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Antes de vestirse

Ella se quedó callada al verlo hincarse. Él la abrazó, tomándola por la cintura; ella se dejó

abrazar, le puso la mano sobre la cabeza, le alborotó el cabello con cariño. Quería darle

tiempo de que se calmara. Así era él: explosivo, testarudo, un poco tonto. “Primero el

pueblo, luego el pueblo y después el pueblo”, solía decirle. Eso fue lo que la atrajo. Le

gustaba verlo al frente de las marchas, pegado al megáfono, la boina, el pelo largo. Antes,

claro, hace mucho.

—No me casaría contigo —dijo, apartándolo con la pierna— ni aunque lo pidieras

en serio.

¿Estaba molesta?, se preguntó él, ¿de verdad? La primera vez que se lo propuso fue

en una fiesta, la primera del año escolar. Se estuvieron mirando un rato hasta que él se

acercó; ella iba acompañada.

Él se sentó en el suelo, sacó un pañuelo de su pantalón y se limpió la frente y las

mejillas, asegurándose de que ella viera cuánto había llorado. Era un juego de ambos, de

aquellos primeros años juntos, un antiguo código desenterrado de forma natural.

—¿Segura? —repitió.

—No estés molestando.

Callaron.

—¿Cómo dices que se llama? —preguntó él.

—Gustavo —dijo ella.

Él la miró. Tenía algunas arrugas alrededor de los ojos, nuevos lunares, el párpado

derecho ligeramente caído por una crisis nerviosa el año pasado. Estuvo a punto de morir,

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eso le dijo cuando se vieron en el café, antes de hablar sobre sus familias, de todo lo que

habían hecho desde que salieron de la universidad.

—¿Entonces es todo entre nosotros?

—Nunca hubo nada.

—¿Tan serio es? Es el que me dijiste que trabaja contigo ¿verdad?

Ella fue al baño, destapó uno de los jabones y se lavó la cara y el cuello. Después

juntó un poco de agua con las manos para refrescarse el pecho.

—¿Te quieres bañar? —preguntó.

Él se desnudó y fue tras ella. Giró la llave de la regadera, el agua tardó algunos

segundos en salir.

—No me voy a mojar el cabello —dijo ella.

Él la abrazó, jalándola hacia sí hasta quedar ambos bajo el chorro de agua fría. Sus

cuerpos todavía estaban calientes; ella tembló, pero no intentó soltarse. La primera noche

que pasaron juntos ella le dijo a su mamá que estaría en casa de una amiga. Estaba

nerviosa, se pasó la tarde pensando en qué le diría a sus padres en caso de que la

descubrieran. Se vieron en un parque. Él se había peinado para atrás, apestaba a perfume.

—¿Van en serio entonces? —él apretó un poco.

Ella no respondió.

—Te hablo, ¿van en serio? —volvió a apretar.

—¡Ya, no seas cabrón! —gritó ella.

La dejó ir.

—Te dije que no quería mojarme el pelo —dijo, cruzándose de brazos para darse

calor—. ¿No oíste?

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Él levantó la cara bajo el chorro de agua y se estuvo así un rato. Quería pedirle

perdón, decirle que lo sentía, que sí había oído. ¿Pero qué habría pensado ella? Jamás,

durante el tiempo que estuvieron juntos, se habían disculpado por nada. Tomaban lo que

querían, hacían lo que querían. A ella le gustaba, a él le gustaba. ¿Por qué, entonces, se

sentía tan mal ahora?

—No me respondiste.

—No quiero hablar de eso.

—¿Y qué te crees, que a mí me gusta?

—Pareciera que sí, eres un pinche masoquista.

—Qué chistosita.

—¿Pues qué quieres que diga?

—Que me respondas y ya.

—Cómo se sabe cuando algo va en serio?

—No lo sé.

—Dime.

—¿Ya te acostaste con él?

Ella se quedó callada.

—Ya se acostaron —aseguró él, aunque fue como si al mismo tiempo estuviera

preguntando.

—Muchas veces, no tenemos diez años —dijo ella.

A través del agua, a él le pareció que la cara de ella se difuminaba. La llamó por su

nombre para asegurarse de que estaba ahí, para tener la certeza de que aquello no era un

sueño. Extendió el brazo para tocarla, ella se alejó. Él imaginó a Gustavo: alto, musculoso,

con un enorme bulto entre las piernas.

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—Gustavo me quiere —dijo ella.

—Yo te quiero.

—Tú no me quieres como deberías quererme.

—Pero te quiero.

—Como tu pendeja.

—Te quiero como puedo quererte.

—¿Y qué hago con eso?

Ella salió del baño. Él giró la llave de la regadera y el agua continuó saliendo

todavía algunos segundos. Ella había aceptado verlo, después de tanto. ¿Una cerveza? No,

un café, para que no le dieran ideas. Quería mostrarle que ya no era una niña, que se había

equivocado con ella. Los hombres la buscaban, había estudiado un doctorado en Canadá.

Tenía una casa, un coche, incluso un perro. Ella, que según él era incapaz de cuidar si

quiera un cactus. Un café. Luego, al día siguiente, otro. El fin de semana una cerveza, un

hotel. Así los últimos tres meses. Sabía que era casado, ¿pero y qué?

—Solo hay una toalla —dijo ella.

—Agárrala tú.

Cuando él salió del baño ella seguía desnuda, tenía la toalla en la mano y estaba

viéndose al espejo. La tomó por la cintura para arrastrarla a la cama. Cuando se le echó

encima, el agua que escurría de su cabello le cayó en el rostro. Él le cubrió la cara con la

mano abierta y sintió su lengua acariciándole la palma; la escuchó reír.

—Te quiero —aseguró.

—Me merezco más.

—¿Qué quieres? ¿No te trato bien?, ¿no te llamo todos los días?

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—¿Y ya con eso? —lo interrumpió ella, clavándole un dedo en el estómago—.

Mejor hazte a un lado.

—No seas grosera.

—No soy grosera, pero no estoy de humor. Ya pasó el tiempo.

Él se quitó de encima y se tendió a su lado, apoyando la cabeza en una mano.

—¿Ya pasó el tiempo de qué?

—De estar en una relación así, de tener tan poco. De no ser feliz.

Ella se sentó con las piernas cruzadas, la espalda pegada a la pared. Comenzó a

pasarse la toalla por el cuerpo, sin frotarse, apenas tocándose la piel. Él pensó que el tiempo

la había tratado mejor, que los cuatro años de diferencia parecían ahora diez. Él, con la

barriga y la papada; ella con las piernas fuertes, la sonrisa blanca.

—¿Y Gustavo te va a hacer feliz?

—Ya dije todo lo que tenía que decir sobre eso.

—Hmmmta, nada te gusta.

—Pues no.

—Verás que en unos días se te va a pasar. ¿Ya vas a estar en tus días?

—No seas pendejo —dijo ella, poniéndose de pie.

Ella dejó la toalla sobre la cama y caminó lentamente hasta el espejo de pared. Se

tocó los senos, poniendo las manos debajo para levantarlos y luego dejarlos caer.

—Ya es demasiado —dijo—. Mírame, ya no soy una jovencita.

—Pero sigues siendo una idiotita.

—Y tú un gran pendejo.

Sonrieron.

—Ya te acostaste con él, putita. Eres una putita, una putita idiotita.

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—Ya cállate, perro —dijo ella—. Idiota, imbécil, mierda. Nunca pudiste darme

nada, no sirves.

Él dio unos golpecitos en la cama, como si fuese una clave, como si la llamara.

—¿Para nada?

—No, ni para coger me sirves.

—Cabrona —dijo él, entrecerrando los ojos.

Ella saltó a la cama y le cubrió la cara con la almohada, como si tratara de

asfixiarlo.

—¡Mejor muérete ya! —gritó entre risas.

—¡Auxilio! ¡Auxilio! —gritó él, pataleando.

Ella dejó la almohada y le dio un beso en la frente.

—Oye, ¿entonces te casas conmigo?

—Tú ya estás casado, ¿por qué juegas con eso?

—Ay, estás muy sensible hoy ¿no?

—Solo no quiero que juegues así, ya te dije. Desde que te conté de Gustavo no

paras con eso.

Era cierto. Ella había estado pensándolo. Fue, se decía a sí misma, como si hubiese

abierto una puerta en él. De pronto la colmaba de atenciones, de regalos que ella apilaba en

el closet sin siquiera abrirlos, aunque luego él le preguntara si le había gustado el vestido, el

perfume, los aretes.

—Eso es lo que quieres, ¿no? ¿Te casarías con él si te lo pide?

Ella se acostó a su lado y se quedaron quietos, en silencio, sin llegar a tocarse,

ambos tenían la vista al techo. Estaba harta, aunque si alguien le hubiese preguntado por

qué no habría sabido responder.

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—¿Entonces? —le preguntó él.

—Ya pasó el tiempo de casarme —dijo ella.

—Si yo pudiera regresar el tiempo no lo habría hecho —dijo él, suspirando.

Ella respiraba lentamente.

—¿Te acuerdas de cuando nos conocimos? Fue parecido a esto ¿no?, salías con

alguien más. ¿Cómo se llamaba el tipo?

—Ignacio —dijo ella.

—Ignacio —repitió él, acercando un poco más la cara para olerle el pelo—.

Entonces yo soy el Ignacio de Gustavo.

—¿De verdad querrías casarte conmigo? Yo no me casaría contigo.

—Ya me lo dijiste. ¿Por qué no?

—Porque no me amas.

—¿Tú me amas?

—Hace años te amé mucho.

—¿Y amabas a Ignacio?

—Lo necesario como para pedirle varias veces que se casara conmigo.

—Te gusta meterte con ese tipo de hombres.

—Pero él tampoco me amaba —lo abrazó con fuerza.

—No todos aman, supongo.

—Solo no me amaba a mí.

Él se quedó callado.

—Tú tampoco me amas —continuó ella.

—Te quiero.

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—Pero amas a tu esposa. Es el amor de tu vida, me lo has dicho. Ignacio amaba a su

mujer, no era el amor de su vida pero la amaba. Yo quedo siempre en medio, ni aquí ni allá,

como flotando en el vacío a mitad de la noche.

Él se acomodó para verla de frente, le acarició la mejilla, besó sus ojos, su nariz, el

nacimiento del pelo; ella le puso una pierna encima y se aferró a él con fuerza. Ella pensó

en todas las fiestas familiares a las que había tenido que ir sola, en la forma en que su

madre preguntaba cuándo iba a darle nietos; él pensó en su mujer, ¿qué estaría haciendo en

ese momento?, ¿qué iban a hacer para juntar para los zapatitos ortopédicos de la nena?,

¿qué le diría cuando la viera?

—¿Por qué yo no soy el amor de la vida de nadie? —le preguntó ella, sin realmente

esperar una respuesta, y se quedaron ahí unos minutos más, en silencio, antes de vestirse.

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