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ARQUIVO DE EMERGÊNCIA

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BISHOP, Claire. Antagonismo y estética relacional. 2004. (5 p.) [artigo]

Antagonismo y estética relacional


Claire Bishop

El juicio estético. A quien conozca el ensayo de Althusser Ideología y aparatos ideológicos de


Estado, de 1969, le resultará familiar la idea de que las formaciones sociales producen relaciones
humanas. La defensa que hace Nicolas Bourriaud de la estética relacional le debe bastante a la
idea althusseriana de que la cultura –en tanto “aparato ideológico de Estado”– no refleja sino que
produce la sociedad. Tal como fue leído en los setenta por artistas feministas y críticos de cine, el
ensayo de Althusser hizo posible una expresión más matizada de lo político en el arte.

Como ha señalado Lucy Lippard, buena parte del arte de fines de los sesenta aspiró a
democratizar sus alcances, más a través de la forma que del contenido; el agudo ensayo de
Althusser sentó las bases para el reconocimiento de la necesidad de refinar una crítica de las
instituciones que hasta entonces sólo las burlaba. No bastaba con mostrar que el sentido de una
obra está subordinado al marco (sea en un museo o en una revista) sino que era igualmente
importante considerar la identificación del propio espectador con la imagen. Rosalyn Deutsche
resume bien este cambio de perspectiva en Evictions: Art and Spatial Politics [Desalojos: arte y
políticas del espacio] (1966), cuando compara a Hans Haacke con la generación siguiente de
artistas que incluye a Cindy Sherman, Barbara Kruger y Sherrie Levine. La obra de Haacke, escribe
Deutsche, “invitaba a los espectadores a descifrar relaciones y a hallar contenidos ya inscriptos en
las imágenes, pero no les pedía que examinaran su propio papel y participación en la producción
de las imágenes”. En cambio, la generación siguiente de artistas “consideraba la imagen misma
como una relación social y al espectador como un sujeto construido por el objeto del que hasta
entonces alegaba estar separado”.

Volveré más tarde al concepto de identificación que menciona Deutsche. Por el momento, es
preciso señalar que hay sólo un paso entre pensar la imagen como una relación social y pensar,
como propone Bourriaud, que la estructura de una obra de arte produce una relación social. Aun
así, no es fácil identificar la estructura de una obra de arte relacional, precisamente porque la obra
pide que se la considere como abierta. El problema se agrava porque el arte relacional es una
ramificación del arte de instalación, una forma que desde sus inicios exigió la presencia literal del
espectador. A diferencia de la generación de artistas de “Public Vision”, cuyos logros –sobre todo
en el campo de la fotografía– la ortodoxia de la historia del arte asimiló sin mayor problema, el arte
de instalación ha sido a menudo descalificado como una forma más del espectáculo posmoderno.
Para algunos críticos, especialmente para Rosalind Krauss, la instalación, en su diversidad de
medios, queda divorciada de la tradición de los medios específicos y, por lo tanto, carece de
convenciones inherentes a las que oponerse con una práctica autorreflexiva, así como de criterios
con los que evaluar sus logros. Sin una noción de la instalación como medio, la obra no puede
alcanzar el santo grial de la crítica autorreflexiva. He sugerido en otro lugar que la presencia del
espectador bien podría ser una manera de identificar el arte de instalación como medio, pero
Bourriaud cuestiona esa afirmación cuando postula que los criterios que debemos usar para
evaluar las obras de arte abiertas y participativas no sólo son estéticos, sino también políticos e
incluso éticos: es necesario juzgar las “relaciones” que produce el arte relacional.
Bourriaud sugiere que, ante una obra de arte relacional, nos hagamos las siguientes preguntas:
“¿Me permite entrar en diálogo? ¿Puedo existir en el espacio que define? ¿De qué manera?”.
Llama a estas preguntas que deberíamos hacernos frente a cualquier producción estética “criterios
de coexistencia”. En teoría, frente a cualquier obra de arte, podríamos preguntarnos qué clase de
modelo social produce. ¿Podría yo vivir en un mundo estructurado según los principios
organizadores de una pintura de Mondrian?, por ejemplo. O bien, ¿qué “formación social” produce
un objeto surrealista? El problema que surge de la noción de “estructura” de Bourriaud es que
establece una relación errática con el tema explícito de la obra o su contenido. Podríamos, por
ejemplo, preguntarnos qué valoramos en los objetos surrealistas. ¿Lo que cuenta es que reciclan
artículos obsoletos, o el hecho de que su imaginería y sus desconcertantes yuxtaposiciones
exploran los deseos y angustias inconscientes de sus creadores? Responder esas preguntas es
aún más difícil en el caso de la estética relacional y su híbrido de instalaciones y performances, tan
fuertemente apoyado en el contexto y en el compromiso literal del espectador. Para Bourriaud es
menos importante qué, cómo y para quién cocina Rirkrit Tiravanija en sus performances-
instalaciones, por ejemplo, que el hecho de que distribuya gratuitamente lo que cocina. Lo mismo
podría plantearse respecto de las carteleras con anuncios que Liam Gillick incluye en sus obras:
Bourriaud no analiza los textos y las imágenes de los recortes fijados en las carteleras, ni la
disposición formal y la yuxtaposición de los fragmentos, sino la democratización del material y el
formato flexible de la obra. (El dueño del tablero tiene la libertad de modificar la variedad de
elementos en cualquier momento, de acuerdo con la circunstancia y sus gustos personales.) Para
Bourriaud, la estructura es el tema y, en este sentido, es mucho más formalista de lo que admite.
Desligadas de su intencionalidad artística y de la consideración del contexto más amplio en que
operan, las obras de arte relacional se vuelven, como las carteleras de Gillick, apenas “un retrato
extremadamente cambiante de la heterogeneidad de la vida cotidiana” y no examinan su relación
con ella. En otras palabras, aunque las obras se proclaman subordinadas al contexto, no
cuestionan su imbricación en él. Se acepta la estructura “democrática” de las carteleras de Gillick,
pero sólo los dueños pueden modificar su disposición. Como el “Group Material” de los ochenta,
deberíamos preguntarnos: “¿Quién es el público? ¿Cómo se hace una cultura y para quién?”.

No estoy pidiéndole al arte relacional que estimule una mayor conciencia social mediante obras
que, por ejemplo, incluyan carteleras con recortes sobre el terrorismo internacional u ofrezcan
curries gratis a refugiados. Simplemente me pregunto cómo decidir en qué consiste la “estructura”
de una obra de arte relacional y si la estructura es tan separable del tema manifiesto de la obra o
tan permeable a su contexto. Bourriaud quiere equiparar el juicio estético con el juicio ético político
de las relaciones que produce una obra de arte. Pero ¿cómo medir o comparar esas relaciones?
Nunca se examina o se cuestiona la cualidad de las relaciones de la “estética relacional”. Cuando
Bourriaud afirma que “los encuentros son más importantes que los individuos que los
protagonizan”, intuyo que la pregunta anterior le resulta innecesaria; toda relación que permite el
“diálogo” se asume automáticamente como democrática y, por lo tanto, positiva. Pero, ¿cuál es el
verdadero significado de “democracia” en este contexto? Si el arte relacional produce relaciones
humanas, la pregunta lógica que sigue es qué tipo de relaciones se producen, para quién y por
qué.

Antagonismo. Rosalyn Deutsche sostiene que la esfera pública sólo puede conservar su carácter
democrático en la medida en que se consideren las exclusiones naturalizadas y se las abra a la
contestación: “El conflicto, la división y la inestabilidad no dañan por lo tanto la esfera pública
democrática; son condiciones de su existencia”. Deutsche se hace eco de lo que postulan Ernesto
Laclau y Chantal Mouffe en Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la
democracia (1985), una de las primeras relecturas de la teoría política de izquierda a través del
prisma del postestructuralismo, después de la impasse de la teoría marxista que los autores
señalan en los años setenta. Laclau y Mouffe releen a Marx a través de la teoría gramsciana de la
hegemonía y la concepción lacaniana de la subjetividad escindida y descentrada. Muchas de las
ideas allí postuladas permiten repensar desde una perspectiva más crítica las afirmaciones de
Bourriaud acerca de la política de la estética relacional.
La primera de estas ideas es el concepto de antagonismo. Laclau y Mouffe sostienen que una
sociedad democrática en pleno funcionamiento no es aquella en que ha desaparecido el
antagonismo, sino aquella en que las nuevas fronteras políticas se trazan y se debaten
permanentemente. En otras palabras, una sociedad democrática es aquella en que se mantienen –
en lugar de borrarse– las relaciones de conflicto. Sin antagonismo sólo existe el consenso impuesto
propio del orden autoritario, una supresión total del debate y la discusión, nociva para la
democracia. Es importante remarcar que Laclau y Mouffe no entienden el antagonismo como una
aceptación pesimista del callejón sin salida de la política; el antagonismo no implica “la expulsión
de la utopía del campo de lo político”. Por el contrario, los autores aseguran que sin el concepto de
utopía no hay imaginario radical posible. La tarea consiste en equilibrar la tensión entre el ideal
imaginario y la administración pragmática de una positividad social sin caer en el totalitarismo.

Esta interpretación del antagonismo se funda en la teoría de la subjetividad que elaboraron Laclau
y Mouffe. Siguiendo a Lacan, sostienen que la subjetividad no es una presencia pura, transparente
y racional, sino irremediablemente descentrada e incompleta. Ahora bien, ¿el concepto de un
sujeto descentrado entra necesariamente en conflicto con la idea de acción política? El
“descentramiento” del sujeto implica la ausencia de un sujeto unificado, mientras que “acción”
supone un sujeto autónomo, de presencia plena, con voluntad política y autodeterminación. Pero
Laclau sostiene que este conflicto es falso, ya que el sujeto no está ni totalmente descentrado (lo
que implicaría una psicosis) ni totalmente unificado (como un sujeto absoluto). Siguiendo una vez
más a Lacan, afirma que nuestra identidad estructural es fallida y en consecuencia depende de la
identificación para proceder. Dado que la subjetividad es precisamente este proceso de
identificación, somos por fuerza entidades incompletas. Por lo tanto, el antagonismo es la relación
que se establece entre esas entidades incompletas. Laclau lo contrapone a las relaciones entre
entidades completas, como la contradicción (A-no A) o la “diferencia real” (A-B).Todos profesamos
creencias contradictorias (hay materialistas que leen horóscopos, por ejemplo, y psicoanalistas que
envían tarjetas navideñas), pero esto no genera antagonismo. La “diferencia real” (A-B) tampoco
equivale al antagonismo: dado que atañe a identidades completas, lleva a una colisión, como un
choque de automóviles o la “guerra contra el terrorismo”. En el caso del antagonismo, sostienen
Laclau y Mouffe, “nos enfrentamos a una situación diferente: la presencia del ‘Otro’ me impide ser
totalmente yo mismo. La relación no surge de totalidades completas, sino de la imposibilidad de
que las totalidades completas se constituyan”. En otras palabras, la presencia de lo que no soy “yo”
vuelve precaria y vulnerable mi identidad; la amenaza que el otro representa pone en cuestión mi
propio sentido de identidad. Llevado al plano social, el antagonismo puede verse como el límite de
la capacidad de una sociedad para constituirse completamente como tal. Buscando definir lo social
(y la identidad), aquello que está en su límite también destruye su ambición de constituirse en
presencia plena: “En tanto condiciones de posibilidad para la existencia de una democracia
pluralista, los conflictos y los antagonismos constituyen al mismo tiempo la condición de
imposibilidad de su logro definitivo” (Mouffe, 1998).

La teoría de Laclau me permite proponer que las relaciones que la estética relacional establece no
son, como afirma Bourriaud, intrínsecamente democráticas, puesto que descansan con demasiada
comodidad en los ideales de la subjetividad como un todo y de la comunidad como un inmanente
“estar juntos”. No cabe duda de que hay debate y diálogo en las obras culinarias de Rirkrit
Tiravanija, pero no hay fricción inherente, en tanto la situación es, tal como la llama Bourriaud,
“microtópica”: produce una comunidad cuyos miembros se identifican unos con otros porque tienen
algo en común. La única crónica sustancial que he podido encontrar sobre la primera muestra
individual de Tiravanija en la 303 Gallery es la de Jerry Saltz en Art in America y dice lo siguiente:

A menudo en la 303 Gallery me sentaba junto a un desconocido o alguien se me acercaba, y


pasaba un buen rato. La galería se transformaba en un lugar para compartir, abierto a la
conversación franca y la diversión. Comí montones de veces con galeristas. Una vez comí con
Paula Cooper, que ventiló con lujo de detalles un intrincado chisme del ambiente. Otro día, Lisa
Spellman contó con detallismo hilarante las infructuosas intrigas de un galerista amigo para seducir
a uno de sus artistas. Una semana más tarde comí con David Zwirner. Me crucé con él en la calle y
me dijo: “Hoy todo me salió mal, vayamos a lo de Rirkrit”. Fuimos. Zwirner me habló de la falta de
emoción en el mundo artístico neoyorkino. Otra vez comí con Gavin Brown, el artista y galerista [...]
que se explayó sobre el colapso del SoHo, sólo que él estaba a favor y creía que era bastante
oportuno, considerando la cantidad de arte mediocre que las galerías habían exhibido durante los
últimos tiempos. Más tarde en la muestra se me acercó una desconocida y se suscitó un extraño
coqueteo. Otra vez conversé con un joven artista de Brooklyn que hacía observaciones muy
agudas sobre las muestras que acababa de ver.

La locuacidad informal de esta crónica deja en claro qué tipo de problemas deberá enfrentar quien
quiera saber más sobre una obra como esta: la reseña crítica sólo nos dice que la intervención de
Tiravanija es buena porque permite establecer una red entre galeristas y un grupo afín de
aficionados al arte y porque evoca la atmósfera de un bar nocturno. Todos comparten el interés por
el arte y lo que de allí resulta son rumores del mundo artístico, comentarios sobre muestras y
ocasiones de coqueteo. Aunque hasta cierto punto es una buena forma de comunicación, no es en
sí ni de por sí representativa de la “democracia”. Para ser justos, creo que Bourriaud es consciente
de este problema, pero no lo señala en el caso de los artistas que promueve: “Conectar a la gente,
crear una experiencia interactiva y comunicativa”, dice. “Pero, ¿para qué? Creo que si uno se
olvida del ‘para qué’, queda un mero ‘arte Nokia’, que produce relaciones interpersonales por el
solo hecho de hacerlo, sin llegar nunca a apelar a los aspectos políticos de esas relaciones”. Me
animaría a afirmar que el arte de Tiravanija, al menos tal como lo presenta Bourriaud, no se
interesa por el aspecto político de la comunicación, a pesar de que a primera vista algunos de sus
proyectos parecen plantearlo con cierta disonancia. Tomemos las reseñas críticas del proyecto de
Tiravanija en Colonia, Untitled (Tomorrow Is Another Day) [Sin título (Mañana será otro día)].
Según el comentario del curador Udo Kittelman, la instalación ofrecía a todos los asistentes “la
impresionante experiencia de un ‘estar juntos’”.Y prosigue: “La gente preparaba comidas en grupo
y conversaba, se bañaba u ocupaba la cama. Nuestro temor de que alguien dañara el ‘espacio
artístico habitable’ no se hizo realidad. [...] El espacio artístico perdió su función institucional y
terminó por transformarse en un espacio social libre”. El Kölnischer Stadt-Anzeiger coincidió en que
la obra ofrecía “una especie de ‘asilo’ para cualquiera”. Pero ¿quién es “cualquiera” en este caso?
Puede que se trate de una microtopía, pero aun así, como la utopía, se predica a partir de la
exclusión de aquellos que obstaculizan o impiden su realización. (Tienta imaginar qué podría haber
pasado si el espacio hubiera sido invadido por personas en busca de “asilo” efectivo.) Las
instalaciones de Tiravanija reflejan la concepción esencialmente armoniosa que tiene Bourriaud de
las relaciones que producen las obras de la estética relacional, porque están dirigidas a una
comunidad de sujetos espectadores que tienen algo en común.

Es por eso que las obras de Tiravanija son políticas sólo en el sentido más vago de promover el
diálogo por sobre el monólogo (la comunicación unidireccional que los situacionistas equiparaban
con el espectáculo). El contenido de este diálogo no es en sí democrático, ya que todas las
preguntas conducen a otra ociosa de tan trillada: “¿es arte?”. A pesar del discurso de Tiravanija en
favor de la obra abierta y la liberación del espectador, la estructura de la obra limita de antemano el
efecto y se apoya en el hecho de que sucede en una galería para diferenciarse del mero
entretenimiento. La microtopía de Tiravanija abandona la idea de transformar la cultura pública y
reduce su campo de acción a los placeres de un grupo privado cuyos integrantes se identifican
como “asistentes a muestras de arte”.

La posición de Gillick respecto del diálogo y la democracia es más ambigua. A primera vista parece
adherir a la tesis de Laclau y Mouffe sobre el antagonismo:

Si bien admiro a los artistas que construyen “mejores” visiones de cómo deberían ser las cosas, los
territorios intermedios, en negociación, que me interesan encierran siempre la posibilidad de llegar
a momentos en que el idealismo es confuso. En mi obra hay tantas demostraciones de acuerdo,
estrategia y colapso, como recetas claras acerca de cómo puede mejorar nuestro entorno.
Con todo, si uno busca “recetas claras” en la obra de Gillick, encuentra pocas si acaso, o ninguna.
“Estoy trabajando en una nebulosa de ideas”, asegura, “que son parciales o paralelas antes que
didácticas”. Reacio a definir qué ideales se juegan en su obra, Gillick se aprovecha de la
credibilidad de la arquitectura de referencia (su compromiso con situaciones sociales concretas)
mientras que la articulación de una posición específica sigue teniendo carácter abstracto. Las
Discussion Platforms [Plataformas de discusión], por ejemplo, no apuntan a un cambio particular,
sino al cambio en general; son “escenarios” en los que pueden o no emerger “relatos” potenciales.
La posición de Gillick es resbaladiza y en última instancia parece proponer el acuerdo y la
negociación como recetas de mejoramiento. Naturalmente, este pragmatismo equivale a un
abandono o a un fracaso de los ideales. Su obra es la demostración de un pacto antes que la
articulación de un problema.

La teoría de la democracia como antagonismo de Laclau y Mouffe se verifica en cambio en la obra


de dos artistas notablemente ignorados por Bourriaud en Estética relacional y Post producción: el
suizo Thomas Hirschhorn y el español Santiago Sierra. Estos artistas establecen “relaciones” que
subrayan el papel del diálogo y la negociación, sin aplastar estas relaciones en el contenido de la
obra. Las relaciones que producen sus performances e instalaciones se caracterizan por promover
inquietud e incomodidad antes que pertenencia, en la medida en que la obra reconoce la
imposibilidad de una “microtopía” y mantiene en cambio una tensión entre los espectadores, los
participantes y el contexto. Una parte integral de esta tensión resulta de la participación de
colaboradores provenientes de otros estratos económicos, lo que a su vez ayuda a cuestionar la
percepción que el arte contemporáneo tiene de sí, como dominio que abarca otras estructuras
sociales y políticas.

Traducción: Maximiliano Papandrea y Silvina Cucchi

Fonte:
http://esferapublica.org/nfblog/?p=10989

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