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LA EXTINCIÓN DE LOS DINOSAURIOS
Jose Alberto Arias
La infancia dura poco, pero dura siempre, y las
imágenes a las que la emoción se abre por vez
primera acompañan hasta la tumba.
Niños en el tiempo
Ricardo Menéndez Salmón
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
Augusto Monterroso
1. Cien años y dos misterios
El día de su cien cumpleaños, Nicanor Mazapán recibió una misteriosa postal del
extranjero. Cuando cogió la postal y observó el impresionante dibujo de las cataratas
de una selva tropical, pensó que se trataba de otro regalo más. A Nicanor siempre le
habían encantado los regalos; los guardaba todos en el mismo cajón y los iba
desenvolviendo uno tras otro a lo largo de todo el año.
Lo mejor era que había mantenido la ilusión de los regalos con diez, veinte
años, con cuarenta, cincuenta, setenta, incluso ochenta años. Por eso esta mañana,
nada más levantarse, lo primero que hizo fue ponerse la dentadura, como todos los
días, y se dirigió a paso ligero – todo lo ligero que le permitían su bastón, el Parkinson
y su cadera fastidiada– a recepción, donde le preguntó a Alicia si tenía correo, le dejó
caer que era su cumpleaños y la mujer le entregó una bolsa con todo lo que le había
llegado. Además, Alicia le regaló uno de esos pastilleros que se dedicaba a pintar
durante las noches tranquilas en la recepción de la residencia.
–Te he dibujado una tortuga porque las tortugas dicen que cumplen muchos
años. Felices cien años, Nicanor –le dijo, y le propinó un besazo en la mejilla.
¡Cien años! Casi lo había olvidado. Estaba tan pendiente de los regalos que casi
había pasado por alto la cifra. Para tener cien años, lo cierto era que se sentía
estupendamente. Volvió a la habitación y se sentó en la cama. Sacó los regalos de la
bolsa y los depositó todos en el último cajón de la mesita de noche. Los regalos
temblaban en sus manos por el Parkinson como sonajeros entre los dedos de un bebé.
El pastillero-tortuga lo dejó con cuidado junto a la lámpara, para que no se le olvidara
tomarse las pastillas por las noches. Se fijó bien en el dibujo; Alicia había hecho un
excelente trabajo al pintar un galápago con todo lujo de detalles. Él lo sabía bien, que
por algo era paleontólogo y llevaba toda la vida desenterrando restos óseos y fósiles de
criaturas milenarias. Los galápagos eran prácticamente fósiles vivos, dinosaurios
protegidos por sus enormes caparazones y por un ritmo de vida tranquilo.
Nicanor descubrió, al fondo de la bolsa, una postal con una catarata en
Nicaragua, una selva verde y pájaros coloridos. Le pareció curioso que no fuera un
mensaje de cumpleaños por el día en que llegaba, aunque Nicanor creía en el Destino,
y estaba convencido de que había sido éste quien había hecho que la postal de Marco
llegara aquella mañana:
Abuelo, soy Marco. Estoy en Nicaragua, en concreto en la selva
Negra, cerca de Jinotega. Necesito tu ayuda. Me dijiste que te pidiera
ayuda cuando la necesitara. Me he escapado de casa, espero que
puedas ayudarme. Te quiero mucho, abu.
Marco
Nicanor fue a mesarse la barba con sus manos temblorosas, aunque se dio
cuenta de que ya no tenía. Desde que estaba en la residencia de ancianos, lo afeitaban
todas las semanas. Se trataba de mesar la barba porque estaba nervioso, y estaba
nervioso por tres motivos. Uno, porque su bisnieto necesitaba ayuda, y Marco jamás le
había pedido ayuda en la vida porque era bastante independiente y orgulloso, pero
después de todo, era su único bisnieto. Sus nietas nunca habían dudado en pedirle
consejo o ayuda, pero él, ¿él?, qué va. Dos, porque Marco se había escapado de casa, y
los niños no se escapan de casa así porque sí. Él mismo se había escapado de casa una
vez, cuando era pequeño, pero a la media hora le había entrado un hambre que se tuvo
que volver. De todos modos, lo realmente preocupante no era que Marco se hubiera
escapado con doce o trece años, no se acordaba demasiado bien, sino que se hubiera
ido solo a otro país a tantos kilómetros de distancia. Tres, y el principal motivo de
nerviosismo, era la ciudad a la que había ido a parar Marco: Jinotega. Nicanor no le
había contado jamás a nadie que había conocido a Isabel en esa ciudad, mucho antes
de casarse y tener hijos y mucho menos nietos. Nicanor había conocido al amor de su
vida en otro país, en una ciudad no demasiado conocida, y aunque jamás había
contado la historia de cómo se conocieron, ahora Marco estaba ahí. No sabía si era
casualidad o qué, sólo que tenía que ayudar a su nieto como fuera, aunque a los cien
años no se lo pondrían nada fácil.
Durante la mañana hubo un constante flujo de personas en su habitación: otros
compañeros que querían felicitarlo por el centenario, Ana, la directora de la
residencia, limpiadoras, enfermeras, cuidadoras… Tanta gente y tantos regalos que
tuvo que usar el cajón de los calzoncillos para guardar los que no cabían en el primero.
Tanta gente y tantos regalos que le resultó imposible adivinar quién había dejado
aquella nota encima de la cómoda, un papelito blanco doblado por la mitad donde
habían escrito, con letras grandes y negras, el misterioso mensaje.
La primera en hacerle una visita fue Juana la Loca, que entró gritando algo de
que habían llovido ríos de golondrinas y cenefas de sirenas por toda la vega. A Nicanor
siempre le provocaba mucha ternura, porque Juana no estaba loca, sino enferma, y la
demencia senil le impedía distinguir la infancia de la vejez, la noche del día y la
realidad de la ficción. Le siguió el paso un rato hasta que Esther, una de las cuidadoras,
vino a por ella. Por supuesto, Juana no lo felicitó por su cumpleaños.
Quien sí lo felicitó fueron las cocineras de la residencia, que vestían sus
delantales blancos y crujientes como palomitas y una sonrisa traviesa. Carmen y Charo
llegaron con una enorme tarta de chocolate y una vela roja con el número cien. A
Nicanor le hizo especial ilusión, porque siempre había querido una de esas grandes
tartas de chocolate oscuro y jugoso, aunque, bien pensado, no podría ni probarla, ya
que los médicos le habían prohibido comer dulces por sus problemas de azúcar. ¿Y qué
le hago yo si estoy tan dulce?, decía él, pero los médicos erre que erre, que no probara
el chocolate, el helado ni los caramelos para la tos. Como todos los días no se cumplen
cien años, Carmen sacó un enorme cuchillo más propio de un asesino que de una
cocinera y cortó una cuña de la tarta, y se la ofreció en un plato. Las dos mujeres le
dieron un beso sonado en la mejilla y lo dejaron saboreando el chocolate por primera
vez en su nuevo siglo. Luego se fueron, pues les tocaba preparar cocido madrileño, y si
no, los garbanzos se quedarían duros, y entre que la mitad de los ancianos tenían
dentadura postiza y la otra mitad apenas podían tragar, un cocido duro sería un
auténtico drama para todos.
Los siguientes en pasarse a saludar fueron varios compañeros de la residencia,
todos con sus enfermedades, sus goteros, sus botellas de oxígeno y sus gafas de
graduación que les convertían los ojos en puntitos minúsculos. Estaban Anselmo, don
Niceto y también andaba por ahí Crisóstomo. En el grupo se presentó Genaro, y esto
sorprendió a Nicanor, puesto que se trataba de un viejo cascarrabias con el que no
había cruzado más de dos palabras. Genaro había sido general, y aunque ya no vestía
de uniforme, su pantalón y su camisa eran los mejor planchados de la residencia.
Además, aún llevaba el pelo rapado como un militar, y cara de pocos amigos. De los
cuatro, fue el único que no lo felicitó, y eso que él también había superado los cien
años. Pero bien que comió tarta, eso sí. Salieron los cuatro con la cara manchada de
chocolate. Carmencita, la cuidadora de turno, les cantó las cuarenta cuando los vio
comiendo tarta a esas horas, con el cocido a punto, con lo altos que tenían el colesterol
y el azúcar. Les dijo que esa tarde no tendrían magdalenas con la leche, y los cuatro se
fueron afligidos. Entonces, se acercó a Nicanor y le dijo:
–Hay que ver, Nicanor. Yo no sé cómo lo haces, pero cada día estás más joven.
¡Mira qué cara, mira qué cara!
Mientras, le pellizcaba los mofletes como a un bebé. Era rubia y rellenita, y
siempre estaba bromeando con todos los ancianos. Su acento de Algeciras provocaba
risa entre los habitantes.
–Quita, quita, que no me toques la cara.
–Desde luego, hijo, qué mohíno... A ver, ¿qué te pasa?
Nicanor estuvo a punto de contarle lo de la postal de Marco, pero se lo pensó
mejor. Para ayudar a su nieto, tendría que hacerlo fuera de la residencia, y para salir,
no debían sospechar nada, así que le sonrió y le enseñó la cajita del galápago. Carmen
sacó del bolso su regalo, un pañuelo de hilo italiano, rojo como la sangre y delicado
como un pajarillo.
–Pues nada, Carmencita, que me…
–Calla, calla. Que te has acordado de tu Isabel, ¿verdad? ¡Pues normal! Si es yo
venir a trabajar y es que me acuerdo de mi José Luis una cosa, vaya... Ayer me trajo un
trozo de pastela de la pastelería que han abierto en mi calle por sorpresa. Dime tú si no
lo tengo que querer…
Y así, mientras hablaban, Carmencita ayudó a Nicanor a asearse, le hizo la cama
y lo dejó como nuevo para las visitas que quedaban esa mañana. Pasado un rato
reconoció los tacones de Ana, la directora, que llamó con rotundidad antes de entrar.
–Muy buenos días, Nicanor. Uy, ¿pero dónde está Nicanor? Con lo que me gusta
a mí un mozalbete así joven. Yo no te canto el cumpleaños feliz porque no quiero que
llueva, pero si quieres hago como la Marilyn, Happy Birthday, Mr President…
Mientras hablaba agitaba a un lado y a otro la melena rubia -teñida-, y
coqueteaba con sus pestañas negras de rímel, tanto que por un momento pareció
convertirse un poco en Marilyn. Nicanor se echó a reír con las ocurrencias de la mujer,
que no dudó en sentarse a su lado para felicitarlo. Enseguida se levantó, pidió permiso
para pasar al baño y, nada más entrar, empezó a gritar. Ana no era precisamente
discreta, pero tampoco iba dando chillidos por ahí.
Alertado, Nicanor se levantó de un salto, aunque le crujió la cadera y se quedó
en mitad de la habitación incapaz de avanzar o retroceder. Golpeó el suelo varias veces
con el bastón con un temblor incontrolable en los brazos, pero Ana no le hacía caso. De
hecho, tardó un rato en salir, y para entonces lo hizo con la cara maquillada y el pelo
rubio alborotado sobre los hombros.
–Nicanor, que te me has quedado como un pasmarote ahí en medio. ¡Adelante!
–gritó dirigiéndose a la puerta, y a sus órdenes, una galería de personajes se metió en
la habitación. Además de sus compañeros, venían cámaras de televisión y micrófonos,
y hasta le pareció reconocer a la alcaldesa. Traían una pancarta donde habían escrito
FELICIDADES con letras que simulaban dinosaurios. La televisión local se había
presentado para hacer un reportaje sobre el nuevo anciano centenario, que era nada
más y nada menos que el sexto de la residencia. Ana estaba radiante ante las cámaras,
como si ella conociera el secreto exacto de la longevidad.
–La culpa es de nuestras cocineras que hacen un cocido de miedo –decía, y
todos reían sus ocurrencias, aunque a Carmen, la cocinera, no le hizo demasiada
gracia que bromearan con sus garbanzos.
Los periodistas no cesaron de hacerle preguntas a Nicanor, que empezaba a
cansarse de tantas visitas. Si él lo que quería era salir de ahí y escaparse de la
residencia para estar con Marco en Nicaragua… Justo pensaba en él cuando pudo oír
tan clara como el agua la voz de su bisnieto entre el barullo de la gente: «Abu, ¿vas a
venir? En menudo lío me he metido». Nicanor se puso de pie, de puntillas sobre las
cabezas de los demás, para buscar el pelo negro ondulado de Marco, pero no estaba
por ninguna parte:
–¡Marco, Marco! Marco, ¿has venido?
Los demás miraron alrededor, pero nadie sabía quién era Marco. Dudaba mucho
que estuviera entre la multitud, porque era imposible oír nada con tanta gente. Charo
llegó a la habitación con un cucharón de madera en la mano y dijo:
–¡Ya está bien! Todo el mundo fuera, que el cocido se enfría.
Antes de salir Ana anunció que, en su honor, esa tarde proyectarían Mamá
cumple cien años. Al fin solo, Nicanor encontró la nota de papel sobre la cómoda. Quién
la había dejado ahí era un auténtico misterio. El contenido le provocó terror: «Esta
noche. Comedor. 00,00 horas».
2. La comitiva de los quinientos años
El comedor estaba oscuro y frío. Sobre las mesas y bancos caía una luz azulada llena de
sombras. Cuando era pequeño, a Nicanor le daba miedo la oscuridad. Mamá siempre
procuraba dejar una vela encendida hasta que se dormía, pero en la residencia se le
había olvidado coger una linterna o encender una luz supletoria. No sabía quién lo
habría citado ahí, pero un escalofrío le recorrió la espalda cuando escuchó una puerta
chirriar en alguna parte. Miró el reloj; aún faltaban cinco minutos, de modo que se
sentó en el banco más próximo a la salida.
Mientras aguardaba, le dio por pensar. Pensó que ninguna de sus hijas lo había
felicitado, porque ya nadie le hacía caso, no como cuando dirigía aquellas
excavaciones paleontológicas en las que hallaban esqueletos enteros de dinosaurios.
Ni sus hijas se acordaban de felicitarlo.
–Abuelo.
El corazón le dio un vuelco y miró alrededor, temeroso de encontrar a su nieto
en la oscuridad o cualquier cosa, a saber, un fantasma. Estaba tan seguro de que había
oído a su nieto como de que se llamaba Nicanor Mazapán.
–Marco, Marco, ¿tú dejaste la nota? ¿Por qué no has venido mejor a mi
habitación? Aquí no se ve nada. ¿Saben tus padres que estás aquí…?
Se dio cuenta de que hablaba solo. No había nadie ahí, así que volvió a mirar el
reloj: 00:01. Era la hora, no cabía duda. ¿Y si era una broma de mal gusto? Sacó algo de
brillo a la empuñadura del bastón, un círculo de ámbar con una libélula en el centro.
Alguien tosió al otro lado del comedor y Nicanor empezó a inquietarse. No había
visto a nadie, pero la tos estaba clara. De hecho, había retumbado por toda la sala. En
la calle, un ave nocturna, tal vez una lechuza, alzó el vuelo. Unos pasos se
aproximaron lentamente a la puerta y Nicanor aguardó con el corazón en vilo, la
sangre a mil por sus sienes como un tambor africano, tom-tom, tom-tom, tom-tom.
Temió que del miedo se le parara el corazón. No eran pocos los residentes a quienes de
golpe y porrazo se les paraba el corazón. Nicanor cogió el bastón con fuerza y lo
blandió para golpear a quien quiera que fuera, pero se le paralizaron los brazos al
comprobar con horror que, además de unos pasos, se oía algo más, como si el ser que
se acercaba arrastrara algo. La respiración era ruidosa, con un siseo antinatural.
Cuando se giró el pomo, Nicanor dejó caer el bastón de forma escandalosa. La puerta
se abrió y apareció… Carmelo Cotón.
Nicanor se llevó la mano al pecho para calmarse. Maldito Carmelo, tremendo
susto le había dado. Menudo temblor le había entrado entre el miedo y su enfermedad.
Ese Carmelo estaba como un cencerro.
–Qué calor, Nicanor. Has sido puntual como el que más.
¡Ay, madre!, pensó Nicanor. Carmelo Cotón era conocido por hablar siempre en
rima, a veces asonante, a veces consonante, pero siempre en rima desde que trabajaba
en la frutería de su barrio.
–Diantres, Carmelo, menudo susto me has dado. ¡Pero hombre! ¿Qué es eso de
quedar a estas horas en el comedor? Haberte pasado por mi habitación.
–Venga ya, Nicanor, no es capricho, lo entenderás cuando esté todo dicho.
Nicanor observó con incredulidad al anciano que se había presentado ante él,
tan sonriente como siempre, con su bigote poblado y sus carrillos redondos. De hecho,
Carmelo era en conjunto bastante redondo: sus ojos, aunque a veces se achinaban
cuando sonreía, su barriga, sus dedos gordos... Carmelo estaba hecho de círculos.
Arrastraba el carrito con su bombona del oxígeno, pues tenía problemas para respirar
y siempre llevaba un tubo de plástico que le llegaba a la nariz, por donde le llenaban
los pulmones del oxígeno más puro que podían los médicos. El problema era que,
donde quiera que fuera Carmelo, ahí tenía que ir su bombona, ya fuera en el carrito
con ruedecillas o en una ingeniosa mochila que le permitía pasear como si nada. Lo de
la respiración era por su enfermedad, enfisema. En la residencia, los compañeros lo
habían apodado Enfi. Siempre estaban: pues el Enfi esto, el Enfi lo otro, que hoy Enfi
no ha bajado a cenar... y Enfi se lo tomaba con muy buen humor, como todo en la vida.
Él también tenía cien años, pero cualquiera lo diría con esos mofletes colorados y
redondos. Lo de hablar en rima, explicaba, le venía de ser frutero. Se dio cuenta de que
se le daba mucho mejor vender si anunciaba su mercancía con ingeniosas rimas.
«Tenemos las fresas más gruesas, los melones más dulzones. Con estas cerezas
perderán la cabeza. Una rodaja de piña llena de vitaminas para el niño y la niña...». Lo
que menos vendía eran caquis, porque no lograba rimarlos más que con maquis, y
chirimoyas, porque siempre decía lo primero que le venía a la cabeza. Decía que, si
tuviera que ser una fruta, sería un tomate, tan rojo, tan redondo y tan dulce, y todos
estaban de acuerdo en que Carmelo era rojo, redondo y muy dulce.
–¡Pero dime algo, pasmarote, y déjate de rimas y de chorradas! Hay que ver qué
hombre, diantres. Enfi, ¿qué me venías a decir?
–Sin faltar, Nicanor, ni apremiar. Tengo el placer de darte la bienvenida al Club
de los Dinosaurios, sólo si guardas el secreto a nuestros adversarios.
–¿Qué club? ¿Qué dinosaurios? Yo soy un experto, y aquí no veo ningún
dinosaurio.
Al otro lado de la sala se oyó una silla arrastrarse y Nicanor levantó de nuevo el
bastón en el aire. Por un momento tuvo clarísimo que en el mismo comedor donde
estaba con Carmelo había un velocirraptor dispuesto a matarlo antes de que le diera
tiempo a gritar.
–Dinosaurios, daos prisa, que me muero de la risa –dijo Carmelo, y de entre las
sombras aparecieron tres siluetas conocidas.
Por un lado, tan serio como siempre, estaba el General Genaro, que se había
puesto su gorro de general y varias condecoraciones obtenidas durante sus años en el
frente clavadas en el pijama, lo que le daba un aspecto extraño. Sus ojos diminutos y
negros observaron a Nicanor sin expresión. De los residentes centenarios, el que
menos achaques tenía era, sin duda alguna, el General. Presumía de buen físico gracias
a la disciplina espartana a la que se sometía todas las mañanas. Decían que, a sus cien
años, aún era capaz de hacer flexiones y abdominales, aunque Nicanor estaba seguro
de que aquello no era más que una fantasmada. También se contaba en la residencia
que una vez, en una de las terribles batallas de la guerra, en medio de los tiros y los
morteros, el General avanzó entre las armas y los soldados, pero ninguna bala le
alcanzaba, y que se quedó ahí quieto, con los brazos en cruz, hasta que uno de los
bandos decidió rendirse. Genaro era firme como un junco y seco como el trigo en
verano.
En el centro estaba el enjuto Don Ángel Ramírez, a quien llamaban Al porque
tenía principio de alzheimer. En la oscuridad, sus gafas reflejaban el brillo que se
colaba por las ventanas. A sus cien años, era el residente que más libros había leído de
todos, tal vez más que los demás juntos, ya que había sido bibliotecario y restaurador
de libros. Casi todos los libros publicados en el país habían pasado por sus manos.
Además, era un excelente cuentacuentos, así que era habitual que los nietos que
venían a ver a sus abuelos a la residencia acabaran embobados escuchando las
maravillosas historias de Don Ángel. Sin embargo, cuando le afectaba más de la cuenta
la enfermedad, olvidaba la historia que estaba contando o a quién se la estaba
contando y cambiaba a una totalmente nueva. Así era. Conocía tantas historias que
daba algo igual que olvidara cosas, pero su cabeza era como un cajón a rebosar de
hojas desordenadas que se escapaban por todas partes. Sin embargo, él parecía más
bien una flor de algodón o un diente de león que pierde las semillas con un soplo de
aire. Don Ángel sonrió con gesto amable a Nicanor y le tendió la mano.
El tercero en salir de las sombras era Centeno, un viejo con todas las de la ley,
sordo como una tapia y arrugado, calvo y con la nariz aguileña. Feo como él solo, tenía
de todo: sordera, artrosis, vértigo y problemas de circulación de la sangre. También
había tenido todo tipo de trabajos: periodista, tabernero, dueño de una juguetería,
piloto, detective privado, profesor de esgrima, minero, enterrador y mayordomo. Con
el despiste que tenía, se le olvidaba la dentadura en todas partes aparecía con peluca o
sin ella según se le figuraba. Centeno sería como una patata pocha que ha echado
raíces. Era el mayor de todos, ciento seis años, y de las personas más queridas de la
residencia. Fue él quien tomó la palabra con su voz ronca:
–Buenas noches, Nicanor. En primer lugar, muchas felicidades. Eres un
afortunado, eres de los pocos que llegamos a los cien años. A partir de ahora van a
cambiar muchas cosas para ti. Somos el Club de los Dinosaurios, originalmente
Sociedad de los Centenarios. Nos reunimos todas las semanas para poner solución a
pequeños problemas de nuestras vidas, de la residencia y, si es preciso, de cualquier
otro ámbito. Te damos la bienvenida –dijo Centeno, y se secó el sudor de la frente.
–¿Y por qué tanto misterio, joroba? –dijo Nicanor. –Más vale malo conocido
que el diablo por viejo.
–Pues se llamaba Magdalena –respondió Centeno.
–¡Ahí va la madre! –dijo Ángel. –Más sordo que una tapia. Que dice que por qué
tanto misterio.
Esto último lo vociferó, y entonces Centeno asintió para dar a entender que se
había enterado. Se humedeció los labios y explicó:
–Porque es una sociedad secreta. Somos cinco en total... Bueno, ahora contigo,
seis. A ver, a ver, está Don Ángel el juglar, el General Genaro, el bonachón de Carmelo
y Gumer, claro, nuestro querido Gumersindo. Y luego estoy yo. Y luego estás tú. Seis,
seis somos.
–Pero yo cuento cinco, ¿qué ha pasado con Gumersindo?
Nicanor conocía a Gumersindo, porque en la residencia se conocían todos, y le
extrañaba no verlo por ahí. Gumersindo había sido médico, especialista del riñón,
nefrólogo, pero llevaba unos días sin verlo. A veces, las familias venían y se llevaban a
los ancianos unos días a sus casas. Tal vez Gumersindo estuviera con la familia y por
eso no se había unido a la extraña comitiva. Lo que le extrañaba era la presencia de
Genaro, que no era conocido precisamente por su facilidad para hacer amigos, y
mucho menos para hacer cosas en grupo. La imagen de Gumersindo, con su nariz
enorme como un boniato y su cuerpo hinchado como un globo aerostático volvió a su
cabeza, y se preguntó si todo aquello sería idea suya. Gumersindo era también famoso
en la residencia porque tenía de mascota una rata en una jaula en la ventana. La rata se
llamaba Margarita, y cada vez que alguien pasaba por la calle, se volvía loca de
contenta, se ponía de pie sobre las patas traseras y empezaba a chillar para decir hola,
y alguna que otra vez se ganaba un trozo de coliflor, o unas pipas o una patata frita, ya
que era una rata bastante vegetariana.
–Pues es que Gumer está malico, el pobre. Le llevan dando estos días unos
apretones en el corazón y lo tienen enchufado a una máquina para dormir –dijo
Centeno. –Pero manda saludos.
–Es lo que ha visto –comentó el General en tono bajo.
–¡Con un huevo frito que chorree bien! –dijo Centeno, al que se le había
antojado un pisto manchego.
–¿Qué quieres decir con lo que ha visto? -preguntó Nicanor.
–Verás, esto es difícil de explicar y todavía más difícil de creer, pero lo intentaré
–dijo Don Ángel Ramírez, Al para los amigos. –Gumer tiene un don. Cuando cumplió
cien años, recibió ese don. De hecho, todos nosotros recibimos un don cuando
cumplimos cien años. Centeno, por ejemplo, habla telepáticamente con sus nietos.
Con sólo pensar lo que les quiere decir, les llega, y ellos le responden. Gumer a veces
puede ver el futuro, y creo que hoy ha tenido una visión un tanto... oscura, algo
desagradable y ha preferido quedarse en cama. Aquí el General puede comunicarse con
los animales, por eso siempre hay algún pájaro cerca de su ventana. Enfi puede
hipnotizar a cualquiera que se proponga en un abrir y cerrar de ojos. Yo puedo hablar
cualquier idioma, me entero de lo que me digan ya sea en chino o en ruso, y eso que yo
sólo hablaba francés y un poquito de inglés, pero fue cumplir cien años y lo entendía
todo. Bueno, ¿y tú?
Menuda tontería, pensó Nicanor. Estos viejos se han vuelto completamente
chochos. Ver el futuro, hablar con los pájaros, lo de los idiomas, ¡hablar
telepáticamente! Hablar con la mente con los nietos, qué cosas. ¿Y si él pudiera hablar
telepáticamente con sus nietos? ¿Qué haría si de repente oyera a su nieto hablarle?
¡Qué locuras se les ocurrían a los centenarios! Aunque... bien pensado... ¿no era lo que
le llevaba pasando todo el día? ¿No llevaba desde esa mañana escuchando a Marco?
–Jajaja, qué historias me contáis –dijo, pero entonces se puso serio –Vale, seré
sincero. Esta mañana me llegó una postal de mi nieto Marco que me necesita, y llevo
todo el día escuchándolo, pero es imposible que esté aquí porque está en Nicaragua...
Así que digo yo que lo escucho en...
–Tu cabeza –dijo Ángel con templanza.
–Pero –añadió Nicanor– tampoco sería la primera vez que se me figura ver a
alguien o escuchar a alguien que luego no está, ya sabéis que la cabeza nos juega malas
pasadas...
–Nicanor –dijo Ángel, mirando fijamente a sus ojos. –Dime la verdad, lo que
crees con todo tu corazón: esa voz en tu cabeza es la de tu nieto Marco.
Visto así, Nicanor lo tuvo clarísimo: sólo un abuelo conoce así de bien a un
nieto, ni un padre a un hijo, ni nadie más. Estaba claro, y lo habían convencido: podía
hablar con Marco.
Centeno, por su parte, parecía estar pasándoselo pipa. También sonreía como
un crío Carmelo Cotón, Enfi, con las manos entrelazadas tras la espalda. El General
Genaro observaba con gesto serio y misterioso, como si estudiara cada expresión en la
cara de Nicanor. Éste pensó que les costaría mucho hacerse amigos.
–¿Qué te parece la historia, Nicanor? ¿No es un asunto inspirador?
–Hombre, cuando se enteren…
–¡Ni hablar! –dijo Ángel, y su rostro amable se volvió frío como el hielo.
Nicanor jamás habría podido imaginar así de amenazante al dulce ancianito
bibliotecario. –Nadie puede conocer el secreto de los Centenarios, que bastante nos ha
costado llegar a esta edad como para que nos encierren a hacernos pruebas en un
laboratorio o nos separen. ¿Trato hecho?
Nicanor le dio un apretón de manos a Al, y las manos de Centeno, Enfi y el
General se cerraron sobre las de ellos. Oficialmente Nicanor formaba parte del Club de
los Dinosaurios.
–Gracias por compartirlo conmigo, pero no puedo aceptar –dijo Nicanor. –Me
temo que pronto abandonaré la residencia.
–¿Y qué tiene que ver la ciencia con esto? –preguntó Centeno.
–La residencia, que dejo la residencia porque tengo un secreto, y más vale que
lo guardéis si queréis que yo guarde el vuestro. Me voy de la residencia a Nicaragua.
Tengo que urdir un plan para llegar hasta mi nieto Marco y ayudarlo, porque sé que
me necesita.
–No se hable más –dijo Genaro, y Nicanor se quedó con la palabra en la boca.
–Como miembro de la Sociedad de los Centenarios, te ayudaremos a desempeñar tu
plan. Tu misión es nuestra misión, y juntos la cumpliremos.
–Mañana por la mañana, nada más levantarme, iré a contarle las novedades a
Gumer, que deje de andarse con misterios. Nunca nos cuenta lo que ha visto en el
futuro. Después, comenzaremos con el plan para llegar hasta tu nieto –dijo Ángel, y se
subió las gafas con la punta del dedo.
Después de esto, se despidieron y se fueron cada uno a su habitación. Al
sentarse en la cama, Nicanor cogió la postal entre las manos y recordó los meses que
vivió en la selva nicaragüense. Trató de asimilar todo lo que había vivido aquel día. En
lugar de cien años, sentía que volvía a tener quince gracias a la aventura del Club de los
Dinosaurios y tantos misterios. ¿Qué le ocurría a Marco? ¿Lograrían escapar los más
ancianos de la residencia? Y el más misterioso de los misterios: ¿qué había visto
Gumersindo en el futuro? ¿Tendría algo que ver con su decisión de escapar?
Fuera como fuera, era hora de dormir. Se acostó vestido con la misma ropa, se
tapó con las sábanas y cogió el galápago entre sus manos. «Marco, pronto estaré a tu
lado», pensó.
Cerró l os o
jos.
Abrió los ojos.
–Buenos días, Isabel –dijo Nicanor. –Cien años y un día. Veinte años desde que
me dejaste solo, te parecerá bonito. Cuando te fuiste aquella noche y me desperté y
estabas fría y no te movías, pensé que me iba a morir de pena. Creía que no aguantaría
una semana sin ti, pero mírame, ya cien años. Buenos días, Isabel. Buenos días, mi
amor.
Todas las mañanas, desde que tenía ochenta años, Nicanor se despertaba y a la
primera que daba los buenos días era a su difunta esposa. La imaginaba en algún lugar
entre las nubes guiñándole un ojo al oír sus palabras y se sentía reconfortado. Nicanor
e Isabel vivieron cincuenta y dos años juntos, aunque no les resultó fácil. Tras
conocerse en Jinotega se separaron y tuvieron que pasar unos años hasta que se
volvieron a encontrar. Nicanor siempre estuvo convencido de que su amor por Isabel
había sido un milagro desde el primer momento, y por eso seguía hablando con ella y
contándole todas las historias más importantes.
Echó un vistazo a la tortuga sobre la mesita de noche y empezó a reír. Era un
galápago, el galápago Nicanor, viejo y silencioso, mal de todas las articulaciones, en
especial de la cadera. Ahora que era un dinosaurio, se sentía poderoso. Nicanor lo sabía
todo sobre esas criaturas desaparecidas al principio de los tiempos, y estaba
convencido de que un pterodáctilo, un triceratops o un tiranosaurio afrontarían la
aventura de encontrar a Marco sin pensárselo dos veces. El plan no podía esperar, eso
estaba claro.
Nada más llegar al comedor fue a sentarse con Carmelo Cotón, alias Enfi, que
engullía un tazón de leche con magdalenas con los carrillos llenos y de buen humor.
Enfi siempre estaba de buen humor cuando comía, de ahí que fuera redondo.
–Buenos días, Nicanor, tráeme un pan si quieres que te ayude con tu plan.
–Vale, vale, ¿pero has ido a hablar ya con Gumer?
Carmelo se quitó el cable del oxígeno y se rascó la frente.
–Ya sé que estás impaciente, criatura, pero por lo que más quieras, disimula.
Nicanor miró alrededor y se encogió de hombros. Se acercó a la barra a pedir su
desayuno y le atendió Maricruz, una chica de pelo rizado y castaño.
–Buenos días, Nicanor. Ayer no te vi –dijo, y le tendió una bolsa pequeña.
Nicanor la cogió y la guardó en el bolsillo de la bata.
–No es nada, un regalillo que te he hecho. ¿Qué te pongo? ¿Hoy también leche
con galletas?
Nicanor volvió a las mesas con su taza entre las manos y pensaba dónde
sentarse cuando vio a dos de los Dinosaurios sentados junto a un ventanal del
comedor. El General le hizo una seña con la cabeza para que se sentara junto a él y
Centeno, que echaba azúcar en su taza sin ni siquiera mirarla.
–Actúa con naturalidad –fue cuanto dijo Genaro, acostumbrado al camuflaje.
–Ya pensaba que no venías.
–No por mucho madrugar buena sombra te cobija –dijo Nicanor, que soltaba
sus refranes a la más mínima ocasión, aunque los confundía a menudo.
Se sentó frente a ellos y probó la leche con un tímido trago. Centeno seguía
echando azúcar sin parar, un chorro de polvos blancos que caían en el centro de la
taza. Nicanor estaba a punto de decir algo al respecto cuando el General retomó de
nuevo la palabra:
–He estado trazando algunas estrategias de huida esta noche. Tal vez nos
cueste más de lo que pensamos salir de aquí, y puede que perdamos a alguno en el
camino. –Se quedó en silencio. Más azúcar. –Pero los Centenarios no nos rendimos,
¿de acuerdo?
–De...de, de acuerdo –dijo Nicanor, y estuvo a punto de añadir «Sí, señor». Ese
Genaro le daba muy mala espina con el gesto avinagrado. ¿Perder a alguien en el
camino? Nicanor juraría que se trataba de una amenaza, pero si los demás confiaban
en el General... Mientras tanto, el azúcar en la taza de Centeno comenzaba a formar
una isla en medio de la leche, y no tardó en desbordarse de la taza y manchar toda la
mesa a su alrededor.
–¡Mecachis! Este azucarero... ¡Chatarra, ya no hay más que chatarra! Cuando yo
era hojalatero no pasaban estas cosas, entonces sí se fabricaban buenos azucareros.
Un país sin azucareros no es un país, eso he dicho yo siempre. ¡Maricruz, arréglame el
azucarero, mira qué estropicio!
A Nicanor le dieron muchas ganas de reír, y juraría que el General Genaro
también trataba de contener la risa. Sin embargo, Ángel, Don Ángel Ramírez alias Al,
el bibliotecario, el hombre de gafas pequeñas y perpetuas, entró en el comedor con
cara preocupada. Tanta era la preocupación en su rostro que hasta Carmelo Cotón dejó
su cuchara a un lado y Genaro, Nicanor y Centeno se pusieron firmes y en fila. Un
silencio enorme se hizo entre ellos, y la temperatura descendió unos grados. Parecía
que en cualquier momento empezaría a nevar, aunque el rostro de Al parecía traer
peores noticias: sus mejillas estaban blancas, los ojos diminutos tras las gafas y sus
finas cejas, temblorosas.
–¿Qué pasa, Ángel, y esa cara?
–Gumer... Gumersindo. Ay, Gumersindo.
–¿Qué ha visto esta vez? –preguntó el General, temeroso de las profecías del
Dinosaurio.
–Eso, eso, ¿qué dices de un cascabel? –dijo Centeno.
–El Club de los Dinosaurios debe reunirse de inmediato en la sala de lecturas
–dijo Ángel, y el misterio quedó en el aire como un murciélago que aletea en la
oscuridad.
Como casi siempre, por la mañana la sala de las lecturas estaba vacía. El único
que pasaba ahí horas y horas era Ángel, que no por nada había sido bibliotecario y una
vez al mes montaba un show para que llevaran los últimos libros de cuentos, las obras
del último premio Nobel o los clásicos que había leído toda la vida, y Ana, la directora,
le dejaba hacer una lista de diez libros al mes, y siempre caían al menos dos o tres al
mes siguiente. El principal problema de la sala de lectura es que era minúscula. Con los
dos sillones y las estanterías de las paredes casi no se podía entrar. Carmelo siempre se
quedaba en la puerta de lo gordo que estaba, y pedía ayuda a compañeros y cuidadoras:
«Por favor, Irene, acércame un libro, a ver si me entretiene» «Anda, Genaro, coge tres
tomos con todo el descaro». Y esa mañana también se tuvo que quedar en la puerta. El
General Genaro estaba en un sillón, y a su lado Don Ángel Ramírez, que no dejaba de
ponerse y quitarse las gafas de los nervios. Nicanor y Centeno permanecían entre las
estanterías, y le daban la espalda a la puerta y a Carmelo, pues era imposible girar
sobre sí mismos.
–Caballeros –dijo Ángel con su voz aflautada, pero solemne, tan solemne que
todos se temieron lo peor –, tengo malas noticias. Gumer ha muerto.
–¿Quién está tuerto?
–Centeno, por favor, que esto es muy serio. ¡Muerto, que Gumersindo está
muerto! –repitió el bibliotecario.
La noticia les heló la sangre. Era raro el mes que no morían un par de ancianos,
pero claro, ninguno quería pensar que el siguiente sería él. Además, nadie podía
imaginarse la muerte de un Dinosaurio, porque cuando las personas cumplen cien
años se hacen un poquito más inmortales y a la Muerte le cuesta un poco más
encontrarlas. Nicanor sintió una tristeza lenta y profunda, una tristeza caliente como
la que se siente al despedirse de alguien querido, una tristeza tal que en medio de la
habitación, tuvo que apoyarse en una de las estanterías para no caer desmayado por la
sorpresa. Pobre Gumer, ni siquiera había coincidido con él en el Club de los
Dinosaurios.
–Menuda desgracia –dijo Carmelo Enfi –, Dios lo tenga en gracia…
–¡Se habrá llevado el secreto a la tumba! –dijo Nicanor, que hasta entonces no
había caído en el misterio de la última visión de Gumersindo. Claro que, con lo fuerte
que podía ser una visión, ¿y si había muerto de la impresión por lo que les deparaba el
futuro? ¿Había descubierto algo tan terrible sobre la huida de los Dinosaurios que se
había muerto del susto? ¿Y si tenía él la culpa de todo?
–Ya está bien –dijo Genaro en voz baja, y hasta Centeno pareció oírlo. –No es
ninguna sorpresa. Por favor, no os tomo por tontos, supongo que habréis contemplado
la posibilidad de que un viejo de cien años muera de la noche a la mañana.
Arqueó las cejas y sus labios dibujaron una sonrisa fina y molesta. Ángel volvió
a tomar la palabra:
–Hombre, pues claro que lo había pensado, pero uno nunca se lo espera.
Además, si hubiera sabido algo nos habría avisado, digo yo. Recuerdo aquel libro de un
hombre que... bueno, no me acuerdo del título, vaya, pero un hombre que veía el
futuro, y predijo su propia muerte, y por mucho que trataba de impedirla, le resultaba
imposible. Pero luego estaba aquella novela...
–Corta el rollo –dijo el General.
–Sí, sí, yo sólo... ¿Có-cómo va-vamos a ayudar ahora a Nicanor y a-a... a su
nieto? Lo de conocer el futuro nos habría ahorrado m-muchos quebraderos de cabeza.
–Yo tengo un plan. De hecho, tengo veintitrés planes. Como digo, esta noche no
he dormido organizando la huida de este sitio. Prefiero mantener la mente ocupada. Si
todo sale como he predicho, estaremos en la calle antes de que acabe la semana…
–Y dale con su hermana, ¡todo el día hablando de la familia, este Genaro! ¡Que
no nos interesa! –dijo Centeno, y rompió a toser con fuerza mientras Nicanor le
repetía lo que el General acababa de decir.
–¿Antes de que acabe la semana? ¿Y si el plan nos sale rana?
–Eso digo yo –dijo Nicanor –, que ya estamos a miércoles.
–Todos tenemos que colaborar, así que muy atentos. Lo explicaré dos veces,
una para todos y la segunda para que Centeno pille lo que se ha perdido.
El General explicó con pelos y señales sus veintitrés planes, aunque tuvieron
que descartar los más crueles, o los más aventureros, incluso cuatro que eran bastante
locos, y cuando quisieron darse cuenta sólo les quedaban tres opciones útiles.
Los cinco Dinosaurios urdieron un plan absolutamente genial comandados por
el serio Genaro. No sabían que, a sólo unos metros, Ana escuchaba con atención y ya
empezaba a pensar cómo impedir que los centenarios abandonaran la residencia.