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Irina Garbatzky

La novela de la crítica
Entrevista a Tamara Kamenszain

La novela de la poesía titula de manera doble el último libro de poemas de Tamara Kamenszain y el
volumen que reúne su obra poética completa. Recientemente editado por Adriana Hidalgo, el libro tiene la
virtud, en su efecto de unidad, de poner a dialogar algunas publicaciones más recientes con otras no
reeditadas, como De este lado del Mediterráneo de 1973, además de incluir una sección de poemas
inéditos escritos entre 1971 y 1974.

El nombre de “novela” para englobar su poesía responde a un tándem entre poesía y ensayo que la obra
de Kamenszain lleva adelante desde El texto silencioso (1983), como cara y contracara de una misma
preocupación. Hablar con la familia de poetas desde dentro del poema y hacerlo desde su reversión en la
crítica alcanza, en el libro de 2012, un extremo, una zona de indiscernibilidad entre poesía, ensayo,
escena de enseñanza.

Si la expansión toma el nombre de novela, también la forma de armar los libros de poesía, que supo tener
una estructura determinada, a lo largo de varios años, en dos secciones muy controladas y una última
parte más extensa, se desboca ahora en lo que podría leerse como un único poema sin término.

En su visita a Rosario durante Octubre de 2012, tuvimos la oportunidad de conversar sobre estas
cuestiones.

-La última parte de La novela de la poesía es una lectura sobre la poesía actual: “ahora el héroe
muerto vivo de Vallejo / es un vivo muerto de Gambarotta que se llama / Héroe”. Ya fue, decís, “la
prosa poética”, “la novela lírica con evocaciones de infancia”, “la poesía que se las da de
narrativa”.

-Tiene algún tono de dar una clase, porque se me mezcló un poco con ese modo que está un poco
marginado. Para dar clase uno tiene que bajar las ideas de un ensayo. Estoy relevando cosas que
enseñé, pero que no puedo decirlas así, evidentemente, en una clase. Pero la poesía entendida como el
área pedagógica que yo soy, que me surge como poeta, sí encuentra un tono. De hecho, este libro lo digo
distinto, le meto menos tono lírico. Y algo tiene que ver con dar clase, con esa complicidad con el otro que
reside en intentar sí o sí transmitir, porque si fallás, no hubo clase. Es didáctico y a la vez no es nada
didáctico en el sentido contenidista, aunque sí, también se transmiten contenidos. Ojo, no estoy
transmitiendo una forma.

-¿Continúa en algún sentido el ensayo “Testimoniar sin metáfora”, sobre Cucurto, Gambarotta y
Iannamico? Al hablar del realismo atolondrado y de la salida de la ficción en esa oportunidad,
contaste el futuro en pasado, “decir que ya fue lo que va a venir”. Me pareció que este poema iba
en esa misma línea.

-Yo con la poesía no tengo idea de lo que hago, la verdad. Tampoco es un automatismo. Es una síntesis
de cincuenta mil ideas que se fueron rumiando durante toda una vida. Me encanta eso que decís, es un
paso adelantado, pero que ya lo leíste, a la vez, o sea que hay una espiral. Eso sí es algo que transita mi
obra. Esa sería “la novela de la poesía”: la espiral, un esfuerzo de retomar de atrás para adelante y de
adelante para atrás. Aparece siempre lo mismo pero con una vuelta. Por eso lo leo con otro tono.
La novela de la poesía en realidad era el título que yo le iba a poner a un libro de ensayos que estoy
escribiendo que tiene que ver con el pasaje hacia la narratividad en la poesía y hacia cierta poetización en
la narrativa en relación a estas escrituras en primera persona, a lo autobiográfico. Se iba a llamar así, La
novela de la poesía, después cuando empecé a escribir este inédito que entró me di cuenta que
respondía a ese título y que de algún modo relevaba lo del ensayo, no en el sentido temático, pero sí algo
de su espíritu. Y ahí me vino: “no, claro el título para todo esto es este”.

-En alguna entrevista hablaste de la idea de novela a lo largo de tus libros.

-No sé si lo dije yo o es lo que dicen los demás. Se empieza a mezclar y uno mismo no sabe lo que hace
y tomás lo que hacen los otros y viceversa. Yo creo que no me animaría a decir algo así, pero me doy
cuenta que lo leen así. No es algo buscado, porque sería un despropósito, quedaría muy aburrido,
aplanado.

-Y cuando decís que este libro “lo decís” distinto, ¿a qué te referís?

-Yo tengo el recuerdo de que mi etapa más, entrecomillas, “textualista” o más “neobarroca”, los de mi
grupo y yo despreciábamos la oralidad, despreciábamos las lecturas en público porque “hay que leerlo
con los ojos”, decíamos, “el texto está en el papel”. Y entonces lo que yo hacía era leer mal. Lo hacía
despectivamente y hasta me ponía la mano en la boca. Yo no me daba cuenta, pero un amigo, Jorge
Panesi, una vez me dijo: “che, escucháme una cosa, si vas a leer así, no leas más en público, asumí que
no te gusta, pero la verdad te tirás en contra de tus textos”. Y ahí me puse a pensar en esto de despreciar
la voz y la oralidad, esta cosa que teníamos tan cerrada con la textualidad. Ahí empecé a cambiar, no sólo
el modo de leer, sino que también empezó a abrirse mi modo de escribir, Y con el libro que estoy
escribiendo ahora tengo que encontrar otra manera. Es muy interesante porque cada libro me pide otro
tono de la voz.

-Lo que parecía una cesura, entre el ‘73 y el ‘77, de la prosa casi chorreada de De este lado del
Mediterráneo hasta la construcción breve, en verso y controlada de Los no, aparece con esta obra
reunida, como algo más complejo.

-Claro, también en ese corte están los poemitas sueltos que puse que eran un libro y que yo nunca me
animé a publicar. Me parece que en La novela de la poesía ya no va lo de las tres partes en las que solía
segmentar los libros anteriores: las dos primeras de poemas cortos y una tercera que era un único poema
largo. Acá ya es todo una tercera parte, lo cual quiere decir que en La novela de la poesía ya el poema
entero se lee como algo incesante.

-¿Cómo funcionan las preguntas adentro del poema?

-“¿Qué es para mí Ezpeleta, qué es para mí Quilmes?”, preguntaba Perlongher, y además enfatizaba
“¿Qué es para mí?”. Ahí está lo del verso de Vallejo “cuéntame lo que me pasa”, ¿no? Algún periodista
me preguntó ¿qué es para usted la muerte? Y yo dije: ¡pero si lo pregunté yo! Yo misma le pregunto al
lector: “¿Eso es hablar de la muerte?”. No es que yo tenga la respuesta. Eso tiene que ver con la
concepción estereotipada de lo que es un poeta, un vate que tiene la verdad; y el poeta quiere saber qué
le pasa, quién es. Sin los otros no es nadie. Es una desesperación: por favor díganme qué está pasando.
Yo qué sé quién soy, qué me está permitido esperar. La pregunta maravillosa de Góngora: “quién oyó
quién oyó, quién ha visto lo que yo”. Justamente porque no sabe, escribe. La poesía es ese no saber. Así
que las preguntas contéstenlas ustedes, por favor.

Con Lamborghini todo parece que no, como ese poema que yo cito adentro: “No elegía”; es no elegir,
pero también es “no me gusta la elegía”, “no hagan una elegía conmigo”.
-Alguna vez dijiste, también, que Cadáveres es ese himno que los chicos que caminan por calle
Corrientes se saben de memoria. Y lo vinculabas con una “verdad del decir” que resonaba, por
ejemplo, en Aullido, de Ginsberg. “El mapa lírico de una época”, decías. ¿Cómo ves a Perlongher
ahora? ¿Hay retornos? ¿Hay poemas que propongan hoy el mapa lírico de una época?

-Yo aludía a mi generación, muy influenciada por los beatniks, por Allen Ginsberg, por esa poesía on the
road donde la lírica es recorrer y dar cuenta que uno está recorriendo, que va y viene, que el sujeto es
móvil. Y el estribillo vuelve como el que se perdió y que se reencuentra siempre en ese punto. Ahora creo
que cayó un poco lo de los estribillos, ahora los poetas están totalmente en la calle, entonces no tienen
que dar cuenta de eso, ya todo es eso: la calle. Justo estoy trabajando un texto para el aniversario de
Perlongher sobre qué pasa con la sucesión perlongheriana. Y paradojalmente veo esa sucesión más en
los que en un momento le tuvieron resistencia, pero que sin darse cuenta (o dándose), lo retomaron,
como algo de Cucurto o Gambarotta o Alejandro Rubio. Más que los que imitaron el formato, quedándose
medio pegados a ese viaje, medio viejo, me parece que este tipo de poetas, que le tuvieron cierto rechazo
en un primer momento al neobarroco, por eso mismo, lo retoman. Eso es lo que estoy trabajando ahora,
es lo que me interesa. Y la idea de estribillo me está también dando vueltas. En el caso Perlongher
significa siempre una bajada a tierra, o sea: me pierdo y me pierdo en el barroco y el estribillo me baja a lo
real, “hay cadáveres” o “ahora que me estoy muriendo” o “el padre Mario”. Permanentemente el estribillo
es una manera de caer en el “acá estoy”, el “ahora”, o el “hay”. Es una marcación de tiempo, de espacio.
Me parece que ya no la necesitan los escritores de los ‘90 para acá, puede ser como un rapeado. Lo
escuché el otro día a Mariano Blatt que trabaja con el rapeado. Y ahí me parece que es todo estribillo, ya.
¿No? Es otra manera de estar instalado en la realidad.

-¿Y en vos el estribillo como funciona? En De este lado… aparece mucho el “hoy”…

-Claro, porque para mí el presente era todo, estaba empezando. Ariel Schettini dice que en el poema 20
de Neruda, lo importante es el “puedo escribir”, porque es un libro de comienzo, es el primer libro. Puede
ser que el “hoy” también funcione de ese modo.

-“Los nombres de mi familia avanzan en las dedicatorias mientras retroceden adentro del libro
cortado”, decís en El eco de mi madre. ¿Lo familiar se entrama con la escucha de las voces de los
otros, con la lectura como una escucha?

-Sí claro, es eso lo familiar, yo no podría escribir por fuera de lo familiar. Para mí escribir por fuera de lo
familiar ya es entrar en la imaginación, en la ficción. Yo no tengo capacidad para eso. Yo sólo puedo
escribir sobre lo que tengo cerca. Si no, ya siento como que es mentira, algo que también aparece en el
último poema, ¿no? Mentir, fantasear, imaginar, armar un mundo independiente de mí. Me acuerdo una
crítica horrible que me hicieron una vez, cuando salió Tango bar, decía: “qué lástima porque Kamenszain
parecía que se había liberado de esta cosa de hablar de lo familiar”. Y yo pensé en ese momento que
algo había fallado en ese libro para que el lector no pueda leer que eso era familiar pero a la vez siniestro,
que había un distanciamiento. Y bueno este lector no lo vio así, le pareció demasiado intimista.

-Ahí funcionaba el presupuesto de que el poeta tiene que hablar de algo, ¿no?

-Sí, pero algo debe haber fallado en la transmisión. Porque uno tiene que lograr romper esas barreras de
los supuestos de un crítico y tiene que lograr tocarlo por algún lado. Y si la poesía no logra tocar por algún
lado que lo descoloque en sus supuestos, bueno, algo falló.

Yo necesito a los lectores de una manera desesperada. Porque son los que pueden hacer asociaciones
inconscientes. Cuando salió El ghetto, Enrique Foffani me dijo: “viste que es una vuelta al Mediterráneo
con la cosa judía y además viste que la dedicatoria es a tu abuelo, o sea es como un paso anterior”.
¿Qué?, dije yo, ni lo había pensado.

-Bueno, ahí está la novela de la crítica, ¿no?

-Exacto, es fascinante y es como el psicoanálisis, no en el sentido teórico, sino que se trata de algo que
uno tiene delante de las narices y el analista lo asocia. Y bueno, eso es lo que estoy escribiendo ahora,
en el libro nuevo de poemas, sobre mi experiencia psicoanalítica. Y a lo mejor pueda entrar también la
crítica, porque son “los que me contaron qué me pasa”.

-Siempre vuelve la cuestión del diálogo con los otros.

-Sí, me importa mucho que me entiendan, pero que me entiendan sin tener que explicar. Eso es algo que
me interesa muchísimo, cada vez más. En algún momento, en esa cosa mía del neobarroco me di cuenta
que ni yo misma me entendía. Esto sucedió cuando me empezaron a traducir. Los traductores siempre te
preguntan, porque muchas veces algo no entienden. Tengo una anécdota de Solos y solas, en el primer
poema que dice: “los libros del living lo siguen arrastrados / en un maletín que se desfonda y es en el
baño / donde la mochila ruge por última vez”. El poema terminaba ahí y en “mochila” yo juego con la idea
de la mochila y la mochila del inodoro. La traductora me dijo que en inglés tenía que elegir
entre backpack o la palabra que corresponde para la mochila del inodoro. Y ahí pensé: esta es la variante
tan barroca que confía en que el lector va a entender, en la piolada del juego polisémico. Entonces
agregué: “Hablo de un inodoro que nos traga lejos hacia otras casas”. Y ahí sí, si no lo asociás con la
mochila del baño no importa, pero lo asociás con el movimiento hacia abajo, por las cloacas. Pero eso fue
todo un proceso con la poesía, de ver que no importa la palabrita, si remite o no remite, quedarse tan
pegado a la polisemia. Ojo, no lo digo con desprecio, fueron cosas muy buenas para un momento, donde
al revés, todo era la literalidad más realista, más contenidista con la que nosotros y las vanguardias
luchamos y fue interesante y de apertura. Pero ya está: ahora hay que agregar: hablo de esto y de lo otro.
Pero sin explicar a la vez, abriendo algo del orden de la imagen. Así como cuando escribí El ghetto, no sé
si por fiaca o por aburrimiento esa vez pensé: voy a hacer dos partes. Y se lo llevé a mi editor que era
Luis Chitarroni, que me dijo: “me gusta, pero perdóname, andá a escribir la tercera parte”. Y qué suerte,
porque esa tercera parte que se llama “Judíos” para mí es importantísima en el libro. Fui ahí y me encerré
unos días. Salió por encargo.

(Actualización noviembre – diciembre 2012 – enero – febrero 2013/ BazarAmericano)

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