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La indolencia y los abusos en el ejercicio de las facultades de gobierno pueden

propiciar, permitir o producir muerte social. En esas condiciones, forma parte de la


cultura de la muerte, si registra un patrón de comportamiento en el cual se antepone lo
mortígeno a lo biófilo. Congruente con esa concepción, pueden distinguirse dos géneros
de la criminalidad gubernativa, según la actitud de los regímenes ante sus
responsabilidades constitucionales: por indolencia y por abuso. Por <<gobernantes>>
se entiende a todos los titulares de cargos públicos de naturaleza genéricamente
ejecutiva, incluidos aquellos que operan a nivel regional o local.1 Ministros, secretarios
o subsecretarios de Estado, directores, delegados, alcaldes, etcétera. Quedan fuera de la
designación los empleados ocupados en funciones de carácter técnico pues no participan
del poder.
Algunas de las conductas de los gobernantes en el ejercicio de sus funciones públicas
originan actos jurídicos penales especiales. Estos personajes disponen información e
influencia con los cuales pueden decidir o determinar decisiones de las políticas
públicas. Han recibido un mandato originado en los marcos jurídicos de sus sociedades,
tienen obligaciones de gobernabilidad, la cual se define idealmente como la procuración
del bien común.
“En la medida en que refleja un fenómeno con rasgos propios, la idea de
criminalidad gubernativa sirve para dotar de unidad y coherencia a toda una
serie de cuestiones que el pensamiento y la práctica constitucionales han debido
siempre afrontar. Se trata, en sustancia, de dos grandes interrogantes: primero,
¿es conveniente castigar las conductas delictivas de los gobernantes y, si la
respuesta es afirmativa, debe ser el régimen de responsabilidad penal de los
gobernantes igual al de los demás ciudadanos?; segundo, ¿cómo puede lograrse
una adecuada investigación y persecución de los delitos cometidos por los
gobernantes venciendo la especial capacidad de resistencia que estos últimos
pueden oponer?2
1 Díez-Picazo, Luis María, La criminalidad de los gobernantes, Barcelona, Crítica Grijalbo Mondadori,
1996, p. 11.
2 Idem, p. 15

Ellos participan en las decisiones mediante las cuales se orientan los presupuestos
públicos, las obras, el ejercicio del derecho. Asimismo, el Estado ostenta la legitimidad
en el uso de la fuerza pública. En el ejercicio de sus funciones pueden cometer agravios
a la sociedad o lesionar los intereses de la nación. De esa manera pueden incurrir en
delitos los cuales, evidentemente, son distintos de los del ciudadano común. Resulta
conveniente castigar las conductas delictivas de los gobernantes, por principio de
universalidad del derecho, pues no debe haber acepción de personas en la aplicación de
los castigos. También por hacer efectiva la funcionalidad de los sistemas de gobierno,
en cuyos manuales se encuentran definidas explícitamente las responsabilidades
específicas inherentes a sus cargos. En última instancia, porque dichas conductas son
cometidas en contra de los contribuyentes, quienes con sus impuestos pagan los
emolumentos de los funcionarios, quienes deben las cuentas correspondientes. La
penalidad debiera ser mayor, nunca menor a la de los ciudadanos comunes, pues con sus
delitos pueden afectar comunidades enteras, incluidos los sectores vulnerables de la
sociedad. Para encaminar los esfuerzos en esa dirección es necesario avanzar en la
democratización de las sociedades y los Estados, pues solamente con un poder
legislativo dinámico y democrático pueden vencerse las resistencias ofrecidas por los
esquemas de criminalidad gubernativa.
Enfocada la cultura de la muerte desde la perspectiva del control social, los círculos
gubernamentales son potencialmente criminógenos. Por comisión u omisión, ciertas
conductas de los ejecutivos de gobierno llegan a constituir delitos los cuales, por
supuesto, debieran ser castigados. En este capítulo abordamos dos géneros de esos
delitos: los relativos al desarrollo social y los relativos al abuso en el uso de la fuerza
pública con propósitos de control social. El interés no es por cierto dar cauce a una
discusión jurídica o constitucionalista, sino el ordenamiento de la información relativa a
la cultura de la muerte.
1.-La indolencia criminal
La indolencia es una actitud consistente en la falta de afectación por lo percibido.
Alguien puede permanecer impasible, insensible, inconmovible ante hechos o
fenómenos cuyo simple conocimiento puede afectar a la generalidad humana. Se espera
una reacción sensible de parte de una persona ante el informe de un evento afectante.
Una persona “normal” puede conmoverse ante la contemplación o la noticia de una
inundación cuyos efectos abarcan la pérdida de vidas humanas. El grado de afectación
es variable, y esa variabilidad depende de la cercanía con la víctima, de la afectación a
los intereses propios, de la forma de involucrarse o de la provisión axiológica de quien
observa. Si la víctima es pariente, amigo o mantiene una relación con el observador, se
espera que la afectación sea mayúscula. El nivel de afectación cuando la víctima no
tiene relación con el observador, depende, entre otras cosas, de los valores o de la forma
en que el evento afecte los intereses de este último, el cual puede ser un individuo, un
grupo, un corporativo o una institución. ¿Cuál es la reacción esperada del observador
ante un fenómeno, por ejemplo, ante un desastre natural? ¿Cuál es la reacción esperada
de un gobernante frente a la percepción de la alta y creciente mortalidad entre sectores
amplios de la sociedad por él gobernada? Debe al menos aceptarse la observancia de las
normas universales, como en el caso de los derechos humanos, los cuales afectan a
todos, sin menoscabo de su posición étnica, social o cultural. Por lo tanto, alejar lo más
posible la concepción relativista según la cual diversas conductas consideradas
delictivas en un código universal, sean justificadas en códigos particulares. Por ejemplo,
códigos de facto en algunos sectores oficiales o sistemas de usos y costumbres de
algunas comunidades que pueden resultar lesivos de los derechos humanos.
Como aquí no se enfoca la cuestión en la órbita del derecho, se procede a colocarla en el
terreno de la acción social, desde la cual se obtiene un esquema compatible con el
análisis de la cultura de la muerte. Max Weber sentó las bases para la comprensión de
este concepto.
“Por ‘acción’ debe entenderse una conducta humana (bien consista en un hacer
externo o interno, ya en un omitir o permitir) siempre que el sujeto o los sujetos
de la acción enlacen a ella un sentido subjetivo. La ‘acción social’, por tanto, es
una acción en donde el sentido mentado por su sujeto o sujetos está referido a la
conducta de otros, orientándose por ésta en su desarrollo.”3
Desde el inicio, Weber asocia acción y sentido, lo cual opera en el examen de la
criminalidad gubernativa. Esta se describe como la violación de preceptos orientados en
el sentido del bien público y con arreglo a valores tales como la honestidad, la
solidaridad, la participación, la tolerancia, la pluralidad, etcétera. En el terreno concreto
de la acción institucional, no puede alguien alegar la carencia del sentido de la acción,
pues, además, esta se encuentra definida en las normas generales del derecho. Por su
3 Weber, Max, Op. Cit. p. 5

parte, la acción social está referida a la conducta de otros, en ella encuentra su sentido.
Esto es especialmente aplicable al análisis de las conductas de los gobernantes para
quienes el sentido de su accionar se encuentra definido en el contexto semántico del
bien público. Este es un postulado, es decir, un aserto del cual no se espera justificación
o validación. Un postulado plenamente válido en cualquier gobierno. La mirada
civilizada occidental espera que el gobernante haga las cosas en función del sentido
mentado en el marco jurídico del cual extrae legitimidad, sea o no una constitución
política. Desde la perspectiva de este trabajo, no opera el relativismo, pues alcanza a
distinguirse un sentido de la acción de los gobernantes, sentido mentado por el marco
jurídico y ético universal y nacional. Por lo pronto, se está en el terreno del deber ser.
La indolencia entra en el juego de conductas ajenas u opuestas al sentido mentado. Para
un gobernante algo debe ser digno de celebrarse cuando muestre claras evidencias de
contribuir al bien público. En caso contrario, cuando el gobernante permanece
imperturbable frente a las noticias sobre el crecimiento de la mortalidad infantil o del
deceso de millares de ciudadanos por efecto de la represión policíaca o militar, dicha
impasibilidad puede evaluarse como indolencia gubernamental.
Ahora bien ¿puede la indolencia constituir un crimen? Los sentimientos y emociones en
sí no son materia de delito, pero su manifestación, esto es, la pasividad frente al mal
público, sí lo es. No es delito la inexpresividad emotiva del gobernante (no se espera un
desgarramiento de vestiduras), pero sí lo es el no hacer algo propio de sus facultades
para evitar el sufrimiento o la mortalidad de millones de seres humanos inscritos en su
circunscripción. Es un incumplimiento de los mandatos y de las funciones implícitas en
el cargo ocupado. Inclusive, es una muestra de conducta asocial.
“Cuando en la calle, al comienzo de una lluvia, una cantidad de individuos abre
al mismo tiempo sus paraguas (normalmente), la acción de cada uno no está
orientada por la acción de los demás, sino que la acción de todos, de un modo
homogéneo está impelida por la necesidad de defenderse de la mojadura.”4
Lo social puede reducirse en el ser dinamizado por el otro, en la solidaridad. Si al
empezar una lluvia una persona cubre con su paraguas a otra, esta es una acción
orientada hacia el otro, con un sentido social. Será caracterizada como indolente quien
pudiendo hacerlo, no abre el paraguas para proteger de la lluvia a otro que lo necesita.
4 Weber, Op. cit., p. 19.

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