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Ella se quedó callada al verlo hincarse. Él la abrazó, tomándola por la cintura; ella se dejó
abrazar, le puso la mano sobre la cabeza, le alborotó el cabello con cariño. Quería darle
tiempo de que se calmara. Así era él: explosivo, testarudo, un poco tonto. “Primero el
pueblo, luego el pueblo y después el pueblo”, solía decirle. Eso fue lo que la atrajo. Le
gustaba verlo al frente de las marchas, pegado al megáfono, la boina, el pelo largo. Antes,
en serio.
¿Estaba molesta?, se preguntó él, ¿de verdad? La primera vez que se lo propuso fue
en una fiesta, la primera del año escolar. Se estuvieron mirando un rato hasta que él se
mejillas, asegurándose de que ella viera cuánto había llorado. Era un juego de ambos, de
—¿Segura? —repitió.
Callaron.
Él la miró. Tenía algunas arrugas alrededor de los ojos, nuevos lunares, el párpado
derecho ligeramente caído por una crisis nerviosa el año pasado. Estuvo a punto de morir,
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eso le dijo cuando se vieron en el café, antes de hablar sobre sus familias, de todo lo que
Ella fue al baño, destapó uno de los jabones y se lavó la cara y el cuello. Después
Él se desnudó y fue tras ella. Giró la llave de la regadera, el agua tardó algunos
segundos en salir.
Él la abrazó, jalándola hacia sí hasta quedar ambos bajo el chorro de agua fría. Sus
cuerpos todavía estaban calientes; ella tembló, pero no intentó soltarse. La primera noche
que pasaron juntos ella le dijo a su mamá que estaría en casa de una amiga. Estaba
nerviosa, se pasó la tarde pensando en qué le diría a sus padres en caso de que la
Ella no respondió.
La dejó ir.
—Te dije que no quería mojarme el pelo —dijo, cruzándose de brazos para darse
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Él levantó la cara bajo el chorro de agua y se estuvo así un rato. Quería pedirle
perdón, decirle que lo sentía, que sí había oído. ¿Pero qué habría pensado ella? Jamás,
durante el tiempo que estuvieron juntos, se habían disculpado por nada. Tomaban lo que
querían, hacían lo que querían. A ella le gustaba, a él le gustaba. ¿Por qué, entonces, se
—No me respondiste.
—Qué chistosita.
—No lo sé.
—Dime.
—Ya se acostaron —aseguró él, aunque fue como si al mismo tiempo estuviera
preguntando.
A través del agua, a él le pareció que la cara de ella se difuminaba. La llamó por su
nombre para asegurarse de que estaba ahí, para tener la certeza de que aquello no era un
sueño. Extendió el brazo para tocarla, ella se alejó. Él imaginó a Gustavo: alto, musculoso,
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—Gustavo me quiere —dijo ella.
—Yo te quiero.
—Pero te quiero.
—Como tu pendeja.
Ella salió del baño. Él giró la llave de la regadera y el agua continuó saliendo
todavía algunos segundos. Ella había aceptado verlo, después de tanto. ¿Una cerveza? No,
un café, para que no le dieran ideas. Quería mostrarle que ya no era una niña, que se había
equivocado con ella. Los hombres la buscaban, había estudiado un doctorado en Canadá.
Tenía una casa, un coche, incluso un perro. Ella, que según él era incapaz de cuidar si
quiera un cactus. Un café. Luego, al día siguiente, otro. El fin de semana una cerveza, un
hotel. Así los últimos tres meses. Sabía que era casado, ¿pero y qué?
—Agárrala tú.
Cuando él salió del baño ella seguía desnuda, tenía la toalla en la mano y estaba
viéndose al espejo. La tomó por la cintura para arrastrarla a la cama. Cuando se le echó
encima, el agua que escurría de su cabello le cayó en el rostro. Él le cubrió la cara con la
—¿Qué quieres? ¿No te trato bien?, ¿no te llamo todos los días?
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—¿Y ya con eso? —lo interrumpió ella, clavándole un dedo en el estómago—.
—De estar en una relación así, de tener tan poco. De no ser feliz.
Ella se sentó con las piernas cruzadas, la espalda pegada a la pared. Comenzó a
pasarse la toalla por el cuerpo, sin frotarse, apenas tocándose la piel. Él pensó que el tiempo
la había tratado mejor, que los cuatro años de diferencia parecían ahora diez. Él, con la
—Pues no.
—Verás que en unos días se te va a pasar. ¿Ya vas a estar en tus días?
Ella dejó la toalla sobre la cama y caminó lentamente hasta el espejo de pared. Se
tocó los senos, poniendo las manos debajo para levantarlos y luego dejarlos caer.
—Y tú un gran pendejo.
Sonrieron.
—Ya te acostaste con él, putita. Eres una putita, una putita idiotita.
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—Ya cállate, perro —dijo ella—. Idiota, imbécil, mierda. Nunca pudiste darme
nada, no sirves.
Él dio unos golpecitos en la cama, como si fuese una clave, como si la llamara.
—¿Para nada?
asfixiarlo.
—Solo no quiero que juegues así, ya te dije. Desde que te conté de Gustavo no
Era cierto. Ella había estado pensándolo. Fue, se decía a sí misma, como si hubiese
abierto una puerta en él. De pronto la colmaba de atenciones, de regalos que ella apilaba en
el closet sin siquiera abrirlos, aunque luego él le preguntara si le había gustado el vestido, el
ambos tenían la vista al techo. Estaba harta, aunque si alguien le hubiese preguntado por
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—¿Entonces? —le preguntó él.
—¿Te acuerdas de cuando nos conocimos? Fue parecido a esto ¿no?, salías con
—Ignacio —repitió él, acercando un poco más la cara para olerle el pelo—.
—Porque no me amas.
—¿Tú me amas?
—Lo necesario como para pedirle varias veces que se casara conmigo.
Él se quedó callado.
—Te quiero.
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—Pero amas a tu esposa. Es el amor de tu vida, me lo has dicho. Ignacio amaba a su
mujer, no era el amor de su vida pero la amaba. Yo quedo siempre en medio, ni aquí ni allá,
Él se acomodó para verla de frente, le acarició la mejilla, besó sus ojos, su nariz, el
nacimiento del pelo; ella le puso una pierna encima y se aferró a él con fuerza. Ella pensó
en todas las fiestas familiares a las que había tenido que ir sola, en la forma en que su
madre preguntaba cuándo iba a darle nietos; él pensó en su mujer, ¿qué estaría haciendo en
ese momento?, ¿qué iban a hacer para juntar para los zapatitos ortopédicos de la nena?,
—¿Por qué yo no soy el amor de la vida de nadie? —le preguntó ella, sin realmente
esperar una respuesta, y se quedaron ahí unos minutos más, en silencio, antes de vestirse.