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EFECTO INVERNADERO

Y OTROS CUENTOS

Guillermo Fernández

2002-2005

1
ÍNDICE

En el zoológico / 3
Los amigos de mamá / 9
El aniversario / 17
Trajes-mariposa / 21
El odioso salvaje / 26
Lobo Urbano / 34
Como ladrón en la noche / 39
Efecto invernadero / 44
Camino de estelas / 63
Idioma al día / 71
La extinción de los vampiros / 75
La Rata / 79
Máscaras / 84
Un lindo cadáver / 89
Miradas / 94

2
En el zoológico

El autobús se detuvo. Un hombre asomó pidiendo al chofer que lo dejara viajar gratis. Tal vez era
su conocido. Nadie lo supo. El hombre se subió con timidez y se sentó en uno de los primeros asientos. Su
cabello le caía sobre los hombros. Llevaba la ropa más desaliñada que había visto. En su mano derecha
traía dos zapatillas de mujer.
La madre y su hija que lo observaron con curiosidad estaban detrás del tipo. La niña sonrió con
burla y la madre le indicó que se tranquilizara. Yo no había visto cuál era la causa de su agitación, hasta
que me levanté un poco y observé que el hombre había puesto las zapatillas sobre el asiento de su lado.
Este las contemplaba y parecía inquieto. La acción era graciosa y había que hacer un esfuerzo para no
sentir también algo de patetismo.
Había pocos pasajeros en el autobús. A través de las ventanillas, las calles se veían húmedas por
las recientes lluvias. El chofer se incorporaba, a intervalos, para limpiar el vidrio con el dorso de su
mano, no contento con la acción de la escobilla.
La niña y su madre no cesaban de observar al hombre. Y yo también me uní a ellas. Era la acción
más intrigante y sosa que nos pudiéramos imaginar.
El hombre se mostraba muy cuidadoso con las zapatillas, cada vez que el autobús frenaba y estas se
querían salir del asiento.
Intrigado por su conducta, me senté en la fila de asientos de al lado y, decidido a llevarme su
secreto, le pregunté:
–Bonitas zapatillas, ¿eh?
La pregunta hizo que la niña mirase a su madre con total enfado. Quizá le trataba de expresar que al
loco se le había unido otro loco. La madre le ofreció un visaje de asentimiento.
El tipo me vio con desprecio. Si había parecido humilde al principio era solo para viajar gratis.
–¿Perdón? –me lanzó.
–Las zapatillas, hombre –insistí–. Me gustan mucho. ¿Las vende, acaso?
El hombre se inclinó hacia mí y me recalcó, en tono de confidencia, para que nadie oyera más que
yo:
–Sé que mi actitud es poco convencional –me miró malicioso, sabiendo incluso que podría estarme
burlando de él–, pero aunque usted no lo crea, estas zapatillas están sobre los regazos de mi novia.
–¿Es invisible? ¿Cómo iba yo a saberlo? –dije más sarcástico.

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–No es su culpa. Pero no se haga el listo tampoco. Respete los asuntos de los demás. Si nadie me va
a detener por un hecho como este, ríase cuanto quiera.
Arrebatado por el coloquio del orate, ordené mis suspicacias.
–Perdóneme.
–De acuerdo. No se aflija. Déjeme solo explicarle que a ella le gusta caminar desnuda, pero jamás
deja sus zapatillas. ¿Cómo habría de pasear sin ellas? Mi novia puede andar descalza, pero la lluvia
congela el pavimento.
La absurda sinceridad pareció aumentar la tragedia del hombre. Creí que lo mejor era seguirle la
corriente.
–¿Va para San José?
–Sí.
–¿Va de paseo?
–Sí. Sí. Mi nombre es Horacio.
–El mío es Francisco.
–Entonces le digo Chico.
–Como quiera. Y dígame, Horacio, ¿adónde va usted? Disculpe la pregunta.
–Hágala, señor. Usted no me cae tan mal. Ya sé que es una locura andar así con unas zapatillas. No
crea que esto liga con mi personalidad. Puedo ser bastante lógico, pero cuando mi novia quiere pasear me
veo obligado a salir en estas condiciones. A ella no le interesa la gente.
–Es un hecho, Horacio.
–A ella le interesa romper los esquemas. Por eso es invisible. Nada de carne por aquí, nada de
carne por allá. Solo viento acariciante. En cuanto a ser vanidosa, es igual a todas las mujeres. Hoy vamos
al zoológico. Le gustan los animales. Su preferido es una lapa de colores tan vistosos que parece vestida
para un carnaval.
–¿Entonces se queda en el centro?
Mi pregunta tenía una doble intención: saber dónde se vería Horacio forzado a poner las zapatillas
en el suelo para que su novia se las ajustara y verlo después a los ojos, ante la completa imposibilidad,
para conocer la reacción de un loco en dificultades.
–Sí, señor. Nos bajamos en el centro.
Aunque me sentí malvado, no podía vencer el deseo de ver a Horacio una vez que pusiera las
zapatillas en el suelo. Era, claro está, la perversidad que desarrollamos los cuerdos ante los lunáticos. Un
deseo de destruirles sus castillos y de hacerlos sentir miserables.
–Mal tiempo para pasear, Horacio... –susurré, levantando una de mis palmas, y mostrándole el
alrededor.
–No crea, Chico, para mi novia no hay un tiempo malo. Cuando llegue al parque Bolívar, aunque
llueva, se sentirá feliz. Me gustaría que usted estuviera presente.

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–Ah, sí... sí...
–Lo digo en serio, señor.
La invitación de Horacio me confundió. Su calibre de loco seguro me irritaba.
–Los acompañaré –exclamé firme.
–Gracias.
–¿Por qué, gracias?
–Porque hay poca gente como usted. Gente que quiera pruebas de esta verdad. Gente que desea ver
lo invisible y encantarse con una promesa.
Horacio hizo un gesto como si alguien a su lado le hablara y prosiguió:
–Mi novia desde ahora dice que le tiene respeto. Había guardado silencio al considerar que usted
fuera una persona vulgar y despreciable. Ella entiende que no es así.
–Dígale que se lo agradezco.
–No es necesario. Ha profundizado su corazón y está convencida de que usted es incapaz de
hacerme daño a mí o a ella. Está invitado, como le dije, para que nos acompañe al parque. Quizás hasta
pueda observar de ella algunos detalles que solo me consagra a mí.
–¿Detalles?
–Sí. Debo decirle que ella no siempre es tan invisible. En algunas ocasiones es tan solo vaporosa.
Una bruma que se contonea. Y créame una cosa: cuando estimulada por la simpatía adquiere esta forma
extraña, uno realmente se siente feliz. No hay nada que pueda comparársele...
El autobús llegó en un momento inesperado al centro de San José. No había percibido, por la
conversación de Horacio, que la capital estaba soleada. No se veían huellas de ninguna lluvia. Más bien
hacía calor.
Horacio me hizo un gesto de que lo siguiera cuando se levantó del asiento. Por un instante me
percaté de que me había excedido. Más insidiosa fue la curiosidad.
–¡Sígame, Chico, sígame! –me urgía.
Atrás quedaron la niña y la madre viéndonos ingresar en la multitud. No sabían si olvidarnos o
también seguirnos.
Había mucha gente en las calles. Horacio tenía que hacer malabares entre los cuerpos para ser
congruente con su prisa. De vez en cuando se volvía para mirarme, como si todavía guardara dudas sobre
mí. Las zapatillas las llevaba en su mano derecha igual que un portafolios. Consideré en ese momento que
había llegado la hora para que Horacio las colocara sobre la acera, y se mostrase a sí mismo, y ante un
hombre normal, que nadie habría de calzárselas.
–Horacio, espere un momento –le ordené–. ¿Y su novia no se va a poner las zapatillas?
–Claro que no, Chico. Con este sol jamás inventaría algo así. Solo cuando hay humedad en las
calles... recuerde...

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Había olvidado el detalle y observé el reloj. Todavía contaba con quince minutos antes de llegar al
trabajo. No sabía por qué me hervía tanto deseo para que Horacio entendiera la verdad de su propia
farsa.
Enardecido, como mi acompañante, adopté un paso rápido. Quería que el asunto terminara lo antes
posible. En algún momento le recomendé que tomáramos un taxi, pero el hombre declinó la oferta.
–A mi novia le gusta este ritmo –dijo–. Y en efecto Horacio caminaba veloz, pero con suma
delicadeza. Quizás como un gato se escabulle sobre un muro. En el Parque España, volvió a cerciorarse
de que yo viniera detrás de él y mientras atendía el semáforo en la esquina del Instituto de Seguros, movió
sus piernas igual a un corredor en la línea de salida.
Cuando llegamos al parque Bolívar, el sudor me corría por la frente. Por más que hacía el esfuerzo
de limpiarme el sudor con un pañuelo, volvían a salirme más y más gotas.
En la ventanilla pagué las dos entradas y penetramos en un parque casi solitario. El león y el tigre
estaban dormidos. Como no habían hecho la limpieza había un olor insoportable. Solo los gansos
parecían realmente animosos.
–Bien, bien, Horacio. Es hora de que me vaya –le exclamé con angustia. Finalmente, no quería
seguir adelante e iba a llegar tarde al trabajo.
–No se va a arrepentir –me prometió, mientras me hacía giros con la cabeza para que lo terminara
de seguir. Llegados ante unas jaulas donde jugaban unas lapas pintonas y alegres, el hombre me guiñó un
ojo. Al cabo de unos segundos me susurró:
–La siente.
Sentí realmente como si alguien estuviera al lado de Horacio, pero todo era debido a su fanática
obsesión.
–Sí, claro.
–Da vueltas y vueltas en torno a nosotros. Está bailando para las lapas, Chico. Es algo que usted no
puede dejar de sentir. ¡Siéntalo, señor, siéntalo!
Las dos manos del hombre tomaron mi hombro y me estremecí de un lado a otro.
–Esto lo hace porque ve las lapas. Si estuviera ante el león no haría algo así. Ella no baila para
seres carnívoros, sino para criaturas volátiles. Criaturas que comprenden su maravilloso poder.
–Es hora de que me vaya –le reiteré mirando mi reloj y convencido de que era imposible modificar
el mundo de Horacio.
Al oír esto, el alucinado se dobló como si alguien lo hubiera atraído para confesarle algo. Sus ojos
se cerraban y se abrían como si lo escuchado fuera terrible.
–Aún no, Chico, debo hacerle una declaración.
Horacio se me quedó viendo con el semblante totalmente cambiado. Creí ver que sus manos
temblaban. Detrás de nosotros se oía el chillido de los monos y los graznidos de las lapas verdes. De vez
en cuando se oía algún otro grito indefinible.

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–Lo que voy a decirle es bastante duro para mí...
Cuando terminó la frase incluso las lapas simularon expectación.
–Ahora sé que no debí haberlo invitado a venir, Chico. Creo que ella lo prefiere a usted.
–¿Qué cosa?
–Debí haberlo sospechado. Por algo me pidió que lo trajera. Esto es el fin para mí, pero el
comienzo para usted.
–No tome esto en serio, Horacio –le dije palmoteando su espalda.
–No me consuele. Esto le sucede a todo el mundo. Pero consideré que a mí no me iba a pasar. Era
tan difícil que alguien más penetrara sus sentimientos. Déjeme decirle que desde este momento la he
perdido. Aquí dejo sus zapatillas por si llueve más tarde.
Cuando dijo esto se aseguró, volteando la palma de su mano, de que no hubiera tan solo un poco de
llovizna. Tranquilo al reconocer que había suficiente sol, dispuso con cuidado las zapatillas sobre el
césped. Las miró adolorido.
Después siguió:
–Me voy feliz de que un hombre con su corazón la haya enamorado en tan corto tiempo. Es algo
imposible de creer... –Horacio se frotó la cara con una de sus manos–. ¡Yo tuve que cortejarla durante
meses! No sabe lo que significa para un hombre como yo, sin estatus, famélico y torpe, atreverse a
hablarle a una mujer como ella.
–No creo que sea el fin –lo amonesté preocupado.
–No sabe lo que dice. Ahora usted tendrá que complacerla. En el momento en que yo abandone este
parque, usted se hará cargo de mi ex novia. Paseará cuando ella se lo indique. Llevará sus zapatillas por
si cae un chaparrón. Con los días oirá sus primeras palabras. Palabras como ecos o tañidos de campana.
Y usted se dirá a sí mismo que su voz no le concierne. Un día cualquiera lo llamará por su nombre.
Le pedirá palabras amorosas los días en que usted no puede pronunciar ni siquiera palabras de
odio. Le exigirá que la mire bailar sin que pueda saber cómo lo hace. Usted le afirmará que su danza es
más bella que el sol. Ella soplará en sus oídos. Usted le dirá que sus manos son más frías que la lluvia o
que su cabello se mueve como las hojas. Ella le imprimirá durante la noche una uña en su pecho o, cuando
menos lo imagine, lo punzará con su pezón vegetal en la mañana para que despierte. ¡No hay sensación
más encadenante! ¡Lo sabrá! ¡Usted no tiene armas contra eso!
Cuando se le aparezca como un vapor, Chico, usted se considerará feliz. Creerá que atrapa una
figura para mostrarse ante usted, y que moldeará sus brazos y muslos. Por un momento verá unos labios o
un vientre atardecido. Usted pensará que al fin se le ofrece.
Sin embargo, ella le susurrará promesas tan extrañas y anhelos tan hondos que usted postergará todo
por oírla de nuevo. Cuando usted considere que la carne es accesoria, que los besos apasionados son
asuntos de otros, usted habrá enloquecido, señor.

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Me voy contento porque me libro de una mujer que lo angustiará de una forma desconocida. ¡Usted
no sabía lo que era sufrir hasta ahora!
Al terminar Horacio me estrechó las manos y se alejó corriendo. Las lapas me miraban como
señoras que han escuchado una confesión magnífica y aguardaban mi respuesta. Yo di una vuelta sobre mí
mismo, mirando la amplitud modesta del parque. Ningún animal emitía sonido alguno. Miré los zapatillas
de mujer sobre el césped y quise llamar a Horacio, pero el hombre ya se veía demasiado lejos.
Hice un gesto de adiós a las zapatillas. Sonreí. Pensé que llegaría tarde. “No importa, me dije, casi
nunca me sucede”. Me volteé para marcharme como lo hizo Horacio, pero no pude. Algo había ocurrido
en tan solo unos cuantos segundos. Tuve la impresión de que si abandonaba las zapatillas, era posible que
después lloviera, ¿cómo, entonces, habría de caminar ella conmigo, sobre tanta humedad?

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Los amigos de mamá

Cuando se divorció de Míriam consideró decente buscar su propio apartamento. Divagó un poco en
los gastos, con cierto temor de convertir su soledad en una jauría de lobos extraídos del ayer, que se lo
comerían vivo, de noche en noche. Recordó, también, que su madre pasaba por largos períodos de
enfermedad, y que podría ser oportuno el gesto de acompañar a la anciana, ahora que había quedado sola
después de la muerte de su segundo esposo. Los papeleos sobre el divorcio lo habían dejado sin fuerza
moral y física. Aún lo descompasaba el sentimiento de invasión prolongado del otro en la vida íntima que
produce el mal matrimonio. Y esperaba poder librarse de él con el tiempo.
Una tarde llegó con sus pertenencias al umbral de su antigua casa. Una ola de ladridos siguió de
inmediato al tocar el timbre. “Son los perros de la vieja”, pensó.
La anciana abrió la puerta con dificultad, deteniendo el paso de los perros incontenibles, que la
oprimían por la espalda, ladrando.
–¡Ah, al fin viniste! –exclamó al verlo con su habitual cariño de madre–. Te esperaba un poco más
tarde. Sólo dame un poco de tiempo para resolver un asunto. ¿Qué necios, verdad? –explicó refiriéndose
a los perros–. ¡Los pondré en el patio! Sentate en la mecedora. Mirá qué lindas chinas.
Ignacio miró la jardinera y reconoció no solo las hermosas chinas. Se distinguían también dos
pomas y una enredadera que subía por una columna hasta tomar la planta alta, donde, como había visto al
cruzar el atrio cubierto de césped, se expandía en todas direcciones sin ningún cuidado. Era la primera
vez, desde hacía mucho tiempo, que tenía una visualización objetiva de la casa, la cual se le mostraba con
un rostro ajeno.
Su madre no tardó en abrir completamente la puerta. Un perentorio beso acompañó el reencuentro y
los dos penetraron a la casa, abrazados.

Durante los primeros días al lado de su madre, él le señaló, sentencioso, que se encargaría de sus
propios asuntos. Hasta le prohibió que le tendiera su cama. La mujer insistió desde lo profundo de una
temeridad casi senil; pero Ignacio trató de ablandar su porfía, animándola a recibir de él una compañía
más que un trabajo extra para su edad. Entre hilarante y aprensiva la anciana aceptó y, a la mañana
siguiente, Ignacio trajo consigo a una empleada doméstica, recomendada por un compañero de trabajo
para realizar las tareas duras. La madre sin embargo no quiso ninguna interferencia en la atención de sus

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animales, a los que ella seguiría alimentando, porque conocía el gusto de cada uno, así como la
proporción y la sustancia de lo que debían comer.
Conforme pasaban los días, y la resaca de su reciente divorcio oxidaba sus fibras por debajo,
estaba seguro de que su propio ángel lo reunía de nuevo con su madre, para que repensase su condición
de hijo lejano y gélido. Era como si ese ángel le dijese: “Quizás fuiste un fracaso con tu mujer, pero
también lo has sido con tu madre. Con esta última podés hacer algo. ¿Por qué no lo intentás?” La voz
interna afloró en un esfuerzo que entendió como surgido del alma. Este lo golpeó por dentro para que
tendiera un puente hacia ella, con la cual había tenido un nexo esencial, y de la que se había desgarrado
como insólito primate malagradecido.
Un error fue considerar que la anciana iba a dar un paso hacia él comunicándole sus más íntimas
dolencias y temores, salvando así en parte su deuda a través de la atención. No contaba con que ésta bien
podía tener una imagen cariñosa del hijo, aunque exenta de actualidad. La falta de esa actualidad se
demostraba en la insistencia de referirse a su vida de hombre adulto como algo abstracto y sin sentido
real para ella. Por ejemplo, cuando volvía del trabajo, la anciana, al verlo aparecer, le llamaba Nachito,
su sobrenombre de niño, el cual le parecía exasperante, porque le recordaba las bromas que los de más
niños le hacían. Una de las ganancias de ir haciéndose viejo era haber podido librarse del odioso
sobrenombre, que su misma madre le había endilgado como una cruz.
–¡Hola, Nachito!, ¿querés café, verdad? Flora lo dejó hecho. Ah, también planchó tu nueva camisa;
yo estuve siempre a su lado, vigilándola; es una tarea de cuidado...
Su gran prueba, desde luego, fue callar. Y después lo fue tomando con hidalguía. Se trataba de su
propia madre, cómo no. ¿No podía tolerarle esas pequeñas injusticias? ¿Él no había sido una especie de
sangrón con ella en el pasado, cuando apenas la visitaba por una tendencia de no perder una costumbre,
más que por su gran amor de hijo? A veces solo se detenía un momento para saludar a la anciana,
detención, por demás estaba decirlo, que distaba mucho de aquella que solía cumplirse en los días
inevitables. La visita era fugaz. Y aunque la mujer siempre trataba de disuadirlo un poco para que dilatase
su despedida, Ignacio sabía inventar un compromiso del que dependía su salvación o un inminente
negocio. Ahora que venía como un hombre derrotado –casi raquítico por el largo proceso de separación–,
reparó en la mujer cuidadosamente, con la humildad y la inocencia que producen al fin las experiencias
devastadoras, y vio a una pequeña ancianita, sola en una gran casa, y rodeada –más que cuando él era
niño– de un mayor número de acompañantes del reino animal, con los que departía espontáneamente a
todas horas.
Después de mucho tiempo volvió a sentir que tenía un gran amor por esa mujer y que también había
olvidado ese amor por completo. No estaba sin embargo para culparse en el presente y sumar a su
desánimo una nueva fronda de oscuridad. Lo que debía hacer ahora era dar a la anciana lo que él y sus
hermanos habían dejado de otorgarle y por el tiempo que Dios le permitiera, porque su aspecto tenía el
matiz del enfermo crónico. No era una exageración que debía darse prisa.

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El primer paso que dio fue llevarla a un especialista gerontólogo para que la analizara. Quería
saber cuál era su estado, cómo debía tratarla en un momento de urgencia –con los ancianos es definitivo
que se corre al hospital a cualquier hora–, y cualquier otra información valiosa acerca de sus
enfermedades.
Después de auscultar ceñudamente los resultados de los exámenes, el médico lo miró, clásico, por
encima de sus anteojos.
–No tema, don Otto –proclamó–, su mamá no está tan mal. Requiere supervisión continua; pero la
tendrá por varios años. Es muy fuerte.
–Perdone usted –le rectificó, con la reverencia del que no puede ser grosero con quien le ha dado
una buena noticia–, mi nombre no es Otto, sino Ignacio.
El médico se echó para atrás en el sillón satisfactorio y le contestó confundido:
–Bueno, será alguien muy querido de su mamá, porque siempre se la pasa hablando de él, de su
comprensión, de su cuidado. En su vecindario abundan personas afectuosas. Tiene suficientes amigos.
Ignacio confirmó el testimonio ofrecido por el médico con una sonrisa resplandeciente y un
asentimiento de cabeza que le exigió un esfuerzo teatral. Temió verse impelido a explicarle de cuáles
personas hablaba su madre, porque no conocía a ninguna de ellas.
Sólo después, cuando pasaba a almorzar con Laura, su nueva candidata para novia, cayó en la
cuenta de su infinita ingenuidad. Ella lo condujo al meollo:
–¿Decís que tu mamá no tiene amigos?
–Pues no. Si conocieras el vecindario: ya no existen esas señoras que se detenían en los portales o
que hablaban de cualquier cosa con tal de salirse un poco de su rutina. Es gente aislada, de televisión. No
debe tener nexos.
–¿Y qué me decís de los animales? ¿No has contado con eso, verdad?
La alusión le llovió en la cara, haciendo que engullera un pedazo de dona con dificultad. Un sorbo
de café lo salvó de un posible acceso de tos.
–Sí, claro, los animales. ¿Por qué no lo pensé? –simplificó moviendo la cabeza agitado.
Por lo visto, el primer paso realizado con el fin de obtener un poco de gratitud en su relación con la
madre, labraba ya un corte en mitad de su buen deseo.
Ese mismo día llegó a la casa tarde después de haber ido al cine con Laura, para diluir en su boca
cierto sabor a conspiración mundial en su contra. Al encontrar todo silencioso puso sobre el viejo
tocadiscos una de las canciones que oía a veces su padre mientras arreglaba alguno de aquellos reloj es
suizos o se esmeraba con el encargo de unos anillos para esponsales. Se arrellanó sobre plácidos
almohadones. Su madre debía estar durmiendo.
La tristona música le hizo renacer una viruta de duelo por algo que semejaba un delgado hilo de
amor por Míriam, o por algo que ya había dejado de ser ella: un reflejo de su cuerpo en alguna vitrina que
no pudo olvidar; el escote lleno de leve sudor a la entrada del balneario; la mirada de soslayo entre las

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sobras de la última cena. La música lo mordía dulcemente, mientras sus ojos revelaban un moblaje que se
extinguía. Reparó en los retratos, en las difusas paredes que casi rezumaban generosidad. Vio las altas
ventanas que daban hacia el patio trasero: la silueta de un árbol de cas, bamboleándose con la voz de un
cantante que ya nadie recordaba, y un bombillo asediado por mariposas nocturnas, iluminando la afable
escena, como un color amado en la infancia.
Sus ojos se empañaron de dos lágrimas tímidas, que se esforzaban en permanecer asidas al arco de
estos. Le subía una serpiente de amargura sublime por el esófago. Los oídos le retumbaban como las olas
de un mar lejano y solo. Era el mar de su alma, y lo podía escuchar tranquilamente, mientras la sombra de
Benny Moré se iba por entre las volutas de su cigarrillo habanero. Era profunda y desdichadamente
lúcido. Con tantos fracasos encima: relaciones, deseos quebrados, empresas hechas añicos. ¡Cómo
necesitaba tener un asidero! Volver a sentirse percibido por alguien de manera vital, no a través de
monóculos antiguos como su madre, no a la sombra de un paliativo como Laura, no mediante la triste
pupila de las paredes que lo vieron de niño correr hacia el patio, con una espada de plástico, en contra
del enemigo.
La palabra enemigo se le plantó de golpe. Todo su cuerpo despertó. La música había cesado.
Delante de su silla proseguían los ventanales: el árbol de cas, la luz vistiendo de gala la danza de las
mariposas nocturnas. También, un perro lo miraba con las patas sobre el alféizar. No lo había visto hasta
ahora, y quizás el animal lo había estado estudiando, como los animales estudian a los humanos: de lejos,
despistadamente, sin obsesión. Divertido, Ignacio hizo una señal de furia con el puño, pero la bestia
apenas se inmutó. Sus ojos profundos, sin aparente significado, continuaban mirándolo como si fuese él
quien despertase el interés, la interrogación, el dilema. “Desde que llegué a esta casa no termino de
contarlos, pensó”. El hombre y el animal se miraron en seco hasta que el último se volteó,
desapareciendo. “¿Adónde iría?”, se preguntó Ignacio mientras daba unos pasos ligeros hacia la ventana.
Cuando se asomó a los cristales contuvo un grito. El perro estaba sentado sobre sus patas traseras como si
lo hubiera esperado; su mirada perturbadora de animal sereno y estudioso de sus movimientos no le
impidió que leyera el nombre grabado sobre su collar, un nombre ridículo, “¿Coco?, no, no... ¡Otto, Otto!
Es ese desgraciado perro. ¡Es increíble!”

Su despertar en la mañana fue lento y pesado. Se le arrastraba el nombre del animal como un
delgado estilete sobre la sien. “Otto, se decía, ¡un perro amistoso!, el médico lo dijo; ¡no, él no dijo
perro...!” Sacudiendo la cabeza los pensamientos dejaron de fluir. No había oído el inmenso y agudo
graznar de los pájaros. ¡Un alivio transeúnte! Los ladridos se iniciaron nuevamente, como comprobaba
cada vez que amanecía, con la novedad de que ya no los percibía en medio del aura folclórica de la vieja.
Era toda clase de ladridos: algunos en sordina, otros roncos, otros solamente vivaces. En la madrugada

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era sólo un lento gemido. Después suplicaban con un llanto más o menos pueril, intercalados por gruñidos
tiernamente violentos. Más tarde eran los ladridos que todos conocen: celosos, ufanos, ¿quién sabe?
Su madre entonces salía al patio en chinelas agitando los brazos. Les hablaba. Nunca le había
puesto atención sobre qué les hablaba. Le parecía absolutamente normal. Pero ahora creía que la vieja no
estaba tan bien del techo. ¿Se estaría volviendo loca? Si esto era así, no habría de alcanzar la
oportunidad de resarcirla de toda su indiferencia del pasado, y acabaría por llevarla un día al cementerio,
adolorido por toda la mala sangre que le circulaba por las torcidas venas.
Entonces todo sería peor. La fuerza del ángel se hizo sentir sobre su tórax, oprimiéndolo no como un
ángel oprime, sino como un águila se posa sobre una presa: “Quizá fuiste un bruto con tu mujer, pero tu
vieja está viva..”.
Los ladridos ya estaban subiendo las escaleras con implacabilidad. El hombre se puso de pi e.
Tendió rápidamente la cama y se fue al baño. Allí se paró ante el espejo mirándose la barba crecida,
siempre escuchando los ladridos. Su madre estaría saliendo al patio en este momento. Era lo mismo de
todas las mañanas. Su mano aplicó de inmediato un poco de espuma de afeitar. Los ladridos ya estaban en
la puerta, apretujando. Otto estaría ahora disfrutando de las caricias de su madre. El amigo que la
protege, Otto. “Su barrio está lleno de amigos”, le dijo el médico.
La navaja se deslizó de arriba hacia abajo. El pelo fue barrido completamente de raíz. “No son
celos, pensó, es indignación”. La navaja no se detuvo sino hasta la barbilla. En ese punto, la mano quiso
abrirle un boquete por donde saliera un poco de frescura. La frescura que anida dentro, como un tónico.
La cabeza se retrajo, advirtió el peligro, la trampa; y desde luego la mano siguió su camino tironeada por
su naturaleza, por una orden-relámpago. Finalmente, los ladridos entraron; el hombre se mojó el rostro.
Tiritó.

En la densa soledad que principió a carcomerlo, Laura fue su más próxima confidente. Aunque
distaba mucho de amarla, estrictamente hablando, ella se había encargado de darle atención y de
escucharlo, desde el día en que todo acabó con Míriam. Supo darle aliento cuando todo se puso contra él,
tratando de que viera la afición de su madre por los perros, no como una aberración sino como una
cualidad. Se esforzó en ofrecerle razones filosóficas mientras caminaban por un parque.
–¿No fue Diógenes el que dijo aquello del amor por su perro? ¿Sí? ¡Ahí lo tenés! Y vos armando un
barullo porque una anciana sola tiene la misma afición. No sos nada justo, se me ocurre...
–Diógenes nunca fue madre –completó rabioso–. Las madres aman más a sus hijos que un hombre
amargado a sus compatriotas. ¡Esto ya es el colmo! No la defendás. La vieja es casi inaccesible. Vive en
el mundo donde todavía soy su Nachito, ¿me entendés? Acaso no me mira ni como un hombre real. Me
pregunto qué hablará con el perro ese.

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–Es una compañía inocua, Ignacio. Insistí. Acercate más. La mujer está vieja. Su mente no es la
misma, ¿no has pensado en eso?
–Claro que sí, y eso es lo que me aterra. Que no exista un punto de unión entre nosotros dos. Sé que
es tarde para esperarlo. –Cuando dijo tarde sintió vértigo. El poder de su ángel lo embistió desde sus
vísceras. Un rumor de agruras–. Yo que la había obviado –prosiguió– y ahora la vida me impulsa de no sé
dónde a encontrarme con ella, cuando su gran aspiración diaria es ver pasar bien a sus animales.
Laura lo llevó casi a rastras hasta un cercano café donde la conversación siguió otro cauce. Esa
noche Ignacio supo que Laura había llegado un poco más al fondo; pero no quería cantar victoria. Todavía
estaba dolido con la separación. No tenía muchas ganas de formalizar nada con nadie ni siquiera con una
diva. En el café, un poco más tranquilo, sus ojos miraron adecuadamente a la mujer que lo trataba de
consolar en medio de un alienante desorden. Sus gesticulaciones eran mesuradas. No distinguía ninguna
impostación o condescendencia que pudiera ser sospechosa. Ella bebía su café despacio. No como
Míriam, siempre con la taza moviéndose entre sus dedos de laboratorista química. Dedos alargados,
espátulas insaciables que ponían aquí un objeto y lo llevaban después hacia otro lado, s in ninguna
justificación. Míriam era solo dedos asechando, señalando.
–Respirá tranquilo –le dijo Laura acariciando su chaqueta–. Sé más natural con tu mamá, ya verás.
La idea de ser más natural le gustó y se fue a la casa con un dejo de alegría. Temprano aún, se
encontró a su madre leyendo la Biblia, y hasta se sintió orgulloso de que pudiera todavía leer algo a su
edad. “La vieja siempre ha leído, desde que yo tengo noción”, se dijo, saludando vivamente.
Durante la cena su madre apenas probó bocado. Parecía triste bajo la luz amarillenta de la lámpara.
Aunque a veces hablaba de más de los perros, era evidente que ahora en su silencio ofrecía un aire
doloroso. Después de un rato de sondear en el alma de la vieja, ésta empezó a abrirse:
–No sé, Nachito, no sé. Otto está muy triste; hoy casi no ladró nada. Es un perro que está hecho para
juguetear. He visto a través de sus ojos... Hay como una sombra detenida en ellos. Los perros ven ángeles,
¿sabés? Algunos son tenebrosos, se obsesionan con el mal de un hombre. Lo acosan por todas partes. Los
perros temen al hombre poseído por un ángel del bien. Es lo mismo que un hombre poseído por un
demonio. No hay diferencia.
Ignacio sonrió mirando el fondo de una sopa que se estancaba en un lecho de papilla y ramitas de
perejil. ¿No era gracioso? La vieja sabía ver en el fondo de sus animales. A estas alturas, sin embargo,
creyó valioso aplicar lo que Laura le había aconsejado: demostrarse natural, ganar terreno en el ámbito
de la locura de la madre.
–Bueno, mamita, tal vez se ha enfermado, ¿no creés? No niego lo otro, claro que no. Pero debemos
probar con un veterinario.
–Lo que ese perro sabe es lo que lo ha enfermado –contestó la mujer mirando hacia adelante, hacia
un lugar sin límites–. Ha visto algo que lo aterró.

14
“No había duda, reflexionó Ignacio, la anciana ha iniciado el camino hacia la demencia senil. Hasta
el momento no he sido lo suficientemente útil para ella. Quizá ya nunca tenga oportunidad”.
El pensamiento fue seguido por un sacudón que le empezó desde el estómago, buscando locamente
su cabeza. Allí la voz del ángel dijo: “Ya lo ves, los animales se le han metido dentro de su alma. Ellos
parecen inocentes; pero desconfiá. Los bichos se nutren de ella. Sólo te doy un poco de esperanza. Si la
perdés, será tu culpa”.
Al día siguiente llevó el perro al veterinario. Con su madre en el auto, el animal se hacía el
inofensivo, el doliente. No logró engañar a Ignacio. Él seguiría el juego hasta el final, porque tenía muy
clara su misión: devolver una madre al mundo.
Su agitación, de inmediato, halló un motivo cuando el veterinario no encontró nada malo en el
animal.
–El perro sólo está deprimido –diagnosticó–. Si nos vamos a los hechos, goza de una gran juventud.
De vuelta, la anciana volvió con su perorata. ¡Estaba hastiado!
–Otto no está enfermo, ¿ves? Es otra cosa lo que lo puso así.

El asunto enseguida se fue complicando. Ahora la vieja hacía que el perro se quedase dentro de la
casa, durmiendo sobre los sillones, envuelto en mantas como un niño. Estaba completamente abstraída en
el mal del perro. Hasta empezó a encender velitas a unos santos curativos de los que omitió el nombre.
De vez en cuando, el perro lo miraba desde su lecho, como de soslayo, para saber quizás cómo se la
pasaba con la idea de cortar su influencia del camino de la mujer. Sus ojos parecían tiernos; pero no caía
en la celada del demonio que sí tenía vigor para dejar limpio el recipiente de comida. Era evidente que el
animal se hacía. Aunque su teatro debía terminar. “El desgraciado da más faena a la vieja. Al darle su
vida, se ha convertido en un monstruo. Debo acabar con él”.
El reconocimiento de esta verdad lo impulsó hasta la farmacia donde obtuvo un potente veneno, que
supo combinar entre unas hilachas de carne adquiridas para la bestia. La espada del ángel, desde su cénit,
lo dirigía. En su actividad, casi se sentía colaborador con la felicidad no solo de sí mismo, sino del
mismo universo.
Al volver con el fatídico paquete, no encontró a su madre despierta. Para cerciorarse se asomó a su
cuarto y la vio dormida bajo el mosquitero. “Un montoncito de huesos”, se dijo velozmente.
Ya en la cocina, a sus anchas, preparó el alimento fatal. El resto de la ponzoña lo arrojó por el
fregadero. Aderezó la carne de manera que la inteligencia oscura del animal no oliese una artimaña.
Ufano del aspecto de las salsas en el lomito, pensó que podría ser una vianda atractiva hasta para los ojos
de un vegetariano.

15
Con la carne en el recipiente de Otto, se fue en su busca. No lo encontró sobre el sofá donde al
animalejo se le había asegurado su convalecencia. Su olfato se aguzó. Es probable que también se sintiera
un poco descompasado, pero el poder angélico lo instó para que continuara.
En un vistazo que dio ante el living, vio su negra figura sobre una felpa. Sus ojos también negros se
mantenían a la expectativa. Cuando Ignacio se adelantó, la cabeza canina se fue incorporando.
Por un instante, el hombre sintió que todo era una crueldad. El animal hasta parecía alegre de su
presencia. “Creo que ha movido la cola”, se dijo depositando el recipiente a una corta distancia de aquel.
El ángel le advirtió apenas con un susurro que se trataba de una treta. “Es el demonio que está en él”,
dijo.
El perro se levantó con la pereza habitual de un ser mimado y olisqueó la carne, sosegadamente.
Sus ojos se volvieron hacia el hombre un instante, y lo que vio lo hizo retroceder. Sobrepujándolo un
instinto invencible, apreció el olor del alimento.
El ángel de Ignacio se alargó para ver cómo limpiaba, olímpico, todo el contenido mortal. Una vez
terminado, Ignacio se sentó en el sillón de la vieja. Le pareció excitante esperar unos minutos. Fue
simultáneo, también, un sentido de aflicción profunda. El perro, relamiéndose, lo observó una vez más,
volviendo sobre la felpa, mientras a ambos los cubrían las sombras de la tarde.

16
El aniversario

Tú callas y ella habla, tú hablas y ella enmudece; la


gran puerta de la caridad está abierta de par en par, sin
ningún obstáculo enfrente.
YUNG-CHIA TA-SHIH

–Bastante falta me hacía –dijo Berta, después de mirar sin interés el contenido del paquete.
–¿No te gustó el regalo? –preguntó Julio con inquietud.
–No se trata del regalo –balbuceó la mujer con el temple impalpable de una hoja.
–Ah, bueno, ¿entonces se trata de mí? –interrogó Julio.
Como si la hubiera despertado de algún hondo sueño, Berta se acercó al hombre y lo estrechó con
sus menudos brazos. En la gran sala se podía oír el tic tac del reloj y los alientos de los esposos.
Oso, el perro del patio, emitió un bronco ladrido.
–No se trata tampoco de vos –explicó al fin–, pero... no sé... a veces pienso que vivimos por poca
cosa.
El rostro de la mujer se alargó seriamente en esta respuesta. Sus cabellos, caídos sobre sus
hombros, agravaban su tirante fulgor.
–Conque de nuevo esos libros budistas..., o como se llamen –sentenció el hombre–, si hubiéramos
adoptado un niño... Bien que estarías ahora entretenida...
El silencio volvió a cubrir a los dos. Sus miradas se extraviaron por las repisas, las alfombras, las
lámparas. Todo estaba sumamente ordenado. Para que invadieran las polillas o las cucarachas tendrían
que pasar décadas, siglos, calculó Julio con celeridad.
–No te hablo de esto porque no pude tener hijos –dijo la mujer–. Sólo he venido pensando que por
encima de todo quizá hemos esperado por otra cosa, y creo que el temor de morirme no es tan profundo
como el temor de no vivirme.
–¿Qué otra cosa? –se apresuró a preguntar Julio, con la certidumbre de que la mujer iba a adoptar
algún aire dramático.
–No podría decirlo.
–Algo de este mundo, supongo... –repuso Julio con cierta capciosidad.
La mujer se quedó con los ojos clavados en el pequeño acuario que tenían de frente. Notó que los
pececitos se movían bajo la norma de un juego que solo ellos entendían. Bailaban desplegando sus aletas
de colores. Una idea vaga le rozó la cabeza y pensó que hasta la menos elegante de tales criaturas, no sólo
tenía mejores vestidos que Salomón, sino contra el infinito cansancio de ser rey o vagabundo.

17
Julio se hundió en el sofá. Una de sus manos, como algo externo a él, hurgó en la bolsa de su camisa
y sacó un cigarrillo. Sin visible deseo, lo mordió unos instantes y lo arrojó sobre la mesita. Esos temas
siempre le daban vértigo. Ante ellos sentía una repulsión instintiva. Suficiente le parecía la lucha contra
sus deudas, el trabajo o la hipocondria, como para asomarse a los mundos de las preguntas que no tienen
respuesta.
–Tengo la sensación –interrumpió Berta–, de que nos perdemos algo de la vida. Algo nunca visto
por su forma y porosidad. Me espanta el no poder vivir como las ramas, donde trepa el fluido mágico y
nutritivo de un poco de sol.
Oso empezó a ladrar desaforadamente. ¿Qué perseguiría el animal? Julio se levantó y se asomó por
la ventana. Observó al perro juguetear con algunas luciérnagas, y más allá, por encima del muro,
contempló otras casas que se hundían entre rejas. Berta también se había levantado y contemplaba la
plácida silueta de la noche. Pese a la claridad del cielo, las estrellas parecían haberse escondido.
Imaginó que otros hombres y mujeres también habían escuchado el ladrido y que buscaban, ¿quién sabe?,
las huellas del pillo.
–¿Qué inquietaría a Oso? –musitó el hombre–. Los perros de este barrio casi nunca ladran.
–A veces creo que hay algo precioso allá afuera. Algo que hace de nuestras vidas pasajes
insignificantes. Tal vez eso lo sorprende y atemoriza.
El hombre miró turbadamente a la mujer. ¿Qué podía ser más valioso para su esposa que su propia
vida o la de él, y cada una de las cosas que habían logrado? Afuera sólo había el peligro. Eso que el
perro olfateaba y repelía hacia el fondo.
–¿Qué puede ser tan valioso? –espetó el hombre enfadado–. ¿La intemperie, la falta de vestido, el
hambre? ¡Aquí tenemos calor! Miles de hombres trabajan para hacer estos muebles cada día. Estas
paredes te protegen del crimen. ¿Cuántos seres estarán tiritando esta noche en el frío de la calle?
La voz del hombre se disipó en la sala y se hizo ostensible un silencio agudo. ¿Qué podía haber
afuera?, pensó Berta. Aún no llegaba a precisarlo, pero sabía que desde hacía mucho tiempo, ella venía
arrojando algo hacia afuera. Sus padres y amigos empujaron con ella. Ahora su esposo la ayudaba a
empujar, día tras día, noche tras noche. Sin embargo, había minutos en que la Cosa empezaba a ejercer un
peso enorme y ella sentía la asfixia, el temor de no haber realizado nada, de haber pasado inútilmente.
Entonces no había escape. No había forma de poner obstáculos. Cuántas veces había tenido que
renunciar al esfuerzo por interesarse en algo: una reunión... un quehacer aparentemente novedoso... un
viaje. Porque la Cosa la apretaba contra la tierra, y las nubes y el sol y los astros que apenas infundían su
luz abstracta en los modernos telescopios, le caían sobre el corazón como una lluvia terrible. Entonces
lanzaba un ademán que parecía un asentimiento. No quería inspirarle a nadie la sensación de que había
perdido toda concatenidad. ¿Cómo habría entonces de presentarse en público?

18
–Te comprobaré algo –prorrumpió Julio corriendo hacia las escaleras. Al cabo de un momento bajó
con aire desafiante y blandiendo una pistola en la mano. En su rostro se había operado una transfiguración
y se le percibía el jadeo del que no quiere proseguir con una idea subyugante–. Cuando el perro ladra
significa que los ladrones andan cerca. Vivimos en un barrio seguro donde los veladores resguardan las
esquinas. Todos pagamos la cuota. Pero siempre penetra el ladrón. Sí, mi amor, no hay que subestimar la
astucia del maleante. Siempre alguien penetra con la intención de dañarnos. –Abruptamente, Julio salió al
patio y la mujer lo siguió con cautela. Cuando Oso los avistó, vino gimiendo hacia ellos–. Esta pistola –
dictó el hombre elevando el arma con cierto tono didáctico– puede acabar en un instante con el peligro. Si
Oso no puede contra alguna cosa, todo lo remedia este pequeño artefacto.
Embebido, Julio apuntó con su arma por encima del muro y lanzó un disparo. El animal reaccionó
haciendo un brusco giro sobre sí mismo, y luego se postró, asustado, a los pies de su ama. El eco del
proyectil se extendió como un rasguño sobre una lámina de zinc.
–¿Qué hacés? –le dijo Berta.
Sabiendo que se había excedido con su mujer, el hombre sonrió.
–Cualquier cosa que hayamos dejado fuera de la casa –explicó un poco avergonzado– ¿podría ser
valiosa para alguien?
Berta recorrió la noche con una mirada de apremio. ¿Qué vieja razón tendría su marido? No. Había
algo que venía desde el éter, de los montes lejanos, remontando la corriente marítima. Una fuerza que
salía de los cráteres, lagos, siembras, desiertos, y que se acercaba con tensión felina.
A veces, en alguna hora de la oscura noche abría la puerta con la sensación de que se enfrentaría a
eso. Pero sólo veía el frontón de las casas, el zigzagueo de las antenas, la aurora artificial de las luces en
el horizonte. Aunque fuera peligroso, pensó, ella quería mirar de frente y penetrar a eso con los brazos
abiertos.
Rápidamente, Oso olvidó el estruendo y empezó a correr hacia los vértices del patio. ¿Lo
inquietarían las luciérnagas que bajaban y subían del muro? Julio ocultó el arma en el bolsillo y abrazó a
su mujer. El viento empezaba a soplar húmedo. Las luces distantes se iban apagando detrás de las
ventanas. Las formas de los edificios parecían criaturas místicas en actitud de adoración.
El hombre y la mujer penetraron en la casa y subieron al dormitorio. Julio empezó a silbar una
canción conocida. Y después se quedó quieto. ¿Había algo más de qué hablar? Berta miró el cascarón de
la vida de Julio sobre la cama: una pulpa llena de flujos y electricidad. Estaba sola. Y oía con
desasosiego el ruido que emitía la cadena de Oso. Era un ruido enorme que caía como una red sobre el
techo. Algo duro y cruel. Y se propagaba sobre todo el mundo.
Hacia la medianoche Oso empezó de nuevo a ladrar. Después agitó violentamente la cadena y
sobrevino una gran quietud. La mujer recordó las precauciones de su marido y quiso despertarlo. Sin
saber por qué, ni siquiera intentó hacerlo. Se encontró de pronto en medio de la sala tanteando muebles en
la oscuridad. ¿Qué le habría pasado a Oso?, pensaba, tratando de no sugestionar su espíritu.

19
Cuando se asomó al patio recobró la calma. Oso yacía sobre el césped y la luz del reflector
indicaba que el orden proseguía intacto. Oyó el sonido perfecto del reloj y lo sintió crecer. Qué necesario
era dormir ahora. Sin embargo, estaba demasiado despierta.
Mientras apoyó un pie sobre el escalón, escuchó el viento golpear las paredes. ¿Sería sólo el
viento? Parecía el viento acompañado de algo más. Una especie de membrana sutil y vibrante. Un extraño
magnetismo la llevó hacia la puerta. La mujer salió de la casa y se quedó fija en el umbral. Sus ojos se
abrieron a la noche. Pero no había nada diferente. ¿Sería tal vez, que ella no veía lo diferente, que se
resistía? Su mirada hurgó en el cielo, los tejados, a lo largo de las tranquillas calles. Sintió odio y
desesperación por no entender. Pero la Cosa continuaba allí, frente a ella.

20
Trajes-mariposa

La actitud de Ariel fue enfática en cuanto al enfrentamiento del problema: “Ya es hora –me dijo–
andá y le decís que nos queremos; no más tardanzas”. Bien podría resultar claro a sus designios, porque
sería yo la que, al fin, debería correr con la pena de defraudar al hombre que había amado hasta ahora.
Hasta que Ariel apareció, de modo distinto, extraño, con acariciante vocecilla. Al mirarme, entonces,
dubitativa, se molestó mucho y me dejó plantada. Esa misma noche lo llamé y le dije que actuaría según
lo estipulado. Su maullante voz me hizo cosquillas por el auricular prometiéndome las delicias de su
amor tierno.
No pude dormir. La idea de enfrentarme con Valerio me hizo sudar sobre la almohada, como una
enferma. ¿Cómo tomaría el asunto? ¿Lloraría ante mí o me voltearía la espalda, después de encogerse de
hombros? Todo estaba por suceder. Y la posibilidad me hacía sentir que el universo se ramificaba en
miles de rutas de una oscuridad insondable. Sentía en la cabeza un tumulto de sangre golpeando por
doquier. ¿Y si muero antes de un derrame cerebral?
Las chicas de la boutique no me auxiliaron más de lo que es común en estos casos. Ensayaron miles
de propuestas, unas más crueles que otras, pero todas triviales. Sin excepción. No por ser yo su jefa
debían comportarse tan predecibles en un asunto de tanta envergadura, y aun así, su celo y disposición
enfermiza me daban asco. ¿Todo ya lo han visto en la televisión? ¿Se creen sabias? ¿No hay para ellas
algo que escape al determinismo sentimental en el que muchas se hallan esclavas? Decidí trazar un muro,
entre ellas y mis problemas, aduciendo que me destruiría tanta dedicación y charla al respecto. Quedarme
sola con mis dificultades fue mejor.
Me sentía ahora más firme y decidida para buscar a mi antiguo novio y contarle la verdad; pero
también creo que lo llegué a considerar más valioso que Ariel. Meditaba que Valerio poseía más
dominios en el mundo concreto y que sus manos tocaban las cosas con mayor énfasis. Algo contrario a
Ariel, que me parecía muy translúcido. Casi invisible a ciertas realidades.
Nunca he sido indecisa. Mis amigos me conocen por tener criterio definido; pero ante el corazón me
quedo en la penumbra, en un sombrío eclipse lunar.
Cuando tenía una llamada de Ariel le inventaba un gran negocio en cierne. Cuando era de Valerio,
la misma excusa. Finalmente, cuando ya no pude contener la beligerancia amatoria de los dos hombres,
les formulé una excusa irrebatible: “He entrado en una crisis profunda, necesito tiempo”. Ante este
misterio mujeril los hombres se atrincheran y nos dejan hacer.

21
El trabajo en la boutique me impidió que diera pasos imprudentes. Empecé a salir tarde, y me
atreví a hacer esos diseños que siempre rondaron mi imaginación y que nunca habían sido concretados.
Fue así como produje varias prendas que, por esas cosas de la vida, merecieron un comentario de una
importante revista de modas. La eficacia del producto me hizo repensar mi papel de modista y acometí
más desafiantes tareas.
Comprobé, desde mi escondite, que los sentimientos de amor pueden ser contenidos y que ninguno
de ellos tiene metas. Cuando sentía abrirse en mí el dolor por la pérdida de alguno de los dos hombres,
esperaba que dicho dolor rondase a su gusto. Esa fría imprecisión de no saber nada, conjuntamente con la
dicha de que dos seres estaban a la expectativa de mis sentimientos, tenía un sabor que degustaba mientras
medía la tela y cortaba, en un juego que no poseía ni siquiera por finalidad el hacer un nuevo vestido para
señoras de clase, sino el replegarme sobre mí misma y exudar a través de mis manos, quizá como los
artistas, una impresión suficiente de lo que navegaba en mi interior.
Recuerdo la noche, después de comer papas fritas y hamburguesas, que las tijeras tomaron vida
propia. Una energía semejante a la electricidad bajó por mis manos hasta dicho instrumento. Al fin de la
jornada, cerca de la hora próxima al amanecer, había acabado con mi primer traje de noche que lució el
maniquí para la soledad de la avenida.
Las primeras impresiones no se dejaron esperar entre las clientes que se rieron de mi traje. Pero
una vez que cierta señorita prestigiosa la usó para un reportaje televisivo, la boutique no dio abasto.
Todas querían el nuevo traje, con variaciones, pero, en definitiva, todas ansiaban vestir el atuendo más
increíble que se haya producido en una ciudad pequeña.
En otros lares los diseñadores bordean la extravagancia hasta la exasperación. Ellos son parte de un
sistema cansado que la busca para sentirse vivo. Mi traje de noche, en cambio, estaba hecho con el
carácter propio de las vainas que recubren las semillas.
Pomponio Amador, un comentarista de modas, dijo al respecto: “Vanessa no solo ha llegado a un
nuevo concepto del traje de noche. Ha pretendido explicarnos, también, que el cuerpo no está hecho para
el vestido sino al contrario. La tela es solo una envoltura, una vaina que resguarda una promesa, un fruto.
El escote está hecho como una abertura accidental; no como el acostumbrado corte que lo exhibe”.

Un desfile de nuevas invenciones afloró para los meses siguientes. Mientras almorzaba con una
vieja amiga, vimos desde la terraza del restaurante el paso migratorio de miles de mariposas. ¿Habíamos
olvidado que, para este tiempo, ellas fluían sobre esa parte de la ciudad?
–Creí que se habían extinguido –soñó mi amiga–. Acordate cómo nos gustaba cazarlas. Pero no
éramos unas niñas perversas.
–Era un rito –sentencié sibilina.
–¿Cómo dijiste?

22
–Era un rito, Maruja. Las tomábamos desde las puntas de las alas y las dejábamos agonizar.
Después las llevábamos con nosotras por todas partes. En los libros, debajo de la ropa del armario, entre
los pañuelos. Queríamos empaparnos de su esencia. No creíamos en su muerte.
–Nunca las percibiremos como cuando éramos niñas –añadió–. Ahora las podemos ver que saltan al
parabrisas del carro, y ni siquiera eso nos conturba. ¿Puede una hacerse tan insensible?
–Nos dieron otra indumentaria con el tiempo. Lo bueno de la vida es tan frágil como una mariposa y
nada que no se le compare merece nuestra devoción.
La charla hubiera pasado inadvertida, pero mi amiga había abierto un boquete desde mi infancia, y
de camino a la boutique imaginé toda clase de mariposas: enjambres, bellos tonos y lánguidos diseños de
alas.
Bien pude haber desechado la idea por estrambótica, pero pensé que en este país la gente no se
decide a nada, y que el subdesarrollo incluye una dosis de timidez y miedo a la imaginación. Aquella
misma tarde ordené a las chicas que me trajeran de un mariposario local las publicaciones más
importantes sobre el tema. Cuando tuve las fotografías a mano me pareció estar frente a una inagotable
posibilidad.

Las mujeres quizás han sentido cómo su vida se despliega en la vida de la mariposa. Con los
vínculos amorosos, la entrega a la tradición y la llegada de los hijos, la condición ligera y luminosa de
desplegar las alas, jugar entre la luz, y anunciarse con sutiles colores inasibles, se pierde. Es algo
inexorable. Sin embargo, nos queda la nostalgia y nos persigue por toda la existencia. Esa nueva etapa en
realizaciones fue de una índole que tomó por sorpresa a quienes seguían los pasos de mis producciones.
De mis manos empezaron a salir casacas, abrigos, chaquetas que sugerían los momentos de una vida que
se perdió entre las mujeres para convertirse en madres, esposas, competidoras.
Comprendí, finalmente, que Ariel era solo un subyugador. Con sus exigencias me quería atenazar a
su propio campo de hombre situado en una sociedad que valoraba sus éxitos. Aunque sus demandas por
verme se hicieron obsesivas, tuve que ser firme y aclimatarlo a la idea de que ya no sería más suya. Igual
sucedió con Valerio, que, para mi sorpresa, esperaba el fin total, sin retrocesos. De seguro ya había
establecido otra relación.
Por fin, libre de mis cortejadores, pude experimentar, no sin vértigo, que todo el amor pasado no
era más que un pobre sustituto. ¿Amaba yo a esos hombres? ¿Qué habían significado para mí? ¿Por qué no
había podido decidirme por alguno de los dos? Contrario a todo ello, mi trabajo me fue comprobando que
había estado metida en una telaraña y que gracias a las tijeras, cortaba los nudos con los que fabricaba las
imágenes vestidas por otras mujeres.
Construí la piel que hubiéramos tenido de no habernos entregado al mundo varonil con su urgencia
depredatoria y a su necesidad de un cuerpo femenino idóneo a su directriz terrestre. Mis telas imitaron

23
diversas alas. Grandes o pequeñas. Tenebrosas o primaverales. Estas se extendían por todo el cuerpo de
la mujer queriendo apropiarse de sus formas, o quizás, suplantar aquellas zonas donde el hueso parecía
seguro.
El hueso es materia que se aviene con el mundo del hombre. Ciudades óseas, ejércitos con largos
fémures lanzallamas, espantosas divisiones sociales como vacíos insalvables de una costilla a otra. Todo
lo estatuido por el orden patriarcal tiene palancas, grúas, aspersorios. De ser tan útil nadie es feliz. Todo
es rígido y supervisado.
Mis trajes querían llamar la atención sobre ese mundo posible, donde más que la utilidad de la
osamenta, fluyen los cuerpos como mariposas en el festivo calor cenital. Muchos artistas me vieron entre
los suyos y los críticos trataron de suscribir mis diseños como mezcla de una moda rebelde y una
escultura del porvenir. “Sí –les dije–, he empezado a ver los cuerpos del porvenir, y les aseguro que solo
tienen de esqueleto lo que las cigarras”. Estas nuevas realizaciones podían ser tenidas como valiosas para
la decoración, pero nadie optó por vestirlas. Las compradoras las usaron para lucir maniquíes y decorar
las salas de sus mansiones. Todo el sentido de la magia fue brutalmente omitido por todos.
El día que presenté mis trajes en una exhibición pública, una mujer emperifollada y su magnate
esposo quisieron trivializarme:
–Son como una segunda epidermis, ¿verdad, linda? Y esas alas tan extravagantes, ¿qué sentido
tienen? ¿Es que hay algo parecido en Europa donde todo ya está hecho? Desde trajes en forma de baño
hasta vestidos de noche que copian las escafandras de los cosmonautas.
–No lo crea. Nadie ha pensado hasta ahora en los trajes-mariposa. Tal vez, han realizado algo
similar, pero lo mío se pliega más a una añoranza que a una imitación tosca.
–¿Está segura? –sonrió su marido con la copa de vino tinto casi en los labios exangües.
La mujer le palmeó el antebrazo, como si quisiera dominar una burla incipiente.
–Yo he confeccionado estos vestidos pensando en la volubilidad del cuerpo futuro. Cuando nadie
quiera una vida compleja, llena de estructuras, la naturaleza se dirá: “Es hora de que el hombre y la mujer
tengan alas y surquen los cielos”. A partir de allí, los cuerpos se volverán transparentes, los sentimientos
serán ligeros y las pasiones no nos ahogarán en cuerpos tan pesados. El amor será el deseo libre de cada
uno.
Argumentaciones similares me fueron ganando reputación de loca. Y era lo último que podría
faltarme: convertirme en personaje nacional para el obsceno disfrute de todos. Aunque trabajé duro en
mis producciones, ya era considerada excéntrica. Y este membrete era la mejor excusa para matar la
alternativa en el mundo. Así que en la búsqueda de un traje cada vez más cercano a mi sueño me consumía
la impotencia.
Entre el entusiasmo y el sentido de inutilidad de mis visiones rompía a veces el curso de mi trabajo
para arrojarme a festines en sitios distinguidos. De allí me acompañaron muchos hombres esbeltos a mi
cama. A algunos los analicé en la incertidumbre de la penumbra como simples oportunistas sin ventura.

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Un instinto destructor, dentro de mis junglas hondas, salía para decirme que todo mi trabajo era vano. Este
me llevó por recodos más abisales.
–Es la búsqueda de lo celestial lo que te ha hecho esto –me dijo una muy querida amiga, al verme
en una espantosa crisis–. Es mejor que volvás a tus trajes simples. Quien oye a los ángeles paga con su
razón. No lo dejarán en paz los demonios.

Después de convalecer, vi de nuevo cómo se repetía la demanda de mis creaciones: los trajes-
mariposa. Creí caer en la nueva trampa de la sociedad: amarrarme al éxito. Si el medio no había
entendido mis trabajos con la tela, si nadie había percibido que lo deseado por mí era traer la edad
preciosa de la vida para que todos sintieran pena, y también, por un minuto, el fugaz vuelo de la mariposa,
y todas sus correspondencias con la luz, entonces había perdido.
Una noche prendí fuego a la boutique. Miré el espectáculo desde una esquina, antes de que
arribaran los bomberos. Me contentó saber que ya nadie podría tergiversar mis producciones.
En el aeropuerto esperé el vuelo hacia un país desconocido. Intentaría nuevamente explicarme ante
otras gentes.

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El odioso salvaje

La lluvia se inició de golpe y fue recia durante todo un mes. Odió los zapatos húmedos y los
cigarrillos asimilados en los cafés próximos a la Facultad. Algo le indicaba que pasaría muchas horas en
la biblioteca. Las conversaciones se tornaron insoportables. Los rostros, predecibles. Sintió asco por la
tertulia de sus compañeros y se demoraba sobre las zonas verdes, mientras se acercaba la hora de clase.
En los intermedios, se metía en algún libro para evitar el diálogo. De lejos escuchaba la palabrería. Vivió
dos semanas con esa actitud quisquillosa. Pero las mismas semanas que pasaba recluido en los rincones
del edificio de Letras no le cayeron nada bien. Cuando quiso volverse más social ya estaba torpe,
inubicable, extraño.
Esa tarde, se le metió en la cabeza hablar con Ilse, una estudiante de Derecho, previo al inicio de la
clase de Ética Profesional. Solo había cinco estudiantes matriculados. Aprovechó que estaban solos.
–¿No se hace tanta lluvia contra la felicidad? –dijo con un tono poético.
–¿Cómo dijo? –bufó la mujer. La mujer era linda, pero tenía esa cara contradictoria entre lo
angelical y lo materialista, entre lo suave y lo cruel.
–Los cielos encapotados, la humedad espantosa que precede a un aguacero, los grises y verdes,
como si viviésemos en un antro de musgo, ¿no la deprimen?
–Me es indiferente. Para este curso, haga sol o lluvia es lo mismo.
–Si me disculpa, casi todos viven en lo mismo. Las gentes se encierran en sus propios caparazones,
pero solo esta galaxia tiene trillones de estrellas que nos destruye por completo el sentido de aisl amiento,
de monotonía.
–Mo-no-to-ní-a... –repitió la mujer en un acto mecánico.
–No invento estas cosas. El ser humano está estructurado por máquinas que lo impulsan a realizar
labores tan complejas como peinarse. Pero si hablamos del fuego que debe existir en él, de la gran
hoguera que debe acompañar a toda vida, me temo...
–¿Disculpe?
–Lo que trato de decirle es que la proximidad es importante. Por ejemplo, usted siempre está seria.
No me lo tome a mal. Puedo sentir que los interminables días de lluvia de este valle solo benefician a
cierta clase de tristeza, que muchos parecen haber aceptado. La selva tropical es lo único que puede vivir
aquí, y su fantasma nos aniquila. ¿Ha visto el aumento en las alergias últimamente? La gente debe tener
más cosas en común. Un rostro bello como el suyo no debería apagarse...
–Hay cosas en qué pensar. A esta hora siempre ando con hambre. Pienso en comida.

26
–Bueno, sí. Comida. ¡No! ¡No! No es eso lo que quiero decirle. Mire, podríamos hacer algo raro en
este momento. No se asuste. Algo trivial, pero fantástico. Sólo para dar un salto más allá de esta noche.
–¿Qué?
–Si me dejara besarla, sólo por conjurar este aburrimiento...
El exabrupto tuvo que ser explicado meticulosamente. Y aunque la mujer adujo comprensión a la
tropelía, las miradas que le lanzó durante la clase le parecieron por momentos de indignación y de
cuidado. Una sudoración lenta y ardorosa le bajó por las patillas y la nuca. Sólo cuando estuvo en su casa
se rió de sí mismo con toda libertad.
A la mañana siguiente se dirigió a la plaza con el fin de recorrer los cuatro kilómetros de rigor. El
sol le daba en plena frente. Los pájaros, turbulentos, discutían en las copas de los árboles. El sonido de
vida del vecindario le dio humor. A su paso el césped rezumaba el olor previo a la lluvia vespertina. Las
enredaderas de los muros se extendían amarillas, rojas. Todo su cuerpo fue penetrado del ritmo
mañanero. Hasta pudo volver a sonreír cuando rememoró lo sucedido en el curso de Ética Profesional. La
cara de asombro de la estudiante de Derecho se le presentó con todo su apuro. La vergüenza, ya muy
disminuida, le rasguñó un poco las tripas.

De nuevo en la Facultad, escuchó que uno de los estudiantes había desesperado de las letras, la
filosofía y la seguridad de haber nacido en el seno de una familia adinerada, y había tomado al toro por
los cuernos. Armado con ametralladoras UZI, junto con otros reconocidos prosélitos de izquierda, había
sido arrestado en Panamá en un intento por asaltar una sucursal bancaria. En este acto murieron dos de sus
compañeros. Supuestamente, el fin del atraco era reunir dinero para formar un movimiento subversivo.
La noticia, al principio, la tomó con cierto desenfado. Paulino, el estudiante al que muchos
recordaron por su manera de devorar cigarrillos era considerado ahora con horror y respeto. Por algo
fumaba así. Algunos hacían gestiones para su liberación y el día que un grupo de estudiantes lo detuvo con
un listado de firmas en apoyo a la intervención del gobierno, se excusó desde la base de temores
justificados, que los demás vieron como puras majaderías. Había que pensar, según su modo de ver, que
todo intento subversivo podría estar controlado desde las raíces. ¿No podría ser reconocida su firma
desde las alturas remotas de un satélite?
Luego de revisar su indolencia hacia la suerte de Paulino, las chácharas al respecto lo hacían sentir
desvalido. Paulino había hecho algo, erróneo o no; pero había hecho algo. La violencia implícita pudo
desmerecer su acción, pero ¿no era la violencia acaso el motor de la historia? ¿No cacareaban esto
muchos hombres inteligentes?
Paulino empezó a convertirse en un tema por tratar bajo cualquier circunstancia. Unos consideraban
que había descalabrado su existencia. Otros sentían simpatía por su coraje. Había pasado algo en su
cotidianidad. Una ruptura.

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–Imagináte a Paulino con una UZI.
–Y en Panamá. ¿Cómo pudo decidirse?
–Pero no aportó una solución, una mínima solución, ustedes parecen que admiran esa locura.
–Yo no lo admiro.
–Tampoco yo. Se trata de descubrir sus móviles. Era un estudiante más como todos nosotros.
Imagínense, hablaba y bebía cerveza con nosotros. ¡Qué terrible! Pude también haber sido yo, o vos,
Ramírez.
Ramírez sonrió moviendo negativamente la cabeza y dio las espaldas al grupo, que ahora podía
dispensarse de hablar de la última película de calidad o de los aburridos cursos de latín. La palabra
“móviles” se desfondó en espiral hasta su cerebro y hasta la repetía muy bajo en la barra de un bar.
“Móviles, sí, sí, me faltan los móviles”. Espetó.
–¿Otra cerveza?
–No, gracias.

La estación húmeda adquirió a los ojos de Ramírez un brillo nuevo. No dejaba de pensar en los
“móviles” y hasta el efecto de pronunciar esta palabra le parecía mágico. No escamoteaba cualquier
oportunidad para sacar la palabreja. Había que tener fervor, pensaba, ese es el móvil, del latín mobilis,
que por sí puede moverse (...) Lo que mueve material o moralmente a una cosa.
El fervor, sin embargo, fue disminuyendo conforme el episodio de Paulino perdió vigencia. Volvió
al cauce anterior y cuando se le preguntaba sobre el particular, simplemente aducía que no estaba
enterado. En verdad, el caso de Paulino se había presentado simultáneamente a la invasión de Panamá y
eso pesó a su favor. Su llegada al país era inminente. El caso de Paulino había dejado un espacio vacante.
En la biblioteca alimentaba su impaciencia leyendo grandes novelas como La guerra y la paz, o
reuniendo material para una próxima investigación. No se hizo esperar, sin embargo, una nueva noticia
que puso en alerta a todos: En las proximidades de la universidad varias mujeres habían sido violadas.
Como presunto responsable de estas se tenía a un hombre que se enmascaraba con una media de nylon.
Este, antes de ser un pervertido ordinario, sugería caballerosamente a sus víctimas dejarse ultrajar,
enfrentándolas con un enorme cuchillo de cocina.
Una noticia así desalentaba a los hombres y ponía difusas y desconfiadas a las mujeres. No podía
ser de otra manera.
Ramírez, a través de las ventanas de los buses y desde su silla en algún café, inspeccionaba el
rostro de las jóvenes universitarias. ¿Cómo expresaban el hecho tan reciente del violador, cuyo número
de víctimas ascendía a cinco? ¿Qué clase de hombre era, si hasta según la misma versión de algunas de
las agredidas, no tenía ni siquiera mala apariencia? ¿Era el deseo el único móvil? Un gran deseo que lo

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empezaba a perseguir desde su cama apenas abría los ojos. El deseo perruno. La sed callejera. Y todo en
un perímetro como el de la universidad.
–El problema es que vos sos normal, Ramírez –le explicó una estudiante avanzada que creía poseer
ideas geniales–, y no ves el mundo como una selva. El violador, el transgresor en general, no ha salido de
ese ámbito. Vive bajo el yugo de los dioses previos a la sociedad. Está regido por ananké.
–No me considero tan normal. A veces me asusto de lo que pienso.
–Pero tu actitud es cálida... digo, por no decir fría. No podés entender ese reino. Algunas mujeres
como yo tal vez entendemos una cosa así. Es terrible, pero así es. La mujer entiende al transgresor. Ella
también convive en una zona oculta con seres más viejos que la sociedad. Ella sabe por qué un hombre
viola. Pero no es solo por saciedad y sexo. Es también por venganza y deseo de fusión.
La sensación de ser normal lo acompañó quizás una semana. Bajaba del bus, discretamente.
Sintiéndose algo así como un hombre incapaz de matar una mosca, de quebrar un vaso. No había nada
peligroso en él. Nada sería excesivo en su vida. Sacaría la licencia. Impartiría clases, quizás en esa
misma universidad. Se pondría años más tarde unos anteojos que demostrarían su zafia aplicación al
estudio. Hablaría de Borges a los estudiantes agitando una mano temblorosa.
–En este cuento Borges utiliza magistralmente la paradoja de Heráclito como si fuese un tema de
anécdota...
Despertaría cada mañana al lado de una señora sumamente respetable, capaz de sostener con él una
conversación inteligente durante el desayuno:
–¿Qué dice el periódico esta mañana?
–Lo mismo que encontraste ayer: más material deportivo para médicos, abogados y siquiatras.
–Ja, ja... muy ingenioso, amor... ja, ja, pasáme el café.
La risa ronca invadió cada una de sus neuronas. Sintió un escalofrío letal: ese sentimiento de ser
alguien inocuo se fue haciendo un peso excesivo sobre sus hombros.

Al ingresar a otra clase de Ética Profesional se sentó a un pupitre esquinero y sus ojos se
extraviaron. Toda su persona se le representaba como un animalito más o menos amaestrado, expuesto a
intermitentes caídas de ansiedad, que podían ser salvadas con aspirina y cerveza. ¿Dónde estaba su
salvaje?
–El justo medio para Aristóteles era una medida dada por la razón. Pero también podría
considerarse una medida que ofrece cada persona. ¿Cómo podrían entenderse, entonces, términos como
“excesivo” y “defectuoso”?
Ilse, sentada siempre adelante, asentía a la disertación del profesor. Ramírez se le quedaba
mirando, como si quisiera invadir su aparente tranquilidad. “Hay una selva en todo esto al fin y al cabo;
uno no tiene más que desprenderse de Aristóteles, el sabor está en destronar al viejo”. La idea le pareció

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blasfema, pero le dio largas. “Apuesto que la estudiante de Derecho puede oler en mí al odioso salvaje.
¿Acaso las mujeres no lo saben?” Trató de punzarla con rayos invisibles que emanaban de sus ojos. Al
cabo de unos momentos la mujer se ladeó para mirarlo. Sí. Había surtido efecto.
–¿Qué piensan ustedes de lo que dice Ramírez? ¿Será el justo medio una ilusión, una mentira, un
piélago inútil? ¿Está desnudo el ser humano agarrándose a un hermoso código, sólo por el horror que le
causa su mirada en los espejos?
Ilse lo volvió a mirar con astucia. Ya sabía algo de él. Algo más importante que todas las conjeturas
y los libros. Algo fresco como la superficie lunar, totalmente inhóspito y puro. Pronto pareció inquieta. Su
desnudo talón se balanceó como el signo de que había entendido. Sus antebrazos resplandecieron. Una
fuerza superior lo obligó a mirarla con más decisión. Era solo el alargamiento de dos potentes estambres
que la polinizaban. El ejercicio mental le agradó: sus extremidades crecieron como palmeras impúdicas.
“Yo no soy un hombre inocuo, mi amor, soy un bicho que llora en la selva y que quiere destrozarte”. La
imagen, más que la ilación verbal, se comunicó como un relámpago. La mujer erizó los globos cafés de
sus ojos, como si hubiera oído una impertinencia. “Ya sé, pareció comunicarle, quizá sea usted ese cortés
violador del que todos hablan. Un violador que polemiza sobre Aristóteles. ¡Mosca muerta!” La última
expresión fue un leve golpe de abanico, pero en ningún momento un portazo. Esto le encendió una hoguera
en las puntas de los dedos. Deprisa tomó un bolígrafo y lo intercaló de un dedo a otro. ¡Ardía de juventud!
Terminada la lección, la estudiante salió rápidamente de la clase. Ramírez pudo apenas distinguir
su bolso cuando giró hacia las escaleras. Un poco de su cabello se suspendió en medio de un corredor
vacío. Era innegable que ella había tenido una especie de iluminación y que, por unas pautas que él había
sabido mostrar, ¡ahora lo confundía quizá hasta con el mismo violador!
Casi se sintió apenado al final de la noche. Hasta llegó a pensar en la policía; pero no había
pruebas. El verdadero animal velaba ahora detrás de algún matorral. Su olfato perito esperaba el botín. Él
solo podía imitarlo poéticamente, pero al fin y al cabo, lo comenzaba a sentir muy próximo a su corazón.
Su espantosa sed quizás estaba fuera de ley. Como la suya.

Los días se ardieron lentamente y esperó con deseo la próxima clase de Ética Profesional. En el
intervalo, su amigo el violador había consumado otro delito. Las inmediaciones de la universidad fueron
custodiadas. Parecía inasible. Una especie de araña en alguna viscosa y maloliente dimensión, de donde
salía a la luz para alimentarse con la tibieza de terrestres y luminosas mosquitas. Por no ocasionar daño a
las damas con el cuchillo que relucía a la par de una retórica sutil (como de camarero de gran
restaurante), no fue fácil ponerle un apodo popular, de esos que abundan para los infractores de la ley. Se
le denominó chacal, que ya había sido empleado en otro crimen, pero demasiado evocador de saña y
sangre. La ambivalencia en la denominación de un nombre justo hacían del individuo algo así como un

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monstruo invulnerable. Una vez que el nombre diera en el clavo, de seguro caería. Por lo pronto, se
hablaba de violador a secas, cuando si se quiere ejercía la violencia con amabilidad, por así decirlo.
Ramírez se documentó acerca del asunto. Se animó a pasearse por los sitios donde se habían
consumado las violaciones. Y a veces tuvo que contener el asombro por el carácter público de las zonas
sobre las cuales se realizaban las expediciones del agresor. Para aderezar el caso, los diarios habían
aportado un componente nuevo en la actuación del sujeto, que implicaba el uso de su cuchillo de cocina
para cortar las bragas de las asustadas mujeres. La entrada de un elemento de Hollywood amplió el
ángulo de expectativas que se habían esgrimido hasta ahora. Este componente de manoseado suspense
realzaba la mentalidad estereotipada del infame. Pero no había que olvidar que el hombre actuaba contra
tiempo. Digno de un atleta es lograr sus fines con la elegancia debida, sincronizando toda su dinámica con
el poder de dominio que ha demandado su técnica. Una sola pifia, un movimiento discordante, hace que el
atleta se desplome bajo una ola de silbidos.
Imaginar tan solo el detenimiento y la atención que establecía en cortar las prendas íntimas de una
mujer jadeante y horrorizada, estando todo en su contra, como en una carrera de relevos o en una
crispante competencia de autos, no podía más que deberse a un logro de resuelta pericia innata.
El mismo Ramírez empezó a sentir además de una velada admiración, cierto complejo de
inferioridad ante el maleante. Con Paulino había pasado el drama de sentirse descomunalmente eximido
de auténtica actividad. Pero fue superándolo poco a poco. Un día llegaron con el cuento de que aquél se
encontraba en la cárcel. La UPD lo acusaba de subversión y le achacaba varios atentados terroristas que
habían quedado sin resolver en el pasado. El hombre estaba verdaderamente en un lío.
No fue sino unos pocos días después, que se lo encontró personalmente en uno de los bares
cercanos a la universidad. Había llegado a desarrollar una fisonomía en constante transpiración. Su ojo
izquierdo vigilaba al derecho y este se paseaba raudo sobre el entorno, esperando de seguro reconocer a
alguno de sus perseguidores.
–Mirá, hermano, ya no quiero nada con la violencia. Cometí un gran error: no soy un Mesías. No
tengo una misión especial o algo así. Pagaría cualquier cosa por un momento de tranquilidad. Por volver
a mis cursos en la U, por entrar con una novia libremente a cualquier café. Ahora soy un hombre fichado.
Con esto quiero decir que todo lo hediondo lo relacionarán conmigo. Si hubiese venido un poco antes
quizás me hubieran cargado las famosas violaciones que ahora están de moda en la U.
–Ah, ¿te parece bajo el violador ese? Yo lo he estudiado un poco. No es tan... digámoslo así,
vulgar. O mejor dicho, nada fácil de imprimirle un membrete.
–Unos tienen el deseo de servir y otros se sirven de los demás. Quizá yo no encontré un método
adecuado. Pero ese violador, ¿qué está dando al mundo? Yo no podría mirar a alguna de sus víctimas, me
rompería el alma.
Era un hecho que Paulino estaba en un nivel moral superior, si es que hay algún hombre que se
encuentra en alguna escala por encima de los otros en asuntos éticos. Pero entonces se había puesto débil

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y aburrido. Ahora sólo quería un diámetro burgués de privacidad. Lejos del infortunio de haber soñado
con redimir a otros. Sólo soñaba con beber un trago junto a la sombra de unos amigos y leer la poesía
maya que le había enseñado un poeta incendiario, cuando estuvo en el reclusorio de San Sebastián.
–Un poema, sí. Un poema es mejor que un arma.

Las palabras de Paulino dejaron una turbia resaca en su mente. Aquel había querido servir; el
violador se servía de los demás. Pero esto solo era una forma de justificarse. Ese hombre que tenía
enfrente, fumando un cigarro tras otro, no parecía un digno servidor de la raza, más bien se había
esforzado en servirse para ser admirado y acogido por los salidos del sistema. Todo había sido un medio
para que los demás dijeran: “Con lo que hiciste definitivamente te creemos, sos de nuestro equipo, no
creés en esta sociedad”.
El cansancio de esas pasiones idealistas hizo que Ramírez se actualizase constantemente sobre el
caso del violador. Hasta el momento sólo sabía que se trataba de un hombre joven, de tez blanca y
pómulos firmes. Tenía el pelo corto y olía unas veces a colonia cara y otras a sudor. Su pecho era erguido
como el de una paloma macho. Y carecía de cicatrices que lo pudieran identificar. Alguien dijo que
poseía una apariencia de levantador de pesas. Pero a lo sumo podría tratarse de un hombre que realizara
trabajos pesados. Por la factura de la conversación de este con sus víctimas, un sicólogo reconocido
advirtió que no era un simple trabajador de construcción, sino alguien que podría haber llegado al inicio
de una carrera universitaria.
Con todo este acervo de información, Ramírez volvió a aparecer en la clase de Ética Profesional.
Quería, al fin, más enervado que de costumbre, beber la reacción de Ilse, porque ella de seguro también
había estado hurgando en el tema, desde una distancia que, por su vida absolutamente pueril, apenas podía
intuir en todo su maravilloso esplendor. Daban ganas de vivir manteniendo un secreto. Un secreto que se
podía comunicar a una muchacha sin zonas ardientes en la vida, solo mediante un gesto o una mirada. Ese
día, sin embargo, para su gran decepción, Ilse no vino a clase.
La ausencia de la mujer esa noche distorsionó todo lo que había planeado. ¿Le habría cogido miedo
de verdad? ¿Habría avisado a la policía? Considerando que él era solo un admirador estético del
violador, alguien que también hubiera querido explotar su propia oscuridad a la luz del más completo
gusto, no podía temer verdaderamente la acción organizada de la policía ni de los sistemas represivos del
país. Pero había sido muy explícito con Ilse en la última clase. Y hasta le había tanteado un beso en una
situación sin contexto. A decir verdad, él reunía algunos componentes que pudieron haber detonado en la
joven una actitud analítica. Quizá ella pudo revisar estos días todo lo concerniente al violador haciendo
sus propias correlaciones. Aunque la mujer parecía haber reaccionado con su intuición desde un ángulo
novedoso, quizás él sólo había proyectado sobre ella ese deseo de hallar a una hermana en una
exploración de sensibilidad y emoción aún no vividas.

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Defraudado, salió de la clase con rumbo desconocido. Había llovido en la noche y las calles
estaban cubiertas de esa humedad que es como la piel viscosa de una rana. Un taxista hizo señal de
detenerse y al mirar su desinterés, aceleró de nuevo como un abejón híbrido por un túnel lleno de
complicadas escaleras.
En algún lugar, pensó, su pobre amigo, lleno de aburrimiento y angustia, pasaba de una acera a otra,
dejando tras de sí un olor a colonia cara. Oculto entre hilos de sauce, tensaría con deleite la media de
nylon.

***

Ilse, que decidió no volver al curso de Ética Profesional, bostezaba sobre su última monografía.
Embotada por el zumbido del salón, recogió sus cosas y salió de la biblioteca en busca de aire fresco. La
noche en esa parte de la universidad estaba clara. Los pasillos y las veredas se veían seguros.
Desde el extremo de un edificio con fachada de ajedrez, Ramírez tuvo el temor de ser vigilado por
dos agentes desde la entrada de una pizzería. ¿Ambos se hacían pasar por universitarios sencillos? Antes
de sentirse asustado, Ramírez probó unos segundos de inédito gozo. La noche no iba a pasar en balde.
Precavido, sin embargo, quiso perder a sus perseguidores por un corredor resbaloso sobr e el que hizo un
equilibrio de malabarista. Algunos advirtieron su pirueta y sonrieron.
Mientras tanto, Ilse, seducida por la silueta apresurada de un hombre que se le asemejó al
extravagante del curso de ética, salvó una zona verde con sus incómodas botas de cuero, quizá con el
ánimo de abordarlo. Pronta a saltar sobre la próxima calle, fue asida por una fuerza sorprendente. Su grito
de inmediato fue ahogado por el reflejo de un cuchillo. Una voz, también, suave y rumorosa, le indicó
estarse quieta.
El joven que pudo haberla escuchado esquivaba una charca, precisando que nadie viniera detrás de
él.

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Lobo Urbano

¿A quién se le ocurriría llamarle Lobo Urbano? ¿Tendría algo que ver con el Lobo estepario? Tal
vez no habría conexión. ¿O sí? Un lobo de la estepa está hecho de nieve y filosofía vitalista. Él era un
lobo de ciudad. Amaba las flores, la buena comida, la conversación trascendente, y si había trago de por
medio, gustaba de improvisar poesía callejera, versos lunares que se explayaban de la boca como
insectos luminiscentes, y después, ah, después, si había ocasión, podría bailar tango, o una mezcla de
tango-salsa-bolero, una invención suya que agradaba a muchos, porque si hay algo que se ama en la tierra
es la diversión, y la diversión era lo único digno de vivirse.
Quizá por eso el Lobo Urbano era proclive a los estados depresivos. Su fisonomía, sus ojos
pequeños imbuidos de electricidad, y sus manos grandes, como de trapecista, podrían volverse perversos.
No era tampoco que se la pasaba en un jolgorio. El lobo sibarita de ciudad es una criatura que muere de
angustia porque los placeres no existen. Su vida se quema en la búsqueda insaciable. Y esto es lo que el
Lobo Urbano llegó a saber con el tiempo. Sí. Con el tiempo que perdió en francachelas, amores y un viaje
a Nueva York donde vio mundo y aprendió swing y charlestón.
–Los placeres no existen –me dijo una vez que nos emborrachábamos en una taberna de mala
muerte–. Pero si se acaba el gusto por vivir nos queda el suicidio y nada más contrario a mi formación
cristiana (risas). En serio, amigo, dan ganas de amanecer el otro día y de morir también. De allí que
debamos cantar como Frank Sinatra. Sí. Con voz almibarada y triste.
Y entonces cantaba.
Tomar en serio al Lobo Urbano era peligroso. Bien te podría contagiar de entusiasmo con su voz
atronadora, o abismarte en la feroz angustia de uno de sus malos días.
–¿Cómo, si somos tan sensibles y maravillosos andamos sin plata? ¿Eh? ¡Bendito karma!
Y era cierto que los lobos urbanos no se la podían pasar sin plata demasiado tiempo. Para la
mayoría de la gente el dinero es como una llave para abrir la puerta donde está la carne roja, los granos,
el viaje en autobús, el derecho a mirar con aspaviento y a parecer un tipo normal. Para el Lobo Urbano,
detractor infalible de la sociedad, el dinero solo tenía importancia para ser desparramado con la potencia
de un huno.

¿Cómo explicarse el inmenso deseo por el placer del Lobo Urbano? Algo tan enorme debía venirse
arrastrando de vidas anteriores. ¿O se puede nacer con lo que a otros hombres se les quitó? Solo así se

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explica un Einstein o un Picasso. Para lograr el cerebro de Einstein, Dios robó un poco de la mente tuya y
mía. Para ensamblar la mano de Picasso, rasgó muñecas de negros escultores de máscaras –tan buenos
como el malagueño, pero desconocidos–. Con la meta de darnos un buen Lobo Urbano, Dios tuvo que
restarle potencia sexual a miles de hombres, porque el Lobo vino al mundo sobre todo a portarse como un
seductor. Un cachondo a secas nunca llegaría a ser un lobo urbano. Se puede ser un lúbrico sin modales,
algo así como un borracho perdido tratando de lucirse en artes amatorias. Pero el que planea con delicia y
sin colapsarse en la maraña de su enardecimiento, confirmando si el tiempo es propicio y si l a presa ya
no sentirá como una acción vandálica un primer contacto por aquí, y un apretoncito por allá, es
verdaderamente un lobezno, o un aprendiz de lobo.
–El ritual, al fin y al cabo, es lo importante –me decía el Lobo–. Yo no seduzco por el éxtasis
carnal. No te niego que no disfruto de las aproximaciones. Pero la promesa del placer me dirige, me arma
de valor, y soy realmente el que caza con sigilo, como se debe hacer en la ciudad donde nadie es
inocente. Sí. Donde nadie es un ciervo, y donde hasta las ovejas son generalmente leones, arañas,
escorpiones. Un lobo como yo rescata la poesía y la música que todos arrojan con risas estridentes y
premuras desnaturalizadas. Y para que veás que te conozco lo suficiente, y no te me hacés el invisible en
las calles: hace poco te vi detrás de una mozuela, demasiado convulso, a punto de desencajarte, hombre,
¡enyugado de lascivia! No me digás qué lograste. Reserváte ese triunfo efímero. Como no sos feo se
prodiga por ahora la mesa. Pero cuando te hagás viejo y sospechoso al gusto de las mozuelas, no irás por
ahí jadeando, sin saber qué decir, hecho realmente un elefante en lugar de un amigo del cariño. Te
prevengo. No jadees. Miráte para adentro y sazona el impulso. Aguardáte. Caminá con señorío. Toda la
ciudad es tuya. Todas las mujeres andan deprisa porque no saben a dónde ir ni a quién entregarse. Una
vez que aparezca realmente el seductor, y estamos hablando de un caballero en medio de una selva de
reptiles, entonces se tranquilizan. Gradúan su paso. Ya no miran como enojadas sino agradecidas por
toparse con el espécimen ideal.
El ritual era lo importante para el Lobo Urbano. Todos los que habían caído en sus zarpas de sátiro
novelado y de periodista arbitrario de la vida, habían recibido el trato superior de su retórica socrática.
–Al fin y al cabo te gusta vivir y lo de negar el placer lo hacés por amargura transitoria –le
reproché un día.
–El placer se me esconde y se me da. Ahora mismo siento placer con vos en este parque: el placer
de inútiles conversadores. Mañana, sin embargo, todo el tiempo gastado en mis andanzas en busca de
festividad, holganza, camaradería, me será cobrado por mis intestinos y la dueña de la pensión donde
vivo. Mañana se cumplirán tres días de atraso en el alquiler, y hoy en la noche deberé moverme como un
gato al entrar, sin que la vieja me escuche. Subiré un poco borracho. Y saldré menos borracho por la
mañana. Si no busco trabajo me moriré de hambre y la vieja me encontrará completamente comido por los
gusanos sobre mi cama. Será la impresión más grande de su vida y llorará como una loca, no por mí, sino
por el apuro.

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Es una desgracia que en este país los hombres como yo padezcan estas cosas. Un día voy a entrar
con una ametralladora, oíme bien, con una ametralladora cargada hasta el hocico, y les haré llover plomo
a los ladrones que gobiernan este país. Me reiré como un loco disparando al estilo de Mason... ¡ah, no!, él
nunca disparó un tiro... ¿Por qué nadie toma un arma y los hace mierda como yo lo querría?
Más tarde, resuelto el problema, el Lobo Urbano volvía a serenarse. Tal vez cruzaba una avenida y
se hacía el indiferente. “Allá va de caza”, pensaba uno. Quizás ansiaba un poco de conversación, porque
la ciudad de San José, con todos sus antros, no tiene respeto por las aficiones de los lobos. Hay
demasiado idiota hablando de futbol en las barras de los bares. Las puticas salen de las tabernas en un
desfile que no termina nunca. Un loco blasfema. (Es un jinete apocalíptico que todos confunden con un
negro loco).
Pero la ciudad carece de la altura de grandes confidentes. Nadie parece haber leído un libro en toda
su vida. Las siluetas gibosas de los bebedores son devoradas por sombras con dientes de vidrio, cigarros
y pestañas de exhaustas camareras.
En este contexto el Lobo Urbano no tenía asidero.
Pero estaba en San José y caminaba hacia un bar que visita gente demasiado joven. Se sentaba en la
barra y pedía un guarito. “Sí, con limón”. Miraba con aristocracia hacia donde los chicos bebían y se
levantaban para poner música en la rocola. “Ah, son jóvenes y todavía gustan de los Beatles”. Había un
hermoso muchacho que le recordaba a un amigo muerto. Pero no. Por cada uno de sus tatuajes no habría
de ser capaz de una frase inteligente. Las mujercitas bebían como hombres y fumaban con la mano
erguida. “Sí. Claro. ¿Dónde vieron la película? Porque todo lo hacen después de haber visto una película
de moda. Son tan jóvenes. Pueden ser tontos si quieren. Hasta los que juegan pool no lo hacen por
diversión sino porque son malos actores”. El Lobo se bebía un trago más. Quería divertirse esa noche.
Pero cuando se busca el placer, hay algo en la mecánica de esa búsqueda por lo que termina siendo bufo.
Y bufo sería el Lobo Urbano si hubiera salido en ese momento a bailar con los jóvenes. El Lobo
pansexualista: “Pero no es el sexo genital, sino la comunidad de amigos socráticos y el banquete de
interminables charlas”.

Un día el Lobo Urbano cayó en una celada policial. Mientras se realizaba el juicio el Lobo andaba
sin trabajo, vendía libros, prefería un almuerzo a una invitación de alcohol. Lo oímos clamar venganza
por quienes confabularon su caída. Luego, tres años en la cárcel lo apartaron del mundo y se convirtió en
un lobo carcelario.
Pocos le hicieron visitas en honor a su orgullo lobuno.
Cuando salió de la prisión, vagaba por las calles con sus libros, vendiéndolos para comer:
–Hoy estuve viendo la fotografía de cuando tenía doce años. Y creéme: lloré como un niño.
Entonces tuve ganas de matarme en ese momento. Puse la vida entre mis manos y l a apreté con todas mis

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fuerzas. Sentía odio por no ser feliz, acaudalado, benefactor. Y más sentía rabia porque de nuevo había
amanecido con hambre. Y esto no le puede pasar a un hombre como yo. Un hombre como yo está hecho
para las cosas exquisitas. ¿Dónde he fallado? Mientras apretaba mi vida entre las manos, con deseo de
asfixiarla, experimenté un horrible apego por ella. Aún así, mi amor por este calorcillo del cuerpo, por
este latido del corazón, rebasaba el hambre, el odio y la agonía.
La recuperación del Lobo no se hizo esperar. Los legados de la cárcel fueron aceptados dignamente
por él. Al fin, el Lobo volvió a trabajar y su mirada eléctrica se hizo más leve. Sus movimientos se
afinaron mucho más que en el pasado. Y cuando iba de caza no lo hacía con temor, perro blandengue, sino
como un animal viejo que había encontrado la forma de ser sabio en el vicio.
Algo que me agradeció el Lobo fue la confidencia que le hice durante su proceso judicial:
–Te condena tu amor por la belleza –le dije poniéndome a la altura de mis santos tutelares de
entonces, como Sade, Oscar Wilde, Lautréamont–. No sos más culpable que la mayoría que no vive por
miedo o los pervertidos con estatus.
Haberlo dicho me granjeó la amistad del Lobo para esta vida y las próximas. En uno de sus ojos vi
moverse una lágrima que venía de un océano agitado, bajo convulsas nubes.
No me gustó juzgar nunca su afición. Eso quedaba para los jueces y los religiosos con ceños
implacables. Para mí el gran brillo del Lobo era eso: un estilo de dueño de la vitalidad.
–Yo no tengo la culpa –me ratificó a los años el Lobo–. Un día voy a la piscina de Plaza Víquez,
sereno como me ves hoy. Juego con el agua, me divierto conmigo mismo, pues ya no estoy a la
expectativa. De pronto, te juro que no he planeado nada, los jovencitos se me acercan. Lindas mujercitas
que no podrían ver algo interesante en un cuerpo seco como el mío, ¡ni en esta cara de sátiro!, vienen
como sí, sí, como no, no. Al cabo de unos minutos ya me tienen cercado. El magnetismo que siempre me
ha arruinado, ¡esta gratuita seducción que me sale por los poros como un néctar!, me delata en cualquier
sitio. Entonces unas viejas se me quedan viendo, recelosas, sí, rencorosas por mi gran atracción natural,
quizás necesitadas de amor ellas mismas, y debo salir huyendo, arrastrándome como un delincuente.
En la ciudad hay celestinos, chulos, ladrones, fiestas privadas en grandes clubes. Hay condominios
donde no se oye ni el sonido de un insecto. Calles trazadas con grafito fosforescente. Restaurantes
decorados como el limbo, donde si duras mucho con un café te conviertes en un montón de polvo y sos
arrojado a la acera desde una palita.
Pero, ¿quién encuentra a un verdadero Lobo Urbano capaz de serlo por un tiempo suficiente?
Para que ocurra algo así el verano tiene que haber llegado a la ciudad. Debe haber un bar de amigos
poetas, escritores más bien escapistas y borrachos. Debe haber pintores y mujerucas que nadie invitó
sentadas a la mesa del fondo, solas. Puede haber un viento pausado en la calle influido por la escarcha de
la luna.
Dentro del bar ya sabemos que el Lobo Urbano representará su número de viejas canciones
neoyorquinas, de retazos de poesía beat, y peroratas de locutor alucinado.

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Se encienden las velas. Una graciosa música anuncia el baile del Lobo Urbano. Su cuerpo de
saltimbanqui con chaleco de satín se contonea como si no contara con medio siglo. ¿Quién dijo que se
cuidara el señor? Estamos ante un Lobo.
Las risas se suceden. Y los aplausos. El Lobo se sube a las mesas y exige que le pongan La vie en
rose, de Edith Piaf. Quienes nunca han visto a un lobo urbano creen que miran a un actor de comedia.
Otros, cansados de San José, confiesan que a veces se dan milagros en sitios pequeños.
El barcito hierve de risas. Guardas, agentes secretos, hombres rudos que pasaban con su camión,
mujeres que no tienen prisa, indocumentados, poetas precoces de quince años, intelectuales con carencias
anecdóticas, peligrosa canalla. Todos se reúnen en torno al Lobo y cuidan la llama de las velas, pidiendo
más cerveza y tragos, mientras patean el suelo con gran excitación.
Entonces, como si el cuerpo del Lobo se hubiera llenado de estrellas, su voz ronca y terrible socava
la taberna desde el pavimento. Ésta, finalmente, se eleva como una isla, sí, como una isla en los océanos
fosfóricos de las galaxias.

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Como ladrón en la noche

Me bajé del taxi a doscientos metros de la residencia y caminé con cautela. Miré la ostentosa puerta
de madera fina que sobresalía de un muro blanco encalado. Mi corazón me llegó a la boca. Consciente de
que durante la última fiesta había trabajado, furtivo, en la elaboración de un boquete en uno de los muros
y que ahora era solo cuestión de quitar el relleno, me dirigí a completar mi labor. Fue asunto fácil. Casi
como impulsado por el viento de esa noche de verano, fría y brillante por la luna llena, me introduje en
los jardines de la mansión, mientras sentía el miedo más primitivo morderme la espina dorsal. En pocos
segundos ya estaba adentro. Y ya no había manera de retroceder... “Por fin lo hiciste, me felicité, ahora sí
te has metido en una bronca”.
Observé la caseta iluminada del guardia y me aparté de su luz delatora. Me alivió guarecerme en
medio de las plantas exóticas que los González tienen como preámbulo a su enorme casa, mientras pisaba
el sendero de piedras. Los ricos perfumes de muchas de ellas tendieron a relajarme cuando me sacudían
muy fuertemente mis aprensiones morales o, más bien, el insobornable sentido común. Una vez sobre el
puentecito de madera, desde el cual había admirado algunas veces la extensión del jardín, jactancioso de
frutales y esbeltos cipreses, pensé en los perros. Por la naturaleza de mis intenciones, no había
considerado todos los detalles, y quise en ese momento convertirme en una invisible hormiga. Aun así, si
un hecho lamentable habría de suceder estaba dispuesto a cargar con ello.

Algo particular entonces me sucedió sobre el puentecito. Fue cuando me detuve a mirar el reflejo de
mi rostro sobre el laguito artificial y me vi extraño, adulterado, como si la noche me retratara en un lienzo
donde aparecía tal y como soy en la realidad, y no como me recordaba la gente o mi propia memoria
falsa. Fue esa imagen primitiva pero también lúcida lo que me estimuló a esa hora. Sin embargo, cuando
los dos pitbull, agitados y torpes, me enfrentaron al bajar del puentecito, creí por un momento que todo
había terminado.
Las fauces de las dos fieras, expresión implacable de nuestra mezquindad y egoísmo, parecieron
turbadas ellas mismas al enterarse de mi presencia. Fue como si en el fondo de su corazón salvaje hubiese
algo de fría razón por la cual sentían extraño mi atrevimiento. “¿Qué clase de idiota es este?”, parecieron
decirse en un rápido intercambio de jadeos y miradas relampagueantes. Entonces sucedió algo milagroso:
puedo asegurar que lo visto en mí por los animales en un segundo momento refrenó su instinto.

39
Olfateando con una temeridad que se extinguía, los dos pitbull se dieron la vuelta, apremiando el
paso, incluso temerosos de mis propias pasiones de ese momento. La rapidez con la cual se perdieron al
fondo del jardín me envalentonó, sin dejar de impresionarme. Me fui directo hacia un costado de la
residencia donde había una terraza en la cual había departido no hacía mucho con los González, durante
algunas de sus reuniones sociales con artistas, embajadores y amigos de la cultura. Allí, ante un simple
empujón de mi mano, una hoja de vidrio que hacía la función de puerta hacia el brillante salón de los
invitados, se abrió como si nunca fuera atrancada. Me escabullí en la sombra de la habitación. Aspiré
emocionado el aroma resguardado por aquellas paredes. Es un hecho que de noche la riqueza se
robustece. Los muebles caros y las platerías se cubren de un silencio similar al que abunda en los
magníficos sepulcros.
Reconocí de inmediato el sillón donde se sentaba el hosco y engreído González a consumir sus
hediondos habanos. Hasta me pareció oír sus palabras cuando trataba de ser elocuente. ¡Ah, ningún
elocuente! Debo mencionar que González era un advenedizo que había hecho su fortuna a fuerza de
engaños y negocios oscuros. Después de haberse granjeado la amistad de políticos y millonarios
ostentosos, últimamente le había dado la locura por ¡el arte! El final tramo al que ascienden los nuevos
ricos. Sin embargo, ya viejo y podrido por el dinero, solo podía comprar lo que otros creaban,
burlándose en cierta forma de los verdaderos artistas, haciéndolos sentir inútiles decoradores.
En el tiempo que fui invitado a sus fiestas, había sido testigo de la necedad de este hombre y de su
gran arrogancia ante los artistas que desfilaban por su casa con sus esculturas y cuadros. A pesar de que
tendía a asesorarlo en muchas cosas (y no digamos asesoría porque solo me había empezado a utilizar al
darse cuenta de mis perennes aprietos económicos, de mi gusto por el alcohol, de mi reducido triunfo en
la esfera del oficialismo cultural del país, por no decir nulo), con un movimiento despectivo de su mano
podía descartar estilos literarios, expresiones plásticas, pensamientos filosóficos profundos. Tal era su
gravosa estupidez. Tuve que servirle de felpudillo, guía cultural y redactor de cartas excelentes y solo
para recibir algunas remuneraciones vergonzosas que acepté por mi condición de artista urgido. “Vos me
ayudarás a conectarme con el mundo de la cultura, Silvio, te compensaré”, me decía golpeando mi
espalda con esa generosidad complaciente del amo por su perro.
Siempre consideré no obstante que tenía el ricacho una ambigua admiración hacia mi conocimiento.
Era la admiración enfermiza y peligrosa del ignorante por el sabio. Me apena reconocer por él mismo,
por su miserable banalidad, que por momentos deseó con odio y desesperación estar en mis propios
zapatos, solo con el fin de experimentar en carne propia las ricas bondades de toda cultura, un estado
inaccesible al más descarado poder del dinero. Incluso sentía plagiarme a ratos los recursos de mi propia
sensibilidad para convertirse de pronto en antena de excelsitudes. “Dale con el Poema 20 de Neruda, me
ordenaba ya ebrio. Recitate aquel poema de Bécquer, ¿cómo decía...?” Sin embargo, como el buen gusto
no se adquiere por transfusión, era costumbre que las borracheras terminaran siempre con invasiones de
mariachis a los que González hacía desfilar por toda su residencia. En su opinión, un verso de Dante

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Aligheri era una frase de poca monta comparado con un sonsonete de la cumbia más marrullera. ¡Como si
no existiese una jerarquía en el universo! ¡Como si ángeles y demonios no tuvieran sus niveles y vivieran
en promiscuidad!
Viendo entonces el sillón donde se emborrachaba González, supe que aún no había sido claro
conmigo mismo. Aunque había entrado a robar lo más preciado del desgraciado, tal vez alguna de sus
pinturas más valiosas o una estatuilla por la que había pagado millones (solo por hacerlo sentir
vulnerable, ¡oh ingenuidad mía!), fui observando, con una mezcla de fascinación y miedo, que en ese
momento poseía algo más valioso aun: la paz del millonario, la posibilidad de hacerme con su vida y de
quitarle al mundo el ceño arrogante de un cretino que aplastaba a los demás sin ningún miramiento. En ese
instante todo cambió: Me llevaría algo valioso, pero también la vida del miserable.
Tomé una falsa Venus de Milo –apostada sobre un zócalo de mármol y suficientemente dura para
hundirle el cráneo a cualquiera– y decidí ascender por las gradas hasta el dormitorio de mi enemigo. Sí,
porque ya tenía claro que era mi enemigo. Las luces de los reflectores en los amplios patios se zambullían
por las ventanas en forma de arco y me tatuaron a trechos. Un temor obvio me embargó: la idea de que
algo tan sencillo podía ser una trampa. No obstante, seguí mi arrebato, muy consciente tal vez de que Dios
o los demonios permiten a veces licencias que ofenden la misma lógica del mundo, licencias que tienen
como fin resquebrajar la monotonía para que entre la pureza de lo salvaje.
Mis pies me llevaron hasta el rellano del segundo piso. Abajo, los haces de luz recortaban las
decenas de adornos caros, relojes de péndulo, cuadros, lámparas, como una lucha inmóvil entre espadas
de luz y oscuridad. Traté de abreviar cuanto antes mi cometido y busqué muy lúcidamente la habitación de
los González, la última del corredor a la izquierda –según le había oído decir una vez al millonario en un
acceso de liberación de intimidades a sus invitados–. Como si todo prosiguiera dentro de un plan que
crecía en sorpresas favorables, el pomo de la puerta respondió a un giro brusco de mi mano. Aunque
había temido el rechinar de la puerta, pensé colérico y alegre que nada iba a rechinar en la casa del
arrogante. ¡Menos una puerta!
La habitación se abrió ante mis ojos. Una habitación que no era tan enorme como pensé. Sobre una
cama con toldo reposaban los cuerpos de los González apenas iluminados por la mórbida luz de una
lámpara de tacto. Todo lo demás servía de decoración al sueño de la pareja: armarios, pinturas y más
estatuas, estúpidas reproducciones griegas como sátiros y amorcillos en poses más o menos descaradas.
Entré a la recámara con decisión. No iba a pensarlo mucho. Estreché la Venus en mi mano, que me
empezaba a doler, sudorosa, y conté cinco largos pasos hasta el lecho. Cuando me detuve, vi que la mujer
dormía a pierna suelta emitiendo un ronquido doloroso. Su expresión era una horrible mueca nocturna
desleída por un rastro de luz. No hubiera imaginado jamás esa actitud de momia petrificada en la mujer
que se había afanado en seducirme y contarme su odio hacia su propio marido. Verla allí, reducida a un
cuerpo sin apetencias, me suscitó angustia. Recordé por un momento sus llamadas neuróticas para que nos
encontráramos en cierto hotel. Antes de buscar en mí una fogosidad que pudo haber hallado en cualquier

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hombre (el maestro de aeróbicos o alguno de sus propios guardas), me ansiaba para oírse hablar dura nte
horas y considerarse afortunada de tener una aventura con un artista culto. “Hoy no hagamos el amor, solo
quiero oírte”, me decía en ocasiones, refugiados a la sombra de una infidelidad que me disgustaba, no por
escrúpulos, sino porque me sentía obviamente explotado.
De inmediato pensé que tampoco a ella la iba a dejar con vida. Sin embargo, debía empezar con
González, ¡no antes que a González!
Me acerqué con lentitud hasta el otro borde del lecho para observarlo allí tendido. No le iba a
aplastar el cráneo sin antes mirarlo. ¡Pero la oscuridad era casi total! La luz de la lámpara producía un
extraño oasis de crema azulosa sobre el rostro de la mujer y era tan escasa como para iluminar el cuerpo
envuelto en brazadas de su esposo. Entonces me di el tiempo suficiente para llevar luz sobre el cuerpo de
González: tomé la lámpara y la dispuse sobre la repisa de noche del otro extremo. Fueron rápidos la
búsqueda y el hallazgo de un tomador de corriente. Enseguida la lámpara arrojó luz sobre la zona
requerida, pero lo que vi me produjo espasmo: González no estaba allí, solo una ridícula frazada con
dibujos del Pato Donald.
Salí de la habitación, temiendo que el hombre hubiera bajado en algún momento. Apreté con más
fuerza la estatua de Venus. Ya no estaba claro para medir ninguna consecuencia. “¿Cuál consecuencia?”,
me dije bajando las gradas, “el mundo me agradecerá este acto”. Volví a hundirme en los haces de luz de
la sala. Partes de mi cuerpo quedaron expuestas para cualquier guardia que hubiera caminado sobre los
jardines en ese instante. Me emocionó morbosamente que así hubiera pasado. Pero me reprimí. No había
que tentar al demonio. Afuera los árboles enormes y llenos de parásitas rumoreaban al paso del viento.
Tal vez oí el ruido de una puerta al cerrarse y esperé detrás de una columna. Supuse que el viento,
personaje de algunas malas películas, jugaba con mis emociones.
Sabía que González estaba en la casa. Cuando me determiné a robarle algo de su patrimonio en sus
propias narices, me aseguré que no pasaría la noche con alguna de sus queridas. Si el hombre estaba allí,
tal vez había ido al baño mientras yo lo había intentado matar. Esta idea remota pasó por mi cabeza y me
produjo escalofrío: ¡González estaría en el baño de arriba y cuando terminara se dirigiría a su habitación!
Era obvio que iba a reparar en las manipulaciones que yo había hecho con la lámpara.
Convulso por mi sospecha, volví a subir las gradas con velocidad. En un punto de mi subida, creí
ver a un guardia apostado detrás de las ventanas mientras analizaba mis movimientos. Resignado por lo
que pudiera suceder me detuve. “Sí, vamos, dispare”, le dijo mi mirada atónita. Contrario a lo esperado
el hombre enfocó su linterna hasta el fondo de la sala como si hubiera tenido la idea de haber visto
moverse la sombra de una mariposa nocturna. Hasta creí ver que me saludaba, con la timidez del
empleado casero, moviendo con signo de indignación su cabeza.
La suerte continuaba a mi favor. Subí el resto de las gradas y me enrumbé al baño. Una pintura
cursilona de un angelillo meando sobre una fuente me advirtió que había llegado al sitio. Hice girar el
pomo de la puerta con furia ¡y tampoco lo encontré allí! Me sentí burlado. Incluso percibí de pronto el

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olor particular de González disipándose por el corredor. ¡Su agua de colonia! Imaginé entonces que el
hombre ya había llegado a su habitación y que yo debía adelantarme a los hechos. Volví a correr sin freno
hasta la recámara y entré sin pensarlo mucho. Sentí nuevamente el poder físico de la estatua en mi ma no.
Ya no tenía tiempo. Quizás yo iba a ser arrestado, pero no importaba. Un poco menos de cizaña en el
mundo lo valía todo. Hasta mis días de hombre libre.
Di varios saltos desde el umbral de la puerta hasta el lecho. Y allí estaba el hombre acurrucado
mientras emitía un pitido de satisfacción a través de su ancha nariz, esa ancha nariz roja de sibarita y
bebedor.
Lo sacudí con brutalidad y despertó en el acto.
–¡Don González! –dijo el hombre al verme. A su lado la mujer se fue desperezando, debajo de una
capa de cosméticos casi derretidos.
–¿Don González? –exclamé recobrando de un sueño mortecino mi propia conciencia...

***

Ahora, mientras me interroga el detective en la comisaría, tengo prueba irrefutable de que no me


maté a mí mismo... ¡sino a un pobre pintor mediocre!

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Efecto invernadero

Antes de ingresar a La Espiral, me invadió la aprensión. Solo reconocí la silueta de Esteban, que
parecía turbado sobre los montones de libros, envuelto en el polvo rancio del local. No pocas veces lo
había visto acuclillado, mientras, impulsivamente, sus manazas esculcaban con penosa urgencia. “Pobre
espantapájaros”, me dije. Al fondo de la primera estantería, alumbrado por una penumbra de un tímido
tragaluz, vi a Víctor Julio, reconocido esteta, mordido por el gusano de la erudición. A diferencia de
Esteban no andaba en busca de extraños libros esotéricos, sino por lo inaudito, qué sé yo, algún título que
había oído decir a zutano que lo tenía fulano. Sus prólogos a obras clásicas eran muy bien ponderados y
se podía decir que era el hombre más conocedor de libros del país. Sin embargo, no escribía, o
aparentemente así lo enfatizaba en cualquier plática: “Con lo que se ha escrito ¿para qué?”, decía. Las
instancias de aduladores no sobraban para que Víctor tomase la pluma.
Penetrar al negocio de Eladio fue difícil por el reguero de libros en el suelo. Había una especie de
orgía. Un ayudante se movía a sus constantes órdenes. Cuando este me vio, fue levantando sus brazos
como amonestándome por llegar a esa hora, pero siguió embrollado en su faena. El ambiente olía a libro
podrido, sudor, telaraña, humo de la ciudad, y hasta la música que salía de un destartalado tocadiscos,
donde se hacían las pruebas de longs plays, tenía también un olor agrio. La poca luminosidad contribuía a
establecer un clima de cueva de zorro, donde cada zorro se detenía, miraba y se detenía. Yo era un zorro
aburrido, viejo, sin deseos.
–¡Por fin apareciste! –me gritó Esteban incorporándose de piso–. ¿Me creerás si te digo que tengo
cinco sacos? Voy a darle un síncope a mi vieja madre con el espacio: ¡los he metido hasta en el
refrigerador!
Esteban gesticulaba exhibiendo un triunfalismo pueril. Sus ojos se movían velozmente debajo de sus
anteojos estilo John Lennon, con una afectación de audacia.
–Todo gracias a don Franco –le indiqué con una indignación falsa.
–Sí, qué trágico –refunfuñó–. No era tan mal crítico. Me gustaban sus reseñas en La Nación.
Ilustrativas, ¡cómo no!
–Recuerdo pocas –le dije–. Siempre me pareció resobado. Muy puritano para ser crítico. Tranquilo
de ser correcto.
–No veo querás llevarte nada –dijo.
–Es que nada de esto me desvela; más bien, venía pensando que ya me he aburrido bastante de La
Espiral.

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Eladio, que no cesaba de dar órdenes a su ayudante, se aproximó. Su grueso cuerpo de comedor de
carne roja se bamboleó entre los estantes. Sus piernas de tocino hicieron un gran esfuerzo para no aplastar
un grupo de libros.
–Veo que llegaste tarde –me reprochó–. Pero no vas a decir que no te dije. Y si no te ponés a
rebuscar ahora mismo se te avientan todo. ¿No es una desgracia? –repuso refiriéndose al muerto–. Tan
buen lector que era. Pensar que algunos de sus libros me los compró aquí mismo. Y verlos ahora de
vuelta. Es este mecanismo de la vida lo que me asusta.
–Mientras no paren los míos en tus garras –advirtió Esteban riendo con humor–, pero yo se los
tengo prometidos a una biblioteca pública.
–Yo también –repuse, y aunque no era cierto, haberlo dicho me protege del augurio.
–Hagan lo que deseen con sus libros –afirmó Eladio, mientras se sacaba un pañuelo de uno de sus
bolsillos, y se secaba la frente. Después de mirar sobre la tela el rastro de la densa mugre continuó:
–Todos al fin terminan en las compra-ventas. Es lo que me ha enseñado este oficio. Es una especie
de ley científica. Y por cierto, no es mi culpa.
–Claro que no es tu culpa –exclamó Esteban con zalamería porque se sentía feliz a raíz de su
compra–. A Dios gracias existe La Espiral, y es bueno decirlo. En esta época solo se levantan
supermercados que huelen a lavado de dinero, expendedoras de comida rápida que surgen de cualquier
sitio como la peste, agencias de carros y financieras con límpidos ventanales como la lujuria. Por más
humilde que esté el localito, Eladio, es una trinchera de cultura en medio de la ciudad.
–Y lo que me ha costado mantenerla. Solo por amor al arte –se gratificó–. Yo jamás les he contado,
pero ya que hablamos sobre el tema, déjenme decirles que en muchos casos he intentado cerrarla. Sí,
señores.
–¿Qué? –preguntó, actoralmente, Esteban.
–¿Cómo mantengo este puesto de venta en un mundo donde ya los libros son como fósiles?
Espérense a que pasen unas generaciones más: se hablará de los libros con el aire superior que tiene un
hombre vulgar cuando se pronuncia sobre las inscripciones de las cavernas de Altamira. Es cosa de años.
No más dejen que la tecnología se desarrolle y la televisión no solo cubra un rincón de la casa, sino que
la gente convierta toda la casa en una televisión y duerma metida en una pantalla. Hace poco releía
Fahrenheit 451 de Ray Bradbury y lo hallé incómodo por cierta negación de la más inocente lógica. El
libro que había leído con delectación en otro tiempo era inconsistente. Ningún gobierno habrá de instaurar
equipos de bomberos incendiarios de libros, porque la gente les tomaría amor. La gente siempre ama lo
que se persigue y se esconde. En un mundo donde ya no interese la inteligencia, los bomberos de
Bradbury estarán en el umbral de la imaginación. Una vez quemado el deseo espiritual, ¿para qué
bulliciosas quemas? Si día con día se le dice a gente que su estupidez es hermosa, terminará creyéndose
solemne, y esto es lo que ha sucedido. Ténganlo por seguro: una vez muerto este prójimo que les habla,

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pondrán encima de la compra-venta un bufete, una oficina de bienes raíces o una agencia aérea. Esto no
genera plata y ni siquiera da para vivir más o menos.
La necesidad de justificarse de Eladio lo hacía sudar con más intensidad que si estuviera cargando
grandes cajas de libros. Su pañuelo estaba demasiado mojado para pasárselo por la frente, así que se
frotaba el reverso de su mano de un golpe, salpicando a intervalos el piso de gotas que se exhalaban por
el excesivo aumento del calor adentro del local.
–Exagerás un poco, Eladio. Ni los libros se van a perder ni sos un Quijote anclado en Paseo de los
Estudiantes –le dije.
–Vos siempre tan ingrato, Fernando. Y que me has visto surgir apenas de una ventanita, ubicada
exactamente aquí.
Asediado, el vendedor señaló la ventana que daba a la calle con cierta dulzura contagiosa. Una
neblina de polvo iluminado cubría el sitio asignado a la caja registradora.
–Soy testigo de eso –dijo apoyándolo Esteban–, eran solo cuatro metros cuadrados. Si hay
iniciativa privada respetable, esa ha sido la de este vendedor.
Esteban se abalanzó hacia Eladio, apretando uno de sus hombros y sacudiéndolo con gesto
deportista.
–Ya lo dijo Esteban –respondió agradeciéndole con una mirada paternal–. ¿Si esto no es amor al
arte entonces qué es? Alguno podría estar pensando: “Este vendedor despelleja las bibliotecas de quienes
las amaron en vida. Solo le interesa a cambio un poco de monedas. Igual vendería salchichón o morcilla
que libros o clavos”. Sé que algunos tienen esos pensamientos porque en este país, como dijo Yolanda
Oreamuno, la mayoría anda con un serrucho al cinto para bajarle el piso al prójimo. No hay quien no
venga con ese útil instrumento de carpintería y quien no lo sepa manejar. Apenas ven a Eladio levantar
cabeza, ¡zaz!, es un troglodita de libros. ¿No es cierto, Fernando?
–Totalmente de acuerdo –aduje, sabiendo que todo lo dicho tenía el propósito de desenmascararme.
–En esta vida todo tiene su costo –prosiguió con acento filosofal–. Alguien deja de reír para darle,
sin saberlo, fuerza a otro que no puede; el retoño de una flor se anuncia en el jardín y ello repercute en
una grieta árida en otra parte del mundo. No se puede tomar la vida si también no se destruye. Para que
unos tengan bien servida la mesa, hay que matar al cerdo. A veces, es mejor no preguntar de dónde viene
la comida, porque nos moriríamos de hambre.
–Tu filosofía me deja sin palabras –pareció ironizar Esteban–. Desconocía tus ardores
peripatéticos.
–No por ese rumbo –manifestó ilustrado–, sino por la senda de los epicureístas, ¡esos sí sabían!
–Hablando de epicureístas –dijo Víctor Julio que se acercaba alargando la mano para saludarme–,
¿no han visto a Toruño? Resulta que le presté una plata y se me ha desaparecido... Si lo ven le avisan que
lo busco... Yo, por mi parte, ya puedo irme, y con las manos vacías porque no he encontrado nada que me
apetezca.

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–Por lo menos te vas con la manos sucias –le sonrió Esteban.
–Sí, hombre, pero hubiera querido haber encontrado algo bueno.
–Le decía a nuestro amigo Fernando que podríamos tomarnos un café –le dijo Esteban.
–Cuánto me gustaría tener aquí un cafecito para lecturas –soñó Eladio–, pero se me llenaría de
borrachos, pedigüeños, vagos, majaderos. Sería un sitio ideal para personas elocuentes. No tendrían que
estar ustedes aquí de pie hablando delicias. Quizás se me ocurra, van ustedes a ver...

II

Habiendo convencido a Víctor Julio, los tres nos fuimos al acostumbrado café de la esquina. Pese al
ruido del ambiente, que a esa hora se llenaba de pedigüeños, limpiabotas, uno que otro borrachito –
rápidamente expulsado por las gangosas saloneras del lugar–, agentes viajeros, o vendedores
guatemaltecos con sus atados de alfombras tejidas de quetzales, los tres encontramos un refugio que
parecía un isleta en medio de la bulla. Rosario, la salonera, una graciosa elefanta de traser o exorbitante,
nos saludó tomándonos la orden mientras se daba aire con un fardo de menús. Ni siquiera se molestaba en
desplegarlos sobre la mesa porque sabía del desfile de cafés que estaría obligada a traernos. Sí. Sí.
Mucho café para los lectores. Una hora de hablada y cincuenta tacitas de nauseabundo líquido negro.
Obsesionado por la ausencia de Toruño, Víctor Julio suspiró:
–Creo que tiene quince días de haber desaparecido; me había pedido dinero para no sé qué
urgencia. Yo no me puedo resistir a esas cosas y le di algo. No me preocupa el dinero sino lo que le haya
ocurrido. ¿Sabe alguien de ustedes dónde vive? Ni siquiera me parece muy cuerdo. Toruño no está bien,
miren ustedes: un día me dice que debe encontrarse con Sonia en el Parque Nacional; entonces lo
encamino después de haberlo invitado a un café en la soda Palace.
“Había estado extraña unos días, vos sabés, inasible... –me dice– y una mañana despierto y me tiene
un espléndido desayuno. Nos quedamos hablando de Nietzsche durante varias horas. Creo que domina
más a ese filósofo que yo. Se divierte montones sobre todo cuando llega al tema de Zaratustra: «Qué
bolas te hacés con este personaje, me indica risueña, debés tomarlo como un protagonista de una novela;
jamás le des un sentido real o te destruirá; Zaratustra es peligroso. El tema lo seguimos por la tarde, me
voy a dar clases a la U». Lo último que veo de ella es su gran pelo bañado con manzanilla y que levanta,
brillante, en señal de hasta luego”.
Después de dejarnos en una esquina, quedo picado con ese telele de su famosa Sonia y lo sigo a una
distancia prudente. Cuanto más nos acercamos al Parque, experimento un poco de emoción. Una emoción
baja de estarme implicando en un negocio ajeno; pero vayan ustedes a pensar lo que quieran. Mi
determinación principal es entender la mecánica de Toruño, y lo voy siguiendo con sigilo, como un perro
entrenado, abriendo y cerrando mi paraguas, ante la lluvia intermitente.

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La hora de cierta nostalgia, las seis de la tarde, se llena de gente bastante simpl e, normal; sin
embargo, debería ser una hora mágica donde los sueños cobren vida. Tal era el caso de Toruño en ese
momento. Él iba hacia su propia inspiración, bellamente invisible, prístinamente falsa.
Resulta que llega al parque en sombras. Mira en varias direcciones como si realmente esperara a
una mujer. Su rostro drenado por la viruela toma un aire de majestad, sus brazos se bambolean
cariñosamente en el aire. De vez en cuando se alisa la horrible barba de gurú indio y exhala de su boca un
vapor de invierno. Da unos cuantos pasos sobre la vereda, en medio de los enhiestos pinos, ah, sí, y
reconoce el banco donde debe sentarse. Unos minutos más y llegará Sonia. No olvidemos que Toruño la
espera para retomar el tema de Nietzsche. Amor y filosofía se dan la mano en pleno corazón urbano;
después, como él mismo dice, se van a la casa y los dos pican culantro, tomates, ajos, entre elocuentes
reflexiones, y terminan con un sabroso espagueti. Quizá hagan el amor esa noche, no se sabe. A veces
Sonia está lejana. A veces Toruño está triste.
Pasan los minutos y Sonia no llega. Yo lo miro de espaldas. Entre mirada y mirada me refugio en
una cabina telefónica y marco el número que da la hora. Una voz seudofemenina me responde: “Son las
dieciocho horas, treinta minutos”. La voz de esa máquina, pienso, es más real que la de la mujer de
Toruño. De inmediato vuelvo a mirar y ya mi amigo se ha ido. Estoy completamente seguro de que no ha
habido tal mujer y que solo lo perdí de vista treinta segundos. En ese lapso, se levantó de la banca y
caminó hacia una zona más oscura del parque despareciendo para mi vista. Sin embargo, quedo con una
pequeña duda. “¿Debería seguirlo más?”, me pregunto. “¿Y si me sorprende?” La última reflexión es más
fuerte y me alejo no solo incierto sino angustiado. Finalmente, me quito todo de la cabeza; Toruño es
diestro en meterlo a uno en sus locuras; casi en voz alta me repito: “El hombre está loco, el hombre está
loco”.
La elocución de Víctor Julio fue rota ante una enorme bandeja transportada por Rosario que hizo
caer sobre la mesa con un bucólico “con permiso”. Esteban y yo esperamos que Víctor Julio continuara,
pero se detuvo a mirar su reloj, con movimiento nervioso. De inmediato endulzó su café. “Está bien, está
mal”, parecía decir con un rostro sin expresión.
–Otro día lo vuelvo a ver –dijo retornando a su historia– y le pregunto por su cita de la otra noche.
Toruño está sentado frente a mí en una mesa de este mismo café. Ni siquiera se inmuta. Antes de
contestarme remoja su bigote blanquecino en un frío café con leche –él nunca toma caliente–, y responde
con una gracia lindando en la presunción nobiliaria:
“Se tardó unos minutos..., pero es parte de su conspiración contra mí..”.
“¿Conspiración?”, le pregunto razonablemente.
“Sí, conspiración, ella sabe lo que finalmente me estimula... no para el comercio carnal... sino para
cierta fantasía. Mirá: no hay como pensar que el amor de tu vida quizá no llegue. Eso produce la mayor
pasión de todas. No hay nada más quemante que ese sentimiento. Nada se le puede comparar. Te sentás en
espera sobre un banco del parque y mirás y nada ocurre. Cualquier cosa podría suceder en ese intervalo

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entre tu llegada y el reencuentro, como que tu amor se marche para siempre. Pasa un minuto y otro, y el
vilo te mata, porque aunque sepás que tu amor juega al escondite podría ser también que ese día no llegue
para tu desgracia”.
“Ah, bueno, pero entonces sí llegó al final de cuentas”. Le añado haciéndome el indiferente.
“Claro. Es un juego no más. Yo necesito sentir ese vértigo cada día. Me verás como un decadente,
pero Sonia y yo hemos aprendido a intercambiarnos ciertas necesidades de índole espiritual. A veces la
compañía es un atropello a la intimidad de los otros, y eso es lo que nadie entiende hoy. El amor no es
compañía. El amor es un juego que necesita de estados vertiginosos, de silencios llenos de incertidumbre,
de ausencias cargadas de misterio. Un día ella amanece conmigo; otro día no está. La llamo por teléfono,
alguien toma mi recado. Finalmente concordamos en algún momento, y nos quedamos de ver a la entrada
de un cine o en una banca del parque. Cuando llega la hora yo estoy lleno de expectativa. Quizá hayan
pasado cuatro días sin saber nada de ella; hasta me esfuerzo en olvidarme de su rostro, de su voz, de l
color de su cabello. Quiero que todo sea inaugural. Una vez juntos, vemos una película, vamos a mi casa,
hacemos una comida. De inmediato hablamos y hablamos. Me dice que solo conmigo podría conversar
sobre Marx y hasta reconoce en mí un parecido físico. Yo me río estrepitosamente, acusándola de
traicionarme con un filósofo muerto. ¿Muerto, quién está muerto? ¿Y quién habla de traición? La música
viene después. Ella tiene por Bach una inclinación enfermiza. Le gusta combinarlo con un purito de
mariguana porque ella es hija de los sesenta y estudió en Estados Unidos. Unas probaditas simplemente
como para que la casa se desintoxique de realidad. Yo la acompaño con un vino. No muy fino porque
últimamente ando apretado. Y me pongo locuaz: la lengua se me empapa de delicia y trasunta elocuencia.
Se me desprenden unas metáforas que relaciono con el efecto invernadero de la cannabis de Sonia. Ella,
por su parte, es una poetisa consumada, y me ha prometido enseñarme algunos de sus poemas producto de
una relación efímera con otra mujer. Sin caer en el completo lesbianismo, fue capaz de reencontrar zonas
ocultas de sí misma. A veces recita a Safo, o los trozos que quedan de su poesía, y en medio del profundo
clima confidente recuerda a su amiga no con añoranza sino con miedo. Mirarla así sobre el sofá, bajo el
dominio cósmico de unas chupadas de mariguana, mientras se acaricia el cabello como si fuera un raro
objeto de lujo, me fascina, ¡es una joya!”
Casi a punto de caer en la red de su historia, retrocedo. Sé demasiado bien que Toruño ha llegado
aquel día al parque, se ha sentado, ha pasado una ligera mirada por el viento de los árboles, ha visto salir
a un grupo de muchachos de la biblioteca con el deseo de ser uno de ellos. (Empezar la vida.
Sabrosamente. Con quince años). Y se ha percatado de que su trasero está sobre una espantosa humedad:
el frío inesperado de la piedra con el arribo de la gran noche. Ese día no ha comido nada. Siente hambre.
(¿De qué vive nuestro amigo Toruño?) Y simpatiza de pronto con la idea de pasar por una pulpería y
comprarse una lata de atún. Se levanta del asiento, ¿a quién esperaba?, ¿no había dicho hace poco a
Víctor Julio que se vería con Sonia? Ah, sí, Sonia, por supuesto. Sin embargo, el ruido de las tripas no lo
deja escucharse a sí mismo.

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“Tanto me hablás de esa mujer que debés presentármela algún día”, le advierto con hincapié.
Ni lerdo ni perezoso, el señor de la ficción responde:
“Como te he dicho, a veces no está ni para mí. Sé por otra parte, que en los ínterin tampoco se ve
con su amiga lesbiana. Mi amor es también hijo de Otelo y ha jugado de detective. En dos o tres
ocasiones la he seguido, y no por irrespeto a su vida privada, sino porque es un campo que me enardece”.
Al ver que preparo una nueva pregunta, levanta uno de sus dedos, y continúa:
“No ha pasado nada extraordinario. Además se trata de un acto de gula de mi parte. Quiero más y
más misterio”.
–Esto es, sin embargo, mejor que una revista de variedades –advierte Víctor, de pronto, con una
carcajada.
Agotado el tema de Toruño nos replegamos.

III

A veces suelo venir a la ciudad en mi viejo volskwagen, si no ando con todo el humor, pero ese día
había llegado especialmente con deseos de caminar. Habiendo despedido a mis amigos, busqué un taxi
que me condujera a la Iglesia La Merced, cuyo párroco le había solicitado a mi mujer uno de sus
conocidos arreglos florales. Una vez libre del encargo, caminé por la avenida segunda, sorteando el
tumulto de las ventecitas donde se vende lo innombrable: desde cajetas de coco hasta casetes, muñecos,
monstruos de hule como arañas, lagartos y serpientes bicéfalas. La visión de dos mujeres sucias con niños
recién nacidos en brazos y sentadas en el suelo de la acera, elevando un recipiente plástico con monedas
y arrugados billetes, me obligó a arrojarme a una vera de la calle, porque dicho espectáculo y otros de la
misma suerte, me han hecho experimentar con el paso de los años, más que un sentimiento de hermandad
dolida, un endurecimiento de mis sentidos que atribuyo a una defensa orgánica.
Un ruido brutal salía de una tienda de electrodomésticos como un enganche para clientes sin oídos.
Desde la entrada de una venta de ropa un hombre con micrófono en mano invitaba a los transeúntes,
compitiendo con la música tecno de al lado, y exigiéndose tonos más altos y furiosos, al ver que no había
compradores.
“¡Es un regalo, pasen, pasen, estamos en tiempo de liquidación; usted, señora, fíjese qué bloumers;
venga, damita, pruébese estas pantys, llévese tres por un precio ridículo; caballero, el de la valija,
tenemos unos portadocumentos especiales, aproveche, es solo por esta semana...!”
Dos mujercitas con faldas demasiado cortas sonreían con una cordialidad estudiada a la par del
hombre con micrófono, que al fin parecía hipnotizarse con su propia voz, y disfrutar plenamente de oírse,
aunque no consiguiera gran cosa.

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En la esquina diagonal al Banco de Costa Rica el semáforo se puso en verde y aguardé con un grupo
de peatones urticados por el sol. Escuché una baraúnda aproximarse desde el extremo de la otra esquina
en dirección a la iglesia, y vi a varios hombres y mujeres cruzar veloces a la otra acera de la avenida,
produciendo confusión y pitazos en la corriente de vehículos. Nadie pudo entender lo que pasaba hasta el
momento en que varios gritos más próximos arrojaron la sensación de que se había provocado una
estampida, razón por la cual las señoras determinaban arrojarse a los autos, mientras miraban hacia atrás,
temerosas. Hasta los hombres, algunos de ellos los mismos vendedores, se corrieron en señal de proteger
sus propias vidas, mientras proferían maldiciones y nos hacían gestos desde la mitad de la calle. Los
peatones que esperábamos la puesta en rojo del semáforo acatamos el peligro, cuando pudimos ver un
grupo de muchachos de edades entre los diez y los veinte años, totalmente sucios, raídos, algunos rapados
o melenudos, con tatuajes de esqueletos y calaveras en sus brazos, y con dragones impresos en las
camisetas cuyas fauces parecían vomitar un largo fuego verde.
Algunos jóvenes venían avanzando con miradas eléctricas y disparadas hacia todas las direcciones,
mientras otros empuñaban abiertamente picahielos, cuchillos, navajas, amedrentando a los despistados y
arrebatando sus collares, relojes, billeteras, en una rápida operación que tenía su efectividad en la
sorpresa, el matonismo en grupo y la vehemencia del arma blanca a la vista. Después se supo de heridos y
desmayos, pero, en la reyerta todos nos desbandamos en busca de refugio; algunos con poca fortuna
porque la banda los reducían sistemáticamente, robándoles con una facilidad casi juguetona.
Mi rumbo fue tomado con impulsividad, igual que todos, y me desboqué por un costado del Registro
Civil, donde una mano pequeña, pero fuerte como una garra probó quitarme la valija por detrás. Cuando
ladeé la mirada pude ver el cuerpo del adolescente, tratando de obstaculizar mi avance, mientras se
acercaban envalentonados cuatro asaltantes en señal de que la presa estaba escogida. Al mismo tiempo, y
realizando un esfuerzo más grande que el de mi captor, miré directamente su rostro, y supe que era un
niño, un niño transfigurado.
Debió asustarse el joven por el horror que me causó la impresión de su tez, porque me soltó en el
instante, confundiendo a sus compañeros, y arengándolos a proseguir la estampida hacia el Parque
Central. Yo continué corriendo después de todo, y cuando avizoré la apertura de una puerta, me arrojé de
golpe.

IV

Sin que lo hubiera planeado, estaba en el interior de una compra-venta de libros que de no ser por
los ladrones, jamás hubiera sabido que existía. La dueña del local, una mujer de unos cuarenta años, del
tipo campesino urbanizado parcialmente, y pletórica como una manga asoleada de Orotina, de carne

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rubicunda y pecosa, me vio entrar con el corazón en la garganta, y solo después, cuando hube de narrarle
lo sucedido, dejó de temerme.
Cuando me presenté, hablándole de mi afición, solo interrumpido por los sorbos de agua de un vaso
que la mujer me había proveído, su cara de niña fofa y alegre se mostró más risueña.
Solo Carla, como dijo llamarse, estaba en el pequeño local. Tres o cuatro estantes constituían la
guarnición. Había una revistera con ejemplares demasiado viejos de las revistas Selecciones,
Cosmopolitan, Vanidades, Buen hogar, Perfil, tiras cómicas de un amarillo imperdonable y la popular
Escuela para todos. La impresión evidente que me produjo la simpleza literaria del recinto, fue percibida
por Carla que la justificó por su reciente apertura. Este estado de indefensión en una mujer que a simple
vista no se había sumergido en las letras, ni conocía gran cosa sobre ventas de libros, me tentó para
sentirla patética, como siempre ocurre, como siempre vemos a los demás. Sin embargo, también logró
enternecerme. ¿No era algo así absurdo y conmovedor? ¿Quién le habría dicho a esta pobre mujer que se
metiera en un negocio como este? ¿Bajo el peso de qué necesidades surgen estas iniciativas sin futuro?
Debido también a la ausencia total de clientes que nos pudieran interrumpir, nos extendimos en una
larga conversación y de pronto descubrimos que nuestras simpatías se habían soldado. Mi deseo de
conocer informes más hondos lo retuve adentro del bastión de mi lengua; tampoco desee lastimar su
orgullo con pedanterías de gran conocedor.
–Hago la prueba por este mes –me explicó– para ver qué sucede. No sé mucho de libros ni qué
compra la gente, pero iré aprendiendo. ¿Verdad? ¿No es cierto que todo se empieza poco a poco?
–Definitivamente –le respondí no sin urgencia– y no dude de que yo la pueda ayudar, asesorándola
en la línea de títulos que por ahora más la favorecería.
–¿Ah, sí? ¿Y qué clase de títulos, don Fernando? –respondió visiblemente interesada.
–Los educativos –respondí sabio–. Y algo que últimamente llama la atención: me refiero a los longs
plays y discos de cuarenta y cinco revoluciones (que algunos coleccionan), compendios de profecías,
estudios de ovnis, de reencarnación, manuales de superación personal, y novelas de amor escritas por
mujeres. Esto último es más difícil, porque son los bestsellers de actualidad, y sus precios son altísimos.
Tendría que tener usted una librería para poder venderlos, y ese no es el caso.
–Le agradezco toda esta información –me dijo Carla, acariciándome con sus pequeños ojos de
lince–, pero le agradezco mejor que me voseé. Es usted como un viejo amigo.
–Lo siento de la misma forma –añadí obligándome un poco de galantería que los años me han
herrumbrado–. Sería un placer regalarte algunos libros que tengo en mi casa y que para mí son un estorbo.
Ejemplares de ediciones leídas y que ya nadie aprovecha. Me encantaría darles un movimiento. ¿Sabés?,
siempre he soñado en constituir un círculo de lectores amigos, interesados en intercambiarse lecturas,
dedicándose largas horas a discutir los temas en confortables antritos de bares o cafés, muy retirados de
esta ciudad, quizás en lejanas bahías.
–No exagerés, Fernando, con que me brindés tu asesoría.

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El rostro de Carla se iluminó con mi idea y supe que le había gustado. Así que insistí:
–Es más, mañana mismo te traigo algunas revistas y libros de educación.
–Con las revistas basta.
–Tengo también unas enciclopedias literarias... y dejáme buscar varios libros sobre el amor de
pareja, y la sexualidad, y todas esas cosas.
–Esas cosas que una ya no vive... –susurró como una gatita.
La última frase me despertó un fuego dormido en el fondo de mi epidermis. ¿Lo habría dicho para sí
misma, como ocurre a veces con las personas que hablan en voz alta, o me lo dirigía a mí, a Fernando? La
frase inconclusa por Carla fue seguida por una sonrisa libre, jovial, inocente. Una sonrisa que ensanchó
sus acentuadas mejillas aún tersas. También, el lápiz labial no me pareció ridículo, aunque al comienzo se
me antojó como el fondo de esas sandías demasiado rojas. Una revisión más detallada de su cuerpo no me
lo reveló tan rollizo, como pude ver al primer vistazo, sino de una distribución como ha sido expresada
por la escultora nacional Leda Astorga, obsesionada con los gordos, y que expone la picardía de sus
miradas, sonrisas, volúmenes, sabiendo que una carne desbordada, sin llegar a frenéticos límites, en
algunos de estos cuerpos tiene por designio hablarnos de la existencia de una naturaleza pródiga, y
fascinada por su propio exceso.
Carla era una gorda perfectamente equilibrada. Un desnivel de hermosura, como pregonan los
burlones. Y sus collares de abalorios le daban, más que una decoración exterior, un ritmo a tono con la
vasta ejecución orquestal de la primavera, que en nuestro clima estaría asignada al tiempo comprendido
desde finales de noviembre hasta los primeros días de enero, cuando hay alegría sobre la tierra,
recolección de cosechas y celajes ebrios.
A la una de la tarde me despidió Carla con un beso en la mejilla, mientras yo le reiteraba mis
promesas con avidez –y encantado de haber conocido a los chapulines.
Antes de alejarme por completo de la puerta de entrada, reconocí el nombre Gaia plasmado en
mediocres letras góticas sobre el ínfimo rótulo.
Esa misma tarde acudí de nuevo a La Espiral. Me dediqué a preguntar los precios sobre títulos
educativos, de ovnilogía, de curaciones milagrosas y novelas rosadas, al ayudante de Eladio, para tener
una visión general de cómo ayudaría a mi nueva amiga. Rondeé algunos estantes y me aprovisioné de lo
que me pareció más reciente, porque para impresionar a Carla había falseado alguna información. Por
ejemplo, mucho de lo que había dicho tener en la biblioteca de mi casa era una mentira. Nunca llevo
revistas. Ni siquiera me gustan los libros sobre ovnis ni sobre la reencarnación, parapsicología, y todos
esos temas, ya que los consumí hace muchos años. Por otra parte, sé lo que se vende, y si debía ayudar a
la mujer, tenía que plegarme a ser objetivo con las necesidades del mercado de lectores.
Como Eladio no estaba, pude hasta sacar mi libreta de apuntes, y anotar precios, géneros literarios
de atracción que tenía en el olvido, nombres de libros que contemplan los programas de educación del
Ministerio. No sentí por supuesto que estuviera traicionando al dueño de La Espiral, tomando datos

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frescos que aprovecharía para una competidora. Y me pareció, más bien, que su compra-venta estaba más
sucia que nunca. En un impase contemplé lo que hasta ahora me había vedado y era que el interior de La
Espiral era demasiado oscuro, y que le faltaba una verdadera iluminación digna para los clientes. Todo
esto lo asigné a la pétrea avaricia de Eladio que, con todo y habernos explotado a muchos compradores,
subiendo precios y especulando con atracciones literarias, no había más que agrandado el local, para
extender su apetito insaciable. Lo demás proseguía igual a como lo descubrí hace unos diez años, en
medio del más completo abandono, en la semioscuridad, entre los olores podridos de las paredes. ¿Cómo
es que no me había dado cuenta? Conseguí determinar después la casi nula visibilidad exis tente en la
parte asignada a literatura propiamente seria, de manera que se hacía necesario elevar el libro hasta
donde una luz pálida lo envolvía, luz que derivaba del otro salón donde estaban los libros de mayor
venta, y que eran simplemente comerciales. ¿Podría estar Eladio manejando cierto tipo de
discriminación? Era probable. De esta manera constaté que el carácter aventurero de la inicial compra -
venta había dado paso al planificado y lucrativo de cualquier negocio. Supe que los días de La Espiral
confortable y amistosa habían terminado. Más la visitaba ahora por pura mecanicidad y no por la vieja
alegría de disolver mi aburrimiento de profesor, entre la novedad de un librito y la plática improvisada
con sabor a cigarro y café insípido.

Toda la madrugada esperé a que amaneciera para colocar en unas cajitas los libros que había
comprado la tarde del día anterior en La Espiral, y busqué algunos ejemplares de mi propia biblioteca
cuyo número considerable ni siquiera me pareció pródigo. Para ello tuve que espolvorear anaqueles,
sacudir frenéticamente las cubiertas con un plumero, pedirle a Emilce una gomera para reubicar algunas
páginas desgajadas. Mi esposa me detectó tan laborioso que preguntó:
–¿A dónde llevás tanto libro?
–Se los venderé a Eladio.
–¿No es él quien te los vende?
–Sí, amor, pero ya me estorban en los anaqueles; además, son títulos que no quiero. Nunca los
volveré a leer.
La duda de Emilce se ventiló. Al instante la oí cerrar la puerta diciendo que llegaría tarde en la
noche porque haría el inventario.
Con todo el espacio para mí solo en la casa, pude efectuar mi operación sin molestia. Aún más,
puse un casete de Agustín Lara en la grabadora, y lo hallé actualizado, moderno. Su voz tristona e
irredimible me hería en zonas desérticas, entreabriendo boquetes por donde fluían aguas de un mar
interior que exhalaban mi poros, mientras iba y venía del carro, acomodando las cajas.

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La breve distancia que hay de San Pedro a San José la cubrí de una ansiedad aumentada hasta la ira,
cuando unos metros después del parque Kennedy, un choque trivial paralizó el tránsito. Los conductores
protagonistas se lanzaron a la calle, fruncían los ceños, se hacían recriminaciones indirectas. Desde el
carril contrario los pasajeros de los autobuses se levantaban para conocer del incidente, como si la
colisión tuviese algo que todos pudieran saborear. Una vez superado el escollo, conduje no sin cierto
temor de que mi deseo de ver a Carla se pusiera en mi contra, haciéndome torpe y procurándome algún
nuevo contratiempo.
Posteriormente, cuando en mi intento impulsivo de aparcarme frente a la pequeña compra-venta de
mi amiga, recordé que era prohibido, y que no tardaría algún tráfico en aparecer, llamé desde afuera a
Carla, quien salió de inmediato como si le pareciera extraño volver a verme. No ocultando su regocijo,
comprendió de inmediato la situación, y en menos de lo que canta un gallo pusimos todas las cajas sobre
la acera, mientras yo iba a buscar un parqueo. Toda esa oficiosidad impactó a Carla, que no sabía ni
cómo comportarse ante mi cortesía. A mi regreso, constaté impresionado que ella sola se había llevado
las cajas al interior de su negocio. Era demasiado aguerrida.
El tiempo que nos tomó ordenar todo obligó a Carla a cerrar ese día el local. Nos entretuvimos
registrando temas y abarrotando los estantes, de modo que el recinto fue cobrando nueva vida libresca. A
cada momento, sin embargo, soltábamos la risa por cualquier ocurrencia tonta: ya porque un libro saltaba
en pedazos de una caja, o porque salían de las cubiertas rubias y gordas termitas. Sobre un viejo
tocadiscos –una de las pocas pertenencias de la mujer–, puse música de Gardel y, sobre todo, de Agustín
Lara. Toda esa música dio también su hondo decorado a nuestra actividad.
Esa mañana, la mujer lucía un vestido floreado que no la podría haber recubierto con mayor
atractivo. Pese a ser ella de caderas anchas, dicho vestido le ceñía una cintura donde noté la ausencia de
adicional relleno. Curiosamente, era solo gorda en algunas partes y no en las que hubiera peligrado la
existencia de un sensato equilibrio, entre lo ampuloso y lo concentrado, entre la abundancia y la fijación
de unos límites. Una ligera inclinación de su cuerpo me reveló también por el sobrio escote el diámetro
de sus pechos, casi saltados de la estrecha faja del sostén. Era la comba de pechos que me ha fascinado, y
que me suscita el sentido de la prosperidad; la noción de que la astucia de la tierra brota de lugares
tenebrosos con hermosas bayas y frutos redondeados. Todo su cuerpo pedía propagación, ser acogido y
acariciado como una inmensa siembra.
Todas esas cualidades en balanza, o por lo menos en mi propia balanza, me despertaron un
lastimero apetito.
Mi apetito quedó sujeto a la señal de un galope inoportuno, y mientras nos daba espacio amistoso
nuestro diálogo, su voz me pareció como el gorjeo de la paloma de castilla, pero de una solicitud aún más
melancólica. Su risa, en cambio, era capaz de producirme una emoción satisfactoriamente animal, porque
podía sentir la agitación de su carne, como el delfín en el océano percibe toda la vibración alegre de las
aguas.

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A mediodía hicimos una pausa para almorzar. Le sugerí un sitio muy lindo en Santo Domingo de
Heredia. Y nos fuimos en mi volskwagen, huyendo de San José. Era un encuentro y un paseo que venía
siendo planeado por nuestros corazones, pero no por nuestra mente, que hubiera demandado mapas,
telescopios, brújulas. El volskwagen cobró de pronto un embrujo que su vieja carrocería y sus llantas no
lo hubieran dado por sí mismas. De paso, nos burlamos de una multitud en el Parque Central que
contemplaba a un pequeño hombre haciendo piruetas con una bola de goma. El hombre parecía de hule y
la bola era parte de su mismo cuerpo de lince. Pero todos se equivocaban. Todos perdían su tiempo.
Hasta los que se miraban embelesados, como si admirasen el cuerpo desenterrado del mismo Coloso de
Rodas.
Discutimos el hecho durante unas cuadras, compadeciéndonos de toda la gente, del hombrecillo con
el balón de hule; de los predicadores que con la Biblia bajo el brazo, hubieran querido semejante quórum;
de cada una de las cosas que no fuera ir dentro del herrumbrado volskwagen.
Bordeando el Parque Morazán, vimos en el Templo de la Música un fotógrafo que colocaba su
caballo de madera en forma de mecedora, simulando poses y dictaminando los influjos de las sombras y
la luz. Nos extrañó sobre todo la asistencia nutrida de paseantes y la ocupación de casi todos los bancos
por conversadores a la expectativa.
–¿Esperarán al hombre de la bola? –me preguntó sonriendo Carla.
La lluvia vino sobre la carretera a Santo Domingo. Nos refugiamos enseguida en el prometido
restaurante frente a una siembra de café. Allí almorzamos corvina al ajillo, un puré de papa y frijoles que
gustaron tanto a Carla que repitió la ración, disculpando su irresistible fanatismo por esta comida. Yo
bebí dos cervezas, pero Carla solo un refresco de tamarindo, cuya extrema acidez fue disfrutada
alternativamente con calofríos y fruncimientos de ceño.
En un ámbito que se ahondaba como la hospitalaria ruta de un caracol, por el murmullo de la lluvia
y la fragancia de tierras tejedoras de constantes prodigios, le sustraje, cordial, más datos sobre su vida.
Supe que estaba divorciada, que sus hijos ya eran todos profesionales. Su esperanza era verse próspera
con un pequeño negocio; pero quizá no había empezado bien. Como tenía unos ahorros, y si la compra-
venta no le funcionaba, pondría una peluquería en Desamparados, donde vivía. También me habló del
amor, de las ilusiones perdidas, de los años en suspenso.
–A una le gustan ciertas cosas y no siempre es correspondida. Nada hay más duro que la
convivencia con un patán. –Cuando dijo patán fue librada a una tos persistente. Tuvo que beber el resto
del tamarindo, arrugando el ceño como si fuese un trago de tequila.
–Es lo peor que le puede pasar a una. Es más, es como si nos dieran la herencia de nuestras madres,
que obtuvieron también de las abuelas. La herencia de tener un buen olfato para hallar un patán y hacerlo
nuestro marido. ¿Qué te parece?
La pregunta creí que se la había hecho a sí misma, así que solo aprobé con la cabeza.

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–Es mejor estar sola. Una necesita protección, amistad, alguien que nos escuche; pero los patanes
andan por todo lado. Son gerentes, choferes, abogados, contratistas, panaderos, mecánicos, señorones
muy echados para arriba; es una plaga.
Su pequeña mano redonda golpeó la mesa y su mirada se me quedó viendo fija. Yo se la tomé de
inmediato, porque las mujeres esperan esos momentos. Como esperé, su mano se resbaló de la mí a; los
ojos de Carla se perdían en los cafetales, sobre los que caía una delgada garúa. Era evidente que ya no
iba a llover, así que le dije que nos fuéramos a recorrer pueblitos en el volskwagen. La sugerencia fue
recibida con entusiasmo y se levantó de la silla, acomodándose el vestido, como si ya le estorbase.
Nos hundimos en el ámbito rural. A veces detenía el carro, a solicitud de Carla, para recolectar
hierbas de la vera de los caminos, que se usan en las floristerías y que son como largas hebras áspe ras;
flores acampanadas en enredaderas uncidas a los cercos, o simples margaritas de un rostro que recuerda
al amanecer. En alguna oportunidad, debí estar cerca de ella cuando hizo intento de cortar unos hijitos de
una planta sin nombre que le encantó, y que se expandía sobre una pared ruinosa de bahareque. Fue un
gozo sostenerla por el talle, pues su cercanía me dio la posibilidad de oler su cuerpo y respirarlo como a
una enorme rosa.
No le importó a mi amiga si se hacía tarde mientras íbamos y veníamos por carreteras más y más
escondidas, como si diesen vuelta hacia un fondo en espiral, saliéndonos al encuentro parajes cada vez
más secretos, rostros de gentes jamás pensados. Surcábamos paisajes que jamás he visto por esas
regiones de Heredia, y pensé que habían nacido para nosotros. Vimos declinar suaves colinas y aparecer
entornos de una oscuridad subterránea, pero cubiertas del verdor del campo. El volskwagen se iba
perdiendo en hondas concavidades ya no reguladas por el brillo del sol, que había desapar ecido en las
nubes de lluvia, sino por una luz interna y fosforescente similar a la brillantez pálida del plenilunio. En
ese medio, Carla parecía recobrar un vigor o simplemente lo descubría a gusto, haciéndome señales de
bajar por laderas, donde se asomaban grandes paredones de tierra ocre.
En un segmento del viaje aparecieron gigantescos helechos con caras como chivos y flores
andróginas con su erguido falo recubierto de rojas vulvas. Nos bajamos de nuevo del carro para examinar
la maravilla, y continuamos los tramos intransitables a pie. El día había desaparecido por completo en
esa parte del mundo. Solo la luz interna de la tierra nos alumbraba, y en ella mi amiga se empezó a abrir
hacia mi cuerpo como si fuese el mismo suelo tupido por el musgo. Emborrachado por el suspirar de los
insectos y el ronroneo de avispas con hinchados vientres de oscura miel, fui cayendo sobre la masa
caliente de Carla, y formando parte de los millones de chupadores mieleros de las flores boscosas,
mientras veía en frente de mí las velludas formas del girasol y su extensa corola que es toda la tierra.
La aparición de una densa niebla nos hizo salir de un templo de bejucos donde permanecimos
atados entre remotas raíces, percibiendo la vida a través de un largo beso, cansados de emanaciones de
perfumes. Carla no se fue sin desprender de las paredes de la falda un retoño de helecho.

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Cuando nos pusimos de regreso proyectando alegres retornos a los pueblos transitados, ya la
oscuridad había tomado el cauce de la autopista. Rayos de un fuerte rojo telúrico traspasaban aún las
ramas de los árboles. Los furgones compelían el viento hacia nosotros en diminutas gotas sobre el
parabrisas. Camiones cargados de tucas quedaban relegados a su ritmo monótono, mientras en los cortes
producidos por sierras atisbamos la savia hecha un cristal muerto. Algunos niños, desde las casas del
campo a la orilla de la carretera, sostenían la última claridad de esta parte del mundo, corriendo a lo
largo de palmeras enanas y de verdísimos árboles de limón dulce.
La ciudad aparecía en la distancia como un miembro reptante y luminoso de Quetzalcóatl.

VI

Carla no solo deseó que la llevara a su casa sino que me invitó pasar. Me dijo que solo vivía con su
hijo y su nuera, y que ellos llegarían esa noche muy tarde. Así que me atendió espléndidamente. Como
ahora parecía tocarle a ella hacer las preguntas, yo solo contesté apegándome a los hechos. Pero ninguno
de mis comentarios pareció importarle. Ya no estábamos para suspicacias. Antes de deglutir un refrigerio
que me prometió, porque decliné su insistencia en hacerme toda una cena, me llevó al patio trasero de la
casa donde descargó su botín de helechos, flores, hierbas. Allí observé un completo jardín de petunias,
margaritas, bromelias, rosas, tulipanes; y tiestos con cactus de toda especie. Me maravilló su colección
de orquídeas que era su gran orgullo. Me sorprendió su gran conocimiento de estas flores, y más que un
simple conocimiento y una reunión de especies sobre troncos y maceteros, me envolvió mágicamente sus
correspondencias afectivas.
–Todas tienen pomposos nombres científicos –me explicó– que he ido consultando en manuales
para saber cuándo florecen, y qué atmósfera necesitan para vivir. Te los podría decir de memoria. Así
por ejemplo, esta de tu derecha es una Stanhopea; la que le sigue en orden es una Oncidium o lluvia de
oro, ¿no es un gran nombre para que lo llamen a uno?; continúan tres Cattleyas; pero no tengo la guaria
morada (se me ha hecho difícil conseguirla), Epidendrum, Encyclias...; el número puede llegar hasta
cincuenta. Muy pocas en relación con las mil cuatrocientas que existen en todo el país. ¿Verdad que es
mucho?
–¿Y por qué no podrías tener tu propio vivero? –pregunté con la íntima seguridad de que ese era su
fuerte y no los libros.
–La idea la discutí con la dueña del local, pero me dijo que no quería plantas. Además, en esa zona
mis pobres plantas se morirían por la contaminación. No sabés la dicha que tengo con solo contemplarlas.
Pero no creás, necesitan mucho cuido. Para eso he tomado varios cursos de orquideología que a veces
anuncian en los periódicos. Hay que desarrollar un trato hacia estas criaturas que depende también de
dónde tengás el corazón. Yo les tengo mis propios nombres. No pensés que al levantarme cada mañana,

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salgo al patio y les digo: ¿Cómo estás, mi Catasetum?; y vos, mi Encyclia, ¿cómo va ese retoño; ah, qué
inflorescencia, Maxillaria?
Los dos reímos.
–Yo les digo cosas que ellas entienden. Nada complicado. Les cuento mis problemas: si amanecí
triste o deprimida. Si quisiera estar muerta. Vos sabés lo que es eso. ¿Vos has querido estar muerto? Es
algo que todos probablemente han sentido aunque no lo confiesan. Duele expresarlo. Lo cierto es que no
hay tal deseo. Lo que deseamos es hablar con criaturas perfumadas y atentas que nos escuchen. Entonces
la muerte la sacamos de un tirón desde adentro de nosotros, como esa espada que se insertan esos
hombres en los circos, sonriendo con orgullo y satisfacción. No era entonces que deseábamos morir. Qué
artimaña, ¿verdad? Deseábamos sacar un gusano roedor, como se le expulsa al bulbo de una planta.
–¿Y qué sentís con el tiempo, cuando sabés que tu vida va quedando atrás, muy cerca de donde se
criba el abono? –pregunté a mi amiga.
–No lo había pensado –contestó decepcionándome. Sin embargo, obtuve una respuesta.
–Pero si produce algo parecido a tener una espada metida en las entrañas, yo te aconsejo que te lo
saqués, porque se trata del mismo gusano que nos devora a todos, solo que con un rostro diferente. A mí
se me presenta con una añoranza sin sentido; como un deseo de dar y de ofrecer inconclusos. Sueño con
un hombre que llega durante las noches, y que me lleva hacia lugares que no conozco; te juro que me
siento feliz los pocos segundos que nos miramos en esos sitios que parecen de esta ciudad; pero que son
parte de mi alma, de la ciudad que está en mi corazón y que está hecha para que se paseen lo enamorados;
¿dónde estará ese hombre? ¿Por qué nunca ha tocado a mi puerta? Al día siguiente no puedo amanecer
fresca, radiante, con el deseo de vivir, sino con la seguridad de que me pierdo la vida. Todo ese
sentimiento se desarrolla dentro de mí como un ácido, y debo ponerme en guardia... ¿Podría ser que solo
yo sienta algo así? ¿Son tan estúpidas esas fantasías? A mi edad parecen tontas; pero tengo las flores, y
ellas no me dicen que soy una mujer entrada en años, que ya perdí todas las oportunidades,
permaneciendo para mí solo contactos efímeros y rostros sin interés. Hago hervir unas ramitas de menta y
vengo con un rico té a sentarme bajo aquel árbol de limón dulce, y su aroma surte un efecto consolador.
De largo miro las flores abiertas, como seres de otros mundos, o como vaginas que traen esperanzas a la
tierra, y toda la tristeza se me evapora: siento que el amor me inunda con el aire. Que todo
Desamparados, y el país, y el continente, están prendidos de la uña de un Dios que no desea mi
destrucción, sino que me exige una labor de fotosíntesis, para transformar toda mi tristeza en
agradecimiento.
–Eso suena muy bien, Carla –le dije pragmático–, pero la realidad es tal vez otra. A veces el dolor
no sale de nosotros como una inflorescencia, sino como un cáncer. Y así es como termina casi toda la
gente.
–Somos de pensamientos distintos –me amonestó con cariñosa mirada–. ¿Qué puede ser una
orquídea? ¿Acaso fueron hechas para que las señoras las pusiéramos en ciertos lugares, como parte del

59
decorado de nuestras casas? No lo creo. Al observarlas diariamente me he dado cuenta de que son como
grandes motores de energía sideral, que atraen a sus labelos seres invisibles y cargados de alimento
cósmico, cuya expresión local e imperfecta es la abeja, el viento, el colibrí. Sé que es extraño lo que te
digo y parece delirante...
–No he dicho tal cosa –aduje indignado, aunque prevenido.
–Todo ese alimento cósmico que los seres invisibles dejan en los pétalos de la flor se mezcla en las
patas velludas de las abejas. En su vuelo lo desperdigan y a veces nos toma por sorpresa un gran vigor,
una energía nueva, un deseo de vivir que nos alcanza para varios días. Resulta que alguna espora se nos
ha colado por la nariz, o ha entrado por uno de nuestros poros. La flor de la orquídea nos enseña que no
hay nada en el mundo que no sea ofrenda y recibimiento. Ya vos sabrás lo que sucede con quienes se
cierran y ponen muros al flujo de la vitalidad.
–¿Y cómo sabés de la llegada de los seres invisibles? –le inquirí asombrado y como si estuviera
por aceptar sus pruebas.
–Querrás decir los polinizadores. Ellos abundan en todo el universo. Existen aquellos llamados por
la vibración de nuestras propias flores, que son sonidos imposibles de ser captados por la mayoría, y que
dirigen al polinizador a través de las órbitas con mensajes hermosos y música celestial. Los polinizadores
ingresan a la atmósfera y cuando miran a las orquídeas no las ven como nosotros, sino como los genitales
y las bocas de cuerpos más extensos, y que son luminiscentes y perfumados.
–¿Y por qué no podríamos verlos?
–La razón profunda es que no tenemos mérito suficiente. En el cosmos el mérito es la llave para
todas las puertas.
–¿Y qué tal son esos cuerpos? –insistí.
–Son cuerpos de andróginos que no andan buscando felicidad, como nosotros, y entonces trabajan
para el planeta, es decir para su madre Gaia.
–¿Por eso, entonces, les hablás siempre?
–Y ellas me escuchan.

VII

Despedirme de Carla me ocasionó una desgarradura.


–No es una despedida –me dijo al darme un beso en la boca, mientras se volvía hacia la puerta de
su casa: una casita apenas perceptible en una cuadra de esas en las que uno nunca podría sospechar si
viven narcotraficantes, asesinos, escritores o sacerdotisas.
Encendí el motor del volskwagen en un completo estado de cansancio. El perfume de Carla, su voz,
el aroma de cada flor y de cada hoja, las exudaciones de tallos, todo me parecía haber ejercido un efecto

60
narcótico. Conducía hacia San Pedro, haciendo esfuerzos para no dormirme de camino. Alguien me indicó
de frente que jugaba con los carriles. En el asiento de al lado no solo había restos de flores y hierbas
arrancadas en el campo de Heredia o en las faldas silvestres del volcán Poás, sino que llevaba también la
reciente presencia de Carla, que extendía mi vida robándole territorios al tiempo que creía ganados.
Un baño frío me fue aliviando de una sensación de asfixia. Quizá en la noche iba a llover. Y hubiera
sido hermoso oír la lluvia sobre el techo, recordando las carreteras de pueblos como San Joaquín de
Flores, Barva, San Isidro, nombres que me parecían ser de padrinos amistosos, agrícolas, amantes de las
palomas y de las tejas.
Mi mujer llegó quejándose del intenso calor y se metió a su dormitorio, diciendo que el inventario
había estado brutal. Creo que se durmió de un solo golpe, porque no oí su murmullo en el teléfono ni esa
voz de señora indignada que le gusta modular a sus amigas.

La mañana permaneció envuelta en nubarrones de esos que siempre me recuerdan los trazos
melancólicos del Greco. Era indudable que iba a llover después de mediodía. Una sola diligencia en esa
ocasión sería probatoria de mi fidelidad por el nuevo mundo que me entreabría la mujer: buscar una
guaria morada y llevársela como un símbolo de que había entendido su mensaje. Aunque podía prescindir
de la parte fabulesca de este, sabía en lo profundo que Carla tenía una verdad. Todos en conjunto
entretejemos el cuerpo de Dios, donde, en lugares adecuados, permitimos el flujo de la vivacidad y de la
belleza de este.
El hallazgo de la guaria correspondió a una muy reputada floristería. Sin embargo, su dueña fue
clara en advertirme que la orquídea se hallaba en peligro de extinción y que sería un poco caro el proceso
de encontrar una. Pero su comisión estaba bien saldada. Al día siguiente me tendría informes.
Mi siguiente viaje a La Espiral me trajo una amarga noticia. Víctor Julio nos esperaba a mí y a
Esteban para decirnos que Toruño había sido encontrado muerto debajo del puente Los Anonos.
–Ya nunca sabremos si la historia de su amiga era verdadera o falsa. Se llevó el secreto –dijo
apenado Víctor.
Ese día permanecimos en el café discutiendo las razones por las que se habría suicidado Toruño.
Sin embargo, yo debía realizar otra visita al local de Carla, porque estaba de nuevo lleno de ansiedad por
verla.
Sorteando las calles a pie fui testigo al llegar de algo que me alarmó: el local estaba cerra do y ya
no colgaba ningún rótulo. El vendedor de lotería de la esquina me indicó que jamás había sabido de una
compra-venta y en los comercios locales contiguos nadie supo darme una explicación.
Tomando un taxi, me fui a Desamparados y comprobé también que había olvidado por completo la
dirección de la casa de Carla. El chofer, cansado de giros, me sugirió venir otro día.

61
Ese otro día volví en mi propio volskwagen, primero a la compra-venta, donde todo proseguía
igual, cerrado y sin muestras de haber sido alquilado en algún momento para vender libros, como pude
comprobar cuando limpié la mugre de las ventanas, y distinguí un pequeño cuarto lleno de madera vieja, y
después, en Desamparados, donde insistí preguntando en los sitios que parecían brindarme un ligero
recuerdo.
Las pruebas se repitieron por varios días hasta que desfallecí. Víctor Julio me ha indicado que todo
podría ser el efecto espectral de Toruño sobre nuestras vidas. Esteban me dice que eso les pasa a algunos
hombres jubilados. Eladio reconoce, cuando no estoy, que las lecturas rancias, como a Don Quijote, me
han podrido la mente.

62
Camino de estelas

Para Eliécer Chavarría

A medida que pasaron los años, sin embargo, se fue


haciendo indiferente al reclamo de las tierras
exóticas. Se vio a sí mismo inmerso en la extraña y
embarazosa situación común a todos los marinos: no
pertenecía, en última instancia, ni a la tierra ni al mar.
El marino que perdió la gracia del mar
YUKIO MISHIMA

Recomendado por un amigo, acepté un trabajo de mecanógrafo en el periódico Excélsior.


No había olvidado que el 26 de diciembre de 1972, fecha de mi cumpleaños, había salido del
puerto de Golfito –luego de recibir un cable de Miami firmado por el señor Onorati, General Manager de
la Wesfruco–, con destino a Puerto Barrios, Guatemala, donde me embarcaría en el Lord Frontenac,
construido, como todos los barcos de la compañía, en Francia. La flotilla constaba de 10 barcos y casi
todos eran lores: Lord Niágara, Lord Deepe, Lord Frontenac...
Eventos como este se mantuvieron nítidos en mis primeros días como funcionario del periódico.
Mis compañeros de trabajo me ayudaban a guardar una memoria de mis travesías por mar, debido a que
constantemente me preguntaban sobre ellas. Me gustó contarles anécdotas, a la hora del café o en los
interludios de los almuerzos:
Fue una gran sorpresa –les decía– que el mismo día del primer embarque no hubiera
radiotelegrafista en el Lord Frontenac, pues el anterior a mí se había peleado con el capitán Rioja, no
habiéndome esperado para explicarme los ajustes de los transmisores, receptores y muchos aparatos más.
Yo mismo traté de conocer el manejo de estos y, después de tres horas, ya estaba recibiendo el primer
reporte del tiempo.
La mayoría de la gente mira la televisión y acepta más el maquillaje que la experiencia verdadera –
les aseguraba–. En el rostro de los náufragos hay una transfiguración que solo puede verse en el momento
del rescate. Cuando nuestra nave salvó a tres marinos, únicos sobrevivientes de un barco que transportaba
hierro, habían pasado tres días asidos a una balsa, con todo en su contra. Había uno de ellos que tenía una
pierna herida. No solo era el hambre, la sed y el sol lo que los venía matando, sino el hecho de que los
tiburones andaban cerca. La huella de todas las adversidades estaba impresa en sus rostros. A pesar del

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naufragio, la destrucción y las necesidades insoportables inspiraban el respeto de quienes han traspasado
el nivel...
El hecho de contar mis experiencias en los barcos mercantes me producía, al principio, el
sentimiento de ser diferente. Consideraba limitados a mis prójimos porque jamás habían navegado en
barcos en los que yo había sido tripulante. Era una consideración que, con el transcurso de los meses, me
tuve a mí mismo porque mi trabajo en Excélsior se volvía monocorde. Mis dedos eran hábiles con las
viejas máquinas composser y desarrollé una velocidad digna de verse.
Esta labor podía ser buena para sobrevivir; pero nunca se ajustó a mi temperamento. No tenía
previsto que mi nueva ocupación, las constantes demandas de mi señora y la formación del hábito, cada
día más enraizado en mi rutina, de ver levantarse a mis hijas, acariciarlas, llevarlas a jugar los domingos,
estar cerca cuando lloraban, irían alejándome de la idea del mar.
Sin embargo, uno puede apartar una inclinación por una larga temporada. Lo más probable es que,
cualquier día, nos den ganas de llorar sin razón o de ponernos iracundos con quien nos hace una pregunta
inocua.
Entonces ocurrió lo predecible. Mis compañeros de trabajo dejaron de escrutarme sobre mis
peripecias en altamar. Me transformé en un obrero como todos. Mi mujer guardó mis fotos de oficial en
álbumes sellados:
–¿Dónde están las fotos? Vladimir quiere verlas... –le pregunté a mi esposa una noche que invité a
un compañero nuevo a mi casa.
Ella me respondió, apenas asomándose por el vano de la puerta:
–Están en el álbum verde, pero tiene llave. Creo que vos la perdiste.
El mundo en sí quería borrar todas las pistas de cuando era oficial y me extraviaba toda relación
con mis días oceánicos. Empecé a sentirme realmente denso. Engordé mucho en esos días porque me puse
demasiado ansioso.
Cierto día mi primo Vicente me detuvo en una calle y me preguntó cuál había sido mi mejor
experiencia como marino. La pregunta me obligó a recordar minucias de mis travesías. Fue cuando se me
vinieron de golpe, como un árbol iluminado, la visión de muchas ciudades y gentes.
“Sí, sí –le respondí–. Una Navidad, en Nueva Orleans, fuimos invitados a pasar en las casas de una
misión de marinos. Se nos dio una acogida maravillosa. Hubo licor, baile y una cena espléndida. Al día
siguiente nos llevaron a conocer unas playas. Esta es una magnífica costumbre que existe en Estados
Unidos y en Europa, y me afirmó la noción de que hay amigos para los viajeros en todo el universo. Es
difícil explicar que gente extraña te acoja en su hogar y que te sirva de su propia mesa. Lo mismo ocurre
cuando viajás con hombres de distintas nacionalidades y tenés que aprender algo de ellos para
comunicarte. Un poco de griego, de inglés, de alemán, de ruso. Al principio se deben decir las peores
palabras de todos los idiomas para que te tomen respeto. Esas son las primeras palabras, también, que
aprenden los niños y que, entre marinos, es necesario conocer para que te traten como en familia”.

64
La respuesta que di la hice desde el corazón. Solo después de unas horas, mientras hacía
reparaciones en el techo de mi casa, me reproché a mí mismo haber dado una respuesta a Vicente, que tal
vez no era la real.
“No se puede hacer una discriminación –le debí haber explicado–, al menos no por ahora”.
Y hubiera sido mejor dicha otra respuesta porque la Navidad en Nueva Orleans solo fue uno de
tantos encuentros dignos de ser recordados.

Angustiado por el trabajo mecánico de Excélsior y los recuerdos de horizontes y ciudades que
ocasionó la pregunta de Vicente, quizás atraje que la compañía naviera donde trabajé me llamara de
nuevo; al no aceptar, porque también estaba a gusto con mi mujer y mis hijas, me ofrecieron honorarios
más altos. Posiblemente el motivo económico me relanzó a la navegación. Era un hecho que la familia me
haría falta. Analicé que el aumento en el salario era una excusa entendible a medias por mi esposa: en
verdad, quería ejercer como oficial radiotelegrafista y, ahora, en el Lord Niágara.
Como mi esposa tenía tres meses de embarazo acepté el puesto por un año. Volvía cada mes a
Puerto Limón. Estando de vacaciones fui llamado por la compañía suiza Swiss Outremer, a la que envié
mi currículum siendo oficial de la Wesfruco, pues pagaban más. Un radiotelegrafista suizo del barco
Cabalino me había hecho la conexión. Ingresé, para empezar, haciéndole las vacaciones al
radiotelegrafista del barco Favorita, un barco bananero que más bien parecía un crucero. Una nave
modernísima.
Gracias a esta prueba, me contrataron para el barco Cassarate, donde fui testigo de la disciplina
alemana. Cuando el capitán Ladewig quería jugar conmigo master mind, me gritaba con su vozarrón:
Funker, Funker. Mientras jugábamos bebíamos cervezas como Becks o Kool.
El asunto de la disciplina tenía sus fisuras. La tripulación se ordena para navegar y cumplir con las
misiones, pero el mar produce efectos en los hombres contrarios a los de una rígida conducta.
Quizás lo que me gustaba de los barcos era eso: reírme de la jerarquía una vez que se llegaba a los
puertos. Confabularme con mis amigos. Bañarme con las auras de los meridianos. Experimentar en el
rostro la influencia de una mañana desde el suelo de nuevas geografías, urbes, aguas.
Si en el mar convergen los grandes ríos como el Amazonas, el Nilo, el Orinoco, el Mississippi, en
los puertos suelen confluir todas las etnias. Allí la sangre de todo el mundo se da la mano, o, por lo
menos, se mezcla ardorosamente. En los puertos del mundo no hay un etnia en particular sino un solo
cuerpo de músicas, historias, risas, peleas, neblinas, huracanes, borracheras, naves, mercancías, dineros,
hoteles, pitazos, escaparates, tripulaciones, desnudos, vagos, tatuajes. Y cuando se llega a estos se
pierden las líneas de la corporeidad propia. No se es más que un tizón agitado en la marejada ígnea que
los incendia durante las noches y los vuelve a edificar en el amanecer.

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Esta era la emoción que había perdido y a la que deseaba volver una y otra vez. Era, también, la
emoción buscada por los demás marinos. El comercio nos suplía de naves maravillosas, de 16 a 18 nudos
de velocidad, que nos llevaban en días tan solo a ciudades como Ciudad del Cabo y sus zoológicos; East
London y sus astilleros enormes; Hamburgo y su estruendosa avenida de San Paulis; Liverpoll y sus
autobuses de dos pisos.
Quienes recibían el importe de las jugosas ventas de banano no sabían que ellos trabajaban para
nosotros de alguna manera. Desde las agencias costeras nos mandaban mensajes para que pudiéramos
sortear las devastaciones de los huracanes. No tenían la intención definida de dotarnos con rumbos
hermosos y claros bajo el sol para que nos solazáramos ni creo que en los puertos internacionales se
ocupasen de construir las guaridas del placer. Claro que no. Nadie trabaja gratuitamente para el
esparcimiento de los otros. Pero podíamos pensarlo en algún momento. Podíamos pensar que las
populosas ciudades costeras, una vez embarcados, desaparecían con la bruma. Ningún puerto era una
realidad en sí misma, sino una aspiración, un anhelo.

Transcurridos tres años de mi segundo embarque volví con mi esposa y mis hijos. Me reincorporé
al periódico Excélsior y me fui especializando en la corrección de pruebas, labor que realicé luego para
otros periódicos. Esta vez la decisión fue rotunda. Los hijos habían crecido. Ellos comienzan a enredarte
con argumentos. Y tuve que defenderme contra los cables que reiteraban sus invitaciones para que me
embarcara por tercera vez. Los colocaba sobre la mesa y solía mirarlos como se mira un arma. Si me
dejaba llevar por la invitación me convertía en asesino del hombre que estaba tratando de construir.
No es extraño tocar tierra, para el que ha navegado, y sentirse impropio. Sediento de algo que no es
agua. Y andar con la sensación de estar siendo reclamado por el horizonte. Por el confín. Es algo que se
debe superar con el tiempo. Estimé que el trabajo en el periódico me produciría desgaste. Y no digo
desgaste del cuerpo físico sino de aquel otro que se había estado formando bajo mi piel, y que era el
cuerpo del viaje, el nostálgico viajero pertrechado en mí.
Con los años me hice maratonista de éxito. Gané trofeos. Entrenaba muy de mañana para próximas
competencias. De la embriaguez por las montañas de aguas de sal, pasé a la borrachera por los campos de
hierba y las autopistas ardientes. Sudé hasta la última gota la amplitud del mar por mí conocido. Mis pies
habían desarrollado una cualidad imprevista (aunque siempre fui gran jugador de futbol), porque deseaba
pisar la tierra, de modo tan insistente, como para no alejarme nunca más de su orilla.
Ningún heraldo de mar tocó, entonces, a mi puerta. Los cables desaparecieron como por un acto de
magia. Y me convertí en un corrector quisquilloso de esquelas para defunciones. Por mis ojos desfilaron
los nombres de miles de muertos.
“Hoy hay un muerto importante, Chava –me decía el coordinador de anuncios para el departamento
de filmación–. ¡Preparáte para la cosecha de esquelas!”

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Y en verdad, la cosecha de muertos es la única que no falla. Las esquelas nunca faltan en las
páginas de obituarios de los periódicos. Vi nombres renombrados y otros apenas conocidos. Nombres que
el río de la muerte envuelve en sus aguas y los devuelve al océano de lo innombrable, donde nadie es
Pedro ni María, donde nadie lleva ni siquiera el recuerdo de lo que vivió porque todo se disipa como la
cola del cometa en los cielos.
Siempre guardé, aun así, muy en lo profundo, el ansia de reembarcarme. Cultivé esa esperanza
porque la juventud nos convence de que está demasiado a gusto en nosotros. El día que se escabulle por
una ventana, sabemos que no hay vuelta atrás.
En 1998, mientras hacía mi trabajo frente a mi computador apple, apareció la siguiente esquela:

Los radiotelegrafistas del mundo y


Eliécer Chavarría lamentan
el fallecimiento de la clave Morse.
Sus funerales se efectuarán
sobre las aguas de los océanos.
Después habrá competencia de fragatas
y bebetoria gratuita para todos los dolientes.

Se trataba de una broma hecha por mis compañeros de trabajo. Y como ya sabía la noticia de la
descontinuación de la clave Morse, me reí con ellos de la astucia. No entenderían jamás, ¡oh
desgraciados!, que, aunque lejano, mantenía un anhelo. Y que la esquela representaba el adiós de un
oficio y su transformación en historia.
La desventurada noticia me instigó una nostalgia por varios días. Y recordé la vez que mi primo
Vicente me había detenido para preguntarme sobre cuál había sido mi más hermosa experiencia en
altamar. Reflexioné, también, sobre mi respuesta y la insatisfacción que me produjo.
Un noche, necesitando ofrecerle otra versión a mi primo, lo llamé a su casa, aunque tenía años de no
verlo. El hombre se sorprendió sobremanera cuando me oyó tratando de explicarme.
–¿Respuesta de qué, Chava? –me preguntó.
–Hace 19 años me interpelaste sobre la mejor experiencia que había vivido en altamar.
–¿Ah, sí?
–Pues te narré algo que no era cierto. Mirá, la noche navideña en Nueva Orleans fue muy bella,
pero no fue mejor que otras noches.
–¿Entonces?
–No estaba preparado para decirte, en aquel momento, que el capitán español Jorge Rioja, del
barco Lord Frontenac, en uno de mis primeros viajes, hizo algo muy extraño.

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A principios de mi primer embarque, del puerto de Limón a Nueva York, después que dejamos atrás
Cabo Hatteras, y casi por ingresar a Wilmington, Delaware, nos encontramos con una manada de ballenas,
muchas con sus ballenatos. Delante de ellas iban docenas de delfines. La tripulación se mantuvo en la
cubierta para observar la caravana.
Como al capitán Jorge Rioja le pareció muy hermoso, optó por seguirlas durante tres horas. Un
cielo límpido cubría el curso del Lord Frontenac y de los cetáceos. El mar fluía como si estuviera
risueño.
El chapoteo de las ballenas iba dejando una estela espumosa que el Lord Frontenac rompía con su
poderoso tajamar; pero en la coincidencia de las estelas de los mamíferos y del barco, se produjo una
estela mayor. ¿Cómo pudimos haber permanecido tres horas contemplando a los enormes animales? ¿Qué
le sucedió a la mente de Rioja para no respetar su curso hacia Wilmington? ¿Por qué ningún oficial trató
de disuadirlo? Creo que fue imposible para nadie optar por no ver el chapoteo de las ballenas. Se
levantaban de las aguas y volvían a caer en un juego que nos pareció divino.
Para algunos seres el jugar debe ser la cosa más seria. Y para las ballenas el acto de incorporarse
de las presiones marítimas, suspenderse en arco unos segundos, no solo era una acción que se hacía con el
gozo más absoluto sino con la religiosidad más profunda.
Cuando llegamos a Wilmington nos esperaban los problemas. Sobre todo para el capitán.
El arribo estaba programado para las cuatro de la tarde y el Lord Frontenac desembarcó en el
muelle a las siete de la noche. La demora causó una gran pérdida para la compañía y, en el siguiente
viaje, las autoridades de esta nos esperaban en Charleston, Carolina del Sur, y el capitán Rioja fue
despedido.
–Todo eso está muy bien, Chava –me respondió mi primo–, ¿pero qué hubiera pasado si hubieran
seguido el camino de las estelas?
A la pregunta de Vicente no pude responder. Me quedé sin argumentos. Tartamudeé tontamente en el
auricular.

Vinieron días duros para mi salud. Los médicos me indicaron que me despidiera del maratonismo.
Las migrañas me atacaban de improviso frente al computador y eso me hacía pasar errores dactilográficos
que los jefes me reprochaban con balances económicos.
–Don Chava, ¿cuánto lleva usted en el periódico?
–17 años, sí, señor...
–El médico recomienda un mes de descanso. Y esperamos que se reponga. ¿Verdad, don Chava?
–Claro... con mucho gusto...
Los días marinos se borraron de mis horizontes. Las travesías se transformaron en aventuras que le
pasaron a un lejano Eliécer Chavarría.

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Como hay preguntas cuya falta de respuesta nos puede ir matando con el tiempo, la voz de Vicente,
convertida en una voz que lo trascendía a él mismo, era el timbre de un acreedor que martillaba mi
cotidianidad.
“Sí. Chava. ¿Qué habría pasado si hubieran seguido el camino de las estelas?”
Me hice descuidado en mis asuntos. Mientras se precipitaba un aguacero, un vecino me indicó que
abriera el paraguas pues lo llevaba en la mano y, aun así, me mojaba. Torpezas de toda clase, como
romper el cheque de pago y quedarme con la colilla...
Mis evocaciones de la tripulación sobre la proa del Lord Frontenac me pusieron sobre una cuerda
de equilibrista. Las analizaba con el propósito de hallar una solución. Maldecía en mi interior a mi primo
por haberme formulado una pregunta tan peligrosa. Hay cuestionamientos que no se deben realizar a un
hombre: “¿Existe Dios? ¿Para qué se sufre en el mundo?”
Sabía que las autoridades que despidieron a Rioja en Charleston, Carolina del Sur, jamás habrían
de comprender que el capitán desvió el curso de la nave con un propósito esencial. Negligente hubiera
sido su desinterés. Inhumano y estúpido hubiera sido cumplir con el horario, abandonando un instante
donde todas las puertas que nos separan entre los hombres, y entre estos y los animales, estaban abiertas y
nos unía un inmenso e inocente himno de alegría. Pero la posibilidad de seguir en pos de la manada de
ballenas no tenía ningún sentido. ¿Hasta dónde podríamos haber llegado?
Un extraño limbo se aposentó en mis actividades y todo parecía haberse estancado.
Yo trataba de hacer mis asuntos: trabajar, comer, asistir a mi familia, conducir mi moto por las
carreteras; pero, en realidad, comprendía que la pregunta de Vicente me había puesto de nuevo en mi
tercer viaje y ahora sobre la tierra sólida.
En ese nuevo viaje, el Frontenac se había detenido. Rioja no había dado la orden de volver a
puerto. Las ballenas seguían su curso delante de nosotros. El cielo estaba despejado como el ojo de un
niño. La brisa era generosa. Hasta el barco tenía vida en su poderosa estructura. Rioja portaba sus
binoculares y no se decidía a cambiar de curso. Estaba anonadado. Nos miraba con anhelo. Reía. Era un
hombre libre y desnudo. Sin embargo, ahora Rioja era yo. Y no había más que mi presencia sobre la
cubierta del barco. Aunque oía las voces de los marinos y rememoraba sus rostros, cada uno de ellos era
mi propia forma de sentir y gozar. Inclusive el Frontenac era parte de mi propia sustancia.
Antes de consumirme con la indecisión, me dejé llevar por el impulso más hondo. No luché más.
Estaba cansado.
Un día escuché nítidamente la voz de mi primo dentro de mí:
“Sí. Chava. ¿Qué habría pasado si hubieran seguido el camino de las estelas?”
Como lo había dado todo a ese impulso interno, me respondí:
“Las ballenas tenían un camino fijado, un camino libre, transparente. Los hombres no tenemos vidas
propias. Le damos el nombre de aventura a todo lo que nos enerva. Necesitamos un gran estímulo para
sentirnos vivos. Potentes licores, desconcertantes luces, párpados invitadores en una ribera soñada. Lo

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que sentimos ante las ballenas fue la nostalgia del cuerpo impostergable de Dios y tal vez nos quisimos
fundir en su curso. No había necesidad de seguir buscando más afanes para justificar el nuevo día. ¿Qué
habría pasado si hubiéramos seguido el camino de las estelas? es una pregunta que solo sirve para arrojar
un poco de luz en el sendero donde los hombres nos vamos inclinando, como ramas de árboles viejos.
Mantenerla viva en mi corazón debe bastarme. No creo que ha sido formulada para ser respondida. Se
trataba solamente de una invitación”.

70
Idioma al día

Serían las once de la noche cuando vi su microprograma en el canal del Estado. Su vocecilla me
pareció la de un hombre-canarito que se dedicaba a comunicar a una audiencia casi inexistente algunos
temas de obligada ortografía. Respondía a “decenas” de solicitudes, según él, de un público encantado
con su vasto conocimiento.
Esa noche lo escuché dedicar su microprograma a la palabra “soledad”, y su cabeza regordeta y
calva me dio la impresión de dirigirse a mí, a mi existencia de los últimos años. “Soledad tiene varias
acepciones, dijo el gordito, según el Diccionario de la Real Academia, como por ejemplo “Carencia
voluntaria o involuntaria de compañía o lugar desierto, o tierra no habitada...” Recuerdo haberle oído
mencionar algunas otras acepciones que no me interesaron. Hicieron eco en mi mente las que mencioné,
pude sentir incluso que me sacudieron. Y a mí que soy jueza y que me jactaría de tener un estómago de
vaca que todo lo digiere, incluido mi propio divorcio, la distancia de mi único hijo varón que vive al otro
lado del mundo y todos los casos judiciales que forman el tejido de mis horas laborales en el tribunal.
Todo el mundo habla solo en su cuarto y nadie tiene la idea de hacerse loco si discute con un tonto
de la televisión. Así que al decir el gordito su recuento de acepciones de la palabra soledad, le respondí:
“Lo mío es carencia involuntaria de compañía, hombre, claro que me gustaría estar acompañada por una
excelsitud de persona, pero no es tan fácil”. El académico siguió hablando de que la soledad esto y lo
otro, como cualquier conocedor latoso de la lengua, que se jacta de dominar las palabras solo por su
significado, sin sentirlas como debería ser, sin vivirlas plenamente de boca de quienes las viven en la
calle. Pura majadería de académico. Letra muerta. “¿No has oído hablar de la soledad que uno vive en
medio de las multitudes?”, dije acomodando mis libros de leyes sobre el escritorio, “pues te falta esa
acepción. Incluso anótala, pendejo: Estado irrecuperable de un desierto interior con compañía o sin ella.
Ahora ve a la Real Academia y deciles lo que te he dicho. Ja”. Luego me reí de pura chabacana que soy
cuando estoy sola y me encantó oírme reír después de tantos años que solo escuchaba la lluvia caer sobre
los techos. Cuando dirigí mi vista al microprograma, éste ya había terminado.

El sueño me sobrevino esa noche casi después de reírme. Pero el gordito me salió por alguna
esquina de mis ensoñaciones. Luego lo vi mostrándome, tan obvio como es, un desierto frío y casi sin fin,
donde muy necio me repetía que esa enorme soledad era yo. “Lo dirá figuradamente”, recuerdo que le dije
en el sueño. “No, no, señora, este desierto es usted, estas piedras, este viento que rumorea angustioso sin

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un árbol verde donde enredarse y cantar como una bestezuela maravillosa”. La referencia del académico
en mi sueño, o más bien pesadilla, me resultó casi una injuria y lo amenacé con llevarlo a los tribunales,
de imponerle una pena, o tal vez una multa, por herir de esa manera a una mujer, pero el gordito se me rió
en plena cara con una risa maligna, esa risa del académico que ridiculiza y deseara destruir al ignorante,
al que no domina su terminología vaga. Sepan que me levanté odiándolo, pero después de un café en mi
oficina todo se redujo a una experiencia sin sentido.
La posibilidad de que la palabra del académico me afectase durante el día era incluso remota. Sin
embargo, para no sentirme más obligada por el asunto, le despaché al gordito una misiva con la acepción
que a mi criterio faltaba en el diccionario sobre el término “soledad”. “Estado irrecuperable de un
desierto interior con compañía o sin ella”. Le ilustré mi propuesta con el criterio de filósofos
archiconocidos y le dije que en cuestión de significados había que consultar a los grandes pensadores,
incluido al pueblo que produce perlas de sabiduría.
Una noche encendí el televisor y vi al gordito dirigirme una respuesta: “Una gentil oyente de ta...
ca... ta... ca..., nos sugiere... ta... ca... ta.... ca... Lamento informarle que por más sesuda pueda resultar su
propuesta para ampliar las acepciones del término „soledad‟, no es posible que se concrete de un día a
otro su deseo. Resulta claro que la estimable señora desconoce los procedimientos... ta... ca... ta... ca... y
que a muchos nos encantaría, solo por diversión y exceso de ocio, lucubrar maldades contra nuestra
amada lengua española. Pero en fin, las reglas nos obligan, y si yo hubiera estado de acuerdo con ella,
como no estoy de acuerdo con todo lo oficial... ta... ca... ta... ca..”.
Como es lógico, la respuesta del gordito, irónica a más no poder y llena de sarcasmo, me hizo
sentarme sobre la cama con desaliento. Me quedó impresa su sonrisita de manzana jovial, las hebras
canosas de sus cejas, y esa característica peculiar de sus dos ojillos de marmota letrada, que es como si
miraran siempre a un poniente encantador de ávidos televidentes que se ríen de sus chistes sin pimienta.
La noche entera soñé con el académico. Me lo encontré caminando muy solo en el páramo frío,
como buscando entre las piedras, angustioso. Al verme se me acercó sonriendo, ya sin la arrogancia
académica que lo hacía insufrible y me mostró su lengüecita de pájaro disecado. Fue una escena tristísima
al ver a ese hombre reducido casi a la imploración, queriendo algo de mi propio cuerpo que no tenía
ningún derecho de desear. “Tengo sed”, me dijo siempre muy triste.

El sueño se borró, y amanecí en un día lleno de sol, y de gentes que se preparaban para un bello fin
de semana.
Con toda propiedad me desconecté del académico. Juré que jamás lo vería de nuevo hablar
sandeces sobre el idioma. Con ese juramento me lancé a diligencias que yo, como mujer sola, debo
atender todos días sábados. Debo decir que, en contra de lo que creyera el experto, o el personaje que
había yo creado con el pobre (todo era posible conociendo mi carácter), mi soledad se me figuró un buen

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sitio para vivir. Las vendedoras de flores, orquídeas importadas, violetas, jazmines, me cautivaron. “Así
es mi ciudad de formidable, de contenta”, me dije. En cualquier sitio el bullicio de la vida, ronco y
popular, no podía más que decirme que mi desierto, como yo lo había sentido en los últimos años, era
solo una ilusión. Debajo de mi vestido, el aire cálido me hizo jugarretas de niño irredimible. Vi mi
reflejo en una ventana y me dije que la edad aún no era un problema para mí. Quizás, reflexioné luego
tomándome un café en una terraza con vista al mar, esto de ser jueza había sido muy difícil. Litigar, es
sabido, envejece el alma y destruye muy rápidamente la piel, como que la agrieta. Si el mundo era
culpable, o la mayoría de seres lo eran, el sol era lo único que me importaba en ese instante, y la brisa, y
el aire yodado que me acariciaba el rostro.
Como volviendo a mi obsesión con la palabra soledad, pero ya muy lejos de las necedades del
académico, me dije para mí misma otra acepción. Soledad también significa “Estado de comunicación
con el cosmos”. Sin soledad tal cosa no es posible. ¿Podría ser yo una elegida con mi soledad para
transmitir al universo este bello estado de empatía hacia todos? Miré a una pareja de chicos en otra de las
mesas del café bebiendo lo que me pareció ser sendos jugos de naranja. Admiré el relieve de sus amplias
sonrisas y tal vez imaginé que la vida me había dado toda la inmensidad de mis tragedias y dolores para
tener hoy el reposo de apreciar un hecho semejante. La muchacha, atrevida como las hay en la actualidad,
se acercó al joven para mencionarle un secreto. ¿Un secreto?, me pregunté participando del juego
amatorio. A mí también me encantaban los secretos. Al instante, la vi morderle el lóbulo de su oreja. El
joven, que no esperaba la tigresa acción de nuestra amiguita, lanzó un aullido, sí, digo aullido, poniendo a
los paseantes y degustadores de lindo sol a la defensiva. Una risa procaz concluyó la chanza erótica de
ambos adolescentes. Una risa que tenía algo de disfrute imposible de evadir. Un disfrute perdido para
esta mujer sola.
Conmovida por la escena de los jóvenes, me fui a visitar una compraventa de la que soy cliente.
Quería escapar de ese espejismo del sol. De la alegría que yo solo podía intelectualizar ante un café y un
cigarrillo. Recuerdo que entrando evité ser vista por el dueño, un colombiano latoso que apestaba
siempre a ron, y me escabullí hacia las áreas de mi literatura. Supongo ahora que el local estaba casi
desierto. Me deslicé por los estantes buscando y buscando. No poseía en mente adquirir ningún título.
Solo quería refugiarme de la alegría de los demás en un sitio hediondo a rico moho. Imaginé que mi
alegría de la mañana había sido un intento de ser feliz entre mis tormentos. Pero mis diligencias habían
terminado en un desastre. Una nueva acepción para la palabra soledad subió de mi corazón maltratado
hasta la punta de mi lengua. Mascullé una frase que me pareció válida. “Soledad: Infierno de los
destinados a ser espectadores del mundo”. Antes de que salieran otras frases, quizás otras frases más
llenas de hiel, me mordí la lengua.

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La voz que me respondió, ya que había sido tan indiscreta de pensar en voz alta, provino de un
estante lateral. “¿Qué dijo usted?, perdón”. Al instante vi asomarse una cabecita calva con dos cejas de
pelo duro y canoso. ¡Era el académico! Como si fuera llamado por una intuición de animal aburrido, me
miró intrigado: “¿Se encuentra bien?”, volvió a preguntar. Decidida a espantarlo con desdén, y tomando
el aplomo que una jueza de mi envergadura suele mostrar a los infractores de siempre, quise lanzarle una
palabra decisiva, conturbadora, que lo aplacara como a un insecto. Pero no pude. El pobre hombrecillo se
balanceó sobre sus propios pies. Arrugó el ceño como si las paredes de la realidad se hubieran
desfondado hasta un límite por el momento irrecuperable. Se quitó las gafas y se las volvió a ver,
esperando que la acción le devolviera las coordenadas. Yo, por supuesto, no pude moverme. Quizás
buscaba dentro de mí las razones por las que semejante exabrupto había salido de mi boca.
Mientras trataba de reponerme de la desventurada respuesta que había lanzado a mi enemigo, no
había previsto que el ratón ilustrado interpretaba allí mi expresión, dándose teorías por demás
descocadas. Fue en ese intervalo confuso que lo vi avanzar muy tímidamente hacia mí, esbozando una
sonrisa al mismo tiempo lasciva y nerviosa. “No es posible, claro, usted es la señora que trató de cambiar
el idioma”, pareció decirme, haciendo un giro de caballito galante.
Lo demás fue más confuso. Lo vi más cerca de mí afirmando algo de su fastidiosa soledad. Le oí
decir que el nuestro no era un encuentro fortuito –tópico de los machos superficiales–, haciendo asomar
su lengüecita en forma de espátula.
Una fuerza superior a mí me hizo que le tendiera la mano.

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La extinción de los vampiros

Lo conocí una noche de juerga en un bar de ambiente de San José. Yo tenía varios días de tomar
cerveza y consumir cocaína, y creo que no había dormido un solo minuto. Era un hombre alto, como yo. Vi
que tenía buen porte. Al principio me impresionó su ropa inmaculada y su olor a colonia fina. El niño
bien rasurado, como a veces me gustan, y la sonrisa nerviosa del gay temeroso que desea sexo y se sienta
en una barra a pensar bagatelas.
–Hola –le dije–, ¿me invitás una cerveza? –No andaba mucha plata ese día y apostaba por el
descaro. A veces funciona.
–Claro –me respondió como un caballero.
Hablamos sobre todo de la noche en San José y de lo difícil que resulta encontrar un sitio adecuado
para que los gays nos sentemos libres. Hablamos de política y rápidamente cambiamos de tema .
Hablamos de una lesbiana prima suya a quien esperaba y que no daba muestras de vida. ¿De qué no
hablamos? En un momento de nuestra conversación le ofrecí un poco de cocaína, considerando que
andaba de la buena. (Un viaje a León XIII por una buena punta siempre es un peligro, pero a mí me
cuidaba el diablo del placer).
–No consumo, gracias –me dijo–. Soy de los pocos, me imagino. ¿Eso cambia las cosas? Hay
hombres que no somos como los demás.
–No me tengás miedo. No soy el psicópata –le dije riendo con sarcasmo, tal vez como lo hubiera
hecho el mismo psicópata que tenía azorada a la comunidad gay. Su modus operandi era seducir víctimas
en las cantinas de San José y luego asfixiarlas y arrojarlas en una peña del impenetrable monte Zurquí.
–No sé quién sos, jamás te he visto, podrías serlo –dijo algo tembloroso–. Te percibo una tensión
interna muy enfermiza.
–Desde que anda suelto estoy más sexy –le dije–. Nada más motivador que el peligro.
–Te tengo miedo –me dijo–. No creo que debás acompañarme.
Su timbre de voz me pareció el de un pianista que se sabe de memoria toda la partitura. Eso me
confundió. Moralmente era mi antípoda. Sin embargo, todos saben que los extremos sienten una repelente
atracción y de eso casi siempre abuso. De inmediato miré sus manos y qué coincidencia, eran las manos
de un pianista: sedosas, limpias, lujuriosas.
–Sí, toco el piano –me dijo muy distinguido, como si yo fuese alguien a quien debiera educar con
palabras amables.

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Para que no siguiera molesto conmigo le alabé sus manos de artista. Le dije por un momento que
alumbraban mi mundo.
–Ah, gracias –dijo sonriente. Fue una de las sonrisas más verdaderas y seguras que he visto.
Continuamos la conversación en medio de la agitación del bar y decidimos irnos a pasear por los
alrededores de San José. Él me invitó en su Audi del 2005 y yo acepté con sumo agrado y un poquitín de
envidia. Entendí que se trataba de un niño rico que jugaría a ser presa. Estaba con suerte, casi siempre se
termina en la cama con un horrible fumador de crack.
Tenía tres noches de entenderme con la crápula gay de la zona central, había conocido demasiado
chulo que por nada quieren la luna, y había visto muchas poses que deseaba quitarme de la mente.
Ricardo, como se llamaba el hombre –uno de unos treinta y tres años–, pertenecía a otra especie, y me
costaba ir entendiendo. Era demasiado inefable, como dice un amigo poeta que jala más que una
aspiradora.
Me llevó en su automóvil con olor a romero y me puso la música más bella que he oído. Pese a mi
borrachera, supe que era el hombre más guapo que había visto hasta hoy, y que tanta hermosura de hombre
me estaba paralizando. (Si hay algo que nos produce inquietud es la belleza física y la prosperidad
económica en una sola persona, sumado también a los buenos modales, la cultura y la cortesía. Es algo
que suscita desconcierto, admiración o náusea).
Fue en el Parque de la Paz donde nos detuvimos. Ricardo me dijo que me caería bien caminar y
respirar un poco de aire fresco.
–Pobre, has abusado mucho –me dijo. En ese momento pensé en mi mamá. En la pobre vieja que
siempre me espera para darme sopas y tranquilizar mis nervios destrozados. Supuse que había adivinado
mis días de dispersión por mi rostro. Es un hecho que cuando me da por la fiesta, mis ojos se convierten
como en los de Drácula. Mis manos adquieren una blancura fatal, y mis facciones se tornan peligrosas,
como las de un asesino en serie. Si alguien me besa, muerdo con insidia. Si hay sexo, soy un perro
rabioso. Mi amigo Ricardo no sabía con quién estaba tratando. Y yo tenía varios días de farra. Mi cuerpo
olía a orinal. Pero era un buen olor. Ja.
Caminamos como dos tontos, sin decirnos una sola palabra hasta que llegamos a un claro
majestuoso junto a un lago. Por dondequiera que uno mirara, había policías y autos parqueados con sus
parejas haciéndose de todo. Era una noche de cogedera en el mundo entero. Hasta los policías que
bajaban de sus patrullas parecían buscar la oportunidad de que alguien les rogara por un buen polvo
policiaco.
Ricardo, tan bueno el chico, empezó a hablarme de sus entuertos personales. Adiviné por su
magnífico autocontrol que necesitaba comunicarse con otro gay sensible como él, pero yo soy una escoria.
Jamás me había detenido lo suficiente para escuchar a otro hombre como no fuera lo necesar io. Me
invadía la intranquilidad cuando alguien iniciaba un rosario de cuestiones cotidianas. Lo inquietante de
Ricardo fue que me hablaba como un poeta, sus palabras eran sumamente dulces como para una noche

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convulsa o para un acompañante pervertido por la droga y los contactos efímeros. Por un instante me sentí
inadecuado: un ángel gay es poco probable y menos de la talla de Ricardo. Sentí el deseo de violentarlo
contra una piedra donde se plasmaban unos grafittis de enamorados sublimes. Pensé que sería l a dichosa
coronación a tantos días de despilfarro y droga, pero me contuve.
–Sé que sufrís como un demonio –me dijo luego de que me contó su amor por los gatos y los
parques nublosos y las melodías de Chopin.
–¿Te parece? –le pregunté mirando su hermoso trasero de trapecista. Su pantalón entallado me
decía que era coqueto.
–Claro –me sonrió.
Toda esa sonrisa higiénica me pareció un exceso de pulcritud que yo no estaba en condiciones de
aceptar. Siempre he vivido como una tormenta del Atlántico, necesito pasar de un estado a otro, y sentir
que los techos de mis emociones se revientan al paso del viento huracanado. Detesto a los chicos
prudentes. Y me encantaría poder violarlos en parajes oscuros.
–Qué gran burro sos, mi amigo –le repliqué enseñándole un trozo de mi lengua viciosa.
Ricardo no se dio por aludido y siguió caminando hasta un sitio del parque que se torna tenebroso.
“Allí, donde menos lo espere –pensé atribulado– lo tomaré con fuerza en un abrazo calcinante. Lo
obligaré a entrar en calor. Los de su clase, por lo general, ocultan un pene deficitario con habladuría de
sobremesa”.
Sin embargo, cuando se hizo la oscuridad, Ricardo me tendió una mano. La mano de un pianista.
Este ofrecimiento me turbó y retrocedí. Era una señal de cierta ternura que no deseaba recibir por nada
del mundo.
–¿Y esa mano? –le pregunté.
–Quiero sentirte –me dijo.
Una de sus manos, fría y grande como una de las mías, me tomó con suavidad. Me sentí como una
mujer ante su príncipe. Pero se la quité de inmediato. Esos intercambios solo conducen al amor. Y amor
era lo que menos deseaba en esos momentos. Lo que deseaba era seguir mi viaje de animal en celo.
Reducir la comunicación al mínimo para establecer rápidamente una penetración efectiva. Recordé que
llevaba preservativo y se lo dije.
–¿Quién habla de preservativos? –replicó con cierta compasión.
–¿Entonces no querés sexo? –le pregunté algo ansioso.
–Para nada –dijo–. No soy tan fácil. No por ser gay debo caer en brazos del que se cruce.
La alusión fue bastante dura. Había dicho exactamente lo que debía decir. Yo no era más que un
buscador de hombres fáciles. Me encantaba reducir a mi compañero de turno con una brutalidad
imperiosa. Mis besos –si es que los he dado realmente en algún momento de mi vida–, eran extracciones
de sangre y saliva que aplicaba mi boca sucia, una boca que podía ser tan ancha y oculta como el Valle
Central.

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–Sos un pendejo de mierda –le dije–. Me has traído hasta aquí para oírte hablar estupideces.
¡Bajate los pantalones, lindo muñequito!
Mi soez expresión le demudó el rostro a Ricardo que trató de ocultarse de mí, con uno de sus
brazos, como si hubiera visto al mismo demonio. Al instante, trastrabilló sobre la acera y se enrumbó
hasta su automóvil. No podía creer lo que había oído. Él solo estaba interesado en comunicar a otro gay
sus infortunios y alegrías y había topado conmigo, con el Vampiro sin Alma.
Lo seguí con ira. Quería golpearlo y decirle en la cara que su cultura y elegancia eran solo poses de
falso maricón. Le quería arrancar la máscara con mis pezuñas.
No fue, sin embargo, necesario. Me estaba esperando dentro del automóvil mientras sollozaba con
su cabeza desmayada sobre el volante. Decía algo sobre la soledad y la tristeza de topar siempre con
gente inadecuada. Decía para sí mismo que deseaba un poco de amistad y que solo era posible comprar
falsos amigos y luego arrojarlos al Zurquí.
–¿Al Zurquí? –le dije mientras veía que sacaba un revólver y una soga de alguna parte del tablero
de controles...
Solo después de que mi amigo Ricardo me llevaba en la cajuela de su Audi del 2005, atado como
un cordero y con la boca tapada con una cinta adhesiva que casi me impidía respirar, se me ocurrió que
tal vez hubiera sido un poco más amable.

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La Rata

Marta entró por la puerta de mi oficina. Qué cara más tensa la pobre. Esa cara de chuica sin lavar
que se le veía siempre. Como si no hubiera arcoíris para ella. Solo nubarrones. Debí darle un poco de
agua. Ahora le habían robado el Buda que siempre colocaba sobre la papelera y una agenda diseñada con
pensamientos ilustres de futbolistas, santos y estrellas de cine. Como Jefa de la Sección, le respondí que lo
haríamos de inmediato. Reuní a la gente, mostré un rostro indignado y prometí castigos. Ninguno de los
presentes pareció conturbarse por mis amenazas: todos aparentaban la misma incomodidad y vergüenza.
Los días pasaron sin nuevos robos. Estaba claro que cuando dicté mis amenazas, se remeció la
conciencia del ladrón infame. Sin embargo, “La Rata”, como fue denominado el pillo, volvió a sus andadas
el día que tembló en todo el país. Aprovechando la huida de los funcionarios, el clima de susto, los gritos
en los corredores, se concentró en su deporte favorito. Esta vez hubo varios robos significativos: el celular
de Laura, la tarjeta de crédito de Fabián y la calculadora digital de Julio, que había comprado en Miami, y
muchas cosas más que produjeron una reacción furiosa.
Algunos colgaron rótulos en las paredes visibles de la oficina con lemas absurdos como: “El lugar
de trabajo es un templo de lealtad”, o el manido “Respete lo ajeno”. Alguien dibujó una rata
antropomórfica que hundía sus garras en las gavetas de los escritorios, pero muy pronto ordené su retiro:
nuestra Sección es un sitio público y nadie debe saber lo que ocurre en sus adentros. Otros –como yo–,
reflexionamos sobre las acciones de La Rata y llegamos a la convicción de que ésta nos trataba de
comunicar con sus robos no solo una fijación perversa, sino un franco repudio.
El Buda de Marta, por ejemplo, era un símbolo maravilloso para ella, e invocaba su renuncia a
comer carne de toda especie. “El Buda no es tan importante, sino que he sentido una burla”, contaba en
cada oportunidad. Y era un hecho que todos nos habíamos acostumbrado al Buda sonriente sobre la
papelera de la oficina de Marta y poseíamos clara la posición de ella respecto de la carne y la desgracia
de poseer mataderos en el mundo. Reconocer que alguien lo había extraído para zaherirla, era aceptar que
se estaban pisoteando esos valores, creencias y gustos de nuestro equipo de trabajo. Lo mismo sucedió
con el celular de Laura que constituía para ella un artefacto sin el cual perdía a cada instante su rumbo.
Aunque pronto la vimos estrenando uno más elegante que el anterior, no en vano nos dijo que el robo era
una represalia por ser ella una mujer solicitada por muchos amigos y pretendientes. Fabián, enojado por
lo acontecido, también había comunicado su preocupación de que hubiera una persona capaz de odiarlo
por llevar una simple tarjeta de crédito, ya que no había forma de usarla, gracias a todos los mecanismos
de seguridad que la protegían contra el más descarado uso. Julio maldecía a quien se había llevado su

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compleja calculadora. Enriqueta, humillada por la pérdida del retablo de su familia –su marido amado e
hijos ya universitarios, como todos sabemos–, no podía concebir el tipo de maldad existente en
arrebatárselo. “Es algo tan sagrado y personal”, dijo con los ojos enrojecidos.

***

Coincidimos, luego de varias discusiones, en no dejar nada íntimo o valioso en el escritor io, es
decir, nada que pudiera tentar a La Rata: un posible enfermo. La sugerencia, pese a su eficacia, fue acogida
a regañadientes: nadie quería sentirse opreso en un sitio de trabajo donde se supone lejano el perfil del
ladrón y, más aún, del sociópata que teníamos al frente.
Coordinamos con los vigilantes para que las cámaras instaladas en los pasillos nos pudieran indicar
movimientos sospechosos. Pero nadie mordió el anzuelo. ¡Los que entraban y salían éramos nosotros
mismos! Esa falta de razones sobre un hecho tan trivial, tan ínfimo, nos produjo excesiva turbación, la
turbación que no le dábamos a los graves problemas del planeta. Las dudas nos terminaron agotando y, al
fin, impulsados por nuestras ocupaciones, seguimos trabajando con áspera tranquili dad, entre las chanzas
de siempre y las expectativas de cada rincón del mes.
La mañana que Rivas, el pobre misceláneo inmigrante, nos llamó al patio de desechos, se nos volcó
el mundo encima. No podíamos creer lo que veían nuestros ojos: amontonados sobre papeles rotos y
porquerías, estaban nuestras pertenencias, pero hechas pedazos. El retablo de la familia de Enriqueta –una
de las pérdidas más groseras–, había sido aplastada por una suela brutal, varias tarjetas de crédito habían
sido recortadas con tijeras, el Buda estaba destripado, mi fotografía de mi viaje a Aruba era un desastre...
la lista era enorme y nos puso los pelos de punta. ¿Quién nos odiaba tanto?
¡Fue necesario al fin que la empresa contratara a un detective! Y se inició una investigación tan
penosa como necesaria. El misceláneo que halló nuestros enseres en la basura fue el primero en
comparecer. Ramón Castro, el detective, lució todas las argucias ante Rivas, pero no fue posible que se
declarara culpable. No por ser inmigrante habría de cantar a la primera acusación injusta, como a muchos
les sucede. El trabajo entonces se tornó complejo. Cosa que nadie quería. Y una mañana el detective
apareció en nuestra Sección con cámaras fotográficas, equipos sofisticados y cuestionarios especiales par a
hacernos preguntas a todos.
Yo fui la primera que se sentó en la silla de los analizados, y lo hice para que todo el personal se
sintiera en el mismo deber de hacerlo. El detective, un logrero profesional a ojos vistas, me quiso
profundizar con un menú de preguntas que todos sabemos por las series de televisión. Mis respuestas no
comprometieron a nadie. Como todo el mundo, el mismo vendaje sobre los ojos.

***

80
A los días, los demás fueron pasando a la oficina de Castro. Lo cierto es que muchos salían
aprensivos, misteriosos, llenos de tensión fría. La jornada laboral, antes tan pintoresca y fértil, fue
desembocando en una especie de silencioso movimiento en un campo de concentración. La desconfianza se
allegó con miradas que jamás había visto de mis subalternos. Las risas coloridas de las secretarias se
mudaron en muecas de maniquíes. La conversación se tornó un horroroso intercambio de frases sin brillo e
intensidad. “Sí, no, deme, tome, está bien, ya veo, más tarde, hasta luego…”. Se constituyeron grupillos
con intereses misteriosos. Grupillos que tenían sus secretos o formas de ocultarse. La presencia de Castro
en la compañía era una suspensión de la normalidad y una amenaza que preferíamos obviar para no darle
poderes inmerecidos sobre nuestra vida.
Animada por la incertidumbre, y completamente consciente del daño que se nos hacía a todos con la
permanencia del detective en nuestro lugar de trabajo, yo misma fui a hablar con el Gerente para que
escuchara mis razones. “Amalia –me respondió paternal después de escuchar mis argumentos–, sus
consejos siempre han sido muy prudentes. Pero en este caso ya no podemos echar atrás. Nuestra compañía
no puede permitir esos delitos”. Su perorata terminó con un hecho increíble: La Rata había llegado hasta su
despacho y se había robado su computadora portátil, la cual, según su modus operandi, habían encontrado
los misceláneos en el basurero hecha añicos. “¡Todos queremos al culpable!”, concluyó diciendo mientras
le temblaba el párpado izquierdo.
Ante lo expresado por el jerarca no hubo insistencia de mi parte. ¡Qué iba a replicar! Sin embargo,
luego de treinta días de pesquisas, sucedió lo impredecible: un nuevo misceláneo (el anterior había sido
despedido por sospechoso), encontró la querida navaja multiuso del detective en el basurero de la
empresa, totalmente deshecha. Era como si una fuerza brutal hubiera actuado en el resistente artefacto. La
reacción de Castro fue penosa. El rudo policía tomó la navaja (o lo que quedaba de ella), y la estrujó en la
palma de sus manos, logrando farfullar una incoherencia, que bien pudo ser una amenaza, un insulto,
mientras se rasgaba un lagrimón del rostro.
A partir de ese día, se accionó entonces la maquinaria de la investigación como se activa una draga
para excavar en zonas profundas.
Castro me llamaba a todas horas convencido de una hipótesis, y el Gerente me requería para que yo
considerara el hallazgo, alegre de contar con un sabueso como Castro entre los empleados. (Nada alegra
más a un jerarca que poseer a todos los funcionarios de una organización bajo un escrutinio que prevea,
incluso, los movimientos más triviales. Algunos hasta se podrían sentir entusiasmados por saber
intimidades sórdidas que solo llegan a presumirse en pesadillas.) Lamentablemente, yo destruía con
facilidad los argumentos de Castro. Había mucho de fantasía en cada nueva forma de plantear una posible
acusación. Era más fácil considerar que duendes, alienígenas o fantasmas fueran la razón de tanto desastre
que confirmar las insinuaciones del detective, siempre tan alejadas del insólito proceder del mundo.

***

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Una noche, a la salida del trabajo, Castro me invitó a cenar. Antes de responderle con una negativa –
jamás habría aceptado una compañía de ese calibre por puro divertimento–, me dijo muy astuto que ya
había pescado una hipótesis incontrovertible sobre lo sucedido. La tentación fue más ávida que la repulsa
natural que me había inspirado el detective, y accedí a acompañarlo solo para reírme una vez más de sus
torpes especulaciones. En el fondo, para ser honesta, nunca creí que tuviera realmente algo nuevo en
mientes. Ya en el restaurante, debí oír de Castro un rosario de palabrería inútil (mezcla de piropos
encubiertos hacia mí y relatos delirantes sobre antiguas pesquisas), hasta que le exigí abreviar su molesto
discurso.
–Usted me tenía que hablar sobre una hipótesis, Castro –le rematé exhalando un suspiro de fastidio, y
sin ninguna compasión por su visible soledad crónica, que requería aliviar de cualquier modo.
–No quería referirme de inmediato a “nuestro asunto” –me dijo suspicaz.
–Yo sí –le lancé con una pizca de desprecio y mirando naturalmente mi reloj.
–Es curioso –me sonrió haciéndose el interesante–. Lo supe cuando volví a mirar mi preciosa navaja
multiuso doblada como si fuera de arcilla. La idea de que no era posible un delincuente de esa proporción
entre la compañía debía ser considerada...
–¿Y cómo llegó a esa conclusión? –le pregunté haciendo bailar mi tenedor en el plato.
–No fue fácil –dijo él limpiándose los labios con sus dedos–. Debí entender las pulsiones más
oscuras...
–¿Las pulsiones más oscuras? –le respondí precavida.
–Tuve que estudiar qué significaba cada objeto perdido y destrozado para cada uno de ustedes –
señaló parsimonioso–. Retratos, celulares, tarjetas de crédito, calculadoras, revistas de modas, libros de
autoayuda... Todos tenían en común un signo fatal de reproche. Fue un trabajo arduo pero productivo. Hoy
sé mucho sobre la gente de su compañía. Y he descubierto –como para escribir una tesis–, que los más
inofensivos enseres expresan furias y tensiones insospechados del corazón o el alma. Su linda foto sobre
Aruba, por ejemplo...
–No prosiga –lo interrumpí incómoda.
–¿Y qué me dice del retablo de Enriqueta? –me sentenció infalible–. Encontré que el esposo es un
borrachín y que nunca está en casa. ¿Y sus hijos? ¿Saben sus hijos que ella existe?
–De acuerdo –le susurré bebiendo de mi vaso de agua–. Dejémoslo así.
–¿Y qué me podría decir de la calculadora de Julián? Recuerde que estudió estadística y que en su
más hondo interior solo ama el océano, la libertad de unas bellas islas, la noche bajo las estrellas. Es muy
poco probable que todo esto lo encuentre en los gráficos, promedios...
–¡Ya sé que usted sabe! –le repliqué con temor a desgañitarme.

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–Pero dígame algo sobre el celular de Laura, ¿sabe usted bien que paga para que la llamen? Jamás
tendría un solo amigo esa superficial. Lo que le canta a su teléfono es la más grande basura que he oído en
mi vida.
–¡Basta! –le exigí, pero más bien como deseando escucharlo todo con una resistencia hipócrita.
–No voy a dejar de decirle lo que era la estatua de Buda para Marta, la falta total de anhelo en la
vida que había en el fondo de esa barriga hueca. ¿Y las tarjetas de crédito de Fabián? ¿No son los clavos
del moderno crucificado que es el implacable consumista?
–A usted también le robaron –le recordé recurriendo al obvio incidente de hace unos días.
–Sí. Yo también soy parte –me espetó palmoteando el mantel floreado de la mesa, y algo asustado
por mi señalamiento.
–Yo le diré lo que representa su navaja multiuso –le lancé envanecida de poder quitarle también al
detective la máscara, después de sentirse el psicólogo de toda la gente.
–Mire usted... –me dijo tartamudeando.
–¿Hay algo más innatural –lo interrumpí alzando la voz con firmeza–, inservible y ridículo que una
navaja multiuso? ¿No representa lo que usted es en el fondo: una mezcla de sacacorchos y destornilladores
que hacen del mundo un lugar más impenetrable?
–¡Excelente! –me felicitó–. Es casi lo que iba a decir –agregó humilde. Luego tomó una hogaza de
pan y la partió.
–Ya usted es parte de nosotros –le abrevié con actitud temeraria.
–Claro –dijo pensativo–. Mañana mismo pongo la renuncia y me alejaré de ustedes cuanto pueda. Es
obvio que esta enfermedad se contagia.
Los dos sonreímos con una tranquilidad liberadora. Habíamos llegado a un punto donde no podíamos
albergar más presiones. Ya no había razón para más frases groseras ni miedos escondidos. Pero yo
continué después de un momento de comunión o de hermoso equilibrio mientras acabábamos los platos de
espaguetis.
–¿Sabe usted que ya no podrá detenerse, Castro? –le pregunté sin mirarlo a los ojos. Esos ojos de
insensible comadreja.
–Eso también lo he considerado –respondió el detective encantado con el sabor de los espaguetis–.
Pero me gustaría saber a dónde me llevará todo esto.
–Nadie lo sabe –le dije clavando mi tenedor en la salsa–. Algunos en la compañía consideran que tal
vez esta epidemia es solo el comienzo de algo más grande y terrorífico.
–¡Cómo! –se exaltó ingenuo el detective.
–No lo reconocemos, detective, pero en el fondo queremos estar desnudos.

83
Máscaras

Era uno de esos días viernes en el banco y la fila avanzaba lenta. Rostros cansados, urgidos,
protestaban en el silencio o enseñaban muecas y sonrisas nerviosas. La fila tenía un extraño diseño en
forma de laberinto con líneas paralelas que vigilaban los guardas. Había que seguir los trazos en el suelo,
muy disciplinados, como robots. Quienes se iban separando, sin saber, eran avisados con premura: “Siga
la recta, doble, no se aparte”. Un fastidio.
Podía leer una revista de vez en cuando (siempre las llevo en mi maleta), pero renunciaba pronto a la
lectura: el calor de la atmósfera bancaria, el pasito de tortuga, la pose rígida que debía mantener; todo era
inadecuado para concentrarme. Algunas mujeres, sin embargo, hablaban afanosas. Se mostraban entre
ellas, como gran acontecimiento, los últimos chistes que les llegaban a sus teléfonos celulares, o
pensamientos que las enternecían: “Una lágrima de amor limpia tu alma durante todo el año... una lágrima
de perdón te alimenta para esta vida y la otra... una lágrima de ira te funde el corazón…”. Comentaban,
ejecutivamente (porque parecían ejecutivas), las cualidades del órgano lacrimal, muy motivadas, aunque
escépticas. Por otro lado, veía a los cobradores que viajan en moto –esos que tienen cara de presa de
asaltantes callejeros–, a la chica con el pantalón apretado y la blusa breve, muy segura de ser mirada todo
el tiempo, y quizá por eso arisca y ocupada en quitarse el eterno mechón que la tortura sobre el rostro.
Veía a los que son muy pobres y solo han venido a cambiar un chequecito cuyo triste monto les debe
alcanzar toda la quincena. Y no me gustaban algunos, para ser sincero, porque no me incitaban ninguna
imaginación, ni ternura insidiosa. Tal era el caso del hombre que tenía al frente, y que leía su periódico
con una parsimonia y ecuanimidad fuera de lo común. Me molestaba la manera con la que sus manos,
largas y blancuzcas, volteaban las páginas, no sin antes toser con una decencia imponderable. Creo que el
tipo, pequeño, calvo y ya entrado en años, de nariz curva y boca ínfima, demostraba un excesivo control.
Era el único de la inmensa fila, como pude descubrir, que no ponía cara de torturado, y que gozaba de una
técnica particular para salvar el tiempo. Asumí que leía una noticia fuera de lo común, y me arqueé sobre
su hombro para determinar lo que lo hacía sentirse tan bien. Me enteré que el hombre leía la página de
Internacionales, una noticia sobre el último acto terrorista en algún remoto país, ilustrada con las imágenes
de la tragedia: mujeres y niños arrojados sobre una carretera polvorienta, gestos dinamitados por el dolor,
emisarios de la cruz roja, un decorado de edificios con hondos boquetes negros. Me pareció absurdo
dedicarle incluso el tiempo vacío en una atmósfera bancaria a una noticia como esa, pero ya era tarde: el
tipo había sentido mi presencia curiosa detrás de él.

84
–Este mundo va a estallar pronto –me sonrió en espera de mi consentimiento, y muy relajado, como
si hubiera aprendido a conservar el aplomo en algún templo budista.
–Si seguimos por ese rumbo... –le insinué aburrido y mirando mi reloj.
El hombre advirtió mi prisa y me hizo una valoración misteriosa con esos ojos fijos y diplomáticos,
que no amistosos.
–Si no se puede avanzar es mejor ceder –me dijo asintiendo–. El corazón es el que se resiente.
–¿Cómo dijo? –le pregunté.
–El corazón –me explicó–. Hace quince días vi a un pobre hombre desplomarse a causa de un infarto
mientras aguardaba en la fila. ¿Cómo puede la gente vivir de esa forma? ¿Por qué no tiene más
tranquilidad?
–No estamos en el paraíso... –dije sombrío.
El hombre, que dijo llamarse Esteban, supuso terminada su lectura. Ya tenía a un interlocutor. Me
pareció el tipo de persona que se deleita hablando en cualquier ruta del mundo de sus asuntos triviales.
–No es el paraíso –me dijo colocándose el periódico debajo de su brazo–, pero tanto nos hemos
convencido de que este mundo no es el paraíso que el pobre de verdad es un infierno.
Al terminar de decir esto, rió estrepitoso, seguro de haber proclamado una genialidad.
–¿Por qué no podría ser este banco –continuó más pulcro–, en este momento, un lugar más hermoso,
incluso más espiritual?
La última expresión del hombre me había perturbado. No me interesaba escuchar esa clase de
fraseología religiosa de bolsillo que aprovechan algunos prosélitos burdos en cualquier sitio del planeta.
Prefiero a los que critican los montos en su recibo de luz.
–Viera usted que no me interesa la religión –le arrojé incómodo.
–Ah, yo no soy religioso –me silbó casi al oído.
–¿En serio?
–Ningún mundo aquí o allá. Este es el que importa.
–Estoy de acuerdo –le asentí mirando el reloj, y sabiendo que la fila, a pesar de mi conversación con
Esteban, no avanzaba.
–Tranquilo –me dijo más serio–. Me encantaría poder verlo más apacible. No resisto la tribulación
de la gente. La alteración desorbitada de hoy día.
–¿Y cómo se supone que podría estar más apacible? –le pregunté.
La pregunta lo hizo verme con sospecha.
–Quiero decir –me explicó de inmediato–, que me gustaría tener la medicina contra el malhumor de
todo el mundo. A veces creo que soy un poco filantrópico. No me haga caso. De verdad que esperar en
esta fila lo hace decir a uno boberías...
–¿Trabaja por aquí cerca? –le pregunté.

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–Sí. Soy oficinista en una agencia de viajes. Así me gano la vida. “Agencia Fénix le desea un
agradable vuelo a su destino” –teatralizó divertido–. ¡Es el lema! Me gratifica ver el rostro de la gente
cuando tiene la idea de viajar, de irse lejos, de visitar otros países. La gente encontrará problemas
dondequiera que vaya. Pero me encanta esa ingenuidad en el rostro del turista. Hasta podría llorar de
misericordia.
–¡Disfruta su trabajo! –le afirmé.
–Claro –me respondió muy animoso–. De todo se aprende.
Avanzamos unos pasos en la fila. Los cajeros, relajados ante la muchedumbre de clientes, acometían
la tarea con severo detalle. A estas alturas, el hombre se me había representado un oficinista común, que
debía estimar su aburridísima tarea de todos los días. Por alguna intuición, sin embargo, supe que mentía
implacablemente. ¡No sé de dónde me llegó ese dato! Siempre he olido el embuste en las más presumidas
fachadas. Toda esa parsimonia, ese afeite de hombrecito pulcro y de oficinista sosegado, esa vocecilla
correcta, poseían, en algún punto, una mancha de falsedad. El hombre prosiguió:
–Y usted, ¿en qué trabaja?
–Soy profesor de Educación Cívica.
–Ah –me dijo–. Qué bueno.
–No lo es tanto si se gana tan poco.
–El dinero es nuestro problema básico, ¿cierto? –me dijo–. Contra lo que digan los idealistas, el
dinero puede sacarle una sonrisa estúpida a uno y un halago amistoso al prójimo.
–El dinero... –suspiré.
–¿Y es usted infeliz por no poseerlo en abundancia? –me interrogó.
–Como todo el mundo –le aduje cansado de ofrecerle respuestas.
–A mí el dinero no me hace falta –me dijo–. Con lo que gano es suficiente. No hay que darle tanto
valor ni adjudicarle el poder de cambiar nuestra vida, cuando, ni con millones, habríamos de hacerlo.
–No creo que usted hable en serio –le dije asfixiado por la espera–. Me parece que usted solo
aparenta, Esteban.
El hombre tosió antes que yo terminara. Vi que sus ojos ser tornaron agudos y considerablemente
odiosos. Esa careta de amigo ciudadano se empezó a derretir.
Los guardas seguían empecinados en que los clientes mantuvieran la fila en procesión perfecta. De
pronto avanzamos un trecho. No estábamos muy lejos de ser atendidos. Casi por ese hecho inminente,
supuse que había sido cruel con Esteban y le exclamé:
–Disculpe mi tono. Es que no soporto hacer filas... De veras...
El hombre me había dado la espalda y había abierto su periódico en señal de repudio. Entendía que
había cometido una estupidez, pero había intuido su mentira. Algo guardaba en su mente, en esas manos
que apretaba el periódico con cierta ansiedad fría, en esa frente calva y rugosa donde se reflejaba la luz
viciada del banco. Por un momento creí que no me iba a contestar. Entonces me dediqué a mirar la chica

86
de pantalón ajustado. Ahora llamaba por su teléfono y le decía a su receptor que estaba desfallecida y que
no iba a aguantar lo suficiente. Los clientes seguían entrando, el viernes se iba diluyendo en sones de
máquinas infernales allá afuera, vapores fétidos, apretujones.
–No hay problema –me dijo de súbito Esteban–. Todo está bien. Usted no me ha afectado en lo más
mínimo.
Contra lo que hubiera esperado, el hombre ya había arrollado su periódico, otra vez dispuesto como
locuaz recepcionista.
–Me alegro que no se haya ofendido –le exclamé–, pero usted tiene razón, a todos nos falta
tranquilidad.
–¡No señor! –me confesó acercándose un poco e inclinando su cabeza lisa en forma solemne–, usted
es quien tiene razón. ¡Yo soy un mentiroso!
Al acabar de decir la última palabra le sonreí sorprendido. Ya no quería oír más confesiones.
Esperaba que todo acabase para irme.
–No es necesario que me cuente –le musité golpeando con mi mano uno de sus curvos hombros.
–No crea –me interrumpió–. Usted ha sabido desenmascararme. Ni soy un oficinista ni vendo boletos
de avión.
–Vea usted pues –le dije con fastidio–. No importa. Usted habrá tenido su razón para decir que lo
era. Y lo cierto es que para nada me interesa esa situación.
–¿No le interesa saber en realidad quién soy? –me preguntó con un deleite obsceno y haciéndose el
misterioso.
–De veras –le repliqué temeroso de que me revelase una identidad absurda, tan absurda que me
hiciera sentir náuseas.
–Pues no soy un hombre tranquilo –me siguió diciendo sin escucharme–. Con un poco de brutalidad
me conformo. Odio a la gente como a la misma peste. Y ese odio me ayuda a vivir, a respirar. El odio es el
mejor amigo de la existencia porque nos impulsa a ser diferentes a todo el mundo. Yo no quiero ser un
semejante, Dios mío. Mire usted a toda esta gente. ¿Le interesaría ser semejante a ella?
–Daba la impresión de que usted era un hombre amigable –le dije observándolo con más detención.
La fila avanzó unos pasos. Se acercaba nuestro destino. Vi que el hombre se restregaba una mano
larga y asquerosamente sedosa sobre el rostro.
–Mire usted –me confesó humilde–. A veces tengo miedo de mis deseos y me digo a mí mismo que
soy solo un simple hombrecito de oficina para que estos no me martiricen, y de que soy amigo de la paz, y
del sentido común. Pero cuando estoy entre la multitud, aislado, metido en mi propia carne atormentada,
tengo proyectos que me escalofrían, imagino escenas que me perturban la conciencia y no quedo conforme
sino hasta ejecutar mis infinitos rencores reprimidos.

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Algo tembloroso, buscó en su periódico y me señaló un reportaje sobre un asesinato que no había
podido ser esclarecido hasta hoy. Debí leerlo con falsa curiosidad para complacerlo. Leí entonces que l a
falta de móviles lo convertía en uno de tantos crímenes que permanecerían en el misterio.
–Es uno de tantos asesinatos –le dije.
–Parece un crimen inútil –me susurró–. Solo parece que no había ninguna razón de hacerlo,
¿entiende usted?
–¿A qué clase de barbarie hemos llegado? –dije solo por automatismo.
–¡Ninguna barbarie! –gruñó con el rostro violentado por un mar de arrugas–. Este hombre se merecía
ese tipo de muerte y debería alabarme desde el infierno donde está.
–Vamos, hombre –le espeté distanciándome de su halitosis, que incluso era más grave que sus
propias palabras.
–Usted no me ha entendido –me manifestó acongojado–. Le dejé a la policía una carta del porqué lo
había hecho, le expliqué con lujo de detalles cuál era mi motivación central, la necesidad que tiene el
mundo de librarse totalmente de la escoria (esa gente nefasta que no puede vivir en paz, que se castiga y
castiga a los otros con impaciencia e irrespeto), y ya ve usted qué suerte la mía: no la hizo pública. ¡Solo
en las series de televisión los asesinos adquieren publicidad! En la realidad, los mal ditos investigadores
no hacen caso de todos los testimonios. ¡Debo insistir! ¿No le parece?
El hombre me miró con mezcla de astucia y felicidad. Se veía turbado por haberme hecho la
declaración, pero irradiaba un dejo de excitación que solo he visto en algunos ganadores de lotería.
–¡Jamás podría ser usted el asesino! –dije albergando serias dudas por un momento.
Las voces de clientes enojados rompieron la macabra tensión que se había establecido entre los dos.
A Esteban le correspondía el turno, y de pronto lo vi correr turbado hacia la ventanilla del cajero que
había quedado libre. A intervalos me miraba haciendo extrañas gesticulaciones. Lo vi pagar un recibo y
recibir un vuelto que tomó con avidez. Antes de irse, me soslayó temiendo que lo siguiera –o emocionado
por esa posibilidad.
En ese instante lo descubrí. Y supe que era solo una figurilla anónima, deseosa de atención y fama
como todo el mundo. Solo pudo provocarme lástima, pues el verdadero asesino, para mi propia calma y
consuelo, aún seguía siendo yo.

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Un lindo cadáver

El día que lo trajeron, la funeraria tenía la misma aséptica disposición que le habían dado los
expertos en ventas. Los floreros contaban todos con las perennes flores inefables. Sobre los candeleros se
encendían las velas metafísicas que propalaban la idea de un sendero alumbrado por serafines. El
incienso en los salones impedía que se arrojaran los hedores que Julio y Nicolás, en otra de las salas,
combatían con químicos capaces de mentirlos. Una justicia comercial protegía contra el innombrable
proceso de putrefacción, mediante alfombras impecables, Biblias dispuestas sobre atriles regios,
inmaculadas paredes.
Julio le indicó a Nicolás que ya podían vestir al difunto. La operación fue veloz. Quizá demasiado
violenta para un empresario acostumbrado a masajes en clínicas caras. Las manos duras de Nicolás
enfundaron la fiambre del hombre extinto con un frag color ébano. De inmediato reparó en el aire
distinguido de don Martínez, sintiendo que tal vez debió haber sido un poco menos ordinario. Esto último
lo hizo reír para sí mismo. “¿A quién le importa aquí el aire distinguido?”, pensó.
Una vez vestido, Nicolás y Julio introdujeron a don Martínez en el ataúd, una verdadera joya de
cedro barnizada.
Ambos lo contemplaron unos instantes. Solo Nicolás se extrañó:
–Este es un lindo cadáver –dijo sin pensarlo–. Verdaderamente es un lindo cadáver.
–¿Cómo dijiste? –preguntó Julio, quitándose los guantes y estirando sus miembros como un gato.
–No, no, pensaba en voz alta. No creás... bueno... qué tontería.
–¿Es posible que te estén afectando los químicos o el trabajo en la funeraria?
–No es que me parezca lindo, sino más lindo que cualquier otro cadáver. Es el cadáver más lindo
que he visto.
–¿Te parece? –espetó Julio yendo hasta el ataúd.
–Mirá por vos mismo. No es imaginación mía.
Julio investigó el rostro rígido de don Martínez y no pudo, como forense, sino detallar los rasgos
específicos de la necrosis en avance. Cuando levantó la vista del féretro, vio a Nicolás observándolo con
inquietud. En este lapso, Julio volvió a mirar el rostro de don Martínez como si lo quemara la duda.
–¿Qué clase de cadáver lindo? –refunfuñó con ironía–. No hay cadáveres lindos. Ni por más que
Dios deseara nunca los habrá. ¿Puede haber algo lindo en el rostro cadavérico de un hombre de negocios
que tal vez no fue ni bueno, ni amigable, ni amoroso con ninguno ni con nada en la vida?
–No me refería a eso –trató de explicar el otro forense.

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–Vos viste sus manos, Nicolás –dijo Julio tajante–, sus dedos redondos y gruesos acostumbrados a
firmar cheques y cartas de despido. Esas manos blancas y lisas como el mal. Me apena que no hayás
afinado tu criterio del mundo después de años de trabajar en un sitio como este.
–No sé –se acongojó Nicolás–, vos no me has entendido.
Julio tosió. De inmediato volvió sobre la ventanilla del ataúd e inspeccionó al muerto. Aguzó los
ojos con interés. De cuando en cuando, hacía una morisqueta de esas que los médicos hacen durante
momentos aciagos.
–De acuerdo, Nicolás –refirió al fin conturbado–, tal vez tengás razón. Viéndolo detenidamente hay
algo de hermosura en su rostro, pero no es la hermosura que uno está acostumbrado a ver todos los días.
¿Cierto?
–No es la hermosura de un atardecer –opinó Nicolás.
–Ni la de las vacas pastando –siguió Julio.
–¿Pero sabés lo que esto significa? Que la muerte actúa como si no hubiera justicia en el universo.
Haberle dado un rostro de calma maravillosa a ese hombre me parece una burla para la especie humana.
–Como sea. Pero nadie se ha muerto como este hombre, supongo.
–A mí solo me dice que guardar silencio por un lapso prolongado puede hacer milagros en las
facciones de un hombre, incluso si está muerto.

–¡Ustedes han enloquecido! –dijo Samuel, el vendedor estrella de la funeraria. Había entrado
sigiloso por la puerta abatible y había escuchado parte de la discusión de los forenses. Aun su traje negro
parecía un artefacto mercantil.
–Nos estabas escuchando –advirtió Nicolás.
–Oí eso que ustedes decían mientras entraba. En esta funeraria lo que menos abundan son los
secretos.
–No podés comprender lo que hemos descubierto –dijo Nicolás.
–Yo también me había negado a reconocerlo y te digo que este cadáver es una paradoja viviente –
explicó apurado Julio.
–Lo mío se limita a vender el lote en el cementerio y la costosa y bella ceremonia. Todo lo demás
me revuelve el estómago.
–A ver, a ver, no seás tan materialista –le dijo Nicolás–, acercate y mirá.
Con mucha molestia, Samuel se asomó a la ventanilla del ataúd. Cuando levantó su rostro, se vio
rodeado de los dos hombres que esperaban con cierta esperanza. Un nuevo intento por mirar (realmente
no había querido hacerlo la primera vez –detestaba ver muertos–), puso ante sus ojos la cara de don
Martínez. Su primera impresión fue un deseo tonto de agradecerle la oportunidad que le hacía por
ayudarlo a ganarse un poco de dinero en la funeraria, pero se sacudió la cabeza con apuro. De inmediato

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analizó sus párpados violetas, su boca fina y su barba recortada con delicadeza. Como no le produjera
alguna emoción se incorporó totalmente.
–No creo que esto tenga sentido –dijo.
–Pero no vas a negarlo –le requirió Nicolás.
–Sí, bueno, si nos estuviste escuchando detrás de la puerta no es justo que ahora vayás por ahí y
digás que estamos locos. Podrías, por lo menos, ser un testigo imparcial.
–Honestamente –explicó Samuel–, la muerte no es uno de mis temas preferidos. Ustedes tal vez
querrán envolverme en sus propias obsesiones laborales, pero lo mío no es tan difícil como lo que hacen
ustedes. Entiendo que trabajar con cadáveres debe ser algo injusto en la vida.
–Ese no es el punto –sentenció Julio.
–¿No? –preguntó Samuel con indiferencia.
Después de la pregunta de Samuel, un gran silencio invadió la sala de preparativos. Los hombres
parecían accionados por fuerzas que los sobrepasaban, a pesar de que se oían extraños al comentar el
incidente. El olor a cloroformo, el brillo de los frascos con líquidos indescifrables, las sábanas sobre las
mesas con el gran sello de la funeraria, los instrumentos desperdigados por doquier, se concentraron ante
Samuel como presencias que lo oprimían.
–¿Ah no? –volvió a repetir.
–No podés negar que hay algo fuera de lo común –afirmó Nicolás.
Al oír la sentencia, Samuel se sacó un pañuelo de alguna bolsa de su pantalón. Su mano huesuda se
lo pasó sobre la frente. Una sonrisa extraña invadió su rostro. Los demás hombres se inquietaron.
–Está bien, lo percibí –afirmó como si haberlo dicho lo hubiera salvado de algo.
–¿Qué percibiste? –interrogó Julio como si más bien hubiera esperado oír lo contrario para
olvidarse del asunto.
–Lo mismo que ustedes: un elevado nivel de asombro por la hermosura del cadáver aquí tendido.
No es nada –aquí Samuel tartamudeó tanto que debió toser con fuerza–, que se pueda explicar con simples
palabras. Y aunque detesto la clase de hombres como don Martínez, porque yo nunca tendré lo que ellos
albergaron en sus cuentas bancarias, no puedo negarlo: ¡es más lindo que el cielo! –cuando dijo cielo los
dos forenses se miraron con incertidumbre, sin embargo, estaban emocionados.
Tranquilos con la confesión de Samuel, los hombres se apresuraron a llevar el ataúd al salón de
velaciones. Allí, Nicolás y otros ayudantes se encargaron de disponer las coronas y ubicarlo ante el
pequeño auditorio previsto para la reflexión y las lágrimas de los dolientes.
Muchos lo habían estado aguardando. Su hija Nora y su esposa Marta meditaban estrechándose las
manos en las primeras sillas. Parientes cercanos, empleados de su empresa, accionistas, amigos, gente
que parecía familiar, pero que nadie había visto antes, formaban pequeños grupos de comentadores
sombríos. Quienes se aproximaron al muerto y lo miraron de primero sintieron una gran turbación y se
fueron hasta una esquina sin hacer comentarios. El clima era una posibilidad de reunión para algunos

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hombres tan importantes como don Martínez que podían encontrarse obligadamente en el territorio de la
despedida de un igual. Allí mismo, entre pésames y angustias protocolarias, se insinuaban muy
quedamente buenos negocios.
Julio y Nicolás, después de unos minutos de haberse retirado, retornaron vestidos con trajes grises
–pertenecientes a la misma funeraria para eventos especiales–, y buscaron asientos en el salón. Aunque
hubieran optado por marcharse a sus casas, ya que les había llegado la hora de salida, ambos habían
decidido permanecer en la funeraria impulsados por una emoción que no pudieron doblegar.

El silencio del recinto prometía mantenerse así hasta muchas horas después, pero una voz ronca,
quebrando el plácido susurro del salón de velaciones, hizo que todos se voltearan a mirar hasta el umbral
de la funeraria. El hombre que gesticulaba en desorden tratando de explicar algo sorprendente a unos
visitantes era Samuel. La perturbación fue seguida por la entrada estrepitosa de dos hombres que portaban
una cámara de video y un micrófono. A todas luces, se había colado la televisión a la sala.
–¿Qué ocurre? –preguntó la hija de don Martínez–. ¿A qué vienen estos hombres de la televisión?
¿Quién los ha invitado?
–Solo queremos hacerle una toma. Nos han dicho que algo extraordinario ha sucedido –dijo
evidentemente el periodista.
–Nada aquí es extraordinario –dijo la viuda con mirada aprensiva–. Mi esposo estuvo en regla con
todo.
–Se trata de su rostro –indicó nervioso Samuel–. No se lo puedo explicar todavía.
Ante las palabras del vendedor de pompas fúnebres, Julio y Nicolás se sintieron traicionados.
Ahora Samuel iba a hacer suyo el descubrimiento que les pertenecía a los dos.
Las mujeres, sin embargo, se levantaron de sus sillas y fueron a ver el cadáver de don Martínez.
Ambas se miraron luego aterradas.
–¿Quién le ha dado este rostro a nuestro padre y esposo? –preguntó Nora–. ¡No es el mismo hombre
que fue traído a la funeraria!
Varios de los amigos y familiares acudieron hasta donde estaban las mujeres y confirmaron su
hallazgo. Nora buscó a un hombre fornido entre el grupo que parecía ser su novio, y se abrazó a su cintura
como si fuera a perder el equilibrio. La viuda, por otro lado, furiosa y herida, se dirigió hacia el
vendedor de pompas fúnebres, quien se había detenido a mirar el cadáver con una estúpida mirada de
serenidad.
–¿Por qué le hicieron esto a mi marido? –le reclamó–. ¡Ese no es su rostro! ¿Qué clase de burla es
esta? ¿Por qué me hacen esto a mí, a mí?

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La mujer trató de pegarle con el puño cerrado a Samuel que de inmediato se echó hacia atrás entre
los concurrentes. Cuando entendió la dimensión del embrollo, el vendedor señaló, temblando, a Nicolás y
Julio.
–Allá están los culpables. El forense y su ayudante, señora. Yo no he tenido nada que ver con esto.
–Es un hecho –interrumpió el periodista apostado ante el ataúd como el dueño de una circunstancia
difundible–, jamás se ha visto algo así. Al principio tenía mis dudas. Creí que el vendedor había
enloquecido, pero me temo que aquí no hay ninguna equivocación. El mundo necesita ser informado de
este acontecimiento. ¡No se le puede negar...!
–¡Todo esto es una infamia! –gritó Nora con los ojos fijos en los de su novio.
Este último, excitado por la voz doliente de la joven, la colocó delicadamente en otros brazos y se
abalanzó sobre el periodista y el camarógrafo. Desaforado, lanzó unos puñetazos al aire. El periodista se
capeó ágilmente la represalia pero el camarógrafo, menos diestro, fue lanzado de un golpe sobre las
coronas de flores.
–Matalo, matalo –exigía la viuda–. Nadie le hará una toma a Martínez mientras esté en esta sala de
velaciones. Y ustedes –exclamó señalando a Nicolás y a Julio–, ¿cómo pudieron haber hecho esta
maldad? ¿Quién les pagó? ¿Cuánto recibieron?
–Le aseguro que nada hemos hecho –explicó sereno Julio–. Yo también estoy tan asombrado como
usted.
–Pero es una ingratitud –afirmó la viuda–, Martínez no merece ese rostro.
–No hay nada que se pueda hacer, señora –añadió Nicolás–. Yo también creí que era una burla de
la muerte.
–Es una burla de la muerte –repuso el camarógrafo, mientras se levantaba del suelo y se consolaba
él mismo por el puñetazo sufrido en una de sus mandíbulas–, ni las montañas oscuras son tan hermosas.
Las explicaciones cesaron de repente. A nadie le pareció razonable continuar con la pelea. Con
lentitud y desazón, Nora y Marta comprendieron que la verdad no había sido defendida. Lo mismo
pensaron muchos amigos y socios de don Martínez, que hubieran reclamado con gusto haber visto su cara
verdadera, en lugar de ese magnífico perfil capaz de estremecer de ternura. Aun así, no pudieron
sustraerse al embelesamiento que les producía un rostro tan incapaz de ser lo que había sido.
Uno por uno, todos fueron pasando para contemplar al muerto. Y nadie quiso contradecir lo
observado aunque llegaron a experimentar grandes resistencias. Pero, en general, nadie podía negar que
don Martínez había sido premiado con ser un cadáver lindo, razón por la cual algunos se habían apostado
a su alrededor, con las manos un poco extendidas, ahora que su alma estaba tan lejos del mundo.

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Miradas

El chofer lo había estado esperando durante treinta minutos y ya casi se había dormido. Cuando se
abrió la portezuela se levantó del volante como si lo hubieran hallado en falta.
–¡Creí que eras el gerente!
Cristóbal se restregó los ojos con desidia y arrancó el auto. La claridad de la mañana era
invitadora. Los niños estaban de vacaciones y algunos de ellos se veían con patines jugando en las aceras.
En el cielo transitaban aisladas nubes de fulgor tenaz.
–Cuando salen de clases es un peligro –reclamó.
Valenciano ajustaba la cámara con esmero. También, del fondo de un sobre extraía varias fotos
sobre las cuales hacía ceños dubitativos o asentidores.
–¡Nos falta una foto! –farfulló.
–¿Ah, sí? ¿Solo una? –preguntó Cristóbal sin interés, mientras veía a un grupo de mujeres jóvenes
con minisetas que exponían al aire sus ombligos. Hizo una mueca como si jamás hubiera visto algo así.
Siempre esas modas picantes.
–Sugerí un lugar –murmuró Valenciano–. Creo que tengo la mente en blanco. He hecho posar a
tantos viejitos que ya no sé cómo ponerlos. Mirá estas fotos.
Valenciano empezó a exhibir sus fotografías mientras Cristóbal las reojeaba con disgusto y trataba
de conducir, al mismo tiempo, con prudencia en el bello día.
–Ya tenemos a la ancianita con sus matas y su gato preferido. A la pareja nonagenaria de
enamorados. Al anciano incansable en el huerto. A la viejita que zurce una camisa... La verdad, ya se me
secó el cerebro. El almanaque debe estar listo para dentro de tres días. La agencia desea distribuirlo a la
mayor brevedad.
–Se habrán cansado de las modelos –reveló Cristóbal para quien el tema de los ancianos era
inexplicable.
–No, hombre. Es la moda. Mañana volverán a los semidesnudos.
Cristóbal tuvo la visión del almanaque del último año. Brenda Berlanga, la mejor modelo del país,
había salido posando una variedad de biquinis con bolitas, a rayas, de un solo color, muy breves,
mojados por las olas del mar, lujuriantes, falsas hojas. “Deberían haberla presentado ahora en traje de
noche. ¡Es que no tienen imaginación!”, pensó. Hasta él podría haber inventado algo mejor sin ser el
creativo de la agencia de publicidad.
Valenciano proseguía mirando las fotos y no podía decidirse entre unas y otras.

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–Creo que la anciana del gato es muy convencional, pero tiene que ir. ¿Verdad? Veamos... veamos...
Al decir esto arrojó el paquete en una gaveta y se asomó por la ventanilla del pick up. Lanzó una
mirada hacia una intersección donde algunos vagabundos y vendedores se apostaban a la par del
semáforo. Vio a un anciano bastante singular, barbudo y de una tristeza infinita que alargaba la mano sin
que pudiera llegar a nadie.
Como se apoyaba sobre un simulacro de bastón, era imposible que se extendiera hacia las
ventanillas de los autos. Otros, sin embargo, podían desplazarse de un carro a otro con prontitud. Algunos
vendedores ofrecían sus chucherías indescriptibles con toda diplomacia. Un limpiador de parabrisas, con
su equipo de limpieza en mano, era el más atento. Nadie se le comparaba en destreza. ¿Dónde había
aprendido a inclinarse como un caballero medieval?
Valenciano le ordenó al chofer que se orillara. Cristóbal frenó lentamente.
–El viejo apoyado en el bastón es mío –promulgó el fotógrafo.
No esperando que se detuviese el pick up se arrojó a la carretera y corrió directamente hacia el
pordiosero. Cristóbal, que ya estaba harto de andar en busca de ancianos glamorosos o misérrimos,
esperó en la cabina. Prendió la radio para escuchar los comentarios deportivos, pero recordó que su
equipo había perdido recientemente, y que solo de eso se hablaba. “Que se vaya el entrenador. Con la
mitad de lo que gana hasta yo podría sacarlos adelante”.
Llevado tal vez por el masoquismo buscó la emisora con ansia. El vozarrón de un comentador
deportivo entró en la frecuencia. Se echó para atrás, observando a Valenciano que apartaba al viejo hacia
la orilla de la carretera. Se le ocurrió un muchacho demasiado estúpido haciendo el papel de fotógrafo
como si fuera un gran director de cine.

Valenciano había conseguido convencer al mendigo para tomarle unas fotos. Iba a presentar el
último tema como Anciano en el camino. Le prometió darle cinco mil colones después de las tomas.
–¿Me dará cinco mil colones por tomarme unas fotos?
–Claro. Y saldrá en un almanaque muy importante. Hasta el Presidente tendrá uno en su despacho.
Cuando llegue diciembre –hay un personaje por cada mes, ¿entiende?, y usted será el último– lo mirará a
usted apoyado en su bastón y se dirá: “Este país le debe todos sus valores a ancianos como este”.
A la afirmación del fotógrafo el mendigo esbozó un gesto de no haber comprendido. Tenía
demasiado cansancio. Tenía hambre, pero no podía comer debido a una hinchazón que le bajaba y le
subía por el estómago.
Hizo todo lo que le pidió el joven bien vestido y oloroso a fina colonia. Sonrió sin gusto. No había
tenido razones para hacerlo durante años. Sonrió de nuevo porque era necesario que rectificase la
sonrisa. Representó a un mendigo que caminaba en forma difícil. No había nada que representar porque
eso era él. Y se sentó en la cuneta, con la mirada perdida en el suelo, aludiendo patetismo.

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Cuando Valenciano completó las tomas, le hizo señas muy afectadas a Cristóbal para que
encendiera el carro, rebuscó algo en su bolsillo y le extendió al anciano un billete de mil colones. El
anciano, reconociendo el arrugado billete, reclamó:
–Usted dijo que eran cinco mil.
–Ni una modelo gana cinco mil en veinte segundos.
–Fue algo más.
–Nos vemos...
Valenciano dijo esto último observando con rapidez al viejo. Lo que vio fueron dos ojos con
cataratas. Uno casi anegado en una nube. Después corrió hasta el pick up y le dijo al chofer que arrancara
de inmediato. Cristóbal obedeció con prisa. Ya estaba harto de ancianos.

El anciano los siguió aguzando la vista, con dificultad, hasta que desaparecieron en una
intersección. No tenía suficientes fuerzas ni para maldecir al mentiroso. Depositó los mil pesos que
apresaba una de sus manos en algún sitio de su ropa harapienta y analizó que lo más prudente era retirarse
de la zona. No estaba para más engaños ese día. Con esfuerzo caminó en dirección al centro de la urbe,
solo guiado por el sentido común, porque el mundo se le había vuelto un estanque de aguas turbias. Cada
vez que cruzaba una calle los conductores se veían forzados a detenerse. El viejo quiso acelerar el paso,
pero no pudo. Lo mejor era tener paciencia.
Avanzó con visible pesadumbre un gran trecho hasta una avenida tumultuosa. No dejaba de pensar
en el fotógrafo. Escuchaba su voz. Sus órdenes. Toda esa impulsividad había sido suya, también, alguna
vez. No recordaba con quién había sido impulsivo. Realmente no recordaba gran cosa. A veces, al
despertarse sobre una cuneta se decía: “Entonces no me he muerto, carajo. No me he muerto todavía..”. Y
se incorporaba como en una pesadilla que no ha terminado.
Los transeúntes se le apartaban. Las muchachas. Los jóvenes. Los ejecutivos. Las señoras. Él se
olvidaba a veces por qué el mundo entero se abría a su paso. La memoria le fallaba. No podía rastrear ni
siquiera el timbre de su propio nombre. Sabía que debía elevar la mano en todos los sitios y que esa
acción se había convertido en parte de sus últimas fuerzas.
Abrumado en cavilaciones se detuvo para tomar aliento. A un lado de la acera, a través de la
ventana de una tienda de artesanía, sintió que se movía una figura. El hombre se acercó al vidrio, con un
rescoldo de curiosidad, y vio los contornos de lo que parecía ser una joven. Acaso ninguna de sus líneas
en detalle.
Ella se desplazaba a lo largo de un mostrador, sacaba objetos de las urnas y los limpiaba. El
anciano aguzó la mirada como quizá hacía mucho tiempo no lo hacía. Poner en orden la poca luz de su
visión le produjo una sensación dolorosa en los ojos. La joven parecía molesta por la intromisión del

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polvo en todas partes. Había ennegrecido una toalla al quitarle la mugre a un reloj. Sus movimientos eran
enérgicos pero también delicados.

Captar la presencia del viejo tras la ventana la hizo estremecer. No sabía que la había estado
mirando. Una de sus compañeras, que hasta ahora no se había visto porque estaba inclinada
desempacando otros objetos en el piso: pinturas sobre motivos folclóricos, estatuillas de madera y
collares, al incorporarse vio al anciano desastroso y explotó en una risa nerviosa. El viejo, asustado,
siguió su camino.
–¿Qué fue eso, Valencia? –preguntó desprevenida.
–¿Qué sé yo? Un mendigo.
Valencia no había sido impresionada tanto como su compañera pese a que la mirada había sido
dirigida a ella. Los ojos del anciano la persiguieron por un instante como piedras apagadas rodando por
una pendiente.
–Te veía muy raro... ¿no te dio miedo? –insistió la mujer.
–Era solo un viejito. Decrépito.
El resto del día se movió mucho. Entraron y salieron turistas con sus recuerdos del país. Acomodó
cajas. Volvió a limpiar las estatuillas de madera. A intervalos pensaba en los ojos del anciano que la
observaban. Eran unos ojos que no tenían interés en ella sino en una propiedad de sí misma. En algo que a
ella le pintaba juventud y que a él lo hacía más y más invisible.

A las seis de la tarde llegó el joven que recién había conocido y fueron al cine. La película le gustó
tanto que sus ojos lagrimearon un poco en la salida. Pablo, conmovido, le dio un beso en el lóbulo de su
oreja.
–Por dicha las historias no siempre terminan de esa forma –filosofó profundo.
–¿En la muerte de los amantes?
–En la muerte.
Luego la invitó a comer en un buen restaurante. Mientras comían y comentaban la película, Valencia
también le narró el incidente con el viejo.
–Tengo los ojos del pordiosero aquí –dijo poniéndose el tenedor en la frente.
–Pensá en la película. Te podés soñar con él –rió Pablo.
–No es miedo. Es por lo que vi en sus ojos. Ni siquiera es lástima.
–¡Compasión! –especuló el muchacho.
–¿Quién sabe? Es como la sensación de que no hay paredes y que todos nos damos la mano en algún
lugar del universo.

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–¿Y después?
–Después nadie es ajeno ni extraño ni inferior.
Para exprimir el jugo a la última hora del encuentro, ambos jóvenes caminaron por algunas calles
de la ciudad. Especularon sobre el alto precio de la ropa en las vitrinas. Se burlaron de la desnudez
impoluta de un maniquí que esperaba lucir al otro día una lujosa vestimenta. Se besaron frecuentemente en
algunos rincones propicios. Después de la promesa de volverla a ver, Pablo la dejó en el umbral de su
casa y partió silbando.

La noche parecía el fondo de una mina llena de cristales. Valencia vio alejarse a Pablo, con las
manos enfundadas en los bolsillos de su chaqueta. Sus pisadas se escucharon a la distancia. Era un joven
de expresiones concisas. Guapo. Estudioso. No era de muchos recursos, pero eso no era lo fundamental.
Ella no entró de golpe a la casa porque la noche era digna de verse. Siempre le había gustado
permanecer algunos minutos rodeada por el silencio del campo.
El poste de alumbrado público, límite entre su casa y el inicio de los potreros, ahuyentaba la
oscuridad hasta un límite donde parecía que las cosas tomaban las formas del misterio, pero, sobre todo,
de ciertas licencias extrañas. Muy lejos se veían, entre brazos nudosos de árboles, luces que indicaban el
avance paulatino de la ciudad, la muerte de la noche y la continuidad de un día falso. Sin bellos espíritus.
El aire pasaba respirando la soledad inmensa. Olía a pasto quemado. Una frescura invadía el rostro,
penetraba por los orificios de la nariz, navegaba hasta los sitios más recónditos del cuerpo.
Pudo haber flotado en un sosiego adormecedor, desde el pórtico, si el gato no hubiera saltado hasta
la calle desde algún escondite. Allí se desparramó con pereza y se lamió a gusto.
Ante una indefinible percepción, el felino adoptó una actitud de defensa. ¿Cómo es que no se había
percatado de la presencia de la mujer? Valencia le extendió su mano. El gato se le acercó, fascinado, por
lo que veía brillar en el abismo de sus ojos.

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