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cartapacio

Los personajes del drama


Jerónimo López Mozo

DOI: https://doi.org/10.32621/acotaciones.2019.42.07

Acotaciones, 42 enero-junio 2019 185 www.resad.com/Acotaciones/


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Personajes
Pozzo
Lucky
Estragón
Vladimiro
A ntonio
Elisa
A ndrés
Enrique
Laura
Don rosario
Cuatro caballos blancos
La vieja /Lis
El viejo/Fando
La vieja /Mita
El viejo/Viejo
Crítico
Vladimiro/Climando
Tramoyista
La diva
El pianista
El pianista /Emilio
La diva /A malia
Pelas
Espectador ilegal
La prostituta sonámbula
Mujer detrás de la ventana
Mensajero del fin del mundo
Una voz
La bella
El rey lear
Director de escena
Frailes
Damas despechugadas
Funcionarios orates
Uno de tantos Lopes de Aguirre
La marioneta humana
Tres hombres

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Al fondo del escenario, un escenario con el telón bajado. Serán, desde ahora, el esce-
nario grande y el escenario pequeño. Delante de éste, algunas filas de butacas. En
el espacio que queda entre los respaldos de la última y el proscenio hay dos sillas
ocupadas por una pareja de ancianos. El viejo tiene noventa y cinco años. La vieja
solamente noventa y cuatro. Sus miradas confluyen en una pequeña estaca clavada
en el suelo. Se diría, de tan quietos que están, que son maniquíes. A un lado hay una
caja alta y ancha de color crema claro. En medio de la tajadera, que es como una
puerta practicable, y en sitio bien visible, hay dos letreros. En el de más arriba pone:
«¡Ojo! ¡Frágil!!. En el otro: «Juan el tonto».

Mientras los acomodadores conducen a los espectadores a sus localidades, uno de


ellos hace lo propio con los que ocupan las butacas del escenario grande. Cuando
alguien pasa por delante de la caja alta, la tajadera se abre y Juan el tonto sale.

Juan el tonto –sombrerete chico y ridículo; coloradas las mejillas y la punta de


la nariz; cejas inverosímiles; pelos lacios; boca puntiaguda, muy roja; afeitado el
rostro caricaturesco; chaleco fantástico; pantalón pintoresco, a cuadros; y bastón
grandote de payaso– es un muñeco.

Juan el tonto se balancea, abre y cierra los ojos y hace muecas.

Juan el tonto.– Cu, cu.

A medida que pasa el tiempo sin que nadie le preste atención, se pone hosco y solem-
nemente grotesco.

Juan el tonto.– Cu, cu.

Y al cabo, cuando el público ya está acomodado, exclama serio, estúpidamente


imperturbable:

Juan el tonto.– Cu, cu.

Apenas se apagan las luces de la sala, al tiempo que el telón del escenario pequeño se
alza, el ACOMODADOR, antes de desaparecer entre bastidores, empuja a Juan el
tonto al interior de la caja y la cierra con llave.

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El decorado, pintado, representa una sala de una casa provinciana. En el centro, un
tresillo. Sobre una mesa, servicio de café y licores. A un lado, un piano.

En escena: Felisa, La marquesa viuda de Los Arenales y El señor obispo, sen-


tados; Doña Zoila, El marqués de San Silvestre y El secretario, en otro grupo;
Sofía toca el piano; y cerca, Genoveva, Silverio, Fiíta y Leo.

Sofía termina de tocar algo muy patético y sentimental. Murmullos de aprobación.

M arquesa.– Hija, muy bien… ¡Y decías que no estabas en dedos!


Sofía.– Si hará lo menos cuatro meses que no toco el piano.
M arquesa.– Porque tú lo dices.
Obispo.– Muy bien, doña Sofía, muy bien. Con mucha expresión y gran
sentimiento. Y es… y es…

Acercándose a la concha del Apuntador.

A puntador.–Y es muy difícil…


Obispo.– Muy difícil…
A puntador.–Eso que usted..
Obispo.– Eso que usted ha tocado. (De nuevo seguro.) ¿Música alemana,
verdad? Usted, Silverio…
A puntador.–¡Martínez!
Obispo.– (Desconcertado.) Martínez… (Se queda en blanco.) ¿Martínez?
A puntador.–(Tan alto que su voz llega nítida al patio de butacas.) Martínez,
que tanto admira la música alemana, ¿conocería usted, de seguro,
esta hermosa composición?
Secretario.– sí, Ilustrísima. He tocado muchas veces la transcripción
para violín y contrabajo con el padre Molina.

El obispo gesticula, pero la voz la pone El apuntador.

A puntador.–Gran músico también el padre Molina. ¡Y gran inteligen-


cia! ¡Lástima que sea un espíritu tan inquieto!
M arquesa.– ¿Inquietud nada más dice Su Ilustrísima? Bondad de Su
Ilustrísima, porque ¡vamos, que la última campanada!
A puntador.–No hay que acordarse. Y con permiso de doña Felisa,
de todos ustedes, me despido. Mañana es día de despacho; hay que

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madrugar. ¿Verdad, Martínez? ¡Digo! ¡Buen día nos aguarda! (Sa-
ludando.) Doña Felisa, Marquesa, doña Zoila…

Todas le besan la mano.

Felisa.– Entonces, ¿quedamos en que Su Ilustrísima nos citará a junta


cuando lo crea oportuno?
A puntador.–Si, señora. Avisaré a ustedes con tiempo para que no falte
ninguna. Hay que activar, hay que activar esa buena obra. A ustedes
no hay que decirles nada. Si no fuera por ustedes… Pero hay gente
remolona y hay que espolearla.
M arquesa.– Todos prometen, y a la hora de cumplir, el dinero siempre
anda premioso. A propósito, yo hablo y soy la primera que está en
falta. No es culpa mía. Hace tiempo que di la orden al administrador,
pero los administradores no parece sino que administran lo suyo.
También son premiosos.
A puntador.–¿Por Dios, Marquesa! Usted nunca está en falta. Felisa,
Sofía, Fiíta, Genoveva: Dios os bendiga.

Todas repiten el besamanos. Llamados por Felisa, entran dos Criados que portan
sendos candelabros de plata con bujías.

Felisa.– Vamos a acompañar hasta el portal a Su Ilustrísima.


A puntador.–¡Cuanta molestia!

Desaparecen todos con gran ceremonia. Apenas queda vacío el escenario pequeño,
la concha del Apuntador comienza a virar hacia los espectadores, viéndose que su
ocupante, de nombre Ramón a secas –cara regordeta ilustrada con una onda de pelo
que le cae sobre la frente–, le transporta a hombros como el molusco su caparazón.
Lleva en a mano una gran palmatoria o velampo y el libreto de la obra. Coloca
ambas cosas en su lugar y se dirige al público.

R amón.– ¡Oh! No temáis que vaya a decir que la primera actriz se ha


indispuesto. Esa clase de noticias suele darla a telón corrido uno de la
empresa y no el humilde habitante de este sótano con elevación de bu-
hardilla de poeta. (Confidencial.) Desde aquí les sube la inspiración a los
actores piernas arriba. (Recuperando el tono de voz inicial.) Y para que veáis
que no miento, que ninguno de los actores está enfermo, ahí los tenéis

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entrando a escena mientras, como autor que soy de la farsa, os hablo de
la extraña catadura de los personajes que representan.

Los personajes son medios seres. La caracterización de la mitad en negro queda a la


derecha o a la izquierda de una imaginaria línea vertical que recorre cada cuerpo de
la cabeza a los pies. Negro es la mitad del cabello, embadurnada de mate negrura
tiene medio rostro –cubierta de pez la parte de la dentadura correspondiente–, la
mitad de cada traje y vestido es negra y en las piezas que están a pares –zapatos,
calcetines, medias, pendientes y guantes–, una es negra.

La primera en aparecer es Lucía. Lleva medio traje de llamativo color, un pen-


diente de exageradas proporciones, una pulsera de rara condición y una media su-
bida de color. Pablo, su Esposo, entre tras ella. Luce un batín, mitad color ladrillo.
También se presenta Margarita, vestida con un jersey extraño y falda de puntas
y colgantes. Luego llegan El medio ser gris, El medio ser a rayas, El medio ser
marrón, El medio ser espiguilla, El medio ser a cuadritos, Media doncella y
algunos otros Medios seres.

R amón.– Los medios seres que veis no pretenden ser unos arlequines.
Son unos seres reales y de apariencia vulgar en la vida, que sólo en
la proyección hacia vosotros se muestran mediados. Ese lado de som-
bras que denota la negrura que cubre la mitad de su vestido y de su
rostro, el lado derecho o el lado izquierdo, según las cualidades de
que carecen, no os debe chocar sobresaltándoles con vuestro mur-
mullo, porque ellos no saben que se proyectan en vosotros con ese
lado en sombra, ya que, situados en otro plano distinto, se contem-
plan completos. Así como ni la luna ni el sol notan lo eclipsados que
aparecen cuando son vistos desde la Tierra, los personajes de la obra
están inocentes de ese fenómeno, que sólo se ve bien desde vuestra
lejanía de jueces providenciales, con algo de divino en vuestro papel
de críticos, pues Dios ve a los hombres en despiece cubista, acuchi-
llada el alma de sombras y luces, sin careta. Los personajes partidos
por el eje muestran el doble fondo que tienen las palabras sin que
dejen de ser sencillas. El subrayado es poner una raya oscura bajo
cosas dichas simplemente. No se subraya lo que ya expresa su enor-
midad. Se subraya lo que apenas sería lo que dice si no estuviese
subrayado. Nos vamos a encarar con esa media parálisis humana y
debemos comprender el medio vacío de cada vida, ese lado de miedo

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y de impotencia que todos tienen. Los actores os presentan su ra-
diografía, quemados por rayos misteriosos. Así resplandecerá el lado
claro de cada uno como si estuviese azogado por el lado oscuro. Casi
todos somos medios seres, así es que tratemos con consideración a
estos que se acusan como tales en la atmósfera ultravioleta del teatro.
Os pide piedad para ellos este pobre cuarto de ser que, cortado por
donde cortan los bustos los escultores, es el memorialista barato.

Desde cualquier lugar –todos le pertenecen– llega la voz de Don Jacinto.

Don Jacinto.– Para los actores, piedad a manos llenas. Se lo merecen,


los pobres. Pero para usted…
R amón.– (Sin hacer caso.) Consentidme ahora cierta emoción al despe-
dirme, quizás para siempre, de vosotros…
Don Jacinto.– Sería una decisión digna de aplauso.
R amón.– (Alzando la voz.) … Quizás para siempre de vosotros habiendo
logrado, después de muchos años de actuación secreta, dirigiros la
palabra y mostraros que yo también sé hablar en voz alta y no soy el
afónico progresivo que podríais creer.
Don Jacinto.– ¡Cállese de una vez!

La onda de pelo de Ramón se alborota.

R amón.– ¿Quién se cree usted que es para mandarme callar?


Don Jacinto.– El amo del escenario.
R amón.– Sepa que yo también soy autor de dramas y comedias.
Don Jacinto.– ¿Escribe teatro?
R amón.– El teatro que debe haber y no hay.
Don Jacinto.– Ni lo habrá. Mientras yo viva, el arte estará en buenas
manos.
R amón.– Lo suyo no es arte, sino suscripción.
Don Jacinto.– Si tuviera respeto por la crítica, hubiera hecho mutis
por el foro. Sus mayores habilidades, ya se lo han dicho en letras de
molde, señor Semi-Gómez de la Semi-Serna, son organizar cabalga-
tas circenses, poner anuncios luminosos en Pombo o andar pariendo
greguerías.

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R amón.– Los críticos que alaban la monotonía de las comedias de mar-
quesas y pollos, debían guardar un minuto de silencio cuando apa-
rece algo distinto.
Don Jacinto.– ¡El público sale negro de su espectáculo! (A los sorpren-
didos actores.) ¡Vamos, dejen libre el escenario! Actuando en esta clase
de obras sus carreras salen perjudicadas. Se condenan al anonimato.
¿Por qué pudiendo representar personajes enteros se conforman con
medios?
R amón.– No hagan caso al doctorcito y actúen.
Don Jacinto.– ¡Échense a un lado! ¡No ven que están metidos en un
decorado que no les corresponde?

En efecto, el decorado ha sido sustituido por otro que representa el interior de una
villa de estilo suizo. A través de un gran ventanal se ve un paisaje montañoso de
cumbres nevadas. Los actores se miran confusos.

Media doncella.– Tenía que haber una mesa con tapete amarillo.
Pablo.– Y allí, a la derecha, un almanaque del tamaño de un niño de
diez años.
Don Jacinto.– ¡Sitio para mis personajes!
R amón.– Es un atropello.

Carlos y Ester se abren paso entre los medios seres. Cuando llegan al centro del
escenario, inician su actuación.

Carlos.– ¿No recuerdas los años que hace que conociste a Samuel, a mi
amigo Samuel, a mi mejor amigo, el padre de Jacob?
Ester.– ¿A qué viene recordar todo esto? Ahora va a importarte…
Carlos.– A mí no. ¡Es a ti, a ti a quien le importa! ¡Si tú prefieres
que calle…! ¿Y si yo quisiera reírme?... Pero no, aun no he podido
desprenderme de ciertos escrúpulos de conciencia… ¿De verdad, de
verdad, no recuerdas los años? Yo te los diré. Hace veinticuatro años
que te llevaste al padre de Jacob del lado de su mujer y de mi lado;
veinticuatro años. ¡Jacob tiene veintitrés! ¡Y quieres llevarte al hijo
como te llevaste al padre! ¡Al hijo! ¡Ten cuidado, ten cuidado!
Ester.– Pero… ¿qué estás diciendo? ¡Déjame, no quiero oírte!
Carlos.– ¡Ten cuidado! ¡Te digo que tengas cuidado!
Ester.– ¿Es una amenaza? ¿Es que ahora se te ocurre estar celoso?

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Carlos.– ¿Yo celoso?... ¡De ti!... Sabes que no lo he estado nunca. No
se trata de mí; se trata de ti. Te digo que tengas cuidado, nada más;
que tengas cuidado…
Ester.– ¡Bah, estás borracho!
Carlos.– ¡Si yo callara, si yo callara!
Ester.– Pero… ¿qué quieres decir? ¿Qué has pensado?
Carlos.– ¡Qué he de creer! ¿Qué he de pensar? Que te gusta Jacob,
como tantos otros; que tratas de seducirle, de llevártelo, y que esta
vez tengas cuidado…
Ester.– ¿Y por qué he de tenerlo?
Carlos.– Tú verás… porque es tu hijo.
Ester.– ¡No, miserable!
Carlos.– ¡No lo crees!
Ester.– ¡Cómo voy a creerlo!
Carlos.– ¿Ya te has olvidado de todo?
Ester.– ¡No has podido inventar mayor monstruosidad!
Carlos.– Está bien. Con mi silencio hubiera podido darme un
espectáculo digno de la tragedia griega o de nuestros libros bíblicos.
¡Eso sí hubiera sido monstruosidad!
Ester.– ¡No; si no puede ser! Él mismo acaba de decirme que es el hijo
único del matrimonio de Samuel Garner. Ha conocido a su madre,
ha vivido con ella…
Carlos.– Eso es lo que él sabe: no puede saber otra cosa. Jacob es el
hijo que tu dejaste en manos de una mujer cualquiera, olvidado como
se olvida el saco de mano, cuando te fuiste con el tenor lindo, como
le llamaban en Buenos Aires, y dejaste a Samuel, como me habías
dejado a mí antes. Sí; es tu hijo.
Ester.– No. ¡No puede ser!
Jacinto.– (A los medios seres.) ¿No les gustaría representar escenas como
ésta?
R amón.– Dígale, Margarita, que mi obra les entusiasma.
M argarita.– Ha sido un error…
R amón.– Pero usted la elogió cuando se la leí.
M argarita.– Las botellas de Jerez, solera del setenta, con que nos ob-
sequió durante la lectura son las culpables del entusiasmo. ¡Vamos a
representar otra obra! Cualquier cosa tendrá más éxito.
El medio ser a rayas.– ¿Y qué hacemos con estos trajes?

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El medio ser de marrón.– Veremos si en la casa de empeño los aceptan
como alivio de luto.
Lucía.– El alivio es que cuando me quite estos trapos no parecerá que
estoy de perfil.
Medio ser a cuadritos.– Empezaba a temer que estaba paralítico de
medio cuerpo…. ¡Y no!
Media doncella.– ¿Puedo quitarme el betún de la cara? ¡Huele tan
mal!
R amón.– Desde hoy, señores, ya no soy autor de teatro. Toda mi vida
llevaré como un pesado fardo esta aventura. La culpa ha sido de las
malas musas teatrales. ¡Huyo a París! ¡Adiós!

Ramón apaga de un soplido la palmatoria y rompe el libreto. Luego, desaparece bajo


la tarima y la concha vacía gira hasta recuperar su posición normal. El frustrado
dramaturgo no alcanza a ver como tras el cambio de decorado –el que ahora corres-
ponde a un despacho lujoso–, Claudina y Mario entran, cada uno por un lateral,
al escenario ya desalojado.

Frisa él los cuarenta años y tiene ella algunos menos. Se sientan en unas butacas
dispuestas formando tertulia. Inmediatamente Claudina se pone de pie.

Claudina.– Pues no le molesto a usted más.


M ario.– ¿Ya se va usted, Claudina?
Claudina.– Está usted muy ocupado. Le esperan.
M ario.– ¿Y si yo le suplicara a usted que se quedase unos momentos?
Claudina.– (Sentándose nuevamente.) Ya está usted contestado.
M ario.– Gracias, Claudina.
Claudina.– Es tan fácil complacerle a usted…
M ario.– Claudina…
Claudina.– ¿Mario…?
M ario.– Hace tiempo que no nos veíamos.
Claudina.– ¡Je! Anteayer.
M ario.– Sí, delante de gente, como siempre; con cien ojos fijos en no-
sotros.
Claudina.– En nosotros, no; en usted. Ser el hombre de moda tiene
también sus quiebras.
M ario.– Yo deseaba encontrarme a solas con usted. Claudina…
Claudina.– Mario… ¿Se me va usted a declarar?

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M ario.– Esa pregunta me ahorra palabras.
Claudina.– Ahórrelas, Mario; yo se lo ruego. Sus palabras son tan pre-
ciosas como su tiempo; no las malgaste para mí.
M ario.– ¿Malgastarlas?
Claudina.– Desde el día que sorprendí en sus ojos… lo que ahora quiere
usted decirme, estoy temiendo que llegara este momento. Pero era
necesario entre nosotros una explicación, yo lo comprendo.
M ario.– Usted conoce cual ha sido mi vida, Claudina. Mi niñez, triste,
sin padres, estuvo absorbida totalmente por los estudios. Mi juven-
tud, lo mismo. Ni he jugado de niño ni me he divertido de joven. Des-
pués, la cátedra; la política ahora. Toda mi existencia la he dedicado
a los demás, sin detenerme a pensar que yo también estoy sobre la
tierra.
Voz de Traspunte.– ¡Señora Peña, a escena! ¡Señor Marín, a escena!

Claudina y Mario se van y al punto llegan Bernardo, que se detiene cerca de las
butacas, de espaldas al público, e Isabel, que se queda junto a la puerta del jardín de
un nuevo decorado. Es éste el salón de una casa de campo que se supone situado en el
Pirineo navarro, muy cerca de la frontera francesa. Mezcla de castillo francés y de
casa solariega del norte de España, con toques de casa de campo inglesa.

Isabel.– (En voz alta y en tono indiferente.) ¿Hace frío aquí por las noches?
Bernardo.– Bastante.
Isabel.– (Yendo al centro de la escena.) ¿Pensáis quedaros aquí todo el
otoño? (Antes de que Bernardo conteste, se acerca a él y le habla en voz baja,
con rapidez, con pasión, con reproche.) ¿Por qué no me has escrito?
Bernardo.– (Inquieto.) No podía. Ya te dije que era imposible.
Isabel.– Tu silencio me hacía la ausencia desesperante… No sabes lo que
he tenido que inventar para venir a verte… Y tú… (Se acerca a él.) ¡No
mereces que te quiera como te quiero!

Le abraza. Bernardo, nervioso, con miedo de ser sorprendido, trata de desasirse,


procurando convencer a Isabel de su imprudencia.

Bernardo.– ¡No seas loca! ¿No comprendes que pueden…?


Isabel.– ¡No comprendo nada!

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Le besa apasionadamente. Bernardo acaba por abrazarla. Es un abrazo breve que
concluye cuando vuelve a oírse al Traspunte entre bastidores.

Voz del Traspunte.– ¡Señora Noriega! ¡Señor Rivelles!

Isabel y Fernando ceden su lugar a Martín y María. Martín, mediana edad,


sencillo, entra por un lateral. Por el otro llega María, joven, bella, desenvuelta. La
escena tiene lugar en una sala de recibo, no lujosa, en la casa de ambos.

M aría.– Y esto es todo, Martín. Mi padre me dejó sola al morir, entre


aquella gente… El cerco de Meléndez contra mí era ardiente, tenaz,
taimado… Él era el déspota, el dios de todo aquel grupo de locos…
Jaime me arrancó de él, me salvó a tiempo. Él es otra cosa: vehe-
mente, impulsivo… Lo demás lo sabes todo. Mi ida a Madrid, el en-
cuentro contigo…, mi salvación…
M artín.– Algún día tenía que oír todas estas palabras.
M aría.– Es mejor.
M artín.– No, no es mejor… Era mejor la oscuridad. ¡Qué poca cosa
somos, María! Presumimos de espíritus superiores, de almas fuertes.
¡Y somos unos miserables esclavos de los sentidos! Ya tiene cara…
y ojos y frente mi dolor y mi vergüenza. ¿Por qué es todo distinto
ahora?
M aría.– Tú ordenas, Martín. Tú sabes que ya, una vez, estuve dis-
puesta a irme de tu lado, si era mejor para tu vida. Ahora que lo sabes
todo, tú ordenas.
M artín.– (Con arrebato.) ¿Irte de mi lado? ¿Ahora? ¡Ahora que te nece-
sito en todos los minutos…, para mirarte los ojos así, hasta el fondo…,
para preguntarte una y otra vez, hasta aburrirte, hasta desesperarte,
que es verdad, que no queda nada en ti de aquellos días.
M aría.– Martín, te desconozco.
M artín.– Me has desconocido hasta ahora… Cuando jugaba a parecer
un ser distinto de todos los demás. ¡Mentira! Yo andaba tanteando
en mis tinieblas, como un pobre hombre: será… no será. Tú me has
confesado tus miserias… Tu castigo va a ser ahora conocer, hasta
el fondo, las mías. Las tuyas acabaron, María. Las mías empiezan
ahora. Vas a conocer el martirio de mis preguntas insaciables… (La
toma en los brazos.) Porque es verdad, María, ¿verdad?... que no queda

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nada en ti… (Reacciona. La suelta.) Perdona… Es innoble… Basta. Per-
dona otra vez. Voy a hacer un esfuerzo sobrehumano por razonar.
Voz del Traspunte.– ¡Señorita Valdés! ¡Señor Marsillach!

Un salón en el que se advierte buen gusto y se respira comodidad sustituye a la sala


de recibo. Hacen mutis María y Martín y dos nuevos personajes –Mónica y Diego–
irrumpen en el escenario.

Mónica.– Tratémonos ya como hermanos. Imaginemos que vuelves de


un viaje muy largo, pero dando por supuesto que saliste de aquí de
esta casa.
Diego.– Sí, el viaje fue largo…
Mónica.– Habla, habla. ¡Tendrás tantas cosas que contar! También
nosotros, no creas. Por ejemplo –no se te ocurra decirlo a papá–,
¿sabes que estoy medio esclavizada por un abogado? No tiene aún
gran clientela. Pero la tendrá un día. Es muy joven y, además, tiene
un pico de oro. ¿Y tú? ¿Tuviste algún amor?
Diego.– (Hablando serio, sin darse cuenta.) Sí, Irene. Una mujer que ocupó
mucho tiempo tu puesto. Nos educamos juntos y la consideraba como
hermana. De pronto, un día en que alguien se burlaba de ella, vino
corriendo a mis brazos y me pidió auxilio entre sollozos. Al sentir
aquel pecho anhelante junto al mío, me di cuenta que la suya no era
carne hermana. Desde que lo supe la amé como a mujer.
Mónica.– ¿Se lo has dicho?
Diego.– ¡Tantas veces!
Mónica.– ¿Y ella a ti?
Diego.– (Tras dudar un segundo.) No habla. Es sordomuda.
Mónica.– Perdona.
Diego.– ¿Por qué? La quiero como es.

El decorado del despacho lujoso desaparece. Mónica siente un escalofrío.

Mónica.– ¿Hace frío aquí por la noche?


Diego.– Bastante.
Mónica.– ¿Pensáis quedaros aquí todo el otoño?

Ambos se alejan. Enseguida llegan María y Martín. María se sienta en una butaca
y al punto, como si se sintiera extraña en aquel lugar –el despacho lujoso queda

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oculto bajo el salón mezcla de castillo francés y casa solariega del norte de España
con toques de casa de campo inglesa–, se pone de pie.

M artín.– ¿Ya se va usted, María?


M aría.– Está usted muy ocupado.
M artín.– ¿Y si yo le suplicara a usted que se quedase? (María se sienta
nuevamente.) Gracias, María. María…
M aría.– ¿Martín…?
M artín.– Hace tiempo que no nos veíamos.
M aría.– ¡Je! Anteayer.
M artín.– Sí, delante de la gente, como siempre. Yo deseaba encon-
trarme a solas con usted, María…
M aría.– Martín… ¿Se me va usted a declarar?

La sala decorada con buen gusto es el marco en que se encuentran, una vez abando-
nado el escenario por María y Martín, Claudina y Mario.

Claudina.– Y eso es todo, Mario. Mi padre me dejó sola al morir, entre


aquella gente… El cerco contra mí era ardiente, tenaz, taimado…
Jaime me arrancó de él, me salvó a tiempo.
M ario.– Algún día tenía que oír todas estas palabras. Era mejor la oscu-
ridad. ¡Qué poca cosa somos, Claudina! Presumimos de espíritus
superiores, de almas fuertes. ¡Y somos unos miserables esclavos de
los sentidos!
Claudina.– Ahora que lo sabes todo…

Una nueva mudanza de decorado –la sala vuelve a ser la de recibo– provoca la de
personajes. Los que ahora dialogan son Isabel y Bernardo.

Isabel.– ¿Y tú? ¿Tuviste algún amor?


Bernardo.– Sí, Isabel. Ella vino corriendo a mis brazos y me pidió au-
xilio entre sollozos. Al sentir aquel pecho anhelante junto al mío, me
di cuenta de que la suya no era carne hermana. Desde que lo supe la
amé como a mujer.
Isabel.– ¿Se lo has dicho?
Bernardo.– ¡Tantas veces!
Isabel.– ¿Y ella a ti?

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El cambio de decorado se hace continuo. Y el de personajes. Entran y salen de modo
que siempre hay uno de cada sexo en escena deshaciendo parejas y formando otras
nuevas.

Bernardo.– Desde el día en que sorprendí en sus ojos… lo que ahora


quiere usted decirme, estoy temiendo que llegara este momento. Pero
era necesaria entre nosotros una explicación.
M aría.– Tratémonos ya como hermanos.
Bernardo.– ¿Por qué es todo distinto ahora?
Mónica.– Ahora que lo sabes todo…
M ario.– Tu silencio me hacía la ausencia desesperante.
Mónica.– ¡Habla! ¡Habla! ¡Tendrás tantas cosas que contar!
M artín.– Usted conoce cual ha sido mi vida. Mi niñez, triste; sin pa-
dres, estuvo absorbida totalmente por los estudios. Mi juventud, lo
mismo. No he jugado de niño ni me he divertido de joven.
Isabel.– Perdona.
M artín.– ¿Por qué?
Claudina.– No se te ocurra decirlo a papá.
Diego.– Algún día tenía que oír todas estas palabras.
Claudina.– ¿Por qué no me has escrito?
Diego.– Esa pregunta me ahorra palabras. Yo deseaba encontrarme a
solas con usted.
M aría.– No sabes lo que he tenido que inventar para venir a verte…
M ario.– Ahora que te necesito en todos los minutos… para mirarte a los
ojos así, hasta el fondo…, para preguntarte una y otra vez…
Isabel.– ¿Y tú? ¿Tuviste algún amor?
M artín.– ¡No seas loca!
Isabel.– Es muy joven y, además, tiene un pico de oro.
Diego.– ¡Mentira!
M aría.– ¡No comprendo nada! ¡No mereces que te quiera como te
quiero!

María abraza a Diego.

Diego.– ¿No comprendes que pueden…?


Claudina.– Te desconozco.
Diego.– Era mejor la oscuridad.

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Los personajes del drama
Isabel.– Tú ordenas. Tú sabes que yo, una vez, estuve dispuesta a irme
de tu lado.
M ario.– Hace frío aquí por las noches.
Mónica.– ¿Hace frío aquí por las noches?
M ario.– Bastante.
M aría.– ¿Pensáis quedaros aquí todo el otoño?
Bernardo.– Hace frío aquí…

Una luz color sepia inunda poco a poco el escenario pequeño. El movimiento de de-
corados no cesa. Ni el ir y venir de los actores. Pero apenas se les oye. Mientras, en
el escenario grande La vieja se mueve ligeramente. Su rostro se anima. Tira de la
manga al Viejo.

La vieja.– ¡Ya!
El viejo.– ¿Qué?
La vieja.– ¡El árbol!

La pequeña estaca en que están posadas sus miradas empieza a crecer y a desarro-
llarse en forma de árbol. El viejo se acerca a la planta y se inclina sobre ella.

El viejo.– El árbol.
La vieja.– ¡Vamos, vamos, cariño! (Tira de él con todas sus fuerzas.) Ve
enseguida a buscar sillas.
El viejo.– Sillas, sí. Harán falta muchas.
La vieja.– Debimos haberlas puesto antes.
El viejo.– ¡Dios mío! ¿Crees que es demasiado tarde?
La vieja.– Son las seis…, es de noche ya.
El viejo.– ¿Te acuerdas de que antes no era así?
La vieja.– Aún era de día a las nueve de la noche, a las diez, a las doce.
El viejo.– Podríamos aplazar la reunión.
La vieja.– El mensaje…
El viejo.– Hay un mensaje, es verdad. Un mensaje que comunicar a la
Humanidad, a la Humanidad… Es verdad, es verdad…
La vieja.– ¿Estás decidido?
El viejo.– Es necesario.

Acotaciones, 42 enero-junio 2019 202


cartapacio
El viejo se va. En el escenario pequeño hay, en ese momento, un solo personaje. Se
trata de Julia, condesa de Anblasco. Pulsa un timbre. Reaparece El viejo con una
silla y la pone junto a las otras. La vieja sale cojeando.

Julia.– (Pulsando de nuevo el timbre.) Carmen… Carmen…

Aparece una doncella.

Carmen.– Señora condesa…


Julia.– Hace usted falta en el jardín. Procure ayudar a Emilio y a
Dimas. ¿Necesitamos más whisky?
Carmen.– Probablemente, señora condesa.

La vieja trae su silla. Mientras El viejo sale arrolladoramente, ella comprueba que
el árbol asoma, por lo menos, tres palmos. Por el foro del escenario pequeño entra
un criado.

Emilio.– Señora condesa…


Julia.– Sí.
Emilio.– El señor conde la necesita.
Julia.– En seguida voy. ¿Es algo urgente?
Emilio.– Creo que hay dificultades con la tómbola. Las mesas de la
tómbola ocupan demasiado espacio.
Julia.– Bueno. Ahora iré yo. Con calma. Falta aún una hora para que
lleguen los invitados.

El viejo regresa arrastrando otra silla. Un espectador que ocupa una butaca de la
última fila de las que hay en el escenario grande vuelve la cabeza. Se trata de un
Joven. Escucha lo que dicen los Viejos.

La vieja.– Yo diría que es un sauce llorón.


El viejo.– ¿Dónde están las hojas?
La vieja.– Debe de estar muerto.
El viejo.– A menos que no sea tiempo.

La vieja sale a buscar más sillas y El viejo permanece ensimismado junto al árbol.
En el escenario pequeño suena un teléfono. Julia lo toma.

Acotaciones, 42 enero-junio 2019 203


Los personajes del drama

Julia.– No, no me he quedado sin criados. Es que tenía la comunicación


aquí. Estoy con los últimos detalles. Yo creo que va a resultar una
fiesta estupenda. Hay objetos de cotillón, concurso de twist y madi-
son, y Carlos ha armado una competición de bridge. No, no es para
los pobres de la parroquia. Los ingresos de la tómbola y los donativos
son a beneficio de la clase media. ¡No te rías! Ahora en serio. Para un
centro asistencial. Sí… no sé qué empleados que están mal pagados.

Sigue hablando. El joven, ajeno a lo que ocurre en el escenario pequeño, sigue la


acción de los Viejos arrodillado en su asiento y con los codos apoyados en el respaldo.
La vieja trae otra silla.

El viejo.– Mira el árbol.


La vieja.– ¿No será más bien un arbolillo?
El viejo.– Un arbusto.
La vieja.– Un arbolillo.

El árbol ha acabado de salir.

El viejo.– Está negro y esquelético.


La vieja.– ¡Cielos! No tendremos tiempo de colocar todas las sillas.

El viejo se levanta y sale gruñendo. Vuelve con dos sillas. Mientras las ordena junto
a las otras, La vieja va a buscar otra silla. En el momento en que reaparece, sale
El viejo. Van y vienen, renqueando, lo más rápidamente que pueden. Traen sillas.
Muchas sillas. El viejo y La vieja se encuentran y tropiezan una o dos veces, sin
interrumpir el movimiento. El viejo ya no puede más. Sofocado, se seca la frente.
Sin moverse de donde está se vuelve a izquierda y derecha, a derecha e izquierda y
parece contar las sillas.

El viejo.– A ver, tú, date más prisa…


La vieja.– Voy, voy…, hago lo que puedo…, no soy una autómata.

La vieja hace un nuevo viaje.

El viejo.– Aún hace falta otra silla.

Acotaciones, 42 enero-junio 2019 204


cartapacio
La vieja.– (Con un gran gesto, mostrando las manos vacías.) Ya no quedan
sillas, cariño.

La vieja se arregla el pelo y el vestido y se estira sus medias rojas. Por un lateral
entran Pozzo y Lucky. Aquél dirige a éste mediante una cuerda alrededor del cuello,
de forma que al principio sólo se ve a Lucky seguido de la cuerda, lo suficientemente
larga como para que pueda llegar a las proximidades del árbol antes de que Pozzo
asome por el lateral. Lucky lleva una pesada maleta, una silla de tijera, un cesto de
comida y, en el brazo, un abrigo; Pozzo, un látigo.

El viejo.– ¡Los personajes empiezan a llegar, cariño!


La vieja.– Son ellos. En carne y hueso. Existen. Desde luego, son ellos.
¡No estoy soñando! El público está fuera. Deberíamos haberle hecho
pasar ya.
El viejo.– Tranquilízate, cariño.

Cuando Lucky ya ha salido por el otro lateral, Pozzo, al ver a Joven, se detiene.
La cuerda se tensa.

La vieja.– Estoy mal vestida… Mi ropa es vieja, está arrugada.

Pozzo hace sonar el látigo y se pone en marcha. Sale siguiendo los pasos de Lucky.
El viejo se dirige a la platea.

El viejo.– Buenos días, señores. Tengan la bondad de pasar. Encanta-


dos de recibirles.

El joven, que continúa de espaldas al escenario pequeño, observa atentamente la


entrada del público invisible.

La vieja.– Sígame, por favor. ¡Oh, que bonito traje sastre! Puede elegir
la silla que más le agrade. Ahí, ahí está bien.
El viejo.– Buenos días, señora. Buenos días, señor.
La vieja.– Esta silla es para usted, caballero.
El viejo.– Pero ¿no ves que quiere sentarse junto a la dama?
La vieja.– ¡Oh, es usted! No creo lo que ven mis ojos y, sin embargo….,
no esperaba… verdaderamente es…

Acotaciones, 42 enero-junio 2019 205


Los personajes del drama
El viejo.– Pasen, pasen, ya han llegado algunas personas. Esperamos a
muchas más. Siéntense, por favor.
La vieja.– Viene gente. Más gente.
El viejo.– Acérquense, acérquense.
La vieja.– Buenos días, señoras. Buenos días, señores. Tengan la bon-
dad de pasar.
El viejo.– Estos señores son periodistas.
La vieja.– No se impacienten… No se aburrirán.
El viejo.– Levántese, por favor, un momento. ¿Cabe ahora?
La vieja.– Las señoras, con las señoras; los caballeros, con los caballe-
ros, o al contrario, si lo prefieren… No tenemos sillas más bonitas…
disculpen.
El viejo.– Enseguida tendrá su asiento.
La vieja.– Coja aquella silla del centro.
El viejo.– Ocúpate un poco de las señoras, querida.
La vieja.– Esperen un momento…
El viejo.– Pasen…, pasen…, pasen…, pasen….
La vieja.– ¡Al teatro no se viene con niños! El pobre niño se va a abu-
rrir… ¡Si se pone a gritar o a mearse en la ropa de las señoras, vamos
a estar listos!
El viejo.– No hay suficientes sillas.
La vieja.– Siéntese encima al pequeño… Los mellizos pueden sentarse
en la misma silla.
El viejo.– Cuidado, que no son muy fuertes.
La vieja.– Son las sillas de la casa.
El viejo.– ¡Más gente!

Hay muchas personas invisibles. Es difícil no tropezar con ellas. Joven se deslizan
entre las sillas y las acomodan.

La vieja.– Perdón…, perdón…, que…, bien…, perdón…


El viejo.– Pasen, señores…; pasen…, señoras…, permítame… si…
La vieja.– Son demasiados. Verdaderamente, son demasiados…, dema-
siado numerosos.
El viejo.– Apenas hay sitio, perdonen.
La vieja.– ¡Gente! ¡Sillas!... ¡Gente! ¡Sillas!
El viejo.– Pasen, pasen, señoras y señores…

Acotaciones, 42 enero-junio 2019 206


cartapacio
La vieja.– Perdón…, perdón… Buenos días, señora…, señora…, señor…,
señor… sí, sí, las sillas…
El viejo.– Paciencia, paciencia.
La vieja.– Perdón…, perdón…
El viejo.– Por aquí, señoras y señores, se lo ruego… Pasen, pasen…
Les acompañaré… Allí, los sitios…, querida amiga… Por aquí, no…
Cuidado.

El movimiento alcanza gran intensidad. Los Viejos reciben a la gente y la acom-


pañan, pero no llegan muy lejos, indicándola simplemente el sitio después de haber
dado uno o dos pasos. No tienen tiempo de más.

La vieja.– Voy a colocarlos… Paciencia.


El viejo.– Calma, señoras. Ahora nos ocuparemos de ustedes. A cada
cual cuando le toque, por orden de llegada.
La vieja.– Tendrá usted sitio… Ya nos arreglaremos.
El viejo.– ¿No le digo que nos arreglaremos? No se impaciente. Por
aquí, es por aquí… Cuidado allí…
La vieja.– Tiene un sitio en la segunda fila…, a la derecha…, no, a la
izquierda… ¡Eso es!

El joven abandona su butaca y se va hacia las sillas. Los Viejos se quedan parali-
zados. Le miran perplejos. No saben qué hacer.

El joven.– ¿Queda algún asiento libre?


El viejo.– (Tartamudeando.) No hay más asientos…, le ruego que me dis-
culpe.
La vieja.– Claro que…
El viejo.– Podríamos, con algo de buena voluntad…

Joven conducen al Los Viejos por entre las sillas.

La vieja.– Apriétense un poco, por favor… Un poquito más… Ese sitio


será para usted, joven.

El Joven se sienta en una silla.

Acotaciones, 42 enero-junio 2019 207


Los personajes del drama
El viejo.– ¡Señoras, señores! Les rogamos que nos disculpen. No hay
más asientos.

La multitud invisible estruja a los Viejos.

La vieja.– Señoras, señoritas, señores, les ruego un momento de si-


lencio. ¡Silencio! Es muy importante. Las personas que no tienen
asiento deberán ponerse, para comodidad de todos, de pie junto a la
pared, allí a la derecha o a la izquierda. Lo oirán todo, lo verán todo.
No teman nada. Todos los sitios son buenos.

Se forma un zafarrancho. Los viejos son arrastrados.

El viejo.– No empujen, no empujen.


La vieja.– ¡No empujen! ¡No empujen!
El viejo.– Calma… Suavemente… Calma…
La vieja.– Cariño, no te veo.
El viejo.– ¿Dónde estás?
La vieja.– ¡Aquí!... ¿Me oyes?
El viejo.– Sí, oigo tu voz… Hay muchas, pero distingo la tuya.
La vieja.– Y tú, ¿dónde estás?
El viejo.– ¡Aquí!
La vieja.– ¡Ah, acabo de verte! Estamos muy lejos el uno del otro.
El viejo.– Nos reuniremos pronto. Cuando sea posible.
La vieja.– Bien, bien…

Una luz de atardecer envuelve el árbol. Estragón llega sigilosamente y se sienta


en el suelo. Trata de descalzarse con ambas manos. Se detiene, agotado. Descansa,
jadeando. Los viejos reparan en él.

El viejo.– Es él, Estragón.


La vieja.– No sé… No creo… Es posible… Claro…, claro… Increíble… y,
sin embargo… Sí, sí, sí. ¡Es Estragón!
El viejo.– Ha llegado la hora.
La vieja.– Él lo explicará todo.
El viejo.– Silencio, señoras, señores.
La vieja.– Chisss.

Acotaciones, 42 enero-junio 2019 208


cartapacio
Se hace un gran silencio. Estragón vuelve a intentar descalzarse. Repite el juego.
Entra Vladimiro.

Estragón.– No hay nada que hacer.


Vladimiro.– (Acercándose a pasos cortos y rígidos, separadas las piernas.) Em-
piezo a creerlo. (Queda inmóvil.) Durante mucho tiempo me he resis-
tido a creerlo, diciéndome: «Vladimiro, sé razonable; aún no lo has
intentado todo». Y reemprendía la lucha. (Se reconcentra, pensando en la
lucha.) ¿Así que otra vez ahí?
Estragón.– ¿Te parece?
Vladimiro.– Me alegra volver a verte. Creía que te habías ido para
siempre.
Estragón.– Y yo.
Vladimiro.– ¿Cómo celebraremos este encuentro? (Reflexiona.) Ven que
te bese.
Estragón.– (Irritado.) Luego, luego.

En el escenario pequeño, tras un incesante trasiego de personajes en traje de fiesta,


han quedado solos Julia y Antonio. Sus voces se alzan paulatinamente sobre las de
Vladimiro y Estragón.

Julia.– Ahora… los dos solos. (Rendida.) Le necesito. Siento que usted
me domina, que puede conmigo, que es verdaderamente un hombre.

JULIA le ofrece los labios.

A ntonio.– Lo que va a sentir de verdad es que tampoco pique ahora.


Julia.– (Nerviosa.) ¿Qué?
A ntonio.– Que usted y sus horribles ejércitos de faldas no me hacen
picar.
Julia.– No le gusto, ¿eh?
A ntonio.– Mucho, señora condesa. Pero pongo las condiciones yo.
Julia.– ¿Usted, usted condiciones? ¿Tú… el hijo de una portera?
A ntonio.– Y un marmolista. Figúrese lo duro que soy de pelar. ¡No!
Julia.– ¡Yo…!
A ntonio.– ¡No!
Julia.– Si… ¿Eh? (Grita.) ¡Char! ¡Sisi…! ¡Andrés! Este hombre…
¡Char! ¡Por favor!

Acotaciones, 42 enero-junio 2019 209


Los personajes del drama
Julia se echa a reír con todas sus fuerzas. En este punto, en el foro, Elisa, Andrés,
enrique y Laura. Luego, Carlos. Julia cambia su continente y pasa automática-
mente de la risa al llanto.

Enrique.– ¿Qué ocurre?


Elisa.– ¿Qué ocurre?
A ndrés.– ¿Por qué gritas?
Laura.– ¿Qué pasa?
Julia.– Este tipo. Ha querido besarme.

A los Viejos y al Joven les es imposible oír a Vladimiro y Estragón. El joven se


vuelve hacia los personajes del escenario pequeño.

El joven.– ¿No pueden hablar más bajo?

La respuesta es un guirigay impresionante. Los Viejos corren el uno hacia el otro.


Aturdidos, se tapan los oídos.

La vieja.– ¡Cielos! Me va a estallar la cabeza!


El joven.– (De pié en la silla.) ¡Cállense de una vez!
El viejo.– No se callarán.
La vieja.– Lo hacen a propósito.
El joven.– Yo les cerraré la boca.

El joven salta de la silla y se encarama al escenario pequeño. Rompe las cuerdas


que sujetan el telón y éste cae bruscamente. Antes de regresar junto a los Viejos se
dirige al público que ocupa las butacas del escenario grande.

El joven.– El telón no volverá a levantarse. Detrás de ustedes está el


otro teatro. ¿A qué esperan?
La vieja.– Es mejor que no se muevan de sus butacas. Aquí no cabe ni
un alfiler.
El joven.– (De nuevo junto a los viejos.) ¿Qué dice? ¡Las sillas están va-
cías!
La vieja.– (Al Viejo.) Este joven…
El viejo.– Tiene razón. Tiene razón el joven, querida.

La vieja pasea la mirada por las sillas.

Acotaciones, 42 enero-junio 2019 210


cartapacio

La vieja.– De acuerdo. Están vacías… ¿Y qué?


Estragón.– ¿Y si nos fuéramos, Vladimiro?
Vladimiro.– Vámonos.

Estragón se levanta con los zapatos en la mano.

Estragón.– Mientras busco a Pozzo y a Lucky, tú arranca el árbol. (A


los viejos.) Y ustedes recojan las sillas.
El joven.– Esperen. El público las ocupará a poco que insistamos.
Vladimiro.– No lo creo.
Estragón.– No cuente con nosotros.
El viejo.– No podemos irnos así, ahora…
La vieja.– Tal vez se nos ocurra algo para atraer a la gente.
El viejo.– No podemos abandonar a este joven tan amable.
La vieja.– Demuestra un gran interés por nuestro trabajo.
El joven.– Por favor…

La vieja se coloca ante los vagabundos. Enseña sus gruesas medias rojas, se levanta
sus numerosas faldas, muestra una enagua llena de agujeros y descubre su viejo
pecho. Después, con las manos en las caderas, echa atrás la cabeza y lanza gritos
eróticos. Finalmente, adelanta la pelvis, separa las piernas y ríe con risa de puta
vieja.

El viejo.– Con el fotograbador tampoco tuviste éxito.


La vieja.– (Cesando bruscamente su grotesca actuación.) Ya no tengo edad.
Vladimiro.– ¿Qué dices tú, Estragón?
Estragón.– (Mirando a su alrededor.) Es un hermoso lugar. Y el joven
sonríe.
Vladimiro.– Además, no podemos irnos.
Estragón.– ¿Por qué?
Vladimiro.– Esperamos a Godot.
Estragón.– Es verdad.

Estragón se sienta de nuevo junto al árbol.

El joven.– (Lleno de júbilo.) ¡Manos a la obra!


El viejo.– ¿Qué podemos hacer?

Acotaciones, 42 enero-junio 2019 211


Los personajes del drama
La vieja.– ¡Señoras, señores! Vuelvan las cabezas. Verán lo nunca visto.

No obtiene respuesta. Cuando el desaliento empieza a mostrar su rostro, por un


lateral aparece Don Rosario vestido absurdamente de etiqueta. Don Rosario es ese
viejecito tan bueno de las largas barbas blancas.

Don Rosario.– Si me lo permiten, yo puedo intentar que miren hacia


aquí. Conozco un truco infalible.
El viejo.– ¿Lo ha practicado con fortuna?
Don Rosario.– (Evasivo.) No puede fallar. Vean… (Al público.) Vean el
mar. La vista es hermosa.
Estragón.– (Bajo a Vladimiro.) Es justamente lo que yo dije antes.
Don Rosario.– Acérquense. Ahora no se ve bien porque es de noche.
Pero, sin embargo, miren ustedes allí las lucecitas de las farolas del
puerto. Hace un efecto muy lindo. Todo el mundo lo dice…

En dirección opuesta a la que señala se encienden tres focos, dos de luz blanca y uno
de roja. Lógicamente, ninguno de los presentes ve nada. Estragón, haciendo panta-
lla con la mano, mira a lo lejos.

La vieja.– (En voz baja.) No veo nada.


Don Rosario.– Parece usted tonta.
La vieja.– ¿Por qué me dice usted eso, caramba?
Don Rosario.– Porque no ve las lucecitas.

El viejo da vueltas. De pronto, se detiene.

El viejo.– ¡Creo ver algo! ¿Son tres lucecitas que hay allá, a lo lejos?
Don Rosario.– Sí. ¡Eso! ¡Eso!
El viejo.– ¡Es precioso! (Todos se vuelven hacia los focos.) Una es roja, ¿ver-
dad?
Don Rosario.– No. Las tres son blancas. No hay ninguna roja.
Vladimiro.– La de la izquierda.
Don Rosario.– No, no puede ser roja.
La vieja.– ¿Por qué no puede ser roja si todos la vemos roja?
Don Rosario.– Llevo quince años enseñado las lucecitas de las farolas
del puerto y nadie me ha dicho nunca que hubiera una roja.
El viejo.– Pero usted, ¿no las ve?

Acotaciones, 42 enero-junio 2019 212


cartapacio
Don Rosario.– No. Yo no las veo. Yo, a causa de mi vista débil, no las
he visto nunca. Esto me lo dejó dicho mi papá. Al morir mi papá me
dijo: «Oye, niño, ven. Desde aquí se ven tres lucecitas blancas del
puerto lejano. Enséñaselas a la gente y se pondrá muy contenta…». Y
yo siempre se las enseño…
Estragón.– Pero hay una roja, yo se lo aseguro.
Don Rosario.– Entonces, desde ahora mismo, diré que se ven dos luce-
citas blancas y una roja. (Al público.) ¿Lo han oído? ¿No se ponen más
contentos todavía? ¡Es una vista encantadora!
El viejo.– Pierde el tiempo. Ese truco no funciona.
La vieja.– Nadie se ha dignado escucharle. Esa historia les parece tan
absurda como la de Vladimiro y Estragón. Nosotros mismos les pa-
recemos absurdos.
Don Rosario.– (Derrotado.) No lo entiendo.

Los focos se apagan lentamente. El Joven y los Viejos, abatidos, se dejan caer en
las sillas.

Vladimiro.– De todos modos, nos ha hecho pasar el rato.


Estragón.– Hubiera pasado igual sin el número del abuelo.
Vladimiro.– Sí, pero más despacio.

Hay una pausa.

Estragón.– ¿Qué hacemos ahora?


Vladimiro.– No sé.
Estragón.– Vámonos.
Vladimiro.– No podemos.
Estragón.– ¿Por qué?
Vladimiro.– Esperamos a Godot.
Estragón.– Es verdad.
El joven.– Se me ocurre que, quizás, posiblemente, no sé, tal vez el
público está dormido.
El viejo.– ¿Dormido?
La vieja.– (Repentinamente alegre.) ¿Por qué no? Esa gente lleva tantos
años sentada…
El joven.– Hay que despertarla.
El viejo.– ¿Cómo?

Acotaciones, 42 enero-junio 2019 213


Los personajes del drama
Todos, excepto Vladimiro y Estragón, se ponen en movimiento. Van de un lado a
otro sin saber por donde empezar.

La vieja.– Si lloviera, podríamos arrancar el tejado. El agua la espabi-


laría.
El joven.– Pero no llueve. La noche es estrellada.
El viejo.– Es una pena que el tiempo no nos acompañe.
Don Rosario.– Y además, si quitáramos el techo, ¿qué diría el dueño
del local? Nos echaría a patadas. ¡Y con razón! Yo, si ustedes me lo
permiten, puedo intentar…
La vieja.– ¿Otra vez?
El viejo.– Lo de las farolas del puerto no ha sido precisamente un éxito.
Don Rosario.– ¡No sabía que el público estuviera dormido! Ustedes
no me lo dijeron.
El joven.– Está en lo cierto. Nosotros también lo ignorábamos.
Don Rosario.– ¿Entonces puedo…?
La vieja.– Por mí…
El joven.– ¡Desde luego que puede!
Don Rosario.– No les defraudaré. (Saca un cornetín de pistón.) Cuando
alguien está desvelado acudo con mi cornetín e interpreto alguna ro-
manza hasta que se queda dormidito. A veces toco la serenata de
Toselli…
El viejo.– Si toca esa serenata el público se dormirá más profunda-
mente aún.
Don Rosario.– Tocaré otra cosa.

Don Rosario toca diana.

El joven.– ¡Ayudémosle!

Los viejos y El joven le siguen, arrojando sobre el público confetis, serpentinas y


migas de pan. Por un lateral entran cuatro Caballos blancos tocando largas trom-
petas doradas. Pero el público no se sobresalta.

La vieja.– Podrían caer bombas y seguirían ahí, quietos.


El viejo.– ¿Quietos, dices?
El joven.– Tan quietos que podrían estar muertos.

Acotaciones, 42 enero-junio 2019 214


cartapacio
El viejo toca en el hombro a un espectador y éste cae hacia un lado de la butaca,
como un pelele. Empuja a otro y rueda al suelo.

El viejo.– ¡Están muertos!


Don Rosario.– ¿Quiere decir que no respiran?

Los Viejos y Don Rosario arrancan a los espectadores de sus localidades. El suelo
se llena de cadáveres, algunos reducidos a esqueletos.

Vladimiro.– ¿De dónde salen esos cadáveres?


Estragón.– Esas osamentas.
Vladimiro.– Eso es.
Estragón.– Evidentemente.
Vladimiro.– Un osario, un osario.
Estragón.– No hay más que no mirar.
Vladimiro.– No se puede evitar.
Estragón.– Es verdad.
Vladimiro.– Por algo se tienen ojos.
Estragón.– ¿Cómo?
Vladimiro.– Por algo se tienen ojos.
Estragón.– ¿Tú crees que llevan muertos mucho tiempo?
Vladimiro.– Me pregunto si habrán vivido alguna vez.
La vieja.– Yo también me moriré y nadie se acordará de mí.
El viejo.– (Muy tierno.) Sí, Lis. Yo me acordaré de ti y te iré a ver al
cementerio con una flor y un perro.

Pausa larga. Los viejos se miran. Don Rosario se aparta y acaricia su cornetín.
Está cerca de Vladimiro y Estragón.

La vieja /Lis.– ¿Con una flor y un perro, Fando?


El viejo/Fando.– Y en tu entierro cantaré por lo bajinis eso de «qué
bonito es un entierro, qué bonito es un entierro», que tiene la música
tan pegadiza. Lo haré por ti.

Don Rosario pone música a la letra de la canción. Le sale algo que se parece a una
nana.

La vieja /Lis.– ¿Me quieres mucho?

Acotaciones, 42 enero-junio 2019 215


Los personajes del drama
El viejo/Fando.– Me voy a quedar muy triste el día que te mueras.
La vieja /Lis.– ¿Ponerte triste? ¿Por qué?
El viejo/Fando.– (Desolado.) No sé.
La vieja /Lis.– Lo dices sólo porque lo has oído.
El viejo/Fando.– No, Lis, te lo digo de verdad; me pondré muy triste.

Los Caballos Blancos empujan al abatido Joven hacia el proscenio del escenario
grande. Tocan otra vez las trompetas y las luces de la platea se encienden. Mientras
se retiran fuera de la escena, El joven se dirige a los espectadores.

El joven.– Ustedes están vivos. ¿Verdad que están vivos? (Los mira.)
Desde luego que sí. No se arrepentirán de haber venido. La represen-
tación va a continuar. Pero, ¿qué hacen tan lejos? Vengan a mi lado.
Las sillas están libres. Suban sin miedo.

Los espectadores no saben qué hacer. Se miran unos a otros, sorprendidos. Uno se
levanta. Los personajes, que aguardan con muda ansiedad la respuesta a la invita-
ción del JOVEN, sonríen abiertamente cuando le van avanzar por el pasillo. Roto el
fuego, otros espectadores abandonan sus asientos.

Vladimiro.– ¡Eh, el joven ha tenido éxito!

Don Rosario inicia un aplauso que los demás secundan. El joven se adelanta para
ayudar al Espectador a alcanzar el escenario.

Espectador.– ¡Quite! (A los demás personajes.) ¡Dejen de hacer el payaso!


(Volviéndose a los espectadores que le siguen.) Y ustedes, regresen a sus
localidades.

Los aplausos cesan bruscamente y las sonrisas se borran.

El joven.– Pero, señor…


Espectador.– ¡Esto es una tomadura de pelo! Cuéntenles a otros sus
delirios, sus angustias vitales, sus locuras y sus tonterías… Si quie-
ren asombrar a alguien con sus perífrasis, anfibologías, incoheren-
cias, camelos y otras zarandajas váyanse al gran centro universal de
engañabobos: ¡A París! Vamos, amigos, vamos. ¡A París! Allí no
les faltarán papanatas y snobs que les escuchen. No se entretengan.

Acotaciones, 42 enero-junio 2019 216


cartapacio
(Señalando al público.) A nosotros, lo que nos interesa es el teatro. No
intenten estafarnos. Aquí, por fortuna, nos sobra cultura para desen-
mascarar los timadores.
El vieja /Mita.– ¿Qué dice?
El viejo/Viejo.– Algo de cha, che, chi.
La vieja /Mita.– Que raro.
El viejo/Viejo.– No hay quién lo entienda.
Espectador.– (Gesticulando.) A ustedes es a quienes no se entiende. ¡Lo
que hacen es un atentado contra la lógica, la gramática y la buena
educación! ¡Fuera de aquí, pandilla de vagabundos y de locos!
¡Fuera! ¡Fuera!
El viejo/Viejo.– Nos quiere pegar.
La vieja /Mita.– Ya podrá.
El viejo/Viejo.– Pues no es muy alto.
La vieja /Mita.– Pero debe escupir muy bien.
Espectador.– Dejen de decir estupideces.
Vladimiro/Climando.– ¡Eh, caballero! ¿Es que hablamos mal? ¿Quiere
que le diga unos versos que me enseñaron cuando era pequeño?
Espectador.– ¡Váyase al cuerno!
Vladimiro/Climando.– Yo no sé lo que le gusta. Dígame que le hable
de algo que le guste. Yo sé hablar muy bien de gallinas y de escaleras,
y de ángeles y de saltamontes, y de triciclos, y de cigüeñas y de peces
y de comida… Dígame, ¿de qué quiere que le hable?
Espectador.– ¡De nada! ¡Dios, qué falta de talento y de gracia!
Vladimiro/Climando.– Eso es que me tiene fila. ¡Ah! Ya sé, es que
prefiere que le hable del viejo del cornetín que tiene más experiencia
y que sabe tocar el cornetín.
Espectador.– (Al público.) El viejo del cornetín que toca el cornetín…
¿No son demasiados cornetines?

Don Rosario se lleva el instrumento a los labios y el sonido que emite es el de las
trompetas de los Caballos. El Espectador se tapa los oídos.

Espectador.– ¡Basta!
Estragón.– (A Vladimiro/Climando.) El señor no quiere música, quiere
hablar él y que los demás le escuchemos.

Acotaciones, 42 enero-junio 2019 217


Los personajes del drama
Espectador.– ¡No! ¡No! Lo que quiero es alzar ese telón y devolver al
teatro su dignidad.
El joven.– Lo he bajado para siempre.
Espectador.– Mejor hará en limpiar con sus amigos este lugar hasta
dejarlo como lo encontraron. Han echado tanta inmundicia que más que
un escenario parece un basurero o un solar del suburbio.

El espectador avanza hacia el escenario pequeño.

El joven.– ¡Espere!
Espectador.– De ninguna manera.
El joven.– ¿Con qué derecho…?
Espectador.– Usted me invitó a subir aquí.
El joven.– Pero lo hice para que viera actuar a mis amigos.
Espectador.– Ni ellos ni usted me interesan.

Antes de que el Espectador de un paso más, Estragón le conduce hasta una silla y
le obliga a sentarse.

Estragón.– (A Vladimiro/Climando.) Cuéntale algo. Enseguida.


Vladimiro/Climando.– Iba un señor con una jarra de vino y le dijo una
vieja que estaba sentada en la puerta de la casa de otro señor: «¿Por qué
lleva usted una jarra de vino, pudiendo haber comprado en el mercado
cuatro elefantes?», a lo que respondió el ofendido señor: «No he com-
prado cuatro elefantes porque todavía no se han inventado».

De entre bastidores sale, inesperadamente, un Tramoyista.

Tramoyista.– Ojalá tampoco se hubieran inventado los cerdos.


Espectador.– No soporto este rosario de incongruencias. ¡Acaben de
una vez!
Tramoyista.– Esta noche he soñado
que un inmenso cerdo, negro,
muy reluciente me miraba
desde el fondo del pasillo de la casa
donde vivo acompañado de mis incertidumbres…

Acotaciones, 42 enero-junio 2019 218


cartapacio
Un cañón de luz violeta baña el cuerpo espléndido de una mujer que está en el palco
proscenio. Es La diva. Obscena, una grosería de ramera en su cosmética es, sin
embargo, bella.

La diva.–
¡Me está ensuciando todo el ensayo! ¡To–do! ¡Todo! ¡Y lo
duro que es dar un Do!
Tramoyista.– Perdón. Yo sólo quería contar un sueño que he tenido.
La diva.– Bien, bien… Todo el mundo puede ser escuchado. Yo siempre
respeté los derechos humanos y fui partidaria de la igualdad de opor-
tunidades.
Tramoyista.– Gracias. (Dirigiéndose al Espectador, que ha hundido su rostro
entre las manos.) Yo le he preguntado al cerdo: «¿Nos hemos visto en
alguna parte?».
Y el cerdo, por toda respuesta, se ha abalanzado
como una locomotora
sobre mi pregunta,
ha hincado sus dientes en mis narices y,
ñam… ñam… ñam…, se las ha ido comiendo,
mientras con sus pezuñas delanteras
oprimía mis ojos.
Yo, desnarigado, más no por eso dejando de oler a puerco negro y
grasiento,
He vuelto a preguntar:
«¿Nos hemos visto en alguna parte?».
Ni que decir tiene
que el cerdo,
en vez de darse por enterado,
ha seguido hozando
(ahora sobre mi boca).
He aguardado a que acabara
de rumiar mis labios,
y con sólo media lengua chorreante,
le he increpado: «Me debes una respuesta».
Pero en ese preciso momento…
me desperté…
¿Hay un psiquiatra en la sala
que se atreva a explicarme
el significado de mi sueño?

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Los personajes del drama
El Tramoyista golpea ligeramente al Espectador, que separa las manos y muestra
su rostro enrojecido, a punto de estallar.

Espectador.– Bueno, en efecto… puede decirse que sí, que soy algo psi-
quiatra. Lo que sucede, refiriéndose a su sueño, es que… no sé. No
es, desde luego, un caso sencillo. Ni mucho menos. (Reaccionando.) Y,
además, ¡su sueño no me interesa! Cuéntele a otro su vida.
Tramoyista.– Pero usted ha dicho que es psiquiatra.
Espectador.– Olvídelo.
Tramoyista.– ¿Nos hemos visto en alguna parte?

Una descomunal carcajada con acompañamiento de cornetín saluda la pregunta. El


Espectador se pone en pie y derriba la silla.

Espectador.– ¡Soy crítico!

Se hace un silencio espeso.

El joven.– ¿Crítico?

La voz jubilosa de La diva, a medias entre la recitación y el bel canto, estalla.

La diva.– ¡Maestro! ¡Deseo de todo corazón que me de el Do! (Las notas


surgen del piano sin orden, atropelladas.) Ese no es el Do… ese es el Si… Y
yo quiero el Do… No: mejor el Mi, ahora quiero el Mi. Haga el Fa…,
haga el Fa…, haga el favor de darme el Do, y yo le daré mi pecho.
Mírelo: alimenta una eternidad.

El pianista –un drácula alter shaws– abandona el piano, que sigue sonando, y se
acerca a La diva, la atrae hacia si y la besa en el cuello. La voz de La diva deriva en
una orgía de risitas incontenibles.

La diva.– No, no, noooo. ¡Oh! ¡Oh!


¿Quién me hace cosquillas?
Así no puedo.
Así no puedo dar el Do.
¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!
¡Qué ocurrencia!

Acotaciones, 42 enero-junio 2019 220


cartapacio
Así no puedo.
Así, no…
Estos amores son imposibles.
Compréndalo…
Son imposibles…
¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¡Nooo! Re. Si, si. Mi-mi-mi-mi. La-la-la-la…
No lo conseguirá, nunca lo conseguirá.
Pero vayamos a lo nuestro
Maestro.
Lo nuestro es el Do.
Mi-mi-mi-mi.
Mi-mi-mi-mi.
Si-si-si-si.
Re-re-re-re.
Mi-si-re-cor-dia.
¡Mi-si-re-cor-doooooo! ¡Ahhh!
¡Ese piano suena cada vez mejor!
Le encuentro a usted como más vivo, maestro.
¡Y esos dedos de marfil! ¡Le siento como cambiado! ¡Esos dedos,
maestro, esos dedos!
¡Oh! ¡Ahhh! ¡Ohhhhh! ¡Ahhhhh!
¡Nunca sentí tan maravillosas sensaciones!
¡Qué Do! ¡Qué Doooo, qué Doooo!
¡Ah! Este maldito corsé–corsé…

Se alza las faldas y se libera con un toque hábil del corsé que la oprime.

Era él quien me oprimía el Do.


Él quien me lo espachurraba.
Maestro… usted me complementa.
Usted me empapa.
Usted me llena.

La diva se para en seco. Arrastrada por El pianista se pierde en las profundidades


del palco proscenio. El piano suena destemplado y calla. El Crítico se adelanta
hasta el proscenio del escenario grande y grita al público.

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Los personajes del drama
Crítico.– ¡Cierren los ojos, por todos los santos! No los abran mientras
no les diga que pueden mirar.

LA DIVA reaparece en el palco proscenio. Viste ahora un larguísimo peinador de


seda con encajes.

La diva.– No les ha gustado nuestro ensayo, ¿verdad?


Crítico.– Lo que han hecho, amiga mía, es soez y procaz.
La diva.– Podemos, para congraciarnos con esos señores y con usted,
representar un inocente vodevil. (El Crítico va a protestar.) No nos
diga que no… (Y sin darle tiempo a abrir la boca, reclama la presencia del
Pianista.) ¡Emilio!

El pianista/Emilio asoma la cabeza por el borde del antepecho del palco.

El pianista /Emilio.– ¡Amalia!


La diva /A malia.– Enarbola en mitad de la noche un ramo gordo de
rosas pálidas.
El joven.– (A los invisibles técnicos de luces.) Un delgadísimo rayo de luna
sobre el palco.

el pianista/Emiliose muestra todo entero. Viste de pijama. Y oculto a la espalda


trae un ramo de rosas. Cuando las muestra, La diva/Amalia queda trasunta y
arrobada del mucho sentimiento.

La diva /A malia.– ¡Rosas…!

Palmotea de gozo y alborozo con alegría infantil.

Don Rosario.– (Al crítico, que ya va hacia el escenario pequeño.) Palmotea


porque ya se ve rosa entre las rosas como en mitad de las rosas la rosa
de abril.
El pianista /Emilio.– ¡Oh, rosas de color rosa, rosas del color que a mí
más me gusta, rosas del color que nunca me asusta, que nunca me da
ningún mal presentimiento…
El pianista /Emilio.– Rosas…, rosas…

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cartapacio
Del bolsillo del pijama se va sacando pinzas de prender la ropa en el colgadero. Y
con mucho esmero, con mucho amor, a base de pinzas la va prendiendo rosas en la
cabeza, en los hombros, en la mitad del escote, y hasta en los bolsillos del peinador.

La diva /A malia– (Cosquillada de un sobaco.) Loco, eres un loco.

Y ríe toda feliz igual que una breva madura, y apasionadamente va él y se la agarra
por mitad de la cintura, y va y se la besa como varón de ajos porros porque va y se la
besa en mitad de los morros.

El pianista /Emilio.– Tus labios me saben a poco.


La diva /A malia.– Júrame que sólo a mí me amas, júrame que sólo a mí
me quieres.
El pianista /Emilio.– Tú eres para mí la sola y la única entre todas las
mujeres, lo juro.
La diva /A malia.– Pérfido, perjuro, tú ya te… habrás buscado por ahí
algún bombón maduro, algún que otro amor a escondidas de mí, a
mis espaldas. Los hombres sois todos iguales en cuestión de faldas.
¡Júrame que no me traicionas, júramelo enseguida!
El pianista /Emilio.– Te lo juro, Amalia. Tú eres el gran amor de mi
vida, tú eres mi único amor.
La diva /A malia.– Soy feliz, feliz. Contigo me vienen las alegrías y se
me van las melancolías, se me van.

Lo arrechucha del corazón porque va y se lo abraza devotamente con mucha ilusión.

El pianista /Emilio.– Conmigo se te irán del todo. De cualquier modo,


mis besos te las rematarán difuntas, mis besos te las rematarán in-
válidas.
La diva /A malia.– Yo soy feliz aquí contigo en la mitad de las rosas
pálidas, yo soy feliz.
El pianista /Emilio.– (Al oído.) Aquí a solas los dos, y por delante toda
una larga noche de rosas en mitad del amor, y otras cosas.
La diva /A malia.– Eso, una larga noche de rosas en mitad del amor, una
larga noche de amor en mitad de las rosas.
El pianista /Emilio.– (Picarón.) Adivina y adivinanza, ¿qué tienen los
reyes en mitad de la panza? Y adivina y adivinanza, ¿Qué es lo que
los enamorados en la mitad de la panza tienen a barullo?

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Los personajes del drama
La diva /A malia.– (Ilusionada de una dulce ilusión.) Ya lo sé, tú vienes a
darte un lote de idilio y me traes la flor gorda, me traes el capullo, me
traes el capullo de la rosa inmortal, y yo te agarro el capullo…
El pianista /Emilio.– ¿Y si viene tu marido?
La diva /A malia.– No puede venir. Está ido.

Mientras el Crítico, que ya se ha encaramado al escenario pequeño, busca la ma-


nera de alzar el telón, la pareja se va de cabeza piadosamente al pecado.

El joven.– Señor, este espacio nos pertenece. (Señalando el patio de buta-


cas.) Su sitio es aquél.
Don Rosario.– Piedad por los que combatimos en las frondas de lo
ilimitado y del porvenir.

Pero el Crítico no les hace caso. Sigue a lo suyo.

Tramoyista.– Déjeme a mí. ¡Abajo la colección de objetos negros!

Sobre el escenario grande descienden, quedando suspendidos a diversas alturas, los


siguientes objetos: un gran y extraño teléfono negro; una bandera negra, un par de
botas altas negras; una esfera negra; una botella de gas butano negra; la cabeza
disecada de un toro negro; una cruz negra; un cajón negro; la parte inferior de
un maniquí femenino, de color negro; un smoking negro; una máquina de escri-
bir negra; una bicicleta negra; un marco de ventana, negro; un caballo de cartón
piedra pintado de negro, un foco negro; una guitarra negra; un gato negro; y un
sillón negro. La colección forma una nube que impide ver el escenario pequeño. El
Crítico, fuera de si, salta al suelo y mira hacia todos los lados con gesto de villano
de melodrama. Excepto El Joven y el Tramoyista, los demás retroceden espantados
y cuando ven como la emprende con las butacas que tiene delante y las desbarata,
alcanzan los límites del escenario grande.

La vieja.– Escapen con nosotros.


El viejo.– Este teoreta es un cretino.
La vieja.– O lo aparenta en aras de los teoremas divinos. La mayor
parte no son más que refritos y cuchifritos. Echa mano de la receta
y del slogan a destajo.

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cartapacio
Don Rosario.– Este teoreta nos hace la puñeta. Porque va y, como le
pica, pues va y pontifica, y atiza y dogmatiza de la tesis y de la cate-
quesis, y dice: el teatro es esto, y no es lo otro.
Vladimiro.– Los viejos tienen razón. Ha llegado la hora de los críticos
criticadores.
El joven.– No abandonaré este lugar. ¡Es nuestro!
Vladimiro.– Les propongo que nos vayamos a otro cuanto más alejado
mejor.
El joven.– No todos los críticos serán como éste.
Estragón.– Salvo las contadas excepciones…
Vladimiro.– No hay posiblemente más que una cosa como la luna.
Estragón.– … los teoretas de turno o son unos ladinos o como dice aquí
la señora son unos cretinos.
La vieja.– Y unos son pálidos, y otros son divinos, divinos, y los que
no son pálidos ya es que andan lisiados y son unos inválidos, o son
cualquier cosa primorosa.
Vladimiro.– Ese tipo carece de percepción sensorial para las cosas con-
cretas.
Estragón.– ¿Y quién se lo dice? Lo mismo va y te muerde.
El viejo.– O te apalea.

El Crítico enarbola trozos de madera y los arroja a los personajes, que desaparecen
a toda prisa. El Joven y el Tramoyista se parapetan tras la caja alta que ocupaba
Juan el tonto. Cesa su furia arrojadora al descubrir a sus pies un trozo de cuerda
que sale de los bajos del escenario pequeño. Lo recoge con la mano derecha. Su mano
izquierda busca también y encuentra una cuerda idéntica. Fija los cabos a cada uno
de sus hombros y, con enorme esfuerzo, tira de ellas y arrastra dificultosamente el
escenario pequeño.

Tramoyista.– No hay nada que hacer. Perdemos el tiempo. Para él, el


teatro que usted defiende no tiene derecho a existir, no cumple las
esencias del coturno.
El joven.– Tal vez aún pueda convencerle.

EL JOVEN sale al encuentro del Crítico, que continúa el lento avance. Al paso del
ingenio, las sillas caen derribadas y los cadáveres de los espectadores desaparecen
tragados por el foso.

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Los personajes del drama
El joven.– ¿Por qué? ¿Por qué?
Crítico.– Esos personajes hablan contra el público. Le molestan.
El joven.– Eso es estúpido. Sólo están contra la rutina, contra la pereza
mental.
Crítico.– No reconozco en ellos a la gente que anda por la calle.
El joven.– Por la calle puede encontrar a un personaje quijotesco, pero
nunca a don Quijote. Lo que estos personajes muestran no son aco-
taciones de la realidad. Nacen de la realidad, pero sus creadores in-
tentan enriquecerlos con su imaginación. ¡Rechazan la ilusión de lo
real!

El escenario pequeño se atasca en el árbol. De la boca del Crítico mana una baba
sanguinolenta.

Crítico.– ¡Maldito árbol!

El árbol se troncha y el Crítico prosigue su avance hacia el proscenio del escenario


grande, donde se detiene. Atrás queda El Joven arrodillado junto al delgado tronco
roto. Vuelve el Crítico a intentar alzar el telón. No lo logra al principio. Lo que
fuera cortinón de tela es ahora materia rígida y pesada. Mete las manos por debajo
y empieza a levantarlo lentamente. Apenas lo ha elevado unos centímetros, advierte
que otras manos le ayudan desde el interior. No tarda en ver la cara del desconocido
ayudante. Se trata de Pelas, joven avispado donde los haya.

Crítico.– Gracias, muchacho.


Pelas– Pelas. Me llamo Pelas.
Crítico.– Gracias, Pelas. Si no es por ti hubiera tardado en alzar el
telón.
Pelas– Sí que pesa. Yo solo nunca lo hubiera logrado.
Crítico.– ¿Lo intentabas?
Pelas– Sí señor. ¡Y ya lo tenemos arriba!
Crítico.– ¿Eres del oficio?
Pelas– He hecho de casi todo en el teatro.
Crítico.– Estupendo. Si quieres, puedes seguir ayudándome.
Pelas– Pues aquí me tiene.
Crítico.– (Señalando al público.) Vamos a representar algo para estos
señores. Por culpa de una pandilla de botarates están a punto de per-
der la paciencia.

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cartapacio
Pelas– (Mostrando un montón de cuartillas.) Por mí ya podemos empezar.
Crítico.– De momento, para salvar el bache, echaremos mano de una
reposición.
Pelas– ¿Por qué no ofrecerles un estreno?
Crítico.– ¡Aventuras, no! Antes hay que poner orden en el cotarro te-
atral.
Pelas– ¡Lea esta obra!
Crítico.– (Desconfiado.) ¿También eres autor?
Pelas– Es mi vocación secreta.
Crítico.– ¡Oh, no!
Pelas– (Poniéndole las cuartillas en la mano.) ¡Lea, lea! No hay de qué
asustarse. Si cree que soy de los que disfrutan provocando al público
para que se cabree y se largue del teatro echando pestes, está muy
equivocado.
Crítico.– ¡Hola! Alguien que piensa en los espectadores.
Pelas– ¿En quién he de pensar, si no? Busco su aplauso.
Crítico.– Escribes, pues, para ellos.
Pelas– Y para mí. Yo también soy público. Soy el primer espectador de
mi teatro. ¡Persigo el triunfo!
Crítico.– ¡No presumes de mártir! Me gustas, Pelas. (Devolviéndole el
texto.) Tú ganas. El escenario está libre. Llénalo con tus personajes.
Pelas– (Ilusionado, no sabiendo muy bien por dónde empezar, se dirige al pú-
blico.) Ustedes van a divertirse, a pasar un buen rato. (Se vuelve hacia
el escenario.) ¡Ea! Isabel, Bernardo… Salid ya. (Los dos personajes entran
en escena. Representan cerca de treinta años.) Recordad que estáis en el
garaje de un chalet a las afueras de Madrid. Ahí, en ese rincón, está
la caldera de la calefacción y detrás de la puerta la leña amontonada.
Hablas tú, Isabel.
Isabel.– Oye guapo, aquí hace un frío que pela.
Bernardo.– Si haces lo que yo te diga, nos entonamos.
Isabel.– ¿Y si se entera mi madre?
Bernardo.– ¿Tu madre?
Isabel.– Una tiene madre, chaval.
Bernardo.– ¡No me jodas!
Isabel.– Que sí, que sí.
Bernardo.– Estamos apañados.
Isabel.– Tratémonos como hermanos.
Bernardo.– ¡Ah, eso si que no! ¡Que no, leche!

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Los personajes del drama
Isabel.– Si quieres que nos entonemos subo a la casa, mango una botella
del mueble bar y…
Bernardo.– ¡No seas loca! ¡Quién te ha visto y quién te ve! A ver si no
voy a poder hacer contigo lo que los demás.
Isabel.– Habla, habla. No te quedes callado. ¿Qué hacen conmigo los
demás?
Bernardo.– Les das mucha marcha.
Isabel.– A ti te han comido el coco. No sabes lo que he tenido que inven-
tar para bajar a verte. No mereces que te quiera como te quiero. (Le
abraza.) ¿Tú me quieres para esposa?

Bernardo, sorprendido, trata de desasirse.

Bernardo.– ¡Hostias!
Isabel.– Venga, Bernardo, no te pongas borde.
Bernardo.– ¡Vete a la mierda!
Isabel.– ¿Bailamos?
Bernardo.– Tú estás gilipollas.
Isabel.– No voy a comerte, hijo.

El suelo del escenario grande empieza a girar. Y el escenario pequeño, que está al
borde del círculo que se mueve, se desplaza, como vehículo de tiovivo, hasta quedar al
fondo con la embocadura oculta a la vista del público. El escenario grande es, ahora,
un espacio vacío. Sería infinito si no se adivinaran, lejos, las siluetas de los objetos
que antes le ocuparon. Únicamente permanecen, en el suelo, el árbol arrancado y,
suspendido en el aire, el marco de ventana negro. El joven, perplejo, perdido el norte,
está inmóvil. Siente la tentación de echar a andar y desaparecer. Pero no lo hace.
Quiere inventar escenografías y llenarlas de actores. Aquel marco de ventana que
parece flotar, resto del naufragio reciente, es lo único a lo que puede asirse. Lo coge
con ambas manos. Mira a través de él. Desea ver algo enseguida. Y ve. Una puerta
de madera tosca apoyada sobre diminutas ruedas de cojinetes que se desplaza suave-
mente hasta detenerse frente a la ventana. Del otro lado, rodeándola, surge quien la
empujaba. Es un hombre pulcramente vestido. Sobre una camisa blanca, impecable,
lleva un traje negro y, apoyado en los hombros, el gabán. Contempla la puerta.
La desplaza ligeramente. Retrocede algunos pasos, la examina de nuevo y corrige,
apenas, su posición. Acaricia la empuñadura de hierro. Abre y cierra varias veces.
Repara entonces en el joven y al advertir su sorpresa se lleva el dedo a los labios
pidiéndole silencio, y luego, en voz baja, casi en un susurro dice:

Acotaciones, 42 enero-junio 2019 228


cartapacio
Espectador ilegal.– Soy un espectador… ilegal.

El Espectador Ilegal examina meticulosamente al público. Su mirada es grave.


De algún lugar llega una mujer cuyo vestido oscuro, de una sola pieza, la ciñe el
cuerpo de la cabeza a los pies. Nadie diría que es la prostituta. Como una so-
námbula pasa junto al Espectador Ilegal y se detiene en el límite del escenario
grande. Allí, con la mirada perdida, absolutamente inmóvil, semeja un maniquí de
escaparate. Un ligero temblor de labios anuncia que quiere hablar. Se diría que tiene
dificultades para hacerlo. Al fin, declama un breve poema.

La protituta sonámbula.– Las palomas blancas,


los sueños de una niña,
por la hierba mojada
vagan cerditos…
… y la inocente
y pura niña,
la lengua rosa
humedecida por una dulce saliva.

Apenas iniciada la recitación, una mujer aparece a toda prisa, arrebata al Joven el
marco de ventana y escruta desde él, con furia contenida, cada gesto de La prosti-
tuta sonámbula. Ésta, como si hubiera estado aguardando su presencia, se desabro-
cha la pechera y descubre, con gesto obsceno y lastimoso, un seno. La mujer detrás
de la ventana sujeta convulsivamente el marco y estalla.

Mujer detras de la ventana.– ¡Mírala! ¡Sólo faltaba eso!


¡Pedazo de puta!
¡Marrana!
Parece que se ha emperifollado para un entierro.
¡Ramera!

El Espectador Ilegal balancea ligeramente una mano y, sin alzarla, hace un


gesto autoritario con el dedo índice. Es la señal para que La prostituta sonámbula
recoja su seno bajo el vestido y se vaya. Tras ella lo hace la mujer detrás de la ven-
tana. El Espectador Ilegal continúa observando, sin aparente interés, la platea
durante un tiempo que se antoja largo. Finalmente extrae del bolsillo del chaleco
un reloj. Levanta la tapa. La cierra. Lo devuelve a su sitio y se va hacia la puerta

Acotaciones, 42 enero-junio 2019 229


Los personajes del drama
caminando con parsimonia. Sus pasos resuenan en el silencio. La abre y sale. Casi
al instante, El joven reacciona.

El joven.– ¡Oiga!

Intenta abrir él la puerta, pero no puede. Llama con los nudillos. Nadie responde.
Insiste con más fuerza. Golpea con ambas manos y sólo consigue hacerse daño. Se
deja caer al suelo y sobre él descarga su cólera. ¿En qué momento qué gallina grande
como los pajarracos que volaban sobre la Tierra cuando el hombre no la habitaba
aún ha depositado ese huevo que empieza a resquebrajarse y de cuyo interior llega
un graznido con estampidos de fuegos artificiales? Rezuma por las grietas que se
van ensanchando un lodo espeso y oscuro y cuando el cascarón se abre aparece, des-
pidiendo un intenso olor a pólvora, todavía envuelto en sucias membranas transpa-
rentes que rasga con sus extremidades, una especie de larva humana. Se arrastra
un buen trecho antes de incorporarse y cuando al fin lo hace muestra su estatura de
adulto. Extrae un hacha que ocultaba en algún lugar de su cuerpo y da tajos de ciego
que cortan el aire a su alrededor.

El joven.– ¡Di algo si sabes hablar!

Por toda respuesta, el Mensajero del fin del mundo vomita ríos de falsa sangre
que salpica al Joven. Una voz metálica anuncia por un altavoz:

Voz.– La pintura usada durante la representación no mancha. Se ad-


vierte al público que la pintura usada durante la representación no
mancha. Se advierte al público…

Y mientras, el Mensajero del fin del mundo dirige sus hachazos contra la puerta.
La madera cruje. Saltan astillas. Cuando el acto de violencia concluye sólo queda en
pie el marco. El Joven le atraviesa y comprueba que ambos lados forman parte del
mismo y desnudo escenario. El Mensajero regresa junto al cascarón roto y, redu-
cido de nuevo a larva, se introduce en él y trata de recomponer el huevo. Al tiempo que
se desencadena una lluvia de arena azul, el suelo del escenario grande vuelve a girar.
Ya no se detendrá más. A cada giro, los espectadores verán a Isabel y Bernardo
en el escenario pequeño atrapados en una tela de araña que sus propias voces, ali-
mentadas por el rancio vocabulario del sainete aderezado con ramplonas palabras de
hoy, van tejiendo. Y al pie de este polvoriento desván, al Crítico y a Pelas devenidos
al estado de momias cuyos rostros se adornan con abiertas sonrisas. Fuera de la

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cartapacio
plataforma giratoria se inicias un continuo desfile de personajes. La bella, vestida
de hada, se detiene en lo alto de una tarima. El Rey, envuelto en su manto, la cabeza
inclinada bajo el peso de la corona, llega en silla de inválido empujada por un direc-
tor de escena que ordena:

Director de escena.– ¡Aquí una tormenta!

Y al instante, ambos son arropados por relámpagos de mil colores y por truenos de
carraca que hacen del «¡Escupe, fuego! ¡Desbórdate, lluvia!» que declama el actor,
un discurso que El joven no logra oír. Una comparsa de frailes portadores de enor-
mes cruces blancas, de damas despechugadas y de funcionarios orates da escolta a
uno de tantos lopes de Aguirre buscadores de eldorados imposibles. La disparatada
procesión avanza por un pasillo flotante hecho de tensado tejido blanco que cede bajo
sus pisadas. El joven, hundido hasta media pierna en la espesa capa de arena plás-
tica, no consigue, por más que lo intenta, acercarse a ella. Cuando cree tenerla al
alcance de la mano, el giro de la plataforma le aparta irremediablemente.

El joven.– ¡Hablad! ¡Hablad al público! ¿Qué es de vuestras voces?

Los personajes le miran desde el interior de las máscaras rígidas, pero nada respon-
den. Cuando se van, el joven se dirige a La bella.

El joven.– ¿Y tú? ¿Hasta cuando el silencio? ¿Dónde guardas las pala-


bras? ¿Quién te prohíbe usarlas?

La bella se alza las faldas y deja correr entre sus piernas un chorro de agua ama-
rillenta. Al fondo, en el centro de un círculo de luz, está, de espaldas, La Marioneta
humana. De sus brazos levantados en uve penden sendas telas de vivos colores.
Semejan alas de mariposa que, al agitarse, despiden destellos. Tres Hombres de
negro interrumpen el vuelo fingido, despojan a La Marioneta de sus alas y se las lle-
van transformadas en ondeantes banderas. Por un instante, la figura queda quieta
sobre coturnos, cubierta con amplias ropas, pero enseguida mueve las manos, luego
los brazos, dibuja en el aire signos extraños y bellos, y, de repente, da vueltas sobre
si misma vertiginosamente. En cada giro pierde una prenda y La Marioneta hu-
mana es, sucesivamente, negra, rosa, azul, amarilla, blanca, roja y, a veces, de
todos los colores a un tiempo.

El joven.– ¿También tú eres muda?

Acotaciones, 42 enero-junio 2019 231


Los personajes del drama
La Marioneta humana, el torso desnudo y blancos calzones por toda vestimenta, se
detiene. Su rostro de bailarín y de payaso carece de boca.

El joven.– ¿Quién ha echado las palabras del escenario?

Camina en sentido contrario al del giro de la plataforma. Seguramente por azar.


Atrás, bajo la luz cada vez más débil, La Marioneta humana se acerca a la muerte
con dislocados movimientos de pelele.

Acotaciones, 42 enero-junio 2019 232

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