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PREÁMBULO
PREÁMBULO
MEMORIAS DE UN CIUDADANO
MANUEL LUNA ALONSO
Las memorias son definidas como un relato de los sucesos más característicos.
Se escriben por orden biológico y tienen un seguimiento cronológico. Octogenario y
atrapado por los recuerdos de la mejor ley, disfruto de una salud excelente. Esto me
permite pensar en este ilusionado proyecto memorial, legado para mi numerosa familia.
Toda una vida en la que tuve un patrimonio adecuado a mis honestas necesidades y
decoro de mi hogar. Fui un niño en la II República Española y última Guerra Civil. Un
adolescente en la posguerra y, al comienzo de la Guerra Fría entre Rusia y los Estados
Unidos de América, triste secuela de la II Guerra Mundial, acelerada su terminación por
el lanzamiento de los artefactos atómicos USA sobre las ciudades de Hiroshima y
Nagasaki. Las inquietantes imágenes del hongo apocalíptico las vi en el NODO de la
época.
Más tarde, y en mi juventud y madurez, me alcanzó el “despertar chino”, la
independencia de los pueblos colonizados y la desaparición de la hegemonía europea
que, en la actualidad, andan a trancas y barrancas por consolidar su unión. También viví
los cambios de la moneda por el euro en Europa y el allanamiento de las fronteras. En
las corrientes fuertes de estos acontecimientos me mantuve firme, más no he olvidado
lo que he sido, soy y seré hasta que me llegue la hora y término del camino por esta
vida. Siempre fui un gran devoto del lema renacentista: Mente sana in corpore sano.
Todo ello ahormado por mi fe en Dios y en la libertad.
CAPÍTULO I
UNA INFANCIA TRABADA POR LA REPÚBLICA Y ÚLTIMA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA
CAPÍTULO II
LA POSGUERRA, SOMBRÍA IMAGEN DE MI NIÑEZ E INQUIETA ADOLESCENCIA
Los cursos se sucedían entre hambre, castigo y suspensos, pero sin perder
ninguno de ellos. En 1948 era todo un veterano del internado. El hambre la orillaba
agenciándome los bocadillos de los alumnos externos, cuando los dejaban colgados en
la percha junto al abrigo. También vendía “ochíos”, una torta de aceite tan popular en
Jaén que hasta hacían rifa de ellos los domingos en la Plaza de las Palmeras. Era
frecuente este alimento en los desayunos del colegio y me abastecía de ellos por otros
medios. En el cuarto de las arquillas y con nocturnidad rebuscaba en las maletas de mis
condiscípulos. En ellas guardaban la comida que les mandaban sus familiares. La de
Eduardo, mi hermano, y la mía, aquellos inolvidables paquetes nos eran enviados por
mi abuela Paquita desde Valdepeñas (Jaén), población más cercana al colegio y,
obviamente, más cerca de Villa del Río (Córdoba) donde estaban mis padres.
En Jaén, y con frecuencia nevaba por aquellos tiempos, sobre todo cuando este
fenómeno de la naturaleza hacia que el autobús de línea se atascara por estas serranías.
En fin, fue de recibo las cosas que hice para aplacar la imperiosa demanda de mis jugos
gástricos. Mi situación era poliédrica y hasta aprendí a jugar al póker. Organizaba timbas
y, también hacía trampas. Todo un exceso que permitió al director del internado
calificarme de “tahúr” y facineroso. Escribió una carta a mi padre en estos términos:
“Don Manuel, o se lleva a su hijo de aquí, o queda expulsado”. De esta guisa, tomé las
maletas y me trasladé a los Maristas del pueblo cordobés de los velones: Lucena. Tenía
quince años y, a pesar de mi corta edad, un pasado proceloso ya había alterado mi
existencia. Aquel estamento docente practicaba una pedagogía caduca y acorde con
aquellos tiempos de determinada doctrina política y educativa que, en mi caso, repito,
no me hizo un buen colegial.
Este centro educativo con el nombre del Obispo de Hipona no hacía buena esa
titularidad de unos de los cerebros más luminosos de la humanidad. En fin, me sentí
liberado de las vejaciones sufridas y, a la vez, me asaltaron remordimientos sobre mi
irregular conducta. Con mucha ilusión fui hacia mi nuevo destino y con grandes
propósitos de enmienda.