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DOI: https://doi.org/10.32621/acotaciones.2019.42.07
A medida que pasa el tiempo sin que nadie le preste atención, se pone hosco y solem-
nemente grotesco.
Apenas se apagan las luces de la sala, al tiempo que el telón del escenario pequeño se
alza, el ACOMODADOR, antes de desaparecer entre bastidores, empuja a Juan el
tonto al interior de la caja y la cierra con llave.
Todas repiten el besamanos. Llamados por Felisa, entran dos Criados que portan
sendos candelabros de plata con bujías.
Desaparecen todos con gran ceremonia. Apenas queda vacío el escenario pequeño,
la concha del Apuntador comienza a virar hacia los espectadores, viéndose que su
ocupante, de nombre Ramón a secas –cara regordeta ilustrada con una onda de pelo
que le cae sobre la frente–, le transporta a hombros como el molusco su caparazón.
Lleva en a mano una gran palmatoria o velampo y el libreto de la obra. Coloca
ambas cosas en su lugar y se dirige al público.
R amón.– Los medios seres que veis no pretenden ser unos arlequines.
Son unos seres reales y de apariencia vulgar en la vida, que sólo en
la proyección hacia vosotros se muestran mediados. Ese lado de som-
bras que denota la negrura que cubre la mitad de su vestido y de su
rostro, el lado derecho o el lado izquierdo, según las cualidades de
que carecen, no os debe chocar sobresaltándoles con vuestro mur-
mullo, porque ellos no saben que se proyectan en vosotros con ese
lado en sombra, ya que, situados en otro plano distinto, se contem-
plan completos. Así como ni la luna ni el sol notan lo eclipsados que
aparecen cuando son vistos desde la Tierra, los personajes de la obra
están inocentes de ese fenómeno, que sólo se ve bien desde vuestra
lejanía de jueces providenciales, con algo de divino en vuestro papel
de críticos, pues Dios ve a los hombres en despiece cubista, acuchi-
llada el alma de sombras y luces, sin careta. Los personajes partidos
por el eje muestran el doble fondo que tienen las palabras sin que
dejen de ser sencillas. El subrayado es poner una raya oscura bajo
cosas dichas simplemente. No se subraya lo que ya expresa su enor-
midad. Se subraya lo que apenas sería lo que dice si no estuviese
subrayado. Nos vamos a encarar con esa media parálisis humana y
debemos comprender el medio vacío de cada vida, ese lado de miedo
En efecto, el decorado ha sido sustituido por otro que representa el interior de una
villa de estilo suizo. A través de un gran ventanal se ve un paisaje montañoso de
cumbres nevadas. Los actores se miran confusos.
Media doncella.– Tenía que haber una mesa con tapete amarillo.
Pablo.– Y allí, a la derecha, un almanaque del tamaño de un niño de
diez años.
Don Jacinto.– ¡Sitio para mis personajes!
R amón.– Es un atropello.
Carlos y Ester se abren paso entre los medios seres. Cuando llegan al centro del
escenario, inician su actuación.
Carlos.– ¿No recuerdas los años que hace que conociste a Samuel, a mi
amigo Samuel, a mi mejor amigo, el padre de Jacob?
Ester.– ¿A qué viene recordar todo esto? Ahora va a importarte…
Carlos.– A mí no. ¡Es a ti, a ti a quien le importa! ¡Si tú prefieres
que calle…! ¿Y si yo quisiera reírme?... Pero no, aun no he podido
desprenderme de ciertos escrúpulos de conciencia… ¿De verdad, de
verdad, no recuerdas los años? Yo te los diré. Hace veinticuatro años
que te llevaste al padre de Jacob del lado de su mujer y de mi lado;
veinticuatro años. ¡Jacob tiene veintitrés! ¡Y quieres llevarte al hijo
como te llevaste al padre! ¡Al hijo! ¡Ten cuidado, ten cuidado!
Ester.– Pero… ¿qué estás diciendo? ¡Déjame, no quiero oírte!
Carlos.– ¡Ten cuidado! ¡Te digo que tengas cuidado!
Ester.– ¿Es una amenaza? ¿Es que ahora se te ocurre estar celoso?
Frisa él los cuarenta años y tiene ella algunos menos. Se sientan en unas butacas
dispuestas formando tertulia. Inmediatamente Claudina se pone de pie.
Claudina y Mario se van y al punto llegan Bernardo, que se detiene cerca de las
butacas, de espaldas al público, e Isabel, que se queda junto a la puerta del jardín de
un nuevo decorado. Es éste el salón de una casa de campo que se supone situado en el
Pirineo navarro, muy cerca de la frontera francesa. Mezcla de castillo francés y de
casa solariega del norte de España, con toques de casa de campo inglesa.
Isabel.– (En voz alta y en tono indiferente.) ¿Hace frío aquí por las noches?
Bernardo.– Bastante.
Isabel.– (Yendo al centro de la escena.) ¿Pensáis quedaros aquí todo el
otoño? (Antes de que Bernardo conteste, se acerca a él y le habla en voz baja,
con rapidez, con pasión, con reproche.) ¿Por qué no me has escrito?
Bernardo.– (Inquieto.) No podía. Ya te dije que era imposible.
Isabel.– Tu silencio me hacía la ausencia desesperante… No sabes lo que
he tenido que inventar para venir a verte… Y tú… (Se acerca a él.) ¡No
mereces que te quiera como te quiero!
Ambos se alejan. Enseguida llegan María y Martín. María se sienta en una butaca
y al punto, como si se sintiera extraña en aquel lugar –el despacho lujoso queda
La sala decorada con buen gusto es el marco en que se encuentran, una vez abando-
nado el escenario por María y Martín, Claudina y Mario.
Una nueva mudanza de decorado –la sala vuelve a ser la de recibo– provoca la de
personajes. Los que ahora dialogan son Isabel y Bernardo.
Una luz color sepia inunda poco a poco el escenario pequeño. El movimiento de de-
corados no cesa. Ni el ir y venir de los actores. Pero apenas se les oye. Mientras, en
el escenario grande La vieja se mueve ligeramente. Su rostro se anima. Tira de la
manga al Viejo.
La vieja.– ¡Ya!
El viejo.– ¿Qué?
La vieja.– ¡El árbol!
La pequeña estaca en que están posadas sus miradas empieza a crecer y a desarro-
llarse en forma de árbol. El viejo se acerca a la planta y se inclina sobre ella.
El viejo.– El árbol.
La vieja.– ¡Vamos, vamos, cariño! (Tira de él con todas sus fuerzas.) Ve
enseguida a buscar sillas.
El viejo.– Sillas, sí. Harán falta muchas.
La vieja.– Debimos haberlas puesto antes.
El viejo.– ¡Dios mío! ¿Crees que es demasiado tarde?
La vieja.– Son las seis…, es de noche ya.
El viejo.– ¿Te acuerdas de que antes no era así?
La vieja.– Aún era de día a las nueve de la noche, a las diez, a las doce.
El viejo.– Podríamos aplazar la reunión.
La vieja.– El mensaje…
El viejo.– Hay un mensaje, es verdad. Un mensaje que comunicar a la
Humanidad, a la Humanidad… Es verdad, es verdad…
La vieja.– ¿Estás decidido?
El viejo.– Es necesario.
La vieja trae su silla. Mientras El viejo sale arrolladoramente, ella comprueba que
el árbol asoma, por lo menos, tres palmos. Por el foro del escenario pequeño entra
un criado.
El viejo regresa arrastrando otra silla. Un espectador que ocupa una butaca de la
última fila de las que hay en el escenario grande vuelve la cabeza. Se trata de un
Joven. Escucha lo que dicen los Viejos.
La vieja sale a buscar más sillas y El viejo permanece ensimismado junto al árbol.
En el escenario pequeño suena un teléfono. Julia lo toma.
El viejo se levanta y sale gruñendo. Vuelve con dos sillas. Mientras las ordena junto
a las otras, La vieja va a buscar otra silla. En el momento en que reaparece, sale
El viejo. Van y vienen, renqueando, lo más rápidamente que pueden. Traen sillas.
Muchas sillas. El viejo y La vieja se encuentran y tropiezan una o dos veces, sin
interrumpir el movimiento. El viejo ya no puede más. Sofocado, se seca la frente.
Sin moverse de donde está se vuelve a izquierda y derecha, a derecha e izquierda y
parece contar las sillas.
La vieja se arregla el pelo y el vestido y se estira sus medias rojas. Por un lateral
entran Pozzo y Lucky. Aquél dirige a éste mediante una cuerda alrededor del cuello,
de forma que al principio sólo se ve a Lucky seguido de la cuerda, lo suficientemente
larga como para que pueda llegar a las proximidades del árbol antes de que Pozzo
asome por el lateral. Lucky lleva una pesada maleta, una silla de tijera, un cesto de
comida y, en el brazo, un abrigo; Pozzo, un látigo.
Cuando Lucky ya ha salido por el otro lateral, Pozzo, al ver a Joven, se detiene.
La cuerda se tensa.
Pozzo hace sonar el látigo y se pone en marcha. Sale siguiendo los pasos de Lucky.
El viejo se dirige a la platea.
La vieja.– Sígame, por favor. ¡Oh, que bonito traje sastre! Puede elegir
la silla que más le agrade. Ahí, ahí está bien.
El viejo.– Buenos días, señora. Buenos días, señor.
La vieja.– Esta silla es para usted, caballero.
El viejo.– Pero ¿no ves que quiere sentarse junto a la dama?
La vieja.– ¡Oh, es usted! No creo lo que ven mis ojos y, sin embargo….,
no esperaba… verdaderamente es…
Hay muchas personas invisibles. Es difícil no tropezar con ellas. Joven se deslizan
entre las sillas y las acomodan.
El joven abandona su butaca y se va hacia las sillas. Los Viejos se quedan parali-
zados. Le miran perplejos. No saben qué hacer.
Julia.– Ahora… los dos solos. (Rendida.) Le necesito. Siento que usted
me domina, que puede conmigo, que es verdaderamente un hombre.
La vieja se coloca ante los vagabundos. Enseña sus gruesas medias rojas, se levanta
sus numerosas faldas, muestra una enagua llena de agujeros y descubre su viejo
pecho. Después, con las manos en las caderas, echa atrás la cabeza y lanza gritos
eróticos. Finalmente, adelanta la pelvis, separa las piernas y ríe con risa de puta
vieja.
En dirección opuesta a la que señala se encienden tres focos, dos de luz blanca y uno
de roja. Lógicamente, ninguno de los presentes ve nada. Estragón, haciendo panta-
lla con la mano, mira a lo lejos.
El viejo.– ¡Creo ver algo! ¿Son tres lucecitas que hay allá, a lo lejos?
Don Rosario.– Sí. ¡Eso! ¡Eso!
El viejo.– ¡Es precioso! (Todos se vuelven hacia los focos.) Una es roja, ¿ver-
dad?
Don Rosario.– No. Las tres son blancas. No hay ninguna roja.
Vladimiro.– La de la izquierda.
Don Rosario.– No, no puede ser roja.
La vieja.– ¿Por qué no puede ser roja si todos la vemos roja?
Don Rosario.– Llevo quince años enseñado las lucecitas de las farolas
del puerto y nadie me ha dicho nunca que hubiera una roja.
El viejo.– Pero usted, ¿no las ve?
Los focos se apagan lentamente. El Joven y los Viejos, abatidos, se dejan caer en
las sillas.
El joven.– ¡Ayudémosle!
Los Viejos y Don Rosario arrancan a los espectadores de sus localidades. El suelo
se llena de cadáveres, algunos reducidos a esqueletos.
Pausa larga. Los viejos se miran. Don Rosario se aparta y acaricia su cornetín.
Está cerca de Vladimiro y Estragón.
Don Rosario pone música a la letra de la canción. Le sale algo que se parece a una
nana.
Los Caballos Blancos empujan al abatido Joven hacia el proscenio del escenario
grande. Tocan otra vez las trompetas y las luces de la platea se encienden. Mientras
se retiran fuera de la escena, El joven se dirige a los espectadores.
El joven.– Ustedes están vivos. ¿Verdad que están vivos? (Los mira.)
Desde luego que sí. No se arrepentirán de haber venido. La represen-
tación va a continuar. Pero, ¿qué hacen tan lejos? Vengan a mi lado.
Las sillas están libres. Suban sin miedo.
Los espectadores no saben qué hacer. Se miran unos a otros, sorprendidos. Uno se
levanta. Los personajes, que aguardan con muda ansiedad la respuesta a la invita-
ción del JOVEN, sonríen abiertamente cuando le van avanzar por el pasillo. Roto el
fuego, otros espectadores abandonan sus asientos.
Don Rosario inicia un aplauso que los demás secundan. El joven se adelanta para
ayudar al Espectador a alcanzar el escenario.
Don Rosario se lleva el instrumento a los labios y el sonido que emite es el de las
trompetas de los Caballos. El Espectador se tapa los oídos.
Espectador.– ¡Basta!
Estragón.– (A Vladimiro/Climando.) El señor no quiere música, quiere
hablar él y que los demás le escuchemos.
El joven.– ¡Espere!
Espectador.– De ninguna manera.
El joven.– ¿Con qué derecho…?
Espectador.– Usted me invitó a subir aquí.
El joven.– Pero lo hice para que viera actuar a mis amigos.
Espectador.– Ni ellos ni usted me interesan.
Antes de que el Espectador de un paso más, Estragón le conduce hasta una silla y
le obliga a sentarse.
La diva.–
¡Me está ensuciando todo el ensayo! ¡To–do! ¡Todo! ¡Y lo
duro que es dar un Do!
Tramoyista.– Perdón. Yo sólo quería contar un sueño que he tenido.
La diva.– Bien, bien… Todo el mundo puede ser escuchado. Yo siempre
respeté los derechos humanos y fui partidaria de la igualdad de opor-
tunidades.
Tramoyista.– Gracias. (Dirigiéndose al Espectador, que ha hundido su rostro
entre las manos.) Yo le he preguntado al cerdo: «¿Nos hemos visto en
alguna parte?».
Y el cerdo, por toda respuesta, se ha abalanzado
como una locomotora
sobre mi pregunta,
ha hincado sus dientes en mis narices y,
ñam… ñam… ñam…, se las ha ido comiendo,
mientras con sus pezuñas delanteras
oprimía mis ojos.
Yo, desnarigado, más no por eso dejando de oler a puerco negro y
grasiento,
He vuelto a preguntar:
«¿Nos hemos visto en alguna parte?».
Ni que decir tiene
que el cerdo,
en vez de darse por enterado,
ha seguido hozando
(ahora sobre mi boca).
He aguardado a que acabara
de rumiar mis labios,
y con sólo media lengua chorreante,
le he increpado: «Me debes una respuesta».
Pero en ese preciso momento…
me desperté…
¿Hay un psiquiatra en la sala
que se atreva a explicarme
el significado de mi sueño?
Espectador.– Bueno, en efecto… puede decirse que sí, que soy algo psi-
quiatra. Lo que sucede, refiriéndose a su sueño, es que… no sé. No
es, desde luego, un caso sencillo. Ni mucho menos. (Reaccionando.) Y,
además, ¡su sueño no me interesa! Cuéntele a otro su vida.
Tramoyista.– Pero usted ha dicho que es psiquiatra.
Espectador.– Olvídelo.
Tramoyista.– ¿Nos hemos visto en alguna parte?
El joven.– ¿Crítico?
El pianista –un drácula alter shaws– abandona el piano, que sigue sonando, y se
acerca a La diva, la atrae hacia si y la besa en el cuello. La voz de La diva deriva en
una orgía de risitas incontenibles.
Se alza las faldas y se libera con un toque hábil del corsé que la oprime.
Y ríe toda feliz igual que una breva madura, y apasionadamente va él y se la agarra
por mitad de la cintura, y va y se la besa como varón de ajos porros porque va y se la
besa en mitad de los morros.
El Crítico enarbola trozos de madera y los arroja a los personajes, que desaparecen
a toda prisa. El Joven y el Tramoyista se parapetan tras la caja alta que ocupaba
Juan el tonto. Cesa su furia arrojadora al descubrir a sus pies un trozo de cuerda
que sale de los bajos del escenario pequeño. Lo recoge con la mano derecha. Su mano
izquierda busca también y encuentra una cuerda idéntica. Fija los cabos a cada uno
de sus hombros y, con enorme esfuerzo, tira de ellas y arrastra dificultosamente el
escenario pequeño.
EL JOVEN sale al encuentro del Crítico, que continúa el lento avance. Al paso del
ingenio, las sillas caen derribadas y los cadáveres de los espectadores desaparecen
tragados por el foso.
El escenario pequeño se atasca en el árbol. De la boca del Crítico mana una baba
sanguinolenta.
Bernardo.– ¡Hostias!
Isabel.– Venga, Bernardo, no te pongas borde.
Bernardo.– ¡Vete a la mierda!
Isabel.– ¿Bailamos?
Bernardo.– Tú estás gilipollas.
Isabel.– No voy a comerte, hijo.
El suelo del escenario grande empieza a girar. Y el escenario pequeño, que está al
borde del círculo que se mueve, se desplaza, como vehículo de tiovivo, hasta quedar al
fondo con la embocadura oculta a la vista del público. El escenario grande es, ahora,
un espacio vacío. Sería infinito si no se adivinaran, lejos, las siluetas de los objetos
que antes le ocuparon. Únicamente permanecen, en el suelo, el árbol arrancado y,
suspendido en el aire, el marco de ventana negro. El joven, perplejo, perdido el norte,
está inmóvil. Siente la tentación de echar a andar y desaparecer. Pero no lo hace.
Quiere inventar escenografías y llenarlas de actores. Aquel marco de ventana que
parece flotar, resto del naufragio reciente, es lo único a lo que puede asirse. Lo coge
con ambas manos. Mira a través de él. Desea ver algo enseguida. Y ve. Una puerta
de madera tosca apoyada sobre diminutas ruedas de cojinetes que se desplaza suave-
mente hasta detenerse frente a la ventana. Del otro lado, rodeándola, surge quien la
empujaba. Es un hombre pulcramente vestido. Sobre una camisa blanca, impecable,
lleva un traje negro y, apoyado en los hombros, el gabán. Contempla la puerta.
La desplaza ligeramente. Retrocede algunos pasos, la examina de nuevo y corrige,
apenas, su posición. Acaricia la empuñadura de hierro. Abre y cierra varias veces.
Repara entonces en el joven y al advertir su sorpresa se lleva el dedo a los labios
pidiéndole silencio, y luego, en voz baja, casi en un susurro dice:
Apenas iniciada la recitación, una mujer aparece a toda prisa, arrebata al Joven el
marco de ventana y escruta desde él, con furia contenida, cada gesto de La prosti-
tuta sonámbula. Ésta, como si hubiera estado aguardando su presencia, se desabro-
cha la pechera y descubre, con gesto obsceno y lastimoso, un seno. La mujer detrás
de la ventana sujeta convulsivamente el marco y estalla.
El joven.– ¡Oiga!
Intenta abrir él la puerta, pero no puede. Llama con los nudillos. Nadie responde.
Insiste con más fuerza. Golpea con ambas manos y sólo consigue hacerse daño. Se
deja caer al suelo y sobre él descarga su cólera. ¿En qué momento qué gallina grande
como los pajarracos que volaban sobre la Tierra cuando el hombre no la habitaba
aún ha depositado ese huevo que empieza a resquebrajarse y de cuyo interior llega
un graznido con estampidos de fuegos artificiales? Rezuma por las grietas que se
van ensanchando un lodo espeso y oscuro y cuando el cascarón se abre aparece, des-
pidiendo un intenso olor a pólvora, todavía envuelto en sucias membranas transpa-
rentes que rasga con sus extremidades, una especie de larva humana. Se arrastra
un buen trecho antes de incorporarse y cuando al fin lo hace muestra su estatura de
adulto. Extrae un hacha que ocultaba en algún lugar de su cuerpo y da tajos de ciego
que cortan el aire a su alrededor.
Por toda respuesta, el Mensajero del fin del mundo vomita ríos de falsa sangre
que salpica al Joven. Una voz metálica anuncia por un altavoz:
Y mientras, el Mensajero del fin del mundo dirige sus hachazos contra la puerta.
La madera cruje. Saltan astillas. Cuando el acto de violencia concluye sólo queda en
pie el marco. El Joven le atraviesa y comprueba que ambos lados forman parte del
mismo y desnudo escenario. El Mensajero regresa junto al cascarón roto y, redu-
cido de nuevo a larva, se introduce en él y trata de recomponer el huevo. Al tiempo que
se desencadena una lluvia de arena azul, el suelo del escenario grande vuelve a girar.
Ya no se detendrá más. A cada giro, los espectadores verán a Isabel y Bernardo
en el escenario pequeño atrapados en una tela de araña que sus propias voces, ali-
mentadas por el rancio vocabulario del sainete aderezado con ramplonas palabras de
hoy, van tejiendo. Y al pie de este polvoriento desván, al Crítico y a Pelas devenidos
al estado de momias cuyos rostros se adornan con abiertas sonrisas. Fuera de la
Y al instante, ambos son arropados por relámpagos de mil colores y por truenos de
carraca que hacen del «¡Escupe, fuego! ¡Desbórdate, lluvia!» que declama el actor,
un discurso que El joven no logra oír. Una comparsa de frailes portadores de enor-
mes cruces blancas, de damas despechugadas y de funcionarios orates da escolta a
uno de tantos lopes de Aguirre buscadores de eldorados imposibles. La disparatada
procesión avanza por un pasillo flotante hecho de tensado tejido blanco que cede bajo
sus pisadas. El joven, hundido hasta media pierna en la espesa capa de arena plás-
tica, no consigue, por más que lo intenta, acercarse a ella. Cuando cree tenerla al
alcance de la mano, el giro de la plataforma le aparta irremediablemente.
Los personajes le miran desde el interior de las máscaras rígidas, pero nada respon-
den. Cuando se van, el joven se dirige a La bella.
La bella se alza las faldas y deja correr entre sus piernas un chorro de agua ama-
rillenta. Al fondo, en el centro de un círculo de luz, está, de espaldas, La Marioneta
humana. De sus brazos levantados en uve penden sendas telas de vivos colores.
Semejan alas de mariposa que, al agitarse, despiden destellos. Tres Hombres de
negro interrumpen el vuelo fingido, despojan a La Marioneta de sus alas y se las lle-
van transformadas en ondeantes banderas. Por un instante, la figura queda quieta
sobre coturnos, cubierta con amplias ropas, pero enseguida mueve las manos, luego
los brazos, dibuja en el aire signos extraños y bellos, y, de repente, da vueltas sobre
si misma vertiginosamente. En cada giro pierde una prenda y La Marioneta hu-
mana es, sucesivamente, negra, rosa, azul, amarilla, blanca, roja y, a veces, de
todos los colores a un tiempo.