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CARTA DEL AUTOR AL TRADUCTOR DEL LIBRO,

LA CUAL PUEDE SERVIR AQUÍ DE


PREFACIO *.

Señor,
La versión que se ha tomado usted la molestia de hacer
de mis Principios es tan nítida y cabal, que me hace espe­
rar que serán leídos por más personas en francés que en
latín, y que se entenderán mejor. Mi único temor es que
el título desaliente a los que no han sido educados en las
letras, o a los que tienen mala opinión de la filosofía, de­
bido a que la que se les ha enseñado no los ha satisfecho;
y esto me hace creer que sería bueno añadir al libro un
Prefacio, donde se diga cuál es su tema, qué es lo que
me he propuesto al escribirlo, y qué utilidad se puede sacar
de él. Y aunque sería cosa mía el hacer este prefacio, pues
yo debo saber esas cosas mejor que ningún otro, lo único
que se me ocurre es poner aquí en resumen los principales
puntos que me parece que deberían tratarse en él; y dejo
a su discreción el dar cuenta al público de lo que juzgue
a propósito.
1 Esta carta-prefacio figura sólo en la versión francesa de los Princi­
pios (AT, IX-2). El traductor es C. Picot, que tradujo por primera vez
la obra al francés en 1647.
Yo explicaría primeramente qué es la filosofía, empe­
zando por las cosas más corrientes, a saber: que la palabra
filosofía significa el estudio de la sabiduría, y que por sa­
biduría no se entiende sólo la prudencia en las cosas de
la vida, sino un perfecto conocimiento de todo lokque el
hombre puede saber, tanto para la conducta de la vida,
como para la conservación de la salud y la invención de
todas las artes; y que a fin de que este conocimiento sea
tal, es necesario que se deduzca de las primeras causas,
de suerte que para tratar de adquirirlo —y a esto es a lo
que se llama propiamente filosofar—, es preciso empezar
por la investigación de las primeras causas, es decir de los
principios; y que estos principios deben reunir dos condi­
ciones: en primer lugar, que sean tan claros y evidentes,
que el espíritu humano no pueda dudar de su verdad cuan­
do los considera con atención; en segundo lugar, que el
conocimiento de las otras cosas dependa de ellos, de suerte
que los principios puedan ser conocidos sin esas cosas, pe­
ro no éstas sin aquéllos; y que después es preciso intentar
deducir de estos principios el conocimiento de las cosas
que dependen de ellos, de tal modo que, en toda la serie
de deducciones que se hagan, no haya nada que no sea
muy manifiesto. Verdaderamente no hay nadie, aparte de
Dios, que sea perfectamente sabio, es decir que tenga el
conocimiento completo de la verdad de todas las cosas;
pero se puede decir que los hombres tienen más o menos
sabiduría, en la medida en que tengan más o menos cono­
cimiento de las verdades más importantes. Y creo que en
esto no hay nada en lo que no estén de acuerdo todos
los doctos.
A continuación haría considerar la utilidad de esta filo­
sofía, y mostraría que, puesto que se extiende a todo lo
que el espíritu humano puede saber, hay que admitir que
es lo único que nos distingue de los salvajes y los bárba­
ros, y que cada nación es tanto más civilizada y culta cuanto
mejor filosofan los hombres en ella; y que, por lo tanto,
el mayor bien que puede darse en un Estado consiste en
tener verdaderos filósofos. Diría también que, para cada
hombre en particular, no es sólo útil vivir con los que se
aplican a este estudio, sino que es mucho mejor aplicarse
a él uno mismo, de la misma manera que es mucho mejor
servirse de los propios ojos para guiarse, y gozar al mismo
tiempo de la belleza de los colores y la luz, que mantener­
los cerrados y tener a otro como guía; aunque por lo me­
nos esto último es mejor que tenerlos cerrados y no dispo­
ner más que de uno mismo para guiarse. Y tener los ojos
cerrados, sin intentar abrirlos nunca, es lo mismo que vivir
sin filosofar; aunque el placer de ver todas las cosas que
nos descubre la vista no se puede comparar de ningún mo­
do con la satisfacción que da el conocimiento de las que
se encuentran por medio de la filosofía; y además este es­
tudio es más necesario para regir nuestras costumbres y
conducirnos en la vida, de lo que lo es el uso de nuestros
ojos para guiar nuestros pasos. Los animales, que no tie­
nen que conservar más que sus cuerpos, se ocupan conti­
nuamente de buscar con qué alimentarse; pero los hom­
bres, cuya parte principal es el espíritu, deberían dedicarse
sobre todo a buscar la sabiduría, que es su verdadero ali­
mento; y estoy seguro de que hay muchos que no dejarían
de hacerlo, si tuvieran la esperanza de conseguirlo, y si
supieran cuánta capacidad tienen para ellol No hay alma
tan innoble que permanezca atada a los objetos sensibles
de tal modo que no se separe a veces de ellos y desee algún
bien más grande, aunque a menudo ignore en qué consiste.
Y aquellos a los que la fortuna ha favorecido más, que
disfrutan de buena salud, honores y riquezas, no sienten
menos este deseo que los otros; al contrario, estoy conven­
cido de que son éstos los que más anhelan otro bien, supe­
rior a todos los que poseen. Y este bien supremo, conside­
rado por la razón natural sin la luz de la fe, no es más
que el conocimiento de la verdad por sus primeras causas,
es decir la sabiduría, a cuyo estudio se dedica la filosofía. Y
puesto que todas estas cosas son completamente verdade­
ras, nos convencerían fácilmente, si estuvieran bien dedu­
cidas. Pero como lo que impide creerlas es la experiencia,
que muestra que los que se dedican a la filosofía son a
menudo menos sabios y razonables que otros que no se han
aplicado nunca a este estudio, yo explicaría aquí sumaria­
mente en qué consiste toda la ciencia de que disponemos,
y cuáles son los grados de sabiduría a los que se ha llegado.
El primero no contiene más que nociones que son tan
claras por sí mismas que se pueden adquirir sin medita­
ción. El segundo comprende todo lo c(ue la experiencia sen­
sible nos permite conocer. El tercero, todo aquello que nos
enseña la conversación con los otros hombres. En cuanto
al cuarto, podemos añadir la lectura, no de todos los li­
bros, sino especialmente de los que han sido escritos por
personas capaces de darnos buenas enseñanzas, pues dicha
lectura es una especie de conversación que tenemos con
los autores. Y me parece que toda la sabiduría que se suele
tener no se adquiere más que por estos cuatro medios; pues
no incluyo aquí la revelación divina, ya que ésta no nos
conduce por grados, sino que nos eleva de una vez a una
creencia infalible. Ahora bien, siempre ha habido grandes
hombres que han tratado de encontrar un quinto grado
para llegar a la sabiduría, incomparablemente más alto y
firme que los otros cuatro, esto es, han tratado de investi­
gar las primeras causas y los verdaderos principios de los
que se puedan deducir las razones de todo lo que podemos

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