pensarás que voy a pasar la noche con cuatro cadáveres a nuestro lado.
—¡Bueno, puedes hacer lo que quieras, pero desde luego yo sí que pienso dormir!
—Los enterraremos primero.
—¿Cómo dices...?
—Que primero los enterraremos.
—Querido Rob, en estas montañas perder el tiempo enterrando a los muertos es algo
absurdo.
—¿Cómo puedes ser tan salvaje?
—No me malinterpretes, pero es una tontería perder las fuerzas enterrándoles.
—¿Y qué es lo que piensas hacer con ellos?
—Les sacaremos ahí fuera y ya se encargarán los animales de...
—¿De qué...?
—De acabar con ellos.
—Hay muchas cosas de ti que no puedo comprender y que sobre todo, no me gustan nada.
¡Eres un maldito salvaje...! — Bramó Rob.
—Salvaje no, es supervivencia. Tienes que comprender que si gastas tus fuerzas
enterrándoles te agotarás en la siguiente jornada de camino.
—Me da lo mismo, les enterraré sin tu ayuda —dijo Rob dándose media vuelta y cogiendo
de una de las mulas de los muertos una pala.
Comenzó a cavar mientras Crow le observaba tranquilo desde el interior de la cueva.
Cuando por fin terminó el agujero, sacó a uno, y al recoger al segundo se dio cuenta que
aún vivía.
—¡Crow, acércate; aún vive!
—¿Estás seguro...? —Preguntó Crow, mientras se iba acercando donde estaban.
—¡Parece que quiere decirnos algo!
—¿Le entiendes algo?
—Peter, Pet... —Decía con gran dificultad.
—¿Qué es lo que dice? ¿Le entiendes?
—Parece que ha dicho Peter —dijo Rob.
—¿Qué es lo que has querido decir? ¿Que tú te llamas Peter? —
Preguntó Crow.
El herido negó con la cabeza, para después señalar una de las heridas de bala.
—Creo que ahora entiendo. ¿Que el que te ha hecho esto se llama Peter...? —Preguntó
Rob levantando una sonrisa del moribundo.
—¡Maldita sea...! Por tu culpa hemos salvado a ese maldito Peter y lo hemos dejado en
casa de mi hermana.
—¡Tendremos que volver y advertirle! —Exclamó Rob.
—No volveremos.
—¿Y si les ataca una vez que esté curado?
—Me figuro que no se atreverá.
—Ha matado a cuatro hombres y tú dices que no se va a atrever.
—¡No pienso volver, pero te aseguro que como le pase algo a mi hermano o a su mujer, te
sacaré los ojos sin dudar! —
Amenazó Crow a Rob.
—Trae agua, le daremos algo de beber.
—¿No pensarás salvar también a éste?
—Por supuesto.
—Rob, date cuenta de que está malherido. Lo único que conseguirás es entretenernos.
—¡Está bien...! ¡Déjalo...! ¡Ya me levantaré yo a por el agua! — Bramó Rob.
Crow sacó una de sus pistolas y antes de que regresara Rob remató al joven malherido.
—¿Qué has hecho?
—Matarle sin sufrimiento, y no lo que pensabas hacer tú. ¿Es que no te das cuenta de que
no podía vivir...? Era mejor acabar con su penosa agonía.
—¡Maldito cobarde...! —Exclamó Rob abalanzándose contra Crow.
Este intentó no golpearle demasiado fuerte. No quería hacerle daño, pero en el estado en
que se encontraba, era peligroso porque no razonaba. Por fin golpeó la nuca de Rob
cayendo éste como un fardo al suelo.
Acto seguido, le cubrió con las mantas y terminó de enterrar a todos los muertos.
Aquel día Rob tuvo varios sueños, despertándose unas veces consciente y otras veces no.
El sol brillaba con toda su fuerza derritiendo la nieve que había caído anteriormente. Crow
decidió dejar dormir a Rob hasta que se levantara, pensando que podrían caminar por la
noche sin ningún problema.
Preparó algo de comida justo antes de que empezara a caer la noche y como Rob no se
despertaba le tuvo que llamar.
Rob no le dirigió la palabra, pero se comió toda la comida que había preparado.
Cuando terminaron cargaron las mulas y se pusieron de camino.
En un principio la noche era oscura pero cuando la luna conseguía desperezarse tras las
cumbres, la luz que se reflejaba en la nieve creaba mucha claridad.
Aquella noche tampoco la temperatura tampoco fue demasiado baja.
Crow, exclamó:
—¡Aprovecha este tiempo que dentro de un par de meses no tendremos temperaturas tan
suaves, Rob!
Pero no recibió ninguna respuesta.
Continuaron cabalgando mientras amanecía. Habían estado cabalgando siempre hacia el
Este, pero al salir el sol cambiaron su rumbo hacia el norte.
—¿Por qué nos dirigimos ahora hacia el norte?
—Debemos de hacerlo porque no estamos ya muy lejos de nuestro lugar de acampada.
—¿Estamos llegando al lago Chelan?
—No, estamos llegando a la ciudad de Chelan.
—¿No me habías dicho que la última civilización que iba a ver era la de Wenachee...?
—Te dije que te despidieras de la civilización durante una semana, pero lo hemos hecho
en tres días, todo un récord, y más pensando que había nieve.
—Tan sólo te preocupa eso, ¿no es así...?
—¿El qué?
—Llegar el primero y ser el mejor.
—No... Lo único que me importa ahora mismo es mantenernos con vida hasta la primavera
que viene.
—¡Maldito egoísta...! Pero, ¿cómo puedes tener tan pocos sentimientos?
—Casi gritó Rob levantando en Crow una gran carcajada.
Siguieron caminando, pero después, cuando divisaron Chelan a lo lejos, Crow, se paró.
Rob se puso a su lado, y el guía le dijo:
—No volveré a hablar sobre este tema, pero hay algo que quiero aclarar. Te estoy cogiendo
mucho aprecio. Eres un joven todavía muy inexperto y demasiado noble, cosa muy
peligrosa para sobrevivir. Yo también he sido como tú, pero he tenido que cambiar. Muchos
de los hombres a los que les lleve donde había oro, una vez allí, intentaban matarme, pero
yo soy experto con el colt y el cuchillo, y he podido resistir hasta ahora.
Rob, no contestó.
Poco más tarde, al entrar a Chelan varios hombres saludaron al guía de Rob.
—Parece que eres muy popular.
—He venido por aquí los últimos quince años.
—Ya se que un día me comentaste algo, pero vuelvo a preguntártelo... ¿Por qué nunca has
venido solo a sacar el oro?
Conoces todo esto muy bien y no eres de los que le gusta la gente —comentó curioso Rob.
—No tengo la paciencia que hay que tener. Si vendría solo, me marcharía al de una
semana. Y además no me gusta nada mojarme.
—¡No creo que sea imprescindible mojarse!
—¡Oh, sí...! Si quieres encontrar el suficiente oro, necesitas estar dentro del río lavando
mucha cantidad de tierra —dijo Crow mientras que por detrás una voz grave y profunda le
llamaba.
—¿Quién es?
—¡Maldita maldición otoñal!
—¿Se puede saber qué haces aquí, viejo zorro de las nieves...?
—Preguntó Crow desmontando de su mula y acercándose a un hombre de cuyo rostro no
se le diferenciaban más que los ojos.
—¿Qué tal te va, maldito guía del infierno?
—Parece que algo mejor que a ti, Fred —dijo Crow fundiéndose en un abrazo.
—Bueno, preséntame a tu acompañante.
—Ah sí, es verdad. Este es Rob Burt, de Oregon.
—Muy lejos de tu casa, muchacho, deberías volver, no creo que te guste estar aquí.
—Lo realmente desagradable de esta zona no es la montaña, sino la gente —dijo Rob
provocando la risa en Crow y en su amigo.
—¿Se puede saber qué es lo que le has hecho?
—Sólo rematar a un pobre hombre, sin posibilidad de vivir, y que estaba sufriendo.
—¿Tan sólo eso...?
—Creo que sí.
—¿Y dónde fue?
—En la vieja mina del valle.
—¡Maldita sea! Debieron ser unos ladrones.
—¿Qué tal va todo por aquí?
—Bien, pero cada vez hay menos buscadores y más ladrones y ventajistas.
—¡Creo que también ha llegado el ejército!
—Sí, así es. Con el general Tommy al frente. Piensan arreglar esto —dijo irónico Fred.
—¡Ese es un maldito impresentable!
—Lo peor de todo no es eso...
—¿Qué pasa?
—A partir de ahora, si vais a buscar oro tendréis que pagar ciertos tributos al Gobierno, ¿y
a que no sabes quién es el que los recauda?
—¿Quién...?
—El ejército.
—¿Y qué es lo que cobra?
—Cobran por derechos de uso.
—Llegará un día en que nadie vendrá hasta aquí a por ese maldito oro.
—Lo peor es que una vez que vienes con el oro tienes que dar un diez por ciento de todo
lo que extraigas.
—¿También al Gobierno?
—Sí, a Tommy y a sus muchachos de azul.
—¿Hay alguna otra novedad?
—Otra. Una vez que pases su campamento tendrás que ir sin armas.
—¿Qué dices...?
—Lo que has oído.
—Y si te ataca un oso, ¿qué es lo que hay que hacer?
—No se... ¡Me figuro que correr lo más aprisa que puedas! —
Exclamó riendo Fred.
Poco después les invitó a unas copas mientras contaba historias del largo invierno que
había estado allí junto al oro. Rob, escuchaba contento.
Luego, dirigiéndose a él, preguntó:
—Bueno, muchacho, creo que ya te he aburrido bastante.
¿Cuántas veces has probado suerte?
—Nunca.
—¿Y vienes hasta aquí sin haberlo probado?
—Así es —contestó Rob mientras que el barbudo miraba fijamente a Crow.
—¡Tiene mucha ilusión! —Exclamó éste.
—Crow, parece que tenías poco trabajo para escoger a este joven para ser su guía.
—Es cierto. Cada vez hay menos. Ahora sólo viene gente de dudosas intenciones.
—Bueno, dejemos de hablar del oro y sus gentes.
—¿Qué tal te fue el invierno pasado?
—Muy bien, saqué casi un kilo de metal, pero preferiría no hablar del tema. Además, ya me
falta muy poco para volver a por más.
—¿Y tuviste que dar el diez por ciento?
—No, pero tuve que ponerle la escopeta en la boca a Tommy para que no me quitara nada
—comentó Fred sin parar de beber.
Continuaron bebiendo y charlando animadamente. Después Fred les consiguió un sitio
donde dormir hasta la mañana siguiente.
Al amanecer, Crow despertó a Rob como de costumbre, pero sin saber por qué se les unió
Fred.
Capítulo 8
—¡Vamos a hablar con el que esté al mando! —Exclamó Crow abriéndose camino entre la
muchedumbre.
—¡Muchos de estos, morirán! —Exclamó Rob.
—Aún no lo saben pero más de uno no conseguirá soportar aquí el duro invierno.
Al llegar frente a la caseta que había situado el ejército desmontaron de sus mulas y Rob
preguntó a un militar:
—¿Quién está al mando?
—El capitán Branton.
—¿Y dónde podríamos encontrarle?
El soldado señaló una tienda de gran envergadura que sobresalía sobre las demás.
Los tres se dirigieron inmediatamente hacia la tienda. Después, al situarse frente a ésta
preguntaron por el capitán Branton.
—¡Díganme...! ¿Qué es lo que desean...? —Preguntó un sargento.
—Querríamos hablar con el capitán —dijo Crow.
—Esperen aquí un momento —les dijo.
Acto seguido se introdujo en la tienda del capitán, saliendo un poco más tarde e invitando
a entrar a los recién llegados.
—Yo soy el capitán Branton —se presentó estrechando la mano de los tres.
—¡Queríamos pasar como lo llevamos haciendo toda nuestra vida!
—Bueno... Para conseguir pasar sin pagar los cincuenta dólares tendrán que demostrar
que antes habían estado buscando oro.
—Tommy Todd podría corroborarlo.
—¡Sargento! —Llamó el capitán.
—¿Me llamaba?
—Busque ahora mismo al señor Todd y dígale que le espero en mi tienda.
—Sí, señor —dijo el sargento saludando y marchándose tan rápido como pudo.
Mientras el sargento volvía con Tommy, el capitán aprovechó para preguntar cuáles eran
los puntos más conflictivos de aquella zona.
Entre Crow y Fred le comentaron lo que a su modo de ver era lo más peligroso.
—¿Y por qué en verano?
—Durante todo el invierno se esta buscando el metal, ya que es imposible moverse por la
cantidad de nieve acumulada. Luego...
—¿Y en primavera? —Interrumpió de nuevo el capitán.
—No, no… En primavera hay demasiada agua como para cruzar los ríos con un poco de
seguridad. La erosión te obliga a cavar mucho menos de lo que tienes que cavar en invierno.
—Ya comprendo. Entonces la época más peligrosa es el final de la primavera y principios
de verano.
—Exacto, cuando usted vea que ya no hay nieve en las cumbres es cuando más peligrosa
resulta esta zona, ya que el que ha conseguido oro lo grita a los cuatro vientos y el que no
lo ha conseguido intenta arrebatarlo. Aunque también hay el típico que sin buscarlo
aprovecha la afluencia de hombres cargados de oro para asesinarlos sin dar la cara. La
mayoría de las veces, los que encuentran el oro terminan siendo asesinados.
—Entendido… Les agradezco mucho la información. ¿Y ustedes en esa época cómo se
mueven?
—En primer lugar intentamos dejar las minas a principio de primavera.
—Pero en ese caso, se pierden el oro que queda a la vista provocada por la erosión del
agua.
—Al llegar los primeros a la ciudad, normalmente suelen pagar mejor el oro que si llegas
de los últimos, aunque te juegues la vida al cruzar algún río.
De repente irrumpió en la tienda Tommy Todd.
—Creo que me había mandado llamar.
—Sí, así es. Han llegado estos señores y dicen que tú les podrías reconocer.
Tommy les miró de arriba abajo.
—Vamos, Tommy, no digas que lo tienes que pensar.
Tommy seguía mirándoles hasta que por fin dijo:
—No les conozco de nada.
—¿Cómo? ¿Te has vuelto loco?
—Vamos, Tommy, déjate de tonterías.
—¿Les conoces o no les conoces? —Preguntó el capitán.
—Ya le he dicho que no les conozco.
—Lo siento, señores, si Tommy no les conoce tendrán que pagar los cincuenta dólares.
—Pero… ¿Qué es lo que esta pasando aquí...? ¡Maldita sea, Tommy, yo soy Fredd Wayle
y éste es Little Crow el hermano del sheriff de Wenatchee!
Crow, enfadado, dijo:
—No te atrevas a repetir que no nos conoces.
—Lo siento, pero si les recordara se lo diría.
—¡Maldito indeseable! —Bramó Crow.
—Lo siento mucho, señores, pero sólo pasarán cuando tengan los cincuenta dólares —dijo
el capitán mientras unos disparos se oían a lo lejos.
Después de pedir permiso, entro un soldado, diciendo:
—Mi capitán, siento molestarle, pero dos hombres han intentado saltar el cercado.
—¿Están bien?
—No, señor. Están muertos.
—Está bien, soldado y ahora retírese. Eso valdrá de ejemplo y de escarmiento. Todos
saben que tienen que cumplir lo que les hemos dicho.
—¡No me gusta nada lo que esta pasando! Además, ¡creo que lo que están haciendo no es
legal...! —Exclamó totalmente furioso Crow abandonando con malos modales la tienda del
capitán.
El capitán, advirtió:
—Dígale a su amigo que cuide mejor sus modales.
—Creo que será mucho mejor que usted cuide que no le pase nada a su amigo Tommy —
advirtió en el mismo tono Fred.
—¿Ha sido una amenaza...?
Fred, en tono decidido y frío, explicó:
—Lo que es una amenaza que un poco antes o después estallará es el cobro realmente
abusivo de los cincuenta dólares. No se extrañe si algún día muere toda la guarnición a
manos de esos pobres hombres que han llegado hasta aquí en muchos casos
gastándose todo el dinero que disponían.
—Si tienen o no dinero, es una cosa que al Gobierno de la Unión no le importa.
—Dentro de muy poco tendrá que importarle, cuando lleguen noticias de su muerte y de
toda la guarnición.
—¿Me está amenazando?
—No. Tan sólo le estoy advirtiendo lo que le pasará si continúa en su peligroso empeño y
empiezan a caer las primeras nieves.
—¡Fuera de aquí! No quiero volver a verles hasta que traigan cincuenta dólares —dijo el
capitán molesto por las duras palabras de Fred.
Al salir, Fred se reía con fuerza.
—¿De qué se ríe? —Preguntó Rob.
Crow, que estaba todavía totalmente enfadado con lo sucedido, dijo:
—¡Déjale...! ¡Está medio loco!
—Me río... Me río de lo nervioso que se ha puesto cuando le he dicho que le matarían.
—¡Qué...? ¿Que le has dicho qué...? —Dijo riéndose también Crow.
A los pocos minutos salían del conjunto militar en dirección a ninguna parte.
—¿Qué es lo que vamos hacer ahora? ¿Cuales son nuestras opciones? —Preguntó el más
joven.
Crow, poniéndose serio, murmuró:
—No sé que podemos hacer, pero me parece que no hay buena solución para nuestro
problema.
—¡Vamos a ir preguntando a los demás, lo que opinan sobre esto...! ¡Un momento...! ¡Mirad
a esos...! —Exclamó Fred acercándose a un grupo de hombres que parecía que se estaban
preparando para marcharse.
Respondiendo a su pregunta, contestaron:
—Amigo... Si quieres que te digamos a donde vamos, danos un dólar.
—¿Cómo has dicho? —Preguntó atónito Fred.
—He dicho que si quieres información me tendrás que dar un dólar.
—¿Pero te has vuelto loco?
—Amigo, aquí todo cuesta dinero.
El tono utilizado por aquel hombre no le gustó nada a Crow que se acercó hasta donde
estaba Fred sacando su arma y preguntando:
—¿Quieres seguir viviendo, amigo?
—¿Pero qué hace...? ¿Es que se ha vuelto loco?
Crow, seguro y frío, con voz desagradable, le dijo:
—No estoy loco... Se trata de supervivencia. Si quieres seguir viviendo págame cincuenta
dólares.
El hombre, asustado, dijo:
—Yo no le he hecho nada. ¿Por qué me hace esto?
—Vamos a entendernos tú y yo... Tú pides un dólar por la pregunta de mi amigo, ¿no es
así?
—Sí.
—Pues yo pido cincuenta dólares por salvarte la vida, ¿te parece bien?
—Le contestaré... Hoy es jueves y los jueves viene un montón de mujeres, y montan una
carpa donde se puede pasar muy bien —dijo el amenazado.
—¿Ves cómo nos hemos entendido...? ¡Ah...! La próxima vez que pidas un dólar por
contestar una pregunta, espero que te lo pienses, ¿me has comprendido? —Preguntó Crow
mientras que el apuntado afirmaba con un gesto.
Al soltarle, el hombre, amenazó con volver a verle.
Con tono socarrón, Crow, mientras guardaba su arma, le contestó:
—De acuerdo. ¡Te estaré esperando cuando quieras!
Fred, acercándose al amigo, le reprochó:
—Creo que le has asustado más de la cuenta.
Muy cabizbajo, Crow, mientras miraba fijamente a su joven acompañante, exclamó:
—¡No entiendo en qué se ha convertido esto! En breve, este lugar se va a convertir en algo
muy peligroso.
Aquel montón de hombres completamente hacinados, era un polvorín que no tardaría
mucho en explotar y Crow y Fred lo sabían.
—No nos quedará más remedio que ir a esa maldita carpa a ver qué es lo que pasa —dijo
Crow mirando a sus dos acompañantes.
Preguntaron dónde se encontraba la carpa. Una vez recibida la información, mientras que
iban hacia ella, les saludaron bastantes viejos amigos con los que habían compartido
muchas malas y buenas rachas buscando el tan preciado metal.
Al comentar lo que Tommy les había hecho, se dieron cuenta de que había sido a todo el
mundo y que más de uno deseaba verle muerto.
—¿Sabes cuánto se queda Tommy de cada uno que pasa...? —
Preguntó Danny, uno de los mejores buscadores que había en la región, junto con su
hermano Jones.
—No tenemos ni idea, Danny, ¿cuánto?
—Quince dólares.
—Maldita sea, espero que no sea cierto.
—Eso sí que es un filón y no el que encontramos hace un par de años, ¿verdad, Fred?
—Así es, Jones. Sin mojarse ni pasar frío.
—¡No me extraña que no quiera conocernos a ninguno de nosotros!
—Eso mismo pienso yo —dijo Fred.
Rob no decía nada, tan sólo observaba a aquellos rudos hombres curtidos por el sol y por
el frío y sacaba conclusiones de lo que decían.
—Bueno, luego nos veremos en la carpa —dijo Crow a sus amigos.
—Sí, pero tened mucho cuidado con el dinero y procurad no jugar en ninguna de las mesas,
porque todos o casi todos los que allí juegan son tahúres y ventajistas venidos desde
Oregon.
—Agradecemos el consejo, pero no os preocupéis, que tendremos mucho cuidado —se
despidió Fred.
Luego continuaron decididos hacia la carpa y siguieron encontrándose con más buenos
amigos. Algunos de ellos les comentaban sus hazañas, y con otros hablaban sobre lo que
se había convertido buscar oro.
Poco después, al llegar a la carpa, se encontraron con que todavía estaba cerrada. Tan
sólo unos hombres metían maderos en un par de chimeneas enormes.
Allí, esperando, se encontraron con otro buen amigo, llamado Bill. Éste era, grande de
corazón, pero pequeño de estatura, razón por la que muchos se burlaban de él, siendo ése
el motivo de la estrecha amistad que ahora existía entre ellos, puesto que hacía ya mucho
tiempo, Crow le había defendido frente a unos bravucones, cuando se estaban riendo de
él.
Crow, exclamó:
—¡Nunca había visto una carpa tan grande!
—Dicen que es del ejército.
—¿Cómo lo sabes, Bill?
—Un sudista amigo me lo ha comentado.
—¿Pero tienes amigos sudistas, Bill...? —Le preguntó irónico Fred.
—Bueno, es un conocido, pero, además, no es mala persona.
Rob, que estaba unos pasos más atrás, sin darse cuenta del daño que podía hacer su
comentario si lo hubiese escuchado, dijo:
—¿Este hombre cuando nieve se quedará cubierto?
—No lo sé, pregúntaselo a él mismo.
Para ese momento, ya se habían acercado muchos hombres junto a la entrada de la carpa.
Todos esperaban impacientes para poder entrar.
Decidido, el joven se acercó a Bill y le preguntó:
—¿Qué hace usted cuando nieva mucho?
—¿Lo dices por mi estatura?
—Claro, ¿por qué si no?
—Camino a gatas.
Lo dijo en tono bastante alto, provocando la risa en todo el grupo que estaba allí.
Luego, sonriendo, continuó:
—Pero me puedo apostar cinco dólares a que nadie me gana a un pulso.
—Muy bien. Yo acepto —dijo un muchacho fornido y elegantemente vestido.
—¿Cuándo y dónde?
—Dentro de un rato, en la carpa, ¿de acuerdo?
—Allí estaré, espero que no faltes a tu palabra.
Capítulo 9
La voz se corrió rápidamente y al abrir la carpa allí estaban los dos adversarios totalmente
dispuestos a ganar cinco dólares.
Como la apuesta había levantado gran expectación, el dueño del local decidió poner la
mesa en todo el centro. Las apuestas corrían de mano en mano y aunque no era mucha la
cantidad de dinero que se jugaban al haber tanta gente, el volumen de negocio creció. El
whisky y la cerveza fueron los otros protagonistas y el más beneficiado como siempre el
propietario del saloon.
Poco después, se les acercó un elegante, y preguntó:
—Es la primera vez que les veo. ¿Quienes son ustedes?
—¿Quién quiere saberlo?
—Steward Warte, el propietario de esta carpa.
—Rob Burt, y éstos son mis amigos Crow y Fred.
—Encantados. ¿Les podría hacer una oferta...? Como no me gusta engañar, tengo que
decir que he hecho esta petición a otros y nadie ha aceptado.
—¿De qué se trata? —Preguntó Rob mientras que sus dos compañeros de viaje se alejaban
para ver el duelo entre el pequeño Bill y el gigante de Lud.
—Quiero acabar con el abuso que hay.
—¿A qué se refiere?
—Me refiero al ejército.
—¿Y qué es lo que piensa hacer?
—Me cobran trescientos dólares por noche y creo que es un abuso. Además, yo llevo aquí
todo el verano y ahora quieren que les pague cuando estoy antes que ellos.
—¿Y por qué accedió?
—Me obligaron por la fuerza.
—¿Cómo puede ser posible?
—Es—¿Cómo puede ser posible?
—Ese tal Tommy, es un hombre sanguinario —dijo el propietario del local.
—¿Fue él el que le amenazó?
—Así es.
—¿Con qué le amenazó?
—Me dijo que desaparecerían mi mujer y mis hijas si no accedía.
—¿Y el capitán de la guarnición está enterado de todo lo que me está contando? —
Preguntó Rob alarmado por lo que le estaba relatando aquel hombre.
—Por supuesto. Vino con él el día que me obligaron a pagarles los primeros trescientos
dólares.
—¡Pero eso es imposible!
—No, es cierto lo que digo. Pregunte a mi barman si no me cree, pero le prometo que le
estoy diciendo la verdad. Además, yo creo que ese destacamento no es del ejército; pero,
si lo es, sería una deshonra.
—¿Y qué es lo que había pensado?
—Lo primero buscar un grupo de hombres que no tema a Tommy y a sus hombres.
—¡Creo que eso no será muy difícil! Pero lo mejor será reunirnos cuando cierre.
—No hay problema, así comprobarán cómo les tengo que dar trescientos dólares.
—Yo lo comentaré con mis amigos para ver qué es lo que decidimos.
—Entonces, les espero una vez que haya cerrado en el almacén.
¿De acuerdo?
—De acuerdo, allí estaré.
Rob se acercó donde estaba Fred y Crow.
—¿De qué diablos habéis estado hablando? —Preguntó éste algo molesto.
Rob comentó la conversación que había mantenido con el propietario de la carpa.
Al terminar el pulso, que por cierto ganó el pequeño Bill a pesar del tremendo enfado que
cogió Lud, se reunieron ellos tres, junto con varios de los hombres de confianza que habían
visto por la tarde para tratar de lo que el propietario del local, había contado a Rob.
Desde que se acabó hasta que todo el mundo, sobre todo los borrachos, desaparecieron
de la carpa aún pasaron varias horas.
Ya era de día y los hombres a los que había avisado Crow estaban todos en la sala jugando
en dos entretenidas partidas.
Cuando todos se habían ido, Rob se levantó para hablar con el propietario.
—Todos esos que están jugando disimuladamente son gente de fiar.
—¿Seguro?
—Totalmente.
—Está bien. Tengo que ir un momento al almacén y ahora mismo estoy con vosotros.
A Rob no le gustó que le dejaran allí solo y decidió seguirle. Al llegar a la lona donde estaba
el almacén vio por un agujero cómo el propietario del local daba al sargento el dinero.
Al regresar Rob ya estaba junto a los suyos.
—Bueno, ya he terminado. Ahora sí creo que podremos hablar tranquilos —dijo el dueño
sentándose junto a todos los presentes.
Todos estaban en completo silencio. Rob, empezó a hablar, diciendo:
—Bueno, como ya os he dicho, no tan sólo los buscadores de oro pagan los cincuenta
dólares, sino que nuestro nuevo amigo el propietario de la carpa tiene que pagar trescientos
dólares diarios, además de estar amenazadas de muerte su mujer y sus dos hijas, ¿no es
así, señor Steward?
—Sí. Creo que lo has planteado perfectamente. Crow, preguntó:
—¿Y en qué consiste lo que nos quiere proponer?
—Lo que pretendo es deshacerme de ese falso ejército.
—¿Cómo ha dicho?
Fue Rob, el que aclaró:
—El señor Steward tiene una teoría acerca de que los hombres que hemos visto vestidos
de militares no son del ejército, sino unos impostores.
—¿Estás seguro?
—¿Usted piensa que el ejército iba a cobrarme trescientos dólares por noche?
—No lo creo, pero...
—Yo tampoco.
—Bueno, esta bien pero… ¿qué es lo que nosotros podemos hacer? —Preguntó Bill.
—¡Hacerles frente! —Exclamó Crow.
—Pero...
—¿Qué quieres decir, Fred? Habla...
—Como aquí soy el más viejo de todos, —al decir esto, todos los presentes movieron la
cabeza afirmándolo, e incluso gastando bromas de mal gusto—, quizás, por eso, hay cosas
que no comprendo.
—¿El qué...?
—Ellos, aún pensando que no sean los auténticos militares, me figuro que serán mucho
más hábiles que nosotros con las armas, ¿no es así?
Todos callaron pensativos hasta que por fin Crow se levantó y dijo:
—Todo eso me parece muy bien, Fred, pero todos recordamos cómo hace algunos años
buscábamos oro sin preocuparnos del resto de los hombres y nuestra mayor preocupación
era que no nos atacasen los animales, muy en especial el oso y el lobo, ¿cierto?
—Sí... Así es, pero, ¿qué es lo que quieres decir con eso? — Preguntó Fred.
—Lo que quiero decir es que tenemos que preocuparnos nosotros mismos de los problemas
que nos afectan.
—Sigo sin comprender.
—Fred, voy a tratar de explicarlo para todos de la manera más sencilla posible. Quiero que
me comprendáis y que deis vuestra su opinión. Lo que os estoy proponiendo es que
recuperemos esa libertad que hemos tenido hasta hace muy poco. Todos sabemos que ahí
arriba junto al oro nos necesitamos los unos a los otros y los que no necesitan de nada y
de nadie, normalmente no vuelven, ¿entendéis lo que quiero decir?
Todos quedaron en silencio. Fue Fred el que lo rompió, diciendo:
—Creo que sí. Estás diciendo que recuperemos esta zona para nosotros y que seamos
nosotros mismos los que nos defendamos, pero estando todos unidos y cuando a alguno
de nosotros nos atraquen, no podemos seguir haciendo lo que hemos hecho hasta ahora
que ha sido, mirar para otra parte.
—¡Exacto!
—En teoría lo que has dicho, esta muy bien, pero, ¿qué es lo que propones? —Preguntó
Lud
—Que para empezar, debemos de hacer frente al destacamento, sean o no del ejército.
Casi todos estaban de acuerdo, pero...
—¿Qué te pasa, Bill?
—Tienes que entender que yo ya tengo los cincuenta dólares, Crow.
—¿Y al año que viene qué será lo que harás cuando tengas que volver con cincuenta
dólares?
—Tienes razón, estoy con vosotros —dijo Bill parándose un momento a reflexionar.
Todos estaban de acuerdo y tan sólo quedaba por decidir cómo lo iban a solucionar.
Tras cuatro horas de intenso enfrentamiento en la forma y los métodos que emplearían, por
fin se pusieron de acuerdo.
—Bueno, como ya estamos de acuerdo, ahora, lo mejor será que descansemos unas horas
—dijo Crow levantándose el primero y estirando todos los músculos de su cuerpo.
Todos se incorporaron y poco después salieron con Crow a la cabeza junto a Rob.
Cuando se dirigían hacia donde habían dejado las mulas, Crow se detuvo.
—¿Qué es lo que te pasa? —Preguntó Rob.
—Me he dejado una cosa encima de la mesa donde hemos estado hablando. Tengo que
volver y recogerlo.
—Está bien; yo te acompañaré —dijo Rob volviéndose hacia Fred—. Coge las mulas y
espéranos aquí mismo que voy a acompañar a Crow que se ha olvidado una cosa en la
carpa.
Los dos se encaminaron hacia la carpa y justo antes de entrar, Crow se dirigió a la parte
trasera.
—¿Adónde vamos?
—¡Calla y sígueme! —Exclamó Crow.
Rob intuía que su compañero no se fiaba nada del propietario de la carpa. Al llegar a un
gran montón de troncos en la orilla del lago esperaron.
—¿Cuánto tiempo piensas esperar?
—Un poco más —dijo Crow.
—¿Crees que nos está engañando?
—No lo sé con seguridad; por eso estamos aquí. Ahora cállate de una vez.
La humedad cerca del lago junto con las bajas temperaturas hacía de aquella espera un
martirio.
—¡Creo que ya está bien...! —Exclamó Rob saliendo de detrás de los troncos.
—¿Por qué no te estás quieto?
—Estamos perdiendo el tiempo —dijo Rob mientras que a sus espaldas la lona de la carpa
empezaba a moverse.
—¡Mira! ¡Ven aquí detrás! —Exclamó Crow.
Rob, al ver que alguien andaba tras la lona, decidió ocultarse de nuevo.
El propietario de la carpa salió a hurtadillas, mirando a su alrededor para no ser visto.
—¿Adónde se dirigirá?
—Me figuro que hablar con el ejército.
—¡Maldito falso indeseable...! —Exclamó Rob mientras le seguían.
Como había pensado Crow, el propietario del local entoldado se dirigió sin titubeos a la
tienda del capitán. Estuvo como un cuarto de hora. Cuando salió se dirigió nuevamente a
su carpa, pero recibió una desagradable sorpresa al toparse por el camino con Rob y con
Crow.
—¿Qué haces por aquí?
—Nada. He ido a visitar a unos amigos —dijo Steward titubeante.
—¿A qué amigos? —Preguntó Rob sonriente.
—No les conocéis.
—Sí como pienso, son soldados, ya hemos tenido el gusto de conocerlos —dijo Crow
esperando la reacción de Steward.
—¡No...! ¡Son civiles! —Murmuró asustado.
—¡Mientes...!
—¿Cómo...?
—Ahoya ya sabemos que eres un maldito cobarde que nos has traicionado —dijo Rob.
—¡Eso es falso! —Exclamó Steward.
Acto seguido, Crow sacó un gran cuchillo de caza y se dirigió hacia aquél.
—¡Por favor, tenéis que comprender!
—¿El qué...? ¿Que nos has traicionado?
—Yo también estoy amenazado junto con mi familia... Tengo que hacer lo que me dicen —
intentó echar a correr pero cayó a los pocos metros.
Crow se abalanzó encima y le dijo:
—No tengo nada de paciencia. ¡Si quieres seguir viviendo, dime lo que les has dicho!
—Todo... Les he contado todo.
—¿Has dado nombres?
—No, tan sólo he dicho dónde y cuándo atacaríais.
Crow pasó suavemente su cuchillo por la garganta de éste, provocándole un corte muy
certero que terminó con su vida rápidamente.
—¿Por qué lo has hecho, Crow?
—Quiero que pienses en toda la gente que habrá traicionado de la misma manera.
Rob, a pesar de que le desagradaba, se dio cuenta de que no había otra solución. Poco
después, preguntó:
—¿Qué vamos a hacer?
—Seguiremos nuestros planes, pero lo haremos a otra hora y sobre todo, otro día.
—¡Siento que todo esto haya pasado por mi culpa...! Supongo que pensó que era muy fácil
convencer a un muchacho joven. Crow, en tono decidido, contestó:
—No, nada de eso. No ha sido culpa tuya, sino de ese indeseable.
Ahora vamos a avisar al resto de grupo para que no se presenten esta tarde como habíamos
pensado.
Al llegar junto a la zona donde estaba el resto del grupo avisaron a un par de hombres para
que dieran la voz de alerta a todos los que se habían comprometido.
—¿Dónde está Fred?
—Le dije que esperara junto a las mulas.
Al llegar donde esperaban las mulas, Fred dormía tranquilamente.
—Déjale, no le despiertes.
—¡Cómo que no le despierte...! ¡Pero si me falta una de mis mulas! —Exclamó Crow.
Le despertó de un puntapié, como acostumbraba.
—¿Qué pasa?
—¿Se puede saber dónde está mi mula?
—¡Estaban todas ahí! —Exclamó señalando al grupo de mulas.
—¡Ahora falta una!
—Estoy seguro que estaban, Crow.
—Maldita sea, era donde iban todas las provisiones. ¿Cómo te has podido desentenderte
así, Fred?
—¡No lo entiendo! —Exclamó éste mientras se calzaba.
Mientras tanto, Rob miraba por los alrededores y por fin encontró algo.
—¡Crow, ven aquí! —Llamó Rob.
—¿Qué has encontrado? —Preguntó el propietario de la mula.
Al llegar se encontró varias de las cosas que portaba la mula en el suelo.
En ese momento pasaron unos hombres y Rob les preguntó:
—¿Ha visto alguien pasar a una mula que se le caían las cosas?
—Sí, yo la he visto. La llevaba un soldado.
—¿Está seguro?
—Iba en esa dirección —dijo aquel hombre señalando el cercado que estaba separando el
campamento donde se encontraban de la zona donde había que pagar.
Rob y Crow se fueron hacia el cercado y vieron a la mula en el interior. Al intentar pasar
para cogerla les dispararon desde una torre de vigilancia y después les dieron el alto.
—¿Pero qué hace?
—No se puede atravesar el cercado si no pagas los cincuenta dólares.
—No quiero pasar. ¡Solamente quiero entrar, porque esa mula es mía...! ¡La cogeré y
volveré aquí...! —Exclamó inmóvil Crow.
—Lo siento, si no pagas no te dejaré pasar.
—Muy bien. Hablaré con el capitán —insistió Crow encaminándose hacia su tienda.
Nada más llegar a la tienda militar, avisaron al capitán. Este le recibió, pero le dijo que o
pagaba los cincuenta dólares o no podría pasar a por la mula.
—Eso es un robo. Esa mula es mía y solo quiero entrar a cogerla.
El capitán, con media sonrisa, explicó:
—Usted nos paga, coge su mula y después, si quiere continuar hasta donde pensaba ir en
busca del oro, puede hacerlo; pero recuerde que, si decide regresar a este lado, una vez
que lo haga, tendrá que pagar otra vez si desea cruzar. ¿Esta claro?
Crow desapareció sin despedirse de la vista del capitán.
Seguidamente, fue en la busca de Bill, poseedor de los cincuenta dólares para ir a por su
mula.
—¿Pero te has vuelto loco, Crow?
—No. Si pierdo esa mula no podré continuar en las montañas y tú lo sabes.
—¡Es mi única oportunidad de pasar...! —Exclamó Bill—. Pero a pesar de todo, toma.
—Te debo una, Bill —dijo Crow desapareciendo en busca de su mula.
Cuando regresó con el dinero, el capitán irónicamente,
comentó:
—¡Ve cómo todo tiene arreglo!
Luego, se quedó riendo, mientras observaba como recogía la mula.
Capítulo 10
Crow, al regresar con la mula, tenía que pasar al lado de la tienda del capitán. Éste seguía
todavía en la entrada. Crow, miró de forma amenazadora al capitán.
—¿Esa mirada es una amenaza?
—Procure no enfrentarse a mí sin ese uniforme.
—Estoy deseando enfrentarme a ti. ¡Será a muerte...! Crow, contestó:
—De acuerdo. ¡A muerte...!
El capitán se despojó de su uniforme.
Crow se quitó la canana y cogió un cuchillo siendo imitado por el capitán.
Los dos se vigilaban intensamente.
Un montón de curiosos se apiñaba cerca de la disputa. Como de costumbre las apuestas
empezaron a funcionar a continuación.
El capitán lanzaba su cuchillo a gran velocidad, pero Crow se apartaba rápidamente,
aunque sus movimientos aparecían lentos y suaves.
Ninguno había alcanzado a su oponente, cuando un grupo de
soldados apareció en escena, abriéndose hueco.
—¡Fuera todo el mundo...! —Exclamó el sargento que estaba al frente de la sección.
—¡Quieto, sargento...! ¡Esto es una cosa entre Crow y yo! ¡No intervenga para nada...! ¿Lo
oye bien? ¡Voy a matar a este sucio indio!
El sargento se unió al grupo de curiosos que se había dado cita, e incluso apostó por su
capitán.
Los dos contrincantes se vigilaban muy de cerca. Por fin el capitán cortó en su brazo
izquierdo a Crow que se detuvo un momento, pudiendo esquivar después un envite certero
del militar.
Crow gritó lleno de ira, miró a su alrededor, flexionó sus rodillas y cogió el cuchillo de una
forma extraña. Comenzó como un ritual alrededor de su contrario.
El capitán de vez en cuando sonreía al saberse vencedor; pero en un descuido, Crow se
abalanzó sobre él tirándolo al suelo y despojándolo de su arma.
Crow le apoyó el cuchillo en la garganta.
—¡Deja pasar a todo el mundo y te perdonaré la vida! ¡Vamos, dilo...!
El sargento había mirado a sus hombres para que a su orden defendieran la vida del
capitán, pero Rob, que se había dado cuenta de que si las cosas se ponían mal para el
capitán ellos saldrían en su defensa, apuntó al sargento por la espalda y le dijo:
—Como des orden de que hagan algo, serás tú el primero en caer.
El capitán buscó a su subordinado en espera que éste hiciera algo, pero éste, al verse
amenazado por Rob, decidió no hacer nada.
—Aún no me has contestado. ¡Habla...!
—¿Qué es lo que quieres que diga...?
—¡No perdamos tiempo! ¡Quiero que digas muy alto, si vas a dejarnos pasar sin pagar los
cincuenta dólares!
—No puedo. Sabes que eso es imposible.
—Entonces lo siento por ti —dijo Crow pasando muy suavemente su cuchillo por la garganta
del capitán.
Después se incorporó sin hacer ningún tipo de comentario, limpió su cuchillo sangriento en
la camisa del capitán y, guardándolo, se alejó de todos durante algún tiempo como si lo
que acabara de hacer fuera la cosa más normal.
Al cabo de unas cuantas horas regresó donde estaban Fred y Rob.
—¿Qué tal estás?
—Bien, pero ahora me figuro que nos vigilarán mucho más de cerca.
—Me temo que no.
—¿Por qué motivo...?
—Ya han nombrado a otro nuevo capitán. Es el que era sargento.
—Iré a hablar con él —dijo Crow.
—¿Crees que es el mejor momento?
—Creo que no podemos perder más tiempo.
—Está bien, te acompañaré —dijo Rob.
Al llegar a la tienda del capitán pidieron permiso como de costumbre para entrar.
Al pasar el militar, no hizo ningún comentario sobre todo lo sucedido. Les preguntó:
—¿Qué es lo que quieren?
—Queremos pasar sin pagar nada, como lo llevamos haciendo un montón de años.
—Lo siento, pero Tommy Todd no les identificó.
—Si usted se llevara quince dólares por cada uno que pasara, ¿se acordaría de alguien?
El capitán se quedó pensativo por unos instantes, y después mandó llamar a Tommy.
—¿Qué quiere, señor?
—Usted ya vio a estos caballeros, ¿no es así?
—Sí, y no les conozco de nada.
—¿Está seguro?
—Segurísimo, señor, ¿por qué insiste en preguntárselo?
—No, por nada, tan sólo quería ratificarlo, ya que ellos dicen que a usted sí que le conocen.
—Todos los hombres que hay ahí fuera serían capaces de decir que me conocen.
—Claro... ¡Ya puede retirarse!
—¡Pero no todos pueden decir que lo que vas diciendo sobre el glaciar es falso y que vives
porque no subiste!
—¡Eso es falso, Crow! —Exclamó Tommy.
El capitán, sorprendido, le preguntó:
—¿Cómo sabe su nombre?
—Mi capitán, tiene que entender que su antecesor en el puesto me los presentó.
—¡Ah, claro! —Exclamó el capitán nada convencido.
—¡Eres un maldito mentiroso! —Exclamó Crow.
Tommy sonrió burlonamente.
Crow, sin pensarlo, sacó su arma y a pesar que Tommy intentó sacar la suya, era mucho
más lento. Cayó al suelo muerto de un certero disparo que le destrozó todo el rostro.
—¿Pero ¿qué es lo que ha hecho? —Preguntó el capitán, mientras que varios soldados se
aproximaban a la tienda de su capitán armados.
Crow en un momento de ira se acercó al capitán apuntándole mientras que tres o cuatro
soldados le apuntaban a él.
—¡Dígales que dejen sus armas!
—Primero tiene que darme garantías de que no me matará.
—Si no bajan sus armas es muy posible que viva, pero como no las bajen dése por hombre
muerto.
—¡Bajad las armas! —Exclamó el capitán—. ¡Todos...!
—Muy bien.
—¡Ahora quite la suya de mi garganta...! ¡Me esta poniendo nervioso! —Bramó el capitán.
—¡Cállese...! Aquí soy yo el que dice cómo se hacen las cosas.
—Esto le va a traer consecuencias fatales —amenazó el capitán.
—Si no se calla a quien le va a traer consecuencias nada agradables va a ser a usted.
Todos ustedes se han convertido en un grupo de ladrones. Son igual que los que no roban
el oro — dijo sonriente.
—Bueno, ¿qué es lo que quiere ahora...? —Pregunto el capitán, intentando tranquilizarle.
—Quiero que anule inmediatamente el pago de los cincuenta dólares. Aparte de que me
devuelvan los cincuenta dólares que pagué por recuperar mi mula, ¿me ha entendido?
—Bien. Devolverán los cincuenta dólares, pero lo de suprimir el pago me temo que va a ser
imposible. Es algo que ya esta instituido para siempre.
Crow le presionó con el cañón en el cuello y le dijo algo al oído.
Al capitán se le cambió el color de la cara y después, mirando a su alrededor, ordenó a su
ayudante que dictase una orden diciendo que quedaba en suspendo el pago de los 50
dólares, pero al mismo tiempo que lo decía, hizo una seña a su subalterno que Crow, que
había estado un cierto tiempo en un cuartel, sabía que significaba que había dado orden de
que disparasen contra él.
Crow, mucho más rápido, acabó con la vida del capitán y después con la de cuatro de sus
hombres. Después del tiroteo salieron a toda prisa, cruzándose con varios soldados.
Al llegar junto a sus compañeros les comentaron lo que había pasado.
Cargaron las mulas y sin más decidieron irse hacia la puerta por donde se accedía a las
montañas.
Dos soldados desde lo alto de la atalaya disparaban contra los hombres que, aprovechando
que el resto de sus compañeros estaban en la tienda del capitán, intentaban cruzar.
Crow sacó el Remington de su funda de oso, lo cargó y después, desde una distancia bien
considerable, acabó con los dos hombres que disparaban desde lo alto.
—¡Maldita sea...! ¡Yo también tengo que hacerme con un rifle como ése! —Bramó Bill.
—Es una joya, pero sale algo cara —explicó Crow mientras cargaba todos los bultos sobre
su mula.
—¿Estamos listos? —Preguntó Fred.
Todos contestaron afirmativamente y se dispusieron a salir. Al ser tantos los que querían
hacerlo, no fue fácil.
Los soldados que habían ido a defender al capitán ya estaban tomando posiciones.
—Habrá que tener cuidado con los soldados.
—Si intentan algo les dispararemos —dijo Rob.
Un disparo perdido de los soldados alcanzó a Fred en el pecho, matándole al instante.
—¡Maldita sea! —Bramó Crow, que soltando su mula de apoyo se dirigió hacia los soldados.
Las balas le pasaban silbando muy cerca, pero ninguna llegó a
alcanzarle. Crow disparó con sus armas eliminando a dos soldados que se habían puesto
en el camino, disparando hacia los mineros.
La avalancha comenzó.
Miles y miles de mineros pudieron pasar hacia las montañas gracias a la valentía de Crow.
Cuando llegaron a un cruce, Crow y sus compañeros se detuvieron.
—Este era el punto donde el viejo Fred esperaba para no adentrarse en las duras montañas
en solitario. Creo que sería un bonito lugar para enterrarle —dijo Crow emotivamente.
Todos desmontaron, sacaron sus palas y cavaron un agujero bien profundo.
Después envolvieron el cadáver en una de sus mantas. Danny y su hermano Jones leyeron
unos pasajes de la Biblia y después, con gran tristeza, comenzaron a echar tierra encima
de éste.
Rob, que había permanecido algo alejado de ellos, había tallado en una madera «Fred
Wayne, estas montañas te pertenecen».
Cuando terminó la clavó donde estaban reposando los restos de éste.
Cuando todo acabó, se repartieron los enseres de Fred y después cada uno tiró en una
dirección.
Las nieves no tardaron en llegar, al igual que los ladrones y toda clase de malhechores.
Rob buscaba oro sin mojarse, ya que había ideado un sistema que le permitía trabajar
lavando la tierra sin mojarse.
En ese momento Rob estaba solo. Oyó a sus espaldas la voz de un forastero, diciendo:
—¡Quieto, muchacho! ¡No te muevas!
—¿Qué es lo que quiere? —Preguntó Rob dándose la vuelta y ver que tres hombres le
acompañaban.
—Dame tu oro.
—¿Por qué no lo buscan? Hay sitio para todos.
—Es más fácil robarlo.
—Pero también es más peligroso.
—¿Cómo has dicho? —Preguntó uno de los ladrones, oyendo un disparo que un momento
más tarde derribó al que apuntaba a Rob.
—Maldita sea —dijo uno desmontando de sus mulas.
Rob había desaparecido.
—¿De dónde han venido los disparos?
—No lo sé, porque con el eco no sabría decir de dónde provenían.
—¡Maldita sea...! Es mejor que nos vayamos de aquí.
Esperaremos a que anochezca para irnos.
Muy pronto Rob se reunió en lo alto con Crow. Éste exclamó:
—¡Malditos indeseables! Antes de empezar a robar, suelen esperar un poco para darnos
tiempo de recoger el oro. Supongo que habrás cogido el oro.
—No me dieron oportunidad de hacerlo. Te recuerdo que se metieron en la cabaña.
—¿Pero ¿cómo has podido dejar el oro ahí abajo?
—Ya te lo he dicho.
—Bueno, espero que no se lo lleven.
Quedaron muy vigilantes. Al anochecer escucharon cómo alguien atizaba a unos caballos.
—Esos debían de ser nuestros huéspedes —dijo Crow saliendo apresuradamente hacia la
cabaña.
Rob, llegó antes que él y dijo:
—¡No me lo puedo creer! ¡No me lo puedo creer!
—¿Se lo han llevado todo...? —Preguntó Crow.
Rob, afirmo con la cabeza. Luego, casi desesperado, empezó a dar vueltas sin parar.
Crow, comentó:
—No creo que lleguen muy lejos.
—¿Por qué?
—Va a comenzar a nevar ahora mismo.
—Salgamos tras ellos —dijo Rob.
—No; nada de eso... Es muy peligroso, y ya te he dicho que no irán muy lejos.
Aquella noche, no pudieron dormir. Rob se levantaba muy de vez en cuando para
cerciorarse de que seguía nevando.
A la mañana siguiente la nieve caída superaba ya el metro.
Crow levantó como de costumbre de un puntapié a Rob que le había vencido el sueño.
—¿Qué pasa?
—Ponte las raquetas de nieve que vamos a ir tras ellos. Rob no tardó nada.
Al salir, tan sólo caminar un metro era una verdadera odisea.
Crow sabía que no podían estar muy lejos pero también conocía las dificultades con las
que se iban a encontrar.
No habían recorrido cien metros cuando vieron cómo un caballo se retorcía de dolor por
tener una pata rota.
Rob sacó una pistola para rematarle.
—¡Quieto...!
—No pensarás que voy a dejar que siga sufriendo.
—Si disparas y están cerca nos descubrirán —dijo Crow sacando su cuchillo.
Se acercó hasta el caballo, le acarició tranquilizándolo y después hundió su cuchillo en el
corazón del caballo hasta el mismo mango.
El caballo cayó fulminado.
Continuaron tras los indeseables que les habían robado. Crow les podía oír y de vez en
cuando se detenía para comprobar que eran ellos.
Por fin les tenían a la vista.
—¡Dispárales...!
—No, prefiero que sea la madre naturaleza quien les dé una lección.
—¿Cómo...?
Crow sin contestar, siguió acercándose a su objetivo.
—¿Qué piensas hacer?
Crow cargó su rifle y disparó sin querer alcanzar a ninguno.
—¡Quietos...! ¡No os movais! ¡Quedaos donde estáis y no os mataré! —Exclamó luego.
Los dos hombres ni se movieron.
Al llegar a su altura, Crow les pidió el oro. Mientras buscaban en el sitio que habían dicho,
encontraron mucho más del que le habían robado a ellos.
—¡Aquí hay más oro del que nos han robado!
—Este saco es de Jones y Danny —dijo Rob.
—¿Estás seguro?
—Por supuesto. Me la enseñaron en la carpa. Se la había hecho una bella mujer de Idaho.
Con mucha ira, Crow, les preguntó:
—¿Qué les habéis hecho a estos dos hermanos?
—Nada. Solamente, les robamos.
Crow se dio media vuelta, miró al cielo y se quedó un momento callado. Luego se acercó a
ellos. Sacó el cuchillo y les dijo:
—Esos dos hermanos, nunca se dejarían robar sin defenderse ante un grupo de ladrones
indeseables. Si queréis salvar la vida, decidme ahora mismo, lo que habéis hecho con ellos.
El que parecía más miedoso, murmuró:
—¡No nos mates...! No pensábamos matarles, pero no tuvimos más remedio que
defendernos. Siento que estén muertos.
Crow, no dijo nada. Volvió junto a Rob.
—¿Qué vamos hacer con ellos?
—¡Quítales las armas!
—¿Sólo las armas?
—Sí, déjales un cuchillo, pero tan sólo uno.
—¿Para qué?
—Haz lo que te digo. También quiero que uno se quite el abrigo.
—¿Cómo? —Preguntó uno de los hombres.
Crow hizo intención de disparar y uno se ofreció a quitárselo.
—¿Y ahora...?
Crow miró al caballo y vio que llevaban un par de tarros de comida. Los cogió y se los lanzó,
observando con qué mano habían cogido la lata.
—¿Les vas a dar comida?
—No, sólo quería saber si eran zurdos o diestros.
—¿Para qué?
Sin contestarle, Crow disparó a la mano con que habían cogido la comida.
—¿Para qué les disparas así?
—Los lobos olerán su sangre y terminarán nuestro trabajo; así puede que tengan una
posibilidad y por lo menos no tendré que cargar con su muerte —dijo Crow.
—¡Vamos fuera...!
—¿El caballo? —Preguntó el más viejo.
—¡El caballo se queda con nosotros!
—Maldito cuatrero.
Crow le sonrió sin decir nada. Después volvieron a la cabaña charlando. Llevaban al caballo
de la brida.
—¿Crees que tienen alguna posibilidad?
—No, ninguna. Estoy seguro que ya no viven.
—¿Por qué lo crees?
—Lleva dos noches nevando. A los lobos cuando nieva les cuesta mucho más cazar, así
que me figuro que tendrán que salir de día.
—¿Pero podrán caminar con esta nevada?
—Los lobos se mueven con gran destreza por la nieve, además así son mucho más
peligrosos, ya que no se les ve venir, ni tampoco se les oye.
Rob se quedó pensativo sobre aquella horrible muerte.
Continuaron sacando oro sin parar.
Los días iban siendo cada vez más largos y tan sólo faltaban cuatro días cuando recibieron
una visita nada esperada. Era Bill.
Rob, que fue el primero que le vio, le preguntó:
—¡Qué sorpresa! ¿Qué haces tú por estos lugares?
—Ya voy de retirada.
—¿Cómo se te ha dado el invierno?
—No me puedo quejar, por lo menos estoy aquí.
—Eso sí es cierto, parece ser que los dos hermanos han muerto.
—¿Cómo lo sabes?
—A los que les robaron después se les ocurrió venir por aquí para hacer lo mismo.
—¿Cuándo pensáis marcharos?
—La semana que viene. ¿Por qué no te quedas con nosotros hasta entonces?
—No es mala idea. ¿Qué tal se te ha dado?
—Muy bien, no me puedo quejar. Todavía no entiendo mucho pero Crow me ha dicho que
ya tengo casi lo suficiente para adquirir mi rancho. No obstante, necesito volver otra vez
para completar lo que me falta y también para comprar los caballos.
—Esta es una buena zona, aunque sigo pensando que más arriba es mejor.
—La zona la decidió Crow.
—¿Dónde está?
—Por ahí arriba, ahora bajará.
Cuando por fin llegó y vio a Bill se llevó una gran alegría.
Estuvieron charlando durante bastante tiempo.
La semana en la que les acompañó Bill, encontraron gran cantidad de oro.
Hablaron de regresar al año siguiente tratando de ser los primeros para no tener que
compartir.
Al llegar a la explanada donde se amotinaron, Bill preguntó:
—¿Sabéis cómo vamos a llamar ahora esta explanada?
—¿Cómo?
—La explanada de Litte Crow.
—¿Por qué? —Preguntó Crow.
—Mientras que los hermanos Danny y Jones cabalgaron junto a Lud y a mí, comentamos
que gracias a ti habíamos podido buscar oro este año y como agradecimiento decidimos
poner tu nombre a esta explanada, siempre y cuando tú aceptaras.
—¡Por supuesto! —Exclamó Crow—. Aunque hay otros muchos que también se lo
merecen.
Rob, sonriendo le dijo:
—Reconozco que al principio tenía una opinión no muy buena de ti, pero me has
demostrado ser una persona noble, leal y de buenos sentimientos.
FIN