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21/06/13
La explosión de la solidaridad
Agudo, Zygmunt Bauman expone en este ensayo magistral las razones
por las cuales el mundo necesita del cooperativismo y de una actitud
altruista en momentos en que tiemblan las estructuras sociales y el
capitalismo busca recomponerse. Svampa habla del ser solidario en
América Latina y también se presenta el libro nuevo del pensador
polaco.
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Pasamanos. La sociedad de constructores que se formó en los albores de la Era Moderna se basó en la
confianza y en la actitud solidaria.
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Zygmunt Bauman
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Bauman básico
Una de las primeras iniciativas de los organizadores de “Occupy Wall Street” fue
invitar a Lech Walesa, el legendario líder del Movimiento polaco Solidaridad
para que pudiera pasar el bastón, por así decirlo, en la carrera de postas del
“poder del pueblo”. Los ocupantes de Wall Street se veían como hermanos del
movimiento social que se bautizó a sí mismo como Solidaridad y que
posteriormente encarnaría todo lo que consiguió unificar al pueblo polaco en
contra del poder político que violaba sus derechos e ignoraba su voluntad.
Dentro de la misma tónica, los ocupantes de Wall Street se propusieron
trascender todos los desacuerdos de clase, étnicos, religiosos, políticos e
ideológicos que estaban dividiendo a los estadounidenses y volviéndolos presa
del egoísmo, la codicia, el afán de los intereses privados y la consecuente
indiferencia a la desgracia humana. A sus ojos, los banqueros de Wall Street
eran la encarnación de todas estas plagas.
Devaluación
Para decirlo con suavidad, por lo menos en nuestra parte del mundo, el trabajo
monótono cotidiano es inhospitalario para la solidaridad. Sin embargo, no
siempre fue así. Dentro de la sociedad de constructores, que se formó en los
albores de la era moderna, hubo una auténtica fábrica de solidaridad. Se
desarrolló sobre la base del vigor y la densidad de los lazos humanos y la
obviedad de las interdependencias humanas. Muchos aspectos de la existencia
contemporánea nos enseñaron una lección de solidaridad y nos alentaron a
cerrar filas y marchar del brazo: los pelotones pululantes de trabajadores dentro
de los muros de las fábricas, la uniformidad de la rutina de trabajo regulada por
el reloj e impuesta por la línea de producción, la omnipresencia de la
supervisión intrusiva y la estandarización de las exigencias disciplinarias –pero
también la convicción a ambos lados de la divisoria de clases, es decir los
directores y los dirigidos, de que su dependencia mutua era inevitable y no
dejaba margen alguno para la evolución. De modo que era sensato elaborar un
modus covivendi permanente y una restricción autoimpuesta, algo que este
compromiso exigía categóricamente.
Nuevas verdades
Malas intenciones
Cada extraño (y en una ciudad, sobre todo si es grande, todos somos extraños
para los demás salvo excepciones) es sospechado de malas intenciones. Y
ninguna de las formas mencionadas de evitar las amenazas reales e imaginarias
al cuerpo y las posesiones aplaca la sensación de peligro o elimina el miedo a los
extraños; al contrario, son la prueba más visible de la realidad de la amenaza y
justifican el miedo generado al enfrentarse con el “extraño”. Cuanto más
elaborados son los cerrojos, los candados y las cadenas que instalamos de día,
más aterradoras son las pesadillas de intrusiones y saqueos que nos atormentan
de noche. Cada vez nos resulta más difícil comunicarnos con los que están
detrás de la puerta. La profundización de nuestro mutuo aislamiento físico y
mental, la pérdida de un lenguaje común y la capacidad de comunicarnos y
entendernos unos a otros –estos procesos ya no necesitan estímulos externos;
como si ya se guiaran por el “hágalo usted mismo” se alimentan de sí mismos, se
desatan solos y tienen su propio impulso. Resulta tentador ver en ellos el primer
perpetuum mobile que la humanidad ha logrado construir.
De modo que sí, es cierto que muchas pruebas (muchas más de las que pude
enumerar aquí) acumuladas nos ilustran que el mundo en el que nos toca vivir y
que recreamos a diario –conscientemente o no– a través de nuestras acciones
no es particularmente impresionante en lo que se refiere a dar cabida a la
solidaridad. Pero tampoco escasean las pruebas de que el espíritu y el ansia de
solidaridad en el mundo frustrado con esta inhospitalidad no cederán.
Una vez tras otra, sigilosa pero obstinadamente, este espíritu puede llegar a
retornar del exilio. Lo demuestran los sucesivos episodios de “solidaridad
explosiva” y los cada vez más frecuentes “carnavales de solidaridad” (pues los
carnavales celebran lo que extrañamos más llamativa y dolorosamente en
nuestra rutina cotidiana). Se multiplican iniciativas locales como
emprendimientos cooperativos ad hoc –aunque usualmente sean modestos y a
menudo efímeros. En múltiples formas, la palabra “solidaridad” busca
pacientemente en qué encarnarse. Y no dejará de buscar ansiosa y
apasionadamente hasta conseguirlo.
En ese afán que tiene la palabra de encarnarse, nosotros, los habitantes del siglo
XXI, somos tanto agentes como objetos de ese anhelo. Somos el punto de
partida y el destino final, pero también vagabundos que seguimos esa ruta y
vamos trazándola con nuestros pasos. Con nuestros pasos, finalmente la ruta
aparecerá –pero es difícil dibujar su rumbo exacto en el mapa antes de que eso
ocurra. Pese a esta dificultad, es imposible resistirse a la tentación de diseñar
dicho mapa. Los diseños de esos mapas son innumerables. Pero de los que
conozco, hay un diseño que me pareció esbozado con una responsabilidad
incomparablemente mayor hacia la palabra solidaridad, porque su comprensión
de las limitaciones para predecir el rumbo de la historia por parte de los
humanos es mucho mejor que en el caso de la mayoría de las “hojas de ruta”.
Este diseño, según una de las mentes más poderosas de nuestra era, Richard
Sennett, no es un mapa de una ruta todavía no transitada sino instrucciones de
posicionamiento respecto de la planificación de la ruta para cuando sea
transitada en el futuro.