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Introducción a Derrida

Maurizio Ferraris
Amorrortu editores
Buenos Aires - Madrid
Biblioteca de filosofía
Introduzione a Derrida, Maurizio Ferraris
© Gius, L atera & Figli S.p.a., Roma-Bari, 2003
Edición en castellano publicada por convenio con Eulama Literary
Agency, Roma
Traducción: Luciano Padilla López
© Todos los derechos de la edición en castellano reservados por
Amorrortu editores S.A., Paraguay 1225, T piso - C1057AAS Bue­
nos Aires
Amorrortu editores España S.L., C/San Andrés, 28 - 28004 Madrid
www. amorrortueditores.com

Industria argentina. Made in Argentina


ISBN-10: 950-518-368-2
ISBN-13: 978-950-518-368-5
ISBN 88-420-7135-8, Roma-Bari, edición original

Ferraris, Maurizio
Introducción a Derrida -1 “ ed. - Buenos Aíres :
Amorrortu, 2006.
192 p .; 20x12 cm. - (Biblioteca de filosofía)
Traducción de: Luciano Padilla López
ISBN 950-518-368-2
1. Filosofía. I. Padilla López, Luciano, trad. II. Título
CDD 100

Impreso en los Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192, Avellaneda,


provincia de Buenos Aires, en agosto de 2006.
Tirada de esta edición: 2.000 ejemplares.
índice general

9 1.1952-67: Aprendizaje fenomenología)


9 L1 Ecole Nórmale Supérieure
18 1.2 Dialéctica en la fenomenología
1.2.1 El carácter irreducible de la génesis, 18.
L2.2 El signo y las ideas, 28.1.2.3 La subversión
de la fenomenología, 35
43 1.3 El argumento trascendental
1.3.1 Real, ideal, iteración, 43.1.3.2 El teorema
de Münchhausen, 48.1.3.3 La ley de Murphy, 53

63 II. 1967-80: Deconstrucción


de la metafísica
63 II.l La gramatología como ciencia trascendental
II. 1.1 El ’68 y la superación de la metafísica, 63.
II. 1.2 La gramatología, 69. II. 1.3 Gramatología
y esquematismo, 76
82 II.2 La deconstrucción como análisis intermi­
nable
11.2.1 Represión, 82.11*2.2 Deconstrucción, 91
99 II.3 ¿Qué queda después de la deconstrucción?
11.3.1 Aporías, antinomias, absoluto, 99. II.3.2
Diferencia / Diferancia, 103
109 III. 1980-.. .: Objetos' sociales
109 III. 1 Ética y ontología
III.1.1 El cambio de registro, 109. III.1.2 Crítica
de lo posmoderno, 113. III. 1.3 Heidegger y
Marx, 117. III. 1.4 La polaridad ética/ontología,
Í24
130 III.2 Duelo y autobiografía
139 Cronología de vida y obras
161 Historia de la crítica
171 Bibliografía
I. Repertorios bibliográficos, 171
II. Obras de Derrida en edición original, 172
III. Traducciones al italiano, 174
[III bis. Traducciones al castellano, 177]
IV. Estudios acerca de Derrida, 179
Obras colectivas y fascículos monográficos, 179.
Posestructuralismo, 180. Hermenéutica, teoría
de la literatura, teoría crítica, 181. Filosofía
analítica, 182. Fenomenología, 183. Derrida en
Italia, 184
[IV bis. Versiones en castellano, 1851
L 1952-67: Aprendizaje fenomenológico

1.1 École Nórmale Supérieure


La insuficiencia de los pioneros. Dan. testimonio de
la actividad de Derrida como fenomenólogo tres obras
mayores: la Memoria de 1953-54 sobre El problema de
la génesis en la filosofía de H u s s e r lla extensa In­
troducción de 1962 a El origen de la geometría,2 y La
voz y el fenómeno,3 de 1967, además de cierta cantidad
de contribuciones menores.4 Quince años, y una elec­
ción casi inevitable.
1Le probléme de la gene.se dans la philosophie de Husserl, direc­
tor: M. de Gandillac (publicada en 1990, París: PUF; trad. al italia­
no de V, Costa, II problema della genesi nella filosofia di Husserl,
Milán: Jaca Book, 1992).
2 Traducción e introducción de la obra de E. Husserl, L’origine de
la géométrie, París: PUF, 1962 (trad. al italiano e introducción de C.
Di Martino, Uorigine della geometría, Milán: Jaca Book, 1987).
3 La voix et le phénoméne. Introduetion au probléme du signe
dans la phénoménologie de Husserl, París: PUF, 1967 (trad. al ita­
liano de G. Dalmasso, La voce e il fenomeno, Milán: Jaca Book,
1968).
4 «Genése et structure» et la phénoménologie (1959), incluido aho­
ra en L’écriture et la différence, París: Seuil, 1967 (trad. al italiano
de G. Pozzi, La scrittura e la differenza, Turín: Einaudi, 1971; nue­
va edición con introducción de G. Vattimo, ibid., 1990); reseñas de
H. Hohl, Lebenswelt und Geschichte, en Les Etudes Philosophiques,
I, 1963; de E. Husserl, Phanomenologische Psychologie, ibid., 2,
1963; de J. N. Mohanty, E. Husserl’s Theory of Meaning, ibid., 4,
1964; La phénoménologie et la clóture de la représentation, Atenas:
Epochés, 1966; La forme et le vouloir-dire.Note sur laphénoménolo-
Cuando Derrida empieza a estudiar filosofía en la
École Nórmale Supérieure, Hussérl, a quien Sartre y
Lévinas habían introducido en Francia, está en cami­
no de recibir un pleno reconocimiento académico, y la
fenomenología constituye un polo de atracción difícil
de resistir. Puede corroborárselo fácilmente: a excep­
ción de Deleuze, los filósofos que acompañaron la tra­
vesía de Derrida en lo que se dio en llamar «posestruc­
turalismo», Foucault y Lyotard, surgen como fenome-
nólogos marcados en igual medida por Heidegger y por
Merleau-Ponty; y la fenomenología no dejará de cons­
tituir -una referencia —en su mayor parte universita­
ria y especialmente concentrada en la École Nórma­
le—, con una continuidad que aún hoy perdura.
La fenomenología se muestra como una gran pro­
mesa, la de un nuevo inicio, de una filosofía capaz de
llevar a las cosas en sí, más allá de las exhaustas tra­
diciones de la filosofía como teoría del conocimiento en
Alemania, y de brindar una alternativa al derrumbe
del esplritualismo bergsoniano en la cultura francesa.
En esa versión, la lectura de Husserl parece indisocia-
ble de la penetración de Heidegger en la cultura fran­
cesa: Heidegger es el alumno, y más tarde el rival, de
Husserl, que transcribió la fenomenología dentro del
mareo de una filosofía de la existencia y, al mismo
tiempo, la insertó en un entramado más complejo de
referencias a la tradición filosófica.
De manera característica, en la inmediata posgue­
rra, gracias a la mediación de Jean Beaufret, quien a
su vez se desempeñará en la École Nórmale, la recupe­
ración filosófica de Heidegger, después de haberse
comprometido con el nazismo, pasa precisamente por
Francia, En esos años, pues, el Husserl de los france­
gie du langage (1967), ahora en Marges de la philosophie, París: Mi­
nuit, 1972 (trad. al italiano de M. lofrida, Margini della filosofía,
Turín: Einaudi, 1997).
ses es una mixtura de fenomenología y de existencia-
lismo, con cierta apertura a la psicología; esa amalga­
ma tiene una cabal representación en el título de tres
obras sumamente influyentes: El ser y la nada (1943),
de Sartre; Fenomenología de la percepción (1945), de
Merleau-Ponty, y Descubriendo la existencia con Hus­
serl y Heidegger (1949), de Lévinas.
De todos modos, estas lecturas pioneras ya resul­
tan insuficientes para la generación de Derrida. El
plinto de partida no será, para Derrida, el encuentro
entre fenomenología y existencialismo, sino, antes
bien, la epistemología, y en especial el problema de la
génesis de los objetos ideales. El Husserl que le inte­
resa es el teórico del conocimiento, aquel que se había
preguntado cómo era posible que de la experiencia
pudieran nacer ciencias objetivas. Echado por la puer­
ta, el existencialismo volverá a entrar por la ventana,
pero, tal como veremos, en formas mucho más media­
tas que las de los años cuarenta.
Compañeros de escuela. A la epistemología ya ha­
bía dirigido su interés Foucault, quien —siguiendo la
línea de Canguilhem— se dedicará al estudio del naci­
miento de la psicología, de la medicina, de las ciencias
humanas, esto es, el problema de la génesis. Son pro­
blemáticas a las cuales se muestran muy sensibles
también compañeros de estudios de Derrida, como el
futuro sociólogo Pierre Bourdieu y el filósofo Gérard
Granel. La atención prestada a los orígenes materia­
les y sociales del saber, a la acción de la estructura so­
bre lo que en términos marxianos se llamaba «super­
estructura», llega a Derrida por sugerencia de Althus-
ser, para ese entonces profesor asistente en la École
Nórmale.
Derrida se propone mostrar que Husserl tiene muy
presente desde el comienzo el componente de la indivi­
dualidad histórico-sensible (al menos como problema
o dificultad), y procura poner en evidencia que este re­
conocimiento no choca en absoluto con el ideal de la fe­
nomenología como ciencia rigurosa; por el contrario, es
aquello que lo posibilita, mediante un proceso dialéc­
tico. Ahora bien, si debe haber dialéctica, esta ha de
ser materialista. Derrida —de acuerdo con el filósofo
vietnamita, en ese entonces activo en Francia, Tran-
Duc-Thao, autor de Fenomenología y materialismo
dialéctico (1951)— traduce la idea de Husserl de qu#
el sujeto se relaciona con el mundo no como actividad,
sino como pasividad en la valorización de la génesis
material de los objetos ideales, es decir, de las estruc­
turas.
En esa vía, Derrida encuentra en Husserl casi to­
dos los ingredientes que nutrirán su reflexión, en for­
ma de una suerte de alquimia de los opuestos. De he­
cho, Husserl es el gran adalid de la filosofía como cien­
cia rigurosa y como teoría pura; pero a la vez es el pen­
sador atento a las determinaciones históricas y exis-
tenciales que constituyen el fundamento adverso del
cual la filosofía debe álejarse, el teórico de una filosofía
que llegue a las cosas mismas y el paciente analista de
las mediaciones que nos hacen acceder a la expe­
riencia.
Los maestros y el método. Derrida recibe de sus
maestros inmediatos una disciplina que condicionará
la prosecución de su trabajo.
Un primer elemento es el peso de la historia de la
filosofía, que constituye un factor de prestigio y simul­
táneamente de regresividad de la Ecole Nórmale Su-
périeure. Fundada por Napoleón, la escuela tiene co­
mo primer objetivo formar docentes de liceo que, tras
un período de práctica en la escuela secundaria, serán
convocados a la universidad. A ello obedece el cursus
entre un canon de clásicos de la filosofía, prácticamen­
te sin modificaciones desde la época de Bergson, cuyo
aprendizaje corroboran los apuntes, las anotaciones y
más tarde los seminarios de Derrida conservados en
los archivos de la universidad califomiana de Irvine.5
Esto hace de la Nórmale una institución de tendencia
conservadora, aunque sus profesores puedan revelar
una gran apertura mental; este es el caso de Maurice
de Gandillac, estudioso del pensamiento medieval,
quien acompañará a Derrida en todos los momentos
cruciales de su vida académica, dirigiendo su Memo­
ria, invitándolo, en 1959, al primer congreso y, por
último, en 1983, participando en la comisión que le
otorgará el equivalente a la titularidad de cátedra.
Cuando Derrida discurre acerca de la imposibilidad de
salir de la metafísica y simultáneamente se ejercita en
la subversión del canon filosófico, una subversión que
de manera edípica se mezcla con una cercanía y fami­
liaridad, se revela como un hijo de esa escuela, en todo
y por todo.
Pese a ello, la Ecole no es sólo una escuela de histo­
ria de la filosofía. Enseña, en la forma expositiva de la
dissertation, el ejercicio de la exégesis de textos, que
consiste en comentar y problematizar un clásico pre­
sentándole cuestiones teóricas no necesariamente ma­
nifiestas en la intención originaria del autor. También
en ese caso, bajo el estrato superficial, no resulta difícil
5 Jacques Derrida Papers 1946-98, Collection number: MS-C01,
Special Collections and Archives, The UC Irvine Libraries, Uni­
versity of California, Irvine, California. En su estado actual, el ar­
chivo consta de 47,8 pies lineales (116 cajas y 10 contenedores de
formato más grande). Abarca manuscritos, textos mecanografiados
y registros que testimonian la carrera profesional completa de De­
n-ida como estudiante (incluidos textos con anotaciones y correccio­
nes de Althusser, De Gandillac, Foucault), docente y estudioso. La
colección ha sido organizada en cuatro series: 1. Trabajos escolares
(1946-60, aproximadamente): 1 pie lineal; 2. Docencia y seminarios
(1959-95): 7,2 pies lineales; 3. Publicaciones y actividad como confe­
renciante (1960-98, aproximadamente): 29,8 pies lineales; 4. Regis­
tros de audio y video (1987-99): 4,4 pies lineales.
encontrar la disertación en la filigrana de la decons­
trucción, y ya desde el abordaje a Husserl, una lectura
inmanente, atenta a las implicaciones teóricas implí­
citas, más que a las consecuencias y a los antecedentes
historiográficos. En ese aspecto, Derrida estaba muy
influenciado por el método histórico de Martial Gué-
roult, autor de Descartes según el orden de las razones,
partidario de una historiografía como reconstrucción
racional de las temáticas de los filósofos. La idea bá­
sica, de Guéroult como más adelante de Derrida, es
que las contradicciones de los filósofos no están fuera
de sus textos, ni deben reconstruirse a partir de ins­
tancias externas; ya están allí, en sus obras. Eso equi­
vale a decir que la deconstrucción de un texto comien­
za precisamente en el texto deconstruido.
Un último elemento. La filosofía de la École Nór­
male se caracteriza por la invocación de tres «H»: no
sólo Husserl y Heidegger, sino también Hegel, que en
la escuela tiene un gran intérprete en Jean Hyppolite,
autor de un libro como Génesis y estructura de la «Fe­
nomenología del espíritu», de 1946. Interrogar génesis
y estructura en Husserl, como hace Derrida en 1953-
54, es algo por completo distinto de una alusión extrín­
seca a Hyppolite, y trae aparejada la inserción de la
dialéctica en la hermenéutica del texto. Las contra­
dicciones de los filósofos no son evidencia de un fraca­
so, sino una invitación a trabajar sobre ellas y supe­
rarlas, esto es, a explicitar algo no dicho que resulta
más importante que lo dicho. Aparte de esta referencia
específica, pocas cosas quedan tan de manifiesto como
la fidelidad de Derrida a las tres grandes «H» de la fi­
losofía académica francesa. Bastará con agregar a los
tres «maestros de la sospecha» (según la definición de
Paul Ricoeur) que se abren camino en Francia a co­
mienzos de los años cincuenta y sesenta, por sendas
académicas (Merleau-Ponty, Ricoeur, Foucault, Deleu­
ze) o extraacadémicas (Klossowski, Blanchot, Batai-
lie, la vanguardia literaria reunida en torno a la revis­
ta Tel Quel): Nietzsche, Freud y Marx, y obtendremos
la constelación que guió el trayecto de Derrida.
De la disertación a la deconstrucción. Para poner en
movimiento ese sistema de textos, la dialéctica, que
valoriza el rol de lo negativo o de lo que, en términos
freudianos, puede denominarse «reprimido», resulta el
instrumento más apropiado. Será cuestión de enfati­
zar, en perfecto estilo dialéctico pero con intenciones
psicoanalíticas, que aquello que los filósofos no dicen, lo
que excluyen de su itinerario teórico o de la forma cum­
plida de su sistema, es en realidad un ingrediente de
igual importancia que cuanto dicen abiertamente. En
ese ejercicio de lectura, Husserl es el primer paciente.
Al principio, en la época de la Memoria sobre El
problema de la génesis en la filosofía de Husserl, el
punto en que la dialéctica se implanta en la fenomeno­
logía es el vínculo entre génesis material y estructura
ideal: ¿de qué modo las ideas surgen de las individua­
lidades materiales y concretas, y cuánto incide esa gé­
nesis en la conformación de la idealidad? La respuesta
de Derrida es que lo individual concreto no constituye
un límite de lo universal abstracto, una cesión em­
pírica de la cual se prescindiría con beneplácito, sino
que ofrece la condición de posibilidad para la génesis
de la idea. La represión es, pues, dialécticamente el
recurso.
Más adelante, en la época de la Introducción a El
origen de la geometría, el meollo del problema es la re­
lación entre objetos ideales y transmisión histórica:
¿de qué modo interfieren en la ciencia los vehículos de
comunicación y de tradicionalización, esto es, el len­
guaje y la escritura? La respuesta es que los medios de
transmisión no son exteriores y accidentales respecto
de la idealidad, sino un indispensable ingrediente de
esta, en el nivel lógico e ideal. También en ese caso de-
encontrar la disertación en la filigrana de la decons­
trucción, y ya desde el abordaje a Husserl, una lectura
inmanente, atenta a las implicaciones teóricas implí­
citas, más que a las consecuencias y a los antecedentes
historiográficos. En ese aspecto, Derrida estaba muy
influenciado por el método histórico de Martial Gué-
roult, autor de Descartes según el orden de las razones,
partidario de una historiografía como reconstrucción
racional de las temáticas de los filósofos. La idea bá­
sica, de Guéroult como más adelante de Derrida, es
que las contradicciones de los filósofos no están fuera
de sus textos, ni deben reconstruirse a partir de ins­
tancias externas; ya están allí, en sus obras. Eso equi­
vale a decir que la deconstrucción de un texto comien­
za precisamente en el texto deconstruido.
Un último elemento. La filosofía de la Ecole Nór­
male se caracteriza por la invocación de tres «H»: no
sólo Husserl y Heidegger, sino también Hegel, que en
la escuela tiene un gran intérprete en Jean Hyppolite,
autor de un libro como Génesis y estructura de la «Fe­
nomenología del espíritu», de 1946. Interrogar génesis
y estructura en Husserl, como hace Derrida en 1953-
54, es algo por completo distinto de una alusión extrín­
seca a Hyppolite, y trae aparejada la inserción de la
dialéctica en la hermenéutica del texto. Las contra­
dicciones de los filósofos no son evidencia de un fraca­
so, sino una invitación a trabajar sobre ellas y supe­
rarlas, esto es, a explicitar algo no dicho que resulta
más importante que lo dicho. Aparte de esta referencia
específica, pocas cosas quedan tan de manifiesto como
la fidelidad de Derrida a las tres grandes «H» de la fi­
losofía académica francesa. Bastará con agregar a los
tres «maestros de la sospecha» (según la definición de
Paul Ricoeur) que se abren camino en Francia a co­
mienzos de los años cincuenta y sesenta, por sendas
académicas (Merleau-Ponty, Ricoeur, Foucault, Deleu­
ze) o extraacadémicas (Klossowski, Blanchot, Batai-
lie, la vanguardia literaria reunida en tomo a la revis­
ta Tel Quel): Nietzsche, Freud y Marx, y obtendremos
la constelación que guió el trayecto de Derrida.
De la disertación a la deconstrucción. Para poner en
movimiento ese sistema de textos, la dialéctica, que
valoriza el rol de lo negativo o de lo que, en términos
freudianos, puede denominarse «reprimido», resulta el
instrumento más apropiado. Será cuestión de enfati­
zar, en perfecto estilo dialéctico pero con intenciones
psicoanalíticas, que aquello que los filósofos no dicen, lo
que excluyen de su itinerario teórico o de la forma cum­
plida de su sistema, es en realidad un ingrediente de
igual importancia que cuanto dicen abiertamente. En
ese ejercicio de lectura, Husserl es el primer paciente.
Al principio, en la época de la Memoria sobre El
problema de la génesis en la filosofía de Husserl, el
punto en que la dialéctica se implanta en la fenomeno­
logía es el vínculo entre génesis material y estructura
ideal: ¿de qué modo las ideas surgen de las individua­
lidades materiales y concretas, y cuánto incide esa gé­
nesis en la conformación de la idealidad? La respuesta
de Derrida es que lo individual concreto no constituye
un límite de lo universal abstracto, una cesión em­
pírica de la cual se prescindiría con beneplácito, sino
que ofrece la condición de posibilidad para la génesis
de la idea. La represión es, pues, dialécticamente el
recurso.
Más adelante, en la época de la Introducción a El
origen de la geometría, el meollo del problema es la re­
lación entre objetos ideales y transmisión histórica:
¿de qué modo interfieren en la ciencia los vehículos de
comunicación y de tradicionalización, esto es, el len­
guaje y la escritura? La respuesta es que los medios de
transmisión no son exteriores y accidentales respecto
de la idealidad, sino un indispensable ingrediente de
esta, en el nivel lógico e ideal. También en ese caso de­
be buscarse la condición de posibilidad precisamente
en lo excluido, al menos de modo expreso, del núcleo
duro de la teoría.
Por último, y abiertamente, con La voz y el fenóme­
no, Derrida enfrenta el vínculo entre individualidad y
universalidad: ¿de qué modo el yo empírico determina
el yo fenomenológico puro sobre el cual Husserl funda
la necesidad de su doctrina? También en este caso el yo
empírico (o, mejor, lo empírico a secas) se presenta co­
mo condición de posibilidad del yo trascendental.
En los tres casos, donde se vea una contraposición
—así resuena el argumento de base de Derrida— será
necesario develar una complementariedad, que a esta
altura se configura como la dialectización del par his­
toria/estructura.
El punto inicial: la dialéctica entre historia y es­
tructura. Antes de la guerra, Raymond Aron había in­
troducido en Francia el historicismo alemán (Intro­
ducción a la filosofía de la historia, 1938); diez años
después, Claude Lévi-Strauss propuso, en perfecta
antítesis, fundar la etnología y, según esa tendencia,
todas las ciencias humanas sobre una base no históri­
ca, vale decir, estructural {La vida familiar y social de
los indios nambikwara, 1948; Las estructuras elemen­
tales del parentesco, 1949).
El historicismo parece una filosofía adherente a lo
real, pero a la vez está expuesto a los riesgos del rela­
tivismo; en la circunstancia histórica que nos ocupa
—Derrida aborda la cuestión en los años de la descolo­
nización primero de Indochina y luego de Argelia— se
lo puede tachar de etnocéntrico. La idea de «historia
universal» sería, en realidad, un producto europeo,
nuestra mitología blanca e inconsciente.
Así, el estructuralismo se muestra muy atractivo,
porque permite o al menos promete superar de un gol­
pe relativismo y etnocentrismo. Los comportamientos
sociales de cualquier tipo de etnia reflejan, indepen­
dientemente de su historia, estructuras en común, co-
extensivas con el acontecimiento originario constitui­
do por el pasaje del estado de naturaleza a la cultura.
La ventaja de este planteo, que satisface una necesi­
dad positivista endémica de la cultura francesa, es que
no parece ser imputable de etnocentrismo. Sin em­
bargo, la contrapartida es que en el estructuralismo se
representa una forma de trascendentalismo abstracto
—Paul Ricoeur hablará, a propósito de Lévi-Strauss, de
un «kantismo sin sujeto trascendental»—; tanto más
cuanto que una de las matrices del estructuralismo,
además de la lingüística de Saussure, redescubierta a
comienzos de los años sesenta junto con los análisis
lingüísticos y etnológicos de los formalistas rusos, es la
filosofía de las formas simbólicas de un neokantiano
como Cassirer.
La solución de Husserl ¿Qué hacer? Una historia
reciente aportaba enseñanzas teóricas. La antítesis
entre historicismo y estructuralismo volvía a actuali­
zar el debate entre génesis y estructura, o psicología y
filosofía, que Husserl había afrontado en su momento,
y la dialéctica prometía resolver las contradicciones,
transformándolas en etapas de un itinerario. Cuando
Husserl comienza a trabajar (su primera publicación
como filósofo y no como matemático es la Filosofía de
la aritmética, de 1891), por una parte, se encuentran
el historicismo y el psicologismo; por la otra, Frege, en
la lógica,y Marty, en la lingüística,,que proponen, res­
pectivamente, un imperio de los pensamientos puros,
independiente de cualquier sujeto concreto, y una for­
ma de estructuralismo.
Con respecto a esta controversia, el argumento de
base de Husserl adopta esta tonalidad: las estructuras
ideales tienen una génesis, que de todas formas no
compromete su carácter ideal y absoluto. En ello estri­
ba el punto básico de Derrida,6 que retrotrae cincuen­
ta años el debate en pleno desarrollo entonces, y mues­
tra que la necesidad' de integrar la estructura con la
génesis ya estaba enteramente presente en Husserl,
quien precisamente mediante la integración entre gé­
nesis (esto es, «historia») y estructura (esto es, «idea»)
había salvado los derechos de una filosofía como cien­
cia rigurosa, en oposición a los relativistas de su época.
Puede volver a intentarse el experimento, adaptándo­
lo a la nueva circunstancia.
En esta opción, el joven Derrida obviamente no es­
tá solo. Si buscamos el elemento común de la crítica
que Piaget, Merleau-Ponty y Ricceur dirigían en esos
años al estructuralismo y a la fenomenología, lo en­
contraremos en la necesidad de integrar la estructura
con una consideración genética, sin por ello renunciar
a la dimensión estructural o ideal. ¿Y en qué consiste
—sugiere Derrida— esta necesidad, sino en la deman­
da de conciliar los contrarios, vale decir, de una dialéc­
tica en la cual génesis y estructura puedan estar igual­
mente representadas?

1.2 Dialéctica en la fenomenología


1.2.1 El carácter irreducible de la génesis
Las tres etapas de Husserl El problema de la géne­
sis en la filosofía de Husserl es una monografía en tres
partes que separa las etapas del problema de la géne­
sis en el itinerario completo de Husserl en busca de un
motivo común: la definición de la dialéctica que media
entre historia y estructura, condensada en el motivo
6 La mejor presentación de este contexto y de sus implicaciones
teóricas es la brindada por Vincenzo Costa en La generazione della
forma. La fenomenología e il problema della genesi in Husserl e in
Derrida, Milán: Jaca Book, 1996.
de la «génesis»; en este caso, el origen de las estructuras
y, en especial, de las estructuras ideales de la ciencia.
La primera parte corresponde al surgimiento del
problema. Husserl, que se ha formado como matemá­
tico pero está influenciado por la reducción de la lógica
a psicología propuesta por John Stuart Mili, propone
una explicación genética y antiplatónica de las ideali­
dades matemáticas, a las que hace depender de la psi­
cología: en resumen, el número es fruto de nuestra
mente; y personas con mentes diferentes de las nues­
tras tendrían números diferentes de los nuestros, o no
tendrían número alguno.
Después de la caída de este planteo, debida (al me­
nos en parte, visto que Husserl ya había empezado a
rever sus propias posiciones) a la demoledora crítica
de Frege a la Filosofía de la aritmética, se hace presen­
te la tentación logicista. Es la segunda etapa de Hus­
serl y la segunda sección de la Memoria, que examina
el trayecto que lleva desde las Investigaciones lógicas
de 1900-01 a las Ideas de la década siguiente. Aquí,
Husserl, con una tajante inversión de rumbo, acomete
la formulación de una lógica pura, lo que dentro de ese
contexto significa la búsqueda de una lógica completa­
mente depurada de cualquier elemento psicológico y
genético.
Pese a todo, el trabajo de Husserl, que se empeña
en la radical disociación de la estructura respecto de la
génesis, va rumbo a un fracaso, en cuanto sufre las
consecuencias de la imposibilidad de una reducción de
lo empírico a la esfera de lo trascendental. Una vez
alcanzado ese punto, se abre la tercera etapa, donde el
motivo histórico y genético vuelve a entrar de modo
potente en la trama husserliana. Lo que cuenta ahora
es la búsqueda de una genealogía de la lógica (así se
lee en el subtítulo de Experiencia y juicio, publicado
postumamente en 1939, pero que reelabora manuscri­
tos de los años veinte). Es cuestión de arraigar las es­
tructuras formales en el mundo, sin por ello reducirlas
a su origen empírico —ya sea contar, en la aritmética,
o hallar formas en el espacio físico, en la geometría—
y, por sobre todo, sin reducir la esfera del a priori úni­
camente al ámbito de la matemática.
En búsqueda del verdadero trascendental. A esta
altura, encontrar los orígenes de las estructuras idea­
les significa —y es este otro rasgo que Derrida nunca
abandonará en su trayectoria— aclarar cómo puede lo
trascendental reivindicar un papel determinante con
respecto a la experiencia, la cual se muestra permeada
por esquemas conceptuales, precisamente, porque el
origen de estos reside en el estrato preconceptual del
mundo de la vida, es decir, en lo que Husserl había
identificado como momento antepredicativo (anterior
a la formulación del juicio, que es un elemento concep­
tual).
El núcleo de este proyecto, su contenido esencial, se
encuentra en un tramo de la Memoria, en el que De­
rrida cita Sobre la lógica y la teoría de la ciencia (1947),
de Jean Cavaillés: una lógica en verdad absoluta, que
derivara su propia autoridad sólo de sí, no resultaría
trascendental; un trascendental que fuera meramente
a priori y analítico ya no sería puro, sólo se mostraría
más vacío.7
En este caso, el mecanismo es bastante evidente, y
se trata de un punto respecto del cual Derrida nunca
volverá sobre sus pasos: el verdadero trascendental no
es un a priori situado en un mundo hiperuranio, ni un
a posteriori determinado por cómo piensan las distin­
tas personas; es una estructura colocada en el mundo,
una ley del conocer (epistemología) que depende de
una conformación originaria del ser (ontología).
7 Le probléme de la genése dans la philosophie de Husserl, op. cit.,
pág. 46.
El a priori material y los dogmas del empirismo.
Este planteo de lo trascendental es lo que Husserl ha­
bía considerado «a priori material»: que no pueda ha­
ber una extensión sin al menos un color, que no se pre­
sente un rojo que tienda al verde, depende de cómo es­
tá hecho el mundo, pero tiene la misma índole necesa­
ria que proposiciones como «el todo es más grande que
la parte», «la menor distancia entre dos puntos es la
recta que los incluye», «todo cuerpo tiene una exten­
sión».
Este es el aspecto en verdad decisivo desde el punto
de vista teórico: de acuerdo con Husserl, Derrida rom­
pe con la tesis según la cual el a priori posee un carác­
ter sólo formal o, para expresarlo en la terminología de
Kant retomada y discutida por Quine (Dos dogmas del
empirismo, 1951), desautoriza la idea de que subsis­
tiría una diferencia sustancial entre juicios analíticos
(aquellos en que el predicado está incluido en el sujeto)
y juicios sintéticos (aquellos en que el predicado está
excluido del sujeto), y de que sólo existiría una necesi­
dad lógica, mientras que la materia resultaría sólo
contingente.
Corresponde deconstruir la dicotomía que contra­
pone el a priori (lógico, formal y necesario), por un la­
do, y el a posteriori (empírico, material y contingente),
por el otro, reconociendo que puede existir una necesi­
dad en la experiencia, que se determina a posteriori
(en el sentido de que un ciego no podrá llegar a conocer
las leyes de los colores), pero que no por eso resultará
contingente.
Después de la dialéctica entre génesis y estructura,
y en estrecha conexión con ella, he aquí otro caso de
deconstrucción antes de la deconstrucción. Cuando en
1968 Derrida pronuncie su propia conferencia progra­
mática acerca de la «différance»,8 en la cual se afirma
8 Ahora incluida en Marges de la philosophie, op. cit.
que la tarea de la filosofía posmetafísica consiste en
sacar a la luz el movimiento secreto que engendra las
contraposiciones tradicionales (empírico y trascen­
dental, forma y materia, apariencia y esencia, etc.), lo
hará una vez más sobre la base de esa adquisición: el
a priori no está sólo en la mente de Dios ni en la del
hombre, sino también en el mundo o, más exactamen­
te, en algo que antecede a la diferenciación entre men­
te y mundo.
Derrida dio muchos nombres a este «tercero», to­
mados de la tradición filosófica (en primer lugar, como
veremos, el de la imaginación trascendental en Kant,
como raíz común de sensibilidad e intelecto)9 o inven­
tados mediante una teoría original, como sucede en la
tematización de la escritura propuesta en la Gra-
matología. A partir de cierto punto,10 lo identificó con
la khora a que se refiere Platón en el Tlmeo, la estructu­
ra que precede y unifica ideas y objetos mundanos.
Pero, ¿en qué consiste exactamente el «tercero», el
«cuasi trascendental» originario? ¿Dónde se lo encuen­
tra? ¿Cómo funciona? Seguramente, Derrida no está
influenciado por Quine (de quien recién en 1964 tra­
ducirá un artículo);11 además del a priori material de
Husserl, un ingrediente decisivo es la relectura de la
filosofía trascendental kantiana propuesta por Hegel.
Génesis, dialéctica, diferencia. Ya desde el comien­
zo de la Memoria, Derrida se remite a Fe y Saber de
Hegel, un texto que reaparecerá a menudo, y por bue­
nos motivos. En 1801, Hegel reprochaba a Kant, preci-
9 Así sucede en Ousia et grammé (1968), ahora incluido en Mar-
ges de la philosophie, op. cit.
10 Khóra, París: Galilée, 1993 (trad. al italiano de F. Garritano,
Chora, en J. Derrida, II segreto del nome, Milán: Jaca Book, 1997).
11W. v. O. Quine, «Les frontiéres de la théorie logique», trad. al
francés de J. Derrida y R. Martin, en Les Études Philosophiqu.es,
19, 2, abril-junio de 1964, págs. 191-208.
sámente, haber contrapuesto lo trascendental (el yo y
las categorías) y lo empírico, el mundo de la experien­
cia, cuando en cambio son polos dialécticos. El yo y las
categorías no se producen sin experiencia, y surgen
por intermedio de esta; así —para adoptar el léxico de
Derrida—, lo trascendental sería una versión de lo
empírico, diferente o diferido.
La necesidad y el a priori no se construyen a partir
de un cuadro de categorías lógicas de índole puramen­
te formal, sino partiendo del mundo y remontándose
de manera regresiva en busca de las leyes lógicas de
aquello que ya está presente en la materia.
Ahora bien —observa Derrida—, Husserl reformu-
la el trascendentalismo justamente en esos términos;
por ende, adopta sin saberlo la solución de Hegel. Si no
lo hubiera enceguecido un prejuicio antiespeculativo,
Husserl habría comprendido que la fenomenología po­
nía en acto la exigencia reivindicada por Hegel con re­
lación a Kant. Corresponde tomar como punto de par­
tida el dato y remontarse a sus condiciones de posibili­
dad, de modo que lo que Husserl aborda como proble­
ma de la «génesis» es, en realidad, el problema de la
síntesis: la regresión hacia las premisas originarias no
lleva sólo a un origen material (como pensaban los po­
sitivistas y los psicologistas), sino también a un origen
ideal; no sólo al a posteriori, sino también al a priori ya
presente (en la dimensión de lo ideal) en el a posterio­
ri, aproximadamente igual a una línea trazada en la
arena, donde —idealmente— está toda la geometría.
No es cuestión de partir de doce categorías inde­
pendientes de la experiencia, como sostiene Kant, sino
más bien —conforme a la tesis explícita de Hegel y a la
tesis implícita de Husserl— de partir del dato, de lo
que acaece en el mundo, y remontarse a las condicio­
nes. Por eso, como no deja de repetir Derrida, la de­
construcción se presenta simultáneamente como una
construcción, vale decir, de acuerdo con otro léxico, co~
mo una filosofía trascendental: una vez que hemos
analizado la experiencia exhibiendo sus estructuras
necesarias (deconstrucción), también hemos hecho
emerger el a priori oculto en el mundo (construcción).
Lo trascendental como «cuasi trascendental». Este
punto merece ser desarrollado, por la importancia que
reviste en el recorrido posterior. Que Husserl, de Ideas
en adelante, tendió hacia el trascendentalismo es una
evidencia historiográfica. La variación importante
aportada por Derrida es que toda la fenomenología,
desde su surgimiento y aun antes de ser un proyecto
consciente para Husserl, constituye una doctrina tras-
cendentalista.
Con la importante especificación a la que hace un
instante he aludido: mientras el trascendentalismo
kantiano era el intento de determinar a priori las con­
diciones de posibilidad de la experiencia, el husserlia-
no consiste, en cambio, en remontarse desde el dato
hasta sus condiciones de posibilidad, esto es, se sus-
tenta sobre el modelo del juicio reflexivo adoptado en
la Crítica del juicio, en vez de hacerlo sobre el juicio de­
terminante propuesto en la Crítica de la razón pura.
Pese a todo, Husserl no llega a eso mediante una refor­
mulación explícita del problema de la Crítica del juicio
(lo hará mucho más adelante, en los años setenta, De­
rrida,12 seguido, después, por Lyotard), sino intentan­
do alejarse de los callejones sin salida de la filosofía de
su tiempo, atrapada entre un empirismo que reducía
la estructura a la génesis y la lógica a la psicología, y
un trascendentalismo que o bien desvincula al yo del
mundo, o bien lo convierte en amo del universo.
Sin embargo, el trascendentalismo husserliano tie­
ne para Derrida (pero ya era una intuición de Sartre)
12 Parergon (1974-78), ahora incluido en La uérité en peinture,
París: Flammarion, 1978 (trad. al italiano de G. y D. Pozzi, La veri-
tá in pittura, Roma: Newton Compton, 1981).
una carta sumamente importante que jugar al respec­
to: el yo no puede ejercer un construccionismo formal
soberano sobre el mundo, pues nunca es puro, no tanto
en el sentido de estar necesariamente condicionado,
supongamos, por la historia o por el lenguaje, por los
hábitos o por la fisiología, sino porque siempre se halla
necesariamente ocupado por contenidos tomados de
un mundo externo de referencia.
De acuerdo con el discurso del a priori material, y
en contra de la teoría empirista del a posteriori como
aleatorio, esos contenidos tienen reglas y leyes sobre
las cuales podrá echar luz una ontología formal, que
bosqueje las estructuras del modo en que los objetos se
presentan a la conciencia. Aun la fantasía más gótica
no podrá evitar reconocer, en otros términos, que el to­
do es mayor que las partes, o que un color tiene una ex­
tensión. El rigor del a priori se oculta en las vincula­
ciones de la experiencia.
Existencialismo y gramatología. La consecuencia
es importante: dentro de este marco, lo empírico, más
que relativizar lo trascendental, lo estabiliza y articu­
la sus leyes. Así, Derrida mezcla la pasión husserliana
por la filosofía como ciencia rigurosa y el pathos hei-
deggeriano relativo a la existencia. El sentido de este
existencialismo sui generis puede focalizarse en dos
puntos.
El primero es, más vagamente, la convicción según
la cual, a diferencia del sujeto kantiano, el de Husserl
no es una conciencia teórica sino, antes bien, una exis­
tencia (y aquí encontramos la relación entre feno­
menología y materialismo dialéctico que Derrida desa­
rrolla bajo la sugestión de Tran-Duc-Thao). Es imposi­
ble vivir sin esquemas conceptuales, pero antes de ser
científicos, incluso antes de tomar conciencia de las ca­
tegorías, estamos insertos en un entorno vital en que
perseguimos, de acuerdo con Heidegger y en parte con
el Husserl de La crisis de las ciencias europeas, objeti­
vos que no tienen prioritariamente que ver con el cono­
cimiento. Por ende, ya a esta altura se revela la poste­
rior atención prestada por/Derrida a la ética, tanto co­
mo a los aspectos performativos (esto es, de sesgo prác­
tico-productivo) y no constativos (es decir, teoréticos)
del lenguaje corriente y del discurso filosófico.
El segundo punto es la problemática de los vínculos
entre lo particular sensible, situado en un espacio y en
un tiempo determinados, y lo universal conceptual.
Cuando Derrida habla en la Memoria del «carácter
irreducible de la génesis», se refiere precisamente a
este aspecto, que a partir de 1962 se polarizará, con
una síntesis económica e inventiva, en el problema del
signo. La culpa idealista de la filosofía no consiste (co­
mo sugería Kierkegaard, un autor presente desde el
primer momento en la reflexión de Derrida) en supri­
mir lo individual en aras de lo universal. No basta una
inversión simple, que corone lo individual en lugar de
lo universal.
Hace falta, por el contrario, buscar aquello que es
reprimido sistemáticamente en la dialéctica entre in­
dividual y universal, y que posibilita estas dos abs­
tracciones: el signo, vale decir, la marca singular que
se unlversaliza, o el elemento empírico que da lugar a
la idea, de acuerdo con los análisis que Derrida inicia­
rá en la Introducción a El origen de la geometría y que
acompañarán el resto de su trabajo.
Arqueología y teleología En la Memoria, el vínculo
dialéctico entre a posteriori y a priori, así como entre
particular y universal, se desarrolla, en cambio, me­
diante el nexo que une, desde la perspectiva de Hus­
serl, arqueología y teleología, que en la interpretación
de Derrida se convierte en otro nombre por la polari­
dad de génesis y estructura. La arqueología es el inicio
empírico de algo, su surgimiento en el mundo; por
ejemplo, el comienzo rudimentario de una ciencia. La
teleología, en cambio, es aquello a lo que tiende ese ini­
cio, su estructura ideal, universal y verdadera, vale
decir, en nuestro ejemplo, la perfección de un saber.
Ahora bien, desde el comienzo, desde la invención
individual de un teorema o de una ley física, la estruc­
tura está ya idealmente presente, dado que el momen­
to genético de una ciencia o de una doctrina a priori es,
precisamente, el inicio de esa ciencia, tal como la cono­
cemos ahora, no de otra. Las condiciones de posibili­
dad, los recursos y las estructuras, no están material­
mente presentes para el inventor, pero aparecen ya
implicadas en ese acto institutivo. La historia no las
relativizará, sino que, por el contrario, las explicitará
en su carácter independiente y necesario. Esa es la
moral que Derrida deriva de la dialéctica entre histo­
ria y estructura: la historia se orienta en dirección a la
estructura, y la estructura incorpora en su interior
una historia; la génesis sólo tiene sentido en vista de
una idea que no es genética; la arqueología es tal sólo
desde la perspectiva de una teleología.
Dicho en términos hegelianos, lo real es racional
porque en su interior, justamente en forma de un a
priori material, se hacen presentes todos los presu­
puestos que explicitará, en forma de ley, la reflexión
filosófica, que llega a constituir una circularidad con el
mundo.13 No obstante, lo que en Husserl y en Hegel se
mostraba como un principio formal, en Derrida recibe
un nuevo pathos existencialista y materialista: la ma­
teria y la forma, el dato y la idea, la existencia y la
esencia, están involucrados en una dialéctica (más
13 «Lo esencial para la ciencia no es tanto que el comienzo sea un
puro inmediato, cuanto que la ciencia entera es en sí una circula­
ción, en que lo Primero se toma también lo Último, y lo Último tam­
bién lo Primero» (G. W. F. Hegel, Scienza della lógica, trad. al
italiano de A. Moni, revisión de C. Cesa, Roma-Bari: Laterza, 1981,
I, 57).
tarde, en una «diferencia») ininterrumpida, que tiene
lugar en la experiencia de cada individuo.
El salto cualitativo de la Memoria a la Introducción
de El origen de la geometría consiste, pues, en dar un
nombre, precisamente el de «signo», al elemento que
comporta, en su interior, la polaridad dialéctica; esto
es, revelar el parentesco entre Tales, el inventor de la
geometría, y Theut, el semidiós egipcio inventor de la
escritura en el relato platónico del Fedro,14 Lo que en
la Memoria recibe el rótulo de «dialéctica», a partir de
1962 irá bajo el título de «signo» y, más adelante, del
«rastro» o «huella», que parece sintetizar aún mejor la
polaridad entre origen y futuro, precisamente como se
habla de rastros de una civilización desaparecida y se
podría hablar del rastro (los apuntes, el bosquejo) de
un discurso que deberemos pronunciar mañana.

1.2.2 El signo y las ideas


El origen de la geometría y el origen de la verdad.
En la Memoria, Derrida ya había prestado atención a
las páginas husserlianas de El origen de la geometría,
el Apéndice III al § 9a de La crisis de las ciencias euro­
peas; pero, por un error de traducción, había llegado a
la conclusión de que la tradicionalización (el modo de
conservar y transmitir un saber) se concebía allí en
términos puramente empíricos: escribir los resultados
de un descubrimiento es extrínseco y accesorio, por
más útil que pueda revelarse.15 La corrección de este
error de lectura subyace en el extenso análisis de
1962, en que Derrida reconoce que Husserl había de­
14 La pharmacie de Platón (1968), más tarde incluido en La dis-
sémination, París: Seuil, 1972 (trad. al italiano de S. Petrosino y M.
Odorici, La disseminazione, Milán: Jaca Book, 1989).
15 Le probléme de la gene se dans la philosophie de Husserl, op.
cit., pág. 269.
tectado sumamente bien el carácter trascendental de
la tradicionalización.
La problemática del nexo entre inscripción mate­
rial y constitución de la ciencia ocupaba un lugar cen­
tral en los cursos que Merleau-Ponty dictó en el Collé-
ge de France al final de los años cincuenta (en espe­
cial, en 1959-60 había encarado, entre otros textos, El
origen de la geometría), y el título originario de Lo visi­
ble y lo invisible (postumo, 1961) era El origen de la
verdad. Por otra parte, en lo que concierne específica­
mente al problema del signo, en Francia y en otros
sitios se empieza a hablar, por esos años, de «semiolo­
gía», a partir del impulso que significó la publicación
en 1959, por obra de Charles Bally y Albert Secheha-
ye, del Curso de lingüística general de Ferdinand de
Saussure, cuya redacción se remontaba a 1916.
Por lo tanto, también en este caso se hace interac-
tuar la reflexión husserliana con un elemento de la ac­
tualidad cultural que Derrida desarrolla, sin embargo,
pasando directamente al problema epistemológico ge­
neral: ¿es el signo tan sólo un vehículo instrumental
del pensamiento, o constituye la condición de posibi­
lidad de las ideas, es decir, precisamente, el origen de
la verdad?
Signo e historicidad. El primer nivel de indagación,
en Husserl, se orienta al nexo entre la episteme —la
verdad no contingente— y la historia, esto es, la varia­
da esfera de circunstancias genéticas sin la cual la
episteme no sólo no habría tenido lugar, sino que no po­
dría mantenerse como idealidad.
La tesis de base que Derrida valoriza en Husserl
es, por consiguiente, que entre episteme e historia no
hay contraposición: los pensadores del método son, de
hecho, los más sensibles a la temática de la historici­
dad, ya que la historia se depositó por completo en el
método, de acuerdo con la dialéctica entre génesis y es­
tructura y entre arqueología y teleología. En los teo­
remas de la geometría no hay menos historia que en la
batalla de Waterloo; lo que se ofrece como evidencia es
resultado de una tradicionalización que la preservó, la
transmitió, la codificó, la verificó.
La atención prestada al signo es, entonces, cuidado
por la historia, de la que aquel es a un tiempo vestigio
y vehículo. Justamente la ceguera en relación con la
historia constituye, para Husserl, el límite de las cien­
cias, de modo que Husserl se muestra mucho más sen­
sible que Kant a los elementos empíricos de la ideali­
dad; también mucho más dialéctico, si vale la analogía
con la relectura del trascendentalismo propuesta por
Hegel.
Signo y empiricidad. Verifiquémoslo rápidamente.
En el prefacio a la segunda edición de la Crítica de la
razón pura, Kant había formulado la observación de
que la lógica, en cuanto codificación del razonamiento
humano, había sido la primera de las ciencias, por es­
tar libre de condicionamientos empíricos, de modo tal
que se mostraba casi completa desde Aristóteles. In­
mediatamente después de la lógica había llegado el
turno de la matemática, que tiene su verdadero origen
en el momento en que el primer geómetra comprende
que lo importante no es el triángulo trazado en la are­
na, sino el construido en el pensamiento de uno. En
cuanto a la identidad del primer geómetra, Kant no se
preocupa al respecto y escribe «sin importar si era Ta­
les o algún otro». Así, la idea kantiana de que debe con­
traponerse el a priori a lo empírico se expresa no sólo
en la concepción de que la geometría nace en la mente
y no en el mundo, sino especialmente también en la in­
diferencia respecto de la identidad del primer geó­
metra.
Para Husserl, las cosas se presentan de otro modo.
No importa, por cierto, establecer si el protogeómetra
fue precisamente Tales; alguno tiene que haber sido,
porque de otro modo no habpan surgido las ideali­
dades. Pero hay más. Kant ¡áe había interesado en la
construcción, en el hecho de que el geómetra descu­
briera mentalmente propiedades, pero no había dicho
qué instrumento era necesario para construir. En
cambio, Husserl dirige su atención justamente a los
instrumentos, sin considerar por ello que hace psicolo­
gía. Derrida lo sigue resueltamente en esa senda, que
es el preámbulo de lo que pocos años después será la
gramatología.
De hecho, admitamos que el inventor (o, más exac­
tamente, el descubridor) haya sido Tales. Esa es una
primera circunstancia que contribuye a determinar
una génesis empírica de la idea. No es la única. Supon­
gamos que Tales se hubiera olvidado inmediatamente
de su descubrimiento. También en este caso, todo se
habría precipitado en el olvido, a la espera de otro des­
cubridor que incluso podría no haber nacido nunca.
Por ende, para que la idea pudiera salvarse era nece­
sario que el protogeómetra (una individualidad deter­
minada) la fijara en sí mismo, la formulara lingüísti­
camente transmitiéndola a otros y, por último, la escri­
biera. Platón había llegado muy cerca de esa solución:
hace falta que sensaciones y pensamientos se escriban
en el alma; pero —como la mayor parte de los filóso­
fos— había concebido la escritura como una simple
metáfora.
Reflexionando acerca del origen de la geometría,
Husserl ve con claridad que los instrumentos que per­
miten pasar de la mera intuición a la idea son, de dis­
tintas maneras, de la índole del signo. La idea y la es­
tructura atemporal, así como el proceso de la construc­
ción, no habrían podido surgir sin formas de inscrip­
ción que aparecen como condiciones de posibilidad de
la idealización. Y todo eso, sin que el carácter apriorís-
tico de la geometría resulte comprometido, confun­
diéndose con la mensura de la tierra, o con la psicolo­
gía del geómetra.
Signo e idealidad. Por lo tanto, Husserl es un filó­
sofo de la escritura. Lo que contribuye en mayor me­
dida a la idealización de un saber es la posibilidad de
escribirlo. Este recurso permite el tránsito de lo subje­
tivo y ocasional a lo objetivo y necesario; el mundo hi-
peruranio de las ideas existe no aunque haya formas
materiales de transmisión, sino precisamente porque
las hay.
Cualquier forma de inscripción da un paso adelan­
te en la idealización, es decir, en emancipar el descu­
brimiento de su carácter contingente y subjetivo. El
lenguaje oral, que perfecciona la idealización que está
ya en acto desde la percepción, libera al objeto de la
subjetividad del inventor, pero lo circunscribe a la co­
munidad originaria. Sólo la escritura —aquello que
aparece como el más empírico de los elementos, como
un medio inanimado— será capaz de conferir la per­
fección a esa idealidad, sustrayéndola de la finitud es­
pacio-temporal del protogeómetra y de sus contempo­
ráneos, y haciendo realidad, por lo tanto, esa indepen­
dencia del sentido respecto de la comunidad actual,
que constituye la perfección de la idealidad.
La escritura es la condición de lo trascendental. Así
pues, el filósofo de las esencias se muestra atento a lo
que en un primer acercamiento aparenta ser un ins­
trumento accidental.
El logocentrismo y la cancelación del signo. Al igual
que en el caso de la dialéctica en 1953-54, en 1962, De­
rrida valoriza algo que Husserl había identificado, pe­
ro no había focalizado completamente; tanto es así que
en La crisis de las ciencias europeas el signo suele ser
visto como un medio inerte que, por supuesto, trans­
mite un proyecto epistemológico, pero al mismo tiem­
po lo deja tomarse estéril en una ciencia que —como la
contemporánea, al menos según el análisis de Hus­
serl— se ha alejado de sus verdaderas motivaciones y
se ha convertido en un tecnicismo sin alma.
¿Por qué esta ceguera intermitente? En Husserl se
manifiesta lo que más tarde, y con una generalización
extendida a toda la filosofía, Derrida llamará «logo­
centrismo», esto es, la tendencia del discurso teórico a
reprimir sus propias condiciones materiales. Por su
parte, un discurso crítico o deconstructivo deberá po­
ner el acento justamente sobre esa ceguera y sobre esa
represión.
De hecho, en la mejor de las hipótesis, el filósofo
clásico (concisamente, aquel que no se ha psicoanali-
zado) puede reconocer que las ideas resultan depen­
dientes del lenguaje en que se las formula. De todas
formas, será remiso en admitir que el lenguaje halla
su condición de posibilidad en la escritura; resistirá,
pues, a la hipótesis de que la idealización lingüística
(las cosas sensibles, una vez nombradas, se convierten
en ideas) dependa a su vez de la originaria idealiza­
ción asegurada por el signo en general, que ofrece la
posibilidad de iterar aun en ausencia del primer sujeto
que tuvo una sensación o una intuición. Esta resisten­
cia debe entenderse en sentido psicoanalítico: el filóso­
fo finge no darse cuenta de aquello que rige sus argu­
mentos, lo usa, pero al mismo tiempo lo reprime; y a
partir de ese momento no querrá saber nada más al
respecto.
Por el contrario, en la atención que Derrida dirige a
las resistencias y represiones se perfila un momento
determinado de la filosofía. En tanto que los filósofos
del siglo XIX parecían interesados, sobre todo, en re­
velar el carácter histórico o psicológico de las ideas que
la tradición platónica había colocado en un cielo in­
corruptible, y los filósofos de la primera mitad del siglo
XX se esforzaban, en primer lugar, por demostrar
cuán vinculada está esa historia con la expresión de
una vida que no se deja disciplinar por la razón, sus
herederos de la segunda mitad del siglo XX gustan de
hacer confluir esas observaciones en una valoración
más vasta de los condicionamientos políticos, sociales
y psicoanalíticos de la filosofía. En el caso que nos ocu­
pa, la vinculación que se saca a la luz es el papel de la
técnica en la conformación de la teoría, lo que constitu­
ye, desde la perspectiva de Derrida, la madre de todas
las represiones.
Idealidad e iterabilidad. Sin embargo, más allá de
las circunstancias culturales, el verdadero quid teóri­
co es la identificación entre idealidad e iterabilidad. El
razonamiento es el siguiente: ¿qué es una idea? En
principio, una entidad independiente de quien la pien­
sa, que puede existir después de que aquel que la pen­
só ha dejado de pensarla, por esa vez o para siempre.
Ahora bien, para que una condición de este tipo pueda
cumplirse no basta con afirmar que la idea es «espi­
ritual», precisamente porque de esa manera podría re­
sultar dependiente tan sólo de los actos psíquicos del
individuo.
En vez de concentrarse en el carácter espiritual de
la idea, Derrida nos invita a tomar en consideración la
circunstancia de que una idea, para ser tal, debe resul­
tar indefinidamente iterable; y también, que la posibi­
lidad de repetir comienza exactamente en el momento
en que se instituye un código, cuya forma arquetípica
(originaria y no derivada) es ofrecida precisamente
por el signo escrito, por el rastro que puede presentar­
se, si bien no de modo necesario, incluso en ausencia
del escritor.
En este caso, Derrida no actúa ya como exégeta de
Husserl, sino que teoriza por sí mismo. Sugiere que un
mensaje cualquiera, incluso la lista de las compras o la
cuenta de la lavandería, representa del mejor modo la
condición de la idealidad, precisamente porque, a dife­
rencia de los procesos psicológicos, puede acceder a
una existencia aparte de su autor. Es este el punto
fundamental, que Derrida desarrolla con gran estilo
en La voz y el fenómeno, bordeando la «hiperbolitis»
que él mismo se diagnosticó.16
Junto a esta tesis epistemológica, de teoría del co­
nocimiento, Derrida desarrolla (o, más exactamente,
presupone) una segunda, ontológica, según la cual lo
que vale para la presencia ideal también debe valer
para la sensible, para las cosas que se nos presentan
en la experiencia. Este es uno de los puntos más pro­
blemáticos de la teoría derridiana, que dejará tácita­
mente a un lado —como veremos— durante la etapa
más reciente de su pensamiento.

1.2.3 La subversión de la fenomenología


De la epistemología a la ontología. Entretanto, ex­
pongamos la teoría. El subtítulo de La voz y el fenóme­
no (1967) es Introducción al problema del signo en la
fenomenología de Husserl, y materialmente el peque­
ño volumen se presenta como un comentario a la Pri­
mera de las Investigaciones lógicas. Derrida interpre­
tó este trabajo suyo como una larga nota a la Gramato­
logía, o como un texto que habría de encontrar una po­
sición alternativa entre la primera y la segunda parte
de la obra mayor. Su origen es ocasional, una conferen­
cia escrita en pocas semanas y transformada en volu­
men por sugerencia de Jean Hyppolite. De hecho, con­
cluye un ciclo iniciado casi quince años antes.
En 1953-54 había que dilucidar la dialéctica entre
empírico y trascendental mediante el ejemplo de los
16 «Una hiperbolitis exagerada. A fin de cuentas, exagero. Exage­
ro siempre» (Monolinguisme de l’autre., París: Galilée, 1996, pág.
81).
vínculos entre génesis y estructura. En 1962, en cam­
bio, era preciso mostrar la clavija o la bisagra que une
esas dos dimensiones, la escritura como elemento em­
pírico-trascendental (así, se daba respuesta al proble­
ma epistemológico «¿en qué medida el signo es consti­
tutivo de la verdad?»); la dialéctica salía de escena y en
su lugar entraba el signo.
En 1967, con la identificación entre idealidad e ite-
rabilidad, se pasa abiertamente a la ontología: «¿en
qué medida el signo es constitutivo de la presencia?».
Desde esa perspectiva, el signo no proporciona tan sólo
la mediación indispensable para la constitución de la
idealidad. Es, más profundamente, aquello que define
la realidad de nuestra experiencia, el modo en que nos
relacionamos con nosotros mismos y con el mundo.
En esta oportunidad se cuenta una historia más
bien distinta de la de 1962, si no en la trama, al menos
en el final. Ya no el triángulo de Tales, sino los sujetos,
y con ellos, los objetos que entran en su ámbito de ex­
periencia: ni unos ni otros pueden prescindir del sus­
tento proporcionado por el signo; ninguna experiencia,
ya sea la autointuición del yo o la intuición de objetos,
queda inmune a la mediación semiótica. Pero, ¿cómo
se pasa de una teoría de la ciencia a una teoría de la
experiencia?
El mundo está colmado de signos. En primer lugar,
al poner de manifiesto la ubicuidad de los signos. El
primer capítulo de La voz y el fenómeno dirige la aten­
ción a una cuestión terminológica. Husserl diferencia
dos tipos de signos: el índice (Anzeichen), un signo al
cual no necesariamente acompaña una intención (su­
pongamos, los canales de Marte como posibles indicios
de una forma de vida en ese planeta), y la expresión
(Ausdruck), que está, en cambio, necesariamente aso­
ciada a una intención viva; por ejemplo, cuando se
anuda un pañuelo para no olvidar algo.
Antes que nada, debe señalarse —enfatiza Derri­
da— que Husserl propone esta diferenciación, la cual
implica una jerarquía y una axiología, sin aportar una
definición del signo, y eso sucede porque no pensó al
respecto, o bien da por sentado que el signo es algo que
nos asedia por la retaguardia, por cuanto constituye
nuestro discurso mucho antes de ser constituido por
este. Luego, debe resaltarse la jerarquía de valores
presupuesta por la clasificación husserliana: el «au­
téntico» signo, es decir, el inerte, el índice, no animado
por una intención espiritual que le dé vida, está muer­
to; por lo tanto, es malo. El que está vivo exterioriza,
acompañado por una expresión, lo contenido en el al­
ma; por lo tanto, es bueno.
He aquí un punto característico en la estrategia de
Derrida, quien a lo largo de su itinerario seguirá sub­
rayando17 que bajo las particiones teóricas y termino­
lógicas se ocultan elecciones de valores: en Platón, al
igual que en Hegel, el signo «auténtico» es un mal,
pues no lo acompaña el espíritu vivo, de modo que en
el Fedón el signo (sema) también es el cuerpo (soma)
que oculta el alma, y la tumba donde se deposita el
cuerpo muerto; y en la Estética y en la Enciclopedia de
Hegel es la pirámide: nuevamente, una tumba.
Por detrás de la teoría se encuentra, pues, suma­
mente poderosa, la axiología. Para Husserl, como para
todos sus predecesores, hay que descartar lo muerto y
el mal en aras de lo vivo y del bien, privilegiar el espí­
ritu vivo por sobre la letra muerta. Para Derrida, en
cambio, hay que deconstruir esta jerarquía implícita,
y la empresa no es tan difícil, ya que Husserl no logra
reducir o excluir el signo más que Platón o Hegel.

17 La pharmacie de Platón, op. cit.', Le puits et la pyramide. Intro-


duction á la sémiologie de Hegel (1968), más tarde incluido en Mar­
ges de la philosophie, op. cit.
No se puede prescindir de los signos. La resistencia
del signo se despliega en el segundo capítulo. Husserl
quiere reducir el índice, irrelevante para su análisis, a
fin de limitarse al examen de la expresión, en cuanto
manifestación de una conciencia presente para sí mis­
ma (precisamente, la manifestación de un espíritu),
mientras que el signo no lo es, en cuanto puede reflejar
un dato natural y no consciente, o bien una intención
ya no presente (la lista de compras de tres días atrás,
olvidada en la mesa de la cocina). El principio es claro:
lo vivo y la presencia son la conciencia, lo muerto es el
signo, ora índice, ora expresión; pero los índices son
signos más muertos que los otros, y son los primeros
en caer. De todas formas, la reducción es mucho menos
fácil de lo que aparenta, incluso porque los canales de
Marte, que nunca fungieron de vehículo de una con­
ciencia, y la lista de compras, que sí lo hizo, son cosas
muy distintas.
La dificultad adquiere esta tonalidad: desde el pun­
to de vista axiológico, el índice queda subordinado a la
expresión, es una versión secundaria y degradada de
ella; en primer término se hallan las ideas, después las
palabras que las expresan y, por último, los signos que
las preservan. A pesar de todo, la expresión es de he­
cho un tipo de índice, puesto que, por ejemplo, para ha­
blar se utilizan sonidos físicamente análogos a los ín­
dices naturales (los discursos no son menos percibidos
por los oídos que los truenos), para escribir se usan
marcas no esencialmente distintas de los rastros de la
edad en los rostros de las personas, etc. La dificul­
tad es igual a la que enfrentamos a propósito de la
idealidad: desde un punto de vista axiológico, la idea­
lidad, como posibilidad de repetición indefinida, se
encuentra por encima de la iterabilidad, aunque de
hecho esta última constituye una esfera más amplia,
y la idealidad es tan sólo una versión dependiente de
ella.
De esto surge la tesis fundamental de Derrida: la
idealidad es más noble, pero la iterabilidad es más
ubicua y, sobre todo, más constitutiva. Sin iterabilidad
no hay idea. Ahora bien, tal como en la dialéctica de
amo y esclavo en Hegel, el signo, el instrumento servil
que domina el planeta, podrá, gracias a sus recursos
técnicos, invertir las jerarquías y hacer que el amo lo
escuche. La historia es aún más antigua, habida cuen­
ta de que Theut, el inventor de la escritura, era el se­
cretario del Faraón, y era un dios menor, aunque con
el paso del tiempo terminó por condicionar al sobera­
no, de quien registraba contabilidad y memoria.
Mitología aparte, si Husserl puede considerar que
ha quitado del medio el índice, no se basa en una au­
téntica demostración, sino en una decisión logocéntri-
ca previa. Sin embargo (y con esto llegamos al tercero
y al cuarto capítulo), idénticas dificultades vuelven a
presentarse ante la reducción de la expresión. Para
Husserl, hay al menos un caso, el monólogo interior,
en que la conciencia está en relación inmediata con­
sigo misma. Para Derrida, no.
El Cogito es un signo. Según Husserl, cuando hablo
conmigo mismo no necesito palabras, pues ya sé qué
quiero decirme; por ende, no me estoy informando de
nada. En consecuencia, es preciso imaginar que cuan­
do el Cogito es autoconsciente no se habla, y Husserl
señala que los casos en que parecemos hablar en nues­
tro fuero íntimo son secundarios y, en última instan­
cia, ficticios, como cuando nos hacemos reproches («te
has comportado mal, no puedes seguir actuando de
este modo»).
Si Husserl insiste en la no-necesariedad, vale decir,
en el carácter ficticio, del lenguaje en la conciencia, se
debe a que es consciente de que el lenguaje implica ele­
mentos de no presencia al menos posible (puedo ha­
blar de algo sin que ello esté en mi entorno). Por consi-
guíente, desea eliminar la mediación lingüística de la
constitución de un sujeto puntual y completamente
presente, tal como debería ser un sujeto trascenden­
tal, que no duerme, que no tiene lagunas en su memo­
ria ni momentos de cansancio, y se muestra lo menos
condicionado posible por una historia y una geografía.
Conforme al análisis desarrollado en el quinto ca­
pítulo, el supuesto de que la conciencia no tiene necesi­
dad de mediaciones nace de una concepción puntual
de la presencia, que se produciría repentinamente, en
bloque, sin pasado ni futuro, y sin gradualidades. No
obstante ello, los análisis que después de sus Investi­
gaciones lógicas efectuará Husserl acerca de la consti­
tución de la subjetividad desmentirán ese supuesto, y
harán de la presencia no un punto de irradiación origi­
nario, sino el resultado, en principio siempre cambian­
te, de la retención del pasado y de la anticipación del
futuro.
Así, la conciencia sería fruto de dos no-presencias
(por no decir de dos ausencias, al menos si seguimos
las conclusiones que Derrida no da por descontadas).
Puedo también afirmar que no hablo conmigo mismo;
me será más difícil negar que el yo tiene un decurso
temporal: y si el tiempo es a su vez un flujo, entonces
la presencia de la conciencia será, a lo sumo, la de tai
río en que uno no puede bañarse dos veces.
Alcanzado ese punto, se produce el pasaje de la
ciencia a la experiencia. Mientras la Introducción sos­
tenía que para tener ideas científicas es necesario que
estén escritas, La voz y el fenómeno afirma que no exis­
te un yo o un fenómeno en ausencia de signos; servirá
de evidencia que el yo no logra reducirlos en su propio
interior, cuando menos en forma de retenciones y pro­
tensiones temporales. Si el yo está hecho de tiempo, y
el tiempo es flujo —remisión, reenvío, diferencia—,
entonces el yo y sus contenidos están hechos del mis­
mo paño que los signos.
Cualquier presencia es un signo. Esto es valedero
para el yo, pero, ¿puede el mismo razonamiento exten­
derse al mundo? Sí, si nos preguntamos qué es en ver­
dad la presencia. Un escritorio está presente, pero tar­
de o temprano desaparecerá, y además, incluso ahora,
trasciende mi conciencia, está allí afuera, podría ser
una alucinación, y de todos modos algunas de sus par­
tes (por ejemplo, el contenido de sus cajones) no están
presentes para mí; por eso, cartesianamente, Husserl
tiende a hacer coincidir la objetividad con la inte­
rioridad, con la inmanencia de los fenómenos a la con­
ciencia. Si admitimos este principio no sólo para la
epistemología, sino también para la ontología, la suer­
te está echada. A partir de ese momento, para el objeto
valdrá lo que valía para el sujeto: la verdadera pre­
sencia se configura no como realidad externa (caduca,
incierta, trascendente), sino como interioridad, y la in­
terioridad está tanto más presente en la medida en
que se piensa como idealidad, como posibilidad de re­
petición indefinida.
Ahora bien, nos encontramos ahora ante un double
bind que constituye el núcleo de la filosofía de Derrida:
la presencia plena, no obstaculizada por la posibilidad
de desaparición empírica, no complicada por la tras­
cendencia del objeto respecto de la conciencia, es inte­
rior e ideal. Sin embargo, la idealidad es posibilidad de
repetición indefinida; por tanto, es en sí misma y por
definición no presente, y además depende de signos
para la repetición. Lo que asegura la presencia es tam­
bién lo que la toma imposible: toda presencia perfecta
(ideal) es una presencia imperfecta (en cuanto es tan
sólo la actualización de una serie indefinida). Tanto
más en lo que concierne a las presencias imperfectas,
como los objetos trascendentes o los fenómenos consti­
tutivamente parciales.
La forma es rastro de lo informe. Si la determina­
ción del ser como presencia se confunde con la del ser
como idealidad, entonces, la simple presencia parece
indisociable de la repetición; de esta manera, según
la conclusión a la cual llega Derrida, «la cosa misma
siempre se sustrae»: la presencia se transforma en un
síntoma, y en principio no hay modo de distinguir la
presentación —el darse de la cosa «en carne y hue­
so»— de la representación.18 Vivimos en un mundo de
signos no porque haya una «prosa del mundo», como
había sugerido Merleau-Ponty y repetía Foucault,
sino porque el mundo no está formado por cosas, sino
por representaciones.
De ello deriva que, justamente sobre la base de los
principios que lo animan, el proyecto completo de la fe­
nomenología (y en realidad de lo que Derrida llama
«metafísica de la presencia») resulta irrealizable no só­
lo de hecho sino, mucho más gravemente, de derecho.
En otros términos, uno de los motivos por los cuales es
tan difícil superar la metafísica es que esta (como sue­
ño de presencia total, no interrumpida por elementos
de reenvío) nunca se produce como tal, y entonces es
un fantasma que nos obsesiona, antes que una reali­
dad que se pueda tomar en consideración.
Así, la subversión de la fenomenología se efectúa
mediante la generalización de la epojé, de la suspen­
sión de la actitud natural merced a la cual creemos no
estar involucrados sólo con fenómenos de la concien­
cia, sino también con objetos fuera de nosotros. El
mundo es un entramado de rastros, no por los caracte­
res propios de los objetos de conciencia (que son inma­
nentes pero remiten a una trascendencia, el objeto
fuera de la conciencia), ni por el perfil que ofrecen los
fenómenos (si veo la fachada de una casa, no veo su
contrafrente), sino por la índole específica de la ideali­
18 La uoix et le phénoméne, op. cit., págs. 58 y 114.
dad como perfección de la conciencia, que es tal sólo en
cuanto posibilidad de repetición indefinida.
Sin embargo, la idealidad no atañe sólo al filóso­
fo, sino a todo hombre. Si bien esto parece exagerado
cuando se habla de mesas y de sillas (por lo general,
uno tiende a pasar por alto que los objetos tienen as­
pectos no presentes), lo es mucho menos si se toman
en consideración la importancia y la ubicuidad del fe­
nómeno de la idealización en la vida psíquica, donde el
dilema de los ideales es una experiencia cotidiana. Por
ello, algunas veces Derrida citó un fragmento de Ploti-
no: «La forma es rastro de lo informe»;19 el fenómeno,
como totalidad presente, señalaría un exceso más allá
de sí, y ese exceso (ya sea la parcialidad del fenómeno,
la trascendencia del objeto o la idealidad como iterabi­
lidad) es, precisamente, el elemento no-dialectalizable
que mantiene en movimiento la dialéctica de materia
y forma.

1.3 El argumento trascendental


1.3.1 Real, ideal, iteración
La presencia como resultado. El argumento de De­
rrida tiene dos puntos clave que conviene desarrollar
analíticamente.
Primero, la presencia del mundo es una presencia
para la conciencia, tanto mayor cuanto más ideal es,
vale decir, cuanto más iterable es, y la iteración re­
quiere signos. Como vimos hace poco, este es un mo­
vimiento que Derrida justifica mediante el recurso de
Husserl a la epojé, a la suspensión de la actitud natu­
ral que concibe los fenómenos como manifestaciones
19 Lo hizo al menos en dos ocasiones; cf. Marges de la philosophie,
op. cit, págs. 77 y 187. El fragmento es de Enéadas, VI, 7, 33.
de cosas existentes fuera de la conciencia y los reduce
a puras inmanencias. De todas maneras, según vimos,
si en Husserl la epojé era un momento provisorio y
epistemológico, en Derrida se toma permanente y on-
tológico: en principio, la perfección del fenómeno es
una presencia de conciencia, tanto más fuerte en la
medida en que es ideal; no obstante ello, la idealidad
es para Derrida iterabilidad (posibilidad de repetición
indefinida), de modo que —conforme al double bind—
la perfección del objeto se da en el sujeto, como presen­
cia ideal, pero la presencia requiere iteración, la itera­
ción necesita signos, los signos son no-presentes y, por
ende, la presencia perfecta es también una presencia
imperfecta.
Segundo, el yo como flujo temporal está compuesto
de retenciones y protensiones, por consiguiente de sig­
nos; a eso obedece que no sea un punto presente desde
el cual se irradien no-presencias, sino el resultado de
dichas no-presencias. Derrida deriva ese argumento
de los análisis husserlianos de finales de la década de
1910 y de la década de 1920 acerca de la temporalidad,
que hace operar en retroactividad sobre el problema
del signo en las Investigaciones lógicas. El resultado
de esa combinación no prevista por Husserl, que nun­
ca asociará el problema del tiempo al del signo, es tri­
ple: 1) la escritura deviene la imagen de la temporali­
dad (esto prepara el nexo entre escritura y esquema­
tismo que hallaremos en la Gramatología); 2) la pre­
sencia es concebida como resultado de operaciones
constitutivas; 3) la diferencia, el sistema de reenvío
(del tiempo y del signo), se configura como una estruc­
tura originaria.20 Si, con todo, la presencia es fruto de
una idealización como repetición, se torna imposible,
en rigor, diferenciar presentación (el darse de una co­
sa) y representación (su iteración); llevado al límite,
20 Marges de la philosophie, op. cit., pág. 17.
resulta igualmente imposible diferenciar realidad e
imaginación.
Lo caduco y lo permanente. Hay un punto que has­
ta ahora no hemos tomado en consideración, y que
concierne a la motivación de base de esta exacerbación
de la fenomenología. La opción en favor de la presen­
cia ideal nace de la constatación de la caducidad de la
real, destinada a desaparecer no en el sentido (incluso
admisible) de que, a la larga, hasta el Everest desapa­
recerá, sino en otro, de menor plazo y mayor pregnan-
cia: el yo no es intemporal y eterno, sino mortal. Por
ello, la opción por la idealidad es engendrada por la
conciencia de la mortalidad, de la ineluctabilidad de la
desaparición de cualquier observador empírico; la for­
ma del ser como objetividad, aquella con representa­
ción lingüística en la tercera persona del presente del
indicativo, es dada precisamente porque algo es sólo si
estaba antes del nacimiento del sujeto y habrá de es­
tar después de que este muera.21
No estamos ante un razonamiento peregrino. Ima­
ginemos qué habrá cuando muramos. Es inútil que in­
tentemos pensar que con nosotros desaparecerá todo
el mundo: en realidad, sabemos que todo permanece­
rá, excepto nosotros, y precisamente ese ser después
de nosotros (y antes de nosotros) parece constituir el
sentido más pregnante de la presencia, de igual modo
que la ventaja (o desventaja, eso depende) de una mu­
ralla real en relación con una meramente imaginada
consiste en que existe incluso cuando no pensamos en
ella. Derrida traduce el estar presente con el «perma­
necer», y después concentra su atención sobre los ins­
trumentos que aseguran la posibilidad de ese tipo de
permanencia más allá de la finitud individual. Y una
vez más, aunque el argumento puede parecer hiperbó­
21 La voix et le phénoméne, op. cit., pág. 60.
lico toda vez que se refiere a mesas y sillas, resulta
mucho más ordinario en la vida psíquica y social, don­
de fenómenos macroscópicos como la familia y las ins­
tituciones son típicas expresiones de una tendencia
natural a crear estructuras que vayan más allá de la
finitud individual.
De lo infinito a lo indefinido. Precisamente porque
se engendra a partir de la caducidad, la idealidad se
concibe, de por sí, no como una iterabilidad al infinito,
sino como iterabilidad indefinida; en palabras de De­
rrida: «la diferencia infinita llegó a su fin».22 Si el libro
que en este momento estoy escribiendo sobrevive en
alguna biblioteca o tienda de mercachifle un solo se­
gundo después de mi muerte (pese a todo, las posibi­
lidades son elevadas), entonces, la verdadera presen­
cia no es lo que yo estoy pensando ahora, sino aquello
que otros leerán en otro momento (supongamos que es
el año 2103 y alguien está leyendo esta frase). La per­
fección del vivir se da en el sobrevivir y, aun mejor, en
lo postumo; la constitución de la idealidad como repe­
tibilidad sostiene un vínculo esencial con la muerte.
Por ello, la repetición no es «infinita» sino «indefinida»:
es el acto de un diferir que se produce a partir de un
sujeto finito.
Lo anterior no significa que Husserl no hubiera te­
nido en cuenta la caducidad del sujeto; no obstante, lo
que en verdad le importaba era la certidumbre del ob­
jeto, y el problema de la desaparición de la subjetivi­
dad individual se planteaba recién en un segundo mo­
mento, en la dimensión epistemológica: como hemos
visto en El origen de la geometría}concernía a las posi­
bilidades de transmisión y conservación de una cien­
cia de ideas. Por el contrario, Derrida parte de un pre­
supuesto netamente heideggeriano. La finitud se en­
cuentra de inmediato, no es el percance de un sujeto
22 Ibid., pág. 114.
eterno; es justamente lo que, en un sujeto finito, sus­
cita la necesidad de idealización.
La inversión de la fenomenología. Esta matriz hei­
deggeriana es la diferencia básica entre Husserl y De­
rrida, y determina el pasaje desde la epistemología ha­
cia la ontología.
Para Husserl, la presencia ideal constituye una ne­
cesidad esencialmente científica (en el sentido más
elevado): si deseamos tener cabal certeza acerca de los
fenómenos con que nos vinculamos, nos conviene sus­
pender su referencia al mundo y salvarlos como he­
chos de conciencia (reducción fenomenológica); luego,
debemos aislar sus estructuras esenciales en forma de
idealidad (reducción eidética); por último, debemos
trascender la caducidad del sujeto empírico y acceder
a la dimensión de un sujeto eterno (reducción trascen­
dental). Ninguna de esas tres reducciones atañe al
mundo, que permanecerá cierto e incólume hasta que
se lo indague filosóficamente (por ejemplo, la física no
efectúa por sí sola las reducciones), esto es, hasta que
se lo someta a la prueba de la duda hiperbólica.
En cambio, para Derrida se parte precisamente del
sujeto que, heideggerianamente, desde el principio se
sabe finito y por ello concibe la presencia como lo que
queda después de su muerte y existía antes de su naci­
miento. La reducción trascendental es, entonces, el
primer gesto inconsciente de un sujeto que se sabe
mortal; más tarde, la reducción eidética será la obvia
consecuencia de esa conciencia, que implica optar por
la idealidad con respecto a la realidad; alcanzado este
punto, la reducción fenomenológica deviene, por así
decir, una actitud natural, que implica la indistinción
básica entre presentación y representación, presencia
real e idealidad.
Pero ello es posible justamente porque, como men­
cionábamos hace poco, la presencia a la que se refiere
Derrida no es (al menos en esa etapa del recorrido) la
física, sino la esfera psicológica y social —la esfera de
la existencia en sentido heideggeriano, o de la fenome­
nología del espíritu en sentido hegeliano—, en la cual,
en efecto, lo ideal y lo real son difícilmente diferencia-
bles. Podemos aceptar sin dificultades que la silla en
que estamos sentados ahora no es la ideal; pero hubo
un momento de nuestra vida en que debimos hacer
cierto esfuerzo para resignarnos a que nuestro padre
no fuera un padre ideal. En esta esfera, la identifica­
ción entre presencia e idealidad parecerá mucho me­
nos extremista de lo que resulta con referencia a los
objetos físicos. La ontología se vuelve representación
de una estructura neurótica (lo ideal siempre está des­
tinado a naufragar) y ansiosa (la presencia siempre
está amenazada por la desaparición).
En consecuencia, se comprende cómo según este
planteo la escritura constituye mucho más que una
metáfora para definir el vínculo con lo que queda des­
pués de nosotros, o un instrumento para asegurar las
idealidades científicas. Al contrario: se vuelve el entra­
mado de la ontología. Una escritura, exactamente co­
mo la realidad, es lo que preexiste a nosotros (las mar­
cas de quienes nos antecedieron) y perdura después de
nosotros: escribir siempre es hacer testamento.

1.3.2 El teorema de Münchhausen


El suplemento. Recapitulemos: la conciencia, que
es el resguardo del fenómeno, está hecha de huellas,
que aseguran la idealización como iteración pero al
mismo tiempo ponen en riesgo su pureza, justamente
porque son huellas, y no presencias plenas. A su vez, el
yo es mortal, pero precisamente de esa mortalidad
surge el sueño de la idealización como iteración, que,
con todo, nunca será plena y perfecta, no sólo porque
se vale de huellas, sino también porque es la prospec­
ción de un sujeto finito, que como tal sólo puede dar vía
libre a una repetición indefinida. Justamente aquí ve­
mos cuánta importancia reviste la dialéctica en la lec­
tura derridiana de Husserl: las condiciones positivas
son también condiciones negativas, y viceversa; salvo
que, con espíritu muy característico del siglo XX, De­
rrida utiliza la dialéctica no en vista de una síntesis
final, sino más bien de una situación aporética.
Independientemente de los resultados y de los hu­
mores, el mecanismo relanza una neurosis que ya está
en la dialéctica. En las Lecciones de estética, Hegel se­
ñala que, al embalsamar a sus muertos, los egipcios
revelan poseer una intuición acerca de la inmortali­
dad del alma, porque entienden que la muerte se pro­
duce dos veces: la primera, como muerte de lo que es
simplemente natural; la segunda, como nacimiento de
algo que va más allá de la naturaleza. La momia tiene
ese doble valor: es un cuerpo muerto y a la vez algo
más, que alude a la posibilidad de una duración que
trasciende la vida biológica. Si tomamos en conside­
ración que el cuerpo, platónicamente, es la letra, la
metáfora puede ayudarnos a comprender la cuestión:
la huella es el monumento de la vida en la muerte, y el
monumento de la muerte en la vida; la lista de com­
pras podrá sobrevivirme décadas y, sin embargo, tan
pronto como la escribí, ya no está presente para mí, no
pienso más en ella y hago otra cosa.
Si la mención de Hegel parece sospechosa, o cuan­
do menos se recela un dejo de hipérbole dialéctica, y la
referencia a la lista de compras resulta trivial, habrá
de tomarse en consideración que, en las Meditaciones
metafísicas, Descartes sigue un itinerario análogo. El
Cogito, que sólo tiene la certeza de su dudar, se da
cuenta de que es finito; esta conciencia suscita en él
una idea de lo infinito, que no puede haber derivado de
sí; y el infinito es Dios, el cual posee todas las perfec­
ciones, incluidas la existencia (prueba ontológica) y la
veracidad, funda el mundo en su verdad y sustrae de
la duda hiperbólica al Cogito: el mundo no es la ficción
de un Demonio engañador, sino de un Dios verdadero
y verídico.
Dos prusianos. Derrida retomó ese círculo que, co­
mo vemos, es bastante tradicional, llamándolo (con re­
ferencia a Rousseau, en quien es recurrente, y en par­
te también a Bergson) «suplemento»: 1) la presencia
plena como presencia ideal es lo que suple la caduci­
dad de lo empírico; 2) pero lo empírico es tanto el ori­
gen de lo ideal, dado que el sueño de una presencia ple­
na nace de la constatación de la caducidad, como el
medio (el signo) que asegura la presencia plena como
iteración; 3) sin embargo, por otra parte, lo empírico y
lo contingente sólo son tales bajo la luz de lo trascen­
dental y de lo necesario que ellos mismos han consti­
tuido.
Para formarse una idea al respecto, es algo muy
similar al Barón de Münchhausen, quien se saca de
un estanque tomándose por el pescuezo. Pero no es
una historia extraordinaria; es, como sugiere Derrida,
lo que normalmente sucede: una falta (la insuficiencia
de la presencia) se colma, pero aparecerá como una
falta sólo en la medida en que se la supla. (Mostré­
moslo de modo banal: la radio parecía ir muy bien,
pero la televisión demostró que le faltaba algo.)
Bajo los despojos del Barón prusiano aparece Kant
con el argumento trascendental: afirmar que el yo
pienso debe necesariamente acompañar mis represen­
taciones, que además son todo lo que hay, una vez que
haya descartado los noúmenos, es sostener que la pre­
sencia necesita un yo para ser tal, y que de todos mo­
dos seguirá siendo imperfecta, precisamente porque
descarté los noúmenos. Por lo demás, eso es lo que
abiertamente sostiene Kant cuando declara que las
condiciones de posibilidad del conocimiento de los ob­
jetos de experiencia son también las condiciones de
posibilidad de existencia de dichos objetos, y que no
son los objetos los que posibilitan las representacio­
nes, sino las representaciones (de un sujeto) las que
posibilitan los objetos.
Metafísica y neurosis. Ocultas en el argumento en­
contramos, pues, páginas y páginas de historia de la fi­
losofía. Pero también tesis fuertes, y fuertemente de-
rridianas, en especial aquella según la cual el proyecto
metafísico de una presencia plena, ya sea de los ob­
jetos o de los sujetos, es una suerte de neurosis que
deja a los filósofos en una perenne insatisfacción: la
misma que todos los hombres, filósofos o no, experi­
mentan en la frustración a la que se exponen al con­
cretar sus deseos.
Por una parte, la metafísica se ocupa de un ser no
contaminado, vale decir, intenta pensarlo verdadera­
mente, en su plenitud; sin embargo, en la exacta medi­
da en que el proceso coincide con una apropiación del
ser por parte del sujeto, con una reconducción de la al-
teridad a una subjetividad resultante de un entrama­
do de no presencias, entonces, la apropiación nunca es
plenamente lograda y el fracaso está escrito desde la
formulación del proyecto. Así, la historia de la metafí­
sica no sería la trayectoria de una gradual ocultación,
como sugieren Nietzsche y Heidegger, sino la frus­
trante narración de una derrota.
Justamente por eso el proyecto de superar la meta­
física está, sin embargo, destinado a quedar estructu­
ralmente incompleto, ya que la debilidad de la metafí­
sica también es su fuerza: como el deseo de presencia
nunca queda saciado, permanece activo; no puede evi­
társelo, de la misma manera que, como sugería antes,
resulta más difícil liberarse de las obsesiones que de
las cosas verdaderas. La deconstrucción será, enton­
ces, una actividad terapéutica, que requiere al texto al
igual que el analista hace hablar al neurótico, le hace
relatar su historia, en un análisis interminable que no
promete curar el mal, sino sólo hacerlo tolerable.
Lo absoluto como inconsciente. Esta implicación te­
rapéutica resulta aún más evidente si tomamos el polo
del sujeto, vale decir, del saber absoluto23 que consti­
tuye el ideal de la conciencia, su sueño o su fantasma:
una total presencia del mundo en un sujeto por entero
presente para sí mismo, como el Dios de Leibniz, para
el cual el pasado, el futuro y lo posible no existen, sino
que están incluidos en un eterno y real presente.
De todas formas, para hacer realidad este final fe­
liz, el saber absoluto está obligado a referirse a la idea­
lización, y con ello cae en el infierno de la repetición,
esto es, en el mecanismo mediante el cual la condición
de la presencia también es la condición de la no-pre­
sencia, ya que la idealidad se configura como una re­
petición indefinida. Por ende, como siempre abierta,
nunca resuelta en el recinto de una apropiación total
como la que se imputa a Hegel, pero erradamente, ya
que Hegel era consciente de que el saber absoluto es
un ideal que nunca se hace realidad. Sin embargo, una
de dos: o Hegel se ilusionaba con haberlo hecho reali­
dad pese a todo, y entonces estaba errado, o bien no se
hacía ilusiones, veía en el saber absoluto un ideal te-
leológico que habría de guiar toda la indagación de la
ciencia humana, y entonces tampoco en este caso ha­
bría dado en el blanco.
De lo dicho se desprende la conclusión desarrollada
más adelante por Derrida cuando se refiere a la «dife­
rencia», al proceso de remisión indefinido que sustitu­
ye lo absoluto (o le da nueva denominación): el saber
23 «De l’éeonomie restreinte á l’économie genérale», ahora inclui­
do en Uécriture et la différerice, op. cit.-, Glas, París: Galilée, 1974.
absoluto no es el que tiene lugar en la conciencia, pre­
sa del círculo de la idealización, sino en aquello que
hace posible la conciencia y la idealización, ya sea el
signo (según la versión de Husserl) o el inconsciente
(según la versión de Freud y, en alguna medida, de
Nietzsche).

1.3.3 La ley de M urphy


Las críticas de los fenomenólogos. Derrida explícita
una lógica inmanente y al hacerlo desencadena una
contradicción. Para una teoría de la experiencia de la
conciencia es fatal que la idealización y la presencia
plena estén destinadas al fracaso; como ya vimos, es
algo tan normal como la decepción que acompaña a las
vacaciones esperadas durante demasiado tiempo (por
no hablar de cosas más serias). Por otra parte, no cau­
sa sorpresa que, para un Husserl leído sin Heidegger,
sin Hegel y sin Freud, la interpretación de Derrida ha­
ya suscitado tantas resistencias.24
En primer lugar, se ha señalado que Husserl había
arribado de manera autónoma a concebir la presencia
no como un punto de irradiación, sino como el límite
entre retención y protensión. De todas formas, el quid
teórico de Derrida consiste, como hemos visto, en unir
el problema de la temporalidad con el de la escritura,
cosa que Husserl nunca había hecho, al menos en esos
términos. Por tanto, la objeción es demasiado vaga co­
mo para dar realmente en el blanco.
24 R. Cobb-Stevens, «Derrida and Husserl on the Status of Reten-
tion», en Analecta Husserliana, Dordrecht et alibi: Reidel, 1985; R.
Bernet, «Differenz und Anwesenheit. Derrídas und Husserls Phá­
nomenologie der Sprache, der Zeit, der Geschichte, der wissen-
schaftlichen Rationalitát», en sus Studien zur neueren franzósis-
cheti Phánomenologie, Friburgo-Munich: Alber, 1986; Costa, La ge-
nerazione della forma, op. cit.
En segundo término, y principalmente, se ha des­
tacado que Husserl marcaba una diferencia entre re­
tención (la estela del pasado que perdura en el presen­
te, yo que concibo este instante como aquello que sigue
a lo que lo antecedió) y rememoración (yo que recuerdo
lo que hice ayer). En el primer caso, estamos ante el
perdurar de una presencia; en el segundo, ante la evo­
cación de algo que ya no está presente. Derrida, por su
parte, trata a la retención y a la rememoración como
dos no-presencias; más precisamente, considera la re­
tención como una forma de rememoración, y justo so­
bre esta base puede alcanzar la asimilación entre pre­
sencia y representación.
Esta es una crítica mucho más fuerte y motivada.
Es cierto que tampoco Husserl había logrado fundar
por completo una diferenciación como esa, ya que ad­
mitía una variante de la duda hiperbólica, según la
cual Dios podría habernos creado hace un segundo con
todos nuestros recuerdos, lo que haría caer la diferen­
cia entre retención y rememoración (en ambos casos
serían ausencias) y, en última instancia, entre presen­
tación y representación. Mas para él era cuestión de
mera eventualidad, que no atentaba contra una certe­
za de base. En Husserl, la posibilidad sigue siendo una
posibilidad, mientras que en Derrida se torna una ne­
cesidad, algo que ha de tomarse en cuenta de manera
obligatoria.
La consecuencia de este planteo diferente es que
para Derrida los actos de repetición llamados a asegu­
rar la idealización son a su vez ideales,25 en tanto que
desde la perspectiva de Husserl y de los fenomenólo-
gos ortodoxos son reales. Para Husserl, el dudar tiene
un límite; para Derrida, no. Si siempre es admisible la
25 «La idealidad es el resguardo o el dominio de la presencia en la
repetición. En su pureza, esa presencia no es presencia de nada que
exista en el mundo, está en correlación con actos de repetición de por
sí ideales» (La voix et le phénoméne, op. cit., pág. 114).
hipótesis de que Dios (o un demonio omnipotente) nos
creó hace un segundo con todos nuestros recuerdos,
entonces esa posibilidad necesariamente debe tomarse
en cuenta. Es la otra cara del mecanismo de conjunto
de Derrida: así como corresponde indagar sistemática­
mente el rol de lo empírico en lo trascendental, se ha
de indagar necesariamente lo trascendental en lo em­
pírico.
La posibilidad necesaria. La ley que resulta de ello
es: si algo es posible, entonces necesariamente habrá
que tomarlo en cuenta, y esa posibilidad no es un acci­
dente, sino que forma parte de la esencia de la cosa.
Derrida no sólo aplica este principio a la fenomenolo­
gía, sino que lo deriva de Husserl, que en sus Ideas26
habla justamente de una «posibilidad esencial» o «po­
sibilidad necesaria».
Tras la referencia a Husserl, asistimos a una maxi-
mización del argumento trascendental según el cual, si
algo puede, entonces necesariamente debe. Hay ejem­
plos típicos en Kant: si podemos ser morales, entonces
debemos procurar serlo; si podemos saber, entonces
debemos procurar saber. Estos dos planos no son equi­
parables, pero ese no es el parecer de Kant ni el de De­
rrida, que incluso lo lleva a sus consecuencias extre­
mas. Con respecto a Kant, la versión de Derrida adop­
ta la forma pesimista de la ley de Murphy: si algo pue­
de salir mal, entonces necesariamente saldrá mal.
A decir verdad, también hay una versión optimista,
que Derrida desarrolló durante los últimos años:27 ha­
26 Parágrafos 86, 135, 140. El problema de la posibilidad necesa­
ria en Derrida fue valorizado por Silvano Petrosino en Jacques De­
rrida e la legge delpossibile, Nápoles: Guida, 1983, págs. 158 y sigs.
27 «Donner la mort», en J.-M. Rabaté y M. Wetzel (eds.), L’éthique
du don, París: Transitions, 1992; «Apories. Mourir - s’attendre aux
“limites de la vérité”», en M.-L. Mallet (ed.), Le passage des fron­
tiéres. Autour du travail de Jacques Derrida, París: Galilée, 1994.
bida cuenta de que el argumento todos los hombres
son mortales es demasiado fuerte desde el punto de
vista lógico (esto es, distinto de la afirmación según la
cual «todos los hombres nacidos en 1830 murieron»),
entonces, ya por sí sola la inmortalidad es una posibi­
lidad a la cual habremos de prestar la debida atención.
A este respecto, no se hace Derrida más ilusiones que
cualquier otro. Simplemente, si el argumento básico
es que, en un nivel de idealidad, tenemos que conside­
rar las posibilidades como necesidades, entonces la po­
sibilidad de que yo muera y la posibilidad de que no
muera, no obstante su notoria diferencia estadística,
son dos hipótesis que debo necesariamente tomar en
cuenta.
Esto puede parecer absurdo. ¿Qué sentido tiene
sostener que debo considerar también la posibilidad
de no morir? Aún más: la imposibilidad del «en cuanto
tal», esto es, de la esencia, ¿significa que no hay ratas
u hongos sólo porque no hay hongos o ratas en cuanto
tales? El meollo no es ese. Si los metafíisicos soñaron la
presencia en cuanto tal y la persiguieron con la tenaci­
dad de la cual da testimonio la historia del logocen­
trismo, entonces este paso al límite está dictado por
una asunción coherente de los presupuestos de la me­
tafísica. Una vez dicho esto, que haya ratas y hongos
es un hecho, al igual que es un hecho que hasta ahora
hayan muerto todos; pero no equivale a decir que haya
ratas y hongos en cuanto tales (vaya uno a encontrar­
los), ni que en 2003 no pueda nacer un inmortal.
La critica de Searle. El pasaje no obvio de la posibi­
lidad a la necesidad también es el eje central de la crí­
tica que John Searle dirigió a Derrida diez años des­
pués de la formulación de la que denominamos tesis
fundamental de su pensamiento.28
28 J. Searle, «Reiterating the Differences: AReply to Derrida», en
Glyph, 1 ,1977, págs. 172-208.
Pocos años después de La voz y el fenómeno, Derri-
da29 había aplicado a Austin el mismo mecanismo
empleado con Husserl en 1967. Austin es famoso en la
filosofía del siglo XX por su teoría de los actos de habla,
o sea, por el interés con respecto a ciertas proposicio­
nes —como las promesas, las apuestas, el «sí» al con­
traer matrimonio— que no describen algo, sino que lo
realizan. El caso del performativo, en la teoría de De­
rrida, tiene un privilegio especial. En el fondo, cuando
performo un acto lingüístico debería encontrarme pre­
cisamente en el caso ideal en que todo está presente
para mí mismo: soy yo el que habla, soy yo el que
quiere hablar y sé qué quiero (al menos, creo saberlo),
y el acto que realizo no es trascendente como una mesa
o una silla, está presente justo en el momento en que
lo enuncio. Pero, una vez más, ¿existe semejante in­
tención plena y presente?
En síntesis, la objeción de Derrida es la siguiente.
Toda intención presupone un lenguaje, y todo lenguaje
es un código iterable. La iteración se abre a dos posibi­
lidades que tornan irrealizable la regla por la cual la
intención viva siempre es diferenciable de la cita de la
intención muerta (por ejemplo, la lista del almacén ol­
vidada sobre la mesa de la cocina). Si digo «sí» al con­
traer matrimonio, para que mi acto lingüístico sea vá­
lido es necesario que sea iterable, vale decir, que forme
parte de un rito y, en términos más generales, de un
lenguaje. Si dijera «lechuga», si transgrediera el rito,
no contraería matrimonio, y tampoco lo haría si dijera
«bleagh», esto es, si transgrediera el código valiéndo­
me de una interjección en vez de una palabra de mi
idioma. Si digo «sí», todo está en orden, desde ya; pero
es exactamente la misma palabra que utilizaría un ac­
tor o mi jaranero de café sin la menor intención de ca­
sarse.
29 Signature, événement, contexte (1971), incluido ahora en Mar-
ges de la philosophie, op. cit.
Austin afirmaba que esos son casos secundarios,
parásitos respecto de la regla; pero lo central es que
por principio no pueden excluirse, pues son posibilida­
des esenciales y, por tanto, posibilidades trascenden­
talmente necesarias. D e manera que —concluye De­
jada— aun en los actos de habla nunca puede hacerse
valer hasta sus últimas consecuencias la diferencia­
ción entre presentación y representación, por cuanto
las condiciones de posibilidad de un acto real son tam­
bién condiciones de posibilidad de un acto ideal o in­
cluso simulado.
Searle objetó que el argumento de Derrida se sus­
tentaba en una confusión entre type (el modelo ideal
de una frase; una vez más, supongamos, el caso del
«sí» para contraer matrimonio) y token, la enunciación
real de esa palabra en determinado contexto. En otros
términos: Derrida caería en una falacia afín a la de
quien escribiera que «el arma utilizada para matar a
Fulano fue la misma utilizada para matar a Menga­
no», donde no queda claro si la referencia es al mismo
tipo de revólver o al mismo ejemplar {token), lo cual,
desde el punto de vista de la indagatoria judicial, cam­
bia todo. Así, que en diferentes actos se use el mismo
type no tiene implicancia alguna acerca de la identi­
dad del token y la imposible diferenciación entre dos
matrimonios verdaderos, o entre un matrimonio ver­
dadero y uno ficticio.
Queda claro que la sustancia de la objeción de Sear­
le es idéntica a la crítica de los fenomenólogos. Pero la
cuestión es que Derrida, por los motivos que vengo su­
giriendo, y como enfatiza en una extensa réplica a Sear­
le,30 está interesado precisamente en poner en entredi­
cho la diferencia entre type y token, al igual que entre
trascendental y empírico, e ideal y real. ¿Por qué?
30 «Limited Inc. abe. . .»(1977), incluido ahora en Limited Inc., al
cuidado de E. Weber, París: Galilée, 1990 (trad. al italiano de N.
Perullo, Limited Inc., Milán: Raffaello Cortina, 1997).
¿Los filósofos pueden negar lo obvio? Searle inter­
pretó la lectura de Austin como un simple caso de ter­
giversación; es más: como la expresión de una estre­
sante tendencia de Derrida a decir cosas obviamente
falsas. Otros vieron en esta confrontación el ejemplo
de una diferencia entre el modo de argumentar de los
analíticos y el de los continentales, o como prueba de
que los continentales no argumentan. Sin embargo, la
diferencia reside precisamente en que Searle parte de
la valorización del sentido común, dando por hecho
que hay un trasfondo de certezas y realidades que es
insensato poner en duda: los filósofos no deben negar
lo obvio; por ejemplo, sostener que no se puede comu­
nicar, en el momento exacto en que se dirigen a otros
filósofos, ciertamente esperando ser comprendidos por
ellos.
Derrida, en cambio, lleva a sus consecuencias ex­
tremas el argumento trascendental según el cual no
hay un momento en que uno deba detenerse en la ca­
dena de consecuencias y de fundaciones. Como resul­
tado de ello, no hay cabida para negar que existan ma­
trimonios o que las personas se entiendan; sí la hay
para demostrar que la perfección ideal de este hecho
cierto no se da. ¿Derrida comete una equivocación? Ya
he sugerido más arriba: si este es un error, es el mejor
distribuido entre los filósofos, como logran demostrar­
lo la historia de la metafísica y su sueño de presencia
plena e ininterrumpida.
Derrida es por entero coherente con sus posiciones.
El problema reside, acaso, en la legitimidad de lo tras­
cendental en filosofía, es decir, la necesariedad de este
error tan bien distribuido. Una cosa es hablar de la
constitución de la idealidad científica; otra distinta es
sostener que la presencia sensible misma está sujeta a
la acción de la idealidad. La confusión es de vieja data:
la hallamos en el Teéteto (donde la memoria es consi­
derada posibilidad de la percepción), en la Crítica de la
razón pura (donde la posibilidad de la ciencia se con­
funde con la posibilidad de la experiencia), en La feno­
menología del espíritu (donde se confunden sistemáti­
camente experiencia y conocimiento), en Ser y tiempo
(donde ser y sentido del ser resultan estrechamente
superpuestos).
De todas formas, que este sea uno de los errores
más difundidos en la historia de la filosofía no parece
ser un buen motivo para repetirlo e intensificarlo. Se
notará que las objeciones, tanto de los fenomenólogos
como de Searle, provienen del punto que termino de
aclarar: la maximización es un pasaje al límite, donde
la posibilidad pasa a ser una necesidad que obligato­
riamente debe tenerse en cuenta, incluso en el aspecto
ontológico. Sin embargo, claramente no es así, no más
que lo sensato de sostener (con Descartes) que hace
falta dudar de los sentidos, pues a veces engañan y no
es bueno confiar en quien nos ha engañado al menos
una vez. Seguimos confiando en nuestros sentidos, no
tenemos opción; y el hecho de que puedan engañamos
no implica que necesariamente sean falaces. La posibi­
lidad esencial y necesaria del engaño de los sentidos
debe tenerse en cuenta en el ámbito de la teoría del co­
nocimiento, pero no en el de la teoría de la experiencia;
de otro modo, el mundo perdería significado, y nues­
tras palabras serían las imprecisas aproximaciones a
una realidad incognoscible y acaso inexistente. Para
volver al caso de la escritura, es muy probable que na­
die ha de clasificar mis listas del almacén, que están
destinadas, por consiguiente, a desaparecer mucho
antes que yo, en el cesto de la basura.
La objeción de Mulligan. Como la mayor parte de
los trascendentalistas, Derrida pide a la experiencia la
misma certeza y el mismo rigor de la ciencia, y como
los más exigentes de ellos, se revela muy sensible a las
consecuencias lógicas de ese requerimiento. Derrida
descarta la certeza primitiva y toma en serio la metafí­
sica —o, mejor aún, y este punto es decisivo, esa forma
particularmente sofisticada de metafísica que es la
filosofía trascendental—, le toma la palabra y la lleva
al límite; y el paradigma de la escritura se muestra co­
mo la mejor versión de la aporía de la presencia: algo
está en verdad presente únicamente si es iterable; pe­
ro si algo es iterable, entonces, no está en verdad pre­
sente.
La escritura puede ser leída en ausencia del escri­
tor: aun la lista del almacén, que aparentemente me
recuerda, estando yo presente, las compras que debo
realizar, pero que mañana podrá quedar sobre la mesa
de la cocina, y acaso (supongamos que soy un autor fa­
moso) ser estudiada y clasificada por un filólogo. De­
rrida da un ejemplo afín a propósito de Nietzsche:31
hay un fragmento postumo en que se lee «olvidé el pa­
raguas». ¿Es una página de diario? ¿Un ayudamemo-
ria? ¿Una observación acerca de la historia de la meta­
física? Nunca podremos saberlo. Sin embargo, inde­
pendientemente de eso, es un hecho que la posibilidad
de ser leído en ausencia del escritor necesariamente
forma parte de las características del escrito; no es un
accidente, sino, antes bien, un requisito indispensable
que pertenece a la esencia de la escritura, del mismo
modo que (como hemos visto varias veces) lo empírico
necesariamente forma parte de lo trascendental. De
ello Derrida obtiene como conclusión: 1) que la esencia
de la idealidad consiste en la repetibilidad; 2) que la
repetibilidad aparece esencialmente relacionada con
fenómenos como el de la escritura y el de la huella en
general; y 3) que la desaparición del sujeto representa
una condición necesaria para la configuración de la
idealidad como iterabilidad.
31 Éperons, París: Flammarion, 1978 (trad. al italiano de S. Agos-
ti, Sproni, Milán: Adelphi, 1991).
Kevin Mulligan32 formuló objeciones precisamente
acerca de ese punto: es cierto que si una huella escrita
puede funcionar en ausencia del autor, entonces es
una posibilidad esencial y, por ende, una posibilidad
necesaria; pero eso vale sólo para la escritura, esto es,
no define estructura general alguna de la realidad,
como por el contrario sostiene Derrida. En otros térmi­
nos, la tesis no es lo suficientemente fuerte como para
garantizar un pasaje de la epistemología a la ontolo­
gía, al discurso general acerca de lo que existe. Pero,
en lo que nos ocupa, para Derrida, escritura es cual­
quier tipo de estructura, de acuerdo con la idea de que
«nada existe por fuera del texto», esto es (como admi­
tiría cualquier trascendentalista), nada se da por fue­
ra de cierto contexto. Derrida se plantea el desarrollo
de este argumento en su libro De la gramatología.

32 K. Mulligan, «Searle, Derrida and the Ends of Phenomeno-


logy», en B. Smith (ed.), The Cambridge Companion to Searle, Cam­
bridge: Cambridge University Press, 2003.
II. 1967-80: Deconstrucción
de la metafísica

II. 1 La gramatología como ciencia trascendental


II. 1.1 El ’68 y la superación de la metafísica
La revolución de los profesores. La voz y el fenóme­
no compone, junto con La escritura y la diferencia1 y
De la gramatología? una trilogía que ya recorta el per­
fil de una filosofía autónoma y fuertemente caracteri­
zada; además, si bien en forma muy mediada, compro­
metida políticamente. La época en que Derrida aban­
1L’écriture et la différence, op. cit., incluye los siguientes ensayos:
Forcé et signification (1963), Cogito et histoire de la folie (1963),
Edmond Jabés et la question du liure (1964), Violence et métaphysi-
que. Essai sur la pensée d ’E mmanuel Lévinas (1964), «Genése et
structure» et la phénoménologie (1959, pero publicado en 1965), La
parole soufflée (1965), Freud et la scéne de l’écriture (1966), Le théá-
tre de la cruauté et la clóture de la représentation (1966), De l’écono-
mie restreinte á l’économie générale. Un hégélianisme sans reserve
(1967), La structure, le signe et le jeu dans le discours des sciences
humaines (1966, pero aparecido en 1970 en las actas del congreso
en que fue pronunciado como ponencia), Ellipse (inédito).
2 De la grammatologie, París: Minuit, 1967 (trad. al italiano de
AA. W ., Della grammatologia, Milán: Jaca Book, 1969). Retoma
«De la grammatologie» (en Critique, XXI, 223, y XXII, 224, diciem­
bre y enero de 1966), que corresponde a la primera parte del volu­
men, y «Nature, culture, écriture. La violence de la letfcre de Lévi-
Strauss á Rousseau» (reelaboración de dos conferencias dictadas
dentro del marco del curso «Ecriture et civilisation», Ecole Nórmale
Supérieure, año académico 1965-66; incluido luego en Cahiers pour
l'analyse, 4, 1966), que corresponde a la segunda parte.
dona la referencia explícita a la fenomenología es un
período de gran efervescencia filosófica en Francia.
Foucault se hace portador de una crítica de las institu­
ciones según la cual lo que llamamos «racionalidad»
no sería otra cosa que un sistema de inclusión y de ex­
clusión determinado social e históricamente; Deleuze
repite y extrema ese discurso apoyándose en Nietz­
sche y en su genealogía de la moral; el grupo de Tel
Quel intenta conjugar el nietzscheanismo con la van­
guardia literaria, el psicoanálisis, el materialismo dia­
léctico.
No es difícil reconocer, por debajo del discurso filo­
sófico, una transparente implicación política. El meo­
llo de la cuestión puede resumirse en estos términos:
lo que se discute bajo las denominaciones altas o teóri­
cas de «superación de la metafísica», «muerte del hom­
bre», «muerte de la filosofía», «revolución del lenguaje
poético», o algunas similares, es en realidad la posibili­
dad de una transformación política radical efectuada
mediante la teoría. En esa revolución, el intelectual
sería el líder de una rebelión que no se hace tanto en
nombre de otras instituciones, sino —como acaso lo
hubiera sugerido Zaratustra— contra toda institución
y, por ende, contra toda tradición.
En esa efervescencia, Derrida se destaca por una
peculiar cautela y por desconfiar de las hipótesis de ra­
dicales abandonos de la tradición, de la recuperación
de un espontaneísmo o de la inmediatez. Si la aserción
de base a la cual Derrida llegó mediante la lectura de
Husserl es la imposibilidad de acceder a las cosas mis­
mas, es decir, a una conciencia pura y a un objeto no
constituido, mediado y diferido, no sorprende que los
dos textos centrales de La escritura y la diferencia —la
confrontación con Foucault en Cogito e historia de la
locura (1963) y con Lévinas en Violencia y metafísica
(1964)— se concentren en la imposibilidad de acceder
a una alteridad radical. Esto equivale, en términos de
filosofía de la historia, a la imposibilidad de un aban­
dono radical de la tradición, de aquello que en el léxico
de Heidegger se llama «historia de la metafísica»; y en
términos de perspectivas políticas, significa un escep­
ticismo profundo en lo atinente a la esperanza en una
revolución que restituya una naturalidad no contami­
nada por las aberraciones del capitalismo.
Dudas acerca de la superación. La confrontación
con Foucault, esto es, con el más lúcido y radical teóri­
co del posestructuralismo, que dio forma y argumen­
tos a la tesis de que todo, incluso la enfermedad, es
construido socialmente, resulta crucial desde este
punto de vista. Aun dentro de los límites de una míni­
ma diferencia de edad (Foucault es de 1926; Derrida,
de 1930), asistimos a una revuelta contra un maestro.
Foucault denuncia en la Historia de la locura (1961)
el carácter puramente procedimental, contingente e
interesado de la razón, y poco después llegará a afir­
mar que el hombre mismo es una simple contingencia
histórica, algo que nace con Descartes, se desarrolla
con las ciencias humanas y está destinado a desapa­
recer a causa de la confrontación con algo que se sus­
trae a la conciencia cartesiana (el inconsciente freu-
diano) y a la tradición de la racionalidad europea (el
encuentro con otros pueblos anunciado por la etnolo­
gía). En otros términos, la razón y el hombre son puro
procedimiento, y el hombre puede hacer de sí cuanto
desee, pues bajo un estrato más o menos profundo de
saberes y de ideales se oculta una ciega voluntad de
poder.
Derrida disiente. No es cierto que todo, excepto la
voluntad de poder, sea histórico, y tampoco que uno
pueda deshacerse del pasado así como cambia de ropa:
las idealidades y las estructuras que se conquistan a lo
largo de la historia no se borran a fuerza de decisiones,
ya que ninguna deliberación de ese tipo podrá cambiar
los principios de la geometría, y probablemente tam­
poco algunos aspectos de nuestra racionalidad o de
nuestro vivir social. No podemos alcanzar lo que es ex­
terior a nuestra racionalidad, ni ver nuestra racionali­
dad desde el exterior, no más de cuanto podemos ver­
daderamente ponernos en lugar de otro. La idea de sa­
lir de manera radical de los vínculos conquistados y
transmitidos es, entonces, una quimera, así como en
última instancia es quimérica la aspiración —que los
filósofos franceses cultivan merced a la lectura de Hei­
degger y de Nietzsche— de superar la metafísica, vale
decir —por fuera de toda metáfora—, finalmente al­
canzar un mundo salvaje y liberado.
El argumento vuelve a presentarse en la confronta­
ción con Lévinas, que había contrapuesto a la ontolo­
gía heideggeriana —en su opinión, irrespetuosa del
hombre destinado a anularse ante el ser— una meta­
física de la persona de origen judaico, donde aparece
como prioritaria la relación con la alteridad del otro
hombre. Para salir de la metafísica, Foucault sugería
utilizar los caminos del psicoanálisis y de la etnología;
Lévinas propone, en cambio, dejarla de lado como a un
error de larga data que dirigió la mirada a las cosas y
descuidó a las personas, que serían lo verdaderamente
impensado de la tradición filosófica: hay más personas
(más álter ego, más sorpresas) entre la tierra y el cielo
que en todas nuestras filosofías.
Según lo ve Derrida, la debilidad de la posición de
Lévinas se muestra simétrica de la de Foucault, y pue­
de considerarse una forma de empirismo, comprensi­
ble —en cuanto necesidad—, pero teóricamente inge­
nuo. Penetrar en el misterio que son los demás, salir
de uno mismo, no es menos realizable que pretender
salir del entramado de nuestra tradición. Indudable­
mente, es un sueño compartido, que sin embargo vale
como un ideal regulatorio, no como un hecho. En este
caso, se anuncia el tema del mesianismo, que tendrá
suma influencia en la prosecución de la reflexión de-
rridiana: la razón cultiva un sueño de justicia; aspira,
pues, a alcanzar algo indeconstructible por verdadero
y justo; pero lo indeconstructible no es una adquisición
positiva, sino un principio teleológico: como el Mesías,
el ideal está siempre por llegar.
Construcción y deconstrucción. Si la filosofía no
puede cultivar, salvo como idea en sentido kantiano, el
proyecto de una salida radical de la esfera de los es­
quemas que constituyen nuestra experiencia, el ejer­
cicio crítico que permanece practicable es el de una in­
dagación trascendental, vale decir, una clarificación
de la auténtica índole de aquellos esquemas que por
cierto no son las doce categorías de Kant, en especial
porque no parecen meramente conceptuales y porque
(de acuerdo con la idea de que la metafísica es en esen­
cia represión) tienden a ocultarse. Dentro de este mar­
co, asistimos a dos movimientos simétricos, caracterís­
ticos del trabajo de Derrida de finales de los años se­
senta y de toda la década siguiente.
El primero es de construcción, y es la propuesta
teórica planteada en la Gramatología, que aparece
como una generalización de las consideraciones acerca
del signo y la escritura desarrolladas en el enfrenta­
miento con Husserl. En este caso nos encontramos an­
te un renovado trascendentalismo, en el cual la escri­
tura y la huella en general toman el lugar de los esque­
mas conceptuales de tradición kantiana, y se encar­
gan de bosquejar, en cuanto sea posible, las condicio­
nes de nuestra experiencia y de nuestra ciencia.
El segundo es lo que Derrida llamó «deconstruc­
ción», y consiste en el intento, efectuado mediante la
lectura de textos de la tradición, de explicitar las con­
traposiciones del discurso filosófico, echando luz sobre
las represiones que subyacen a su instauración, los
juicios de valor que suelen incorporar inadvertida­
mente, o al menos implícitamente, y por ende revelar
la estructura total de nuestra racionalidad, la cual se
manifiesta en negativo más que en positivo, por inter­
medio de resistencias, no en cuadros de categorías.
Derrida enfatizó, y con razón, que la deconstrucción
también es construcción. En efecto, es su prosecución
con otros medios, los del entendimiento reflexivo que
toma el lugar del entendimiento determinante: en vez
de partir de las estructuras para llegar al dato, se par­
te del dato, y se revelan las estructuras y las condicio­
nes que lo determinan. La regla general es que donde
hay experiencia hay resistencia, y donde hay resisten­
cia también hay, en algún sitio, un a priori oculto.
Recordar, repetir,; reelaborar. En la dimensión de
precedentes filosóficos, el modelo es Kant en la Crítica
del juicio, integrado con la dialéctica hegeliana, y con
la implicación de arqueología y teleología presente ya
en la Memoria, que se apoyaba en un concepto central
de la reflexión husserliana, la Rückfrage, la interroga­
ción retrospectiva por la cual, a partir de los resulta­
dos de un proceso, se reconstruyen sus condiciones.3
Pero junto a los motivos clásicos encontramos otros, li­
gados al canon moderno del radicalismo filosófico. De
modo característico, Derrida asimiló la Rückfrage de
Husserl a la Nachtraglichkeit de Freud,4 la actividad
por cuyo intermedio el sentido de un acontecimiento
psíquico puede no darse inmediatamente, sino apare­
cer en un segundo momento, como una elaboración
posterior.
Como los sujetos aquejados de neurosis traumáti­
cas de guerra, tendemos a reprimir acontecimientos
demasiado fuertes para nuestra conciencia, y queda­
3 Introducción a L’origine della geometría, op. cit., pág. 86; La vo-
ce e il fenomeno, op. cit.
4 La scrittura e la differenza, op. cit., págs. 255-97; Della gram-
matologia, op. cit., pág. 75.
mos esclavizados y obsesionados por ello. La terapia
en relación con ese shock que —para Derrida tanto co­
mo para Heidegger y Nietzsche— sería la metafísica
no consistiría, entonces, en volver la espalda al trau­
ma, como proponen los partidarios del abandono radi­
cal de la tradición, sino —de acuerdo con Freud— en
comprometerse en un trabajo de análisis intermina­
ble, en el que es necesario recordar, repetir, reelaborar.
Un trabajo que tiene un alcance no simplemente teó­
rico, sino también práctico, ya que está enjuego no só­
lo un saber, sino un modo de vivir.

II. 1.2 La gramatología


El proyecto de una filosofía trascendental. El mun­
do se vio revolucionado por una transformación téc­
nica que impacto en la escritura: la introducción de la
computadora; pero cuando apareció la Gramatología
nadie podía preverlo (en la nave espacial de 2001 Odi­
sea del espacio, que es de esa misma época, se usan
máquinas para escribir). Retrospectivamente, la deci­
sión de escribir un gran ensayo filosófico acerca de es­
critura, registro y reproducción adquiere un valor va­
gamente profético.
De la gramatología es la Crítica de la razón pura de
Derrida, aunque su origen sea mucho más ocasional.
Ya no será cuestión de hablar de yo, de categorías y
de fenómenos, sino de inscripciones como condiciones
de posibilidad de la experiencia, vale decir, del Sujeto
y de su relación con el Objeto. En estos términos (y en
ello la profecía se destempla y se motiva en un contex­
to más amplio), nos encontramos ante un gesto muy
extendido por esa época, cuando varios filósofos de la
generación de Derrida vuelven a proponer versiones
actualizadas del trascendentalismo: la transforma­
ción del trascendental kantiano en un trascendental
lingüístico, si nos remitimos a Apel o a Habermas, va
en esa dirección, al igual que la atención que Eco diri­
ge a la semiología (en el prefacio del Tratado de semió­
tica general, aparecido en 1974, se propone explícita­
mente la analogía entre semiótica y filosofía trascen­
dental).
De acuerdo con la interpretación de Husserl, estas
necesidades parecen estar mejor representadas por
una ciencia de la escritura. En última instancia, si se
demostró que ni el polo del sujeto ni el del objeto lo­
gran liberarse de los signos porque están constituidos
por ellos, entonces, un análisis que opere en la dimen­
sión de la construcción, precisamente un análisis tras­
cendental en sentido clásico, debería comenzar por el
signo. Este último se configura como esa «raíz común»
de sensibilidad e intelecto que Kant consideraba un
misterio sumido en las profundidades del alma huma­
na, e identificaba en una sumamente misteriosa «ima­
ginación trascendental». Según sugiere Derrida, ese
misterio se sitúa bajo la mirada de todos: son los sig­
nos, ora sensibles, ora inteligibles, cosas y remisiones
a la vez.
Los motivos de un título. En 1952, un orientalista
estadounidense, Ignace J. Gelb, publicó un libro titu­
lado Fundamentos de gramatología, que se presen­
taba como una teoría de la escritura. Al igual que tan­
tas otras doctrinas formuladas antes y después de él,
consistía en el relato de una evolución de los tipos de
escritura, que de la imagen pasaba al ideograma (don­
de la imagen también es signo), más adelante a las es­
crituras silábicas y por último al alfabeto, que es la
escritura más inteligente (como afirmaba Hegel y re­
pite Gelb), porque es la más cercana a la voz. Así pues,
todo consistía en un aparente elogio de la escritura,
que ocultaba, por el contrario, un tradicional supuesto
logocéntrico: la voz es la expresión de la conciencia.
Si se lo compara con Gelb, Derrida propone con­
templar las cosas desde otro punto de observación: ya
no el que concibe la escritura como una reproducción
de la voz, sino el que ve en la voz, y hasta en la comuni­
cación, así como en la formación de signos en general,
una de las tantas manifestaciones de la escritura. Así,
por detrás del título citado hay una subversión de las
intenciones, y el antecedente más cercano a la obra lo
constituye un muy influyente libro de etnología de la
escritura de André Leroi-Gourhan, El gesto y la pala­
bra, publicado en dos volúmenes en los años 1964 y
1965, que tematizaba las razones básicas de la ante­
rioridad de la escritura con respecto a la palabra.
De Husserl proviene, pues, el tema; de Gelb, el títu­
lo; de Leroi-Gourhan, los argumentos empíricos en fa­
vor de la prioridad de la escritura y del gesto respecto
de la palabra. A título personal, Derrida no se limita a
integrar tres perspectivas tan distintas en un proyecto
coherente y unitario; añade una fortísima implicación
política y moral: que la represión de la escritura en
aras de la voz no es mera cuestión teórica o psicológica,
sino que constituye el emblema de muchas represio­
nes colectivas a partir de las cuales se configura nues­
tra tradición. El logocentrismo no es tanto un error
histórico y teórico como una enfermedad moral de la
cual debemos procurar recuperarnos.
Así pues, no corresponde inventar una ciencia de la
escritura, porque, además, si la escritura es la posibili­
dad de la ciencia y de la vida, se pediría una autorre-
flexión absoluta que está más allá del alcance de cual­
quiera. Otra cosa puede hacerse. Por una parte, mos­
trar dónde fallan, por prejuicio logocéntrico, las cien­
cias de la escritura; por la otra, crear una teoría formal
que dé cuenta del modo en que la escritura es el verda­
dero trascendental. Ahora bien, Derrida nunca realizó
sistemáticamente este segundo trabajo; ni siquiera lo
prometió (a diferencia, por ejemplo, de Heidegger, que
había anunciado una segunda parte de Ser y tiempo),
sino que lo desplegó indirectamente, mediante los en­
sayos de deconstrucción del logocentrismo que co­
mienzan con la Gramatología y prosiguen en los años
setenta.
La matriz teórica: la crítica del logocentrismo. La
Gramatología abarca una matriz teórica general y
una parte de aplicación, concentrada fundamental­
mente en el ensayo Sobre el origen del lenguaje, de
Rousseau.
En la primera parte del libro, Derrida sostiene la
tesis básica de que aquello que Heidegger, siguiendo a
Nietzsche, denomina «metafísica» es esencialmente
una represión, ejercida no sobre el ser olvidado bajo
los entes, sino sobre el medio que permite la constitu­
ción del ser como idealidad y de la presencia del ente
situado en el espacio y en el tiempo. Lo reprimido es,
como puede esperarse, la escritura entendida en su
sentido más general («archiescritura»), no como escri­
tura fonética (que transcribe la voz) o ideográfica (que
de todas maneras se presenta como vehículo de las
ideas), sino como toda forma de inscripción en general,
del grafito al grabado, a la muesca. La metafísica re­
prime la mediación justamente porque va en pos de un
sueño de presencia plena, ya sea la del sujeto presente
para sí mismo o la del objeto presente físicamente y
sin mediaciones de esquemas conceptuales.
Esta represión, y el deseo de presencia que la ani­
ma, también funciona en Heidegger, pese a la preten­
sión, troncal en su pensamiento después de Ser y tiem­
po, de superar la metafísica. Contradiciendo la auto-
interpretación de Heidegger sobre su propia posición
en la historia de la metafísica, Derrida sugiere que no
se debe considerar a Nietzsche como el último des­
tello de la historia del ser, olvidado bajo los entes, y a
Heidegger, como el alba de un nuevo día. En la medida
exacta en que Nietzsche quiso sustraer del ámbito de
la verdad el sentido, y sustituyó con la búsqueda ener­
gética de la voluntad de poder la búsqueda hermenéu­
tica del sentido, puede encontrarse en él al primer fi­
lósofo seriamente empeñado en superar la obsesión de
la presencia característica de la metafísica, ya que,
como enfatiza Derrida, haciendo suya la interpreta­
ción de Deleuze sobre Nietzsche (Nietzsche y la filoso­
fía, 1962), la voluntad de poder no es para Nietzsche
una presencia, sino el resultado de una diferencia de
fuerzas.
Dentro de este marco, el logocentrismo es signo de
una dialéctica bloqueada e incompleta, vale decir, de­
sequilibrada desde el punto de vista de la idealidad (y
de su contraparte axiológica, el bien) y desatenta res­
pecto de las modalidades de su producción. Como re­
sulta evidente, se trata de las objeciones que Heideg­
ger había dirigido a Kant, y que Derrida había hecho
valer en contra de Husserl, pero insertas en el contex­
to más amplio que pueda imaginarse en filosofía, el de
una historia que empieza con Platón y todavía no ha
terminado.
Logocentrismo y moralismo. Ahora bien, como su­
gerí antes, hay otro aspecto mucho más importante,
probablemente su verdadero móvil teórico, que vin­
cula a Derrida, más allá de todas las diferencias que
ya señalé, con los filósofos del ’68 francés: en este caso
no nos hallamos únicamente ante posiciones teóricas
relativas al saber, sino también ante cuestiones axio-
lógicas relativas al bien y al mal. Si somos malos e in­
justos, egoístas, racistas, machistas y demás, es por­
que tendemos a reprimir demasiadas cosas, animados
por un sueño de presencia y cohesión, de identidad
moral, social y sexual. Desde esta perspectiva, el logo-
centrismo sería el nombre más amplio posible para la
represión; el egocentrismo, el etnocentrismo y todos los
otros totalitarismos de la tradición (que son precisa­
mente otros tantos -centrismos) serían versiones deri­
vadas de aquel.
En esta axiomática oculta, la voz, la presencia, la
conciencia (todo cuanto queda en primer plano por
obra del logocentrismo), son el bien y lo correcto; la es­
critura, la diferencia, lo inconsciente, vale decir, los
elementos reprimidos o descartados por el logocentris­
mo, son el mal y lo incorrecto. La historia de la metafí­
sica como historia del logocentrismo aparece, así, co­
mo la trama de una batalla entre el Bien y el Mal (una
batalla peculiar, pues el Bien lleva la mejor parte, pero
es un falso bien), de la cual corresponderá, siguiendo
los pasos de Nietzsche como genealogista de la moral,
desenmascarar sus presupuestos. Es esto, justamen­
te, lo que pasa al primer plano en la segunda parte,
referida a Rousseau y a Lévi-Strauss.
En ese tramo, se documenta la acción del logocen­
trismo mediante el comentario de un texto que Derri­
da considera fundacional para el discurso de las cien­
cias humanas, el Ensayo sobre el origen del lenguaje.
Por un cauce subterráneo, en la afirmación del logo­
centrismo se manifiesta un fundamental moralismo,
la idea de que hay sólo una humanidad posible y buena.
Rousseau y el humanismo. Rousseau, con un gesto
enteramente alineado con la tradición, afirma que la
anterioridad de hecho de la escritura con respecto a la
voz (la expresión inicial de todos los hombres median­
te gestos) queda desmentida por una anterioridad de
derecho de la voz con respecto a la escritura, ya que la
voz expresa el sentimiento, el cual es propio del hom­
bre, mientras que la escritura (el gesto) revela la nece­
sidad y manifiesta requerimientos funcionales que
comparten el hombre y los animales.
La voz es lo propio del hombre, como dirá Heideg­
ger, donde por «hombre» debe entenderse, obviamen­
te, varón, blanco, occidental, aunque no (para Heideg­
ger) anglosajón y protestante. La crítica al humanis­
mo heideggeriano se constituirá, a partir de esta obra,
en ion hilo conductor del pensamiento de Derrida. De
todos modos, no debe olvidarse que la represión de la
escritura y de lo que se enlaza con ella (la animalidad,
la materia, lo inconsciente, la multiplicidad, y también
lo femenino y lo no-occidental) está destinada al fra­
caso. Del encuentro entre una represión (la escritura y
la diferencia) y un ideal (la voz y la presencia) surge,
sin embargo, el oscuro entramado de nuestra tradi­
ción; esto equivale a decir que al final del trayecto sa­
bemos algo más y, por tanto, contamos con las herra­
mientas para evitar ser víctimas de un mecanismo
perverso, aquel que sólo admite superar una represión
mediante una nueva represión.
Lévi-Strauss y el etnocentrismo. Ese planteo no se
dirige únicamente a los autodidactas del siglo XVIII,
sino también a los catedráticos del siglo XX. Ya lo vi­
mos con Heidegger y ahora lo corroboramos con Lévi-
Strauss.
Por una parte, Lévi-Strauss es el teórico de la dife­
renciación entre naturaleza y cultura, que comenzaría
en el momento en que tiene inicio la escritura, esto es,
la historia (justamente como dice Rousseau). Por otra
parte, admite que la distinción entre naturaleza y cul­
tura es universal, exactamente como la prohibición del
incesto, y reconoce que la escritura también lo es, da­
do que el fenómeno del «trazado» se halla vigente por
doquier. Pero es reacio a admitirlo y a considerar la es­
critura como una huella originaria, en lugar de una
transcripción de la voz, con una reticencia sorprenden­
te en un etnólogo. Justamente aquel que quería obser­
var todas las civilizaciones con una mirada extrañada,
abraza de modo acrítico las creencias de su propia et-
nia de pertenencia: la tribu del alfabeto.
Examinemos el capítulo dedicado a «La lección de
escritura» en Tristes trópicosanalizado por Derrida al
comienzo de la segunda parte de la Gramatología. Lé-
vi-Strauss relata que los nambikwara, una población
del Amazonas, no sólo no se valen de la escritura: ni
siquiera sospechan su uso apropiado, ya que ignoran
que está destinada a la comunicación, la cual ha de en­
tenderse como transporte de un sentido lingüístico.
Así, cuando ven que el etnólogo toma apuntes, llaman
a esa operación «trazar líneas», y la imitan con mayor
o menor falta de destreza, dibujando líneas onduladas;
sólo el jefe de la tribu daría a entender (según Lévi-
Strauss) que ha comprendido el sentido comunicativo
de la escritura, y muestra sus propios trazos al etnólo­
go. La ceguera teórica está apuntalada por el prejui­
cio: quien comprende que «escribir» es transferir un
sentido ideal pertenece al bando de los buenos, esto es,
se lo cuenta entre los occidentales; quien no lo com­
prende es —pese a toda la retórica que motiva el aná­
lisis etnográfico— un mal salvaje.

II. 1.3 Gramatología y esquematismo


Escritura y archiescritura. Ala contradicción de
Rousseau, de Heidegger y de Lévi-Strauss, por otra
parte y por hipótesis, se la encuentra dondequiera: en
Platón tanto como en Hegel, en Kant tanto como en
Husserl, en todos los autores sobre los cuales Derrida
focalizará sus propios análisis entre finales de los años
sesenta y finales de los setenta. Se la encuentra inclu­
sive en Lacan, que pretende liberar a los hombres de
las neurosis pero luego afirma, de manera semejante
al humanista neurótico Rousseau y al etnólogo etno-
céntrico Lévi-Strauss, que el inconsciente está estruc­
turado como un lenguaje, o sea, que resulta semejante
en todo y por todo a la conciencia.
Ahora bien, esta ceguera se explica por la implica­
ción moral a la que hemos aludido. En el plano teórico,
en cambio, las evidentes contradicciones revelan dos
significados distintos de «escritura». Para Lévi-Strauss,
la escritura es un transporte de sentido inicialmente
mental, después lingüístico; para Derrida (que suscri­
be, por ende, el enfoque de los nambikwara), es toda
forma de inscripción y de iteración (vale decir, precisa­
mente, el «trazado de líneas»; sin embargo, de acuerdo
con el Teéteto y el De anima, aun el registro de una
sensación debería concebirse como «escritura»).
No es posible deshacerse de una escritura concebi­
da en estos términos, y respaldándose en esta hipóte­
sis, Derrida sugiere que precisamente la inscripción
puede aspirar al rol de lo trascendental. Si considera­
mos la escritura no como transcripción de la voz, sino
como archiescritura, como el dejar marca en general,
no estaremos ante el vehículo de la transmisión de un
sentido, sino ante la condición de posibilidad de la ex­
periencia. Si Kant había dicho que para tener contacto
con el mundo necesitamos las categorías, Derrida sos­
tiene que cualquier vínculo nuestro con el mundo es
mediado y posibilitado por la inscripción de ima^ram-
mé. Con la salvedad de que en este caso —por interme­
dio de la implicación moral y política— la Crítica de la
razón pura y la Crítica de la razón práctica (y tal vez
también un poco de Metafísica de las costumbres) es­
tán en un mismo libro.
Escritura y giro lingüístico. En el origen del privile­
gio de la escritura como estructura trascendental está,
conforme se dijo antes, Husserl y el a priori material.
Pero, si se observa la filosofía de esos años, no es difícil
notar que también habían hablado ya de «empirismo
trascendental» Deleuze (Diferencia y repetición, 1968)
y, de modo aún más tematizado, Foucault (Las pala­
bras y las cosas, 1966), con lo que se muestra como una
recuperación del proyecto heideggeriano de la ana­
lítica del Dasein. Justamente, Foucault había definido
al hombre de las ciencias humanas como «alótropo em­
pírico trascendental», vale decir, como ese ente en cuyo
conocimiento se agota todo conocimiento posible.
Si Derrida, contrariamente a la mayor parte de los
filósofos de esa época, no propende a un giro lingüísti­
co y privilegia la escritura, es porque considera que el
lenguaje nos ayuda a mediar conceptualmente nues­
tras relaciones con el mundo, mientras que la escritu­
ra, concebida como archiescritura, se sitúa en un es­
trato más originario y estructural.
La idea básica es que antes de que se haya identifi­
cado un nivel lingüístico (aquello que Husserl habría
considerado un estrato predicativo, en el que se for­
man juicios), y antes de que se haya aislado un ámbito
de la experiencia en el que encontremos signos, nues­
tra experiencia está determinada por contenidos no
conceptuales que se ramificarán en signos, códigos,
lenguajes y conciencia. Y justo frente a esas huellas
que constituyen la condición de posibilidad tanto del
pensamiento como de la experiencia, la metafísica, con
su vocación logocéntrica, cierra los ojos, intencional­
mente o no, pero en cualquier caso de manera frus­
trante y ruinosa.
Escritura y esquematismo. Explicar cómo la huella
está en el origen de la sensación y de la conciencia es
tarea titánica, en cierta medida como desear esclare­
cer los misterios de la relación entre mente y cuerpo.
Por más que se llevara a cabo, su resultado sería un
fracaso, porque explicitar las estructuras implicaría
una nueva represión. Más modestamente, correspon­
de poner en guardia contra las soluciones precipita­
das, que reduzcan la experiencia al lenguaje, o a un co­
nocimiento tácito y carente de mediaciones, o bien que
busquen los orígenes de la estructura en cierta región
de la realidad social o psíquica, sea el poder, lo incons­
ciente o las relaciones de producción. La idea básica es
que, si fuera posible encontrar una estructura o una
realidad última, un fundamento absoluto para nues­
tra experiencia, este tendría la forma de la huella.
Como ya he mencionado, lo que Derrida sugiere
mediante la apelación a la escritura es el problema se­
ñalado por Kant, en la Crítica de la razón pura, con el
nombre de «esquematismo trascendental». La idea de
Kant es que, tan pronto como se han encontrado las
categorías a través de las cuales el yo se reñere al
mundo, resta algo intermedio por identificar, en parte
sensible, en parte insensible, que garantice el pasaje
desde las formas puras del intelecto (las categorías)
hacia la sensibilidad. Este elemento intermedio, este
«tercero» entre sensibilidad e intelecto, es para Kant
un esquema, algo que se encuentra en la base tanto de
la constitución de la idealidad y del sentido como de la
pasividad con que nos relacionamos con la experien­
cia, y, según su óptica, este esquema es producto de
una facultad misteriosa, la imaginación productiva o
trascendental.
Derrida propone una solución algo menos esotéri­
ca. La imaginación trascendental es la huella, que res­
ponde no sólo a los rasgos de la pasividad (una huella
se inscribe, una impresión se deposita), sino también a
los de la actividad, ya que el intelecto se vale de pala­
bras y de conceptos iterables en un código: una vez
más, huellas. El texto que más se concentra en este
asunto no es la Gramatología, sino un ensayo de 1968,
Ousia et grammép que sin embargo se remonta a se­
minarios dictados por Derrida a comienzos de los años
sesenta.
La idea básica es que, en Ser y tiempo, Heidegger
critica el tiempo espacializado, aquel representado co­
5 Ahora incluido en Marges de la philosophie, op. cit.
mo una línea, considerándolo una imagen inadecua­
da de la temporalidad constitutiva del Dasein. A ese
tiempo exterior, tomado como modelo de Aristóteles a
Hegel, contrapone uno interior, la temporalidad no co­
mo movimiento del sol o del reloj, sino como distensión
del alma, respecto de la cual el primero en hablar es
Agustín. No obstante ello, Derrida observa que la ex­
terior no es sólo —como sostiene Heidegger— una
imagen «vulgar» del tiempo.
Ante todo, si la interioridad está hecha de huellas,
la espacialización escrituraria puede resultar incluso
más sofisticada que la perspectiva que concibe al yo co­
mo un flujo sólo espiritual, que parte de un punto com­
pacto y sin extensión, el yo cartesiano. Además, la hi­
pótesis de la espacialización sugiere una solución para
el problema del esquematismo, de la comunicación en­
tre yo y mundo y entre intelecto y sensibilidad. Lo in­
terior se vuelca al exterior, el tiempo se hace espácio,
justamente como el instante queda representado por
un punto, y el transcurso del tiempo, con una línea.
Esta equivalencia entre escribir y transcurrir el tiem­
po (la línea espacial es, al igual que la escrita, gram-
mé, en griego, exactamente como lo es «trazar líneas»
en Tristes trópicos) presenta una metáfora poderosa,
utilizada por Aristóteles, Kant y Hegel para designar
el rol de la huella en el pasaje desde la interioridad ha­
cia la exterioridad, y viceversa.
En suma, la escritura parece en verdad una repre­
sentación poderosa para mostrar qué es el tercero en­
tre sensibilidad e intelecto. Seguramente, es menos
mística que la imaginación trascendental. Entre el yo
y el mundo hay algo en común: la huella. En especial,
Derrida no se está comprometiendo, como quienes lo
antecedieron, en describir el estado de la cuestión;
más bien está buscando (metafilosófícamente) deli­
near los presupuestos que guiaron a sus predecesores.
Rehabilitar el tiempo espacializado respecto de la tem­
poralidad como distensión del alma es, en este caso,
volver a poner al mundo sobre sus pies. La ironía es
que la más famosa caricatura de Derrida, la dibujada
por Lévine para la New York Review of Books, lo repre­
senta como un sombrerero loco cabeza abajo, una suer­
te de profeta del mundo patas arriba.
Fenomenología del espíritu y malestar de la cultu­
ra. Derrida no propone una teoría que demuestre có­
mo, a partir de conceptos, se encuentra un medio y lue­
go se arriba a la sensibilidad, sino que se esfuerza por
demostrar cómo, desde el examen de la archiescritura,
se torna posible reconocer la raíz común de la ideali­
dad y de la presencia sensible, de la actividad y de la
pasividad. En este sentido, Derrida no proporciona un
cuadro a priori de categorías; se ejercita en la decons­
trucción, esto es, en el desmontaje de textos filosóficos
para que salga a la luz la represión de la huella que es
origen de las contraposiciones (entre materia y forma,
sustancia y accidente, naturaleza y técnica, etc.) que
los nutren.
Su modelo, como recordé varias veces, no es el jui­
cio determinante, sino el reflexivo: se remonta a las ca­
tegorías partiendo de los casos. Derrida se acerca a la
filosofía tal como un psicoanalista se vincula con un
neurótico; desarrolla una fenomenología del espíritu,
es decir, una teoría de la subjetividad, una ciencia de
la experiencia de la conciencia que, sin embargo (de
acuerdo con el pesimismo del siglo XX), se muestra es­
tructuralmente enferma, ya que paga su propia au-
toafirmación con el altísimo precio de una represión.
Las represiones efectuadas por el logocentrismo repre­
sentan la forma más ubicua y general del malestar de
la cultura.
II.2 La deconstrucción como análisis
interminable
II. 2.1 Represión
Un psicoanálisis de la filosofía. Publicados a lo lar­
go de 1972, Márgenes de la filosofía,6 La disemina­
ción7 y Posiciones,8 a los que seguirán otros volúmenes
en orden discontinuo en el curso de esa década,9 no
aportan cambios, sino que profundizan una perspec­
tiva en la cual construcción y deconstrucción son el de­
be y el haber de una misma contabilidad. Si Kant ha­
bía afirmado, con la revolución copernicana, que lo pri­
mordial no es saber cómo están hechos los objetos en
sí, sino cómo deben estar hechos para que los conozca­
mos, Heidegger (y en su línea, Derrida) se pregunta
cómo debe estar hecho un sujeto para que pueda enta­
blar vínculos con los objetos y con los otros sujetos, y,
6 Marges de la philosophie, op. cit. Incluye: Tympan {1968, inédi­
to), La différance (1968), Ousia et grammé. Note sur une note de
Sein und Zeit (1968), Le puits et la pyramide. Introduction á la sé-
miologie de Hegel (1970), Les fins de l’homme (1969), Le cercle Un-
guistique de Genéve (1967), La forme et le vouloir-dire. Note sur la
phénoménologie du langage (1967), Le supplément de copule. La
philosophie devant la linguistique (1971), La mythologie blanche.
La métaphore dans le texte philosophique (1971), Qual quelle. Les
sources de Valéry (1972) Signature, événement, contexte (1971).
7 La dissémination, op. cit. Incluye: Hors livre. Préfaces (inédito),
La pharmacie de Platón (1968), La double séance (1970), La dis­
sémination (1969).
sPositions, París; Minuit, 1972 (trad. al italiano de M. Chiappini
y G. Sertoli, Posizioni, volumen al cuidado de G. Sertoli, Verona:
Bertani, 1975). Incluye las siguientes entrevistas: Implications.
Entretien avec Henri Ronse (1967), Sémiologie et grammatologie.
Entretien avec Julia Kristeva (1968), Positions. Entretien avec
Jean-Louis Houdebine et Guy Scarpetta (1971). En la traducción
italiana se incluyó Aver Uorecchio per la filosofia. Colloquio con Lu-
cette Finas (1972).
9Cf. el listado en la bibliografía in fine.
sobre todo, por qué ese vínculo es tan imperfecto y
frustrante.
No obstante, el modo característico en que Derrida
articula su indagación consiste en tender un puente
entre la teoría de la subjetividad y la historia de la me­
tafísica; en suma, en tratar conjuntamente los proble­
mas que habían ocupado la posición central en dos
momentos sucesivos de la reflexión de Heidegger. En
apariencia, son preguntas que involucran temas muy
académicos y filosóficos in abstracto. Sin embargo, no
resulta difícil leer, cada vez más abiertamente, inte­
rrogantes de otro tipo: ¿Es posible una revolución radi­
cal? ¿Tbdo es histórico y relativo, o hay algo que no lo
es? ¿Puede uno librarse del Edipo? ¿Se puede ser ver­
daderamente feliz?
Dentro de ese contexto se procura, en primer lugar,
tematizar la represión subyacente a la constitución de
la subjetividad y de la historia de la metafísica. En
segundo lugar, hay que efectuar una deconstrucción
que saque a luz lo reprimido, vale decir, la verdadera
estructura, la que más cuenta. En tercer lugar, el re­
sultado de un análisis como ese no consistirá en cierto
dato positivo, sino en poner en claro la diferencia, que
constituye la génesis de la estructura y esboza la na­
turaleza íntimamente dialéctica de la subjetividad en
sus vínculos con el objeto.
La filosofía como ejercicio de la sospecha. En la cen-
tralidad de la represión, la actitud psicoanalítica entra
en interacción con las teorías de la verdad de Nietz­
sche y Heidegger. Para Nietzsche, lo que denomina­
mos «evidencia» no es otra cosa que el fruto de intere­
ses vitales y hábitos sedimentados en la tradición y en
la especie, que olvidan su origen y se plantean como
obviedad lógica; en cierto sentido, inclusive el princi­
pio de no contradicción, según el cual una cosa no pue­
de ser ella misma y otra distinta de sí al mismo tiem­
po, tendría un origen instrumental. Para Heidegger, el
fenómeno no es, como sostenía Husserl, una eviden­
cia, sino, antes bien, algo que se eleva sobre un fondo
oscuro que tiende a esconderlo y falsificarlo, lo que
Heidegger tematizó posteriormente bajo el rótulo de
«historia de la metafísica».
En estos términos, la filosofía se presenta como un
«ejercicio de la sospecha», conforme a la definición con
la cual Ricoeur, en De la interpretación. Ensayo sobre
Freud (1965), englobaba la genealogía de la moral de
Nietzsche, la crítica de la ideología de Marx y el psico­
análisis de Freud. Por su parte, Foucault, en su expo­
sición en el congreso sobre Nietzsche celebrado en Ro-
yaumont en 1964, había insistido acerca de la posición
central de la tríada Nietzsche-Freud-Marx. Y pocos
años más tarde, Habermas propondrá en Conocimien­
to e interés (1968), mediante una relectura de Nietz­
sche y de la Escuela de Frankfurt, una interpretación
de la filosofía clásica como saber falsamente desintere­
sado, sin conciencia de sus propios condicionamientos.
Lo que unifica esas perspectivas es, precisamente, la
idea de que en filosofía hay un llamamiento a revelar
no sólo los engaños que puede ocasionarnos la reali­
dad externa, sino también los autoengaños que el suje­
to ejerce sobre sí, bajo la presión de condicionamientos
sociales, materiales y personales.
Derrida no es la excepción en esa constelación. Sin
embargo, en sintonía con el planteo general de su tra­
bajo, no ve en el ejercicio de la sospecha algo típica­
mente moderno. Hay una represión que es constituti­
va de la tradición metafísica y, más estrictamente, de
cómo está hecho el hombre. Si la represión es más an­
tigua que Platón, la emancipación no está a la vuelta
de la esquina; siempre estamos involucrados en un
proceso de esclarecimiento, pero debemos ser cons­
cientes de que cada paso adelante en la autoconciencia
genera nuevas represiones y nuevos secretos.
El individuo, la materia, la técnica. Pese a todo,
echemos una mirada a lo que queda reprimido en la
metafísica, según el enfoque de Derrida.
En primer lugar, hay una represión de lo indivi­
dual en la configuración de lo universal, al igual que
de lo finito en la configuración de la presencia. Es la
matriz kierkegaardiana, y ampliamente existencia-
lista, de Derrida: uno no se resigna a la circunstancia
por la cual, como escribe Hegel, la constitución de la
universalidad debe pasar por la represión de «este» co­
razón, del aquí y ahora de la psicología del filósofo y de
todo hombre. En los años treinta, Alexandre Kojéve,
en los seminarios sobre la Filosofía del espíritu de Je-
na en los que participaron Aron y Merleau-Ponty, Ba-
taille y Lacan, más tarde publicados por Queneau con
el título Introducción a la lectura de Hegel, había in­
sistido sobre la imposibilidad de plasmar lo absoluto a
partir de la finitud de la condición humana, y esa tra­
dición —que intenta conjugar la dialéctica y su crítica,
Hegel y Kierkegaard, y que será tan central en la ela­
boración de la noción derridiana de «differance»— ha­
bía llegado a Derrida a través de la mediación de Hyp-
polite y Bataille. Con todo, la idea de Derrida es que,
precisamente en el papel de lo reprimido, la individua­
lidad constituye el «fundamento adverso» de la uni­
versalidad, su motor secreto. En este contexto, el aná­
lisis de la represión de lo individual no se transfor­
ma en una degradación de la necesidad filosófica y
científica de universalidad, sino en esclarecimiento de
la relación dialéctica entre ambos términos: la indi­
vidualidad es la otra cara de la universalidad (y vice­
versa), con la salvedad de que es el perfil reprimido al
configurarse el discurso filosófico. Ahora bien, como el
ideal de ese discurso nunca se hace realidad, el asunto
no consiste tanto en lamentar, con Kierkegaard, la
cancelación de lo individual, sino en constatar que la
pretendida represión se muestra constitutivamente
imperfecta; así, la historia de la metafísica es también
la trama de un perenne retomo de lo reprimido.
En segundo lugar, la metafísica es la represión de
la materia en la constitución de la forma.10 Este punto
resulta importante para aclarar cuál es, en verdad, la
esfera a que se refiere Derrida: no es la de una dialéc­
tica de la materia, como en los idealistas de comienzos
del siglo XIX, sino, antes bien, una vez más, la de una
fenomenología del espíritu, que muestra que la con­
ciencia es resultado de represiones y de no-presencias,
no una evidencia indiscutible y primaria. Para Derri­
da, entonces, el problema no reside en hablar de que la
materia se oculta bajo la forma, como si lo que estuvie­
ra en juego fuera el lamento por la invisibilidad de las
partículas subatómicas, ni resaltar que hay partes de
los fenómenos físicos que no se muestran a la percep­
ción, y menos aún interpretar las categorías de la físi­
ca newtoniana con un sesgo dialéctico, como en la filo­
sofía de la naturaleza de Hegel. Conforme a la pers­
pectiva elaborada en esos mismos años por Habermas
o por Foucault, es necesario demostrar que el sujeto
filosófico nunca está plenamente presente para sí mis­
mo, que no tiene el dominio absoluto de sus propias in­
tenciones, que bajo la conciencia siempre hay un ele­
mento inconsciente, y que —como sugería Leibniz— el
individuo es inefable, vale decir, encierra en sí un se­
creto que condiciona el trabajo teórico.
En tercer lugar (y, por sobre todo: la centralidad del
signo se motiva precisamente sobre la base de esta cir­
cunstancia), la metafísica es represión de los medios
que constituyen la presencia. El campo de observación
privilegiado acerca de esa represión lo ofrece la escri­
tura. Por una parte, no hay representación científica
del alma que no la presente como una mesa de escritu­
10 Forcé et signification (1963), ahora incluido en L’écriture et la
différence, op. cit.
ra: de Platón y Aristóteles a Locke y Leibniz, hasta los
«engramas» cerebrales de la neurofisiología contempo­
ránea. Sin embargo, por otra parte, en cada una de
esas representaciones se considera el elemento escrito
como una suerte de escalera que se tira una vez alcan­
zado (o se cree haber alcanzado) el objetivo, esto es,
una cercanía del alma consigo misma tan íntima y só­
lida que no requiere la mediación de lo escrito (que, co­
mo ya señalamos, ha de entenderse en sentido amplio
como «remisión» y «signo» en general, precisamente
como aquello que Derrida engloba bajo la denomina­
ción de «huella»).
Los filósofos y la técnica. La actitud de los filósofos
hacia la escritura ejemplifica de modo emblemático su
relación con la técnica, que por una parte es de estupor
(en el límite, de adoración), como si fuera algo comple­
tamente ajeno respecto del pensamiento, mientras
que por la otra es de repulsa y precisamente de repre­
sión. Así, ante el tren, la computadora y el correo elec­
trónico repiten, en sustancia, lo que Platón decía de la
escritura: no cumplirá sus promesas, no cambiará co­
sa alguna, y en caso de hacerlo, será para peor.
En este contexto, La pharmacie de Platón11 parece
un replanteo del ensayo heideggeriano La doctrina
platónica de la verdad (1942), pero el olvido del ser
oculto bajo los entes adquiere la forma de la represión
de la escritura oculta por el logocentrismo. Derrida se
concentra en la condena de la escritura en el Fedro,
donde lo escrito se ve como un veneno para la memo­
ria, antes que como un remedio (ambos valores están
presentes en el término griego phármakon, que Sócra­
tes utiliza en el diálogo), porque los hombres confiarán
a signos externos lo que deberían escribir en su alma.
La tesis de Derrida es, en pocas palabras, que lo pros­
11 Escrito en 1968, ahora puede leerse en La dissémination, op. cit.
crito, la escritura externa, es en realidad algo pertene­
ciente al mismo género de aquello que lleva a cabo la
proscripción, el alma como escritura interna. Y la re­
presión es precisamente este mecanismo: el consti­
tuirse de la subjetividad como estructura aparente­
mente compacta e inmediata implica la condena y la
exclusión de las mediaciones que posibilitan seme­
jante constituirse.
Lo mismo sucede en el Kant de la Crítica del ju i­
cio,12 donde lo que está fuera, por ejemplo, el marco de
un cuadro (pero fácilmente podría pensarse también
en los «márgenes» sobre los que Derrida insiste tan a
menudo, o, si se deja de lado la metáfora, en el entorno
social y material), cumple un rol fundamental en la
obra. Ya el placer estético, que Kant reivindica como
independiente de la sensibilidad (por ejemplo, de los
colores y de los olores), en realidad, no puede darse sin
el aporte del elemento sensible. Del marco al signo el
paso es breve: el elemento externo determina la inte­
rioridad, la parte constituye el todo, el signo inerte se
vuelve elemento pensante. ¿No sucedía eso en la con­
ciencia de Husserl, donde el yo puro resultaba un en­
tramado de signos, es decir, de exterioridades y de no-
presencias? ¿O bien en la impugnación del tiempo del
alma reivindicado por Heidegger, donde se descubría,
por el contrario, que justamente cierta exterioridad
era condición de la temporalidad interior y de la con­
ciencia?
A la par,13 con una actitud plenamente platónica,
Hegel alaba el alfabeto (que transcribe la voz) conside­
rándolo la forma de escritura más inteligente, mien­
tras que sus análisis deberían llevarlo a admitir que,
por el contrario, es la escritura ideográfica la que ex­
presa la máxima espiritualidad, ya que no se vale de
12 Parergon (1974-78), ahora en La vérité en peinture, op. cit.
13 Le puits et la pyramide (1968), ahora incluido en Marges de la
philosophie, op, cit.
mediaciones, sino que representa directamente los
conceptos. Especialmente, la axiomática que en Hegel,
como en el resto de la tradición, contrapone el alma,
que es la vida, al signo, que es la muerte, queda des­
mentida por la doble circunstancia según la cual He­
gel sostiene, en la Enciclopedia, que pensamos me­
diante los signos (por lo tanto, lo vivo se plasma por
medio de lo muerto), y que la inteligencia, en cuanto
iteración, es, en último análisis, una suerte de signo.
Represión y mesianismo. La conciencia reprime los
medios que la posibilitan, es decir, expulsa la escalera
(la técnica, la escritura) de la cual se sirvió. Por ello,
Derrida pudo estigmatizar a Heidegger, que ve en la
voz el vehículo que mejor representa la conciencia, que
a su vez es el vehículo para la expresión del ser; un lo­
gocentrismo que se asocia a un antropocentrismo (el
motivo por el cual, en Heidegger, los animales tienen
una experiencia del mundo más pobre que la de los
hombres debe referirse esencialmente a que no ha­
blan) y, en última instancia (como veremos más ade­
lante), a un esplritualismo de rasgos totalitarios. No
es cuestión de embarcar también a los animales en el
malestar de la cultura, sino de considerar que si «no­
sotros» somos lo que somos, también es porque, en mu­
chos aspectos decisivos, somos como ellos: la sentencia
de Valéry «la bestialidad no es mi fuerte» es una de las
peores bestialidades que un hombre pueda pensar y
escribir.14 Ahora bien, si el caso de Heidegger tiene
una especial importancia es porque, a fin de cuentas,
ni Platón ni Kant o Hegel pensaron alguna vez en su­
perar la metafísica (a lo sumo, intentaron construir
una buena metafísica), en tanto elpathos de la supera­
ción es una pieza importante en el discurso heidegge-
riano completo.
14 La hete et le souverain, 2001-02, inédito.
El Heidegger que propugna la superación de la me­
tafísica y luego recae en el logocentrismo y en el huma­
nismo es, entonces, un falso profeta y un falso mesías,
y veremos cuánta gravitación tendrá ese elemento me-
siánico en el Derrida más reciente, ético y político. Sin
embargo, el problema ya está presente aquí. El núcleo
del mesianismo es el de una profecía que rechaza cual­
quier solución dada, que niega todo aquello que existe
en nombre de lo que debe existir. Hay una historia he­
braica que Derrida retoma de Blanchot, proveniente
del tratado Sanhedrin del Talmud de Babilonia. Cris­
to va errante de incógnito por Roma como mendigo,
hasta que alguien lo reconoce y le pregunta: «¿Cuándo
vendrás?». A este resultado llegaba Derrida en La voz
y el fenómeno; pero ya estaba el fragmento de una car­
ta escrita por Husserl poco antes de morir, con que De­
rrida cerraba la Memoria: «Justo ahora que llego al fi­
nal y todo ha concluido para mí, sé que debo retomar
todo desde el principio». Ahora bien, hacer valer los de­
rechos de lo reprimido y desenmascarar a los falsos
profetas significa rechazar cualquier conclusión, de
acuerdo con la concepción de la filosofía como análisis
interminable.
Análisis interminable. Como vimos en los análisis
de la idealidad y de la iteración, la represión es ambi­
gua, porque lo que asegura la presencia es también lo
que imposibilita la presencia plena. Uno puede pre­
guntarse qué puede hacerse, llegado este punto, con la
represión. Si la conciencia es lo que reprime las media­
ciones para constituirse en cuanto tal, una toma de
conciencia de la represión resulta literalmente imposi­
ble, ya que se limitaría a incrementar el mecanismo de
la ocultación de los entes y de los instrumentos que po­
sibilitan la presencia. De hecho, Derrida comparte con
el último Heidegger la idea de que la represión es es­
tructural. El presentarse de la presencia es, al mismo
tiempo, un retraimiento, y nada puede hacerse al res­
pecto. De acuerdo con Nietzsche, la verdad es la Circe
de los filósofos; y detrás de una máscara se encontrará
otra, más o menos como en el flujo de los estados que
atraviesan nuestra conciencia.
Esta actitud admite dos lecturas. Según la prime­
ra, Derrida es un escéptico y un nihilista: la verdad es
una ilusión, o no hay verdad. La segunda sostiene que
Derrida es justo lo contrario de un nihilista, porque la
búsqueda de la verdad y de la presencia supone la con­
ciencia del fracaso y, simultáneamente, la constante
suba de la apuesta, justamente como en el mesianis-
mo. Sin duda, Derrida se inclinaría por esta segunda
interpretación, y sus críticos lo harían por la primera.
Una tercera hipótesis podría ser que no es en modo al­
guno necesaria una presencia plena y una verdad to­
tal para contar con alguna presencia y alguna verdad;
pero es la hipótesis que Derrida excluye por principio a
causa de su maximalismo: si no sabemos todo de algo,
es como si no supiéramos nada; que no haya una pre­
sencia plena implica que estamos en el reino de la au­
sencia, etcétera.
Derrida llamó «deconstrucción» a este trabajo de
análisis interminable de las condiciones de posibilidad
que aparecen en negativo, a través de resistencias y
represiones. En otros términos, si Kant entendía lo
trascendental como una explicitación de aquellas con­
diciones que regulan nuestra relación con el mundo,
Derrida lo concibe como la revelación de las ataduras
neuróticas que regulan nuestra experiencia, ya sea
que lo sepamos o no, que lo deseemos o no.

II.2.2 Deconstrucción
¿Qué es la deconstrucción? La primera aparición
del término déconstruction tiene lugar en la Gramato-
logia, 15 donde se presenta como traducción de la Des-
truktion o Abbau de la tradición metafísica de que ha­
blaba Heidegger al comienzo de Ser y tiempo y, en ma­
yor escala, durante su curso acerca de Los problemas
fundamentales de la fenomenología, dictado en el se­
mestre estivo de 1927. La idea básica de Heidegger es
que si el ser es una visión del mundo que corresponde
a los esquemas conceptuales de los hombres tales co­
mo se sucedieron históricamente en distintas épocas,
y organiza nuestra relación con los entes, el proyecto
de «pensar verdaderamente el ser», esto es, de recono­
cer la estructura originaria subyacente en cada expre­
sión histórica, debe requerir una destrucción de la
historia de la ontología que, según explica Heidegger,
«desedimente» esas diversas configuraciones.
Ya Heidegger aclaraba, entonces, que no se trata de
«destruir» meramente, sino de hacer emerger las es­
tructuras que fungen de sustento. Este requisito se
encuentra en la base de la opción de Derrida en favor
de un término más débil, precisamente «deconstruc­
ción», que a su criterio tiene un vínculo más estrecho
con la construcción y no remite a un proceso de aniqui­
lación.16 Derrida no manifiesta aquí una opinión pre­
concebida, sino la certeza de que la deconstrucción
prosigue el trascendentalismo en otras formas.
El mapa del imperio 1:1. De hecho, ¿qué significa
«condición de posibilidad», ese valor de lo trascenden­
tal que Derrida refiere a la escritura? Para Kant, con­
sistía en el espacio, el tiempo y las categorías por me­
dio de las cuales la mente se refiere al mundo. Como
ya vimos, mediante la lectura de Husserl propuesta en
La voz y el fenómeno, y más tarde en la generalización
proporcionada en De la gramatología, Derrida sugiere
que la condición de posibilidad es provista por el signo,
15 De la grammatologie, op. cit, pág. 21.
16 Psyché. Inventions de Vautre, París: Galilée, 1987, pág. 388.
por el proceso de la inscripción en general, que cons­
tituye tanto al sujeto como al objeto.
De cualquier forma, si para Kant el problema eran
el apriorismo (¿por qué esas categorías?) y la escasez
(¿por qué solamente doce?), para Derrida, el proble­
ma es inverso. Hay demasiados signos, y una filosofía
trascendental de tipo constructivo resultaría impracti­
cable, por exceso de meticulosidad, en coincidencia con
la Biblioteca de Babel, o mejor (habida cuenta de que
Derrida no tiene en su mira los mundos posibles, sino
el real) con el mapa, también imaginado por Borges,
tan grande como el imperio que describe. Por consi­
guiente, como ya vimos, se comienza por el caso para
luego remontarse a la regla. Algo es dado, y se lo clasi­
fica como un término dentro de una serie de opuestos
(materia y forma, naturaleza e historia, etc.). La de­
construcción exhibe la interdependencia entre esos
términos opuestos y hace surgir un tercero, que se re­
vela como un absoluto, aunque todavía sea un reenvío
y una remisión; vale decir, como veremos de aquí a po­
co más, una «différance».
Por ende, parece inmotivada la opinión de que la
deconstrucción sería una práctica puramente negati­
va, carente de reconstrucción, y a fin de cuentas un
juego irresponsable. Por el contrario, es la alternativa
de Derrida a la argumentación y al trascendentalismo
clásicos: no se trata de desarrollar argumentos ni de
proponer fundaciones y teorías, sino de mostrar nexos
y revelar marcos, el más amplio encuadre conceptual
en que se desenvuelven los pares filosóficos tradicio­
nales. Es esta una opción típica de la hermenéutica del
siglo XX, pero en la versión derridiana adquiere un
peculiar dejo psicoanalítico: si las estructuras son for­
mas de represión, se revelan por medio de resistencias,
exactamente como el perfil de una sociedad y de una
forma de vida se delinea en los tabúes que son distinti­
vos de ellas.
Psicoanálisis y genealogía de la moral. Por tanto,
Derrida no tiene en mente construir una ontología for­
mal, como podría concluirse en línea husserliana. Y
eso se debe a que su objetivo no es en primer término
teórico: apunta a hacer surgir no reglas lógicas, sino
jerarquías axiológicas, valores, precisamente la lucha
entre el (supuesto) Bien y el (supuesto) Mal que ali­
menta nuestros discursos y orienta nuestras eleccio­
nes. El deconstructor es el analista de la metafísica;
pero, dado que de la metafísica no se sale, el análisis es
también autoanálisis, y el filósofo se encuentra en la
incómoda situación de Freud, el único psicoanalista
que no pasó por un análisis didáctico.
Este punto es decisivo. Como ya recordé, Derrida
enfatiza que los pares involucrados en la deconstruc­
ción también tienen un valor axiológico: un término es
bueno (por ejemplo, la voz o el espíritu); otro es malo
(por ejemplo, la escritura o la materia). Mostrar la co-
pertenencia y la implicación de ambos términos es
efectuar aquello que Nietzsche se proponía realizar
con la genealogía de la moral, donde se demuestra que
«bueno» y «malo» no poseían originariamente los valo­
res que les asignó el cristianismo, e inclusive podían
tener significados inversos («bueno» es el noble que
puede ser despiadado, esto es, «malvado», como en la
civilización griega), y que de todas formas comparten
un origen común, la voluntad de poder. El esclareci­
miento reflexivo de tipo psicoanalítico adquiere, por
consiguiente, el valor de una emancipación de tipo
ilustrado, como liberación respecto de los prejuicios
morales.
La naturalización de la metafísica. A diferencia de
Derrida, Heidegger no examinó esta posibilidad al me­
nos por dos motivos. El primero es su relativo indife­
rentismo moral, pero el segundo es una hipótesis his-
toriográfica muy ardua, que Derrida no comparte.
Para Heidegger, como vimos, la Destruktion era la de­
limitación de un campo, la metafísica como nombre ge­
neral de la tradición filosófica influyente y (al menos
en la presentación que él hacía de aquella) una inte­
gración del método fenomenológico: la reducción sus­
pende la actitud natural y nos lleva a un ámbito de pu­
ros fenómenos; la construcción delinea las estructuras
formales de los fenómenos, y la deconstrucción intenta
liberamos de los prejuicios que pueden habernos guia­
do al definir las estructuras.
Ahora bien, después de 1927, Heidegger comentó a
muchos autores de la tradición filosófica (y en parte
literaria) de Occidente, con la finalidad de confirmar
la historia de la metafísica como olvido del ser. La idea
es que el devenir de la filosofía occidental se presenta­
ría como el paulatino olvido del Ser oculto bajo los en­
tes, es decir, como una decadencia que coincide con el
avance del nihilismo. Y ese sería el prejuicio o el límite
básico que pondría en dificultades nuestras formali-
zaciones, revelándolas como históricamente condicio­
nadas.
También en Derrida existe la intención de develar
lo oculto en filosofía y en literatura, excepto que falta
la idea de un avance histórico (el Ser no está más ocul­
to en Descartes o en Kant de cuanto lo estaba en Pla­
tón, y por sobre todo, no resulta especialmente eviden­
te, por ejemplo, en Parménides), ya que la represión
con que se enfrenta la deconstrucción no es histórica,
sino estructural. De hecho, la deconstrucción no es si­
quiera un método al que se acceda con una elección de­
liberada, merced a la cual, así como uno decide obrar
esa suerte de ascesis filosófica —la reducción fenome­
nológica—, también puede decidir deconstruir. La de­
construcción es, más bien, «aquello que acontece»: en
la exacta medida en que la tradición metafísica (en su­
ma, el modo en que piensan y se comportan los hom­
bres) es una represión fracasada como cualquier otra,
que deja tras de sí una montaña de síntomas y actos
fallidos.
Puntualicemos: la Gramatología es una de cons­
trucción del trascendentalismo que muestra cómo el
yo no es una instancia postrera, sino una huella escri­
turaria; sin embargo, si bien se mira, es esto mismo lo
que suponía un trascendentalista clásico como Hus­
serl, o lo que surge de las reflexiones con respecto al
origen del lenguaje desarrolladas por Rousseau. No
obstante, son deconstructores también los indios de
Lévi-Strauss; en términos generales —más allá de la
referencia a la escritura—, se puede denominar «de­
construcción» a todos los elementos de retorno de lo re­
primido característicos de la psicología individual y
colectiva.
Con ello, Derrida soluciona un problema serio e
irresuelto en Heidegger y en Nietzsche (al menos en el
Nietzsche de Heidegger), quienes, por una parte, veían
por doquier la acción de la metafísica, pero, por la otra,
no eran capaces de explicar su acción por fuera del
círculo de los cultores de cuestiones filosóficas. Ciertos
intentos de solución, en Nietzsche y en Heidegger, con­
sistían en decir que las categorías fundamentales de la
metafísica se ejercitan, de manera inconsciente, en el
lenguaje, en la religión y en la técnica; pero subsistía
el problema de que, a esa altura, personas con lengua­
jes, religiones o técnicas distintas de las de Occidente
resultarían inmunes a la metafísica (en efecto, será la
idea retomada por Foucault y por los etnólogos). Por el
contrario, viendo en la metafísica una represión que
obra como un tabú universal o como una neurosis co­
lectiva, y entendiendo por «técnica» el elemento más
ubicuo que puede haber, la inscripción que garantiza
la iterabilidad, Derrida parece tener éxito en la empre­
sa de naturalizar la metafísica y, simultáneamente,
unlversalizar la deconstrucción.
¿Cómo funciona la deconstrucción? En concreto,17
la deconstrucción funciona en tres etapas, que podría­
mos denominar «epojé», «diferencia» y «dialéctica».
1. Epojé. Para Husserl, la epojé era la suspensión
de los prejuicios naturales, de la fe ciega en que los fe­
nómenos que se presentan ante la conciencia se refie­
ren a algo existente en el mundo exterior. Para Derri­
da, en cambio, como de costumbre, la epojé es moral:
suspendemos por método todo aquello que, errada o
acertadamente (de preferencia acertadamente, habi­
da cuenta de que no es cuestión de optar por el mal
contra el bien), constituye el entramado de nuestra ex­
periencia, a partir de pares de opuestos fundacionales
cuya relevancia moral puede parecer insignificante
(¿qué hay de moral o de inmoral en privilegiar la voz
por sobre la escritura?), y, sin embargo, nos condi­
cionan precisamente desde un punto de vista axioló-
gico. Para hacerlo, es necesario mostrar que cada tér­
mino de la oposición depende del otro, es el otro dife­
rente y diferido (y este es el nexo entre deconstrucción
y différance, que nos ocupará en breve): típicamente,
la forma, que es resultado de la retención, se revela co­
mo una materia diferida, demorada también en au­
sencia del estímulo; a la par de ello, lo inteligible se
muestra como una versión diferida de lo sensible, idea­
lizado y vuelto disponible por una repetición indefini­
da (del triángulo en la arena al triángulo en la cabeza
y, además, a todos los triángulos de nuestra historia);
cultura es también el nombre que toma la naturaleza
tras verse sometida a las iteraciones de la técnica y de
la ley
2. Diferencia. La segunda etapa no consistirá en
sustituir un término con otro, mediante esas subver­
siones simples cuya falsa radicalidad ya estigmatizó
17 En las entrevistas compiladas enPositions, op. cit., se podrá ha­
llar amplias autorreflexiones sobre el concepto de «deconstrucción».
Heidegger. No habrá espacio para remitir la forma a la
materia, lo inteligible a lo sensible, la cultura a la na­
turaleza, más que nada porque la materia (o la sensa­
ción, o la naturaleza) nunca se da en cuanto tal y siem­
pre se presenta en determinada forma, de modo que
con plena legitimidad puede sostenerse que la materia
(por ejemplo) es una forma diferida no menos que la
forma es materia diferente. Así, la Diferencia llega a
ser la estructura total de la realidad: cumple la fun­
ción que Hegel asignaba a lo absoluto.
3. Dialéctica. Por eso, como tercera etapa, la de­
construcción revela una dialéctica originaria, la dia­
léctica entre dialectizable y no dialectizable que Derri­
da mencionaba al comienzo de su itinerario, o la «raíz
común» de Kant. Esa dialéctica no tiene una conclu­
sión siquiera ideal, y privilegia lo negativo, con un evi­
dente parentesco con la relectura de la dialéctica hege-
liana propuesta por Adorno o, más simplemente, de
acuerdo con la imagen, poco divertida pero expresiva,
según la cual deconstruir significa serrar la rama so­
bre la que uno está sentado.18
Lo que surge de la deconstrucción no son tesis o ele­
mentos simples (de aquí el fastidio de muchos filósofos
con respecto a Derrida: ¿por qué no propone tesis?; dis­
cutir con él es como trenzarse a puñetazos con la nie­
bla),19 sino conceptos-límite, aquello que en la tradi­
ción de la dialéctica platónica se mantenía en la forma
de la aporía, en la dialéctica trascendental de Kant da­
ba lugar a antinomias indecidibles y en la dialéctica
hegeliana daba lugar a lo absoluto.
18 J. Culler, On Deconstruction. Theory and Criticism after Struc-
turalism , Ithaca y Nueva York: Cornell University Press, 1982
(trad. al italiano de S. Cavicehioli, Sulla decostruzione, Milán:
Bompiani, 1988).
19 H. Putnam, Renewing Philosophy, Cambridge: Harvard Uni­
versity Press, 1992 (trad. al italiano de S. Marconi, Rinnovare la fi­
losofía, Milán: Garzanti, 1998).
II.3 ¿Qué queda después de la deconstrucción?
II.3.1 Aportas, antinomias, absoluto
Aportas. Examinemos en primer término las apo-
rías.20 Una aporía se presenta cuando una indagación
no logra alcanzar una solución. El ejemplo típico lo
ofrece el Teéteto de Platón, donde se examinan y luego
se descartan distintas definiciones de «conocimiento».
Así, la deconstrucción no lleva a una solución, sino que
da cuenta de los rasgos y los límites, los presupuestos
inexpresados y las premisas históricas —es decir, en el
léxico de Derrida, los «márgenes»— del concepto exa­
minado. El análisis de los conceptos de «tiempo», «su­
jeto», «presencia», «metafísica» no lleva a conclusiones;
revela implicaciones e interconexiones que nos vuel­
ven más conscientes de nuestros prejuicios, filosóficos
y de otra índole. Ello implica una ganancia cognosciti­
va, aun cuando adopte las formas de una teología ne­
gativa.21
Sin embargo, el mayor beneficio es moral-práctico.
Consiste no tanto en ver que el negro y el blanco nunca
se dan puros, que en medio hay un amplio terreno gris
(a eso llega nuestra sensatez sin esfuerzo), sino que
justamente la polarización entre blanco y negro, si­
quiera a escala de ideal regulatorio, implica un parcial
aturdimiento moral. De hecho, cualquier principio ela­
borado para regular el comportamiento, en la medida
exacta en que define una esfera de responsabilidades,
determina a la vez un margen de irresponsabilidad;
también en la vida moral vale el principio de que cual­
quier determinación es una negación. Ahora bien, por
más indispensables que sean las determinaciones,
20 Apori.es, París: Galilée, 1996 (trad. al italiano de G. Berto, Apo-
rie, Milán: Bompiani, 1999).
21 Comment ne pas parler. Dénégations (1992), ahora incluido en
Psyché, op. cit.
embarcarnos en la detección de aporías nos volverá
más agudos.
Antinomias. Otras veces, la deconstrucción revela
antinomias.22 Una antinomia se presenta cuando am­
bas soluciones propuestas, y antitéticas, se muestran
posibles, como sucede en la Dialéctica de la Crítica de
la razón pura. La existencia de esas ideas, en la termi­
nología que Derrida23 toma prestada del lógico y ma­
temático Kurt Gódel, es un «indecidible», al menos en
la esfera en que se plantea el problema, y requiere un
salto de nivel, la referencia a un contexto más amplio y
abarcativo, en el que la contraposición se revela como
una complementariedad 24
También en este caso, Derrida no hace de lo indeci­
dible un principio de indiferentismo moral. Como vi­
mos hace un instante, su idea es que existe moral pre­
cisamente porque existe lo indecidible, es decir, algo
que no puede resolverse con un cálculo racional. Como
ya señalaba Kant, si supiéramos todo no habría mora­
lidad; por el contrario, hay elección justamente en el
momento en que, ante la ausencia de alternativas ine­
quívocas, uno se compromete para el futuro con lo que
a todos los efectos es una apuesta o una promesa he­
cha no sobre la base de una constatación o un saber, si­
no de una opción ética.
Absoluto. El absoluto al que llega Derrida es este
principio mismo, de tipo moral antes que cognoscitivo,
y aquí se reconocen las mayores diferencias con res­
pecto al modelo hegeliano.
22 Les antinomias de la discipline philosophique (1986), incluido
en Du droit á la philosophie, París: Galilée, 1990 (trad. al italiano
de E. Sergio, Del diritto alia filosofía, Catanzaro: Abramo, 1999).
23 Introducción a El origen de la geometría, op. cit., pág. 39.
24 A. Plotnitsky, Complementarity. Anti-Epistemology after Bohr
and Derrida, Durham y Londres: Duke University Press, 1994.
En primer lugar, la síntesis no se encuentra al fi­
nal, sino al comienzo, es el origen no-simple. En ese
sentido, el absoluto de Derrida es más similar al de
Schelling, es lo indiferenciado que reside en el origen
del diferenciamiento de dos series (naturaleza / espíri­
tu; real / ideal; etc.). Puede decirse sin inconvenientes
que es como la noche, cuando todos los gatos son par­
dos, excepto que, en rigor, Derrida demuestra poco in­
terés por lo absoluto; lo urgen, más bien, los efectos de
una desedimentación de los pares transmitidos por la
tradición.
En segundo lugar, sin ninguna duda, si la síntesis
se produce al comienzo, el porvenir está abierto. La de
Derrida es una dialéctica no concluida, ya que se pre­
senta como una filosofía de lo imprevisible y lo incalcu­
lable. El instante de la decisión es una locura, escribe
Derrida citando a Kierkegaard, en el sentido de que
—como ya vimos al analizar las antinomias— una de­
cisión resultante de la sumatoria de todo cuanto la
precedió no sería una decisión, sino la ejecución de un
programa; la elección, en sus aspectos verdaderamen­
te decisivos, libres, trasciende a todos sus anteceden­
tes. Sin embargo, puesto que desde nuestro punto de
vista finito no disponemos de la totalidad de las condi­
ciones, nunca podremos decir si en verdad existe una
decisión o un acontecimiento; con todo, debemos (mo­
ralmente) dar por sentado que sí existe, del mismo mo­
do que, según Kant, a fin de que una moral sea posible,
debemos suponer que somos libres, aunque desde un
punto de vista teórico ello no está demostrado, y per­
fectamente bien podríamos ser fantoches en manos
del destino.
En tercer lugar, el sentido global de lo absoluto en
Derrida es el de lo indefinido al que se llega partiendo
de lo finito, en el sentido de una radicalización (que
también posibilita la muerte) de la «apertura de las
posibilidades» en Heidegger. En términos banales:
nunca está dicha la última palabra. Una vez más, esto
resulta muy frustrante en el ámbito de la teoría, pero
protege del dogmatismo moral. De hecho, para esta
elección, Derrida no tiene otra justificación que no sea
existencial: es «más bello», en más de un sentido, en­
contrarse ante una posibilidad que ante una necesi­
dad. De modo característico, entre los distintos pensa­
dores tan asiduamente frecuentados y revisados por
Derrida falta a la convocatoria Spinoza; y, como vere­
mos más adelante, el propio Marx es recuperado en su
condición de utopista y mesianista, no en la de pensa­
dor de la necesidad.
Esas nociones se articularán, en el Derrida más re­
ciente, como una apertura mesiánica, en la cual lo
trascendental aparece como una pura condición de po­
sibilidad. El dato, lo que está presente, es deconstrui-
do en cuanto a sus condiciones y se revela como una es­
tructura de remisión; esta estructura está abierta a un
porvenir indeterminado. No importa sí lo tratado es la
dialéctica entre arqueología y teleología, como en la
Memoria de 1953-54, o bien la tesis básica de La voz y
el fenómeno, conforme a la cual la cosa misma es una
estructura que se sustrae, que nunca se da por entero;
siempre debemos habérnoslas con sólo un movimiento
de fondo, que pone en crisis la determinación del ser
como presencia. Ahora bien, el resultado de la decons­
trucción es precisamente la diferencia, que combina el
absoluto hegeliano con el primado (típico del existen-
cialismo del siglo XX) de la libertad y de la posibilidad
por sobre la necesidad.
II.3.2 Diferencia l Diferancia*
Différance. Corresponde, ante todo, llamar la aten­
ción sobre la formulación proporcionada por Derrida
en la conferencia de enero de 1968 titulada La diffé-
ranee,25 En francés, «diferencia» se escribe différence\
différance —que no existe, fue acuñado por Derrida—
es un homófono, esto es, se pronuncia de igual manera
pero se escribe de modo distinto, con la grafía a en lu­
gar de una e. En francés, el sufijo -anee tiene valor de
gerundio, lo cual motiva la variación ortográfica. En
italiano no hay necesidad de tal variación: se puede
traducir perfectamente différance como differenza,
que indica (en consonancia con las intenciones de De­
rrida) tanto el hecho de que dos cosas son distintas
(por ejemplo, la voz es distinta de la escritura) como el
acto de diferir, en el sentido del verbo latino differre,
aplazar, que implica una dimensión temporal.
La différance es, pues, tanto el hecho de que dos co­
sas son distintas cuanto el acto de diferir, posponer en
el tiempo; en el primer caso, es una forma nominal, un
sustantivo, mientras que en el segundo es una forma
verbal. El aserto dialéctico de Derrida reside en que el
hecho es resultado del acto: lo que se presenta como di­
ferencia entre dos cosas (denominado por Aristóteles
«diferencia específica») es resultado de diferir (en la
acepción de differre), vale decir, de un movimiento
temporal que obró de modo tal que de una raíz común
surgieran dos resultados distintos.
Ya Hegel, y tras él Heidegger, en Kant y el proble­
ma de la metafísica (1929), era de la opinión de que la
mejor versión de la imaginación trascendental es la
proporcionada por la temporalidad, que constituye el
motor de la dialéctica. El tiempo es tanto la materia de
* En el ámbito hispánico suele utilizarse este calco. (N. del T.)
25 Más tarde incluida en Marges de la philosophie, op. cit.
que está hecha el alma como algo que está en el mun­
do; es lo que Hegel denomina «sensible insensible». El
tiempo crea la alquimia de los opuestos. Lo vivo mue­
re, lo muerto surge a nueva vida; aquello que hoy es
nuevo, mañana será viejo. Fuera de amplias metáfo­
ras, lo sensible, almacenado en la memoria, deviene
inteligible; la presencia deviene recuerdo. La dialécti­
ca, que conserva y a la vez supera, consiste precisa­
mente en este proceso, que se reencuentra en la escri­
tura, en la huella que se imprime en el alma, transfor­
mando la sensación en concepto, esto es, definiéndola
como posibilidad de iteración.
Así, ambas polaridades diferentes, sensibilidad e
intelecto, mundo y mente, aparecen como el resultado
de un diferir temporal: la sensibilidad es un intelecto
diferente porque es un intelecto diferido, y viceversa;
el mundo es una mente diferente porque es una mente
diferida, y viceversa. Surge entonces una circularidad:
la deconstrucción echa luz sobre la diferencia que está
en la médula del ser, pero, a su vez, la diferencia fluidi­
fica todo lo estable.
Matrices culturales. Uno de los méritos del ensayo
de 1968 consiste en que Derrida presenta la lista de
las matrices culturales subyacentes en su teoría: Hei­
degger, Husserl, Hegel, Freud, Saussure, Nietzsche.
La referencia a Heidegger se da por descontada.
Heidegger habló de «diferencia ontológica», vale decir,
de la diferencia entre ser y ente. La idea básica es que
la metafísica tiene una tendencia objetivista a confun­
dir los entes —las cosas que se presentan en la expe­
riencia— con el ser, que se oculta por debajo de aque­
llos. Un aporte para el esclarecimiento en ese sentido
es realizado, sin embargo, por el trascendental kantia­
no, con relación al rol del sujeto en la experiencia; y
Heidegger toma esa vía resaltando que lo trascenden­
tal no es ante todo una instancia cognoscitiva, sino
una situación existencial, es un Dasein que está en el
mundo: es el hombre, que tiene un vínculo esencial con
el tiempo.
De aquí el pasaje a la segunda matriz cultural, la
dialéctica y hegeliana. Hegel se había propuesto, a lo
largo de todo su trabajo, re escribir la Crítica de la
razón pura otorgando más espacio a la temporalidad.
Eso no significa que de una parte esté el intelecto y de
la otra las cosas del mundo: cosas e intelecto están
recíprocamente vinculados mediante la temporalidad,
que es el verdadero puente entre yo y mundo, entre es­
píritu y naturaleza. Tal como recordé anteriormente,
en la década de 1930 Kojéve había propuesto una
lectura de la dialéctica de Hegel en términos de dife­
rencia, y con un fuerte acento existencialista. En el
momento en que el hombre se da cuenta de que todo es
en el tiempo, y de que morirá, nace el espíritu, concien­
cia de la caducidad de todas las cosas. Su vida es muer­
te diferida; pero la muerte es también vida diferente,
lo que permanece una vez que el hombre ha fallecido
como naturaleza y sobrevive como institución e histo­
ria, esto es, en palabras de Derrida, como escritura.
Con eso se llega a la tercera matriz básica, más mo­
derna, por así decir, proporcionada por Freud, Nietz­
sche e inclusive Saussure. Todo es en el tiempo, en el
diferimiento que instituye las diferencias. Nada hay
de estable o de dado en los pares de opuestos de la tra­
dición: son meras diferencias de tiempo, exactamente
como un momento tl es distinto de un momento t2 por­
que viene después, y no por otra causa: lo inconsciente
no es una estructura compacta, se crea como diferen­
cia respecto de la conciencia; la misma voluntad de po­
der, en Nietzsche, no es un fundamento metafíisico que
constituya un mundo por detrás del mundo, como su­
cedía en Schopenhauer, sino una diferencia entre fuer­
zas de mayor o menor magnitud; y el proceso de signi­
ficación, en Saussure, el hecho de que palabras y sig­
nos quieran decir algo, no está inscripto en su esencia,
sino que depende de su disposición con respecto a
otras palabras o signos, de modo que no es identidad,
sino diferencia.
En estos términos, se comprende que lo buscado
por Derrida es una estructura originaria, justamente
como lo deseaban Husserl con la idea de una ontología
formal, Kant o Heidegger mediante lo trascendental,
Nietzsche con la voluntad de poder y Freud con la tópi­
ca conciencia/inconsciente. Y, obviamente, los estruc-
turalistas que dominaban la atención cuando él había
empezado a trabajar acerca de Husserl. Con una sal­
vedad: la estructura es un devenir; la ontología de De-
rrida no es la de Parménides, sino la de Heráclito.
Aplazamiento y subversión. Excepto en la conferen­
cia de 1968, Derrida nunca presentó un tratado en que
se explicaran los pormenores del funcionamiento de la
diferencia; más bien, intentó utilizarla como un recur­
so para enfrentar los textos de la tradición filosófica, y
precisamente (de acuerdo con las necesidades presen­
tadas por la deconstrucción), como un medio para flui­
dificar las dicotomías tradicionales: forma (buena) ver­
sus materia (mala), voz (buena) versus escritura (ma­
la), naturaleza (buena) versus técnica (mala), etcétera.
Con respecto a esas contraposiciones, el juego del
filósofo crítico consiste en tomar partido por la instan­
cia reprimida. El materialista revalorizará la materia
contra el espíritu; el historicista alabará la técnica en
contra de la naturaleza, y así sucesivamente, en plan
de subversión; de esta manera las contraposiciones
quedarán en pie. Este juego puede proseguir al infini­
to: después de un materialista, siempre resurgirá un
idealista; después del historicista llegará siempre el
turno del naturalista.
Ahora bien, ante este decepcionante ciclo histórico,
Derrida se vale de dos líneas guía. La primera, preci-
sámente, lo lleva a rechazar las subversiones simples,
que mantienen intacta la jerarquía y se prestan siem­
pre a otra vuelta de la rueda; más beneficioso resulta
remontarse a los orígenes de la estructura, mostrar la
articulación fundamental en que se funda la contra­
posición. La segunda es la advertencia de que un tra­
bajo de ese tipo se realiza esencialmente en el plano de
una filosofía de la cultura, aunque fuera muy elabora­
da; no conviene realizar incursiones en la naturaleza.
Hacia la actualidad. Como ya estamos empezando
a ver, ese es el punto decisivo. Como la mayor parte de
los filósofos de su generación, Derrida está persuadido
de que la filosofía es algo esencialmente distinto de las
ciencias y de que no conoce, por ejemplo, un auténtico
progreso; más bien habrá de desarrollar una creciente
autoconciencia. Probablemente, la tesis acerca de la
imposibilidad de superar la metafísica, trasladada a
términos menos académicos, es indicativa de esa per­
suasión. En efecto, si se está ampliamente familiariza­
do con la tradición filosófica, es posible demostrar las
insuficiencias de las dicotomías de que se nutre. Puede
deconstruirse la contraposición entre conciencia e in­
consciente, naturaleza e historia, historia y estructu­
ra, forma y materia, literatura y filosofía, y con ello
obrar una verdadera crítica y una verdadera ilustra­
ción. De todas formas, pasada la etapa deconstructiva
o insurreccional, cabe preguntarse qué otra cosa pue­
de hacerse.
Por cierto, no construir una teoría general de la di­
ferencia, esto es, replantear la Lógica de Hegel ciento
cincuenta años después, ni una teoría general de la
huella, esto es, replantear la Crítica de la razón pura
doscientos años después; tampoco una ontología for­
mal en el estilo de Husserl, porque la tesis de base es
que la diferencia no representa una estructura recono­
cible, sino un inconsciente. ¿Qué hacer, entonces? En
cierto punto, Derrida parece haberse cansado de psico-
analizar el pasado griego y alemán de la metafísica, y
empieza a hablar más de sí mismo y de la actualidad,
transfiriendo lo adquirido en la deconstrucción de la
tradición filosófica: en otros términos, mediante la
confrontación con el pasado, en un diálogo con el pre­
sente.
III 1980-.. Objetos sociales

III. 1 Ética y ontología


III. 1.1 El cambio de registro
La fama mundial. Puede hablarse, entonces, de un
cambio de registro en Derrida hacia la década de 1980;
un cambio que, como de costumbre, no concierne explí­
cita y rotundamente a su pensamiento, sino a los ám­
bitos y los temas en que se aplican adquisiciones ya
presentes y activas. Entre controversias y aplausos,
su fama es mundial. Disminuyen las resistencias de
los filósofos continentales, especialmente de los her-
meneutas; pero subsisten sumamente fuertes las sos­
tenidas por los analíticos. Crece el compromiso político
y se multiplican sus libros, que se publican a un ritmo
apremiante, reelaborando conferencias y seminarios.1
1 Además de las obras citadas en la bibliografía, cf. la amplia com­
pilación de ensayos teóricos Psyché, op. cit., que incluye los siguien­
tes escritos: Psyché. Invention de l’a utre (1984 y 1986), Le retrait de
la métaphore (1978), Ce qui reste a forcé de musique (1979), Illus-
trer, dit-il. .. (1979), Envoi (1980), M oi-la psychanalyse (1979), En
ce moment méme dans cet ouvrage me voici (1980), Des tours de Ba­
bel (1982), Télépathie (1981), Ex abrupto (1981), Les morts de
Roland Barthes (1981), Une idée de Flaubert: «La lettre de Platón»
(1981), Géopsychanalyse and the Rest ofthe World (1981), Mes
chances. Au rendez-vous des quelques stéréophonies épicuriennes
(1983), Le dernier mot du racisme (1983), No Apocalypse, not now: á
toute vitesse, sept missiles, sept missives (1984). Amén de ello, en la
edición de 1987 (en espera del volumen II de la anunciada nueva
edición): Lettre á un ami japonais (1984), Geschlecht. Différerice
sexuelle, différence ontologique (1983), La main de Heidegger
Como contratendencia respecto de los inicios de la dé­
cada previa, el estilo se vuelve más llano y coloquial,
refleja el registro hablado al que originariamente es­
taba destinado: Derrida siempre lee sus clases, a par­
tir de textos literariamente elaborados.
La muerte de amigos, maestros y compañeros de
ruta, como De Man, Barthes, Foucault, Deleuze, Al-
thusser, Marin, Lyotard, Jankélévitch, Lévinas, Gra­
nel, Bourdieu, y por último Blanchot, se imbrica con
los móviles autobiográficos y proporciona la oportuni­
dad para reelaboraciones teóricas. Junto a ello, se lle­
ga a una esencialización de los temas y de las confron­
taciones filosóficas . Por una parte, Derrida afronta di­
rectamente el problema ético y político en Heidegger,
tomando como punto de partida el asunto más incómo-
(Geschlecht II) (1987),Admiration de Nelson Marídela ou Les loisde
la reflexión (1986), Point de folie - maintenant Varchitecture. (1985),
Pourquoi Peter Eisenman écrit de si bons livres (1988), Cinquante-
deux aphorismes pour un avant-propos (1987), L'aphorisme á con-
tretemps (1986), Comment ne pas parler. Dénégations (1992), Dé-
sistance {¡ 989), Nombre de oui (1987).
Cf., asimismo, la otra extensa recopilación de escritos político-
mstitucionales, Du droit á la philosophie, op. cit., que incluye: Pri-
vilége. Titre justificatif et remarques introductives, Oü commence et
comment finit un eorps enseignant (1976), La crise de Venseigne-
ment philosophique, L’ñge de Hegel (1977), La philosophie et ses
classes (1975), Les corps divisés (1975), Philosophie des États Géné-
raux (1979), Appendice. S ’ü y a lieu de traduire. I. La philosophie
dans sa langue nationale (vers une «littérature en franqais»),. S il y a
lieu de traduire.. II. Les romans de Descartes ou leconomie des mots,
Chaire vacante: censure, maitríse, magistralité (1984), Tliéologie de
la traduction (1984), Machios —ou le conflit des facultes (1984),
Ponctuations:. le temps de la thése (1983), Les pupilles de l’Univer-
sité. Le principe de raison et l’idée de VUniversité (1983), Éloge de la
philosophie (1981), Les antinomies de la discipline philosophique
(1986), Popularités. Du droit á la philosophie du droit (1985), An-
nexes. a. Qui a peurde la philosophie?, 1980; b. Rapport dé la Com-
mission de Philosophie et d’É pistémologie, 1990; c. Titres (pour le
Collége International de Philosophie), 1982; d. Coups d’envoi (pour
le Collége International de Philosophie), 1982.
do, el compromiso con el nazismo, reactualizado con la
publicación, en 1987, de la monografía de Víctor Fa-
rías, Heidegger y el nazismo. Por otra parte, siguiendo
la línea de la reconsideración de las relaciones entre fi­
losofía y política, está la relectura de Marx como pen­
sador ético y utopista. Por último, la temática del auto-
biografismo implica una toma de conciencia del pro­
blema del judaismo, de la tradición dentro de la que
había crecido en gran parte inconscientemente, ya que
su familia no era practicante.
Problemas, controversias y nuevas perspectivas. ¿A
qué atribuir la transformación? Más allá de las causas
internas expuestas en el capítulo anterior, pueden ais­
larse cuatro motivos principales.
1. En la década de 1970, en concomitancia con la di­
fusión del pensamiento de Derrida, se multiplican los
enfrentamientos y las controversias. En especial, se lo
acusa de tradicionalismo académico puramente ale­
jandrino (Foucault), idealismo (Deleuze, Kristeva),
confusión entre literatura y filosofía (Ricoeur y Haber-
mas), neoconservadurismo (una vez más, Habermas),
radicalismo vanguardista (Gadamer), desenfreno in-
terpretatorio (Eco), vaguedad y error (Searle), respal­
do indirecto en un irracionalismo políticamente ries­
goso (Frank), construcción de una filosofía puramente
irónica y paradojal (Rorty), esteticismo (Vattimo). Se
recela, como mínimo, que la deconstrucción, en tanto
práctica «genial», dé lugar a una escolástica repetitiva
y fútil. La deconstrucción no logró, como sí lo hizo la fe­
nomenología, transformarse en disciplina y escuela.
2. Los años setenta del siglo XX, en que se difunde
el debate acerca de la deconstrucción, son tiempos de
irresponsabilidad ético-política. En una mirada re­
trospectiva sobre los escritos de Foucault y Deleuze,
resulta difícil sustraerse de la impresión de un neo-
nietzscheanismo en que el filósofo se presenta como
una suerte de vate sibilino. Al final de esa década lle­
ga, como es natural, la reacción. Los eslóganes revolu­
cionarios se revelan (exactamente como había sucedi­
do con Nietzsche y Heidegger) pasibles de un aprove­
chamiento reaccionario. Foucault y Lyotard enmenda­
rán sus planteos. El primero buscará en el mundo
griego un contrapeso a la sólida identificación entre
poder y saber profesada durante la primera mitad de
los años setenta; el segundo tomará distancia de la
criatura que lo hizo mundialmente célebre, lo posmo­
derno; Deleuze se apartará en un aislamiento soste­
nido hasta su muerte. Derrida no tiene motivos para
arrepentirse, pero, desde luego, la situación es tal que
impone reflexiones acerca de los resultados prácticos
de la teoría.
3. Por otra parte, desde una perspectiva más glo­
bal, surgen intereses de fondo. En primer lugar, el po­
lítico, el diálogo cada vez más denso con los problemas
de la actualidad mundial. En segundo lugar, la centra-
lidad de la ética, como si la indagación entera de Derri­
da, bajo el aspecto de una interrogación sobre el co­
nocimiento y la ontología, hubiera seguido un cauce
oculto guiado por ese único interés fundamental. En
tercer lugar, y de modo creciente hasta volverse pre­
ponderante, la autobiografía, el rol de la individuali­
dad en su vínculo conflictivo con la universalidad. Co­
mo vimos, lo que Derrida persiguió con la gramatolo­
gía, el rol de la letra en la constitución de la idealidad,
era una metamorfosis de la crítica de Kierkegaard al
absoluto hegeliano, salvo que, en la versión hiperdia-
léctica de Derrida, entre individual y universal no hay
sólo contraposición y exclusión, sino una secreta coo­
peración.
4. Un último punto, atinente al único elemento ra­
dicalmente nuevo en el panorama conceptual descrip-
to hasta ahora. En los años más recientes, la reflexión
derridiana se centra en el redescubrimiento de una ex­
periencia ajena al espíritu: la animalidad, el tacto, lo
que se contrapone con el lógos (los animales no hablan)
y con el eidos (el tacto tiene lugar sin mediaciones), se
toman nuevos temas de reflexión. Acaso no correspon­
da hablar de un viraje realista (por lo demás, coheren­
te con una fuerte transformación de la filosofía fini­
secular, que propende al realismo, una vez agotado el
escepticismo posmoderno), pero seguramente hay una
mayor atención hacia todo aquello que, ajeno al espíri­
tu y a los esquemas conceptuales, representa lo «no
dialectizable», que desde el comienzo fue para Derrida
el motor interno de la dialéctica, y lo protegió de los
equívocos de la posmodernidad.

III. 1.2 Crítica de lo posmoderno


Iluminados e ilustrados. Desde una visión retros­
pectiva, el debate acerca de lo posmoderno puede ser
leído como la puesta en claro de una problemática mo­
ral que había permanecido oculta en la efervescencia
revolucionaria de los años sesenta y setenta: ¿deben
aceptarse hasta las últimas consecuencias las implica­
ciones éticas —para empezar, el indiferentismo— del
relativismo historicista, o es necesario recuperar a la
vez el realismo y la Ilustración en filosofía?
En 1979 se publica La condición posmoderna, de
Lyotard, que se presenta como un anuncio del fin de la
historia que de hecho completa el ciclo del historicis-
mo. Los «grandes relatos» de que se nutrió el discurso
filosófico de la modernidad —la Ilustración, el idealis­
mo y el marxismo— se agotaron, y en especial decayó
la carga utópica y emancipatoria que ligaba el progre­
so racional de la filosofía al progreso social de la huma­
nidad en el marco de una poderosa filosofía de la histo­
ria. En 1980, Habermas, con su alocución «La moder­
nidad, un proyecto incompleto», leída en ocasión de
recibir el Premio Adorno, acusa a la posmodernidad de
los teóricos franceses de ser, en verdad, un neoconser-
vadurismo. La Ilustración no es un proyecto agotado;
la modernidad, con su carga emancipatoria, no nece­
sariamente decayó; es preciso retomar y recuperar,
con otros conceptos, el programa de la Ilustración, de
acuerdo con los planteos propuestos por Adorno y
Horkheimer en la Dialéctica de la Ilustración. Ahora
bien, Sobre un tono apocalíptico adoptado reciente­
mente en filosofía,2 leído por Derrida en el coloquio de
Cerisy acerca de su trabajo, celebrado en 1981, es la
respuesta a Lyotard tanto como a Habermas. No es
cierto que la historia haya terminado, y con ella, los
grandes discursos de la modernidad. Se hace necesa­
rio, entonces, volver a reflexionar sobre la Ilustración
y el proyecto de emancipación de la humanidad a tra­
vés de la razón, en vez de abandonarlo. Pero hacerlo
no significará retomar esa aspiración a una transpa­
rencia última que constituye, a fin de cuentas, la ma­
yor debilidad de la Ilustración del siglo XVIII.
El mensaje es estratégico y político, aunque enmas­
carado bajo la doble referencia al Apocalipsis de Juan
y a un escrito de Kant contra el irracionalismo filosófi­
co de su época, Sobre un tono de gran señor reciente­
mente adoptado en filosofía (1798). De por sí, ese deseo
de esclarecimiento tiene una índole mística, de modo
que el Kant que censura a los iluminados de su tiempo
en nombre de una Ilustración radical, y condena la
pretensión de un vínculo inmediato con la verdad, re­
vela una pretensión de transparencia radical que hace
vacilar la distinción entre iluminados e ilustrados. De
hecho, es una pretensión apocalíptica, en el sentido
literal del Apocalipsis como desvelamiento (apoká-
2 D’un ton apocalyptique adopté naguére en philosophie, París:
Galilée, 1983 (trad. al italiano de A. Dell’Asta y P. Perrone, Di un tono
apocalittico adottato di recente in filosofía, en G. Dalmasso (comp.),
Di-Segno. La giustizia del discorso, Milán: Jaca Book, 1984).
lypsis, en griego), que a su vez pone de manifiesto ese
deseo metafísico de presencia y transparencia totales
que Derrida había puesto en evidencia durante sus in­
cursiones en la historia de la filosofía, y al que contra­
ponía —en Éperons, leído en Cerisy casi diez años an­
tes— la teoría de Nietzsche según la cual la verdad co­
mo desvelamiento es la Circe de los filósofos; una idea
seductora pero falsa, pues no toma en consideración el
hecho de que nunca puede arribarse a una completa
transparencia, a una presencia última que, a su vez,
no sea otro velo en un proceso que, como ya vimos, no
lleva a una presencia, sino nuevamente a una diferen­
cia. De todos modos, quitar los velos, aunque no trae
aparejada una revelación incondicionada, muestra
cómo la diferencia, el paulatino pasaje de una máscara
a la otra, no se resigna a la no-verdad, sino que señala
a la raíz mesiánica del esclarecimiento, el hecho de
que (justo como sugería Habermas) el proyecto de la
Ilustración está inconcluso pero constituye un deber
filosófico indefinidamente abierto.
De acuerdo con un planteo teórico muy antiguo en
él, Derrida desconfía por igual de los abandonos de la
filosofía y de los supuestos abandonos de la historia,
exactamente por los motivos que estaban en juego ya
en la etapa más tradicionalmente histórico-herme-
néutica de su pensamiento. Sin embargo, como vimos,
ya en la época de las confrontaciones con Foucault y
con Lévinas, Derrida ponía de relieve que, si no se pue­
de pretender salir de la filosofía y de la tradición o lle­
gar a las cosas mismas, eso no impide que se haya de
soñar con hacerlo. En la ontología de Derrida, lo ante­
rior se enlaza con la circunstancia merced a la cual la
presencia, el dato, hace referencia a algo que la excede
no sólo en el pasado, sino también en el futuro. Tras­
ladada a términos ético-políticos, su actitud se trans­
forma en una fuerte aspiración mesiánica. Se trata de
pensar los conceptos ético-políticos de la tradición, co­
mo la democracia, la responsabilidad, incluso la Ilus­
tración, en términos de un «por venir»: la verdadera
democracia, la auténtica responsabilidad, la verda­
dera Ilustración, no son aquellas dadas y transmiti­
das, sino aquellas que pueden esperarse o a las que
puede aspirarse como porvenir.3 La opción utópica, sin
embargo, no puede prescindir de analizar lo dado, las
relaciones de fuerzas, las instituciones.
Espíritu e instituciones. Este es un elemento cen­
tral. En los hechos, lo posmodemo recupera una implí­
cita filosofía de la historia nutrida de un renovado es­
plritualismo, por cuyo intermedio los conflictos reales
se concillarían en un nuevo mundo armonioso de la co­
municación y la transparencia. En reacción contra es­
te contexto, Derrida acentúa su atención hacia las ins­
tituciones filosóficas4 y el valor práctico y jurídico de la
filosofía, que aleja al deconstruccionismo del aura poe­
tizante que podía haber adquirido en los primeros años
de la década de 1970. Ya la situación académica de De­
rrida refleja esta transformación. En 1984 es convocado
como director de investigaciones de la Ecole des Hau-
tes Etudes en Sciences Sociales de París; el título de su
área de enseñanza es «Las instituciones de la filoso­
fía»: las ideas nunca caen del cielo, y la atención pres­
tada a escritura y técnica anticipaba este resultado.
Así, la deconstrucción revela abiertamente su di­
mensión política y jurídica: se trata —como lo había
sugerido Foucault a comienzos de los años setenta,
cuando inauguró sus cursos de Historia de los Siste­
mas de Pensamiento en el College de France— de po­
ner en claro el rol de las instituciones en la configura­
ción de las teorías, para no desembocar en el espiritua-
3 Cosmopolites de tous les pays, encore un effort!, París: Galilée,
1997 (trad. al italiano de B. Moroncini, Cosmopoliti di tutti i paesi,
ancora uno sforzo!, Nápoles: Cronopio, 1997).
4 Du droit á la philosophie, op. cit.
lismo, sin renunciar al mesianismo. En una síntesis
extrema, esta polaridad es proporcionada por la con­
traposición entre Heidegger y Marx: el primero acom­
paña su propia claudicación ante el nazismo con una
hipérbole espiritualista; el segundo sigue constituyen­
do, con su llamamiento a la igualdad entre los hom­
bres y a la emancipación, un fantasma (otro espíritu)
del que uno no puede desembarazarse fácilmente.

III. 1.3 Heidegger y Marx


Heidegger y el nazismo. La rendición de cuentas
con el Heidegger político tiene lugar en el marco del es­
tallido (o nuevo estallido) del caso Heidegger. De modo
característico, el libro de Farías que había encendido
la mecha del debate, y había sido escrito en alemán,
salió anticipadamente en francés, con un prefacio de
Habermas. En 1987, el Collége International de Philo­
sophie organizó un coloquio sobre Heidegger, en el
cual participó Derrida con una extensa conferencia,
luego llevada al libro: De Vesprit.5 La idea básica es
que Heidegger no cedió ante el nazismo con una re­
nuncia al humanismo y a los valores del espíritu, sino
que justamente en la enfatización de esos valores tie­
ne origen la opción política. La exaltación del hombre
con respecto al animal, la idea de recogimiento, totali­
zación, reductio ad unum, que está en la base del lla­
mamiento al espíritu, son puro humanismo, pero pue­
den revelarse puro nazismo.
Esta crítica del espíritu y del humanismo, iniciada
a finales de los años sesenta,6 prepara la elaboración
5 De Vesprit. Heidegger et la question, París: Galilée, 1987 (trad.
al italiano de G. Zaccaria, Dello spirito. Heidegger e la questione,
Milán: Feltrinelli, 1989).
6 Les ftns de Vhomme (1968), ahora incluido en Marges de la phi­
losophie, op. cit
de la temática de la animalidad que Derrida fue de­
sarrollando en su reflexión más reciente.7 En pocas
palabras, el animal, ajeno al mundo del espíritu, for­
ma parte de lo reprimido de la metafísica tanto como'
la letra, la huella y la escritura: es una condición de la
humanidad (el hombre también es naturaleza), pero
es borrado precisamente al constituirse la subjetivi­
dad consciente. No es casual que Heidegger, no obs­
tante su reputación como pensador atento a los aspec­
tos concretos de la existencia, haya privilegiado la hu­
manidad con afirmaciones que no podían menos que
resultar llamativas por extravagantes e inmotivadas;
por ejemplo, al afirmar que el animal no muere, sino
que decede, o bien que su garra es algo incalculable­
mente distinto de la mano del hombre,8 o incluso que,
como los seres inanimados, el animal tiene carencia de
mundo, ya que sólo el hombre poseería uno. De allí a la
conclusión de que también algunos humanos carecen
de mundo, acaso por causa de su pobreza de espíritu,
el trecho no es largo.
Dialéctica del espíritu. El núcleo del argumento de
Derrida es el siguiente. Quien ve en el nazismo una
brusca irrupción de la barbarie en el espíritu europeo
parece olvidar que, dentro de los contenidos del nazis­
mo, precisamente el espíritu puede desempeñar un
papel primordial; tanto es así que la adhesión de Hei­
degger al nazismo coincide con una multiplicación de
las apelaciones al espíritu en sus textos. En otros tér­
minos, el espíritu y la filosofía no constituyen un res­
7 L’anim al que done je suis (á suivre), en M.-L. Mallet (ed.),
L’a nimal autobiographique. Autour de Jacques Derrida, Actas del
coloquio de Cerisy-la-Salle, 11-21 de julio de 1997, París: Galilée,
1999 (trad. al italiano de G. Motta, L’animale che, dunque, sono
(segue), en Rivista di Estética, XXXVIII, 1998, 8).
8 La mano di Heidegger; trad. al italiano de G. Scibilia y G. Chiu­
razzi, introducción de M. Ferraris, Roma-Bari: Laterza, 1991.
guardo seguro contra la reaparición de la barbarie,
desde el momento en que esas regresiones sistemáti­
camente van acompañadas de cánticos al espíritu, a
menudo sin noción de sus implicaciones. En efecto, ha­
cia 1933, no sólo Heidegger apela al espíritu; también
Husserl, en La crisis de las ciencias europeas, ya mar­
ginado de la universidad alemana y discriminado por
judío, había escrito —en esa apasionada defensa de los
valores del espíritu europeo— que un espíritu de ese
tipo también incluye a Estados Unidos y el Common-
wealth, pero no a los esquimales y a los gitanos que va­
gan por Europa sin compartirlo.
Derrida extiende esa clase de observaciones a otros
momentos clave de la constitución de la filosofía del es­
píritu, desde las reflexiones acerca del espíritu euro­
peo en Valéry9 hasta los Discursos a la nación ale­
mana de Fichte.10 En esta última obra, el llamamien­
to al espíritu durante la época de las guerras de libera­
ción contra Napoleón implica un énfasis cosmopolítico
y, a un tiempo, un nacionalismo en sordina, de acuerdo
con la tesis fichteana de que todo aquel que cree en el
desarrollo del espíritu es alemán, con prescindencia de
qué lengua hable y de cuál sea su país natal. Eso equi­
vale a decir que puede haber quien, alemán por biolo­
gía e historia, en verdad no lo sea, dado que no com­
parte el espíritu en que consiste la esencia de la ale-
manidad; y que puede haber quien, sin ser alemán, lle­
gue a serlo, justamente, por compartir los valores del
espíritu. Por una parte, en Husserl y en Fichte o Valé­
ry (que ve en Europa la cabeza pensante del mundo)
entramos en contacto con la quintaesencia del cosmo­
politismo iluminista, que reconoce la humanidad del
9 L’autre cap. Suivi de La démocratie ajournée, París: Minuit
(trad. al italiano e introducción de M. Ferraris, Oggi l’E uropa, Mi­
lán: Garzanti, 1991).
10 Geschlecht. Differenza sessuale, differenza ontologica, en La
mano di Heidegger, op. cit.
hombre en la razón, y no en la historia y en la raza. Sin
embargo, por otra parte, encontramos un siniestro na­
cionalismo. ¿Por qué, para ganar dignidad de respeto y
de pensamiento, uno debe pertenecer al espíritu euro­
peo, como sugiere Husserl, o inclusive al espíritu ale­
mán, como sostiene Fichte? A ese paso, uno se acerca a
las incómodas afirmaciones de Heidegger, según el
cual algunos de sus seguidores franceses le habían di­
cho que, cuando querían pensar filosóficamente, esta­
ban obligados a hacerlo en alemán.
La Represión y el Mal. Derrida no lo dice, pero es
un hecho que el día que lanzó el ataque a Rusia, Hitler
también declaró por radio, en una arenga a las tropas,
que lo que se estaba haciendo sucedía en nombre del
espíritu europeo. De por sí, nada hay de sorprendente;
todos los ejércitos están convencidos de tener a Dios de
su lado. Pero el aspecto importante en un abordaje teó­
rico es otro.
Como hemos visto, los pares axiológicos de la meta­
física prevén que del lado del Bien estén el Espíritu, el
Sujeto, el Hombre, y del lado del Mal, la Materia, el
Objeto, el Animal. Pero esta partición no da resultados
óptimos, como lo demuestra el hecho de que se puede
ser nazi (lo cual es sin duda un mal) y sostener un
discurso completamente inclinado al lado del bien, al
menos aparente, vale decir, del espíritu, del sujeto y
del hombre. Por otro lado, es posible sostener sin difi­
cultad un discurso nazi (esto es, nuevamente, situado
en el lado del mal) basado en la materia, el objeto y el
animal: la apelación a la técnica, a las tormentas de
acero, al fundamento biológico de la raza, se basan en
esa axiomática. Por ello, el mal no está tanto en el es­
píritu cuanto en la represión y en el falso sentimiento
de una totalidad compacta, que se obtiene mediante la
represión de la polaridad dialéctica de los pares meta-
físicos. Esto es lo mismo que decir, con Adorno, que «el
todo es falso», y no verdadero, como pensaba Hegel. Si
el Mal no es el espíritu como tal, sino la represión, en­
tonces, sin contradicción, Derrida puede, en 1987, de­
nunciar el mal del espíritu heideggeriano, y en 1993,
alabar a los fantasmas, vale decir, los espectros de
Marx.
Espectros de Marx, Marx es recuperado ante todo
como utopista;11 y el espíritu, que era el mal en Hei-
degger, se vuelve el bien en Marx, el espectro del co­
munismo que recorre Europa —conforme a las prime­
ras palabras del Manifiesto de Marx y Engels— como
promesa de emancipación. Dos son las cosas que de­
ben señalarse en el pasaje del espíritu al fantasma, de
lo negativo a lo positivo: el espíritu, del modo en que se
manifiesta en Heidegger, es una potencia unificadora
que ejerce una represión; el fantasma, en cambio, es
un individuo (el espectro de alguien) y, por sobre todo,
un contenido reprimido.
En otros términos, si la afirmación del espíritu es
una represión, la reaparición del fantasma es el retor­
no de algo reprimido, el remordimiento que corroe la
conciencia y —en consonancia con esas primeras pala­
bras del Manifiesto, o con el fantasma de Claudio en el
Hamlet de Shakespeare— reclama justicia y vengan­
za. Más allá de la transposición literaria, importa po­
ner de relieve un elemento característico de la política
derridiana.
El Marx de Derrida no es el teórico de la necesidad,
al que Althusser había definido como el cabal heredero
de Spinoza; es el pensador que ha hecho valer una ne­
cesidad mesiánica de emancipación y de justicia, en
vista de que «The time is out ofjoint», como resuena la
cita del Hamlet que hace de hilo conductor para el aná­
11 Spectres de Marx, París: Galilée, 1993 (trad. al italiano de G.
Chiurazzi, Spettri di Marx, Milán: Raffaello Cortina, 1994).
lisis de Derrida. Lo podrido del reino de Dinamarca es
el símbolo de todas las injusticias del mundo, tanto
más fuertes desde el momento en que, con la derrota
del comunismo hecho realidad, desaparece una polari­
dad. Ahora bien, el naufragio del comunismo real no es
todavía un argumento contra el fantasma que recorre
Europa, que no es posible con los eslóganes de lo pos­
moderno.
Ilustración y mesianismo. En este punto podemos
reconocer la solidaridad de fondo entre la ontología y
la política de Derrida, o, más exactamente, la circuns­
tancia de que su ontología era, desde el comienzo, polí­
tica. Al igual que los posmodernos, Derrida afirma que
la plena presencia nunca se da, pero, contradiciendo a
estos, supone que ello no obsta a nuestra permanen­
te búsqueda de una presencia. La supuesta opción
emancipatoria de lo posmoderno consistió, de hecho,
en espiritualizar, en sostener que en la época de la uni­
versal interpretación todo deviene materia impalpa­
ble y —más grave todavía— friable e inanalizable. De
ello a derivar conclusiones obviamente falsas, el paso
es pequeño. Y para concluir que también la explota­
ción del hombre por el hombre es la imaginación de
una época ruda y realista, y que en la era del espíritu
las cosas tomarían un rumbo completamente distinto,
el paso es un poco más grande.
Ahora bien, es cierto que, desde un punto de vista
ético, afirmaciones como «nada existe por fuera del
texto» parecen sugerir una forma de nihilismo y de re­
lativismo muy similar a la profesada por los posmo-
demos. Dostoievsky había dicho que si Dios ha muer­
to, todo es posible; pues bien, imaginemos qué sucede­
ría si no hubiera nada, si todo fuera resultado de con­
venciones históricas y de pulsiones oscuras. Con todo,
la reducción del mundo a signo también es tensión
utópica.
De hecho, para Derrida, no se trata de pretender
que nada es o que todo es espíritu; se trata de sostener
que todo lo que es hace de signo para lo que todavía no
existe, y que es una promesa de emancipación. La idea
básica es, precisamente, que la ética y la política no se
limitan a constatar lo dado, sino que también se refie­
ren a algo que todavía no tuvo lugar, a la esperanza de
un esclarecimiento que constituye tanto el sentido de
la Ilustración en el sentido kantiano (no tendría sen­
tido una filosofía de la historia si esa historia no con­
dujera hacia lo mejor) como el sentido del mesianismo
judaico (que en la Ilustración alemana se había conec­
tado estrechamente, por lo demás, con la perspectiva
kantiana).12
Más que un nihilismo feliz, lo que surge es el escrú­
pulo de conciencia de un hombre atormentado. Derri­
da jugó con este punto en el libro sobre Marx, al hablar
de una hantologie, esto es, un pasaje del ser al fantas­
ma y —recíprocamente— al retorno de lo reprimido,
que obsesiona (hante) al mundo, como si fuera una
casa poseída (hantée) por los fantasmas. El modelo es
antiguo, el del demonio de Sócrates, que nunca propor­
ciona definiciones positivas, prescripciones éticas o
normas, sino que, antes bien, habla para decir cuándo
yerra, como una voz de la conciencia que nos asedia al
modo de esas frases en segunda persona («Actuaste
mal, no puedes seguir comportándote así») que Hus-
serl tomaba como modelo de una comunicación ficticia
en la primera de las Investigaciones lógicas. Ahora
bien, según el enfoque de Derrida, esa no es en absolu­
to una comunicación ficticia; es lo que en todo momen­
to acontece, para seres atormentados por el remordi­
miento y, por eso, infatigables en reprimir.
12 «Interpretations at War. Kant, le Juif, l’Allemand», en D. Lo­
ries y B. Stevens (comps.), Phénoménologie et politique. Mélanges
offerts á Jacques Taminiaux, Bruselas: Ossia, 1989.
III. 1.4 La polaridad ética / ontología
H elenism o y hebraísm o . E l m esianism o ansioso es
la m ás antigua y sedim entada de las ideas de Derrida,
que se a sien ta sobre la concepción h u sserlia n a de la
presencia como punto inextenso entre la retención del
pasado y la protensión hacia el futuro, y que ya en la
M em oria se articulaba en la dialéctica entre arqueolo­
gía y teleología, m erced a la cual el origen adquiere
sentido sólo a la luz del cum plim iento: lo que está dado
es siem pre en v ista de u n porvenir. El elem ento hus-
serliano pronto se había im bricado con un m otivo to­
m ado de L évinas, es decir, el tem a de la prim acía de la
ética por sobre la ontología. Como aludí antes, es esta
u n a m otivación que L évin as h a cía valer dentro del
m arco de una contraposición entre ontología (intere­
sada sólo en las cosas, y con ten den cia a la ajenidad
con respecto a la m oral) y m etafísica (interesada en los
hom bres, en el rostro del otro como origen de la filoso­
fía), que estaba en la base del disenso entre L évinas y
H eidegger, y de la crítica de inm oralism o o al m enos de
indiferentism o que el prim ero dirigía al segundo.
E n L évin as, este p lan team ien to se arraigaba en
un a recuperación de la prim acía judaica de la ética por
sobre la ontología; pero el propio L évinas había señ a­
lado un precedente platónico, cuando, en la. R epública,
leem os que por encim a del Ser está el B ien, que garan­
tiza la com unidad de la s ideas, da u n sentido al m undo
y se sitúa m ás allá de la esencia (epékeina tes ousías).
Por su parte, como vim os, D errida había valorizado la
idea de Plotino: la forma, lo que se presenta, es hu ella
de lo inform e; vale decir, señ ala un m ás allá con res­
pecto a la ontología. Y esa tem ática se articula, en am ­
bos casos, con el argum ento k an tian o seg ú n el cu al
aquello que no puede fundarse en térm inos de teoría
del conocim iento (por ejem plo, el alm a, D ios e incluso
el m undo), puede recuperarse en el ám bito de la razón
práctica, esto es, como presupuesto de la acción m oral
de los hom bres.
Sin em bargo, y en aras de la brevedad, si H eideg-
ger exageraba al expulsar la ética (el deber ser) para
m antener sólo la ontología (aquello que es), L évinas
com ete el error sim étrico. A sí, m ientras los posm oder­
nos derivan de una ontología nih ilista un relativism o
m oral, D errida afirm a que la incapacidad estructural
de u n a ontología para dar fu nd am en to exclusivo no
im plica u n a renuncia incondicional de la filosofía en
cuanto concierne a la ontología, confiada por entero a
la ciencia. E xiste ética en la ontología (si la presencia
tien e u n elem ento m esiánico); pero no hay ética sin on­
tología, porque en ton ces no se en tien d e respecto de
quién o de qué seríam os responsables.
Edificación y deconstrucción. D errida se aparta,
aquí, de un a send a m uy trillada en el siglo XX, aquella
en la cual, en el m om ento en que la filosofía, en su s
instancias cognoscitivas, se ve acorralada por la cien­
cia, se repliega hacia la moral. E sta es la situación tí­
pica descripta por Rorty en La filosofía y el espejo de la
naturaleza (1979): el itinerario que desde el siglo XVII
había definido la filosofía como teoría del conocim ien­
to, como «espejo de la naturaleza», está agotado y, lle­
gados a ese punto, los filósofos se transform an en pen­
sadores «edificantes» (según el léxico de Rorty), intere­
sados p rin cipalm ente en los valores que m a n tien en
unida a una com unidad, donde la solidaridad tendría
una im portancia m ucho m ayor que la objetividad.
D entro de ese m arco general, h ay posiciones m uy
diferentes, pero D errida se distingue en especial por
su voluntad de deconstruir los térm inos de sem ejante
retorno a la ética, m ostrando sus lím ites y la unilate-
ralidad. Con relación a Gadam er y la tradición herm e­
néutica, que se orienta a la resolución de la filosofía en
diálogo, Derrida insistió sobre el hecho de que el diálo­
go, el sueño de u n a transparencia recíproca y de una
fusión de horizontes, no sólo no se plasm a en práctica,
sin o que ta m b ién es un d iscu tib le id ea l regu lativo,
pues im plica anular la individualidad de los interlocu­
to res.13 L a bu en a v olu n tad de diálogo y de en ten d i­
m iento ocultaría, entonces, una buena voluntad de po­
der y, por tanto, no parece ser un principio para abra­
zar sin condiciones. O bservaciones análogas se hacen
valer con respecto a H aberm as y la teoría de la acción
com unicativa:14 el ideal de u n a tran sp arencia social
radical no constituye, ni siquiera en el plano teleológi-
co, un com ponente aceptable de una ética, en la m edi­
da en que un a transparencia de esa clase se configura­
ría como la represión de la alteridad en cuanto consti­
tución de la subjetividad. D entro del m ism o ám bito,
Derrida se liberó del asedio de los llam am ientos a re­
cuperar un a com unidad15 en contra de la sociedad ato­
m izada y disgregada de los tiem pos m odernos, h ab i­
da cuenta de que el com unitarism o, incluso la invoca­
ción a la fraternidad, desde los id eales de la R evolu­
ción F rancesa, se constituye al precio de exclusiones y
de represiones de las diferencias (por ejem plo, de lo fe­
m enino), aproxim adam ente como sucedía con la afir­
m ación del espíritu.
E l hilo conductor de la posición de D errida no con­
siste sim plem ente en deconstruir la unilateralidad de
estos m ecan ism os (¿por qué el diálogo habría de ser
necesariam ente un bien?; ¿estam os seguros de que la
13 «Borníes volontés de puissance. Une réponse á Hans-Georg Ga-
damer», en Revue Internationale de Philosophie, 151, 1984 (trad. al
italiano de M. Ferraris, «Buone volontá di potenza», en aut aut,
217-18, 1987).
14 Postface. Vers un'éthique de la discussion (1990), en Limited
Inc.,op.cit.
15 Politiques de l’amitié. Suivi de VOreille de Heidegger, París:
Galilée, 1994 (trad. al italiano de G. Chiurazzi, Politiche dell’amici-
zia, Milán: Raña ello Cortina, 1995; no incluye VOreille de Heideg­
ger, traducido en La mano di Heidegger, op. cit.).
com unidad y la fraternidad verdaderam ente propor­
cionan las condiciones para la justicia?), sino, sobre to­
do, en el escepticism o ante el presup uesto básico de
que la ética está radicalm ente desligada de la ontolo­
gía, y de que el deber ser puede subsistir sin el ser.
De la cosa al don. Para concentrar y m antener acti­
vos estos dos polos, D errida desplaza su atención des­
de el tem a clásico de la ontología — el ente, la cosa— al
don ,16 ese tipo de ente que nos llega de otro e im plica
en su propia definición la presencia de un donador. So­
bre la base de cuanto hem os visto recién, el desplaza­
m iento es doble.
Por una parte, está el interés por una fenom enolo­
gía que enfoque no el ser y el ente, como en la tradición
revitalizada por H eidegger, sino, antes bien, las acti­
tudes m orales e interpersonales: si L évinas se había
interesado en la fenom enología de la caricia, D errida
propuso una fenom enología de las lágrim as, donde no
se tom a en consideración el ojo como un principio teó­
rico (theoréin, ver), sino como un órgano que expresa
sen tim ien to s.17 (Por lo dem ás, ya la a n a lítica de la
existencia propuesta por H eidegger en Ser y tiem po te-
m atizaba objetos b astan te atípicos para la ontología
clásica, como el aburrim iento, la angustia, la charla.)
Sin em bargo, por otra parte — y este es el rasgo ca­
racterístico de Derrida— , está la transición hacia una
ética h ech a de en tid a d es p rob lem áticas, que acaso
existan y acaso no, precisam ente porque nosotros nun­
ca podrem os saber si en verdad h ay un don (o un per­
dón) que se corresponda con los criterios de gratuidad
16 Donner le temps. I. La fausse monnaie, París: Galilée, 1991
(trad. al italiano de G. Berto, introducción de P. A. Rovatti, Donare
il tempo, Milán: Rafia ello Cortina, 1996). Este texto reelabora un
seminario de finales de los años setenta.
17 Mémoires d ’aveugle. L’autoportrait etautres ruines, París: Réu-
nion des Musées Natíonaux, 1990.
que se le atribuyen. Con el don y el perdón,18 al igual
que con la am istad19 y la hospitalidad,20 tenem os ante
nosotros objetos que no sólo resu ltan ontológicam ente
problem áticos (son acontecim ien tos, perform ativos,
no en tes sólidos y presentes), sino que, sobre todo, se
m uestran éticam ente am biguos.
La ambigüedad de la moral. ¿En dónde reside el
problem a? D esde los años setenta, D errida había h e­
cho jugar la duplicidad del phármakon (como veneno y
como m edicina) en la duplicidad del inglés gift (don y
veneno): puede darse la vida, pero tam bién puede dar­
se la m uerte;21 el hospes es tanto quien da h osp itali­
dad como quien la recibe, y ese térm ino latino está em ­
parentado con el enem igo (hostis); el guest inglés y el
Gast alem án, esto es, u n a vez m ás el huésped, están
vinculados etim ológicam ente con el ghost, el fantasm a
que irrita y atorm enta, o bien que pide justicia; el am i­
go constituye un par esencial con el enem igo (según la
polaridad estudiada por Cari Schm itt y retom ada por
Derrida), y — de acuerdo con el juego de N ietzsche en
el Zaratustra — los Freunde (am igos) están siem pre a
punto de transform arse en Feinde (enem igos), del m is -:
mo modo que, etológicam ente, la sonrisa deriva de la
actitud anim al de m ostrar los dientes antes del ataque.
E stas polaridades recuerdan, con gran proxim idad,
los pares analizados por Freud en su breve escrito So­
bre el sentido antitético de las palabras primitivas . Co­
mo en las figuras am biguas estudiadas por los psicólo­

18 L’Université sans condition, París: Galilée, 2001; Fot et Savoir.


Suivi par Le Siécíe et le Pardon (en colaboración con M. Wieviorka),
París: Seuil, 2001.
19 Politiques de Vamitié, op. cit.
20 De l’h ospitalité. Anne Dufourmantelle invite Jacques Derrida á
répondre, París: Calmann-Lévy, 1997 (trad. al italiano de I. Lan-
dolfi, Sull’o spitalitá, Milán: Baldini & Castoldi, 2000).
21 Donner la mort, París: Galilée, 1999.
gos de la G estalt, una vez se ve un conejo, otra vez se
ve un pato, y ambos resultados están en relación de co-
presencia en la m ism a figura. Pero ese era ju stam en te
el resultado al que había llegado Derrida, prim ero en
la teoría del conocim iento, después en la ontología: la
diferencia y la deconstrucción habían m ostrado el pa­
rentesco entre nociones contrapuestas, incluso entre
los pares fundacionales de la tradición filosófica; a es­
ta altura, encontram os la m ism a duplicidad, que ad­
quiere un aspecto inquietante, el de u n a am bigüedad
en la m oral y en la totalidad de la vida interpersonal
(durante su adolescencia argelina, D errida había sido
lector de Gide, el narrador y en sayista de la am bigüe­
dad moral).
«Epojé» y m undo social . A quí tam bién, sin em bar­
go, si m iram os hacia el pasado, hallam os un acto de fi­
delidad de D errida en relación con su form ación feno­
m en o lo g ía . La epojé h a lla un a aplicación electiva en
la ética. Como lo pone de relieve D errida,22 el llam a­
m iento a suspender la doxa vale, en prim er lugar, para
librarnos de los prejuicios que condicionan n u estras
elecciones sociales.
D e hecho, nosotros hablam os de actos m orales, de
decisiones, de don, de perdón, de hospitalidad. P ese a
todo, nunca podrem os saber acabadam ente si en ver­
dad existen esos actos éticos, si acaso alguna vez hubo
decisiones auténticas o perdones verdaderos. E so obe­
dece, sin m ás, a que jam ás lograrem os escrutar hasta
el últim o d etalle dentro de nosotros m ism os y de los
dem ás (si se postula que en el fondo del pozo h ay algo);
tam poco podrem os saber nu nca si som os lib res y si
nu estras decisiones son fruto de auténtica espontanei­
dad y de plena buena fe. Probablem ente, nunca sabre­
m os si en toda la historia del m undo hubo siquiera una

22 Saufle nom, París: Galilée, 1993, pág. 78.


acción m oral, esto es, u n a acción realizad a por libre
respeto a la ley, no por interés, o por temor, o inclusive
porque la dictara u n a n ecesid ad que n osotros erró­
n eam ente tom am os por libertad, confundiéndola con
un acto m oral. A la par de ello, ¿hubo alguna vez sobre
la faz de la Tierra siquiera un don, u n acto gratuito,
que no esperara algo a cam bio, aun cuando sólo fuera
la salvación del alm a y el paraíso? Y por ese m ism o
m otivo, ¿hubo alguna vez, desde el alba de los tiem pos,
siquiera un perdón, un acto m erced al cual se perdona
a algu ien (o se pide a algu ien perdón) en verdad por
«don», y no por alguno de otros m il m otivos? ¿Hubo al­
guna vez am istad verdadera?
P reguntarse si h ay cosas por el estilo puede pare­
cer un ejercicio fútil, pero es, para Derrida, el principio
sobre el cual puede fundarse u n a n á lisis del m undo
moral. E n otros térm inos, el genealogista nietzschea-
no se com porta como un m oralista a la inversa y se li­
m ita a proclam ar que el m al es en realidad un bien.
P asa rán algu n os años y n u ev a m en te se tornará u n
crédulo m oralista. E n cambio, D errida nunca sostien e
que el M al es el Bien; con total llaneza, afirm a que el
B ien es el Bien; con la salvedad de que, recuperando
— como de costum bre, hiperbólicam ente— la m orali­
dad kan tian a como principio form al ligado a la pureza
de intenciones, se pregunta si en verdad existe sem e­
jante Bien.

III.2 Duelo y autobiografía


L iteratura y biografía. U no decide por sí solo, pero
la decisión está poblada de fantasm as. Por eso es ta n
im portante la biografía. Al ver qué hicieron los dem ás,
contam os con un cuadro m ás analítico de lo que nos
ocurre a nosotros m ism os; era una tarea habitual de la
literatura, que en los años recientes D errida h a desa­
rrollado transform ando la referencia literatura-escri-
tura-deconstrucción en e l nexo, m ás directo y exp lí­
cito, literatura-autobiografía, de Joyce23 a C elan,24 de
Góngora25 a B lanchot.26
La estra tegia de encontrar en la biografía y en la
autobiografía un sitio privilegiado de indagación filo­
sófica no es, por cierto, nueva, y D errida puede contar
con m uchos antepasados ilu stres, de A gustín a M on­
taigne, de R ousseau a N ietzsche. Y, a fin de cuentas,
ya la tradición decim onónica de las ciencias del espíri­
tu, que por interm edio de D ilth ey resurge en el H ei­
degger de Ser y tiem po, había jugado esta carta, viendo
inclusive, en la vid a que se torna consciente de sí m e­
diante la autorreflexión de u n individuo, el cauce pe­
culiar de la filosofía, como m odelo de un saber que no
busca leyes universales, sino que se em peña en descri­
bir lo individual.
D e todas form as, ju stam en te en la m edida en que
Derrida tiene en la m ira la intersección (no la separa­
ción) entre lo individual y lo universal, no causa sor­
presa que al tratar sobre la biografía recupere las te­
m áticas que en la plenitud del período fenom enológico
había puesto en prim er plano con referencia a proble­
m áticas epistem ológicas.
A gustín, Rousseau, N ietzsche. Lo anterior es fácil
de corroborar. El proceso com pleto de constituir la ver­
23 Ulyssegramophone. Deux motspour Joyce, París: Galilée, 1987.
24 Schibboleth, PourPaul Celan, París: Galilée, 1986 (trad. al ita­
liano de G. Scibilia, Schibboleth per Paul Celan, Ferrara: Gallio,
1991).
25 Feu la cendre, París: Bditions des Femmes, 1987 (trad. al ita­
liano de S. Agosti, en edición bilingüe, Ció che resta del fuoco, Flo­
rencia: Sansoni, 1984; ed. de la versión italiana exclusivamente,
Milán: SE, 2000).
26 Parages, París: Galilée, 1986 (trad. al italiano de S. Fracioni,
Paraggi. Studi su Maurice Blanchot, Milán: Jaca Book, 2000); De-
meure. Maurice Blanchot, París: Galilée, 1998.
dad m ediante la exteriorización y la escritura, que en
los años sesen ta D errida había desarrollado con refe­
rencia a la teoría h u sserlian a de la ciencia, es tra n s­
cripto ahora en térm inos de una teoría de la subjetivi­
dad, que se m anifiesta por vía de la confesión (esto es,
m ediante la proyección propia hacia el exterior) y que
interviene de m anera decisiva en la teoría de la verdad
por m edio del testim onio,27 cuya regla b ásica es que
aquello acerca de lo cual dam os testim onio es algo que
sólo nosotros hem os visto (por eso som os testigos), pe­
ro a la vez es de índole tal que cualquiera en nuestro
lugar lo habría visto del m ism o modo en que lo vim os
nosotros (de lo contrario, el nuestro sería un falso tes­
tim onio).
D esde este punto de vista, los grandes m odelos de
D errida son, precisam ente, A gustín, R ousseau y N ietz-
sche. Lo que resu lta característico, en últim a in sta n ­
cia, es cuán poco tom a en serio D errida las teorías de
estos filósofos en lo concerniente, por ejem plo, al pro­
blem a del conocim iento o la ontología, y cuánto im por­
tan aquellos para él en su condición de autobiógrafos y
confesores. D e A gustín no habrá de tom arse en cuen­
ta, por ejem plo, la teoría del tiem po como d isten sión
del alm a (que D errida, como vim os, inclusive im pugna
en O usia et gram m é ), sino el hecho de que decida rela­
társela a sí m ism o, a D ios y a los hom bres; de R ous­
seau no im porta su teoría del estado de naturaleza (co­
m o tam bién vim os, se la im pugna abiertam ente en la
G ram atología), sino el autor, excesivo en su necesidad
de sinceridad, de las Confesiones; de N ietzsche no in te­
resan el perspectivism o o la volu ntad de poder, sino
Ecce homo.28

27 Demeure, op. cit.


28 Otobiograpkies. L’enseignement de Nietzsche et la politique du
nom propre, París; Galilée, 1984 (trad. al italiano de R, Panattoni,
prefacio de M. Ferraris, Otobiograpkies, Padua: II Polígrafo, 1993).
H acer la verdad . Pero, ¿por qué m otivo es tan im ­
portante la confesión?29 E n la teoría derridiana, lo in­
dividual no es el territorio del error, sino de la verdad.
U n a verdad que urge en dirección a su propia salida
h acia el m undo, sin por ello exhibirse alguna vez del
todo. Ahora bien, el gran paradigm a de esta revelación
del sujeto es proporcionado por la autobiografía como
confesión de sí al m undo, tal cual sucede en el m om en­
to en que A gustín se pregunta por qué habría de confe­
sarse a D ios, que sabe todo y, por tanto, no n ecesita
confesiones. La resp uesta de A gustín es ejem plar, ju s­
tam en te, porque retom a a d litteram esa teoría de la
verdad que Derrida h ab ía buscado en H u sserl durante
la época de la introducción a. E l origen de la geom etría:
quiero hacer la verdad, no sólo en m i corazón, sino
tam b ién por escrito y an te m uchos te stig o s.30 E sto
equivale a decir que la verdad no es una m era consta­
tación, o algo que existiría sin un observador, sino m ás
bien algo que se produce m ediante un acto perform ati-
vo; que la verdad, adem ás, no es una m era cuestión in ­
dividual concerniente a la intim idad de un a persona,
sino que surge cuando el yo se dirige a u n álter ego; y,
por últim o, que esta relación dual encuentra su objeti­
vidad en el m om ento en que es escrita y expu esta ante
m uchos testigos.
Aquí, la verdad adquiere la form a del acto jurídico
y social, y se entiende la centralidad, junto al m odelo
de la confesión, del m odelo del testim onio; la verdad no
es tácita y pura constatación, sino producción y expre­
sión. E l individuo es inefable; nunca podrá llegarse a
u n a determ inación últim a, a un «tú eres esto». S in em ­
bargo, a la vez, la individualidad tiene tina necesidad
constante de expresarse, de desplegarse, de confesar­
29 Circonfession, en J. Derrida y G. Bennington, Jacques Derrida,
París: Seuil, 1991.
30 «Haré en mi corazón ante ti esta confesión: y también en estas
páginas, sin embargo, ante muchos testigos» (Agnst., Conf., X ,l,l).
se, y cada u n a de estas m anifestaciones es u n a verdad.
E n otros térm inos, si H eidegger reelaboró lo trascen­
dental en una teoría de la interpretación de los obje­
tos, D errida se dirige a la autointerpretación del suje­
to. E l sentido de la verdad, en este contexto, significa:
la verdad sobre m í m ism o y el sentido que tien en para
m í las personas y cosas que vi en el pasado, con la cla­
ra intención de «ser justo», esto es, de no alterar la ver­
dad de esas cosas y personas. Y el testim onio refleja lo
esencial de la teoría derridiana de la verdad: es la ver­
dad expresada por u n individuo con respecto a algo,
pero de modo tal que el individuo cum pla un rol de im ­
portancia prim ordial, esto es, que no desaparezca ante
la evidencia testim oniada, precisam ente porque el te s­
tim onio sólo es tal en la m edida en que alguien da te s­
tim onio sobre algo.
P ese a todo, y como prim er contrapeso a lo que po­
dría parecer u n subjetivism o sin lím ites, el testim onio
es verdadero en la exacta m edida en que la verdad ex­
presada por un individuo podría ser expresada, en lu ­
gar de él, por cualquier otro individuo. A sí como en la
confesión la individualidad no se encontraba sin exte-
riorización e intersubjetividad, en este caso, la objeti­
vidad no puede darse (y hacerse, en la teoría de D erri­
da) independientem ente de la intervención de la sub­
jetividad.
E l segundo y m ás determ inante correctivo, que re­
presenta — como antes señalé— la m ás relevante in ­
novación teórica de la m ás reciente reflexión de D erri­
da, reside en que, antes y después de los actos y las ex­
presiones de los sujetos, antes y después de la esfera
de las m ediaciones sociales, h ay u n a zona fundam en­
tal, un real m udo que se presupone en todo acto social.
E s la esfera ind icad a em b lem áticam en te por el ta c­
to,31 el sentido principal que nos pone en relación con

31 Le toucker. Jean-Luc Nancy, París: Galilée, 2000.


un m undo compartido, que es el presupuesto m aterial
de todas las acciones sociales.
De la biografía a la autobiografía. C onsiderem os
otro aspecto de la cuestión autobiogáfica. La teoría clá­
sica de la autobiografía, tal como había sido form ulada
por D ü th ey y desarrollada por Georg M isch, supone
que el autobiógrafo es u n hom bre anciano que, sabe­
dor de que su m uerte se aproxim a, m ira hacia su vida
pasada. E n cambio, para Derrida, com prendem os que
n u estra m uerte se acerca, que ya no consiste en una
even tu alid ad rem ota, cuando vem os la desaparición
de nuestro interlocutor. E n especial, quien desaparece
es un interlocutor al cual querríam os decirle aquello
que a esta altura ya no podrem os decirle.
Por u n a parte, con el interlocutor se va un a porción
de nosotros; toda la m em oria de nosotros que se había
acum ulado en él como álter ego desaparece. Y aquí,
ateniéndonos a la referencia gideana, vale el m odelo
de et nunc manet in te, el recuerdo de la joven esposa,
poco am ada y m uerta tem p ran am en te, que se hace
m om ento autobiográfico. Por otra parte, la cu estión
reside, sin em bargo, en decir la verdad acerca de ese
ego que no existe m ás, y acaso prevalezca aquí la m o­
tivación del historiador y del m em orialista, que debe
dar testim on io con respecto al desaparecido, esto es
— conform e a la m otivación esen cial de la Recherche
de P roust, autor con el cual D errida tiene, no obstante,
poca afinidad— , h a de decir, sim u ltán ea m en te, qué
habían sido en realidad esas personas y qué hab ían si­
do para él.
El duelo, el ser para la muerte, el secreto. 32 Derrida
com ienza a desarrollar el tem a del duelo en los años

32 II gusto del segreto (en colaboración con M. Ferraris), Roma-


Bari: Laterza, 1997.
ochenta, después de la m uerte de un am igo suyo, P aul
de M an;33 pero m ás allá de la circunstancia está en
m archa u n a su til perversión del m odelo heideggeria-
no del ser para la m uerte. H eidegger había visto en la
m uerte el m om ento de la autenticidad, pero esta con­
sideración estaba expuesta, desde el com ienzo, a un a
obvia objeción: si es verd ad que som os au tén ticos y
proyectam os auténticam ente n u estra vid a sólo en vir­
tud de la conciencia de nuestra m ortalidad, el hecho de
que sólo experim entem os la m uerte ajena, con el due­
lo, ¿no con stitu ye u n a dificultad fu n d am en tal en la
teoría? O existe la m uerte o existim os nosotros, y por
tanto la m uerte es para nosotros sólo una experiencia
m ediata.34
D e todas form as, alguien podría objetar que al m e­
nos del duelo por la m uerte de los otros puede ten erse
un a experiencia auténtica; es lo que sucede con m ucha
frecuencia. Sin em bargo, el duelo se m uestra, a su vez,
como un a experiencia incom pleta, no sólo porque no
está la verdadera m uerte, sino porque — según sugie­
re D errida— ni siq uiera pu ed e hab er un verdadero
duelo: si se lo consigue, fracasa, porque no se m antiene
al otro como otro, sino que se lo traga e interioriza por
completo; por otra parte, si ni siquiera se intentara el
trabajo del duelo, se dejaría al otro librado a su suerte.

33 Mémoires pour Paul de Man, París: Galilée, 1988 (trad. al ita­


liano de G. Borradori y E. Costa, introducción de S. Petrosino,
Memorie per Paul de Man, Milán: Jaca Book, 1995).
34 En De.me.ure, op. cit., Derrida comenta un texto sumamente
breve de Blanchot en el cual este narra una experiencia que sufrió
en persona durante la Segunda Guerra Mundial, cuando estuvo a
punto de ser fusilado por un escuadrón de las SS, que a último
momento lo dejó con vida (sus integrantes eran SS rusos de la ar­
mada Vlassov). Blanchot, como Dostoievsky, se acercó mucho a la
teoría mística de la verdad, a la posibilidad de lo imposible, es decir,
a la experiencia de la muerte. Pese a todo, en realidad no la vivió:
está vivo como todos los demás (cuando Derrida habla al respecto),
y vivirá hasta comienzos de 2003.
E s u n a experiencia frustrante, como frustrante es
el logocentrism o, el ideal que nunca se concretará. In­
clu sive porque, ta l como nu nca podem os saber si en
verdad h ay un don, un perdón o una am istad, nunca
podem os saber qué son en verdad los otros: h ay secre­
tos psicológicos m ucho m ás inquietantes que los enig­
m as ontológicos o científicos. U n a cosa es preguntarse
— a fin de cu entas, un poco fú tilm en te— si es cierto
que h a y otros sujetos fuera de n u estra conciencia, y
otra m uy distinta, saber quiénes son en verdad. Por
ejem plo — para term inar— , poco tiem po después de la
m uerte de D e M an, salió a la luz que, cuando este vivía
en B élgica durante la época de la ocupación alem ana,
había publicado artículos antisem itas en el periódico
colaboracionista Le Soir.35 D e M an no había hecho el
m enor com entario a D errida acerca de esas faltas de
juventud. ¿Era u n em bustero? ¿Suponía que D errida
ya lo sabía? ¿Sentía dem asiada vergüenza? ¿Se m en­
tía a sí m ism o? N un ca podrem os saberlo, aunque le­
g ítim a m en te podem os abrigar exp ectativas de que,
con el paso del tiem po, la física elabore una Teoría del
Todo.

35 W. Hamacher, N. Hertz y Th. Keenan (eds.), Responses. On


Paul de Man’,s Wartime Journalism, Lincoln: The University of Ne-
braska Press, 1989.
Cronología de vida y obras

1930 El 15 de julio, en El-Bihar, un suburbio de Argel,


nace Derrida, tercero de los cinco hijos de Aimé
Derrida y Georgette Safar. Recibe el nombre de
Jackie (era costumbre de los judíos argelinos dar
nombres que sonaran «menos católicos», tomándo­
los, por ejemplo, de las estrellas de Hollywood), que
al comenzar su actividad literaria transformará en
Jacques; su segundo nombre, Elie, no está registra­
do: es el nombre hebreo que se le asignó siete días
después de nacer. La suya es una familia sefaradí
de origen español, trasladada a África del Norte
después de la Reconquista; los judíos argelinos ob­
tuvieron la ciudadanía francesa recién en 1875.
Derrida resaltó en varias oportunidades los proble­
mas de pertenencia ligados a ese origen: por una
parte, una malograda identificación con la comuni­
dad judía, con origen en la preponderancia del mo­
delo cultural francés; por la otra, la sensación de
que la lengua y la cultura francesas, las únicas que
tenía, no eran las suyas.
1941 Entra en el liceo Ben Aknoum, de Argel.
1942 En octubre, por decreto de las autoridades de Vi-
chy, se expulsa de las escuelas públicas a los docen­
tes y los estudiantes judíos. Apartado del liceo Ben
Aknoum, Derrida concurre de mala gana a la es­
cuela hebrea, el liceo Emile Maupas, formado tras
la expulsión. «Ahora Francia, la universidad fran­
cesa. Me acusas de ser despiadado y, por sobre to­
do, injusto con ella (hay quizá cuentas pendientes):
¿acaso no me echaron de la escuela cuando tenía 11
años, sin que ningún alemán hubiera pisado Arge­
lia? El único moniteur cuyo nombre recuerdo hoy:
me llama a su despacho, “volverás a casa, niño; los
tuyos recibirán dos líneas”. En el momento no en­
tendí, ¿pero después? ¿No es que, pudiendo hacer­
lo, volverían a echarme de. la escuela?» (La caríe
póstale. De Socrate á Freud et au-delá, París: Flam-
marion, 1980, pág. 97), Durante esos años, sus pri­
meros intereses filosóficos apuntan a Rousseau y a
Nietzsche, guiados por lo que Derrida señaló como
un móvil prioritario de su reflexión, la atención
prestada a la psicología de los filósofos.
1943 Después del desembarco aliado en África del Norte
y la afirmación de De Gaulle por sobre Giraud, que­
dan abolidas las leyes raciales y Derrida vuelve al
liceo Ben Aknoum.
1947 Desaprueba el baccalauréat. Se inscribe para el
año siguiente en el liceo Gauthier.
1948 Junio. Obtiene el baccalauréat. Sus lecturas filosó­
ficas en los años del liceo fueron, después de Rous­
seau y Nietzsche, Bergson y Sartre; en literatura
su predilección se vuelca hacia Gide, Valéry y Ca-
mus.
1948-49 Se inscribe en el curso de hypokhágne (prepara­
torio para la admisión en las grandes escuelas pa­
risinas) en el liceo Bugeaud, de Argel. Lee a Kier-
kegaard y a Heidegger. Derrida enfatizó que había
tomado distancia del existencialismo por las insufi­
ciencias del «pathos ético-existencial» de la filosofía
y por la lectura que Sartre, en especial, había brin­
dado de Husserl y de Heidegger, pero que la lectu­
ra de Rousseau, Nietzsche, Gide, y sobre todo de
Kierkegaard, polarizó su atención en el carácter
«absoluto» de la existencia y en «la resistencia de la
existencia al concepto o al sistema».
1949-50 En 1949 se traslada a París (es su primer viaje fue­
ra de Argelia), para inscribirse en el liceo Louis-Le-
Grand, esta vez para la khágne (preparación final
para ser admitido en la École Nórmale Supérieu-
re). Excepto —parcialmente— por la filosofía, De­
rrida encuentra dificultades escolares y, en gene­
ral, tiene problemas de adaptación. Lee a Simone
Weil, además de Sartre, Marcel y Merleau-Ponty.
Fracasa en el examen de ingreso: «aunque siempre
haya estado en la escuela, nunca estuve bien en la
escuela; tuve muchos fracasos en los exámenes y
en los concursos; constantemente me vi expuesto a
gestos de rechazo que seguramente debo haberme
buscado, en parte, yo mismo» (II gusto del segreto,
op. cit.).
1950-51 Repite la khágne en el Louis-Le-Grand; tiene pro­
blemas de salud y de equilibrio nervioso. Regresa
por tres meses a Argelia, y fracasa nuevamente en
el examen de ingreso para la Ecole Nórmale Supé-
rieure (ENS).
1951-52 Después de un tercer año de khágne en el Louis-Le-
Grand, en 1952 es admitido en la ENS. Durante
sus tres años en el Louis-le-Grand conoce a Pierre
Bourdieu, Michel Deguy, Gérard Granel, Louis
Marín, Pierre Nora y Michel Serres. Su tutor en la
ENS es Louis Althusser.
1952-53 Ecole Nórmale Supérieure. «Aunque protestaba
contra esa disciplina, contra las normas no dichas
de la disciplina de lectura, es cierto que siguen ins­
pirándome un respeto imborrable. Esos modelos de
la exigencia filológica, micrológica, e inclusive diría
gramático-lógica, mantuvieron para mí una irrecu­
sable autoridad» (II gusto del segreto, op. cit.). Los
docentes que mayor gravitación tienen sobre él son
Jean Hyppolite, Maurice de Gandillac y Martial
Guéroult. Además de Althusser, las otras influen­
cias de sus años de formación son las de Maurice
Merleau-Ponty, Tran-Duc-Thao y, en especial Mi­
chel Foucault, a cuyos cursos acerca de las Ideas de
Husserl y acerca de Merleau-Ponty concurre. En el
centro de los intereses del entorno en que Derrida
comienza su trabajo se hallan el marxismo y la
epistemología; este segundo aspecto acapara espe­
cialmente su atención. Conoce a Marguerite Au-
couturier (con la cual contraerá matrimonio en
1957). En 1953 obtiene la licenciatura en letras y la
licenciatura en filosofía en la Sorbona. Entre los
papeles del período 1952-56 se encuentran ejerci-
taciones acerca del inconsciente (con anotaciones y
comentarios de Althusser), la psicología, el psico-
análisis y la fenomenología (bajo la guía de De
Gandillac), Kant, Hegel, Heidegger, Aristóteles
(libro A de la Metafísica, también bajo la dirección
de De Gandillac), ejercitaciones de epistemología
bajo la guía de Georges Canguilhem y ejercitacio­
nes acerca de Piaget.
1953-54 En París, bajo la dirección de De Gandillac, escribe
la Memoria para obtener el Diplome d’É tudes Su -
périeures acerca de Le probléme de la genése dans
la philosophie de Husserl, la cual permanecerá iné­
dita hasta 1990. En febrero de 1954 realiza una
breve estadía en los Archivos Husserl de Lovaina;
ese mismo año obtiene un certificado de etnología.
1955 Fracasa en el examen para la agrégation, que apro­
bará el año siguiente.
1956-57 Obtenida la agrégation, gana una beca de estudios
anual para Estados Unidos (Universidad de Har­
vard). Comienza la traducción de El origen de la
geometría, de Husserl. En junio de 1957 contrae
matrimonio con Marguerite Aucouturier; tendrán
dos hijos: Pierre, nacido en 1963, y Jean, nacido en
1967. Presenta un proyecto de tesis de tercer ciclo,
dirigida por Jean Hyppolite, acerca de la idealidad
del objeto literario; parte de ese proyecto refluirá a
la introducción de El origen de la geometría, mien­
tras que la definitiva tesis de doctorado será, diez
años más tarde, De la gramatología (en una etapa
intermedia, Derrida había elaborado un proyecto
de tesis sobre Hegel, que confluirá en el ensayo El
pozo y la pirámide, de 1968).
1957-59 Servicio militar en Argelia (en plena guerra). Ense­
ña inglés y francés durante dos años en una escue­
la para hijos de militares en Koléa, cerca de Argel.
En Argel frecuenta a Pierre Bourdieu.
1959-60 En el coloquio de Cerisy-la-Salle de 1959 acerca de
«Génesis y estructura» realiza su primera ponencia
pública: «“Génesis y estructura” y la fenomenolo­
gía». Enseña en el liceo de Le Mans, donde es cole­
ga de Gérard Genette, a quien había conocido en la
ENS. Al final del año lectivo tiene un grave episo­
dio depresivo. De ese período en el archivo de Irvi-
ne constan notas y fichas acerca de Bacon, Hobbes,
Grocio, Locke, Montaigne, Montesquieu, Pascal,
Rousseau, Comte, Arnauld, Feuerbach, Marx, We-
ber, Scheler y Boutroux, que deben atribuirse a su
enseñanza secundaria.
1960-64 Enseña Filosofía general y lógica en la Sorbona. Es
asistente de Suzarine Bachelard, Canguilhem,
Paul Ricoeur y Jean Wahl. En 1961-62 dicta el semi­
nario «Le Présent (Heidegger, Aristote, Kant, He-
gel, Bergson)», que será reelaborado en el ensayo
Ousia et grammé, de 1968, uno de los más impor­
tantes de Derrida. Otros seminarios dictados en la
Sorbona, y testimoniados en los archivos de Irvi-
ne, son «El mundo en Heidegger», «La confutación
del Idealismo», «Genealogía del problema natura­
leza-cultura», «La quinta meditación cartesiana de
Husserl», «Método y metafísica», «Lo visible y lo
invisible» y «Lo sensible».
1962 Introducción y traducción al francés de Husserl, El
origen de la geometría ; por ese trabajo recibirá en
1964 el premio de epistemología moderna Jean
Cavaillés.
1963 El 4 de marzo, con presencia de Foucault, dicta en
el Collége Philosophique la conferencia Cogito e
historia de la locura, donde se realizan críticas sus­
tanciales a la Historia de la locura en la época clá­
sica. Foucault recibe con irritación las críticas de
Derrida: en ese momento comienza un silencio que
durará casi veinte años, interrumpido recién en
1981, poco antes de la muerte de Foucault. Empie­
za a colaborar en la revista Critique. Publica dos
reseñas de temática fenomenológica en Les Etudes
Philosophiques\ la segunda, en relación con la Psi­
cología fenomenológica de Husserl, constituirá la
Introducción de La voz y el fenómeno (1967).
1964 Es nombrado asistente en la ENS, después de re­
chazar un puesto de investigador en el CNRS (Con-
seil National pour la Recherche Scientifique). En la
Revue de Métaphysique et de Mor ale se publica
«Violencia y metafísica. Ensayo sobre el pensa­
miento de Emmanuel Lévinas». Además de otros
ensayos, más tarde reunidos en La escritura y la
diferencia, en Les Etudes Philosophiques reseña un
libro de Mohanty acerca de la teoría del significado
en Hussefli y, junto con Roger Martin, traduce un
artículo de Quine, «Los límites de la teoría lógica».
En el año académico 1964-65, dicta en la ENS se­
minarios acerca de «Heidegger y el problema del
ser y de la historia» y «La teoría del significado en
las Investigaciones lógicas y en las Ideas».
1965 Maitre-assistant en la ENS. Empieza a colaborar
con el grupo de la revista Tel Quel y traba amistad
con su director, Philippe Sollers. Durante el año
académico 1965-66, Derrida enseña en la ENS y en
la Cornell University de París, y dicta el seminario
(preparatorio para la Grammatologie ) «Naturale­
za, cultura, escritura o la violencia de la letra: de
Lévi-Strauss a Rousseau».
1966 El 15 de marzo, en el Institut Frangais de Psycha-
nalyse, lee la conferencia Freudy la escena de la es­
critura, más tarde incluida en La escritura y la di­
ferencia. El 21 de octubre dicta, en el congreso «The
Languages of Criticism and the Sciences of Man»,
organizado por Rene Girard en la Johns Hopkins
University de Baltimore (que contó con la partici­
pación de Hyppolite, Vernant, Barthes y Lacan), la
conferencia La estructura, el signo y el juego en el
discurso de las ciencias humanas, la cual abre el
amplio auditorio estadounidense para su pensa­
miento. «Era 1966, durante un congreso en el que
ambos participamos en Estados Unidos. Después
de algunas observaciones amigables con respecto a
la conferencia que había pronunciado, Jean Hyp­
polite agregó: “Después de esto, no logro en manera
alguna comprender dónde irá a parar usted”. Creo
haberle contestado algo así como: “Si yo viera
claramente, y por anticipado, hacia dónde voy, creó
que precisamente no daría un paso para ir allí”»
tDu droit á la philosophie, op. cit., pág. 442). En el
congreso de Baltimore conoce a Paul de Man, su
primer mentor en Estados Unidos. En 1968,1971 y
1974 será visiting professor en la Johns Hopkins
Univexsity.
1967 Se publican La escritura y la diferencia, La voz y el
fenómeno y De la gramatología, que determinan su
recepción también en el ámbito extrauniversitario
e internacional. Entra a la redacción de Critique.
1968 El 16 de enero, en el seminario de Hyppolite en el
Collége de France, lee El pozo y la pirámide. El 27
de enero, en el Anfiteatro Michelet de la Sorbona,
dentro del marco de las actividades de la Société
FraiMjaise de Philosophie, lee La différance. Entre
el 18 y el 19 de octubre, en el centro de conferencias
de la State University of New York, en Long Is-
land, durante el congreso «Filosofía y antropología»
lee Los fines del hombre, que —-junto con Ousia y
grammé , su aporte al Festschrift en honor de Jean
Beaufret, aparecido ese año, y la conferencia acer­
ca de la différance— traza las líneas rectoras de la
interpretación derridiana de Heidegger. El texto
neoyorquino lleva la fecha del 12 de mayo, día cul­
minante de la insurrección estudiantil, cuando De
Gaulle deja París y se refugia en Alemania. Con to­
do, Derrida se mantuvo alejado de la insurrección
estudiantil. «No fui lo que suele llamarse un “se-
sentiochista”. Aunque en ese momento participé en
las manifestaciones y organicé la primera asam­
blea general en rué d’Ulm [la sede de la ENS],
permanecía reservado, y hasta irritado ante cierta
euforia espontaneísta, fusionista, antisindicalista,
ante el entusiasmo por la palabra finalmente “libe­
rada”, por la “transparencia” restaurada, etc. Nun­
ca creo en esas cosas» (Points de suspensión, París:
Galilée, 1992, pág. 358). En la prosecución de su
actividad pública, Derrida intentará, más bien, dar
vida a contrainstituciones o a instituciones alter­
nativas. Frecuenta a Maurice Blanchot. En julio,
por invitación de Peter Szondi, inicia una serie de
seminarios en la Freie Universitát de Berlín. Con
Szondi, frecuenta en París a Paul Celan. Durante
el año académico 1968-69 dicta en la ENS y en la
Johns Hopkins University, de Baltimore y de Pa­
rís, seminarios sobre «Literatura y verdad. El con­
cepto de mimesis» y «La escritura y el teatro. Ma-
llarmé y Artaud».
1970 Muere a los 74 años el padre de Derrida. En 1969-
70, Derrida dicta en la ENS seminarios sobre «La
escritura y el fenómeno» y «Teoría del discurso
filosófico: la metáfora en el texto filosófico» (reela-
borado en una conferencia en la Universidad de
Estrasburgo y para un encuentro de la Asociación
de las Sociedades de Filosofía en Lengua Francesa,
ese extenso texto se publicará con el título «La mi-
thologie blanche» en la revista Poétique, y más tar­
de quedará incluido en Márgenes de la filosofía).
1971 Agosto. En Montreal, dentro del marco del «Con­
greso Internacional de las Sociedades de Filosofía
en Lengua Francesa», dicta la conferencia acerca
de Austin, Signature, événement, contexte, que da
pie a la controversia con John Searle del año 1977 e
inicia el complicado capítulo de los vínculos entre
deconstrucción y filosofía analítica. En 1971, De­
rrida enseña en la Johns Hopkins University en
París y en la ENS, con seminarios acerca de Lau-
tréamont y «El psicoanálisis en el texto».
1972 En el coloquio de Cerisy-la-Salle acerca de Nietz­
sche (en el que participan, entre otros, Deleuze, Lyo-
tard, Lacoue-Labarthe, Nancy y otros estudiosos
de Nietzsche), lee Espolones. Los estilos de Nietz­
sche. Se publican Márgenes de la filosofía, La dise­
minación y Posiciones. Números especiales acerca
de su pensamiento de Les Lettres Frangaises y de
Le Monde (en 1973 saldrá el suplemento monográ­
fico de la revista L’A rc). Primer viaje a Hungría. En
1971-72 enseña en la ENS, en Oxford, en la Johns
Hopkins University de Baltimore y de París, y en
la Universidad de Argel. En el archivo de Irvine se
conserva el texto del seminario «La familia de He-
gel», origen de un volumen que aparecerá al año si­
guiente, Glas. En 1972-73 enseña en la Johns Hop­
kins University de París, en la ENS y en la Univer­
sidad de Zurích; los temas son «Filosofía y retórica
en el siglo XVIII: Condillac y Rousseau» (de donde
se origina La arqueología de lo frívolo, en 1973, co­
mo introducción a Condillac, y luego, en 1976, como
volumen autónomo) y «Religión y filosofía». Ruptu­
ra con Sollers y con el grupo de Tel Quel, por diver­
gencias políticas.
1973-74 En la Freie Universitát de Berlín presenta en un
ciclo de seminarios su lectura de Hegel, Glas; en
esa misma ciudad conoce a Samuel Weber, Werner
Hamacher y Rodolphe Gasché, que constituyen la
primera generación de alumnos no franceses (los
franceses, de la ENS, eran Bernard Pautrat, Jean-
Michel Rey, Lucette Finas y Sarah Kofman, a los
que se suman, como no normalistas luego activos
en la Universidad de Estrasburgo, Philippe La-
coue-Labarthe y Jean-Luc Nancy). En 1973 apare­
ce la primera monografía acerca del pensamiento
de Derrida: L. Finas et al., Écarts. Quatre essais á
propos de Jacques Derrida, París: Fayard. En 1974
inaugura (con Kofman, Lacoue-Labarthe y Nancy)
la colección «La philosophie en effet» en la editorial
Flammaríon, luego en Galilée, que en lo sucesivo
publicará la mayor parte de sus libros. Además,
enseña en la ENS, en la New York University y en
la Johns Hopkins de París. El seminario es «El arte
(Kant)», que prepara la sección kantiana de La ver­
dad en pintura (1978).
1975 Funda el Groupe de Recherches sur l’Enseigne-
ment Philosophique (GREPh), germen de una serie
de iniciativas de crítica y salvaguarda de las insti­
tuciones filosóficas, que culminará en la constitu­
ción del Collége International de Philosophie.
Amistad con los pintores Valerio Adami y Gérard
Titus-Carmel. Participa en las jornadas de Cerisy
acerca de Francis Ponge, a quien había conocido
(junto a Jean Genet, Pierre Klossowski, Pierre
Boulez, Nathalie Sarraute y otros) en casa de Yves
y Paule Thévenin. Enseña en la ENS y en la Johns
Hopkins; el seminario es «El concepto de ideología
en los ideólogos franceses». Comienza la enseñanza
en Yale, por invitación de Paul de Man y de J. Hills
Miller; inicio de la que se dio en llamar «escuela de
Yale» (De Man, J. Hillis Miller, Harold Bloom y
Geoffrey Hartman). El ensayo «Le facteur de la
vérité» (en Poétique, 21) explícita la disidencia con
Lacan, a la tvual Derrida ya había hecho referencia
previamente: «En los textos que publiqué hasta
hoy, la ausencia de referencias a Lacan es, en efec­
to, casi total. Esto no se debe sólo a las agresiones,
en forma de reapropiación o con vistas a ella, que
tras la aparición de “De la grammatologie” en Cri­
tique (1965; pero ya antes, según me han dicho) La­
can multiplicó directa e indirectamente, en privado
y en público, en sus seminarios y, después de 1965,
en casi todos sus escritos (yo mismo me di cuenta al
leerlos). Tales movimientos respondían siempre a
ese esquema de argumentación que Freud analizó
(Traumdeutung ), acerca del cual demostré (. . .)
que estuvo siempre en la base del proceso promovi­
do tradicionalmente a la escritura. Es el argumen­
to que se da en llamar “de la olla”, que para las ne­
cesidades de una causa acumula las más incompa­
tibles aserciones (1. Desvalorización y denigración:
“No vale nada” o bien “No estoy de acuerdo”. 2. Va­
lorización y reapropiación: “Pero esto es mío, es lo
que siempre dije”)» (Posizioni, op. cit., pág. 113 n.).
En 1975 dicta en la ENS el seminario «La vida, la
muerte», más tarde incluido en La tarjeta postal y
vuelto a dictar en Yale en 1977-78 bajo el título «La
Cosa (Heidegger y el “otro” de Heidegger)» y «Legs
de Freud». Además de la ENS y de Yale, también
albergan cursos suyos las universidades de Berke-
ley y Ginebra.
1976 Aparecen La arqueología de lo frívolo en volumen
suelto, Espolones (edición cuatrilingüe) y Políticas
de la filosofía, compilación de varios autores que
incluye una contribución de Derrida: Dónde co­
mienza y cómo termina un cuerpo de enseñanza,
amén de Fors, prefacio a N. Abraham y M. Torok,
Cryptonymie. Le Verbier de l’Homme aux Loups.
En el año académico 1975-76 dicta en la ENS y en
Yale el seminario «La Cosa (Heidegger/Ponge)». En
1976 dicta en Yale y en la ENS un seminario sobre
Benjamín (el futuro ensayo Des tours de Babel). En
1976-77, siempre en Yale y en la ENS, completa el
seminario «La Cosa (Heidegger/Blanchot)».
1977 J. D. et al., GREPh, ¿Quién le teme a la filosofía?',
Scribble. poder / escribir, prefacio a Warburton,
Ensayo sobre los jeroglíficos egipcios. La revista es­
tadounidense Glyph publica en su número 1 el
artículo de Searle «Reiterating the Differences: A
Reply to Derrida», que impugna ásperamente la
legitimidad de la interpretación de Austin ofrecida
en 1971 en Signature, événement, contexte. En el
número siguiente se publica la extensísim a res­
puesta de Derrida, «Limited Inc.: a b c. . .». En el
número monográfico que el Journal of Philosophy
(74,11) dedica a Derrida, sale el primer artículo de
Richard Rorty, con un enfoque marcadamente afín.
En 1977-78 enseña en la ENS, Yale, Berkeley y Gi­
nebra; el tema sigue siendo «La Cosa (Heidegger y
el “otro” de Heidegger)». En el mismo período dicta
en la ENS el seminario «Dar el tiempo», repetido
en Yale durante 1978-79 y en la Universidad de
Chicago en abril de 1991, y más adelante publicado
en volumen.
1978 La verdad en pintura y Espolones (sólo en texto
francés). Números monográficos de la Oxford Lite-
rary Review y de Research in Phenomenology. En
1978-79 y en 1979-80 enseña en la ENS, Yale, To-
ronto, Berkeley, Minnesota y Ginebra. Seminarios
«Del derecho a la literatura» y «El concepto de lite­
ratura comparada y los problemas teóricos de la
traducción». En mayo de 1978 lee en el congreso
«Filosofía y metáfora», organizado por la Universi­
dad de Ginebra, la conferencia La retracción de la
metáfora.
1979 El 16 y el 17 de junio, Derrida y otros (entre los que
se cuentan Vladimir Jankélévitch, Frangois Cháte-
let, Deleuze, Ricceur, Nancy y Lacoue-Labarthe)
convocan en el gran anfiteatro de la Sorbona a los
«Estados generales de la filosofía», donde 1.200 do­
centes y cultores de filosofía retoman la discusión
relativa a la reforma Haby, aprobada en 1975 y
destinada a entrar en vigencia en 1981, que impli­
caba la casi total supresión de la enseñanza filosó­
fica en las escuelas secundarias. En esa ocasión
aparecen las primeras fotografías publicadas de
Derrida. Mesa redonda acerca de la deconstrucción
en Montreal; las actas se publicarán, al cuidado de
Claude Lévesque y Christie V. McDonald, en 1982,
con el título L ’oreílle de l’autre. Otobiographies,
transferís, traductions.
1980 El 17 de abril recibe el título honoris causa en la
Columbia University de Nueva York; en esa oca­
sión (que coincide con el centenario de la Gradúa­
te School de esa Universidad) lee la conferencia
Mochlos o el conflicto de las facultades, que repeti­
rá el 2 de octubre en Yale. El 2 de junio obtiene en
la Sorbona el Doctorat d’E tat en Lettres (que lo ha­
bilita como catedrático); la relación sobre las obras
publicadas, expuesta ante una comisión integrada
por Aubenque, De Gandillac, Desanti, Joly, Las-
cault y Lévinas, fue compilada, bajo el título Le
temps d ’une thése, en Du droit á la philosophie , op.
cit. Se publica La tarjeta postal. Entre el 23 de julio
y el 2 de agosto, Lacoue-Labarthe y Nancy organi­
zan en Cerisy el encuentro «Les fins de l’h omme. A
partir du travail de Jacques Derrida»; dentro de
ese marco, Derrida lee Sobre un tono apocalíptico
adoptado recientemente en filosofía, una crítica in­
directa a la posmodernidad filosófica, más tarde
publicada en volumen aparte. Número monográfi­
co de Kris (Estocolmo). El 10-11 de octubre de 1980
lee en inglés la conferencia acerca de Benjamín, De
las torres de Babel, en la State University of New
York; repetirá su lectura, en francés, el 27-29 de
mayo de 1981, en el congreso acerca de Benjamín
organizado por la Universidad La Sapienza y el
Goethe Institut de Roma, y el 24 de octubre de
1983, en la Maison Franco-Japonaise de Tokio. En
1980-81 enseña en la ENS y en Yale; el seminario
es «El respeto».
1981 Con Vernant y otros, funda la asociación Jan Hus,
para respaldar a los disidentes checos. El 25 de
abril, en París, tiene lugar el primer encuentro pú­
blico entre Derrida y Hans Georg Gadamer, orga­
nizado por Philippe Forget en el Goethe Instituí;
Derrida pronuncia la conferencia Interpretar las
firmas y sostiene un breve intercambio, más tarde
publicado (Bonnes volontés de puissance, op. cit),
con Gadamer: «Mi primera pregunta será (...) la
siguiente: ¿Ese axioma incondicionado no presupo­
ne, sin embargo, que la voluntad sigue siendo la
forma de ese carácter incondicionado, el recurso
absoluto, la determinación de última instancia?
¿Qué es la voluntad si, como dice Kant, nada es ab­
solutamente bueno, excepto la buena voluntad?
¿Esta determ inación absoluta no pertenecerá,
acaso, a lo que Heidegger llama determinación del
ser del ente como voluntad o como subjetividad vo­
luntaria? ¿Este discurso, en su misma necesidad,
no pertenece acaso a una época, la de una metafísi­
ca de la voluntad?». Seguirán a este otros encuen­
tros, en Heidelberg (1988) y en Capri (1994). Tam­
bién en abril (4 y 5), el psicoanalista René Major y
la revista Confrontation organizan un simposio
acerca de «La carte póstale, affranchissement. Du
transfert et de la lettre» ( Confrontation , París,
1982). Se publica Ocelle comme pas un, prefacio a
J. Jollet, L’enfant au chien-assis. Durante el año
académico 1981-82 dicta un curso en calidad de
profesor asociado en la Facultad de Filosofía de
San Sebastián (Universidad del País Vasco); las
conferencias serán reunidas en el volumen La filo­
sofía como institución (1984). Otros cursos en la
ENS, en Yale y en Cornell; el seminario es «La len­
gua del Discurso del método ». Número monográfi­
co de la revista Nuova Corrente. El 30 de diciem­
bre, después de participar en Praga en un semina­
rio acerca del problema político del sujeto, organi­
zado por Charta 77, es arrestado bajo la acusación
de portación de estupefacientes. Se lo libera el 1 de
enero de 1982, por intervención del presidente de
la República Francesa, Frangois Mitterrand; en
esa ocasión tiene lugar la reconciliación con Fou­
cault, quien por teléfono le manifiesta su respaldo.
Cf. «Derrida, libéré á Prague: Un scénario connu et
infernal» (testimonio tomado por C. Clément), en
Le Matin de París, 4 de enero de 1982.
1982 El gobierno francés le encarga coordinar la misión
(integrada por FranQois Chátelet, Dominique Le-
court y Jean-Pierre Faye) destinada a crear el
Collége International de Philosophie. Es nombrado
A. D. White Professor at large en la Comell Univer­
sity. Actúa con Pascale Ogier en el filme de Ken
McMullen Ghost Dance. En febrero, dicta en el Ro-
yal Institute of Philosophy de Londres la conferen­
cia Ante la ley, acerca de Kafka, repetida ese mis­
mo año (con distinto incipit, ligado al contexto) en
el congreso de Cerisy acerca de Lyotard, y luego en
otras oportunidades, en Williamsburg y en Tokio.
Conferencias en Barcelona y en Madrid, viajes a
México y a Japón. En 1982-83 enseña en la ENS,
en Cornell y en Yale; el seminario es «La razón uni­
versitaria».
1983 Muere Paul de Man. Seminario en Frankfurt acer­
ca de La carte póstale. Se publica Sobre un tono
apocalíptico adoptado recientemente en filosofía,
versión ampliada de la conferencia dictada en el
coloquio de Cerisy de 1980. Suplemento monográfi­
co sobre Derrida del Tijdschrift voor Filosofie
(núm. 45), de Lovaina. Es elegido primer presi­
dente del Collége International de Philosophie
(fundado oficialmente el 10 de octubre), cargo que
m antendrá hasta 1985; Ruth Barcan M arcus,
docente de filosofía en Yale, le escribirá en 1984
al gobierno francés: «Fundar un “Collége Inter­
national de Philosophie” bajo la dirección de De­
rrida es una suerte de broma o, más seriamente,
plantea el problema de establecer si el Departa­
mento de Estado es víctima de una estafa inte­
lectual». Varias actividades contra el apartheid en
Sudáfrica y en apoyo de Nelson Mandela. En 1983-
84 enseña en la ENS, en la EHESS (École des Hau-
tes Etudes en Sciences Sociales), en Yale y en
Cornell; el seminario de ese año es «Sobre el dere­
cho a la filosofía».
1984 Otobiographies (resultante de la conferencia dicta­
da en el simposio organizado entre el 22 y el 24 de
octubre de 1979 en la Universidad de Montreal);
Signéponge / Signsponge. En enero-febrero, Derri­
da pronuncia en Yale tres conferencias en francés
en memoria de Paul de Man; las conferencias serán
repetidas en inglés en Irvine (Wellek Library Lee-
tures) y en otras universidades. Serán retomadas y
publicadas en inglés (1986) y en francés (1988) con
el título Mémoires; el editor francés incluye tam­
bién el artículo Comme le bruit de la mer au fond
d’un coquillage. La guerre de Paul de Man, en el
cual Derrida justifica a su amigo fallecido el haber
escrito, en 1940-42, artículos filoalemanes y an­
tisemitas en el periódico colaboracionista belga Le
Soir . Muerte de Foucault. El 12 de junio, en Frank-
furt, inaugura el James Joyce International Sym-
posium con la conferencia Ulises gramófono', tam­
bién en Frankfurt, conferencia en el seminario de
Habermas. En julio, repite la conferencia acerca de
Joyce en el congreso sobre la deconstrucción orga­
nizado en el Centro Internazionale di Studi Semio-
tici de Urbino. Es elegido director de estudios («les
institutions philosophiques») en la EHESS. Duran­
te 1984-85 dicta en la EHESS y en Yale el semina­
rio «El fantasma del otro: nacionalidad y naciona­
lismo filosófico». Comienza su colaboración con la
University de California en Irvine.
1985 Marzo: Loyola University, Chicago, International
Derrida Conference. Se publica El discurso filosófi­
co de la modernidad, de Habermas, que acusa a la
deconstrucción de actuar una forma de neoconser-
vadurismo: «Derrida estima que supera a Heideg­
ger; por fortuna, este retorna tras él». En Buenos
Aires visita a Jorge Luis Borges. En 1985-86 en­
seña en la EHESS, en Cornell, en Yale y en la City
University of New York. Los temas desarrollados
son «Literaturas y filosofía comparadas: naciona­
lidad y nacionalismo filosófico: mito, logos, topos».
En ese contexto, empiezan las elaboraciones acerca
del concepto platónico de khora, que acompañará
en lo sucesivo la reflexión derridiana.
1986 Inicia el dictado de clases como profesor titular en
la Universidad de Irvine, en California. Colabora
con los arquitectos Peter Eisenm an y Bernard
Tschumi en un proyecto para el parque parisino de
la Villette. Comienza un amplio interés por la de­
construcción en arquitectura. Cuida el volumen
Pour Nelson Mandela, que también incluye una co­
laboración suya; Parages; Schibboleth. Pour Paul
Celan (deriva de una conferencia pronunciada el
14 de octubre de 1984 en Seattle, en el marco del
«International Paul Celan Symposium»). En abril,
realiza un homenaje a Michel Foucault en la City
University of New York. En 1986-87 enseña en la
EHESS, en la City U niversity of New York, en
Cornell, Irvine, Yale, en la School for Criticism and
Theory del Darthmouth College y en el Institute
for Semiotics de Toronto, Los temas son: «Teología-
política: nacionalidad y nacionalismo filosófico» y
«Kant, el judío, el alemán: nacionalidad y naciona­
lismo filosóficos».
1987 El 14 de marzo, dentro del congreso organizado por
el College International de Philosophie «Heideg­
ger: questions ouvertes», lee la conferencia Del es­
píritu. Heidegger y la pregunta (versiones previas
habían sido leídas en junio de 1986 en la Universi­
dad de Jerusalén y más tarde en la Cornell Univer­
sity), que aparece en volumen ese mismo año: «El
nazismo no nació en el desierto. Lo sabemos bien,
pero siempre hace falta recordarlo. Y aun cuando,
lejos de cualquier desierto, hubiera nacido como un
hongo en el silencio de un bosque europeo, habría
sido a la sombra de grandes árboles, con la protec­
ción de su silencio o de su indiferencia, pero sobre
el mismo suelo. De esos árboles que pueblan Euro­
pa, como una inmensa foresta negra, no haré el in­
ventario, no contaré las especies. Por motivos esen­
ciales, su presentación rebasa cualquier marco. En
su densa taxonomía, llevarían el nombre de religio­
nes, de filosofía, de regímenes políticos, de estruc­
turas económicas, de instituciones religiosas o aca­
démicas. En definitiva, de lo que confusamente se
da en llamar cultura o mundo del espíritu» (De
l’e sprit, op. cit., pág. 179). Ese mismo año aparecen
Feu la cendre, Psyché y Ulises gramófono. En mayo
participa en el congreso internacional acerca de
«La Ley» organizado por la Facultad de Derecho de
la Universidad de Valencia.
1988 Viaja por tercera vez a Jerusalén y se reúne con in­
telectuales palestinos en los territorios ocupados.
En 1988-89 enseña en la EHESS, en Irvine, en la
City University of New York y en Cornell; el tema
es «Políticas de la amistad». Se publica Limited
Inc. en versión inglesa (aparecerá en francés en
1990), que incluye el texto acerca de Austin de
1971, la polémica con Searle de 1977 y una extensa
carta al responsable del volumen, Gerald Graff, en
la cual retoma algunos aspectos de la controversia
en torno a la deconstrucción en Estados Unidos y
luego en Europa, especialmente después de la pu­
blicación del libro de Habermas: «En todas partes,
y en especial en Estados Unidos y en Europa, son
precisamente los sedicentes filósofos, teóricos e
ideólogos de la comunicación, del diálogo, del con­
senso, de la univocidad o de la transparencia, es
decir, aquellos que constantemente pretenden re­
mitirse a la ética clásica de la prueba, discusión e
intercambio, son luego aquellos que más a menudo
se dispensan de leer y escuchar atentam ente al
otro, dan prueba de precipitación y de dogmatismo,
no respetan ya las reglas elementales de la filología
y de la interpretación, confunden ciencia y charla,
como si ni siquiera tuvieran el gusto por la comuni­
cación, o sintieran miedo de ella. ¿Miedo de qué, a
fin de cuentas? ¿Por qué? Esta es la pregunta co­
rrecta» (Verso un’etica della discussione, en Limi­
ted Inc., op. cit., pág. 247). El 5 de febrero debate
en Heidelberg, con Gadamer y Lacoue-Labarthe,
acerca de Heidegger y el nazismo. El 30 de diciem­
bre de 1988, en el congreso anual de la American
Philosophical Association sobre «Law and Society»,
lee Políticas de la amistad, luego ampliado como
seminario y publicado como libro.
1989 Discurso de apertura del congreso de la Cardozo
Law School of New York acerca de «Deconstruction
and the Possibility of Justice», que marca el co-
mienzo de la influencia de Derrida en el ámbito del
derecho. La segunda parte de la conferencia se re­
petirá entre el 19 y el 26 de abril de 1990, en inglés,
en el marco del congreso «Nazism and the “Final
Solution”: Probing the Limits of Representaron»,
organizado por Saúl Friedlander en la Universidad
de California en Los Angeles. Copreside, con Jac-
ques Bouveresse, la Commission de Réflexion pour
FÉpistémologie et la Philosophie, Intensifica sus
intervenciones políticas y se involucra en el Colec­
tivo ’89 por la igualdad, que pide para los inm i­
grantes el derecho a voto en las elecciones locales.
En 1989-90 prosigue —en la EHESS, en Cornell,
en Irvine y en la City University of New York— el
seminario acerca de la amistad, con el título «Co­
mer al otro: políticas de la amistad». El seminario
continuará en la EHESS, en Irvine y en la New
York University durante el año académico 1990-
91. Octubre: recibe en Palermo el Premio Nietz­
sche; en esa ocasión lee el texto acerca de la amis­
tad presentado el año anterior en la American Phi­
losophical Association.
1990 Du droit á la philosophie, Limited Inc., Qu’est-ce
que la poésie?, Mémoires d ’aveugle. L’autoportrait
et autres ruines (en ocasión de una muestra organi­
zada en el Louvre del 28 de octubre de 1990 al 21
de enero de 1991). Entre el 26 de febrero y el 6 de
marzo, seminarios en la Academia de Ciencias de
la URSS y en la Universidad de Moscú. Primer re­
greso a Praga después del arresto. Inicia la dona­
ción de sus papeles al Critical Theoiy Archive de la
Universidad de California en Irvine. Conmemora­
ción de Althusser. El 20 de mayo participa en el de­
bate acerca de Europa en el Salón del Libro de Tu-
rín; la conferencia, reelaborada, es la base de L’a u -
tre cap. El 27 de mayo de 1990, en el congreso del
Collége International de Philosophie «Lacan avec
les philosophes», improvisa un discurso, «Pour l’a-
mour de Lacan», posteriormente publicado. Entre
el 6 y el 9 de diciembre, en Royaumont, en el marco
de un simposio en su honor («Jacques Derrida et la
pensée du don»), lee Dar la muerte, luego retomado
en Praga y en Baton Rouge en inglés, y publicado
como libro.
1991 Muerte de su madre. Choral Work (en colaboración
con Peter Eiseman); se intensifica la recepción de
Derrida en el ámbito de la arquitectura. Se publi­
can, además, L ’autre cap, Circonfession, Dar (el)
tiempo. En febrero se realiza un congreso interna­
cional en su honor, en el Istituto Italiano per gli
Studi Filosofici de Nápoles. Lee en la City Univer­
sity of New York, y lo repite en Praga en marzo de
1992, el seminario «El Capital y la capital: el ejem­
plo de Baudelaire»; en la EHESS, en Inane y en la
New York University dicta, en cambio, el semina­
rio «Responder del secreto». El 23 de mayo lee en
París la conferencia El derecho internacional desde
el punto de vista cosmopolítico, en el marco de un
congreso patrocinado por la UNESCO. El 23 de no­
viembre, en el Gran Anfiteatro del hospital de
Sainte-Anne de París, lee Hacer justicia a Freud.
La historia de la locura en la edad del psicoanáli­
sis, en el marco del congreso organizado por Eliza-
beth Roudinesco y Rene Major por el trigésimo ani­
versario de la publicación de la Historia de la locu­
ra de Foucault.
1992 En el Times de Londres del 9 de mayo aparece una
carta que lleva la rúbrica del filósofo inglés Barry
Smith y está refrendada por otros colegas: «La Uni­
versidad de Cambridge deliberará el 16 de mayo
sobre el otorgamiento de un doctorado honoris cau­
sa a Jacques Derrida. Como filósofos y otros estu­
diosos que sienten interés por la destacable carrera
de Derrida a lo largo de los años, creemos necesario
echar alguna luz indispensable acerca del debate
público suscitado al respecto. Derrida se describe a
sí mismo como un filósofo; y sin duda sus escritos
presentan algunas de las características de los
escritos en esa disciplina. De todos modos, su in­
fluencia se ejerció, en un nivel elevadísimo, casi
únicamente en ámbitos externos a la filosofía: en
departamentos de cine, o de literatura francesa e
inglesa. Bajo la mirada de los filósofos, e induda­
blemente entre quienes trabajan en importantes
departamentos de filosofía de todo el mundo, el tra­
bajo de Derrida no se adecúa a los estándares acep­
tados de claridad y rigor». Cambridge le otorgará el
honoris causa ; en diciembre, con una ceremonia en
la Sorbona, se le confiere la Legión de Honor, En­
tretanto, del 11 al 21 de julio se había celebrado en
Cerisy otro coloquio en su honor, «Le passage des
frontiéres».
1993 Khóra, Passion, Saufle nom y Espectros de Marx
(deriva de la conferencia pronunciada en el marco
del congreso organizado por la Universidad de Ri-
verside, «Whither Marxism?», y coordinado por
Bernd Magnus y Stephen Cullenberg.)
1994 Fuerza de ley, Políticas de la amistad. En febrero
participa —-junto con Hans Georg Gadamer, Aldo
G. Gargani, Maurizio Ferraris, Gianni Vattimo,
Vincenzo Vitiello y Eugenio Trias— en un semina­
rio restringido en Capri, que originará el volumen
colectivo La religione , Roma-Bari: Laterza, 1996,
En Londres participa en el congreso internacional
«Memory: The Question of Archives». En 1994-95
dicta el seminario «Secreto y testimonio - cues­
tiones de responsabilidad», en la EHESS, en Irvine
y en la New York University.
1995 Mal de archivo, Moscou aller-retour. Muerte de De-
leuze y de Lévinas. El 27 de diciembre, Derrida
pronuncia el elogio fúnebre de Lévinas en el ce­
menterio de Pantin, en París.
1996 Aportas, Resistencias, Ecografías (en colaboración
con Bernard St.iegler) y El monolingüismo del otro.
Participa en el congreso de inauguración del Criti-
cal Theory Archive de la Universidad de Irvine.
1997 Adiós a Emmanuel Lévinas, Cosmopolitas de todos

158
los países, ¡un esfuerzo más!, La hospitalidad,
Marx en jeu , Le droit á la philosophie du point de
vue cosmopolitique e II gusto del segreto (en colabo­
ración con M. Ferraris). Entre el 11 y el 21 de julio,
tercer coloquio de Cerisy en honor a Derrida:
«L’animal autobiographique». En diciembre, pri­
mer viaje a Polonia; en Auschwitz, dicta una confe­
rencia acerca del perdón.
1998 Viaje a Israel y a Cisjordania (Jerusalén, Tel Aviv,
Ramallah); encuentro de Derrida con Shimon Pe­
res e intervención en debates públicos acerca del
perdón, la hospitalidad y el proceso de paz. En
agosto, conferencias y debates en Sudáfrica; en­
cuentro con Nelson Mandela, intervención en el
trabajo de la comisión «Verdad y reconciliación»,
presidida por Desmond Tutu. El 30 de octubre re­
cibe el doctorado honoris causa en la Universidad
de Turín. Demeure. Maurice Blanchot y Velos (en
colaboración con H. Cixous). Número especial de la
Revue Internationale de Philosophie, núm. 205
(Derrida with His Replies). Muerte de Lyotard.
1999 Dar la muerte, ¡Palabra! e Instantáneas filosóficas.
2000 Le toucher. Jean-Luc Nancy, Estados de ánimo del
psicoanálisis. Lo imposible más allá de la soberana
crueldad. Muerte de Granel.
2001 Fe y Saber. El 19 de enero recibe la ciudadanía ho­
noraria de Siracusa. El 22 de septiembre se le otor­
ga en Frankfurt, con una laudatio de Bernhard
Waldenfels y la presencia de Habermas, el Premio
Adorno. «Si algún día escribiese el libro con que
sueño para interpretar la historia, la posibilidad y
la gracia de este premio abarcarían al menos siete
capítulos. Hago constar, al estilo de las programa­
ciones televisivas, los títulos provisorios: 1. Una
historia comparada del legado francés y alemán de
Hegel y de Marx, el rechazo, común pero cuán dis­
tinto, del idealismo y, por sobre todo, de la dialécti­
ca especulativa, antes y después de la guerra (...)
2. Una historia comparada, en las tragedias políti­
cas de ambos países, de la recepción y del legado de
Heidegger (...) 3. El interés por el psicoanálisis
(. . .) 4. Después de Auschwitz: qué significa ese
nombre, más allá de cuáles sean los debates abier­
tos por las prescripciones de Adorno al respecto
(...) 5. Una historia diferenciada de las resisten­
cias y de los malentendidos (historia ampliamente
pasada, desde hace un buen tiempo, pero acaso
aún no sobrepasada) entre, por una parte, pensa­
dores alemanes que para mí son también amigos
respetados —con eso quiero decir Hans Georg Ga­
damer y Jürgen Habermas— y, por la otra, los filó­
sofos franceses de mi generación (. . .) 6. La proble­
mática de la literatura, en los aspectos en que es
indisociable de la problemática de la lengua y de
sus instituciones, cumpliría un rol decisivo en esta
historia (...) 7. Por último, me acerco al capítulo
que mayor placer me causaría escribir, porque se­
guiría la senda menos transitada pero, a mi enten­
der, una de las más decisivas en la lectura por ve­
nir de Adorno. Consiste en aquello que se llama,
con un singular generalizador que siempre me im­
pactó, lo Animal (. . .) El fascismo comienza cuando
se insulta a un animal, o inclusive a lo animal en el
hombre».
2002 Entre el Ioy el 4 de julio participa, en la Isla de San
Giulio (Orta), en el seminario «Ver y pensar», orga­
nizado, por iniciativa de Valerio Adami, por la Fun­
dación Europea de Diseño. Seminario en la EHESS
acerca de «La bestia y el soberano».
2003 Enero: muerte de Blanchot. Conferencias en Hei-
delberg acerca de Gadamer. Doctorado honoris
causa en Jerusalén.
Historia de la crítica

A Derrida se dedicaron no sólo ensayos, sim posios,


tesis y libros, sino tam bién film es e inclusive u n a h is­
torieta, Deconstructo. Su influencia, m erced a aquello
que con toda ju sticia fue definido como «pasaje de las
fronteras»,1 se extendió m ucho m ás allá de la filosofía
en sentido estricto, involucrando a la teoría de la lite­
ratura y del arte,2 la arquitectura,3 la teoría del dere­
cho4 y la teología.5
E sta circunstancia debe atribuirse a que en D erri­
da encontram os u n fortísim o interés por las im plica­
ciones ex isten d a les, políticas e in stitu cio n a les de la
teoría (y no sólo de la filosofía en sentido estricto), que
constituye el profundo lazo que lo une con m uchos filó­
sofos de su generación, e incluso con las principales fi­
losofías del siglo XX. Como escribió K evin M ulligan,6
1 M.-L. Mallet (ed.), Le passage des frontiéres. Autour du travail
de Jacques Derrida, París: Galilée, 1994.
2 AA. W ., The Yale Critics: Deconstruction in America, Minnea-
polis: University of Minnesota Press, 1983; M. Ferraris, La suolta
testuale, 2a ed., Milán: Unícopli, 1986; AA. W ., Passions de la lit-
térature. Avec Jacques Derrida, París: Galilée, 1996.
3 J. Derrida, Choral Work (con Peter Eiseman), Londres: Archi-
tectural Association, 1991.
4 AA. W ., Deconstruction and the Possibility ofJustice, Nueva
York-Londres: Routledge, 1992.
5 AA. W , Derrida and Negatiue Theology, Albany: State Univer­
sity of New York Press, 1992.
6 K. Mulligan, Searle, Derrida and the Ends of Phenomenology,
en B. Smith (ed.), The Cambridge Companion to Searle, Cambrid­
ge: Cambridge University Press, 2003.
«seguram ente, los tres filósofos m ás influyentes del si­
glo XX — H eidegger, W ittgen stein y D errida— lleg a ­
ron a la conclusión de que lo que hacían no era u n a
parte de la filosofía, por m ás que estuviera estrecha­
m ente ligado a ella».
Las preguntas que Derrida se plantea son, incluso
antes que filosóficas, m etafilosóficas: ¿C uáles son los
presupuestos que subyacen a nuestro hablar de filoso­
fía? ¿Qué in stitu cion es y qué requisitos condicionan
nu estras prácticas? ¿Qué rol cum ple n u estra subjeti­
vidad en la filosofía que profesam os? ¿Importa m ás en
filosofía el par verdadero/falso, o el par correcto/equi­
vocado? Tal como la teoría crítica de H aberm as, la ge­
nealogía de los vínculos poder-saber en Foucault y el
pragm atism o posanalítico de Rorty, el deconstruccio-
nism o de Derrida parece estar interesado, m ás que en
las «cosas m ism as», en las m ediaciones a través de las
cuales accedem os a aqu ellas. E sta circunstancia de­
term in ó tan to la con stelación de sus interlocu tores
cuanto el tono del debate, que con el transcurso de los
años lo enfrentó con el posestructuralism o, la h erm e­
néutica y la teoría crítica, la filosofía analítica y la fe­
nom enología.
1 .Posestructuralismo, hermenéutica, teoría crítica.
La m ás tem p rana recepción de D errida está fu erte­
m ente m arcada por el clim a político de los años seten ­
ta, y un a acusación recurrente es la de una form a de
idealism o y de conservadurism o. La idea básica, en un­
ciada por F oucau lt7 y retom ada por D eleuze,8 es que
7 M. Foucault, «II mío corpo, questo foglio, questo fuoco», en Pai-
deia, 1971; más tarde incluido como apéndice de la nueva edición de
la Histoire de la folie á l’áge classique, París: Gallimard, 1972 (trad.
al italiano de F. Ferrucci, E. Renzi y V. Verzosi, Storia della follia
nell’etá classica, Milán: Rizzoli, 1999, págs. 485-509).
8 G. Deleuze y F. Guattari, UAnti-CEdipe, París: Minuit, 1972 (trad.
al italiano de A. Fontana, UAntiedipo, Turín: Einaudi, 1974).
D errida rep ite la filosofía fa ta lista de la h isto ria de
H eidegger, y que la afirm ación seg ú n la cual «nada
existe por fuera del texto» constituye una form a de in ­
diferentism o con relación a los problem as reales (ex-
tratextu ales) de la sociedad y del m undo. La crítica del
idealism o tam bién será acogida en ám bitos estadouni­
d en ses,9 en u n contexto sociocultural afín en m uchos
aspectos.
La recepción por parte de la tradición herm enéutica
representa, en cambio, una segunda etapa, ya m arca­
da por u n a circulación m ás am plia y articulada del
p en sa m ien to de D errida. P ara los h erm en eu ta s, lo
problem ático no es el indiferentism o político de D erri­
da, sino su radicalism o. E n principio, se trata de obser­
vaciones aparentem ente m arginales, como en el caso
de Ricoeur,10 quien le reprocha que confunda la litera­
tura con la filosofía sobre la base del argum ento — sos­
tenido por Derrida en L a m ythologie blanche — de que
no h a y modo de distinguir rigurosam ente entre m etá­
fora y concepto y entre literatura y filosofía. G enerali­
zando el argum ento, Eco11 reprocha a D errida que no
distin ga entre uso creativo de un texto e in terp reta­
ción. L a tesis acerca de la indistinción entre literatura
y filosofía fue retom ada m ás tarde por H aberm as (no­
tando en ella una actitud oscurantista, que hace retro­
ceder la filosofía al m ito, con una actitud contraria a la
9 Las posiciones de Foucault fueron retomadas por Edward Said
(The World, the Text, the Critic, Cambridge: Cambridge University
Press, 1983) y anteriormente por Frederic Jameson (The Political
Unconscious, Ithaca y Nueva York: Cornell University Press, 1981).
En Italia, Manilo lofrida (Forma e materia, Pisa: Ets, 1988), si­
guiendo un camino original, argumentó, por el contrario, en favor
de una lectura materialista de Derrida, refrendada por las críticas
a la noción de «espíritu» formuladas después de la cuestión Heideg­
ger de 1987.
10 La métaphore vive, París: Seuil, 1975 (trad. al italiano de G.
Grampa, La metafora viva, Milán: Jaca Book, 1981).
111 limiti della interpretazione, Milán: Bompiani, 1990.
Ilu stra ción ),12 m ien tras que G adam er13 in sistió en
que D errida en fatiza el alcance de la tergiversación,
olvidando que el objetivo del diálogo es el e n te n d i­
m iento, no la ruptura de la com unicación. E s esta u n a
cuestión crucial para la recepción de D errida, ya que
su tesis acerca de la indistinción entre m etáfora y con­
cepto, y acerca de la im posibilidad de establecer el ver­
dadero sentido de un texto, determ inó — en positivo—
la va stísim a recepción literaria de la perspectiva de-
rridiana.14
D e todas form as, el argum ento teórico de D errida
consiste en sostener (de acuerdo con lo que señalam os
como el m eollo de su pensam iento) que, si sub siste la
posibilidad de m alinterpretar un texto, entonces, cual­
quier interpretación, de derecho aun cuando no de h e ­
cho (porque es un hecho que norm alm ente uno en tien ­
de al otro, y que se distingue entre literatura y fíloso-
12 Der philosophische Diskurs der Moderne, Frankfurt del Main:
Suhrkamp, 1985 (trad. al italiano de Elena y Emilio Agazzi, II
discorso filosofico della modernitá, Roma-Bari: Laterza, 1987).
13 Wahrheit und Methode - Erganzungen - Register; Tübingen:
Mohr, 1986-93 (trad. al italiano de R. Dottori, Veritá e método 2, Mi­
lán: Bompiani, 1996).
14 En lo que respecta a la recepción literaria en Estados Unidos,
un lugar preponderante es ocupado por Paul de Man, al cual se
sumarán, con el paso de los años, J. Hillis Miller, G. Hartmann y H,
Bloom, dando vida al grupo (formado a mediados de los años seten­
ta) de los conocidos como «Yale Critics». De Man fue uno de los pri­
meros comentaristas de la lectura de Rousseau ofrecida en De la
grammatologie, y da cuenta de la primera recepción, predominan­
temente literaria, de Derrida en Estados Unidos (The Rhetoric of
Blindness: Jacques Derrida1s Reading of Rousseau, 1971, en su
Blindness and Insight, Oxford-Nueva York: Oxford University
Press, 1971; nueva edición, Minneápolis: The University of Minne­
sota Press, 1983). Sobre los desarrollos del deconstruccionismo en
el ámbito de la teoría literaria, cf. J. Culler, On Deconstruction.
Theory and Criticism after Structuralism, Ithaca: Cornell Univer­
sity Press, 1982 (trad. al italiano de S. Cavicchioli, Sulla decostru-
zione, Milán: Bompiani, 1988), y C. Norris, Deconstruction: Theory
and Practice, Londres: Methuen, 1982.
fía), está expuesta a la eventualidad del m alentendido
y de la sobreinterpretación. E n resum en, no se trata
de sostener que m alinterpretar los textos es un bien,
sino de señalar que esta posibilidad es parte esen cial
de las condiciones necesarias de la com prensión y que,
por ende, nunca podrem os afirm ar con plena certeza
que hem os captado el verdadero sentido de un texto o
el núcleo esen cial de u n a persona.
E n su en orm e m ayoría, la s in terp reta cio n es de
D errida en Italia están ligadas a la herm enéutica. Co­
mo ya vim os, E co,15 que fue uno de los prim eros en de­
dicar atención al pensam iento de D errida, posterior­
m ente m aduró u n a crítica al deconstruccionism o acu­
sándolo de propugnar u n a interpretación ilim itada.
Cario S in i,16 sobre b a se h eid eggerian a y fenom eno-
lógica, pero tam bién con sugerencias teóricas deriva­
das del pragm atism o estadounidense (en especial, la
sem iótica de Peirce), elaboró una filosofía de la escri­
tura paralela a la propuesta por D errida en la Gram a-
tología. E n cam bio, G ianni V attim o,17 aun sobre un
trasfondo de sim patía m otivado por la com ún inspira­
ción h eid egg erian a , expresó reservas teóricas cuya
m otivación b á sica se v in cu la a la actitu d de la m ás
tem prana lectura, posestructuralista, del pensam ien­
to derridiano, considerado una form a de pensam iento
estetizante.
2. Filosofía analítica. Dado que la recepción esta ­
dounidense se circunscribe, en un principio, al ám bito

15 U. Eco, La struttura assente, Milán: Bompiani, 1968; Semiótica


e filosofía del Unguaggio, Turín: Einaudi, 1984, págs. 229-34.
16 C. Sini, Introduzione a la nueva edición italiana de La uoce e il
fenomeno, Milán: Jaca Book, 1984; cf. también su Etica della scrit-
tura, Milán: II Saggiatore, 1996.
17 G. Vattimo, Introducción a la nueva edición italiana de La
scrittura e la differenza, Turín: Einaudi, 1990, y Le avventure della
differenza, Milán: Garzanti, 1980.
de la teoría literaria, el encuentro con la filosofía ana­
lítica se produce m ás bien tardíam ente, en 1977, cu an­
do John Searle publica una crítica a la interpretación
de A ustin realizada por Derrida, en 1971, en el ensayo
Signature, événement, contexte. Pocos años m ás tarde,
Richard Rorty revelará una actitud de afinidad m ucho
mayor. Con el paso del tiem po, se estabilizaron tres
tipos de recepción, a las que se pueden rem itir, a modo
de paradigm as, Searle, Rorty y H ilary Putnam .
S earle,18 el m ás in tran sigen te opositor a D errida,
fue tam bién, con todo, quien se m ostró m ás atento al
núcleo teórico de su pensam iento, y vio con claridad el
argum ento básico de D errida, esto es, la transform a­
ción de la posibilidad esen cia l en necesidad: ya nos
hem os referido a ello oportunam ente. Las críticas de
Searle versan tam bién sobre asuntos de política y so­
ciología de la cultura,19 y se refieren a los efectos cola­
terales producidos por el deconstruccionism o en el ám ­
bito académ ico estad ou n id en se; com o ta les, no con­
ciernen directam ente a la filosofía de D errida y exce­
den de los lím ites que nos fijam os en esta reseña.
Como ya señalam os, Rorty20 encabeza las recepcio­
nes de aceptación, que com parten con Searle la idea de
cierta ajenidad de Derrida a los protocolos filosóficos,
pero que sostien en que es la única send a transitable
después del final del proyecto de la filosofía como cien­
cia rigurosa. E n este sentido, D errida sería un enlace
entre la filosofía y la posfilosofía, que apunta no al ri­
gor y a la argum entación, sino a la creación de im áge­
nes del m undo capaces de enriquecer n u estra expe-

18 J. R. Searle, «Reiterating the Differ enees. AReply to Derrida»,


en Glyph, 1, 1977.
19 J. R. Searle, «Postmodernism and Truth», en TWP BE (a Jour­
nal of Ideas), 13, 1998, págs. 85-7.
20 Consequences of Pragmatism, Minneapolis: University of Min­
nesota Press, 1982 (trad. al italiano de F. Elefante, Conseguenze del
pragmatismo, Milán: Feltrinelli, 1986).
rien d a. A sí pues, Rorty pudo definir la filosofía de De-
rrída y seguidores como «un género de escritura», en el
m arco de una gran partición entre dos actitudes filosó­
ficas: la de los «kantianos», interesados en enunciar lo
que existe, persiguiendo un ideal científico, y la de los
«hegelianos», interesad os, en cam bio, en rem itirse a
una tradición, con un estilo histórico-literario. Derrida
sería el últim o exponente de esta segunda fam ilia, que
llevaría a la perfección el sistem a, haciendo de la filo­
sofía u n a teoría irónica, un ensayism o cuyo valor do­
m inante no es la verdad, sino la solidaridad y el con­
senso social, a la luz de u n a teoría signada por el prag­
m atism o. Em pero, al igual que Searle, tam bién Rorty
expresó reservas m ás sustanciales con relación a la es­
colástica derridiana.21
Por últim o, H ilary P utnam ocupa un a posición in ­
term edia entre Searle y Rorty.22 D espués de resaltar
que la crítica de Derrida a la «m etafísica de la presen­
cia» es afín a la crítica del realism o m etafísico en Nel-
son G oodm an, observa que, desde un punto de v ista
m oral-práctico, la circunstancia de que la acción h u ­
m ana no se funde sobre u n a sólida base de realism o
ontológico no acarrea los resultados m oralm ente n e­
fastos vislum brados por Searle, pero tam poco las posi­
bilidades em ancipatorias auguradas por Rorty.
3. Fenomenología . Las tesis de Derrida acerca de la
fenom enología son las ú ltim as que en tran en el foco
del debate in tern a cio n a l.23 C uando D errida se con­

21 Contingency, Irony, and Solidarity, Cambridge: Cambridge


University Press, 1989 (trad. al italiano de P. Boringhieri, La filoso­
fía dopa la filosofía, Roma-Bari: Laterza, 1989).
22 H. Putnam, RenewingPhilosophy, Cambridge, Mass.: Harvard
University Press, 1992 (trad. al italiano de S. Marconi, Rinnovare
la filosofía, Milán: Garzanti, 1998).
23 Como ya lo he señalado, una excelente presentación del proble­
ma, en italiano, es aportada por los trabajos de Vincenzo Costa, en
vierte en u n a presencia form idable en el debate, los
especialistas en H u sserl se vu elven hacia sus prim e­
ros escritos {por otra parte, no h ay que olvidar que su
trabajo de m ayor envergadura y m ás académ ico con
respecto a la fenom enología, el escrito juvenil E l pro­
blem a de la génesis en la filosofía de H usserl, recién se
publicó en 1990). Lo central de las reservas en lo ati­
nente a la lectura derridiana de H usserl se encuentra
en la crítica a la concepción — esbozada en La voz y el
fenóm eno — m erced a la cual un a n á lisis in m an en te
del texto h u sserliano llevaría, en últim a instancia, a
u n a form a de idealism o, traicionando la inspiración
realista de la fenom enología. La densidad de los pro­
blem as aum enta esencialm ente en lo tocante al víncu­
lo entre idealidad y repetición, y a la definición de la
idealidad de los actos de repetición de la que ya nos
ocupam os en el segundo capítulo. A l respecto, se ob­
jetó24 que la idealidad del significado no equivale a la
idealidad del sujeto trascendental:25 la prim era es una
posición que atañe a una teoría del significado; la se­
gunda es una tesis, m ucho m ás fuerte y de carácter on-
tológico, que H usserl nunca respaldó.
La recepción fenom enológica tiene, desde este pun­
to de v ista , u n valor ejem plar, que condensa toda la

especial por La generazione della forma. La fenomenología e il pro­


blema della genesi in Husserl e in Derrida, Milán: Jaca Book, 1996.
Para una reconstrucción histórica de conjunto, véase ahora L. Law-
lor, Derrida and Husserl. The Basic Problem of Phenomenólogy,
Bloomington e Indianápolis: Indiana University Press, 2002.
24 J. C. Evans, Strategies of Deconstruction. Derrida and the
Myth of the Voice, Minneapolis-Oxford: University of Minnesota
Press, 1991, págs. 9 y sigs.
25 R. Cobb-Stevens, «Derrida and Husserl on the Status of Reten-
tion», en Analecta Husserliana, Dordrecht et alibi: Reidel, 1985. La
más sólida presentación conjunta de los argumentos analíticos y fe-
nomenológicos respecto de Derrida es la recientemente propuesta
por Mulligan, Searle, Derrida and the Ends of Phenomenology, op.
cit.
h istoria de la fortuna de Derrida. E n últim a instancia,
u n hilo conductor u n e las críticas del bando posestruc-
tu ralista, herm enéutico, analítico: el hecho de que la
ontología derridiana es potencialm ente proclive a un
resultado idealista, incapaz de trazar u n a distinción
tajante entre lo real, como objeto de la experiencia, y
los esquem as conceptuales por cuyo interm edio acce­
dem os a la realidad. Por otra parte, este problem a pa­
rece obviam ente m enos significativo, cuando no irre­
levan te, en las recepciones m ayorm ente in teresad as
en la teoría literaria, lo cual explica la am plísim a re­
sonancia de las teorías derridianas en ese ám bito. P e­
se a todo, debe destacarse que la oscilación entre idea­
lism o (y trascen den talism o), por una parte, y rea lis­
mo, por la otra, constituye un elem ento característico
de toda la filosofía husserliana, de la cual D errida se
presenta, pues, como heredero altam ente innovador; y
ello explica por qué, después de las resistencias inicia­
les, su filosofía fue ocupando paulatinam ente un espa­
cio tan central en la filosofía contem poránea.
Bibliografía

I. Repertorios bibliográficos

La presente bibliografía incluye, en lo atinente a la litera­


tura primaria, únicamente los volúmenes y sus eventuales
traducciones al italiano [y al castellano]. La selección de li­
teratura secundaria se limitó a las obras más significativas.
La más amplia bibliografía, primaria y secundaria, en
italiano, actualizada hasta 1996, puede encontrarse en S.
Petrosino, Jacques Derrida e la legge del possibile , 2a ed. ac­
tualizada y ampliada, Milán: Jaca Book, 1997, págs. 251-
344. Menos vigente, W. R. Schultz y L. L. B. Fried, Jacques
Derrida. AnAnnotated Primary and Secondary Bibliogra-
phy, Nueva York y Londres: Garland, 1992.
Otras bibliografías podrán encontrarse en: M. Ferraris,
Postille a Derrida, Turín: Rosenberg & Sellier, 1990, págs.
287-307 (actualizada hasta 1989, abarca los artículos com­
pilados en volumen y la reedición de separatas; además, in­
cluye una reseña bibliográfica acerca del debate sobre la de­
construcción, actualizada hasta fines de los años ochenta,
págs, 51-104); J. Derrida y G. Bennington, Jacques Derrida ,
París: Seuil, 1991, págs. 329-76 (actualizada hasta 1990,
abarca también una selección de la literatura secundaria);
P. Kamuf (ed.), A Derrida Reader between the Blinds, Nueva
York: Columbia University Press, 1991 (con especial aten­
ción a las traducciones y a la literatura secundaria inglesa y
estadounidense); M.-L. Mallet (ed.), Le passage des frontié­
res, París: Galilée, 1994, págs. 581-4 (las publicaciones men­
cionadas llegan hasta el año 1993); M. Vergani, Jacques De­
rrida, Milán: Bruno Mondadori, 2000 (literatura primaria y
secundaria, págs. 205-14).
Leprobléme de la genése dans la philosophie de Husserl, te­
sis de grado, tutor: M. de Gandillac, 1953-54 (publicada
en 1990, París: PUF).
Edmund Husserl, L ’origine de la géométrie, traducción e in­
troducción, París: PUF, 1962.
L ’écriture et la différence, París: Seuil, 1967.
ha voix et le phénoméne. Introduction au probléme du signe
dans la phénoménologie de Husserl, París: PUF, 1967.
De la grammatologie, París: Minuit, 1967.
Marges de la philosophie , París: Minuit, 1972.
La dissémination, París: Seuil, 1972.
Positions, París: Minuit, 1972.
Glas, París: Galilée, 1974.
Uarchéologie du frivole. Lire Condillac, París: Denoél-Gon-
thier, 1976.
Eperons. Sporen. Spurs. Sproni, texto cuatrilingüe, con una
introducción de S. Agosti, Venecia: Corbo e Fiore, 1976
(sólo en versión francesa, Eperons, París: Flammarion,
1978).
La vérité en peinture, París: Flammarion, 1978.
La cartepóstale. De Socrate á Freud et au-delá, París: Flam­
marion, 1980.
D ’un ton apocalyptique adopté naguére en philosophie, Pa­
rís: Galilée, 1983.
Otobiographies. L’enseignement de Nietzsche et la politique
du nom propre, París: Galilée, 1984.
La filosofía como institución, trad. al castellano de A. Azur-
mendi, introducción de V. Gómez Pin, Barcelona: Juan
Granica, 1984.
Parages, París: Galilée, 1986.
Schibboleth. Pour Paul Celan, París: Galilée, 1986.
Memoires - for Paul de Man, Nueva York y Guilford: Colom­
bia University Press, 1986; trad. al inglés de C. Lindsay
(III), J. Culler (IV), E. Cadava (V). Ed. francesa: Mémoi-
res pour Paul de Man, París: Galilée, 1988.
Psyché. Inventions de Vautre, París: Galilée, 1987.
De l’esprit. Heidegger et la question, París: Galilée, 1987
(nueva edición aumentada: Heidegger et la question. De
l’e sprit et autres essais, París: Flammarion, 1990).
Feu la cendre, París: Editions des Femmes, 1987.
Ulysse gramophone. Deux mots pour Joyce, París: Galilée,
1987.
Signéponge, París: Seuil, 1988.
Du droit á la philosophie, París: Galilée, 1990.
Limited Inc., al cuidado de E. Weber, París: Galilée, 1990.
Quest-ce que la poésie? (cuatrilingüe), Berlín: Birnkmann
und Bose, 1990.
Mémoires d’aveugle. Uautoportrait et autres ruines, París:
Réunion des Musées Nationaux, 1990.
Choral Work (en colaboración con P. Eiseman), Londres: Ar-
chitectural Association, 1991.
Uautre cap. Suivi de ¿ a démocratie ajournée, París: Minuit,
1991.
Circónfession, en J. Derrida y G. Bennington, Jacques De­
rrida, París: Seuil, 1991.
Donner le témps. I. La fausse monnaie, París: Galilée, 1991.
Points de suspensión, París: Galilée, 1992 (entrevista).
Khóra, París: Galilée, 1993.
Passion, París: Galilée, 1993.
Saufle nom, París: Galilée, 1993.
Spectres de Marx, París: Galilée, 1993.
Forcé de loi, París: Galilée, 1994.
Politiquee de l’a mitié. Suivi de l’Oreille de Heidegger, París:
Galilée, 1994.
Mal d'archive. París: Galilée, 1995,
Moscou aller-retour, París: Éd. de TAube, 1995.
Monolinguisme de Vautre, París: Galilée, 1996.
Apories, París: Galilée, 1996.
Résistances. De la psychanalyse, París: Galilée, 1996.
Échographies (en colaboración con B. Stiegler), París: Gali­
lée, 1996.
Adieu á Emmanuel Lévinas, París: Galilée, 1997,
Cosmopolites de tous les pays, encore un effortí, París: Gali­
lée, 1997.
II gusto del segreto (en colaboración con M. Ferraris), Roma-
Bari: Laterza, 1997.
De Vhospitalité. Anne Dufourmantelle invite Jacques Derri­
da á repondré, París: Calmann-Lévy, 1997.
Demeure. Maurice Blanchot, París: Galilée, 1998.
Voiles (en colaboración con H. Cixous), París: Galilée, 1998.
Donner la mort, París: Galilée, 1999.
Sur parole. Instantanés philosophiques, París: Ed. de l’Au-
be, 1999 (entrevista).
La contre-allée (en colaboración con C. Malabou), París: La
Quinzaine littéraire-Louis Vuitton, 1999.
Le toucher. Jean-Luc Nancy, París: Galilée, 2000.
États d’áme de la psychanalyse, París: Galilée, 2000.
Tourner les mots. Au bord d’un film (en colaboración con S.
Fathy), París: Galilée, 2000.
Comment viure ensemble. Colloque des intellectuelles juifs
(con H. Atlan, R. Azria y J. Halpérin), París: Albin Mi-
chel, 2001.
Foi et Savoir. Suivi par Le Siécle et le Pardon (en colabora­
ción con M. Wieviorka), París: Seuil, 2001.
La connaissance des textes (en colaboración con S. Hantai y
J.-L. Nancy), París: Galilée, 2001.
De quoi dem ain..., Dialogue (con E. Roudinesco), París: Fa-
yard / Galilée, 2001.
Uuniversité sans condition , París: Galilée, 2001.
Papier Machine, París: Galilée, 2001 (entrevista).
Artaud le Moma, París: Galilée, 2002.
Fichus, París: Galilée, 2002.
H. C. pour la vie, c’est-á-dire, París: Galilée, 2002.
Marx & Sons, París: PUF / Galilée, 2002.
Voyous. Deux essais sur la raison, París: Galilée, 2003.
Á la vie á la mort, París: Galilée, 2003.

III. T raducciones al italiano


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troducción de C. Sini, Milán: Jaca Book, 1968.
Della grammatologia, trad. al italiano de W . AA., Milán:
Jaca Book, 1969.
La scrittura e la differenza, trad. al italiano de G. Pozzi, Tu-
rín: Einaudi, 1971; nueva edición, con una introducción
de G. Vattimo, ibid., 1990.
Posizioni, trad. al italiano de M. Chiappini y G. Sertoli, al
cuidado de G. Sertoli, Verona: Bertani, 1975 (tan sólo en
la traducción italiana se incluye Auer Vorecchio per la fi­
losofía. Colloquio con Lucette Finas, 1972).
II fattore della ueritá, trad. al italiano de F. Zambón, Milán:
Adelphi, 1978 (traducción de un ensayo incluido en La
caríe póstale, op. cit.).
La veritá inpittura, trad. al italiano de G. y D. Pozzi, Roma:
Newton Compton, 1981.
Sopra-vivere, trad. al italiano de G. Cacciavillani, Milán:
Feltrinelli, 1982 (traducción de un ensayo incluido en
Parages, op. cit.).
Di un tono apocalittico adottato di recente in filosofia, trad.
al italiano de A. Dell’Asta y P. Perrone, en G. Dalmasso
(comp.), Di-Segno. La Giustizia nel discorso , Milán: Jaca
Book, 1984.
Ció che resta del fuoco, edición bilingüe, trad. al italiano de
S. Agosti, Florencia: Sansoni, 1984 (traduce Feu la
cendre , op. cit.); únicamente la versión italiana, Milán:
SE, 2000.
Uorigine della geometría, trad. al italiano e introducción de
C. Di Martino, Milán: Jaca Book, 1987.
Dello spirito. Heidegger e la questione, trad. al italiano de G.
Zacearía, Milán: Feltrinelli, 1989.
La disseminazione, trad. al italiano de S. Petrosino y M.
Odorici, Milán: Jaca Book, 1989.
Sproni, trad. al italiano de S. Agosti, Milán: Adelphi, 1991.
Schibboleth per Paul Celan, trad. al italiano de G. Scibilia,
Ferrara: Gallio, 1991.
Oggi l’Europa, trad. al italiano e introducción de M. Ferra-
ris de L’a utre cap, op. cit., Milán: Garzanti, 1991.
La mano di Heidegger, trad. al italiano de G. Scibilia y G.
Chiurazzi, introducción de M. Ferraris, Roma-Bari: La-
terza, 1991.
II problema della genesi nella filosofia di Husserl, trad. al
italiano de V. Costa, Milán: Jaca Book, 1992.
L’archeologia del frivolo, trad. al italiano de M. Spinella, in­
troducción de M. Ferraris, Bari: Dédalo, 1992.
Otobiograpkies, trad. al italiano de R. Panattoni, prefacio de
M. Ferraris, Padua: II Polígrafo, 1993.
«Essere giusti con Freud». La storia della filosofía nell’etá
della psicanalisi, trad. al italiano de G. Scibilia, Milán:
Raffaello Cortina, 1994.
Spettri di Marx, trad. al italiano de G. Chiurazzi, Milán:
Raffaello Cortina, 1994.
Memorie per Paul de Man , trad. al italiano de G. Berradori y
V. Costa, introducción de S. Petrosino, Milán: Jaca Book,
1995.
Politiche delUamicizia, trad. al italiano de G. Chiurazzi, Mi­
lán: Raffaello Cortina, 1995.
Donare il tempo. La moneta falsa, trad. al italiano de G. Ber-
to, introducción de P. A. Rovatti, Milán: Raffaello Corti­
na, 1996.
Aporie, trad. al italiano de G. Berto, Milán: Bompiani, 1999.
Mal d’archivio, trad. al italiano de G. Scibilia, Nápoles: File-
ma, 1996.
Margini della filosofía, trad. al italiano de M. Iofrida, Turín:
Einaudi, 1997.
Limited Inc., trad. al italiano de N. Perullo, Milán: Raffaello
Cortina, 1997.
Ecografie della televisione, trad. al italiano de G. Piaña y L.
Chiesa, Milán: Raffaello Cortina, 1997.
11 segreto del nome , trad. al italiano de F. Garritano, Milán:
Jaca Book, 1997 (traduce Khóra, Passion y Saufle nom,
1993).
Cosmopoliti di tutti i paesi, ancora uno sforzo!, trad. al ita­
liano de B. Moroncini, Nápoles: Cronopio, 1997.
Addio a Emmanuel Lévinas, trad. al italiano de S. Petrosino
y M. Odorici, Milán: Jaca Book, 1998.
Del Diritto alia Filosofía , trad. al italiano parcial de E. Ser­
gio, Catanzaro: Abramo, 1999.
Speculare - su «Freud», trad. al italiano de L. Gazziero, Mi­
lán: Raffaello Cortina, 2000 (traducción de un ensayo in­
cluido en La carte póstale, op. cit.).
SulVospitalitá (en colaboración con A. Dufourmantelle),
trad. al italiano de I. Landolfi, Milán: Baldini & Castol-
di, 2000.
Paraggi. Studi su Maurice Blanchot, trad. al italiano de S.
Fracioni, Milán: Jaca Book, 2000; uno de los ensayos ya
había aparecido en volumen aparte, Sopra-vivere, cit.
L ’universitá senza condizione, en colaboración con P. A.
Rovatti, Milán: Raífaello Cortina, 2002.

[III bis. T raducciones al castellano]


De la gramatología, trad. de O. del Barco y C. Ceretti, Bue­
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La diseminación, trad. de J. Martín, Madrid: Fundamentos,
1975.
Posiciones, trad. de M. Arranz, Valencia: Pre-Textos, 1977.
Espolones. Los estilos de Nietzsche, trad. de M. Arranz, Va­
lencia: Pre-Textos, 1981.
La voz y el fenómeno, trad. de P. Peñalver, Valencia: Pre-
Textos, 1985.
La tarjeta postal. De Freud a Lacan y más allá, trad. de T.
Segovia, México: Siglo XXI, 1986.
Márgenes de la filosofía , trad. de C. González Marín, Ma­
drid: Cátedra, 1988
«Antología», trad. de P. Peñalver, C. de Peretti y F. Torres
Montreal. Suplementos de Anthropos. Revista de Docu­
mentación Científica de la Cultura, núm. 13, Barcelona:
marzo de 1989.
La escritura y la diferencia, trad. de P. Peñalver, Barcelona:
Anthropos, 1989.
Del espíritu. Heidegger y la pregunta, trad. de M. Arranz,
Valencia: Pre-Textos, 1989.
Memorias - para Paul de Man, trad. de C. Gardini, Barcelo­
na: Gedisa, 1989.
El otro cabo, trad. de P. Peñalver, Barcelona: Serbal, 1992.
Sobre un tono apocalíptico adoptado recientemente en Filo­
sofía, trad. de A. M. Palos, México: Siglo XXI, 1994.
Dar (el) tiempo, trad. de C. de Peretti, Barcelona: Paidós, 1995.
Espectros de Mat'x, trad. de J. M. Alarcón y C. de Peretti,
Madrid: Trotta, 1995.
Khora, trad. de D. Tatian, Córdoba (Rep. Argentina): Alción,
1995.
El lenguaje y las instituciones filosóficas (antología), trad.
del Grupo Decontra, Barcelona: Paidós, 1995.
Cosmopolitas de todos los países, ¡un esfuerzo más!, trad. de
J. Mateo Ballorca, Valladolid: Cuatro Ediciones, 1996.
El monolingüismo del otro o la prótesis de origen, trad. de H.
Pons, Buenos Aires: Manantial, 1997.
Mal de archivo, trad. de P. Vidarte, Madrid: Trotta, 1997.
Fuerza de ley. El «Fundamento místico de la autoridad»,
trad. de A. Barberáy P. Peñalver, Madrid: Tecnos, 1997.
Resistencias del psicoanálisis, trad. de J. Piatigorsky, Bue­
nos Aires: Paidós, 1997.
Historia de la mentira:prolegómenos, trad. de M. E. Vela, C.
Hidalgo y E. Klett; revisión general de J. Sazbón. Bue­
nos Aires: Universidad de Buenos Aires, 1997.
El tiempo de una tesis (antología), Barcelona: Proyecto «A»,
1997. Reproduce textos publicados en distintos números
de Anthropos.
Ecografías de la televisión (en colaboración con Bernard
Stiegler), trad. de Horacio Pons, Buenos Aires: Eudeba,
1998.
Aporías. Morir -esperarse (en) los «límites de la verdad»,
trad. de C. de Peretti, Barcelona: Paidós, 1998.
Políticas de la am istad. Seguido de El oído de Heideg­
ger, trad. de P. Peñalver y P. Vidarte, Madrid: Trotta,
1998.
Adiós - a Emmanuel Lévinas, trad. de J. Santos, Madrid:
Trotta, 1998.
Deconstrucción y pragmatismo (antología), trad. de M. Ma-
yer e I. M. Pousadela, Buenos Aires: Paidós, 1998.
No escribo sin luz artificial, trad. de R. Ibañes y M. J. Pozo.
Valladolid: Cuatro Ediciones, 1999.
La hospitalidad (en colaboración con Anne Dufourmantel-
le), trad. de M. Segoviano, Buenos Aires: Ediciones de la
Flor, 2000.
Dar (la) muerte, trad. de C. de Peretti y P. Vidarte, Barcelo­
na: Paidós, 2000.
La verdad en pintura, trad. de M. C. González y D. Scavino,
Buenos Aires: Paidós, 2001.
Velos (en colaboración con H. Cixous), trad. de M. Negrón,
México: Siglo XXI, 2001.
¡Palabra! Instantáneas filosóficas, trad. de C. de Peretti y P.
Vidarte, Madrid: Trotta, 2001.
Ulises gramófono. Dos palabras para Joyce, trad. de M. Te-
ruggi, Buenos Aires: Tres Haches, 2002.
Schibboleth. Para Paul Celan, trad. de J. Pérez de Tudela,
Madrid: Arena Libros, 2002.
Y mañana qué (con Elisabeth Roudinesco), trad. de V.
Goldstein, Buenos Aires: FCE, 2002.
El Siglo y el Perdón seguido de Fe y Saber, trad. de «El Siglo
y el Perdón»: Mirta Segoviano; trad. de «Fe y Saber»: C.
de Peretti y P. Vidarte, Buenos Aires: Ediciones de la
Flor, 2003.
Papel Máquina, trad. de C. de Peretti y P. Vidarte, Madrid:
Trotta, 2003.

IV. E stu d ios a cerca de D errida


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Les fins de Vhomme. Á partir du travail de Jacques Derrida,
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[IV bis. V ersiones en castellano de los textos


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