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PREÁMBULO

MEMORIAS DE UN CIUDADANO
MANUEL LUNA ALONSO

Las memorias son definidas como un relato de los sucesos más característicos.
Se escriben por orden biológico y tienen un seguimiento cronológico. Octogenario y
atrapado por los recuerdos de la mejor ley, disfruto de una salud excelente. Esto me
permite pensar en este ilusionado proyecto memorial, legado para mi numerosa familia.
Toda una vida en la que tuve un patrimonio adecuado a mis honestas necesidades y
decoro de mi hogar. Fui un niño en la II República Española y última Guerra Civil. Un
adolescente en la posguerra y, al comienzo de la Guerra Fría entre Rusia y los Estados
Unidos de América, triste secuela de la II Guerra Mundial, acelerada su terminación por
el lanzamiento de los artefactos atómicos USA sobre las ciudades de Hiroshima y
Nagasaki. Las inquietantes imágenes del hongo apocalíptico las vi en el NODO de la
época.
Más tarde, y en mi juventud y madurez, me alcanzó el “despertar chino”, la
independencia de los pueblos colonizados y la desaparición de la hegemonía europea
que, en la actualidad, andan a trancas y barrancas por consolidar su unión. También viví
los cambios de la moneda por el euro en Europa y el allanamiento de las fronteras. En
las corrientes fuertes de estos acontecimientos me mantuve firme, más no he olvidado
lo que he sido, soy y seré hasta que me llegue la hora y término del camino por esta
vida. Siempre fui un gran devoto del lema renacentista: Mente sana in corpore sano.
Todo ello ahormado por mi fe en Dios y en la libertad.

CAPÍTULO I
UNA INFANCIA TRABADA POR LA REPÚBLICA Y ÚLTIMA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA

Nací en Alcalá la Real, localidad jienense limítrofe con la provincia de Jaén y al


pie de un cerro coronado por su famoso castillo de la Mota. Se escribía el 18 de febrero
de 1933. Un día gris, frío y lluvioso propio de “febrerillo el loco”. Mis progenitores,
Manuel José Luna Ruiz y África Alonso Quesada, habían contraído matrimonio un año
antes. Él era de Valdepeñas (Jaén) y ella de Puente Génave, también de esta provincia.
Mi abuelo materno se llamaba Eduardo Alonso Martín, natural de Villanueva de la Reina
(Jaén) y era capitán de la Guardia Civil de la línea de mando de Alcalá. Murió de una
peritonitis, inflamación abdominal relacionada con la apendicitis, llamada vulgarmente
“dolor del miserere”, en este caso, proverbialmente, certero. Estuvo casado con Ana
Quesada Guijarro, de Jaén capital.
Por parte paterna, Luis Luna Romero, nacido en Martos y, durante mucho
tiempo, ejerció como notario de Valdepeñas. Contrajo matrimonio con Paquita Ruiz
Muñoz, natural de Fraile (Jaén). El autor de mis días, y en el año 1932, era un joven
médico destinado en Torreblascopedro. Facultativo vocacional de su carrera, pues
durante toda su vida se mantuvo fiel al código hipocrático. Al año siguiente, fue avisado
con urgencia pues su esposa había “roto aguas”. Mi nacimiento era cosa apremiante. Se
puso en camino, nunca mejor dicho, y atravesó con su carruaje un crecido Guadalbullón,
afluente del Guadalquivir que regaba por Fuente Tablas, la vega de Jaén. A pesar del mal
tiempo llegó hasta el apeadero de Madrigueras, cercano a Jabalquinto. Tomó el tren de
Madrid que en Baeza seguía la línea hasta llegar a Almería. En fin, que cuando llegó a
Alcalá la Real me vio recién nacido.
En 1933 nació mi hermano Eduardo. La familia, incluida la abuela, ya viuda, y mi
madre, se trasladaron a Torreblascopedro. Tres años más tarde, la Guerra Civil (1936)
rompió la tranquilidad de nuestros días en este querido e inolvidable pueblo del olivar,
tan cercano a Jaén, Ciudad del Santo Reino que, por aquellas calendas, no era santo ni
reino. La revolución comunista fue algo más que anticlerical, amén de que Jaén fue
republicana hasta final de la guerra.

JUANA LA POCERA, UNA INSÓLITA NIÑERA

Era de Torreblascopedro y, desde el año 1933, fue la tata de mi hermano Eduardo


y mía. Nos paseaba por el pueblo. A mi me agarraba de su mano y a Eduardo lo llevaba
en brazos. Le gustaba presumir con los niños del médico, incluso nos ponía un pañuelito
rojo y un gorro miliciano. Era una mujer joven y robusta, de estatura media, y pelo
castaño. Militaba en el Partido Comunista y solía llevar oculta una pistola en su refajo.
Una mañana íbamos para la escuela, obviamente con ella, y se escucharon dos disparos.
Hubo gran alboroto entre la gente. Se les oía decir: ¡a don José, el maestro, lo han
matado!. Nos quedamos sin escuela hasta que acabó la guerra.
Durante estos años, el flujo y reflujo de soldados, comunistas la mayoría, era
constante en el pueblo. Un día, dos de ellos se alojaron en casa. Me llamaba la atención
las suelas destrozadas de sus botas. Me gustaba guardar alpargatas de suela de goma y
cambiarlas por cartuchos de bala de sus mosquetones. Yo me divertía con estos
casquillos y jugaba trepando bolos. Ellos se veían beneficiados por las alpargatas,
mientras arreglaban su único calzado de combatientes de un ejército revolucionario al
que, obviamente, le faltó la logística. Esta rama del arte militar se encontraba en
paradero desconocido.
Juana la Pocera también me acompañaba en las colas, cosa que me distraía
mucho. Un tiempo de espera para coger el rancho cuartelero que llevábamos a mi casa
con un tipo de lata con asas. Jugábamos con los niños del pueblo a las canicas y “policía
y ladrones” (esconder). Cuando éramos localizados nos echábamos el “alto”. En el
invierno llevábamos zancos que nos permitían caminar por las calles, convertidas en
barro cada vez que llovía. En el verano, y con una patulea de nenes, contemplábamos el
aventar de la trilla, que después envasaban en sacos y costales. Un día fuimos
sorprendidos por los roncos motores de cinco aviones de la zona nacional. Se temió lo
peor y buscamos refugio en el olivar. Mas aquello sólo nos asustó, pues eran otros los
objetivos de aquella patrulla aérea de combate.
En el último tramo de la guerra, invierno de 1938, un grupo de mineros -
milicianos de la FAI- procedentes de Linares, entraron en mi casa y se llevaron a mi
padre. Junto con otros lo encerraron en la prevención del Ayuntamiento para darles “el
paseo”. En aquel tiempo, esta expresión tenía una significación que no entendía. Tanto
mi hermano Eduardo como yo lo echábamos de menos. Mi madre nos dijo una piadosa
mentira al decirnos que se fue de viaje a Granada. Los llantos de ella y mi abuela me
aturdían. No llegó a 24 horas tal situación, pues al levantarme por la mañana ya estaba
en casa. ¿Qué ocurrió? Años más tarde supe que, a petición del alcalde comunista de
Torreblascopedro, fue liberado. La razón es que necesitaba a un médico para asistir a su
moribunda madre.
Mi niñera se enteró tarde de esta detención. Es de rigor lo contado por mi madre,
ya que, aquella, se dirigió a la sede del partido o Casa del Pueblo. Allí se presentó Juana
la Pocera y amenazó de muerte al que le hiciera otra vez daño al médico.
La guerra terminó el 1 de abril de 1939. Tenía seis años recién cumplidos y vi la
estruendosa aparición de banderas falangistas, requetés y nacionalistas inundando el
pueblo. Hasta las paredes gritaban con los retratos de Franco y José Antonio Primo de
Rivera. A mi casa acudieron algunos vecinos para escuchar, en una de las pocas radios
del pueblo, el discurso de Franco: “Desarmado y vencido el ejército rojo, la guerra ha
terminado”. Sin embargo, vinieron las represalias, y sobre todo la sentencia bíblica del
“ojo por ojo y diente por diente”. A los que se decían comunistas y no huyeron, los
pasearon amarrados -cuerda de presos- por las calles de Torreblascopedro. Les raparon
la cabeza, así como a las mujeres. A éstas le dejaban un pequeño moño con un lacito.
Mi niñera estaba entre ellos. La multitud no dejaba de insultarlos, tanto a ellos como a
ellas. Juana la Pocera, mi tata, me miraba de una forma extraña. Empecé a llorar. Un
llanto que todavía perdura en la flora eterna de mis recuerdos. No supimos ya mas de
ella. Creo que se difuminó en esa larga y oscura noche de la posguerra (1939-1952).
Ya mayores, mi hermano y yo fuimos a Torreblascopedro. Nos trataron como si
fuéramos forasteros. Preguntamos y apenas se acordaban de mi familia. Era natural,
pues ninguno de mis más cercanos antepasados eran de allí.

CAPÍTULO II
LA POSGUERRA, SOMBRÍA IMAGEN DE MI NIÑEZ E INQUIETA ADOLESCENCIA

A finales de 1939 mi progenitor se trasladó desde Torreblascopedro a Villa del


Río. Me pareció un pueblo más grande y bonito, además de contar con dos médicos y
colegios de monjas -Divina Pastora- franciscanas. Era un centro docente mixto y sus
aulas las ocupaban niños y niñas con independencia de sexos. Mis padres vivían en la
calle -----------------------, donde tenían casa y consulta. Por aquel tiempo, mi mundo
infantil se movía entre el colegio citado y la agresividad de mis condiscípulos, que tanto
a mi hermano como a mi, nos consideraban niños muy raros. Nosotros estábamos algo
atrasados y empezamos contando palotes y los ceros. Me acordaba de don José, mi
primer y único maestro de Torreblascopedro, citado anteriormente, así como los años
que estuve sin ir a clase durante la guerra. Aquella patulea infantil nos presionaba y
perseguía como si les molestara que fuéramos muy limpios y bien vestidos, como
correspondía, lógicamente, a la posición de unos niños del médico del pueblo, sobre
todo en tiempos de tantos duelos y quebrantos.
A los siete años (1940), y pocos meses de la estancia de mi familia en Villa del
Río, recibí el sacramento de la primera comunión. Fue en Jaén, pues allí vivía mi tío
Eduardo y mi tía Aurora Luna. Ambos hermanos de mi padre. En aquella ocasión lucí un
trajecito azul con torerilla y pantalón largo. Esta misma indumentaria sirvió a mi
hermano Eduardo al año siguiente. Mi familia hacía economía, práctica muy habitual en
aquellos tiempos También recuerdo el refrigerio: desayuno con chocolate y unos
bizcochos. Todo muy familiar y con gran sentido religioso, lejos de la parafernalia actual
que traen consigo estas celebraciones.
Hasta el año 1942, fecha en la que volví a Jaén para estudiar bachillerato, tuve
como maestro a don Bartolomé Calzadilla. Docente anticuado que usaba con frecuencia
la palmeta en manos y hasta en las espaldas. Estas correcciones violentas me crearon
pánico a la escuela. Hacía “la rabona” y me escapaba al campo. Me distraía con vaqueros
y cabreros. En verano me sabía a gloria echar la siesta en las eras y melonares del
cercano pueblo. Querida localidad que se extiende a través de una larga línea
flanqueada por su río y estación ferroviaria. El Guadalquivir, por sus riberas, preñaba a
las cercanas huertas. Algo más alejado de las vías de la Renfe, el cerro Morión. En la
falda de este monte se ubica la ermita de la Virgen de la Estrella, patrona de esta villa.
Una imagen del artista Martínez Cerrillo, pues la antigua, como tantas cosas, se las llevó
el airado y detectable viento de la trágica Guerra Civil.
Muchas de las mujeres de Villa del Río se llaman como ella, pues esta deidad
mariana vela el sueño de todos los villarrenses.

UN BACHILLER MUY REBELDE

En el año 1942 mi padre consideró que ya estaba preparado para iniciar el


bachillerato. Dicho y hecho, pues en el mes de mayo le acompañé a Jaén. Me examiné
de ingreso. La noche anterior a las pruebas estuve muy atareado con cuentas,
redacciones, repaso de geografía e historia y algo de catecismo, tal como me indicó mi
progenitor. El pase a bachillerato fue con un aprobado. Esto permitió mi matriculación
en el colegio giennense de San Agustín. Allí me dejó mi padre y sentí un gran vacío
cuando me dejó sólo en el internado. Un buen edificio de tres plantas. Mi habitación era
la de los “Luna”, unos primos míos algo mayores que yo. No estaban allí… La soledad se
apoderó de mí. Empecé a llorar igual que cuando lo de mi tata de Torreblascopedro. La
cosa cambió cuando llegaron estos. Primer fue Luis, el mayor de ellos, después Alfonso
y Manolo Luna. El último fue Pedro Luis Fernández Luna. Todos en cursos superiores al
mío.
Mi vida cambió en aquel gran poblachón de color sepia del Jaén de la posguerra.
Sin embargo, era la vieja ciudad de seculares atardeceres cuando la vandelviriana
catedral todavía soñaba bronces de sus campanas. Treinta y tres graves campanadas,
tantas como los años de Cristo. Era el Jaén del viejo arrabal o “arrabalejo”, con su fuente
abrevadero en las bajas barbacanas de su ruinoso castillo, hoy Parador Nacional de
Turismo. Catedral y castillo eran emblema de una ciudad todavía lejana y sola, además
de atrasada y olvidada. Por este tiempo de hambruna, recuerdo la ciudad y sus tres cines
de invierno: el Cervantes, también teatro, el Darymedia y El España. Este último cercano
a la Puerta Barrera y en el hortelano barrio de San Ildefonso donde reventó el
leyendesco lagarto de Jaén. Allí se ubica el templo de la Virgen de la Capilla que, junto a
Santa Catalina, son las patronas de Jaén. El otro brillante mimbre religioso de la ciudad
es Nuestro Padre Jesús Nazareno, apodado El Abuelo, que procesiona por las calles un
Viernes Santo. Desde la alta cumbre de Santa Catalina preside la Gran Cruz. En este cerro
y faldas se enquista el viejo Jaén con sus vetustas casas aferradas como pegadizas orugas
a sus declives más bajos.
Cercano a esta secular Jaén, el colegio internado de San Agustín. Un centro
docente donde pasé hambre con mayúsculas. Este mal gobierno de las tripas quedaba
algo reparado los domingos, pues solía ir a casa de mi tía Aurora que estaba casada con
un comandante de la Benemérita, destinado en la Comandancia de Jaén. Iba con mis
primos y todavía recuerdo aquellos cocidos con su pringá y algunos platos tan ricos
como el bacalao encebollao. La casa de mi tía me causaba un placer gratificante. Era una
fiesta… En aquel Jaén y como en el resto del suelo español, la escasez de alimentos era
más que notable. Igual pasaba en Europa donde en la II Guerra Mundial, donde el
hambre y este jinete apocalíptico, también hacia estragos. Las cartillas de razonamiento
duraron hasta 1952, así como sus interminables colas para obtener unos alimentos
determinados, pues la lista de lo que se disponía, semanalmente, era información de los
periódicos. El estraperlo o especulación de productos con beneficio propio estaba a la
orden del día. Su mercado negro enriquecía a mucha gente desalmada.
Las tardes domingueras eran para el cine, concretamente, el Darymelia en la
calle Maestra. Paseo de invierno de la juventud jienense que tenía un mediano
recorrido, pues esta calle principal de Jaén, tenía su salida a la Plaza de Santa María
donde se ubicaba la Catedral, Ayuntamiento y Obispado. Por el lado opuesto salía a la
Plaza de la Audiencia. Paralela a ella, la calle Cerón, y a un tiro de piedra la Plaza de San
Francisco, en la que se situaba la Diputación Provincial. En la acera del café con este
nombre estaba el edificio de Correos y, en sus soportales, la famélica figura de Pepe El
Largo arrebujado en su vieja manta militar. Con ella apenas se defendía de los fríos
inviernos. Pepe vivió en la calle Espiga y, hubo un tiempo, años 20 del pasado siglo, en
la que tuvo su obrador de almendras garrapiñadas que vendía sobre todo por octubre y
durante la Feria de Jaén, que lleva el título del evangelista San Lucas. Su deterioro físico
y moral era todo un símbolo de la miseria y hambre que ahormaba la vida de muchos
de los convecinos durante la ominosa década de los 40 del siglo XX.

Mi dura vida en el internado

Es más que probable que mi modo de ser no disfrutara de estos descansos


dominicales que he citado anteriormente. El castigo más frecuente en este colegio era
precisamente el de no salir los domingos. Era por todos reconocido como el mejor
centro escolar de Jaén, sin embargo, no me hacía un buen estudiante. Andaba muy
distraído y estudiaba poco. Esta conducta originó los “primeros dolores de cabeza” a mi
padre. Con pocos esfuerzos y valiéndome de algunas artimañas, como el “copieteo”, iba
sacando los cursos sin repetir alguno. Mas la cosa se puso “negra” en quinto de bachiller.
Tenía ya quince años y ahora era el mayor de mis primos Manolo Fernández y mi
hermano Eduardo que estudiaban en primero. Todo un lustro había pasado -1942-1947-
y, a pesar de los aprobados, fueron una dura prueba para mi modo de ser y fue mi paso
de la niñez a la adolescencia.
No tuve un profesor que tuviera en cuenta la hostilidad, sobre todo para los niños
de aquel tiempo y, desde luego, no se interesaron por mi estado de ánimo y nunca se
interesaron por mi porvenir. Era duro el aprendizaje. Si hablaba en el estudio, malo. Si
dibujaba, cosa que me tranquilizaba, peor. En los recreos se fumaba a hurtadillas, así
como en los dormitorios. En más de una ocasión, el director don Cándido Nogales,
profesor de matemáticas, me hacía pasar horas enteras de rodillas en la puerta de su
despacho. Teníamos un cura “un poco loco”. No tenía parroquia y el Obispado lo había
destinado al internado para dar clases de religión. Tenía una correa que él llamaba “La
Milagrosa”. La utilizaba con frecuencia. Estando en primero sentí los correazos en mi
espalda. Mas tuve suerte, pues la providencia hizo que se enterase de que mi abuela
materna Paquita, que había nacido en Frailes (Jaén), precisamente el pueblo de este
dómine a la antigua, y de cuyo nombre si me acuerdo: Vicente Cabrera. A partir de
entonces y en su asignatura sacaba sobresalientes. Mas no todos los docentes eran
iguales. Don Manuel Alcaide era un sesentón -capataz de minas- que enseñaba inglés.
Era bruto y gruñón, pero buena persona. Le gustaba las bufonadas de vez en cuando y
lo pasábamos muy bien con él entre sus guasas y nuestra risa. Su esposa, doña Carmen
Seco, era profesora de historia y geografía. Una señora algo presuntuosa que se volcaba
con los alumnos de familia de buena posición.
También tengo buenos recuerdos de don José Garrido. Enseñaba química y era
un hombre inteligente y capacitado, aunque limitado al andar debido a una
malformación de una pierna. Sólo daba clases en este colegio.

En la recta final de mis estudios en Jaén

Los cursos se sucedían entre hambre, castigo y suspensos, pero sin perder
ninguno de ellos. En 1948 era todo un veterano del internado. El hambre la orillaba
agenciándome los bocadillos de los alumnos externos, cuando los dejaban colgados en
la percha junto al abrigo. También vendía “ochíos”, una torta de aceite tan popular en
Jaén que hasta hacían rifa de ellos los domingos en la Plaza de las Palmeras. Era
frecuente este alimento en los desayunos del colegio y me abastecía de ellos por otros
medios. En el cuarto de las arquillas y con nocturnidad rebuscaba en las maletas de mis
condiscípulos. En ellas guardaban la comida que les mandaban sus familiares. La de
Eduardo, mi hermano, y la mía, aquellos inolvidables paquetes nos eran enviados por
mi abuela Paquita desde Valdepeñas (Jaén), población más cercana al colegio y,
obviamente, más cerca de Villa del Río (Córdoba) donde estaban mis padres.
En Jaén, y con frecuencia nevaba por aquellos tiempos, sobre todo cuando este
fenómeno de la naturaleza hacia que el autobús de línea se atascara por estas serranías.
En fin, fue de recibo las cosas que hice para aplacar la imperiosa demanda de mis jugos
gástricos. Mi situación era poliédrica y hasta aprendí a jugar al póker. Organizaba timbas
y, también hacía trampas. Todo un exceso que permitió al director del internado
calificarme de “tahúr” y facineroso. Escribió una carta a mi padre en estos términos:
“Don Manuel, o se lleva a su hijo de aquí, o queda expulsado”. De esta guisa, tomé las
maletas y me trasladé a los Maristas del pueblo cordobés de los velones: Lucena. Tenía
quince años y, a pesar de mi corta edad, un pasado proceloso ya había alterado mi
existencia. Aquel estamento docente practicaba una pedagogía caduca y acorde con
aquellos tiempos de determinada doctrina política y educativa que, en mi caso, repito,
no me hizo un buen colegial.
Este centro educativo con el nombre del Obispo de Hipona no hacía buena esa
titularidad de unos de los cerebros más luminosos de la humanidad. En fin, me sentí
liberado de las vejaciones sufridas y, a la vez, me asaltaron remordimientos sobre mi
irregular conducta. Con mucha ilusión fui hacia mi nuevo destino y con grandes
propósitos de enmienda.

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