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Enrique Rubio

La timoteca nacional
Enciclopedia
COLECCIÓN
Rafael
Dirección: de la picaresca
Documento
Editorial
Borras DOCUMENTO
Betriu / 134 española
Planeta
ConsejoPlans,
Marcel de Redacción:
Carlos María
Pujol
©Enrique Teresa
y Rubio,
Xavier Arbó,
Vilaró
1984
Editorial Planeta, S. A., Córcega, 273-277,
Barcelona-8 (España)
Edición al cuidado de María Teresa Arbó
Diseño colección y cubierta de

Hans Romberg (realización de Jordi Royo)

Procedencia de las ilustraciones: Autor

Primera edición: febrero de 1984


Segunda edición: abril de 1984
Depósito legal: B. 12450-1984
ISBN 84-320-4318-4
Printed in Spain - Impreso en España
Talleresde
Ciudad Gráficos "Dúplex,
la Asunción, S. A.",
26-D, Barcelona-30
Indice

De los juegos de suerte, envite o azar, 59; Del bingo, 62;


De la ruleta, 64; Del naipe, 66; De la quiniela, 68; El pro-
nóstico, 71; El toco-quiniela, 77; El «tocomocho» al revés,
80; La participación de lotería, 84; «El lotero infiel», 90;
De las rifas de bar, 92; El acusado, acusador, 94; Del
ciego, 97; El juego en cadena o piramidal. 99; De la pirá-
mide, 102; «Los triles» o bolicheros, 106; El timo «del
culto», 110.
Timos de la caridad 112
Timos de caridad, 112: El timo de «la tómbola», 117;
El timo del festival, 119; El epiléptico, 120; El inválido,
123; El lego, 128; El sordomudo, 131; Los «silenciosos»
del aeropuerto, 135; El timo del disminuido, 136.
Timos macabros . 140
«El fiambre», 140; «El remuerto», 142; El pésame, 145;
«El ataúd usado», 148; El ataúd de cartón, 148; «Del viaje
al más allá» 149; Del muerto invisible, 152; Del «cadáver
prestado», 153.
Timos del amor 156
«El amorero», 156; «El gato», 160; La agencia matrimo-
nial, 161; Los timos del impotente, 164; El ligue, 168;
«El pito-flexo», 170; El espía peneano, 176; La vagina-cal-
cetín, 177; «La foto-sexy», 184; El virilix, 186; El pardi-
llo, 189.
Timos comerciales 190
«La venta piramidal», 190; El asunto... ¿nuevo?, 196; «El
nazareno», 198; Del pedido telefónico, 200; El del cam-
bio, 201.
Timos con niño 204
El timo de la «la beca», 204; El timo del «consentido»,
206; El timo «del piojo», 207; El banquete, 211; Timo del
«spot», 214; Los hijos invisibles, 216; «El cochecito», 222.
Timos con anciano 224
El cambiazo de billetes, 224; «De la pensión vitalicia»,
225; «La prenda íntima», 228.
Timos con automóviles 229
«El plumero», 229; «La avería», 229; El cepo, 230; «La
letra menúa», 232; El timo «del compatriota», 233; «La
gasolina», 238; «La gasolina-avecrem», 238; « E l emigran-
te», 241.
Timos bancarios 244
El del «billete caído», 244; El de «los periquitos», 245;
«El pinchazo», 247; «La querida», 248; «El conformao»,
251; «El ordenador», 252; «La víctima», 255; «El billete
sudado», 256; «El buen cliente», 258; «El crédito para
muebles», 258; «El reintegro», 259; «El tarfe chungo», 260.
Timos clásicos 262
«Las borregas», 262; «La estampita», 265; El «tocomocho»,
o décimo premiado, 272; «Las limosnas», 275; «El peregri-
no», 281; El timo del tío-tío o del pariente, 286; «El Stra-
divarius», 291; De «la guitarra» o de «la química», 293;
«El sobre», 296; La joya, 298; El timo del entierro, 305.
índice onomástico 313
¿Por qué trabajar?
¿Por qué perder la vida,
por ganar lo necesario
para la vida?
CACO
CALLAR.

...de sí mismo
es humildad.
...los defectos ajenos
es Caridad.
...las palabras inútiles
es penitencia.
...a tiempo
es prudencia.
...en el dolor
es heroísmo.
...de los picaros
es encubrimiento.
Cuando observé que en mis archivos de cuarenta años de
periodismo policial, los temas del fraude ocupaban el triple
de espacio que cualquier otro delito, amenazando además
con aumentar la distancia, entendí que nos rodean tantos
bribones, zarramplines y troneras que se impone tomar
medidas defensivas para caer en sus redes cuantas menos
veces mejor. Porque caer, caemos. Empieza engañándonos
nuestra propia madre, dándonos el chupete por la teta...
Lo que necesitamos es conocer al granuja, saber de sus
bellaquerías para que no nos sorprendan de legos, mos-
trencos, avariciosos, papanatas o babiecas, que con la ig-
norancia, la avaricia, la candidez y la tontuna juegan tima-
dores y linces.
Todos los estafadores, y los hay de esmoquin y a pelo,
tienen un denominador común: el lucro. Sus víctimas, en
cambio, pueden ser movidas, puestas en trance, por su
avaricia («estampita», «tocomocho», «misas»), por su amor
al prójimo (falsa caridad, falsos desvalidos), por su vani-
dad (títulos falsos, premios-fantasmas), por su ingenuidad
o ignorancia (anuncios camelo, gangas, falsos parientes...),
por su afecto (accidente simulado, sentimiento simulado,
sentimiento religioso o político) o por su necesidad (oferta
de trabajo, artículos de consumo...).
Históricamente, el timador, o defraudador, el estafa-
dor, nunca han sido considerados con tanta severidad como
los otros delincuentes; sin duda, porque no usan de la vio-
lencia, siendo sus armas la agudeza, el ingenio, la tunan-
tería y la canallada. Incluso caen graciosos los que timan
con «el cuento largo», removiendo la insana codicia que
convierte a Cándidos en pendones y a cipotes en perillanes,
tal ocurre con el viejo «tocomocho», o su hermana «la es-
tampita», engaños burdos y superconocidos, cuyo éxito
estriba en que los delincuentes logran convertir en cóm-
plice a la víctima, movida por su avaricia y dispuesta a
engañar al que cree tontico o enfermo.
No pueden hacer gracia los que se lucran con engaños
del débil, de los ancianos, los disminuidos físicos, los eco-
nómicamente hundidos, los jubilados ahorradores, los pa-
rados, los enfermos...
Para que nos guardemos de todos ellos, he trabajado,
trabajo y trabajaré, ordenando y exponiendo los trucos y
trampas de ayer y de hoy, de que viven los granujas de
hoy y de ayer. Para los de mañana, ya habrá quien tome la
antorcha de esta enciclopedia de la picaresca andante y
siga la historia, historia que ustedes observarán, que, en
ocasiones, abordo echando mano de la jerga del hampa;
pero sólo en ocasiones porque el caló jergal tiende a de-
saparecer, como el urogallo.
Ya no es corriente oír a un inspector de policía interro-
gar a un «choro», en el «idioma» de éste. De aquella jerga
nacida de la primitiva germanía, neologismos jergales y
bastantes términos del romanó, apenas queda nada. Ya no
se enseña el lenguaje defensivo de los delincuentes en la
Escuela del Cuerpo Superior de Policía, aquel curioso len-
guaje con el que se «derrotaba» antes el «manguta» ante
las preguntas de «la pasma». Hoy, cualquier «jalonero»,
o «sirlero», se acoge mejor al «rollo» del «poli» que «lar-
ga» en «Cheli», mezcolanza de términos castizo-chulescos,
chabacanos y delincuenciales, que necesitan acompaña-
miento de gestos y tono de voz para reforzar lo que oral-
mente no entiende nadie.
La jerga de ayer había nacido en afán de autoprotec-
ción; la del «pasota» sólo posee afán de exhibición, contri-
buyendo a la incomunicación y a la pobreza mental. La
gente del «Cheli», o del «rollo», ha hurtado palabras al
caló jergal: «jai», para denominar a la gachí; «jeta», para
el rostro, «mui», para la boca... Y las usan los imberbes
estudiantes y los golfos suburbiales. Tópicos, retahila de
tacos que se repiten unos a otros para convencerse de que
ser «pasota» es... no pasar de nada que sea grato y que
paguen los demás.
A los gitanos les disgusta profundamente que se con-
funda su idioma, el romanó, con la jerga de los delincuen-
tes. Y te recuerdan que existe una gran y notable diferen-
cia entre la «chipi-callí» y ese lenguaje nacido en «la trena»
o «el talego».
—Don Ramón del Valle-Inclán —te dicen— chamuyaba
barsamiá misté la chipi-callí (hablaba bastante bien la len-
gua gitana).
La diferencia entre el idioma de los gitanos y la jerga
de los delincuentes puede comprobarse con sólo comparar
unas cuantas palabras. El calé llama «barander» al juez,
mientras el «choro» le llama «corroy». El gitano titula al
jefe de «baranda» y el delincuente le suele llamar «el do-
ble». La cárcel es «el bal» para los calés, que también le
llaman «pandibó» y «estaribel», mientras que los «cacos»
usan esos términos de «trena», «talego», «maco», o bien
«hotel».
Los jóvenes policías de las actuales promociones, como
los delincuentes juveniles, ya no conocen, ni se interesan
por conocer, aquel argot que convertía los diálogos entre
«el madam» y «el pringoso» (policía y delincuente) en acer-
tijos como éste...
—¿Topero, renguista, gumarrero, piquero, sirlero o me-
cha? (Reventador de puertas, salteador de trenes, ladrón
de gallinas, carterista, navajero o descuidero en comer-
cios) —preguntaba el policía.
El interrogado mostraba las palmas de las manos y
decía:
—Endiquele los bastes cómo marcan currelo. Estoy
mosqueao dende hace dos brejes. Canutee y verá que no
guindo. Si me da bola, le doy servilleta. (Mire mis dedos
cómo marcan trabajo. Estoy retirado desde hace dos años.
Telefonee y verá que no miento. Si me da libertad, le doy
un asunto, una confidencia.)
La jerga iba sumando palabras sin cesar. «El descuide-
ro de rodantes» fue pronto el ladrón de coches, como fue
«reventador de marias» el ladrón de pequeñas cajas de
caudales. Los «guiris» son los turistas y ya no se llama
«rodante» al coche, sino «tequi», palabra importada de
Italia.
Con carácter anecdótico, y por cuanto tiene de pinto-
resco, he traído a colación, en algunos de los timos que
figuran en este primer tomo de la timoteca nacional, el
caló jergal de ayer, lenguaje entrando ya en la historia,
como sucede en los países de la América del Sur, a los que
lo exportamos y donde, con ligeros cambios, se llaman el
Lunfardo, el Coa, y el caló ñánigo.
Hoy, año de 1983, cuando cierro este volumen, si le
preguntas a un timador de «cuento largo» que cuál es su
nombre «peta», o nombre falso, lo más seguro es que se
mosquee y responda:
—¿Te quiés quedar conmigo, tío...?

ENRIQUE RUBIO
Timos del anuncio

EL TRABAJO CASERO

Miles de personas han leído en la sección de anuncios bre-


ves, o por palabras, de los periódicos, tentadoras ofertas
de este estilo: «Gane dinero efectuando trabajos caseros
y dirección mano o máquina. Apartado X. Villamocha», o
bien: «Ganarán dinero aprovechando tiempo libre en tra-
bajos caseros. Escríbanos», o «Importantísimo. Gane m i l
o más pesetas diarias trabajando en casa a horas libres.
Hombres, mujeres, cualquier edad. Para informes envíen
doce pesetas en sellos. Apartado X. Mochuelo de Ton-
torrón».
Miles de personas han caído en la red, movidas por su
necesidad de ganar un dinero, trabajando. ¿Qué consiguie-
ron con ello? Quizá lo mismo que los norteamericanos que
respondieron a la siguiente llamada aparecida hace unos
años, en esa sección de anuncios por palabras que a tanto
incauto hizo picar:

Envía un dólar.

A continuación, el nombre y la dirección a donde en-


viar el dólar. Al cabo de unos días, el segundo anuncio:

Tiene todavía una semana para enviar su dólar.

El tercer anuncio fijaba el último aviso:

Todavía tiene un día para enviar su dólar.


Trescientos mil norteamericanos imaginaron una cam-
paña publicitaria, un descuento conveniente, una ocasión
para no dejarla escapar: bastaba con tener astucia. Sólo un
dólar. ¿Qué es un dólar?
Trescientos mil dólares sí que eran una importantísi-
ma suma de dinero —unos veintidós millones de pesetas,
en aquellas fechas—, dinero que llovió generoso y gratuito
sobre el ingenioso yanqui inventor del anuncio misterioso.
Un hombre que no engañó a nadie, porque no prometió
nada a nadie. Un águila a la que acudieron miles de zango-
lotinos, ávidos de novedades. Un tipo avispado que mar-
chó a California con sus millones de pesetas y allí vive,
de rentas, desde que trescientos m i l gilís se empeñaron en
hacerle rico.

A través de unos anuncios aparecidos en los periódicos


españoles allá por los meses de septiembre y octubre del
año 1971, se puso de manifiesto el exceso de tunantes que
hay en el país. Se anunciaba la puesta a la venta de unas
tarjetas de adhesión al jefe del Estado. Había que comprar
la tarjeta, firmarla y remitirla a la Casa Civil del Genera-
lísimo Franco.
Todo parecía más o menos lógico y se sospechaba que
la política entraba en juego, movida por aduladores, o por
interesados en lograr una demostración de unidad en tor-
no al jefe del Estado; pero no era así. Un tronera cualquie-
ra había sido el creador de la tarjeta-adhesiva, o de adhe-
sión, y con claros fines lucrativos.
Los servicios competentes del Ministerio de Informa-
ción y Turismo de la época dudaron sobre si hacerse los
babiecas y dejar que el pillín se forrara, dada la finalidad
política del asunto, o solicitar la inmediata busca y captu-
ra del..., ¿cómo llamarle? ¿Qué tipo de delito podía cons-
tituir tratar de rendir un homenaje popular al jefe del Es-
tado? Acorralados por la picardía coyuntural del caradura
desde el Ministerio de Información y Turismo, se limita-
ron a dar una nota a la publicidad, haciendo constar que
«tal iniciativa implica un homenaje sin autorización ofi-
cial». Pero el agudo ya se había beneficiado.

El mal llamado timo «del anuncio», porque, aunque us-


ted piense que se trata de un timo, resulta que está autori-
zado al no ofrecer más de lo que da, debía llamarse, en
verdad, «el timo del espejismo»: ofrece sombra y agua
fresca, en el desierto; pero limitándose a indicar con unas
pocas ñechas los inñnitos caminos que podrían conducirle
al oasis... si tiene suerte para llegar.
Charlatanes, parlanchines, vocingleros de todo estilo, se
infiltran en su hogar a bordo de los medios de comunica-
ción social y le ametrallan con sus m i l anuncios, aseguran-
do con insistencia y en «cuento corto», que adquirir aquel
producto es opositar a un formidable viaje, un magnifico
coche o un montón de billetes de banco, que le aguardan
a la vuelta de la esquina. Las amas de casa «pican», guiadas
por el espejuelo de la posibilidad —que si la hay es infini-
tesimalmente inferior a la pregonada—, adquiriendo aque-
llo que vale menos de lo que cuesta. A veces, los viajes
fabulosos son premios que ofrecen entidades de ahorros y
que pagan los propios concursantes, con el dinero que en
ellas depositan. O premios costosísimos que hacen dudar
mucho de la calidad del producto envasado al por menor;
de la calidad y de la cantidad. Porque si «aquello» permi-
te al industrial margen suficiente para costear los valiosí-
simos y reiterados anuncios con que aporrear las mentes de
sus víctimas y encima pagar los premios, hemos de pensar
que «aquello» no vale ni la doceava parte de lo que co-
bran...
Mas los temibles, los que ponen en práctica ese timo
norteamericano del «envíeme un dólar», sin comprometer-
se a otra cosa que indicarle «puede ir por allí, si quiere»,
son los autores de esas fantasmagóricas sociedades, casi
siempre de rimbombantes nombres, que empiezan su «ope-
ración» en la sección de anuncios por palabras, apartado
de ofertas de trabajo:

GANE hasta CIEN MIL PESETAS mensuales sin mo-


verse de casa, en sus horas libres. Escriba al aparta-
do de Correos X, de Villacamelo.

Naturalmente, lo de las cien m i l pesetas es cantidad


variable que debe hacer juego con la época en que se pu-
blica el anuncio y la renta per cápita de la misma. No con-
viene ni quedarse corto ni pasarse. Los anunciantes lo sa-
ben bien. Y su éxito estará en razón directa con la canti-
dad de lectores de aquel periódico que escriban pidiendo
les amplíen información, porque les gustaría mucho ganar
cien m i l pesetas al mes en sus horas libres, ya que más de
ocho las pasan currelando para ganar treinta mil o cua-
renta mil.
Nuestra historia empezó así, con ese prometedor anun-
cio publicado en un diario de mucha tirada que casi cayó
de las manos del jubilado de la R E N F E , don Casildo Brea-
do, al leer lo de las cien m i l mensuales. «Pero ¿habrá al-
guien que gane ese dinero cada mes? —pensó—. Esto debe
de ser un anuncio de choteo...»
—Pero ¿y si es verdad, padre? ¡Que usté se cree que to
el mundo paga tan roñoso como los trenes y los tiempos
han cambeao mucho...! —comentó la hija del viejo guar-
dabarreras.
El jubilado movía la cabeza como un péndulo, sin po-
der digerir aquella posibilidad; pero allí estaba la Manoli,
su hija, con sus siete bocas que tapar tres veces al día, sin
contar la merienda de los pequeños y la boca del abuelo.
Y la Manoli le decía que escribiera y que si el asunto con-
sistía en rellenar sobres, allí había cuatro o cinco jabatos
para producir pesetas como quien lava.
—¡Que Dios sabe las cosas que se inventa la gente pa
ganar dineros, y esos señores no iban a prometer por escri-
to y en los papeles una cosa así, padre! ¡Que no se pierde
na con escribirles y que aclaren lo que hay que hacer pa
ganar aunque sólo sea la mitá de lo que anuncian! Que si
la cosa es facilona, padre, dejamos la casilla y las barreras
y nos vamos a la ciudá, donde los chicos tengan más por-
venir y no este de destripaterrones y chupacabras. ¡Amos:
escríbales, padre!
Y escribió el abuelo, esperanzado y escéptico; esperan-
zado, el infeliz, con la sola idea de veinte o veinticinco m i l
pesetas más al mes, con las que aumentar su menguada
pensión de ferroviario y dejar de ser una carga para sus
hijos y sus nietos. Pero incrédulo, porque algo le decía
allá en el fondo de su alma que la astronómica cifra de
cien mil pesetas no podía caer sobre una casilla de la
R E N F E , como si fuera granizo o carbonilla.
Le habían dicho al señor Breado que lo de las cien m i l
pesetas era una exageración, porque, decían, el trabajo
consistía en escribir sobres a máquina o a mano y pagaban
una pesetilla por sobre...
Le sacó de dudas la respuesta de Euro-Lince, apartado
de Correos 13, que, desde un famoso centro veraniego de
la costa levantina, le comunicaba al pobre don Casildo:
«Nos place manifestarle nuestro agradecimiento por
su gentileza al escribirnos interesándose por nuestras ac-
tividades modernas. ¿Se ha parado usted a pensar que el
salario que cobra representa una pequeña parte del valor
del trabajo que realiza y que hecho en casa, por cuenta
propia, seria muchísimo mayor, aprovechando sus horas
libres?»
No pudo pararse a pensar en nada de aquello porque
le resultó imposible al viejo guardabarreras imaginarse con
su banderín verde dando vía libre al Talgo, desde su mesa
de camilla, o echando la siesta. Y sonrió para sus entrete-
las, prosiguiendo la lectura:
«Nosotros tenemos la solución para quienes quieren eje-
cutar trabajos sencillos y muy bien pagados, para los que
ni tiene que dejar su actual empleo ni disponer de mucho
tiempo. En nuestra época moderna existen medios sencillos
y estudiados para usted, según su capacidad, carácter y ap-
titudes, lugar de residencia, sea en la ciudad o en el cam-
po, y realizables muy cómodamente en su propia casa, sin
necesidad de capital, cualquiera que sea su edad, hombre
o mujer...»
—¡Lo ves, padre! ¿Qué te decía? —saltó jubilosa la Ma-
noli—. ¡Hasta yo puedo ganar esos dineros!
Y rezongó de satisfacción el abuelo al proseguir le-
yendo...
«Lo mismo da joven que jubilado, funcionario que ar-
tista, artesano que trabajador, pues no se necesita oficio
alguno, ni conocimientos especiales, dependiendo el dine-
ro a ganar del trabajo que elija y del tiempo que le de-
dique.»
— ¡ M i madre! ¡Que va a ser verdá, Manoli!
Líneas más abajo, Euro-Lince advertía:
«Bajo pena de desperdiciar nuestro sistema de trabajo
a domicilio, y en su propio interés, no podemos entregar
nuestro plan de acción a más de trescientas personas por
provincia. Apresúrese para poder aprovechar nuestra ofer-
ta, pues su boletín de participación caducará dentro de
diez días, a contar del recibo de estas líneas. Piense que el
módico desembolso de 500 pesetas que le pedimos, sólo
para gastos del plan de trabajos que le enviamos, puede
representar un cambio total en su situación económica,
asegurándole un brillante porvenir. Mañana nos lo agra-
decerá.»
En un momento, el ferroviario jubilado pensó que ha-
bía desperdiciado toda su vida pegado a los raíles, engra-
sando faroles, enseñando banderines rojos o verdes a los
maquinistas y jefes de tren, y amolado en mitad del cam-
po, sin más distracción que la parienta hasta que llegaron
los chicos..., los sarampiones, las escarlatinas, la bici para
llevarlos a la escuela cada mañana, helando o cayendo
fuego...
—¡Padre, se acabaron las miserias! —le sacó de sus
pensamientos la Manoli.
Y volvieron a escribir, rogando que no les dejaran mar-
ginados, que los metieran en las trescientas familias dis-
tinguidas para matar penas, que bastantes habían pasa-
do ya.
El Usebio, el marido de la Manoli, puso tres mugrosos
billetes marrones sobre la mesa, su aportación al «nego-
cio». Y juró...
— ¡ N o beberé ni una cerveza, ni un chiquito de tinto,
hasta que amorticemos el capital!
El señor Casildo registró todos los forros de sus bolsi-
llos y entró en sociedad con una acción de quince durejos.
El resto lo sacó la Manoli de la hucha en la que guardaba
unas perras, por si venían mal dadas. Las quinientas pe-
setas salieron rumbo al hermoso pueblo de turismo inter-
nacional, arropadas en las ilusiones de los infelices mora-
dores de la casilla ferroviaria.
Y llegó la respuesta. Como siempre, con solo un apar-
tado de Correos por referencia. Sin un número de teléfono,
sin un nombre, sin una dirección, recordando que el dine-
ro tiene que enviarse por reembolso, en talón al portador,
o dinero efectivo, dentro del sobre.
Eran cinco folios —como los hijos de aquel tango de
guerra—, la ración correspondiente a la familia Breado, a
cambio de sus cinco billetes de a cien pesetas. Cinco folios
cuyo encabezamiento, escrito como el resto a máquina, e
impreso con multicopista, era un rosario de consejos «de
última hora»: «Lea despacio. Escoja un trabajo acorde
con su temperamento y paciencia. Si escoge un trabajo
que usted se convence de que no le va, déjelo e intente
otro, pues si no trabaja con un buen estado de ánimo no
llegará a ningún sitio.»
Más adelante justificaba:
«Las ideas que exponemos no son simples teorías, pues-
to que son muchas las personas que se ganan la vida con
estos trabajos modernos, en toda Europa.»
Sentados en torno a la mesa de camilla, el señor Ca-
sildo, el Eusebio, la Manoli y sus cuatro retoños aguarda-
ron impacientes el destape de aquellos folios para saber
de una vez cómo se iban a hacer ricos.
Y lo supieron:
— « E l primer plan de trabajo» —leyó el abuelo—. Dice
que si somos amantes de los animales... «Si es así, le pro-
ponemos uno de los negocios que en estos últimos años
está teniendo un éxito total en toda Europa, no siendo mu-
chas las personas que en España se dedican a este tra-
bajo.»
—¿Qué es, abuelo? —vociferaron los chicos.
—Se trata de poner un criadero de perros de pura raza,
chihuahua, terriers, caniche..., etcétera, que se pagan a pre-
cio de oro. Hay quien paga hasta veinticinco mil pesetas
por uno de esos perros...
—¡Jolines! —saltó uno de los chavales.
—Pero ¿cómo vamos nosotros a criar chuchos en esta
casilla? —inquirió la Manoli—. ¿Sabe usté, padre, lo que
tragan esos bichos?
—¡Undá! —terció el Usebio—. ¿Y de dónde sacamos al
matrimonio que fabrique los chusqueles? ¡Porque no que-
drán esos señores que los hagamos nusotros!
—Aquí lo explica, ¡leñe! —se enfadó el jubilado—. Un
perro y tres perras pueden dar unos beneficios aproxima-
dos de doce m i l a dieciséis m i l pesetas, al mes. El famoso
Xavier Cugat tiene un criadero en Norteamérica y dice que
es el negocio que le da más dinero, ya que un ejemplar
vale unas veinticinco m i l pesetas...
—Pues si hay que comprar un perro y tres perras, pa
empezar, ya me explicarán dónde están las cien m i l pe-
setas que se necesitan —echó cuentas el mayor de los
chicos.
—A ver, a ver: lea otro negocio, padre.
—Bueno: ahora cuenta cómo paren las perras de cada
raza y lo que hay que hacer cuando llega el parto...
—¡Vamos, padre: sáltese esas cosas y siga leyendo!
—cortó la Manoli, señalándole a los pequeños con el ra-
billo del ojo.
—Leo. Aquí hay otro negocio: «Lavado, cortado y pei-
nado de pelo de perros de compañía.»
—¡Ahí va, qué risa! Pero ¿les cortan el pelo y se lo la-
van a los perros? —se extrañó uno de los arrapiezos.
El abuelo leyó rápido y un tanto cabreado el resto del
plan de trabajo, recobrando el ritmo normal en este pun-
to: «Necesitará disponer de una habitación para desarro-
llar esta actividad, que puede ser en su propio domicilio,
donde su familia le pueden coger los encargos, mientras
usted trabaja fuera de casa. Una buena manera de atraer
al público es colocando un letrero luminoso en la fachada
de su domicilio y anunciándose en los periódicos de su
provincia. Le adjuntamos unos grabados con el fin de que
tenga en cuenta la infinidad de peinados que admite cada
perro, según su raza, y la lista de precios. Cortar, lavar y
marcar, oscila entre 600 pesetas y 750...»
— ¡ P a morirse! ¿Os imagináis esta casilla con un letre-
ro encendió, anunciando peluquería de chuchos?
H u b o un rato de chistes, porque aún confiaban en que
«su plan de acción» vendría luego, en otro de los folios
que el abuelo iba consumiendo con aquellas paparruchas.
Pero la cosa fue a peor...
«Usted puede vender patatas fritas, desde su casa. No
se necesita ni experiencia ni maquinaria para llegar a te-
ner un importante negocio, al que basta con dedicar la
habitación de su casa que dé a la calle, en la que colocará
un mostrador-vitrina que le hará cualquier carpintero, mos-
trador que deberá estar cerca de la ventana para que vean
las patatas los que pasen por la calle...»
—¿De los que pasen en los trenes no habla, abuelo?
Dejó el abuelo aquel negocio llamado por Euro-Lince,
el « H o m e potatos chip», al recordar que a la velocidad que
pasaban los trenes por delante de la casilla no podían ver
las patatas fritas, ni tan siquiera el balasto y los tirafon-
dos de las traviesas, que andaban más cerca. Además había
que instalar la cocina cerca también de la ventana y servi-
da por butano, para que los viajeros le vieran hacer las
patatas y se les abriera el apetito. Pasó la hoja, decepcio-
nado...
— « P o r favor —leyó—. No se escandalice. No vamos a
proponerle que se dedique usted a desempeñar el papel
de Celestina. Confío, además, en que no tenga usted de una
agencia m a t r i m o n i a l la idea simplista que algunas perso-
nas tienen. Según las estadísticas, el número de hombres
y mujeres que se encuentran en edad de contraer matri-
monio en España asciende a unos ocho millones, sin con-
tar la elevada cifra de los que se encuentran separados
legalmente. Si a ello unimos la incompatibilidad de tantos
esposos que lamentan el e r r o r cometido, sacamos en con-
secuencia que el n ú m e r o de personas que permanecen sol-
teras, así como el de las que no acertaron en la elección,
es increíblemente elevado.»
—¡Arrea! —saltó la Manoli—. ¿Y qué tenemos nusotros
que ver con esos enredos?
—Aguarda, jolín. «Una agencia matrimonial permite
aplicar un método científico a las relaciones, con vistas al
matrimonio. Por medio de estas agencias se establecen
contactos entre personas de distintos sexos...»
—¡Rediós! ¿Quieren que montemos aquí una casa de
citas? —se cabreó el Usebio, que en tocante a moral era
muy serio.
—Mueblés, que se llaman mueblés —aclaró el suegro—.
Pero aguarda que leamos más: «Los clientes se consiguen
mediante anuncios en los periódicos que digan, más o me-
nos: "¿Quiere contraer matrimonio? Le brindamos la opor-
tunidad de encontrar la pareja ideal. Solicite información,
etcétera, etcétera." A los pocos días empiezan a llegar car-
tas y a todas se les contesta enviándoles un cuestionario
para que contesten a preguntas de todo tipo y un test de
personalidad, adjuntando una biografía completa, escrita
de puño y letra y fotografías recientes. Con todo esto podrá
usted clasificar a aquella persona y buscarle su pareja ideal,
de entre las otras. Normalmente se pueden cobrar hasta
seis m i l pesetas por persona, lo que supone la cantidad de
doce m i l pesetas por pareja, a cobrar en tres plazos, cuan-
do envían sus datos, cuando se les presenta la pareja y
cuando se casan. Aunque les parezca complejo, este traba-
jo es m u y bonito y fácil de desarrollar, ya que basta con
montar el fichero e ir presentando unos a otros, hasta que
se entiendan.»
—¡Qué emocionante, padre! —suspiró la fantasiosa de
la Manoli.
—Pero ¿tú te crees que vendrían hasta esta casilla per-
día en el campo, pa conocerse? —preguntó el abuelo.
— ¡ H o m b r e , señor Casildo! —se ofreció el Usebio—. Si
le damos una propina al jefe de tren, salgo con el bande-
r í n encarnao y paro delante de la puerta hasta al Cataluña-
esprés, para servir a nuestros clientes.
El abuelo rechazó también aquel «plan de acción», por-
que dijo que él no hacía de Celestina a sus años. Y siguie-
ron leyendo...
—«Fantasías en poliéster o inclusiones de resina plás-
tica...»
—¡Jesús m i l veces! Pase, pase... aceleró un nieto.
—«Cultivo de champiñones. Disecador de animales.
Agencia de información de alquileres... Servicio de traduc-
ciones... Club de amigos, por correspondencia...»
Aquello se convirtió en una especie de letanía, cantada
por el abuelo y coreada por toda su familia con un monó-
tono y desencantado «¡Pasa, pasa!» Hasta que el jubilado
dijo aquello de «Cómo puede ganar dinero copiando direc-
ciones para Euro-Lince».
—¡A ver, a ver, padre!
E r a lo mejor del «plan de acción». Se proponía al clien-
te que enviara direcciones de amigos, o conocidos, a los
que interesara el «trabajo en casa y en ratos libres». Y se
ofrecía una comisión del 25 por ciento de las 500 pesetas
que enviara el nuevo «socio». Las hojas impresas para
anotar las direcciones se podían solicitar contra reembol-
so, a 500 pesetas las 250 hojas y a 1 000 pesetas las 500 ho-
jas, más unos gastos de envío de 50 y de 70 pesetas. ¡Ah!
Euro-Lince recordaba: «Lo que interesa no es la cantidad
de direcciones seleccionadas que envíe, sino la C A L I D A D ,
para que le rinda más y m e j o r comisión mensual.»
El viejo guardabarrera no pudo más. Destripó aquellos
cinco folios encorajinado y salió de la casilla añorando las
quinientas pesetas que había perdido en aquel «cuento lar-
go». Los brillantes raíles j u n t o a los que se sentó a echar
un pitillo le oyeron mascullar:
— ¡ Y encima quieren que uno se convierta en otro pen-
dón, enviando direcciones de futuros mostrencos!

H a y docenas de «agencias» de promoción de trabajos


caseros «para hacerse millonarios», casi todas montadas
b a j o un mismo patrón y la mayoría ofreciendo tantas fal-
tas de ortografía como dinero. Alguna invita a sus posibles
«colaboradores» a que busquen clientes para un «sistema
de adelgazamiento» y para «alquilar apartamentos en lu-
gar de reposo». En el mayor secreto y con comisiones
que siempre suelen ser del 25 p o r ciento.
¿Timos? Pues, eso dicen casi todos los que reciben el
«plan de acción»; pero el sistema seguido no admite posi-
bilidad de que prospere ante un t r i b u n a l de justicia, una
demanda.
Sucede lo que con aquel anuncio en el que ofrecían un
dólar.
«EL APARTADO DE CORREOS»

La oferta llegó a través del buzón del inquilino. Un mozo


de reparto de una empresa especializada en ello fue echan-
do buzón por buzón un prospecto barato, en el que se
leía:

¿Quiere ganar un sobresueldo, sin moverse de casa,


en sus horas libres, sin aportar capital alguno, sin
necesidad de estudios o conocimientos especiales, ni
límite de edad o sexo?

Luego, en letra menuda, se invitaba a solicitar amplia-


ción de datos y detalles, asegurando que se podían ganar
mensualmente importantes sumas de dinero, siempre en
relación directa con el tiempo que se dedicara a la «senci-
lla labor a realizar».
Cientos de jubilados solicitaron la ampliación a tan
prometedora oferta, recibiendo un folio fotocopiado cuya
redacción es ya un prodigio de confusionismo:
«Empresas de manipulados de papel, radicadas en esta
zona, para no ampliar plantilla en fábrica, necesitan ur-
gentemente personas de ambos sexos que quieran hacer
trabajos manuales en áu domicilio.»
La impresión que causa la lectura de esas cuatro líneas
es la de que son empresas legalizadas y prestigiosas las
que te buscan y te ofrecen una tarea en la que es seguro
ponen materiales y la lógica enseñanza. Impresión que co-
bra mayor fuerza cuando se lee:
«Ingresos mínimos demostrables de 30 000 pesetas, o
más, dedicando horas libres, o todo el día. Docenas de fa-
milias se están beneñciando actualmente. Cobro semanal
o mensual.»
Parece que se trata de que concretes a la empresa para
la que vas a trabajar la modalidad de cobro que más te
interesa y no hubo persona jubilada, o disminuida física-
mente, o parada, que no abrigara inmediatamente la ilu-
sión de haber dado con el sistema para hacer algo prove-
choso, o en favor de su escasa pensión, o para ayudar a la
economía del hogar de sus hijos, o de sus padres, o simple-
mente para aumentar el cobro del desempleo. Para aún
animar más al lector, el folio-cebo añadía:
«Es importante que pueda empezar el trabajo cuanto
antes, para preparar campaña primavera-verano con posi-
bilidad de trabajo seguido todo el año. Plazas limitadas.»
«¿Plazas limitadas?», pensaba excitado, el repetido lec-
tor. Y ya no se demoraba ni un segundo más en su escrito,
remitiendo las 500 pesetas que le pedían, «en concepto de
depósito del plan de trabajo que usted siempre tiene en
su poder y como primer y único pago», lo que, amigo lec-
tor, parece remachar la certeza de que te van a proporcio-
nar materiales y apoyo constante. Por si lo duda, en el im-
preso le decían:
«Si su habilidad no es la que esperaba o desea interrum-
pir su trabajo, y nos lo comunica, le devolveremos el im-
porte del depósito contra la entrega del material. NO SE
E N T R E G A M A T E R I A L CONTRA REEMBOLSO», añadían
en letras mayúsculas.
Pese a que ofrecían la posibilidad de escoger el trabajo
a realizar, entre hacer servilletas de papel, flores de papel,
o meter cromos en sobres, o poner direcciones en sobres,
haciendo hincapié en que se devolviera el impreso junto
con la petición concreta de tarea, hubo un barcelonés que,
allá por el mes de mayo de 1980, se quedó el impreso en
fotocopia, impreso por el que pudimos obtener estos datos
concretos del montaje de un auténtico timo, levantado so-
bre el equívoco y la necesidad ajena. Porque no me digan
que no tiene gracia la forma de ofrecer los «cuadros de
trabajo»:
«Vea de qué forma puede tener unos ingresos mínimos
mensuales de 30 000 pesetas extras: doblar servilletas de
papel le dará 32 400 pesetas al mes, alcanzando las 108 000.
Hacer flores de papel le proporcionará 30 600, si hace 1 800
al mes. Cromos, bastará con rellenar 54 000 sobres al mes
para ganar 32 400 pesetas. Y escribir direcciones en sobres,
a mano o a máquina, será cuestión de lograr 18 000 sobres
para obtener 30 600 pesetas.»
Como «director comercial» firmaba un garabato, como
empresa, Maniplastic y como dirección de las oficinas un
apartado de Correos de Barcelona. Así que el «señor Ga-
rabato», de acuerdo con un amigote suyo, empezaron a re-
cibir billetes de a 500 pesetas como un maná caído del cie-
lo, o, mejor aún, de la necesidad ajena. Y «en ratos libres
y desde su domicilio, sin necesidad de especializarse en
nada», empezaron a contestar a las peticiones del trabajo
con la inefable fotocopia de una carta en cuatro folios,
que no podemos resistirnos a ofrecer completa, porque re-
t r a t a de cuerpo entero a los desaprensivos «inventores» de
este t i m o :

ENHORABUENA, acaba usted de tomar una decisión impor-


tante y por ello le felicitamos, una decisión que ha hecho
cambiar el rumbo financiero de numerosas familias. Recuerde
que el hombre es libre cuando lo es económicamente. Con
nuestros PLANES DE TRABAJO usted podrá tener muchas
satisfacciones; personal, porque pasará usted a formar parte
de un grupo de hombres capaces de dirigir su propio negocio;
familiar, porque le permitirá que toda la familia contribuya
al bienestar general; económico, porque le permitirá tener la
situación económica que usted se merece.
Recuerde que todo dependerá exclusivamente de usted, de
su dedicación y escoger el tipo de trabajo que mejor vaya con
sus aptitudes. Si un trabajo no le sale bien a la primera, no
se desanime y pruebe otro; el éxito no viene a veces a la
primera. Nuestro PLAN DE TRABAJOS le presenta una gama
de actividades que actualmente se buscan y son lo suficiente-
mente sencillos como para que cualquier persona los pueda
realizar.
Como verá, en nuestro PLAN DE TRABAJOS puede usted
ponerse en contacto con las múltiples empresas que existen
en el mercado, pero le damos la oportunidad de que las pueda
usted realizar independientemente, siendo así completamente
libre en su negocio, pudiendo obtener mejores resultados.
Personas que han comenzado con sencillos PLANES DE
TRABAJO como los que usted tiene, actualmente tienen im-
portantes ingresos. Adelante y recuerde que su futuro le per-
tenece, todo depende de usted.

PLAN DE TRABAJO NUMERO 1. DOBLAR S E R V I L L E T A S

Ésta es una forma muy sencilla de ganar dinero en casa, y


ofrece la ventaja de no tener excesivos paquetes ni embalajes.
Se trata de doblar servilletas del tipo restaurante o para
cualquier otro uso, aunque es en hostelería donde tienen ma-
yor aplicación, por lo que vamos a orientar su negocio hacia
este campo. El trabajo consiste en pasar de una medida
30 x 30 CM (medida de corte de prensa) a 15 X 15 cm, que es
la de uso corriente.
Una forma de poderlo hacer es ponerse en contacto con
casas que ya suministren este servicio (pues este trabajo lo
realizan familias en su domicilio), y conseguir realizarlo usted.
Normalmente se paga como ya le indicamos, obteniendo unos
buenos beneficios.
Otra forma de hacerlo y la que le aconsejamos, es directa-
mente, con lo que, al eliminarse intermediarios, puede usted
ofrecer el trabajo a precio inferior y obtener asi un mayor
beneficio, y la forma es la siguiente:
Averiguar a qué precio les cuesta las servilletas a los res-
taurantes, ponerse en contacto con fabricantes de papel y
conseguirá lógicamente mejor precio para su cliente, con lo
que aumentará su margen comercial. Piense que el consumo
es grande y, por tanto, los pedidos que le harán serán consi-
derables.

PLAN DE TRABAJO N U M E R O 2. DIRECCIONES EN SOBRES

Generalmente se entiende por «copiar direcciones» al hecho


de escribir en sobres las direcciones sacadas de listas ya esta-
blecidas por profesionales de la publicidad directa. Pero las
direcciones que necesitamos deberán presentar un carácter
original, es decir, deberán ser direcciones seleccionadas.
En primer lugar, usted ya ha recibido nuestra guia con
cuatro posibilidades de trabajo; es posible y asi lo deseamos
que una por lo menos le interese. Con el PLAN DE TRABAJO
que obra en su poder, es indiscutible que se puede ganar mu-
cho dinero; generalmente nuestros clientes encuentran entre
nuestros procedimientos uno que le conviene muy bien a su
caso particular y empiezan inmediatamente a trabajar. Pero
nos encontramos también con personas que por razones per-
sonales no pueden o no se atreven a dar el primer paso. Para
estas personas hemos creado nuestra sección de prospección
por correo de direcciones seleccionadas.
Este trabajo consiste en establecer listas de personas que
pueden estar interesadas en alguno de nuestros PLANES DE
TRABAJO. Deben ser personas que reúnan una serie de requi-
sitos como necesidad de ganar dinero, ratos libres y espacio
disponible. Para la obtención de estos informes no es necesa-
rio que se pongan en contacto con ellos.
Una vez confeccionada la lista, nos la debe remitir a la
mayor brevedad posible, para poderla verificar. Esta lista debe
ser de un mínimo de 25 nombres, con datos de dirección, es-
tado, edad y teléfono. Le aconsejamos a usted que conserve
una copia de su lista para caso de reclamaciones o compro-
baciones.
Una vez cobrados los reembolsos correspondientes, a la
petición del PLAN DE TRABAJO, le dirigiremos a usted, por
giro postal, su comisión del 25 por ciento del importe total
de todos los de la lista que solicitan el PLAN DE TRABAJO.
Las direcciones podrán hacerse a mano o a máquina de
manera muy legible.
PLAN DE TRABAJO N U M E R O 3. FLORES DE PAPEL

Para realizar este tipo de trabajo se necesita un poco más


de habilidad, aunque, de todos modos, cualquier persona los
puede hacer. La forma más cómoda de realizar este trabajo
es enterándose de casas que ya lo hacen, aunque la mayoría
de ellas las mandan hacer a casas particulares, y conseguir
hacerlas usted.
Le vamos a aconsejar, como en todo nuestro PLAN DE
TRABAJO, cómo puede realizar este trabajo sin necesidad de
tener que recurrir a ninguna empresa. Compre las que más le
gusten en cuanto a formas, de las que ya existen en el merca-
do. Con sumo cuidado comience a desmontarlas, obteniendo
así todos los elementos que las componen, como papel, hilo,
alambre, etc. Observe de qué forma están hechas a medida
que las va desmontando, así como el orden de su colocación
(si es necesario, anótelo todo), que después deberá hacer usted
a la inversa, obteniendo así todo tipo de patrones, tantos como
tipos tenga. Luego ya puede usted confeccionarlas igual, pu-
diendo variar de forma y colores según su gusto. Con un poco
de práctica, usted podrá crear sus propios modelos.
¿Cómo comercializarlas? Puede hacerlo por medio de la
venta directa (ofreciéndolas a mejor precio que la competen-
cia), o en depósito, que quizá sea el mejor sistema. Consiste
en dejar una cierta cantidad de ellas en depósito en estable-
cimientos como: objetos de regalo, decoración, papelerías,
mercerías, jugueterías, etc., sin cobrar nada y dando un pre-
cio para cada uno de los tipos. Al cabo de una semana o dos,
pasará por los establecimientos a ver cuántas se han vendido,
cobrando el importe de las mismas y reponiendo o ampliando
el stock. Este sistema es muy bueno porque el establecimien-
to no tiene que desembolsar ningún dinero y no arriesga nada.
Recuerde que le firmen un albarán de entrega en depósito.
De esta manera puede obtener una buena cartera de clien-
tes que con una visita al mes rotativa le dejará sin ninguna
duda unos buenos ingresos.

PLAN DE TRABAJO N Ü M E R O 4. SOBRES EN CROMOS

Este trabajo es uno de los más sencillos, pero debido a su


constitución debe depender exclusivamente de las casas co-
merciales que los distribuyen. H a y casas comerciales, como
editoriales, pastelerías, alimentación, etc., a las que usted pue-
de dirigirse, y sin ninguna duda obtendrá los trabajos debido
a la gran cantidad de personas que tienen actualmente y que
siempre les faltan.
Recuerde usted que, tal como le indicamos en la hoja de
información que usted recibió anteriormente a nuestros PLA-
N E S DE TRABAJO, los tiempos de producción que aparecen
en dicha hoja son completamente correctos. En cuanto a los
precios, son los mínimos pagados en el mercado, y no duda-
mos que se pueden fácilmente superar, consiguiendo a mejor
precio las materias primas.
Si por cualquier circunstancia ninguno de estos trabajos le
pudiera satisfacer, tenemos a su disposición otros dosieres de
otros tipos de PLANES DE TRABAJO algo más complejos,
pero de una efectividad económica también mayor, como por
ejemplo:
Cría de perros de caza.
Confección de género de punto con máquina de tricotar.
Confección de artículos de bisutería.
Agencia de matrimonios orientados.
Cultivo de champiñones.
Fantasías en poliéster transparente.
Conservar o disecar animales.
Cuadros en relieve de litografías.
Grabados artísticos en diferentes materiales.
Fotografía comercial.
Servicios de reparaciones en el hogar.
Venta por correspondencia.
Etc., etc., etc.
Como podrá observar, la gama de actividades es muy ex-
tensa, y difícilmente no encontrará, como mínimo, uno que
vaya bien con su habilidad o gusto personal.
Si está interesado en recibir un solo PLAN DE TRABAJO,
debe usted enviar, tal como lo hizo la vez anterior y comuni-
cándonoslo, la cantidad de 250 ptas. Si, por el contrario, desea
usted todo el dosier completo, debe hacer el envío de 2 300 ptas.
(18 PLANES DE TRABAJO.)

• Deseo recibir el PLAN DE TRABAJO


• Deseo recibir el D O S I E R COMPLETO DE PLANES DE
TRABAJO.

El barcelonés que contactó con nosotros nos dijo que,


cansado de reclamar sus 500 pesetas, y ante el evidente
cuento que acababa de leer, decidió ir a los apartados de
Correos barceloneses y allí montó guardia, hasta que llegó
un hombre a recoger las sabrosas cartas del «maná». Y lo
abordó. Y le puso a escoger...
—O a la comisaría de policía o a sus oficinas, si existen.
El individuo eligió las oficinas y en su propio coche
fueron hasta una calle de la parte alta de Barcelona, a
cuyo portero tuvo que preguntar por el despacho al que
quería ir, despacho en el que una secretaria sudamericana
d i j o no conocer de nada al visitante, aclarando que allí no
podían permanecer a la espera del jefe, como quería el
«abridor de apartados».
Para mayor ironía, acudió a poco un nuevo personaje,
que dijo llamarse Piqué y que se llevó a los dos visitantes
a otro despacho de la misma planta, con nombre de pieza
de ajedrez, donde les permitió aguardar a que llegara aquel
al que esperaban ver.
Y llegó. Y lo hizo amparado por un tipo fornido y si-
lencioso, con pinta de gorila; pero no se amedrentó el
cliente, que exigió sus 500 pesetas, declinando todo inte-
rés en oír «rollos» sobre la legalidad del negocio.
—Bien. Devuelvan el dinero a este señor y en paz. Pero
conste que hemos tardado en hacer la devolución por co-
rreo dada la gran cantidad de peticiones de trabajo que te-
nemos y el retraso que lleva la sección correspondiente.
Cobró el avispado barcelonés. Su tesón, su decidida ac-
titud, tuvieron el premio merecido. Y decidió no marchar-
se a su casa, satisfecho por el resultado...
—Vengo a verle a usted para que cuente todo esto por
radio y por los periódicos. ¡Hay que acabar con tanto gra-
nuja, oiga!
Calculaba el hombre, por lo oído en los despachos fan-
tasmas, que sumaban diez m i l las peticiones de «trabajo»
recibidas por aquellos desaprensivos, lo que suponía cinco
millones de pesetas. Todo un taller de minusválidos había
«picado» en el señor Piqué, entre otros muchísimos casos
dignos de apoyo y no de timo.

Y lo conté. Y procuré vengar a tanta víctima de un no-


torio engaño, de un evidente juego de palabras. El resul-
tado fue que la Brigada Regional de la Policía Judicial
detuvo a dos individuos, el que abría el apartado de Co-
rreos y otro, a los que puso a disposición judicial, entre
otros cargos p o r haber «inventado» una empresa a la que
bautizaron con el n o m b r e de Maniplastic, que ni había
sido refrendada en el Registro M e r c a n t i l como tal socie-
dad, ni se había llevado de ella contabilidad alguna, ni po-
seía archivos de documentos generados por su actividad.
Maniplastic era como una especie de vaca gorda que
iba dando leche sin más pienso que el apartado de Correos
y las vitaminas que le echaban cientos de personas necesi-
tadas de ganar el j a m ó n para m e t e r en su pan, con el su-
d o r de su frente.
Un mes después, estando en Málaga, leí en uno de sus
diarios y en una sola página, hasta ocho anuncios por pa-
labras ofreciendo «trabajo casero», «asunto nuevo en Es-
paña para ganar más de 30 000 pesetas diarias», «Colabore
haciendo direcciones desde casa», «Su tiempo libre es di-
nero. No lo desperdicie»...
Todos facilitaban un apartado de Correos, o de Valen-
cia, o de pueblos alicantinos, o de Barcelona. Un vecino
de San Sebastián me contó que había pedido rellenar so-
bres con direcciones a una empresa que se anunciaba,
como de costumbre, con apartado de Correos, en Barce-
lona. Cuando le contestaron fue para decirle:

MENTOR COMERCIAL
TRABAJOS CASEROS
APARTADO 221400
BARCELONA
Abril de 1980
Estimado amigo:
Le damos este tratamiento porque próximamente usted
formará parte de nuestra gran familia, ya que, como lo que le
interesa es mejorar su posición económica, usted lo conseguirá
siguiendo nuestros PLANES.
Es necesario que para ello reciba usted nuestro PLAN DE
ACTIVIDADES para trabajos caseros, que realizados en su
domicilio le proporcionarán el poder cambiar su nivel de vida
en una forma rápida y ascendente.
Todo ello sin dejar su trabajo actual y empleando sus ho-
ras libres. Sin esfuerzo ni preocupación alguna, ya que hay
tantos trabajos a hacer que usted podrá elegir el que le sea
más asequible o compagine mejor con su idiosincrasia y modo
de ser. USTED PUEDE E L E G I R E N T R E TRABAJOS MANUA-
LES, INTELECTUALES, DE ARTESANIA, COMERCIALES,
etcétera. Todos ellos de fácil realización.
¡NO PUEDE FALLAR! ¡ANIMO! ¡ÉSTA ES SU OPORTU-
NIDAD! ¡LOS INDECISOS JAMAS T R I U N F A N ! ¡NO DES-
P E R D I C I E ESTA OCASION!
Nuestro PLAN DE ACTIVIDADES presenta una gama de
trabajos tan variados que usted podrá elegir el que más le
acomode e interese. Es indiferente que tenga la edad que ten-
ga, que esté usted en activo o jubilado, sea hombre o mujer,
y sea cual sea su ocupación normal. Asimismo es indiferente
que viva en una gran ciudad, en una capital de provincia o en
un pueblo. Nosotros le brindamos nuestra experiencia y rá-
pidamente puede usted poner en marcha estas actividades que
le producirán un respetable sobresueldo.

¡EN ESTE PLAN DE ACTIVIDADES, CUYA EXPOSI-


CION MECANOGRAFICA LE OFRECEMOS, HALLARA
MULTIPLES FORMAS DE GANAR INCLUSO HASTA
1000 PESETAS CADA DIA!
Si quiere, pues, cambiar su vida, mejorar su situación y ga-
nar mucho más dinero cada mes, solicite nuestro PLAN DE
ACTIVIDADES, cuyo valor es de 390 ptas., rellenando el Bo-
letín de Participación que se inserta al dorso. Seguidamente
lo recibirá en su domicilio. Recuerde que este desembolso lo
efectúa usted sólo por una vez y este pequeño dispendio le
asegurará un brillante y próspero porvenir.

APARTE DE LOS TRABAJOS CASEROS, PUEDE US-


T E D GANAR DE 10000 A 15 000 PESETAS AL MES, ES-
C R I B I E N D O DIRECCIONES
Hemos planificado y vamos a poner en marcha una campa-
ña que no dudamos puede interesarle. Necesitamos colabora-
dores que, sin preparación ni aprendizaje alguno, se limiten a
trabajar direcciones a mano o máquina. Eso sí, siempre bajo
nuestras instrucciones, ya que no se trata de ir copiando di-
rectamente de anuarios telefónicos. Usted estará asesorado en
la forma que ha de realizar este trabajo para ganar también
dinero. Esta modalidad está reservada para los compradores
de nuestro PLAN DE ACTIVIDADES, y„ como sea que el nú-
mero de colaboradores es limitado, le aconsejamos nos envíe
el cupón con la mayor premura.
¡Ah!, y no nos envíe dinero ni fondos anticipados. Antes
del envío NO A D M I T I M O S TALONES, METALICO, NI GIROS.
ÉSTA SERA SU MAYOR GARANTIA. Sólo servimos el PLAN
DE ACTIVIDADES a reembolso, es decir pagadero al cartero
contra entrega del mismo. Este PLAN DE ACTIVIDADES vale
390 ptas., más 95 ptas. de gastos de reembolso (incluido el
nuevo aumento de tarifas postales). Total a pagar: 485 ptas.
(Satisfacción garantizada o devolvemos su dinero.)
NOTA IMPORTANTE. Si usted envía su B O L E T I N DE
PARTICIPACIÓN, en seguida recibirá sin cargo alguno un
TESORO PARA SU HOGAR. ¡Verdadera panacea para usted y
los suyos! CÓMO LOGRAR V I V I R S I E M P R E SANOS Y LI-
BRES DE ENFERMEDADES.
LA SALUD POR EL NATURISMO,

del doctor Argoromendia, que, presentada en forma de apun-


tes, para así gozar de la máxima actualidad, preservará a us-
ted y familia de toda clase de enfermedades. ¡88 páginas!
¡CONSEJOS PARA PRIMEROS SÍNTOMAS Y AUXILIOS!
¡DIETAS DE ADELGAZAMIENTO Y ENGORDE!
El naturismo médico vence todas las enfermedades: estre-
ñimiento, diabetes, pulmones, estómago e intestino, hígado,
ñebres, viruela, riñón, presión alta, albúmina en la sangre, ar-
tritismo, cáncer, arteriesclerosis, colesterol, etc., etc.
CON LA TERAPIA NATURISTA SALUD INQUEBRAN-
TABLE. ¡UTILICE Y TENGA SIEMPRE A MANO ESTE
CONSEJERO MÉDICO! RECUERDE QUE TAN IMPOR-
TANTE COMO CONSEGUIR EL BIENESTAR ECONÓ-
MICO DE LOS SUYOS ES LOGRAR PARA ELLOS UNA
VIDA SANA Y S I N ENFERMEDADES.

RELLENE EL BOLETIN
(escriba con mayúsculas y letras claras)

B O L E T I N D E PARTICIPACION
Sres. MENTOR COMERCIAL. Apartado X. BARCELONA.
Para poder participar en su PLAN DE ACTIVIDADES de tra-
bajos caseros e iniciar inmediatamente estos trabajos, deseo
recibir su método PLAN DE ACTIVIDADES, teniendo derecho
asimismo a poder colaborar y ganar dinero en DIRECCIONES
HECHAS A MANO O A MAQUINA, bajo las instrucciones de
ustedes. Puede enviármelo a reembolso de 390 ptas., más 95 pe-
setas de gastos del reembolso. Con el envío del PLAN DE AC-
T I V I D A D E S recibiré sin cargo alguno las 88 páginas de LA
SALUD POR EL NATURISMO, del doctor Argoromendia. Sa-
tisfacción garantizada o devolvemos su dinero.
Nombre y apellidos
Calle
Población Distrito postal
Provincia
firma:
Recorte este cupón y envíelo a:
M E N T O R COMERCIAL. Apartado X. BARCELONA

Envió las 390 pesetas y, a cambio, le largaron un plan


de actividades parecidísimo a los que ya conocen ustedes
del t i m o del «anuncio», «de la oferta de trabajo», «del plan»
o «del apartado de Correos», bautizado por otros avispa-
dos y tunantes con el sobrenombre de «Plan de ingresos»,
desde un lugar de Levante...
EL CATALOGO

La picaresca del vendedor alcanzó las primeras multina-


cionales con el invento de unos catálogos en los que lo
mismo te ofrecen adelgazar veinte kilos en una noche y
mientras duermes que engordar los senos en un par de
sesiones, o que te salga el pelo, o que desaparezca el vello,
o la manera de conquistar el mundo con hechizos rituales,
o la forma de conquistar al sexo contrario con un desen-
cadenante de la sexualidad más reprimida. Mezclan irreve-
rentes en tan internacionales catálogos las cremas para
aumentar el tamaño del sexo masculino con la auténtica
piedra de Lourdes, engarzada y lista para llevar amor,
bienestar y felicidad, o con el envío de «LOS FABULOSOS
M O N O S M A R I N O S , A U T É N T I C O S , maravilla viviente que
nacen y crecen ante sus ojos, apenas si comen, no necesi-
tan casi espacio, ellos mismos mantienen su agua limpia y
son traviesos y juguetones, siempre alegres y con deseos
de agradar. U S T E D P U E D E AMAESTRARLOS para que
aprendan m i l trucos y obedezcan sus órdenes organizando
carreras, acrobacias, competiciones. Se reproducen tanto
que podrá tener siempre, y regalar, y vender...»
Un dibujo en el que se ve un castillo sumergido en el
agua de una pecera muestra a los M O N O S M A R I N O S como
seres humanos, rientes y graciosos. Y por si aún vacilan
los lectores, afirma el anuncio que están «recomendados
como mascotas por la Secretaría de Salud, Bienestar y
Educación, de Estados Unidos». ¡Toma ya!
Ofrecen, por sólo 990 pesetas, el envío de una genera-
ción de monos marinos con su libro de crianza, instruc-
ciones para amaestrarlos y una póliza de seguro de vida.
Los monos no llegan andando, claro está: viajan hiberna-
dos, en diminutos embriones que resucitan al contacto con
el agua.
Toda esa literatura y la ilustración gráfica, capaces de
hacerle imaginar al lector que por 990 pesetas va a pasar
a ser propietario de un circo-acuático mucho más divertido
que la pelmada de la televisión y, desde luego, más asegu-
rado, resulta que lo que ofrece, en verdad, es la A R T E M I A
SALINA, un género de crustáceo del orden de los filópodos,
suborden de los branquiópodos, familia de los branquipódi-
dos, que tienen once pares de patas —nada de los braci-
tos y piernas del dibujo publicitario—, que viven en lagu-
nas o charcas saladas y que miden ¡ocho milímetros!, por
lo que, para tratar de verlos sonreír, hay que observarlos
con una lupa.
La artemia salina sirve de alimento a los peces. Puede
ser desecada y revive al contacto con el agua. No vale un
real. Y, de mono, nada de nada.

EL STERBO-FULL. En el catálogo lo llaman Stereo-ampli-


fier, «para apasionados de la música», dicen. Y doraban la
pildora así: «Indispensable para disfrutar plenamente de
su música preferida», «todo lo escuchará como si estuvie-
ra en el mismo estudio de grabación, o en la sala de con-
ciertos, o en el estadio». «Posee 9 transistores, 5 diodos.
Gamas de onda AM 535-1 605 K H z , etc.», hasta completar
toda una serie de números y de letras, en letra superdimi-
nuta, que la mayoría de lectores ni entienden, ni tratan de
aclarar. Lo importante es saber que el aparato conjunta
con cualquier decorado y que vale «4 999 pesetas, incluidos
los dos altavoces y el mueble soporte».
Cuando el Stereo-full llega, el pagano pierde el habla. El
aparato, que en la fotografía se imaginaba grande y fuer-
te, es un chisme de 28 cm de longitud, por 11 de altura y
8 de fondo, dotado de un chasis de onda media y fre-
cuencia modulada, con dos minibafles de a cien pesetas
cada uno. Funciona con pilas, captando a duras penas una
emisora situada a cien metros de distancia y consta de
38 botones de mando, de los que 34 eran de adorno y sólo
dos sirven para sintonizar y dar volumen. También era
camelo el minitocadiscos de la parte superior, incluido su
pick-up, todo de plástico, como la peana, o plataforma.
Para mayor escarnio, el anuncio hablaba de amplifica-
dores de 80 omnios y, en la realidad, eran minialtavoces
de 8 omhios. Debieron confundir la O de omnios, con un
cero, como en la guerra española confundió un sargento
el signo de infinito con «un ocho tumbao», y un cabo al
teodolito con un «sanlorito».
Mostrado el fabuloso Stereo-amplifier a técnicos del
ramo me dijeron y me firmaron que de 4 999 pesetas se ga-
naban 3 000. Aunque de verdad lo hubieran importado de
Hong Kong.

EL POLIGLOTA DE BOLSILLO. Cuando por el mundo empe-


zaban a circular las computadoras-traductoras, capaces de
hacerte una resta, o una multiplicación, en francés, o en
inglés, apareció en uno de los catálogos camelo una foto-
grafía-dibujo de un aparato, similar a las calculadoras elec-
trónicas, incluso con su pantallita que parecía luminosa y
toda una serie de teclas a pulsar; doce podían contarse.
La misma fotografía ilustraba anuncios en las revistas de
mayor tirada de España, asegurando que teníamos a nues-
tro alcance la «traductora instantánea en cinco idiomas, fa-
bricada en Suiza con su famosa precisión técnica», y ju-
rando en tres tintas que contenía 80 000 palabras, consti-
tuyendo un «revolucionario método de comunicación in-
ternacional: «Más de 80 000 palabras en inglés, francés,
alemán, italiano y español, registradas a su comodidad en
esta I N G E N I O S A TRADUCTORA M U L T I P L E D E BOLSI-
LLO, con un sistema rotatorio para obtener en un segundo
el significado de las frases y palabras. NO N E C E S I T A PI-
LAS, NI SE ESTROPEA NUNCA, al no llevar circuitos ni
mecanismos, como las caras traductoras electrónicas.»
El anuncio cayó en manos del famoso pintor de Berga,
Rafael de Soto, hombre estudioso que consideró había dado
con lo que tantos hemos soñado, ¡y por sólo 1 490 pesetas!
Toda una ganga. Rellenó el cupón «de ensayo gratuito»
—decía el anuncio—, que advertía se contaba con 15 días
para devolver la «Transidioma», caso de no ser de interés
para el cliente. Y lo envió.
Cuando el ingenuo artista del Bergadá recibió «aquello»
creyó que era un abanico para Conchita, su esposa, porque
el ingenioso sistema no es otra cosa que un par de tapas
de plástico de 15 cm. de longitud, tres de anchura y 2,50 de
altura, que al estar sujetas por un eje por uno de los lados
permiten abrir en abanico las estrechas páginas, blancas y
amarillas, cuyas letras requieren lupa para poder leerlas.
Ni ventanilla luminosa, ni teclas de mando..., ni mucho me-
nos técnica suiza, ni alta precisión helvética, ni pilas, claro
está, ni mecanismos, ni nada de nada.
De Soto fue a protestar, por el engaño y porque nadie
contestaba a su reclamación escrita del dinero enviado. Le
atendió un italiano que, muy serio, le dijo:
—Se le retornará el dinero, siñore, ma. ¿Qué quería por
tan poca pasta? En lo único que tiene tuta la razone es en
la notable diferencia entre fotografía y realidad. ¡Se pasó
nuestro dibujante!

Grandes cadenas internacionales explotan hoy este sis-


tema de la venta por catálogo. Las hay —cómo no— que
se mantienen florecientes apoyadas en unos servicios co-
merciales normales, invirtiendo verdaderas millonadas en
catálogos que son magníficos libros ilustrados a todo color,
con ofertas en todos los terrenos del consumo. Pero, a su
sombra, se mueve una mafia de mucho cuidado. Los zas-
candiles y bribones que juegan a prometer mucho y dar
muy poco tienen el cinismo de asegurar que devuelven el
dinero si no interesa el artículo. Lo hacen porque saben que
nadie les llevará a los tribunales por unas pesetas con las
que no podría pagar ni la primera consulta del abogado y
mucho menos la provisión de fondos para iniciar el asunto.
Como en aquella feria de los años veinte, allá por Al-
bacete, juegan al engaño de la caseta a cuya entrada había
una pintarrajeada mujer guiñando un ojo y enseñando un
letrero en el que decía: «Pase y, por una peseta, podrá ver
lacaraba.»
Dentro, tumbada en el suelo, había una mula. Junto a
ella, un nuevo letrero, aclaratorio: «Lacaraba...y ya no
ara.»
Los chasqueados reían la broma de feria y callaban, para
que picaran otros.
Timos de la inversión

«LA BALDOMERA»

No siempre el timo es cosa de truanes de tres al cuarto; a


veces, en ese coto de golfantes, vivillos y zascandiles irrum-
pen personajes de ilustres apellidos y envidiada alcurnia,
que alzan sus embustes sobre los fuertes cimientos de una
supuesta solvencia económica, lo que presupone —ignora-
mos por qué regla de tres— una moral intachable y garan-
tía ilimitada.
En 1882 se inició en la plaza de la Paja, de Madrid, muy
cerca de la popular plaza de la Cebada, en la que dieran
garrote vil al general don Rafael de Riego, la estafa más
asombrosa y de mayor cuantía del siglo. Se aseguró que
fueron u n o s veinte millones de reales los estafados. Y vein-
te millones de reales de aquellos años eran cientos de mi-
llones de pesetas de las de hoy.
Doña Baldomera, la autora de aquel fabuloso timo, era
la más joven de los tres hijos de Mariano José de Larra,
el famoso escritor que popularizara el seudónimo de Fígaro
y que se suicidara el día 13 de febrero de 1837, en el come-
dor de su casa, muy cerca de su hija Adela, que tan sólo
contaba cinco años, la que permaneció junto al poeta cuan-
do fue abandonado por Pepita Wetoret, la esposa, siempre
solitaria vencida por el despecho de verle triunfante y ad-
mirado, engolfado en una existencia alejada del hogar.
Baldomera Larra Wetoret nació en 1834; tenía tres años
cuando se suicidó su padre al pegarse un tiro, y vivió una
triste infancia junto a sus hermanos, Luis Mariano, nacido
en 1830, Adela, en 1832, y junto a sus abuelos, careciendo
del amor maternal y de la protección paternal, en la casa
de Navalcarnero, donde fueron recogidos los tres huér-
fanos.
Luis Mariano llegó a ser el heredero del talento de su
padre, al producir una serie de piezas teatrales que logra-
ron un gran éxito y sumaron unas ochenta, entre comedias
y zarzuelas, de entre las que destacó, El barberillo de Lava-
piés, musicada por Francisco Asenjo. Pero nada tuvo que
envidiar, en cuanto a talento se refiere, Baldomerilla, la
benjamina de los Larra, que dedicó su juventud al estudio
y al trabajo y que despertó un profundo amor en el médico
del rey Amadeo de Saboya, don Carlos de Montemar, con
el que contrajo matrimonio.
El rey don Amadeo de Saboya, junto con su esposa,
doña María Victoria, visitó varias veces el domicilio de su
médico y distinguió notoriamente a doña Baldomera, mu-
jer de amenísima conversación, que lloró desconsolada
cuando el monarca renunció al trono de España y marchó
a Italia, voluntariamente exiliado.
Con la llegada de la república, el doctor Carlos de Mon-
temar perdió su destacada posición e incluso fue profesio-
nalmente perseguido por los nuevos influyentes, por lo que
decidió marchar a América y dejar sola a su mujer, la hija
menor de Larra, con una numerosa prole, de la que un hijo
estaba siempre enfermo. Tan apurada llegó a ser la situa-
ción de la señora de Montemar y tan escasas las amistades
a las que podía recurrir en solicitud de ayuda, que tuvo que
acudir a un prestamista y ofrecer el ciento por ciento de
intereses, para que le dejara unas onzas.
Finalizado el primer mes, doña Baldomera devolvió al
usurero treinta y dos duros, a cambio de los dieciséis que
de él había recibido. La noticia corrió como un gamo por
las calles madrileñas y gentes sin escrúpulos acudieron por
docenas a ofrecer su dinero en aquellas formidables con-
diciones. La arruinada señora, sumida en la mayor miseria
y rodeada de un montón de hijos, de los que uno necesitaba
especial alimentación, se lió la manta a la cabeza y fundó
en la plaza de la Paja lo que tituló Caja de Imposiciones.
Ninguno de cuantos acudían con sus dineros en las ma-
nos a la ventanilla de ingresos de aquella Caja de Imposi-
ciones pensó en el «milagro» que suponía recibir un dinero
para multiplicarlo inmediatamente, con sólo rellenar unos
impresos en los que se indicaba la cantidad que ingresaba
y la fecha en que había de ser devuelta, elevada al doble;
la cola ante el edificio era extraordinaria y se mantenía des-
de las ocho de la mañana hasta las ocho de la tarde, de-
jando apenas tiempo para comer a los cinco empleados
que tuvo que utilizar doña Baldomera para dar la bienve-
nida a tanto dinero como le llevaban a domicilio.
Cuentan los diarios de la época que al empezar a cundir
el temor acerca de aquel fabuloso sistema de multiplicar
el dinero y cuando algunos impositores se atrevieron a pre-
guntar a doña Baldomera cuál era el destino de aquel di-
nero, ella respondía, sonriendo:
— M u y sencillo: como el huevo de Colón. El día que lo
sepáis, os asombraréis todos.
Dicen que si alguien preguntaba con más profundidad y
aludía, aunque fuera veladamente, a la falta de garantía de
su negocio, ella reía y respondía, invariablemente:
— ¡ M i garantía es el viaducto, hijos!
Conforme pasaron los días y la fama de aquella «caja»
se fue extendiendo por Madrid, aumentaron los imposito-
res por cientos, aportando fondos hasta una cantidad que
a doña Baldomera le debió de parecer de perlas para em-
prender la retirada. Cuentan los cronistas de la época que
fueron veinte millones de reales los que desaparecieron
con doña Baldomera Larra, un mal día de diciembre de
1876, contando ella los cuarenta y dos años.
Fue inútil buscarla. Huyó de España y permaneció cerca
de dos años alejada de Madrid, mientras se mantenía la
orden judicial de busca y captura, y el escándalo iba ce-
diendo, empujado por otros acontecimientos de más ac-
tualidad, aunque no de mayor importancia. Un juzgado de
instrucción se encargó de tramitar sumario, y cuando doña
Baldomera no pudo resistir por más tiempo alejada de su
patria y llegó a España, fue detenida e ingresada en la cár-
cel de mujeres de la calle Quiñones, en Madrid.
Llegado el día de celebrar juicio, en el banquillo de los
acusados se sentó la hija menor de Mariano José de Larra,
junto con su administrador, don Saturnino Iruega. Los dos
fueron condenados a seis años y un día de prisión mayor;
pero doña Baldomera enfermó en la cárcel y la entonces
Dirección General de Establecimientos Penales accedió a
que fuera llevada a un hospital; la prensa volvió a dedicar
su atención a la m u j e r que había sabido remover la ava-
ricia de las gentes hasta el punto de convertirlas en usu-
reras y explotadoras de una madre arruinada y se inició
una campaña en favor de la enferma, proclamando enton-
ces toda una serie de virtudes de la criticada m u j e r que
llegaron hasta declararla «admirablemente honrada» por
haber vuelto a España y haber liquidado sus deudas con
más de ocho mil impositores.
Nadie contó cómo cientos de aquellos impositores re-
tiraron su denuncia, avergonzados ante la situación y teme-
rosos de que se supiera que también estaban incluidos en
la legión de hienas que trataron de ganar un ciento por
ciento de intereses, actuando despiadados y canallas.
Fue el Tribunal Supremo el que, movido por aquella
corriente de simpatía en pro de la ya famosa Baldomera,
le otorgó el indulto. Su hermano Luis Mariano, el ya céle-
bre autor teatral, que había sufrido muchísimo con la triste
popularidad de su hermana pequeña, le hizo cambiarse el
nombre tan pronto como estuvo en libertad. Doña Baldo-
mera pasó a llamarse «la tía Antonia» y con éste sobre-
nombre embarcó rumbo a las Américas para unirse a su
marido, con el que vivió aún muchos años, feliz.
Ha transcurrido un siglo y el timo de «doña Baldomera»
continúa recordado, como la obra de Fígaro, el escritor
suicidado que yace en el panteón de escritores y artistas
de la Sacramental de San Justo, en Madrid. Muy pocas per-
sonas saben que la autora del tremendo escándalo era hija
del llorado poeta desaparecido tan trágicamente a los vein-
tisiete años de edad.
El número de impositores que llegó a sumar la célebre
dama fue de cinco m i l trescientos veintidós y, como queda
señalado en su capítulo correspondiente, el dinero esfu-
mado sumaban veinte millones de reales, de los que el Juz-
gado de Guardia del distrito de La Latina sólo encontró
ciento setenta y seis, al incautarse de los locales en los que
había consumado doña Baldomera el negocio del siglo, en
cuanto a volumen y a escándalo.
Volvió la timadora de su voluntario exilio y se enfrentó
con la justicia, logrando inclinar la balanza del todo M a d r i d
en su favor al conmover a las gentes sencillas, repitiendo
incansable el interés de usura que pagaba. En 1881 logró
el indulto, sin llegar a cumplir los seis años y un día de
cárcel a que había sido condenada.
EL BALLESTEROS

Transcurrieron cuarenta y dos años hasta que el modus


operandi de «doña Baldomera» volviera a ponerse en mar-
cha. Y lo hizo un audaz toledano afincado en Barcelona, en
un piso de la calle Hospital, en el que montó una especie de
agencia titulada: Sociedad Privada para la Explotación de
Recreos Mayores.
Juan Ballesteros Zamorano abrió las puertas de su «ne-
gocio» a mediados del año 1918, cuando por efectos de la
guerra europea los barceloneses las andaban pasando mo-
radas. De ahí el rápido éxito logrado por Ballesteros y sus
dos socios, un peluquero de San Andrés llamado Jaime Vi-
ñas y un tal José Quintana, «cazadores» los dos de primos
que aportaran dinero. Por mil pesetas recibían trescientas
al mes. Y con 300 pesetas se podía vivir en aquellos tiem-
pos sin dar golpe.
Jugador de ventaja, Juan Ballesteros tomó unos ahorros
conseguidos con sus fullerías y organizó la oficina de prés-
tamos sobre la misma base que lo hiciera doña Baldomera:
interés con usura, para que las víctimas no pudieran de-
nunciarle el día en que fallaran sus ganancias. Y, por si
faltaba algo, en el contrato que firmaba a sus «socios» cons-
taba bien claro que el dinero que aportaban era para ex-
plotar juegos que estaban prohibidos entonces, como el
del 30 y 40, o la ruleta, utilizando además una combinación
ideada por Ballesteros que podría usar en el casino o círcu-
lo que quisiera, abonando por cada m i l pesetas un interés
de diez pesetas diarias. La última cláusula del contrato de-
cía: «Ninguno de los contratantes exigirá responsabilidad
moral, ni material, dadas las circunstancias especiales que
concurren en esta combinación a base de la especulación
del juego.»
El artículo 109 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal,
que amparaba en sus derechos a los dañados por la perpe-
tración de un hecho delictivo, mal podían utilizarlo las víc-
timas de Ballesteros, que colaboraban con quien delinquía
y encima recibían por ello intereses de usureros.
Mientras Ballesteros jugó por Barcelona, el truhán fue
pagando los intereses y dándose la gran vida; pero cerra-
ron los casinos de la Ciudad Condal y tuvo que emigrar a
San Sebastián, en cuyo Gran Casino no encontró «colabo-
radores» —croupiers especialmente— que facilitaran su
«combinación-trampa». En pocos días había perdido cuatro
millones de reales, teniendo que pedir auxilio a sus socios
catalanes, que acudieron portadores de cinco mil duros, y
no lograron con ellos remontar la caótica situación. Se reu-
nieron en La Concha para tomar decisiones y acordaron la
quiebra, repartiéndose el dinero que hubiera en caja como
buenos hermanos y pasando una circular a los socios,
como buenos primos, anunciándoles que se había termina-
do el chupen.
El Viñas regresó a Barcelona, el Ballesteros se fue a su
pueblo toledano y en Donostia fueron detenidos un par de
compinches más. Los socios mezclaron sus lágrimas con
los denuestos, y su primer impulso fue acudir al juzgado
de guardia, pero al releer el contrato renunciaban a la ac-
ción judicial. Hubo un carretero que vendió carro y mula
por mil quinientas pesetas y se retiró a la buena vida que
le permitían las quince pesetas diarias que le daba Balles-
teros; al quedar sin ellas enfermó y se dijo llegó a suici-
darse.
Juan Ballesteros Zamorano se presentó al juez de guar-
dia en M a d r i d el día 9 de septiembre de 1918. Con gran na-
turalidad dijo que se había enterado de que la justicia le
buscaba y que, no teniendo nada que temer de ella, se pre-
sentaba voluntariamente. Declaró que los contratos exten-
didos entre sus socios y él eran lícitos, aunque la base no
lo fuera tanto...
Trasladado a Barcelona e ingresado en prisión, mantu-
vo su declaración el muy ladino, viviendo a todo confort en
su celda y sometiéndose a diversas entrevistas para la pren-
sa de la época. La guerra hizo olvidar al granuja aquel, del
que existe una fotografía vestido de torero que nadie supo
aclarar si fue tomada en broma o el timador también había
lidiado reses bravas...

«LA G A L L I N A DE IGUALADA»

En uno de los juzgados de instrucción de Barcelona se pre-


sentó un día del mes de septiembre de 1960 —¡cuarenta y
dos años después de lo del Ballesteros!— un señor que
anunció iba a declarar suspensión de pagos por el proce-
dimiento de «quita y espera», alegando que debía treinta y
cuatro millones de pesetas y que, a su vez, a él le debían
veintiuno.
La noticia organizó un tremendo revuelo en la zona
de Igualada. El día 24 de septiembre de aquel mismo año,
ochocientos acreedores del que declaró suspensión de pa-
gos llegaron en autocar al Palacio de Justicia de Barcelona,
procedentes de Odena, Carme e Igualada. El juez, ante tal
invasión, determinó suspender la reunión de acreedores
para celebrarla el día 2 de noviembre —por cierto, día de
las ánimas benditas del Purgatorio—, evitando así que se
celebrara el 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes...
—¡Aquí de inocentes, nada de nada! — d i j o alguien—.
¡Somos una colla de usureros y prou!
El recuerdo fue oportuno. Muchos renunciaron a de-
nunciar. Otros se mantuvieron en sus trece y algunos fue-
ron en busca de periodistas que se mojaran las posaderas,
dejando las de ellos a buen recaudo.
Lo que pronto sería conocido en toda Cataluña como
la «Gallina Blanca» fue, luego «la gallina de Igualada», por-
que los directivos de una popular marca de sopas en sobre
se movieron desesperados contra la notoria confusión que
originaba el timo. En mis archivos guardo una carta, fe-
chada en 29 de septiembre de 1960, en la que, j u n t o a unas
líneas del jefe de relaciones públicas de la empresa ubicada
en San Juan Despí, me llegaban recortes de periódicos en
cuyas páginas de sucesos los titulares de la Gallina Blanca
acaparaban las columnas. La carta, de un antiguo conocido
mío, decía:

«Ahí van los recortes que te ofrecí esta mañana. M i r a :


¡la pobre gallina! llevada en alas de su popularidad por los
vientos borrascosos de los lectores catalanes. M i l gracias
por tu gentileza al tratar este asunto y por tus atenciones
en cualquier momento. Un fuerte abrazo.»
El Correo Catalán, en aquella misma fecha, atendía tam-
bién al autor de la carta y publicaba una amplia informa-
ción en su sección de «Audiencia Pública», que llevaba ma-
gistralmente el periodista y abogado José M a r í a Serra; ha-
cía referencia a su artículo de dos días antes:
«SE S U S P E N D I O LA JUNTA DE A C R E E D O R E S D E L
A S U N T O L L A M A D O D E L A « G A L L I N A BLANCA» —titu-
laba Serra aquella información, de la que entresacamos los
siguientes párrafos: «La mayoría de los acreedores opinan
que R.S.A., promotor de este fabuloso asunto de millones,
no ha llevado sólo la organización, sino que alguien más
permanece oculto.» «Hasta el momento no hay nada resuel-
to ni decidido. Ni en este procedimiento civil, ni en la
querella que contra el citado R.S.A. ha sido interpuesta
como supuesto autor de un también supuesto delito de
estafa.»

Rectificando, o mejor, aclarando, el fallecido José María


Serra contaba dos días más tarde:

«Por un deber de conciencia y de responsabilidad pro-


fesional nos vemos obligados a salir al paso de un inexpli-
cable e incomprensible rumor, ajeno por completo a nues-
tra intención al dar cuenta del estado judicial de cierto
asunto al que, en comarcas como las de Igualada y Man-
resa, se ha dado en llamar, con cierto tono humorístico,
el de la «Gallina Blanca», debido sin duda a la popularidad
y a la simpatía de que Gallina Blanca goza. Jamás dijimos,
ni pudimos decir, que dicho asunto afectara, ni de cerca
ni de lejos, a la nacionalmente conocida empresa Gallina
Blanca Industrias Alimenticias, cuya solvencia y rectitud
en todos los órdenes son tan conocidos como la generosi-
dad que prodiga por medio de su publicidad. El hecho de
que el pueblo de esas comarcas aludidas diera en llamar
«Gallina Blanca» al asunto, obedeció simplemente a un
gesto de humor al equiparar los fabulosos beneficios que
en dicho «negocio» se ofrecían con los fabulosos premios
que Gallina Blanca acostumbra otorgar por medio de sus
populares concursos y emisiones.»
Empezamos, repito, a titular, «la gallina de Igualada»
al banco de imposiciones montado por Rafael Serra Argemí,
el firmante del contrato en el que se comprometía a pagar
intereses anuales del 8 por ciento de cuanto dinero recibía
en concepto de préstamo, «para sus necesidades particu-
lares y otros menesteres personales».
Las oficinas fueron instaladas en la barcelonesa calle de
la Diputación, 202, piso principal, y los intereses eran del
80 al 90 por ciento, de manera que aquel que había entre-
gado 25 000 pesetas cobraba cada mes en las oficinas de la
calle Diputación unos intereses de 2 000 pesetas. Todo un
chollo..., hasta que llegó la solicitud de suspensión de
pagos.
Los estafados, aparte los que no denunciaron por ver-
güenza, se elevaron a más de m i l personas, sumando la can-
tidad defraudada, 31 000 000 de pesetas, dinero que fue ma-
nipulado por Rafael Serra desde 1955, en que empezó
a anunciarse en los periódicos hasta la quiebra de 1960.
El sistema era el mismo de doña Baldomera o el de
Ballesteros: con el dinero que le iban entregando los pres-
tatarios siguientes pagaba los intereses a los primeros, que
se encargaban de hacer una tremenda publicidad gratuita
al contar cómo multiplicaban sus duros. Por ello «picaron>>
muchos vecinos de Carme, pueblo de 686 habitantes en
aquellos años, los de Orpi, que sumaban 313, algunos de la
Pobla de Claramunt, que eran unos 1116 vecinos, muchos
de Odena, que tenía una población de 1 691 habitantes, de
los que escaparon muy pocos a la fuerte atracción de «la
gallina», de cuyos «huevos de oro» sembró grandes elogios
un tal Ventallols; los de San M a r t í n de Tous eran 1 048 ve-
cinos y se dijo que era el secretario del ayuntamiento el
que aceptaba dinero por el pueblo, pagando un 10 por cien-
to de interés, para invertir rápidamente cuanto recibía en
la «caja» de Serra Argemí. También hubo «víctimas» en
Piera, lugar en el que el «inventor» de todo tenía una her-
mosa finca denominada «Las Parras»; pero fueron muy po-
cos, porque al señor Serra no le interesó originar proble-
mas en sus cercanías.
A esa zona hay que añadir un caserío, Santa Cándida de
Orpi, con unos 50 habitantes, de los que uno, apellidado
Moray, era el encargado de ir a Barcelona a cobrar los in-
tereses de todos sus convecinos, para cuyos viajes adquirió
un jeep por el que pagó doscientas m i l pesetas a tocateja,
prueba —según los referidos convecinos— de que «la ga-
llina» cacareaba espléndidamente.
Hubo muchísimos bulos y muchas noticias que por no
confirmadas no se pudieron airear; se juraba que gentes
muy destacadas de los pueblos mencionados habían inver-
tido su dinero en «la gallina», y que había entre ellas au-
toridades, pillines que jugaron con dinero de las empresas
para las que llevaban el negociado de caja y bobos que
vendieron cuanto poseían para ir viviendo de su trabajo,
convencidos de que ya no tenían por qué trabajar, estando
en el mundo el Serra Argemí.
Lo seguro es que en la Audiencia Provincial de Barce-
lona se condenó al Rafael Serra a seis años y un día de
prisión mayor —como a doña Baldomera— y a devolver
todas las cantidades apropiadas. Que recurrieron al Tribu-
nal Supremo y que muchos igualadinos encajaron el su-
ceso con tal humor que difícilmente podría el periodista
olvidar tas fiestas del barrio de Xauxa, cuyo pasacalle del
día 13 de agosto de 1960 fue dedicado en su totalidad a «la
gallina».
A las diez y media de la noche de aquel 13 y sábado em-
pezaron a llegar a Igualada cientos de vecinos de los pue-
blos cercanos que se sumaron a los de las calles del barrio
de Xauxa, calles de San Ignacio, San Francisco, San Anto-
nio M a r í a Claret, Crohueta y otras, para presenciar el des-
file de bandas y comparsas, gigantes y cabezudos, danzas
regionales y toda una serie de carrozas creadas por los del
barrio, que tenían que rematar con la puesta en escena de
una parodia, como cada año. Pero en el de 1960 el tema
que dominaba el ambiente era «la gallina», y ella fue la
reina de las fiestas de Xauxa.
Unas doce m i l personas asistieron a la fiesta y vieron las
carrozas que representaban un despacho oficina de un
«señor X » , con su secretario particular, cambiando impre-
siones y contando billetes de banco. Sobre una caja de
caudales había un cartel: «Qui els té, els té; qui no els té,
els busca.» En la parte posterior de aquel despacho apare-
cían los clientes que iban a por sus intereses y se encon-
traban con un letrero diciendo: «Suspensión de pagos.»
En otra carroza recuerdo que aparecía una monumental
gallina ya cadáver, con sus patas arriba, rodeada de mo-
chuelos llorosos que exteriorizaban su pena ante el falle-
cimiento. En el interior de la carroza iban hombres y mu-
jeres, sentados, gimoteando ante la muerte de la gallina
mágica. Sobre sus cabezas se leía: «Xauxa us acompanya
amb el sentiment.» El acompañamiento estaba formado
por una serie de vecinos que llevaban pancartas con slo-
gans así: «Vendo perro bull-dog por no tener una perra»,
«Señoras: vendo esclava de oro, broche de diamantes y
pendientes de llauna al precio que sea. Gran oportunidad»,
«Vendo nevera eléctrica, marca Wesquinsbabaus, sin es-
trenar, de la que sólo faltan por pagar 38 plazos. La doy
por un pasaporte», «Gran ganga. Vendo máquina de coser,
bordar y triturar. Su valor, 10 000 pesetas. La doy por 20
rubias», «Vendo coche Opel, «Gran Capitán», por no poder
matricularlo», «Vendo chalet en Castellmussol, con luz,
agua y calefacción... en verano. Abstenerse intermedia-
rios»...
Incluso un vecino había colgado de su balcón una enor-
me pancarta en la que comunicaba: «Se vende esta casa,
libre de inquilinos, cargada de impuestos. Llaves..., en el
fondo del mar.»
Frente a los muchos que habían llorado estaban allí los
que rieron a mandíbula batiente, en especial ante la carro-
za que era una gran jaula-prisión llena de presos que iban
reclutando por las calles unos guardias de pega, no sin an-
tes interrogarlos ante un micrófono, para que a todos lle-
garan aquellos diálogos jocosos de «Radio Xauxa». Les pre-
guntaban qué capital habían invertido en el negocio, si ha-
bían vendido o hipotecado alguna cosa para ello, si el di-
nero lo habían entregado ellos, o había sido su mujer, sin
decírselo —circunstancia que por lo visto se dio con harta
frecuencia—, y algunas cosillas más, hasta enviarlos a la
jaula, donde eran saludados afectuosamente por los que
ya estaban allí, entre los que se hacía ver que no faltaban
«pispas» habituales, que aprovechaban la llegada de tanto
«primo» para «limpiarles» los bolsillos..., si les quedaba
algo que «limpiar».
La cabalgata la cerraba un señor con chistera y fumán-
dose un descomunal purazo, de cuyas anchas espaldas col-
gaba un letrero en el que todos podíamos leer: «Mentre
ni hagi rucs, anirem a cavall.»
A las dos y media de la madrugada acabó la divertidí-
sima parodia, sin que se registrara un solo incidente. Todo
el mundo reía; bueno, algunos fingían reír, porque eran par-
te de aquellos mochuelos que lloraban el óbito gallináceo,
pero asistieron para que nadie sospechara que también
habían creido en lo de «duros a peseta».

D E N U E V A Y O R K A H O S P I T A L E T D E LLOBREGAT

La historia de los timadores que basaron su actividad en


la avaricia ajena, montando oficinas «especiales para usu-
reros», no se acabará nunca. Tras «La Baldomera», «El Ba-
llesteros», «La gallina»...; llegaron Adela Holzer, madrileña
residente en Nueva Y o r k por su matrimonio con el naviero
norteamericano Peter Holzer, y Montaña Díaz, vecina de
Hospitalet de Llobregat (Barcelona). Aquélla actuó en 1977
y ésta en 1983; pese a la enorme diferencia de escenario, las
dos mujeres jugaron a quedarse con el dinero ajeno.
Adela tomaba dinero de particulares —como mínimo,
cinco m i l dólares— y se comprometía a entregar, en menos
de un año, el doble. Su puntualidad en el pago de los eleva-
dos intereses era tal, que muchos no los retiraban, sumán-
dolos al capital invertido. Cuando las inversiones eran más
altas y Adela tenía unos millones de dólares en sus manos,
voló, dejando en la estacada desde humildes trabajadores
hasta ejecutivos, médicos, abogados, amigos de sus tiempos
de productora de comedias musicales en Broadway.
La Holzer era una mujer muy atractiva y se dijo que
estaba relacionada con la mafia, sospechándose que su re-
lación podía ser con las drogas. Ganó mucho dinero y, cuan-
do sus víctimas se insolentaron, tuvo «gorilas» que les
hicieron desistir de toda acción al recordarles que eran
usureros.
Montaña hizo honor a su apellido llevándose unos trein-
ta millones de pesetas que —según informe policial de
aquel mes de enero de 1983— eran de una veintena de per-
sonas a las que pidió la pasta ofreciendo un 50 por ciento
de interés en un año, es decir, le daban un millón y devol-
vía millón y medio en un solo año. Para avalar sus opera-
ciones, la mujer, que tenía cuarenta años y vendía cupones
de la ONCE (Organización Nacional de Ciegos), aseguraba
que ésta organización respondía de todo.
Cuando desapareció y la denunciaron sus veinte usure-
ros, ella estaba en Sevilla —había nacido en Écija—, con-
vencida de que iniciaba una nueva vida. La mujer, como
todos sus antecesores en este tipo de estafa, manifestó que
hubo quien le entregó cinco millones, seiscientas m i l pese-
tas, al comprobar que los primeros meses recibía hasta el
60 por ciento de intereses; éstos fueron sus mejores publi-
cistas y por ellos acudieron, como moscas, los otros, avari-
ciosos ellos.
Se dijo que Montaña rellenó una quiniela de la jornada
15, con 128 apuestas, acertando los 14 resultados y ganando
limpiamente —esta vez sí— más de un millón de pesetas.
Nadie pudo entender que una mujer que ingresaba cada
mes alrededor de 250 000 pesetas por la venta de «iguales»,
y que era propietaria de una parcela y un par de libretas
de ahorros con saneado saldo, se entregara a imitar a
«Doña Baldomera».

«LA GUMA»

En el argot del hampa se conoce a la gallina con el nombre


de «guma», y al gallo como el «cacarelo». De ahí que quie-
nes se dedican a robar gallinas sean denominados como
«gumarreros». O lo fueran, porque la jerga se va olvidando
y tiende a desaparecer cuando uno anda escribiendo estas
cosas.
Allá por el otoño del año 1952 se descubrió en Madrid
lo que para algunos periódicos fue «la estafa de la gallina
de los huevos de oro», y para nosotros, hoy, es el timo de
«la guma». Como una variante más de los timos «del anun-
cio», en las secciones económicas, o en recuadritos aisla-
dos, se podía leer en la mayoría de los periódicos de buena
tirada, lo que sigue:

¿ Q U I E R E I N V E R T I R BIEN SU CAPITAL? GRANJA AVÍCOLA


x. 72 POR CIENTO DE INTERÉS ANUAL. SERIEDAD, SOL-
VENCIA, D I R I G I R S E A . . .

Un 72 por ciento no era cosa de tomar a broma y cien-


tos de capitalistas, o ahorradores, escribieron, recibiendo
rápidamente la visita de un señor: «Por m i l pesetas le hace-
mos propietario de una docena de gallinas, que lógicamente
no le traemos para que las cuide o se las coma. Nosotros
las mantendremos en nuestras modernas granjas, en régi-
men de aparcería, sustituyendo por nuestra cuenta a las
que mueran o se extravíen.»
—Y uno ¿qué beneficio obtiene?
—Pues el de un huevo diario, fresco, o su precio en el
mercado según mayorista. Hoy vale dos pesetas un huevo,
pues le abonaríamos 60 pesetas al mes, que son 720 pesetas
al año por cada m i l pesetas que usted invirtió; o sea, el 72
por ciento, amigo.
Como siempre que se juega con intereses de escándalo,
acudieron miles de inversores a entregar su dinero para
participar en el asunto de las granjas avícolas, montando
sus creadores unas cuantas, en distintas ciudades, donde
mantenían un pequeño número de volátiles con los que jus-
tificarse ante aquellos curiosos propietarios que quisieran
conocer de cerca «sus» gallinas.
Como en todos estos negocios se fueron pagando reli-
giosamente los primeros intereses, que provenían del di-
nero de los que se iban dando de alta como «socios», nadie
se interesaba por recibir los huevos frescos de su docena
de gallinas raza Leghorn. El dinerito, el dinerito, era lo
importante...
Los tres o cuatro «granjeros», que capitaneaba un tal
Xaudaró, se hicieron millonarios en escasos meses, mon-
tando hermosos chalés j u n t o a las granjas y conduciendo
formidables automóviles. H u b o uno que, h a b i e n d o sido or-
denanza de un banco, se convirtió en dueño de u n a g r a n
finca, un «haiga» y un corral con 300 gallinas, en el que
debería tener diez veces más.
Se calcula que la estafa alcanzó los 40 000 000 de pesetas
entre las cinco o seis granjas que p o r M a d r i d , V a l l a d o l i d y
Valencia, se montaron. H a b í a u n a en la que, teniendo que
contar con 52 800 gallinas, sólo poseían 750, unas docenas
de gallos y unos pocos cientos de pollitas. O t r a , p r ó x i m a a
Valladolid, tenía 92 gallinas cuando sus contratos firmados
daban un total de 52 000. Y una tercera, que figuraba c o m o
«Avícola Canarias», con domicilio en Alacuás ( V a l e n c i a ) , no
llegó ni a existir. Para los aparceros valencianos, sus ga-
llinas estaban poniendo en Leganés, cerca de M a d r i d , o en
una hermosa granja p r ó x i m a a Bilbao. Lo c i e r t o es q u e
se llegó a concretar que, p a r a responder a los contratos fir-
mados y el dinero recibido, f a l t a b a n algo así c o m o m e d i o
m i l l ó n de gallinas.
Avicultores profesionales, gentes entregadas a este t i p o
de negocio, nos contaban en aquellos días que p a r e c í a i m -
posible hubiera tanto ingenuo p o r el m u n d o , t a n t a gente
que entregara su dinero p a r a un negocio que les e r a des-
conocido, sin intentar t a n siquiera i n f o r m a r s e p o r los ca-
minos oficiales: «Para calcular el precio de coste de u n a
docena de huevos a base de explotar m i l ponedoras hace
falta un capital de 250 000 pesetas, de las que 40 000 son la
parte alícuota de la finca, 60 000 el gallinero, 20 000 el mo-
biliario (útiles y enseres), 90 000 el valor de las aves y
40 000 el capital m ó v i l (piensos).
O t r o añadía: « E n un año, las 1 000 gallinas c o n s u m e n
32 760 kilos de alimentos concentrados. Y p r o d u c e n , 136 560
huevos; o sea, unas 11 380 docenas. No olvidemos q u e en
doce meses la m o r t a l i d a d de las m i l ponedoras está calcu-
lada en 300...»
Para m e j o r convencernos de que u n a g r a n j a avícola no
la m o n t a cualquiera, porque no es un negocio p a r a profa-
nos en la materia, ni que p e r m i t a asegurar ganancias c o m o
las que ofrecían los timadores, a ú n me a ñ a d í a n : « E n t r e
el importe de los piensos, que en otoño de 1952 se elevaba
a 124 488 pesetas, la a m o r t i z a c i ó n de instalaciones, repara-
ciones, conservación, y a c i j a (aserrín), luz, agua, j o r n a l e s y
administración, más los gastos de e m b a l a j e y p o r t e s en la
venta de huevos, el gasto a n u a l se eleva a 176 988 pesetas,
que, sumado al valor de las aves, nos da 266 988 pesetas.
Los ingresos por esas 1 000 gallinas y año pueden ser de
25 000 pesetas por 500 gallinas a 50 pesetas, 12 000 pesetas
por 40 000 kilos de estiércol y 18 000 como valor de las
200 ponedoras invt°. En total, que el precio de coste de
las 11 380 docenas de huevos se va a las 266 988 pesetas,
menos 55 000, son 211 988 pesetas. El precio de coste de
una docena de huevos se eleva, pues, a 18,60 pesetas.»
Por muy lerdo que uno sea en materia de avicultura,
se ve claramente que es utópico pensar que nadie puede
ofrecer de manera permanente DOCE GALLINAS POR
1 000 PESETAS. Ya hemos visto cómo de cada mil gallinas
ponedoras mueren unas 300 por año, que, sumadas a las
500 que se suelen vender, reducen el gallinero a 200 po-
nedoras, que han perdido al cabo de los doce meses el 25
por ciento de su capacidad. Las que se venden es porque
resulta antieconómico su rendimiento.
Por lo visto se considera una ponedora excepcional a
la gallina que pasa de los 175 huevos al año (hablamos
de 1952, no resulte que hoy, con la electrónica y los partos
sin dolor, las gallinas pongan el doble, o que con los sindi-
catos, las reivindicaciones y las huelgas, pongan la mitad), y
los timadores jugaban siempre sobre gallinas superpone-
doras e inmortales.
Unos veinte m i l duros diarios llegaron a ingresar al
principio los granujas aquellos, que iban pagando las 18
pesetas por docena de huevos de ese dinero que tan gene-
rosa y abundantemente afluía. Cuando se acabaron los
«primos», ¡a cambiar la gallina por el avión!

EL ILUSTRE APELLIDO
O TIMO DEL SEÑORITO

Internacionalmente se llaman fraudes «de guante blanco»


a las estafas montadas y desarrolladas por hombres de ne-
gocios, en apariencia honrados y respetables que, movidos
por la avaricia y convencidos de que en lo suyo todo vale,
pierden el respeto a todo y a todos, incluyéndose ellos mis-
mos y sus familiares.
Para nuestra «Timoteca», este tipo de timo merecía
mejor el título de «el señorito» o «el apellido ilustre», dado
que en la larga cadena de ellos que se llegaron a descubrir
en los últimos años, todos los eslabones contaban con pres-
tigiosos nombres del mundo de los negocios, de la aristo-
cracia, del ejército, de la abogacía..., arrastrados los más
por un personaje cínico y ególatra convencido de que en
este mundo hay que comerse al otro sin ser comido.
Para este tipo de delincuente «ilustre» que piensa que
hay que destruir a los perdedores y que sólo deben gozar
y vivir los vencedores, ganar no es un único deseo de en-
riquecerse, sino más bien participar en un arriesgado jue-
go que le demuestre cada día que es más listo que cientos
de personas que se creían alguien. Ingrato frente a quie-
nes le ayudaron, les cargaría con todas las culpas a la hora
de salvarse. Mienten, enredan, pelean convencidos de que
ganarán y se embriagan con las dificultades y los proble-
mas, despreciando a los débiles, a sus más humildes vícti-
mas, a las que consideran sólo dignas de perder y de mo-
rirse de asco.
De este perfil, humano-inhumano, hemos tenido en nues-
tro país magníficos ejemplares, tipos que, estando ya me-
tidos en dificultades y acusados de estafadores públicos,
acosados por un par de miles de víctimas de sus chanchu-
llos, tomaban el avión en viernes y se iban a esquiar a Sui-
za durante todos los fines de semana, o cruzaban el gran
charco para montar un negocio en México, que fuera su
«salida» cuando en España se pusiera la cosa a caldo.
A cualquier español con uso de razón en los años se-
senta a los ochenta, le sonarán nombres de empresas que
escalaron la montaña del escándalo: Rentagracón, S. A.,
Reuninver, Finanfodesa y Fodesa, Promocisa, Fidecaya,
Beamonte, Sofico, Remban, Promociones y Estudios Co-
merciales, S. A., Plus-Renta, Renta Catalana, Grupo Rosell,
Acsi, S. A.... O quizá lo que les suene sean los apellidos
ilustres que se entremezclaron en los consejos de adminis-
tración, que fueron desde Nieto Antúnez, hermano de mi-
nistro de Marina, a García Valiño, teniente general, Losada
Pérez, coronel ex jefe de Seguridad del jefe del Estado (és-
tos en Sofico todos), o Juan Carlos Muntadas-Prim, Ed-
mundo Alfaro Villén (éste con Fidecaya), hasta desembo-
car, ya mediado 1983, en todo un equipo de «ilustrísimos»
barceloneses, los hermanos Ignacio y Antonio María Ba-
quer Miró, Eduardo Guillén Ulloa, Félix María Millet Tu-
sell...
La historia de la mayoría de estas sociedades es la
misma, con ligeras variantes. Se trata del timo «del ilustre
apellido» o «timo del señorito», que vamos a resumir cuan-
to podamos.
Para crear una sociedad anónima destinada a «cazar
inversionistas» es imprescindible contar con un par de au-
daces elementos, bien relacionados, que aporten una pe-
queña cantidad —con 100 000 pesetas empezó Renta Cata-
lana, S. A., en 30 de mayo de 1972—, como capital social,
convencidos de que el dinero deben aportarlo los demás,
y no ellos, que bastante harán con «ligar inversionistas» y
mover los millones que aporten en actividades relaciona-
das directamente con la propiedad inmobiliaria. Construir
viviendas para vender en propiedad horizontal, adquirir
solares, o comprar casas ya hechas, suelen ser las tareas
que dicen llevar entre manos los captadores de pequeños
ahorradores, que para hacerse con ellos en breve plazo
utilizan dos imprescindibles recursos: ofrecer intereses
elevados y utilizar apellidos prestigiosos dentro de la so-
ciedad en la que se mueven.
Para el ahorrador, que con gran sacrificio ha logrado
reunir un dinero que por lo general le proporciona escasí-
simo interés, la oferta de quien llega respaldado por amis-
tades importantes y avalado por un consejo de adminis-
tración solvente, es atractiva. No se le puede ocurrir que
en un momento dado pueda perder su dinero, que le pare-
ce ridicula cantidad comparada con el que deben tener
los consejeros, casi todos incluidos en la sociedad a cam-
bio de una interesante compensación económica y sin
obligaciones de ningún género.
F i r m a el inversionista documentos cuya letra no en-
tiende en la mayoría de los casos por carecer de conoci-
mientos jurídicos, y lo que firma no es, como él cree, una
operación de préstamo con responsabilidad de los ilustres
hombres del consejo de administración, sino que firma un
contrato de sociedad comanditaria, mediante percepción
de un interés lógicamente más elevado que el que le da-
ría un banco o una entidad de ahorros.
Al principio todo marcha sobre raíles de seda. Se co-
bran las comisiones, o intereses, o se invierten para aumen-
tar así el capital en juego, ya que la sociedad procura man-
tener a sus inversionistas al día, enviándoles prospectos
a todo color en los que aparecen hermosas fincas que se
asegura son de propiedad...
Renta Catalana, por ejemplo, pasó de su capital inicial
de mayo de 1972, que eran 100 000 pesetas, a 6 000 000 de
pesetas en octubre de 1973, fecha en la que había escritu-
rado como catorce empresas filiales, o sociedades coman-
ditarias, hasta alcanzar un total de 700 000 000 y figurando
en todas ellas los mismos «ilustres» apellidos que inicia-
ron la bola.
Pero este tipo de negocios ascendentes a gran veloci-
dad suelen capotar lo mismo. Ya lo saben sus «invento-
res», que tan pronto llegan a la cumbre y se enfrentan con
la pendiente, pasan una circular a sus inversores en la
que, tras unos lamentos por el «deterioro de la economía
nacional» y «la terrible crisis que nos domina», informan
de la determinación inmediata de transformar las socie-
dades comanditarias en una sociedad anónima, informe
que meses más tarde sería ampliado con otro para co-
municar la disolución y liquidación de las sociedades y el
paso de los inversionistas a accionistas, convirtiendo lo
que se suponía «préstamo» en «acciones».
Las acciones, de una sociedad en ruinas, suponen dejar
de percibir intereses y jugarse el dinero aportado. Y los
afectados, ante situación tan inesperada como compleja,
suelen quedar anonadados y buscan abogados que les ilus-
tren sobre el qué hacer. ¿Armar bronca a lo grande, o hu-
millarse en busca de recuperar algo?
Asunto casi imposible cuando estas sociedades-pulpo
hacen aguas es saber cuál es su situación económica. Sólo
una exhaustiva investigación por los Registros de la Pro-
piedad permitiría averiguar el patrimonio real y cargas del
conglomerado de empresas asociadas.
La conversión en accionistas no la ofrecieron a los in-
versionistas cuando todo iba viento en popa; la hacen
cuando se aproxima la quiebra y está cerca la suspensión
de pagos y el ahorrador entiende que se está jugando a
cara o cruz cuanto poseía y le conviene buscar solución
amistosa.
De entre todos los timos de tipo financiero, ninguno
tan complicado de resolver como éste, montado sobre un
embarullamiento jurídico tal que desenredarlo cuesta años.
La multiplicación del dinero que reciben se consigue cons-
truyendo casas, por ejemplo, para vender los pisos a pla-
zos, recibiendo una «entrada», concediendo hasta diez años
y haciendo un simple contrato privado, manera de hipote-
car la vivienda y obtener así otro ingreso, además de figu-
rar como propietarios en el Registro de la Propiedad, ya
que con contrato privado no es posible que el comprador
lo inscriba en el citado registro. De ahí que más de un
confiado propietario que pagó el precio convenido a toca
teja, solicitando formalizar la venta en escritura pública,
se encontró con que le daban largas al asunto o, de lo con-
trario, tendrían que informar de la hipoteca y dividirla.
Lo que causó asombro en unos, terror en otros y risa
en quienes aún tenían fuerzas para reír, es conocer la pro-
puesta que suelen hacer estas sociedades comanditarias
cuando las cosas van mal: al no poder devolver el dinero,
pagan con un parking, o un piso, en la quinta puñeta. Cuan-
do el «inversionista-accionista» dice que «más vale par-
king en mano que capital volando», le explican que tendrá
que aportar más dinero, para completar el precio de lo que
recibirá. Es decir, que si le debían un millón, es posible
que le pidan cuatro millones más para entregarle el pisito
en un pueblo de mala muerte, alejado de la ciudad.
Envueltos en la espiral de sus propias especulaciones,
caen en el ámbito de la estafa, aunque arropados por una
bien buscada cobertura jurídica, las «sanguijuelas» de los
ahorros medios nacionales. Contra ellas no hay otro ca-
mino, si se quiere intentar el resarcimiento, que la quere-
lla criminal en grupo, no sólo porque el número de vícti-
mas daría la debida importancia al daño causado, sino
porque también con menos abogados resultaría menos cos-
toso el capítulo defensivo a las víctimas. Ante la querella
criminal, el querellado tiene que ofrecer el respaldo teóri-
co de las inversiones, bienes de escasa importancia pero
suficientes para cubrir los importes debidos a los quere-
llantes; de lo contrario, la querella sería declinada hacia la
jurisdicción civil, acciones éstas muy costosas, largas y sus-
ceptibles siempre de ser yuguladas por expedientes de sus-
pensión de pagos o de quiebra.

La excesiva cantidad de timos de «guante blanco» por


el procedimiento de «el ilustre apellido» deben constituir
no sólo una llamada a la prudencia del ahorrador —que
más vale pájaro en mano que ciento volando—, sino que
también un mayor control por parte de los gobiernos de
la creación de sociedades, sus fines y sus ofrecimientos.
Y cuando estos tinglados empiecen a tambalearse, una in-
mediata intervención judicial evitaría que sus montadores
huyeran, o, de no hacerlo, que organizaran la salvación
de su patrimonio en perjuicio del de sus miles de víctimas.
Timos del juego

D E LOS JUEGOS D E S U E R T E ,
E N V I T E O AZAR

Cuarenta y dos años después resucitó. Desde que nació el


«estraperlo» en las ruletas de dos pillastres, holandés y
español, en 1935, los juegos de azar, de envite, o de suerte
—como ustedes gusten—, quedaron prohibidos en gran es-
cala y cara al público. Fueron desterradas las ruletas, se
cerraron los grandes casinos y el que quiso jugarse la pas-
ta a lo cinematográñco tuvo que cruzar la frontera en bus-
ca de Montecarlo, Biarritz... o el más cercano y humilde
Le Boulou, de menor fama y más difícil de pronunciar.
A la república la incordió en demasía la ruleta y a la
dictadura no le pareció honesto ganar dinero a costa del
vicio ajeno, permitiendo tan sólo que se jugara a las siete
y media, a la garrafina, a la brisca o al aburrido solitario,
en los cafés de pueblo, «en directo», y encalomados en las
trastiendas si se jugaba en los bares de la gran ciudad y
con apuestas que pasaran del salario mínimo vital. En los
hogares particulares se podía seguir jugando a la lotería,
usando judías en lugar de monedas, y se alternaba la oca
con el parchís, el mus o el dominó..., hasta que nació «la
tele», juego que embobó a un 99 por ciento de la población
activa y a toda la otra.
Todos hemos jugado a algo y —¿por qué no decirlo?—
todos hemos hecho alguna trampa; trampas veniales, de
judía más o menos en aquel bingo casero llamado lotería,
o de pesetilla guindada por bajo la mesa de camilla, cam-
biando un siete de oros por la sota que nos faltaba, o qui-
tándonos de encima la mona o el seis doble, para no pifiar-
la. La tendencia nacional a la trampa se manifiesta en los
juegos de envite, de azar, deportivos, de suerte o de simple
matanza del ocio, con más fuerza y variedad que en otra
manifestación activa cualquiera. De ahí que con el real
decreto ley del 25 de marzo de 1977, que legalizaba el jue-
go en España «por razones de tipo fiscal» y para acabar
con el juego clandestino —que no produce ganancia algu-
na al Estado—, a la par que impulsar el turismo, se logra-
ra un tremendo éxito del que ya empiezan a beneficiarse
los bribones del sector.
La apertura de casinos y salas de bingo nos cogió en
calzoncillos y hubo que improvisar desde los croupiers
hasta los reglamentos, pasando por los catálogos de jue-
gos y alcanzando a jefes de mesa, de sala, cajeros, locuto-
res-vendedores, controladores, etc., a los que adiestraron
veteranos de los casinos y bingos franceses, alemanes, aus-
tríacos y monegascos, que vinieron contratados por breve
temporada. Los tramposos llegaron por su cuenta.
Dicen que no hubo jamás un croupier, un inspector o
un cajero de casino que se decidiera a publicar sus me-
morias, sus recuerdos, las intimidades de su oficio. Y ase-
guran quienes lo dicen que tal unanimidad a la hora de
revelar secretos tienen una sencilla explicación: o callan,
o mueren; o callan o dejan de percibir la pensión que, re-
ligiosamente (es un decir), les pasa el casino.
Uno ha pensado que ese silencio se debe tan sólo al na-
tural interés de quienes hicieron, o permitieron hacer,
trampas, porque no se sepa que fueron delincuentes, o cóm-
plices, o encubridores, de fulleros y truhanes. De todas
formas, hay quien asegura que Douglas Fairbanks j r . fue
despojado de la nacionalidad monegasca por intentar lle-
var al cine una película sobre las interioridades del casi-
no de Montecarlo. Fue en 1930 y no poseemos confirmación
oficial de tal noticia. Otros juran que más de un bocazas
pagó con la vida sus confidencias sobre las mesas de bac-
cará o las ruletas, sobre sus trampas y sus vicios.
Decía un viejo croupier francés que la vida toda es un
juego y que incluso.se hacen trampas a la hora de soltar
los espermatozoides para que la jugada sea un puro placer
sin más complicaciones. Nunca se entra en un juego con
tantas posibilidades en contra —una sobre trescientos mi-
llones—, como a la hora de avanzar esos espermatozoides
hacia el óvulo fecundable. Es el juego en el que nos juga-
mos la vida; el ser o no ser. Luego todo será buena o mala
suerte: en el amor, en los negocios, en las enfermedades...
Y siempre rodeados de bribones, de picaros, nuestra suer-
te, nuestros esfuerzos, de un «tirón», con un golpe de tram-
pa que puede ir del simple robo de unas fichas, o la recla-
mación de apuestas que no les corresponden, hasta el arre-
glo mecánico de una ruleta o la prestidigitación de unas
chapas que llegan al número casi a la par que la bola.
Sí. Nada se presta tanto a la trampa como los juegos
de azar; ni se puede discutir que, el juego, ha causado
profundo daño a la familia y al individuo. En España, las
dictaduras prohibieron el juego, y en 1935, cuando se auto-
rizó la ruleta en Mallorca y San Sebastián, el trucaje de
algunas de ellas le costó al Partido Radical de Alejandro
Lerroux la pérdida de un centenar de diputados. El pito-
rreo nacional coreó, incluso con cancioncillas irónicas, el
chanchullo de aquellos casinos, autorizados tras «engra-
sar» muchos bolsillos políticos... Así nació

E L ESTRAPERLO

Se trata de un aparato muy parecido


a la ruleta.
Tiene dos colores: le noir
y le roux.
Tiras al azar y la bolita hace
pich y pon.
Si no aciertas, samper-dido
las pesetas.
Si aciertas, puedes decir: benzo.
Cobras, te sientes galante
y te vas a cenar de valdivia
sin que nadie pueda decir que
de-rochas el dinero.

Ésta fue la definición del «estraperlo» publicada por


un diario de la época, que aunaba los nombres de Lerroux,
Salazar, Samper, Benzo, Valdivia, Pich y Pon y Rocha, al
definir lo que, tras la guerra española, sería superpopular:
el estraperlo.
Ha pasado cerca de medio siglo desde aquellas ruletas
montadas en España por un judío apellidado Strauss y su
socio, Perlo, logrando que la bola se parara en el hoyo
que ellos querían. Fue exactamente en octubre de 1935
cuando Daniel Strauss y Perlo lograron vencer la resisten-
cia gubernamental a autorizar el juego en España y no
tardaron en hacer un negocio redondo con las malas ar-
tes de un mecanismo que se dijo era eléctrico y conseguía
que la saltarina bolita quedara plácidamente acostada en
el hoyo deseado por la banca; mosqueada la policía, no
se tardó en clausurar el casino donostiarra, montando tan
estricto control sobre el de Palma, que Strauss y Perlo se
aburrieron y el holandés tiró de la manta y denunció a un
rosario de políticos a los que juró había untado, y mucho,
para lograr los permisos de apertura.
Saltó la banca, saltaron los radicales y quedó malpara-
do Lerroux, uno de cuyos sobrinos, y ahijado, aparecía en
la lista de los «engrasados», junto al ministro de la Gober-
nación, señor Salazar Alonso, el gobernador general de
Cataluña, Pich y Pon, Sigfrido Blasco Ibáñez, etc.
Desde entonces, todo sucio manejo quedó bautizado
como «estraperlo», en la conjunción caprichosa de aque-
llos dos apellidos, holandés y español, que dejaron sin di-
nero a mucha gente, pero obsequiaron a un rosario de po-
líticos y, a la Real Academia de la Lengua, con el nuevo
vocablo, a ella incorporado.

DEL BINGO

Que los españoles siguieron jugando, especialmente a los


naipes, pese a las dictaduras, no es un secreto. De vez en
cuando, la policía levantaba una timba, en la madrugada,
montada en el reservado de un bar, o en una sala de cual-
quier casino, cultural o recreativo, deportivo o de élite.
Los jugadores, la baraja y el dinero que tenían sobre el
tapete, les acompañaban a la comisaría y luego al juzgado
de guardia.
De pronto llegó la «bingocracia» y empezaron a nacer
salas por aquí y por allá, sospechosamente, a la par que
nacían centros regionales que jamás habían existido en tal
o cual ciudad, porque de aquella región apenas si había
diez ciudadanos importados y ni se conocían entre ellos;
ni falta que les hacía. Pero empezaron a perseguirlos, a in-
vitarlos, a sonreírles, a convencerlos de que su «patria chi-
ca» debía contar con un hermoso centro de reunión en el
que las señoras pudieran dar rienda suelta a sus chismo-
rreos, a la par que lucían sus últimos modelitos y añoraban
el terruño. E r a algo impresionante pulsar aquel extraño y
repentino amor de un catalán por La Mancha, o de un san-
tanderino por Extremadura. Amor tan desorbitado y ro-
mántico que empezaban por advertir que el indígena sólo
tenía que firmar unos cuantos impresos y cartas, porque
lo demás corría de cuenta de quienes acababan de descu-
brir que estaban enamorados de Ciudad Real, o de Bada-
joz y no creían que se debía permitir que los oriundos de
aquellos hermosos lugares carecieran de su «casa regio-
nal», en el exilio.
Lo que buscaban aquellos bribones era el montar un
«fermoso bingo», enmascarado bajo el nombre de la región
y su centro. Y debían estar tan seguros de que era un ne-
gocio claro y rotundo que ellos buscaban y alquilaban el
céntrico y amplio «hogar regional», lo decoraban y se com-
prometían a mantenerlo, dedicándose las cuotas de los so-
cios —si los había—, a fiestas y diversiones, si se querían.
En agosto de 1980, el Ministerio del Interior tuvo que
abrir una investigación sobre el bingo, a denuncias sobre
supuestas trampas. Supimos entonces que sólo en el año
1979 se habían jugado en España 403 511 000 000 de pesetas,
de los que el tesoro nacional ingresó la bonita cantidad
de 70 140 000 000; nos referimos a todo tipo de juegos re-
glamentados y de apuestas. El bingo aportó a ese tesoro
público 25 000 000 000 de pesetas, de los 166 666 000 000 ju-
gados.
Es curioso saber que el bingo es muchísimo más nego-
cio que las quinielas; éstas jugaron 36 000 000 000 en aquel
año de 1979, cuando la Organización Nacional de Ciegos
proporcionaba 26 000. En España hay más de mil salas de
bingo, y el 30 por ciento de ellas están entre Madrid y Bar-
celona, ciudades en las que se juegan unos cien millones
de pesetas por noche.
Naturalmente que está ordenado cómo debe abrir y
funcionar una sala de bingo; pero una gran mayoría em-
piezan por hacer trampas en la plantilla de personal, que
limitan al mínimo, saltándose luego a la torera la obliga-
toriedad de pedir el documento nacional de identidad a los
jugadores, o la entrada de éstos, superando al aforo del
local.
Para qué hablar de las muchas salas que burlan el libro
de reclamaciones a su clientela, o la dotan de malas y es-
casas salidas, o de puertas cerradas que, en caso de emer-
gencia, provocarían una catástrofe. Pero esto son trampas
ahorrativas, que no encajan del todo en esta enciclopedia
de la picaresca. Aquí preferimos anotar que, entre las es-
casas trampas que pueden hacerse en el bingo, están la de
sobrealinear determinados números en los cartones, para
transformarlos en otros, o la de superponer otros números
sobre los que tiene el cartón. Es trampa de jugadores.
Por parte de la empresa, pueden cargar la bola, o des-
cargarla, en su peso.
Empleado y jugador pueden llegar a un acuerdo y tram-
pear juntos, si el jefe de mesa se enlaza con un binguero y
le atribuye un cartón supuestamente premiado, mediante
la lectura equivocada del segundo cartón. Lo suelen reali-
zar haciendo aparecer un segundo bingo, que al compro-
barse se lee como el primero. Y jefe de mesa y jugador
suelen ir a medias.

DE LA RULETA

En la primavera de 1975 hubo un gran revuelo en el casino


de Le Boulou (Francia), que era uno de los que recibían en
peregrinación a los jugadores españoles amantes de esta
alucinante diversión. En febrero de 1977, el Tribunal de
Grande Instance, de Perpiñán, juzgaba a seis croupiers y a
varios jugadores españoles, condenando a los empleados
a un año de cárcel y a los jugadores a tres meses. La tram-
pa que llevaban entre manos era la de desplazar las fichas
sobre el número ganador que estaba en poder de los par-
ticipantes, repartiendo luego los beneficios. El viejo truco
es conocido en todo el mundo como la pousette, y requiere
una gran habilidad por parte del croupier para colocar fi-
chas en aquel número que acaba de resultar premiado al
caer la bola en el cilindro idóneo. Para que los demás ju-
gadores no lo adviertan, se suele hacer «la pouset», o pues-
ta, desviando la atención de la mesa con un inesperado gol-
pecito de rastrillo, una voz, o el gritito de una guapa mujer
llevada para distraer al auditorio. Suponiendo que el crou-
pier no esté en el ajo y reclame ante aquel montón de fi-
chas, se retiran una o dos, pretextando que eran las colo-
cadas por ignorar el reglamento, y se dejan las otras, colo-
cadas tarde. El empleado dudará, pero difícilmente podrá
j u r a r que no eran aquéllas las fichas que había antes de
parar la bola.
También se suele jugar con una bola cargada de imán
o magnetita. Para atraerla, se llevan electroimanes en el
bolso de la dama, en el bastón, en un puño de paraguas o
sn un brazo escayolado.
Hay casinos en los que los empleados están obligados a
llevar los bolsillos de sus trajes cosidos; lo hacen para
evitar el escamoteo de fichas, o de cartas, para entregar a
jugadores cercanos, «levantando muertos» en cualquier mo-
mento.
En el casino de Perelada hubo mar de fondo en junio
de 1980. Toda la prensa habló de la estafa abortada por los
hombres de la Brigada Especial del Juego, de la policía
barcelonesa; pero nadie, o muy pocos, supieron con exac-
titud qué es lo que habían hecho los supuestos estafadores
para ganar 22 750 000 pesetas en una sola noche. El juga-
dor que centró la atención de todo el casino y el asombro
de la empresa fue un alemán llamado Bernd Gerchard
Weber, que jugaba en la ruleta francesa. Los policías espa-
ñoles intervinieron a punto, evitando que se pagara un cén-
timo al alemán y que éste se fuera, hasta tanto se realizara
un examen a fondo de la ruleta «enamorada del alemán».
Así se vino en descubrir que aquella ruleta había sido
manipulada por debajo, aflojando los tornillos de sujeción
de las guías de los cubiletes en un breve arco de la circun-
ferencia total de la ruleta. Así se conseguía que la bola no
fuera rechazada con la normal fuerza por aquellos cubi-
letes, tendiendo a quedarse en ellos. Al alemán le bastó con
apostar sobre unos pocos números, para acertar siempre.
Para así manipular el mecanismo de la ruleta dedujeron
los policías que se necesitaban un par de horas, tiempo en
el que alguien tuvo que estar escondido, o «encalomado»,
dentro del casino. Efectivamente, se detuvo a un cómplice
y se evitó así una seria estafa que estuvo a punto de fun-
cionar.
Algunos periódicos hablaron de sofisticados sistemas
electrónicos que el fullero alemán, de fama internacional,
acababa de colar en nuestros casinos; pero no fue así. Pa-
rece que el sistema seguido por el germano era el mismo
que en 1935 pusieron en práctica los del «estraperlo».
En octubre de 1980 logró una publicidad gratuita y tre-
menda el casino Montesblancos, de Alfajarín (Zaragoza).
Unos veinticuatro empleados fueron detenidos y más de la
mitad se quedaron encerrados en Torrero durante bastan-
tes días. La trampa por la que fueron acusados, la pousette,
o «bola caída», de la que ya hemos hablado y con la que
en Le Boulou vivían como pachás del petrodólar seis crou-
piers y tres jugadores.
Me juran quienes entienden de estas martingalas del
juego que hay escuelas de preparación para truhanes y fu-
lleros, destacando una en Italia, a la que llaman El Gato
Negro. De ella me contaron que salían «contracroupiers»
tan finos que no había manera de verlos escamotear chapas
y fichas, o dejarlas sobre pilas de ellas sin derribar, ni tan
siquiera mover. Aunque, para dar fichas al jugador-compin-
che, cuando se le devuelve un dinero, no hay que ser un
lince. Y menos para pagar fichas que no pusieron.

DEL NAIPE

Seguimos en los casinos. Y prestamos atención a los tape-


tes verdes, sobre los que descansan los naipes de las bara-
jas. Si se juega al Black Jack, ¡cuidado!, la trampa más
frecuente consiste en atribuirse fichas de otro jugador. Hay
que pedir carta en voz bajita y, si no conviene, decir que
no pidió más cartas y hay que colocar fichas al comprobar
que el croupier se ha pasado o tiene puntuación inferior.
Y hay que cambiar naipes de una casilla a otra para mejo-
rar la apuesta, etc., etc...
Si juega al baccará o al Chemin de Fer, cuide de los nai-
pes marcados, que suelen abundar. A veces, al protestar por
un naipe marcado, la banca cambia la baraja inmediata-
mente... por otra que estaba preparada. Es peor el remedio
que la enfermedad, porque la enfermedad fue provocada.
Hay quien dice que para estos dos juegos es mejor rehuir
a los sudamericanos y a los italianos, que protestar por un
par de cartas marcadas. Los argentinos y los chilenos se
llevan la palma en cuanto a fama de tramposos con el
baccará.

Lo que sí está probado es que los tramposos no suelen


actuar en solitario. Ante la ruleta, el bingo o los naipes, ac-
túan en grupo y, casi siempre, con bellas mujeres en esce-
na, mujeres provocativas que distraen a los jugadores en
los momentos álgidos, o a los empleados, que también son
víctimas de los tramposos.
Los fulleros atacan mejor los días de gran afluencia de
público y suelen provocar incidentes en un momento dado,
para actuar. En Montecarlo se hizo famoso aquel tramposo
que fingió un desmayo para caer sobre la mesa y procurar
que quedara con ligera pendiente hacia los números en los
que apostaba.
Cuando sale a relucir la pousette son cuatro o cinco los
jugadores y empleados que andan de acuerdo; como en la
bola movida por imanes. Pero el enemigo número uno de
los casinos es el pagador del talón sin fondos, que suele
preparar muy bien su golpe, vistiendo impecablemente, con
ademanes exquisitos, acompañado de una gran hembra
muy enjoyada, que viaja en coche de lujo y se hospeda en
un cinco estrellas. Los primeros días aparenta jugar gran-
des sumas de dinero y cuatro días más tarde pide un cré-
dito a caja, que abona con talón y el casino cobra sin pro-
blemas. Cuando el estafador intuye que ha pasado el peli-
gro y goza ya de prestigio, larga el otro talón, por uno, dos
o tres millones de pesetas. No habrá fondos. Ni quien en-
cuentre al «rico caballero de la guapísima señora». Si mis
noticias no son falsas, el casino de San Pedro de Ribas (Bar-
celona) «picó» con uno de estos tunantes, perdiendo mi-
llón y medio de pesetas.
¡Ah!, no olvidemos a otro bribón de casino: el usurero.
Allí está, sonriente, esperando al desesperado que necesita
dinero con urgencia, «porque va a llegar su racha».
Detalle curioso: los grandes estafadores del juego que
van y vienen por los casinos del mundo suelen ser italia-
nos, alemanes y sudamericanos. A España la sorprendió la
apertura de tanto bingo y tanto centro de juego, sin espe-
cialistas de la trampa; apenas si aparecía algún cliente de
los casinos del sur de Francia sustrayendo fichas, o co-
brando premios que no eran suyos, o apostando con dinero
del casino, siempre de acuerdo con algún empleado infiel.
Pero ya empiezan a predominar los españoles en las
trampas de los bingos. O en «levantar muertos» en los ca-
sinos, jurando que aquella apuesta premiada es suya y no
del verdadero dueño, que por apostar en varios números y
ser novato cede vacilante.
En las salas de bingo ya empiezan a aparecer jugadores-
full que cambian los números de sus cartones pegando
otros que llevan preparados, recortados de viejos cartones.
Pronto, no lo dudemos, tendremos truchimanes y tram-
posos de primera división en los casinos españoles. Y si
me apuran, apuesto algo a que inventan trampas que de-
j a n boquiabiertos a los alemanes, a los austríacos, a los
italianos y a los chinos. Si no, ¡al tiempo!

DE LA QUINIELA

El asunto de las quinielas es otro juego de los que dan tela


larga. En un solo año se jugaron en España la friolera de
36 000 000 000 de pesetas, más que a «los iguales», pese a
la popularidad y atracción que ejercen los cupones de la
ONCE, pero menos que al bingo.
La gran popularidad alcanzada por las Apuestas Mutuas
Deportivo-Benéficas la forjaron entre una serie de nuevos
millonarios cuyas fotografías y proyectos dieron la vuelta
a España, entre la envidia de muchos y el cachondeo de
todos. Cachondeo sano, claro está. Recuerdo mi visita a
Rafael Adamuz Castro, el peón de albañil que en 1965 se
embolsó la friolera de 15 361 966,40 pesetas. Lo estoy viendo
con ojillos de perdiz, pelo azafranado, cejas sin pelo, risilla
socarrona, cuello interminable y una breve boinilla, sin
capar, que cerraba la cabeza por arriba como una tapa de
puchero.
Cuando llegué al flamante piso recién comprado, Ra-
fael ya tenía gabardina, un Seat-1500, zapatos nuevos y más
rabillo en la boina acabada de adquirir. Y no estaba en
casa. Me abrió la puerta su mujer, la Juana, que tras darme
la mano apresurada y al ver que llevaba un compañero con
una cámara de filmar empezó a recoger alfombras —rodán-
dolas con el arte que da la costumbre—, para que no las
pisáramos...
Nos contó que el piso en el que vivían, en la calle del
Doctor Costelo, les había costado 1 100 000 pesetas, lo
mismo que el de la calle O'Donell, comprado para reventa,
pero menos que el chalé de El Espinar, que había costado
1250 000 y 175 000 el «1500», y 50 000 a cada uno de los
once hermanos que sumaban entre Rafael y ella, y sueldo
de 3 000 al mes para los padres, y un anillo de brillantes de
40 000, un abrigo de pieles de yo qué sé cuánto, un reloj de
pulsera de oro y montones de cosas...
No aparecía Rafael y Juana andaba impaciente, inten-
tando atender a la visita y a la cocina. Entre vistazos a la
olla nos explicaba cosas de La Rambla, el pueblo cordobés
que un día abandonaron para tomar una portería frente al
Palacio de Deportes madrileño. Llevaban siete años casa-
dos y tres residiendo en Madrid cuando, ¡zas!, multimillo-
narios a los treinta y cuatro años de edad y con tres hijos,
para los que sólo contaban hasta el 7 de febrero de 1965
con 32 pesetas de la portería y lo que él ganaba con algu-
na chapuza de albañil, viviendo en una chabola del Pozo
del Tío Raimundo, hasta que salió lo de la portería.
—¿Qué hace Rafael? —le pregunté a ella, a un año vista
del premio.
—¡Vivir como un marajá! ¡A ése si que le tocó el gordo,
señor! Porque una tiene ahora muchísimo más trabajo que
entonces... Este piso es cuarenta veces mayor que mi pi-
sito-portería, los niños iban de cualquier manera y ahora
los tengo que llevar de punta en blanco porque van a un
colegio caro, nosotros tenemos que vestir el piso y el ba-
rrio en que vivimos... Y como a una no le gusta tener cría-
das, pues me parto el lomo a curre lar, mientras Rafael se
pasa el día en el bar de abajo, cerveza va cerveza viene,
hasta que llega la hora de subirse al «1500», para llevar o
para recoger a los nenes. ¡Ése es todo su trabajo!
Rafael ratificó lo dicho por su costilla:
—¡Bastante di el callo en el andamio! Ahora me siento,
me sirven y no me expongo a caerme desde las alturas. Y no
sabe el trabajo que me dan los bancos y los papeleos...
Cuando me dejen en paz montaré un taller de engrase y
lavado de coches... Que currelen los demás. Yo, a mirar...
Si mi mujer se queja es porque las mujeres siempre están
protestando. ¡Agarra billetes y paga para que te lo hagan
todo! Ahora ya no me viene con aquella canción de cómo
está la plaza y dale que te pego con los precios...
En un marco dorado estaba la quiniela de los catorce re-
sultados y el bolígrafo con el que marcó las variantes para
ganar por 24 pesetas más de quince millones.

También fue en febrero, pero en 1968, cuando se hizo


célebre Gabino, el mozo de San Bernardo Valbuena (Va-
lladolid), cuya madre no me dejó entrar en el flamante piso
que se compraron en la capital, con un pellizquín de los
30 204 000 pesetas, que le cayeron de una quiniela, solitaria
en catorce aciertos. El Gabino se hizo famoso en cuatro
días, porque, aparte la millonada con que la suerte le em-
papeló, una firma de máquinas de afeitar le regaló otro
buen montón de billetes verdes por aparecer en «la tele»
rasurándose y diciendo que aquella maquinilla afeitaba
como los ángeles.
Con una sonrisa de oreja a oreja, mostrando u n o s her-
mosos dientes, tan solo nublados por Manuel Santana, Ga-
bino Morán Sanz, uno de los ocho hijos de una modesta
familia de campesinos castellanos, rehuyó a los periodistas
y puso como puerta blindada de su hogar a su madre, que
me tuvo a raya en el rellano de la escalera, mientras me
contaba, a regañadientes, que Gabino estaba estudiando
problemas en una academia y que no tenía novia porque el
dinero atrae mucho y no están de fiar las chicas. Cuando le
pregunté si era feliz, dijo:
—Pues, sí. Por lo menos no hay que andar pensando en
que no nos llega para acabar el mes...
Tanto Gabino como Rafael rellenaron la quiniela al tun-
tún, tirando la lógica por la ventana, «porque con lógica
aciertan miles de quinielistas y tocan a dos reales por
barba».
Gabino se casó con Magdalena, tuvieron tres hijas, no
trabajaron para nadie durante unos ocho años y luego de-
jaron Valladolid para volver al campo, a buena tierra de
garbanzos, Fuentesauco, donde compraron «Laguna Rubia»,
una finca de 240 hectáreas, para cuyo riego gastó seis mi-
llones...
Gabino, a sus treinta y un años, era feliz. Y seguía re-
llenando quinielas, plagadas de disparates. «Son las que te
hacen rico.» ¡Mire, mire al de Lugo, que ha embolsado
208 000 000 de pesetas! ¡Jolín, qué tío!

Y con las quinielas nacieron los judas; sí, los traidores


capaces de animar y aplaudir exteriormente a la par que
j u r a r y conjurar por sus adentros. De otra manera no se
explica que un aficionado, seguidor desde siempre de un
club determinado, le coloque un 2 cuando juega en su
campo. Si lo coloca, es con decidido afán de que se pro-
duzca aquella variante, utópica, para calzarse un montón
de millones de pesetas en solitario. Y si tal sucediera,
¿cómo presentarse ante los demás hinchas del club? Por-
que eso es colocar una vela a Dios y otra a la oposición.
¿O no?
El juego de azar, aplicado al fútbol, sólo se debería per-
m i t i r a los no alineados, a quienes ni van al fútbol, ni ven
fútbol, ni leen fútbol, ni oyen fútbol, cosa muy difícil, pero
no imposible. Entonces, ignorantes los jugadores de qui-
nielas de posibilidades de este o aquel equipo, rellenarían
los boletos como un j u g a d o r de bingo cubre los cartones.
Y se a h o r r a r í a n la n o t o r i a vergüenza de comprobar, sema-
na tras semana, que el a m o r de los aficionados por los co-
lores de un d e t e r m i n a d o club es p u r o camelo. La avaricia,
el intenso deseo de ganar mucho dinero con las quinielas,
provoca cada siete días legiones de desertores rezando por
lo bajinis p a r a que «su club» pierda en casa, frente al co-
lista, aunque con ello no pueda ya alcanzar el título ambi-
cionado...
— ¡ Y a lo ganaremos o t r o año! Lo i m p o r t a n t e es que llevo
doce aciertos y con esta insólita variante me calzo un ca-
mión de millones... Dios m í o , ¡que perdamos! Por un solo
gol, claro, tampoco hay que echar carne al enemigo... —de-
ben mascullar ante el televisor, o en la grada, los millones
de apostantes que aspiran a ingresar en la orden de los
millonarios.
Si no fuera así, porque lo p r i m e r o es la afición y el club,
la lógica i m p e r a r í a en los boletos y cada semana habría
tantos acertantes de 14, de 13 o de 12 aciertos, que saldrían
a dos reales p o r barba.

EL PRONÓSTICO

Y nació el fraude en la cuna de la quiniela. Lo montaron


en Valencia, bajo el sugestivo título de La Afortunada, con
el subtítulo de Agencia de Noticias y Datos Privados.
La agencia no tenía otra misión que la de invertir en las
quinielas. Su propaganda llevaba siempre importante carga
de euforia y promesas de éxito y rápida riqueza, que for-
mulaba un caballero de 48 años de edad, ingenioso y acti-
vo, que había olido a petróleo al analizar la psicología de
los quinielistas. Y como había olido a petróleo, pues empe-
zó a perforar bajo el pabellón de La Afortunada.
«Ofrecemos no sólo la recuperación de su inversión,
anual, sino el cobro de unos intereses muy superiores y
que, por nuestra gran experiencia, podrán ser fácilmente
del 600 por ciento y de un m í n i m o del 300 por ciento, afir-
maban en uno de los folletos propagandísticos en cuya ofer-
ta de intereses había clara invitación a la usura.»
La fuerte publicidad y el gran número de papanatas que
pueblan la tierra consiguieron que el promotor de los 48
años vendiera bien su «guia del quinielista», adquiriendo
un insospechado volumen comercial que —estamos segu-
ros— sorprendió al propio artista. Las oficinas de La Afor-
tunada pasaron a una vía más céntrica —avenida del Barón
de Cárcer—, aumentando su plantilla, su lujo o boato, y, en
consecuencia, sus clientes que caían de toda España, en
busca de la riqueza a corto plazo.
Se dijo que el capital social llegó a la bonita y redonda
cifra de los 100 000 000 y que el inquieto inventor del cam-
balache logró que la agencia, que nada tenía que ver con el
Patronato de Apuestas Mutuas Deportivo-Benéficas, pudie-
se estar de alguna manera vinculado a él, avalándose así y
manteniendo el aval a base de donativos a centros benéficos
y el consiguiente cacareo de los mismos.
El ingenioso inventor vivía espléndidamente, dueño de
un par de soberbios chalés, varios automóviles y cuanto po-
día garantizarle como hombre poderoso de solvencia indis-
cutible. Hasta que se mosqueó la policía, en su maldito
afán de aclarar raros negocios y sospechosas personali-
dades.
Cuando el intrépido negociante se vio abordado y co-
menzaron las preguntas capciosas, cometió nuestro hom-
bre —es un decir— la torpeza de enviar tres despampa-
nantes chavalas a los tres inspectores preguntones, porta-
doras de un obsequio... en f o r m a de billetes verdes, mu-
chos billetes verdes con los que confeccionar unas lindas
bufandas y tapar tres bocas, para los restos. Fue su perdi-
ción. Quien tal regalo hacía, caca tenía. Y empezó la verti-
ginosa caída de La Afortunada.
¿Que cómo ganaba el dinero la agencia de los quinie-
listas? Pues analicen ustedes mismos, conociendo de la
propaganda que se enviaba a los futuros «clientes» o «pri-
mos»:

POR SEGUNDA V E Z R E M I T I M O S datos elocuentes: por


premios anteriores: 16253 900 pesetas. Por premios tempora-
da 1964-65: 7 498 990,40 pesetas. Repartido en premios a nues-
tra clientela: 23752 890,40 pesetas. Informamos a usted, ama-
ble admirador del Fútbol Asociación, o acaso ya aficionado
apostante quinielista con escasa suerte:
En la pasada temporada, esta agencia se permitió enviarle
información para que se inscribiera usted como cliente bene-
ficiario de La Afortunada. Pero no quiso aceptar usted nuestro
programa técnico de apuestas, desestimando prematuramente
nuestra excepcional oferta, perdiendo con ello una excelente
oportunidad para beneficiarse económicamente de ese signifi-
cativo coeficiente global 42,43 pesetas por cada peseta apostada
que ha correspondido a nuestros suscriptores. (Le enviaremos
gustosamente cuantos comprobantes quiera usted revisar para
convencerse de este éxito.)
De nuevo hoy, ya sobre el verdadero camino del triunfo y
con indudable crédito técnico a nuestro favor, nos permitimos
ofrecerle un puesto como C L I E N T E BENEFICIARIO de nues-
tra organización, para que participe de nuestra experiencia y
de ese probable coeficiente que podrá corresponder a usted,
(250 pesetas por peseta), en el próximo ejercicio de APUESTAS
MUTUAS, además de contar con la garantía de nuestro SEGU-
RO DEL QUINIELISTA, que convierte su inversión de apues-
tas en una simple y segura imposición bancaria a fecha fija,
reintegrable en su totalidad, al final de temporada y libre de
todo riesgo.
Le interesa muchísimo leer el texto de nuestro contrato
para enterarse, sin compromiso alguno, de todas sus ventajas
y concesiones, por lo que SOLICITE UN EJEMPLAR GRATIS
DE NUESTRO CONTRATO Y PARTICIPE CON ÉL DE MU-
CHOS MILLONES A REPARTIR.

En nota aparte se añadía:

Sentiríamos comunicarle, el próximo año, por segunda vez,


la efectividad de todos nuestros pronósticos y la «pérdida» por
parte de usted de unos seguros beneficios económicos, por no
haber comprendido y aceptado el alcance de esta sensacional
oferta de colaboración de La Afortunada.

Y tras la verborrea, o rollo, venía un folletito editado


con lujo, en el que seguían dando marcha al lector:

LO QUE D E B E USTED SABER para enjuiciar bien a La


Afortunada, Oficina Técnica de Pronósticos, autorizada legal-
mente para funcionar en España con garantías.

Ésta era la portada. Luego, en el interior:

Entienda bien nuestro folleto informativo y las cuatro cláu-


sulas de nuestro contrato legal de DUPLICACION. En general,
su lectura suscita una cierta sensación de sorpresa. Siguen
reacciones de alegría, incredulidad, sospecha, deseo de pre-
guntar, crítica, demanda de garantías, deseo de condenar, cier-
ta tristeza seguida del rechazo irreflexivo de nuestra oferta de
ayuda económica.
Y tras el alucinante párrafo, entre cachondo y cursillón,
llegaba la rotunda afirmación de que La Afortunada, en sus
muchos años de éxitos —que sepamos era una agencia aún
lactante, o todo lo más con chupete—, pagaba cada siete
días coeficientes por premios correlativos, duplicando cual-
quier aportación en un año.

Usted no debe juzgar y condenar mediando distancia que


le impide VER, SABER, ENTENDER, y otorgarnos un voto
de confianza basada en hechos probados repetidos, auténticos.
No se atreva a atacar, ni a poner en duda nuestra integridad
moral, sin antes... CERCIORARSE DE LA EXISTENCIA DE
MILES DE BENEFICIARIOS DEL P.A.M.D.B. NACIONAL, que
aceptaron nuestras gestiones intermediarias entre dicha ins-
titución oñcial y ellos, siendo así partícipes del reparto mutuo
de premios millonarios ciertos.

Ladinamente, el picaro promotor involucraba al patro-


nato con sus enredos. Y como cualquier gran político, se-
guía escribiendo, o contando, rollos interminables, confu-
sos, laberínticos, enloquecedores, machacones, paliza, fo-
lloneros y coñones, capaces de hacer firmar lo que fuera a
una estatua con tal de silenciar al captador, o engatusador
de voluntades:

No debe usted pronunciarse en contra de lo que no conoce,


sólo por su desgracia de NO PODER CONOCERLO DE CERCA
Y CON TODO DETALLE, o lo que es peor, POR NO PODER
ENTENDER COMPLETAMENTE un sistema técnico, honrado
y digno, y por supuesto legal, oportunamente autorizado, y
que usted... se siente tentado a calificar de «imposible». Nos
permitimos advertirle, aun en defensa de sus intereses, que,
como promocionistas de las Apuestas Deportivo Benéficas, sa-
bemos cuál es la desagradable sorpresa que depara al incré-
dulo su actitud negativa y crítica: REPROCHES SIN F I N DE
SU PROPIA CONCIENCIA POR EXCESO CELO PREVISOR,
DEMASIADA SUSPICACIA, FALTA DE COMPRENSION Y
PRESENCIA DE ESTA CIRCUNSTANCIA...

(¡Toma del frasco, Carrasco!)


Luego, para urgir a los futuros «julays», venía lo si-
guiente:

... en un futuro próximo no podrá usted ser nunca receptor-


beneficiario por haberse cubierto el único cupo autorizado por
la empresa, CUPO-LIMITE de admisión de inversiones, esta-
blecido previsoramente hoy, con exactitud...
Nadie había entendido, después de leer cuatro o cinco
horas, cómo se ligaba uno a tanta belleza y qué derechos
y desde cuándo iba a tener. Y se seguía leyendo folletos y
más folletos, porque en lo del folleteo era un hacha el
valenciano:

La Dirección de La Afortunada ha considerado y admitido


la conveniencia de establecer en breve un Depósito permanen-
te en cuenta inamovible, en el Banco de España, con Bonos
del Estado, en valor suficiente que garantiza aún más nuestra
solvencia para la negociación intermedia de los boletos oficia-
les del PAMDB y como permanencia fija legal de fondos em-
presariales superiores en cuantía al volumen máximo global
preestablecido en las aportaciones contractuales aceptables en
el actual cupo-límite de Apuestas técnicamente predetermi-
nado.

(¡Arsa! ¿Hay quién dé más?)

Además del citado fondo, económico garante, a establecer


como cuenta-depósito adicional, ya en el presente cuenta y
presenta la empresa una serie de bienes muebles e inmuebles,
como bienes propios, valorados en 15 000000 de pesetas, los
cuales constituyen en todo momento fianza económica treinta
veces superior (30) al divisor semanal aportado por los bene-
ficiarios (clientes participantes) determinante del coeficiente
regular correlativo que corresponde percibir a cada beneficia-
rio perceptor de participaciones por premios.

Venimos respetando las mayúsculas que, inesperada-


mente y un tanto sembradas a voleo, aparecen en el cuento
largo que transcribimos con el único y lógico objeto de que
conozca el lector una añagaza más de la picaresca nacional:
el mareante-rollista-palizón. Dicho esto, seguimos leyendo,
con perdón:

Desde la fundación del PAMDB español, el director y pro-


pietario de La Afortunada continúa siendo hoy, como ha sido
durante los veinte años (20) transcurridos, un auténtico cien-
tífico y matemático autor del único libro editado con curiosos
fines histórico-estadísticos, aplicados éstos con éxito frecuente
al cálculo automático de probabilidades por las computadoras
modernas, hoy al servicio de la Empresa. Dicho libro técni-
co, de indiscutible valor teórico-práctico, fue presentado ofi-
cialmente por el PAMDB y vendido en muchas Delegaciones
Provinciales de España, incluida la de la capital (Madrid),
como testimonio real y evidente de cooperación formal a una
honrada labor de fomento científico divulgador, siempre den-
tro del ámbito estadístico-matemático que constituye hoy ilu-
sión y entretenimiento general entre el mundillo quinielístico
de algunas naciones, incluida la nuestra.

Sospechando el autor de la perorata que por mucho


tonto que hay por esos mundos sería necesario contribuir
a aumentar el número, trató de atontarlos más aún, a la
par que empezar a entontecer a los minilistos. De ahí, pen-
samos, la perfecta imitación que de Cantinflas llegó a lo-
grar el autor de los panfletos. Recítenlos con fonética mexi-
cana y podrán comprobar que no exageramos:

CADA SIETE DIAS COMPRUEBA USTED DICHAS GA-


RANTÍAS DE ORDEN OFICIAL, ESCRITAS, SELLADAS Y
FIRMADAS POR UN REPRESENTANTE AUTORIZADO LE-
GALMENTE; Y CADA SIETE DIAS COBRA USTED PROPOR-
CIONALMENTE A SU PEQUEÑA INVERSION PARTICIPA-
CIONES FRECUENTES, INCLUSO DE DIVIDENDOS MILLO-
NARIOS.

El contrato, que no podía concertarse por menos de m i l


pesetas, señalaba bien claro que

... la aportación era para que fuera invertida en boletos de


las quinielas, recibiendo en el plazo justo de un año la canti-
dad aportada y, durante el transcurso de dicho plazo, recibiría
en dinero en efectivo, una sucesión de participaciones, frac-
cionadas por la empresa, proporcionales en cuantía a la can-
tidad aportada y que, sumadas en junto, darán un total equi-
valente al tanto (%) elegido, como beneficio, y que se deter-
mina en la cuantía de un... (Anótese de puño y letra del be-
neficiario el tanto por ciento de beneficio económico que desea
percibir sobre la cantidad aportada, eligiéndolo de la siguiente
escala: 5, 10, 15, 20, 25, 50 y 100), cuyo tanto por ciento ganan-
cial lo cobrará tanto antes (dentro del plazo de un año) cuan-
to menor sea su cuantía.

No hace falta ser un premio Nobel para apreciar que


el sobado truco del crecido interés más la devolución del
capital aportado por los copartícipes, era el cebo de esta
agencia en la que los afortunados iban a ser, sin regateos,
el «inventor» y algún que otro «ejecutivo» de su empresa.
Porque ¿quién iba a controlar el número de beneficiarios
y el de boletos de quiniela que se rellenaban semanalmen-
te? ¿Quién los premios que se recibían?
En definitiva y aprovechando la garantía que otorgaba
el equivocar a las gentes con el uso y abuso del Patronato
de Apuestas y la enorme aceptación conseguida por las qui-
nielas, se estaba montando una auténtica, «doña Baldome-
ra», estafa a lo grande de la que tratamos en el capítulo de
timos por inversión.
El montador de La Afortunada de Valencia pasó a dis-
posición judicial y, al decir de la policía, se salvaron u n o s
cien millones de pesetas preparados para un supuesto viaje
con destino lejano y desconocido.
También probó suerte La Afortunada —pero no tuvo
fortuna— con el timo de «venta-piramidal» o timo «del
distribuidor», al ofrecer a sus beneficiarios que se convir-
tieran en agentes exclusivos de zona con sueldo fijo men-
sual asegurado para muchos años y la percepción del 10
por ciento por cada suscriptor, bastando con adquirir 200
revistas en firme, de propaganda de la entidad, talonarios
de altas y 200 contratos-muestra, para repartir entre la
clientela.
Naturalmente, el agente no cobraría el 10 por ciento
hasta no abonar el suscriptor su alta. En la publicidad, des-
tacaban esta frase:

«POR FALTA DE VALOR SE P E R D I E R O N MUCHAS


V I D A S Y BATALLAS. ¡ V E N Z A U S T E D EN LA GRAN LU-
CHA CONTRA SU D E S C O N F I A N Z A ! »

EL TOCO-QUINIELA

El «tocomocho» tiene una variante que demuestra cómo


los timadores se adaptan a la época y al ambiente. En Vic
se registró un «tocomocho futbolístico», inspirado sin duda
en el montón de millones de pesetas que cada semana re-
caudaba el Patronato de Apuestas Mutuas Deportivo-Bené-
ficas, montón importante en aquellas fechas, aunque toda-
vía los españoles sólo alcanzábamos los 300 000 000 juga-
dos por semana.
Un par de carotas rellenaron un boleto de ocho colum-
nas y lo depositaron en el centro expendedor a nombre
falso. Rellenaron otro igual, pero con su nombre auténtico,
por si sonaba la flauta, y se largaron. Una vez celebrados
los encuentros de la jornada, los truhanes despegaron el
sello de la anónima quiniela y lo pasaron a otra que caba-
ban de adquirir y rellenar, conociendo ya los resultados.
Una de las columnas era de catorce aciertos, mientras las
otras las llenaron de errores, para dar mayor naturalidad
a su falsificación.
Armados de la falsa quiniela acudieron a Vic un día al
mercado y se metieron en uno de los más populares cafes,
lleno a rebosar de tratantes y ganaderos cargados de her-
mosos fajos de billetes que movían sobre los veladores
como si fueran naipes. De entre ellos escogieron al «primo»
con el que estrenar su «toco-quiniela».
Andaba el hombre recontando un fajo de «verdes» que
le entregó otro a cambio de que firmara unos documentos.
Había quedado solo el elegido y a por él se fue el «listo»
que, saludando al de los billetes, le preguntó, amable:
—¿Le molesta que tome asiento a su mesa? Está todo
tan lleno...
—Siéntese, siéntese. No faltaba más.
Guardó el ganadero los billetes, pidió el «listo» un cara-
jillo de coñac, ofreció un cigarrillo al futuro «julay» y así
se rompió el hielo, iniciándose una conversación que el
granuja procuró llevar hacia el posible negocio. Hasta que
apareció en escena el «tonto»...
—¡Iiiiep! —saludó a voz en grito el recién llegado, que
no tardó en dirigirse al ganadero de los hermosos billeta-
zos para darle una palmadita en la cara y decirle:
—Oyeeee..., dameeee fuegoooo...
Hizo el «listo» como que buscaba su mechero para sa-
tisfacer la petición de aquel infeliz subnormal; pero se le
adelantó el ganadero, que rascó una cerilla y aproximó la
llamita al burdo caliqueño del tontaina, que empezó a chu-
petear escandalosamente, hasta arrancar nubes de humo
del repugnante purete. Cuando acabó la operación, porque
el ganadero tuvo que arrojar el trocito de madera ardien-
do para no quemarse, el simple volvió a acariciarle el cur-
tido rostro, diciendo:
— T ú eres güenooooo... Y como eres güenooooooo... te
regalo estooooo...
El pobre tonto puso un boleto de quiniela, relleno, en
manos del ganadero. Y añadió:
—Es pa los dooooos. Os lo regaloooooo... Los he acer-
taooooo tooooos...
Se fue el bienaventurado dando saltitos y chupadas al
cigarro, riendo y hablando solo. Y quedaron sonriendo los
dos beneficiarios de aquel arrugado papelucho, que el «lis-
to» ojeó sin interés, maquinalmente..., tomando luego el
periódico que llevaba en un bolsillo y cotejando la qui-
niela de la jornada, también sin prisas, con gesto abu-
rrido...
Se iniciaba el tercer acto del «toco-quiniela». El «listo»,
señalando la quiniela de la jornada publicada en el perió-
dico y mostrándola al ganadero, comentó:
—Oiga: ese muchacho está bobo del todo. En la qui-
niela que nos acaba de dar hay una columna de catorce
aciertos...
—¿Qué dice? ¡A ver!
El ganadero cotejó, entre incrédulo y asombrado, hasta
exclamar:
—Una de catorce y dos de doce...
—¿Usted sabe lo que vale este boleto?
—Pues, no. ¿Qué vale?
—Verá... Esta semana han pagado a ciento cincuenta
mil pesetas los catorce aciertos y no recuerdo a cuánto los
doce... Pero, aguarde, que lo dirá en el periódico...
Efectivamente, entre unas cosas y otras se iban a las
doscientas m i l pesetas los aciertos de aquel boleto de las
quinielas que un tonto acababa de regalarles por haberle
dado fuego. El «listo» fué rápido al grano, antes de que al-
guien pudiera echarle a perder el negocio...
—Creo que debemos marcharnos cuanto antes, no vuel-
va el idiota ese a por el boleto, para luego tirarlo, o dár-
selo a otros, ¿no cree?
La avaricia ya había hecho mella en el corazón del ga-
nadero, que abandonó presuroso el café, siguiendo a su
providencial amigo. Ya en la calle, el «listo», hablando en
tono misterioso convenció al «lila» para que se quedara
con el boleto y le pagara en dinero su parte, ya que él tenía
que salir de Vic en el primer autobús. Y así se hizo.
En este suceso, registrado en la Plana de Vic, los tima-
dores cerraron su triunfal representación enviando al «pri-
mo» una nota en la que le decían: «No cometa la tontería
de ir a cobrar esta quiniela, si no quiere meterse en un lío.
Ni es buena, ni el tonto es tonto ni yo buscaba cabezas de
ganado..., sino besugos, como usted.»
La nota la entregó personalmente un chico al que los
timadores dieron dos duros por llevarla al café, pregun-
tando a cualquier camarero por Pep el dels cigrons, que
así dijo el ganadero ser muy popular en toda la Plana.
Este «tocomocho» aplicado al fútbol se dio en 1970 y,
que sepamos, no se volvió a representar más. Porque lo que
pasó en Alicante, ya en 1975, fue un duplicado de boletos
con el que un avispado logró 27 000 pesetas, que le fueron
pagadas por el encargado de un despacho de quinielas en
concepto de adelanto por un premio a percibir de 113 000
pesetas. Una superposición del recuadro superior derecho
permitió falsificar el número de serie, en tinta roja, sobre
filigrana o rayado en tinta negra.

EL «TOCOMOCHO» AL R E V É S

Verdaderamente insólito. Y nada de recolectarlo en los


campos de la fantasía. El suceso es rigurosamente histó-
rico. Lo viví. Conocí a sus protagonistas. Creo que desem-
peñé importante papel en la solución, aunque sólo fuera
aireándolo, manteniéndolo vivo para que no muriera sobre
cualquier empolvada mesa.
A una mujer le correspondieron 5 500 000 pesetas en un
sorteo normal de la lotería nacional y en la administración
en la que había adquirido el décimo le dijeron que le ha-
bían tocado 5 500 pesetas, que le abonaron inmediatamente.
La mujer era analfabeta, ama de modesta casa de albañil.
Un desaprensivo lotero la habría timado de no terciar pren-
sa, policía, Hacienda y Justicia, en este orden. Un auténtico
«tocomocho» a la inversa.
Todo ocurrió en jimio de 1978. Doña Joaquina, como
buena sevillana, era una gran aficionada a jugar a la lote-
ría, soñando la mujer con dar una sorpresa a su marido y
a sus hijos. Doña Joaquina ayudaba a la economía del ho-
gar trabajando como doméstica, o mujer de faenas, en ho-
ras convenidas. El marido era yesero y los chicos, dos va-
rones, cumplía el uno como voluntario sus deberes milita-
res y apenas si alcanzaba los doce años el otro. Un premio
de la lotería resolvería muchos problemas de una sola vez,
y ella probaba siempre que podía. Como en la ocasión que
comentamos, en la que gastó 1 000 pesetas en dos décimos
de a 500, para el sorteo extraordinario de la Cruz Roja Es-
pañola.
Uno de aquellos décimos era del número que resultó
agraciado con el gordo de aquel 3 de junio; pero eso no lo
sabía la mujer, que tras el sorteo pasó por la misma admi-
nistración en la que había gastado sus mil pesetas, para
preguntar si le había tocado algo.
El empleado examinó los dos décimos y le dijo que uno
no tenía premio alguno y el otro había resultado premiado
con centena y reintegro; es decir, con 5 500 pesetas, can-
tidad que supuso una gran alegría para la humilde señora,
que tomó el dinero tan contenta pensando en la sorpresa
que iba a dar a su marido, al que podría convencer de lo
conveniente que es jugar de vez en cuando, para compen-
sar lo invertido Con lo recuperado.
Quiso Dios que el empleado de lotería que así quiso es-
tafar a una modesta mujer no se saliera con la suya, cosa
que pudo suceder fácilmente de no haber mediado una co-
razonada del marido, que en la obra pidió prestado un pe-
riódico a un compañero, porque en él iba la lista oficial de
la lotería correspondiente al sorteo de la Cruz Roja. Y allí
pudo descubrir que eran 5 500 000 pesetas lo que les había
tocado y no 5 500 pesetas.
Una situación tensa, angustiosa, se inició para el matri-
monio de trabajadores, porque el lotero negó haber reci-
bido décimo alguno de doña Joaquina, advirtiendo que ya
era imposible localizarlo y que ella debió fijarse bien en
lo que cobraba, si efectivamente había cobrado allí.
Doña Joaquina comentó su mala suerte —dándose ya
por vencida— con la esposa de un magistrado de la Audien-
cia barcelonesa, en cuya casa realizaba faenas domésticas.
Y la señora lo comentó a su vez con el jurista, que se in-
teresó vivamente por el asunto, orientando a la infeliz sobre
los pasos a dar, en busca de sus millones. Primero fue la
denuncia ante la policía y luego la alerta ante la Delegación
de Hacienda. La policía se interesó especialmente por sa-
ber si la denunciante recordaba algún detalle especial de
«su décimo», y doña Joaquina no pudo conciliar el sueño
hasta recordar que aquel trocito de papel tenía rota la
parte superior derecha y llevaba un sello en tinta, grande,
en la parte superior izquierda, que le había puesto el em-
pleado de loterías al pagarle. El detalle fue revelador.
Resulta que en las administraciones de loterías pagaban
los premios de hasta 50 000 pesetas; pero de esa cantidad
en adelante era la Hacienda, en su negociado de Loterías,
la encargada de hacer efectivos los premios, motivo por el
que todo el mundo suele cobrar a través de los bancos.
Resulta también que el sello, en tinta que doña Joaquina
dijo recordar le había puesto el lotero en su décimo no era
correcto, ya que sólo debe utilizarse en los décimos pre-
miados que se abonan allí mismo.
A partir de los precisos recuerdos de doña Joaquina la
policía supo lo que andaba buscando, en concreto. Y en
Hacienda recibieron los investigadores todo tipo de ayuda,
controlándose todos los décimos premiados que iban lle-
gando de las administraciones para recuperar el dinero
abonado.
El primer eslabón del último tramo de la cadena lo
proporcionó un empleado de la casa Frigo —hubo chistes
por aquello de la frescura—, que se presentó en un banco
a hacer efectivo el famoso décimo...
— Y o soy inspector de ventas de la casa y mi jefe me ha
dicho que si quería hacerle efectivo este billete de lotería
—dijo a los inspectores que le abordaron.
Su jefe era jefe de sección de la citada empresa de pro-
ductos helados, que a los investigadores les contó que un
cuñado le había pedido que le cobrara aquellos cinco mi-
llones y pico de pesetas, prometiéndole 300 000 como comi-
sión por el servicio.
El cuñado no era otro que el dependiente de la admi-
nistración de lotería donde se había burlado a doña Joa-
quina. Identificado, intentó justificar su felonía:
—Bueno: yo me equivoqué y creí que se trataba de la
centena y el reintegro. Cuando me di cuenta del error pen-
sé que podía quedarme con el dinero, ya que aquella mu-
jer no tenía ni idea de lo que le había correspondido.
El décimo, con su roto y su sello en tinta, apareció acu-
sador y desafiante. En el dorso llevaba una anotación de la
titular de la administración de lotería —inocente ella en
este enredo—, anulando aquel sello en tinta, «puesto por
error involuntario en la parte delantera».
Se había producido «el tocomocho» al revés; afortuna-
damente con fracaso para sus autores; pero sin la rápida
solución que hubiéramos querido para las víctimas que
empezaron entonces el calvario de la lentitud, incompren-
sible y perjudicial en extremo, de la instrucción del suma-
rio y demás diligencias judiciales. Lo de las cosas de pala-
cio van despacio, sospechamos que nació por los pasillos
y despachos de los palacios de justicia.
Desde que le fueran burlados los 5 500 000 (en junio de
1978) hasta que se vio el juicio transcurrieron veintidós
meses. La alegría del matrimonio y los dos hijos del mis-
mo, víctimas de la estafa, fue enorme al conocer la sen-
tencia: «Debemos condenar y condenamos a los procesa-
dos, como autor uno y como encubridores los otros dos,
de un delito de estafa, a las penas de seis años y un día de
presidio mayor, a la accesoria de inhabilitación absoluta
durante el tiempo de dicha condena, para el primero, y a
todos al pago de 4 994 500 pesetas a doña Joaquina...»
Es decir: tenían que pagar el dinero que, sumado a las
5 500 pesetas que dieron como premio a la mujer, diera los
5 500 000 que en verdad le correspondían. Pero el timador
y sus compinches recurrieron contra tal sentencia al Tri-
bunal Supremo, y lograron así dar «una larga cambiada»,
que peritos en la materia aseguraron podría durar como
año y medio.
Cuando los niños de San Ildefonso canturreaban el
gordo de la Navidad de 1980, doña Joaquina seguía espe-
rando a que allá en el Supremo, del abultado bombo de
las casaciones y los recursos, saliera su número. Y es lo
que ella decía:
—Cuando me den los cuartos no valdrán ni la quinta
parte. Si es verdad que el dinero se desvaloriza cada año
un 20 por ciento, pues me darán más de un millón de pe-
setas menos de lo que habría supuesto el premio en 1978,
¿no cree usted? Y si suma a eso que el abogado me pide
un millón y pico si se gana el pleito, ¡pues creo que habría
sido mejor callarse con las 5 500!
Mientras así rumiaba su mala-buena suerte la infeliz
ama de casa, el timador (¡quién sabe si por primera o cuán-
tas veces!) había dejado sin administración de lotería a la
titular, a la que Hacienda cerró el negocio; pero él, en cuya
congelada —por orden judicial— cuenta corriente dormían
los 5 500 000 de pesetas, abonó fianzas que le libraron de
cárceles y se colocó en un estanco, cerca del lugar donde
cometió su feo timo, estanco que arrendó al titular, al de-
cir de los enterados.
Un bribón más seguía su marcha —como río caudalo-
so—, sin que nadie le suspendiera.
LA PARTICIPACION DE LOTERIA

Juego de azar, o de suerte, profundamente arraigado en el


corazón de los españoles, es el de la Lotería Nacional, na-
cido por cierto en los Países Bajos allá por la mitad del si-
glo xv, pasando luego a Italia, Francia, Alemania, hasta
aparcar en España en 1763, reinando Carlos I I I y en solici-
tud del ministro Esquilache.
Aquel primer sorteo el 10 de diciembre del año mencio-
nado fue celebrado con carácter benéfico, especialmente
para atender asilos, hospitales y otros centros que vivían
en precario, justificando el gobierno de la época que im-
plantaba el juego en España para evitar que el dinero se
fugara rumbo a países en los que existía ya, especialmente
a Holanda.
En 1812 se reforma el juego en Cádiz, para dar vitami-
nas a la depauperada economía nacional tras la guerra de
la Independencia, dedicándose el 25 por ciento de los in-
gresos a esa finalidad y el resto a premios. Es el sistema
que subsiste, engrosando aquel 25 por ciento el erario pú-
blico en auténtico monopolio. De su inicial finalidad bené-
fica tan sólo queda algún sorteo extraordinario, como el
de la Cruz Roja.
Pero ¿sólo el Estado se beneficia de la lotería nacional?
¿Unicamente las arcas estatales ingresan esos miles de mi-
llones que mueven las esperanzas de miles de españoles,
pendientes de los bombos múltiples y las bolitas que en-
cierran?
Puestos sus cínicos ojillos en la lotería, en los cinco
bombos tradicionales y el sexto para señalar el orden de
adjudicación de premios, en las diez bolas que encierra
cada bombo, excepción hecha del de las decenas de m i l l a r
y, especialmente en la tremenda afición de los españoles,
los tramposos no tardaron en buscarle la vuelta al fabulo-
so negocio, naciendo por generación espontánea el timo
«del décimo premiado», o «tocomocho» y «la participa-
ción», entre otros. Fueron los dos inventos, o rollos, que
perduraron por los siglos de los siglos, sin que los más
viejos cronistas de las más ancianas ciudades, puedan pre-
cisar cual fue el p r i m e r tonto-avaricioso al que contaron
lo del «tocomocho» y cuál el p r i m e r granuja-vendedor que
puso en marcha el triple de las participaciones que permi-
tía el décimo, o el billete, adquirido por él.
El sistema utilizado para realizar los sorteos no admite
trampas y los fulleros tuvieron que empezar por falsificar
décimos para cobrar pequeños premios, sin comprometer-
se mucho al llamar la atención. Aunque no se trata de fal-
sificaciones perfectas, pasan, como suelen pasar los billetes
de banco, porque no se examinan con detenimiento. Los fal-
sificadores usan guarismos recortados de otros décimos del
mismo sorteo que tengan la misma tonalidad cromática,
para pegarlos sobre la parte correspondiente del décimo
que se intenta falsificar. Si se examinara el papel a contra-
luz, se vería inmediatamente la trampa; o si se pasasen las
yemas de los dedos por encima, se notaría el abultamiento.
Lo que constituye auténtico peligro de timo es la psi-
cosis de juego que se origina llegada la época de la Navi-
dad y, abriéndola, el sorteo extraordinario que obliga a par-
ticipar a todo el mundo, a veces en cantidades superiores
a las que se había previsto, por aquello de que «hay que
comprar algo, aunque sea un poco, de todo número que te
ofrezcan. Puede ser el gordo de Navidad». Los avispados
entendieron inmediatamente que había que crear partici-
paciones, derecho a participar en el sorteo por poco dinero.
Y empezaron las falsedades, los abusos, las granujadas...,
de las que sabemos muy poco, aunque intuyamos muy
mucho.
Somos de los que creen que mientras millones de co-
razones españoles laten aceleradamente al compás del so-
niquete de los niños de San Ildefonso desgranando su gil-
pareit de guarismos y pesetas, cientos de ellos aprietan su
trasero y se muerden las uñas, pidiendo a Dios que no les
caiga el gordo. Sí, son los que hicieron muchísimas más
participaciones que las que permite el décimo, los décimos,
o el billete, adquirido. Y los que ni siquiera compraron lo-
tería de aquel número. Son los que fían en su mala suerte,
en lo difícil que es que le toque a uno el gordo ese con
tanta gente como juega. Pero doña Fortuna tiene su mala
uva, cuando quiere. Y, así, le atizó el gordo a un lotero se-
villano, profesional en la venta de lotería, que debía llevar
un montón de años chupando de la «participación full»,
hasta que, ¡toma del frasco!, el primer premio, cantado y
coreado a toda pastilla por las emisoras de radio, ya que
fue en 1952 y la «tele» aún no funcionaba en España.
Me tocó escribir, que es lo que siempre nos toca a los
periodistas en los grandes sorteos de lotería, buscando en-
loquecidos a los favorecidos por la lluvia de pesetas para
que rían, canten, bailen, salten... o nos manden a hacer
puñetas si el premio es importante y no quieren que se
enteren ni en su casa, y menos los acreedores. Me tocó es-
cribir, digo, cuando aquel mismo año se largó de Barce-
lona un limpiabotas que había falsificado ochocientas par-
ticipaciones de un número imaginado por él y le cayó el
gordo. En vez de lluvia de billetes de banco hubo lluvia
de denuncias ante los juzgados de guardia.
También en Bilbao y en Pamplona, trabajando en co-
producción un bilbaíno y un calahorrano, vendieron por
cafés, cafeterías, bares y peñas, cientos de participaciones
en veinte talonarios y a cien pesetas cada una. Colocaron
en sus boletos una dirección totalmente falsa y gracias a
que alguien quiso comprobar que existía aquella razón so-
cial y calle se pudo detener a los dos frescos antes de que
se llegara a sortear el extra de Navidad.
Pese a que estas historias navideñas son antiguas, cada
año se repiten, por ingenuidad de las gentes, por fiarse de
cualquiera que les ofrece unas participaciones, cobrando
«la voluntad», o un pequeño sobreprecio que se aclara tiene
carácter benéfico. Pocos se interesan por acreditar que la
razón social, la dirección, el teléfono, el nombre del depo-
sitario de la lotería que se vende en participación posee
autorización para tal venta, existiendo en verdad aquella
calle, número, teléfono y cuanto garantice que de verdad
vamos a tener derecho a esperar que nos llegue el gordo
y no un berrinche que nos cueste estar enfermos.
El fraccionamiento de la lotería fue aprobado por de-
creto del 23 de marzo de 1956, condicionando tal fraccio-
namiento a que, sobre el valor de las participaciones, no
fuera exigido sobreprecio alguno, ni aun con carácter de
donativo. Luego, una nueva regulación permitió autorizar
en determinados casos ese fraccionamiento, con recargo,
si se trataba de ayudar a entidades autorizadas, para aten-
der sus fines sociales, o asistenciales.
En 21 de octubre de 1969, con ampliación del 21 de
enero de 1974, el Servicio Nacional de Loterías quedó au-
torizado para conceder esos permisos de fraccionamiento
de billetes de lotería nacional, autorizando el sobreprecio,
en todos los sorteos que ostentaran carácter de extraordi-
narios, cualquiera que fuese su fecha de celebración y su
denominación.
Se señaló que el mínimo que debía comprender cada
autorización sería de 50 000 pesetas por sorteo y el sobre-
precio no podría nunca exceder del 20 por ciento del valor
de las mismas, teniendo que depositar el billete en una en-
tidad bancaria o caja de ahorros de la misma localidad en
que estuviera domiciliada la entidad o asociación.
Para mejor controlar la participación se ordenó que fue-
ran extendidas, con su correspondiente matriz y sellando
los talonarios de forma que apareciera el sello de la entidad
estampado entre matriz y participación, con numeración
correlativa, cualquiera que fuere el número de talonarios.
Por si fueran pocas todas esas precauciones protectoras,
las entidades autorizadas a vender participaciones tienen
que entregar en las delegaciones de Hacienda de su pro-
vincia la relación detallada del número de talonarios con-
feccionados, el total de las participaciones que correspon-
den a cada uno y el valor de éstas, acompañando el res-
guardo del depósito de los billetes.
Pues a pesar de todo eso que acaban de leer, todos los
años se descubren estafas perpetradas a costa de las parti-
cipaciones, y, pueden estar seguros, quedarán cientos de
ellas sin descubrir... porque tuvieron la suerte de que no
les tocara premio importante alguno. ¿Que de quién es la
culpa? Pues, en muchísimas ocasiones, del comprador, que
no se preocupa por la legalidad de aquellos que compra,
o comprobando personalmente la existencia de la entidad
expendedora y depositada, o interesándose en la Delega-
ción de Hacienda por aquellas participaciones de móvil
benéfico. Los demás, los que adquieren el trocito de papel
a persona responsable, o entidad formal y seria, ya saben
que, de existir fraude, los tribunales actuarían.
Curioso que la lotería esté considerada, o contemplada,
por la ley de contrabando de fecha 16 de julio de 1964, al
considerarla EFECTO ESTANCADO. De ahí que todo co-
mercio, tráfico o negociación con ella se obtenga o no lu-
cro, y aunque proceda de la Hacienda pública, sea infrac-
ción si no hubo autorización. La ventaja del lotero desleal
que quiera probar fortuna basándose en lo difícil que es
obtener el gordo, o uno de los «gorditos», es que puede
hacer participaciones sin cometer contrabando alguno,
siempre que no cobre sobreprecio.
De entre los más pintorescos contrabandistas de lotería
que hemos conocido destacamos a un elemento que allá
por el mes de noviembre de 1973 hizo acto de presencia
por las calles de Barcelona, vistiendo uniforme de coman-
dante de artillería. Había nacido en un pueblo de La Rioja
cincuenta y cinco años antes, y su auténtica ocupación en
aquellos días era la de «productor de participaciones de
lotería navideña», sin gastar un céntimo en la auténtica lo-
tería, inventando los números para sus participaciones con
la misma cara con que inventaba su condición de militar
y la graduación en el arma a la que juraba servir. Una
abuela solterona, pizpireta y maquillada fue su perdición.
Cuando denunciaba ante el inspector de guardia, pude co-
nocer el asunto:
—Iba yo en el metro, tan ajena a cuanto me rodeaba,
cuando me abordó ese señor, muy galante, muy correcto...
Simpatizamos rápidamente, ¿sabe? Y no tardó ni tres días
en venir a casa para hablar con mi madre y conseguir su
autorización para visitarme e ir planeando la boda. Porque
juró estar dispuesto a casarse en breve fecha... Un día llegó
vestido de militar, de comandante, y le pregunté, riendo, si
aquello era una broma o iba de verdad. Se hizo el ofendido
y me llevó a bailar varías veces al casino militar, a pesar
de lo cual no acababa de ver claro aquel flechazo a mis
sesenta y dos años y me mantuve en guardia. Recuerdo el
interés con que me dio un par de talonarios de lotería na-
cional para Navidad; participaciones de cien y de cincuenta
pesetas, que me rogó ofreciera a mis amistades... Lo vendí
todo en los clubs de jubilados de Xifré y La Verneda, re-
caudando nueve mil pesetas, que le entregué. Uno de los
jubilados me dejó muy preocupada al decirme si no sentía
miedo de que aquella lotería fuera falsa y me decidí a vi-
sitar la sección de lotería de la Delegación de Hacienda,
donde no tardaron en aclararme que aquel sello de caucho
que llevaba cada participación impreso en tinta morada
era absolutamente falso, no correspondiendo a la adminis-
tración barcelonesa que indicaba. Fui a la casa en la que
me dijo vivía y allí me explicaron que el comandante via-
jaba mucho... Y me fui al cuartel de artillería, donde na-
die conocía a un comandante con el nombre y apellidos de
mi pretendiente...
La policía detuvo al caradura aquel que era portador
de documentos falsos y trató de guindar a los de la cri-
minal, acabando por confesar que había sido militar y le
habían expulsado del ejército, había sido casado y había
abandonado el hogar conyugal, había intentado ser lotero...
y le habían enganchado. Dijo que inventaba los números
y devolvía el dinero si tocaba el reintegro, cambiando de
ciudad si le tocaba un premio. Proyectaba ganar doscien-
tas cincuenta mil pesetas en el sorteo navideño y era por-
tador de un falso testamento para otra «novia» madura
a la que dejaba dos millones de pesetas, «en caso de muer-
te», a cambio de recibir compensaciones en vida.
Mientras el Tenorio se lamentaba de su mala estrella
y un policía guasón le recordaba que era de ocho puntas
y en bocamanga, la pureta que le dejó culo al aire me
pedía:
— N o dé mi nombre, por favor. Hágalo por mi mamá,
que se va a llevar un tremendo disgusto. Me veía ya casada
y no le importaba morirse al saber que no me quedaba
sola...
La estoy viendo, gorrito de punto negro, medias mora-
das y caladas, zapatos encarnados y gabardina blanca, una
lágrima de rimel rodando...
Del arrepentimiento del falso comandante detenido en
1973 en Barcelona habla bien claro un recorte del Heraldo
de Aragón, de Zaragoza, de enero de 1981, en el que aparece
la fotografía del falso coronel de artillería —se ascendió
un par de grados en siete años— que había vendido parti-
cipaciones de lotería del sorteo extraordinario de Navidad
de 1980, sin estar en posesión de los décimos y por valor
de 800 000 pesetas. El número vendido obtuvo premio de
seis pesetas por peseta y el veterano timador tuvo que
salir por pies de Zaragoza.
Posiblemente volvamos a saber de él cuando, vestido de
general, sea detectado en otra región española, entregado
a su vocación de lotero.

«EL LOTERO I N F I E L »

Decíase antiguamente «la criada infiel» cuando una chacha


desaparecía llevándose dinero, o joyas, o un jamón, o lo
que fuera, o todo junto, de la casa en la que había entrado
a servir y le habían otorgado toda su confianza. Las admi-
nistraciones de lotería, auténticos chollos para quienes en-
tran al servicio de la Hacienda nacional, cuentan en sus
«listas negras» con infieles loteros que se largaron sin des-
pedirse y llevándose el producto de la venta de los décimos
para sorteos.
De la fuga de cerebros, o la de capitales, pasamos a la
fuga de loteros, mejor vistos por el pueblo que los falsi-
ficadores de participaciones, porque el dinero que se llevan
es de Hacienda y no de los jugadores, ya que, de corres-
ponderles premio, a éstos les importa un pito la desapari-
ción del lotero, teniendo en sus manos el décimo premiado.
De nada vale hacerles saber que fraude a Hacienda es frau-
de a todos nosotros, porque la verdad es que nosotros no-
tamos el fraude cuando nos escamotean «dinero a la vista».
Dicen que la familia que se fuga unida permanece uni-
da. Y unida imaginamos a la familia Salvá, compuesta por
un abuelo de setenta y cuatro años, su esposa, un hijo de
cuarenta y tres, su mujer y tres nietos, el mayor de diez
años, «volatilizados» misteriosamente en diciembre de 1980,
nada más acabar la lotería para el extraordinario navide-
ño del día 22.
Los Salvá echaron el cierre de la administración nú-
mero 29, sita en la V í a Layetana, 51, de Barcelona, lleván-
dose unos cincuenta millones de pesetas, más todos los que
por la venta de varios canódromos que poseían lograron a
última hora.
—¡Que les echen un galgo! —fue el comentario jocoso
de los barceloneses, cuando leyeron que el delito de «al-
cance de fondos públicos» nos perjudicaba a todos y a cada
uno de los españoles.
A quienes perjudicó en directo fue a la Compañía Espa-
ñola de Seguros de Crédito y Caución, por un importe de
108 000 000 de pesetas al Banco Popular Español, por
8 000 000 y a otros pequeños acreedores.
Los siete Salvá parece que llegaron a Chile y allí se ins-
talaron, lamentando no haber podido huir con los dos pi-
sos y la tienda de la V í a Layetana. A un empleado de se-
tenta y un años de edad, a su servicio desde que tenía die-
cisiete, le dejaron una carta y 1000 000 de pesetas...
— E n la carta me dicen que no tienen más remedio que
marchar y que me arregle con el millón de pesetas, dinero
que entregué en cuanto supe que era producto de apropia-
ción indebida. Mi conciencia no me permitió quedarme
dinero sucio...
Al noble empleado le quedaron 23 000 pesetas de pen-
sión mensual. Ni la doble de Navidad le pagaron los Salvá.
Ni siquiera su paga de diciembre.
Pasaron los años. España solicitó extradición a Chile y
Chile dijo que no existe tratado de extradición entre los
dos países y que tendrían que estudiar el asunto. Poderoso
caballero es don dinero, por lo que hemos de pensar que
si se llegara a otorgar la extradición, será cuando los Salvá
no tengan ni un real. En lugar de recuperar lo apropiado
—que además es capital sacado del país ilegalmente—, ten-
dríamos aquí a una familia a incluir en las abarrotadas
prisiones unos y en el desempleo los otros.

DE LAS RIFAS DE BAR

Entra de lleno en el terreno de los juegos ilegales y es un


viejo timo, perseguido y soportado, que aparece y desapa-
rece, viene y va, siendo tema para periodistas novatos que
creen estrenar noticia cuando les hablan de «la rifa del
bar».
Quizá el más divertido de los descubrimientos de esta
estafilla a nivel de mostrador de tasca fuera el de aquel
19 de abril de 1980. Habían acudido los bomberos de Ba-
dalona a apagar un incendio de un local-almacén y traba-
jaron los hombres con todo tipo de precauciones, porque
no acababan de aclararles qué era lo almacenado.
Cuando el agua y el hacha dominaron la situación, mon-
tañas de papel chamuscado y empapado formaban un con-
glomerado informe en la destruida nave, a la que giró su
visita rutinaria un inspector de la comisaría de aquella ciu-
dad que tenía que informar, a sus jefes, de la novedad.
La sorpresa del policía fue grande al observar, alzando
el papel tostado, que aquellas montañas eran de boletos
para rifa, los clásicos boletos que ilegalmente se suelen
vender en bares apartados. Tomó unas muestras, indagó
nombres y direcciones e inició diligencias de investigación
que le condujeron a una imprenta y a unas oficinas del
mismo propietario.
El fuego había puesto al descubierto un total de
25 000 000 de boletos preparados para marchar rumbo a
los bares. Con ellos, siete planchas para imprimirlos y do-
cumentación varia que probaba cómo allí se imprimían y
almacenaban boletos para toda España, contraviniendo la
ley del 16 de julio de 1949, en cuyo primer artículo ya se
decía, claramente, que quedaban prohibidas todas las ri-
fas de interés particular o colectivo, salvo las autorizadas
con arreglo a lo establecido en artículos siguientes, consi-
derándose clandestinas y fraudulentas las rifas no conce-
didas por el Ministerio de Hacienda.
Para los «inventores» de la «rifa del bar» era mucho
más saneado el negocio de la venta de unos boletos que,
a módico precio, no estaban controlados por nadie y no
tenían, por ello, que satisfacer el impuesto de un 10 por
ciento del valor total de los billetes para el Estado.
Las primeras denuncias que se formularon ante la po-
licía corrieron a cargo de humildes amas de casa cuyos ma-
ridos se dejaban parte de su exiguo jornal en el bar más
cercano, prendidos en un estúpido juego del que espera-
ban obtener dinero cuando lo que solían conseguir eran
«tapas» y vino.
Al estilo de la «maffia» italiana o norteamericana, pero
por vía estrecha, alguien, de masa gris con burbujas, mon-
tó una imprentilla, fabricó boletos y reglas para jugar con
ellos y ofreció a los bares su mercancía en bolsas de plás-
tico conteniendo mil de dichos boletos, con 650 pesetas en
premios de 2, 5, 10, 25 y 50 pesetas, a canjear por consu-
miciones.
A los propietarios de bodega o bar les interesó inme-
diatamente aquel juego, que algunos presentaban con bo-
letos decorados con dibujos de señoras desnudas y otros
con advertencias de que los premios se pagaban con es-
tampas para una colección cualquiera —manera de equi-
vocar a la policía y de conseguir fácilmente que el ganador
se inclinara por unas tapitas, un tinto o un cortado.
El dueño de la tasca sabía a priori que en cada bolsa,
cumpliendo lo estipulado, ganaba 350 pesetas, más el be-
neficio de las otras 650, que podía alcanzar el 50 por ciento
de ellas. Es decir, de cada 1 000 el bar ganaba 675, menos
el importe de los boletos, que se elevaba a 100 pesetas. Esto,
si el boleto se vendía a una peseta; si se expendía a cinco,
el beneficio neto pasaba a ser de 4 325 por bolsa.
Ustedes han visto más de un bar con el suelo alfombra-
do por papelitos de color verde o rosa, o cualquier otro;
son los boletos sin premio, que los clientes han ido tirando,
a la par que solicitaban otros por si la suerte llegaba, o
por una corazonada, o para desquitarse de lo perdido.
Cuando la policía descubre uno de esos bares, inter-
viene inmediatamente y su propietario es denunciado y
sancionado por Hacienda con una multa que suele ser del
cuádruple de los impuestos burlados al Estado; pero rara-
mente se alcanza el «nido» en el que se fabrican y desde
el que se distribuyen las bolsas, a pesar de que se afirma
que en una ciudad importante llegan a expenderse hasta
500 000 boletos semanales. Nosotros creemos que suman
muchos más, porque los «nidos» suelen ser varios y el con-
trol no es fácil.
En julio de 1978 se llevó a cabo una redada en Barcelona
y fueron cerca de cuatrocientos bares los sorprendidos ven-
diendo boletos a cinco pesetas la unidad; recuerdo que
fueron multados en una iguala de 100000 pesetas cada lo-
cal; pero vuelven. Repiten, porque el negocio es seguro.
Un día entré en un tugurio del distrito V, en la Ciudad
Condal, y al ver la alfombrilla formada por los boletos ver-
des pedí cinco. Me los cobraron a duro. Iban doblados y
cosidos por un lado y llevaban dentro el dibujo de una
chica ligera de ropas y de un cohete espacial, debajo del
que decía: «Depósito legal», y un número. Nada de rifas,
tómbolas o indiscreciones de este tipo.
En algunos boletos son más audaces y dicen que se
trata de ayudar a los niños subnormales; pero sin especi-
ficar a cuáles. Otros —me aseguraba un policía amigo—
ven los premios al trasluz y los separan del resto para luego
entregarlos a clientes amigos o cuando hay mucho público
e interesa que salga para publicidad de la rifa.
Furgonetas de reparto se encargaban en las grandes
ciudades de distribuir las bolsas, cuyo precio solía oscilar
entre las doscientas y las doscientas cincuenta pesetas el
millar de boletos. El claro timo —pues la rifa se presta a
todo tipo de manipulaciones— es muy antiguo. Y no pa-
recía llamado a extinguirse. Quizá, por ello, Hacienda de-
cidió apropiárselo, sumando así otro saneado negocio a los
muchos de «oferta oficial» ya existentes, porque, a fines
de 1982, entre casinos, bingos, loterías y quinielas, los bol-
sillos de los españoles perdieron 554 000 000 000 de pesetas.
Nosotros jugamos y el Estado gana. Nuestro ocio es su
negocio.

EL ACUSADO, ACUSADOR

Capítulo aparte merece un hombre llamado Cristino Ma-


r í n Veciana, al que la Guardia Civil barcelonesa clausuró
un taller-imprenta en la ciudad de Sardañola, el 23-F de
1982. Toda la prensa y las emisoras de radio se hicieron eco
del servicio, pero confundiendo una palabra: en lugar de
decir que Marín había sido puesto a disposición del Tri-
bunal Provincial de Contrabando, dijeron que había sido
detenido. Luego relataban que el delito era la fabricación
de boletos para rifas ilegales con las inscripciones de «Pro-
cultura-lección de Esperanto» y «Cupón Ruleta», habién-
dose intervenido boletos por valor de 105 000 000 de pesetas
y maquinaria por 2 300 000 pesetas y pudiendo asegurar
que ya habían sido distribuidos 14 000 000 de boletos va-
lorados en 350 000 000 de pesetas.
—La multa podrá ascender a 25 pesetas por boleto
—nos comunicó el sargento del grupo fiscal de la Benemé-
rita, que nos contó cómo el acusado había ganado 14 000 000
limpios en mes y medio.
Nos imaginábamos a Cristino desesperado, hundido, ca-
llado..., cuando resultó que se había colocado en la puerta
de la Delegación de Hacienda de Barcelona, en plena V í a
Layetana, mostrando una gran pancarta en la que se leía:
«FRAUDE C O N LOS BOLETOS DE H A C I E N D A . EL ES-
TADO PROVOCA LA ESTAFA.»
—A mí no me ha detenido nadie porque mi falta, si la
hay, sería administrativa y no penal. Soy vecino de Sar-
dañola, tengo cuatro hijos, vivimos de una imprenta y me
limito a imprimir... —me dijo.
El hombre vendía boletos y certificaba con su firma, en
un impreso, estar autorizado para editar y vender al por
mayor, haciéndose responsable de todo si se seguían sus
instrucciones al pie de la letra.
Como el Estado se quedó con las «rifas de bares», pu-
blicando en el BOE 137, del 9 de junio de 1981 el real de-
creto 1067/81 del 24 de abril del mismo año, en el que el
artículo 12 dice: «Este juego de los boletos sólo podrá
practicarse con los oficialmente expedidos por el Minis-
terio de Hacienda, que tendrán consideración de efectos
estancados.» M a r í n Veciana tuvo que conformarse con pa-
sar de denunciado a denunciante:
— E l decreto ley tiene irregularidades notables. Es an-
ticonstitucional, monopoliza de forma ilegal la fabricación
y venta de boletos y, lo que es más grave, tima al público
descaradamente, convirtiendo a los expendedores de los bo-
letos en sus cómplices. Es paradójico que por obra y gracia
de una ley nos pongan a todos fuera de la ley.
Frente a comentarios que invitan a filosofar, el presi-
dente de la Comisión Nacional del Juego, que además era
el subsecretario del Interior, dijo textualmente:
El juego es una realidad social, una manifestación de la
persona ante la que no se pueden cerrar los ojos. Sería mu-
cho peor que se jugara en la clandestinidad...
—Aquí —gritaba Marín— es el Estado el que marca
lo que es lícito y lo que es ilícito. Y todo es lícito en cuan-
to constituye un buen negocio que han estudiado y ana-
lizado en los demás. Al Estado le trae sin cuidado que el
ciudadano gaste más de lo que puede, si embolsa una parte
de ese gasto. El juego no desarrolla ninguna cultura, ni tan
siquiera la imaginación del individuo, que arriesga el di-
nero embrutecido por supersticiones, corazonadas o nece-
sidad de recuperar algo de lo mucho que pierde.
El zambombazo final en la traca de acusaciones lo dio
aquel hombre, acusado-acusador, con una verdad irreba-
tible:
— E l actual reglamento de estas rifas provoca el fraude.
Si después de vender diez boletos ya ha salido el primer
premio, el dueño del bar se ve obligado a engañar a todos
los que compren boletos, ya que si les dijera que ya salió
el gordo, se tendría que comer todo el papel, perdiendo el
dinero que invirtió. Y si tiene la suerte de que ha vendido
casi todos los boletos, quedándole de cien para abajo, se
queda con ellos y sabe que le han tocado las 5 000 pesetas
por 500, o menos.
El problema afectó mucho a la Organización Nacional
de Ciegos, de siempre víctima de rifas ilegales, o eventua-
les, que basaban su juego en los sorteos de «los iguales»,
avalándose así a costa de sus perjudicados. Entre «el ca-
cahuete», rifa que ofrecía un cacahuete enfajado con un
número, por 25 pesetas, hasta «la mariposa», que sorteaba
dinero en bonitas mariposas metálicas, hubo mecheros-por-
no con derecho a billete de 5 000 por cada bolsa de dos
m i l boletos a 25 pesetas cada uno...
Los no videntes se manifestaron primero en Málaga,
contra «La Rápida», lotería ilegal que los dañaba profunda-
mente. Fueron a M a d r i d y se encerraron en la jefatura de
la O N C E , ya que en Málaga no eran capaces de acabar rá-
pidamente con «la rápida». Por toda España protestaron,
hasta llegar al encierro simbólico a escala nacional, en no-
viembre de 1982. La picaresca también actuaba a escala
nacional, multiplicándose las rifas, los sorteos y las rifillas,
en competencia con las máquinas tragaperras, los bingos,
los casinos, la lotería, las quinielas..., el desmadre gene-
ral. La picaresca a escala estatal.
D E L CIEGO

Si en un año (1979) se llegaron a jugar 36 000 000 000 de pe-


setas a las quinielas, no muy a la zaga fueron «los iguales»,
que alcanzaron los 26 000 000 000 en el mismo plazo.
La ONCE nació por decreto del 13 de diciembre de 1938
y posee unos veintiocho mil afiliados, de los que —me di-
cen— suman unos doce mil los que están dedicados a la
venta del cupón y se benefician del privilegio de la venta de
una lotería que ellos mismos, en lección admirable de ge-
nerosidad, extendieron a otros disminuidos físicos.
Mas, frente a la excelente acogida del público para «los
iguales», y todo tipo de loterías que puede comprobarse
«en directo», van en beneficio de personas con limitaciones
para ganar su pan, también existen lambrijas, raros espe-
címenes, que aprovechan esas disminuciones o handicaps
en su personal beneficio.
Sí. En este valle de lágrimas y de carcajadas (que para
todo hay), oscilamos entre un Louis Braille, que inventó
en los inicios del siglo x i x su magnífico sistema para que
millones y millones de ciegos pudieran leer y escribir y
acceder a la cultura, y un Juan Español, que inventó un
sistema para timar a los no videntes, robándoles su justo
patrimonio.
A Louis Braille le siguieron quienes encontraron la
forma de que una persona privada de la vista pudiera re-
producir, en relieve y sobre papel plastificado, la escritura,
o las cordilleras, los valles, los volcanes y los ríos, las casas
y los árboles, y quienes tomaron la cinta magnetofónica y
en 90 minutos lograron almacenar el contenido de 500 pá-
ginas de Braille, o dotaron al ciego de una calculadora
«digi-cassette», que permite grabar y reproducir el lenguaje
y realizar cálculos matemáticos, trigonométricos, etc., o le
ofrecieron el reloj con la esfera en relieve, o la máquina de
escribir en su tradicional sistema.
Juan Español, haciéndose pis en todo sentimiento de
colaboración que no fuera en su propio beneficio, circuló
por las calles de cualquier ciudad en busca del típico ciego
tras su mesita de patas de tijera, con las tiras de cupones
alineadas y ofreciendo «la suerte», «para hoy», «la suerte»...
El rufián se acercaba al vendedor y le pedía seiscientas
pesetas en números que deseaba se los diera en tiras de
todos los que tuviera a la venta, «para así participar en
más posibilidades». Luego manifestaba al vendedor que,
mientras le iba cortando tiritas y preparando el pedido,
iba a tomar un «cortadillo», o el clásico carajillo matinal.
Cuando retornaba, cogía los números, colocaba las tiras
en un sobre y empezaba a buscar el dinero para abonar su
compra...
—¡Caramba! Me faltan cien pesetas...
Si el vendedor se fiaba y fiaba, ofrecía rápidamente una
solución al problema, comunicando que ya pasaría a lle-
varle los veinte duros.
—¡No, no! No me gusta deber. Tengo mala memoria...
Usted no me conoce de nada... ¡Tenga, tenga! Ya volveré
cuando pase por casa a por más dinero...
El jeta aquel sacaba el sobre y de él las tiras de «igua-
les» que entregaba al ciego, marchando.
El timo se había consumado. Los cupones que había
devuelto no eran los que acababa de recibir, sino de un
sorteo anterior y ya caducados. Es decir, el carcoma aquel
jugaba gratuitamente y cada día, a «los iguales». Y se com-
probó que en más de una ocasión había sido distinguido
por la fortuna, que es una señora sin prejuicios ante la de-
lincuencia.
La avaricia perdió al «enemigo público de los de la
ONCE», al querer aumentar el número de sus víctimas y
poner en lista a videntes que vendían cupones de la orga-
nización. Éstos le vieron y le describieron, y así se le pudo
echar el guante.
Los vendedores no videntes, en reacción lógica de au-
todefensa, están dotados de un finísimo oído —o lo afinan
ellos en su interés— y de un formidable tacto-identificati-
vo. No es extraño que un ciego, amigo, cuando te toma del
brazo nota en seguida que estrenas traje, o al darte la
mano aprecia que llevas impermeable, o gabardina, por el
ruidillo del tejido al mover el brazo. De ahí que no sea sen-
cillo colarles falsos billetes de banco. Detecta antes un cie-
go el «falso Echegaray» —famoso en la década de los se-
tenta— que un vidente; la razón es muy sencilla: el papel
en el que se imprimieron los billetes de a mil, falsos, era
más satinado, más resbaladizo entre las yemas de los dedos
que el usado por la Casa de la Moneda. Y los ciegos llevan
ojos en sus crestas dactilares.
Recuerdo que a un policía armada (Alcaide) al que es-
talló por accidente una bomba, dejándole ciego, vendía
cupones en una estación de metro de Barcelona, para ayu-
darse en su exigua pensión de invalidez. Policía y ciego, se
convirtió en un tremendo desconfiado que adoptaba todas
las precauciones habidas y por haber para que no le tima-
ran. Un día me acerqué a su mesita y, fingiendo la voz,
le dije:
—¿Cuánto quiere por todos los cupones que tenga ahí
escondidos?
A la par que pregunté di con el índice de mi mano de-
recha sobre la mesita y el pequeño chasquido fue su-
ficiente para que él colocara las dos manos, velozmente,
sobre las tiras que exhibía...
—¡Sin tocar y sin cachondeos! —cortó, enfadado—. Aquí
no se hacen rebajas como en El Corte Inglés.
Era famoso por lo pronto que se mosqueaba; a un co-
brador de tranvías que le prohibió subir acompañado de
su perro lazarillo, un ejemplar importado de Norteamérica
que era una maravilla, le convirtió en blanco de cuantos
presenciaron la escena:
—¡Eh! ¡Aquí no pueden subir animales! —atajó el tran-
viario.
—¿Que no pueden subir animales? ¿Pues cómo ha su-
bido usted?
Me contaba mi amigo Alcaide que el intento de timo
más corriente era el engaño con los cambios, mareando al
ciego con cuentas y más cuentas, o el vulgar tirón de bi-
lletes, o tiras de cupones, aprovechando una distracción.
El cobarde que busca a una víctima que no le pueda
perseguir en caso de advertir el intento, goza siempre
de la seguridad absoluta de no poder ser descrito al
formular la denuncia. Aunque todo timador de un ciego
suele guardarse muy mucho de repetir su acción con el
mismo minusválido, porque sabe que lo pueden oler, oír o
palpar. Y quizá identificar por algún otro sentido, secreto
y formidable, con el que Dios dicen compensó a los pri-
vados de la vista y a los gallegos.

EL JUEGO EN CADENA O P I R A M I D A L

Cuentan los malagueños que un párroco de humilde barria-


da que había recibido alguna vez esas cartas con una ora-
ción a tal o cual santo, pidiendo hagas diez copias y las
envíes a otras tantas personas, pidiéndoles lo mismo, pensó
que la tonta y supersticiosa cadena podía tener un obje-
tivo más claro y honesto que el de asustar a la gente con
daños y males si rompía la cadena. Escribió pidiendo 50
pesetas para el primero de la lista y 25 para el segundo,
colocando diez entidades benéficas en la relación. Al cabo
de una semana la cadena tenía muchísimos eslabones, y
el curita lograba recibir las cincuenta y tantas mil pese-
tas que necesitaba para comprar las campanas de su igle-
sia. El suceso aseguran tuvo lugar en mayo de 1960. No
puedo acreditarlo; pero viene como anillo al dedo para re-
cordar el viejo timo del juego en cadena.
Allá por el año 1965 volvió a estar de moda el antiquí-
simo juego, que empezara con oraciones, pasara por el
envío de sellos, o discos, libros, etc., y no tardara en cen-
trar su interés en el dinero, que ya no ha cesado nunca.
Con el nombre de Golden Score y la promesa de «Gane en
tres semanas 160 000 pesetas», empezaron a ir y venir car-
tas en las que recordaban que el jueguecito hacía furor en
Canadá, Estados Unidos, Holanda, Italia... y que «No es
nuevo, su sistema es parecido al de la ruleta americana,
casi tan vieja como el mundo». Luego, instrucciones:
«1.° Pague por este sobre 200 pesetas firmando en la
casilla inferior.
»2.° Escriba nombre y apellidos y dirección en casilla 7.
»3.° Mande por giro postal 220 pesetas al jugador en
cabeza, guardando el recibo de envío y poniendo dentro
del sobre talón de envío y enviando 200 pesetas para gas-
tos de secretaría y envío. Luego debe timbrar el sobre y
mandarlo. Empieza usted el juego.»
Efectivamente, empezaba la danza a cuyos primeros
compases seguían los que marcaban los «inventores», o
jugadores que nunca pierden:
«Cuando tengamos su sobre recibirá usted tres sobres
idénticos, con la sola diferencia de que el primero de la
lista, que ya habrá ganado, salió del juego, pasando a ocu-
par su puesto el segundo y avanzando el resto de jugado-
res, por lo que usted estará más cerca de la cumbre.»
En letras de gran tamaño: « V E N D A LAS T R E S L I S T A S
A PERSONAS Q U E Q U I E R A N P A R T I C I P A R E N E L JUE-
GO. E S T O LE P E R M I T I R A JUGAR GRATIS.»
El sistema, ya lo ven, es el mismo de la venta de pues-
tos de trabajo, es el sistema piramidal. La cadena funciona
mientras las tres personas a las que ofrecemos el sobre
lo compran y siguen, pudiendo nosotros avanzar puestos en
la lista hasta llegar al primero, en cuyo momento tenemos
que figurar en 729 de esas relaciones, recibiendo 729 veces
la cantidad de 220 pesetas, que sumarían 160 380 pesetas.

En 1971 llegó a mis manos una hoja volandera con el


título de «Distri Money Bank», hoja que llegaba a los ho-
gares españoles por correo y, entre otras divertidas pro-
mesas, aseguraba:
«Va usted a ganar 500000 pesetas. ¡Verdaderamente!
¿Cómo? Muy sencillamente. 500 000 serán suyas en un plazo
de 4 a 6 semanas. Millones de personas han hecho ya la
prueba. Distri Money Bank no es un juego de fortuna ni
una lotería. En cuanto tenga la presente en su poder, sólo
le queda seguir las instrucciones y el medio millón de pe-
setas será suyo.»
Las instrucciones eran: mandar giro postal internacio-
nal de 1 000 pesetas a la orden de la firma y un apartado
de Montpellier (Francia), otras 1 000 al primero de la lista
que adjuntaban y control del envío a la firma. Y a esperar
una semana para recibir tres listas en las que uno ya al-
canzaba la sexta posición, ya que el primero se había ido
tan contento con sus 500 000 pesetas.
La principal advertencia, la de costumbre: «Si usted
acepta vender tres listas a tres nuevos jugadores, al precio
de 700 pesetas cada una, usted jugará totalmente gratis
y dentro de pocas semanas recibe 500 giros de a 1 000 pe-
setas.»

En 1981, una empresa de Barcelona recibía, escrita en


inglés, una carta con el mismo ofrecimiento y la misma
promesa: «¿Quiere hacerse millonario por sólo 4 dólares?»
La firma Gayatri S A, de Argentina, al decir de ellos
dedicada a importación y exportación, era la que se ponía
a jugar a la cadena, pero llamándole ya «Pirámide Cartas»
y asegurando el premio de 390 625 dólares norteamericanos
con sólo hacer 25 copias para otros tantos jugadores del
mundo, remitiendo 4 dólares a los organizadores y un dó-
lar al primero de la lista.

A mediados de 1983, y desde un año antes, la Interna-


tional-Action-Club, con remite de Viena (Austria), regaba
el mundo de unos bonitos impresos con la vieja historia:
«CÓMO PODER A U M E N T A R EN CUATRO SEMANAS SUS
I N G R E S O S EN UN M I N I M O DE 2 000 000 DE PESETAS.»
Con literatura atractiva, los vieneses afirmaban: «Le
ofrecemos la oportunidad única de distinguirse finalmente
de la masa, que depende de salarios medianos, horario la-
boral y sólo lleva una vida mediocre.
»A base de un lógico sistema aritmético y si usted envía
7 000 pesetas —2 000 para el participante que figura el pri-
mero de la lista y 5 000 a nuestra dirección, todo en che-
lines austríacos—, recibirá en seis días 100 ejemplares de
lista con su nombre en tercer lugar y 100 etiquetas auto-
adhesivas con direcciones seleccionadas de interesados.
¡Nada más meter las listas en los sobres, pegar las direc-
ciones y a despacharlas!»
Con toda una serie de consejos —«¡No pierda tiempo!»,
«¡Dése prisa!»—, los austríacos servían desde 100 cartas,
más 100 direcciones, por 3 000 pesetas hasta 1 000 cartas,
más 1 000 direcciones, por 18 000 pesetas, asegurando ga-
nancias claras en el siguiente cálculo, pleno de optimismo
y audacia:
«Usted despachará 100 cartas con el nombre de usted
en tercer lugar: 10 por 100 de 100, igual a 10. Diez personas
despacharán 100 cartas cada una, con el nombre de usted
en segundo lugar: 10 por 100 de 1 000, igual a 100. Cien per-
sonas despacharán 100 cartas cada una con el nombre de
usted en primer lugar: 10 por 100 de 10 000, igual a 1 000.
Si todos van rápidos, al cabo de 4 o 5 semanas, figurará su
nombre en primer lugar y cobrará por giro postal, apro-
ximadamente, 1 000 por 2 000 pesetas; o sea, 2 000 000 de
pesetas de los nuevos miembros.»

Y así, hoy, mañana, dentro de Dios sabe cuántos años,


el hombre seguirá dándole al jueguecito, en el que ganan
los organizadores, que son los primeros de las primeras
listas. Los otros, en cuanto se rompe la cadena se quedan
tirados.

DE LA PIRAMIDE

Ya ustedes han visto cómo al sistema de juego en cadena,


usado para propagar jaculatorias, sin otro ánimo que el
lucro espiritual, no tardaron en salirle imitadores que de-
jaban a un lado las oraciones y los auxilios divinos para
centrarse en los prosaicos de aquí abajo, buscando dinero
y sólo dinero. Llegaron luego los mercaderes, los que, ade-
más de buscar dinero seguro, tenían que lanzar un produc-
to en cantidades masivas y sin necesidad de crear redes
distribuidoras con su lastre de oficinas, utillaje para las
mismas y personal de plantilla; fueron ya las ventas en pi-
rámide, para las cuales, sus creadores, los norteamerica-
nos, no hallaron más defensa que la urgente y masiva pro-
paganda en contra que pudieran hacer los periodistas cons-
cientes y decididos que desearan ayudar a sus lectores a
que cayeran en la trampa.
Bastante desprestigiadas ya esas cadenas de ventas de
productos y de plazas de distribución de los mismos, algún
pillín, por allá por el nuevo continente, aprovechó el sis-
tema de la pirámide para inventar un juego, bonito, barato
y sustancioso. Y lo tituló «la pirámide», iniciando un fabu-
loso negocio en el que, como en todos los otros, son los
«primos» quienes lo ponen todo.
Los «lanzadores» llegan al país escogido, toman posicio-
nes en las grandes ciudades y se relacionan con los famo-
sos y los alegres ricachones, en cuyo apartamento, o casa
solariega, o chalé, montan el primer juego, para lo que
sobra con un buen salón y una hermosa pizarra en la
que dibujar la pirámide. Una pirámide formada por letras:
dieciséis E —por ejemplo—, para los dieciséis rectángulos
que integran la base; ocho D, para los ocho rectángulos
del primer piso, y cuatro C para los del piso segundo, so-
bre el que irán dos B y, rematando, el rectángulo A, que es
el que se va a forrar en breve plazo.
Los esnobs, los catacaldos, los que tienen y pueden ju-
garse unos cientos de miles de pesetas sin que se tambalee
su economía, o con ligeros temblores de epicentro lejano
y toda esa legión de pardillos adinerados que quieren que
les vean en esos lugares y alternando con esas gentes, van a
jugar sin temor, como quienes se creen, al ver los 31 cua-
dros, que se puede llegar a la cumbre en un par de horas,
multiplicando por 8 el capital arriesgado.
No se admiten talones, ni documento alguno que no esté
expedido por la Fábrica de la Moneda y lleve las firmas
del gobernador, el cajero y el interventor del Banco de Es-
paña. Las 100 000 pesetas que vale un rectángulo con la
letra D hay que pagarlas billete sobre billete, quedando el
dinero allí, ante los jugadores, en manos del que hace de
«vendedor de parcelas», que anota el nombre, auténtico o
chungo, que le dan. Él pagará 50 000 pesetas a los que al-
cancen el primer piso, y volverá a darles otras 50 000 cuan-
do lleguen al segundo, momento en el que han recuperado
el capital invertido y juegan ya «por la cara». En el piso B
ya no se cobra nada; es en el vértice A donde se alcanzan
las 50 000 de cada uno de los E; o sea, 50 000 pesetas dieci-
séis veces, por lo que «estalla» la pirámide, «revienta» al
cobrar 800 000 pesetas el escalador que llegó al picacho,
rompiéndose la pirámide en dos, con los B convertidos
en A y con la necesidad tremenda de pescar más y más ju-
gadores para que adquieran las parcelas de la base e ir en-
caramándose hacia la cumbre.
Hay pirámides —las de propaganda, las primeras— que
«estallan» en una noche, pudiéndose ver al famoso del de-
porte o la popular del cine embolsar las 800 000 pesetas
entre carcajadas y gritos; pero las hay que duran más de
un mes, o que jamás llegan a «estallar», con el martirio de
tener que acudir noches y noches a los pisitos que van co-
municando, siempre llevando gente dispuesta a invertir,
porque los mirones no interesan en esas reuniones en las
que el anfitrión suele invitar a beber y a comer para animar
el cotarro.
A Hacienda y a la policía les sorprendió en casi todo
el mundo lo que se dice en calzoncillos. Ni aquéllos, ni és-
tos, tenían instrucciones para actuar ante un juego que en-
traba escandalosamente en sociedad, alcanzando cotas in-
superables de éxito y popularidad. A los casinos y a los
bingos les cayó muy mal la competencia, porque «la pirá-
mide» no pagaba impuestos de ningún tipo, ni tenía que
someterse a controles y reglamentos.
Las brigadas especiales contra el juego, de la policía, no
podían actuar porque nadie sabía concretarles si aquel
juego podía considerarse, de azar, de suerte o de envite; se
celebraba en domicilio privado, sin escandalizar, en las
primeras horas de la noche y sin que nadie cobrara dinero
alguno en calidad de entrada, de consumición o de estan-
cia. Un lío. Porque al buen policía le olía todo aquello a
estafa y veía que existían varios caminos sospechosos de
conducir al delito.
Se podía organizar toda una serie de pirámides por los
mismos promotores, reservando los puestos privilegiados
para ellos y sus amigos y abandonando cuando estuvieran
saturados. Porque si ustedes gustan de hacer números po-
drán apreciar que la progresión geométrica de una pirá-
mide de 31 cuadros lleva a necesitar 930 jugadores para
que el último e inicial D alcance la cumbre. Y 930 amigos
con 100 000 pesetas no se encuentran en una noche.
Se puede huir con la pasta, en lugar de volver a citar
en nuevo piso. Se suele dar de baja con pérdida de dinero
al que falla una noche a la reunión. Y se puede montar
—como ocurrió en América más de una vez— un estupendo
atraco, de acuerdo los cabezas invisibles del juego con los
atracadores, en la seguridad de encontrar dinero abun-
dante y joyas en cantidad. Somos testigos de cómo nacie-
ron de nuevo las faltriqueras-monedero para camuflar bajo
las faldas, las corbatas rellenas de billetes, la revista-mo-
nedero, que parece un viejo semanario y es una hucha...
Despertarán —acosados por los centros de juego legal-
mente constituidos y por los innumerables «julays» que
empezarán a perder su dinero— los del fisco y los judicia-
les, pero será tarde. Habrán volado los creadores del jue-
go en pirámide rumbo a otro país que los aguarde inge-
nuamente despreocupado y hasta que se olvide el asunto,
para volver a la carga. Lástima que, junto a los periodis-
tas, los jueces no siembren de mandamientos de registro
todos y cada uno de los pisitos en los que se reúnen a
jugar sin cotizar impuesto alguno. Más de un disgusto se
habría evitado. Y si los jugadores se hubieran detenido
a pensar un poquito, antes de soltar su dinero, más de
uno se habría ahorrado un montón de billetes. Porque, en
definitiva, «la pirámide», y cuantos juegos se basan en la
progresión matemática, no son otra cosa que una heren-
cia del ingenio de aquel avispado al que un personaje su-
permillonario le preguntó:
—Pídeme lo que quieras porque deseo probarte mi gra-
titud. ¿Qué quieres?
Y el picaro respondió rápido:
—Dame tantos granos de arroz como resulten de mul-
tiplicar por dos los escaques de un tablero de ajedrez.
El personaje rió por sus adentros, convencido de que
aquel vasallo era un «primo»; pero cuando empezaron a
multiplicar y observaron que ya en el escaque 37 los gra-
nos sumaban 137 438 953 472, faltando aún 32 cuadritos para
completar el tablero, entendió aquel soberbio que había
caído en una trampa que le iba a dejar sin arroz para
muchos años.
«LOS T R I L E S »
O BOLICHEROS

El reverendo había llegado a la estación de Francia —como


en Barcelona le llamaron siempre a la estación Término—
cansado de tren y deseando tomar un tranvía en el mis-
mísimo paseo de Colón que le llevara al pie del popular
monumento al descubridor de las Américas. Había pla-
neado —como un chico haciendo novillos— embarcarse
en una típica «golondrina» y cruzar el puerto hasta desem-
barcar en el rompeolas. Allí respiraría profunda y ansiosa-
mente el iodo marino y se bebería una cervecita muy fría
en el bar de bajo el faro; luego se daría un paseíto has-
ta La Barceloneta, contemplando el mar, las gaviotas y
los pescadores de caña encaramados en las enormes pie-
dras de la escollera. Hasta proyectaba adquirir una de
aquellas cañitas de juguete con un cangrejo atado a la
punta del hilo, para llevárselo a su sobrino. ¡Aunque olie-
ra a demonios!, se santiguó inconscientemente.
Mossén Jaume no había dejado su lejano pueblo del
Pirineo para pasar unas vacaciones en la gran ciudad, no.
Estaba allí en comisión de servicio; así como suena. El
alcalde y todos los concejales, el boticario, el médico del
pueblo más próximo —que era el suyo— y el cabo coman-
dante del puesto, le habían designado para comprar en un
buen imaginero barcelonés un cristo que llenara en la
iglesia el lugar vacío que habían provocado unos ladrones
ateos al arramblar con todo lo poco que allí había suscep-
tible de venta.
Para la compra, mossén Jaume era portador de 35 000
pesetas, todas recaudadas perra a perra en tres misas do-
minicales, moviendo aquellos bolsillos depauperados de los
fieles a base de evangelio, de oratoria de la fina, de echar-
le color durante una hora larga cada domingo, hasta que-
darse con la lengua blanca y los labios pegados como por
cremallera.
Metió la mano hasta el fondo de los pantalones, bus-
cando el par de pesetillas que costaba el periplo marine-
ro. Y se rió para sus adentros cuando el expendedor de
los pasajes le dijo:
—Son dos pesetas, joven.
Sonaba raro lo de «joven», acostumbrado al <<mossén»
y al «reverendo»; pero a la enorme ciudad, donde nadie le
conocía, era mucho mejor llegar vestido de O R N I que de
cura. «Objeto Religioso No Identificado» era la ampliación
de aquellas siglas, inventadas por mossén Fernández, un
cura asturiano, cachondo él, que sabía más que los rato-
nes colorados...
En estas y otras puerilidades andaba sumido mossén
Jaume cuando tropezó con un corrillo de hombres que,
pegados a la baranda de piedra del rompeolas, jugaban a
las cartas. En lo de las cartas era un técnico el curita,
que tantas horas tenía que matar al cabo del día en un
pueblecillo donde había un entierro de uvas a peras y un
bautizo de peras a uvas. Y se acercó al corro y metió las
narices por entre los hombros de los espectadores, para
saber de qué iba.
El juego era la mar de simplón. De tres naipes que
había en el suelo tenían que adivinar cuál era el as de
oros. Para dificultar la adivinanza, un hombre, en cucli-
llas, cambiaba las cartas de sitio, continuamente. Los de-
más apostaban en pro o en contra del que hacía de adi-
vino. Apuestas de cinco a diez duretes. El cura se percató
de que dos de los apostantes tenían una potra sensacional
y casi siempre ganaban. Bueno, o eran potreros, o es que,
igual que él, se habían dado cuenta de que el as de oros
tenía un pequeño doblez en una esquina, que le hacía fá-
cilmente identificable. ¿Y si jugaba?
No le dio tiempo a reflexionar. Uno de los ganadores
le ofreció un cigarrillo, le guiñó un ojo y le invitó a apos-
tar. Y mossén Jaume —debilidades de la carne— entró en
juego. Y empezó a ganar. Hasta que empezó a perder, por-
que —¡maldita sea!— otro de los naipes se había doblado
por una esquina, exactamente como el as de oros, y era
muy sencillo marrar. Pero el curilla ya estaba embalado y
no lo paraban ni los frenos de disco. Su amor propio de
jugador de mus y subastado, ramiro y guiñóte, butifarra
y siete y media no le dejaban retirarse, a pesar del mal
naipe que tenía aquella mañana. Por otra parte, se había
jugado ya bastante dinero del recaudado para el cristo y
no tenía más remedio que seguir, para recuperarlo.
El resultado fue que se jugó hasta el reloj que le había
regalado la marquesa de Perejil, cuando cantó su primera
misa y por ser el único sacerdote de aquel pueblo en el
que ella era la única aristócrata. No hizo más que perder
el peluco e iniciaba una maniobra de cacheo de bolsillos,
en busca de algo más que apostar, cuando sonó un grito:
—¡La policía!
La desbandada fue general. Mossén Jaume se quedó sólo
y alelado en mitad del rompeolas, sin poder mover las
piernas ni encontrar relación alguna al juego con la poli-
cía. Por otra parte, allí no apareció policía alguno, ni vio
que nadie persiguiera a los de los naipes. «¿Me habrán en-
gañado?», pensó. Y empezó a caminar, lentamente, por
aquel único camino que le pondría en la ciudad, sin co-
brarle nada.
Alguien debió de saber del problema de aquel pardillo
y lo envió a la policía. Allí le vi, relatando su encuentro
con los llamados «trileros» o «bolicheros», u n o s tunantes,
fulleros con tres naipes, o con una bolita y tres tapones;
bribones con manos de tocólogo, que mueven con gran agi-
lidad la baraja o los tapes, desorientando a sus contrin-
cantes con dobleces o manchas que parecen ignorar cuan-
do son ellos los que las hacen para que «pique» el pardal.
Aparentemente, el juego es de azar, pero la realidad es
que todo es argucia y trapaleo con aquella muesca o do-
blez que suele tener el naipe de premio y que los dedos de
oro del perillán hacen aparecer, de pronto, en otro naipe.
Sin posibilidad para el primo de llamarle al orden, porque
se delataría en sus malas intenciones.
Los «triles» suelen jugarse cerca de los mercados, de
los campos de fútbol, de las plazas de toros, de todos los
lugares en los que haya aglomeraciones, abunden los po-
sibles «julays» y sea fácil huir, mezclado entre el gentío.
Se suelen jugar con los tres naipes, pero también hay «tri-
leros» que juegan con tres cubiletes achatados, que suelen
ser tapones de botellas, o medios cascarones de nueces,
bajo los que hay que ocultar una bolita, teniendo el «lila»
que acertar debajo de cuál está. De ahí que también se
llame «bolichero» a este tipo de granuja.
Naturalmente, los «trileros» no actúan solos. El de las
manitas de plata lleva dos o tres compinches, o «tangas»,
que tienen que hacer de ganchos, fingiendo no conocerse
entre ellos y apostando. Ganan siempre y se anima así el
corrillo de mirones, que apuestan... y pierden. Llegado el
momento en que conviene darse el «piro», uno de los «tan-
gas» grita: «¡La policía!» y se dan todos el «bote», lleván-
dose naipes, bolas, cubiletes y pasta; esta última la repar-
ten luego, como buenos hermanos en la golfería y fullería.
Recuerdo que en aquellos años en los que mossén Jau-
me «picó» allá en el rompeolas, inspectores de la Brigada
Criminal, o de las comisarías de Atarazanas, Hospital y
Barceloneta, se daban una vuelta de vez en cuando por la
escollera y alguna vez lograban cazar a un «trilero» y a sus
«consortes». Pero no tardaron los «pringosos» en cubrir
aquel riesgo, exponiendo un pequeño capital, las dos pese-
tas del viaje de ida al rompeolas en la «golondrina» que
costaba el billete de un «tanga», al que proveían de una
gorrita blanca. Si el canalla «mordía» que en la embarca-
ción iba alguno de «la pasma», se calaba la gorra y otro
«tanga», estratégicamente situado en el faro, recibía la
señal en clave y sabía que el peligro llegaba por la mar,
dando el «cante» a sus colegas.
Si los de «la bofia», o «la madam», llegaban a pie, por
el espigón, los veían de lejos y resultaba más fácil bur-
larlos. Pero los inspectores solían navegar, porque el viaje
era más relajante y porque a ellos, con enseñar «la mila-
grosa», o placa, no les costaba un céntimo el pasaje.
Lo normal es que no llegara policía alguno y se diera
el grito de alarma para justificar una fuga precipitada que
los alejaba del papanatas al que acababan de desplumar.
Como le sucedió a mossén Jaume, vestido de O R N I , cuando
las fuerzas vivas de la aldea en la que era párroco le en-
viaron a Barcelona a comprar un santo cristo que sustitu-
yera al robado en la iglesia.

No llegué a saber cómo terminó para el curita aquel


asunto. ¿Qué diría a sus corderos?
Y llegó la democracia. Y ya no hubo manera de identi-
ficar a un cura, ni en la gran ciudad, ni en la aldea. Desa-
pareció la tonsura, y la sotana, con la dictadura. La liber-
tad llegó para todos, incluidos los «trileros» o «boliche-
ros», los de «la carteta», en Barcelona, que trasladaron sus
mugrosos naipes a la plaza de Cataluña y exhibieron sus
dotes artísticas en pleno día y ante todo el que quiso verlos
actuar.
Iban en equipos de ocho o nueve: vigilantes, jugadores,
clientes fules... Y llegaban a repartirse entre 5 000 y 10 000
pesetas, en jornada matinal. Al principio les echaba la
guardia urbana o los detenía algún fiel cumplidor de la
policía nacional o el cuerpo superior. Luego, cuando com-
probaron que al día siguiente estaban en el mismo sitio,
miraron para otro lado al tropezar con «trileros». Y no ha-
bía ni guardias ni «polis» camuflados, pero en cambio llo-
vían los «julays» que se dejaban la pasta como aquel cura
del franquismo.
El Código Penal aseguraba en su artículo 30 —ignoro
si sigue vigente en la actualidad— que la más baja pena de
la llamada «prisión menor» eran seis meses y un día. Por
debajo de esta pena están los delitos considerados como
veniales, cuyos autores no llegan a ingresar en prisión. Por
ejemplo, quienes con juegos de azar y estafa defraudan
cantidad superior a 15 000 pesetas, pero inferior a 150 000.
Los de «los triles» entran de lleno en los veniales y a la
calle se echaron, sin miedo a la «gandula», que era aquella
hermosa quincena de cárcel para los granujas de la «ter-
cera división».

E L T I M O «DEL CULTO»

¡No! No les vamos a contar el rollo de aquel sacristán que


pasaba una discreta bolsita ante los feligreses, repitiendo
incansable:
—Para el culto... Para el culto... Para el culto...
—¿Para qué culto? —le gritó el cura, enterado de la in-
fidelidad del pájaro aquel.
—¡Toma! Para qué culto..., para qué culto... ¡Para mí!
¿O es que no es cultura tener el bachillerato y dos años de
derecho?
El timo «del culto» que les vamos a narrar nació allá
por la primavera de 1976 y fue una adaptación ingeniosa y
perfecta de la rifa de bar obrero a la de cafetería de seño-
rito. Un maestro, avispado y un poquito loco, montó el tin-
glado, so pretexto de recavar fondos para impulsar una
gran campaña nacional de «formación cívica, moral y cul-
tural, de la juventud».
Los boletos, en lugar de ir «ilustrados» con desnudos
femeninos, o naves espaciales, llevaban una pregunta, sin
respuesta, para que el cliente probara su culturita y con-
testara, remitiéndola a una dirección en la que los orde-
nadores se encargarían de juzgarla.
Cada bolsa de m i l fichas contenía varios premios en me-
tálico y un lote de libros, asegurándose que los beneficios
del juego irían íntegros a crear polideportivos, iluminando
la propaganda con hermosas fotografías de centros de este
tipo, ya existentes, de propiedad oficial o privada. Ante
aquellas fotos —que se suponía eran de polideportivos
montados ya con la rifa—, y ante el elegante montaje del
juego, picaban los gobernadores civiles, que autorizaban in-
mediatamente la «operación cultural», avalando así al crea-
dor, creador de actividad arrolladora e imaginación super,
de 98 octanos, que no tardó en codearse con lo mejorcito
montando una revista, editada a todo lujo, cuyo pie de im-
prenta ya constituía todo un misterio y cuyas fotos a todo
color no tardaron en publicar la imagen del inventor mano
a mano con las más altas personalidades nacionales, a las
que se aproximaba en nombre de la juventud y como pe-
riodista.
El asunto, que al decir de la policía estaba llamado a
producir unos 160 000 000 de pesetas mensuales, fue abor-
tado y el joven promotor desapareció durante una tempo-
rada, dejando desamparados a sus empleados más cerca-
nos, que le llevaron a la Magistratura del Trabajo.
Pasados los meses, me visitó aquel joven tratando de
convencerme de su buena intención al promover la rifa
cultural y de la mala intención de quienes colaboramos en
el hundimiento del asunto. Tenía clase. Pudo llegar muy
lejos si la policía no se hubiera empeñado en echarle el
freno.
Timos de la caridad

T I M O S DE CARIDAD

«La caridad bien entendida empieza por uno mismo.» Éste


es el lema de cientos de picaros, que en las mil y una ver-
siones capaces de originar lástima y, en consecuencia,
arrancar dinero, andan por esos mundos en busca de almas
Cándidas y generosas.
La infantería de los legionarios de la falsa caridad son
sin duda los cursilonamente llamados menesterosos, indi-
gentes o desheredados, que no son otra cosa que los pedi-
güeños, pordioseros, trotamundos y mangantes, inventores
de todas las tácticas habidas y por haber capaces de con-
seguir dinero aportando el mínimo esfuerzo. Los hay que
ñngen un tic nervioso capaz de causar pavor al barbián
más templado. Conocí a un granuja de extraordinarias do-
tes de actor, que estaba recluido en el Pabellón de las Mi-
siones del recinto ferial de Montjuic, en Barcelona, pabe-
llón convertido durante las décadas de los cincuenta y los
sesenta en centro de clasificación y recogida de pedigüe-
ños, que si le dejaban libre un par de horas en las mañanas
de los domingos, le bastaban para ganar lo suficiente para
costear sus vicios —y tenía muchos— de toda la semana.
El truchimán aquel se acurrucaba en las escaleras de
acceso a los templos más distinguidos de las residenciales
barriadas y fingía unos temblores faciales que provocaban
la lluvia de monedas rumbo a su boina abandonada en el
escalón. El golfo aquel se partía de risa contándome cómo
«le daba al contacto y ponía en marcha sus músculos»...
—¡A mí no me falta nunca mi picadura de la «chachi»!
Nada de colillas, ni tabaco lleno de astillas, ¿sabe? Ni me
falta mi porroncete de Priorato, ni mis carajillos de coñac
del fetén. En cuanto disparo los temblores paralizo a las
beatas.
Entre los vergonzantes —que es como los llaman los
cursis—, aquél estaba considerado como un Alejandro Ulloa
de la escena de la mangancia:
Para la mano como nadie —comentaban con envidia.
La guardia urbana de aquellos años peleó duro para
evitar que las calles fueran invadidas por fuleros, cuentis-
tas y patrañeros, que en la década de los setenta ganarían
la batalla adueñándose de los lugares más céntricos y de
mayor tránsito —atrios de templos, estaciones de metro
o ferrocarril, puertas de comercios importantes, etc.—, que
disputarían con vendedores ambulantes de los que no pa-
gan impuesto alguno y pillos jugando a los «triles» o tres
naipes.

Pedigüeño con letreros. Quedaron atrás los que pedían


con voz plañidera, recordando la fecha desde la que no
comían, o relatando sus dolencias. El mangante moderno
descubrió los letreros, o subtítulos, y empezó a pedir al
estilo del cine mudo, en carteles escritos con bastante bue-
na ortografía en la mayoría de las ocasiones, ya que se
los trazaban estudiantes, o personas a las que rogaban tal
favor:
Tengo a mi marido en el hospital.
Estoy enferma y tengo siete hijos.
Necesito medicamentos y pan.

La llamada admite variantes: cárcel, por hospital. Diez


hijos, por siete. Dinero, por medicamentos y pan. Depende.
Porque hay desconfiados que van y les dan un pan, en vez
de un billete: «El cerdo éste se creerá que me voy a co-
mer el asqueroso pan que me da, to sobao.»
Pedigüeño sonoro. Otra versión fue, y será, la del pedi-
güeño musical. Los hay de todo tipo de instrumentos. In-
cluso se pueden encontrar interpretando musiquillas de
moda con batería, acordeón y armónica, todo tocado por
la misma persona, en un alarde de pericia y deseos de agra-
dar. Suelen actuar en los túneles de acceso a las estaciones
del metro y en calles céntricas. Algunos cantan y todo. Exis-
te competencia con los hippies, en definitiva trotamundos
y mendigos camuflados.
Pedigüeño con niño. Pedir con un niño en brazos, o dor-
midito en el suelo, o luciendo un aparato ortopédico, es
éxito seguro. Lo dicen los que conocen el paño. De ahí que
se alquilen bebés, a tanto la hora, más caros si están entre-
nados que si son novatos en el limosneo. Para evitar que el
rapaz se canse y corretee, alejándose del adulto y rompien-
do la imagen dolorosa, los drogan, les dan unos somníferos
que mantienen al pequeño en dulce sueño durante unas
horas, tiempo suficiente para conmover a cientos de tran-
seúntes.
Pedigüeño con pupas. Cierra el círculo de la infantería
de esta picaresca de la mangancia el mendicante silencioso,
sin letreros ni músicas, sin niños propios ni alquilados, que
se pasa unas horas mostrando los muñones de sus pies o
de sus brazos. Le envidian todos los otros, porque no tiene
que invertir ni un céntimo en el montaje de su negocio y
todo son ganancias, limpias.
Pedigüeño camuflado. Hay frescos que piden sin tender
la mano, sin escribir intimidades familiares, sin tocar ni
un silbato, ni mucho menos implorar. Van, desde pasar un
trapo mojado por el parabrisas del automóvil en los breves
segundos que permanece parado ante un semáforo de sitio
estratégico, hasta aproximarse al transeúnte, o al automo-
vilista para espetarle: «¿Me presta algo para un boca-
dillo? O bien: «¿Me puede dar ochenta pesetas para el
tren?» Aquél espera los cinco o diez duros por no limpiar
nada. Éste las cien pesetas para no tomar tren alguno, aun-
que pida cerca de la estación. En este mismo terreno se
mueven cuando piden para abonar los medicamentos, cuya
receta médica muestran. La mayoría de las personas abor-
dadas se conmueven al oír que aquellas medicinas urgen
y dan el dinero; otras, desconfiadas ellas, toman la receta
y entran en la farmacia más próxima, abonando los me-
dicamentos que ven cómo son entregados al pedigüeño o
pedigüeña. M a l pueden sospechar que el farmacéutico está
harto de despachar aquellas medicinas para volverlas a
recibir poco después de manos del falso mendigo, que lo
que busca es dinero.
Capítulo aparte merecerían dos hermosos ejemplares,
alemán el uno y francés el otro, en edad de trabajar, que
se sentaban cada día en una esquina de las zonas más tran-
sitadas de Barcelona, mochila al lado, sol en el rostro, ci-
garrillo —¿marihuana?— entre los labios, mostrando un
breve cartelito en el que se leía: «J'ai du faime», «Otto
habe hunger», verbi gracia: «Yo —u Otto— tengo ham-
bre.»
Contar con pedigüeños de importación, made in France
y made in Germany, debo confesar que me causó un raro
placer, como un cosquilleo muy adentro; sentí que la guar-
dia urbana los despachara y que el negociado de extranje-
ros de nuestra policía los invitara a largarse de España,
donde ni tenían residencia autorizada ni habían intentado
obtenerla. Confesaron que se ganaban entre dos y tres mil
pesetas cada día, cambiando sin parar de sitio. ¡Con lo que
podíamos presumir de tener pobres, alemanes y france-
ses, en España!
Pedigüeños burocráticos. Desde Córdoba la llana un
ciudadano sembró de cartas media España. Enviaba su fo-
tografía familiar —esposa y cuatro hijos, en grupo—, titu-
lándola: «No tienen para comer.» Debajo, la historia rela-
tada en un periódico local y luego el nombre del ciudadano
y, por dirección, un apartado de correos de la ciudad de
Manolete y de los califas. El ciudadano pedía trabajo, re-
saltando vivir en un piso de alquiler y deber muchos me-
ses, facturas de tiendas de comestibles, etc. «No queremos
vivir de la limosna», «Es preferible morirse o suicidarse»,
decía en su larga carta, avalada por un artículo de periódi-
co cordobés. ¿Por qué usaría apartado postal en vez de su
dirección en el piso de alquiler? ¿Cómo podría afrontar el
costo de tanto papel, sobre, fotocopias y sellos para fran-
queo? Pedir por escrito y no sólo a su barriada, diócesis
o ciudad requiere un montaje, una organización, digo yo.
Y escribí al comunista alcalde de Córdoba, seguro de que
se iba a indignar al conocer de un vecino que informaba
a todo el país de su hambre y abandono, precisamente cuan-
do andábamos de elecciones municipales en todo el país.
Contestación del alcalde, mejor dicho, de su secretario par-
ticular: «En relación con su carta le comunico la imposi-
bilidad por nuestra parte de averiguar si lo manifestado por
don Fulanito de Tal responde a la realidad. Como habrá
podido observar, no figura la dirección del citado señor,
con lo que no nos es posible verificar.»
El secretario ni leía la prensa cordobesa ni había oído
hablar del gravísimo problema de su convecino. Ni parecía
importarle un pimiento el asunto. Ni protestaba por la
existencia de un pedigüeño-burocrático en su ciudad, para
el que creí me iba a contar tendrían en Córdoba toda una
organización municipal de asistencia social, «a la que no
había acudido», o a la que «había acudido y le habían aten-
dido inmediatamente». Nada, de nada. Como no daba di-
rección el nombre, los apellidos, el recorte del diario Cor-
doba, o el número del apartado postal de correos, no sir-
vieron de nada al municipio cordobés, alabado hasta la sa-
ciedad por los comunistas en su campaña electoral de mayo
de 1983, año de gracia en el que una familia numerosa gri-
taba a todo el país: «¡Tenemos hambre!» Desde Córdoba.
Dirían que todo era una maniobra de la derecha...
La pedigüeña del esparadrapo. Con perfecta caligrafía
y matasellos de Fuengirola (Málaga) circularon por España
cartas que decían:

«Querido señor, querida señora: yo me encuentro en


una situación muy sensible. Pueden ustedes ayudarme. Pue-
den ustedes mandarme en el sobre adjunto, que lleva ya el
sello de franqueo, la cantidad de 200 pesetas. El espara-
drapo que yo les envío en esta carta sé que es muy poca
cosa y que les va a salir muy caro, pero algún día les po-
drá ser útil. Muchas gracias, por adelantado.»

Efectivamente, dentro de la carta había un sobre ya


franqueado con un sello de 5 pesetas, que era la tasa de
aquella época, sobre dirigido a una señora de Motril (Gra-
nada). Había también una tirita sanitaria, vulgar, anuncia-
da por la desconocida dama, que, tras pronunciarse en si-
tuación «sensible» —que no aclara nada—, invertía un di-
nero en papel, sobres, sello de ida, sello de vuelta y es-
paradrapo.
Como el vecino de Córdoba, aquella granadina se aco-
gía a un apartado de correos, que hacía difícil su localiza-
ción e identificación. Por ello no llegamos a saber nunca
qué resultado le dio su timo «del esparadrapo». Suponemos
que no se haría millonaria, ni siquiera se aproximaría a la
estupenda cantidad recaudada por aquel norteamericano
del anuncio pidiendo un dólar, incitando a quienes creían
iban a recibir algo a cambio. Aquél sólo gastó en tres anun-
cios económicos. Como el que mandó publicar esta simple
pregunta: «¿QUIERE GANAR D I E Z DUROS DIARIOS?
Envíe urgente 2 pesetas en sellos de correos al aparta-
do X X.» El cachondo enviaba un papelito que decía:
«PONGA U N A N U N C I O COMO É S T E , Q U E S I E M P R E PI-
C A N MAS D E V E I N T E PERSONAS.»
EL T I M O DE «LA TOMBOLA»

También podríamos titularlo, el timo «del intermediario»


o del pillastre. Siempre hay un «guaja» detrás del viejo
sistema de la rifa, o la tómbola, en favor de los desgracia-
dos, si esa tómbola o rifa no ha sido montada por los pro-
pios interesados. Son tipos que viven organizando «obras
benéficas», a tanto por ciento; es decir, a comisión. Los pu-
dieron encontrar hace muchos años pidiendo para «los su-
pervivientes de Cuba y Filipinas», y los pueden tropezar
ahora solicitando ayuda para los damnificados de tal o
cual riada.
Durante el franquismo me fue dado conocer montajes
de caridad verdaderamente modélicos; pero entre locales,
material de oficinas, señoritas mecanógrafas, telefonistas,
fiestas y guateques, etc., se iba el 50 por ciento de lo re-
caudado, y en sueldos el 40 por ciento. Total, que a duras
penas si llegaba un 10 por ciento del óbolo generoso a los
verdaderamente necesitados de él.
Sucedía que para poder instalar una tómbola o para
montar una rifa de tipo benéfico había que contar con au-
torización del gobierno civil. Y para lograr esa autoriza-
ción no había nada tan efectivo como «fichar» a la madre
superiora de un asilo de niños, o ancianos, o presidente de
asociación benéfica, o entidad pobretona de agrupamiento
de jubilados...
Cazar a una monja y obtener su permiso para utilizar
el nombre del asilo, su firma y sus dementes, ancianos o
niños escrufulosos ya era negocio seguro. Especialistas en
la tarea proyectaban en un santiamén lo de la tómbola, la
rifa de un automóvil de importación o el festival radiofó-
nico «cara al público», tres modalidades de entre las cua-
les sólo el festival podía despacharse en una jornada, por
lo que era más arriesgado, aunque no cobraran los artistas
y el teatro fuera cedido gratuitamente. Pasear un buen Mer-
cedes por la ciudad, parándolo lo más posible en una es-
tratégica zona, permitía tirar de boletos «para lograr aquel
cochazo de importación» durante los meses que se quisiera.
Como la tómbola.
En la mayoría de los casos, el coche, la tómbola y el
festival dieron más dinero al organizador que a los pobres
necesitados. Palabra.
Son los intermediarios de la caridad, los inventores de
«Caridad, S. A.», siempre estudiando nuevas fórmulas para
ganar dinero fácilmente. Viviendo en la calle Justiniano, en
Madrid, descubrí por casualidad un tejemaneje que se lle-
vaban dos individuos, huéspedes por horas de la pensión
en la que yo vivía. Digo por horas dado que sólo usaban la
habitación que poseía teléfono y desde las tres hasta las
siete de la tarde; luego se iban tan campantes, dando som-
brerazos a diestro y siniestro. Su alquiler era más de telé-
fono y guía telefónica que de habitación con cama de ma-
trimonio, aunque me huelo que trabajaban tumbados; pero
no piensen mal, no. Los tipos sonaban más a tunantes y
pendones que a maricas. Y cuatro horas de teléfono, dale
que dale a la rueda marcadora, alternándose en las llama-
das, no era un juego, que digamos, sospechosamente femi-
noide. A no ser que confeccionaran el padrón «gay» del
país. Sus llamadas siempre eran iguales, melosas, peloti-
lleras...
—¿Señora marquesa de Chinchón?... De parte del pá-
rroco del Buen Pastor... —empezaban—. ¿Señora marque-
sa?... Perdone que la moleste, pero lo hago en nombre de
los niños necesitados de la parroquia... Verá, señora mar-
quesa: tenemos en marcha una pequeña rifa para la que
rogamos a nuestras almas caritativas la adquisición de unos
boletos... Sí... A cien pesetitas número... ¿Cuántos dice?...
¿Dos? M u y bien, señora marquesa. Que Dios la bendiga.
Le enviaré los dos boletos esta misma tarde. Adiós. Gracias,
gracias...
Cuando colgaba el teléfono, el falso párroco se deshacía
en imprecaciones: «¡La tía pelleja! ¡Dos boletos! ¡Dos ca-
ñonazos le largaba yo!» Y llamaban a una trotona posti-
nera:
—¿Señorita Ivonne? Verá: soy el párroco de... ¡El pá-
rroco, sí! ¡El cura párroco de su barriada! No se extrañe,
señorita. Conozco su generoso corazón y como se trata de
ayudar a los niños desvalidos de nuestra parroquia he pen-
sado que usted... Sí, sí sí... El boleto es a cien pesetitas.
¿Cuántos quiere, señorita Ivonne?... ¿Cómo?... ¿Ha dicho
cincuenta? ¡Oh! ¡Gracias, señorita! ¡Que Dios se lo pague!
¡ M i bendición especial!
El apuntador, el que buscaba nombres por la guía te-
lefónica, comentaba: «¡Eso es una señora y no la guarra
de la marquesa!»
Y así se tiraban cuatro horas cada tarde. E r a n dos
«montadores de campañas de caridad», que se alquilaban
a los párrocos y se encargaban de organizar un sorteo de
cualquier bobada..., que solía tocar a la parroquia. Con lo
que recaudaban pagaban el alquiler de la habitación, el
teléfono, los boletos, desplazamientos y sus sueldos. Al vi-
cario no le llegaba ni el cinco por ciento, si tenemos en
cuenta que había que comprar un televisor, o una bici, para
sortear.

EL TIMO DEL FESTIVAL

Solapadamente, simulando dormitar en una rama, o revolo-


teando por sobre la carroña sin lanzarse sobre ella en pi-
cado, hay «cuervos» con documento nacional de identidad
que, atentos a todo desastre, entran en actividad inmedia-
ta —como los volcanes—, nada más producirse la gran
inundación, el tremendo incendio, la catástrofe que con-
vulsiona a todo el país y abre los chorros de la generosidad.
Los cuervos montan en un periquete el negociejo que
proporcionará —si proporciona— uno para los cientos de
damnificados y cientos para el avispado organizador. La lis-
ta de ejemplos es interminable y estamos seguros de que
el lector recuerda en este instante al pillastre despiadado
que montó su choyete particular a costa de la desgracia
ajena, ora editando estampas taurinas a bajo precio de cos-
te para su venta a tan elevado precio que los «inventores»
se forraron, tras enviar unas migajas a los damnificados,
ora montando un festival a base del cantante más famoso
del momento —al que acosan y coaccionan con el drama—,
en el local más grande de la gran ciudad. El éxito está ase-
gurado, por los motivos que se destacan a la hora de ven-
der localidades y por la enorme atracción del artista que
dará el recital. El lleno es absoluto. Quienes aportaron su
dinero y disfrutaron con el espectáculo quedan satisfechos
al pensar en la gran ayuda dada a quienes sufren.
La casualidad quiso que a mis pecadoras manos llega-
ran los suficientes documentos —que conservo como prue-
ba— del dinero que dejó, para las víctimas de algún azote
nacional, el festival ofrecido por Julio Iglesias el día 24 de
mayo de 1980, en sesión de noche, en el Palacio Municipal
de los Deportes de Barcelona.
El valor de lo vendido, pagándose hasta 1 500 pesetas
por una silla de pista de las primeras quince filas, y 300 pe-
setas por la grada superior, alcanzó 4 250 500 pesetas, es-
tupenda cifra de la que el internacionalmente admirado
Julio Iglesias no se benefició ni en un real. Pero cobraron
de luz 467 000 pesetas, de sonido 486 000, de escenario
350 000, de viajes 109 200, de orquesta 617 300, de alquilar
un piano gran cola 42 600, y de un órgano 5 000, dinero al
que hay que sumar 50 000 pesetas de «varios», con lo que
los ingresos de taquilla quedan ya reducidos a 2 130 400 pe-
setas, cantidad de la que hubo que descontar las 884 440
pesetas, resultado de sumar los impuestos de la Sociedad
General de Autores, de la Junta de Protección de Menores
y del Tráfico de Empresas, así como el alquiler del local,
que fue de 45 000 pesetas, la nómina del personal de ser-
vicio, que ascendió a 39 850 pesetas, la factura del billetaje,
25 908 pesetas, la nómina de taquilleros, 13 200 pesetas, ta-
ladro de billetaje, taxi del t a q u i l l e r o de la plaza de Cata-
luña, personal del Sindicato del Espectáculo, horas extras
del conserje, limpieza, cubre parquet, sillas pista..., hasta
quedar aquellos 4 250 500 pesetas, que entraron por taqui-
lla con destino a los necesitados por los que cantaba el
gran Julito, en ¡1 206 096 pesetas! A nadie escapa que hay
humildes trabajadores que no pueden permitirse el lujo
de actuar gratuitamente y deben cobrar su salario, pero
¿cuántos cuervos picotean despiadadamente en estos fes-
tivales?

EL EPILÉPTICO

Quedaron lejos los mendigos de plantilla, con plaza fija en


iglesia y «fans» seguros cada domingo y fiesta de guardar,
pedigüeños por inercia, educados, devotos, zalameros, siem-
pre en su papel de limosneo, algunos de los cuales apare-
cían de pronto en un periódico como protagonistas de la
asombrosa noticia de que habían fallecido en la miseria,
pero escondiendo bajo el mugroso colchón tantas limosnas
que podían haber vivido en el Ritz, a pensión completa, el
resto de sus vidas. Eran pobres-formales, que vivían su pa-
pel hasta la muerte, sin intentar rivalizar con quienes les
largaban la limosna con la intención de que fueran saliendo
del paso, pero nunca de que se enriquecieran. Cuando la
clientela leía lo de aquel colchón relleno de perras gordas
y pringosos billetes retirados ya de la circulación, se arre-
pentían de haber protegido al pobre-pobre, que no les in-
formó de su saneada economía, evitándoles un dispendio
innecesario. Ya no quedan pordioseros así, ricos de noche,
sobre su colchoneta, y pelados de día, en el atrio de la igle-
sia. Miserables, zarrapastrosos, sucios para alargar la mano
y siempre beatificos, calladitos, conformes con su «trabajo»,
con su plaza en la calle, con su parroquia donde pedir y
su parroquia de la que recibir, con su seguridad en el
futuro.
Pero llegaron los mendigos eventuales, los señoritos ves-
tidos de vagabundos y los mangantes viviendo de los padres
de aquéllos. Y los pobres de iglesia fueron aplastados, pa-
sando al paro si no inventaban pronto algo enternecedor,
llamativo, escandaloso, capaz de arañar en corazones en-
durecidos por la pelea diaria.
Desde un balcón, en las Ramblas barcelonesas, me fue
dado asistir a una magnífica representación del timo «del
epiléptico». De un taxi que se detuvo frente al Poliorama
se apeó un individuo que abonó la carrera y cruzó el paseo
central, entre los puestos de pájaros y los quioscos de li-
bros. Me llamó la atención porque vestía muy pobremente
e iba despeinándose a dos manos. No hacía juego con su
llegada en taxi y su avance de despeine rumbo al café
Moka. Le seguí atentamente con la mirada y vi cómo ob-
servaba a la clientela que llenaba la acera del popular café,
en su mayoría turistas de paso por Barcelona que disfru-
taban del aire libre y el variopinto espectáculo de las Ram-
blas. Se dio un par de paseíllos, se detuvo junto a una fa-
rola y luego entre dos jaulas de periquitos y, al fin, como
quien va a ejecutar un número de trapecio, se fue derecho
a los veladores. Vi cómo se tiraba al suelo y «sufría» un
terrible ataque epiléptico que ponía en marcha a todos los
alemanes, franceses y nacionales que estaban hasta enton-
ces tan felices, degustando cafés, refrescos, coñacs y cer-
vezas.
Todos los «guiris» —turistas— rivalizaban en su afán
de socorrer al infeliz enfermo de la pataleta, sujetándole
por piernas y brazos y dándole a morder pañuelos; pero
apenas si lograban su propósito. El corro que rodeaba al
de la epilepsia era cada vez mayor y no pude resistir la
necesidad de engrosarlo, para comunicar a toda aquella
serie de futuras víctimas del bribón que estaban asistiendo
a un tipo mucho más sano que todos ellos. En mala hora
lo hice.
—¡Venga: menos teatro! —le dije, primero por lo baji-
nis y luego subiendo la voz.
El epiléptico full abrió un ojo y me echó una mirada,
aumentando sus espumarajos y sus patadas.
—¡Pobrecito! ¡Pobrecito! —decían por allí los más «li-
las» del corro.
—Vamos: no hagan caso. ¡Ayúdenme a levantar a este
frescales o alguien se quedará sin cartera, de entre los que
le socorren! —pero nadie me echaba una manita y tuve que
explicar que aquel pájaro había llegado en taxi, había pa-
gado su carrera y estaba representando su «función» de
cada día, que terminaba «haciendo el pico a alguna saña»
—cogiendo con dos dedos una cartera—, o contando un
cuento de la lástima para el que habría una lluvia de mo-
neda nacional y alguna que otra divisa, amén de comenta-
rios para todos los gustos sobre el abandono del gobierno,
el hambre de los enfermos y la miseria española. Pero no
había manera de que me creyeran. Por el contrario, aumen-
taban las exclamaciones de compasión y los movimientos
de lagartija del caradura aquel, ya agarrado a una hermosa
rubia teutona y tetona que le daba a morder un flamante
cinturón de fieltro.
Tuve que ir en busca del guardia urbano que controlaba
la circulación en el cruce con la calle de Canuda, al que
conté mis sospechas y mi afán de cortar por lo sano con la
comedia del golfante aquel, empeñado en desprestigiar a
Barcelona con su número. Y el guardia me ayudó, despe-
jando el corro, trasladando al «epiléptico» a medias con-
migo hasta el portal de la emisora y conminándole allí:
—¡Ea, amigo, se acabó! ¡Levántese ahora mismo!
La liamos. Los «primos» eran muchos y nosotros sólo
dos. Y nos dijeron de todo, en varios idiomas.
—¡Vaya autoridad! ¡Qué manera de tratar al pobre in-
feliz! Pero ¿no ven que está enfermo? Y a ese señor que
ha llamado al guardia, ¿quién le ha dado vela en el en-
tierro?
El asunto se ponía feo y era necesario cortar por lo
sano y evitar que el «epiléptico» se creciera y nos montara
otro ataque, mejor que el anterior. Me agaché y al oído del
follonero pronuncié un ¡ábrete sésamo!:
—O te levantas ahora mismo o nos vamos a comisaría.
Tú verás lo que te conviene, macho.
Se puso en pie de un salto y rogó se alejaran porque
ya estaba bien. Luego hizo ademán de marcharse, pero el
guardia tuvo una genial idea. Paró el primer taxi que pa-
saba, metió al tunante en él y dijo al taxista:
—¡Arreando, que es gerundio!
Los «guiris» volvieron a sus puestos en el café Moka y
los paseantes a contemplar pájaros, flores y periódicos. La
mayoría sin agradecernos que veláramos por sus carteras,
o por sus limosnas, cosecha que buscaba recoger el prac-
ticante del viejo timo «del epiléptico», tras su corta fun-
ción de aquella mañana dominguera, que repetiría por aquí
y por allá hasta recaudar una importante suma de dinero o
unas cuantas carteras «con música» —con dinero— de los
compasivos viandantes.

EL INVALIDO

«Inválido no es el lisiado, ni el tullido. Tampoco es justo


llamar inválido al cojo o al manco, porque con su man-
quera o su cojera, con su atrofia de este o aquel miembro,
es posible que resulte más válido que usted, o que yo, que
poseemos todos los miembros plenos de vida. Digamos
que inválido es el vago, el «manta», el que rehúye todo es-
fuerzo y, por tanto, no es válido para nada provechoso.»
Así, filosofando en vuelo rasante, a la altura de cualquier
mente sencilla, inicié mi reportaje del día 11 de agosto de
1960, fecha en la que fue en mi busca hasta el periódico, al
que dedicaba mis afanes de cada día, un hombre con las
piernas muertas, o simplemente dormidas.
—Me llamo Eugenio X X , y acabo de llegar a Barcelona,
procedente de Madrid, a bordo de este Rolls-Royce —se
presentó, cachondo, el hombre.
Eugenio no había podido subir a la redacción y fui yo
quien bajó a recibirle a la calle, porque su Rolls era una
silla de ruedas de aquellas que se movían a brazo, dándole
a unas manivelas que hacían también de manillar.
— E l Señor no me dio piernas, pero sí brazos. Y a fuer-
za de ellos he cubierto l o s seiscientos treinta y tantos kiló-
metros que hay desde mi casa hasta este periódico —prosi-
guió el madriles, con indudable acento castizo de la capital
del reino.
La historia me hizo recordar, a ratos, al genial actor
Pepe Isbert, con El cochecito; pero entrañaba mucho dra-
ma todo aquello y espanté las coincidencias y el humor ne-
gro para centrarme en Eugenio, que era un hombre enjuto,
de rostro muy surcado por las arrugas, con 53 años en su
documento nacional de identidad y m u y canoso el abun-
dante cabello. O muy polvoriento, claro está. Porque me
juró que se había tirado al coleto la tremenda serpentina
de asfalto que enlaza M a d r i d con Barcelona.
—¿Con qué objeto?
—Pues verá usté, don Enrique. En mis ratos de ocio,
cuando dejo de echar medias suelas y remendar, porque
uno es zapatero y de los chachis, me reúno con otros es-
coñaos como yo. El otro día, comentando cosas, me con-
taron que un tío de 35 años de edad había sido atropellao
por un autobús y le habían amputao las piernas. El pobre
no tenía un real y no podía hacerse con un bólido como el
nuestro, pa ganarse el pan de cada día. Total, que dije,
digo, ¿a qué hago algo sonao y consigo un cochecito con
motor y le regalo éste a ese desgraciao? ¡Menudo que se
debe ir con un bicho de esos que, ¡zas!, le endiñas a un bo-
tón y se embala como un coche de carreras... Y así nació la
idea, ¿sabe usté?
Fueron tres los traumatizados que salieron a la carre-
tera, camino de Barcelona. El propio Eugenio me fue des-
granando la aventura...
— N a más llegar a T o r r e j ó n de Ardoz, en una cuesta,
¡pumba!, se retiró el Usebio. Al entrar en Alcalá de Hena-
res se rajó el otro, que quiso e n f r i a r m e p a r a que me vol-
viera y como no quise me dijo m a j a r a y que sé yo las co-
sas. Total, que me quedé más sólo que la sota de oros y
que así me he tirao cuarenta y un días, a un p r o m e d i o de
quince kilómetros diarios.
Impresionaba oír el relato de Eugenio, al que el por-
tero y un ordenanza del periódico i b a n suministrando ci-
garrillos y chorritos de tinto de una hermosa bota, mien-
tras le oían embelesados.
— Cuando llegaba a un puerto, como El Frasno, o La
Muela, o Los Brucs, ya sabía lo que me tocaba. En vez de
darle a la manivela tenía que agarrar las ruedas traseras y
avanzar a golpes de mano, como la infantería. H i c e el cálcu-
lo y resulta que por cada hectómetro daba 233 tirones de
ruedas, en subida. Y unas 47 vueltas de manivela en el
llano...
Llevaba Eugenio en su velocímano una libreta «de ruta»,
con los sellos de t a m p ó n que refrendaban su paso p o r los
ayuntamientos más importantes, en la m a y o r í a de los cua-
les había sido invitado a comer y le h a b í a n dado jugosa
propina.
—¡Se ha portao todo el mundo muy bien! En una cues-
ta terrible, cuando empezaba a resoplar como una de aque-
llas chocolateras de los trenes, llegó un coche extranjero,
se apearon unas chavalas rubias imponentes y me dieron
tracción por cola, hasta la cumbre. Luego nos hicimos unas
fotos para «survenir», como decían ellas. Le advierto que
las gachís andaban todas en bañador..., ¡mi madre! Otro
día se paró un italiano y cuando supo que venía pa Barce-
lona se quedó como alelao... El tío me dio una tarjeta pa
que le visitara si seguía hasta Nápoles...
—¿Y dormir?
— E n el campo, casi siempre. Si podía bajaba del trasto
éste y me echaba en la cuneta; si no, ¡a dormir en «coche-
cama»! Lo único malo fue la tormenta que me engatilló en
Capellades... En Ateca me había cogido otra, que me clavó
las ruedas en un barrizal y no podía moverme de allí; pero
se enteraron los mozos y me sacaron y llevaron en hom-
bros con coche y todo, hasta una casa en la que me con-
vidaron...
No paraba de contar el madrileño. Ni de f u m a r y echar
tragos. Luego le sirvieron unas tapas calientes del bar más
cercano y con ellas se redobló la memoria del impedido,
que continuó en su monólogo, prendidos de sus palabras
mis compañeros, que me animaban a escribir mucho para
que Eugenio consiguiera el cochecito de motor que le per-
mitiera volver a Madrid como un potentado...
Bombardeé a los lectores y a los oyentes de radio. Les
dije que Eugenio estaría por las mañanas aparcado en el
Parque de la Ciudadela y corrió de mi cuenta conseguir que
el ayuntamiento le concediera cama y comida en un centro
benéfico. La armé.
El poder de captación de la radio quedó probado una
vez más con las numerosas visitas que en el parque, frente
a la cascada, recibía el estropeado Eugenio. E r a n casi todo
mujeres y humildes; pero todas cargadas de presentes,
como pastorcillos de Belén. Eugenio apenas si les hacía
caso, pendiente de echar al zurrón los dineros que le daban
y de averiguar cuanto antes qué contenían los paquetes que
le iban dando.
Durante unos días, el lisiado de Cascorro recibió plei-
tesía de los catalanes: chorizos en adobo, latas de conser-
vas, huevos duros, tabaco de picadura y puntos de señori-
tillo. Hasta revistas le llevaban, para que se entretuviera.
Y una bufanda y dos jerseys y una manta... para cuan-
do volviera hacia Cibeles que ya haría frío en las noches.
Mientras él receptaba tan variados obsequios, yo reci-
bía el primer aviso del Asilo del Parque, centro destinado
a los ancianos desvalidos en el que tenía cama y mesa nues-
tro Eugenio...
—Verá, señor Rubio: es que él dice que no puede estar
en la cama a las nueve de la noche, como todos los acogidos
al centro, porque trabaja con usted hasta muy tarde... Y se
retira de madrugada, con un olor a coñac que tira de es-
paldas y alborotando todos los dormitorios de los ancianos
con sus canciones y su juerga. Le ruego que le llame la
atención...
Fui otra vez al parque, a echar una ojeada. Eugenio se-
guía como un cacique, recibiendo visitas y regalos. Cuando
quedaba solo, vi que sacaba una botella bien camuflada en
el carrito y se atizaba un largo colodrio, pasando el morro
por la manga del brazo izquierdo para secar. Y me acordé
del coñac nocturno y sus broncas de madrugada, alborotan-
do el gallinero asilado que roncaba felizmente...
I b a a darle la primera amonestación cuando se me an-
ticipó un señor, correctamente vestido, que empezó a dia-
logar con Eugenio. E r a un alto empleado de una fuerte
empresa dedicada a fabricar motores, que le anunciaba el
proyecto de obsequiarle con un cochecito nuevo, dotado de
un potente motor. Y pensé que la amonestación podía es-
perar. O quedar para siempre en el arcén, dando paso al
infeliz baldado apretando el botón de un haiga para invá-
lidos con el que reduciría el viaje de vuelta en por lo me-
nos cuarenta días.
Me visitaron los generosos fabricantes, que repitieron
no querían nada a cambio del flamante coche y su formi-
dable motor.
La verdad es que querían ahorrarse un buen montón de
duros en publicidad; porque la entrega del «bólido» al li-
siado heroico se filmó para la «tele», se grabó para la radio
y se fotografió para la prensa, informando a espectadores,
oyentes y lectores del generoso acto.
Eugenio rodó como un zascandil por el circuito del Par-
que de la Ciudadela, saludando a la afición mientras el lo-
cutor afirmaba que asistía al instante en el que aquel bal-
dado madrileño iniciaba su regreso a la capital de España
para llevar a otro tullido la alegría de un cochecito orto-
pédico —usado, claro está— con el que se había recorrido
la distancia de M a d r i d a Barcelona a golpe de brazo.
El motor del nuevo coche consumía dos litros de gaso-
lina por cada cien kilómetros y ofrecía tres marchas con
las que poder combatir los puertos.
—¡Esto es un Mercedes! —decía el castizo beneficia-
rio—. ¡Menuda cara van a poner mis amiguetes cuando
llegue yo a la plaza de la Cebá! ¡Estos catalanes son más
güenos que la madre que me engendró!... ¡Amos que son pa
besarles por donde pisen!
Dos días después, cuando todos creíamos que Eugenio
entraba en Madrid, triunfal y envidiado por sus amiguetes,
supimos que le habían tenido que echar del asilo que le
busqué por camorrista y noctámbulo. Y que se había ido
para Madrid en el viejo velocímano, porque el haiga de las
tres marchas y los 65 cc de cilindrada, se lo había «pulido»
poco después de aparecer en las pantallas de televisión.
Me aseguraron que se fue soltando tacos, diciendo pes-
tes y jurando que se subiría a todos los camiones que le
aceptaran, como había hecho en el viaje de ida...
—¡Amos pira, lavativa! Pero ¿hay algún julay que se
crea que con este trasto se puede ir de Madriz a Vallecas?
¡Amos rila, gorila!

EL LEGO

Era hijo de una acomodada familia sevillana, un garbanzo


negro que ponía colorados a sus parientes en aquellos años
en los que ser mariposo estaba mal visto. Como diría Viz-
caíno Casas, era «gay» (antes marica), pero no estaba dis-
puesto a pasar hambre tratando de «ligar» tíos con aquella
pinta tan rara que tenía.
Educado en caros colegios, El Manolito poseía la sufi-
ciente inteligencia para saber que tenía que buscar un «re-
gistro» con el que «guindar» fácilmente, dejando lo de «cu-
rrelar» para los «julays». De ahí que pusiera en acción sus
grandes dotes de costurera y, en una tarde, se hilvanara
una sotana que le caía divina. Con ella conquistaría aquel
apodo de El Niño del Convento por el que le clasificarían
en los archivos policiales, sección de timadores.
El Niño del Convento abandonó Sevilla entre suspiros
de alivio de sus familiares y la guasa y chistes soeces de
sus vecinos. En Barcelona la cosa sería distinta. Empezó
por alquilar una humilde habitación en una casa particular
del barrio de Sants y acabó por tener habitación gratuita
en La Modelo, a la que fue invitado gentilmente por los
jueces de instrucción.
—Servidor soy lego en un convento —comunicó a su
patrona.
La patrona encontró lógico lo de aquella sotana y la
teja que el clérigo lucía en ocasiones. Y no pensó mal de
él cuando se dejaba en casa manteo y sombrero, porque
con aquel golpe de pederasta no era fácil imaginarle ligón.
El capigorrón solía lanzarse a las calles con un envol-
torio bajo el brazo y bien de mañana, como si acudiera
al convento a cumplir con su tarea de clerizángano.
La verdad es que El Manolito se estudiaba el plano de
la gran ciudad antes de salir y marcaba en él las calles que
proyectaba recorrer, casa a casa, piso a piso, vivienda a
vivienda, repartiendo estampas del Corazón de Jesús, de la
Virgen de Montserrat, de san Antonio o de san Juan de
Dios, de las que llevaba repletos los bolsillos de sus há-
bitos...
—Nuestra visita anual, señora —decía, humilde, el ma-
rica.
Nadie podía pensar mal de aquel curita de cara de me-
locotón y mirada de camello. Y menos aún cuando recor-
daba que su visita era anual...
—¡Ay! No paran de pedir..., padre.
—Las necesidades son muchas, hermana.
—¡Dígamelo a mí, que tengo siete bocas que tapiar!
—informaba la hermana.
El «padre» sodomita clavaba los ojos en la punta de sus
zapatos y sonreía beatíficamente, antes de aclarar:
—Alma generosa: lo que des en nombre de Dios volverá
a ti multiplicado.
Cuando le largaban un par de pavos le invadía un ca-
breo tremendo; pero disimulaba encajando y embolsando.
Y si cerraban la puerta sin dejarle resollar, se vengaba es-
cribiendo en la pared, junto a una flecha que apuntaba a
aquella vivienda: «Burros.»
El Alonso sabía por experiencia que pedir para los niños
daba mucho más resultado que alargar la mano sin acla-
rar el destino del óbolo. De ahí que al dorso de las estam-
pitas que regalaba escribiera: «Una limosna para los en-
fermitos, que Dios se lo pagará.»
Le tomaban por hermano de san Juan de Dios. Y él se
cachondeaba con otros «parguelas», comentando, coqueto:
—¡Vamos, q u i t a ! ¿Hermano de san Juan de Dios, yo?
¿Tan viejo estoy?
Algunos curas de verdad, que andaban subiendo y ba-
j a n d o escaleras p a r a recoger las dádivas con las que se
ayudaban en sus tareas benéficas, se cruzaban con el «ma-
riposo» y le saludaban alzando la teja. Al M a n o l i t o se le
a b r í a n las carnes de gozo al verse saludado con tanto res-
peto. Y se le reían todos los glóbulos al pensar que les ha-
bía «pisado» aquel d i s t r i t o , «porque al que madruga...».
E n t r e semana, «trabajando» t a n sólo p o r las mañanas
y haciendo semana inglesa, se sacaba lo necesario p a r a
pagar la habitación, ir un par de veces al cine y sus m a r i -
coneos de costumbre. Para comer le enviaban cuartos de
casa, b a j o la ú n i c a c o n d i c i ó n de que no pisara Sevilla, ni
loco. Y chantajeaba a la f a m i l i a p i d i e n d o giros extra, que
llegaban puntuales y rebosando tela m a r i n e r a . Hasta que
la pringó.
Fue una m a l d i t a mañana, p o r la calle Badal. M a n o l o
i b a t a n campante, con su vestidura clerical y la t e j a b a j o
el brazo, cuando un señor le p i d i ó fuego. Le d i j o que no
podía dárselo p o r q u e no fumaba. Y el desconocido le m i r ó
f i j a m e n t e a los ojos, dio las gracias y se alejó. M a n o l i t o
siguió su camino, hasta llegar a un p o r t a l en el que desen-
v o l v i ó sotana y sombrero, se r e v i s t i ó y empezó la ascen-
s i ó n p o r las escaleras tortuosas de u n a antigua casa.
Cuando cepilló el sector y se disponía a cambiar de ace-
ra, se sintió agarrado p o r un brazo y oyó a sus espaldas:
— ¡ E h , oiga! ¿Tiene usted fuego?
El que m o s t r a b a un c i g a r r i l l o sin estrenar y pedía l u m -
b r e era el m i s m o señor de una h o r a y m e d i a antes. El gar-
zón agachó la cabeza y t r a t ó de zafarse del i n c ó m o d o fu-
m a d o r ; pero ya no había nada que hacer...
—Padre — d i j o , i r ó n i c o , el desconocido—, ¿tiene usted
un h e r m a n o gemelo que anda p o r estos barrios?
—¿Yo? ¿Un h e r m a n o gemelo?
—Sí. Un t i p o exactamente igual que usted, pero sin
sotana, sin teja, sin l u m b r e para m i s cigarrillos... Porque
u s t e d es un cura, ¿no?
—Bueno, verá... Soy un lego...
— L o que eres tú es un cara que anda arrebatando el
d i n e r o de la c a r i d a d de los h u m i l d e s a los pobres niños que
lo necesitan...
El b r i b ó n , el i n v e r t i d o , pasó al calabozo de la comisaría
más cercana, donde llegué a t i e m p o de verle disfrazado de
c l é r i g o camp. Y d o n d e me a u t o r i z a r o n a r e t r a t a r l e , p a r a
que su i m a g e n de f a l s o c u r a f u e r a c o n o c i d a y se e v i t a r a
el q u e v o l v i e r a a las andadas y a las subidas t a n p r o n t o
c o m o saliera de la «trena».
A El M a n o l i t o le v o l v í a v e r v a r i a s veces más, d e t e n i d o .
O p o r el t i m o de «la c a r i d a d » , o p o r r o b a r ropas de los te-
j a d o s c o m o el ú l t i m o «manguta». A veces y l l e v a d o de su
m a n i f i e s t a c l e r o f o b i a , se a d e n t r a b a en las «cangrís» —igle-
sias— y a l i g e r a b a los « j u a n i t o s » — c e p i l l o s — .
Le a p l i c a r o n la «gandula» v a r i a s veces — l e y de vagos y
m a l e a n t e s — y le p e r d í la p i s t a hace años, d e l g a d u c h o y
m i o p e , f e m i n o i d e y cínico, r a t a capaz de r o b a r el p a n a los
niños necesitados, s i n r e m o r d i m i e n t o s .
— ¡ E a ! ¿A q u i é n le hago daño? D o y u n a e s t a m p a y el
que q u i e r e m e d a algo... ¿Que p o r q u é p i d o e n b a r r i a d a s
obreras? Pues m u y s e n c i l l o : p o r q u e e n las o t r a s n o d a n n i
recuerdos. ¿Y los r o l l o s que t u v e q u e a g u a n t a r a las beatas
y a las meapilas?

EL SORDOMUDO

La n o t i c i a me llegó a través del t e l é f o n o . U n a m u j e r , cono-


c e d o r a d e n u e s t r a i n c l i n a c i ó n p o r los temas h u m a n i t a r i o s ,
nos c o m u n i c a b a en los ú l t i m o s días de o c t u b r e del año 1960
que a l l í , en el m e r c a d o de San José, c o n o c i d o p o p u l a r m e n t e
p o r e l d e L a B o q u e r í a , h a b í a u n m u c h a c h o m u d o que v i v í a
a salto de m a t a y que no h a b í a m u e r t o de h a m b r e gracias
a las «payesas».
— L a s «payesas» somos las v e n d e d o r a s de h o r t a l i z a s y
l e g u m b r e s que t r a e m o s d i r e c t a m e n t e del c a m p o , ¿sabe? E l
m u c h a c h o , que es m u y m a j o , nos a y u d a a a c a r r e a r y no-
sotras le damos de c o m e r ; p e r o d u e r m e e n t r e los puestos,
a la i n t e m p e r i e . . . Y ya empieza a r e f r e s c a r b a s t a n t e en las
noches, ¿sabe?
M e c o n t ó l a m u j e r que e l m u d o h a b í a p e r d i d o a sus pa-
dres en las t e r r i b l e s i n u n d a c i o n e s de V a l e n c i a , c a m i n a n d o
desde entonces s i n r u m b o . Y m e f u i e n s u busca. D i f í c i l
tarea, p o r q u e e l c h i c o a ú n n o era p o p u l a r e n e l g r a n m e r -
cado de las R a m b l a s barcelonesas, s i e m p r e l l e n o de voces
y de gente; p e r o me a y u d ó el d i r e c t o r , desplegando p o r las
i l u m i n a d a s callejas i n t e r i o r e s a sus empleados, que locali-
zaron al sordomudo en breve rato.
El valenciano tenía el rostro simpático y una sonrisa
papal. Le pregunté cómo se llamaba y qué edad tenía, es-
cribiendo las preguntas en un cuaderno y me contestó por
el mismo procedimiento, con una caligrafía correcta.
—«¿Son ustedes policías?», escribió, ya sin sonrisa.
—Somos periodistas —le contestamos.
Retornó la sonrisa al rostro del mozo, que entusiasmado
nos preguntó si le sacaríamos en los periódicos.
—Claro que sí. Ahora mismo te haremos unas fotos.
Pensé que si aquel muchacho mentía, lo de las fotos no
le iba a gustar y buscaría cualquier pretexto para eludir la
cámara de mi compañero, el reportero gráfico Andreu; pero
me equivoqué. Saltaba de júbilo cada vez que el fotógrafo
le indicaba que cambiara de posición y se dejó hacer una
colección de fotografías, riendo como un loco al verse con-
vertido en personaje.
Cuando le tuvimos bien retratado, empezamos el inte-
rrogatorio a fondo, contándonos el joven desamparado que
se apellidaba Villalobos y que de la terrible impresión al
perder a sus padres en la riada valenciana se había queda-
do sin habla: «Vivíamos en El Grao. Las aguas se llevaron
mi casa de la calle Mayor. Tengo un hermano mayor que
se ha ido a Francia. No encuentro trabajo por estar mudo.
Sé trabajar en el campo y en la pesca. Quería irme a Fran-
cia, pero me robaron la maleta en la estación. Duermo en
las escaleras de las casas...»
La noticia la di por radio y muchos barceloneses queda-
ron hondamente impresionados al saber del drama de aquel
chico valenciano. Los primeros en acudir a la llamada del
periodista fueron los miembros de la j u n t a directiva de la
Casa de Valencia, en Barcelona...
—Queremos conocer a nuestro paisano cuanto antes
para brindarle la protección de esta casa.
Y presentamos al mudito y le vistieron de pies a cabeza
y le hospedaron en una confortable pensión, poniéndole en
manos de una clínica para que sus cuadros médicos exa-
minaran al chico y estudiaran la posibilidad de retornarle
la voz. Aquel día, en mi diaria sección de Solidaridad Na-
cional, y bajo el titular de «Un bello gesto de la Casa de
Valencia», se publicó un amplio reportaje cargado de tin-
tas alegres. Lo cerré así: «Villalobos ha venido a verme. Me
dio un abrazo imponente, que yo traslado a la j u n t a direc-
tiva de la casa regional valenciana. El chico es feliz. Pude
apreciarlo en la alegría que inunda su rostro al verse rodea-
do del afecto y cariño de sus paisanos. Que Dios le dé suer-
te, que recupere su voz y que emprenda un camino recto
de trabajo en la comunidad barcelonesa y dirigido por sus
paisanos, esos nobles valencianos que así hacen honor a
su tierra.»
Entre estandartes y flores, los valencianos rindieron ho-
menaje de afecto al mudo de las riadas y le nombraron
hijo predilecto de la Casa de Valencia. Toda la prensa de
la Ciudad Condal se hizo eco de la emotiva historia y la fo-
tografía del sonriente huerfanito voló rumbo al Sur, im-
pulsada por las agencias informativas. Y del Sur me llegó
la primera carta desoladora...
«Ese individuo es un sinvergüenza que oye y habla me-
jor que usted y que yo. Le recogí en esta parroquia, le di
trabajo de sacristán y se llevó hasta los cepillos de la Igle-
sia...» me contaba un párroco de cierto pueblo de la pro-
vincia de Castellón.
Y desde Valencia los porteros de una finca aclaraban:
«Oye y habla como usted y como nosotros y sus padres
no murieron en riada alguna; son los porteros de una casa
cercana a esta nuestra, en Valencia...»
Di la voz de alerta a la Casa Regional de Valencia. Re-
cuerdo que me atendió al teléfono el secretario de la en-
tidad y al oír las cartas que le leí y que escuchó en sepul-
cral silencio, comentó...
— Y a me extrañaba a mí... El dueño de la pensión donde
le tenemos me llamó hace un par de días para advertirnos
que el huérfano se sacudía hasta cinco copitas de coñac
después de las comidas...
Sin j u n t a directiva, sin estandartes y sin discursos, el
«hijo predilecto» fue trasladado de la pensión a la comi-
saría más próxima. Al día siguiente, ya 8 de noviembre de
aquel año de 1960, en La Soli tuve que cantar la gallina:
« E l mudo recupera la voz», titulé. Y luego: « E n Valen-
cia "resucita" su padre.» Y relaté el engaño de que había-
mos sido víctimas desde las «payesas» de La Boquería has-
ta los valencianos residentes en Barcelona, pasando por el
periodista, por varios castellonenses, por el párroco de una
iglesia de El Grao de Castellón, por los encargados de una
fábrica valenciana y otras varias empresas de aquella re-
gión... a todos los cuales nos contó la misma historia, es-
cribiendo en un cuaderno su tragedia...
El segundo reportaje lo acabé así: « E n cuanto a uste-
des, ya saben, amigos lectores..., el falso mudo y falso
huérfano anda por las calles de nuevo, urdiendo historie-
tas. ¡Ojo con él! Es un fresco capaz de inventar un serial
para vivir a costa del esfuerzo ajeno. Dejó en ridículo a
Belinda y logró que «resucitaran» su voz, su padre y... sus
antecedentes policiales. ¡Lástima que con sus cuentos ha
causado grave daño a quienes de verdad necesiten del apo-
yo ajeno y encontrarán ahora recelos en muchas personas
burladas...»
Cinco o seis años después supe que el fulero trabajaba
de repartidor de no sé qué. El destino lo puso en la puerta
de la revista donde yo trabajaba y el trápala pidió árnica...
—Díganle que no se meta conmigo, que en la empresa
no saben nada de aquello que hice...
El ordenanza me transmitió el encargo que, natural-
mente, atendí. Es de esperar que Ballesteros dejara el «tro-
leo» para «currelar» como Dios manda.
Con los sordos, con los mudos y con los sordomudos se
han dado otros embrollos peores que el que me tuvo por
«julay». En 1974 se denunció públicamente la actividad de
unos barceloneses, promotores de la «campaña del papel»,
que, por lo leído, tuvieron miles de «julays» en Cataluña.
En las porterías de las casas y bien situado entre bu-
zones, aparecía un cartelito: «Papel para el niño sordo.»
Y el aviso de que un par de días después pasarían a reco-
ger los periódicos, las revistas, los folletos que los vecinos
quisieran dar para ayudar a la rehabilitación de los peque-
ños minusválidos...
Los vecinos respondían generosos, depositando en por-
tería montones de papel que no tardaban en llevarse en
camionetas, para su venta como papel usado. Siete u ocho
camionetas recorrieron Barcelona de punta a rabo y fue-
ron miles de toneladas de papel las logradas; pero los pa-
dres de los chicos sordos denunciaron que al centro reha-
bilitador sólo llegaron 20 000 pesetas al mes, quedándose
el jugoso resto para adquirir las furgonetas en propiedad
y ampliar el asunto a Madrid.
El escándalo fue de ordago. Y, en definitiva, las vícti-
mas del mismo los niños sordos y no los promotores del
chanchullo.
LOS « S I L E N C I O S O S » D E L A E R O P U E R T O

La verdad es que ya los he visto, además de en los aero-


puertos, por los restaurantes de postín, en días festivos y
cuando el comedor está de bote en bote. Son u n o s caba-
lleros aseados, bien afeitados, correctamente vestidos, que
caminan por las salas de espera de los aeropuertos, en si-
lencio, repartiendo entre quienes aguardan la hora de em-
prender el vuelo, o los que esperan la llegada de un avión,
o simplemente los curiosos, unas hojitas —«las tengo ama-
rillas y rosa»—, de unos 13 x 7 o de 8 x 6 cm, en las que se
puede leer:

ALFABETO MANUAL DE LOS SORDOS ESPAÑOLES

Debajo, en 30 cuadritos, van dibujadas unas manos en


las 30 posiciones que deben adoptar para traducir el alfa-
beto. Luego dice:

LA VOLUNTAD, MUCHAS GRACIAS.


PRFIS F R I I V I E L E N DANKI. LIBERO.
PREZZO GRAZIEL.

Y por el reverso, los días de la semana marcados con las


manos y de nuevo «La voluntad, gracias. (Prohibida repro-
ducción total o parcial)», rematando con otras manitas
que repiten: «Volunte Prixa Merci», «La voluntad, muchas
gracias.» Esto en cuanto a la hojilla de color amarillo, que
tengo en archivo. La de color rosa ofrece una variante:
pequeños mapas de Francia, Alemania, Italia, Gran Bre-
taña y Holanda, j u n t o a los cuales y en los idiomas respec-
tivos, se dice «Sordomudos sin trabajo», añadiendo: «La
voluntad. Gracias.»
La ausencia total de nombres, direcciones o números
de teléfono y la deportividad silenciosa de quien reparte
las hojitas en una rápida vuelta al ruedo, para deshacer el
giro y recogerlas, a la par que los donativos que caigan,
me hizo sospechar que se tratara de otro invento para con-
seguir dinero a costa de los sordomudos. Y manifesté mi
sospecha por radio, abierta y claramente a toda España.
Ni un solo representante de quienes llevan años repar-
tiendo las hojitas contestó a la llamada, mientras que una
señora, cuyo nombre tengo anotado, me llamaba desde Ma-
drid para comunicarme que era la secretaría de la Federa-
ción Nacional de Sordomudos de España y podía afirmar
rotundamente, que la silenciosa solicitud de ayuda que su-
pone ese reparto de «alfabetos del sordomudo» constituye
un timo como una catedral. Así lo contamos por la misma
vía radiofónica que planteó el problema. Y los repartidores
de las hojitas... se hicieron los sordos.
En un restaurante de cierta villa marinera cercana a
Barcelona entró un hombretón de u n o s cuarenta años, que
dejó aparcado a la puerta un flamante Mercedes y fue de
mesa en mesa dejando las célebres hojitas. Un maitre
le llamó la atención, ordenándole que no molestara a los
comensales y abandonara el salón. El caballero se hizo el
sordo... y el mudo. Y, además, el bobo. Terminó su repar-
to, hizo su colecta, miró con desprecio al empleado y sa-
lió, digno y desafiante, en busca de su Mercedes.
—Todos los días festivos recorren la zona —me contó
el camarero—. Y viven a todo lujo. Lo triste es que no los
puedes echar a empujones porque siempre hay clientes que
se ponen a su favor, compadecidos...

EL TIMO DEL DISMINUIDO

Dejemos a un lado los «timillos» que proliferan en el


campo de la caridad como si fueran malvas: El hogar del
niño escrufuloso. El rincón feliz, La casa del abuelo, L'avi
sense llar, Amigos íntimos del subnormal, Deficientes, dis-
minuidos, decrépitos (Las tres des), Asociación ave Fénix,
Enemigos de la polio, La felicidad del ancianito, etc., etc...,
entidades benéficas que ametrallan por correo, por teléfo-
no, de puerta en puerta o en plena calle vendiendo los unos
papeletas para el sorteo de un televisor, o un video, de un
automóvil o un viaje a Egipto, los otros unos bonitos al-
manaques, o unas tarjetitas muy monas con un número
que, de coincidir con el premio de la Organización Nacio-
nal de Ciegos de una fecha determinada, te daban a esco-
ger 200 litros de gasolina super o 25 cargas de gas butano...
Dejemos a un lado, repito, para intentar la disección de
una sola de estas entidades seudobeneficosociales. Se lla-
maba Hogar feliz. En su nombre recorrían calles y plazas,
escaleras y ascensores, gentes provistas de calendarios a
todo color que ofrecían por 300 pesetas a los vecinos de
Benidorm, Zaragoza, Berga... O simplemente vendían unas
laminitas a color, con derecho a participar en sorteo de
un televisor en color y video, invitando a visitar «nuestra
sede y talleres» en la calle tal y cual de Barcelona.
Me enviaron tantas y tan mosqueadas cartas de aquí y
de allá, extrañados sus autores de que pidieran por toda
España para una labor que sólo parecía beneficiar a nece-
sitados barceloneses, que decidí visitar «sede y talleres»,
para cerciorarme de la magnitud e importancia del Hogar
feliz e informar a mis curiosos y mosqueados oyentes de
radio.
—Oiga: ¿dónde está la asociación protectora de ancia-
nos que...?
La portera de la casa cuya dirección figuraba en alma-
naques, litografías y postales me atajó:
—Aquí, en la casa, no. Ya me ha preguntado bastante
gente. Deben de ser los que alquilaron este local de al
lado, que son un par de habitaciones y tienen siempre echa-
do el cierre metálico...
Efectivamente. Por más que llamé, allí no abrió nadie.
Y, convencido de que aquello mal podía ser «sede y talle-
res» de nada y de nadie, largué por micrófono:
—Si usted ha comprado un boleto para participar en
el sorteo de un video valorado en 100 000 pesetas, entregan-
do 100 como donativo para el Hogar feliz, mucho me temo
que le han «guindado». Observe, en primer lugar, que en el
boleto, donde hay dibujada una cabeza de venerable an-
ciano y un sello que dice «Residencia de ancianos», se auto-
avalan en letra menuda: «Obra registrada en el Ministerio
del Interior con el número..., en la sección 1.a del Registro
de Asociaciones Fénix tercera edad. Obra registrada en el
Ministerio de Sanidad y Seguridad Social, con el núme-
ro...»
Conté también a mis oyentes que el boleto era un tarje-
tón ilustrado con una preciosa lámina a todo color en la
que no aparecía un anciano, sino un niño, dormido, entre
sábanas azuladas, lámina que llevaba la firma de Vidal Ji-
ménez que la había titulado, El sueño. ¡La que se organizó!
Primero me telefoneó y cablegrafió Vidal Jiménez Fer-
nández, muy disgustado: «Es un grave error el que indi-
rectamente me relacione con señores de tan baja calidad
profesional y humana», decía. Y, ya por carta: «Le pido per-
dón humildemente porque al escuchar la grabación de su
comentario radiofónico he comprobado que en ningún mo-
mento habla de manera perjudicial para mí.»
El «inventor» del Hogar feliz, muchacho agradable, edu-
cado y de muy buena presencia, me acosó. Me dijo que él
llevaba siete años entregado a la beneñcencia y que había
montado campañas como Mensajeros de Paz y Club de los
ángeles, que habían sido ejemplo de bien hacer. Con la
mayor naturalidad me dijo que el Hogar feliz estaba en
montaje y que mal podía tener en marcha el taller en el
que ganaran su pan los disminuidos físicos, mientras no
lograra dinero para comprar muebles, máquinas y material
suficiente para la propaganda. Es decir, que las campañas
las empezaba por el tejado: primero, los salarios del «in-
ventor» y el alquiler de local para oficinas y para un futu-
ro taller...
—¿Quién paga a vendedores, a impresores, a...?
—¡Hombre! Hay ya empresas que se encargan de todo,
empresas de servicios que ponen desde el teléfono hasta
los vendedores. Yo empiezo aportando el capital, que en
este caso son 400 000 pesetas, y cuando la cosa funcione,
se Van creando plazas para minusválidos, o para ancianos,
o para lo que sea...
—Y esto ¿lo puede hacer cualquiera?
—Sí, claro. Basta con tener buenos antecedentes para
que el gobierno civil te autorice...
Nadie, en la corta calle de la barriada de Sants, donde
decían tener «sede y talleres», conocía de la existencia del
Hogar feliz, que ingenuamente me contaba su «creador»
estaba en marcha en su mente. Para corroborar la pobre
impresión que iba obteniendo, me llegó una larga carta del
artista madrileño Vidal Jiménez:
«El señor que le ha dicho ser el organizador, y por tan-
to el presidente, mal puede serlo cuando aún no está auto-
rizado por el gobierno civil, que se ha limitado a facilitar
un número de referencia como constancia de que han pre-
sentado la solicitud. Lo que sucede es que ellos lo dan por
hecho y empiezan a pedir antes de que les autoricen. Y por
toda España, cuando la autorización de los gobiernos civi-
les sólo es para el ámbito provincial...»
Como este Hogar feliz debe de haber cantidad por el
país.
Nos referimos, claro está, a los hogares de los «inven-
tores» de asociaciones benéficas. En especial en años como
los setenta y los ochenta, en que se detectaron gentes es-
pecializadas en estos tinglados que llegaban a dirigir dos
o tres campañas simultáneas, las unas para disminuidos
físicos, la otra para disminuidos psíquicos. Todos invisi-
bles e impalpables.
Moraleja: para terminar con estos timos hay que afinar
a la hora de autorizar a sus creadores y, a pesar de ello,
hay que comprobar que los guía el limpio afán de ayudar
al desvalido, que existe ese desvalido y que tiene un lugar,
un trabajo o una distracción, una ayuda y una protección,
proporcionada por «los pedigüeños de guante blanco».
Timos macabros

«EL F I A M B R E »

Ni la parca, tan impresionante siempre, en todas las lati-


tudes, para todas las razas y las edades, ha merecido el
respeto, o el temor al menos, de la picaresca andante. Des-
de el clásico y ya casi enterrado timo «del entierro», nacido
en las cárceles, hasta el sinvergonzón dedicado a ir de ve-
latorio en velatorio, para «encalomarse» en el domicilio
del difunto y desvalijar el piso mientras se celebraba el
entierro, de todo hicieron los «vivos» en el terreno de los
muertos. Por eso hemos titulado el capítulo el timo «del
fiambre», usando de una irreverente manera de señalar al
muerto, muy extendida entre delincuentes y horteras.
Ustedes ya saben que «encalomarse» es ocultarse, que-
darse dentro cuando los demás se van, sin que éstos ad-
viertan el « encalomo». Y existen gentes, bribones sin pie-
dad, que acuden a las casas cuando en ellas hay alguien de
cuerpo presente y el dolor y la pena no están para iden-
tificar a los que llegan a sumarse a la tristeza, abandonan-
do sus quehaceres. Son tipos que saben fingir un senti-
miento y que saben seguir un velatorio, cosa, por otra par-
te, nada difícil en un país en el que esas reuniones que
debieran ser silenciosas, o de rezos, se han convertido en
intercambio de chistes y noticias ajenas al luto que impera
en el hogar donde andan de velatorio.
Cuando llega la hora de sacar el féretro de la casa y
todo quisque marcha tras él, el granuja se queda, en el la-
vabo o donde pueda. Y se convierte en dueño y señor de
un hogar en el que el desbarajuste de la muerte y del en-
tierro lo dejaron todo manga por hombro, perfecto para
aprovechar la ocasión y llevarse cuanto de interés esté a
mano.
La última voluntad. Creo que con el nacimiento de los
servicios de pompas fúnebres, que se llevan al muerto de
lo que fue su hogar a un saloncito recoleto, o «fiambrera»,
aliviando a los familiares de la insoportable lata de aguan-
tar el desfile de gentes, a veces difíciles de identificar y
siempre imposibles de atender, han sufrido un revés de
proporciones incalculables los innumerables parásitos de
la granujería andante española que en los muertos fiaban.
Se acabaron aquellos cuentistas que llamaban a la puer-
ta del muerto y preguntaban, con rostro ingenuo:
—¿Vive aquí don Fulano de Tal?
Lo irónico de la pregunta, cuando don Fulano de Tal
estaba amortajado a escasos metros del preguntón, o arran-
caba el llanto del deudo, o por lo menos un suspiro, si se
trataba de un sirviente de la casa:
— E l señor está de cuerpo presente. Falleció anoche...
Ya lo sabía el golfante que llamaba a la puerta, pero
fingía una gran impresión.
—¡Qué me dice! Pero si hace tan pocos días que vino
a encargarme estos libros... Tenía un interés enorme en lo-
grarlos y los pedí a Buenos Aires, por servirle... ¡Qué con-
trariedad!
Las exclamaciones del desconocido, que con el pesado
paquete de libros se lamentaba, no tardaban en llamar la
atención de la viuda o de los hijos del finado. Y la solución
tampoco se hacía esperar:
— N o se preocupe, buen hombre. E r a voluntad de mi
marido —o de mi padre—, y esos libros se quedan en
casa...
Lo demás es fácil de comprender. Los libros acababan
por ser un montón de viejos volúmenes, adquiridos en lo-
tes baratos, que se cobraban como ejemplares valiosos,
conseguidos a través de editoriales internacionales.
El mismo juego se hizo con participación de lotería,
afirmando ser el recibo que llevaban de parte de don Fula-
no de Tal, componente de una «peña» de viejos amigos, o
conocidos simplemente. O bien con la entrega de un asque-
roso bolígrafo, que se juraba era capricho de don Fulano
de Tal.
Hubo individuo que, copiando descaradamente a los
aprovechados que se dedican a obtener listas de recién
nacidos en los registros civiles, para luego enviar una orla
paleta, cargada de cigüeña y sonrosado bebé, a los padres
del recién nacido, lo intentaron con los muertos. En lugar
de cigüeña, una hermosa cruz; en vez de niño gordinflón
colgando del pico de la pájara, un lujoso féretro de asas
doradas y madera con el color de la caoba. Me consta que
picaban en las casas donde recibían el «recordatorio», por-
que se sentían coaccionados...
—Anda: quédatelo... Por unos cuantos duros no vamos
a rechazar un dibujo que lleva el nombre de nuestro padre
—o madre, hermano o hijo—, y que sirva luego de mofa
Dios sabe de quiénes...

«EL REMUERTO»

¿No hay quien logra documentación que le hace nacer va-


rías veces? Pues también tenemos para esta timoteca am-
plia referencia de algunos de los que «murieron» falsamen-
te o hicieron que un muerto volviera a morir, que es más
difícil todavía.
Entre los «vivos» que «perecieron» para burlar sus deu-
das y esquivar a sus perseguidores, destacó un popular
apoderado de toreros, fallecido de verdad a finales de 1981,
al que llegaron a apodar El Muerto Vivo por su pajolera
inventiva a la hora de lidiar trampas. Resulta que llegó a
deber tanto dinero en M a d r i d que para acabar con la per-
secución de que le hacían objeto mandó insertar en el pe-
riódico de mayor tirada una esquela mortuoria, anunciando
su fallecimiento y eso de «no se invita». Y se marchó a vivir
a Sevilla. Cuando le descubrieron nadie pudo reclamar
nada de la risa que les dio. Se llamaba Alberto y llegó a
ser, por unos días, apoderado de El Cordobés. Se contaba
de él que, en cierta ocasión, paso varios días saliendo al
campo, por la zona de Galapagar, en M a d r i d , entablando
diálogo con un infeliz pastor que cuidaba una piara de her-
mosos cerdos. Le invitaba a fumar, se tomaban unas cer-
vezas en una venta cercana... Hasta que apareció una ma-
ñana con un señor con el que paseó un rato, observando
a los cerdos y charlando. Luego se lo presentó al pastor y
más tarde le pidió fuera a por unas cervezas fresquitas,
para mitigar la sed bajo la sombra de un buen chopo. Mien-
tras el pastor iba a por la bebida, él vendió los cerdos al
«julay» aquel, al que había «ligado» el día anterior en un
mercado, diciéndole tenía una piara de hermosos cerdos
extremeños y la tenía que vender porque se iba fuera de
España. Y cerraron trato. Ya pueden imaginar la cara del
pastor cuando, al día siguiente, se presentó aquel señor a
comunicarle que tenía un nuevo amo... (sucedido en 1955).
También se usaron las esquelas mortuorias publicadas
en periódicos para gastar pesadas bromas. Los amigos del
«finado» acudían a dar el pésame, enviaban cartas y tele-
gramas o enormes coronas de crisantemos, arrugando el
ánimo del escogido para víctima de la fúnebre chacota.
Pero nadie con más imaginación, ni más valor, que un ve-
cino de Abarán (Murcia), que allá por el mes de enero de
1982 y para conseguir el dinero que necesitaba para saldar
deudas, rumió un plan que para sí lo hubieran querido los
mejores guionistas del cine de terror.
El entrampado se hizo un seguro de vida por unos siete
millones de pesetas y, luego, se fue al cementerio, desen-
terró el cadáver de un amigo, a cuyo entierro había asis-
tido seis días antes, y se lo llevó, para volver a matarlo. El
amigo había muerto en accidente de tráfico y en accidente
decidió que volviera a morir.
Para hacerse con el muerto tuvo que saltar la tapia del
cementerio y retirar la lápida que cubría el nicho en el que
descansaba su amigo; menos mal que la puerta del panteón
familiar estaba abierta, sin echar la cadena y el candado,
porque en los pueblos se podían permitir estas libertades
sin miedo a que se llevaran medio panteón. Cuando hubo
sacado el féretro y de él el cadáver, tuvo que volver a co-
locar la lápida, que procuró tapar con las flores que aún
había por allí, para que no se notara la manipulación.
Por fortuna, el amigo era más bien poca cosa, y levan-
tar su cuerpo inerte no le resultó muy complicado. Lo en-
volvió en unas mantas, lo ató bien, se lo echó a cuestas y
lo situó j u n t o a la tapia, atándole una larga soga en un
costado del paquete y echando el cabo suelto por encima
de la tapia. Saltó él, primero. Cogió la cuerda y logró izar
el muerto, hasta conseguir que doblara en lo alto del m u r o
y cayera a sus pies. Luego, todo fue coser y cantar. Lo co-
locó en la parte posterior de su Seat-131, tipo ranchera, y
se fue a su domicilio, informando a su esposa de que le
había salido una buena compra de géneros para revender
—negocio al que se dedicaba—, por lo que necesitaba el
dinero disponible y p a r t i r al momento. De allí se fue a
casa de sus suegros, suponemos que a por más dinero.
Y desde los suegros se lanzó a la carretera, deteniéndose
entre Blanca y Abarán, junto a un barranco.
Había tardado tres horas en la «operación robo de muer-
to» y cerca de otra en los desplazamientos. La noche es-
taba cerrada y nadie pasaba por aquella carretera. Apeó a
su amigo, le quitó las mantas, le puso su reloj de pulsera,
su anillo y sus zapatos, y le sentó al volante de la ranchera,
colocándole el cinturón para que no se escurriera del asien-
to. Luego le dió a la llave del contacto y puso el motor en
marcha, soltando el freno de mano y colocando la tercera,
para que no le costara trabajo empujar y mover el vehícu-
lo hacia el abismo.
Pero el coche avanzó un poquito y se clavó en tierra,
apenas iniciada la bajada. El motor se había calado y era
peligroso tratar de ponerlo de nuevo en marcha. Lo mejor
sería pegarle un cerillazo. Y retiró una especie de tapón
que había colocado en un agujero del depósito de la gaso-
lina, para que aquello ardiera a toda mecha. Y ardió. Vaya
si ardió. Como que se detuvo una furgoneta y su conductor,
al observar el coche envuelto en llamas y la silueta del con-
ductor, amarrado al asiento y sin sentido, corrió hacia el
caserío más próximo y volvió con más gente.
El pirómano se largó rápidamente y caminó durante
toda la noche, hasta cubrir unos treinta kilómetros y al-
canzar una venta, en la que se tomó un café con leche ca-
lentito, con un par de rebanadas de pan. Luego hizo auto-
stop en un camión que le llevó hasta Albacete, y allí trans-
bordó a un autocar de línea que le puso en Madrid. Su des-
tino era Las Palmas y la Iberia se encargó de que llegara,
sano y salvo a Gran Canaria, mientras le identificaban
por el reloj, un anillo y parte de la suela de los zapatos, en
aquel tostado conductor que había hecho masa con la ca-
rrocería del vehículo siniestrado en el kilómetro tal de la
nacional n ú m e r o -
Todo había salido como lo planeara; pero el inventor
del plan lo ignoraba y los periódicos canarios no publi-
caban ni una línea de su muerte. ¿Y si no había ardido el
coche, por entero? Tenía que aclarar tan importante ex-
tremo, porque si se había identificado al conductor abrasa-
do como el fallecido seis días antes en otro accidente, le
convenía regresar a casa, antes de que relacionaran su au-
sencia con aquel misterio del remuerto. Y se decidió a tele-
fonear al pueblo. D i j o que era Richard, un francés amigo...
Supo así que, como deseaba, había muerto. Y le dio
vergüenza enterarse de que su viuda y sus cuatro hijos ha-
bían llorado muchísimo, mientras él llevaba unas cuantas
noches saliendo de copeo por Las Palmas. Arrepentido y
porque se había gastado el dinero y necesitaba más, volvió
a telefonear. Incluso a su casa. Y no pudo contenerse al
oír los sollozos de su viuda y le dijo que estaba vivo, que
no se había muerto... Parece ser que la mujer se desmayó.
Y que la sensacional noticia corrió por las calles y los cam-
pos, traspasó los pueblos y se coló en la comisaría de po-
licía de Elda, donde los atentos oídos de unos inspectores
pusieron en marcha la máquina aclaratoria, hasta alcanzar
la detención del muerto vivo, inventor del timo «del re-
muerto», en Las Palmas.
Saltaron de alegría los cuatro retoños y la ex viuda, sol-
taron unos tacos —lógicos— los deudos del muerto y car-
bonizado, y pasó de Canarias a Murcia el hombre entram-
pado, con más deudas que cuando se fue y sin esperanzas
de enjugarlas pronto.
Y uno piensa que debe dar gracias a Dios por haber es-
tado casado con mujer fiel y honrada. Si llega a tratarse
de una vivales que aprovecha su «viudedad» y los siete
hermosos millones de pesetas heredados, para liarse con
otro ante el juzgado, la iglesia y todo el pueblo, ¿que podía
hacer el «muerto»?
Pese a cuanto tiene esta historia de timo a lo Fran-
kestein, al de Abarán sólo le condenaron a cuatro meses
y un día de arresto mayor y a pagar 50 000 pesetas de mul-
ta por los delitos de profanación de sepultura y estafa en
grado de frustración a una compañía de seguros.
El inventor del timo «del remuerto» anunció ante los
periodistas que había escrito un libro en sus cuatro meses
de cárcel y que esperaba nivelar su abatida economía con
la venta del mismo. Además de profanador era un ingenuo.

EL PÉSAME

Ignoro si tuvo imitadores, pero recuerdo muy bien que fue


entre finales de 1970 y principios de 1971, cuando un ma-
drileño, de unos cuarenta y cinco años, grueso y alto, de
largo y aún negro cabello, vistiendo luto para hacer juego
con el ambiente en el que se movía, llevando cuello de pa-
j a r i t a y usando finos modales, se emperró en competir con
los carmelitas de la parroquia de Santa M a r í a del Monte
Carmelo, de la calle de Ayala. Y hasta tal punto fastidiaba
a los frailes que éstos optaron por llamarle al orden...
— S i le volvemos a ver en esta iglesia, dando pésames
en los funerales y fingiendo ser el organista, o el maestro
del coro, avisaremos a la policía...
El pájaro se retiró de los funerales y empezó una nueva
manera de competir y vivir a la sombra del ciprés. Y los
carmelitas de aquella parroquia de las preferencias del
mangante tuvieron que añadir un especial capítulo a su
dominical hojita de actividades, que se distribuía entre los
fieles y que trataba de salmos, ofertorio, horas santas y
avisos para la hermandad de porteros, o calendario litúr-
gico, amén de comunicar a los fieles que la j u n t a de cons-
trucción de templos de M a d r i d había llegado a la conclu-
sión —tras varías encuestas— de que uno de los más efi-
caces medios para recoger fondos era la venta de bonos
de 25 pesetas:

Serán sorteados estos bonos en el programa «Panorama de


actualidad» de Televisión Española el 23 de enero. Cinco nú-
meros premiados tendrán derecho a dos pasajes cada uno,
con cuatro días de estancia en Roma; los bonos pueden reti-
rarse este sábado y domingo en la sacristía; los demás días
por la mañana, en la oficina parroquial.

Y líneas más abajo, los fieles supieron de las protestas


de los auxiliares de la parroquia:

Los auxiliares del coro y órgano en el funeral celebrado


en el día de hoy por el eterno descanso de su familiar, respe-
tuosamente le dan su más sentido pésame.
Tomando los nombres de las esquelas de la prensa y con
estas o parecidas palabras andan dando «su más sentido pé-
same», los auxiliares de coro y órgano, en esta y otras parro-
quias, que además firman la carta P. O., para ser más difícil-
mente denunciados.
Nos parece innecesario decir que se trata de un timo bara-
to y que, por nuestra parte, ni es caritativo ni social contri-
buir a la picaresca y mendicidad. Basta saber que, normal-
mente, los actuales funerales son tocados y cantados por una
sola persona.

Lo de que se trataba de «un t i m o barato», como comu-


nicaron a los feligreses en la h o j i t a p a r r o q u i a l , sólo po-
dría afirmarlo, o rechazarlo, el solitario vividor de fune-
rales. No olvidemos que un solo individuo pedía en nom-
bre de todo un coro y el organista y a feligreses de zona
residencial. Y que si seguía emperrado en su ilegal com-
petencia es porque aquello debía constituir negocio o, al
menos, medio de vida.
De todas formas, resulta curioso que, hasta dando el
pésame, se pueda engañar a la gente.

«EL ATAÚD USADO»

Con toda su fama de gente seria y formal resulta que fue-


ron los alemanes los inventores de el timo «del ataúd usa-
do». En Dormund, año 1976, la policía de la República Fe-
deral desmanteló un negocio de venta, o reventa, de ataú-
des que habían montado tres obreros del crematorio que
incineraban dos muertos por ataúd y se quedaban el otro.
Cien marcos —que entonces eran 2 800 pesetas— cobraban
de una funeraria, que así se hacía con género, ganando por
féretro entre nueve m i l y diez m i l pesetas. Unos cincuenta
ataúdes robaban los enterradores cada año.

EL ATAÜD DE CARTON

Hemos de pensar que existen empresas aseguradoras de


entierros que cumplen y no se aprovechan del dolor, la pe-
sadumbre, el desconcierto que origina una muerte en los
familiares próximos del difunto. De lo que estamos segu-
ros es de cómo existen servicios de pompas fúnebres y fu-
nerarias que caen sobre los deudos del fallecido como bui-
tres hambrientos, mostrando álbumes, fotografías a todo
color de ataúdes cargados de adornos y decorados con me-
tales, cuyos precios oscilan como el botafumeiro de la ca-
tedral de Santiago de Compostela.
¡Pobres familiares si comentan de viva voz que el muer-
to se lo merecía todo y debe llevar lo mejor! Les tomarán
la palabra y, si no controlan un poquito, pagarán tres veces
aquello que les sirven... y que en realidad para poco va a
servir.
Un día de septiembre de 1982 descubrió, entre asom-
brado y enfurecido, que el féretro que le correspondía a
su difunta esposa, tras llevar cincuenta años pagando 434
pesetas mensuales de seguro de entierro, era como de pa-
pel de estraza. No se sentía con fuerzas para discutir, ni
quería regatear nada para la que había sido su mejor ami-
ga y camarada y pagó 31 000 pesetas de suplemento para
que llevara un ataúd decente.
—A la asegurada le corresponde entierro de 60 000 pe-
setas con caja de 15 000 y dos coches de acompañamiento
—dijo el empleado—. Con este abono suplementario lleva-
rá caja de madera noble barnizada a mano, con asas de
metal, crucifijo de bronce y cierres también. Llevo muchos
años en esta tarea y veo que saben ustedes lo que eligen...
Cuando en pompas fúnebres montaron la capilla ar-
diente, un familiar de la fallecida, artesano de la madera,
comerciante y curioso, se acercó al féretro y —aprovechan-
do que nadie le observaba— hizo una exploración que le
llevó a descubrir que el ataúd era de conglomerado de vi-
ruta y cartón madera; las asas de plástico, como el cruci-
fijo, al que por faltarle un clavo, se podía ver oscilar. De
barnizado a mano, nada. «Éste es el timo del año», pensó
el hombre. Y buscó al representante de la agencia asegu-
radora y le hizo patentes sus quejas por el descubrimiento.
— Y o lo siento, señor. Soy un mandao, ¿sabe? Y jamás
hemos tenido un problema en esta agencia...
El hombre no estaba dispuesto a que aprovecharan las
circunstancias y, sin alzar la voz, tranquilo, comunicó que
se iba a la comisaría del distrito a pedir la intervención de
un investigador porque aquello le parecía un timo como
una catedral. Ofreció el empleado telefonear a la casa en
busca de solución amistosa y hubo rapidísimo cambio de
féretro, aportado por los servicios de pompas fúnebres que
parecían no tener relación con el problema. Curioso, ¿no?

« D E L V I A J E A L MAS ALLA»

Allá por el año 1980, creo que en noviembre, el consejero


de Estado francés, Jacques Aubert, presentó al gobierno
una serie de cuarenta propuestas «para r e f o r m a r y aligerar
el comercio de la muerte». Se refería, claro está, al «co-
mercio de los funerales». Toda Europa comentó la noticia
con satisfacción, porque toda Europa padece en el terreno
mortuorio una especie de rackett de corte mafioso que
arruina a cualquier familia modesta.
El problema se enconó en Francia porque todo el país
se hizo eco del escándalo originado con la muerte de una
señora residente en París que, habiendo sido tan previsora
y organizada que poseía un ataúd de primerísima clase,
encargado a la medida, cuando falleció lo hizo a 300 km.
de París. Cuando sus hijos quisieron llevar el ataúd desde
la capital hasta el pueblo, la funeraria de éste se opuso ro-
tundamente y no hubo más remedio que enterrar a la dama
en una caja fabricada por el monopolio local, que fue ade-
más el que cobró por toda prestación necesaria. La factura
fue aplastante; la familia protestó enérgicamente de aquel
abuso de exclusividad, y el consejero Aubert llevó el tema
al Congreso, solicitando acabar con los monopolios y crear
empresas libres que no pudieran recibir encargos sin antes
presentar presupuestos a precios razonables. Pidió tam-
bién Aubert que estos servicios de pompas fúnebres con-
taran con doce años de actuación para así podérselos eli-
minar si no funcionaban como Dios manda. Y no olvidó
la libertad del ciudadano para escoger funeraria y lugar
de enterramiento de su deudo, así como el control sobre
actividades y precios y una oficina municipal de informa-
ción, las 24 horas, sobre este tema tan triste, tan inespe-
rado...y tan costoso.
Poco antes de alzarse la voz de monsieur Aubert para
los franceses, se había levantado en Barcelona la de un
sencillo vendedor de cupones de la Organización Nacional
de Ciegos, que el día 11 de julio de 1978 perdió a sus dos
hijos y a tres nietos en la catástrofe del camping Los Al-
faques (cercano a San Carlos de la Rápita), camping en el
que perecieron abrasadas 215 personas al estallar una cis-
terna de gas propileno que circulaba por la cercana carre-
tera. Por trasladar los cinco abrasados cadáveres desde
Tortosa hasta la Ciudad Condal les pedían algo más de me-
dio millón de pesetas.
Consultados los servicios de pompas fúnebres de Bar-
celona declararon que sólo cobrarían 150 000 pesetas, dado
que la distancia a recorrer era de 225 km y la reglamenta-
ción de Policía Sanitaria Mortuoria y el Decreto 2 263/1974,
del 20 de julio de 1974, señala claramente que el precio del
kilómetro era de 31 pesetas en furgón especial, con caja de
cinc valorada en 13 200 pesetas.
Pero en estas cosas de los entierros y funerales hay ex-
clusivas, como para fotógrafos de bodas y bautizos. Y se
tenía que utilizar la funeraria tortosina que acabó —ante
el escándalo público— por rebajar la factura a 291 750 pe-
setas.
Mas, está visto que sin escándalo no hay solución en
este macabro mundo de los funerales. En abril de 1981, en
plena Semana Santa, murieron dos jóvenes vascos en un
desgraciado accidente de automóvil acaecido en un pueblo
de la provincia de Almería. La funeraria del pueblo pasó
factura de 110 000 pesetas «por dos ataúdes y su traslado
al depósito, impuesto incluido». La que acudió desde Al-
mería advirtió que cobraría 350 000 pesetas «por ida y
vuelta de la furgoneta (2 000 k m ) y ataúdes de cinc de tipo
inglés», porque los del pueblo allí los dejó. La furgoneta,
con el letrero de «Agrícola y Ganadera» y dieciocho bultos
del equipaje de las víctimas colocados entre los féretros,
fue hasta Las Arenas, en Guecho, donde cedió los cadáveres
a la funeraria de la Santa Casa de Misericordia, que per-
cibió 80 000 pesetas por cada entierro.
En total, que a los atribulados familiares de los dos
chicos muertos en el accidente les pedían 620 000 pesetas
por trasladar los cadáveres de Almería a Bilbao y darles
cristiana sepultura. Un notorio abuso. Un reparto de dinero
entre los exclusivistas de la muerte que más hacían recor-
dar a los buitres carroñeros que a esos angelicales títulos
que suelen usar para sus comercios.
De nuevo el escándalo y otra vez pompas fúnebres de
Barcelona, que nos aseguraba: «40 pesetas por kilómetro,
más 1 200 fijas, más 9 000 pesetas por furgón especial con
cajas de cinc y ataúdes de 30 000 a 40 000 pesetas, perci-
biendo cada empleado 2 670 pesetas por cada 450 km, como
dieta. Eso habríamos cobrado nosotros.»
Bilbao nos dijo que por 210 000 pesetas se podía efec-
tuar el traslado, ya que se cobraban 30 pesetas por k m ,
10 000 por empleado —eran dos— y 60 000 por cada ataúd.
Burgos, a través de una funeraria espontánea, nos dijo
que las dietas del empleado, que solía ser únicamente el
chófer, alcanzaba las 1 700 pesetas por día, más 750 pese-
tas para el médico del registro civil, 350 para el obispado,
900 de tasas de Sanidad, 2 400 para el personal, 10 400 de
carroza fúnebre, 15 300 de ataúd, 1200 de embalsamar,
2 050 de funeraria, peligrosidad, etc...
En resumen, que de la cantidad inicial pasaron a pedir
414 000 pesetas y que acabaron por rebajar a 221 000 pese-
tas. El timo del «viaje al más allá» había vuelto a fallar,
porque las víctimas no adoptaron esa lógica postura del
que está sufriendo y piensa, «Es igual. Paga lo que sea...
Se lo merecía todo.» Quienes no se lo merecen son los
cuervos.
La picaresca en el terreno dramático de la muerte lleva
a filosofar un poquito: ¿Cómo se puede pedir tanto dinero
por el viaje de un muerto, si los viajes de los vivos son mu-
cho más baratos y encima exigen confort y alimentación,
azafata y cicerone?
Dar la vuelta al mundo en 28 días costaba, en abril de
1981, 368 000 pesetas, disponiendo de avión, autocares y ho-
teles de lujo. Sin ir más lejos, nueve días en Nueva York,
viajando desde Barcelona en reactor, allá en autocar, y con
muy buenos hoteles, costaba 52 000 pesetas. Y por 115 000
se podía uno pasar dieciséis días en México, con salidas a
Buenos Aires, Río de Janeiro y Lima. Por esta cantidad ya
han visto que, muerto, no te llevan ni de Barcelona a Za-
ragoza.

DEL MUERTO I N V I S I B L E

Es sobradamente sabido que para surtir a las facultades


de medicina de la materia prima necesaria para que los
futuros galenos nos metan mano mañana, se comercia con
los cadáveres. En mis tiempos de trotamundos reporteril
había sido testigo del pago de 300 pesetas por unos ojos
recién retirados de las cuencas de un infeliz, arrollado por
un tranvía. El mismísimo oftalmólogo que necesitaba aque-
llos globos oculares para rematar su trabajo sobre un en-
fermo, había acudido en moto, y provisto de un frasco lleno
de un líquido para mí desconocido, hasta el depósito de
cadáveres pomposamente llamado Instituto Anatómico Fo-
rense. Un empleado le daba el queo a los médicos que man-
tenían con él una especie de «iguala macabra», y desgua-
zaban todo cadáver por el que nadie se interesaba en un
prudencial plazo.
Sucedían cosas curiosísimas. Como con aquel muerto a
causa de un accidente de automóvil en las costas de Garraf.
Un barcelonés llamado Antonio Quiles, que tenía 59 años
en aquel aciago día 3 de diciembre de 1971 en que le pa-
tinaron los neumáticos de su furgoneta, con la que rodaba
hacia Sitges, precipitándose por un acantilado. La autopsia
tuvo lugar en el Instituto Anatómico Forense, del que par-
tiría el entierro dos días después. Los familiares habían re-
conocido el cadáver en la misma tarde del suceso, quedan-
do el muerto a expensas del forense y siendo inhumado el
día 6 en el cementerio del Oeste, en un nicho de propiedad
familiar.
El día 14 de marzo de 1981 —es decir, cuando faltaban
unos meses para que se cumplieran los diez años de aquel
entierro— falleció la esposa del accidentado y abrieron el
nicho para sepultar su cuerpo junto al del marido.
—Pero ¿y el cuerpo de Antonio?
Era asombroso. En el carcomido féretro de aquel con-
ductor fallecido en las costas de Garraf sólo estaba su ca-
beza; el resto, hasta rellenar por completo el ataúd, eran
virutas de carpintería. Alguien había robado todo un cuer-
po, decapitándolo para que pareciera que el cadáver esta-
ba completo dentro de aquel forro de cinc con una venta-
nilla por la que poder ver el rostro del deudo.
La lógica indignación de aquellas personas fue cedien-
do con el tiempo. Entendieron que ninguna acción judicial
con esperanzas de solucionar algo podían ejercitar. El ar-
tículo 340 del Código Penal señalaba bien claro al abordar
los temas de la profanación de cadáveres y tumbas que el
castigo sería, «de cinco mil a veinticinco mil pesetas y
arresto mayor». Sólo la provisión de fondos para el abo-
gado habría superado esa cifra.

D E L «CADAVER PRESTADO»

Era un alma cándida, uno de esos seres generosos e ino-


centes que pululan por entre tanto chacal. Se llamaba Luis
Gomá Tamarit y había nacido en Torres de Segre (Lérida),
cincuenta y cuatro años antes de morir, que lo hizo —con-
fortado con los auxilios espirituales— el 31 de mayo de
1981.
Don Luis había padecido muchísimo. La esclerosis le
postró en una silla de ruedas y sentado en ella habría es-
perado la muerte en su Artesa de Segre, si no llegan a estar
allí su esposa y sus cuatro hijos, que se confabularon para
gastar hasta el último céntimo de su hacienda en buscar
salud para marido y padre.
Asesorados por el famoso bioquímico Juan Oró Floren-
sa, familiar próximo y querido que abandonó Lérida para
enquistarse en Houston (Texas), que alternó sus estudios
sobre sedimentos terrestres, meteoritos y muestras lunares
con la búsqueda de vías médicas para don Luis, fue el en-
fermo a un hospital barcelonés, en el que durante seis me-
ses le aplicaron un suero que enviaba desde Estados Uni-
dos Juan Oró, suero en el que llegaron a gastar medio mi-
llón de pesetas.
No mejoraba el paciente y lo llevaron a México, donde
un famoso acupuntor le trató durante tres meses. Y pasa-
ron a Estados Unidos, sin lograr que se concretara qué vi-
rus estaba asesinando a aquel bondadoso labrador ilerden-
se, cuya familia estaba dispuesta a no regatear ni esfuerzo,
ni dinero, por sanarle.
Oró fue quien aconsejó al señor Gomá que cediera su
cuerpo para que, sobre su cadáver, pudieran estudiar las
causas concretas de la dolencia. Y don Luis firmó la do-
nación, recibiendo un impreso-carnet, sin fecha, en el que
constaban sus datos de filiación y la siguiente declaración:
«Que mi cadáver sea empleado en las prácticas de anato-
mía en la Facultad de Medicina de la UÁB, estando encar-
gados mis familiares de avisar.»
Al pie, en letra menor, se leía: «Las molestias en la tra-
mitación de la documentación necesaria para esta dona-
ción, así como su traslado hasta la facultad, serán resueltas
por la universidad, a la que deben avisar inmediatamente
después de la defunción.»
Escrito a mano por algún empleado cuco, había un nú-
mero de teléfono y lo siguiente: «horas de 8 m a 20, de lu-
nes a viernes y de 8 m a 13 los sábados, y nunca en do-
mingo y festivos.» Es decir, que lo de «avisar inmediata-
mente después de la defunción» era una broma, porque si
la muerte se producía a las 13.15 del sábado ya no intere-
saba el cadáver hasta las 8 horas del lunes, suponiendo que
no hubiera uno de los tradicionales «puentes» festivos del
calendario laboral español.
Don Luis murió en domingo y el limes era cedido para
que la ciencia analizara sobre él hasta averiguar la con-
creta causa de su cruel enfermedad, en beneficio de futuras
víctimas de la misma. El banco de ojos actuó inmediata-
mente y la familia del finado recibió una extensa y sentida
carta de gratitud, firmada por el doctor Joaquín Barraquer,
director del centro. De la facultad, ni una línea, ni una
mención con «acuse de recibo».
Cuando la viuda y los hijos fueron a tramitar seguros,
herencias, pensión, situación civil, etc., descubrieron que
carecían de certificado de defunción. Dos meses tardaron
en conseguir el documento y cinco en recibir una carta
agradeciendo la donación; pero el mayor de los asombros
se produjo cuando la familia Gomá solicitó los restos de
don Luis, para darles cristiana sepultura, y les dijeron que
no había restos, que no quedaban.
—Es incomprensible que sucedan estas cosas en un país
civilizado —fue el comentario de don Juan Oró, cuando le
dijeron lo que ocurría.
Había nacido el timo del «cadáver prestado».
Timos del amor

«EL AMORERO»

El Capitán Maravillas había nacido en Valladolid y se ape-


llidaba Rodríguez. En los archivos de la Dirección General
de Segundad había más información sobre él que en los
de Indias sobre Cristóbal Colón. Había sido legionario, de-
sertor, policía de pega, descuidero de todo y trabajador de
nada. Hasta que descubrió que su éxito entre las mujeres
le podía ayudar a vivir sin dar golpe. Y se inclinó por el
viejo timo del «amorero»
La víctima tenía que ser una veterana, soltera o viuda,
sin más añadido que algunos bienes que liquidar. Nada de
hijos mayores, ni de parientes cercanos, ni de escrúpulos,
claro. El éxito de este engaño, en el que se juega con los
sentimientos de la víctima, reside en la capacidad de cinis-
mo del tenorio y en sus dotes de actor, que tiene que si-
mular un amor profundo, constante, fiel, firme, etc.
Rodríguez estaba casado con una guapa chica que le
había tolerado todas sus debilidades delictivas, pero que
le denunció en cuanto se enteró bien de las «novias» con
las que tenía que ir y venir, j u r a r fidelidad, negar su ma-
trimonio y fingir emoción intensa. Y el pobre Maravillas
dio con sus huesos en el calabozo, del que saldría inter-
mitentemente para ser reconocido por sus numerosas vic-
timas, ante el inspector de la brigada criminal que le ha-
bía detenido.
Había descubierto Rodríguez que las víctimas más se-
guras eran las dueñas de pensiones, de casas de huéspedes.
Para él tenían una ventaja notable: tan pronto como em-
pezaba a «ligarlas» dejaba de pagar el hospedaje. Las abor-
daba en la calle, o por anuncio de periódico —«Alquilo ha-
bitación señor formal»..., etc., iniciando el abordaje muy
prontito. Llegaba con una buena maleta y varios libros de
medicina, ademanes correctos y un terno lo más elegante
posible, procurando dejar bien sentado cuando le daban
de alta que era médico y que estaría en la capital el tiem-
po que durara un cursillo profesional. Luego, todo era fin-
gir que estudiaba, que leía, que repasaba notas, para así
permanecer en la casa y entablar diálogo con la dueña, ga-
nando su confianza primero y su afecto después, hasta
enamorarla.
Tenía fama El Capitán Maravillas de poseer la labia más
convincente. Y sabía él apoyarla con miradas de carnero a
medio degollar, buenos perfumes, cuidadísimo aspecto y
una elegancia y educados modales que quitaban el sueño
a la viuda, o a la solterona, especialmente si además de go-
zar de una buena pensión por su viudedad, era el ama de
la limpia, espaciosa y siempre llena de huéspedes, pensión
en la que empezaba el juego amoroso.
Antes de un mes, el formidable timador se tuteaba con
la dueña y empezaba a disfrutar de extras en las comidas,
que no abonaba. Luego llegaban las salidas nocturnas al
cine o al teatro. Las confidencias...
—Tengo una clínica modesta y un pisito muy mono...
Creo que tú y yo podríamos ser muy felices, si te decides
y cierras la pensión, dejándolo todo para casarte con-
migo...
—Bromeas. No puedo creer en el flechazo... —diría ella,
emocionada.
—Pues cree en el cañonazo, porque yo hablo muy en
serio...
El cerco empezaba a estrecharse. El sinvergonzón de-
jaba ya de pagar su habitación y comía aparte con la due-
ña. Así tramaba la «operación traspaso», para que liquidara
la fonda en las mejores condiciones...
Una de sus víctimas me explicó el desarrollo del timo,
en Barcelona:
— Y o tenía cuatro huéspedes y uno era él, que me había
prometido casarse conmigo tan pronto acabara el cursillo
que hacía en Barcelona y llevarme a Madrid, donde tenía
una estupenda clínica. Me hizo despachar a los pobres
huéspedes, vender muebles y traspasar el piso y desapare-
ció con todo el dinero. La noche antes de largarse el muy
canalla nos llevó al teatro a una sobrina y a mí, y en el
descanso dijo que se iba a fumar un pitillo. ¡Y ya no vol-
vió! Lo que hizo fue ir a la pensión y agarrar cuanto
de interés había, dejándome en la calle, sin un céntimo...
Lloraba aquella infeliz mujer y, sorbiéndose las lágri-
mas, me fue explicando que «Antonio» se le había llevado
como unas ochenta m i l pesetas en efectivo y algunas cosi-
Ilas valoradas en cincuenta mil. Y que ella, al quedar sin
un piso barato como el que disfrutaba desde la muerte de
su difunto Serapio, que era un santo, tenía que estar reco-
gida en casa de una amiga, y siendo el hazmerreír de quie-
nes se enteraban del suceso...
— ¡ E l hijo de...! —soltó al fin el exabrupto la mujer—.
No sé cómo me hizo perder la cabeza hasta este punto.
Cínico y despiadado. Es muy distinto ver a un delincuen-
te en acción, o simplemente en libertad, a verle detenido,
quizá esposado a un radiador del despacho en el que le
andan interrogando. La diferencia es la misma que entre
una fotografía a todo color de un hombre arreglado, rien-
te, que saluda a la cámara feliz, y verle luego en esa tira
fotográfica de los gabinetes policiales, en tres posiciones
distintas de cabeza, apoyando la nuca en un soporte cuan-
do le vemos de perfil.
Al Capitán Maravillas le vi en una pequeña habitación,
cuando le interrogaba un inspector de la brigada criminal.
Contaba el fresco aquel que el lugar más fácil para «cortar
el hilo», abandonando a la infeliz m u j e r que creía haber
hallado la felicidad para siempre, eran las estaciones fe-
rroviarias, el tren, el departamento de primera clase...
— Y o me encargo de que el equipaje viaje facturado
—les digo a ellas—. Y lo que hago es guardarlo en consig-
na, u otra pensión propiedad de otra viuda, o solitaria mu-
jer, en la que acabo de presentarme como médico que tiene
que hacer un cursillo. Porque a ella la dejo «un momento»,
con pretexto de ir a por tabaco y unas revistas para leer
en el viaje. Y ya po vuelvo.
—¿Y el dinero del traspaso y otras liquidaciones?
— M e lo entregan todo, para que empiece ya a llevar
la casa...
Rió cínicamente el mala uva aquel, cortando el policía
la carcajada siniestra de quien carece de sentimientos y
cree que los demás comparten su vacío.
—¡Ríete encima, cerdo!
Quizá por aquella falta de piedad el interrogador no
utilizó los falsos espejos para que las víctimas identificaran
al timador, abriendo la puerta e invitándolas a pasar.
—¿Conocen a este individuo? ¿Es éste, el mé-di-co? —si-
labeó con recochineo el policía.
—¡Canalla! —saludó una.
—¡Sinvergüenza! —marcó otra.
—¡Borde, más que borde! —repitió una aragonesa.
—Fill de mala mare —le reconoció una de Mataró.
El Capitán Maravillas, acurrucado, baja la mirada y he-
mos de suponer que la moral, aún pudo balbucir:
—Tampoco es para tanto...
—¿Que no es para tanto, marrano? —avanzó una gruesa
señora que pudo largarle un paraguazo—. ¡No sólo nos has
dejado sin un céntimo, sino que sin casa y cargadas de ri-
dículo ante las amistades, hijo de perra!
El inspector tuvo que dar por terminada la «diligencia
de reconocimiento», manteniendo a raya a las justamente
enfurecidas mujeres que iban desgranando sus rencores:
—¡A mí incluso me auscultó y me recetó un medica-
mento, el muy criminal!
— ¡ Y o dejé un novio labrador, con masía propia, por
este fantoche!
— ¡ Y resulta que está casado el bandido!
—Pero ¿qué me daría, Señor, para atontarme así...?
Cuando las infelices mujeres abandonaron la dependen-
cia policial, irritadas, hundidas, avergonzadas, llorosas, el
Rodríguez aún trató de ganarse al inspector:
— L o que no cuentan es lo que disfrutaron conmigo.
Y eso se paga, ¿no?
—¡Calla, calla! Eso se lo explicas al juez, caradura. No-
sotros no nos casamos con nadie y tu cuento no te va a
servir aquí de nada.

Curioso. Desde Lisboa, las agencias transmitieron no


hace mucho la siguiente noticia: « E l Casanova portugués,
Jorge Monteiro, conocido como El Capitán Roby, que cum-
plía siete años de prisión por seducir a siete mujeres y es-
tafarlas, ha sido capturado a los dos meses de fugarse. En
su maleta llevaba barbas y bigotes postizos, un uniforme
militar y documentación de ingeniero, abogado y periodista.
A sus cuarenta años, el timador portugués huido de la
penitenciaría de Linho, cerca de Lisboa, posee amplio his-
torial delictivo en el terreno amoroso donde se desen-
vuelve.»
Curioso, también, que, como a nuestro Rodríguez, le
apodaran de capitán a Monteiro. La diferencia entre aquél
y éste es que al español le llevó su mujer a la cárcel y al
luso le ayudó su mujer a escapar.

«EL GATO»

Otro timo nacido del amor. Un viejo truco de prostíbulo


conocido por «el gato», que no es otro que una persona es-
condida bajo la cama en la que andan haciendo el amor.
Cuando la pasión está en su cénit, «el gato» sale, solapado
y mefistofélico, y se apodera de la cartera del cliente, como
si fuera una sardina.
El Tenorio ha ligado con la ramera y ésta le lleva al
lugar en el que aguarda su chulo, o su comadre. La silla,
o la percha, donde el cliente colgará la chaqueta, está si-
tuada de forma que «el gato» trabaje sin problemas.
Cuando la «trotona» cree llegado el momento, procura
hacer todo el ruido posible, dando salida a su compinche,
que se va a por el «filete», sin titubeos. Ni que decir tiene
que podía estar oculto bajo la cama, en un armario o en
un cuarto contiguo. La cuestión es que no esté lejos del
objetivo para que camine sin temor a ser interceptado y
mientras ella suspira y jadea a todo tren.
El problema llega a la hora de pagar. La víctima descu-
bre que no tiene la cartera y hay conato de bronca, que la
lagarta ataja:
—¡Eh, chalao! ¿No estarás insinuando que te la hemos
birlao aquí? Porque nosotras seremos putas, pero de la-
dronas nada, monada.
El «pardillo» titubea, pero acaba con su débil reacción
el macarra, que se muestra finolis...
—Se la han tríncao en la calle, amigo. O se la ha dejao
en casa, como suele pasar casi siempre...
—Juraría que la llevaba cuando llegué... Pero el pro-
blema gordo es que no puedo pagarle aquí, a la dueña...
—Por eso no tiene que preocuparse, amigo —corta el
chuleta—. Usted ya sabe dónde estamos y nos trae el di-
nero en cuanto pueda. ¿A que sí? Aquí cobramos siempre.
Con usted, por las buenas, porque tiene cara de honrao.
Con los sirvergüenzas, por las malas, porque estas mujeres
tienen que vivir. ¿Si o no?
El primo vuelve. Le da miedo, por si le conocen. Además
de «gato» habrá burro.
LA AGENCIA M A T R I M O N I A L

En los periódicos, especialmente desde últimos de 1973,


aparecieron unos anuncios muy recuadrados y destacados,
animados con el rostro de una sonriente mujer que, en al-
gunos, cubría su cabeza con una caperucita, como la del
cuento del lobo ese.
Se trataba de anuncios de un par de agencias matrimo-
niales, El Porvenir y La Felicidad, regentadas por aquella
caperucita a la que presentaban como Madame Tal, siendo
en verdad una chavala de un pueblo de la provincia de
Jaén, cuyo lobo, disfrazado y en la sombra, sí que era fran-
chute.
— ¡ E n tres meses casado!
La afirmación se hacía en los anuncios y verbalmente
a quienes se acercaban por las agencias. La «madame-jie-
nense» tenía un piquito de oro:
—Ésta es la agencia más antigua y mejor organizada
de Europa. Tenemos sucursales en Bilbao, Madrid, Mála-
ga, Sevilla, Valencia, Murcia, Mallorca, Zaragoza, Oviedo...
Nuestra discreción es máxima, analizando las fichas de los
clientes para que las computadoras se encarguen de seña-
lar cuáles han nacido para formar pareja, sin problemas...
Las oficinas estaban abiertas de 9 a 13 y de 16 a 21 ho-
ras, y los festivos de 9 a 13 y 16 a 19 horas. Ño descansaban.
Acudían a chorro los buscadores de su media naranja y
no era cosa de perder clientela. Todo marchó bien, hasta
que un cliente se mosqueó y le largó un «viaje» al lobo, a
Monsieur, que era el marido de caperucita y salió en su
defensa al violentarse el pagano.
La pareja había sido seleccionada ateniéndose a su gra-
do de cultura, gustos, aficiones, edad, presencia física e
incluso religión y política. Y él, de un pueblo no lejano a
Barcelona, me escribió y tal como llegó la carta se la dejo
leer a ustedes:

Muy señor Enrique. Perdone por mi carta la cual un saludo


de antemano. Gracias. Como verá uster hoy eleído el un diario
una curiosa noticia. Para mí no es curiosa sino quizá tenga
muchos más que abeces por calla no salem areducir. Quizá
sea otro de muchos engañados como el que trae la noticia.
Claro a mi sólo fueron cuatro mil porque dicha agencia cobra
cinco mil. Yo quedé viudo hacel algún tienpo claro por curio-
sidad fui a dicha agencia que es la misma de la noticia porque
las demás cobran siete mil así que como digo fui y allí todo es
muy bonito mientras no te congel claro. Yo sólo dir 1000 pero
como son la escrición son dos mil pesetas a mi casa casi todos
los días tenia carta como que jóvenes se interesabal por mi
claro que no podían presentalme porque sólo tenía dadas mil.
Un día recibo calta que me presentan una señorita y total es-
tuve dos horas y media esperando y no apareció y entonces
me dicen si pago las otras mil y que eligiera señorita de un
fichero total que la señorita dijo que no le interesaba pasaron
dos días y recibo otra carta que cierta señorita se interesaba
por mí, pero como era presentación dos mil pesetas más cla-
ro y la señorita no quería casarse ni a tiros y todo marcha
así claro. Por carta no es para espricar sino para escribí una
istoria. Si usté no me nombra, yo le cuento el enrredo para
su tilmoteca. Deseo que mi carta no sea molestia le aprecio
por su colavoración que hace a los demás...

El autor de la misiva me contaba que era camionero y


me facilitaba un teléfono; pero ya tenía yo material sufi-
ciente para afirmar que Madame Caperucita y su Monsieur-
Lobo habían montado una casa de citas bajo la apariencia
de inocente agencia matrimonial, por lo que ingresaron
en la cárcel los dos.
Había sido la primera agencia matrimonial montada en
España tras los cuarenta años de franquismo y salió podri-
da. Su celestineo era purita prostitución, bajo el siguiente
modus operandi:
El cliente acudía a las oficinas de cualquiera de las vein-
te sucursales de la empresa y allí le mostraban algunas fo-
tografías de clientas guapetonas y apetitosas, que eran el
«cebo», o gancho, del negocio. Si se trataba de clientas,
pues a mostrar fotos de guapetones tocaba. La cuestión es
que el aspirante, o aspiranta, dejara seis m i l pesetas si era
varón y tres m i l si era hembra, rellenando un cuestionario
muy completo «de armonización», todo confidencial, en el
que se advertía: «Tanto si busca pareja para toda la vida
como simplemente alguien con quien charlar y compartir
puntos de vista, aquí estamos nosotros, para servirle.»
Lo mismo daba que el o la aspirante estuvieran casados,
separados, divorciados, solteros o viudos, como que dijeran
claramente que no buscaban matrimonio, sino simple amis-
tad. La agencia ya procuraba afirmar y garantizar que «toda
la información que usted nos facilita es aceptada como sin-
cera y de buena fe y será tratada de f o r m a estrictamente
confidencial, sirviendo de base para efectuar selecciones y
haciendo constar que no nos hacemos responsables de los
resultados ni garantizamos el número de nombres propor-
cionados en un período de tiempo. Su calidad de «aspiran-
te activo» dura un año, en el que abonará naturalmente la
cuota de entrada —seis m i l pesetas— y dos m i l pesetas por
presentación.
En un pueblo andaluz funcionaba otra agencia que co-
braba a 500 pesetas las presentaciones, jurando tener clien-
tes entre los dieciocho y los cien años, edad esta última
para la que suponemos habría descuento. Su computadora
no se dedicaba al matrimonio en exclusiva, había también
Sección de ligue, Sección de introducciones y no sé qué
otras. Caperucita y El Lobo trabajaban a dedo, es decir,
sin «dora», pero con... lo otro. Así mantenían en nómina a
siete u ocho piculinas que hacían tournées por sus agencias
enredando a los «julays» de turno.
En los ficheros de El Porvenir y La Felicidad había más
casados traidores y casadas pendones que otra cosa, por
lo que el Monsieur elevó las cuotas, duplicando la de en-
trada al efectuarse la primera presentación. Y todo el
mundo se calló, porque el proxenetismo camuflado era
una maravilla.
La policía señaló claramente sus acusaciones: utilizar
fulanas que se hacían pasar por clientas, acallando con
ellas a los clientes exigentes. Aceptar a hombres y mujeres
casados en sus fichas de «armonización» y aceptar a dis-
minuidos físicos, de muy difícil casamiento en los tres
meses prometidos, a los que cobraban como a los demás.
El fiscal, en sus conclusiones, dijo que se calculaba en
diez m i l las víctimas de lo que constituía una «estafa ma-
trimonial», dado que a unos les sirvieron escasamente y
usaron para el engaño a mujeres adiestradas que viajaban
de ciudad en ciudad para no ser reconocidas, percibiendo
sueldo, comisión... y lo que le sacaran al cliente. «Hubo
empleada que superó las cuarenta presentaciones en esca-
sos meses.» Los clientes que se pasaban de doce presenta-
ciones tenían que pagar otra cuota de entrada. Barcelona
ganaba cada mes unas 800 000 pesetas, mientras Bilbao
daba las 400 000, que no está nada mal. Así vivían Cape-
rucita y su Monsieur-Lobo —32 y 54 años de edad—, que
cada vez que se sentaron en el banquillo tenían que levan-
tarse por suspensión de juicio al no presentarse una de las
procesadas, al parecer metida a monja tras el escándalo.
El fiscal pidió siempre doce años de prisión para Caperu-
cita y marido y ocho para sus «novias fules», todos en li-
bertad bajo fianza de un par de cientos de miles de pese-
tas, cuando se afirmó reiteradamente que habían ganado
como 50 000 000 en sólo cinco años de «celestinaje-acele-
rado».
La historia, tomada de la vida misma, viene a recordar-
nos que la SOLEDAD también puede ser móvil para la
avaricia de los tunantes, timantes que en ocasiones apare-
cen en los periódicos, como agredidos por irascibles clien-
tes, hartos de que les tomen el pelo.
En junio de 1981 leímos en un periódico que Robert
B. Patricola, (a) Bob, conocido en Estados Unidos por El
Rey de las agencias matrimoniales, había muerto en una
casa de socorro a la que fue a parar tras la agresión de una
clienta enfurecida, doña Eunice Shants, de 35 años, que
acudió a la agencia en busca de marido, se casó a los seis
meses con el cliente que le presentaron y otros seis meses
después descubrió que se trataba de un alcohólico y vago,
agresivo y sucio. Compró un revólver y lo estrenó contra
Bob, propietario de 27 agencias casamenteras y con fama
de casar cada año a unos cien m i l norteamericanos. Agen-
cias las de Patricola montadas al estilo yanqui: asesores ju-
rídicos, investigadores, sacerdotes de diversas confesiones
e incluso médicos, todos entregados a la preparación de
la pareja. A él le condenaron a dos años y a ella a uno.
Fue más el ruido que las nueces.
Bob presumía de haber mejorado el sistema francés,
pudiendo responder de sus clientes: pero ni sus detectives,
ni sus médicos, ni los graduados sociales olieron el grado
de alcohol de Eugéne, que huyó a los seis meses de casado
llevándose el dinero y las joyas de su esposa. Para cobrar-
se, Eunice se cargó al culpable de su ruina. Es decir, le
condenó a muerte.

LOS T I M O S D E L I M P O T E N T E
( E n sus interminables versiones)

Dicen que el mundo de los calvos es un auténtico chollo


para hacer dinero, prometiéndoles pelo abundante en es-
casos minutos; dicen que m e j o r aún es el mundo de los
obesos, jurándoles que en quince días tendrán tipo de no-
villero con picadores, o el de las escuálidas, asegurándoles
unas caderas y unas piernas a lo M a r i l y n Monroe, o el de
«las lisas» bajo promesa de unos senos hermosísimos ca-
paces de apabullar a la Sara Montiel, en sólo quince días
de tratamiento...
Y el mundo que debe de ser el paraíso de los caraduras
es el de los impotentes, porque para ellos hay ofertas de
todos los gustos y todos los estilos, con promesas tan be-
llacas como la de esos anuncios que aseguran:

Lo dicen los expertos...


USTED PUEDE CONQUISTAR A LAS MUJERES
CON HIPNOTISMO

Y, ladinos, añaden: «Y también a los hombres.»


Por si alguien no lo ha entendido, en el mismísimo cu-
pón inserto en el anuncio, para rellenar, recortar y enviar
al Círculo Esotérico, apartado de Correos tal y cual, se
ofrece la siguiente hermosa y poética leyenda:

Deseo recibir en mi domicilio, y de forma discreta, el libro


El hipnotismo erótico, a su precio de 800 pesetas, que pagaré
al cartero cuando lo reciba, más 150 pesetas de gastos de en-
vío. Si al cabo de un mes no he ligado y dormido con más
chicas que en todo el año pasado, podré devolver el libro y
me será reembolsado el importe.

Los «expertos» afirman en el mismo anuncio:

Usted no necesita ningún talento especial ni educación para


aprender el hipnotismo erótico. No se trata de ningún curso
complicado. No tiene más que seguir las sencillas instruccio-
nes de nuestro libro El hipnotismo erótico. Lea dos o tres
veces el libro, con una mínima concentración, y habrá conse-
guido el secreto para conquistar a toda mujer hermosa que
usted desee. Y recuerde: no importa su aspecto físico o edad.
Estas cosas no tienen importancia, si usted emplea el hipno-
tismo erótico.

Para disipar toda duda, los «expertos» j u r a n devolver


las 800 pesetas que vale el libro, 20 pesetas por el sello
usado para hacer el pedido, 2 pesetas por el coste del so-
bre, 25 pesetas por el tiempo perdido y 100 pesetas por las
molestias, si no funciona el asunto y no es verdad que
«pronto se encontrará usted asediado por más chicas que
diez hombres juntos».
El anuncio asegura que uno de los clientes, que no se
comía una rosca antes de leer el librito, les escribió di-
ciendo: «Deberían ver algunas chicas sexy que hacen cola
para irse a la cama conmigo. Nunca había conocido un
triunfo igual.»
Y vuelven los «expertos», machacones: «Todas las chi-
cas sentirán deseos de conocerle más íntimamente. La ma-
yoría no podrán resistirle.»

Otros, en anuncios más cortos y más baratos, ofrecen:

Un seguro de potencia y virilidad. Evita esos mo-


mentos angustiosos en los que el cansancio, los ner-
vios o la edad juegan malas pasadas. Una aplicación
causa erección inmediata, cuantas veces se desee y
repetidamente. En crema, 900 pesetas. En espray,
800 pesetas.

El afrodisiaco que no irrita, no tiene efectos se-


cundarios y desencadena la sensualidad más repri-
mida. Puede mezclarse con cualquier comida o be-
bida, porque no tiene sabor, ni olor, ni color. 930
pesetas.

Comprimidos de potencia viril que provocan un


rápido desarrollo de la libido y la potencia... ¡con
efecto permanente! Tan eficaz como necesario.

Esencia erótica. Descubra la increíble capacidad


erótica de un aroma. Una esencia maravillosa y su-
til creada por nuestros laboratorios tras años de in-
vestigación, que desencadena la sexualidad al instan-
te y atrae irremisiblemente al sexo opuesto. Sus
efluvios actúan sobre los puntos del cerebro que co-
rresponden a la sexualidad animal. 500 pesetas.

Ya, más grosero aún, llega otro anuncio:

Crema para aumentar la longitud y el grosor del


sexo masculino. Una virilidad de dimensiones redu-
cidas puede crear complejos en el hombre e insatis-
facción psicológica en la mujer. Por eso BURROTE
está orgulloso de lanzar su crema al mercado, asegu-
rando el crecimiento y engorde del órgano viril, en
proceso lento o «con urgencia» de sólo quince días.
1350 pesetas.
En el colmo de lo soez y sin recatarse para darlo a la
publicidad en prensa, siempre con apartado de correos
como referencia, las opiniones de imaginarios clientes de
los que facilitan foto con los ojos tapados por una tira ne-
gra y el nombre propio, llegan a afirmar: «Me llaman nin-
fómana, pero me gusta. Era víctima de la frigidez y ahora,
al usar la esencia X, estoy siempre caliente y mis amigos
se agotan antes de saciarme.» «Yo sufría un gran complejo
por la pequeñez de mi miembro —10 centímetros—, hasta
que seguí su tratamiento, aumentando mi pene cinco cen-
tímetros en menos de un mes y sigue creciendo, haciéndose
más largo y gordo. Ahora soy «el gallo» del barrio y me
buscan para todas las fiestas. Tengo una orgía sexy cada
noche.»

Los anuncios recuerdan a los árabes, que ya en el si-


glo VIII usaban olores genitales caballares para la insemi-
nación artificial de sus animales. Les pasaban un trapo
impregnado en tales vapores, por el morro. Y funcionaba.
Siempre, indefectiblemente, estos anuncios llevan la
firma de centros norteamericanos, desde los que el doctor
Peter Pérez, del Center Sexologic, o el doctor Perpingwer,
del Sinderman-Center, aseguran, con tan edificante como
lírica literatura, que no hay problema sexual que no sea
vencido.
Y por aquello del Plan Marshall, un tal doctor Robert,
usando en otros anuncios el nombre de doctor Alexander
(con la misma foto), pasó de los virilizantes a las prome-
sas de dotar de pelambrera abundante a las bolas de bi-
llar. El Periódico barcelonés del día 13 de diciembre de
1981 denunció la doble personalidad del supuesto «doctor»,
publicando los dos anuncios para una sola foto.
Así, el 27 de diciembre de 1981, El Front d'Alliberament
Gai de Catalunya lanzaba una llamada de alerta a todos
sus miembros —en el buen sentido de la palabra— para
que no usaran el afrodisiaco «Poppers», habitualmente usa-
do por los pargelas y que había provocado la muerte de
toda una serie de gays en Europa y Norteamérica.
EL LIGUE

Seguramente el primer timado en la historia de la huma-


nidad sea Adán, a quien por una sola manzana le dejaron
sin paraíso; por lo leído, la manzana, el «ligue», era tan
hermosa que el pobre hombre no pudo resistir y le atizó
un mordisco, cansado de verla y admirarla, siempre ten-
tadora y atractiva.
Lo difícil es saber cuál fue el primer timado por el in-
genio de otro hombre. Decía el inolvidable periodista ma-
drileño Francisco Serrano Anguita, que en su viejo archivo
de reportero de sucesos guardaba unas docenas de histo-
rietas de engaño, entre las que destacaba doña Baldomera,
la hija del insigne Mariano José de Larra, organizadora
tras la muerte de su padre y la abdicación de Amadeo de
Saboya, de una Caja de Imposiciones con la que se llevó
los dineros de sus ingenuos y codiciosos «accionistas»,
como pasados muchos años se los llevaría otro avispado
en Igualada (Barcelona). 1
Entre tantos galafates y belitreros como los reporteros
de sucesos policiales llegamos a conocer, a mayor o menor
distancia, es muy difícil barajar y conseguir clasificar y
ordenar embustes, trapisondas, nombres «fules» y camelos
múltiples; pero como no podemos negar que cada nuevo
timo o engaño que aparece es una nueva rama surgida del
tronco de la estafa, hemos de echar mano del árbol genea-
lógico del tramposo y remontarnos hasta donde buenamen-
te podamos, en nuestro afán por ofrecer una enciclopedia
del timo lo más completa posible.
El día 1 de febrero de 1758 apareció en Madrid un dia-
rio titulado Diario noticioso. Curioso. Erudito y comercial.
Público y económico, que en el año 1800 pasaría a ser el
famoso Diario de Madrid, en cuyas páginas se publicó en
mayo de 1808 el primer timo del que tenemos noticias im-
presas.
En la primera página publicaba Diario de Madrid la
orden del día (Ordre du Jour), en castellano y francés, ple-
tórica de órdenes y mandos, de amenazas también. En la
última, todo eran anuncios. Y uno de ellos no tiene des-
perdicio:

1. Véase timos: «La gallina de Igualada», p. 43, y «Doña Bal-


domera», p. 38.
Se llama a la conciencia cristiana de una dama y un caba-
llero que el dia 5 del presente mes de mayo, en la plaza Mayor
amistaron con un sargento de la séptima compañía, segundo
batallón de polacos, señor Stanislas Schapumski, y del cual,
inadvertidamente, se llevaron una mochila, conteniendo cin-
cuenta napoleones y dos figuras en miniatura españolas, orla-
das de piedras finas, para que, tocados de la gracia divina, la
depositen, con su contenido, en la portería con torno del con-
vento del Carmen Calzado, en la calle de los Expósitos —que
es la calle del Carmen, actual—. Si así lo hicieran, se les ro-
gará a Dios, aplicándose los napoleones en favor de las ben-
ditas ánimas del purgatorio. Laus Deo.

El anuncio no hemos logrado saber si obtuvo resultado


positivo; pero en los archivos policiales sí que encontramos
a quién supo contarnos el tipo de timo del que debió ser
víctima el sargento polaco Stanislas Schapumski, «julay»
por la gracia de una pareja de españoles.
Ni la guerra, ni la ocupación de los franceses, pudieron
con los picaros que, en esta ocasión, formaban una atrac-
tiva pareja de la que destacaba ella, una guapa y castiza
madrileña de caminar provocativo y prometedor mirar.
El sargento, apuesto, fanfarrón y ligonero, se cruzó
varias veces con la hermosa española y observó, orgulloso,
que no le resultaba indiferente a la dama, pese a ir acom-
pañada de «un lechugino del país, enlevitado, cursi y nada
atractivo», pensó.
Se las compuso el militar para coincidir con la pareja
en una botillería y solicitando algunas direcciones del ca-
llejero logró entablar conversación con la dama y su acom-
pañante. Estaban en «El Majo», en pleno Arco de Cuchi-
lleros, como tres viejos amigos. Hasta que ella, que se lla-
maba Luisa, recordó que tenía que pasar a ver a su
tía, que allí cerca tenía su casa. Se negó a acompañarla,
indolente, el que había dicho llamarse Carlos y ella mani-
festó su intención de ir, aunque fuera sola, a la visita. Se
ofreció el sargento, galante y esperanzado, a acompañarla
y, aunque Carlos se mostró celoso, accedió, un tanto a re-
gañadientes, diciendo:
—Porque se trata de usted, que me ofrece, sin saber por
qué, confianza. Le agradezco la proteja de tanto pelmazo
como por ahí anda. Yo le guardaré su mochila mientras
tanto, y así, por unos minutos, cambiamos de tesoro...
Rieron todos. Y se fueron la bella y el polaco. Se fueron
a una casa de la Cava de San Miguel, a cuya puerta quedó
el militar bajo promesa de quedar sólo durante cinco mi-
nutos. Pero pasó media hora, y al no regresar la dama, a
la que Stanislas pensaba citar para el día siguiente, optó
el conquistador por regresar a la botillería y comunicar la
novedad a Carlos a la par que recoger su mochila. Allí fue
la sorpresa: ni Carlos ni mochila. Ni nadie conocía a la
pareja, que nunca habían estado en «El Majo».
Ignoraba el sargento que aquella casa de la Cava de
San Miguel era la espalda de una de las casas de la plaza
Mayor, aunque aquéllas fueran más altas. A la guapa ma-
drileña le fue muy sencillo entrar por una calle y salir por
la plaza, reuniéndose con su amigo y largándose los dos
con la mochila del «palomo».
Veinte reales costaron los anuncios a Stanislas Scha-
pumski, anuncios redactados por un fraile carmelita des-
calzo, al que acudió el sargento a contar su problema. El
carmelita redactó de tal manera aquella llamada a la dama
y el caballero que de haber llegado a su conciencia y ha-
berse recuperado la mochila, se habría quedado con los
napoleones, «en favor de las ánimas del purgatorio».

«EL PITO-FLEXO»

El tema me lo brindó el famoso urólogo catalán Antonio


Puigvert, mientras recorríamos las salas de su castillo de
Olost. No sé por qué la conversación que manteníamos
mientras contemplábamos el formidable museo allí creado
por el médico nos llevaría a los implantes de protesis pe-
neanas; recuerdo que el doctor Puigvert acababa de jurar-
me, entre tacos bien colocados, que a sus 78 años «funcio-
naba». Quizá por ese camino de intimidad, que para él es
vereda de naturalidad, me llevó hasta la prótesis peneana,
contándome entre carcajadas que debía de ser divertidí-
simo llevar colocado un pene de perenne erección, que obli-
garía a accionarlo hacia abajo para orinar, de frente para
fornicar y hacia arriba para poder caminar, sin llamar la
atención.
—Como si fuera un flexo —le dije.
—¡Sí, señor! «María, que vui pichá! M a r í a , que vui car-
dá! María...! —exclamó en catalán.
Así nació lo de «pito-flexo», nombre con el que bauticé
el invento alemán de una prótesis de silicona y plata, sobre
el que había recibido mi ilustre amigo suficiente propagan-
da para ponerme al día de algo que a él le incitaba a reír
sin freno y a mí me removía la curiosidad de mi «timo-
teca».
El asunto —catalogado por diversos científicos de au-
téntico engaño— lo aireamos por Radio Nacional, entre el
locutor Luis del Olmo y un servidor. ¡Dios, la que se armó!
Se enfadaron mucho quienes lo andaban implantando y
nos aplaudieron los demás. Y ni pitos ni palmas buscába-
mos nosotros, interesados únicamente en saber si un «pito-
flexo» sirve de algo, o no vale para nada. Porque —como
opinaba don Antonio Puigvert— las cuestiones sexuales
son de carácter psíquico y aquel costoso palo nada le iba a
hacer sentir a su propietario. Entendíamos la existencia del
marcapasos, manteniendo el ritmo del cansado corazón, la
diálisis para los enfermos del riñón, consiguiendo la elimi-
nación de toxinas peligrosas para el organismo, la denta-
dura postiza, dispuesta para triturar alimentos que las en-
cías no podrían dominar, o la pierna artificial, la mano
mecánica...
— Lo de la prótesis peneana es algo así como el pelu-
quín —comentó otro médico—. Con la diferencia de que
el peluquín se exhibe y satisface nuestra vanidad o coque-
tería, pero «eso», ¿cómo lo vas a llevar por ahí, de exhi-
bición?
—A quien debe satisfacer es a la parte contraria, ¿no
es así?
A esta mi pregunta no le dieron respuesta. En cambio,
a las opiniones de ellos le quería dar una especie de de-
mentuelo que me esperó en la radio y a la hora en que
acabó el programa, y salíamos del estudio-salón, quería ba-
jarse los pantalones y hacerme una demostración del im-
plante que llevaba, que le habían hecho en Barcelona y que
juraba había sido la solución a su terrible problema de im-
potencia. Las pasamos canutas para lograr que se fuera sin
«presentar armas», como un exhibicionista de pega, ante
el guarda jurado que registraba las visitas, la pareja de la
policía nacional de servicio y el numerosísimo público que
abandonaba el estudio donde se acababa de ofrecer el
programa De Costa a Costa.
—¿Cómo lo ponen y qué es lo que en verdad colocan?
— M i r e usted. Son como unos flejes de goma siliconada
con filamentos retorcidos para impedir la retracción. Ni
se pueden romper ni te pueden perforar..., porque van por
dentro, ¿sabe? Te operan en menos de media hora y a las
tres semanas ya puedes probarlo...
Se relamía al decir lo de probarlo, como si no fuera te-
rrible lo de tumbarse en una mesa de operaciones para que
te abran tan delicada parte y te metan dentro esas tiras
de silicona y plata, que valen unas ochenta m i l o noventa
mil pesetas, como la intervención. Es decir, que tener un
«pito-flexo» cuesta cerca de doscientas m i l pesetas.
—Bueno, bueno... Pero usted no sabe lo que es carecer
de potencia. Es muy sencillo criticar, reír, hablar... Los
parapléjicos, y muchos otros tipos de enfermos, encontra-
ron en esta solución alemana una nueva emoción, ¿sabe?
Cuando se lo conté al profesor Puigvert se tuvo que
apoyar en una mesita para no perder el equilibrio, de la
risa que le entró.
— E l pene lo puedes dirigir y estabilizar, para el coito,
para la micción y para su reposo. Y te lo estiran, o enco-
gen, a tu gusto. Es decir, que puedes tener un pene al ta-
maño que desees. Los hay de 9,5 milímetros de diámetro
para 16, 17, 18, 19, 21, 22 centímetros de longitud, y de 11
milímetros diámetro para una longitud que puede ir de
18 a 24 centímetros...
Las fotografías de una operación van adjuntas a la li-
teratura. Contemplarlas puede rebajar la longitud reseña-
da a un centímetro y medio.
— U n chisme así constituye todo un timo para ellas
—me decía el doctor Puigvert—. La erección no la han con-
seguido con sus encantos y su femineidad, ¿o sí? Y ellos
no sentirán goce final de ninguna clase. Es para llorar.
Creo que cuando Dios le da a uno esta o aquella ausencia,
hay que tener la suficiente fe para aceptarla. Lo sexual no
es vital. H a y quienes renuncian a esos goces y no por ello
se mueren.
—Las erecciones se ganan a pulso y no con siliconas
—comentó otro urólogo.
—Aunque dispongan de un pene, éste no dejará de
ser un consolador para ella y nada para él —añadió un ter-
cero.
Uno, que ante los doctores no se atrevía a opinar, echó
su cuarto a espadas comparando el pito con una de esas
porras de defensa. Así pude preguntar si era correcto ti-
tular, «pito con chasis».
—Bueno: no sólo es correcto, sino que los cirujanos
que se dispongan a rellenar penes fláccidos recibirán 14
pares de flejes, o chasis y un medidor para determinar la
longitud precisa que admite el paciente.
Frente a tales opiniones, siguen en contra los que ase-
guran que el «pito-flexo» es ideal para los diabéticos, dada
la impotencia que de ellos se apodera y la imposibilidad de
dominarla por otros medios.
—Los demás, y especialmente los de la tercera edad,
que son los clientes más fáciles, gastarán su dinero en un
accesorio tan inútil para ellos como ese perrito de peluche
que mueve la cabeza tras la luna trasera de algunos auto-
móviles.
Un sexólogo, con gabinete abierto al público y sección-
consultorio en una revista de gran tirada, Fernando La-
torre, respondió así a mi consulta:
— M i obligación ética y moral es la de afirmar que en
mi consulta se han presentado varios casos de individuos
que habían sido intervenidos quirúrgicamente y su pro-
blema seguía sin resolverse. Por el contrario, se había agra-
vado por la frustración recibida al confiar en una solución
no lograda. Las causas que originan una impotencia son de
tipo psíquico en un 95 por ciento de los casos. Sólo existe
un 5 por ciento de origen físico, y de éste se resuelven la
mayoría con tratamiento farmacológico, hormonas, etc.,
que competen al endocrinólogo, o al urólogo-andrólogo. En
los casos de enfermos especiales, como los diabéticos, en
los que la recuperación fisiológica es prácticamente impo-
sible, es quizá en los únicos casos en los que sería acep-
table la implantación de plastias a nivel quirúrgico. En un
99 por ciento de impotencias, la solución quirúrgica no es
una forma ética de resolver el problema. La mayoría de
los casos de tipo psíquico exigen un tratamiento de psico-
terapia sexual y los físicos sólo en un 1 por ciento, aproxi-
madamente, podían aceptar dicha intervención.
Por su parte, el profesor Antonio Puigvert, internacio-
nalmente famoso por su calidad científica y humana, me
contestó así, ante los micrófonos de Radio Nacional de
España, en Barcelona:
—Lo vital del hombre no puede ser suplantado por ma-
teriales amorfos. Las sustituciones óseas en las que el ór-
gano estructural es pasivo, tienen razón de ser y se com-
prende muy bien, pero en otros órganos, que son activos,
se hace muy difícil comprender sustituciones. Por mi parte,
creo además que hay funciones inherentes al hombre y a
la mujer que cuando no constituyen un factor vital, no
pueden resolverse, o practicarse, como en otros momentos
de nuestro ciclo vital, el hombre y la mujer deben tener
resignación a los fenómenos vitales. Recuerdo de una dama
que estaba sujeta a tratamiento para lubricar la vagina y
mejorar el orgasmo. Hay cosas que no sé si dan pena o
risa. Yo comprendería un poco que un mutilado de guerra,
por ejemplo, que hubiera resultado dañado en el sistema
motor de la erección, pretendiera una sustitución como
en ciertas enfermedades, muy pocas. El médico tiene el
deber de hacer comprender al enfermo el statu quo de él
y no enfrascarlo en aventuras, que no quiero nominar, ni
menos juzgar. Lo primero es saber resignarnos a las cir-
cunstancias que el buen Dios de la vida nos impone, amigo
Rubio.

Los norteamericanos, que en cuestiones médicas deben


de tener una especie de CIA puesta en marcha, cuando vie-
ron los flejes de silicona rellenos de plata que colocaban
los alemanes dentro de la titola opinaron que el sistema
era muy rudimentario y que se podía lograr algo que no
obligara a llevarla tiesa todo el día y toda la noche.
El sistema inflable fue el resultado de costosos y largos
procedimientos de laboratorio realizados en Rochester (Es-
tados Unidos), por un equipo internacional de especialis-
tas (?), que situaron una bolsita de silicona en el escroto
masculino, poniendo en marcha un sistema hidráulico que
llena de un líquido especial los dos cuerpos cavernosos que
durante la erección se llenan de sangre, logrando una re-
producción exacta de la erección natural con sólo presio-
nar la bolsita, para inflado y luego para desinflado. Según
las estadísticas realizadas en Estados Unidos en abril de
1983 —cuando abordamos el tema—, suman diez mil los
norteamericanos que llevan un pene inflable, como una
rueda de bici o un salvavidas. Por las mismas fechas se
calculó que eran menos de cien los españoles que llevaban
«pito-flexo».
Dos médicos españoles, implantadores de los vástagos
dentro del pene, opinaron que lo del pito-inflable no sólo
era carísimo, sino que además podía originar problemas
de tipo psicológico y mecánico. El uso de la bomba podía
llegar a generar una fibrosis notable al hacer perder su
elasticidad a las fibras. En defensa de los flejes de silicona
señalaron, «la felicidad lograda por el impotente al quedar
en estado de erección continua», estado, añadieron, que
no debía llevarles a «explotar la situación, ya que la pos-
tura física del pene no es más que un vehículo y la rela-
ción sexual debe seguir la pauta anterior, es decir, sin
abuso y buscando el momento psicológico oportuno, como
cuando se era físicamente potente». Toma ya.
Creo que los impotentes no deben inclinarse, de mo-
mento, por los alemanes o los norteamericanos. Vendrán
los japoneses, que ya estarán estudiando esos sistemas, y
nos traerán «minguillas-transistorizadas», con su manual
en quince idiomas, para el correcto manejo de la radio, el
calendario, el despertador, el cuenta-erecciones, el empal-
mador, el fondo musical erótico y cuanto puedan imaginar
en un pene de funcionamiento a pilas, o enchufado a la
corriente si se tiene a mano, o de fácil conexión a la ba-
tería del coche. Un pene familiar, a lo mejor de quita y pon
—por un poco más de dinero—, que se pueda prestar, pig-
norar, alquilar o regalar en el día del santo del impotente.
O para cuando lo sea.

EL ESPIA P E N E A N O

El mundo de los potentes y los impotentes, sexualmente


hablando, ofrece una interminable gama de ideas a quie-
nes buscan y rebuscan caminos rectos para hacerse mi-
llonarios.
Desde el bribón que vendía solapadamente unas pasti-
llas para multiplicar la potencia, jurando que las traían
los marinos de Norteamérica, hasta los mismísimos labo-
ratorios fabricando bobadas de un mínimo coste para ven-
derlas a precios de jamón serrano, regimientos de pillines
viven como potentados de los impotentes. El de las pasti-
llas cobraba cinco mil pesetas por un tubito en el que ha-
bía diez pastillas que, analizadas por los hombres de la
brigadilla de la Guardia Civil, que las ocuparon en La Bar-
celoneta, resultaron ser aspirinas, con el nombre borrado.
El propio timador se defendía:
—¡Oiga, que daban resultado! Más de un cliente re-
petía...
Pero mi sorpresa casi estalla al saber que existe una es-
pecie de medidor de batería sexual o espía peneano. Va-
mos: que lo mismo que puede uno saber cómo anda su
batería en el coche, puede conocer cómo está su carga se-
xual. El invento, ¡como no!, lleva marca norteamericana y
un nombre haciendo juego: «Nocturnal Penile Tumescence
Monitor.» Los cirujanos adictos al «pito-flexo» opinan que
este medidor de la capacidad erectil nocturna es útilísimo
para conocer las causas de la impotencia, posiblemente vas-
culares. Los médicos no adictos a estas historias sonríen
bondadosos, eludiendo respuesta, o ríen abiertamente, co-
mentando con chistes el asunto.
Resulta que las erecciones nocturnas en hombres sanos
dicen que se relacionan directamente con los movimientos
rápidos de los ojos en las fases del sueño. Es más: asegu-
ran que se producen con intervalos regulares y tres o cinco
veces en la noche, que duran entre 20 y 30 minutos, preci-
samente cuando el sueño es más profundo. No aclaran si
sueñan con la estupenda vecina del tercero, o similar.
El espía peneano actúa por la noche. Es un aparato por-
tátil, de poco peso y fácil manejo, que puede usarse en hos-
pital, en hotel o en casa. El pene va enlazado por cables al
aparato en el que quedan registrados, en tira de papel, to-
dos los casos de erección que se produzcan durante el
sueño. Los mandos y controles están situados de forma que
el paciente no pueda alterarlos y el aparato está garanti-
zado por un año, constando de un cable de treinta pies, un
equipo de control separado, que permite que el «espía» esté
fuera de la habitación, para evitar que pueda influir sobre
los resultados y seis medidores de tamaños diferentes, para
adaptarse a la anatomía del paciente. Hay luces de alarma
que actúan si los medidores no están correctamente co-
nectados y la cosa va con potencia de 115 voltios AC, 60 Hz.
Es fácil imaginar el mosqueamiento del paciente-impo-
tente si descubre que su pene le traiciona por las noches y,
mientras se niega a obedecer de día, se corre sus juergas
nocturnas, no sintonizando con el propietario...

LA VAGINA-CALCETIN

Primero fueron las mujeres, reclamando su derecho a ser


tratadas sin distinción de sexo; luego, los homosexuales,
que consiguieron ser prácticamente aceptados como nor-
males; pero llegaron los transexuales, cientos de miles de
muy variadas nacionalidades, que querían pertenecer al
sexo contrario al suyo, exigiendo que la sociedad y, lo que
es peor, el dinero de los contribuyentes pagasen las inyec-
ciones de hormonas y las operaciones necesarias para con-
seguir su propósito.
Como siempre, Norteamérica fue la primera en ofrecer
programas gratuitos para transexuales, en los que se les
daba tratamiento hormonal y cuidados psiquiátricos, para
adaptarse a su nuevo estado. Lo que no se daba eran los
cinco mil dólares que costaba en aquel entonces la opera-
ción. Los presos de la penitenciaría de Vacaville, que dis-
ponían de un ala de la cárcel donde vivían en comunidad
los transexuales, sometidos al tratamiento gratuito de adap-
tarse al cambio de sexo mientras iban cumpliendo su con-
dena, recibían la inyección de hormonas femeninas, diaria,
más un par de juegos de ropa interior de mujer, que se co-
locaban felices bajo los rayados uniformes. Pero tampoco
las autoridades penitenciarías se hicieron cargo de inter-
vención quirúrgica alguna, dejando a los ex machos com-
puestos... y sin vagina.
Para Manolo Fernández, la Bibi Anderson, que en el
colmo de las ironías del destino se apellida de segundo
Chica, adaptarse a la vida femenina fue cosa de coser y
cantar —aclarando que ni cose ni canta—, porque desde
chiquitito le gustaba llevar braguitas, falda corta, lazos en
el pelo, pendientes... y hacer pis sentadito. Dotado de un
cuerpazo de monumental mujer, de pequeños y duros se-
nos, redondo y carnoso pompis, largas y perfectas piernas,
Manolo Fernández Chica comprendió, cuando cumplía sus
veinte años, que tenía que conservar contra viento y marea
aquel asqueroso pene que le sentaba a su tipazo de tía
buena como una metralleta al seráfico perfil de san Anto-
nio. Y lo tenía que conservar porque con él podía ganar
duros a manta, dando lo que se dice el timo de «la titola».
Consistía el timo en aprovechar la democracia y el des-
tape para lanzarse a las tablas y volver locos a los hombres
con unos strep-teasse como el diablo manda; pero con el
formidable impacto final de soltar la tanga de un hábil gol-
pe de dedo en el elástico, descubriendo aquel maldito pito
que tanto ligue le había echado a perder.
Y así fue. Bibi Anderson hizo famoso su nombre de
guerra, dando a ganar muchos billetes verdes a Manolo
Fernández, de donde quedó demostrado que no hay mal
que por bien no venga y que aquella inoportuna picheja
valía más que todas las del mundo juntas.
El timo de «la picha» salvó a Manolo del «timo de la
vagina». Lo que son las cosas. Empezó su exhibicionismo
cuando empezaban a realizarse los primeros cambios de
sexo, completos, y los homosexuales saltaban gozosos y
dispuestos a que se la cortaran rápidamente.
En Londres, un psiquiatra organizó un perfecto servi-
cio para quienes se sometían a la operación. Una «escuela
de comportamiento para transexuales», capaz de adaptar-
los a su nueva vida: maquillaje, peinado, cocina, trapos...
De todo había que aprender en un ambiente de hotel de
cuatro estrellas, para salir de allí totalmente rodado y pues-
to a punto para alternar, sin meter la pata.
No olvidemos que en 1965 un sargento, Arne Kirsten,
de la aviación de Dinamarca, casado y padre de un chico
de once años, se hizo cortar su apéndice varonil, se separó
del ejército, de su esposa y de sus amigotes y se bautizó
como Anne Kirsten, iniciando la tremenda aventura de con-
vivir con amigas y conseguir que su esposa fuera la mejor
de ellas y su hijo le llamara «tía Anne».
En 1978 fue el sargento de gaiteros del ejército britá-
nico, Farquhar Mcintosh, de 48 años, quien el 8 de agosto
salió del Hospital Real de Glasgow convertido en la señora
Susan Mcintosh. Le acompañaba su ex esposa, Elisabeth,
con la que regresó a su hogar en la isla de Skye. Allí los es-
peraban dos hijas y algún nieto. Y todos los viejos amigos
de la familia, que afirmaron entender la decisión del sar-
gento de abandonar la gaita militar y cortar la otra. El pro-
tagonista de estas historias suele siempre manifestar: «Ter-
minó la pesadilla.»
Ignoramos cómo se acoplan en su aventura al fuerte
cambio. Y cómo logran que se adapten quienes los rodean;
lo que sabemos es que el doctor Randall recibe docenas de
pacientes de toda Europa en su escuela londinense, en pre-
paración hormonal, a los que se encarga de formar en con-
ciencia para que no teman a la intervención que durará
tres horas y los aliviará del desagradable pene con su acom-
pañamiento de testículos.
Por unos diez m i l francos (en 1977), el psiquiatra fran-
cés llegó a transformar en un solo año a 991 hombres y a
235 mujeres, tras una psicoterapia de doce meses, equili-
brando con hormonas a sus pacientes. Para los hombres
que pasaban a mujeres había un curso de feminización a
cargo de una veterana maniquí, encargada de enseñarlos
a caminar, a coger el cigarrillo, a cruzar las piernas... A mo-
dular la voz y a dominar las expresiones.
Pero, una vez logrado el cambio y adaptados los pacien-
tes al sexo contrario, ¿qué?
Mucho se ha dicho y se ha escrito acerca de las «mila-
grosas operaciones» del cambio de sexo, asegurando que
en unas horas se ha cambiado la verga por la vagina, como
quien efectúa el trastrueque de unos cromos infantiles;
pero nadie nos ha contado si esa mutación conduce a algo
positivo, aparte la desaparición de un aparato urinario
para sustituirlo por otro, tan solo en su forma externa. En
Casablanca, en Copenhague, en Londres..., clínicas espe-
cializadas han sido —y seguirán siendo— atracción de tran-
sexuales deseosos de romper amarras con su pasado físico.
A cambio de fuertes sumas de dinero se corta y se cose,
¿para solucionar totalmente un problema?
La palabra «hormona», tan aireada por las publicacio-
nes profanas y tan irresponsablemente prescrita, o auto-
administrada, ocupa un primer plano en el tratamiento de
-estos casos de extirpación. Al intentar feminizar al máximo
un organismo, equívoco biológicamente, se emplean los
estrógenos, que reducen la función de las glándulas sebá-
ceas, estimulando el crecimiento del cabello, importantísi-
mo logro para un aspirante a mujer, y agudizan el tono de
la voz, actuando sobre la laringe. Una mayor suavidad en
la piel se consigue con los gestágenos. En cuanto a la fi-
gura del individuo metamorfoseado, no ofrece grandes pro-
blemas distribuir la grasa y lograr buen contorno de cin-
tura y caderas, aunque sea adoptando prendas de las mu-
chas que ofrece el vestuario femenino.
Las estrellas de cine se someten a inyección retromama-
ria y de ellas han copiado quienes tratan de dar el máximo
énfasis a unos atributos morfológicos que en algunos paí-
ses poseen rango de auténtico fetichismo.
Maquilladores y esteticistas ponen el resto, hasta conse-
guir una imagen muy aceptable, a veces asombrosamente
atractiva. Ahora bien: la opoterapia prolongada tiene sus
graves peligros. Los estrógenos en dosis elevadas inhiben
la eritropoyesis, liberan acetilcolina en exceso, inducen la
degeneración grasa del hígado y ocasionan estados depre-
sivos. La utilización de sustancias plásticas para rellenar
una mama ya ha originado trágicos desenlaces, como el
de aquella vedette parisiense que cubrió durante semanas
la crónica negra del mundo.
Pero vamos a la vagina. El doctor Emilio Alfaro Gracia,
director del Instituto Ginecológico de Zaragoza, me ase-
guró que la creación de vagina artificial fue siempre un
tremendo fracaso, y añadió:
—Puedes decir que las mujeres, o los individuos pato-
lógicamente sexuados, sin vagina, tienen hasta hoy un
amargo porvenir en cuanto a su vinculación a unas nor-
males relaciones sexuales. Cuatro quintas partes de las
vulvas son ya anormales, con un meato abierto en hor-
quilla, sin himen, sin fosa navicular ni glándulas de Bartho-
lino. El resto de los casos, con vulva normal y uretra ante-
rior, el espacio comprendido entre el himen y la horquilla
permite ensayar únicamente —el doctor hizo hincapié en
la palabra— el procedimiento.
Le rogué al ilustre especialista en obstetricia y gine-
cología que me eliminara al máximo los términos cientí-
ficos y le disparé:
—¿Es un timo lo de la vagina artificial?
—Sí. Rotundamente, sí. Todos los disconformes con su
sexo ponen sus esperanzas en la cirugía, animados por lo
que leen en cierta prensa de «delicada operación» que con-
virtió al sargento Chrístianssen en la señorita Christians-
sen.
—¿Y no es verdad?
—Resulta obvio que la cirugía radical simplifica nota-
blemente el caos orgánico en muchos de los estados sexua-
les confusos. La resección de un clítoris fálico e, incluso,
la de un auténtico pene están al alcance de cualquier ciru-
jano experto; pero crear una vagina artificial alcanza pro-
porciones prácticamente insalvables.
Efectivamente, el doctor Robert, en París, dijo luego lo
mismo en una obra técnico-quirúrgico-ginecológica. La ci-
rugía es impotente frente al problema de las malformacio-
nes genitales y sexuales. Sólo puede dar solución parcial
al caos biológico de quienes las padecen.
—Lo que pasa es que en Casablanca, en Londres, en
Copenhague..., recurren a la «apariencia» de normalidad
sexual que, en muchos casos, sosegará la terrible angustia
de quien se ve y se siente distinto, anormal, rechazable en
una sociedad de seres sexualmente hábiles. Una vez logra-
da esa «apariencia», una resignación más o menos melan-
cólica, arropada por una psicoterapia especializada, como
las escuelas para transexuales, hará menos infeliz la exis-
tencia de unos hombres, o de unas mujeres, cuyos orga-
nismos sufrieron los primeros embates de la adversidad
cuando apenas poseían aspecto humano.
Insistimos en que el doctor Alfaro nos hablara del timo
de «la vagina artificial», en puro cristiano. Y sonrió bajo
sus barbas de sabio distraído, otorgando:
—Verás: considerando que hemos logrado el «clivaje»
perineal entre vejiga y recto, cuya longitud está limitada
por la distancia de la piel al Douglas, ¿cómo mantener esa
cavidad? ¿Cómo conseguir que esa especie de vagina sea
habitable? Existen adminículos acrílicos en forma de ci-
lindros, pero su colocación con carácter permanente impe-
diría cualquier epidermización de esa cavidad. Schubert
utiliza mucosa rectal, y Robert sentencia: «La operada me
pareció como una desdichada portadora de un ano iliaco
de múltiples fístulas períneales, de un ano destruido y de
una vagina inhabitable.» Es decir, en el mejor de los casos
el paciente requiere constantes dilataciones y la inversión
del asa ocasiona desastres inimaginables.
—Pero yo he leído que las vaginas que hace el doctor
Bohdan Hejduk son de grandes proporciones y profun-
didad...
—Siempre acaban en prolapsos gigantescos. Y así se ha
llegado a pacientes que quedaron en el quirófano o que lle-
garon al suicidio, deprimidos por el fracaso de su falsa
vagina que de nada les servía.
«Una especie de calcetín que se va estrechando y atro-
fiando —llamaría en algún momento de la conversación el
doctor Alfaro a la vagina artificial—. Una peligrosa vaina
que por mantenerla habitable puede conducir a la muerte
a su dueña o dueño —añadiría en otro momento. Y la ra-
zón se la han dado docenas de casos que saltaron de los
herméticos centros clínicos donde se realizan esas inter-
venciones a las páginas de los periódicos. En España está
prohibido castrar. El Código Penal, en su capítulo I V , rela-
tivo a las lesiones, afirma: «Artículo 418. El que de propó-
sito castrare o estelirizare a otro, será castigado con la
pena de reclusión menor.» Y el artículo 419 reclama: «La
mutilación de órgano o miembro principal ejecutada de
propósito, será castigada con la pena de reclusión menor.
Cualquiera otra mutilación se castigará con la pena de pri-
sión menor.» Y el código aclara: «Las penas señaladas se
impondrán en sus respectivos casos, aun cuando mediare
consentimiento del lesionado.»
Una de las muchas víctimas del timo de «la vagina ar-
tificial» fue Humberto Lacerda Capelli, la célebre vedette
Lorena Capelli, muerta —¿o muerto?— en el quirófano, en
octubre de 1976. Humberto fue a operarse a Nueva York,
cuando tenia 20 años de edad. Y en carta a sus padres, que
nunca la comprendieron, dijo: «Ahora tenéis una hija. Los
cirujanos tienen lista de espera de meses para intervenir
en Casablanca, Nueva York, Bruselas... Cientos de jóvenes
del «tercer sexo» aguardan turno para cambiar. El tran-
sexualismo se ha puesto de moda, como los gays o los tra-
vestís. Y muchos acuden al cirujano porque creen que una
vez operados van a tener más oportunidades de trabajo,
y ahí viene el fracaso que suele acabar en suicidio. Porque
no son auténticas transexuales. A mí la operación me ha
liberado y me siento la mujer más feliz del mundo, aunque
a veces lloro porque sé que nunca podré tener hijos...»
Humberto Lacerda nació en Brasil. «Con un defecto
como el de un cojo o un tuerto: mi aparato genital era de
hombre», diría siempre. Consiguió operarse en Nueva York
cuando tenía 20 años y no quedó todo lo bien que soñaba.
Había pensado que podría hacer feliz a un hombre y des-
cubrió que aquella vagina era un saco sin reacciones, vacío.
«Conseguía engañar a los hombres, pero no a mí misma.
Me habían dejado una vagina demasiado pequeña. Me hi-
cieron en España una operación correctora en 1974 y en
1976 tuve que volver a ensanchar; pero me fui a Casablanca
para que me colocaran una vagina nueva, porque la de
Nueva York sólo problemas me estaba creando...»
El propio médico barcelonés al que acudió implorando
ayuda contó que desde 1951 practicaba un método propio
de formación de vagina artificial (vaginoplastia), basado en
el injerto libre de piel recubriendo una prótesis de poli-
metacrilato...
— E n el caso de Lorena Capelli existía una vaginoplastia
practicada hacia dos años en el extranjero. La vagina era
insuficiente a todas luces y se trataba de una paciente cro-
mosómicamente masculina, pero no morfológica, y psico-
lógicamente muy femenina, que había sido sometida a cas-
tración y vaginoplastia partiendo de las formaciones cutá-
neas de genitales externos. Propuse un método de amplia-
ción vaginal a base de intestino, descrito en todas las obras
clásicas de la especialidad y aclaré a la interesada que se
trataba de una intervención quirúrgicamente importante
y delicada. Ella dio su aceptación inmediata. Consulté con
una autoridad médica barcelonesa la legitimidad de la in-
tervención y me hizo saber que lo ilegal en España era la
operación que llevaba hecha en el extranjero; en cambio,
era perfectamente lícito tratar de resolver un problema
ginecológico, aunque fuera consecuencia de la intervención
que llevaba practicada. Tras siete días de preparación in-
testinal medicamentosa, practiqué la intervención el día
16 de octubre, sin incidencias, con postoperatorio normal
de tres días.
Siete días después hubo fallo renal y ya no dio tiempo
ni a trasladar a la infeliz Lorena, o el desgraciado Hum-
berto, al riñón artificial. La paciente presentó hemorragia
difusa del campo operatorio, agravando el cuadro clínico
y entrando en fase de shock irreversible. Murió sin haberla
movido de la mesa de operaciones y a los quince minutos
de terminada una segunda intervención, víctima de aquella
falsa vagina que le colocaron en Nueva York y que tuvo
que cambiar en el Bureau Casablanca, por cinco mil mar-
cos pagados al contado, antes de operar, y firmando un do-
cumento en el que liberaba al médico de toda responsabi-
lidad, si sucedía algo irremediable.
Descanse en paz Humberto Lacerda Capelli, o Lorena
Capelli, víctima de un inútil cambio de órgano con el que
buscaba la felicidad y perdió el dinero y la vida.

«LA FOTO-SEXY»

El cine, en especial el norteamericano, nos ha mostrado


muy a menudo a unos agentes teatrales en mangas de ca-
misa, purazo entre los dientes y rostro de cemento armado,
ante cuya puerta hacían cola docenas de estupendas chi-
cas, dispuestas a conseguir un puesto de trabajo a costa de
lo que fuera. El agente las sometía a un test de enseñanza
carnívora —«Enseña las piernas», «Ensancha el escote»...—,
y descubría inmediatamente los valores morales e intelec-
tuales de la aspirante.
Sin despacho, sin plazas de trabajo que cubrir, sin en-
tender una palabra de cante o de baile, un auxiliar sanita-
rio de una clínica de Sitges —veintiséis años y una carga
erótica bastante regular—, dotado de tanta o más caradura
que el norteamericano de película, ideó un sistema que le
proporcionara las mejores chavalas en las más idóneas cir-
cunstancias de capitulación sexual. Mezcló los modus ope-
randi de los timos de «la vanidad», «el artista», «el paro»
y «el ligonero», y se echó a la calle, alternando por pubs,
discoteques y salas de fiestas, —de las que no le faltaban
en Sitges—, bajo la apariencia de todo un agente de publi-
cidad para spots y filmes, videos y comics.
Corrió la voz de que andaba buscando mujeres hermo-
sas, o simplemente con «clase», para todo tipo de publici-
dad moderna. Él era el jefe de los equipos fotográficos y
su misión consistía en dar el «visto y buenísimo», tras to-
mar unas fotos que no tenían que ser desnudos integrales,
pero sí parciales.
Nunca se sabrá cuántas chicas acudieron al «productor».
Lo cierto es que Silvia fue la primera que le denunció ante
la policía. Silvia tenía veinte años espléndidos en todos los
sentidos...
—Sólo sé —dijo— que se llama Fernando y que le co-
nocen por «el chico de la BMW», porque monta una moto
sensacional.
La policía empezó a buscar al «chico de la BMW», bajo
acusación de intento de violación, en pleno bosque, de una
joven a la que dejó encadenada a un árbol. Porque Silvia
contó que Fernando la llevó en su colosal moto hasta el
bosque, donde tomó una serie de fotos en diversas poses
sin mayor importancia. Luego dijo que quería retratarla
para una fotonovela sobre secuestro de una chica y que
tenía que atarla a un árbol. Ligerita de ropas la rodeó con
una cadena que llevaba en la moto, echándole un grueso
candado al final. Luego en vez de tomar la Nikon y empe-
zar a enfocar y disparar inició un descarado sobo de los
reconocidos en el Código Penal como «abusos deshones-
tos».
Gritó Silvia como desesperada cuando entendió que
aquella agresión no era un simple aprovechamiento amo-
roso y se mantuvo en su magreo el sádico sanitario, arro-
pado en su ventaja de tener atada y medio desnuda a la
guapísima chica, a la que dejó cuando se convenció de que
no estaba dispuesta a sucumbir.
— M e dejó atada y me quitó dos pulseras de oro, unas
gafas de sol y las bragas. Subió a la moto y se alejó a toda
velocidad, tirándome las llaves del candado a los pies y
amenazándome si le denunciaba.
La muchacha logró romper unas ramas y llegar a las
llaves, con lo que pudo liberarse, caminando ya a oscuras
hasta encontrar una carretera en la que hizo autostop, lle-
vándola a la comisaría de San Gervasio, en Barcelona, el
amable conductor que la recogiera.
La B M W perdió al falso Fernando, al que aún encon-
traron las pulseras de oro de Silvia, cuando registraron su
domicilio.
Al relatar por radio las aventuras del falso publicista y
falso fotógrafo acudieron en cadena varías chicas que ha-
bían sido víctimas del embustero-erótico. Recuerdo que el
juez le había puesto en libertad al no existir violación y
jurar el detenido que se había limitado a acariciar a la bella
modelo, y tuvo la policía que volver a buscarle y a detener-
le. Tres chicas más le denunciaron formalmente. Las tres
habían pasado por la moto, el árbol y la cadena, asegurando
que se quedó en las tres ocasiones en abusos deshonestos.
Actuó en favor del inventor del timo de «la foto-sexy»
el que siempre dejara las llaves del candado a sus víctimas,
evitando que quedaran solas, en la noche, a merced de ali-
mañas y violadores. ¡Ah!, robó a todas cuanto dinero lle-
vaban encima, así como las joyitas con que cualquier chica
se adorna. Compensaba de esta forma sus gastos de al-
terne y de gasolina.

EL VIRILIX

Las revistas más eróticas ofrecieron a los lectores de aque-


llos meses de diciembre, enero y febrero de 1978-1979, una
llamativa página publicitaria, ilustrada —es un decir—
con la fotografía de una pareja, hombre y mujer, desnuda y
abrazada, tumbada sobre blancas sábanas. Una fotografía
a todo color y orlada con pequeños corazones salteados en
blanco y en rojo.
A grandes tipos de imprenta se leía, entre exclamacio-
nes: «¡Un mundo lleno de nuevas sensaciones!» Y bajo la
foto, en apretado texto, la siguiente prometedora leyenda:
«Una gama de productos experimentados con gran éxito
en toda Europa, le brindan la posibilidad de vivir unas nue-
vas sensaciones en la relación sexual más completa. Entre
en la aventura más excitante del amor en perfecta armo-
nía y con plena satisfacción para los dos.»
Luego, pensando en todo tipo de lectores, la oferta:
«Para el hombre: V I R I L I X , producto natural que permite
potenciar la virilidad del hombre. P E N I L I X , producto na-
tural que permite evitar la eyaculación precoz.
»Para la mujer: F E M I N I L I X , producto natural que per-
mite aumentar la sensibilidad sexual de la mujer y favorece
el orgasmo.»
En el ángulo inferior izquierdo, un cupón, a recortar,
con la literatura que sigue: «Recorte y envíe este cupón de-
bidamente rellenado al apartado de Correos 22 284 de Bar-
celona.

Sr./a calle n.°


Población D.P
Deseo recibir:
• VIRILIX 1500 pesetas
• PENILIX 1500 pesetas
• FEMINILIX 2000 pesetas
Indíquese en el recuadro la cantidad de productos que desea
recibir.
Acompaño resguardo de talón o giro, por el importe que
corresponda (sin gastos de envío) —se leía al principio. Pero
luego, en otros anuncios posteriores, se rectificó y decía—: El
importe lo haré efectivo contra reembolso, más 80 pesetas de
gastos de envío.

Es fácil imaginarse los miles de bolígrafos que salieron


de sus bolsillos para rellenar el cupón, aquí, allá y acullá,
en la aldea y en la gran ciudad, en el Norte y en el Sur, so-
licitando el elixir maravilloso que por mil quinientas pu-
ñeteras pesetas podía «cargar la batería» del abuelo, del
Tenorio, del fornicario o fornicaria...
Hubo gamberro que envió el cupón solicitando más car-
gas de Feminilix que de lo otro, porque su intención era
invitar a las mozas del pueblo a refrescos preparados, para
ponerlas cachondas. Y abuelete que rompió dos bolígrafos
de lo aprisa que quiso escribir para que le mandaran un
kilo de aquello que había oído contar a los mozos de la
ciudad que ponía el pito tieso y no había mula capaz de
bajarlo en 24 horas.
El introductor en España del alzapichas era un tipo
elegante, de blanco cabello y verdes ideas, educado y man-
dón, que se presentaba como «doctor Henri Paul Pradier»
y se despedía como cualquier timante del timo «del naza-
reno».
Mejor aún, el «doctor Henri» mezcló dos timos en
uno, agitó la coctelera, y en vez de levantar pitos de la ter-
cera edad levantó billetes tan verdes como sus anuncios.
Y muchos. Entre el timo del «nazareno» y el timo «del
anuncio» se forró en sólo dos meses y medio. Se calculó
que rondaban los 100 000 000 de pesetas la cantidad de di-
nero que estafó.
Primero alquiló un par de pisos, por 25 000 pesetas el
uno y por 40 000 el otro, en céntricos lugares de la gran
ciudad. Luego los amuebló, sin regatear lujos, adquiriendo
lo mejor en moquetas, en muebles, en alfombras, en flores,
en trajes, en zapatos, en relojes, en lámparas, en libros...
Y como iba a dedicarse a negocios, ya que su título de mé-
dico francés no le permitía ejercer la medicina en España,
encargó multicopistas, calculadoras, fotocopiadora, apara-
tos de fotografiar y filmar y muchos y caros licores, entre
los que abundada el whisky más exquisito, aunque lleve
nombre de cabra.
Todo lo pagó el bribón del doctor con letras a 60 días
vista. Hasta la publicidad de los tres afrodisiacos que iban
a devolver los veinte años viriles al más canco de los jubi-
lados nacionales, publicidad que encargó a una agencia y
ésta programó con el título de «Campaña Virilix», iniciada
en diciembre, llevada a la cumbre en enero y para cobrar
el 28 de febrero. Una campaña desarrollada a través de
cinco revistas eroticopornográficas, cuyos cupones recor-
tables llovieron en el lujoso apartamento de la calle Con-
sejo de Ciento, 80, tras aterrizar en el apartado de Correos
que figuraba en los anuncios.
La policía barcelonesa podría mostrarles, en las dili-
gencias realizadas aquellos días, listas interminables de
gentes que querían virilidad o cachondez, enviando por an-
ticipado el dinero. Ninguna de ellas recibió —que sepa-
mos— producto alguno para satisfacer su lascivia. Y nin-
guna denunció el timo de que había sido objeto. Ni existían
el Virilix, ni su hermano el Penilix, ni mucho menos el Fe-
minilix. Eran tres inventos del «doctor Henri», con los que
estafó 1 200 000 pesetas a la agencia de publicidad, a la
que no pagó ni un duro, y a todos cuantos le enviaron su
dinero, o sus pedidos de muebles, licores, alfombras, mul-
ticopistas, flores, moquetas, lámparas...
Cuatro días antes de que caducara el plazo de 60 días
obtenido para hacer frente a sus compras, el «doctor» al-
quiló dos o tres furgonetas sin chófer y se llevó de los
pisos alquilados cuanto había almacenado. Se lo llevó a
lugar ignorado. Y dejó a su secretaría y a un empleado
incluidos en el paro, sin tan siquiera despedirse de ellos,
o pagarles al menos.
Como los calvos que sueñan con un hermoso pelo ocul-
tando su calavera a los quince días de rociarla con una
loción mágica, así debieron de quedar los de la «tercera
edad» que soñaron con devolver a su marchito aparato todo
el empuje de un Supermán, al recibo de los productos
que desde Barcelona le iban a mandar por correo.

EL PARDILLO

Por fuerza hay que ser pardillo y cachondo, para picar en


timo tan burdo; pero picaron muchos, según mis noticias.
Desde Guitiriz (Lugo), y utilizando un apartado de correos,
alguien escribió una carta, con letra menuda y apretada,
que enviaba a hombres de cualquier punto de España, pre-
feriblemente no muy alejado del remite. Con la carta, una
borrosa fotografía de una chica desnuda:

Soy una chica de veintidós años, 1,67 de estatura y, según


dicen, bastante atractiva. Te mando una foto para que puedas
juzgar, espero te guste, aunque haya salido algo borrosa.
Por motivos de mi trabajo me puedo desplazar a cualquier
ciudad y a partir del 15 de noviembre podría estar en ésa. Si
te interesa mi oferta, mándame lugar y fecha para encontrar-
nos y empezar unas relaciones sexuales esporádicas, pero que
se pueden alargar durante varias veces al año. Mándame mil
pesetas en sellos o billete, así sabré que no se trata de una
broma. Recibe besos. S. F.

Quienes imaginaron que su fama de sementales había


llegado a Galicia, y que la de la foto había tenido referen-
cias a través de alguna chavala de cualquier casa de líos,
o puti-club, enviaron los sellos, relamiéndose. Algunos, aun-
que sólo fuera por ver en qué terminaba aquello. Para to-
dos acabó igual. El cachondo autor de la carta aún debe
estar escribiendo sin pagar un sello en el estanco, gracias
al timo del «pardillo cachondo».
Timos comerciales

«LA V E N T A PIRAMIDAL»

Hay timos que convierten al timado en timador. Por ejem-


plo, el de la falsa moneda. La mayoría de los mortales, cuan-
do descubrimos que nos han colado un billete chungo, em-
palmamos la rabia con el afán de colocarlo a un tercero.
La reacción puede admitirse como lógica cuando se sabe
que si el engañado acude al Banco de España a contar lo
que acaba de descubrir, el banco se queda con el billete,
anota el nombre del ciudadano de tan cívicos valores... y
se acabó la historia. Dado que ser honrado cuesta dinero,
el ciudadano se convierte en eslabón de la cadena de ma-
nos por las que va pasando el falso billete, con lo que no
pierde dinero alguno.
Sucede lo mismo con los timos llamados de «el proce-
dimiento piramidal», en su versión de «ventas». En un in-
forme confidencial del F B I , publicado por el periódico de
California, The San Francisco Chroniche el 6 de septiem-
bre de 1976, se comunicaba a los lectores que la firma Best-
line Products y sus empleados habían sido multados por
valor de 1 800 000 dólares por un juez de Los Angeles, por
operar en un negocio llamado «de pirámide» o de «cadena
sin fin».
Los tribunales confiscaron los 65 000 000 de dólares
anuales de la firma, por tres años y hubo multa de 1 000 000
de dólares a la firma y de menor cuantía a los empleados
de alto nivel, dado que Bestline, que se anunciaba como
vendedora de detergentes, lo primero que vendía eran los
derechos de distribución, en venta sostenida dirigida a
gente que pensaba hacerse millonaria de la noche a la ma-
ñana. El juez centró todo su interés en lograr que se de-
volviera el dinero a los cuatrocientos perjudicados, que
habían invertido entre los 600 a los 4 000 dólares, y se con-
siguió en muchos casos que la sociedad, que había nacido
en 1966 a impulsos de William E. Bailey, un residente en
California, con o&cinas centrales en San José, al parecer in-
ventor del sistema piramidal, afrontara las devoluciones
de hasta 2 000 000 de dólares. Ya había extendido su acción
a New Jersey, en cuyo estado empezó a sembrar en agosto
de 1969, sin conseguir hasta 1973 certificado de autoriza-
ción para «recoger cosecha», y siendo finalmente conde-
nada la empresa a reembolsar el dinero a los «distribuido-
res directos», los candidatos a ese cargo y los distribui-
dores generales, por un importe total de más de 4 000 000
de dólares.
El F B I aseguró que el daño causado entre la población
de Estados Unidos era de unos 500 000 000 de dólares, afir-
mando que el sistema de ventas por el procedimiento pira-
midal constituía la más peligrosa forma de estafa conocida
en el poderoso país.
El sistema, definido brevemente, consiste en «incitar a
la gente a que compre el derecho de vender a otros el de-
recho de vender el producto considerado», que suele ser
de equipo doméstico, cosméticos, dispositivos de segu-
ridad...
En septiembre de 1974 hubo una reunión de Interpol
en Saint-Cloud, para tratar de los grandes fraudes interna-
cionales, y los norteamericanos informaron a fondo sobre
este sistema de ventas en el que el producto a vender es
sólo una tapadera, ya que el beneficio real reside en vender
plazas de distribución, por lo que, si cada participante con-
trata a cuatro personas para lograr recuperar el dinero que
aportó al ingresar, el número de subdistribuidores será
superior a la población de Estados Unidos, al llegar al de-
cimoquinto escalón de la pirámide. Bastarían quince se-
manas para que todos los habitantes de Estados Unidos
participaran en el programa, con sólo celebrar una reunión
semanal a la que cada distribuidor llevara a cuatro aspiran-
tes y cada uno de éstos a otros cuatro, a la siguiente se-
mana.
Prohibido en Estados Unidos el fraudulento sistema de
ventas, no tardaron sus creadores en afincarse en otros
países, adaptándose naturalmente a la psicología del terre-
no que pisaban. Así, en España detectamos el primer es-
cándalo por este motivo, en el año 1974, con la firma Ho-
liday Magic, que fue tema muy abordado por radio y pren-
sa, pero que no sirvió para escarmentar al público, ya que
hoy en Bilbao, mañana en Vigo, más tarde en Ponferrada
y finalmente en Madrid, Barcelona, Valencia, Coruña, Se-
villa..., florecieron empresas de nombres extranjeros que
montaron grandes oficinas e iniciaron sus operaciones con
anuncios en los periódicos que eran toda una promesa de
hacerse rico, cuando el aspirante andaba en el paro o cerca
del desempleo.

Empresa de próxima apertura en La Coruña, PRECISA


5 PERSONAS, serias, para ocupación oficina comercial.
21 a 50 años. 70000 a 170 000 pesetas al mes. Llamar
Vigo. Señorita «Cangrejo».

O bien se encontraba uno un papelito, sujeto al para-


brisas del coche, en el que parecían invitarle a una aven-
tura de cama:

¿Tiene usted alguna hora libre? Llámeme al teléfono XX


y concertaremos entrevista. Le interesa mucho. Señori-
ta López.

Pero en los periódicos el asunto tiene más gancho:

PERSONAS RESPONSABLES pueden ganar más de


160 000 pesetas mes dirigiendo equipo venta alta cos-
mética. Tn.° 0000. Señora Pinos.

El pyramid sales —como le llamaban en Estados Uni-


dos— se nos vino encima disfrazado de cordero tras esos
prometedores anuncios y en momentos en los que empe-
zaba el desempleo, con lo que sumaron a los mortales de
escasa pensión, o reducido salario, que necesitaban aumen-
tar sus ingresos, a quienes buscaban desesperadamente un
trabajo, su primer trabajo muchas veces. Todos acababan
en las mismas oficinas, aunque unos preguntaran por el
señor Carrión, otros por la señorita Fátima, el señor Paños,
la señora Cañizo o el señor Sancho..., autores de los su-
gestivos anuncios por palabras, o económicos, y sucesores
de aquellos pioneros del «timo piramidal», que reunían a
sus víctimas en salones de lujosos hoteles, a veces escan-
ciando unos whiskys, siempre hablando con notable acen-
to de inglés-norteamericano: «Golden Products España»,
«Holiday Magic's Spain, S A», «Homer and Family», «Sty-
lo-25», «Golden Chemical Product's, S A»..., y un largo et-
cétera, empresas que aparecieron como por encanto en
Vigo, en Zaragoza, en Bilbao, en Madrid, en Valencia, en
Barcelona, en todas partes, ejercitando la misma actividad,
ya que poseo docenas de cartas de las víctimas de todas
ellas y los largos relatos que me hicieron del modus ope-
randi apenas si difiere en algún pequeño matiz, o simple-
mente en el producto sobre el que basan la venta de plazas
de «presentador», «distribuidor», «organizador», «coordi-
nador».
Desde, aproximadamente el año 1975, los periodistas es-
pecializados denunciamos el fraude, con el mismo resultado
que obtuvimos al contar el «tocomocho»: siguen picando.
Los acusados se hacían los distraídos y seguían con sus
picardías, a las que sumaban a sus víctimas, que con tal de
recuperar su dinero iban y venían tratando de vender pla-
zas, o alguna escoba, o aceite de baño, de coche, o lo que
fuera, silenciando sus recelos de haber caído en una tram-
pa. Por fin, la revista oficial del Cuerpo Superior de Policía
abordaba el tema en un estupendo artículo de dos inspec-
tores de la plantilla barcelonesa, publicado en febrero de
1983, con el título de «Las empresas de venta Piramidal»,
artículo del que tomamos el siguiente párrafo:
«El joven se encontró en la tercera planta con un her-
videro de gente muy trajeada, preguntó por el nombre del
anuncio y le conectó uno de aquellos "cuervos carroñeros",
con maneras de ejecutivo hortera que le ametralla con pre-
guntas sobre el coche que posee, si el piso en que vive es
suyo, en qué zona le gustaría vivir y otras rarezas..., para
acabar aclarando que todo lo que ambiciona lo tendrá por-
que puede llegar a ganar medio millón de pesetas al mes
si es decidido y rápido.»
La intervención policial, aunque efectuada en el terreno
íntimo de su revista técnica, debió de ser mecha que ar-
diera mejor que todas las encendidas por los periodistas
en sus escritos y los locutores ante los micrófonos, porque,
ya finalizando el mes de marzo del mismo año, se producía
el primer frenazo a una de las «piramidales empresas».
Primero fueron protestas en «pintadas» por las paredes
de un pasaje barcelonés. Life Special's, S A, nacida en Ma-
drid el 29 de diciembre de 1980 ante el notario don Juan
Torres López, en escritura 2 381, con capital social de un
millón de pesetas en m i l acciones de valor nominal y con
sede en Gran Vía, 88, Edificio España, grupo tercero, plan-
ta tercera, era violentamente acusada e insultada en las pa-
redes barcelonesas, a los dos años y tres meses de su na-
cimiento. Y eso que los «pintores» ignoraban que «la gran
sociedad internacional» había sido montada por dos únicos
socios y sus respectivas esposas, aportando medio millón
de pesetas por matrimonio y actuando con licencia fiscal
para fabricar y vender productos de perfumería, cosmé-
tica y limpieza.
Los productos que vendían eran Milk Way, que en la-
boratorio les costaba 55,30 pesetas, más 13,80 el envase, y
lo vendían al público a 1 198 pesetas; o bien, el Thunder-
bolt, cuyo precio de coste era de 47 pesetas, llegando al
público a 1 793. Hasta catorce productos ofrecían los de
Life Special's, S A, —entre nosotros, Manuel, María, Ma-
nuel y Josefa—, siendo el más caro en laboratorio inferior
a las 100 pesetas.
En cuanto a las personas que habían pasado a formar
parte de la International-Life, sumaban 1 133 coordinado-
res, 1 047 organizadores, 3 475 distribuidores y 3 336 pre-
sentadores, a través de los que movieron —con su sola
aportación de un milloncejo—, la cantidad de 467 867 000
pesetas.
De las «pintadas» se pasó al intento de incendiar los
locales de Life en Barcelona, en la calle de Muntaner, re-
gistrándose también grandes broncas en Madrid, en la Gran
Vía. Cientos de víctimas denunciaban su mala suerte al ha-
ber creído en aquel sistema de trabajo, perdiendo en él el
poco dinero ahorrado, o, lo que es peor, el dinero que les
habían prestado o anticipado familiares o amigos. Los úni-
cos que seguían defendiendo «la pirámide» eran los del
águila de oro en la solapa, los ganadores de la insignia que
los señalaba como productores de ventas por valor de
3 000 000 de pesetas mensuales, los «piquitos de oro», au-
tores de tanto anuncio en prensa, o prospecto en calle, que
convencían a quien se les pusiera por delante con el mismo
arte que un representante de «el tocomocho» o «las misas».
Procesaron a tres o cuatro personas, en Madrid, otras
tantas en Barcelona, una en Valencia, cuatro en Sevilla,
tres en Gijón, una en Vigo... Pero uno de los fundadores
puso tierra por medio, exiliándose voluntario, bajo la acu-
sación, como los anteriores, de carecer de licencia fiscal,
no estar dados de alta en la Hacienda, ni cotizar a la Segu-
ridad Social como autónomos, haber mentido al fisco en
1982, declarando que perdían dinero cuando habían gana-
do 100 000 000 de pesetas, haber mantenido márgenes co-
merciales superabusivos en sus productos y, en especial,
haber defraudado a cientos de personas al venderles car-
gos a los siguientes precios:
Vendedora-presentadora: 4 000 pesetas, recibiendo lote
por un valor de 200 pesetas.
Distribuidor: 30 000 pesetas, por lote de
1 000 pesetas.
Organizador: 160 000 pesetas, por lote de
10 000 pesetas.
Coordinador: 310 000 pesetas por lote de
17 500 pesetas.
El precio elevadísimo de los productos los hacía inven-
dibles, pero eso no importaba a los «inventores», que los
vendían fácilmente a quienes compraban un cargo, consi-
guiendo un formidable margen de beneficios. Centrada la
atención del apurado nuevo ingreso en vender plazas, el
sistema funcionaba a la perfección, vaciándose así los al-
macenes de Fuenlabrada, en el Polígono Industrial Reyes,
nave 210, y en la Zona Franca, de Madrid y de Barcelona
lugares en los que guardaban esas «joyas» incrementadas
en porcentajes superiores al 2 500 por ciento, del que ob-
tenía el vendedor un 30 por ciento, siendo el resto para la
empresa.
La policía llegó a la conclusión de que los ejecutivos
pioneros del negocio recibieron unos cinco millones anua-
les por su labor, siendo la tajada de los dos fundadores ma-
drileños de u n o s 80 a 90 000 000 de pesetas.
Mientras en Vigo, por ejemplo, se llegó a la conclusión
de que habían ingresado 156 000 000 de pesetas, aportados
por unos 800 vecinos de Galicia y algunos portugueses, au-
tores estos últimos de enfrentamientos físicos, con cadenas
y palos, con los ejecutivos de Life, en Barcelona se com-
probó que los ingresos por «puestos de trabajo» eran de
ésos 467 867 000 pesetas, de los que sólo se aplicaron a fa-
bricar productos unos 11000 000 de pesetas.
El máximo responsable en Vigo tenía como colaborador
próximo a un antiguo ejecutivo de Home Family, desapa-
recida pocos años antes.
Lo verdaderamente triste es que los perjudicados por
este timo internacional carezcan de fuerza legal —al escri-
bir estas líneas— para presentar reclamaciones, ya que
en el momento de ingresar en las empresas suscribían con
ellas un contrato mercantil. Trampa perfecta que ha venido
arropando en España a los expulsados de Estados Unidos
o a sus procedimientos. Allí, el 28 de julio de 1975, el agente
fiscal del estado de New Jersey, División de Fraudes al
Consumidor, Cari A. Nyhoper, comunicó a la prensa que se
condenaba a Bestline Product's a pagar unos dos millones
de dólares a los residentes de N e w Jersey, como reembolso
del dinero que dieron por sus plazas. El fiscal del estado
de New Jersey ratificó la condena decretando:
«Le es ordenado a Bestline restituir el dinero a cada
uno de los distribuidores de Bestline, tal como están defi-
nidos o llamados los que participaron en su programa de
marketing en cualquier momento.»

E L ASUNTO... ¿NUEVO?

Hace falta valor para titular de N U E V O el asunto que pro-


ponían desde San Sebastián a la parroquia nacional. Y que
quizá propongan aún. En los periódicos de provincias apa-
recía un anuncio así:

TRABAJO.
ASUNTO NUEVO (España). Ganará en casa más de 3 000
pesetas diarias. Escribir apartado X X X San Sebastián.

Vecinos de Melilla, de Ávila, de Barcelona, Cáceres o


Lugo, de cualquier rincón de la geografía nacional desde el
que escribieran a Donostia para saber que era lo del ASUN-
TO N U E V O , recibían por respuesta una tarjeta de color
verde, para rellenar y firmar, en la que leemos: «Sres.
Quiero que me envíen contra reembolso las instrucciones
del asunto nuevo.»
Tras anotar nombre y apellidos, dirección y firma, había
que pagar 1 005 pesetas, recibiendo entonces un folio con
las instrucciones que empezaban así: «Consiste en copiar
usted a mano o a máquina de escribir un texto que noso-
tros le enviamos, el cual, una vez copiado, nos lo devuelve
a nosotros por medio del correo. Al recibirlo nosotros, este
trabajo hecho por usted, que le habrá costado m u y poco
hacerlo (menos de seis horas), empezamos a desarrollar su
colaboración y usted entonces empieza a cobrar dinero,
por medio de giros postales de 1 000 pesetas cada uno, con
un promedio de 80 000 a 100 000 pesetas mensuales. Fija-
mos esta cifra por ser la media, de la cantidad que viene
cobrando el personal que está con nosotros, colaborando
en el ASUNTO N U E V O . Los gastos que suponen para us-
ted, por una sola vez, al comenzar a trabajar con nosotros,
son de 2 025 pesetas (dos mil veinticinco), de las que 1 005
son en envío inicial solicitando instrucciones y las 1 020
restantes las debe enviar por giro postal a una persona que
está como usted, trabajando con nosotros y cuyo nombre
y dirección se encuentran dentro del sobre que usted re-
cibe. Las 2 025 pesetas que usted paga en total le garan-
tizan a usted el cobro de las 80 000 o 100 000 mensuales, ya
que en el caso imposible de que usted no sepa hacer el
trabajo nosotros nos comprometemos a ayudarle, hasta so-
lucionarlo, no perdiendo usted nunca, como le decimos, su
derecho al cobro, de las cantidades mensuales que le de-
cíamos anteriormente.»
Por si alguien duda de que el ASUNTO N U E V O no es
otra cosa que el V I E J O ASUNTO de las cartas-piramida-
les, en el mismo folio, aclaran:
«Con nosotros están colaborando muchas personas de
todas las provincias de España con las cuales podrá usted
conectar una vez haya hecho el trabajo del ASUNTO NUE-
VO, puesto que dentro del sobre que usted recibirá, cuan-
do nos envíe la tarjeta de petición, se encuentra una lista,
con los nombres y direcciones de dichas personas.»
Lo único que no advierten es que nadie garantiza el co-
bro, ni el tiempo que podría llegar a durar ese cobro, ya
que, queda claro, todo dependerá de que no se rompa la
cadena.

« E L NAZARENO»

No. No es un timo de «semana santa», ni el nombre que


recibe este fraude guarda relación alguna con túnicas y
capirotes. Trabajo me ha costado saber por qué llaman
«del nazareno» a esta estafa; en mi ignorancia había lle-
gado a pensar que recibiera el apodo por la procesión de
denunciantes que se originara ante comisarías y juzgados
de guardia al largarse los pillastres con el dinero, pero no
es así. Según los eruditos policiales resulta que las ganan-
cias son tan importantes, comparadas con los gastos ne-
cesarios para montar «el guinde», que se hizo popular la
frase, allá por la tierra de María Santísima, de que «orga-
nizar este timo costaba menos de lo que dieron por el Na-
zareno». Es decir, que por 30 monedas se podía llevar a
cabo en la seguridad de forrarse a ganar pasta gansa. Sea
como fuere, la trama, conocida en Francia por Caramboui-
lle, comienza por crear un falso negocio con visos de au-
téntico: alquiler de oficina con teléfono en lugar céntrico,
alquiler de almacén amplio en extrarradio, impresos y car-
tas atractivos, aperturas de cuentas corrientes e inmediata
puesta en relación con fabricantes y mayoristas para rea-
lizar pedidos de escasa importancia que son abonados rá-
pidamente para obtener un buen crédito en escaso tiempo.
Con la buena fama, en lugar de echarse a dormir, los tima-
dores se despiertan y empiezan a hacer pedidos más fuer-
tes, cuyas existencias son liquidadas a toda prisa, a bajo
precio. Como el crédito logrado les hace acreedores a pe-
didos para abonar a tres meses vista, el juego obliga a pe-
dir y vender a toda velocidad para desaparecer cuando está
a punto de vencimiento el pago más fuerte y más antiguo.
En estas maniobras fraudulentas los astutos y codicio-
sos «comerciantes» juegan despiadadamente con la nece-
sidad de vender de los auténticos hombres del comercio
y con la facilidad para comprar de gentes poco escrupu-
losas.
En la memoria de todos cuantos oigan hablar del timo
«del nazareno» bailará la noticia leída cualquier día de
cualquier año en cualquier periódico. En mi archivo tengo
«nazarenos» onubenses, zaragozanos, oscenses, madrileños,
tarraconenses...
En mayo de 1982 estalló un «nazareno» en el polígono
de Malpica, en Zaragoza, donde una empresa fantasmal
allí instalada en octubre de 1981 «levantó» casi cien millo-
nes de pesetas a comerciantes de alimentación, calzado, ce-
rámica, electrodomésticos, juguetes, perfumería limpieza y
textiles. Con siete u ocho empleados y un camión de repar-
to, engañaron a unas cincuenta firmas, desapareciendo
cuando la cosa empezaba a mosquear al personal.
Pero la palma en el montaje y representación del «na-
zareno» se la llevó un argentino llamado Francisco Alberto
Serrao Eiras, que en España actuó como Norberto Ernesto
Poggi Eiras y que en 1974 organizó tal procesión de «naza-
renos» que se afirmó huyó con deudas de 3 000 000 000
de pesetas, cuarenta empresas arruinadas y u n o s mil ocho-
cientos trabajadores abandonados a su suerte. Casi lo mis-
mo que había hecho en Suecia, Venezuela y Argentina, sin
que pudieran echarle la mano encima, aclarando así cuan-
to dinero llegaba a evadir. Finalmente, en mayo de 1980 le
dieron caza en su país, en la ciudad de Luján, donde ya te-
nía montado el tinglado operando bajo el nombre de Mi-
guel Álvarez, con el que ingresó en la cárcel de Mercedes.
El «inventor» del grupo Poggi había llegado a reunir
en España los Almacenes Mazón, Creaciones Castilla, S A,
Inmobiliaria Fuencarral, S A, Vestimenta, S A, Automoción
Fuencarral, Carsa, Vimaba, Manufacturas Textiles Crisá-
lida, Carbonia..., y así hasta un total de cuarenta empresas,
todas al descubierto en numerosas entidades bancarias, en
el pago de cotizaciones a la Seguridad Social... Otras ni
aparecían en el Registro Mercantil de Madrid...
El modus guindandi de Poggi siempre fue el mismo: no
pagar jamás en efectivo y comprar a largo plazo, estan-
do sin fondos cuando iban a cobrar. Así acumuló los
3 000 000 000 de deudas a sus proveedores, con empresas
que compró y no llegó tampoco a pagar, huyendo con
unos 1 000 000 000 de pesetas, según cálculos de aquellos
días.
Cuando se vio en Luján no pudo resistir la tentación de
comprar un grill y poco más tarde un supermercado, El
Enanito, al que sumó unos cuantos negocios de los alrede-
dores, o accesorios para pasar a montar una inmobiliaria,
un negocio de galletas y otras cosillas, obteniendo créditos
bancarios a manta. Hasta que Interpol le echó la vista en-
cima y descubrió que aquel Poggi era Francisco Alberto
Serrao, Norberto Ernesto Arata, Juan José Morel, Ernesto
Eiras y Miguel Alvarez, nombres con los que montó «el
gran nazareno» en Suecia, en Venezuela y por dos veces en
Argentina.
No me tomen por irreverente si me atrevo a nombrar a
Poggi, «hermano mayor de la cofradía de los practicantes
del Nazareno.»

DEL PEDIDO TELEFONICO

—¿Son las Mantequerías Gatunas?... Buenos días, señor.


Verá: le llamamos desde la sucursal del Banco Pepe de la
calle Trompeta, 13... Se trata de pedirle un favor: ¿podrían
enviarnos unas botellas de whisky y toda una serie de es-
pecialidades de la casa, para celebrar el ascenso de un com-
pañero?... Sí, sí, el whisky del mejor... Sí, tres botellas...
El comerciante se siente feliz con el pedido de los ban-
carios y prepara el lote, ordenando al mozo que lo lleve
en un periquete a la dirección anotada.
Cuando el mozo de las mantequerías está cerca de la
sucursal, se le acerca un joven, bien trajeado él, que le
detiene:
—¿Es de las Mantequerías Gatunas?... Por favor: vuel-
va rápido y traiga un par de botellas de whisky más...
Creíamos ser u n o s pocos y aumentan los compañeros...
El truhán arrebata el paquete al mozo del comercio al
que anima a que se dé prisa porque la fiesta ya ha comen-
zado.
Pueden imaginar el final fácilmente. Ni se trata de
un empleado bancario, ni en la sucursal mencionada hay
fiesta alguna, ni nadie de ella pidió por teléfono el envío
de cosa alguna de las mantequerías, ni hay más verdad que
el viejo timo del «encargo telefónico», que realiza un pinta
cualquiera por su cuenta.

E L D E L CAMBIO

La gente se arremolinaba en torno a la cajera del super-


mercado y se oían comentarios desfavorables a su actua-
ción ante una pobre señora a la que devolvía cambios
erróneos...
—Habráse visto! No sólo se equivocaba ella, sino que
además ha sofocado a la señora, negándole que hubiera
pagado con un billete de a mil y no con el de quinientas...
¡No hay derecho! —decía una.
—Si no llega a ser porque la mujer había anotado un
número de teléfono en el billete, pues que se queda sin
él... —añadía otra.
Había unanimidad en favor de la clienta; y unidad ab-
soluta en contra de la cajera, que, sofocada, no cesaba de
dar disculpas:
—Perdonen, perdonen... Todo el mundo se equivoca al-
guna vez... Tampoco es para tanto, señoras...
Era el final del timo «del mercado». La víctima, la in-
genua cajera, era la criticada, e incluso insultada. La tima-
dora, una rolliza y descarada mujer, se había ido rápida-
mente con las vueltas de un billete de a cinco m i l pesetas,
que no había entregado, que no era suyo, ni lo había sido
antes de ingresar en la caja del supermercado.
El truco puesto en práctica para conseguir que la ca-
jera le diera los cambios de cinco m i l pesetas, en vez de los
de mil, que le había entregado, es un viejo sistema de los
picaros que conocen casi todos los veteranos empleados
que atienden puntos de cobro y pagos, pero que aún hay
quien desconoce.
Los timadores que tocan este «registro» son dos: uno
se encarga de adquirir cualquier fruslería que paga con
un billete «de grueso calibre», y el otro —u otra— abona
lo que compra con un billete de menos valor. Cuando la
cajera le da los cambios de ese billete menor, reclama in-
mediatamente:
—¡Psss...! ¡Que le di un billete de cinco m i l pesetas y
me entrega cambios de mil!
—Perdone, pero usted me ha dado un billete de mil
pesetas, señora.
—¡Pero, bueno! ¡Le digo yo que le he dado cinco mil
pesetas! ¿O es que me ha tomado por boba?
—Esto se puede aclarar... —dice la cajera, que abre la
caja y examina los billetes que hay encima—. ¡Mire: su bi-
llete! —añade, mostrando uno de a m i l pesetas.
—¡Que le digo que le he dado cinco m i l pesetas, nena!
¿Es que te quieres quedar conmigo...?
Expectación en caja. ¿Quién tendrá razón? La señora
grita como sobrándole. La empleada está encarnada y pa-
rece titubear. Y de pronto la furibunda clienta que se da
una palmada en la frente y vocifera:
—¡Oiga, oiga! ¡Ahora me acuerdo que el billete que le
he dado lleva anotado en el margen derecho un número de
teléfono! ¡Con tinta violeta! Incluso del número me acuer-
do... ¡El 251772! Me lo apuntó mi marido esta mañana,
para que me acordara de telefonear a una sobrina...
La cajera examina los billetes que ya estaban en el ca-
j ó n y, en efecto, el primero que aparece de cinco m i l pese-
tas, ¡lleva el número que dijo la d i e n t a escrito con tinta
violeta en el margen de la derecha!
—¿Lo ve, hija? ¡Menudo sofocón me ha dado! ¡Qué ha-
brán pensado de mí estas personas!
La pobre cajera no puede ni reaccionar. Balbucea, pide
perdón, en el centro de un corro de amas de casa que la
reprenden, según el grado de educación o de amistad con
ella...
—¡Otra vez te fijas mejor, guapa!
— ¡ N o hay derecho! ¡Menuda vergüenza le hizo pasar a
la infeliz señora!
— H a y que tener mucho cuidado cuando se está en lu-
gares de responsabilidad y cara al público...
La del billete de a cinco mil, que ha recibido los cam-
bios cinco veces superiores a los que le correspondían, se
aleja del mercado y entra en un bar en el que la espera su
«consorte»: «Todo salió a pedir de boca, Pepe.» Y Pepe
invita...
—Vamos: toma lo que quieras que aún nos da tiempo
a «hacer» tres o cuatro mercados más.
Pepe fue el encargado de dibujar el número telefónico
en un billete de a cinco mil pesetas, con el que pagó una
pequeña compra. Poco después era ella la que pagaba, con
billete de a mil, o de quinientas, reclamando el billete que
sabía estaba allí dentro.
Para acabar con este timo los cajeros previsores suelen
tener cerca de sus manos unas gruesas pinzas a las que
sujetan el billete que les entregan para abonar compras,
no ingresándolo en caja hasta que han facilitado cambios y
liquidado cuenta con el cliente.
Timos con niño

E L T I M O D E «LA BECA»

¡Madres que tenéis hijos! ¡Ojo! Sí, mucho ojo, tanto si esos
hijos son maestros y regentan colegio, como si son alum-
nos que acuden a esos colegios. A los maestros debéis de
alertarlos para que no piquen cuando los visite el «regala-
becas». Ellos se encargarán de que no caigan en la tupida
red los padres de los alumnos, cuyas direcciones no darán,
ni amenazados, por escopetas de cañones recortados.
Los picaros que han dedicado todo su ingenio a este
engaño no sólo tienen que saber explicarse correctamente,
sino que también deben presentarse pulcros y dotados de
toda una serie de papeles y documentos capaces de guindar
a un maestro. La función empieza visitando el colegio.
El bribón al que tomamos como muestra tendría unos
cincuenta años más o menos. Blanqueando los aladares, vis-
tiendo a la antigua usanza —es decir, con corbata, sujeta-
dor de corbata, chaqueta con insignia en la solapa, pañue-
lito en el bolsillo superior de la americana, zapato lustro-
so—, y llevando una hermosa cartera de negocios en la
mano, hacía su presentación en los colegios, prefiriendo de
párvulos a E G B , en los que solicitaba entrevista con la di-
rectora o administradora.
Si le remoloneaban la entrada advertía, solemne:
—Sentiría que este centro quedara al margen de unas
becas que se están otorgando a todos los que lo solicitan.
Y no me es posible volver...
El que va a dar es recibido mucho m e j o r que el que
va a cobrar. Y el pulcro caballero no tardaba en estar sen-
tado, frente a frente, con la señorita directora...
— V e r á , señorita. Represento a la Asociación Nacional
de Padres de Familia, entidad patrocinada y protegida por
el Ministerio de Educación. Mi misión es informar antes
de fin de mes acerca de los niños que por sus méritos, o
por sus circunstancias, merecen una beca que cubriría to-
dos sus gastos de estudios en este centro, material escolar
y media pensión, si el niño se queda a comer en el colegio...
—Pero proponer el asunto a los padres es muy delicado.
No crea usted que es sencillo, dado el orgullo que todos
tenemos y...
—¡La comprendo, señorita! Pero nuestra asociación ha
pensado en todo y las becas se otorgan directamente al do-
micilio de los pequeños que lo merezcan, o lo necesiten, y
entablando primero un discreto contacto con sus familias.
¡No faltaría más!
—Entonces, ¿que quiere usted de nosotros?
—Que proponga a los chicos que a su juicio merezcan
la ayuda, teniendo en cuenta sus dotes personales y sus
circunstancias familiares. Es decir, lo mismo nos interesa
apoyar a un chico superdotado que a un muchachito hijo
de soltera, o de padres separados, o de familia muy nece-
sitada... ¿Comprende?
La maestra o el maestro pican. Por su mente pasan lista
a los alumnos más despabilados y a los más desafortuna-
dos. Luego tiran de fichero y proporcionan al generoso vi-
sitante el nombre y la dirección de unos cuantos chicos.
Los timadores a domicilio saben que en las casas di-
fícilmente está el cabeza de familia a media mañana, o a
media tarde. Por eso acuden en sus visitas a esas horas,
sorprendiendo a la señora sola, muy complicada su vida
con la compra, la cocina, la limpieza del hogar...
—Perdóneme, señora... ¿La molesto?
— V e r á : tengo un trabajo enorme... Si viene a venderme
algo, m e j o r que lo dejemos.
—Vengo de parte de doña Fulanita, la directora del co-
legio de su h i j o Menganito.
—¿Sucede algo?
— ¡ N o , por Dios! Sucede que la directora nos ha infor-
mado al ministerio de las muchas cualidades de su hijito,
y como vamos a conceder unas becas que cubrirán todos
los gastos de estudios del niño, pues venía a charlar con
usted para que me dé su aprobación y unos datos...
—¡Pase, por Dios! No se quede en la puerta...
El «rey mago cultural» no tarda en liar a la señora, que
se siente sumamente halagada con tanto piropo a la inte-
ligencia de su retoño que más parece le hablen de Alfon-
so X El Sabio que de Pepito. La entrevista discurre por
vías muy cordiales, invitando la señora al caballero de las
becas a tomar una copita y firmando un impreso, por el
que acepta, si el jurado aprueba el expediente, que su hijo
sea distinguido con una beca de estudios, a cobrar cada
mes en el propio domicilio, por unas cinco mil o seis mil
pesetas, ampliables hasta a diez mil si el niño come en el
centro.
Cuando ya se le ha pegado la comida a la feliz madre y
el buscavidas inicia la retirada, prometiendo pronta vuelta,
llega el momento cumbre del largo cuento...
—Esto, señora, me tiene usted que abonar mil peseti-
llas para los gastos de tramitación de expediente y otras
mil para papel del Estado y pólizas. Es todo lo que tendrá
que gastar en una ayuda escolar que permanecerá hasta
que el chico ingrese en la universidad. Entonces ya les di-
rán lo que ha de hacer para seguir recibiendo el apoyo...
La tercera visita ya no es del hombre regalabecas. Es
la madre, o el padre, de alumno apuntado para recibir la
graciosa ayuda, el que va a la comisaría del distrito a con-
tar lo que le sucedió meses atrás...
Sí, porque hasta que no han pasado unos meses, y o la
maestra se entera del timo en marcha porque se lo contó
una colega, o la señora madre se mosquea con tanta tar-
danza, todos, en colegio y en casa, esperan la estupenda
ayuda que el ministerio va a tener a bien otorgarles.
«Cuando un bosque se quema, algo tuyo se quema»,
decía una advertencia de ICONA a los posibles incendia-
rios del monte. En las comisarías de policía, cada vez que
un granuja se entrega a burlar a las gentes, el inspector de
guardia tiene su propio timito: «Cuando un timador fun-
ciona, un policía escribe: "Cada diligencia a máquina son
unos folios, repitiendo la cantinela de las víctimas que es
el relato de la forma de actuar del zorro."»

EL T I M O D E L «CONSENTIDO»

Al pobre Pepito le habían vuelto a catear. El mismo profe-


sor. Un tipo esquinado que le obsequiaba con calabacines
cada junio y cada septiembre. Hasta que el papá de Pepito
tuvo una idea genial.
—¿Podría dedicarme u n o s minutos, señor profesor?
Soy la mamá de Pepito...
La señora que acaba de entrar en el despacho del pro-
fesor de las calabazas estaba como un tren expreso. Olía
a gloria y no regateaba ni gestos ni movimientos para lucir
su hermosa delantera y todo lo demás. El ogro fue convir-
tiéndose en un borreguito poco a poco.
— N o se preocupe, señora. Comprendo perfectamente.
Entiendo que un suspenso de Pepito les trastorne las va-
caciones familiares... Quizá me pasé un poquito y fui de-
masiado severo... Todo lo hice por el bien de su hijo,
señora.
—Profesor, me interesa que mi marido no sepa jamás
que he venido a verle. Y que sepa que tenía una idea muy
equivocada de usted... Le encuentro muy, muy, simpáti-
co... Espero que seamos buenos amigos y que me comuni-
que cualquier novedad acerca del niño. Usted me telefonea
a este número que le dejo y yo vengo encantada, especial-
mente a la caída de la tarde...
El drácula no tardaba en llevarse a la jamona al huerto.
Y así hasta que Pepito terminaba sus estudios, fecha en
la que su papá iba a visitarle para entregarle una caja de
puros canarios y para agradecerle el aprobado.
—Por favor, profesor. No quiero que vea en este sen-
cillo obsequio más que una ligera expresión de gratitud...
—¡Pero hombre, por Dios —exclamaba el cicuta—, no
tiene por qué molestarse. Me he limitado a corresponder
al esfuerzo de Pepito —añadía el muy gorrino, aplastado
por la gratitud de su víctima.
—¡Que sí, que usted ha sido nuestra salvación! ¡Que
gracias a usted vamos a pasar un verano estupendo! Usted
se fuma esos puritos a mi nombre y al nombre de la zorra,
¿eh?
—¿Qué zorra? —inquiría, pasmado, el ligonero.
—¡Toma! La que le mandé diciendo que era mi mujer.
¡Ja, ja, ja!

E L T I M O «DEL PIOJO»

Está sin descubrir. El timo. El piojo es descubierto cada


año, nada más empezar a funcionar los colegios, hasta lle-
gar a constituir una auténtica epidemia escolar que deses-
pera a los pequeños piojosos, a sus familias, a los profeso-
res y a cuantos temen ser contagiados por esos repugnan-
tes bichitos de muy sospechosa reaparición cuando llega
el momento de ir «al colé».
La Pediculosis capitis, como en términos médicos lla-
man a los piojos de cabeza, constituía una tremenda ver-
güenza para cualquier familia de mis años infantiles, años
en los que sólo se podía encontrar un piojoso entre gente
muy sucia y abandonada, desheredados, vagabundos, mar-
ginados tan pobres que no tenían ni para lavarse en una
fuente pública.
Conocí los piojos y las ladillas —Pediculosis pubis— en
plena guerra, cuando la faena bélica no nos dejaba tiempo
libre para enjabonarnos, o cuando los campos de concen-
tración no nos dejaban el jabón, el agua y un trapo para
secarnos. Recuerdo la insólita imagen de los presos en la
plaza de toros de Vitoria, sentados en la andanada, aprove-
chando el escaso tiempo de sol para poder quitarse la ca-
miseta —el que la tuviera—, o la guerrera, y machacar los
piojos martilleando con una piedra en las costuras de la
ropa. De haber tenido agua caliente habríamos hervido
aquellas prendas para asesinar a los piojos padres y a sus
liendres, que nos martirizaban veintitrés horas al día para
una hora de juego que nos regalaban: carreras de piojos,
a los que teñíamos para marcarlos y reconocerlos, ganan-
do el propietario del que antes se saliera de un círculo
pintado en el suelo.
Pero aquello sucedía a finales de la década de los 30 y
principios de la de los 40. Nadie podía sospechar que cuan-
do llegara la televisión y hubiera cumplido sus bodas de
plata con España, veríamos anuncios —spots— a todo co-
lor en los que los niños se rascarían la cabeza mientras pe-
dían algo con que alejar a los parásitos. Niños limpios,
guapotes, bien peinados... y piojosos. ¡Increíble!
Si va uno y pregunta al médico por las causas de tan
sospechoso fenómeno, suelen decir:
—Verá: es algo que no acertamos a entender. Hay agua
corriente en todas las casas urbanas y en la mayoría de las
rurales, existe una ducha, por lo menos, en cada vivienda
y, pese a todo, cada año tenemos aquí la epidemia y cada
año más intensa. Los piojos no se producen por generación
espontánea...
Efectivamente. El Pedículo us capitis, o piojo de cabeza,
requiere una hembra que —¡rásquense!— pone como cinco
mil huevos en su corta vida. Tomen una calculadora de
bolsillo y hagan números con esas cinco m i l crías y ten-
drán una aproximada idea de su multiplicación, aunque
calculen una mortalidad de un 70 por ciento. La explosión
demográfica de los asquerosos bichitos es aterradora y sólo
comparable a la rapidez con que se multiplican dos granos
de arroz, o trigo, colocados sobre uno de los recuadros del
tablero de ajedrez...
Los piojos del bienestar, los piojos de la era de con-
sumo, ¿de dónde salen? H a y quien opina que de tanta ca-
beza recargada de pelos con aspecto sucio y quien cree que
el piojo se ha inmunizado en el transcurso de los años y
resiste toda agresión. Yo creo que no es así. Para mí que
estamos ante otro timo «con niños» y que algún día se lle-
gará a conocer la verdad. De momento, en las escuelas exis-
te la orden de que niño al que se le encuentre un piojo debe
ser enviado a su casa y no puede volver hasta quedar to-
talmente limpio de parásitos, orden que habría enrojecido
de vergüenza a cualquier familia de las décadas anteriores
a las del piojosismo infantil. Hoy no es fácil evitar que un
niño, por cuidados que se tengan con él, se contamine de
sus compañeros parasitados y, entonces, ¿qué hacer?
Los costosos anuncios por televisión y los no menos
caros de prensa y radio, recomiendan champúes y lociones
para combatir al piojo, medicamentos que no son otra cosa
que gammabenceno hexaclorado, que hay que aplicar en
dos intensos lavados durante más de cuatro minutos. Lue-
go se cepilla con un peine fino y se repite la operación para
acabar con los retoños, o repiojos, que van unidos a la base
de los pelos con una especie de cemento que segregan sus
papás. Es decir, el p r i m e r lavado es de homicidio, mata a
los parásitos adultos; el segundo va a por los huevecillos.
Todos los médicos y los farmacéuticos aconsejan estas me-
didas para defenderse de la invasión y para combatirla,
cuando ya se ha producido.
Si se pregunta a «los más viejos del lugar», a la abuela
del piojoso, su receta es la siguiente:
— F r o t a r el cabello del niño con petróleo, procurando
que no quede un centímetro de cabeza sin untar. Peinarlo
de delante hacia atrás y viceversa, y de oreja a oreja, alter-
nando el sentido y rascando el cuero cabelludo. Acostar a
la víctima con un paño atado a la cabeza y a la mañana
siguiente lavarle el pelo con jabón, lavado que será un au-
téntico entierro de piojos. En mis tiempos, los maestros
se cuidaban de explorar a sus alumnos y con un litro de
petróleo se podía atender a cincuenta, si hubiese sido po-
sible que hubiera cincuenta piojosos en una escuela, por
modestas y abandonadas que fueran las familias de los es-
colares.
El que en la era del consumo tengamos más piojosos
que en la era de la miseria, hace sospechar que nos estén
dando el timo «del piojo», consistente en mantener cria-
deros de la especie que más interesa, la ya mencionada de
los Pedículo us capitis —los de la cabeza—, con personal
encargado de la distribución, en autobuses, autocares, o
a pie. Luego, ¡a vender lociones, champúes y otras zaran-
dajas!, de las que nos gustaría conocer las toneladas que
se consumen, nada más empezar el curso escolar y mien-
tras éste dura.
Para que nadie nos tache de mal pensados, vamos a des-
velar el secreto de la noticia que nos llevó a pensar en la
posibilidad de que nos estén guindando con lo de los pio-
jos: en Alemania se descubrió que en un colegio de pár-
vulos había alumnos que vendían un piojo por un marco.
Y niños que compraban, para colocárselos en la cabeza, ras-
carse exageradamente ante los profesores y provocar que
descubrieran su contaminación para que le echaran de la
escuela durante una quincena por lo menos. No es broma.

EL BANQUETE

No siempre los timos son de gran cuantía; a veces, el ti-


mador es de buen conformar y se da por satisfecho con
alcanzar objetivos que se le presentan difíciles de conse-
guir por la vía normal. Especialmente si la vida normal
es la de trabajar.
Si usted, lector amable, posee un restaurante en una
gran ciudad, y quiere sacarle provecho sin timar a sus
clientes dándoles rape por langosta, o melón inyectado con
sacarina, o gato por liebre..., procure que el timado no sea
usted. No todos los que llegan al restaurante presumiendo
de gourmets son trigo limpio; podrán presentarse como
grandes sibaritas de la gastronomía y ocultar bajo su apa-
riencia de gran señor, u hombre de mundo, un granuja
como una catedral de grande. Como el que recorrió los me-
jores salones de M a d r i d degustando los más exquisitos y
caros platos que la carta ofrecía, regados con los caldos
más añejos y ricos, taponándolo todo con un canto a Cuba,
a Brasil y a Francia, por aquello del veguero, el moca y el
coñac.
Jamás pagó una cuenta aquel frescales. Y nunca tuvo
la menor discusión con camareros o maitre, para abando-
nar el restaurante eructando de satisfacción. Por el con-
trario, salían a acompañarle hasta la puerta, doblando la
dorsal, humillando la mandíbula inferior, obsequiosos y
serviles los «lilas».
¿Qué como lo conseguía? Pues de la manera más sen-
cilla: dejando en prenda a su hijito, o hijita, mientras iba
a por la cartera, distraídamente olvidada en casa.
—Veamos —empezaba el jeta, ojeando la carta—: pri-
mero me va a servir unos entremeses variados, para ir pi-
cando. Luego..., la langosta a la menier..., el carrousel de
salmón ahumado..., poulardes a la cazadora... Y ya pen-
saré en el postre.
El maitre tomaba muy buena nota mientras la niña
rubita que acompañaba al señor decía:
—Quiero caramelos... Quiero caramelos... Tú me has
dicho que me comprarías caramelos...
—¡Ah! Tienes razón. Sí, señor. ¿Puede traer unos pas-
teles a la niña?
— N o faltaba más, señor. Ahora mismo.
—Perdone que le moleste tanto, pero cámbieme el pou-
lard por pato a la naranja; es más digestivo...
La niña, que se mostraba gozosa ante el anuncio de los
pasteles, manifestaba de pronto:
—Quiero ir con mi mamá... Yo con mi mamá...
El caballero, discretamente, comunicaba al maitre que
su esposa estaba hospitalizada y recién operada, motivo
por el que tenía él que entretener a la pequeña para que
no molestara a su madre. Y citaba una clínica rimbomban-
te, de las que por cortar un apéndice cobraban más que
un torero de tronío por cortar las dos orejas y el rabo.
Caían sin problemas el carrousel de salmón, la langosta,
el pato y los entremeses, mientras la niña ocultaba el ros-
tro bajo una gruesa capa de chocolate, vainilla, crema y mi-
gajas de hojaldre. El distinguido cliente había dado cuenta
de media botella de René Barbier blanco y otra media de
tinto Solar Viejo de Arbulu. Y había decidido celebrar el
feliz resultado de la operación, «a vida o muerte», de su
querida esposa, descorchando una de champaña para al-
ternar con el helado a la hawaiana y los hojaldres especia-
les, que estaban para volverse loco antes del moca doble,
el Carlos I y el purazo recién importado de las barbas de
Fidel Castro.
La niña había repetido de pasteles, desperdiciando más
que comiendo. Y cuando empezó a dar la tabarra pidiendo
ir con mamá o a su casa, el maitre y un par de camareros
se encargaron de distraerla, bien a base de chupa-chups,
bien de ridiculas posturas y bobos gestos que hacían a la
pequeña olvidar clínicas y médicos con tanta eficacia si
cabe como el champaña a su papá.
Pidió el comilón un paquete de tabaco rubio y otro ve-
guero, que se echó al bolsillo. Y pidió la cuenta cuando el
camarero más veterano acabó de comunicarle que «su hi-
jita» tenía toda su cara...
— N o crea —se disculpó el cliente—. Tiene toda la cara
de su madre.
—¡Qué va, qué va! Perdone el señor que le diga que los
ojos son exactamente los suyos...
—Bueno, bueno... Gracias por la bondadosa opinión.
¿Me traen la cuenta, por favor?
Y llegó la cuenta, en su bandejita de plata. Y el señor
tan sólo se fijó en el total, displicente, con claro gesto de
importarle un pito la cantidad. Pero al echar mano al par-
king de la cartera, allí no estaba aparcada; ni en todos los
demás bolsillos de chaqueta y pantalón, exteriores e inte-
riores, delanteros y traseros, que palpó y registró por dos
o tres veces, hasta exclamar:
—¡Vaya por Dios! Me olvidé la cartera...
—¿Quiere telefonear el señor?
— N o , no... En casa no hay nadie. Pero voy en un salto.
Vivo cerca y regreso en un momento...
— N o se preocupe, señor.
— L o que siento es las molestias que pueda causar la
niña, mientras voy y vuelvo...
— ¡ N a d a , señor! Los niños no molestan. V a y a usted
tranquilo...
El señor apuró el coñac, dio una chupada al puro y un
cariñoso cachecito a la niña, a la que pidió fuera buena con
aquellos amiguitos que tanto la querían, y aceleró el paso
al enfilar la puerta principal.
—¡Quiero i r con m i m a m á ! ¡Quiero i r con m i m a m á ! . . .
Cuando se cumplieron las dos horas de berreo de la
criatura los camareros, reunidos con la gerencia del res-
taurante y por consejo de varios clientes, comunicaron a
la policía la rara situación.
— E l señor hace más de dos horas que salió a por la
cartera, dejando aquí a una hija suya de tres o cuatro
años... Suponemos que le ha debido suceder algo..., un
accidente, quizá...
—Pues suponen mal —respondió el inspector de guar-
dia—. Ahora vamos a por la niña. Su madre está aquí, llo-
rando...
—¡Pero si la madre de la niña está hospitalizada!
—Acaban ustedes de ser la séptima víctima del timo
«del banquete», que con extraordinario éxito viene dando
un caradura que se lleva a la primera criatura que encuen-
tra, bajo promesa de comprarle u n o s caramelos, para
luego dejarla de prenda donde come y no paga.
Cuando los padres de la chica llegaron, la pequeña llo-
raba a todo trapo, sentada en las rodillas del maitre y ro-
deada de camareros, cocineros y pinches. También ella ha-
bía sido víctima del timador, pero en grado menor: los
pasteles y caramelos engullidos no le habían costado un
real.

T I M O D E « E L SPOT»

Los timos «con niño» abundan. Ya cuando nacen intentan


venderte una cursilísima orla con cigüeña incluida, re-
cuerdo hortera del día, o te comunican por correo que al
bebé le ha correspondido un premio de ahorros, nada más
llegar al mundo, que consiste en que te comprometas a
ingresar dinero cada mes en una cuenta que le abren con
una cantidad inicial que le regalan, dinero que no podrá
tocar la criatura hasta tantos años después que ya la can-
tidad-obsequio quedó amortizada para los altruistas ban-
queros.
Quizá el timo más extendido es el del spot para la «tele»,
o cualquier otro medio de publicidad, o las secuencias ci-
nematográficas, en las que el niño será retratado por las
cámaras y sus padres se retratarán ante los mostradores
de la agencia o productora.
No hay padres a los que su niño no les parezca el más
gracioso del mundo. Y el más bonito e inteligente. Y po-
cos se resisten a la oferta de unos anuncios usando ese
rostro y aprovechando esas monerías por los que pagan
muy interesantes cantidades de dinero.
Primero llega el anuncio en los periódicos de mayor di-
fusión, solicitando «modelos infantiles». Basta con telefo-
near, o con acudir a la dirección señalada, llevando al pe-
queño artista. Allí, en un despachejo casi siempre tirando
a destartalado, suele ser una mujer la que «ficha» al visi-
tante, pasándolo luego al despacho del señor director,
«pico de oro», emoción al ver al «peque» y tener que re-
conocer que «es sensacional», «tiene un rostro ideal para
lo que hoy se busca», «ganará dinero», etc., desembocando
el torrente de admiración en la urgente necesidad de po-
seer todo un dossier gráfico de la monada, y u n video, una
toma tan sólo..., que habrá que ir cambiando conforme
la criatura crece, o si le cambian el peinado, le cortan el
cabello, le ponen gafas, o se tuesta al sol...
— S i ustedes no tienen inconveniente, nosotros mismos
nos encargamos de preparar este trabajo. Por tres m i l pe-
setillas montamos su álbum para el lanzamiento del pe-
queño o la pequeña...
La agencia no engaña a nadie. Se dedica a hacer fotos y
a enseñarlas a las grandes agencias de publicidad, cuando
éstas necesitan una nena, o un nene, o varios, para anun-
ciar galletas, chocolatinas, juguetes, o lo que sea.
Cientos de padres jamás reciben una llamada para dar-
les un real, porque su rorro fue contratado. Los suelen
llamar para nuevas fotos y nuevos pagos. Y se acabó.
Un anuncio con recuadro fue llamada para docenas de
papis que con sus chicos acudieron a un despacho cuya
dirección facilitaban los periódicos:

NECESITAMOS NIÑOS Y NIÑAS DE 6 A 14 AÑOS,


PARA CINE. Telefonear a los números siguientes...

El anuncio lo refrendaba, Producciones M a r x , que eran


un hombre llamado Claudio, otro Antonio y una tal Rosa,
en comandita. Abrieron el despacho, que alquilaron con
un par de mesas, diez sillas y una maceta, y empezaron a
recibir a madres que f o r m a r o n cola con sus niños a los
que aquella mañana no llevaron al colegio.
— S u h i j o (o h i j a ) reúne las condiciones necesarias y
queda contratado por siete días, durante los que percibirán
25 000 pesetas diarias. V a n a participar en u n a película
que se rodará en París y el desplazamiento será en auto-
car, teniendo que ir los pequeños acompañados de una
persona mayor. Naturalmente, los gastos del actor co-
rren por cuenta de la productora, pero no así los del
acompañante, que abonará su plaza de autocar, a un precio
muy especial, porque los vehículos los fletamos nosotros
mismos.
—Y ¿cuánto hay que pagar?
—Cinco m i l pesetas, ida y vuelta...
—¿Cuándo?
—Ahora, si quiere. Y si no lleva el dinero, mañana sin
falta. Será la garantía de que contamos con su pequeño
(o pequeña).
Las madres veteranas en estas lides se mosquearon por
la baratura del viaje a París. Comunicaron sus recelos a
la policía y se llegó a tiempo de abortar un tinglado que
llevaba visos de constituir un éxito para la Rosa, el Clau-
dio y Antonio, con antecedentes los tres de alquilar despa-
chos por unos días, anunciar plazas para algo y desapare-
cer con el dinero anticipado por la clientela.

LOS H I J O S I N V I S I B L E S

Cuando el 29 de diciembre de 1978 los teletipos comunica-


ron a los periódicos que una norteamericana, de Compton,
había sido condenada a ocho años de prisión por haber
estado cobrando subvenciones familiares por setenta hi-
jos, hasta recibir 240 000 dólares indebidamente, pensé que
la Seguridad Social de todos los países del mundo ha sido,
es y será, objeto de fraudes de todo tipo, por cuenta de
sus beneficiarios, por avaricia y arte de unos desaprensi-
vos, que de ella reciben pingües beneficios o medicamentos
y atenciones médicas.
Hasta tal punto la Seguridad Social ha sido agredida
por los granujas que al intentar recopilar sistemas de timo,
o estafa, practicado a su costa, he tenido que dedicar mu-
cho tiempo a los archivos, personales, policiales, del S I G
de la Guardia Civil y de la propia entidad del Instituto Na-
cional de Previsión.
Superando a la norteamericana condenada en diciembre
de 1978, Barcelona tuvo a una banda de «inventores de ni-
ños», capitaneada por El Chorra, siete años antes. Los tuvo,
porque fueron detenidos por la policía barcelonesa que,
buscando otras cosas, descubrió que la banda de «quinquis»
venía estafando gravemente a la Seguridad Social francesa.
Mi buena estrella quiso que aquel suceso lo viviera inten-
samente, dialogando sin tasa con los detenidos, que me
llamaban «jefe» —creyéndome comisario— y me pedían,
zalameros, que les devolviera alguna de las joyas que les
habían intervenido, cadenas y anillos de oro, con sus ini-
ciales sobre una guitarra, grabadas, que pesaban en oro
tantos gramos que no se explicaba nadie cómo podían so-
portarlas todo el día en la muñeca o el dedo.
Sí. Fue en febrero de 1970, cuando se descubrió a los
«inventores» de unos dos m i l quinientos niños, por los que
los franceses llevaban diez años pagando la «ayuda fami-
liar». Pagando a unos timadores que apenas si sabían fir-
mar con la yema del dedo, pero supieron falsificar docu-
mentos, sellos de caucho, firmas... y «guindar» a maestros,
inspectores de Sanidad, jueces... ¡Algo sensacional! El
Chorra me contó, muy ufano...
— M i r a , «jefe»: nusotros íbamos a la Caisse de Alocat-
tions Familiers y allí mus llenaban un impreso con fami-
lia y datos. Luego en la escuela, la maestra nos tenía que
dar certificado escolar de cada crío de seis años, hasta los
dieciocho. La maestra venía al campamento donde vivía-
mos nusotros con las «rulotes» y con unos cien crios de
verdá. Entonces, u n o s decíamos que estaban enfermos y
por eso no iban al colegio, otros los íbamos pasando por
delante de ella, unas veces vestios de niñas y otras de ni-
ños, o con otras ropas... Y luego le regalábamos algunas
mantas y pulsera... No ve usté, «jefe», que nusotros, pa
ella, nos parecíamos tos. Y como siempre íbamos ambu-
lantes pos ni en escuela, ni en ninguna parte nus cono-
cían...
El Chorra había sido detenido con nueve «quinquis»
más, entre argelinos y españoles, todos residentes en Ajac-
cio y Bastía, zonas base, desde las que irradiaban a otras
en las que no estaban vistos. Así recibían la locattion para
cobrar por sus «niños fantasmas», un dinero que les llevaba
el cartero, en giro.
— M i r e : los franceses son mu primos. Mi pariente el
Andrés Escudero, que ellos se creen que se llama Valentín
Salguero, nombre chungo, es cojo de un accidente de co-
che desde que tenía doce años. ¡Pues le pagan ahora como
mutilado de la guerra de Indochina. ¡Pa revolcarse!
El jefe, El Chorra, me contó que él usaba los nombres
de Antonio Moreno, Vicente Cortés, Antonio Jiménez y An-
tonio Jiménez Moreno, que era «el nombre limpio». Había
nacido en Barcelona el día 19 de febrero de 1936 y tenia en
verdad, con su Soledad, tres hijos, los tres de Ajaccio y
Marsella...
—Pero cobremos «ayuda» por sesenta hijos... —reía,
poniendo cara de santo—. Que son hoy unas ochenta m i l
pesetas, «jefe». Que como las endiñan los franceses pus
aquí no mus harán na, digo yo...
Los lectores estarán pensando como a gente española
les documentaban y daban seguridad social en Francia;
pero todo lo aclaraba El Chorra en un instante:
—Al quemar los archivos en Argelia, con la guerra, de-
sapareció to y entonces nos fuimos al juez de instrucción
de Bastia y al de Marsella, como argelinos. Cuando nos pre-
guntaba, nos hacíamos los gilipoyas... Así, al tener que de-
cir de dónde éramos, señalamos en un mapa de Argelia un
lugar cualquiera. De momento nos hicimos con partidas de
nacimiento y con m i l doscientos francos viejos al mes, que
te daban si tenías fe de vida, y ésta la daban si tenías par-
tida de nacimiento... Lo demás era ya mucho más fácil.
—¿Y la documentación de los recién nacidos... no na-
cidos?
— ¡ H u y ! La Consuelo y la Juana, tía carnal mía la pri-
mera, se encargaban de falsificar los sellos de caucho co-
rrespondientes a las escuelas y a las parroquias donde se
decía nacían los niños; porque cuando empezaron a mos-
quearse algunos fransese vinimos a Barcelona y empeza-
mos a «bautizar» crios en la parroquia de San José y Santa
Mónica, en la Rambla, de donde arramblemos con los se-
llos pa hacer otros igualicos. También hacíamos el sello
en seco del Registro Civil de Ajaccio, con el que encarga-
mos ya quince m i l impresos de fichas de estado civil y
otros documentos...
Yo tuve en mis manos impresos de Fiche Familiale
d'État-Civil de la villa de Ajaccio. Y la famosa libreta es-
colar en la que estaban anotados, con muy p r i m a r i a cali-
grafía y ausencia total de ortografía, los cientos de nom-
bres y fechas de nacimiento de los «niños invisibles», que
iban mentalmente pariendo la banda del Chorra...
—A unos les poníamos Manolo Escobar, o Fosforito, o
El Porrina de Badajó, o La Chunga, o La Paquera... ¡Qué
se sabían los jueces fransese de cómo nos llamemos nuso-
tros, «jefe» —nuevas risas de toda la banda.
La libreta la descubrió un sabueso de la comisaría de
San Andrés. El policía que andaba mosca al observar que
los moradores de una torre de Santa Coloma de Gramanet,
conocida en el barrio por «La de los franceses», ante la que
aparcaban dos Peugeot, dos «tiburones», un Renault y una
rulotte de camping, todos con matrícula francesa, llevaban
una vida de nulo trabajo y juerga continua, o en la torre,
que era de propiedad, en la calle Plata, 37 —ironías del
destino—, o en otro piso propiedad, en Badalona, u otro
alquilado también en Badalona, o en un bar de Santa Co-
loma, donde solían cerrarlo sólo para ellos, comiendo y
bebiendo durante toda la noche y pagando en apuestas,
como la de abonar la cuenta el que llevara menos dinero
encima, afirmándose que, a veces, alguno llevaba hasta cua-
tro millones de francos en los bolsillos.
La estafa, sensacional desde todos los puntos de vista,
alcanzó, unos trescientos millones de pesetas, de los que se
beneficiaron tres ramas de «quinquis», entre argelinos y
españoles. En Niza actuaban Consuelo Moreno González y
Juana Cano Fernández, en colaboración, y por su cuenta
María Salguero, que fue —al decir de los suyos—, la «inven-
tora» del asunto, en 1960, ampliándolo luego las antes men-
cionadas.
Tanto la Consuelo como la Juana percibían mayores in-
gresos que El Chorra, ya que éste hablaba de haber docu-
mentado a unas 94 familias y 6 más su mujer, cobrando
por 60 niños...
(Un día dimos de alta a unos mellizos y nos equivocamos
en la fecha poniéndole a uno nacido en mayo y al otro en
julio. ¡Y nadie se dio cuenta, «jefe»!, reían.)
...mientras las otras dos tenían dadas de alta más de
doscientas familias, siendo las encargadas de llevar a efec-
to la falsificación de los sellos de caucho con los que sella-
ron los 15 000 impresos que quince días antes de ser dete-
nido El Chorra trajeron a Santa Coloma de Gramanet,
aprovechando que venían a la boda entre gitanos de la
misma rama cuyas escandalosas ceremonias celebraron en
la torre «de los franceses», con cierre de tres días del bar
Las Cuatro Rejas.
(«¡Hoy el bar es mío!», gritó El Chorra, apostando con
la Juana y la Consuelo quién llevaba menos dinero encima,
para pagar cuenta. En bolsa colgando de la cintura y me-
tida entre piernas, la Juana y la otra sumaron: cinco millo-
nes Consuelo y cuatro y pico Juana. Tuvo que pagar el
Chorra, por disponer tan sólo de cuatro millones. Y pagó
ciento sesenta m i l pesetas de gastos de juerga nupcial.)
Cuando la policía rastreó y descubrió el imponente frau-
de a la Seguridad Social del país vecino, la Juana y la Con-
suelo, que olieron a su vez que El Chorra había caído con
los suyos, pusieron pies en polvorosa, salieron de «naja»
junto con toda su tribu, que sumaban unas treinta perso-
nas, logrando pasar la frontera clandestinamente, o qui-
zá con sus documentos falsificados, habiendo dormido la
primera noche, para despistar, en El Prat de Llobregat, de
donde salieron de madrugada rumbo a Valencia, para
aguardar a que se calmara el ambiente.
La policía supo que la Consuelo, tras pagar a su so-
brino El Chorra la cuenta de la boda, recibió de éste los
cuatro millones, que exhibió cuando la apuesta, para que
se los depositara en lugar seguro. No piense el lector en
los bancos, ni tan siquiera en las cajas de ahorros. El di-
nero de Antonio Giménez Moreno —nombre limpio, nombre
efectivo, o «chachi»— fue llevado a la tumba del que fue
Basilio Giménez, padre del Chorra y esposo de Ana Moreno
Santiago, ( a ) Madame Santiago, cuyo panteón familiar ra-
dica en el cementerio de Bastia, en la isla de Córcega. Allí,
junto al muerto, se dijo que estaban ocultos hasta doce mi-
llones en francos franceses, ahorros de la Consuelo, la
Juana y el Antonio. Lo que se ignora es si llegaron a tiem-
po de retirar fondos sus dueños o se anticipó la Sureté fran-
cesa, alertada por la española.
Gracias a aquel inspector de policía que levantó hasta el
cemento del patio de la torre de Santa Coloma, se llegó a
saber de esta colosal estafa. Allí, bajo la losa, había una
caja metálica y, dentro, la libreta de nacimientos de La
Chunga, El Cordobés, Fosforito, etc., en Mataró, Zaragoza,
Madrid, Barcelona, etc., j u n t o con certificados de nacio-
nalidad, libros de familia, extractos de bautismo, sellos o
timbres de caucho de escuelas francesas, pasaportes fran-
ceses de una sola persona con varios nombres, libreta de
matrimonios falsamente documentados, con un total de
tres m i l niños «fantasmagóricos»...
Unos cuatro millones de pesetas se recuperaron en Bar-
celona, así como cinco automóviles, la torre, dos pisos y
joyas de tamaño descomunal, en oro puro. Los franceses
quedaron pasmados al conocer del éxito policial español y
saber que los controles de su Seguridad Social fallaban
tan estrepitosamente. Para su consuelo, vamos a contar
ahora de las estafas descubiertas en España, que van desde
la falsificación de recetas y el «tarugo», percepción de co-
misiones por recetar productos de determinados laborato-
rios, hasta los enfermos impalpables. Que son algo así como
los niños que parían a chorro los «quinquis».

«EL COCHECITO»

Tan pronto me señalaban que se acababa de dar en Cáce-


res, como aparecía el mismo sistema por La Coruña, o por
Sevilla. Por la descripción de la dama juraría que se tra-
taba de la misma, que procuraba desmarcarse, o «abrir-
se», como dicen los policías cuando el delincuente se da
de «naja», se larga, se las «pira».
La señora irrumpía en un buen comercio de pieles, lle-
vando en un cochecito, toldillo echado para que no se en-
friara, a un bebé, que advertía dormía profundamente para
evitar carantoñas, besuqueos y pelotilleo. Se iba derecha a
un formidable abrigo de pieles que se ponía rápida, conto-
neándose ante los espejos y acariciando el visón. El pelete-
ro la gozaba ante la elección de la desconocida, adulándola
y asegurándole que le caía como hecho de encargo. Juraba
que el corte dé aquellas pieles eran tan perfecto que los
mismos profesionales quedaban enloquecidos al ver el abri-
go e intentaba mostrar otras pieles a la posible clienta...
—¡No, no! Me ha gustado éste. Voy a ver qué opina mi
marido, que se ha quedado en el coche porque no hay for-
ma de aparcar. Por favor, procuren que no se despierte el
niño porque me ha costado Dios y ayuda dormirle...
La señora salía rápida a la calle... ¡y ya la habían visto
bastante! Cuando la espera alcanzaba la media hora, y ya
algún empleado había tratado de localizarla por los alre-
dedores, sin encontrar rastro alguno de ella, empezaban a
derrumbarse las hipótesis acerca de si estarían buscando
aparcamiento por los alrededores, porque el marido que-
rría discutir el precio con el peletero, o si le habría sucedi-
do algún percance a la madre del bebé que dormía pláci-
damente en el cochecito...
Una corazonada acaba siempre por llevar hacia el co-
checito, alzar las ropas... y descubrir que el bebé que
duerme plácidamente es un muñeco.
El timo requiere invertir capital en cochecito y muñeco,
ajuar de la cuna y del falso bebé. Pero la inversión es siem-
pre una parte alícuota del valor de un formidable abrigo
de visón con el que la timadora corre feliz hacia su «con-
sorte», sin duda esperándola tres calles más allá, para huir
tan frescos... y tan abrigados.
Timos con anciano

E L CAMBIAZO D E B I L L E T E S

Años 1982 y 1983. Los dos registraron la presencia de unos


troleros, aseados y trajeados, de exquisitos modales y son-
risa continua, que se dedicaron a recorrer las calles de las
ciudades y villas de nuestra España, a la caza de personas
de edad avanzada. Subían y bajaban escaleras, tras exami-
nar unas notas que llevaban en un pequeño cuaderno de
bolsillo. Eran dos. El charlatán y el portador de la gran
cartera cargada de documentos. Aquél parecía el «baranda»,
o jefe, y éste su acólito, o ayudante.
—Buenos días, señora. ¿Es usted doña Emerenciana Bo-
tijo Verde?
—Para servirles.
—Somos de la caja de ahorros en la que usted tiene su
cuenta y venimos a advertirle que han quedado anulados,
es decir, sin valor, los billetes de a m i l pesetas que llevan
la efigie de Echegaray. Mire a ver si tiene alguno, porque
se lo cambiaremos antes de que se quede sin ese dinero.
Las infelices ancianas rebuscaban entre sus pertenen-
cias el dinero recién cobrado de la pensión, o sus ahorri-
llos, mostrando los billetes de a mil que allí había. Los fal-
sos empleados los tomaban, firmaban un recibo y se des-
pedían preguntando: «¿Los ingresamos en su cuenta o le
traemos los billetes nuevos?» Ni se esperaban a oír la res-
puesta.
«DE LA P E N S I O N V I T A L I C I A »

Corazón Santo,
fuente de amor,
consuelo al llanto
del pecador...

La abuelilla caminaba con torpeza por el pasillo de


su casa, entonando unas estrofas que le marcaba una
mujer rubia, delgada, de ojos vivarachos: «Muy bien, muy
bien. ¡Aprobada, aprobada!»
A la anciana la estaba examinando de religión aquella
rubia, que se había presentado en la casa diciendo que era
de la junta de Católicos Reunidos y que su misión era in-
formar acerca de las personas de edad que vivían solita-
rias y podían necesitar una ayuda mensual en forma de
pensión vitalicia...
—Claro, señora, que tenemos que informar muy a fon-
do. Perdonará usted que le haga preguntas que parecen in-
discretas, pero que no tenemos más remedio que formular
para saber si se ajustan sus necesidades a las marcadas
por el reglamento...
La abuelita abría unos ojos como discos de gramófono,
pensando en la suerte de haber recibido aquella visita que
podía ser la solución a tanta apretura como soportaba los
fines de mes. E iba contestando a las preguntas.
Ya la rubia se había informado antes, por la parlanchí-
na portera, de la calidad de vieja a la que visitaba: «¿Doña
Isabel? Es toda una señora. Su marido fue un personaje y
debió de vivir muy requetebién. La pobre enviudó hace
años y de la pensión y algo que le dejaría él, pues se va
defendiendo. Si ustedes le pueden dar algo, se llevará una
alegría tremenda...»
La alegría se la llevaba la rubia, que atacaba ya con ele-
vado tanto por ciento de posibilidades de éxito: «Está us-
ted muy bien de catecismo, doña Isabel. Ahora tiene que
declarar si posee bienes. No me refiero a grandes fincas, ni
acciones, ni automóviles, no; lo que quiero es saber si po-
see algunas joyas, o cubertería de plata, o cuadros valio-
sos... Tenemos que decir la verdad; prefieren la sinceridad
en la declaración que el andar con mentirijillas...»
—¡Pobre de mí! Sólo guardo las cuatro joyas que son
recuerdo de toda una vida...
—Veamos, veamos... Enséñemelas, doña Isabel.
Así veía la «enviada de la junta» donde guardaba su pe-
queño tesoro la ancianita. Y a la hora de hacerle cantar
jaculatorias por los pasillos, se despistaba y se metía por
los bolsillos cuanto de valor había visto y le había mar-
cado su víctima.
La Julia, que así se llamaba en el terreno de los ham-
pones aquella rubia de los ojos eléctricos, se llevaba los
pendientes de oro que lució doña Isabel cuando era Isabe-
Iita, los gemelos de oro con pequeños rubíes que llevaba su
Federico el día de la boda, la pulsera de pedida, que no
tuvo heredera, unas sortijas de regalos muy especiales en
festividades de su historia, un alfiler de corbata con perla
y el reloj de oro del difunto... Lo que jamás pensó en ven-
der aquella diminuta anciana, porque era su lazo afectivo
con el pasado.
—Veamos, doña Isabel: ¿recuerda la tabla de multi-
plicar?
Mientras ella cantaba la tabla que le pedían, la rubia
aplicaba la de restar. Luego, cuando se marchaba, la vieje-
cita le besaba las manos, pidiéndole protección y repitien-
do: «Es usted muy buena, muy buena, muy buena...»
¡Menudo bicho era! Tenía veinte años, recién cumpli-
dos. Cuanto le sobraba de fantasía para trapalear, le fal-
taba de piedad para compadecer. Vivía de las ancianas
solitarias, a las que dejaba en la ruina y con el fuerte
trauma de haber sido burladas por creer en los demás.
Cuando cazaron a la enemiga de las ancianas y el co-
misario que la interrogaba le reconvino sus malas artes
para con personas débiles e indefensas, la moza reaccionó
brava: «Yo seré una ladrona, pero ni un solo hombre me
ha puesto la mano encima. ¡Prefiero robar a putear!»

Con los años, aquel timo tuvo variantes notables. En


febrero de 1978 detuvieron a un tipo que, uniformado de
azul con botones dorados, sorprendió a una señora de se-
tenta y un años que vivía solitaria. Le d i j o que era em-
pleado del Instituto Nacional de Previsión y que llevaba
unos impresos de solicitud de pensión que tenía que fir-
mar. Luego le pidió 16 000 pesetas para la tramitación. Al
decir ella que no tenía tanto dinero, fue rebajando hasta
conformarse con 5 000. La abuela me contó:
—Se las di para que se fuera. De pronto me entró mu-
cho miedo...
Las abuelas ya veían televisión. Sabían demasiado.
«LA PRENDA INTIMA»

Año 1954. La B I C barcelonesa se mosqueó muchísimo al


observar en el libro de denuncias que abundaban las que
iban contra una pareja de mozas, guapetonas y muy sim-
páticas, cuyas víctimas eran siempre solitarias ancianas.
El ataque se producía a esas horas en las que la vete-
rana señora ya anda por el piso y no puede sospechar que
lleven malas intenciones quienes llaman a la puerta; bue-
no, quienes llamaban, porque en aquellos años la delincuen-
cia era escasa y nada violenta.
—Perdone, señora. Se me ha roto la goma de las bragas
y se me están cayendo... ¿Me permite que pase al lavabo
a arreglarlas?
La abuela, comprensiva, no oponía reparo alguno. Mien-
tras la una se marchaba al lavabo, la otra quedaba dándole
palique a la anciana, para entretener su atención y para
que no pudiera oír los ruidos que su colega hiciera en el
registro a que sometía armarios, cómodas, mesita de no-
che y cuanto encontraba por el camino...
—La pobre es que está con la regla, ¿sabe? No podía
ni andar, porque no sólo se le caían las bragas, sino que
también la compresa...
—¡Pobrecita! H a n hecho bien en venir...
En ocasiones, lo de la braga lo cambiaban por un vaso
de agua para tomar un medicamento. Y en aquel año 1954
dio la casualidad de que en Barcelona actuaba una pareja
y en Palma de Mallorca otra, tocando el mismo rollo.
Se aclaró todo, al final: la pareja que empezó a dar este
timo se disolvió, formando cada una de ellas «compañía».
Para no hacerse la competencia, una de las parejas se fue
a Mallorca. Pero repitieron tanto la «función» que no tar-
daron en ser detenidas las cuatro «pájaras».
Timos con automóviles

«EL PLUMERO»

Y llegó el Biscuter. Y los españoles empezamos a soñar con


tener un automóvil, aunque fuera aquella birria, que cos-
taba 40 000 pesetas cuando uno cobraba 800 al mes. Con
los automóviles vinieron nuevas ideas para los defrauda-
dores. Creo que la primera, o una de ellas, fue el timo «del
plumero».
Cada coche puesto en rodaje era conductor comprando
accesorios: que si un perrito moviendo la cabeza, que si
un cojín con los colores del club de fútbol amado, que si
adornos por aquí o que si escudos, vaca, alfombrillas, an-
tenas, por allá. Los carotas de siempre no tardaron en bus-
car nombres por los buzones de los portales y, una vez en-
terados por la portería de que aquel vecino tenía coche, se
presentaban en su casa con un plumerito de veinte duros...
—Buenas. ¿Señora de García?... Traigo el plumero de
coche que encargó su marido...
Cobraban el triple de lo que costaba. Y si había pro-
blemas, se fingían disgustados y se iban con el plumero a
otra parte.

«LA A V E R I A »

También se conoce a este timo por el del «carburador».


Quizá porque suele ser la pieza del motor que los tima-
dores escogen para liar a su víctima.
—Señorita..., le salen chispas por el tubo de escape...
El picaro se presenta vistiendo mono azul de mecánico
y suele abordar a conductoras, mejor que a conductores.
—Cuando salen chispas se puede producir una avería
grave, señorita...
A la señorita le entran vértigos y confiesa:
—No tengo ni idea de motores. ¿Qué debo hacer?
El desconocido le dice que dé a la palanca que libera
el capot del motor y se presenta: «Soy montador de la
casa X —cita la marca del coche que examina— y le ayu-
daré gustosamente. No se preocupe.»
El falso mecánico desmonta el carburador, mira aten-
tamente y asegura que «se ha roto la boya».
— N o es nada grave. Basta con reponer la boya... Si
usted quiere, le traigo una de nuestro almacén. A noso-
tros nos hacen descuento y no creo que pase de las cinco
mil pesetillas...
La chica tira de un billete de los grandes, y él toma un
taxi, jura regresar en cuestión de minutos y, efectivamen-
te, vuelve pronto. Coloca en el carburador la boya vieja que
retiró, pide a la chica que ponga en marcha el motor y
sonríe feliz ante su «reparación».
Hay pieza fantasma abonada, gastos de taxi y esplén-
dida propina. El timo se puede efectuar con otra pieza
cualquiera.

EL CEPO

Hecha la ley..., ¡hecha la trampa! Hecho el cepo..., ¡el cepo


echado! Me explico. Cuando las policías municipales espa-
ñolas se decidieron por imitar a los gendarmes franceses
e iniciar, como ellos, la caza del automovilista por el siste-
ma de la trampa, o el cepo, se supuso que éste iba a ser
el sistema más difícil de burlar por los picaros del volan-
te, esos especialistas en eludir sanciones de tráfico o, al
menos, en pararlas y entretenerlas, consiguiendo que, al
abonarlas, aquel dinero, desvalorizado con los años, sea
menos importante que en su momento.
Recordamos al inteligente conductor que aparca el co-
che en lugar muy castigado por la guardia urbana y se co-
loca él mismo el papelito denuncia en el parabrisas, de-
nuncia que guardó días anteriores al encontrarla colocada
en ese mismo sitio. El truco se puede mejorar mucho co-
locándose cerca de un multado al que se retira el antipá-
tico papelito y situándolo en nuestro coche. Al otro volve-
rán a multarle y a nosotros lo más seguro es que nos pa-
sen de largo. Los italianos fueron los inventores del cana-
llesco sistema de fastidiar al prójimo, conductor.
Con lo del cepo, los listillos de la circulación quedaron
anonadados, de momento. Sabían que había sido inventa-
do y puesto en práctica en la ciudad norteamericana de
Denver y que no era fácil eludirlos, constituyendo un en-
gorroso problema para quien los padece, al perder su
tiempo aguardando a que fueran a retirarle el pesado tras-
to y acudiendo a pagar la multa al puesto policial, que a
principios de los ochenta se elevaba a dos mil pesetas, en
París.
Un famoso actor cómico francés aumentó su populari-
dad dedicándose a robar cepos. Logró imitar las llaves y
aprendió a retirarlos, llevándoselos a casa y montando un
«museo del cepo», que pronto se hizo célebre entre sus
amigos, pero que al llegar a las páginas de los periódicos
motivó una intervención inmediata de la policía que de-
nunció al actor y le llevó ante los tribunales por robo de
propiedades del Estado. Le salió cara la broma, pero más
le habría costado la publicidad que le supuso si llega a ir
por vías normales de administraciones de medios de co-
municación.
Aunque los cepos tienen ya en el mundo entero sus
«violadores», gente especializada que sabe quitárselos sin
problemas, e incluso existiendo randas que venden gan-
zúas anticepo, si el aparato es retirado, pero no sufre daño,
ni desaparece, la falta es de quebrantamiento y no pasa
de los ámbitos municipales; de lo contrarío, sigue vía co-
misaría de policía, juzgado.
El truco que me fue dado conocer consiste en adquirir
un cepo exactamente igual que los que se usen en la zona
donde uno vive y mal aparca. El cepo vale unas 9 000 pese-
tas, con cerradura universal, y poco más si la cerradura es
especial. El automovilista que yo vi aparcó su coche en
lugar prohibido, abrió el maletero, sacó un cepo, lo colocó
en su rueda delantera más visible y se fue tan contento,
no sin antes, guiñándome un ojo, aclararme:
—Es el mejor antirrobo que se ha inventado, ¿verdad?
Era un guardia urbano de ciudad alejada de Barcelona,
que por discreción me callo.
Para quienes aparcan mal con frecuencia, adquirir un
cepo no representa problema de amortización. Para un
guardia urbano mucho menos.
«LA LETRA MENÚA»
(o el autotimo)

De la abundancia de tropa de la rapiña por las calles de


las grandes ciudades no sólo nos quejamos quienes por
ellas tenemos que movernos en la década de los ochenta,
sino que, ya a finales del siglo xvii, Miguel de Cervantes y
Saavedra escribía en su Rinconete y Cortadillo: «El desgo-
bierno y el desorden daban salvoconducto a todo linaje
de traviesos y delincuentes. Pescadores y mariscadores en
seco tenían vida en la populosa ciudad, donde se podía es-
currir y mudar el bulto cambiando de barriada.»
¡Y entonces no había automóviles! Ni se había inventa-
do el delito de «uso de hurto», que no es otra cosa que el
robo del coche. Una de las cinco mil víctimas de estos ro-
bos de vehículos que se calcula hay cada día en España,
me descubrió lo que he llamado «el autotimo», porque,
sinceramente, creo que en ocasiones somos víctimas de
nuestra indolencia, o desidia, o absurda confianza. Conoz-
can la historia y procuren que no se repita en ustedes:
—Oiga: ¿usted cree que hay derecho a esto? Me roban
el coche y la compañía aseguradora me dice que no se
hace cargo del asunto...
El indignado caballero me contó que, a primeras horas
de la mañana, había llegado en su coche junto a un quios-
co de periódicos y, como solía hacer a diario, se había
apeado a comprar uno, se alejó tres metros del coche y,
al pagar y recibir los cambios, se volvió y pudo ver cómo
se alejaba el vehículo, con un desconocido al volante.
—Denuncié el robo en la comisaría del distrito y di
parte a mi compañía aseguradora, y ésta me sale diciendo
que lo lamenta mucho, pero que no se hace cargo de nada
porque se trata de un hurto y no de un robo. ¡Se trata de
que me han quitado el coche, cuernos! ¿O es que no es lo
mismo?
—Pues, no. Si usted se apea de su coche y lo deja
abierto y encima con las llaves de contacto puestas, y a
lo mejor con el motor en marcha, usted le ha facilitado
al caco su operación, permitiéndole que cometa un hurto
—que es un robo sin violencia en las cosas—, en lugar de
un robo con violencia, como es cuando tienen que romper
un cristal, o una cerradura, y encima hacer un puente, para
llevarse el coche.
—¡Bueno, bueno! Pero a mí me han robado el coche,
¿no? Y yo pago la póliza para asegurar el vehículo, entre
otras cosas, del robo...
—Así es: del ROBO, pero no del hurto.
No quería dar su brazo a torcer el automovilista con-
fiado, el que consideraba que los rateros de coches son
lentos y están en alguna zona fija de la gran ciudad. Como
tantos otros, había firmado una póliza de seguro de su
automóvil sin echar una miradita a la «letra menuda» y
pedir aclaración a lo que no quedara claro, y meditar lo
que le convenía y lo que no le interesaba, antes de estam-
par su firma y antes de soltar un céntimo.
—La compañía aseguradora no le ha timado a usted,
señor. Se ha timado usted mismo, por confiado. Ni lee los
contratos que firma, ni se apea de su coche tomando todo
tipo de garantías para que no se lo lleven. Es usted un po-
quito «primo»...

E L T I M O «DEL COMPATRIOTA»

Habían pasado su luna de miel por Italia, rematándola


en Diano-Marina, en plena Riviera dei Fiori, un simpati-
quísimo rincón mediterráneo de la provincia de Imperia,
distante unos sesenta kilómetros de la frontera francesa,
kilómetros que habían recorrido en silencio, dominados
por esa mezcla de tristeza y coraje de quienes saben que
acaban de conocer a la felicidad y la dejan.
El Seat-131, un «Supermirafiori» de matrícula sevilla-
na, avanzaba como el Guadiana, desapareciendo a interva-
los por el rosario de túneles que la Autoroute du Soleil
ofrece en Italia y en Francia, túneles que funden en negro
los radiantes paisajes fronterizos.
Pasada la aduana y la policía en Ventimiglia, visto
Mónaco desde las alturas y enfilando hacia Niza y Cannes,
hubo una propuesta femenina:
—¿Paramo a tomá un cafelito en Can, niño?
Dejaron la autopista famosa que enlaza Nápoles con
Holanda y llega hasta Montélimar para quienes no gustan
del ramal de carretera de Aix-en-Provence a Nimes, y en-
traron en Cannes, la ciudad que suena a millonarios de
portadas internacionales de revistas.
—Café olé —pidió el sevillano alzando la mano derecha
con los dedos haciendo el signo de la victoria—. |Ah!, y
«duá brioch, garsón». («Si me vieran en mi peña de la
Campana, chiquilla.»)
— S e j a r t a b a n de reí. Has pedio er café que paresía una
ovasión ante un naturá con la zocata, hijo...
Dieron unas vueltas por Cannes y luego echaron dos
cuentas...
— N o s quedan como seiscientos kilómetros hasta Per-
piñán, que sin tené que apretá mucho nos los haremos en
cinco horas. Y francos llevamos lo sufisiente para las
«autoroutes», «del soleil», «Languedociene» y «la catalana».
—¡Pues en marcha, niño! ¡Vámonos pa España que se
acabó lo que se daba!
Apenas si habían recorrido un k i l ó m e t r o por las calles
de Cannes, r u m b o ya a la salida hacia la autopista, cuan-
do oyeron gritar:
«¡Sevilla! ¡Sevilla! ¡Sevillaaaa...!» Pararon. Y se acercó
una f a m i l i a de agradable aspecto, m a t r i m o n i o , una chica
y un chico entre los catorce y dieciséis años. El cabeza de
familia, sonriente, educado, habló:
—Perdonen ustedes. Son nuestra única esperanza. Ve-
rán: estamos pasando las vacaciones por aquí y hemos te-
nido una grave avería en el coche..., la caja de cambio...
En el taller no nos entregan el coche si no abonamos en
efectivo la factura, que sube mucho, y como es sábado, si
no solucionamos ahora el p r o b l e m a nos tenemos que que-
dar aquí hasta el lunes. Imagínense... Nosotros somos de
San Sebastián... Yo soy industrial y t a n p r o n t o como lle-
guemos a casa les giro el dinero...
El h o m b r e sacó su cartera, en la que debía de llevar
unos m i l francos, y tomó una t a r j e t a de visita que entregó
a los sevillanos.
— E s mi tarjeta.
El j o v e n m a t r i m o n i o sevillano explicó que habían ter-
minado sus vacaciones y regresaban a España, llevando
justo el dinero p a r a autopistas y «travelers-Visa».
— M e da lo m i s m o que me den el dinero español, ita-
liano o francés — r e p e t í a el de San Sebastián, mientras
su r u b i a m u j e r y sus guapos hijos callaban, con rostros
tristes.
— L o sentimos, de verdad: no podemos hacer nada...
¿Quieren que les llevemos con el coche a algún sitio?
— ¡ N o ! ¡Gracias! — d i j o m u y molesto el desconocido,
girando toda la f a m i l i a y alejándose.
Los recién casados no p u d i e r o n olvidar aquel lance de
Cannes. «¿Y si nos hubiera sucedido a nosotros?» Hasta
que les conté la historia de tres estudiantes universitarias
que regresaban de Ginebra en un Renault-5 matrícula de
Valladolid, el 22 de agosto del año 1982...
—¡Valladolid! ¡Valladolid! ¡Valladolid! —les gritaron a
la salida de Montpellier—. ¡Españoles! ¡Españoles! —gri-
taba un hombre alto y fuerte con la misma locura con que
suponemos gritó Colón al pisar la arena de la playa ame-
ricana.
La historia les va a sonar, porque empezó así:
—Perdonen, señoritas. Somos de San Sebastián y tene-
mos un problema muy gordo. Mi mujer y mis dos hijos
—se acercaron sonriendo levemente— volvíamos para Es-
paña y se nos averió el coche. La caja de cambios. Total,
que la factura sube a tanto dinero que nos faltan 800 fran-
cos y eso pensando en regresar sin un céntimo hasta casa.
El taller (ya sabe cómo son los franceses) se niega a dar-
nos el coche. Estamos a sábado y si no lo sacamos ahora
tendremos que seguir aquí hasta el lunes...
—Verá, señor: no tenemos esa cantidad en dinero fran-
cés. Llevamos francos franceses calculados para cruzar
hasta España...
— M e da igual en otra moneda. Eso ya no es problema.
E n t r e las tres universitarias reunieron 300 francos sui-
zos, que en aquel agosto de 1982 eran 16 200 pesetas, di-
nero que el donostiarra agarró emocionado, entregando a
cambio una t a r j e t a de visita, en la que se leía lo mismo que
en la dada a los sevillanos: «Pedro M o r á n González Ubal-
de. Avenida de M a d r i d , 260, 6.°, San Sebastián.»
—Tendrán noticias mías en cuanto llegue a casa. Denme
su dirección y teléfono. Las llamaré y haré una rápida
transferencia bancaria. Me han salvado de una grave si-
tuación, señoritas...
Pero pasaron los días, que pronto sumaron dos sema-
nas. Las estudiantes decidieron buscar al guipuzcoano y,
al no figurar en la guía de teléfonos, llamaron a un vecino
de la dirección que constaba en la t a r j e t a de visita. Se
puso una señora que nada más oír el nombre de la tarje-
ta, atajó:
—Señorita, las han timado. ¿En Francia, no?... ¿En
Cannes?... ¿Les contó lo del coche averiado?...
—Ora pro nobis, ora pro nobis...
—Pues el tal Pedro González lleva como diez años vi-
viendo de este cuento, señorita. Lo triste es que sólo tima
a los españoles y en especial a los trabajadores cuando
vienen a pasar sus vacaciones a España. Había vivido en
esta casa, de la que fue desahuciado por el juzgado...
En posteriores averiguaciones, otras víctimas de Morán
lograron ampliar la «ficha», informándome que la esposa
del tal Pedro era francesa y había trabajado en el Liceo
Francés de San Sebastián, de donde fue despedida. Se
llamaba Françoisé Deschasseaux. Creo recordar que lo ave-
riguó un señor que el día 12 de noviembre de 1982 rodaba
por las calles de Nimes, rumbo a España, con su esposa
y un hijo de dos años, tras unas felices vacaciones por
Suiza y Alemania.
—Tuvimos la desgracia de parar ante un semáforo y
allí nos abordaron un matrimonio y dos niñas de quince
y doce años aproximadamente. El señor nos rogó ayuda,
porque se les había roto la caja de cambios y les faltaban
20 000 pesetas para abonar la factura. Tenían muy buena
presencia y, aunque un tanto recelosos, y ante los razona-
mientos del señor cuando les hablábamos de transferen-
cias bancarias, giros telegráficos, etc., que desembocaban
en que era sábado y hasta el lunes tendrían que permane-
cer en Nimes, le dimos 50 francos suizos, 100 marcos ale-
manes y 4 000 pesetas, por un valor total de 11 000 pesetas,
quedándonos nosotros con sólo 6 000 pesetas para regre-
sar a Madrid. Pareció emocionado, como la señora. Y j u r ó
que el limes mismo giraba el dinero desde San Sebastián,
entregándonos una t a r j e t a de visita...
La tarjeta la tengo yo en mis archivos de la Timoteca.
En ella hay anotado un teléfono que resulta pertenece a
unos familiares del timador que, lógicamente, no respon-
den de nada y están hartos de reclamaciones.
En Aix-en-Provence, a una familia de Mollet (Barcelo-
na), que hacían camping en agosto de 1982, les sacó 900
francos, unas 22 000 pesetas. «Nos rompió las vacaciones.
Tuvimos que regresar antes, ya que j u r ó nos enviaba el
dinero al camping, en tres días. Se lo dimos pensando en
que era un compatriota en apuros y al ver la carita de
aquellos cinco niños tan monos...»
—¿Cinco?
Ya ven cómo se puede vivir en la Costa Azul, «traba-
jando» tan sólo los sábados por la mañana... y en verano.
«LA GASOLINA»

« S E N H O R E S DA "BOMBA", CUIDADO
COM OS AUTOMOBILISTAS QUE SE
E S Q U E C E M DA CARTEIRA.»

Así t i t u l a b a un diario lisboeta, en septiembre de 1970,


la narración de un t i m o que se estaba dando por la zona
de Maceira-Lisi, «donde la gente es amable y de buena fe»,
añadía el comentarista.
Me lo contó Domingo M a n f r e d i , el periodista. El auto-
movilista que se olvidaba la cartera en casa y se daba
cuenta a la hora de abonar la gasolina recién metida
en el depósito de su coche, dejaba en prenda un pa-
quete bien presentado que decía contenía «un servicio de
cristal tallado» a por el que volvería cuando realizara unas
diligencias en Nazare. En el paquete, abierto por el de la
gasolinera cuando se mosqueaba del todo, había un j a r r o
y seis modestos vasos con unas horteras flores pintadas.
Su valor era de menos de la m i t a d de lo que valía la ga-
solina que se había llevado puesta en su coche.
El periodista cerraba la información así: «O que é
andar depressa! O que é progresso!»
De progreso, nada. El timito del portugués es muy an-
tiguo y se le conoce con el nombre del t i m o de «la gaso-
lina», porque siempre se origina en ruta, a pie de auto-
móvil. Los timadores suelen aparentarlo todo: que han su-
frido una avería, que son pilotos de líneas aéreas, o aza-
fatos, que están de vacaciones y llevan un gasto tremendo
porque todo les atrae por donde pasan. Sacarán a colación
unas piezas de paño inglés, del mismísimo Manchester, que
les encargó un amigo, pero que van a vender porque con
lo que cueste la reparación del coche van a quedar muy
apretados de medios económicos...
Para los «aviadores» no es problema volver a Londres
y adquirir otras telas. ¡Que espere el amigo! Y el automo-
vilista que se detuvo para auxiliar a los jóvenes pilotos no
duda en quedarse con aquella auténtica «ganga»..., que no
tardará en saber son telas con tara compradas a bajo pre-
cio en Sabadell o Tarrasa. Pero ya los aviadores... «vo-
laron».
«LA GASOLINA-AVECREM»

Los taxistas barceloneses de los años cincuenta-sesenta le


dieron el nombre a un carburante, «made-in-casa», que se
vendía a chorro en la mayor clandestinidad: «el avecrem»,
o gasolina sin gasolina. El «más difícil todavía», porque
descubridores de carburantes obtenidos de la madera, o
de la naranja, o de trapos, o de lo que fuera, los hubo y
los habrá. Sin alcanzar el éxito y aplastar al petróleo, mien-
tras existan bolsas del «oro negro» en manos de los po-
derosos.
«El avecrem» fue muy perseguido por los servicios fis-
cales de la Guardia Civil, obligados a proteger el mono-
polio de CAMPSA. Por eso, cuando tuve acceso por vez
primera al descubrimiento de un almacén clandestino, al
que acudían los taxistas en la madrugada, me autorizaron
a vivir el suceso bajo palabra de honor de no facilitar la
«fórmula magistral».
—Comprenda usted que se puede causar mucho daño
al monopolio. CAMPSA nos vende el litro de «super» a 10
pesetas y «el avecrem» se paga a 7, ganando tres pesetas
en litro «los fabricantes» —me dijo el sargento de «la bri-
gadilla».
Hoy, treinta y tantos años después de aparecer en es-
cena aquel carburante atracción de los taxistas, retirado
aquel sargento del servicio activo y quizá criando malvas
en algún camposanto, no puedo resistir la tentación de
anotar en esta enciclopedia de la picaresca las fórmulas
del sustitutivo de la gasolina que cayeron en mis manos
en los años sesenta, setenta:
15 litros de gasolina normal,
15 litros de benzol,
5 litros de exano,
5 litros de White (aditivo aromático.)
Esta mezcla se hizo en Badalona para su venta en bi-
dones de veinte litros. El «químico» dijo que él sólo gana-
ba 1,20 pesetas por litro y que su mezcla nada tenía que
ver con el popular Avecrem de años anteriores, fórmula
que resecaba los cilindros por llevar petróleo. «Lo mío es
muy superior», aseguró.
Otro «fabricante» detenido por los pacientes hombres
de «la brigadilla» usaba: tolueno, benzol, alcohol y el adi-
tivo gastrol. «La gasolina se suple sobradamente con al-
cohol metílico, lográndose con esta mezcla entre los 110
y los 115 octanos. El litro se puede vender por 35 o 40 pe-
setas. Es fórmula parecida a la usada para aeromode-
lismo.»
Lo que ocurre con esta obtención de carburante para
automóvil es que no resulta rentable fabricarlo en casa,
para uso particular. Hay que manipular cantidades impor-
tantes, miles de litros, para que en verdad sea negocio.
«Los pistones no se resecan si se usan ingredientes muy vo-
látiles», me aclaró uno de los detenidos, al interesarme por
el daño que se podía causar a los motores. «Los motores
sufren menos con mi "caldillo" — m e dijo otro—, que con
la gasolina que nos sirven en la mayoría de las estaciones
de servicio de España.»
Para reafirmar tal afirmación, me contó que la gasolina
«super» española es la «normal» de los demás países euro-
peos y que hay picaros gasolineros que mezclan «super» y
«normal» en proporción de 10 a 2, por lo que, al sumar los
96 octanos de aquélla con los 90 de ésta, bajan en 20 oc-
tanos los diez litros y se embolsaban, en aquellos tiempos,
doce pesetas en la «super», a costa de más de un carbura-
dor alterado. H a y quien mezcla ocho litros de «super» con
2 de «normal», logrando 94,8 octanos por cada diez litros
y convirtiendo dos litros de «normal» en «super», por cada
diez litros de carburante que sirve af cliente de los 96 oc-
tanos, auténtico «primo» de la maniobra.
Por cierto que, de llegar el timador a mezclar el carbu-
rante con agua, lo que dificulta la combustión, hay que po-
ner el coche a toda pastilla y t i r a r del estárter repetidas ve-
ces, para que la expulse. Si el motor se ahoga, es que no
llevaba agua y el motor se para por otras causas.
Pero vamos a las fórmulas mágicas que pueden susti-
tuir a la gasolina, rebajando el precio de la «super» a la
mitad, al decir de los «químicos».
Los mayoristas, que adquirían de cupo el tolueno, por
menos de la m i t a d del precio que alcanzaba en las dro-
guerías, me dieron las siguientes mezclas, de entre docenas
que poseían:

Éter, al 3 por ciento;


Tolueno, al 30 por ciento;
gasolina normal, al 25 por ciento;
benzol, al 30 p o r ciento;
exano, al 7 por ciento;
aditivo, al 5 por ciento.
O t r a f ó r m u l a era: benzol, al 50 por ciento; alcohol, al
10 por ciento; gastrol, al 7 por ciento; aceite Sae, de 30
a 40 grados, al 3 por ciento, para evitar que se resequen
los pistones, exano, al 10 por ciento.
Para completar el mantenimiento del vehículo, de vez
en cuando aparecen en el mercado «refinadores de aceite»,
gentes que recogen el aceite usado de quienes acuden a
cambiarlo a su estación y lo envían a la «refinería», clan-
destino lugar en el que el sucio aceite es sometido a fil-
trado por arenas hasta devolverle el color amarillento que
había perdido totalmente. Para que parezca que posee
«cuerpo», le mezclan un aditivo barato y luego lo envasan
en latas de acreditadas marcas de las que pueden encon-
trarse tiradas por cualquier parte o de las vaciadas en la
propia estación para un cliente.
El aceite «resucitado» d u r a escasos kilómetros lubri-
cando. Convertido en agua negruzca, es un peligroso ene-
migo del motor. «Pero al timador, ¿qué más le da?», me
decía Sebastián Flores, «médico» de mi coche. Y tenía
razón.

«EL E M I G R A N T E »

Le l l a m a n el t i m o del «violín» —ignoro el motivo— al cam-


bio del n ú m e r o de bastidor en automóviles de dudosa pro-
cedencia, que e n t r a n por la frontera francesa procedentes
de varios países europeos: Mercedes, Volvo, Alfa-Sudn,
B M W , a los que, de acuerdo con negocios de desguaces,
les eliminan la numeración para acoplarles la de vehículos
procedentes de accidente que eran destruidos en la prensa.
El vehículo así vendido puede matricularse sin problemas,
resultando mucho más barato al comprador que si lo im-
portara. El t i m o del «violín» se aplicó también a las «cara-
vanas», que las colaban los alemanes por la frontera y
como si en ellas fueran a pasar sus vacaciones y aquí las
vendían a b a j o precio para usarlas en camping, como
chalé. B o r r a d o el n ú m e r o de bastidor y retirada la placa
de matrícula, la «caravana», o roulotte, pasaba inadvertida
en un parking, hasta su venta.
Pero el auténtico ingenio entra en juego para el timo
del «emigrante», montado en escenario alemán, aunque
por españoles. En este «cuentico», un trabajador espa-
ñol se gana 50000 pesetas sin aportar otra cosa que «su
baja consular», por cambio de residencia. El trabajador
«de baja» viene a disfrutar sus vacaciones y se vuelve
a su anterior residencia contando que no encuentra tra-
bajo en España, cosa que no hay nadie que encuentre ex-
traño. Se da de nuevo de alta en el consulado, y a vivir.
Con la baja consular se puede traer un magnífico auto-
móvil a documentar en España y pasando la aduana con
la documentación de emigrante que retorna a la patria.
Para empadronarse no hay problema. Y mucho menos
para desempadronarse...
Trabajadores españoles que ni siquiera se han movido
de Alemania recibieron 2 500 marcos por firmar los docu-
mentos necesarios para que un contrabandista de la orga-
nización importadora de coches traiga el flamante vehículo,
pague el correspondiente arancel en la aduana y legalice
el coche una vez localizado el comprador. Como el auto-
móvil tiene que estar a nombre del emigrante durante seis
meses, como mínimo, falsifican la fecha del permiso de cir-
culación alemán y solicitan licencia de importación. Lo
normal es que el comprador, que se beneficia de este teje-
maneje y que suele ser un compraventa de coches, lo use,
o lo revenda, para rodar seis meses con el nombre del
emigrante, lo que supone la ventaja de no tener que pagar
impuesto de lujo, ni transferencia, ni siquiera una multa
de tráfico, porque no le podrán localizar ni a tiros. Y si le
denuncian cuando va al volante, asegura que tiene el coche
en prueba, o paga la multa en el acto, y se acabó.
Ni el emigrante sabe quién tiene el coche, ni dónde
está matriculado, ni el comprador conoce al emigrante. Si
además el coche es usado, el ahorro para el comprador es
notable. En los primeros meses de 1983 se vendía un Mer-
cedes usado y lavado por dos millones y medio de pesetas
y había costado en origen un solo millón.

«El violín» también lo hacen bandas internacionales,


perfectamente organizadas. Barcelona es el centro de dis-
tribución de lujosos automóviles robados en Francia, Ale-
mania, Suiza, Bélgica..., que dotados de falsa documenta-
ción y placas de matrícula acordes, llevan hasta las cer-
canías de su puerto, su aeropuerto y sus estaciones fe-
rroviarias, aparcándolos allí donde serán recogidos por
otra persona distinta a la que los condujo hasta la Ciudad
Condal, que se encarga de llevarlos a cualquier puerto
andaluz, donde son embarcados para Oriente Medio o
Marruecos.
Los conductores no pertenecen a la banda. Los alqui-
lan para los viajes que realizan a gastos pagados y unas
cien mil pesetas de beneficios. Si son detenidos por la
policía o la Guardia Civil, carecen de información que
pueda llevar a desarticular la banda y alcanzar a sus «ce-
rebros».
Estos vehículos, de los que la Guardia Civil barcelo-
nesa recuperó treinta y tantos en noviembre de 1983, van
destinados a países en los que no hay problemas para ma-
tricular y documentar coches de importación. Hasta ori-
ginarse los graves problemas políticos del Líbano, para él
viajaba la mayor parte de los automóviles robados por
Europa. Luego cambiaron los rumbos. Interpol se encarga
de investigar el origen de todos y cada uno de los costosos
vehículos que desaparecen en las calles danesas, alema-
nas, suizas, francesas, belgas o monegascas, para reapa-
recer rodando por Oriente Medio, para cualquier jeque
forrado de petrodólares.
La picaresca, en este caso, es como una coproducción
cinematográfica: colaboran bribones de diferentes nacio-
nalidades cuyas víctimas o «primos» también son de aquí
y de allá, sin distinción de nacionalidades o autonomías.
Timos bancarios

E L D E L « B I L L E T E CAIDO»

Será por la proximidad del dinero o por la gran variedad


de personas de toda edad, todo credo y toda raza, que se
mezclan en los vestíbulos bancarios, o quizá sea porque los
métodos y sistemas usados por la banca den facilidades
a los zorros; la cuestión es que pocos terrenos ofrecen
una gama tan extensa de timos, o intentos de timos. Para
abrir boca les voy a contar un viejo truco conocido en el
ambiente de los descuideros como «el billete caído».
La mayoría de los que retiran cantidad importante de
billetes por la ventanilla de caja se apartan para que pase
el siguiente y cuentan el dinero allí, donde aún le divisa
el cajero y puede comprobar que no hay juegos de manos.
Suelen ser conocidos de los empleados del banco y la ver-
dad es que ni los miran, ni temen que puedan reclamar
lo que, por posible error, notaran a faltar. Quienes sí que
los m i r a n son unos pajaretes que gustan de pasar el rato
en esos lugares, relamiéndose cuando observan auténticas
torres de papel moneda y atacando cuando el «contador»
les parece un «primavera» idóneo para el juego...
— ¡ E h , señor! Que se le ha caído un billete...
El señor, que anda ensalivando una torreta de billetes
verdes y al m i r a r al suelo ve que, en efecto, hay uno igual
que los suyos allí tirado, se agacha a recogerlo dando las
gracias al honrado desconocido que le advirtió de la pér-
dida: «Habría reclamado injustamente al cajero, de no
ser por este amable caballero», piensa el hombre, que re-
pite las gracias y prosigue en su recuento. Lo asombroso
es que, al acabar de contar, tiene que empezar de nuevo
porque, en lugar de un billete, lo que le faltan son cinco.
Y los cinco de a mil. Y que vuelven a faltar cada vez que
cuenta.
— N o puedo creerme que se haya equivocado usted en
cinco m i l pesetas, señor Ramírez —le dice al cajero.
Tampoco el cajero admite la posibilidad de tan grave
error, por lo que dialogan y acaban reproduciendo cuanto
hicieron desde que cobró y retiró los billetes. Al llegar a
la anécdota del amable desconocido, se aclara todo...
—¡Vaya, hombre! Le tocó a usted tropezar con el chori-
zo ése del «billete caído». Mientras uno se agacha, él aga-
r r a un montoncito del gran montón y se aleja diciendo:
«De nada, de nada»...

Al mismo señor, un par de años más tarde, le volvió


a suceder lo mismo, pero con billetes de a cinco m i l pe-
setas...
—Oiga, señor: se le ha debido de caer ese billete —le
dijo el «pinta» de turno, señalando uno que había, a sus
pies, en el suelo.
El escarmentado, en lugar de dárselas de listo respon-
diendo que ya conocía el truco, echó un pie sobre el billete
que no era suyo y se inclinó levemente ante el desconoci-
do, sin soltar los billetes que estaba contando: «Gracias,
gracias, muy amable...»
Aquella mañana empezó el «manguta» perdiendo el ca-
pital inicial. El billete caído pasó a «billete pisado».

E L D E «LOS P E R I Q U I T O S »

Parecido al timo del «billete caído», pero con la diferen-


cia de que en lugar de buscar la distracción de un cliente
se t r a t a de distraer a todos los empleados, incluidos los
cajeros. Es el timo de «los periquitos».
El mundillo bancario de Tarragona entró en alerta r o j a
al repetirse el mismo raro suceso en el plazo de escasos
días, allá por agosto de 1981: un individuo, más bien baji-
to, de rostro redondo y ojos brillantes muy negros, como
de unos cuarenta y cinco años, había entrado en una su-
cursal bancaria llevando un maletín y, sin que nadie per-
cibiera cómo, ni por qué, lo había abierto dando suelta a
una serie de periquitos que empezaron a revolotear por
todas partes.
Se originó la natural confusión al tratar todo el mun-
do de dar caza a los volátiles, restableciéndose la calma
cuando cogieron uno de los pájaros y, al tratar de dárse-
lo al señor del maletín, descubrieron que había «volado».
Poco más tarde sabría un cajero que también habían
«volado» 400 000 pesetas, que tenía en su recinto.
Días después, en una entidad de ahorros de la plaza
Imperial-Tarraco, el pillastre intentó otra suelta de peri-
quitos, con la mala suerte de que alguien le viera intentan-
do agarrar los billetes de una caja, armado de unas largas
pinzas extensibles. Le increpó el empleado y discutió el
otro, pretextando tener que interrumpir unos segundos
porque había dejado mal aparcado el coche y le iban a
multar: «Ahora mismo vuelvo y me va usted a oír.» Y se
fue.
La policía inició el difícil servicio de identificar al tío
de los pajaritos y como se sospechó, con lógica, que no
fuera vecino de Tarragona, la investigación dio comienzo
cursando télex con el modus operandi del ladrón de ban-
cos. Contestó Valencia, pero aclarando que el botín logra-
do allí por el randa lo fue al entrar acompañado de otro
sujeto que simuló un tremendo ataque de epilepsia en ple-
no vestíbulo bancario, logrando distraer a todo el mundo
y poner en marcha sus pinzas extensibles. El delincuente
era descrito tal y como si tuvieran delante al de los peri-
quitos. No había duda de que había cambiado al epiléptico
full por unos pájaros, con lo que el botín no tenía que re-
partirlo con nadie.
Publicada la noticia, alguien señaló que el timador vo-
látil conducía un Audi-100 blanco y por tan débil pista se
fue hasta El gordito gorrión, apodo por el que la policía
barcelonesa conocía desde hacía muchos años a un ena-
morado de la banca, practicante del timo del «pinchazo»
—que les contaremos después—, por lo que ya no fue difí-
cil localizarle y detenerle. Vivía a todo tren en un pueblo
próximo a la Ciudad Condal. Y aclaró que «trabajaba» con
un «consorte» que se encargaba de soltar los pájaros en
el extremo opuesto al que escogía él, armado de sus «pin-
zas de larga distancia»: «Lo malo es cuando los pájaros
se empeñan en volar hacia los cajeros», comentó El gor-
dito gorrión.
«EL PINCHAZO»

Entre quienes visitan los bancos para realizar cualquier


operación por su cuenta o por cuenta ajena, los hay inte-
resados exclusivamente en «operar» por su cuenta y, a
ser posible, sin intervención bancaria alguna. Suelen estar
simulando rellenar algún impreso, e incluso llegan a for-
mar cola ante cualquier ventanilla, pretextando prisa y
marchando si ven que les va a tocar pronto el tumo.
Lo normal es que trabajen en pareja, aunque uno solo,
si es muy listo y audaz, puede intentar el timo del «pin-
chazo», que consiste en observar quién retira la más im-
portante cantidad de dinero para seguirle, marcarle al
«consorte», que estará en la calle a la espera, y dejar que
éste le aborde cuando acabe de subir a su automóvil, de-
jando en la parte posterior, o asiento de al lado del con-
ductor, el maletín, o la cartera de negocios, bien rellena
de «tela».
El «consorte», que había llegado a la puerta del banco
con su compadre y habían «mordido» el flamante automó-
vil y la entrada en el banco de su conductor provisto de
gran cartera, se había encargado de desinflar una rueda,
fingiendo ser mecánico y estar observando algo en el ve-
hículo.
No es lo mismo desinflar una rueda cualquiera. Debe
ser una de las traseras y siempre la de la derecha; es de-
cir, la más alejada del conductor.
Como decíamos, desde la puerta del banco un timador
ha marcado a su compinche la salida del «julay», hacién-
dole la contraseña de que merece la pena el ataque por-
que lleva «carga». El cómplice entra en acción y cuando
el automovilista está a punto de arrancar, o ya arranca:
— ¡ E h , señor! ¡Que lleva una rueda pinchada!
El señor, como la mayoría de los señores conductores,
tuerce el gesto al comprobar que lleva una rueda tocando
llanta con suelo:
¡Vaya, hombre! ¡Lo que me faltaba!
— N o se preocupe usted. Yo le cambiaré la rueda en un
periquete. Voy vestido de faena y usted, en cambio, se pon-
dría perdido...
Acepta, encantado, el dueño del coche que empieza in-
mediatamente a obedecer las órdenes del desconocido:
«Tráigame herramientas...», «Por favor, ¡el gato!»...
«¿Quiere sujetar la rueda, por favor?»...
Y así, hasta que logra que el señor esté agachado, ta-
pando el coche y su voluntario cambia ruedas al «consor-
te», que agarra la cartera sin problemas, porque el auto-
móvil quedó abierto y llegar a ella era tan sólo cuestión
de rapidez. Una vez dueño del botín, corre como loco el
de la cartera, rematando mientras el cambio de rueda su
compadre: «Ya está, señor. Esto lo hago yo mirando al
tendido...»
El «julay» estrecha la mano de su «salvador» y le larga
cuarenta duros, cargados de gratitud. Los coge el sinver-
güenza, que queda en medio de la calle, saludando con los
billetes al infeliz aquel que ha sido una víctima más del
timo del «pinchazo». Y que no sospechará del mecánico
voluntario, al que vio en todo momento y sin cartera al-
guna.

«LA Q U E R I D A »

—Quiero un jamón; pero todo un señor jamón...


—¿Le gusta éste? —señaló el comerciante un formida-
ble molondro turolense que colgaba del techo.
— N o está mal. Me lo va a envolver con gracia, ¿sabe?
Es para hacer un regalito y quiero quedar muy bien...
— N o se preocupe, señor. Quedará muy bien.
—¡Ah! Dentro me gustaría poner un talón bancario.
—¿Dentro del jamón?
— ¡ N o , hombre! Dentro del paquete. Un talón de cinco
m i l pesetas.
— M u y bien. Pues démelo y lo colocamos dentro...
—Bueno, verá usted... Es que tengo la cuenta a medias
con mi m u j e r y el regalo es para una amiguita, ¿entiende?
La única manera de que no se entere nunca y de que no
pongamos con el regalo un grosero billete de banco, es
meter un talón de usted, que yo le pago ahora mismo...
El jamonero lo que quiere es vender aquella pieza y
extiende el talón contra su cuenta corriente, entregándo-
selo al cliente dentro del paquete, como acordaron.
Ya en casa, el timador tira de j a m ó n , lo cuelga donde
le dé bien el aire y se dedica en cuerpo y alma a convertir
el cheque de cinco m i l pesetas en otro de quinientas m i l
pesetas. Basta con añadir ceros. Para el banco lo que vale
es la firma...
El timo de «la querida» se puede hacer con un jamón,
con una pulsera, un televisor, o un simple frasco de colo-
nia. La conversión del talón sólo tiene un riesgo: que la
cuenta contra la que se opera no posea un saldo tan ele-
vado, en cuyo caso el empleado bancario rechazaria el ta-
lón, o, lo que es peor, telefonearía al cliente advirtiéndole
que no hay fondos suficientes para hacer efectivo el talón
que le presentan al cobro, noticia que descubriría el pastel.
Lo normal es que el timador tenga información acerca
de la situación económica de su víctima y pueda así cal-
cular la cantidad que podrá retirar de la cuenta corriente,
sin originar problemas. Pero no nos fiemos nunca de lo
normal, de lo lógico, porque la realidad viene a demostrar-
nos que sus fronteras no están claramente definidas, al
menos en el terreno bancario.
Un empleado de cierta entidad de ahorros de Zaragoza,
al que presentaron al cobro en marzo de 1982 un talón
por 240 310 pesetas contra una cuenta corriente que tenía
de saldo unas 90 000, en lugar de cumplir con su obligación
telefoneando al cliente consideró que realizaba un galante
gesto abonando el talón y comunicándoselo después, para
no molestar al señor que iba a cobrar, es decir, al portador.
El portador era un guindón especializado en el timo
de «el regalo», variante del de «la querida», porque no se
consigue el talón fingiendo contar intimidades, o picardías,
sino que se realiza una importante compra contando que
se trata de un regalo de bodas para un compañero de ofi-
cina, que le hacen entre varios. En este caso, el regalo as-
cendía a 15 835 pesetas, y el comprador, al ir a darle el cam-
bio de los cuatro billetes de cinco m i l pesetas que entregó,
dijo:
— N o , no me dé la vuelta en efectivo. Prefiero un talón,
para que puedan comprobar mis compañeros que todo está
correcto.
El comerciante le dio un talón por 4 165 pesetas, al por-
tador y contra su cuenta corriente, en la que sabía que aún
le quedaban más que suficientes fondos para afrontar
aquella pequeña cantidad. Lo que jamás pudo imaginar
es que aquel señor, de unos treinta y cinco años, educado
y bien presentado, marchara de la tienda para manipular
el talón y convertir las 4 165 pesetas en 240 310. Como tam-
poco pudo sospechar el timador que un falso sentido de la
cordialidad con la clientela le iba a proporcionar un dinero
que no existía en la cuenta, en lugar de haber sido el deto-
nante de su detención, si el empleado advierte a tiempo
al comerciante y se entretiene al desconocido hasta que
llegara la policía.
Más asombroso aún es que, al descubrirse el desagui-
sado, la entidad de ahorros se encogiera de hombros des-
cargando los perjuicios sobre su cliente:
Para nosotros lo único que vale es su firma y la del
talón es auténtica, ¿no?
—Pero ¿no vieron que el talón había sido manipulado?
Se nota a simple vista, señores...
No hubo forma. Dijeron que el reglamento del Registro
Mercantil, la ley de Suspensión de Pagos y el Libro IV del
Código de Comercio los amparaba e incluso le mostraron
el Código de 1829, en cuyo artículo 544, página 181, leyó:
«Todos los efectos a la orden, de que trata el artículo an-
terior, podrán emitirse al portador y llevarán, como aqué-
llos, aparejada ejecución desde el día de su vencimiento,
S I N MAS R E Q U I S I T O QUE E L R E C O N O C I M I E N T O D E
LA F I R M A del responsable del pago.»
—Está claro, ¿no? De todas maneras, si usted se con-
sidera perjudicado puede acudir por vía judicial... Noso-
tros, quede bien claro, por tratarse de usted, que es un
buen cliente y porque esta entidad es muy señora, paga-
remos de nuestro bolsillo el dinero abonado que no figu-
raba en su cuenta; pero las 90 000 pesetas que había las
pierde usted.
El asombrado cliente pudo aún esgrimir una nueva
baza:
— ¿ Y esas maquinitas que hay para comprobar si un
billete es falso, o un documento ha sido manipulado?
—dijo.
El hombre era leído y sabía de la existencia de las lám-
paras de rayos ultravioleta, capaces de detectar sin titu-
beos toda enmienda o raspadura en un documento de cual-
quier especie. Había leído propaganda de los aparatitos
existentes en el mercado para estos menesteres y para de-
tectar la falsa moneda y los había visto en algunos comer-
cios, cuando la «epidemia de Echegarays» obligó a abrir
mucho los ojos para no «comerse» cientos de aquellos bi-
lletes de a m i l pesetas falsificados en la década de los se-
tenta.
—Nosotros no prestamos atención más que a su firma
—mantuvo terco el director.
—Pues no puedo entenderlo, oiga. Existiendo esos chis-
mecicos para evitar estas estafas, que creo cuestan unas
18 000 pesetas los mejores y unas 1 300 si se lo hace en
casa...
Al fiel empleado le interesaba más apoyarse en el anti-
quísimo Código de Comercio, que contaba ya con ciento
cincuenta y cuatro años de edad, que en los aparaticos
modernos que apenas si tenían diez años de existencia.
Para mayor cachondeo, en la sentencia que condenó al
practicante del timo del «regalo», o de «la querida», autor
del desaguisado que comentamos, a cuatro años, seis me-
ses y un día de prisión menor, le dejaron sin derecho de
sufragio durante ese tiempo y le condenaron también a
pagar a su víctima todo el dinero que se llevó de la cuenta
corriente, que para el tribunal fue el que en verdad había
y el que puso la entidad de ahorros. Para el condenado
supuso papel mojado, porque sonrió levemente al escuchar
lo de este pago, declarándose insolvente de todas todas.
Para la víctima... era el inicio de la segunda etapa, aún
más asombrosa que la que acababa de perder. Porque la
caja le puso la cuenta en números rojos y, desde entonces,
se la va recordando, con intereses sumados y por el total:
las 90 000 pesetas que en verdad había y la diferencia, es-
túpidamente pagada sin permiso del titular y sin consul-
tarle, lógicamente.
Ni que decir tiene que el titular canceló la maldita cuen-
ta y se dispuso a esperar una solución que no le obligara
a usar abogados, anticipar provisión de fondos, pagar pro-
curadores y empezar a perder más dinero del que con él
intentaría recuperar.

«EL CONFORMAO»

Otro estilo. Otro timo bancario. Otro tipo, bien trajeado,


bien «escribido y hablado», como decía mi abuelo. E n t r a
en una buena tienda de material fotográfico y pide un pro-
yector, solicitando permiso para abonar las 71 000 pesetas
que vale, con talón: «Verá, desde que me asaltaron e hi-
rieron a mi esposa, no llevo un céntimo encima. Creo que
es una tontería llevar dinero en efectivo...»
En un comercio de electrodomésticos adquirió un te-
levisor y algunas chucherías, contó lo del atraco con se-
ñora lesionada y pagó con talón por 200 000 pesetas.
A la puerta, en los dos casos, le aguardaba un taxi en
el que se llevó el material comprado hasta un coche parti-
cular que tenía aparcado en las afueras de la ciudad:
«Siempre hago lo mismo. Tomo un taxi y ahorro gasolina
y tiempo. Yo no sé circular por esta ciudad. ¡Y los taxistas
tienen que ganarse la vida, qué caramba!»
Pasó por Tárrega, por Agramunt, por Mataró..., por
la tira de pueblos, villas y ciudades, tirando de talonario.
Los vendedores no le rechazaban los talones porque iban
conformados por el banco correspondiente. El mangante
aquél había abierto una cuenta en un banco de la provin-
cia de Lérida, depositando cinco m i l pesetas. Con el lla-
vero que le regalaron, mojado en un tampón de tinta vio-
leta, había sellado los conformes bancarios, firmando al
dorso como está mandado el «registrado y conforme», co-
pia todo de un talón en verdad conformado.
Siempre empiezan abriendo una cuenta con nombre
falso y casi siempre dejan transcurrir un tiempo en el que
realizan una serie de operaciones regulares, pidiendo a la
entidad un «talón conformado», que es falsificado íntegra-
mente, haciéndolo servir de original para otros talones que
se hacen correr en otras ciudades.

«EL ORDENADOR»

En razón directa con el desarrollo de los medios técnicos


puestos al servicio de la economía nacen timos que en
otros tiempos habrían parecido tomados de las novelas de
Julio Verne. Timos de ciencia y ficción que harán ponerse
colorados a nuestros inventores de «la estampita» o «la
guitarra», porque el botín suele ser de varios millones de
dólares, usando computadoras y montando toda una or-
ganización antes de atacar. Así cayeron en la t r a m p a Union
Dime Savings Bank, de Nueva Y o r k , y así se dio el caso
Pacific Tel and Tel, de Los Angeles, o el E q u i t y Funding
Corporation, que en 1973 dio como botín 3 000 000 000 de
dólares. Son los timos que nosotros hemos bautizado como
del «ordenador», ese invento que registra pasivamente los
datos que se le transmiten y que los restituye en f o r m a
de documentos que salen del impresor. Para los estafa-
dores, el ordenador es un perfecto «julay», un auténtico
«lila» mecánico incapaz de distinguir entre el suscriptor
ficticio y el cliente serio, entre la realidad y el cachondeo.
Cuentan que un alemán de la República Federal, infor-
mador responsable del régimen de jubilaciones de una
gran empresa química, no registraba los fallecimientos de
los colaboradores jubilados y se hacía abonar sus pensio-
nes, en una cuenta que abrió al efecto.
En Los Ángeles, un informador que consiguió saberse
de memoria el código, encargó directamente y por teléfono
al ordenador de una sociedad que fabricaba material de
telecomunicación, equipos muy costosos. La cosa marcha-
ba tan bien que montó una tienda en la que llegó a tener
diez empleados despachando. El ordenador asimila a cie-
gas y olvida para siempre lo que se quiere.
En Ibiza, un telegrafista infiel, utilizando u n o s transmi-
sores Gendex, para ordenar pagos en clave, puso en vilo
a las altas esferas cuando en diciembre de 1978 se descu-
brió el abono de una serie de giros telegráficos, en Gerona,
Tarragona y Lérida, ordenados desde Castro Urdíales (San-
tander), Montcada (Barcelona) y Vera (Almería), giros
todos de 125 000 pesetas a nombre de la misma persona
—una mujer—, y ordenados desde un lugar fantasma, ya
que los citados puntos de envío negaron su participación
en la operación.
La policía tuvo que trabajar y mucho hasta aclarar que
una mujer, portando documento de identidad con su foto-
grafía pero a nombre de otra mujer, era la que había re-
cibido las 375 000 pesetas, recorriendo la distancia de Ge-
rona a Lérida en un taxi, con el que efectuó las paradas
necesarias para los cobros.
La titular del documento era la futura cuñada de la que
cobraba e ignoraba que su propio novio se lo había quita-
do, dándoselo a su hermanita por 5 000 pesetas. El «inven-
tor» del timo de «los giros fantasma», que era el novio de
la que hizo efectivos los giros reales, telegrafista en Ibiza
y, por tanto, con posibilidades de conocer las claves del
Gendex, quiso aumentar sus saneados ingresos y su con-
fort en la isla y empezó a transmitir órdenes de pago que
hicieron pensar a las autoridades de comunicaciones y po-
liciales que estábamos ante una banda de gángsters inter-
nacionales afincada en Cataluña. Si no le llegan a locali-
zar pronto habría dado juego el mozo.
«LA V I C T I M A »

El hombre estaba excitadísimo. Iba en mangas de camisa,


pero luciendo un bien cortado pantalón y buenos zapatos.
Llevaba unas llaves de coche en la mano y llegó corriendo
a la gasolinera, comunicando al primer automovilista que
encontró, repostando, que le acababan de robar el coche
con todo lo que en él llevaba, incluida la americana con
documentos y dinero, que tenía en los asientos posteriores.
—Todo, todo se lo han llevado. Talonarios de cheques,
documentos bancarios... No me explico cómo han podido
ponerlo en marcha teniendo yo las llaves y habiéndolo de-
jado cerrado...
Un enterado le cuenta rápidamente lo del «puente» y
lo de la pedrada en el cristal movible, pero el pobre señor
está muy nervioso y lo que busca es que alguien le lleve
en su coche al punto más próximo a la Guardia Civil, o
la policía, que —insinúa— «me gustaría fuera en tal pue-
blo, o ciudad, donde tengo más posibilidad de tomar lue-
go un taxi».
Siempre hay un alma bendita en este purgatorio te-
rrestre y la víctima de los «descuideros de rodantes» en-
cuentra facilidades a barullo. Ya en viaje, cuenta a su
amable desconocido que es propietario de tal, o de cual,
establecimiento, o industria, o negocio, o lo que sea, si-
tuado en lugar lejano y bien conocido, por si la casualidad
quiere que el interlocutor sea de allí y hay que probar lo
dicho.
Explica el tunante que iba en viaje de negocios y que
las va a pasar moradas sin dinero y a hora tan avanzada.
Y no tarda en lograr el préstamo que buscaba, al que co-
rresponde con una dirección y un teléfono que ruega anote
el comunicante, a la par que le pide una tarjeta con su
razón bancaría, para hacerle una inmediata transferencia.
Apretones de manos, ofrecimientos, cordiales saludos...
y el descamisado que se ríe, que se mete en un bar y se
toma unas copitas y que se va a casa, a estudiar la perso-
nalidad de su benefactor cotejando la tarjeta de visita
donde anotó el número de su cuenta corriente, la dirección
y el nombre, con la guía telefónica.
Fingiendo ser empleado de cualquiera de las compañías
suministradoras, telefonea a casa de su generoso auxiliar
del día anterior, solicitando números de las cuentas ban-
carías para confirmar, ya que tienen que devolver un di-
nero cobrado indebidamente. Obtenidos los números, el
timador se presenta en cualquier población distinta de la
que sea residencia de su víctima y denuncia en la comi-
saría de policía que le han robado de su coche una bolsa
de viaje con ropa, americana de color a cuadros, docu-
mentos todos, tarjetas de crédito y talonarios de la caja
de ahorros, libreta de la misma y dinero en efectivo. Pide
un justificante de la denuncia y se marcha tan feliz a la
caja de ahorros que ha citado en ella, mostrando el certi-
ficado y contando su problema al empleado, que hace sa-
lir al director, que se deshace en atenciones, limando todo
problema que pudiera existir para entregarle un dinero sin
necesidad de talonario...
Hasta Vic, habiendo empezado por Castelldefels, llegó
el «robado full» con su cuento de largo metraje, logrando
50 000 aquí, 30 000 allá..., hasta que visitó una entidad de
ahorros en el Prat de Llobregat, en la que el director co-
nocía al cliente en cuyo nombre llegaba el timador. Aun-
que hacía unos años que no le veía, aquel tipo no era el
ingeniero industrial que abrió su cuenta quince años antes
y les visitaba en ocasiones. El director, actuando con pru-
dencia y lógica, silenció sus sospechas, invitó al desconoci-
do a pasar a su despacho, le dejó unos minutos bajo cual-
quier pretexto y telefoneó a la comisaría, de la que acaba-
ba de salir el truchimán con su certificado...
Así le cazaron, declarándose que no sólo no era quien
dijo ser para formular denuncia, sino que la matrícula que
dio como de su coche pertenecía a una furgoneta y él ca-
recía de automóvil.
Había descubierto la manera de vivir a costa de los
ahorros ajenos. No me atrevo a decir que, «sin trabajar»,
porque el sistema que usaba no podía ser más trabajoso.

«EL B I L L E T E SUDADO»

¡Y tan sudado! Imagínense ustedes al jubilado don Gena-


ro Savini, italiano por la gracia de Dios, matando el tiem-
po, el muchísimo tiempo que le sobraba, en el siguiente
deporte: tomaba quince billetes de 10 000 liras, una regla,
unas tijeras y un rollo de papel celo. Se ponía cómodo y,
haciendo gala de una extraordinaria habilidad manual, se
dedicaba a cortar, de la parte central de un billete, una
tira vertical de tres milímetros de ancha, uniendo luego
las dos partes del billete, con celo. Al segundo billete la
tira que le cortaba era de seis milímetros, y, antes de unir
las dos partes añadía en el centro la tira de tres milíme-
tros. Así continuaba la operación, ampliando paulatina-
mente la anchura de la tira, hasta que ésta fuera superior
a la mitad de un billete.
Si hacen la prueba, podrán comprobar que don Gena-
ro Savini lograba así contar con sus quince billetes, un po-
quito más cortos de lo normal, pero fáciles de cambiar.
Y además tenía medio billete para presentar en el Banco
de Italia y pedir a cambio uno nuevo.
Si don Genaro llega a trabajar en España, su timo del
«billete sudado» habría fracasado rotundamente porque el
Banco de España no le daría billete nuevo por medio bi-
llete. Y si lo hubiera hecho, en lugar de pasar horas cor-
tando tiritas, habría partido el billete en dos y se habría
presentado en el banco a por dos billetes nuevos, en dos
días distintos, claro.
Pero en nuestras latitudes es más fácil que sea el Ban-
co de España el que te «guinde» que lo contrario. Hagan
ustedes la prueba. El primer billete falso, o sospechosa-
mente falso, que les cuelen, en vez de buscar inmediata-
mente la forma de colárselo a un tercero —lo que les con-
vierte en cómplices de los falsificadores—, acudan a las
ventanillas del Banco de España y expresen sus recelos
de ciudadanos honrados.
—Efectivamente, es falso —dirá el funcionario miran-
do y remirando el hermoso billete.
Al billete le pondrá un sello en tinta negra que dice:
«Falso», y a ustedes, honrados, formidables, cívicos ciu-
dadanos, les anotarán en un libróte junto a los datos del
papel moneda full, dándoles las gracias por haber retirado
de la circulación un billete falso.
Su gesto, amigos, les ha costado m i l o cinco m i l pese-
tas. El Banco de España les apunta en ese volumen de
«primos» y no les da ni una insignia, ni tan siquiera una
pegatina en la que se lea: «Aún quedamos inocentes.»
El Banco de España también tiene sus razones para
actuar como lo hace. Si por cada billete falso que le pre-
sentan entregara uno bueno, los falsificadores ya no tenían
que buscar la forma de poner en circulación su papel mo-
neda chungo. Les bastaría con llevárselo al mismísimo
banco del Estado.
EL BUEN CLIENTE

Febrero de 1979. Una vez más se da el timo del «buen


cliente». Un vecino de Maceda (Orense), avecindado en
Barcelona, camionero por más señas, se aficionó en dema-
sía a las carreras de galgos y perdió el dinero a más velo-
cidad de la que corrían los perros por el canódromo.
Había que buscar un sobresueldo con el que afrontar
pérdidas y mantener el vicio y la retranca del jugador le
dio la solución. Como conocía el nombre del director de
un banco de Orense, telefoneaba a las sucursales de aquel
banco en Barcelona, fingiendo ser el director y recomen-
dando con personal interés a «un gallego muy buen cliente»
que se encuentra ahí de paso y tiene un grave problema...
El camionero se presentaba luego en la sucursal a la
que había llamado y contaba que era transportista y que
se le había averiado el camión en Barcelona, necesitando
regresar pronto y pidiendo le adelantaran dinero para pa-
gar el taller y otras menudencias. No había pegas. Le ade-
lantaban el dinero, sin vacilar.
Pero los abusos siempre conducen a la derrota y el vi-
cioso jugador se fue «cepillando» una sucursal tras otra,
hasta que se corrió la voz por la banca y montaron en
guardia. Cuando llegó a una sucursal de las Ramblas, el
director, ya avisado, se dejó querer y telefoneó a la poli-
cía cuando fingió ir a prepararle el dinero. Le echaron los
galgos. Y perdió.

«EL C R É D I T O PARA M U E B L E S »

La banca, en su lógico afán por captar clientela, puso en


marcha lo que tituló «línea de crédito para muebles», que,
como su nombre dice, era un invento para otorgar hasta
300 000 pesetas de crédito con destino a adquirir bienes
para decorar el hogar y hacerlo confortable.
Dada la cuantía del crédito, su concesión se lograba
con bastante facilidad. Se exigía la presentación de una
hoja de salarios que justificara se poseía trabajo y salario
fijo, el contrato de alquiler, o de compra de la vivienda y
la factura-presupuesto de la tienda en la que iban a com-
prar los muebles.
En un abrir y cerrar de ojos se dio el primer timo. Con
documentos de identidad adulterados se presentaron a so-
licitar los créditos y al ser avisados para que se persona-
ran ya llevaban falsificado hasta el gato. Incluso los acom-
pañaba un señor muy serio que fue presentado como el
dueño de la casa en la que iban a comprar los muebles,
señor que llevaba el presupuesto-factura, firmado y sella-
do. Como todo era correcto, entregaban las 300 000 pese-
tas, y el solicitante con su compadre el falso dueño de tien-
da de muebles se iban a toda marcha a celebrarlo, dedi-
cando la tarde a echar el cierre del pequeño almacén que
habían alquilado en el que tenían unos pocos muebles de
exposición, alquilados también, por si los del banco ha-
cían comprobaciones. Si en lugar de alquilarlos podían ro-
barse los muebles, o comprarlos a bajo precio a especia-
listas en su robo, mejor que mejor.
La banda la formaron tres: el falsificador, el solicitan-
te y el dueño de la tienda. Y tuvieron éxito mientras no
se descubrió el timo, allá en noviembre de 1982.

«EL R E I N T E G R O »

Más peligrosos que quienes timaban al banco fueron los


que, por la misma época, actuaron en Málaga y provincia
con el timo del «reintegro».
Un ex empleado de banca, conocedor de las costum-
bres. los modos y los impresos, se personaba en casa de
un impositor de determinada caja de ahorros, acompaña-
do de otro que llevaba un portafolios atiborrado de pape-
les. Preguntaban por el cliente, confirmaban que poseía
cartilla y le comunicaban que eran empleados de la enti-
dad e iban a darle una grata noticia...
—¡Le han tocado 50 000 pesetas en un sorteo extraordi-
nario con motivo del aniversario de la caja! El primer pre-
mio era de 100 000; el segundo es el suyo; hay dos de 25 000
y cinco de 10 000 más, unos treinta de 5 000 pesetillas. ¡En
hora buena, señor! ¿Nos quiere mostrar la cartilla?
Cuando tenían la libreta en las manos sacaban del por-
tafolios un impreso y le pedían al «afortunado» que firma-
ra el enterado: «Es aquí. Firme aquí, por favor.» Firmaba
el hombre sin enterarse de que lo estaba haciendo al pie
de un impreso de reintegro y le comunicaban los golfos
aquellos que se llevaban la cartilla para ingresarle el pre-
mió y que al día siguiente se la devolverían conformada.
Cuando habían transcurrido un par de días y el «pre-
miado» iba a la caja a recoger su libreta de ahorros, en
vista de que no se la habían llevado, se descubría el pas-
tel. En la cartilla le habían dejado cinco duros, pero no
como premio, sino como saldo.

«EL TARFE CHUNGO»

Fue la comisaría de La Arganzuela, en Madrid, la que nos


regaló este timo del «tarfe full» (del billete falso), que un
tunecino llamado Abdeljanit-Kilani-Blaili, negro él, desa-
rrolló con éxito por el foro.
El moreno, bien trajeado y muy simpático, con aspecto
de turista cercano al petrodólar, compraba joyas, electro-
domésticos, aparatos fotográficos, videos... A la hora de
pagar sacaba de la cartera unos fajos de preciosos billetes
de los que sólo se entendía el amable gesto del bigotudo
caballero que lo ilustraba y los números, destacados en
las cuatro esquinas del billete y al margen, si eran de 10,
en tres esquinas y al margen, si *de 25 y en dos esquinas,
las de abajo, y hacia el centro, si eran de 50. Se veía tam-
bién un leoncito rampante con una estrella de cinco pun-
tas por encima de su melena y, al dorso del más barato,
un tractor agrícola en plena faena, o unos obreros colocan-
do traviesas sobre el balastro de una f u t u r a vía ferrovia-
ria, en bellísimo y delicado color verde, en los billetes
de 25. En los de 50, que eran marrones, una campesina
cargada con dos cestas de flores sonreía feliz, teniendo en
su base una fecha, 1951. Los textos, todos, sin excepción,
en alfabeto cirílico..., del que ningún comerciante entendía
ni pum.
Explicaba el negro que aquello eran marcos finlandeses
y que podían ver, por la cotización del día que llevaba en
el periódico, que se pagaban a 21,60 pesetas para compra
y a 22,52 para vender.
Como la compra era importante y el cliente sonreía sin
parar mostrando montones de billetes y dos hileras de
enormes dientes muy blancos, se efectuaba la transación.
Cuando el comerciante iba al banco a declarar la divisa, se
quedaba blanco y se acordaba del negro.
—Esto no son marcos finlandeses, señor. Son levas búl-
garas, sin valor alguno. Ha sido un negro, ¿no?
Ya por los bancos sabían del tunecino y de su montón
de levas, a las que sucede como a los rublos, que fuera de
casa no sirven para nada. Para mayor inri, estas levas
«colocadas» en M a d r i d eran del año 1951, fatídica fecha en
la que hubo en Bulgaria evasión de capitales a chorro, por
lo que se decretó que quedaba devaluado el papel mone-
da en curso, dejando así a cero a quienes huyeron con
la «pasta». Montañas de billetes quedaron convertidos en
papel mojado, o seco, sin valor alguno. El tunecino se ve
que encontró un buen montón, entendió que el cirílico no
lo entendíamos por acá y, ¡zas!, a comprar. Le capturaron
en febrero de 1982.
Timos clásicos

Ya el lector ha podido comprobar la cantidad y variedad


de engaños que nos acechan en sólo once grupos, o capí-
tulos, de los cerca de treinta en que tenemos clasificados
los timos que llegaron a nuestro conocimiento. Suponemos
que se pregunta dónde hemos incluido el célebre «toco-
mocho», o «las limosnas», «el pariente», «la guitarra», o
«la estampita», por citar los más populares «cuentos», que
podríamos llamar clásicos. Para estas inmortales obras de
la picaresca nacional hemos reservado el último capítulo
de este volumen, que abrimos con:

«LAS BORREGAS»

La última vez que oí hablar de el timo de «las borregas»


fue en el verano de 1952 y en Elche (Alicante). La moda-
lidad es antiquísima y se llamó también «del tesqro ocul-
to». La trasguerra resucitó este timo, porque las circuns-
tancias lo arropaban bien y era fácil creer que, entre es-
combros, o en casa abandonada, había aparecido un pu-
chero repleto de monedas de oro o muy antiguas.
Como «tocomocho», «limosnas», «misas», «stradivarius»,
«entierro», «pasteleo»..., se apoya en la codicia ajena y
tomó el nombre de «borregas» porque así se llamaron an-
tiguamente las monedas de oro entre los maleantes que
usaban de la jerga.
Al caballero ilicitano le soplaron 65 000 pesetas del año
1952, que era pasta larga. Todo empezó con el abordaje de
una mujer de aspecto cateto, sayas negras, pañuelo a la
cabeza, toscos ademanes...
—Por favor, señor: ¿podría decirme dónde puedo ven-
der esta medallita?
El hombre observó que aquello no era una medallita,
sino una moneda de oro reluciente, hermosa, quizá una
«pelucona» o «leona», o una media onza, llamadas «lobas».
Iba a aclarar el detalle cuando se acercó un transeúnte, ya
mayor, fino y cortés...
—Perdonen la intromisión, pero me parece haber oído...
¡Caramba! ¡Qué magnífica moneda! Debe de valer un di-
neral...
La mujer asintió con la cabeza y dijo que no sabía
cuánto y «su gancho», o «consorte», comentó que lo im-
portante era saber de dónde la había sacado.
— N o es ésta sola —dijo ella—, tengo muchas más... Ve-
rán: yo era el ama del cura del pueblo de X, que se murió
hace poco y me dejó el pobre señor cuanto tenía, que era
muy poco y que yo creo que ni conocía cuánto era y cuán-
to podía valer. E r a un santico y ya muy viejo, sin fami-
liares...
—Pero ¿cómo llegó a su poder ese tesoro? —insiste
«el listo».
—Haciendo inventario salió una cajita... Mírenla —dice,
sacándola de entre sus enaguas—, y dentro estaban es-
tas medallitas tan monas...
—Entonces, ahora son suyas, ¿no?
—Pues claro. ¿De quién van a ser?
—¿Piensa venderlas?
—Dependerá de lo que valgan; porque si valen poco,
más me gustan las medallitas...
El «listo» pide un breve aparte para hablar con el «ju-
lay», que no abrió la boca en todo el tiempo. Cuando están
solos, ataca el timador...
—Usted tiene cara de buena persona, señor, y ello me
mueve a hacerle una proposición que espero me permita.
Esta mujer lleva encima una considerable fortuna que pue-
de perder a manos de cualquier sinvergüenza de los mu-
chos que hay por ahí. Se la ve ignorante y venderá lo que
cree medallitas por cuatro gordas...
—¿Y a mí que me cuenta? —pregunta el «primo».
—¡Hombre! Usted las ha visto el primero y yo me creo
obligado a darle esta explicación antes de hacer una oferta
de compra en solitario, o a medias con usted.
—A mí no me interesa esto.
— N o me sea tontico, señor. Si esta mujer es dueña de
una fortuna, ¿por qué dos hombres de bien, como noso-
tros, vamos a consentir que caiga en manos de dos desa-
prensivos, que la estafen o que la roben?
El «lila» empieza a interesarse en el negocio. Poco a
poco, la voz persuasiva del «listo» despierta su conciencia
comercial, descargando todo prejuicio. Hasta llegar al
acuerdo de comprar a medias.
— U n momento, señora. Las medallas pueden ser fal-
sas, sin que usted lo sepa. Convendría que las vea un en-
tendido en oro. No se ofenda usted, pero podría tratarse
de simple baño de oro...
— Y o de eso no sé, señores. Ustedes tendrán costum-
bre... —dice ella.
Piensa el «primavera» que su socio es un hombre inte-
ligente y valiente para expresar las dudas v pone en él
toda su confianza, aceptando inmediatamente la propuesta
que hace...
—Vamos a ver a un dentista amigo mío que no vive
lejos.
En otras ocasiones llegan a entrar en un banco, para
consultar. Ni que decir tiene que en el banco, o en la es-
calera de la casa de un dentista, encontrarán siempre a
un tercer granuja que fingirá ser empleado, o el odontólo-
go, para abrazar efusivamente a su amigo «López» y que
éste le haga la consulta inmediatamente, mostrándole una
de las «medallitas».
— E s oro puro. Ya sabe, López, que está prohibido el
tráfico de oro...
— Y a , ya. Se trata de un recuerdo de familia de aquí de
la señora, que quería saber el valor...
El falso dentista da el valor que tenían acordado los
tres timadores y, tras determinar el dinero que tiene que
pagar cada uno, o tienen que acompañar a la víctima a su
casa, o al Banco, para que se haga con la cantidad, o la
lleva encima y resuelven. Viene luego el pretexto de que
conviene que la m u j e r se largue: no vayan a quitarle el
dinero y por ahí se descubra el negocio que acaban de
hacer. El «listo» le guiña el ojo a su «socio» y se ofrece
a llevarla al autobús, o al tren. Quedan en que el «primo»,
que lleva la cajita con las monedas en el bolsillo, espere
en un bar. M a l puede sospechar que en la cajita sólo hay
discos de cobre, colocados de tal f o r m a que no se puedan
mover. Cuando se canse de esperar descubrirá que no
hay ni una «borrega» y sí un borrego, él mismo.
«Las borregas» tuvieron un fatal desenlace en Torral-
ba (Guadalajara), en el año 1947. Un pastor fue víctima
en Sigüenza de este engaño. Una mujer le enseñó un bote
lleno de monedas que necesitaba vender, y el hombre, in-
ducido por la muchacha aquella, entró en la escalera de la
casa del director de una agencia bancaria, iniciando el
trato. Pedía ella 300 pesetas por pieza cuando apareció es-
caleras abajo un señor que les preguntó qué hacían allí.
Al conocer por la chica de qué se trataba, el señor le dijo
que él era el director del banco cercano y, bajando la voz,
advirtió al pastor que él pagaría hasta 500 pesetas por
onza.
El infeliz, convencido de que le bastaría con pagar a
300 la moneda para ganarse 200 vendiendo a 500, echó
cuentas y, al ver que necesitaba 10 000 pesetas y que no
las tenía, pensó pedirlas adelantadas al ganadero con el
que había ido a vender unas muías a la feria. Se resistía
el ganadero al préstamo, pero le convenció el pastor, que
llegó a suplicar de rodillas y en nombre de sus hijos, ju-
rando por ellos, que devolvería el préstamo en la misma
mañana.
Cuando el campesino descubrió que le habían engaña-
do, le entró tal desesperación que se arrojó al tren en los
altos de Torralba.

«LA E S T A M P I T A »

Que «la estampita» es el Hamlet en teatro, El Quijote en


literatura, Las meninas en pintura y el Tristán e Isolda
en ópera, no puede dudarlo nadie. Lo que es injusto es
que nadie sepa quién fue el inventor de una bobadica así,
con la que no sólo «pican» los necios, los analfabetos, y
los tarados mentales, sino que todos los avariciosos del
mundo, aunque luego digan ante la policía que les han
drogado con el h u m o de un cigarrillo que fumaba «el ton-
tico». ¿Por qué no meterán entre rejas a las víctimas de
«la estampita»?
El autor era un fenomenal psicólogo y merecía un pe-
queño monumento en cualquier calleja española; ni Mo-
nipodio, ni Rinconete y Cortadillo, doña Baldomera, Jaime
el Barbudo o El Pernales, lograron legar a sus descendien-
tes obra tan completa y tan eterna. Ni Zorrilla con su Te-
norio consiguió más representaciones y con mayor éxito
que el desconocido autor de «la estampita».
Empezó este timo con dos raros actores: un niño y
una vieja. El chico andaba por la calle mostrando un bi-
llete de banco y gritando:
—¡Tengo una estampita! ¡Tengo una estampita!...
La vieja —que era su compinche— se mostraba escan-
dalizada...
—¡Guarda eso, chico!
— ¡ N o me lo guardo, no me lo guardo! ¡Y tengo muchas
estampitas más, de color verde y de color azul y de color
marrón!
El chico, que además de joven parecía un poco idiota,
mostraba un paquete que llevaba, abarrotado de billetes
verdes. Se santiguaba la viejuca...
—¡Jesús! Pero ¿cómo es posible que lleve tanto dinero
este pobre niño?
— ¡ T e lo vendo! —gritaba el chico ante la espantada an-
ciana.
—¡Quita, quita! ¡Guarda eso y vete a casa!
El gilipollas infantil se iba entonces hacia un solitario
transeúnte y le proponía:
—¡Pues te lo vendo a ti! ¡Mira cuántas estampitas!
La «víctima» quedaba prendada del paquete y prendida
del posible «negocio»...
—¿Cuánto quieres por tus estampitas, chaval?
— ¡ E h ! No querrá usted comprar los cuartos al chico,
¿verdad? —intervenía la vieja.
—Usted cállese, que ya hablaremos luego. ¿Cuánto quie-
res por tus estampitas, muchacho?
—¿Cuánto me das?
— M i l pesetas.
—¿Mil pesetaaaaaaaaaas? ¡No y no! ¡Mis estampitas
valen más!
—Cinco m i l pesetas. Cinco billetes muy bonitos con los
que podrás comprarte un balón y caramelos...
—¡Pues, no!
— E s que no tengo más dinero encima, chaval. Si pu-
diera ir a casa a por más...
La vieja echa el capote, rápida...
—Vaya usted, vaya, que yo le entretengo al chico.
El hombre se va y regresa pronto, con treinta o cua-
renta mil pesetas, porque ha calculado que las estampitas
son unas cien mil. A la vieja la echa con una propina,
unas pocas pesetas. El tonto se va tan contento con su
paquete de «estamponas» que le dio el «julay» a cambio
del paquetón de billetes verdes, o «plante», del que sólo
el billete de encima es de mil pesetas y todo lo demás son
recortes de papel del mismo tamaño.
Con los años, el niño y la vieja pasaron a ser dos adul-
tos: el uno en su invariable papel de bobo que llama «es-
tampitas» a los billetes del Banco de España de curso le-
gal, y el otro en el papel de oportuno transeúnte, educado
y avispado, que es el abogado del diablo dentro del juego.
«La estampita» suelen representarla varios mercheros,
o «quinquis», contando con la admiración de la propia
«pasma» los hermanos Cruz Méndez, los Carrera Pajuelo
y algunos más, siempre actuando cerca de las estaciones
de ferrocarriles o de autobuses, o de los hospitales pro-
vinciales, donde se suele ligar con gentes sencillas llegadas
a la gran ciudad de los pueblos.
Desde la cárcel me envió un recluso lo que él llamaba
el «guión y desarrollo del timo de "la estampita"», criti-
cando la versión que yo había dado en una emisión de
radio. Es la siguiente:
El timo lo abre el «tonto» en lugar no muy concurrido,
aunque al «lila» lo elijan en otro sitio.
—Oiga: ¿es por aquí la calle de San Fernando?
—Lo siento, no le puedo decir porque soy forastero...
El «primo» ya se ha marcado y responde al golpe de
vista del «gancho», que es el timador listo, dispuesto ya
para intervenir cuando el tonto vuelve a preguntar...
—¿Y leer, sabe?
—Leer, sí.
— M e quiere decir si vale este papel —dice, mostrando
un billete de quinientas pesetas, partido en dos—. Por-
que me ha dicho una mujer, ahí detrás, que lo tire, que
no vale...
Interviene el «gancho»:
—Perdonen que me meta donde no me llaman, pero
eso que usted tiene en la mano es un billete de 500 pese-
tas, partido; con un papel de goma lo puede arreglar. O llé-
velo a donde se lo hayan dado y que se lo cambien...
— N o , no... Mire: a mí no me lo han dado. Si ustedes
sois buenas personas y no le dicen nada a nadie, les diré
dónde me he encontrado con un paquete lleno de papeles
como éste y de más colores...
— N o lo diremos, puede hablar sin miedo.
—Pues he ido al tren a llevar la maleta de sor Dulce,
que es la hermanita del convento en el que yo vivo, y allí
donde puse la maleta estaba este paquete, solo, sin nadie.
Y me lo he traído. Si ustedes me los cuentan, yo les doy
dos a cada uno, de los más grandes.
El asunto ya está hilvanado. Jura el «lila» que no dirá
ni una palabra a nadie y pide el tonto ir a otro lugar don-
de haya menos gente, para contar los papeles y darles dos
a cada uno. Cuando llegan allí, abre un envoltorio de papel
de periódico y muestra, fugazmente, varios «plantes» o
paquetes de billetes. El «primo» anda ya enloquecido; pero
le frena la presencia del «gancho»; por fortuna, éste pien-
sa lo mismo que él...
—Al vaina éste le van a quitar el dinero —le dice en
un aparte—. Ya ha oído que es un asilado, sin problemas,
sin familia... Yo creo que podemos darle algo para que
se compre alguna chuchería y lo demás a partes iguales
entre usted y yo...
—Como usted diga —responde rápidamente el «julay».
—¡Oye, muchacho! ¿Tienes padre y madre?
—Sí, señor. Mi padre es el Señor Jesucristo y mi ma-
dre la Virgen María. Y los dos están en el Cielo y yo con
sor Dulce, con sor Carmen y con sor Visitación...
—Bueno. Tú dices que nos vas a dar papeles de éstos.
¿Qué harás con los otros que te quedan?
—Romperlos.
—¡No, hombre! Con eso te puedes comprar caramelos,
y zapatos, y una guitarra... Claro que tú no puedes, por-
que te quitarían todo. Si te parece bien, este señor y yo te
hacemos ese favor. Tú nos das los papeles y te vas para
el hospicio y nosotros te llevaremos allí todo lo que tú
quieras... ¿Qué te parece?
— Y a veo que ustedes son buenos y no me vais a pegar,
¿verdad que no?
— ¡ N o , hombre, no!
—Pues haré tres montones. Uno para este hombre,
otro para usted y otro para mí. El montón más grande
para mí, que para eso me los he encontrado todos.
— ¡ M u y bien, muy bien! El más grande para ti. Venga,
reparte...
—Pero yo digo una cosa. Ustedes pueden ser personas
judías y pueden no creer en Dios y pueden no tener pape-
licos como los míos y quitarme éstos.
—¡No, hombre! Nosotros también tenemos papeles de
ésos. Mira...
El «gancho» saca su cartera y de ella todo el dinero
que lleva.
—¿Ves? Estampas como las tuyas. Y este señor tam-
bién te enseñará las que lleve, ¿verdad?
—Sí, claro. Mira..., sólo llevo éste...
—¡Huy! Este señor no tiene papeles...
—Bueno: en casa tengo muchos más.
—Pues tráelos. Si no, no juego.
Cuando el «primo» aporta dinero, el tonto se empeña
en que hay que «ajuntar» todos los papeles. Y los coge y
luego los deja al «gancho», para después decir que quiere
la sortija, o el reloj, del «julay». En estas operaciones es
cuando el «gancho» da el cambiazo al dinero; es decir, al
«plante», por otro que él llevaba escondido y que el tonto
se empeña en que lleve la víctima, que es el primero al
que encontró...
Cuando el «listo» dice al tonto que se marche se niega
rotundamente y pide que uno se quede con él hasta que
el otro le traiga un balón y una guitarra. El «listo» dice
al primo», por lo bajo, que se marche con el paquete y le
espere en el bar de la esquina, que él se deshará del ton-
torro.
Tras un par de horas de espera, el malvado «primo»
se mosquea y abre el paquete. Le han timado. Todo son
recortes de periódico.
Así, a palo seco, que me perdone el práctico que me
envió el «guión», pero resulta tan infantil y absurdo todo
el «cuento largo» que parece imposible que obtenga tanto
éxito. ¡Y vaya si lo obtiene! En los periódicos del último
trimestre del año 1970 se publicó que, en Alicante, una
mujer había reconocido al ocupante de un coche que circu-
laba por San Juan, como uno de los que el día 1.° de oc-
tubre le había hecho víctima del timo de «la estampita»,
estafándole 52 000 pesetas. Denunció ante la Guardia Ci-
vil, y los hombres del tricornio dieron batidas en pos de
localizar al turismo A-51141. Lo lograron el día 4 e identi-
ficaron a su propietario como nacido en Casablanca (Ma-
rruecos), mecánico, soltero y vecino de Campello, en la
misma provincia.
Negó el abordado por la Benemérita guardar relación
alguna con timos y tuvo que ser la denunciante quien le
señalara sin titubeo alguno; pero siguió negando el sos-
pechoso, que insinuó podía tratarse de un caso de gran
parecido entre el buscado y él. No contaba con la lluvia
de denuncias de otras víctimas de «la estampita» que exis-
tían y con que la Guardia Civil lo iba a llevar a Novelda,
donde otra mujer denunciante de haber sido estafada con
47 000 pesetas le reconoció sin duda alguna como uno de
los que se las llevaron a cambio de recortes de prensa. Ni
esperaba que le llevarían a Elda, donde otra mujer le se-
ñaló, jurando que era un timador de los que le birlaron
70 000 pesetas. Ni apenas recordaba el cada vez más apa-
bullado detenido a la vecina de Villena, a la que aflojaron
de otra importante suma, ni a la de Petrel, que dio 30 000
pesetas al «tonto» por culpa de aquel «señor» que la indu-
cía a hacerlo ofreciéndole ir a medias.
El sospechoso, identificado por tanta mujer, siguió ne-
gando y juró no ser él quien tanto viajaba por la provin-
cia, ya que trabajaba en la fábrica de aluminio de Alican-
te y difícilmente podía trasladarse tanto y tan a menudo.
La Guardia Civil interrogó al jefe de personal de la fábri-
ca y se comprobó que en las fechas y horas en que tuvie-
ron lugar los timos, el empleado estaba libre de trabajo.
Y allí se hundieron las negativas.
Dijo el individuo de la doble vida que resultaba tan
fácil ganar dinero con los timos que no había dejado su
colocación en la fábrica porque le servía perfectamente
como coartada...
—Por término medio te sacas un sueldo con un par de
timos al mes. La casi totalidad de las mujeres que hemos
abordado eran «avariciosas y tragonas». Cuando el «filo»
o «tonto» decía que pensaba romper «las estampitas» que
le sobraran, había que ver las protestas de las «jalaoras»,
o «primas»: «¡No, por Dios, eso no! El Señor te castigará!
Nos las das a nosotros y te compraremos caramelos y
chocolate», decían las muy sinvergüenzas. La que no lle-
vaba encima dinero suficiente y era rechazada por mi «con-
sorte» el «filo», se ponía de rodillas para que la acompa-
ñáramos a su casa, coger la cartilla de ahorros, ir a la su-
cursal más cercana y sacar los cuartos para dárselos al
pobre enfermo... ¡Ya me dirán si hay derecho a que enci-
ma sean estas tías las que aparecen como denunciantes y
como perjudicadas!
Pero las perjudicadas cuentan el «rollo largo» a su ma-
nera. Intuyendo que hay que hacer ciertas reformas para
cubrirse un poco ante la autoridad. Para que no se vea su
avaricia, su inmoral conducta ante el que creían un retra-
sado mental.
Hará cinco o seis años que una aragonesa, portera en
una vieja casa del Ensanche barcelonés, madre de tres
mozos y ahorrando para la «entrada» de un piso desde
que llegaron a la Ciudad Condal, cuyo marido se colocó
de peón en unas obras, me contaba, hipando de tanto
llorar:
— E l que se le ocurrió lo de sacarle las perras al tonti-
co pa evitar que se las quitaran, se vino hasta aquí con
mí y aluego marchemos a sacar de la libreta las doscien-
tas setenta y cinco mil con céntimos que habíamos ahorrao
pa un pisico. El mócete que paecía tontico nos aguardaba
cerca de la plaza de toros. Tuvimos que agarrar un taxi
pa que no se nos fuera a marchar, ¿sabe? Eso icían... Yo,
la verdá, pensé que con el medio milloncico que me iba a
tocar le iba a dar a mi marido la gran sorpresa. ¡Ya po-
díamos coger el pisico! ¿Y qué le digo yo ahura a mi
hombre?
—Pero cómo ha podido usted «picar» en un timo que
estamos contando por radio, por prensa y hasta por tele-
visión, cada dos días?
—¡Algo me han tenío que dar! O el humo de aquel ci-
garrico o alguna cosa mi han echao que me atontó. ¡Algo
mi han dao...!
El que debió de darle algo fue su marido, cuando le
contara el gran negocio que quiso hacer a costa de un
tontico y para evitar que otros le quitaran lo que le iba a
quitar ella, en colaboración con aquel «señor tan edu-
cado»...
«Las limosnas», «el tocomocho», «la estampita»... son
repertorio clásico e inmortal de la picaresca celtibérica.
Jamás se sabrá quiénes fueron sus agudos autores; pero
sí quiénes sus actores más destacados y admirables. Entre
otros, El Nano de San Agustín, que actuaba con su hijo,
«mosqueado» hace años —retirado—, El Perdigón, El Be-
nigno, y alguno más de su categoría, en Barcelona. En Ma-
drid, El Carnes de bróquil y El Piojo y sus hermanos, o
El Curita, que actuaba con su mujer de compinche, y La
Pescatera, de pareja con un chico.
Se dice que el mejor tonto que hubo y habrá para re-
presentar el papel en «tocomochos», «misas» y «estampi-
tas» fue El Chaval de Gracia, que trabajaba por la barria-
da de Sants, en Barcelona, siempre vistiendo baby a rayas
y llevando caído el moco. Para «la pasma» barcelonesa era
un viejo conocido, que les hacía reír a carcajadas cada vez
que le detenían y contaba de sus aventuras por la gran
Barcelona, a la caza de «julays».

EL «TOCOMOCHO», O D É C I M O P R E M I A D O

He sido espectador de primera fila en una muy especial


representación de la vieja obra titulada El tocomocho.
Incluso tengo en mi archivo un décimo de la lotería, para
el sorteo extraordinario de Navidad de hace unos años, con
un número hábilmente alterado para que coincida el dé-
cimo con uno de los primeros premios. También tengo
una «pampa», o lista oficial de otro sorteo navideño, arre-
glada para que confirme un premio de los «gordos» para
un décimo al que, en verdad, no correspondió ni la pedrea.
La rara oportunidad de poder asistir a la representa-
ción del viejo timo se la debo a un comisario de policía
que, siendo jefe de la Brigada Criminal barcelonesa y ha-
biendo sido detenidos El Boira y su «consorte» —vetera-
nos actores de la popular comedia—, accedió a mis ruegos
de que «diera bola», dejara en libertad, a los dos pillas-
tres, a cambio de que actuaran para mí, es decir, para mi
periódico, haciendo yo de «julay».
—¿De verdad nos va usted a dar bola, don Tomás?
—preguntaba incrédulo El Boira.
Don Tomás Gil Llamas mandó subir al «consorte» del
Boira, que estaba en los calabozos de la jefatura superior.
Cuando la veterana pareja de timadores estuvieron jun-
tos, el comisario prometió «darles bola», advirtiéndoles
que yo les iba a retratar y que sus caras iban a salir en
el periódico, con evidente perjuicio para futuras repre-
sentaciones de El tocomocho.
—¡Por eso nada, don Tomás! ¡Hay muchos «primos»
por esas calles!
La pareja bordó su actuación en el centro de un corro
de policías. El «consorte» era el «tonto» y El Boira hacía
de «listo»...
—Oiga, señor: ¿querría decirme dónde se sabe si me
ha tocao esta rifa? —me preguntaba el tontorrón, ponién-
dome ante las narices un décimo de lotería.
— H o m b r e , esto no es para una rifa, sino para la lote-
ría nacional —decía yo siguiendo el juego—. Tiene usted
que preguntar en una administración de lotería, amigo.
—Verá, señor. Yo soy de pueblo, de un pueblo del Pi-
rineo; acabo de salir del hospital y tengo que coger un
tren cuanto antes, porque resulta que tomo un medica-
mento que me obliga a orinar continuamente, así que no
ando muy católico para estar buscando las loterías esas...
El «listo» pasaba cerca de nosotros y, fingiendo haber
oído nuestro breve diálogo, se ofrecía a colaborar en la
orientación del «tonto», aprovechando que —por pura ca-
sualidad— llevaba encima una lista oficial de la lotería
correspondiente al sorteo navideño, es decir, una «pam-
pa». Se alegraba mucho el pardillo de aquella suerte; nos
comunicaba confidencialmente que estaba a punto de ha-
cerse pis encima, y el «listo» facilitaba otra inmediata so-
lución, a la par que garantizaba que yo no abandonara el
terreno...
—Vamos, señor. Ayudemos a este enfermo entrando en
ese café. Mientras él orina nosotros podremos comprobar
si le correspondió algún premio a su décimo. Haremos una
obra de caridad a la par que garantizaremos la seguridad
del décimo estando los dos, que de nada nos conocemos.
—¡Ustedes tienen cara de señores! Gracias, muchas gra-
cias...
El simplón se aleja para vaciar su vejiga y el «listo»
aprovecha la situación cotejando décimo y lista, hasta ex-
clamar, asombrado y casi incrédulo...
—Pero oiga, señor... ¡Le han tocado al infeliz este mi-
llón y medio de pesetas! ¡Mire, mire!...
La «pampa», arreglada, corrobora la afirmación. El nú-
mero «de la rifa» que tan alegremente presta el tontaina
aquel es todo un talón al portador. El «listo» lanza el an-
zuelo rápido...
—A este pobre tonto le van a liar por ahí. ¿Se ha dado
cuenta de que no sabe ni que existe la lotería nacional?
Desde luego, Dios da pañuelo a quien no tiene mocos...
El anzuelo ya está echado cuando se reintegra al gru-
po el vaina, sosegado tras su larga meada. Suspira, se
sienta y comenta:
— ¡ M e he quedao nuevo! Lo malo es que escapao volve-
ré a sentir las prisas... Resulta que me han achicao la
bolsa de la orina y pa qué contarles, señores... ¡Estoy so-
ñando con estar en mi casa!
—Bueno, bueno: no se lamente que no todo le sale
mal, amigo... —interviene el «listo»—. La rifa le ha toca-
do, ¿sabe?
—¿Sí?
—Vaya que sí. Medio millón de pesetillas que le per-
mitirán volver a casa en taxi, si quiere, claro está...
—¡Madre de Dios! O sea, que tengo que ir a cobrar
to ese dinero. Y digo yo: ¿dónde?
— Y a se lo ha dicho aquí el señor: a una administra-
ción de lotería.
—Si ustedes fueran tan amables que me acompaña-
ran, yo les daría una buena propina a cada uno. La ver-
dad es que meándome y sin conocer la capital, con tanta
gente maleante como dicen que anda por ahí... ¡Ya me
empiezo a orinar otra vez! ¡Ea!, ustedes perdonen...
Vuelve a marchar el «tonto» para que su compadre,
el «listo», se trabaje bien al «julay», que anda enloquecido
con la historia del meón y la mentira de aquel señor que,
pareciendo un caballero, ha rebajado el premio de millón
y medio a sólo medio millón. ¿Por qué?
La respuesta llega pronto.
—Habrá usted observado, señor, que no he dicho la
verdad del premio al infeliz este para evitar que se caiga
de espaldas, o se nos muera de repente. Porque las admi-
nistraciones de lotería andan cerradas ya y estamos a sá-
bado. Es decir, que tendrá que esperar al lunes para co-
brar. Y pienso que a este atontado le van a quitar el dine-
ro en el viaje y que nosotros podemos ayudarle a evitarlo
abonándole el medio millón entre los dos (que ya a él le
parece un premio enorme), y pagándole un taxi hasta su
pueblo, si quiere. El millón nos lo podemos repartir us-
ted y yo, como justo pago al tiempo que estamos perdien-
do y al adelanto de dinero que vamos a realizar...
El «lila» empieza a abortar el delincuente que lleva den-
tro, saboreando el medio millón de pesetas que se va a
ganar, por la cara. Cuando el falso meón y falso tontorro
vuelve, el «primo» colabora abiertamente con el «listo»,
para timarle. Y no hay pegas. El pardillo salta de júbilo
al saber que le van a adelantar el premio para que no ten-
ga que quedarse en la gran ciudad hasta el lunes. Incluso
ofrece veinte duros de propina para cada uno de sus be-
nefactores, a los que llega a besar las manos.
Viene luego la exhibición de un paquete de billetes,
que el «listo» se fue a recoger a su casa —«situada muy
cerquita», dijo—, paquete por un cuarto de millón que es
su aportación inmediata. El «julay» ruega le esperen y
marcha a recoger su dinero —a veces sus joyas—, para
aportar las otras doscientas cincuenta mil pesetas, que
reúne como sea para no perder la oportunidad.
El desenlace suele ser siempre el mismo. El «tonto»
se quita de en medio con la pasta, y su «consorte», en ges-
to de honradez sin límite y porque «el señor» tiene cara
de persona muy decente, no tiene inconveniente en hacer-
le depositario del décimo premiado, quedando en encon-
trarse en el mismo bar para repartir el dinero, una vez
cobrado.
Cuando el «julay» llega a la administración de lotería
y le dicen que aquel número no figura ni siquiera en rein-
tegros, se siente morir; pero aún acude al bar, con la es-
peranza de que todo sea un malentendido. Y aguarda al
«socio», hasta que comprende que tanto éste como el «par-
dillo» se están meando... pero de risa.
El Boira y su «consorte» recibieron la anunciada liber-
tad y salieron en el periódico al día siguiente. Como ase-
guraban, el «tocomocho» sigue triunfando por nuestra Es-
paña, como si se tratara de una obra de estreno.

«LAS LIMOSNAS»

También se le conoce por el timo de «las misas», y es otro


de los clásicos en el repertorio del engaño. Cualquier épo-
ca es válida para su puesta en escena, con tal de que el
«primo» sea bien escogido. Un «primo» capaz de creer que
le entregan un montón de billetes verdes, o lilas como él,
a cambio de un montoncito y con opción a quedarse con
la fuerte suma que le dan para repartir en limosnas, in-
vertir en misas o emplear en una obra benéfica que lo me-
rezca.
Algunos llaman a este timo «el del americano», porque
los timadores suelen hacerse los sudamericanos, aprove-
chando así el idioma al que dan unos ligeros tintes que
lo disfrace de «oriundo». Es un «cuento largo» y emotivo,
cargado de tintas de tango, que recuerda a la trucha y la
cucharilla por la rapidez y atención con que logra «encu-
charillar» a gentes de los más variados terrenos sociales.
En Barcelona, a finales del verano de 1971, un colegio
de religiosas regido por las Damas Negras fue víctima
del timo. La censura policial apenas si permitió un resqui-
cio por el que obtener información al respecto; pero llega-
mos a saber que las monjitas perdieron un millón de pe-
setas en la piadosa aventura. Porque a ellas acudió un
«médico» diciendo que una moribunda, de nacionalidad
alemana, quería hacerlas intermediarias en el reparto de
una fuerte cantidad de dinero a gentes necesitadas. Se
trataba de unos cien mil dólares, a aplicar en obras be-
néficas que ellas podían concretar. Todo perfecto, todo
normal. El «doctor» y la «alemana» entraron en contacto
telefónico con la madre superiora, a la que citaron en un
hospital. Ya en la puerta encontró al «médico», que la
acompañó hasta una clínica particular en la que, nueva
casualidad, a la puerta, encontraron al hijo de la enfer-
ma, un joven alemán que les contó que habían evacuado
a su madre para su país, quedando él encargado de depo-
sitar los cien mil dólares en manos de las monjas.
Naturalmente, el joven alemán habló de la necesidad de
una garantía bancaria que asegura que aquel legado sería
empleado en la causa benéfica origen del mismo. Y la su-
periora contó que ellas tenían cuenta corriente en una en-
tidad barcelonesa, hacia la que fueron todos en un taxi,
para firmar un cheque por un millón de pesetas, que lle-
varon a la ventanilla de pagos y fue abonado sin el más
leve tropiezo y a la completa satisfacción del hijo de la
moribunda y su amigo el «doctor».
Vino luego el tercer acto: entrega del paquete con los
dólares, despedidas efusivas —«Dios se lo pague, madre»,
«Que Él reciba en su seno a la bondadosa enferma, hijo»,
etcétera. Los dos hombres marcharon por un lado y la
Madre por otro y, una vez en el colegio..., ¡la bomba!: no
sólo se habían llevado el paquete del millón de pesetas,
como garantía bancaria, sino que el paquete de los dólares
era un «plante», formado por los tradicionales recortes de
prensa. Aquel día, las Damas Negras tenían la negra de
verdad.
En octubre de 1971 se registró la denuncia ante la po-
licía barcelonesa de un sacerdote llamado Marcial Martínez
Blagué, al que unos desconocidos habían timado medio mi-
llón de pesetas por el mismo procedimiento que a las Da-
mas Negras, aunque con variantes, y en el hotel Ritz de
la Ciudad Condal. Tampoco se dio a la publicidad este
«timo de las misas» a un cura.
Pero el récord de las entregas quizá lo ostente aún aque-
lla dama peruana, de Iquitos, que fue abordada en plena
calle por un individuo de unos treinta y cinco años de edad
y acento sudamericano que le preguntó por una dirección,
entablando así conversación con ella al apreciar que tam-
bién era americana del Sur.
Aclaremos que la dama en cuestión había nacido en el
año 1905, y cuando se le acercó aquel tipo de gafas gradua-
das y un metro con setenta y cinco centímetros de estatu-
ra, era el mes de julio del año 1935. El meloso desconocido
dijo ser de Guayaquil y no tardó en contar una triste his-
toria familiar que le había traído a España a repartir
700 000 dólares, cantidad que llevaba en un maletín porque
no se atrevía a dejarla en el hotel, ni tampoco a cambiarla
por pesetas, ya que abultarían mucho más. E r a un dinero
que tenía que distribuir entre personas necesitadas, por-
que así se lo había pedido su padre, a punto de morir allá
en Quito y junto al que deseaba estar cuanto antes.
Bueno: la dama, que a sus treinta años creyó encon-
trarse en condiciones de negociar, aceptó encantada la mi-
sión distribuidora del dinero, aportando como garantía
6 000 000 de pesetas en joyas. Joyas que tuvo que ir a re-
coger a su casa y eran las suyas y las de una hija casada,
con la que vivía y a la que nada dijo.
El de Guayaquil la esperó acompañado de otro indi-
viduo, con el que fueron al banco, fingieron rellenar unos
documentos y efectuaron el cambio de aquel maletín lleno
de... recortes de prensa por el hermoso paquete de cos-
tosas joyas.
Los timadores fueron avistados en Andorra, cuatro
días más tarde; pero al acudir la policía ya se habían ido,
rumbo a París.
El timo de «las limosnas», de «las misas» o del «ame-
ricano» se desarrolla casi siempre con el mismo rollo:
— M i padre es español. Hace cuarenta años era pagador
de una agencia de seguros de vida, pero muy dado al jue-
go... No al juego de la ruleta, o de las cartas, no; jugaba
a la bolsa, acciones y obligaciones... Y ganó mucho dinero,
mucho... Hasta que empezó a perder y perder, teniendo
que vender una finca de su madre para tratar de hacer
plata. Todo fue inútil. Siguió su mala racha..., y luego es-
talló la guerra de ustedes, y la compañía para la que tra-
bajaba quedó destruida. Fue entonces cuando mi papá, ha-
ciendo uso indebido de unos fondos de la compañía, se
marchó a Río de la Plata, a la Argentina..., donde conoció
a mi madre. ¡La pobre murió al nacer yo! A mi padre le
fueron de nuevo bien todos sus negocios, compró terrenos,
plantó café, cacao, caña de azúcar, pastos... Y se hizo con
ganado. Y llegó a sumar diez mil cabezas de vacuno... Has-
ta que cayó enfermo, de una dolencia terrible e incurable...
Los médicos aseguran que no tiene salvación, y mi padre
lo sabe; por eso llamó al buen cura párroco y, en confe-
sión, le contó lo de aquel dinero tomado con abuso de con-
fianza a la compañía de seguros española. El sacerdote le
dijo: «Hijo mío, como ministro de Dios, sólo podré admi-
nistrarte los santos óleos cuando trates de restituir ese
dinero.» Mi padre le dijo que era imposible, ya que aquella
compañía no existe; pero el señor cura le ha dicho que para
limpiar su alma de todo pecado basta con el arrepenti-
miento y con que envíe a un familiar de su confianza a Es-
paña, que traiga el dinero robado y lo reparta entre cen-
tros benéficos, familias pobres de diez pueblos de su co-
marca y una cantidad para cada una de las personas que
se encarguen de hacer el reparto, por el tiempo perdido y
la honradez probada. Al señor cura le basta con unos reci-
bos de cada entrega y yo iba buscando al doctor García,
que dicen es solvente y muy serio, cuando les encontré a
ustedes, providencialmente. Porque nadie me da razón
del doctor García, y ustedes no sólo me están ayudando con
pérdida de su tiempo, sino que tienen los dos cara de bue-
nos cristianos.
Es el cebo. La picada suele ser segura, especialmente
porque el falso sudamericano añade a su relato, entre so-
llozos:
— Y o no puedo encargarme del reparto, porque no co-
nozco el país y porque ambiciono regresar cuanto antes
al lado de mi padre, para que sepa que todo se ha cumplido
al pie de la letra y muera en la paz del Señor. Naturalmen-
te, las personas que se encarguen de la delicada tarea ten-
drán que someterse a tres condiciones o requisitos: jurar-
me ante un crucifijo que guardarán el secreto de confesión
de mi pobre padre; decir a los beneficiarios que quien les
envía el dinero es «un alma caritativa que oculta su nom-
bre», para que la acción de mi pobre padre tenga mayor
mérito. Y tercero, que para que yo les entregue todo el di-
nero deberán probarme su solvencia económica...
Como uno de los interlocutores es el «consorte» o com-
pinche del timador, no titubea en asegurar que «precisa-
mente iba a depositar doscientas m i l o trescientas m i l pe-
seas en el banco», que entregará en señal de solvencia. El
otro dirá que puede ir a retirar de su cuenta la cantidad
que se señale, porque comprende que la confianza que en
él han puesto es muy grande. El «listo» apuntilla, rápido:
—Bien. Vaya usted al banco a por doscientas mil pe-
setas, con el talón bancario que le extenderá este señor,
dejándole sus doscientas m i l o trescientas mil en prenda,
para que todos tengamos confianza en todos.
Al cándido le envían luego a comprar pólizas para ex-
tender el documento de acuerdo tripartito. Cuando regre-
sa, ni rastro de los timadores, a los que buscará durante
mucho rato el «lila», convencido aún de que eran buenas
personas.
Hasta tal punto llega el poder de convicción de un buen
monólogo contando la triste historia del moribundo arre-
pentido, que más de una futura víctima salvada providen-
cialmente por la presencia de la policía se puso a favor de
los timadores y contra el representante de la ley, conven-
cido de que era un despabilado que iba a quitarle el nego-
cio, ya a punto de fructificar.
El siguiente diálogo corresponde a la llegada de un
inspector de policía, cuando estaba a punto de consumar-
se un timo de «las misas» o «limosnas». El policía coloca
su mano sobre el hombro de uno de ios timadores...
—¡Bonita reunión! El Madriles y su «consorte» ligán-
dose a un «julay», ¿eh?
Los delincuentes no respondieron, sabían que el de «la
pasma» les había «mordido» y les iba a dar una «coloque-
ta»; pero el «primo» inquirió:
—Y usted ¿quién es? ¿Se puede saber?
— M i r e , señor: yo soy inspector de la Brigada Criminal
y estos dos granujas me conocen muy bien. Váyase feliz
porque le acabo de salvar de un timo...
— ¡ N o pienso irme! Estos señores son amigos míos y
estábamos hablando de nuestras cosas...
—Pero ¿es posible que sea usted tan tonto? ¿No le digo
que son dos timadores?
— ¡ N o puede ser! Este señor es argentino y este otro
un transeúnte que pasaba por aquí casualmente, como yo
mismo...
—¡Vaya, hombre! Madriles, dile a este «lila» quiénes
sois vosotros...
—Ande, márchese. El señor es policía y sabe lo que se
hace.
—¡No, señor! Lo que pasa es que ahora me quieren de-
jar fuera. ¿Se creen que me chupo el dedo?
—Lo que se va usted a chupar es «una quincena», como
siga entorpeciendo mi labor policial.
Se fue, murmurando por lo bajo, el incauto avaricioso
que ya soñaba con un millón a cambio de cien mil pesetas.
Y el policía, asombrado, preguntó a El Madriles...
—Pero ¿qué les dais?
—¡Na, señor Villa! ¡Que hay mucho primo suelto!

Un buen día, Scotland Yard comunicaba con Interpol-


Madrid, a través de Interpol-Londres, que en Cornmarket
Street, de Oxford, dos individuos, posiblemente españoles,
habían cometido unas estafas por un novísimo procedi-
miento del que consideraban debían tomar buena nota las
policías del mundo asociadas al organismo internacional.
Los ingleses describían a los autores de las novísimas
estafas como hombres de educada presentación y finos mo-
dales, vistiendo el uno el clásico bombín de la Gran Bre-
taña. Adjuntaban unos retratos-hablados, o robots, de los
estafadores y contaban que el nuevo procedimiento de en-
gaño consistía en contar a un señor al que abordaban en
plena calle que tenían que repartir un gran capital de un
difunto para obras benéficas, según testamento que exhi-
bían, solicitando un colaborador que conociera el distrito
y fuera solvente y terminando por pedir una cantidad de
libras esterlinas, variable y en razón directa con el capital
a repartir, como prueba de solvencia y garantía del elegido
para el reparto.
Luego terminaban por entregar un paquete con recor-
tes del Times, en lugar de libras esterlinas.
A los inspectores de Scotland Yard, descendientes de
Sherlock Holmes, el sistema les pareció el último grito de
la estafa, comentando con asombro que hubo víctimas en-
tre los ingleses que perdieron ciento cincuenta libras es-
terlinas en su desgraciado encuentro con quienes les pa-
recieron, por su defectuoso inglés, españoles o portugue-
ses, aunque dijeron ser sudafricanos.
Los tipos descritos por Scotland Yard, el del flexible y
el que iba a pelo, trabajaron mucho por Londres, pasaron
a Oxford y dieron señales de vida por algunas otras ciu-
dades británicas. Ignoramos si al fin fueron capturados
por los famosos detectives ingleses. Lo que no hay duda es
de que fueron autores de una traducción al inglés de la
famosa y vieja obra de la picaresca española titulada «las
limosnas» o «las misas».

«EL PEREGRINO»

—¡A lo loco, a lo loco! ¡Cinco estampas por un duro!


—¡Vamos, chata: ayuda al pobre peregrino! ¡Y que Dios
te conserve ese cuerpecito tan bien hecho!
Los transeúntes de la popular y populosa calle de Pe-
layo fueron asombrados testigos de aquella irreverente
forma de pedir ayuda para un peregrinaje. Los romeros
eran dos y perfectamente equipados de calabazas, conchas,
estampas, rosarios y bordones, sandalias, hábitos con es-
clavinas y unos viejos sombreros negros con el ala levan-
tada por el frontal y cosida a la copa para mejor lucir una
gran cruz de Santiago color bermellón, un tanto desvaído
por el polvo acumulado en los caminos del bordoneo.
Pero lo asombroso no era la pinta de aquellos dos pos-
tulantes, sino su forma de requerir duros a cambio de es-
tampitas. Piropeaban a las chicas adoptando poses toreras
e incluso dándole a algunas un ajustado lance con la capa
de cruzados bajo la que, a manera de estoque, ponían el
bordón y la empuñadura de crucifijo.
Se tenía que organizar y se organizó. Una beata, muy
cabreada, reclamó la intervención de un guardia urbano y
éste abordó a los peregrinos, con las debidas precauciones:
— ¡ E h , señores! ¡A ver su documentación de curas!
—¿De curas? ¡Nosotros somos peregrinos! —informó
el más alto, que llevaba una rara barbita de rabino y un
par de metros de rosario liados a la cintura.
Dos inspectores de la Brigada Criminal pasaban por allí
y resolvieron las dudas del urbano por la vía rápida.
—¡A ver, un taxi! Aclararemos la identidad de estos dos
gorriones en jefatura y así no damos la bronca en mitad
de la calle.
—Despacio, despacio... ¿Ustedes quiénes son? —inqui-
rió uno de los de las conchas.
El inspector interpelado sacó «la milagrosa» —placa
policial— y se la mostró al curioso, a la par que le llevaba
hacia el taxi ya parado por su compañero.
—Nosotros somos peregrinos y vamos andando a Roma
—insistió el de la barbita.
—Bien, bien... Pero ahora van a descansar un poquito
en jefatura...
Cuando llegó la hora de mostrar «la papela», los pere-
grinos se presentaron mutuamente a sus interrogadores...
—Éste es el hermano Isaías.
—Y éste es el hermano Bernabé.
El «hermano Bernabé» era un limpiabotas barcelonés
nacido en Vilches (Jaén), que tenía cuarenta y un años.
Isaías había cumplido por aquellas fechas los veintisiete
años y era de Cuenca, jornalero.
—¿Y a dónde vais con esa facha? —cortó por lo sano
el «pasma».
— E l plan era ir a Roma y luego a Tierra Santa. Venimos
caminando desde Cuenca, como podrán comprobar por
esta libreta...
En una libreta de colegial que sacó el «hermano Ber-
nabé» del zurrón había constancia del paso de la pareja
por las parroquias; sellos y firmas que avalaban a los pere-
grinos, dando fe de su «sacrificio», de su «penitencia», de
su «generosidad».
—Y ¿cómo costeáis tan largo viaje, «hermanos»? —pre-
guntó zumbón el policía.
— ¡ H o m b r e ! La caridad... Lo que nos dan...
El zurrón del «hermano Isaías» iba repleto de estam-
pitas baratas con jaculatorias personalísimas en las que
los «hermanos» se titulaban miembros de cofradías y ve-
teranos de quirófanos en los que habían hecho promesas
que ahora cumplían.
Llevaban también recortes de periódicos en los que apa-
recían retratados bajo titulares muy llamativos: «A pie de
Cuenca a Roma», «A postrarse ante el Santo Padre, por una
promesa». Cuando Bernabé y su camarada de andaduras
llegaban a los pueblos, ya les habían visto en los periódicos
y su éxito era seguro. Los invitaban a comer en todas las
casas y se invitaban a beber en todas las tascas, abando-
nando el pueblo cuando empezaban a estar muy vistos,
cargados los zurrones de donativos.
La policía investigó a fondo, y así se aclaró que ni Ber-
nabé ni Isaías habían pisado un quirófano en su vida; ni
pensaban ir a Roma, donde nada se les había perdido. Su
«invento» consistía en eludir los trabajos pesados y monó-
tonos de «limpia» y peón para entregarse al sano deporte
de cruzar España de un lado para otro viviendo a costa de
los demás, bajo la protección del clero y la prensa.
Que llovía, pues se suspendía el avance; que pegaba
duro el sol, pues a echarse una siesta en el sombrajo. Que
en aquel pueblo rivalizaban por invitarlos, pues a dar gusto
a todos y cada uno de los caritativos vecinos, demorando
la marcha hasta forrarse. Que la caminata se anunciaba
dura por la distancia entre dos pueblos y lo poco atractivo
del paisaje, pues a hacer autostop, pretextando una súbita
dolencia de cualquiera de ellos. Y así podían pasarse unos
años, haciendo turismo y vida sana.
¡Lástima que unos vasetes de tintorro a destiempo les
echaron a perder el negocio, en la calle de Pelayo! Y enci-
ma se supo que la mujer y las tres hijitas pequeñas del
«hermano Bernabé» vivían totalmente desamparadas en el
«barrio chino» barcelonés, desde 1949, hacía cinco años.
A Isaías no le esperaba nadie. Era soltero y muy feliz por
el cambio del bordón por el pico y el zurrón por la pala.
—¿Cómo no se nos ocurriría antes? —se preguntaban
los dos caraduras.
Pero el «timo del peregrino» no era invento de los her-
manos Isaías y Bernabé. En mi archivo tengo noticias de
otros muchos peregrinos fules, que vivieron del mismo
cuento durante años enteros. Que recuerde, un matrimo-
nio de andaluces, que pasaron por Barcelona caminando
de Montserrat a Santiago de Compostela, volvió a surgir
ante mi cámara de retratar tres años más tarde, peregri-
nando de Lourdes a Covadonga. Fue entre 1950 y 1954. Dos
años después aparecían en un periódico de Zaragoza, «pe-
regrinando de Sevilla al Pilar». Me indigné. Y centré toda
mi curiosidad periodística en saber quiénes eran y por qué
de su divertimiento con las promesas, la fe, los báculos, la
trola y el trapaleo.
Resultó que la pareja de marras estaba más «amon-
toná» que casada y era popular en los archivos policiales
como practicante del «cuento largo» o cuenteros. Eran de
los buenos, como El Barquillero, El Boira o El Nano de
San Agustín, por ejemplo. Y se habían dedicado muchos
años a «la mentira», cambiando de registro porque era
dura la competencia con El Benigno, La Pescatera o El
Chaval de Gracia, que era el mejor tonto que hubo en mu-
chos años, siempre con su baby y cayéndosele el moco.
La pareja andaluza del interminable peregrinaje pasa-
ron su «luna de miel» entre «estampitas», «misas» y «toco-
mochos», hasta descubrir que había sistemas, menos peli-
grosos y más tranquilos, para vivir sin doblar el riñón y
recorrer mundo. E invirtieron el último botín de uno de
sus «cuentos» en comprar los equipos de peregrinos, po-
niendo especial atención en que los bastones remataran en
punta de hierro, por si los perros.
Todo fue coser y cantar. No hubo cura, ni beata, que
se resistiera ante aquella pareja de romeros que camina-
ban en acción de gracias por haber sacado con bien de
una grave operación a la esposa y haber salvado de un in-
cendio al hijo. En cualquier rincón de cualquier aldea de-
tectaban al «socorrista» de peregrinos y aseguraban la mo-
neda, el bocado y la cama. Incluso el camión, o el turismo,
en el que almas piadosas se empeñaban que subieran, para
evitar sufrimientos a la convaleciente, eran aceptados por
la parejita romera, pidiendo al Señor perdón por tanta
flaqueza...
Los avales de tales peregrinos eran los sellos de las pa-
rroquias por las que pasaban y en las que recibían alguna
ayudita, y tan felizmente les iba todo que decidieron adap-
tar sus peregrinaciones e itinerarios a las estaciones del
año, buscando calor o fresquito para un mejor turismo y
un menor padecimiento. Ni horarios, ni obligaciones, ni
jornadas laborales, ni reglamentaciones, ni jefes que aguan-
tar... Apoyados por los curas, sus feligreses, la Guardia
Civil y los periodistas. ¿Quién da más?
Alguna vez, en pleno campo, se mezclaba entre el canto
de las chicharras el de alguna «guma» —gallina—, y la pa-
reja no podía resistir la fuerte tentación de vivir unas ho-
ras de camping. Veteranos en todas las artes de la rapiña,
se desnudaba totalmente el hombre y de tal guisa se co-
laba en los corrales, sin tropezar jamás con el perro trai-
dor que le atacara. Había aprendido el truco de los gita-
nos. Sabía que no hay perro, por fiero que sea, que arre-
meta contra una persona en pelotas; por el contrario, el
«chusquel» —perro guardián— queda como hipnotizado
al no poder clasificar por sus ropas al desconocido, dán-
dole tiempo a éste para escoger la «guma» más gordita o
el «cacarelo» —gallo— de mejor planta.
Ahitos de oler a tomillo, a romero y a fiemo, saturados
de catres, pajares y cunetas, aborrecidos de fingir con clé-
rigos y meapilas, metían los «uniformes de peregrinos» en
una maleta, la dejaban en la consigna de una estación, to-
maban el tren y se iban a la gran ciudad a disfrutar de res-
taurantes, cines y buenas camas. Así les perdí el pulso a
aquella pareja de andaluces, con la que competían otras,
de otras regiones, descubridoras también de los placeres
del turismo y la holganza, la popularidad y el auxilio.
El último contacto que tuve con un peregrino fue una
carta, fechada en 1970, cuyo remite era el apartado núme-
ro 20 de Barcelona. Me aclaraba su autor que aquel apar-
tado era la cárcel de la calle de Entenza:

Deseo se encuentre bien, yo bien gracias a Dios. El dador


de la presente tiene el gusto de saludarle. Soy X X , «el cantor-
peregrino», entrevistado por usted hace unos años y presenta-
do a usted por don Federico Gallo por haber ido a Roma a pie,
pues esta tiene por objeto que por la tontería mas grande por
blasfemar me encuentro en la prisión La Modelo yo escrito a
Mario Beut y creo y no lo olvidaría entre ustedes pueden ablar
con algún abogado amigo y como yo tengo el certificado de
penales limpio pedir mis cargos ya que no siendo militar estoy
a disposición de Capitanía General llevo 16 días y espero no
dejen de escribirme ustedes me pueden ayudar. Sin mas reciba
un mas cordial saludo.

La carta era de uno de los peregrinos que más zascan-


dileó por las tierras catalanas en varios años. El motivo de
su ingreso en la cárcel no podía estar más en contraposi-
ción con su modus vivendi.

EL TIMO DEL TIO-TIO


O DEL PARIENTE

No se conformaba aquella abuela con permanecer sin ha-


cer nada en la casa de sus hijos. Le dolía que su nuera
—aunque lo hiciera con la m e j o r fe del m u n d o — la tra-
tara como a una inválida, cortándole toda iniciativa...
—¡Usted quieta, mamá! Que bastante ha trabajado ya
en esta vida...
Y la m u j e r , que aún se sentía con ánimos para más de
una faena, quedaba desorientada; incapaz para sentarse a
esperar que la sirvieran y temerosa de iniciar un traba-
jillo, por sencillo que fuera, que pudiera dar pie a la ro-
tura de un cacharro cualquiera.
— M a m á ; ¿le importaría venir conmigo al mercado y
así se aprende los cuatro puestos donde compro, por si
algún día estoy enferma, o no puedo hacer yo la compra?
La abuela sintió una profunda alegría. Y aceptó. Y fue
al mercado con su nuera casi todos los días y demostró
que podía encargarse de aquel trabajo, aunque la joven
no estuviera enferma. Así, tan fácilmente, aquella mujer
de setenta años cumplidos se volvió a sentir tan útil como
en el pueblo, cuando lo llevaba todo: los seis chicos, la
cesta para el padre, obrero de vías y obras, y el horario
de los diez trenes para los que tenía que echar las cadenas
del paso a nivel y al que había de mostrar el banderín ver-
de, si nada impedía que el maquinista siguiera su camino.
¡Qué atrás había quedado la casilla de guardabarreras!
Ahora estaba en casa de su hijo pequeño, casado desde
hacía poco y viviendo en Madrid. ¡Casi nada! Menuda di-
ferencia entre la soledad del pardo terruño manchego, jun-
to al que pasó casi toda su vida con el cisco de las calles
de la capital. Pero se podía cambiar aquella paz y aquel
silencio apenas quebrado durante los escasos segundos que
tardaba cada uno de los diez trenes en pasar ante la ca-
silla, o por el cacareo de las gallinas, por la casa que tenía
su Alfonsico, con portero «iletrónico» que te ponías de-
lante de una rejilla, hablabas solo y te hablaban sin que
vieras quién... ¿Y la tele? ¡Si su Amador hubiera llegao a
gustarla se muere antes! Y la cocina, que más parecía la
sala de espera de primera clase de la estación de Alcázar
que el lugar pa cocinar... Sí, todo había que sudarlo y por
eso su Alfonsico, que al casarse con la Eulalia arreó con
una hermanilla ya moceta que no podía quedarse sola en
el pueblo, y con ella, que con tantos hijos criaos al quedar
sin hombre había perdió también un puesto concreto y cla-
ro... Y ¿adonde iba con una pensión ferroviaria que ape-
nas si daba para mantener a un loro?...
En estas y otras cosas parecidas iba pensando la mu-
jer, y en lo que le gustaría ayudar a ingresar dineros pa
pagar cuanto antes todo lo que disfrutaban los cuatro, que
podrían ser cinco cuando no hubiera deudas y en la casa
se pudiera criar a un nieto..., y un grito feliz la sacó de
su película...
— ¡ T í a , tía! ¿Es que no me conoces?
Se había apeado de un «600» y era un mozo guapote,
que se dirigía a ella, sin duda alguna.
— ¿ M e dices a mí?
—Pero ¿a quién si no? ¿Es que no sabes quién soy, tía?
—Pues no caigo...
—¡No te lo diré! ¡Tienes que ser tú la que me digas qué
sobrino soy!
La infeliz mujer, que iba cargada con el capazo repleto
de géneros recién comprados en el mercado, hizo un rá-
pido repaso de sus otros cinco hijos, de sus nueras y de
sus nietos... ¡No! No podía ser ninguno de ellos... ¡Claro!
¡Qué tonta! Era un sobrino; o sea, un hijo de alguno de
sus hermanos, o de sus cufiados... ¡Anda! Ya lo tenía...
—Como no seas Rafaelín, el de Cáceres... El hijo de
Manuel, mi cuñado...
—¡Pues claro! ¿Quién si no iba a ser? ¿Es que no me
parezco a mi padre, o a tu hermana...?
—¿A la Pepa? ¡Nada en absoluto! A tu padre sí que te
pareces...
—Y en casa ¿cómo estáis, tía?
—Bien... Mi Alfonso trabaja de mecánico... Se casó
hace poco más de un año y yo llevo aquí con ellos unos me-
ses... Pero anda: vente a casa, que se llevarán una alegría
enorme...
—Es que voy con mi jefe, ¿sabes? Viajamos para una
fábrica de tejidos de Sabadell...
—Bueno, pues que venga también. ¡Menuda alegría se
llevará Alfonso, y su mujer, y su cuñada...
Rafaelín abraza efusivamente a su tía y le presenta al
jefe, que no tarda en unirse a la pareja y en meterse en
la casa de Alfonso, donde la Eulalia escucha sin entender
nada a aquellos habladores...
—Vamos de paso por Madrid. Teníamos que marchar-
nos esta misma mañana y se nos averió el Mercedes del
jefe... Menos mal que en el taller donde están reparándolo
nos han dejado ese «600» que has visto, tía, con el que he-
mos podido realizar varias visitas y lograr varios pedidos
importantes...
Alfonso trabaja en jornada intensiva, comiendo en el
taller, por lo que los timadores sólo tienen que lidiar a la
anciana, a la joven y luego, cuando llega de la fábrica don-
de trabaja de aprendiza, con la pequeña de la casa. Con
ellas comen y beben, hablan y hablan, hasta que el jefe so-
licita un teléfono para llamar al taller y saber cómo está
el coche. Le llevan a casa de un vecino y no tarda en regre-
sar, muy contrariado...
—¡Vaya plan, Rafael! La reparación del coche sube
treinta m i l pesetas...
—¿Pues qué tenía, jefe?
—¿Y quién sabe? En cuanto ven un Mercedes ya creen
que uno tiene que viajar con millones encima... Lo malo
es que mañana es sábado, no habrá nadie en nuestra fá-
brica y ahora son las cuatro de la tarde y cerraron a las
dos y media... ¡Hasta el lunes!
La Eulalia piensa en sus ahorros, que tiene bien guar-
dados para pagar cada letra —muebles, piso, televisor...—,
a su hora; pero la infeliz suegra insinúa, compadecida del
problema de su sobrino y el jefe:
—Si pudieras adelantarle, Eulalia... Rafael es hijo de
mi hermana y...
—¡Calle, madre, por Dios! No hace falta que me recuer-
de quién es...
La joven sacó una caja de zapatos, en la que, bajo un
montón de fotografías de su boda, había otro montón de
billetes, que contó afanosa, mientras el «jefe» de Rafael
protestaba:
—Pero, bueno. No puedo aceptar que se queden sin el
dinero...
— E l lunes se lo giramos, jefe. El mismo lunes...
—Tengan: hay cuarenta mil. Llévenselas todas, no va-
yan a viajar justos de dinero y les pase algo...
Alfonso, la Eulalia, su hermana y la infeliz abuela tar-
daron muchos días en comprender que habían sido tima-
dos y que las iban a pasar muy mal para enfrentarse con
las letras de cambio. En su mentalidad de gentes trabaja-
doras, sencillas, amistosas, honestas y generosas, no tenía
sitio tanta maldad como empezaban a descubrir se aga-
zapaba en las capitales. Y no podían acertar a explicarse
cómo, si aquellos tipos no eran Rafael y su jefe, conocían
de la existencia de éstos, y del cuñado Manuel y de la her-
mana de la abuela, avecindada en Cáceres...
— Yo creo que me echaron algún humo o alguna cosa,
cuando me abrazaba...
Tuvieron que convencerse de que habían sido víctimas
de un engaño. Especialmente cuando por otros familiares
supieron que Rafael, el de Cáceres, era guardia urbano y
jamás había salido de Extremadura. La abuela, entre algún
lloro que otro, juraría no volver a hablar con desconoci-
dos, aunque le recitaran de memoria la lista de parientes.
Y siempre siguió emperrada en que aquellos dos sinver-
güenzas le habían echado algo para atontarla y que se lo
tragara todo. ¡Menos mal que no le quitaron lo de ir al
mercado!
El t i m o del tío-tío, o del pariente, es un viejo t i m o que
no ha pasado de moda y que se mantiene en su línea de
ataque despiadado a personas mayores, ya metidas en la
tercera edad, o que p o r su aspecto campesino, r u r a l , se
delatan como inocentes, generosas y m u y crédulas.
De entre las muchas cartas en las que, lectores, oyentes
o telespectadores, me contaron sus experiencias, les ofrezco
una, r e m i t i d a por las víctimas del «tío-tío» a unos familia-
res suyos, que a su vez me la pasaron a m í , p a r a que sir-
viera de lección en alguna emisión de televisión.

Maru: esta vez sí que tengo que contarte algo muy penoso
que nos pasó aquí en casa el día tres; o sea, el día de san
Blas. Fue un día horrible. Pues bien, por la tarde salió mamá
como de costumbre a dar su paseíto y me quedé cosiendo, y
a esto de las cinco y media, o antes, llaman a la puerta y abro;
se me presenta mamá con un chico majo y me dice: «Isa,
mira; a que no lo conoces; es el hijo de la Celia, que estaban
en Caracas», y yo sabía que ahora vivían en Zaragoza, y tie-
nen un taller de mecánicos entre los tres hermanos; claro yo
todo esto lo sé, pero a los chicos no los conozco, pues cuando
vinieron de Caracas se fueron todos a casa de la tía Dolores
y a las pocas horas cogieron el tren para Zaragoza, así la yaya
tampoco los vio, nos enteramos por la tía; en fin, claro, yo a
esta parienta de mamá y a los chicos los oigo nombrar mu-
cho; por eso no me extrañó en absoluto que el chico pudiese
venir aquí para algo de trabajo. Sí, sí, en seguida me abrazó;
todo cariñoso me decía que a las nueve sin falta vendría para
cenar y estar con Jorge un rato de charla y a la yaya, tía para
allá y tía para acá, que no pasaban años por ella y que el
domingo había estado en casa de la tía y ya se había venido
mamá. Resulta que vieron a la yaya los canallas que iban en
un coche. Ella, como es natural, le dijo: «¿Chico, pues tú de
quién eres?» «¡Pero, hombre, tía, ¿cómo no me conoce?» Y ella
fue cuando le dijo: «¡Ah, pero tú eres el chico de la Celia!»
«¡Claro, tía! M i r a que no conocerme! ¿Qué tal? ¿Y los primos?»
Y ella le dijo que muy bien, que la Isabel en casa y Jorge hasta
las 9 no salía del trabajo. Y el canalla le dijo que le trajera
a casa que tenía muchas ganas de verme. Y montaron a la
yaya en el automóvil y vinieron los tres a casa. Yo creo que la
atontaron en el camino, como aquí en casa debieron hacerme
a mí, cuando me contó el sinvergüenza que estaban trabajan-
do para Caritas, repartiendo leche por las parroquias, y cosas
para los niños pobres. El señor más mayor que iba con él me
dijo que era el jefe de Caritas. Total: que a las seis de la
tarde, de día y con sol, nos robaron el sobre entero de la men-
sualidad de Jorge. Suerte que no me había traído ni las horas
ni los puntos y siempre acostumbro, cuando trae el sobre,
echar en la hucha tres o cuatro mil pesetas y había pagado por
la mañana el colegio del nene, ochocientas pesetas, y el piso.
Gracias a Dios nos quedó entre una cosa y otra para pasar el
mes sin tener que sacar de las libretas. Desde luego, Maru, yo,
desde que se fueron y se me pasó el efecto de lo que nos
hubieran dado, no pude ni llorar. Luego estaba como las lo-
cas. Llamé a Jorge corriendo y vino en un taxi, con el encar-
gado, una bella persona que me consoló mucho y me dijo que
no me preocupara de nada que lo importante es que estába-
mos vivas y no nos habían dado ningún golpe. Suerte a Jorge
en seguida se fue a la farmacia y Ies contó lo que me pasaba
y me dieron unos calmantes. La yaya el primer día aún estuvo
atontada, pero luego, cuando se despejó, estuvo bien mala. Yo
luego pensaba, madre mía, haberse montado con estos canallas
capaces de llevársela en el coche para luego pedir rescate.
Menos mal que no nos hicieron nada más que echarnos lo
que fuera que debían llevar en la corbata porque por eso se
acercaban tanto a abrazarnos para que aspiraramos lo que
fuera y quedáramos atontecidas. Se llevaron nada menos que
nueve m i l pesetas. ¡Menos mal que la semana anterior pagué
el mueble, que tuve en el mismo sitio las veintiocho m i l pese-
tas que valía! ¡Dios mío si se las llegan a llevar nos dejan pe-
lados!

De la h u m i l d a d y la p r o f u n d a angustia que entraña la


carta habla bien claro el sencillo relato que Isabel hace a
M a r u . Se aprecia i n m e d i a t a m e n t e el tipo de víctimas que
buscan los timadores del «tío-tío» o «tía-tía», personas sen-
cillas, de escasa f o r m a c i ó n cultural, a las que embaucan,
envuelven, m a r e a n , hasta sacarles dinero o robárselo. Poco
dinero, p o r q u e en casa de trabajadores no es fácil encon-
t r a r caja de caudales; pero suficiente dinero p a r a los ape-
titos de unos granujas que, en lugar de ganar el p a n con
su esfuerzo, v a n a p o r el p a n ganado p o r los demás, divir-
tiéndose encima con la ignorancia, o la ingenuidad de los
humildes.

«EL STRADIVARIUS»

D e l «cuento largo», el « t i m o del Stradivarius» t a m b i é n pasó


a la historia, quedando archivado en el capítulo de los en-
gaños clásicos. Llegué a saber de su existencia y de su pues-
ta en escena, pero allá en la década de los 40, o los 50,
cuando a ú n el violín era i n s t r u m e n t o de g r a n atracción
sobre la juventud, que empezaba a saber de la electrónica
aplicada a los órganos, las guitarras y cuanto hiciera mu-
chísimo ruido, en lugar de producir sonidos dulces y me-
lodiosos.
Hoy día no es fácil encontrar al viejo y humilde vio-
linista que camina con el estuche en la mano, rumbo al
cafetín-concierto, o café-concert, como los llamaban a lo
gabacho a bares de mala muerte con afanes de atracción.
Cuando funcionaba el «timo del Stradivarius» funcio-
naba toda una serie de condicionantes que lo hacían po-
sible. El timador primero se fingía músico de retorno de
una noche de trabajo, que se detenía a tomar un tentempié
para marchar a la cama. Lo hacía en el mismo cafetín, o
en la misma pastelería, si actuaba a otras horas, para ir in-
timando con el propietario. Hasta que llegaba el día de
pedir:
—Por favor: ¿me puede guardar el violín? Estoy sin
trabajo y me han citado para ofrecerme uno que nada tie-
ne que ver con la música...
Quedaba el violín en poder del industrial, y nada más
salir el veterano violinista se le acercaba otro cliente de la
misma hora, bien trajeado y armado de puro habano, que
le rogaba:
— P o r favor. ¿Me permite que" vea el violín? Tengo co-
lección... No los vendería por nada del mundo, entre otras
cosas porque éste es el instrumento musical más extraor-
dinario que existe...
— V e r á , señor: yo no entiendo una palabra. El violín no
es mío. Me lo ha dejado un cliente para que se lo guarde
hasta mañana...
—Pero ¿me permite verlo?
—Véalo. No creo que por ello se disgustara su dueño...
El timador segundo abre el estuche, examina el viejo
violín, le da unas vueltas, se cala unas gafas y m i r a con
mayor atención y gesto de extrañeza y acaba por exclamar:
—¡Diablo! ¡Es un Stradivarius! ¡Un auténtico Stradiva-
rius!... ¿Y dice usted que se lo ha dejado a guardar un
cliente?
—Sí, señor. Ese viejo músico que viene siempre a estas
horas y que ahora me parece anda en paro...
— M e tiene usted que ayudar. Este violín me interesa y
pagaría por él hasta cincuenta m i l pesetas... M i r e : mañana
volveré a esta misma hora y hablaré con el dueño del vio-
lín. Usted no le deje marchar, por favor. Le ruego que me
represente y logre el violín como sea... No lo olvidaré nun-
ca, señor...
La vehemencia del opulento cliente hace morder el an-
zuelo al profano en violines, que se pasa la tarde, y parte
de la noche, pensando en la posibilidad de ganar un dinero
sin arriesgar nada. Si el viejo no sabe lo que tiene y él se
lo compra por diez m i l pesetas, o por veinticinco mil, si
se emperra, se va a ganar otras tantas en un segundo...
La oferta de compra la hace rápidamente el comercian-
te, para evitar que llegue el rico cliente y se malogre su
comisión. El regateo lo tiene también que liquidar con pri-
sas, por el mismo motivo. La suerte le ayuda, porque tarda
en llegar el comprador y, en cambio, el músico no sólo ig-
nora el valor de su violín, sino que además parece acuciado
por problemas económicos...
— V e r á : es para un sobrino mío que estudia música y
lo vio aquí, ayer. Se marcha lejos y me pidió llorando que
le comprara uno... —dice el industrial.
—Muchas veces me lo han querido comprar y me negué,
porque es un buen violín y con él ganaba mi sustento; us-
ted ha tenido suerte, señor, porque parece que voy a tra-
b a j a r en otros terrenos y porque necesito urgentemente
dinero...
El timador saca todo lo que puede y desaparece por el
foro, mintiendo descaradamente al decir: «Hasta mañana.»
No volverá jamás. Como no aparecerá jamás en la escena
el comprador, el pudiente, el del puro habano, el coleccio-
nador de violines, que se encontrará con el otro lejos de
allí, repartirán el dinero ganado y dejarán una pequeña
cantidad para comprar otro violín usado, cascado y dis-
frazado, al que convertir en Stradivarius.

D E «LA G U I T A R R A »
O DE «LA Q U Í M I C A »

De las dos maneras es conocido este viejo timo, de cuya re-


presentación callejera no tenemos noticias desde los años
50. Lo de «la química» está plenamente justificado, por-
que se juega con productos químicos, laboratorio y un
falso técnico mezclador de fórmulas por él inventadas, que
sufre sus errores en ocasiones, convirtiendo en cenizas los
billetes auténticos que aporta la víctima y mete en la má-
quina para su «reproducción». Naturalmente, no se quema
ni un solo billete «chachi», pasando todos al bolsillo del
«químico». Lo de «la guitarra» viene de la forma que tenía
la máquina cuando lo que «fabricaba», o reproducía, eran
monedas. Al pasarse a la fabricación de papel moneda, la
máquina más bien se asemeja a la de secar y esmaltar fo-
tografías, o a las tripas de las primeras lavadoras que usa-
ron las mujeres. Pero se mantiene en pie lo de «la guita-
rra», timo en el que se hizo célebre El Tres pes (Plácido
Palmón Pardo), conocido también como «el rey de la quí-
mica», un tipo agudo, locuaz y pendón, que casó dieciocho
veces por América del Sur y siempre con mujeres ricas.
Desde 1951 no volvió la policía española a tener noticias
suyas, cerrándose su grueso expediente, en el que constaba
que vendía siempre su «máquina de hacer billetes» entre
las 800 000 y el 1 000 000 de pesetas.
Le hacía sombra un canario llamado Nicolás Sirvent
de Mesa, que, bajo la falsa personalidad de un químico
alemán apellidado Kupper, se forró de ganar dinero sin te-
ner que llegar jamás a vender la «guitarra». ¿Qué cómo?
Pues simulando la quema de los billetes en la delicada ope-
ración que consistía en tomar los billetes aportados por
los capitalistas y, delante de ellos, en un laboratorio-cam-
ping que montaba en el mismo Hotel en el que le hospe-
daran, introducirlos en un frasco que contenía un líquido
en el que el papel moneda perdía su color quedando total-
mente blanco y dejando un sedimento de tinta que era el
destinado a imprimir los nuevos billetes, según aclaraba
a los boquiabiertos socios. En el frasco se leía «X-7», sa-
liendo de él los pálidos billetes, para meterlos dentro de
una cuartilla doblada de tal forma que se imprimieran si-
multáneamente las dos caras del billete. Decía luego que
había que revelar, metiendo los billetes en el vaporizador,
para luego llevarlos a la prensa, en la que reposaban va-
rías horas.
—Para no velar el clisé —decía— apagamos la luz, sa-
camos los billetes de la prensa y los pasamos a esta caja
grande, que lleva dos tubos conectados por los lados a los
vaporizadores donde está la tinta extraída de los cien bi-
lletes de a m i l que metimos en el frasco...
A luz apagada, cambio de billetes «chachis» por «chun-
gos», y avería, o error, «por imprevisión técnica» y falta
de productos químicos alemanes. Había inflamación de lí-
quidos, llamarada y montones de cenizas en un segundo.
Hubo «primo» que por intentar apagar la hoguera se cha-
muscó las manos.
Kupper lograba más dinero, o para nuevas pruebas, o
para viajar a su país en busca de productos mejores que
hicieran infallable la reproducción. Algún socio se vendió
dos camiones para aportar fondos. Otros llegaron a solici-
tar créditos bancarios. Kupper desapareció un buen día,
pero no del escenario de sus timos. Se fue de este mundo,
para él de zoquetes, arrollado por un automóvil.

Tan viejo como la lluvia, el timo «de la química» fue


hasta exportado a Francia, en cuya capital se representó
con éxito en el mes de octubre de 1912 y por un grupo de
tunantes rusos. El diario La Tribuna titulaba el 27 de oc-
tubre: «El timo de "la guitarra", reformado. París. Nues-
tro famoso timo de la guitarra ha sido adaptado y refor-
mado en París por cuatro súbditos rusos que, amigos de
lo ajeno, han traducido a Luis Candelas con aprovecha-
miento.»
La Tribuna explicaba así el timo: «LOS rusos afirmaban
que habían inventado una máquina para fabricar billetes
de banco por un procedimiento electroquímico. La tal má-
quina se componía de un recipiente en el que se metía un
papel impregnado en ciertas sustancias; a este papel se
acompañaba un billete auténtico, se cerraba el recipiente,
se le ponía en acción con una corriente eléctrica, y pasa-
das algunas horas se abría el aparato y aparecían dos bi-
lletes. Esta operación, hecha a la vista del comprador, des-
pertaba su avaricia y se llevaba la maquinita, pagándola a
cualquier precio.»

Un veterano comisario, empollado en estas cuestiones


de la picaresca, aseguraba que «la guitarra» nació en el
siglo xvi y que entonces se titulaba «el timo de la vihuela»,
según afirmaba Juan de Timoneda en uno de sus cuentos,
describiendo «la vihuela» como «artilugio complicado, lleno
de sopletes, hornillos, cazos, moldes, frascos..., para acu-
ñar relucientes doblas de oro».
Los randas de ayer, los Rinconete y Cortadillo, Mani-
ferro y Chiquiznaque, tuvieron sus dignos sucesores, pero
las enseñanzas de Monipodio tenían que renovarse y lo
mismo que se adaptó «la vihuela» a «la guitarra» y ésta a
«la química», se pasó con los años a otros sistemas de «fa-
bricar» moneda, más sofisticados, mucho más costosos y
especializados. Ya los abordaremos en su momento y en
su capítulo.

Llegué a conocer a El Argentino, o El César, practicante


de este viejo timo en los años cincuenta. Había nacido en
Oviedo, pero le gustaba que creyeran era sudamericano,
porque la circunstancia le servía para justificar la venta de
un aparato que hacía dinero...
—Tengo que marchar a mi tierra, ¿sabe? Por eso le
vendo todo este laboratorio que ya montaré cuando llegue
a mi país. Usted podrá hacer billetes acá y yo ya me en-
cargaré de hacerlos allá. La cuestión, viejo, es que no abu-
se, es que haga los necesarios para vivir bien, sin llamar la
atención. M a l asunto si empieza la «señora» (policía), a olis-
quearle, ¿sabe? Acaban por descubrir la fábrica y se acabó
el negocio.
El César me hizo una demostración en la secretaría de
la Brigada Criminal: billete entre dos papeles impregnados
de ácido fénico quedaba grabado por ambas caras sobre la
cuartilla, pero invertido.
—Éste decimos que es el molde —aclaró El Argentino—
con el que vamos a obtener los nuevos billetes, que ya te-
nemos cortados a su tamaño, en papel muy parecido al de
los billetes normales. Encendemos los hornos, usamos in-
haladores para echarle cuento, provocamos humo, mez-
clamos tintas...y acabamos metiendo el molde por los ro-
dillos..., en los que ya tenemos la trampa a punto para que
aparezca otro papel con un billete de los buenos, dentro.
Si el comprador vacila, le invitamos a ir a cambiar el bi-
llete al mismísimo banco...
También el veterano timador usaba del truco del error
fatal que carbonizaba los billetes y una pieza vital, pieza
que sólo podían encontrar en su país. Hubo «primo» que
aportó más capital para que fuera a por la pieza hasta la
Argentina...

« E L SOBRE»

El timo de «el sobre» tuvo su apogeo hace muchos años y


se convirtió, tras la guerra civil española, en lo que podría-
mos llamar «el timo de la comisión».
En su primera versión lo llevaban a cabo entre «gan-
cho», o «tanga», y su cómplice, o «representante», también
conocido por «el consorte». Uno se encargaba de dejar
caer al suelo un abultado sobre, cuando su compadre es-
taba preguntando cualquier cosa al transeúnte que esco-
gían para «lila».
—¡Jolines! ¡Fíjese la «tela» que hay en este sobre! —en-
señaba el barbián el recién recogido sobre—. Y ni siquiera
se ha dado cuenta el tío...Venga: vamos ahí al callejón a
ver cuánto dinero hay aquí...
El cebo estaba echado. Si el «lila» aceptaba el examen,
es que estaba ya prendido en el anzuelo. Mucho más si
guardaba silencio y luego mentía descaradamente, al reapa-
recer en escena el que perdió el sobre, mirando al suelo,
excitado, asustado, inquiriendo:
—¿Han visto un sobre que se me ha caído? ¡Madre
mía! ¡Esto me cuesta que me echen del banco!
El desesperado sigue su camino preguntando a cuantos
encuentra y regresa para decir que le pareció ver cómo se
agachaban a coger algo...
—Oiga, oiga: cuidado con sus palabras, que nos está
ofendiendo. Yo me agaché para recoger el paquete del ta-
baco que se me cayó. Mi amigo se lo puede confirmar: ¿es
cierto o no?
Si el «lila» jura, es que está más prendido del anzuelo
que un besugo; pero aún le compromete más el bribón,
que, sacando de sus bolsillos unos billetes de banco, pre-
gunta al del sobre: «¿Es éste su dinero, amigo?»
— N o , no es ése...
—Enséñele el suyo, para que se calle y se largue de una
vez —insiste el golfante.
Así logran ver el dinero que lleva el «lila», que natural-
mente no reconoce tampoco el buscador y que se lo quita
de las manos el otro, para refregarlo por las narices del re-
celoso, repitiendo:
—¡Lo está usted viendo! ¡No se puede ir por ahí insul-
tando a la gente! ¿Se ha convencido ya?
Se marcha como aturdido y abochornado el del sobre,
que pide perdón y se apoya en la pared unos metros más
allá, de espaldas a los otros. El pillastre saca entonces el
sobre y mete dentro el dinero del «lila», y le entrega todo
guiñándole un ojo. Vuelve el desesperado empleado ban-
cario y les ruega que le acompañen a ver a su director, para
que sean testigos de lo que le ha pasado. El «gancho» dice
que de m i l amores le ayudará, pero que su amigo tiene que
marcharse porque lleva mucha prisa. Por lo «bajinis» le
cita en un café, para las cinco de la tarde.
El «lila» ya no acude al café. ¿Para qué? Abrió el sobre
y descubrió que dentro sólo había recortes de periódicos.
Ni el dinero que él vio, que estaba en otro sobre igual, ni
el suyo, que metió el hampón aquel ante sus ojos. Su ava-
ricia le llevó a «picar». Ni a denunciar los hechos se atreve.

La variante dada a este timo lo facilitó mucho a sus


practicantes. Fuera el sobre, lo cambiaron por una joya
falsa que el «gancho» se encarga de situar de forma que
aquel que le gusta para «julay» descubra. Cuando la futura
víctima se agacha a recoger el anillo, o pulsera, se le acerca
el otro «guaja»:
—¡Eh! Que yo también lo he visto...
—¿Es suyo?
—No. Y acepto que usted lo ha visto primero y usted
lo ha tomado, pero...
—¿Qué quiere, entonces?
El sabandija pide ver la joya con toda discreción, la
tasa a ojo de buen cubero y acaba pidiendo una parte por
callarse.

En el argot policial se llama «el pasteleo» a ese engaño


de la joya, o encontrada en plena calle, o en la calle ofre-
cida por quien cuenta que tiene a su esposa, o a un hijo,
muy enfermo, y necesita vender el anillo para poder afron-
tar los gastos de la operación. El timador juega con la ava-
ricia del «lila», que, falto de compasión hacia el problema
que angustia al desconocido, se dispone a pagar por lo
que cree una joya la quinta parte de su valor.

LA JOYA

Ante el escaparate de una elegante joyería se detiene un


señor que parece observar con gran atención cuanto allí
hay expuesto; es un hombre alto, elegante, distinguido, de
unos cuarenta y cinco años bien llevados, de no haber ca-
recido de nada en ninguno de ellos.
El joyero, desde dentro, lo ve y lo observa. Y piensa que
aquél es el tipo de cliente al que da gusto servir: uno de
los pocos que van quedando en estos tiempos difíciles.
Para su suerte, el caballero entra y pide el precio de algu-
nas joyas, entusiasmándose ante un maravilloso collar de
24 brillantes y una bella esmeralda en el centro.
—Una colección de tallas especiales... —susurra el jo-
yero—. La señora será la mujer más feliz de la tierra...
Pero se tratan de diez millones de pesetas. Es dema-
siado.
—Debo hacer tan sólo un pequeño regalo —comenta el
señor.
Desilusionado, pero presuroso, el joyero muestra otros
brillantes, en pulseras, pendientes, anillos y perlas. El se-
ñor se inclina finalmente por una sortija que cuesta cien
m i l pesetas.
—Una pequeña cosa, pero con gusto —comenta el
cliente.
El vendedor está un tanto desilusionado, pero sonríe.
Y cuando el caballero tira de talonario de cheques no se
siente capaz de rechazarlo. El riesgo, en el fondo, no es
muy grave y siempre será mejor contentar a un cliente que
otro día puede hacer otra compra mejor.
Con parsimonia, el señor toma la joya, la examina, es-
pera a que la coloquen en un estuche, que envuelven; se
detiene ante el escaparate un poquito, antes de desapare-
cer y luego camina, majestuoso, tranquilo.
Dos horas más tarde suena el teléfono y el joyero se
entera por un colega de que un señor muy distinguido in-
tenta venderle una sortija que dice le ha comprado a él...
—Dice que a su m u j e r no le gusta y que a él le es vio-
lento ir a devolverla, por lo que prefiere deshacerse de
ella, aunque pierda dinero. Me ha pedido por ella unas se-
senta m i l pesetas. Para mí que esta pieza vale por lo menos
ochenta mil. ¿Qué hago?
Al otro lado del hilo, el joyero tiene un sobresalto.
«¡Qué innoble bribón! —piensa—. Ha pagado con un talón
que seguramente no tiene fondos y, como es sábado, no
puedo controlar hasta el lunes si está cubierto o no. ¡Qué
rápido ha intentado revender lo estafado!»
—¡Entreténlo! —pide al colega que le ha advertido—.
Dile que sí, que le das las sesenta m i l pesetas, que voy
ahora para allá.
Un cuarto de hora más tarde, el señor distinguido sale
de la joyería escoltado por dos policías, jurando que el
talón que ha firmado está sobradamente cubierto.
— ¡ N o hay ninguna ley que prohiba comprar una joya
por cien mil pesetas y venderla luego por sesenta mil! ¡Dé-
jenme llamar a mi abogado y verán!
Los policías no hacen el menor caso de las protestas de
inocencia de aquel elegante señor. Los grandes estafadores
no sólo se presentan así, sino que mantienen el tipo hasta
última hora. El señor denunciado por el joyero como ti-
mador y ñrmante de un talón sin fondos ingresa en la
cárcel.
Pero el suceso del sábado por la tarde, cuando la banca
había cerrado sus puertas, se reanuda el lunes por la ma-
ñana, cuando el abogado del señor encarcelado se presenta
al joyero y, educado, pero severo, dice:
—Tendría la amabilidad de tomar el talón que mi clien-
te le firmó el sábado pasado y venir al banco conmigo. En-
tonces aclararemos toda esta estúpida historia.
Ante tal seguridad y la tarjeta de visita que le ofrece
el abogado, uno de los más destacados de la ciudad, el jo-
yero se siente aturdido, un tanto pesaroso de su denuncia,
que empieza a pensar fue contra un hombre honesto, ex-
travagante, pero irreprochable. «¿Y si el talón está en ver-
dad cubierto? —piensa—. Pero, entonces, ¿para qué com-
prar por cien m i l para vender por sesenta mil?»
Media hora mas tarde, en la oficina del director del
banco, el joyero veía abonar correctamente aquel talón.
La cuenta corriente de aquel distinguido señor sobrepasaba
los cuatro millones de pesetas. Su planchazo había sido
grave y se deshizo en excusas ante el abogado. Pero ¿serla
suficiente con las excusas?
El abogado le sacó de dudas:
— M i cliente ha sufrido un daño moral incalculable y
a él hay que sumar otro, material: tenía que haber pasado
el fin de semana con un hombre de negocios norteameri-
cano para ultimar un gran contrato. Todo se ha perdido.
Muchos millones de dólares se han quemado, sin poder
además justificarse ante el extranjero por estar encarce-
lado por unas migajas...
Alude el letrado a que todo está demostrado y su clien-
te procederá inmediatamente contra el joyero, por calum-
nia y por daños y perjuicios.
—Cualquier tribunal —dice el abogado— condenará al
denunciado.
El joyero prefirió no llegar al escándalo, que tanto daño
podía causar a su negocio. Y se avino a pagar cinco millo-
nes de pesetas al ofendido cliente.
Todos los joyeros que fueron víctimas, a lo largo y a
lo ancho del mundo, de un plan como éste, o parecido, si-
guen pensando si aquello fue una pura coincidencia o cayó
en la trampa de un timo perfectamente montado.
Policialmente, inclina la balanza hacia el timador ele-
gante, que sabe invertir un pequeño capital para lograr es-
tupendos intereses, intereses que sumar a su cuenta co-
rriente para seguir dando el timo de la joya, entre discul-
pas de sus víctimas y de la policía.

Pero con las joyas y con los joyeros, los linces, los tu-
nantes de mucho pico, han ideado cantidad de sistemas
para aprovechar la cicatería de unos vendedores o el can-
dor de otros. Por ejemplo, el del señor que entra en una
famosa joyería y, tras considerar docenas de brillantes, se
encapricha de un magnífico solitario valorado en ochocien-
tas mil pesetas.
—¿Sólo tiene esto? —pregunta, distraídamente.
—Solo esto —responde el joyero, no sin cierto orgullo.
—Bien. Me lo quedo —dice el señor.
Saca el talonario, rellena un talón y lo firma, sin tratar
de lograr el menor descuento, y dice:
— ¡ H e aquí!
El joyero, asombrado, no acierta a entender cómo aquel
señor puede pagarle a tocateja aquella cantidad, con un
talón, sin molestarse en preguntar si le es aceptado.
—Envíeme el brillante cuando haya hecho efectivo el
talón —dice el cliente, como si se hubiera percatado de las
dudas del vendedor.
El caballero deja el talón y la dirección de uno de los
mejores hoteles de la ciudad, y se marcha. Naturalmente,
el joyero salta a abrirle la puerta, zalamero, pidiendo dis-
culpas si pensó en una fracción de segundo que no le iba
a aceptar el cheque.
A la mañana siguiente, el talón es abonado puntual-
mente y al joyero aún le asalta un remordimiento: en con-
tadas ocasiones había dudado durante su larga vida de
comerciante de un cliente, tan injustamente.
Cuatro días más tarde, el señor vuelve a la joyería.
—Siento mucho molestarle —dice en tono confiden-
cial—. Pero por otra parte estoy dispuesto a pagar cual-
quier cifra por otro solitario idéntico al que me vendió el
otro día. Es urgente. Debo tenerlo esta misma tarde,
¿sabe?
—¿Y cómo encontrarlo, así, con tales prisas? Es impo-
sible, señor...
—Usted conocerá seguramente a otros joyeros —sugiere
el señor—. Póngase en contacto con ellos. Estoy dispuesto
a pagar hasta un millón y medio de pesetas: el dinero no
tiene ninguna importancia para mí. Pasaré esta tarde, so-
bre las siete.
Cortés, pero autoritario, el singular personaje sale de
la joyería. El joyero ve, a través del escaparate, cómo un
chófer uniformado le abre a aquel magnífico cliente la
portezuela de un lujoso automóvil. Y empieza inmediata-
mente a buscar el precioso solitario.
Como es lógico, el comerciante ofrece a sus colegas un
millón por el solitario que le urge encontrar. Clientes como
aquél no dan lugar a titubeos.
A primeras horas de la tarde un joyero pagaba nove-
cientas mil pesetas por un solitario idéntico al solicitado.
Se lo vendió un señor que marchaba a Estados Unidos, y
el joyero fue feliz al lograr aquella ocasión, sabedor de que
iba a cobrar un millón por la pieza, vendiéndoselo a su
compañero, que a su vez lo iba a revender ganando medio
millón...
Pero este último ya no volvió a ver al espléndido clien-
te, que resultó ser un charrán avispado, dedicado a ex-
plotar la codicia de los «panolis». Se ganó cien mil pese-
tas en unas horas y en unos tiempos en los que cien mil
pesetas eran capital que permitía invertir en alquiler de
coche y chófer y estancia en hotel de lujo, e ir mantenien-
do una saneada cuenta corriente.

Dios nos libre de pensar que estos joyeros que les he-
mos ofrecido como víctimas eran unos zoquetes o memos.
Los timadores actuaban fiando con su astucia y desparpajo
en colocarles el embrollo hasta remover su espíritu comer-
cial, su lógica ambición de vender y ganar el máximo. Como
los dos truchimanes que ahora mismo les presentamos en
una joyería de gran ciudad.
Un automóvil llegó y se apeó de él un señor de unos
cincuenta años, con cuidada barbita y magnífico traje. El
lujoso vehículo lleva un breve escudo en la portezuela.
—Deseo una joya de mucha clase —pide.
El joyero le mostró cuanto de importante poseía, re-
matando la exhibición con tres solitarios fabulosos.
—Quiero algo mejor —dice el noble caballero.
El joyero mira los tres brillantes que están sobre una
almohadilla aterciopelada. Se vuelve un momento para
acercar un taburete y, cuando vuelve a mirar a la almoha-
dilla de terciopelo, ya no ve más que dos brillantes. En la
tienda tan sólo está aquel gran señor. La puerta está total-
mente cerrada...
—¡Eh! —grita el joyero—. ¡Devuélvame el brillante!
El noble se alza, rojo de ira, y responde:
—¿Qué dice, insolente? ¡Yo no he tomado nada! Soy el
marqués de tal y príncipe de cual. ¿Cómo se permite un
miserable comerciante llamarme ladrón?
El joyero está seguro de que aquel desconocido tiene el
brillante y, levantándose, va a la puerta, la cierra con llave
y llama por teléfono a la policía. Pocos minutos después y
tras refunfuñar del aristócrata y registrar la policía todos
los recovecos de las ropas del denunciado señor, sigue sin
aparecer el brillante. El abochornado cliente vocifera:
—¿Ha visto? ¡Mañana le mandaré a mi abogado y se lo
haré pagar caro!
—Señor, ¿no querrá arruinarme? —suplica el joyero.
El desconocido, irritado, ha salido y marcha en su au-
tomóvil sin prestar ya atención al azorado comerciante.
A la mañana siguiente aparece el abogado, que presenta
al joyero un panorama catastrófico del enfrentamiento que
tuvo con su cliente, que rechaza cualquier intento de arre-
glo amistoso y alude a terribles amenazas. Luego se mar-
cha.
Tres meses más tarde, un mozo de la joyería descubre
una goma de mascar pegada bajo el mostrador de ventas.
En el chicle aún está visible la marca que dejó el brillan-
te, un brillante muy valioso que permaneció en aquel lu-
gar sin ser hallado por la policía ni visto por los emplea-
dos, hasta que el falso abogado y «consorte» del marqués
y príncipe estuvo allí, alargó la mano y se hizo con la pieza
escondida por su compadre de villanías. Dos bribones bien
avenidos que se permitían el lujo de cambiar de país en
costosos viajes aéreos, ganándose el pan, el caviar y el
champán con sus bien urdidas trolas.

También ellas, y mucho más ahora en que el sexo débil


no está tan marginado, intervienen en estas trápalas. La
escena siguiente se representa también en una joyería, que
puede ser de Madrid, de Barcelona, de París o de Londres.
Ha entrado una bellísima señora que el joyero ha cla-
sificado in mente como estupenda cliente. Q u i e r e un collar
y señala el de precio más alto que se exhibe en el escapa-
rate. Se lo prueba, le gusta, pero, n a t u r a l m e n t e , no c u e n t a
con efectivo p a r a abonarlo en el acto. Se t r a t a n de varios
millones de pesetas.
—¿Cree usted que mi m a r i d o accederá? — p r e g u n t a , co-
queta—. ¿Sería usted t a n a m a b l e de t r a e r l o a casa?
El joyero, obsequioso, se pone i n m e d i a t a m e n t e a sus
órdenes. Y la señora le d e j a su t a r j e t a de visita. Es la es-
posa de un ilustre médico, m u y conocido en la ciudad.
— M i m a r i d o está t a n ocupado... Pero confío e n que
mañana tenga un m o m e n t o p a r a nosotros — c o m e n t a e l l a — .
Ya le telefoneará él...
El joyero se inclina y la señora sale, sonriendo. A la si-
guiente mañana, la secretaria del médico telefonea fijando
hora p a r a las cinco de la tarde. A las cinco menos unos mi-
nutos, el joyero está a la p u e r t a de la lujosa consulta del
médico y la secretaria le introduce en u n a salita.
Más bella que nunca acude i n m e d i a t a m e n t e la señora
a recibirle, m u y amable.
— ¿ H a traído el collar? — p r e g u n t a .
— S í , señora.
E l l a t o m a el collar, se lo pone y se contempla en un lu-
joso espejo de la sala.
— ¡ E s maravilloso! Ahora voy a p o n e r m e un vestido de
noche, mientras usted habla con mi m a r i d o . Así, cuando
me vea, no podrá decirme que no.
Un cuarto de hora más tarde el médico y el j o y e r o es-
tán juntos en la puerta de la consulta. Esperan a la seño-
ra; pero ella ya no volverá jamás...
Los dos hombres no dan crédito a la inexplicable au-
sencia de la bella m u j e r . ¿Qué ha sucedido, pues?
Resulta que la señora se presentó el día anterior en la
consulta para decir al médico que era la m u j e r del joyero...
— M i marido tiene una especie de obsesión profesional.
Antes, al terminar su trabajo no pensaba en nada. É r a m o s
muy felices. Ahora parece que le devore el ansia de vender
joyas a toda costa y a todo el que encuentre. U n o p o r uno
nos han abandonado todos nuestros amigos. No sé si podré
seguir adelante de continuar de esta manera.
El médico, afable, alienta a la dama a tener calma y le
dice que ha conocido muchas obsesiones profesionales y
que ha curado muchísimas como aquélla, p o r lo que puede
estar tranquila. La señora, algo recelosa, le da su t a r j e t a
de visita, en la que figura como esposa del renombrado jo-
yero. En este punto ya está la trampa colocada.
El médico no conocía al joyero cuando éste acudió a la
consulta, creyendo aquél que iba a que le visitara médica-
mente. El diálogo entre psiquiatra y joyero, teniendo en
cuenta que aquél creía estar ante un enfermo mental, es
fácil imaginar. Hasta que el doctor llegara a concretar que
no estaba ante un alienado y el joyero comprendiera que
tampoco se encontraba ante un estupendo cliente, debie-
ron mediar frases para todos los gustos.
Ella, la esposa del psiquiatra y del joyero, es decir, la
esposa de nadie, bordó un colosal chanchullo del que no
tuvo que dar parte a nadie. Bueno, sí: al impresor que le
hizo las tarjetas de visita.

EL TIMO DEL ENTIERRO

En los mentideros policiales se dice que el timo del «entie-


rro» murió en la primera o segunda décadas del siglo xx.
Y aducen en favor de tal teoría que desde el año 1905, en
viernes 7 de julio, fecha en la que El Liberal informaba
acerca del clásico y largo cuento de engaño, no se había
vuelto a hablar de tal sistema de picaresca.
El Liberal, en aquel día, publicaba lo siguiente: «Toda-
vía trabajan esos apreciables señores, aunque parezca men-
tira. Claro es que, aquí en España, a fuerza de haberse pu-
blicado con extraordinaria frecuencia relatos de ese viejo
procedimiento de estafa, nadie cae ya en el garlito.»
El Liberal contaba a sus lectores que los timadores
habían tenido que exportar «el entierro», valiéndose del
Bottin, un anuario muy popular en Francia, que llegaba a
miles de manos de agricultores, industriales y otras perso-
nas de la vecina república. Y relataban el timo del «entie-
rro», en versión 1905; una versión sencilla, simple, origina-
da por la época en la que se representaba, de gentes más
ingenuas que las actuales. Hacer creer en un tesoro ente-
rrado o fortuna intervenida requiere buenos actores, con
papeles muy variopintos y complicados. E invertir un di-
nero. En 1905, los «enterradores», según El Liberal, traba-
j a r o n así:
El Liberal, 7 de julio de 1905

El sistema es ya conocido y nosotros hemos hablado de él


en muchas ocasiones. Pero en el caso de hoy existen algunas
variantes de nuevo cuño, que merecen ser referidas para es-
carmiento de aficionados a cazar alondras con espejuelo e
ilustración de los amigos de pescar truchas a bragas enjutas.
Los amables «enterradores» se han agarrado a lo siguiente:
Hará cosa de cuatro meses publicaban los diarios de Cartagena
la detención de un banquero ruso que había quedado en Vla-
divostok por haber sufrido grandes reveses a consecuencia de
la guerra con el Japón. Tan aprovechado sujeto —porque su
bancarrota era cosa de mala fe— cayó en manos de un agente
de policía cuando se disponía a marcharse a Francia. En su
poder fueron hallados unos seiscientos francos y dos saquitos
de viaje. Con el paraguas que llevaba dio un fuerte golpe a su
aprehensor, saltándole un ojo tranquilamente... Se llamaba
Antón Makatoff.
El breve suelto en el que se narraba la detención fue leído
por unos timadores que lo aprovecharon para hilvanar el fa-
moso cuento. Por razones de discreción omitimos dar a la luz
los nombres de ellos y de la víctima, un arquitecto que vive
en Francia, con objeto de no entorpecer la acción de la justi-
cia y la policía.
Uno de los estafadores escribía a dicho señor, apropiándose
de la aventura de Makatoff y añadiendo que estaba preso por
el entuerto aquel del agente. Como sucede en estos casos, las
maletas estaban embargadas por la escribanía del juzgado
instructor, y el incauto había de dar a un cuñado del vigilan-
te de la cárcel la cantidad indispensable para levantar el em-
bargo. En una de las tales maletas hallaría un cheque por va-
lor de 40000 pesetas y pagadero al portador y el talón para
recoger un baúl en no recordamos qué estación de París. Den-
tro de ese baúl —que era la urna funeraria— habría la friolera
de 860000 francos, en billetes de banco, fruto de la quiebra
fraudulenta de Makatoff. Lo demás ya se sobrentiende. Ven-
dría la víctima a Madrid y se alojaría en cierto hotel; allí iría
a verle el cuñado del vigilante de la prisión, a quien debería
entregar el «primo» algunos miles de reales para rescatar las
maletas. Una vez éstas en su poder, el franchute se llevaría
el citado cheque y el talón de ferrocarril. Retiraría el baúl
de los almacenes de la gare parisiense y se quedaría como pago
de sus servicios con la tercera parte de la ya referida suma
y el importe de los gastos, unos 293000 francos en junto. En-
tregaría 25 000 al cuñado del vigilante para dar el banquero a
éste la cantidad de 20 000 a cambio de favorecer su evasión
del establecimiento penitenciario. El resto lo depositaría en
un banco de París, a disposición de Makatoff.
El plan estaba urdido perfectamente, pero la víctima se
escamó a la tercera carta y puso todo en conocimiento del
procurador de la república, quien a su vez ha remitido los do-
cumentos reveladores de la intriga al fiscal de SM. Todo ello
con la traducción hecha por el negociado de Interpretación de
Lenguas de nuestro Ministerio de Estado, está ahora en manos
del juez de guardia.

M a d r i d , 1914.

Tuve la suerte de conocer a un gran periodista, Francisco


Serrano Anguita, durante los años en que yo trabajaba en
Marca, como caricaturista, recién acabada la guerra espa-
ñola. Serrano Anguita, como todo periodista de calle, in-
quieto, vocacional, lo había hecho todo en los periódicos;
pero quizá nada con tanta gracia y donaire, con tan jugoso
estilo, como los «sucesos».
Me contaba que la picaresca de los practicantes del
t i m o solía dejarle boquiabierto, al menos un día a la se-
mana. Y no exageraba el fino escritor humorista, según el
cual el timo del «entierro» había nacido en el ú l t i m o
tercio del siglo x i x , tal vez a consecuencia de nuestras
guerras civiles y las sublevaciones en la etapa isabelina.
Para Serrano Anguita, tan aferrado a la castiza capa ma-
drileña, que le definía como enamorado de las tradicio-
nes más populares de su tierra, el t i m o del «entierro»
había nacido en las cárceles y penales y era practicado por
los aristócratas del latrocinio, ya que sus víctimas no
e r a n paletos, sino clientela adinerada, de nivel elevado.
— L o s timos del «tocomocho» o «la estampita» son
para pardillos avariciosos, Cándidos lugareños alucinados
por los gerifaltes; por eso los alrededores de las estacio-
nes y los hospitales constituyen excelente campo de ac-
ción —opinaba don Paco.
Efectivamente, la caza de «julays» con el cuento del
«entierro» requería un ejército de cómplices y encubri-
dores, largos y costosos preparativos, gentes sin escrú-
pulos para hacer de «guardias», de «niñas bien», de falsos
carteros o repartidores de telegramas. Y el «lila» tenía
que ser tan mala persona como sus timadores.
« E n 1914 —contaba Serrano Anguita— cogieron en Ma-
d r i d a un tal Eusebio, practicante del t i m o del «entierro»,
y no pudieron hacerle nada porque le detuvieron antes de
que se consumara el delito, por lo que su pecado quedaba
en un intento, solamente, que se penaba con una m u l t a
no m u y fuerte. Serrano Anguita dedicó un gracioso artícu-
lo al Eusebio, comentando su buena «estrella», ya que de
haberle salido bien el asunto se habría ganado una gran
suma de dinero, y al salirle mal sólo le había costado una
ridicula cantidad. Pero en 1926 se dictaron nuevas normas
para entorpecer la estafa, que empezaba a estar a la orden
del día, ya que no se castigaba la falsificación de documen-
tos si los organismos o entidades cuyos nombres se usa-
ban eran imaginarias: «Depositaría gubernativa», «Tribu-
nal regional», «Prefectura del Departamento»... Los cas-
tigos aumentaron y se matizó más y mejor para entorpe-
cer la acción de los picaros.
En cuanto al timo del «entierro», contó siempre con la
misma ventaja que «las limosnas», «el tocomocho», «las
misas»... Sus víctimas, al descubrir que habían sido enga-
ñados por tratar de explotar las desventuras de un pobre
preso al que querían dejar sin dinero a cambio de un pu-
ñadito de billetes, preferían callar a formular denuncia.
Sin duda, exagerando, un practicante del «entierro»,
perteneciente a la banda del Eusebio, afirmó ante la policía
que de cada cinco m i l cartas que escribían y enviaban a
posibles víctimas, tan sólo contestaban diez o doce, que
solían desertar cuando se habían cruzado tres o cuatro
escritos.
—Los únicos que se benefician ya con este timo son los
de Correos —comentó el Eusebio.
Y hoy, sin duda, ni los de Córreos. E n t r e otras cosas,
porque los presos de ahora no enterrarían «tesoros» a la
espera de obtener la libertad. Es mucho más sencillo gas-
tar una pequeña parte de lo robado en una fianza.

Barcelona, 1948.

Pero los vaticinadores no acertaron. El timo del «entie-


rro» no murió tan pronto. Más bien hemos de pensar que
está en letargo, aguardando a que las circunstancias le sean
propicias. Porque a finales del año 1948, «el entierro» hizo
de las suyas, por obra y ¿gracia? de una banda cuyo jefe
operaba desde Barcelona y los satélites en M a d r i d y en
Suiza.
Monsieur Lasinger, rue du Chene, en Ginebra, recibió
una carta procedente de España, con matasellos de Ma-
drid, en la que le contaban una rarísima historia:

... he sabido de usted por un compatriota suyo preso como


yo, por azares de la vida, persona honrada en la que, como
me sucedió a mí, se cebó la desgracia. Por ello no le doy su
nombre. Me habló con entusiasmo de usted, de su bondad, de
sus condiciones morales, de su posición... Y he llegado al con-
vencimiento de que usted es el hombre justo que necesito
para exponerle mi drama y solicitarle colaboración. Fui ban-
quero en la localidad española de X, e infortunadas operacio-
nes mercantiles provocáronme una pérdida de 5 000 000 de pe-
setas. Hube de presentar quiebra y huir. Por fortuna conser-
vaba depositados en un banco suizo 68 000 dólares. Pensando
especialmente en el porvenir de mi única hija, lo más entraña-
ble de mi vida, huérfana de madre, decidí huir de España, con
pasaporte falso y un pequeño equipaje en el que llevaba pren-
das personales y alguna joya de valor, que perteneció a mi
difunta esposa. Al intentar pasar la frontera con mi joven hija,
la policía española, que andaba tras mis pasos, me descubrió,
deteniéndome y entregándome a un juez de Barcelona, que dic-
tó mi procesamiento y dispuso mi ingreso en la cárcel de
Madrid. En cuanto a mi hija, quedó internada en un orfelinato
barcelonés. Los maletines, con las prendas y documentos pre-
cisos para cobrar en Suiza los 68 000 dólares, están, en el mo-
mento en que le escribo, depositados en la portería de la pri-
sión en la que me encuentro, bajo el control del jefe de per-
sonal. Cuando se vio mi causa, de la que salí con una condena
de tres años de prisión, por quiebra fraudulenta, pasaron allí
esos maletines, cuyo resguardo de depósito le adjunto. Como
verá por ese documento, debo hacer efectiva la suma de 36000
pesetas en concepto de gastos del proceso, sin cuyo requisito
las maletas no pueden ser rescatadas. Como le apunto, en ellas
van escondidos los cheques necesarios para disponer en el
banco de Suiza de los indicados 68000 dólares. Esas 36000
pesetas deberán ser abonadas en el plazo de cincuenta días,
transcurridos los cuales perderé el depósito y, consecuente-
mente, la posibilidad de rehacer mi vida a base de la fortuna
depositada en su país. He creído encontrar la solución a este
problema solicitando su colaboración y la de un oficial de
prisiones al que he abonado 125 000 pesetas. Si accede a pres-
tar ayuda a este atribulado padre en amargo trance, deberá
desplazarse urgentemente a España, dirigiéndose primero a
Barcelona, hotel X, situado en las Ramblas, donde recibirá la
visita del oficial de prisiones, que se hará cargo de guiar todas
sus gestiones. Caso de decidirse a venir, telegrafíe usted con
dos días de anticipación a las siguientes señas: Julio Pérez.
Montera, 14, Madrid. Llegaré a Barcelona tal día a tal hora.
Firmado: Fulano de Tal.

Continuaba la carta haciendo hincapié en la «joven y


desamparada hijita» y en «las lágrimas vertidas en la cel-
da», para rematar así: «Usted será debidamente remunera-
do. En el momento de hacer efectivo el cheque en Suiza,
recibirá 22 666 dólares.»
Esta carta tenía docenas de copias, que fueron remiti-
das a otras tantas personas residentes en Suiza. De ahí que
el día 8 de septiembre de 1948, T r i b u n e de Genéve publica-
ra una crónica de su corresponsal en Lausana que decía:

Primero la guerra civil española, y la gran guerra luego,


habían puesto término, de momento, a las actividades de los
timadores especializados en el truco de «el tesoro escondido»,
o «enterrado»; pero hace unas semanas han vuelto a reanudar
sus exploraciones en nuestro país. Numerosos suizos, en espe-
cial del cantón de Vaud, reciben cartas fechadas en Madrid,
en las que se Ies expone la situación apuradísima del remi-
tente, que dice haber sido condenado por quiebra fraudulen-
ta, aunque al mismo tiempo advierte que ha podido salvar la
suma de 68 000 dólares, que tiene depositada en un banco de
Suiza. Se ruega en estas cartas, a sus destinatarios, que se
desplacen a Madrid para pagar los gastos del proceso y hacer-
se cargo de documentos que permitirán entrar en posesión del
«gato» depositado en Suiza. La recompensa ofrecida es de
22 666 dólares, nada menos... El timador pide perdón por no
firmar la carta con su verdadero nombre, pretextando no po-
der revelarlo antes de haberse asegurado de que aquélla ha
llegado a su destino. En los anales de la policía de Vaud no
es difícil encontrarse con personas que contestaron a reque-
rimientos como éste y hasta con algunos que se fueron a Es-
paña en busca de la ganga, saliendo del lance desposeídos de
todo, incluso del billete para regresar a Suiza. Estos estafado-
res trabajan en bandas muy bien organizadas. Los romands
—habitantes de la Suiza de habla francesa— harán muy bien
denunciando estas cosas al jefe de la policía de Vaud.

La crónica del periodista suizo llegó a la B r i g a d a Cri-


m i n a l madrileña, vía M i n i s t e r i o de Asuntos Exteriores, casi
a la p a r que un a m p l i o i n f o r m e de la policía helvética, en
el que se destacaba que las cartas llegaban p o r docenas,
escritas a m a n o y con la m i s m a letra, igual texto e igual
firma, ilegible.
Todo lo tenían b i e n estudiado los bribones. La j o v e n
huérfana de diecisiete años, que aparecía como h i j a del
infeliz presidiario, tenía que ser rescatada p o r el suizo que
llegara a Barcelona, que debería llevarla a M a d r i d , cerca
de su papá. H a b í a n buscado u n a chica m o n a y lista, que
en el viaje y ya en M a d r i d , ponía en m a r c h a todos sus re-
cursos hasta hacer caer al «mecenas», que así no p o d r í a
denunciar nada cuando descubriera que le h a b í a n engaña-
do. Abusar de una inocente menor de edad, aprovechando
su orfandad y la tutela que le otorgara el padre, era moti-
vo de huida hacia Suiza, sin chistar.
La policía española identificó a cinco individuos, todos
con muchos antecedentes, como componentes de la ban-
da del «entierro». El que más estuvo tres meses encarce-
lado, porque sólo picó un suizo y se les detuvo antes de
que llegara a soltar un céntimo al falso funcionario de pri-
siones. El t i m o o estafa había quedado en tentativa.
Lo que decíamos: el viejo t i m o conocido f u e r a de Es-
paña por «el tesoro escondido», y dentro de nuestras fron-
teras por «el entierro», no m u r i ó en las dos p r i m e r a s déca-
das del siglo. Ni creemos que esté de v e r d a d enterrado. Al-
g ú n día, como sucede con la música, o con los modelos de
sastrería, volverá este t i m o a estar de moda.
Indice onomástico
Las cifras en cursiva remiten a las ilustraciones

Abdeljanit-Kilani-Blaili: 260, 261. Bernabé, hermano (limpiabotas):


Adamuz, Juana de: 68, 69. 282, 284.
Adamuz Castro, Rafael: 68, 69, Beut, Mario: 286.
70. Blasco Ibáñez, Sigfrido: 62.
Alberto (apoderado de El Cor- Boira, El: 272, 275, 284.
dobés): véase Muerto Vivo, El. Braille, Louis: 97.
Alcaide: 98, 99. Breado, CasUdo: 16, 18, 19, 21.
Alexander, doctor: véase Robert, Breado, Manoli: 16, 17, 18, 19, 21.
doctor.
Alfaro Gracia, Emilio: 180, 181,
182. Caco: 7.
Alfaro Villén, Edmundo: 55. Cames de bróquil, el: 271.
Alfonso X el Sabio: 206. Candelas, Luis: 295.
Alfonso X I I I : 307. Cano Fernández, Juana: 219. 220,
Álvarez, Miguel: véase Serrao 221.
Eiras, Francisco Alberto. Cantinflas, Mario Moreno, llama-
Amadeo de Saboya: 39, 168. — do: 76.
45. Capelli, Lorena: véase Lacerda
Anderson, Bibi: 178, 179. Capelli, Humberto.
Andreu (reportero gráfico): 132. Carlos I I I : 84.
Antonia, tía: véase Larra, Bal- Carlos: 169,170.
domera. Carmen, sor: 268.
Antonio: 215, 216. Carrera Pajuelo: 267.
Antonio abad, san: 178. Castro. Fidel: 213.
Arata, Norberto Ernesto: véase Celia: 290.
Serrao Eiras, Francisco Alber- Cervantes y Saavedra, Miguel de:
to. 232.
Argentino, El: 296. César, El: 296.
Argoromendia, doctor: 32, 33. Claudio: 215,216.
Asenjo, Francisco: 39. Colón, Cristóbal: 40, 156, 236.
Aubert, Jacques: 149, 150. Cordobés, Manuel Benítez, lla-
mado El: 142,221.
Cortés, Vicente: véase Chorra,
El.
Bailey, William E.: 191. Cruz Méndez, hermanos: 267.
Ballesteros Zamorano, Juan: 42, Cugat, Xavier: 19.
43, 49,134. Curita, El: 271.
Baquer Miró, Antonio María: 55.
Baquer Miró, Ignacio: 55.
Barquillero, El: 284. Chaval de Gracia, El: 271, 284.
Barraquer, Joaquín: 154. Chorra, El: 216, 218, 219, 220, 221.
Belinda: 134. — 209.
Benigno, El: 271, 284. Christiansen, sargento: 181.
Benzo: 61. Chunga, La: 219,221.
Deschasseaux, Françoise: 237. Jiménez Fernández, Vidal: 137,
Dolores, tía: 290. 138.
Dulce, sor: 268. Jiménez Moreno, Antonio: véase
Chorra, El
Joaquina, doña: 80, 81, 82, 83.
Echegaray: 224. Jorge: 290, 291.
Eiras, Ernesto: véase Serrao Ei,- Julia, La: 226.
ras, Francisco Alberto.
Escobar, Manolo: 219.
Escudero, Andrés: véase Chorra, Kirsten, Anne: 179.
El Kirsten, Arne: véase Kirsten,
Esquilache, Leopoldo de Grego- Anne.
rio, marqués de: 84. Kupper: véase Sirvent de Mesa,
Eugéne: 125. Nicolás.
Eugenio X X : 123, 124, 126, 127,
128.
Eusebio: 307, 308. Lacerda Capelli, Humberto: 182,
183,184.
Larra, Mariano José de: 38, 39,
Fairbanks, Douglas, jr.: 60. 40, 41,168. — 45.
Federico: 226. Larra Wetoret, Adela: 38.
Fernández, mossén: 107. Larra Wetoret, Baldomera: 38,
Fernández Chica, Manolo: véa- 39, 40, 41, 42, 47, 49, 168, 265.
se Bibi Anderson. — 45.
Femando («el chico de la Larra Wetoret, Luis Mariano de:
BMW»): 185, 186. 38, 39,41.
Fígaro: véase Larra, Mariano Lasinger, monsieur: 308.
José de. Latorre, Fernando: 174.
Flores, Sebastián: 241. Lerroux, Alejandro: 61, 62.
Fosforito: 219, 221. Losada Pérez, coronel: 55.
Franco Bahamonde, Francisco: Luisa: 169, 170.
14, 55.

Gallo, Federico: 286. Mclntosh, Elisabeth de: 179.


García-Valiño, Rafael: 55. Mclntosh, Farquhar: véase McIn-
Gil Llamas, Tomás: 272. tosh, Suash.
Giménez, Basilio: 221. Mclntosh, Suash: 179.
Giménez Moreno, Antonio: 221. Madriles, El: 279, 280.
Gomá Tamarit, Luis: 153, 154, Makatoff, Antón: 306.
155. —147. Malonda, Salvador: 283.
Gordito gorrión, El: 245, 246. Manfredi, Domingo: 238.
Guillén Ulloa, Eduardo: 55. Manolete, Manuel Rodríguez, lla-
mado: 115.
Manolito: véase Niño del Con-
Hejduk, Bohdan: 182. vento. El
Holzer, Adela: 49, 50. Maravillas, capitán: 156, 157, 158,
Holzer, Peter: 49. 159.
María de Nazaret: 268.
Iglesias, Julio: 119, 120. — 125. María Victoria de Saboya: 39.
Iruega, Saturnino: 40. Marín Veciana, Cristino: 94, 95,
Isa: 290. 96.
Isabel, doña: 291. Martínez Blagué, Marcial: 276.
Isaías, hermano: 282, 284. Martínez Soria, Paco: 283.
Isbert, Pepe: 123. Maru: 290, 291.
Millet Tusell. Félix María: 55.
Monroe, Marilyn: 164.
Jaime el Barbudo: 265. Montaña Díaz: 49, 50.
Jaume, mossén: 106, 107, 108, 109. Monteiro, Jorge: véase Roby, ca-
Jesucristo: 268. pitán.
Jiménez, Antonio: véase Chorra. Montemar, Carlos de: 39. — 45.
El Montiel, Sara: 165.
Morán, Magdalena de: 70.
Jiménez, Soledad de: 219.

316
Morán González Ubalde, Pedro: Roby, Jorge Monteiro, llamado
236, 237. El capitán: 159.
Moran Sanz, Gabino: 69, 70. Rocha, Juan José: 61.
Moray: 47. Rodríguez: véase Maravillas, ca-
Morel, Juan José: véase Serrao pitán.
Eiras, Francisco Alberto. Rosa: 215, 216.
Moreno González, Consuelo:
219, 220. 221. Salazar Alonso, Rafael: 61, 62.
Moreno Santiago, Ana: 221. Salguero, María: 220.
Muerto Vivo, El: 142. Salguero, Valentín: véase Cho-
Muntadas-Prim, Juan Carlos: rra, El.
55. Salva, familia: 91. — 85.
Samper, Ricardo: 61.
Santana, Manuel: 70.
Nano de San Agustín, El: 271, Santiago, Madame: véase More-
284. no Santiago, Ana.
Navarro (inspector de policía): Savini, Genaro: 256, 257.
85. Schapumski, Stanislas: 169, 170.
Nieto Antúnez: 55. Schubert: 182.
Nieto Antúnez, Pedro: 55. Serra, José María: 44, 46.
Niño del Convento, El: 128, 129, Serra Argemí, Rafael: 46, 47.
130,131. Serrano Anguita, Francisco: 168,
Nyhoper, Carl A.: 196. 307.
Serrao Eiras, Francisco Alberto:
Olmo, Luis del: 172. 199, 200.
Oró Florensa, Juan: 153, 154, 155. Shants. Eunice: 164.
Silvia: 185, 186.
Sirvent de Mesa, Nicolás: 294,
Paquera, La: 219. 295.
Patricola, Robert B.: 164. Soto, Conchita de: 36.
Pep el dels cigrons: 80. Soto, Rafael de: 36.
Perdigón, El: 271. Strauss, Daniel: 61, 62.
Perejil, marquesa de: 107.
Pérez, Julio: 309. Timoneda, Juan de: 295.
Pérez, Peter: 167. Torres López, Juan: 193.
Perl: 61, 62. Tres pes, Plácido Palmón Pardo,
Pernales, El: 265. llamado el: 294.
Perpingwer, doctor: 167.
Pescatera, La: 271, 284.
Pich y Pon, Juan: 61, 62. Ulloa, Alejandro: 113.
Piojo, el: 271. Usebio (marido de Manoli Brea-
Piqué: 30. do): 18, 19, 21.
Poggi Eiras, Norberto Ernesto:
véase Serrao Eiras, Francisco
Alberto. Valdivia: 61.
Porriña, el: 219. Valle-Inclán Ramón del: 11.
Pradier, Henri Paul: 187. Ventallols: 47.
Puché, Jesús: 283. Verne, Julio: 254.
Puigvert, Antonio: 170, 172, 173, Villa: 280.
174. Villalobos: 132.
Viñas, Jaime: 42,43.
Visitación, sor: 268.
Quiles, Antonio: 152, 153. Vizcaíno Casas, Fernando: 128.
Quintana, José: 42.
Weber, Bernd Gerhard: 65.
Randall, doctor: 179. Wetoret, Pepita: 38.
Rey de las agencias matrimo-
niales, El: véase Patricola, Ro-
bert B. Xaudaró: 51.
Richard: 144.
Riego, Rafael de: 38.
Robert, doctor: 167, 181, 182. Zorrilla, José: 266.

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