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LIDERAZGO
LIDERAZGO
Por una parte, encuentros entrañables compartidos con seres queridos y con los cuales los
vínculos afectivos y personales proporcionan una confianza y sentimientos especiales.
Por otra, momentos de dificultad en los que la convivencia y el entendimiento de unos con otros
así como el manejo de las emociones que tienen lugar ante una discusión, un conflicto o un
cambio se convierte en un reto para la familia.
Desde que comenzamos a relacionarnos con otros al hacernos mayores, empezamos a percibir
la complejidad que se esconde detrás de la comunicación entre personas.
¿Cómo manejar las propias emociones en la relación con los diferentes miembros de la
familia, especialmente los hijos, en sus distintas edades?
¿Cómo ser sensibles a sus emociones y acompañarles a medida que van pasando las
diferentes etapas del desarrollo?
¿Cómo crear un ambiente familiar que promueva la expresión y comunicación de los
sentimientos?
¿Cómo ayudar a nuestros hijos a que tengan un mejor control en situaciones de
dificultad y de toma de decisiones sobre su futuro y sus relaciones?
Ninguna herramienta surte efecto por obra de la magia o la casualidad, sino que requiere de
voluntad para ser aprendida e integrada, y finalmente servir de manera práctica y real en el día
a día.
Propondremos en estas páginas algunos puntos básicos, empezando por una aproximación
teórica. A continuación plantearemos dinámicas, juegos o casos sobre los que poder reflexionar.
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La inteligencia emocional, según apunta Goleman, es la capacidad de una persona para manejar
una serie de habilidades y actitudes. Entre las habilidades emocionales se incluyen la conciencia
de uno mismo; la capacidad para identificar, expresar y controlar los sentimientos; la habilidad
de controlar los impulsos y posponer la gratificación así como la capacidad de manejar la tensión
y la ansiedad.
La tesis de dicho autor se fundamenta en el hecho de que no es tanto el cociente intelectual (CI)
de una persona sino el manejo de estas habilidades el que determina su éxito en la vida o su
felicidad.
Algunas de estas habilidades son personales, es decir, afectan al mundo íntimo y privado de la
persona. Otras conciernen a la esfera interpersonal, al contacto de un tú y un yo, y al mágico
momento del encuentro entre dos seres que quieren comunicarse.
Goleman propone en sus obras el siguiente cuadro en el que indica los diferentes ingredientes
o habilidades de la inteligencia emocional
Tomar conciencia de los propios deseos y motivaciones, los modos de reaccionar ante las
situaciones diversas de la vida familiar, los valores que tenemos como padre, madre o núcleo
familiar, también, los sentimientos que invaden el día a día, los momentos felices y aquellos de
conflicto y preocupación.
El conocimiento de las debilidades, de los puntos flacos así como de los recursos y fortalezas,
lejos de hacer frágil la figura del padre o la madre, le proporciona una capacidad mucho mayor
de ser dueño de sus impulsos, especialmente en situaciones de gran tensión emocional como
las que vivimos en la educación de nuestros hijos.
Tomar conciencia de la influencia de estos hechos, sentimientos en definitiva, resulta clave para
lograr encauzarlos adecuadamente durante su proceso madurativo.
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Diversos autores han señalado la importancia de conocerse a uno mismo como elemento clave
para poder dar lo mejor y más adecuado en la relación con los demás. Por otra parte, este
conocimiento, ha de ser enriquecido con lo que nos aporta el contacto con otras personas.
No somos únicamente aquello que vemos en nosotros mismos, sino también aquello que de
manera más o menos consciente, transmitimos a las personas que nos rodean, tanto a los
amigos o la familia como a las personas menos cercanas como los compañeros de trabajo,
vecinos, conocidos, etc.
“En ocasiones, experiencias del pasado o de nuestra propia infancia y adolescencia, se hacen
presentes en el momento de educar y guiar a los hijos”
Con frecuencia negamos la aportación o feed-back que hacen los demás de nosotros, si no se
trata de una referencia con la que nos veamos identificados o cómodos. La tendencia a echar
“balones fuera” rechazando la parte de nosotros que mostramos al mundo, incluso sin quererlo,
puede empobrecer enormemente el conocimiento de uno mismo.
Durante décadas el mundo de las emociones y sentimientos quedó relegado a un segundo plano
por considerarse de menor importancia que los saberes racionales. Pero hoy en día vivimos un
momento en el que el terreno de las emociones parece cobrar un protagonismo próximo a
desterrar la importancia de cualquier otra competencia humana.
Hablar de inteligencia emocional, no significa de ningún modo exaltar el valor de las emociones
supeditando a ellas nuestra conducta o nuestras decisiones. Tampoco perseguimos anestesiar
los sentimientos con idea de poder reprimirlos, entendiendo erróneamente el elemento
conocido como Autocontrol, descrito por el citado Goleman.
“La clave de la regulación emocional radica en mantener en jaque las emociones angustiosas; si
son desmesuradamente intensas y se prolongan más de lo necesario, resquebrajan la propia
estabilidad. (…) Una sana maduración personal no pasa por eliminar los sentimientos
angustiosos, sino por aprender a detectarlos y tratarlos adecuadamente”
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Conocer y gestionar las emociones, que sin duda influyen en nosotros a diario, es un pilar clave
para poder generar salud emocional en nuestros hijos, proporcionándoles un soporte emocional
estable y seguro sobre el que asentar su madurez evolutiva, factor protector como veremos de
numerosos problemas en los jóvenes.
John Bowlby, uno de los psicoanalistas británicos más representativos en el campo de la infancia,
describió que el apego sano a los padres es un ingrediente clave para el bienestar infantil. En
este sentido, los padres que se muestran competentes en el manejo de sus emociones así como
sensibles a las necesidades de los hijos contribuyen positivamente a establecer en ellos una
sensación de seguridad y un fundamento seguro sobre el que apoyarse cuando se encuentran
mal y necesitan atención, amor y consuelo.
Veamos a continuación con mayor detenimiento cómo podemos los padres abordar mejor este
proceso de integración de los propios sentimientos.
La dimensión emocional forma parte del día a día de todos, tanto es así que con frecuencia
tratamos de expresar y compartir nuestros estados internos o sensaciones, sin saber muy bien
cómo hacerlo.
De hecho, cuando una persona expresa estar mal, puede encerrar tras de sí sentimientos tan
variados como la tristeza, la rabia, la preocupación, el enojo, la envidia, los celos, la apatía, la
desolación, la desesperanza….y al mismo tiempo una persona que dice sentirse bien puede
abrazar sentimientos de satisfacción, orgullo, alegría, alivio, regocijo, esperanza, seguridad…
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Hasta ahora hemos señalado la importancia de tomar conciencia y nombrar los sentimientos,
como mecanismo para hacernos más dueños, más responsables del mundo de nuestras
emociones.
Si bien es cierto que este constituye un paso clave, igualmente importante es, una vez
identificado el sentimiento, lograr manejarlo de tal manera que nos lleve a obrar como
verdaderamente deseamos.
Todos hemos podido constatar la energía que contienen las emociones, tanta que a veces puede
desembocar en conductas no deseadas. Sin embargo, la clave de la inteligencia emocional no es
la de conducir los sentimientos hacia la represión o disminución de su poder motivador.
La clave está en lograr colocar la fuerza de los sentimientos en la misma línea de los valores, de
nuestros deseos y finalidades personales, especialmente cuando nos encontramos en situación
de tener que tomar decisiones significativas, decisiones que afectan a otras personas
importantes de nuestro entorno, como puede ser nuestra familia, nuestros hijos.
Para esto, creemos que resulta igualmente importante lograr nombrar e identificar también los
pensamientos que subyacen a la experiencia emocional.
Vamos a partir de una premisa clave: los sentimientos, especialmente aquellos más complejos
y que más nos afectan repetidamente, no aparecen automáticamente como reacción a una
determinada situación, pese a que pensemos con frecuencia que es así.
Por ejemplo, imaginemos esta situación: Mi hijo llega tarde a casa y, al preguntarle por los
motivos del retraso, enseguida me lleno de ansiedad y enfado y termino, fruto de esa emoción
intensa, echando una reprimenda o imponiendo un castigo.
Este es el motivo por el que, ante hechos similares o casi idénticos, reaccionamos de maneras
tan diversas. ¿De qué depende entonces que sintamos una cosa u otra?
El modo en que elaboramos por ejemplo, un suspenso en las notas o un aviso por mala conducta
en el colegio de nuestro hijo, hace diferente la emoción que más tarde (aunque casi al instante,
y por eso pensamos que ocurre de manera automática) manifestaremos, cambiándola,
suavizándola o haciéndola más proporcionada a la intensidad en sí de la situación.
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Podemos esquematizar esto en un gráfico muy sencillo, seguido de un ejemplo:
Esta situación quedaría así si no la trabajamos de otra manera, muchas veces bajo la excusa de
convencernos que estamos haciendo “lo que podemos”. Sin embargo, esto no es
completamente cierto.
Vamos a ver lo que podría ocurrir en la misma situación si, a diferencia del caso anterior,
incorporamos el elemento cognitivo, el pensamiento, la interpretación que hacemos del suceso,
así:
¿Qué pienso? No entiendo por qué mi hijo me miente o me gustaría que tuviera
confianza suficiente como para no engañarme…
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3. Mi conducta, a la luz de estas reflexiones, se vuelve más afín a mis valores relacionados
con la educación de mi hijo, pues me ayuda a frenar la emoción instantánea de
enfadarme y comenzar a discutir por esta y otras situaciones, drenar mi preocupación
por estar siendo un buen padre a través de una discusión que no mejoraría nuestra
relación ni tampoco el cumplimiento de las normas por parte de mi hijo.
El resultado es más bien que tanto el sentimiento como la conducta se ajustan al signo e
intensidad de una determinada situación, haciéndonos más eficaces en el manejo de las
emociones y en general de la comunicación en el contexto de la familia.
El manejo de las emociones nos ayuda a actuar en sintonía con nuestros valores.
Hasta ahora hemos avanzado en la identificación de las emociones así como en el modo en que
éstas pueden afectar a la familia. Ahora damos un paso para reflexionar acerca del modo en que
las emociones inducen en mayor o menor medida, las conductas que practicamos.
Si bien el manejo de las emociones nos permite ser más dueños de lo que hacemos, nos
preguntaremos ahora, ¿qué pasa entonces con los valores, esas ideas, creencias,
convencimientos que consideramos imprescindibles para guiar nuestra conducta?...
La clave de la inteligencia emocional está en aprovechar la energía que pueden aportar las
emociones, cuando éstas se ponen al servicio de los valores que uno mismo tiene.
No olvidemos que el empeño por hacer de nuestros hijos personas maduras y adultas, no puede
lograrse de otro modo que prestando atención y acogiendo lo más profundo y genuino de su
persona, esto es, sus emociones y especialmente sus valores.
Si nos paramos a pensar, no hay conflicto que no esté influido por una contraposición de
sentimientos o por la confrontación de valores importantes para ella. Por ejemplo ante las dudas
a la hora de escoger una carrera, de decidir acerca del futuro profesional o cuestiones más
relacionadas con las relaciones interpersonales…
Sin embargo, es preciso tener en cuenta que las emociones y las conductas que de ellas pueden
derivarse, no son necesariamente reflejo de los valores que cada uno tenemos, sino que pueden
producirse simplemente como reacción a un sentimiento espontáneo.
“No olvidemos que el empeño por hacer de nuestros hijos personas maduras y adultas, no puede
lograrse de otro modo que prestando atención y acogiendo lo más profundo y genuino de su
persona”
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Como es propio en las ciencias sociales, definir constructos teóricos con los cuales trabajar no
es tarea fácil, y las emociones no escapan a este dilema. Nadie pone en duda que todos los seres
humanos experimentamos su existencia, aunque no siempre podemos controlar sus efectos, de
ahí la importancia de considerar a la educación emocional como un aspecto tan importante en
la formación del individuo como lo es la educación académica, por constituir ambas un todo tan
íntimamente ligada una a la otra, que es impensable considerar la posibilidad de desarrollar
cualquiera de estos aspectos por separado.
Y dado que el acto educativo solo es posible gracias a la presencia de sus dos actores principales,
los educandos y los educadores, se debe considerar como los segundos influyen sobre las
emociones y los sentimientos de los primeros, dentro de un contexto cultural específico, que es
en última instancia el lugar donde se define lo que asumimos como emociones y sentimientos.
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Durante los últimos treinta años, muchos y muchas especialistas en pedagogía, consideraron
que la educación consistía en un proceso cognitivo basado en el procesamiento de la
información, donde la actividad mental, como expresión del aprendizaje se da gracias a la
existencia de conocimientos previos, el nivel, la cantidad y calidad de la acumulación de estos,
los cuales articulándose de una manera creativa son generadores de pensamiento productivo
(Woolfolk, 2006). A esto se suma el considerar que el aprendizaje es el resultado de la
interacción social por medio de esfuerzos cooperativos dirigidos hacia metas compartidas (Pea,
2001 citado por Salomón, 2001). Esta concepción, implicó un considerable avance con respecto
a muchas de las consideraciones de los modelos pedagógicos del siglo XX, pero resultó ser
insuficiente para poder explicar el porqué de las dificultades del aprendizaje en una época
caracterizada por la presencia de las TIC, al no tomar en cuenta que las actividades mentales y
la interacción social están mediadas por las emociones y los sentimientos que posean y
desarrollen los individuos alrededor de tales aspectos.
A partir de Salovey y Mayer (1990), Gardner (1995) y Goleman (1996), la educación no puede
reducirse únicamente a lo académico, a la obtención y procesamiento de la información, al
desarrollo estrictamente cognitivo, o a las interacciones sociales, como si éstas se dieran en
abstracto, sino que debe abarcar todas las dimensiones de la existencia humana (Dueñas, 2002).
Nadie duda que el aprendizaje sea un acto deliberado, por lo que no es ni inconsciente ni
arbitrario, sino que se da conforme el individuo se desarrolla y se manifiesta como la capacidad
para ejecutar una conducta que previamente no se poseía. Sin embargo esto no dice cómo es
que el sujeto alcanza tal conducta o capacidad y mucho menos qué lo motiva a su alcance.
Ya en 1960, Bruner consideró que el aprendizaje involucra tres procesos, que considera son casi
simultáneos: la adquisición (que implica información nueva o un refinamiento de la información
ya existente), la transformación (que implica el manipular el conocimiento para ajustarlo a las
nuevas tareas) y la evaluación (para comprobar si la manera en que manipulamos la información
es la adecuada). Para lograr esto, el proceso educativo debe tener en cuenta la predisposición
del individuo hacia el aprendizaje (Bruner, 1960), lo que de una u otra manera implica el carácter
emocional con que se asume el aprendizaje en si mismo. La adquisición, transformación y
evaluación, implican una acumulación de experiencias que son interpretadas y “comprendidas”,
las cuales están inseparablemente unidas a lo que las personas son y sienten (Bisquerra, 2005).
El aprendizaje, por tanto solo es posible en un entorno social, en el que se construyen las
estructuras de conocimiento, denominadas “destrezas”, las cuales son cada vez más complejas
en tanto se maneje cada vez más información. Así, el proceso de aprendizaje desde la Teoría
sociocultural incluyó, cuatro puntos esenciales, (Bruner, 1960; Salomon, 2001; Vigotsky, 2005)
• El desarrollo cognitivo, el cual varía de una persona a otra, así como de una cultura a
otra.
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• La socialización, donde se da la construcción de procesos psicológicos individuales
como el habla social, lo que permite la comunicación
Una lectura entre líneas, de los puntos anteriores, evidencia que faltó indicar que el aprendizaje
constituye un constructo individual y social que se ve afectado por las apreciaciones y valores
que, individual y socialmente, se le atribuyen a las emociones en razón de ser estas construidas
en términos culturales y contextuales, aspectos que determinan y regulan, cuales emociones
son las apropiadas o aceptadas en razón de la interacción entre el sujeto y el ambiente
(Bisquerra, 2001), de manera tal que no hay aprendizajes fuera del espacio emocional (Pekrum,
2000, como se cita en Casassus, 2006), al punto que las emociones son determinantes para
facilitar u obstaculizar dichos aprendizajes, los cuales a su vez están determinados por los
intereses o necesidades del sujeto, en razón de su interacción con el entorno. De esta manera,
debe considerarse que el aprendizaje es el producto cultural de dos vertientes que interactúan
entre sí de manera dinámica, la racional, ligada a la cognición y, la emocional, ligada a los
sentimientos, de forma tal que es difícil, sino imposible, separar lo que corresponde a uno u otro
dominio.
Estos aspectos, visto en conjunto, generan un marco conceptual que permite explicar que el
pensamiento, aunque parezca ser racional, está cargado de aspectos emocionales, de hecho no
existe pensamiento puro, ni racional ni emocional (Casassus, 2006), porque los pensamientos
dependen de los intereses o necesidades de las personas, y estos aspectos están mediados con
el entorno por medio de las emociones. El pensar en cómo resolver un problema, y lograrlo,
produce sensaciones, emociones y sentimientos positivos (como parte de la realización de la
persona), en tanto sucede todo lo contrario en el caso de fracasar, por lo que es posible afirmar
que la capacidad para atender y entender las emociones, experimentar de manera clara los
sentimientos, poder comprender los estados de ánimo, tanto negativos como positivos, son
aspectos que influyen de manera decidida sobre la salud mental del individuo, afectan su
equilibrio psicológico y, por ende, su rendimiento académico (Fernández-Berrocal y Ruiz, 2008).
Si se considera que el aprendizaje escolar es una actividad social constructiva que realiza el o la
estudiante, particularmente junto con sus pares y el maestro o maestra, para lograr conocer y
asimilar un objeto de conocimiento, determinado por los contenidos escolares mediante una
permanente interacción con los mismos, de manera tal que pueda descubrir sus diferentes
características, hasta lograr darles el significado que se les atribuye culturalmente (García,
Escalante, Fernández, Escandón, Mustri, & Puga, 2000), promoviendo con ello un cambio
adaptativo (Therer, 1998), es claro que el papel del docente es clave, máxime si a través del
aprendizaje se procura el promover habilidades cognitivas y las capacidades emocionales, que
le permitan un aprendizaje autónomo y permanente que puedan utilizarlo en situaciones y
problemas más generales y significativos y no solo en el ámbito escolar (SEP, 1993; Hernández
y Sancho, 1993, Resnick y Klopfer, 1996, citados por García et al, 2000).
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Pero esto solo es posible si se toma en cuenta que la intervención del o la docente es una ayuda
insustituible en el proceso de construcción de conocimientos por parte del o la educando, de
manera tal que sin la ayuda de este es muy probable que los alumnos y las alumnas no alcancen
determinados objetivos educativos (García et al., 2000), por cuanto el maestro o maestra no
enseña en abstracto, dejando de lado sus propias emociones y sentimientos sino que, ya sea de
manera explícita o implícita, transmite los mismos en cada acto pedagógico que desarrolla. Así,
ante un mismo evento y en un mismo momento, la interpretación que haga el profesor o
profesora, dependerá del estado de consciencia que haya logrado desarrollar (Casassus, 2006),
de manera tal que la percepción que este o esta construya del alumno o alumna, estará ligada a
las informaciones cognitivas y emocionales que posea del o la educando.
Para Therer (1998), cuando se conoce como aprenden los y las estudiantes es que el esfuerzo
de la enseñanza podría tener algún efecto positivo, este aprender no depende únicamente de
las capacidades cognitivas de los y las educandos, sino de sus disposiciones emocionales, dado
que él o la docente es más que un mero transmisor de información, es un creador o creadora de
espacios de aprendizaje y le corresponde gestionar las condiciones que posibiliten organizar las
situaciones de aprendizaje las cuales dependen de al menos cuatro factores ligados a los y las
estudiantes:
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y Nevot, 2008), lo cual revela las emociones y sentimientos de los mismos, por lo que deben ser
ellos quienes deben informarse sobre los estilos de aprendizaje de sus estudiantes y los
mecanismos que posibiliten una educación emocional, en razón de potenciar el círculo virtuoso
apuntado anteriormente ya que si los y las docentes ignoran los estilos de aprendizaje de los y
las estudiantes, así como las emociones y los sentimientos de estos y estas, el resultado es tan
perjudicial como el no dominar la disciplina que se enseña, o no contar con las técnicas y
estrategias didácticas que motiven a los y las estudiantes (Bonilla, 1998), generándose entonces
apatía, desinterés, reducción de la efectividad del planeamiento didáctico y de las estrategias
metodológicas.
El conocer los estados emocionales de los y las estudiantes, así como sus estilos de aprendizaje,
puede ayudar al profesor o profesora a organizar de manera más eficaz y eficiente el proceso de
aprendizaje-enseñanza a implementar (Thompson & Aveleyra, 2004), y posibilita atender a los
y las estudiantes de manera más personal, guiándolos en el contexto del aprendizaje; solo así es
que el profesor o profesora realmente puede contribuir a que sus estudiantes se conviertan en
los constructores de sus propios aprendizajes (Thomson & Mazcasine, 2000).
Lo anterior permite considerar que los niveles de éxito y/o fracaso por parte de los y las
estudiantes, en el aprendizaje de cualquier disciplina, podrían estar asociadas, entre otros
aspectos a la concordancia/discrepancia entre los estilos de aprender/enseñar, que se dan entre
los y las estudiantes y los y las docentes, así como en la comprensión de las emociones y los
sentimientos de ambos y cómo éstos afectan directamente al proceso cognitivo; y no
exclusivamente a las usuales debilidades que se apuntan en direcciones únicas, como lo son
entre otras, estudiantes con bajos niveles de conocimiento, ausencia de conocimientos previos
significativos, o bien profesores o profesoras incapaces de lograr una comunicación efectiva, por
lo que se puede afirmar que, un educador emocionalmente inteligente y un clima favorable en
el aula son factores esenciales para el aprendizaje (Campos, 2010).
5. CONCLUSIONES
La educación emocional debe ser vista, conceptualizada y puesta en marcha para procurar
que los y las educandos se conozcan a sí mismos y conozcan a los demás, se respeten,
respeten a los otros y al entorno donde viven, de manera que se pueda plantear el
desarrollo integral de su personalidad como requisito para la construcción de la felicidad.
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