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 IDEAS

 21/06/13

La explosión de la solidaridad
Agudo, Zygmunt Bauman expone en este ensayo magistral las razones
por las cuales el mundo necesita del cooperativismo y de una actitud
altruista en momentos en que tiemblan las estructuras sociales y el
capitalismo busca recomponerse. Svampa habla del ser solidario en
América Latina y también se presenta el libro nuevo del pensador
polaco.

POR ZYGMUNT BAUMAN



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Pasamanos. La sociedad de constructores que se formó en los albores de la Era Moderna se basó en la
confianza y en la actitud solidaria.
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Practicar la solidaridad significa fundar nuestro pensamiento y nuestras


acciones en el principio de “uno para todos y todos para uno”. El respeto por
este principio de responsabilidad mutua (del grupo por el individuo, y del
individuo por el grupo) fue definido como el état de solidarité (estado de
solidaridad) por la Encylopédie francesa en 1765. La palabra proviene del
adjetivo solidario, que significa “mutuamente dependiente”, “completo”,
“entero”. Solidario deriva de la palabra sólido, que implica “solidez”,
“integridad”, “cohesión” y “permanencia”.

Un grupo formado por miembros que exhiben los atributos de la solidaridad se


caracteriza por la permanencia y por la resistencia a las adversidades que
generan los extendidos vicios humanos de los celos, la desconfianza mutua, la
sospecha, los conflictos de intereses y la rivalidad. La actitud de solidaridad
consigue evitar que surja oposición entre los intereses privados y el bien común.
La solidaridad transforma una acumulación poco rigurosa de individuos en una
comunidad; complementa su coexistencia física con una moral, elevando así su
interdependencia al rango de una comunidad de destino y de fortuna... Al
menos, tales eran las esperanzas implícitas y anheladas cuando la solidaridad
comenzó a ser promocionada, cultivada y atendida en el siglo XVIII, cuando el
Ancien Régime se disolvía y nacía la era de la construcción de los Estados-
nación.

Surge el ser solidario

Una de las primeras iniciativas de los organizadores de “Occupy Wall Street” fue
invitar a Lech Walesa, el legendario líder del Movimiento polaco Solidaridad
para que pudiera pasar el bastón, por así decirlo, en la carrera de postas del
“poder del pueblo”. Los ocupantes de Wall Street se veían como hermanos del
movimiento social que se bautizó a sí mismo como Solidaridad y que
posteriormente encarnaría todo lo que consiguió unificar al pueblo polaco en
contra del poder político que violaba sus derechos e ignoraba su voluntad.
Dentro de la misma tónica, los ocupantes de Wall Street se propusieron
trascender todos los desacuerdos de clase, étnicos, religiosos, políticos e
ideológicos que estaban dividiendo a los estadounidenses y volviéndolos presa
del egoísmo, la codicia, el afán de los intereses privados y la consecuente
indiferencia a la desgracia humana. A sus ojos, los banqueros de Wall Street
eran la encarnación de todas estas plagas.

Los ocupantes se veían a sí mismos como los representantes, o más bien, la


vanguardia del “90% de los estadounidenses”. Los promotores de la ocupación
no habrían podido ignorar el hecho de que los “ocupantes” llegaban a Zuccotti
Park (Manhattan) desde rincones muy divergentes de una sociedad claramente
enemistada y dividida; pero esperaban poder suspender las discusiones y
atenuar el antagonismo durante un período necesario para purgar la pesadilla
que atormentaba en igual medida a todos, o casi todos, los estadounidenses (así
como el régimen comunista dictatorial atormentaba a los polacos, la tiranía de
Mubarak atormentaba a los egipcios y el terror de Kadafi atormentaba a los
libios).

Evitaron abordar temas en los que diferían a rajatabla –y evitaron


específicamente discusiones sobre cómo sería EE.UU. una vez que el 1% más
rico de los estadounidenses, atrincherado en los bancos de Wall Street, ya no
pudiera captar el 93% de la riqueza nacional. Los “ocupantes” se jactaban ante
los periodistas de que su movimiento era auténticamente popular, espontáneo y
que no era manipulado –tal como lo demostró la ausencia de líderes que
aspiraran a sabotear sus acciones. Y realmente no tenían un líder –ni habrían
podido tenerlo. Porque un líder digno de ese nombre es por definición alguien
con una visión y un programa; y si en Zuccotti Park se elaboraban visiones y
programas, los temas previamente dejados de lado y confinados cautamente al
silencio, los conflictos de intereses flagrantes y para nada fáciles de resolver,
saldrían instantáneamente a la superficie. En ese caso, la carpa que la ciudad
construyó en el parque se habría convertido en un segundo en una ciudad
fantasma –como incluso ya había ocurrido con frecuencia, por ejemplo, en la
Plaza de la Independencia de Kiev o en la Plaza de la Liberación de El Cairo. El
movimiento formado por millones de personas, cuyo objetivo era unificar los
bandos y facciones por lo demás opuestos, y todas las razones para continuar la
alianza temporaria, se habría acabado de inmediato.

Al igual que otros “movimientos de indignados”, la ocupación de Wall Street fue,


por decirlo de alguna manera, una “explosión de solidaridad”. Las explosiones,
como bien lo sabemos, son repentinas e impactantes, pero también de corta
duración. Y estos movimientos fueron (y son) a veces “carnavales de
solidaridad”. Los carnavales, enseñaba el filósofo ruso Mikhail Bakhtin, son
pausas en la monotonía de lo mundano, que traen consigo un alivio
momentáneo de la rutina cotidiana todopoderosa, abrumadora y asquerosa.
Suspenden la rutina, la declaran nula y vacía. Sólo mientras duran los festejos.
Una vez que se agota la energía y cede la exultación poética, los juerguistas
retornan a la prosa de lo cotidiano.

La rutina necesita carnavales periódicos como válvula de seguridad para aflojar


la presión. Cada tanto, es necesario descargar las emociones peligrosas, drenar
la mala sangre, soltar la aversión a la rutina para que su poder debilitante y
neutralizante pueda restablecerse. En suma, las probabilidades de la solidaridad
están determinadas menos por las pasiones y la batahola del “carnaval” que por
el silencio de la rutina desapasionada. ¿Quiere solidaridad? Entonces, enfrente y
acepte la rutina de lo mundano; con su lógica o su inanidad, con los poderes de
sus exigencias, órdenes y prohibiciones. Y mida sus fuerzas con los modelos de
los quehaceres cotidianos de aquellas personas que determinaron la historia
siendo a la vez determinadas por ella.

Devaluación

Para decirlo con suavidad, por lo menos en nuestra parte del mundo, el trabajo
monótono cotidiano es inhospitalario para la solidaridad. Sin embargo, no
siempre fue así. Dentro de la sociedad de constructores, que se formó en los
albores de la era moderna, hubo una auténtica fábrica de solidaridad. Se
desarrolló sobre la base del vigor y la densidad de los lazos humanos y la
obviedad de las interdependencias humanas. Muchos aspectos de la existencia
contemporánea nos enseñaron una lección de solidaridad y nos alentaron a
cerrar filas y marchar del brazo: los pelotones pululantes de trabajadores dentro
de los muros de las fábricas, la uniformidad de la rutina de trabajo regulada por
el reloj e impuesta por la línea de producción, la omnipresencia de la
supervisión intrusiva y la estandarización de las exigencias disciplinarias –pero
también la convicción a ambos lados de la divisoria de clases, es decir los
directores y los dirigidos, de que su dependencia mutua era inevitable y no
dejaba margen alguno para la evolución. De modo que era sensato elaborar un
modus covivendi permanente y una restricción autoimpuesta, algo que este
compromiso exigía categóricamente.

Los beneficios de la solidaridad se destacaron también con la práctica de los


sindicatos, las negociaciones colectivas y las paritarias, los contratos colectivos
de trabajo, las cooperativas de productores, consumidores o inquilinos, distintos
tipos de fraternidades y asociaciones mutuales. La lógica de la construcción de
Estado dentro de la soberanía territorialmente definida de autoridades
nacionales llevó a la solidaridad. Y, por último, la expansión lenta pero segura
de las instituciones del Estado benefactor demostró la naturaleza comunal de la
coexistencia humana, sobre la base del ideal y la experiencia de la solidaridad.

Nuestra sociedad [“moderna tardía”, como se la suele llamar ahora sin


fundamento (1)] de consumidores, profundamente individualizada, es
exactamente lo opuesto a una fábrica de solidaridad: produce desconfianza
mutua y competencia. Un efecto colateral muy común del funcionamiento de
esta fábrica es la devaluación de la solidaridad humana: un rechazo o incluso
una negativa de su utilidad en la persecución de los deseos personales y el logro
de las metas personales. La devaluación de la solidaridad tiene sus raíces en el
deterioro de la atención al bien común y la calidad de la sociedad en la cual se
desarrolla la vida del individuo. Como señala Ulrich Beck, más que una
comunidad consensual en todo nivel, es el individuo humano separado, en su
naturaleza distintiva y su lucha solitaria por la autodeterminación, el que
sobrelleva actualmente la carga de buscar y encontrar, individualmente y dentro
de los límites definidos por la magnitud de sus recursos individuales, soluciones
“individuales” a problemas “producidos socialmente” (en su eficiencia y su
insensatez equivale a construir un refugio antibombas para evitar las
consecuencias de la guerra nuclear).

En contraste con las sociedades donde la actitud dominante era la de “custodio”


(la protección de la herencia común de la creación divina confiada al cuidado
humano) o de “jardinero” (asumiendo la responsabilidad por la forma del orden
social y su preservación), hoy se recomienda constante e insistentemente la
actitud de “cazador”; esta actitud tiene que ver principalmente o quizás hasta
exclusivamente con el número y el tamaño de los trofeos de caza y la capacidad
de la mochila de caza. Ocuparse de la abundancia de animales en la zona de
cacería, es decir, el éxito de futuras cacerías, sigue estando más allá de la
capacidad del cazador. En una sociedad de consumidores que tratan al mundo
como un reservorio de potenciales objetos de consumo, la estrategia de vida
recomendada es forjarse un nicho relativamente cómodo y seguro para uso
exclusivamente privado dentro del espacio público, que es totalmente
inhospitable para la gente, indiferente a las perturbaciones y a la desdicha
humanas, repleto de emboscadas y trampas explosivas. En este mundo, la
solidaridad no sirve de mucho.

Nuevas verdades

Es difícil evaluar aquí cuál es la causa y cuál el resultado –pero paralelamente al


deterioro del interés por la calidad del bien común (y de la sociedad
propiamente dicha), puede observarse el abandono y el desmantelamiento de
las “fábricas de solidaridad” tradicionales. La “desregulación del mercado de
trabajo” y la consecuente fluidez de las comunidades de trabajo caracterizadas
por una estabilidad cada vez menor –menos y menos protegida por la ley–
desfavorece considerablemente la formación de lazos más firmes con “colegas”.
La filosofía del management en su forma actual traslada la responsabilidad de
los resultados financieros de una empresa de los superiores a los subordinados,
lo cual deja a cada empleado en situación de competir con todos los demás.

Esta filosofía requiere que la utilidad de cada empleado o empleada se mida


según su aporte personal a la rentabilidad de la empresa: ella o él están
obligados a competir con el resto del equipo de trabajo. En esencia, se obliga a
los trabajadores a luchar por su posibilidad de sobrevivir a otra ronda de
despidos, una medida que suele disfrazarse con criptónimos tan “políticamente
correctos” como “subcontratación” o “tercerización”. En un juego evidente de
suma cero, unirse y cerrar filas es de escasa utilidad y no ayuda mucho a
sobrevivir –al contrario, se está volviendo peligrosamente cercano a una pulsión
suicida. Y lo que es más ominoso, la antigua dependencia mutua de la dirección
y la fuerza de trabajo, con la mutualidad resultante de deberes y
responsabilidades, ha sido revocada unilateralmente.

Si a los potenciales empleados les cuesta salir adelante, sus posibles


empleadores pueden trasladarlos a ellos (o a su capital) de un lugar a otro sin
demasiados problemas; de modo que en el matrimonio de los jefes con sus
subordinados, a cada paso es posible un divorcio iniciado y dictado por los
intereses de los primeros. Apenas si podemos hablar aquí de una solidaridad de
destino cuando no puede esperarse una solidaridad de acciones; los lazos son
demasiado flojos para eso, las responsabilidades demasiado frágiles y
demasiado fáciles de revocar. En cualquier momento pueden desaparecer los
empleos, junto con los jefes y los dueños, dejando hasta a los empleados más
leales, útiles y valorados sin trabajo y sin medios. Los esfuerzos de inventar un
modus covivendi mutuamente atractivo y de largo plazo no tienen mucho
sentido en estas condiciones; y la solidaridad mutua no tiene demasiada chance.

Las nuevas verdades son vívidamente demostradas e inculcadas por los


populares programas de la reality TV. Y estas verdades promocionadas por los
medios anuncian que los participantes en estos programas son enemigos; que se
sale adelante y se sobrevive a la batalla a costa del vecino. La meta primordial de
cada uno es sobrevivir y eliminar a los otros primero; y ese debería ser también
nuestro objetivo. Las coaliciones (si es que se forman) son ad hoc y temporarias,
no duran más que su utilidad para promover el propio interés y socavar el
interés de los otros; aquí nadie promete fidelidad y nadie asume la carga de
responsabilidades a largo plazo (mucho menos eternas). El rechazo,
pronunciado cada semana en el caso de la mayoría de estos programas, es una
ley absoluta. La única incógnita es quién ganará y designará a aquél o aquélla
que recibirá la expulsión. No hay espacio aquí para una “causa común” o una
responsabilidad por otros –es cada uno para sí mismo. Como si los autores y
productores de la Reality TV conspiraran para aportar más argumentos a favor
de la triste conclusión de Sigmund Freud de que, de todos los mandamientos de
Dios, la orden de “amar al prójimo como a sí mismo” es la más difícil de cumplir
y la más riesgosa en sus consecuencias.

Malas intenciones

La amenaza que atormenta la vida urbana contemporánea y la tendencia a la


separación espacial y el aislamiento no son nada propicios para la solidaridad.
Guardaespaldas armados vigilan las entradas a oficinas y “barrios cerrados”,
donde quienes pueden permitírselo –entre otros, los que marcan el tono de la
vida urbana– buscan un refugio (enormemente caro) contra los peligros que
supuestamente pululan en las calles. En las ciudades, vemos cada vez más
soluciones arquitectónicas que obstaculizan el acceso o el paso en lugar de
facilitarlo. Cámaras de circuito cerrado nos miran desde cada rincón y cada
entrada. En un estilo similar al de los vigías en las torres de vigilancia del
Panopticon (inventado por Jeremy Bentham y considerado por Michel Foucault
como el arquetipo de la tecnología moderna del poder, una solución para
superiores que controlan a sus subordinados), nos espían para impedirnos
“entrar” más que “escapar”. Son instrumentos, no tanto del Panopticon como
del Banopticon –que mantienen a los indeseables a una distancia
(teóricamente) segura del patio trasero y de la mala jugada, que (por definición)
se espera de ellos.

Cada extraño (y en una ciudad, sobre todo si es grande, todos somos extraños
para los demás salvo excepciones) es sospechado de malas intenciones. Y
ninguna de las formas mencionadas de evitar las amenazas reales e imaginarias
al cuerpo y las posesiones aplaca la sensación de peligro o elimina el miedo a los
extraños; al contrario, son la prueba más visible de la realidad de la amenaza y
justifican el miedo generado al enfrentarse con el “extraño”. Cuanto más
elaborados son los cerrojos, los candados y las cadenas que instalamos de día,
más aterradoras son las pesadillas de intrusiones y saqueos que nos atormentan
de noche. Cada vez nos resulta más difícil comunicarnos con los que están
detrás de la puerta. La profundización de nuestro mutuo aislamiento físico y
mental, la pérdida de un lenguaje común y la capacidad de comunicarnos y
entendernos unos a otros –estos procesos ya no necesitan estímulos externos;
como si ya se guiaran por el “hágalo usted mismo” se alimentan de sí mismos, se
desatan solos y tienen su propio impulso. Resulta tentador ver en ellos el primer
perpetuum mobile que la humanidad ha logrado construir.

De modo que sí, es cierto que muchas pruebas (muchas más de las que pude
enumerar aquí) acumuladas nos ilustran que el mundo en el que nos toca vivir y
que recreamos a diario –conscientemente o no– a través de nuestras acciones
no es particularmente impresionante en lo que se refiere a dar cabida a la
solidaridad. Pero tampoco escasean las pruebas de que el espíritu y el ansia de
solidaridad en el mundo frustrado con esta inhospitalidad no cederán.

Una vez tras otra, sigilosa pero obstinadamente, este espíritu puede llegar a
retornar del exilio. Lo demuestran los sucesivos episodios de “solidaridad
explosiva” y los cada vez más frecuentes “carnavales de solidaridad” (pues los
carnavales celebran lo que extrañamos más llamativa y dolorosamente en
nuestra rutina cotidiana). Se multiplican iniciativas locales como
emprendimientos cooperativos ad hoc –aunque usualmente sean modestos y a
menudo efímeros. En múltiples formas, la palabra “solidaridad” busca
pacientemente en qué encarnarse. Y no dejará de buscar ansiosa y
apasionadamente hasta conseguirlo.

En ese afán que tiene la palabra de encarnarse, nosotros, los habitantes del siglo
XXI, somos tanto agentes como objetos de ese anhelo. Somos el punto de
partida y el destino final, pero también vagabundos que seguimos esa ruta y
vamos trazándola con nuestros pasos. Con nuestros pasos, finalmente la ruta
aparecerá –pero es difícil dibujar su rumbo exacto en el mapa antes de que eso
ocurra. Pese a esta dificultad, es imposible resistirse a la tentación de diseñar
dicho mapa. Los diseños de esos mapas son innumerables. Pero de los que
conozco, hay un diseño que me pareció esbozado con una responsabilidad
incomparablemente mayor hacia la palabra solidaridad, porque su comprensión
de las limitaciones para predecir el rumbo de la historia por parte de los
humanos es mucho mejor que en el caso de la mayoría de las “hojas de ruta”.
Este diseño, según una de las mentes más poderosas de nuestra era, Richard
Sennett, no es un mapa de una ruta todavía no transitada sino instrucciones de
posicionamiento respecto de la planificación de la ruta para cuando sea
transitada en el futuro.

La fórmula heurística de Sennett (que él define como una “forma


contemporánea de humanismo”, pero que traza como un viaje hacia una
humanidad pensando en la solidaridad) comprende tres niveles: “cooperación,
informal, abierta”. Cada una de las tres partes de esta fórmula es igualmente
importante. La “informalidad” nos advierte que debemos unirnos a la acción
común sin un programa y un código de conducta predeterminados –lo que le
permite tanto emerger gradualmente como cristalizar en el transcurso de la
cooperación. La “apertura” recomienda que no supongamos que nuestra visión
de las cosas es la correcta sino que debemos aceptar la posibilidad de descubrir
su error; no debemos cargar la interacción futura con el objetivo de imponer
nuestra opinión a otros participantes o persuadirlos de que nuestra visión es
acertada y la de ellos errónea; debemos aspirar a enseñar y a aprender –
combinar el rol de maestro con el de estudiante. Y para definir la naturaleza de
la interacción, Sennett elige el concepto de “cooperación” antes que de “diálogo”
o “negociación”, ya que no se trata de establecer de quién son los argumentos
que ganan y de quién los que pierden.

En la “cooperación informal abierta”, al igual que en la humanidad fundada en


la solidaridad, no hay ganadores y perdedores: desde “la cooperación informal
abierta juntos”, al igual que con el esfuerzo de construir vínculos de solidaridad,
cada participante sale más sabio, más rico y más habilidoso que antes. Sabe
más, es capaz de más –y por eso quiere y puede emprender tareas más
ambiciosas e importantes. Más allá de todo lo que pueda decirse sobre la
“cooperación informal abierta”, indudablemente no es un juego de suma cero.
(1) Carece de fundamento llamarla asi porque “tardio” es un atributo que
podemos adjudicar a un periodo solo mirando retrospectivamente, cuando
una era de varias etapas ya termino. Y el final de la era moderna no parece
estar a la vista.

(c) Zygmunt Bauman Traduccion de Cristina Sardoy

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