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¿Qué es la Fe?

Algunas tesis que es bueno tener en cuenta acerca de la FE:

1.- La fe es un acto humano(DV 5), esto es, un acto racional y voluntario, por lo
tanto libre, no coaccionado.

¿Qué significa esto?

La fe en cuanto Acto Humano es racional, es decir, si bien es cierto es


posible creer por la gracia y por los auxilios del Espíritu Santo, no es menos cierto
que creer es un acto auténticamente humano. Como tal, no es contrario a la
libertad ni a la inteligencia del hombre. (CIC N° 154). Es un acto racional el
depositar la confianza en Dios y adherirse a las verdades de la fe. Por eso Santo
Tomás dirá: Creer es un acto del entendimiento que asiente (Asentir: admitir
como cierto o conveniente lo que otra persona ha propuesto) a la verdad
divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la gracia”-

En este sentido, la Fe en cuanto Acto humano es un Acto Libre, pues el


hombre cuando cree responde voluntariamente (libre) y nadie está obligado
contra su voluntad a creer o a abrazar la fe.

Ahora bien, el Concilio Vaticano II dice que cuando Dios se revela el


hombre tiene que someterse con la fe. ¿Este someterse anula la libertad y la
voluntad del hombre? De ninguna manera. Lo que el Concilio quiere decir es que
la Fe es la respuesta de obediencia a Dios. Y esto implica que el hombre
debe aceptar que Dios al revelarse lleva consigo avala consigo mismo su
propia revelación. Dios mismo garantiza su propia revelación. En palabras
del Catecismo de la Iglesia Católica: “El motivo de creer no radica en el
hecho de que las verdades reveladas aparezcan como verdaderas e
inteligibles a la luz de nuestra razón natural. Creemos a causa de la
autoridad de Dios mismo que revela y que no puede engañarse ni
engañarnos.

2.- Elementos bíblicos para mejor comprender lo que es el Acto de Fe.

2.1. Referencia a las Promesas.

En el A.T.

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La Fe de Israel en Yahvé se refiere fundamentalmente a las promesas
hechas por Dios a los padres.
La historia del pueblo parte con Abraham. Este personaje hace la
experiencia del contacto con un Dios que lo llama y le promete tres cosas: una
tierra (Génesis 15,7), una descendencia (15,4) y una intimidad especial con él
(Alianza, 17, 7-8). Abrahán creyó y le fue reputado como justicia (15,6).

Esta triple Promesa hecha a Abraham es ratificada después a Isaac


(Génesis 26, 24-25) y a Jacob (Génesis 35, 11-15).
Así, la tradición bíblica hará constantemente referencia, en adelante, a las
nuevas promesas hechas a los padres: Abraham, Isaac y Jacob.
El ciclo tradicional desde las promesas a su cumplimiento va desde
Abraham hasta David y Salomón. Ya en vida de Abraham las promesas parecen
comenzar a cumplirse. Si bien era extranjero en Canaán, tenía bienes (Génesis
21,27 ss.); tuvo, a pesar de la esterilidad de su mujer, a Isaac como descendencia,
y Dios lo trataba con la intimidad de su aliado (Yo seré tu Dios). Este cumplimiento
se confirma con Isaac (Génesis 25, 21; 26, 12-14) y también con Jacob (Génesis
30, 22 s. 43).

El cumplimiento inicial de las promesas queda reafirmado de otra forma con


toda la historia de José y del descenso de Jacob y sus hijos a Egipto(Génesis 17-
20). Luego viene la opresión, y la triple promesa parece esfumarse: los hijos de
Jacob no tienen tierra ni bienes, sino que son reducidos a esclavitud, la
descendencia es amenazada por la aniquilación (Exodo 1,22) y el Dios amigo de
los padres parece ser desconocido por el pueblo.

Sin embargo, el Dios de las promesas reaparece (Exodo 3, 7 ss), tal como
había sido insinuado ya al final del Génesis (50,24). Y es la referencia a esas
promesas hechas a los padres la que constituye el fundamento para emprender la
liberación del pueblo, sacándolo de Egipto: “Esto dirás a los hijos de Israel: Yahvé,
el Dios de vuestros padres, el Dios de Abrahám, de Isaac y de Jacob, me manda a
vosotros..” (Génesis 3,15).

Sin embargo, el Dios de las promesas reaparece (Exodo 3, 7 ss) tal como
había sido insinuado ya al final del Génesis (50,24). Y es la referencia a esas
promesas hechas a los padres lo que constituye el fundamento para emprender la
liberación del pueblo, sacándolo de Egipto: “Esto dirás a los hijos de Israel: Yahvé,
el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, me manda a
vosotros…” (Génesis 3,15).

Así, Moisés emprende la obra encomendada por Dios, Israel llega al Sinaí y
sella solemnemente la alianza prometida a los padres por parte de Yahvé de ser
su Dios y tomarlos como pueblo (Exodo 19, 4-6). Esta intimidad mutua entre
Yahvé e Israel constituirá el centro del cumplimiento de lo prometido. No serviría
de nada tener la tierra a través de la descendencia, si Dios no estuviera presente
en medio del pueblo (Exodo 33, 15-17).

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Israel conquistó Canaán y llegó a poseer la tierra con seguridad. En ello fue
un factor fundamental el rey-mesías David, quien expulsó del territorio a todos los
filisteos, jebuseos… Por eso la figura del rey es asociada, por la fe de Israel, a la
descendencia prometida a los padres. A Abraham se le prometió la tierra por
medio de una descendencia. Pues bien, esa descendencia, que inmediatamente
fue Isaac, es identificada al rey-mesías, gracias al cual Israel tendrá tranquilidad
dentro de sus fronteras, puesto que el rey defenderá la tierra prometida que ha
sido conquistada.

De esta manera, bajo la monarquía de David y Salomón, Israel consideró


que las promesas de Yahvé hechas a los padres se habían cumplido.

La tierra era poseída con seguridad: tenían un rey-mesías (descendencia)


grande y reconocido por los grandes reyes vecinos; y la intimidad o alianza con
Yahvé estaba sellada por medio de un templo en Jerusalén, que constituía la
admiración de todos los pueblos.

El ciclo que va desde las promesas de Dios hechas a los padres hasta su
cumplimiento en la época de David y Salomón, está explícitamente afirmado en
las primeras confesiones de fe de Israel: Deum. 26, 5-9; Jos. 24, 2 ss. Israel sabe,
así, que su vida está marcada por las promesas que Dios hizo al principio de su
historia. Esa referencia constituye el punto de partida de todo el dinamismo de su
fe.

En el N.T.

El N.T. ve a Jesús como el cumplimiento definitivo de las promesas hechas


a los padres.

Jesús es celebrado por los dos cánticos anawim de Lucas como el enviado
de Dios, gracias a su amor gratuito, “según lo que había prometido a nuestros
padres, a Abraham y a su descendencia para siempre” (Lucas 1, 55; cf, 1,72-73).
Jesús es visto pues, como la descendencia mesiánica prometida, por la cual Israel
poseería la tierra en intimidad de alianza con su Dios.

Esta perspectiva lleva a comprender a la persona de Jesús según la doble


dirección: del judaísmo oficial o de la corriente espiritual de los anawim (pobres de
Yahvé).

La formación judeo-farisea del pueblo, incluidos los discípulos, tendía a una


expectativa sobre Jesús que lo convertía en rey-mesías, capaz de asegurar la
posesión de la tierra y, así, la presencia de Dios en su templo de Jerusalén (Juan
6, 14-15; Mateo 20, 20-22; Hechos 1,6).

Pero Jesús ubica su referencia a las promesas con la línea de la


comprensión madurada por los grupos anawim a partir del exilio de Babilonia: él
es la descendencia mesiánica según la línea del siervo de Yahvé que establece el

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Reino (la tierra prometida) por su sufrimiento (Is. 53; cf. Lucas 24, 25-26). Esta
perspectiva chocaba con las expectativas mesiánicas oficiales del judaísmo, de las
cuales participaban los mismos discípulos; por esos Jesús tiene actitudes
extrañas: impone silencio a los suyos para evitar falsas expectativas sobre él
(Marcos 1, 43; 3,12; 5,43; 8,30; 9), evita ser aclamado rey-mesías por la multitud
(Juan 6,15) y sólo lo busca cuando su muerte es inminente y, por lo tanto, esa
proclamación no se presta a ser desconectada del siervo sufriente (Mateo 21, 1-
11); por lo demás, Jesús ha ido ubicando el significado de su misión mesiánica en
esa perspectiva sufriente (Mateo 16, 21-23; 17, 22-23; 20, 17-19), Jesús es, pues,
la descendencia mesiánica prometida; pero esa promesa hay que entenderla a la
luz de la reflexión del círculo de Isaías 53.

Asimismo, por Jesús se cumple la promesa de la tierra. Esa tierra había


sido identificada, en la esperanza post-exílica, con la venida del reino de Dios, por
medio de su rey-mesías. Ahora bien, ese Reino sería la irrupción del poder
liberador de Dios por los pobres (Bienaventurados los pobres, porque es de
ustedes el reino de Dios, Lucas 6,20), en la línea de Isaías 61,1. Finalmente, la
promesa de la intimidad de alianza entre Dios e Israel se cumplirá por la
identificación entre el creyente y Jesús (Juan 6, 56).

Esta triple realización cristológica de las promesas hechas a los padres, que
caracteriza la fe bíblico-cristiana, se retoma finalmente en la visión escatológica
del Apocalipsis: la tierra es ahí el Reino definitivo de la Jerusalén celeste
(Apocalipsis 21,1); la descendencia mesiánica prometida es representada por el
Cordero degollado, según la imagen tomada precisamente de Is. 53 (Apocalipsis
12,11; 14, 1; 19,7-16; 22,1) y la intimidad de la alianza está expresada por el
nuevo templo que es la pertenencia mutua entre Dios y los suyos (Apocalipsis 21,
3.22) profundizada por la nueva relación cristológica de paternidad y filiación
(Apocalipsis 21,7).

2.2. Conciencia de gratuidad.

En el A.T.

La vivencia de la fe de Israel tiene una profunda conciencia de la gratuidad


con que Dios interviene salvando. Ello se expresa de diversas formas.

En primer lugar, las promesas hechas a los padres son gratuitas. Esta
experiencia de fe es destacada por lo siguiente: la tierra prometida está en
contraste con el hecho de que Abraham había abandonado su propia tierra y
estaba en una tierra extranjera; la descendencia prometida prometida contrasta
con la situación de esterilidad de Sara; la intimidad prometida con Yahvé contrasta
asimismo con el hecho de que Yahvé no es el Dios de los padre de Abraham, es
un Dios que entra en su vida sin corresponderle territorialmente (Josué 24,2).

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Las promesas son así, gratuitas. Es decir, no se fundan en las posibilidades
de Abrahám, sino en el solo designio de gracia de Yahvé. Esta convicción propia
de la fe de Israel está plasmada en una fórmula dogmática acuñada por la
tradición bíblica: “Dios es bondad y fidelidad” (Salmos 25, 10; 37,6; 40,11; 57,4;
85,11; 88, 12; 108,5; 117,2; 138,28, etc..). El término bondad traduce la palabra
hebrea hesed , que significa amor gratuito. Porque Dios es hesed (Exodo 34, 6-
7), amor gratuito, por eso promete grandes cosas; y porque es fiel, cumple lo
prometido.

La experiencia de gratuidad, propia de la fe de Israel, marca


sistemáticamente ciertos géneros literarios en la tradición bíblica. Así, la forma en
que la Biblia destaca la esterilidad de las mujeres cuyos hijos son
fundamentalmente en la historia del pueblo: Sara, Rebeca, Raquel, esposas de los
patriarcas que recibieron las promesas por medio de su descendencia; la madre
de Gedeón y de Sansón; Ana, madre de Samuel; Isabel, madre del Bautistra, etc..

Lo mismo ocurre con la afirmación sistemática de que los pequeños hacen


grandes cosas; así, la historia de gedeón, quien con sólo trescientos hombres
venció a los madianitas (Jos. 7); la historia de la elección de David, el más
pequeño de los hermanos, que es tomado por Dios como rey de Israel (1 Sam. 16
y 17); lo mismo indica la reflexión constante del deuteronomista en el sentido de
que la tierra conquistada no es fruto del esfuerzo del pueblo, sino fruto de la
donación gratuita de Dios (Deum. 9, 4-6).

Vemos pues cómo la teología bíblica de la fe va intimamente unida a la


teología bíblica de la gracia. El carácter de buena nueva del evangelio se funda
precisamente en la captación que el hombre hace del carácter gratuito de la
salvación recibida.

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