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Gombrowicz
Gombrowicz
Roberto Bolaño
A los veinte años creí ser devoto de la literatura argentina. Leía a los nombres que
habían encontrado en las calles de Buenos Aires la experiencia universal, me
deleitaba con su español cargado de agudas y aspiraba a la perfección con que
confeccionaban cuentos y novelas donde desmenuzaban, desde una cotidianidad
chabacana, el problema de la eternidad, de los medios de comunicación masiva, del
yo y el otro; en definitiva, los asuntos trascendentales de la humanidad. Claramente
no salía del grupo de la revista Sur y de sus discípulos afrancesados, figuras
prodigiosas cuya cátedra no se limitaba a sus obras, sino que con su trayectoria
dictaban el camino al aspirante a escritor que dormita en las inseguridades de todo
estudiante de Literatura. Me obsesionaba con las fechas de sus primeras publicaciones
para tranquilizar mi angustia ante la tardanza de mi debut literario, pero la
comparación con el genio desalienta. Pronto me convencí de que la juventud me
estaba tragando, de que nunca alcanzaría la madurez para escribir la obra perfecta.
Quizá su rasgo más sobresaliente sea que hizo su estilo de las contradicciones y
las paradojas. Una de ellas: las excentricidades de Gombrowicz lo hubieran
oscurecido como a un autor de culto de no haber vivido en un periodo consagrado a la
heterodoxia y adorador de lo anómalo. Su éxito internacional, sufrido por él con gozo,
sería a raíz de la publicación al francés de Ferdydurke. Yo lo conocí a través de
Vila-Matas, un escritor que puso en el centro la marginalidad y la rareza, y para quien
una de sus figuras tutelares es Gombrowicz, por haber hecho de la juventud un ariete
contra el hombre civilizado.
Estas dos obras de Gombrowicz han sido para mí una muestra de otra literatura
argentina relegada del circuito cultural dominante. En efecto, a pesar de haber sido
escritas originalmente en polaco, el Diario argentino y Ferdydurke tienen la rara
peculiaridad de pertenecer a la literatura hispanoamericana, aun cuando la novela ni
siquiera fuera compuesta en el continente. El primero, porque es resultado de una
selección que su círculo de amigos hispano hablantes quería leer del único libro que el
propio autor considero como verdadero ejercicio de literatura, sus diarios. De modo
que el Diario argentino se lee como producto del intercambio entre lenguas, pues las
partes elegidas exponen una consciencia plena del lector al que van dirigidas.