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La timoteca nacional
Enciclopedia
COLECCIÓN
Rafael
Dirección: de la picaresca
Documento
Editorial
Borras DOCUMENTO
Betriu / 134 española
Planeta
ConsejoPlans,
Marcel de Redacción:
Carlos María
Pujol
©Enrique Teresa
y Rubio,
Xavier Arbó,
Vilaró
1984
Editorial Planeta, S. A., Córcega, 273-277,
Barcelona-8 (España)
Edición al cuidado de María Teresa Arbó
Diseño colección y cubierta de
...de sí mismo
es humildad.
...los defectos ajenos
es Caridad.
...las palabras inútiles
es penitencia.
...a tiempo
es prudencia.
...en el dolor
es heroísmo.
...de los picaros
es encubrimiento.
Cuando observé que en mis archivos de cuarenta años de
periodismo policial, los temas del fraude ocupaban el triple
de espacio que cualquier otro delito, amenazando además
con aumentar la distancia, entendí que nos rodean tantos
bribones, zarramplines y troneras que se impone tomar
medidas defensivas para caer en sus redes cuantas menos
veces mejor. Porque caer, caemos. Empieza engañándonos
nuestra propia madre, dándonos el chupete por la teta...
Lo que necesitamos es conocer al granuja, saber de sus
bellaquerías para que no nos sorprendan de legos, mos-
trencos, avariciosos, papanatas o babiecas, que con la ig-
norancia, la avaricia, la candidez y la tontuna juegan tima-
dores y linces.
Todos los estafadores, y los hay de esmoquin y a pelo,
tienen un denominador común: el lucro. Sus víctimas, en
cambio, pueden ser movidas, puestas en trance, por su
avaricia («estampita», «tocomocho», «misas»), por su amor
al prójimo (falsa caridad, falsos desvalidos), por su vani-
dad (títulos falsos, premios-fantasmas), por su ingenuidad
o ignorancia (anuncios camelo, gangas, falsos parientes...),
por su afecto (accidente simulado, sentimiento simulado,
sentimiento religioso o político) o por su necesidad (oferta
de trabajo, artículos de consumo...).
Históricamente, el timador, o defraudador, el estafa-
dor, nunca han sido considerados con tanta severidad como
los otros delincuentes; sin duda, porque no usan de la vio-
lencia, siendo sus armas la agudeza, el ingenio, la tunan-
tería y la canallada. Incluso caen graciosos los que timan
con «el cuento largo», removiendo la insana codicia que
convierte a Cándidos en pendones y a cipotes en perillanes,
tal ocurre con el viejo «tocomocho», o su hermana «la es-
tampita», engaños burdos y superconocidos, cuyo éxito
estriba en que los delincuentes logran convertir en cóm-
plice a la víctima, movida por su avaricia y dispuesta a
engañar al que cree tontico o enfermo.
No pueden hacer gracia los que se lucran con engaños
del débil, de los ancianos, los disminuidos físicos, los eco-
nómicamente hundidos, los jubilados ahorradores, los pa-
rados, los enfermos...
Para que nos guardemos de todos ellos, he trabajado,
trabajo y trabajaré, ordenando y exponiendo los trucos y
trampas de ayer y de hoy, de que viven los granujas de
hoy y de ayer. Para los de mañana, ya habrá quien tome la
antorcha de esta enciclopedia de la picaresca andante y
siga la historia, historia que ustedes observarán, que, en
ocasiones, abordo echando mano de la jerga del hampa;
pero sólo en ocasiones porque el caló jergal tiende a de-
saparecer, como el urogallo.
Ya no es corriente oír a un inspector de policía interro-
gar a un «choro», en el «idioma» de éste. De aquella jerga
nacida de la primitiva germanía, neologismos jergales y
bastantes términos del romanó, apenas queda nada. Ya no
se enseña el lenguaje defensivo de los delincuentes en la
Escuela del Cuerpo Superior de Policía, aquel curioso len-
guaje con el que se «derrotaba» antes el «manguta» ante
las preguntas de «la pasma». Hoy, cualquier «jalonero»,
o «sirlero», se acoge mejor al «rollo» del «poli» que «lar-
ga» en «Cheli», mezcolanza de términos castizo-chulescos,
chabacanos y delincuenciales, que necesitan acompaña-
miento de gestos y tono de voz para reforzar lo que oral-
mente no entiende nadie.
La jerga de ayer había nacido en afán de autoprotec-
ción; la del «pasota» sólo posee afán de exhibición, contri-
buyendo a la incomunicación y a la pobreza mental. La
gente del «Cheli», o del «rollo», ha hurtado palabras al
caló jergal: «jai», para denominar a la gachí; «jeta», para
el rostro, «mui», para la boca... Y las usan los imberbes
estudiantes y los golfos suburbiales. Tópicos, retahila de
tacos que se repiten unos a otros para convencerse de que
ser «pasota» es... no pasar de nada que sea grato y que
paguen los demás.
A los gitanos les disgusta profundamente que se con-
funda su idioma, el romanó, con la jerga de los delincuen-
tes. Y te recuerdan que existe una gran y notable diferen-
cia entre la «chipi-callí» y ese lenguaje nacido en «la trena»
o «el talego».
—Don Ramón del Valle-Inclán —te dicen— chamuyaba
barsamiá misté la chipi-callí (hablaba bastante bien la len-
gua gitana).
La diferencia entre el idioma de los gitanos y la jerga
de los delincuentes puede comprobarse con sólo comparar
unas cuantas palabras. El calé llama «barander» al juez,
mientras el «choro» le llama «corroy». El gitano titula al
jefe de «baranda» y el delincuente le suele llamar «el do-
ble». La cárcel es «el bal» para los calés, que también le
llaman «pandibó» y «estaribel», mientras que los «cacos»
usan esos términos de «trena», «talego», «maco», o bien
«hotel».
Los jóvenes policías de las actuales promociones, como
los delincuentes juveniles, ya no conocen, ni se interesan
por conocer, aquel argot que convertía los diálogos entre
«el madam» y «el pringoso» (policía y delincuente) en acer-
tijos como éste...
—¿Topero, renguista, gumarrero, piquero, sirlero o me-
cha? (Reventador de puertas, salteador de trenes, ladrón
de gallinas, carterista, navajero o descuidero en comer-
cios) —preguntaba el policía.
El interrogado mostraba las palmas de las manos y
decía:
—Endiquele los bastes cómo marcan currelo. Estoy
mosqueao dende hace dos brejes. Canutee y verá que no
guindo. Si me da bola, le doy servilleta. (Mire mis dedos
cómo marcan trabajo. Estoy retirado desde hace dos años.
Telefonee y verá que no miento. Si me da libertad, le doy
un asunto, una confidencia.)
La jerga iba sumando palabras sin cesar. «El descuide-
ro de rodantes» fue pronto el ladrón de coches, como fue
«reventador de marias» el ladrón de pequeñas cajas de
caudales. Los «guiris» son los turistas y ya no se llama
«rodante» al coche, sino «tequi», palabra importada de
Italia.
Con carácter anecdótico, y por cuanto tiene de pinto-
resco, he traído a colación, en algunos de los timos que
figuran en este primer tomo de la timoteca nacional, el
caló jergal de ayer, lenguaje entrando ya en la historia,
como sucede en los países de la América del Sur, a los que
lo exportamos y donde, con ligeros cambios, se llaman el
Lunfardo, el Coa, y el caló ñánigo.
Hoy, año de 1983, cuando cierro este volumen, si le
preguntas a un timador de «cuento largo» que cuál es su
nombre «peta», o nombre falso, lo más seguro es que se
mosquee y responda:
—¿Te quiés quedar conmigo, tío...?
ENRIQUE RUBIO
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«EL PITO-FLEXO»
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« E L NAZARENO»
E L D E L CAMBIO
E L T I M O D E «LA BECA»
¡Madres que tenéis hijos! ¡Ojo! Sí, mucho ojo, tanto si esos
hijos son maestros y regentan colegio, como si son alum-
nos que acuden a esos colegios. A los maestros debéis de
alertarlos para que no piquen cuando los visite el «regala-
becas». Ellos se encargarán de que no caigan en la tupida
red los padres de los alumnos, cuyas direcciones no darán,
ni amenazados, por escopetas de cañones recortados.
Los picaros que han dedicado todo su ingenio a este
engaño no sólo tienen que saber explicarse correctamente,
sino que también deben presentarse pulcros y dotados de
toda una serie de papeles y documentos capaces de guindar
a un maestro. La función empieza visitando el colegio.
El bribón al que tomamos como muestra tendría unos
cincuenta años más o menos. Blanqueando los aladares, vis-
tiendo a la antigua usanza —es decir, con corbata, sujeta-
dor de corbata, chaqueta con insignia en la solapa, pañue-
lito en el bolsillo superior de la americana, zapato lustro-
so—, y llevando una hermosa cartera de negocios en la
mano, hacía su presentación en los colegios, prefiriendo de
párvulos a E G B , en los que solicitaba entrevista con la di-
rectora o administradora.
Si le remoloneaban la entrada advertía, solemne:
—Sentiría que este centro quedara al margen de unas
becas que se están otorgando a todos los que lo solicitan.
Y no me es posible volver...
El que va a dar es recibido mucho m e j o r que el que
va a cobrar. Y el pulcro caballero no tardaba en estar sen-
tado, frente a frente, con la señorita directora...
— V e r á , señorita. Represento a la Asociación Nacional
de Padres de Familia, entidad patrocinada y protegida por
el Ministerio de Educación. Mi misión es informar antes
de fin de mes acerca de los niños que por sus méritos, o
por sus circunstancias, merecen una beca que cubriría to-
dos sus gastos de estudios en este centro, material escolar
y media pensión, si el niño se queda a comer en el colegio...
—Pero proponer el asunto a los padres es muy delicado.
No crea usted que es sencillo, dado el orgullo que todos
tenemos y...
—¡La comprendo, señorita! Pero nuestra asociación ha
pensado en todo y las becas se otorgan directamente al do-
micilio de los pequeños que lo merezcan, o lo necesiten, y
entablando primero un discreto contacto con sus familias.
¡No faltaría más!
—Entonces, ¿que quiere usted de nosotros?
—Que proponga a los chicos que a su juicio merezcan
la ayuda, teniendo en cuenta sus dotes personales y sus
circunstancias familiares. Es decir, lo mismo nos interesa
apoyar a un chico superdotado que a un muchachito hijo
de soltera, o de padres separados, o de familia muy nece-
sitada... ¿Comprende?
La maestra o el maestro pican. Por su mente pasan lista
a los alumnos más despabilados y a los más desafortuna-
dos. Luego tiran de fichero y proporcionan al generoso vi-
sitante el nombre y la dirección de unos cuantos chicos.
Los timadores a domicilio saben que en las casas di-
fícilmente está el cabeza de familia a media mañana, o a
media tarde. Por eso acuden en sus visitas a esas horas,
sorprendiendo a la señora sola, muy complicada su vida
con la compra, la cocina, la limpieza del hogar...
—Perdóneme, señora... ¿La molesto?
— V e r á : tengo un trabajo enorme... Si viene a venderme
algo, m e j o r que lo dejemos.
—Vengo de parte de doña Fulanita, la directora del co-
legio de su h i j o Menganito.
—¿Sucede algo?
— ¡ N o , por Dios! Sucede que la directora nos ha infor-
mado al ministerio de las muchas cualidades de su hijito,
y como vamos a conceder unas becas que cubrirán todos
los gastos de estudios del niño, pues venía a charlar con
usted para que me dé su aprobación y unos datos...
—¡Pase, por Dios! No se quede en la puerta...
El «rey mago cultural» no tarda en liar a la señora, que
se siente sumamente halagada con tanto piropo a la inte-
ligencia de su retoño que más parece le hablen de Alfon-
so X El Sabio que de Pepito. La entrevista discurre por
vías muy cordiales, invitando la señora al caballero de las
becas a tomar una copita y firmando un impreso, por el
que acepta, si el jurado aprueba el expediente, que su hijo
sea distinguido con una beca de estudios, a cobrar cada
mes en el propio domicilio, por unas cinco mil o seis mil
pesetas, ampliables hasta a diez mil si el niño come en el
centro.
Cuando ya se le ha pegado la comida a la feliz madre y
el buscavidas inicia la retirada, prometiendo pronta vuelta,
llega el momento cumbre del largo cuento...
—Esto, señora, me tiene usted que abonar mil peseti-
llas para los gastos de tramitación de expediente y otras
mil para papel del Estado y pólizas. Es todo lo que tendrá
que gastar en una ayuda escolar que permanecerá hasta
que el chico ingrese en la universidad. Entonces ya les di-
rán lo que ha de hacer para seguir recibiendo el apoyo...
La tercera visita ya no es del hombre regalabecas. Es
la madre, o el padre, de alumno apuntado para recibir la
graciosa ayuda, el que va a la comisaría del distrito a con-
tar lo que le sucedió meses atrás...
Sí, porque hasta que no han pasado unos meses, y o la
maestra se entera del timo en marcha porque se lo contó
una colega, o la señora madre se mosquea con tanta tar-
danza, todos, en colegio y en casa, esperan la estupenda
ayuda que el ministerio va a tener a bien otorgarles.
«Cuando un bosque se quema, algo tuyo se quema»,
decía una advertencia de ICONA a los posibles incendia-
rios del monte. En las comisarías de policía, cada vez que
un granuja se entrega a burlar a las gentes, el inspector de
guardia tiene su propio timito: «Cuando un timador fun-
ciona, un policía escribe: "Cada diligencia a máquina son
unos folios, repitiendo la cantinela de las víctimas que es
el relato de la forma de actuar del zorro."»
EL T I M O D E L «CONSENTIDO»
E L T I M O «DEL PIOJO»
EL BANQUETE
T I M O D E « E L SPOT»
LOS H I J O S I N V I S I B L E S
«EL COCHECITO»
E L CAMBIAZO D E B I L L E T E S
Corazón Santo,
fuente de amor,
consuelo al llanto
del pecador...
«EL PLUMERO»
«LA A V E R I A »
EL CEPO
E L T I M O «DEL COMPATRIOTA»
« S E N H O R E S DA "BOMBA", CUIDADO
COM OS AUTOMOBILISTAS QUE SE
E S Q U E C E M DA CARTEIRA.»
«EL E M I G R A N T E »
E L D E L « B I L L E T E CAIDO»
E L D E «LOS P E R I Q U I T O S »
«LA Q U E R I D A »
«EL CONFORMAO»
«EL ORDENADOR»
«EL B I L L E T E SUDADO»
«EL C R É D I T O PARA M U E B L E S »
«EL R E I N T E G R O »
«LAS BORREGAS»
«LA E S T A M P I T A »
EL «TOCOMOCHO», O D É C I M O P R E M I A D O
«LAS LIMOSNAS»
«EL PEREGRINO»
Maru: esta vez sí que tengo que contarte algo muy penoso
que nos pasó aquí en casa el día tres; o sea, el día de san
Blas. Fue un día horrible. Pues bien, por la tarde salió mamá
como de costumbre a dar su paseíto y me quedé cosiendo, y
a esto de las cinco y media, o antes, llaman a la puerta y abro;
se me presenta mamá con un chico majo y me dice: «Isa,
mira; a que no lo conoces; es el hijo de la Celia, que estaban
en Caracas», y yo sabía que ahora vivían en Zaragoza, y tie-
nen un taller de mecánicos entre los tres hermanos; claro yo
todo esto lo sé, pero a los chicos no los conozco, pues cuando
vinieron de Caracas se fueron todos a casa de la tía Dolores
y a las pocas horas cogieron el tren para Zaragoza, así la yaya
tampoco los vio, nos enteramos por la tía; en fin, claro, yo a
esta parienta de mamá y a los chicos los oigo nombrar mu-
cho; por eso no me extrañó en absoluto que el chico pudiese
venir aquí para algo de trabajo. Sí, sí, en seguida me abrazó;
todo cariñoso me decía que a las nueve sin falta vendría para
cenar y estar con Jorge un rato de charla y a la yaya, tía para
allá y tía para acá, que no pasaban años por ella y que el
domingo había estado en casa de la tía y ya se había venido
mamá. Resulta que vieron a la yaya los canallas que iban en
un coche. Ella, como es natural, le dijo: «¿Chico, pues tú de
quién eres?» «¡Pero, hombre, tía, ¿cómo no me conoce?» Y ella
fue cuando le dijo: «¡Ah, pero tú eres el chico de la Celia!»
«¡Claro, tía! M i r a que no conocerme! ¿Qué tal? ¿Y los primos?»
Y ella le dijo que muy bien, que la Isabel en casa y Jorge hasta
las 9 no salía del trabajo. Y el canalla le dijo que le trajera
a casa que tenía muchas ganas de verme. Y montaron a la
yaya en el automóvil y vinieron los tres a casa. Yo creo que la
atontaron en el camino, como aquí en casa debieron hacerme
a mí, cuando me contó el sinvergüenza que estaban trabajan-
do para Caritas, repartiendo leche por las parroquias, y cosas
para los niños pobres. El señor más mayor que iba con él me
dijo que era el jefe de Caritas. Total: que a las seis de la
tarde, de día y con sol, nos robaron el sobre entero de la men-
sualidad de Jorge. Suerte que no me había traído ni las horas
ni los puntos y siempre acostumbro, cuando trae el sobre,
echar en la hucha tres o cuatro mil pesetas y había pagado por
la mañana el colegio del nene, ochocientas pesetas, y el piso.
Gracias a Dios nos quedó entre una cosa y otra para pasar el
mes sin tener que sacar de las libretas. Desde luego, Maru, yo,
desde que se fueron y se me pasó el efecto de lo que nos
hubieran dado, no pude ni llorar. Luego estaba como las lo-
cas. Llamé a Jorge corriendo y vino en un taxi, con el encar-
gado, una bella persona que me consoló mucho y me dijo que
no me preocupara de nada que lo importante es que estába-
mos vivas y no nos habían dado ningún golpe. Suerte a Jorge
en seguida se fue a la farmacia y Ies contó lo que me pasaba
y me dieron unos calmantes. La yaya el primer día aún estuvo
atontada, pero luego, cuando se despejó, estuvo bien mala. Yo
luego pensaba, madre mía, haberse montado con estos canallas
capaces de llevársela en el coche para luego pedir rescate.
Menos mal que no nos hicieron nada más que echarnos lo
que fuera que debían llevar en la corbata porque por eso se
acercaban tanto a abrazarnos para que aspiraramos lo que
fuera y quedáramos atontecidas. Se llevaron nada menos que
nueve m i l pesetas. ¡Menos mal que la semana anterior pagué
el mueble, que tuve en el mismo sitio las veintiocho m i l pese-
tas que valía! ¡Dios mío si se las llegan a llevar nos dejan pe-
lados!
«EL STRADIVARIUS»
D E «LA G U I T A R R A »
O DE «LA Q U Í M I C A »
« E L SOBRE»
LA JOYA
Pero con las joyas y con los joyeros, los linces, los tu-
nantes de mucho pico, han ideado cantidad de sistemas
para aprovechar la cicatería de unos vendedores o el can-
dor de otros. Por ejemplo, el del señor que entra en una
famosa joyería y, tras considerar docenas de brillantes, se
encapricha de un magnífico solitario valorado en ochocien-
tas mil pesetas.
—¿Sólo tiene esto? —pregunta, distraídamente.
—Solo esto —responde el joyero, no sin cierto orgullo.
—Bien. Me lo quedo —dice el señor.
Saca el talonario, rellena un talón y lo firma, sin tratar
de lograr el menor descuento, y dice:
— ¡ H e aquí!
El joyero, asombrado, no acierta a entender cómo aquel
señor puede pagarle a tocateja aquella cantidad, con un
talón, sin molestarse en preguntar si le es aceptado.
—Envíeme el brillante cuando haya hecho efectivo el
talón —dice el cliente, como si se hubiera percatado de las
dudas del vendedor.
El caballero deja el talón y la dirección de uno de los
mejores hoteles de la ciudad, y se marcha. Naturalmente,
el joyero salta a abrirle la puerta, zalamero, pidiendo dis-
culpas si pensó en una fracción de segundo que no le iba
a aceptar el cheque.
A la mañana siguiente, el talón es abonado puntual-
mente y al joyero aún le asalta un remordimiento: en con-
tadas ocasiones había dudado durante su larga vida de
comerciante de un cliente, tan injustamente.
Cuatro días más tarde, el señor vuelve a la joyería.
—Siento mucho molestarle —dice en tono confiden-
cial—. Pero por otra parte estoy dispuesto a pagar cual-
quier cifra por otro solitario idéntico al que me vendió el
otro día. Es urgente. Debo tenerlo esta misma tarde,
¿sabe?
—¿Y cómo encontrarlo, así, con tales prisas? Es impo-
sible, señor...
—Usted conocerá seguramente a otros joyeros —sugiere
el señor—. Póngase en contacto con ellos. Estoy dispuesto
a pagar hasta un millón y medio de pesetas: el dinero no
tiene ninguna importancia para mí. Pasaré esta tarde, so-
bre las siete.
Cortés, pero autoritario, el singular personaje sale de
la joyería. El joyero ve, a través del escaparate, cómo un
chófer uniformado le abre a aquel magnífico cliente la
portezuela de un lujoso automóvil. Y empieza inmediata-
mente a buscar el precioso solitario.
Como es lógico, el comerciante ofrece a sus colegas un
millón por el solitario que le urge encontrar. Clientes como
aquél no dan lugar a titubeos.
A primeras horas de la tarde un joyero pagaba nove-
cientas mil pesetas por un solitario idéntico al solicitado.
Se lo vendió un señor que marchaba a Estados Unidos, y
el joyero fue feliz al lograr aquella ocasión, sabedor de que
iba a cobrar un millón por la pieza, vendiéndoselo a su
compañero, que a su vez lo iba a revender ganando medio
millón...
Pero este último ya no volvió a ver al espléndido clien-
te, que resultó ser un charrán avispado, dedicado a ex-
plotar la codicia de los «panolis». Se ganó cien mil pese-
tas en unas horas y en unos tiempos en los que cien mil
pesetas eran capital que permitía invertir en alquiler de
coche y chófer y estancia en hotel de lujo, e ir mantenien-
do una saneada cuenta corriente.
Dios nos libre de pensar que estos joyeros que les he-
mos ofrecido como víctimas eran unos zoquetes o memos.
Los timadores actuaban fiando con su astucia y desparpajo
en colocarles el embrollo hasta remover su espíritu comer-
cial, su lógica ambición de vender y ganar el máximo. Como
los dos truchimanes que ahora mismo les presentamos en
una joyería de gran ciudad.
Un automóvil llegó y se apeó de él un señor de unos
cincuenta años, con cuidada barbita y magnífico traje. El
lujoso vehículo lleva un breve escudo en la portezuela.
—Deseo una joya de mucha clase —pide.
El joyero le mostró cuanto de importante poseía, re-
matando la exhibición con tres solitarios fabulosos.
—Quiero algo mejor —dice el noble caballero.
El joyero mira los tres brillantes que están sobre una
almohadilla aterciopelada. Se vuelve un momento para
acercar un taburete y, cuando vuelve a mirar a la almoha-
dilla de terciopelo, ya no ve más que dos brillantes. En la
tienda tan sólo está aquel gran señor. La puerta está total-
mente cerrada...
—¡Eh! —grita el joyero—. ¡Devuélvame el brillante!
El noble se alza, rojo de ira, y responde:
—¿Qué dice, insolente? ¡Yo no he tomado nada! Soy el
marqués de tal y príncipe de cual. ¿Cómo se permite un
miserable comerciante llamarme ladrón?
El joyero está seguro de que aquel desconocido tiene el
brillante y, levantándose, va a la puerta, la cierra con llave
y llama por teléfono a la policía. Pocos minutos después y
tras refunfuñar del aristócrata y registrar la policía todos
los recovecos de las ropas del denunciado señor, sigue sin
aparecer el brillante. El abochornado cliente vocifera:
—¿Ha visto? ¡Mañana le mandaré a mi abogado y se lo
haré pagar caro!
—Señor, ¿no querrá arruinarme? —suplica el joyero.
El desconocido, irritado, ha salido y marcha en su au-
tomóvil sin prestar ya atención al azorado comerciante.
A la mañana siguiente aparece el abogado, que presenta
al joyero un panorama catastrófico del enfrentamiento que
tuvo con su cliente, que rechaza cualquier intento de arre-
glo amistoso y alude a terribles amenazas. Luego se mar-
cha.
Tres meses más tarde, un mozo de la joyería descubre
una goma de mascar pegada bajo el mostrador de ventas.
En el chicle aún está visible la marca que dejó el brillan-
te, un brillante muy valioso que permaneció en aquel lu-
gar sin ser hallado por la policía ni visto por los emplea-
dos, hasta que el falso abogado y «consorte» del marqués
y príncipe estuvo allí, alargó la mano y se hizo con la pieza
escondida por su compadre de villanías. Dos bribones bien
avenidos que se permitían el lujo de cambiar de país en
costosos viajes aéreos, ganándose el pan, el caviar y el
champán con sus bien urdidas trolas.
M a d r i d , 1914.
Barcelona, 1948.
316
Morán González Ubalde, Pedro: Roby, Jorge Monteiro, llamado
236, 237. El capitán: 159.
Moran Sanz, Gabino: 69, 70. Rocha, Juan José: 61.
Moray: 47. Rodríguez: véase Maravillas, ca-
Morel, Juan José: véase Serrao pitán.
Eiras, Francisco Alberto. Rosa: 215, 216.
Moreno González, Consuelo:
219, 220. 221. Salazar Alonso, Rafael: 61, 62.
Moreno Santiago, Ana: 221. Salguero, María: 220.
Muerto Vivo, El: 142. Salguero, Valentín: véase Cho-
Muntadas-Prim, Juan Carlos: rra, El.
55. Salva, familia: 91. — 85.
Samper, Ricardo: 61.
Santana, Manuel: 70.
Nano de San Agustín, El: 271, Santiago, Madame: véase More-
284. no Santiago, Ana.
Navarro (inspector de policía): Savini, Genaro: 256, 257.
85. Schapumski, Stanislas: 169, 170.
Nieto Antúnez: 55. Schubert: 182.
Nieto Antúnez, Pedro: 55. Serra, José María: 44, 46.
Niño del Convento, El: 128, 129, Serra Argemí, Rafael: 46, 47.
130,131. Serrano Anguita, Francisco: 168,
Nyhoper, Carl A.: 196. 307.
Serrao Eiras, Francisco Alberto:
Olmo, Luis del: 172. 199, 200.
Oró Florensa, Juan: 153, 154, 155. Shants. Eunice: 164.
Silvia: 185, 186.
Sirvent de Mesa, Nicolás: 294,
Paquera, La: 219. 295.
Patricola, Robert B.: 164. Soto, Conchita de: 36.
Pep el dels cigrons: 80. Soto, Rafael de: 36.
Perdigón, El: 271. Strauss, Daniel: 61, 62.
Perejil, marquesa de: 107.
Pérez, Julio: 309. Timoneda, Juan de: 295.
Pérez, Peter: 167. Torres López, Juan: 193.
Perl: 61, 62. Tres pes, Plácido Palmón Pardo,
Pernales, El: 265. llamado el: 294.
Perpingwer, doctor: 167.
Pescatera, La: 271, 284.
Pich y Pon, Juan: 61, 62. Ulloa, Alejandro: 113.
Piojo, el: 271. Usebio (marido de Manoli Brea-
Piqué: 30. do): 18, 19, 21.
Poggi Eiras, Norberto Ernesto:
véase Serrao Eiras, Francisco
Alberto. Valdivia: 61.
Porriña, el: 219. Valle-Inclán Ramón del: 11.
Pradier, Henri Paul: 187. Ventallols: 47.
Puché, Jesús: 283. Verne, Julio: 254.
Puigvert, Antonio: 170, 172, 173, Villa: 280.
174. Villalobos: 132.
Viñas, Jaime: 42,43.
Visitación, sor: 268.
Quiles, Antonio: 152, 153. Vizcaíno Casas, Fernando: 128.
Quintana, José: 42.
Weber, Bernd Gerhard: 65.
Randall, doctor: 179. Wetoret, Pepita: 38.
Rey de las agencias matrimo-
niales, El: véase Patricola, Ro-
bert B. Xaudaró: 51.
Richard: 144.
Riego, Rafael de: 38.
Robert, doctor: 167, 181, 182. Zorrilla, José: 266.