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Reactores y Cicactrices

(por Luis Ángel Campillos Morón)

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00039.85’1

Amanecí y encendí el loro. María Callas cantaba el Ave María de


Schubert. Subí el volumen al máximo. La virgen qué barbaridad. Cuando
consigues arrancarle el maldito sentido religioso te imaginas a María (la
virgen) desaliñada con el mono sentada en una barra con la mirada
perdida en el negro cielo y es genial decirle con una palmada en la
espalda: “Te invito a una copa”. No sé muy bien si esa música le convenía
a mi estado de ánimo, el estado de ánimo de quien tiene que matar, pero
sentía que mi alma volaba en paz. Planeaba sobre los valles calientes bajo
las nubes nevadas con los ojos extáticos. Miré por la ventana, la vaga
vagabunda mañana observaba con ojos afilados. Unas cuantas palomas
revoloteaban entre los edificios idiotas. Afilé el machete. Joder, mi
machete parecía que cantase la mimosa Lacrimosa del Réquiem de
Mozart. Filípides, que así se llamaba mi machete, estaba más a gusto que
el copón cuando lo llenan de vino, más a gusto que el obispo saciado de
Cristo. Filípides era como mi gato, mientras yo lo afilaba con dos piedras
estilo vieja escuela, él ronroneaba. Y es que le iba a dar trabajo aquella
mañana. Debía bastarme con un solo tajo. “Sé bueno, Filípides, sé bueno”,
le murmuraba. Vivía en una habitación de una pensión cochambrosa, con
baño y cocinilla incluidos. Mis vecinos eran prostitutas y camellos, sobre
todo. Hablaré de ellos en otra ocasión. Sé que mi música galáctica les
molestaba, pero jamás me lo echaron en cara. Quizá porque siempre salía
de mi habitación con Filípides en la mano. Quizá porque no tenían fuerzas

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de gritar. Quizá porque no les oía. Quizá porque había olvidado su idioma.
Filípides refulgía aún más que mis blancos dientes blancos. Ambos
recorríamos el largo pasillo despacio, yo gustándome como una pantera
sigilosa sobre las nubes de la noche y Filípides emitiendo destellos áureos
por doquier. Los dos formábamos toda una catedral gótica. Mi cuerpo: la
fachada, pues mido dos metros justos, dos largos y negros metros; mi
cabeza: el cimborrio; mis brazos: los arbotantes; y Filípides: las vidrieras.
Ni las prostitutas ni los camellos ni los maderos ni los ejecutivos ¡ni los
curas! quieren tener problemas con una catedral gótica. Está claro. Mi
hercúlea figura acojonaba, acojonaba de verdad. Me brotaban músculos
por todos lados. En el cuello, parecía como si tuviese unas cuantas
serpientes pitones encabronadas por dentro. Incluso mi lengua, la lengua
más rosa del mundo, poseía una miríada de m(in)úsculos bíceps y tríceps
que formaban cadenas montañosas a lo largo. Yo no hacía ejercicio ni
nada por el estilo. Y comía muy frugalmente. Debía ser un don, el don de
un don nadie. Por la calle, nadie se me acercaba a un metro. Me hubiera
gustado ir a Tokio, al famoso paso de cebra ése que se abarrota a cada
instante. Seguramente me hubiera quedado solo allí también. Dos
cicatrices monumentales esculpían mi cara: una con forma de triángulo
escaleno en mi moflete derecho y otra con forma extraña. Yo la
comparaba con un elefante, aunque no era muy fácil verlo,
principalmente porque nadie me miraba de cerca más de dos segundos
seguidos, pero bueno, si te fijabas bien al final aparecía el elefante, de
perfil, con sus dos patas, su orejón y su trompa. El elefante lo llevaba en la
frente sobre la ceja izquierda. De unos cinco centímetros de alto por
cuatro de ancho. Sólo dos dimensiones por el momento, pero un elefante
majo, majo. ¿Cómo llegaron hasta allí mis cicatrices? Quizá os lo cuente
luego. O quizá se me olvide. A saber. Seré preso de mis palabras de todas
formas, como más o menos dijo Samuel Beckett. También debería contaos
por qué os cuento todo esto. Lo intentaré. Complejo asunto. Sigamos con
un punto y aparte.
Y aparte con un punto y seguido. Cuando salí del pasillo angosto y
llegué a la calle escondí a Filípides. El sudoroso sol de Agosto lucía a gusto.
Me desabroché todos los botones de mi camisa. Menuda calígine. Ahora no

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vayáis a pensar que tenía cicatrices también por el pecho. Esos detalles
pertenecen a mi intimidad. En el pecho no, pero en el moflete derecho del
culo tenía otra cicatriz, enorme, con forma de tomate. Yo siempre vestía
igual: camisa, pantalón de chándal y zapatillas de deporte. No hay nada
más cómodo. Poseía una colección de camisas absolutamente increíble:
dos. Mis pulmones, también dos, encontraban muchísimos problemas
para extraer oxígeno del smog infecto de la metrópoli. Me dirigía al
campo. Por qué no habrá vacas pastando cerca de las ciudades. Y peces
volando por los aires. Así se podría hablar con alguien de vez en cuando.
Mi pensión se situaba en el extrarradio del último barrio, vamos, en el
culo del mundo para los ejecutivos, que no cagan porque son todo ellos en
sí mierda inextricable y si cagaran morirían desintegrados. Detrás de mi
pensión había campos incultos y fábricas y campos cultos y fábricas y el
horizonte parecía reírse a lo lejos como diciendo: “Jódete negro, nunca
llegarás hasta aquí, mira qué bien estoy tumbado en mi hamaca”. Al Sur,
los rascacielos del centro decían algo parecido, pero en lugar de hamaca,
se vanagloriaban de su piscina del ático. Mi barrio era calificado de
peligroso con letras intermitentes. Los negros éramos mayoría. Y por si
no te has dado o no has querido darte cuenta, negro es sinónimo de
peligroso. De muy peligroso. A pesar de mis treinta y cinco, yo ya me
sentía viejo. Ojo, viejo pero no cansado. Me sentía orgullosamente viejo.
Un anciano de treinta y cinco años orgulloso de su precoz ancianidad. Ése
es el problema de muchos viejos, que llegan a viejos demasiado tarde.
Cuanto antes se llegue a viejo, mejor. Más se disfruta de la vida. Ojalá
hubiese llegado yo a viejo con cinco tacos. Pero me costó. Comencé a
darme cuenta con treinta y pocos y ya han pasado unos años. Buf, debía
darme prisa en relajarme para no consumir mi pequeño tesoro de
senectud. Mi pasado delictivo jamás prescribiría. Pero era eso, pasado
pasado por agua, pasado del Pleistoceno Superior por lo menos. Formaba
parte de mí, indeleblemente, como mis cicatrices. Podría escribir un día
sobre aquellos tiempos. Podría escribir sobre aquellos viajes. Podría
escribir un libro gordo entero sin signos de admiración estilo Saramago
atiborrado de anfetas. Tal que así:

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Volando virando y varando entre tumores timoratos y reactores
reactivos hablándome del ínclito Heráclito mientras mi pezón buzón me
da de mamar mamarrachos entre los dedos del pie pus y pis y cuando
llego a chupar es Saturno devorando una pirruleta rusa y estornudo
estorninos y me llevo por delante los anillos de tus padres piedras que se
divorcian durante mi boda con Buda borracho de ajenjo gen jodido.
Paro, paro ya. Y sigo sobrio. Allá voy, también volando pero de otra
manera. Cada vez me sentía más extraño, ajeno, alejado de la aburrida e
insoportable masa que disocia el bien y el mal. Necesitaba hablar con los
gatos y con las vacas, sobre todo, con esas dos especies animales. ¿Por
qué? Ni la más remota idea, pero así lo sentía. Gatos encontraba de vez en
cuando, pero se iban pitando al verme; y vacas sólo había visto en una
excursión a una granja en el colegio. Pero esas vacas no eran las buenas,
esas son vacas humanizadas y apestan. Mi objetivo era involucionar.
Desprenderme de lo artificial y comprender la esencia. Estrujarla. Llegar
a ser libre, libre como la materia primigenia que creó este universo nimio.
¿Tú te crees que esa materia estaba pensando en desestabilizar los
isótopos de carbono? Por supuesto que no. Aquella materia iba a la deriva
derivando e integrando, sin camino y sin fin. Y hoy todavía prosigue a su
bola. Y el tiempo que tanto nos preocupa aquí, a la materia primigenia se
la trae floja. Involucionar no es tarea fácil. Hay que arrasar con muchos
dogmas, tambalear las columnas del templo estilo Sansón. ¡Y jamás
raparse las melenas! El león que escapa del circo en Nueva York y
pretende regresar a la sabana en Tanzania. Seguro que tiene que cargarse
a unos cuantos en su intento de fuga. Porque van a ir a por él primero con
dardos somníferos y después con cazabombarderos si hace falta. Eso no
significa que el león sea un asesino. Es consecuente. Bueno, sigo con el
relato que me enredo entre mis radios de rodio. Dejé atrás los últimos
bloques de la ciudad y llegué a los campos. Allí florecía de todo: televisores
reventados, miembros de ositos de peluche, pañales usados. Paro un
momento aquí: ¿por qué son blancos? Para contrastar con la suciedad que
es oscura por no decir negra. Joder, los negros deberíamos cagar blanco,
sería lo suyo. En los descampados había más cosas. Continúo la relación:
esponjas carcomidas, tablas de planchar, huesos, tubos, tendedores,

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hendedores, pilas, palas, pelotas de goma, ladrillos, vasos, bolsas de
plástico, horquillas, batas, lámparas, tebeos, radiadores, sartenes,
sostenes, calzoncillos, pelotas de papel de plata, sofás, pinzas de colores,
ruedas, lavadoras, botellas de plástico, latas de pintura, alpargatas,
bragas, sierras, sillas, brocas, cinturones, pañuelos, cucharas, calderas,
tuercas, acordeones, bufandas, y calcetines, sobre todo calcetines.
Atravesé esas escombreras y llegué hasta mi objetivo. Saqué a
Filípides del cinto y lo blandí. Me acerqué sigiloso. Mi víctima estaba muy
quieta tomando el Sol. Miraba hacia el cielo y no me vio aproximarme. Le
corté el cuello de un tajo. Filípides estuvo brillante como siempre. Nadie
se enteró. En un par de horas me hallaba frente a mi abuela. Todos los
domingos iba a verla a la residencia. Le llevé de regalo la cabeza de mi
víctima y a mi abuela le encantó la flor. La olió con tanto impulso que
parecía que se la iba a esnifar.
- ¿Qué flor es, hijo mío?
- Ni la menor idea, abuela.
- Es azul clara, es preciosa. Es azul clara como las montañas.
- Eso es, abuela, azul clara como las montañas.
- O como el mar.
- Ahí le has dado, como el mar, mejor. Dónde va a parar, mucho
mejor. Como el mar, sí.
- O como un tiburón.
- Bueno, también, como un tiburón.
- O como un cangrejo.
- Sí, ya, abuela. Como muchas cosas… Pero es bonita, ¿verdad?
- Sí, es bonita. Como tú.
- Vaya, abuela, tú sí que eres bonita. Venga un beso.
Claro, tú, no esperabas que, yo, un negro de dos metros decorado
con cicatrices y armado con un fulgurante machete le llevase a mi abuela
una flor. Pero es que le encantaban. Y lo había tomado por costumbre.
Todos los domingos tenía que dar muerte a una y llevársela. Sólo
arrancaba una al día, pues la zona en que crecían era reserva mundial de
la biosfera. Vamos, que eran edición limitada. La verdad es que las había
de muchos colores y formas. Eran preciosas. ¿Por qué diablos

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germinarían allí, a unos metros de los vertederos? ¿No serían fruto de mi
imaginación? No, porque mi abuela también las veía. Aunque a saber qué
veía ella exactamente. Me explico. Sus ojos sí verían lo mismo que los
míos, pero su cerebro clasificaría la información a su manera. Es como el
director de un periódico al que un redactor le muestra la primicia de un
escándalo político pero decide publicarlo en la sección de esquelas en
lugar de en portada. Nadie se entera. Bueno, por lo menos yo me enteraba
de las publicaciones dominicales de mi abuela. ¿Y mis cicatrices de la cara
y del culo? ¿De dónde habían salido? ¿De ir arrancando flores por el
campo? “¡Pues vaya!”, dirás. Está bien, te lo explicaré ahora mismo, en el
siguiente párrafo, para salvaguardar mi reputación de tipo duro.
Llegaba de un concierto una noche, atravesando callejones y
callejas a toda prisa. Me moría de ganas de pillar la cama. Serían las tres
de la madrugada. Venía del centro. Me costaba alrededor de dos horas y
media caminar desde mi pensión hasta allí, a buen paso, pero el concierto
de aquel día merecía la pena. Se trataba del grupo Arde Da Kiört, unos
rusos muy locos que, fieles a su estrambótico nombre, a punto estuvieron
de hacer arder la sala. En la puerta trabajaba un viejo amigo del colegio y
me coló. Quizá hable de él en otra ocasión. Quizá, he dicho. Durante el
espectáculo me aticé unas cuantas cervezas. Me bebía los culos, oh por
dios qué mal empieza esta frase, la sustituiré por: me bebía los restos de
los vasos que desechaban otros clientes. Porque mi amigo de la puerta no
podía echarme un cable en la barra y brindarme alguna consumición.
Imposible. Un concierto sin beber alcohol es como un concierto con
tapones en los oídos. Igual por eso pimplaba el sordo Beethoven. Algo
había que hacer. Bueno, pues camino de mi dulce pensión, en un callejón
me di de bruces con una banda de atracadores del tres al cuarto. Mi sola
presencia siempre les acobardaba. Pero a aquellos cabrones no, más bien
al revés, se enardecieron. Desgraciadamente, por aquel entonces todavía
no conocía a Filípides. Vinieron a por mí navaja en mano y yo me defendí.
Recibí unos cuantos tajos, de ahí mis cicatrices. Tanto el triángulo
escaleno, como el elefante y el tomate surgieron en aquella fatídica noche.
De todas formas, aún recuerdo el sonido seco sin eco de mi empeñado
puño empotrado en la cara de uno de ellos. Yo no sé si lo maté, pero

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seguramente no pronunciará una palabra en su pura vida. Es la única vez
que me ha sucedido algo similar. Después de aquel incidente, mi figura se
dotó de mistéricas cicatrices. Y a partir de entonces resulto más temible.
Lo sé por experiencia. Al día siguiente encontré a Filípides en el vertedero
y lo acogí. Me encariñé enseguida de él. No hace falta decir que sigo
transitando callejones en el nicho de la noche, ahora con Filípides, más
tranquilo que una mosca en la cara de un niño negro famélico. Negro el
niño de mi símil porque en su cara llama menos la atención una mosca,
también negra. Y si fuese el niño blanco alguien podría decir: ¡ojo, el
chiquillo tiene una mosca en la cara! Bueno, sigamos. Yo no tengo miedo
hoy día. Pero de crío, me acojonaba el monstruo que residía bajo mi cama.
Mi abuela me instigaba para que mirase allí abajo, así comprobaría que no
había nada y olvidaría mi pánico idiota. Me costó bastante pero al final le
hice caso. Y tenía razón. Allí no había más que polvo y borra y miedo. Y el
miedo tardó en disiparse. Cómo cambian las tornas, ahora lo que más
miedo me daba a mí era mi abuela, cuando no le servían mayonesa en su
comida o similares. Se ponía histérica y lo pagaba con el más cercano:
conmigo, los domingos. Entre semana se debía descargar con alguno de
sus amiguitos de la residencia. Igual abro otro capítulo, porque me acabo
de acordar de mis padres y echaría a escribir y no pararía. Y así
aprovecho para repasar toda esta marabunta de palabras. Ni qué decir
tiene que suelo escribir a menudo, desde que dejé las drogas. Lo
comprobarás fácilmente, pues tengo ritmo, eso no me lo negarás. “Ya”,
dirás, “es que todo negro tiene ritmo”. Buena apreciación. Pero tampoco
está de más repasar un poco. No todo el mundo es Jack Casadecampo.
Descansa en tu Kerouac, amigo. A veces me publican algún relato en la
revista erótica Eros y sus contoneos y me sueltan panoja. Y qué me
importa la panoja, me importa escribir y sentirme buen escritor, que
alguien pase un buen rato leyéndome, y de vez en cuando diga “¡joder!”.
(Eso dicen todos los escritores). Pero está la contraprestación: el dinero.
Y el oyente o lector colige: “Buf, buf, este tío me huele mal. ¡Si al final
todos van a por el dinero!” ¿Lo veis? Por eso busco vacas y gatos con los
que conversar, para no escuchar gilipolleces humanas. ¿Tú te crees que
una vaca o un gato me van a hablar de dinero? La vaca me describirá el

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placer de arrancar la hierba con escarcha, me explicará orgullosa su
aparato digestivo y trigestivo, me confesará que no mueve la cola para
espantar moscas sino porque está contenta, etcétera, etcétera. Un gato
me va a decir que en su lengua enciende cerillas, que a veces piensa que
su cola es un plumero y se empecina en cogerla cuando quiere limpiar el
polvo, que puede maullar imitando el llanto de un bebé, que le encanta
chuparse el… Bueno, todo eso y más. Ahora dime, ¿qué es más
entretenido? No, si al final vas a pensar como yo, que es mejor hablar con
las vacas y los gatos. Si no, al tiempo. Sigo. Leyéndome es la única forma
posible de que se me acerque lo suficiente la gente y me mire a la cara. Es
la única manera de que vean el elefante en mi cicatriz. La única manera.
Pero tú les das tu vida y ellos te pagan. No hablo de lectores sino de
comerciantes. Vida y dinero, qué diablos tendrá que ver una cosa con
otra. A ver si me acuerdo luego y os muestro alguno de mis relatos
eróticos. Hay uno que va de un plátano ecuatoriano que tropieza con su
propia cáscara y se da de bruces contra una almeja chilena. A ver, a ver si
me acuerdo luego y lo transcribo aquí. Ahora voy a cambiar el disco del
loro, que no sé él, pero a mí me está rallando. Vengo enseguida.

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9960.0’00.02

Hablaré de mis padres. Te preguntarás quién se hace cargo de la


residencia de mi abuela. Yo no trabajo, pero sigo vivito y coleando, tan
anciano como puedo. Y no encojo ni nada. Mis dos metros continúan ahí
firmes sin desprenderse de un milímetro. Eso de trabajar para vivir o
vivir para trabajar es una milonga. Trabajar no tiene nada que ver con
vivir. Es más, trabajar y vivir jamás deberían formar parte de la misma
frase. Sí, sí, ya sé que me enrollo enseguida. Paro, paro. Os contaré la
historia de mis padres según el evangelio de mi abuela:
Mis padres van a visitarla una vez al año. Mi padre, su hijo, el día
de navidad. Y mi madre, su ex nuera, un día más tarde, el veintiséis de
Diciembre. Se divorciaron cuando yo tenía catorce. Mi padre es negro y
mi madre blanca. Dirás: pues ya está, lo imagino: uno negro y la otra
blanca: radicales crisis raciales en su matrimonio. No, nada de eso. Mi
madre encontró a mi padre con otro en la cama. Sí, has leído bien, con
otro. Y blanco. Total que ahora mi madre vive con una mujer. Y negra.
¿Por venganza? No creo. ¿Has oído alguna vez embrollo semejante? La
realidad supera la ficción, qué verdad es ésa, preguntádselo si no a mi
abuela. Ninguno de los dos se ha vuelto a casar. Mi padre vive en San
Francisco y mi madre en Chicago. El novio de mi padre tiene una empresa
de componentes electrónicos y está forrado. Mantiene a mi padre. No
hacen más que viajar. Él tiene chalés en las Fiyi, en las Sándwich, en las
Seychelles, en todas y cada una de las malditas islas paradisiacas del

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planeta. La novia de mi madre es senadora. Es ludópata, va al bingo todas
las noches. Mi madre, según me dijo mi abuela, siempre según mi abuela,
trabaja a temporadas echando una mano a una amiga reputada modista
nada modesta. Vienen solos a verla. Nunca se han presentado con sus
respectivos. El año pasado, mi padre, después de su visita, se marchó en
el avión privado de su maromo y celebraron juntitos el año nuevo en las
Fiyi folla que te folla. Ésa era la versión de mi abuela. Ahora va la mía, que
no es porque sea un egocéntrico filósofo racionalista, pero es la verdad.
Así, mis evangelios:
Mi padre murió cuando yo tenía dos o tres años. Mi madre se fugó
con un borracho y mi abuela, madre de mi padre (en eso acierta) cuidó de
mí. Su residencia la pagan entre los servicios sociales y, sobre todo, sobre
todo, un programa de innovación farmacéutica. Ya sabes que mi abuela no
anda muy bien de la azotea. Y me da que esos turbios experimentos
médicos a que someten a los vejetes no dan mucho resultado. A no ser que
busquen estimuladores de enajenación y esquizofrenia. Porque mi abuela
no es la peor ni mucho menos de aquella residencia piloto. Allí hay unos
fichajes increíbles. Unas cobayas muy logradas. Ya os contaré. Bueno, lo
importante de todo esto es que mi abuela no paraba de pedirme una cosa.
Cada domingo me imploraba lo mismo:
- Hijo mío, pero hijo mío, ¿cuándo lo vas a hacer?
Con hacer se refería a matar. Ella me rogaba que los matase, que
matase al novio de mi padre y a la novia de mi madre. Para seguirle el
juego, yo le decía:
- ¿A quién quieres que me cargue primero, abuela?
- A ella.
- ¿A la novia de mi madre?
- Sí, a esa zorra.
-¿Y luego voy a por el novio de tu hijo?
- Claro.
- Pero es rico, ¿no?
- Sí, tiene una empresa de componentes electrónicos.
- Ya, pero, ¿y si lleva seguridad privada o algo así?

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- Pero hijo mío, ¿te has visto? Tú te puedes llevar por delante un
ejército de tanques. ¿Eso es problema para ti? ¿Cuándo lo vas a hacer?
- Abuela, los aviones son caros y no tengo un ochavo. Si mi madre
vive en Chicago, tendré que ahorrar para comprar el billete.
- Yo te lo pagaré.
- Abuela, tú no tienes dinero.
- Pero lo puedo conseguir.
- ¿Ah sí? ¿Y cómo?
- Golondrina me lo dejará.
- ¿Golondrina?
(Golondrina era una viejita que miraba por la ventana, única y
exclusivamente miraba por la ventana)
- Golondrina me lo dejará.
- Pero abuela, Golondrina no habla, ¿no?
- ¿Y qué tiene que ver hablar con dejar dinero?
- Está bien, es verdad, abuela, es verdad. Cuando te deje el dinero
me lo prestas y compraré sin falta el billete de avión.
- Los billetes de avión.
- ¿Los?
- Sí, los billetes. De Chicago, después de cargarte a la novia de tu
madre irás a San Francisco y matarás al novio ricachón de tu padre. Y
volverás aquí.
- Claro, abuela, volveré, volveré… si no me pillan.
- ¿Quién te va a pillar?
- La policía, por ejemplo.
- Pues los matas también. ¡Menudo problema! Los matas a todos,
pero vuelves, ¿eh?
- Está bien, abuela. Así se habla.
- Y me traerás algo de ellos para que sepa que están muertos.
- ¿Algo? ¿Un collar? ¿O un anillo? ¿O su cartera?
- Sí, o un dedo.
- ¿Un dedo? Pero bueno, ¿es que os ponen películas de mafia y
hampa aquí?
- Tengo que asegurarme de que están muertos.

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- Será complicado, abuela, pero lo intentaré, te lo prometo.
- Buen chico. Ya te puedes ir. Rápido, vete, acércate, dame un beso.
A veces ocurría que me echaba. Y era absurdo rebatir su resolución.
Ineluctable. Debía marchar enseguida para ejecutar sus órdenes
perentorias. Y echaba a andar. La residencia quedaba como a una hora de
mi pensión. Yo era un caminante, sí, un verdadero caminante, un
profesional del caminar. A pesar de mi estatura me sentía muy ágil y
liviano. Por las mañanas me iba al centro y allí comía de las sobras de un
restaurante. Un viejo amigo de la escuela trabajaba de cocinero y me
regalaba algunos envases con comida. Charlábamos un poco mientras se
fumaba un cigarrillo. Él regresaba al curro y yo paseaba hasta el parque.
Allí me montaba el picnic. Bebía agua de la fuente y me tumbaba un rato.
Sobre las cuatro o las cinco de la tarde volvía despacio hacia mi pensión.
La noche era mía. Me la metía en la habitación. Lo malo que era tan
oscura (¡mucho más que yo!) que casi nunca acertaba a besarla. Por eso,
ya que con ella resultaba imposible, me gustaba una chica, una camarera.
Ahora te preguntarás a quién le voy a gustar yo. Con mis dos metros y mi
aspecto salvaje. Pues hay gente para todo, ¿por qué no habría de
encontrar yo a mi media naranja? De hecho ya la había encontrado, era
aquella camarera, aunque ella no se hubiese fijado todavía en mí. Ya lo
haría. Vaya si lo haría. Por las blancas o por las negras, es decir, por las
buenas o por las malas. El problema es que no tenía dinero para consumir.
(Luego os contaré cómo pagaba la pensión, mi único gasto fijo). Sólo
entraba en el bar para ir al baño, muchas veces sin ganas de evacuar. Eso
sí, iba despacio para alargar mi exiguo tiempo junto a ella. Hasta que un
buen día me dijo algo. Me dijo que dejase de entrar a mear. Que aquello no
eran baños públicos sino un bar, y en un bar se va a beber, no a mear.
Pero me lo dijo con un tono de voz muy dulce. Más dulce que un eclipse de
luna de miel. Tan dulce que dudé si estaba bromeando.
No, no bromeaba. Salí sin replicar y seguí saboreando sus
acarameladas palabras camino de mi pensión. Debía contrarrestar su
jugada y urdí un plan. Ensayaba mi voz con el Nesum dorma de Turandot
de Puccini interpretado por Pavarotti a todo trapo en mi loro, y fiel al
nombre del aria, no dejaba dormir a nadie en la pensión. Un negro

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cantando arias: jódete, Hitler. Mi voz debía resultar aún más dulce que la
de mi amada. Con matices florales. Hacía gárgaras con agua caliente y
limón. No era muy diestro y me atragargarantaba. Después de una
semana estábamos listos. Mi voz y yo. Bueno, y Filípides. Filípides
siempre estaba listo. Me vestí con mi camisa número 2. Hacía tanto que
no me la ponía que era como ir de estreno. Me dirigí hacia el bar, sito a
poco más de media hora de mi pensión. Era sábado por la tarde. El día
siguiente se lo contaría todo a mi abuela. El encuentro con mi amada
merece otro capítulo.

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764.355

Llevaba en los bolsillos aleaciones de metales en forma de discos


minúsculos y papelitos rectangulares inscritos con cifras y letras,
símbolos francmasones, banderas, escudos y rostros de idiotas. Sí, ya sé
que tengo pendiente explicar cómo conseguía el dinero. Pero ahora a lo
que vamos. Entré y en lugar de ir al baño como de costumbre, tomé
asiento en la barra. Filípides a punto estuvo de clavárseme en la rótula.
Me lo recoloqué sobre el muslo, siempre bajo mis pantalones. El bar era
lúgubre, pequeño y estrecho. Unas lámparas sobre la barra desprendían
luz roja a regañadientes. La camarera, mi camarera, se encontraba
atendiendo a otros clientes. Había tres mesitas vacías con banquetas
vacías frente a la barra. Y al fondo los servicios. Todo un astro, digo un
antro. El aquel momento nos encontrábamos allí cinco personas sin
contar a Filípides. Los otros dos clientes, mi camarera y yo. Pues, no, no
hacen cinco sino cuatro. Cuatro en total. Una vez les sirvió se acercó hacia
mí. Más que la mujer de rojo semejaba la mujer roja, bañada por la luz de
las lámparas. “Igual no es tan guapa como pensaba”, pensaba yo mientras
se aproximaba. Sí, sí era guapa. Seguía detentando el título de mi media
naranja, enrojecida, pero mi media naranja al fin y al cabo. Mira qué bien,
junto con mi negror, aquella luz camuflaría el rubor de mis mejillas, pues
las sentía arder. Nunca había tenido su cara tan cerca. Su nariz era
importante, rectilínea y afilada. Su pelo rizado rubio teñido se despeñaba
en cascadas por sus hombros saltones. La raíz de su cuero cabelludo

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aparecía más negra que yo. Era mayor de lo que pensaba, o estaba más
ajada. Rozaría los cuarenta. De repente habló. Me cago en la leche que le
faltaban un montón de dientes. A punto estuve de despojarle del título de
mi media naranja. Pero bueno, tampoco había que tomar decisiones
precipitadas. Menuda frivolidad por mi parte. Nadie más competía por el
título. Debía concederle una oportunidad. Sólo se le veían cuatro dientes:
las cuatro palas. Ningún rastro de muelas. Las cuatro dientes parecían
uno, como el de un conejo, coneja en este caso. Pero su voz seguía siendo
melosa. Nada afectada, no vayas a pensar que era una cualquiera
insinuándose. Me dijo:
- ¿Qué te apetece?
Carraspeé antes de hablar afinando mis cuerdas vocales. Llegaba el
momento. Música, maestro:
- Whisky con hielo.
- ¡Vaya! ¿No eres tú el que entra siempre al baño?
- Psssí.
- Ah, ya veo, ya. Has pillado pasta, ¿eh? Haces bien en gastártela
aquí. ¿Dónde mejor que aquí?
- Eso es.
- Claro, chico. Marchando tu whisky con hielo.
- (Sonrisa). Gracias. (Sonrisa).

Al momento me trajo el whisky. Los otros dos clientes conversaban


animadamente. Yo bebía a sorbitos muy pequeñitos, gatunamente. Qué
bueno estaba el whisky. Me lo hubiera bebido de trago como un cachalote,
pero debía estirar mi tiempo. Entonces la llamé y eché a rodar mi
ofensiva:
- Oye, el otro día te pasaste un poco cuando me echaste.
- ¿Ah, sí? Bueno, no me hagas caso, estaría quemada. A veces es
difícil aguantar aquí dentro las estupideces de los borrachos.
- Claro. Es que tengo un problema con mi vejiga. Por eso he de
entrar a mear a menudo. Este bar me viene de camino a casa. Pero si te
molesta ya no entraré más.

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- Bueno, según el día. Igual un día te grito ¡largo! y otro día no te
digo nada. No pasa nada. No me hagas caso.
- Está bien. Seguiré entrando a mear si no te molesta.
- Ya, bueno… Oye, ¿y cómo has conseguido la pasta? Aquí no quiero
problemas, ¿eh?
- Trabajando.
- Ah, está bien… ¿y cómo es que nunca entras a tomarte una copa?
- No sé, no me gustan mucho los bares.
- Ya... ¿Y a dónde te gusta ir?
- Al parque, por ejemplo.
- ¿Al parque? (Tres cuartos de risita burlona).
- Sí, al parque. ¿Y a ti? ¿A dónde te gusta ir cuando sales del bar?
- A casa, a dormir. (Con decisión).
- ¿Y algún otro sitio?
- No, no voy a ningún otro sitio.
- ¿Vives muy lejos?
- No, aquí al lado.
- ¿Y trabajas todos los días?
- El bar es mío. No me queda otra.
- Ah, entiendo.
- ¿En qué trabajas tú?
- De cocinero, de vez en cuando, para cubrir alguna baja.
- Ah, eso está bien.
- Bueno, no está mal.
- No te pagarán mucho, ¿eh? ¿Vives con tus viejos?
- No, cuido de mi abuela.
- Ah, ¿vives con ella?
- Sí.
- ¿Es muy mayor? (Sin el menor interés).
- Sí, bueno, cerca de los noventa creo que anda.
- Ya… ¿y da mucho mal? (Mirándose las uñas).
- Bueno, lo peor que llevo es cambiarle… ya sabes, y limpiarle ahí
abajo y eso…
- Ya, debe ser duro. (Mirándome de soslayo).

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- Bueno, no, casi siempre es blando.
- Jaaaaaaaaaaaa. (Mirándome de frente).
-
- Muy bueno. ¿Pero está bien de la cabeza?
- No muy bien, la verdad.
- Entonces se le va, ¿no?
- Sí, sí se le va. Bastante.
- Bueno, así te reirás.
- Sí, sobre todo cuando se cree que es Dios.
- ¿Dios?
- Sí, Dios.
- ¿Y qué dice o qué hace? ¿Cómo sabes que se cree Dios? (Con
interés in crescendo).
- Pues, lo primero, quita la sábana blanca de su cama y se la echa
por encima muy teatralmente. Luego, habla muy despacio, como
perdonándote los pecados a cada instante. Me dice: ven aquí, hijo mío,
confiésate. Yo voy y le digo: qué pasa, abuela, ¿qué tal estás? Ella me coge
la mano y me dice: hijo mío, llegaré un día, el día del juicio final, en que
bajaré de los cielos, pero con tanta gente igual no doy contigo. Por eso,
podemos aprovechar ahora. Confiésame tus pecados. Yo le digo entrando
en su juego: abuela, pero hoy no es el día del juicio final, ¿seguro que se
puede enjuiciar a alguien otro día distinto del día del juicio final? Ella me
contesta: hijo mío, yo soy la verdad y la vida, claro que se puede otro día,
el día que quiera yo, tú eres mi nieto, pero es como si fueras mi hijo, el hijo
de Dios. Le digo muy contento: ¡coño!, ¡entonces soy Jesucristo! Mi
abuela me dice: bueno, algo así, pero no Jesucristo, Jesucristo no. Le
pregunto: ¿Por qué no? ¿Y dónde está Jesucristo pues? Tu hijo
Jesucristo, ¿dónde está? Mi abuela me contesta: Mi hijo Jesucristo está
en la cruz. Le digo: ¿No jodas? ¿Todavía? ¡Se va a podrir allí! ¿Cuánto
tiempo lleva ya? Dile a alguien que lo baje, a la virgen o a quien sea, que
eres Dios y te van a hacer caso seguro. Entonces mi abuela parece entrar
en razón unos instantes y luego dice: Ve tú, hijo mío. Ve y bájalo de la cruz
que ya es hora. Tienes razón. Ya es hora. Ay, pero ahora no me acuerdo en
qué calle vive. Creo que cerca de aquí. Pregúntale al quiosquero, que ése lo

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sabe todo. Ve y pregúntale. Corre, date prisa, ve, anda, ve, ve, ve, ve, ve,
anda, ve, anda, ve, corre y pregúntale, ve anda ve, corre, ve, anda ve.
Mi camarera sonreía mientras escuchaba mi historieta, por
supuesto improvisada. Me la estaba ganando. Pero se me acabó el whisky.
Entonces ella, muy animada, me preguntó si quería otro. Yo tenía poco
dinero, seguramente no me llegaría para una segunda consumición.
Entonces le pedí que me cobrase y me despedí excusándome en mi abuela.
- No puedo dejarla mucho tiempo sola. Es mejor que me vaya. Los
sábados por la noche solemos ver alguna película antigua. No te imaginas
cómo se descojona la tía, da igual que la peli sea un drama brutal, ella se
descojona igualmente, a su rollo.
- Ya, claro. Bueno, pues mucho gusto. No es fácil hoy en día pasar
un buen rato con un nuevo cliente. Por cierto, ¿cómo te llamas?
- Buf, es que prefiero no decirte mi nombre. Llámame como quieras.
- Ah… vaya, ¿tan feo es?
- Sí, eh… bueno… dejémoslo. Piensa un nombre y ya está. Nómbrame
como quieras.
- ¿Alejandro?
- De acuerdo, Alejandro –le dije tendiéndole la mano.
- Yo soy Joana –estrechó mi mano mientras sonreía.
- Encantado. Nos vemos.
- Adiós. ¡Y dale recuerdos a tu abuela!
- Jaa. Claro, de tu parte. ¡Adiós!

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869.94

Está bien, robando a los muchachos blancos engominados. Así


conseguía mi dinero. Mi dinero para pagar semanal y religiosamente la
pensión. Y subsidiariamente, comprar café y cervezas. Los discos de
música, una colección acojonante, y un montón de cosas más, como libros,
revistas, cuadernos y bolígrafos, los había encontrado en el vertedero o
por basureros del extrarradio. Los basureros del centro pertenecían a
bandas organizadas. Bandas de mierda, nunca mejor dicho. Pero yo no
robaba literalmente a los chavales. Simplemente les pedía dinero en tono
algo exasperado y con cara de exterminador. Pero se lo pedía. Obviando el
por favor, pero ¡se lo pedía! A veces me soltaban algunas monedas o
billetes. Aunque casi siempre salían corriendo. Seguro que algunos
llorarían lágrimas vacías en su huida. Yo no los perseguía. A menudo me
apetecía muchísimo repartir un par de collejas y decirle al más rubio, alto,
fuerte y guapo: “Despierta, tu padre se tira a tu sirvienta mientras tu
madre tontea con el padre de tu mejor amigo que este tonto adulador que
tienes aquí al lado”. Joder, me estaba pareciendo a mi abuela. Y nunca les
presenté a Filípides. Conste. Me evitaba problemas mayores caso que me
denunciasen. No quería volver a las andadas y meterme en más líos. Con
trabajar un par de horas los fines de semana me bastaba. Y no todos. Era
cuando los chavales salían de juerga. Recorría los barrios bien, sus zonas
de marcha. Algún día de buena cosecha reunía el dinero para todo un mes.
Yo no soy un tipo avaro. Y no me gusta trabajar porque me gusta vivir.

  21  
Vivir y trabajar son antónimos pero ningún diccionario lo recogerá así.
¿Sabes por qué? Porque los diccionarios los editan los trabajadores y no
los vividores. Mi problema que ahora necesitaba un extra para consumir
en el bar de mi media naranja. Joder, me estaba aburguesando. ¿Cuándo
le iba a echar huevos y pepinillos y me iba a ir a vivir al campo o a las
cuevas a comer y a cazar como los cromañones y a vestir con pieles de
mis presas y a pintar cuevas con mis enormes manos y a colgarme
collares de conchas marinas y a traficar con obsidiana y a extinguirme?
No, no estaba yendo por el camino correcto. Pensar en el dinero no es el
modo de involucionar. Más bien al contrario. Me desviaba de mi objetivo.
¿Por amor? Buf, qué miedo.
El día siguiente, domingo, me presenté en la residencia a las diez de
la mañana. Mi abuela pasó de mi flor, la dejó en su regazo sin mirarla y
me saludó:
- Hijo mío. Tengo que contarte algo. Corre, siéntate aquí a mi lado,
cerca. Ven aquí, cerca. Ven, vamos, ven, siéntate, ven.
- Sí, sí, voy, hola abuela, ¿qué tal? –la besé y tomé asiento. La sala
de reuniones era muy espaciosa y luminosa, plagada de ventanas, mesas,
sillas y sofás. Había bastante gente, muchos familiares. Algún arrebato de
locura quebraba las conversaciones serenas, cariñosas y comprensivas.
Al principio los visitantes desvían su atención hacia el grito. A la
decimocuarta vez se acostumbran. Mi abuela era ajena a todo aquello.
Sólo parecía tener una cosa en su cabeza: su historia. He aquí:
- Hijo mío, hijo mío. Es tu padre. Me llamó ayer. Se ha encontrado a
su novio en la cama con una mujer.
- ¿Cómo? ¿Con una mujer? ¿No era gay el ricachón?
- Sí, con una mujer, con una mujer muy especial. Con la novia de tu
madre. Con la senadora.
- ¡No me jodas, abuela!
- Calla, calla, calla, hijo, déjame que te cuente. Tu padre estaba
destrozado. Llora que te llora, llora que te llora. Entonces le dije que
viniera a verme, que yo le daría un beso y se le pasarían los males.
Como se calló de repente, tras un tiempo prudencial, le pregunté a
mi querida abuela:

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- Abuela, ¿y qué más te dijo tu hijo? ¿Vendrá?
- No, me dijo que sabía que la mujer que se había acostado con su
novio era senadora. Y que sabía que se gastaba el dinero de su partido
político en el bingo todas las noches. Y que también sabía que aquella
mujer era la novia de su ex mujer, de tu madre.
- ¡No jodas, abuela! ¿Y cómo se enteró de eso?
- Porque la raptó. Cuando encontró a su novio con la senadora en la
cama, los ató a los dos y se los llevó a un sótano. Allí les hizo hablar.
- ¿¡Entonces mi padre es un sádico!?
- No, calla, calla, hijo mío, calla. Tu padre le pegó un tiro a su novio.
En los huevos. Le pegó un tiro en los huevos. En los huevos. Le pegó un
tiro en los huevos. En los huevos le pegó el tiro. En los huevos, en los
huevos, le pegó un tiro en los huevos, en los huevos, un tiro en los huevos,
en los huevos.
- Ya, abuela, ya lo he oído. Le pegó un tiro en los huevos. Eso debe
doler bastante.
- Le pegó un tiro en los huevos a él y a ella le preguntó quién era, de
qué trabajaba, de dónde venía. Pero ella no contestaba. Entonces le pegó
un tiro en un pie.
- ¡No jodas, abuela!
- Sí, pero ella seguía sin contestar y le pegó un tiro en el otro pie.
Primero le pegó un tiro en el pie derecho y luego le pegó otro tiro en el pie
izquierdo. Dos tiros, uno en cada pie. Dos tiros, dos.
- Pero, abuela, qué te han dado hoy, ¡qué violenta estás!
- Calla, hijo mío, calla, calla, que esto es muy serio. Al segundo tiro,
ella habló. Le contó que era senadora, que iba al bingo todas las noches y
se gastaba el dinero del partido político y que su novia vivía en Chicago.
Entonces tu padre le preguntó qué hacía en la cama con su novio, si no
sabía que su novio era homosexual. Pero la senadora, con ojos llorosos,
pues tenía a su amante muerto a su lado, le dijo que no sabía nada de que
fuese homosexual, que su novio era una auténtica fiera en la cama. Eso
enfadó mucho a tu padre y a punto estuvo de pegarle otro tiro pero en la
cabeza. Luego la senadora le confesó que ella era bisexual y le daba igual
carne que pescado y que también comía fruta y lácteos y queso de

  23  
roquefort y caramelos de fresa y chocolate y miel y mejillones y nueces y
salmón y…
- Ya, abuela, ya… salmón entra dentro de pescado. Entiendo,
entiendo que a la senadora le iba el barro. Pero tranquila abuela, que estás
demasiado alterada. Tranquila, mujer, tranquila.
- Hijo mío, hijo mío, hijo mío, tu padre también se enfadó mucho
porque ella se gastara el dinero del partido político en el bingo y pensó en
pegarle otro tiro. ¿Sabes dónde?
- Sí, en la cabeza, ya me lo has dicho.
- Eso es, hijo mío, eso es. Le apuntó con su revólver pero la senadora
empezó a llorar más fuerte. Tu padre bajó su revólver. Le vio los zapatos
rojos y pensó que eran muy muy rojos pero luego cayó en la cuenta de la
sangría. Se estaba formando un charco. Y al lado, otro charco. Y los dos
charcos se juntaron y formaron un corazón. Eso molestó mucho a tu
padre, hijo mío, mucho, no sabes cuánto. Su novio estaba muerto, ¡su
novio muerto!, el jefe de una empresa de componentes electrónicos, en el
sótano de su casa. Que no era la casa de tu padre sino la del novio, ya
muerto. Entonces huyó. Huyó. Tu padre huyó, huyó, huyó, tu padre huyó.
- Buf, abuela, tranquilízate, por favor. ¿A dónde? ¿A dónde huyó mi
padre?
- Me dijo que vendría a verme. Que vendría a verme, eso me dijo.
Estaba muy nervioso, muy nervioso, pero que muy nervioso. Se le oía mal
por las interferencias y los túneles. Pero me dijo, y eso lo entendí bien, que
no mató a la senadora. La dejó allí en el sótano con un tiro en cada pie, y el
charco con forma de corazón en el suelo, pero no la remató. Yo le dije que
volviera, que volviera y la rematara, así no tendrías que ir tú, pero él me
dijo que se iba a subir a un tren de mercancías de esos que no acaban
nunca, que ya no podía volver porque estaba huyendo. Entonces, para que
te quede claro, hijo mío, tu padre mató a su novio pero no mató a la
senadora, a la novia de tu madre. Esa es para ti, hijo mío. Esa es para ti,
tendrás que ir a San Francisco ahora. Pero ya no tienes que pasar por
Chicago.
- Pero, abuela, igual sobrevive, la liberan y vuelve a Chicago con mi
madre. ¿O qué?

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- Hijo mío, es la hora del almuerzo. ¿Sabes que es la hora del
almuerzo?
- Sí, abuela, va a ser la hora del almuerzo.
- No, no va a ser, es la hora del almuerzo. ¡Como no me traigan
mayonesa!
- Bueno, ¿y qué? ¿Qué pasa porque sea la hora del almuerzo? ¿Me
tengo que ir?
- Tienes que ir a matar a esa senadora. Aprovecha ahora que está
herida. Aprovecha, corre, ¡corre! Vete enseguida, ve, ve, ve, corre, ve,
corre, ve. Vete enseguida que es la hora del almuerzo y no se enterarán.
Vete hijo mío, no te quedes mirando por el amor de Dios, ve, ve, corre.
Vete ahora, vete ahora en la hora del almuerzo, vete, hijo mío, ¡vete!,
¡vete ahora! ¡Corre, corre!
- Buf, ¡buf! Está bien, adiós abuela. Venga un beso.
- Corre, hijo, ¡corre!

Otra vez me echaba. Caminé hacia el centro de la ciudad sin rumbo


fijo. El lunes anterior, día mundial del pago del alquiler, le había
apoquinado al sustituto del casero dos meses seguidos. Os hablaré del
casero, seguro que sí. Pronto. ¿Pronto? Había pagado por adelantado dos
meses, eso significaba una temporadita sin pedir limosna a los nenes
blancos. Pero no podría ir al bar de mi media naranja a consumir, ¿debía
rebajarme e ir a trabajar? ¿Por amor se hacen semejantes gilipolleces?
Complicada cuestión. Lo que podría hacer es pasar por allí como antes.
Entraría a mear, aunque ahora saludaría. Hombre, también podría
sentarme un rato en la barra y cuando me preguntase qué me apetecía
beber pretextaría una descomposición intestinal. Si seguía contándole
historietas de mi abuela, me la ganaría sin necesidad de consumir. ¿Quién
sabe si al final me invitaría a un whisky y todo?
Tenía unas monedas en el bolsillo. Me apetecían caramelos. Entré a
una tienda donde había muchos de ellos y de todos los colores. ¿Cómo se
puede cambiar unos discos de cobre feo y desgastado por caramelos? Con
lo ricos que son. No lo entiendo, por más que pienso no lo entiendo. La
gente se debería comer el dinero para comprobar a qué sabe. Igual a

  25  
alguien le gusta y todo. ¿Quién sabe? Entonces sí lo podría trocar, así sí,
conociendo su sabor. A mí no me va mucho. Probé una moneda hace ya
tiempo pero lo recuerdo bien. Sabe a viga de fábrica abandonada. Para no
darle trabajo a la máquina registradora de la tienda, decidí no cambiar
mis monedas por sus caramelos y simplemente me llevé unos cuantos
sigilosamente. “Gracias”, me despidió la caja registradora. “De nada”,
respondí yo y la dependienta me lanzó una mirada de adiós loco adiós no
se te ocurra volver por aquí o llamaré a la policía. Llegué al parque y me
tumbé. El antes seco y ahora sedoso caramelo en mi boca salivada sudaba
como en una sauna escandinava. Pobre. Pensé en mi abuela. Los
experimentos de la farmacéutica daban sus frutos, sin duda. Fijo que mi
abuela iba más puesta que muchos drogatas. ¿En qué estarían
investigando esos cabrones? ¿En mentirosos compulsivos? ¿En
novelistas o guionistas? En el parque había bastante gente por ahí
paseando y tumbada y jugando con perros y con pelotas. Pero no había
vacas ni gatos. Me dormí un gato digo un rato y me despertó un perro
olisqueándome. Lo agarré del cuello con malas pulgas y gimió. Se acercó
rápidamente una jovencita: su ama que lo ama sobre todo cuando le lame
la mano.
- ¡Pero qué haces, loco! ¡Vas a matar a mi perro!
- Me estaba oliendo.
- ¿Bueno y qué? ¡Es un perro!
- Y yo soy un criminal.
La joven tragó saliva, ató a su perro y se largó rápidamente.
- ¡Bromeaba! –le chillé mientras se alejaba. Ella no contestó ni giró
su cuello. Su perro tampoco, tiraba de ella unos metros por delante.
Soy un misántropo, pensarás. Llámalo como quieras. No me gusta la
gente común. Sólo los raros. Me apasiona conversar con los raros. Da
igual el dónde, en una oficina o en un bar o en un hospital o en un
ascensor o en la calle o bajo unas cataratas. Se trata de dar con raros. Esa
gente dice mucho más de lo que parece. Sus gestos acumulan todos los
significados posibles. Todas las palabras que profieren son polisémicas.
¡Todas! Y sus ojos miran y traspasan el cielo incoloro y los carteles
publicitarios analfabetos y las cajas fuertes debido a la desmesurada

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ingesta de anabolizantes y la corteza terrestre triste y divisan nuevas
dimensiones que no etiquetan con letras griegas y leen tu mente idiota y
piensan que sólo eres otro normal más mientras sonríen con las orejas y
menean los meñiques de sus pies arriba y abajo. Dicho esto, que viene a
cuento, porque es mi cuento, aquel domingo por la tarde pasé por el bar de
mi media naranja sobre las siete de la tarde. Entré. Había mucha luz. Luz
blanca, no roja. Estaban encendidos los plafones del techo. La camarera,
mi camarera, acodada en la barra, departía alegremente con un grupo de
clientes, unos cinco o seis. No reparó en mí. Se rió ostentosamente y le vi
sus cuatro en uno (sus cuatro incisivos, únicos dientes de su boca, dos de
arriba y dos de abajo, que parecía que formasen una sola pieza dental, os
lo recuerdo). Y se reía a gusto la tía. ¿Qué pasa? ¿Que le estaban contando
algo más divertido que las historietas de mi abuela? Noté que Filípides
sulfuraba, tampoco le hacía gracia el vacío al que nos estaban sometiendo.
No podía ser. Me sentía invisible. Un negro de dos metros bajo un buen
chorro de luz blanca, ¿invisible? ¡Qué diablos! Me senté en la barra. “Ya
vendrá”, pensé, “tranquilo, tranquilo”, me dije, “vendrá y te sonreirá, a ti
también te enseñará sus cuatro en uno”. Y por fin se irguió y se encaminó
hacia mí. Escupió un gesto de fastidio que no me gustó un pelo, pero vino.
- ¿Qué hay de nuevo? ¿Qué te apetece?
- Eh… pues –la luz blanca me señaló descaradamente multitud de
arrugas en su cara y una cicatriz bajo el labio inferior. “¡Vaya!”, me dije.
Me gustaba que tuviese cicatrices. Seguramente así no le desagradarían
tanto las mías. Cómo confraternizan las cicatrices, hay que ver.
- ¿Whisky con hielo? –preguntó ella ante mi silencio.
Joder me alegró que se acordara de mi última y única consumición
en su bar. Tuve que decirle:
- Sí, está bien.
- Marchando.
Y marchó, pero de vuelta con el grupillo aquél, obviando mi
petición. Eran cuarentones, ejecutivos, no los había visto nunca por allí,
pero con frecuencia se dejaban ver trajes con corbata por el extrarradio.
Les gusta asomarse al precipicio. Se emborrachan y se creen que el
mundo es suyo. No sólo sus hoteles con piscina en el ático sino los

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vertederos de la mugre. Todo es suyo. Porque los vertederos nos los
prestan, pero siguen siendo suyos. Por eso vienen de vez en cuando, para
recordárnoslo. Pero se equivocan. Alguien tiene que dejarles claro que no
todo es suyo. Esos tipos, cansados de mujeres guapas, feas, viejas, de
jóvenes, de hombres superdotados y eunucos y de ellos mismos y de
marsupiales y cabras y búfalos y gallinas, realmente se están riendo de
mí. (Y de ti). Y de todos los pobres del mundo. Y siento que arañan mi
alma y a mí el alma no me la toca ni Dios. Y de mi camarera también se
reían, aunque ella no lo supiera. A ella le divertía recibir clientes nuevos,
apuestos, distinguidos, extrovertidos y avispados. Piensa en su negocio.
Mal hecho. Hay que ir siempre más allá. Hay que pensar en quien no tiene
negocio, ni posibilidad de negociar. Imaginaba a ese grupillo cortando mis
flores, las flores reservadas a mi abuela, allá en mi rincón allende los
vertederos, rapiñando mis flores y llevándoselas a sus amantes falsas, o
meándose en ellas o simplemente pisoteándolas. Buf, buf. Filípides ardía,
notaba latir su corazón en mi muslo. Comprendía que se acercaba el fin de
mi historia de amor. No iba a matar a nadie, pero la iba a liar bien gorda.
Súbitamente, como si me estuviese leyendo el pensamiento, se acercó mi
camarera sonriente con mi whisky con hielo.
- Aquí tienes… Alejandro, ¿verdad?
- Ah, sí, sí… gracias, Joana. (Sonreí y disparé mis dardos de verdad
y amor). Oye, ¿sabes una cosa? No tengo dinero. Pensaba entrar a mear
para verte. Bueno, entiéndeme. Porque es mentira lo de mi vejiga. Entrar
a mear es la excusa, entro sólo para verte. Hoy no sabía qué hacer, si
entrar o pasar de largo. Y entré. Y luego me ha hecho ilusión que te
acordaras de que ayer tomé whisky con hielo y por eso he seguido con el
rollo. De todas maneras, hoy no, porque no llevo un ochavo, pero otro día
te pagaré este whisky. Te lo prometo.
- ¡Anda! ¡Lo que me faltaba! ¡Pero tú qué coño te piensas que es
esto! ¿Un consultorio sentimental? ¡Anda, anda! Si no tienes dinero, será
mejor que te largues. ¡Y no entres más! ¡No vuelvas a entrar… sin dinero!
Eso sí, con dinero puedes entrar cuando quieras. Y si te meas y vas sin
dinero o no te lo piensas gastar aquí, te vas a mear a tu casa. Vamos,
¡vamos! ¡Lo que me faltaba!... ¡Ah! ¡Y asume tu nombre! ¿Qué es eso de

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avergonzarse de tu nombre? ¡Eso ni los maricas! ¡Que pareces un crío de
mierda!
Fin a mi historia de amor. Hubiese preferido liarla con aquellos
snob. Por lo menos, me hubiese liberado. Así que volví a mi pensión
mirando al suelo con mi corazón hecho una cebolla. No le repliqué a mi
media naranja podrida. Simplemente me fui. Filípides estaba a punto de
llorar. Lo conocía muy bien. Imagina sus ojos tristes bajo mi pantalón.
Arribé a mi habitación, no me apetecía ni la música ni los libros. Me
tumbé en la cama. Me sobresalían las piernas a partir de los gemelos.
Pensé. Aquella noche pensé. Pensé en los gatos que viven en cualquier
lado y duermen en cualquier lado y son felices en su tapia y se lavan con
su propia lengua áspera y se dejan secar por el viento y no se afeitan ni se
miran al espejo limpio y mentiroso.
Eso me pasaba por meterme donde no me llaman. Rollos de media
naranja. ¿Quién me había enseñado eso? ¿Caperucita blanca o
Rojanieves? Menuda estupidez. Puto Walt Disney de mierda. Incluso
había llegado a pensar trabajar más para poder consumir en su bar. Me
daban pena hasta los críos a los que casiatracaba. Mal. Mal. Está claro que
algo echaba de menos. Si no, no escribiría o no leería o no pensaría o no
viviría. Pero, ¿el qué?, ¿el amor? Me moría de ganas de volar a San
Francisco y matar a la ficticia novia de mi ficticia madre. Fue aquella
noche cuando resolví ir a ver a mi abuela más a menudo. De hecho me
presenté al día siguiente, esta vez sin flor, pues las reservaba para los
domingos, llamadme romántico. Llegué sobre las tres y media de la tarde,
después de mi picnic en el parque. Una calurosa tarde de verano. Abro
otro capítulo. Mi abuela sí que lo merece.

  29  
05’9

- Hijo mío, hijo mío, qué bien que has venido –mi abuela no parecía
saber en qué día vivía. Aunque con ella nunca se sabía.
- Hola, abuela –la besé y me senté a su lado–. ¿Qué tal estás?
- Bien, hijo mío. Golondrina me ha dicho que me va a dejar el dinero.
- Abuela, ¿en serio? Golondrina no habla nunca. ¿Cuándo te ha
hablado?
- Hijo mío. Tú no estás aquí las veinticuatro horas del día. Yo sí. Tú
no sabes si Golondrina habla o no. Cuando tú estás aquí, Golondrina no
habla. Igual es por algo. No sé, yo no lo sé, no lo sé, no lo sé, la verdad es
que no lo sé, pero igual ella tiene sus motivos. Sólo te digo que Golondrina
me va a dejar dinero para que compres el billete de avión y puedas
liquidar a la novia de tu madre, a la senadora.
- Pero, abuela, ¿sigue allí la senadora? ¿En aquel sótano de San
Francisco?¿No le había pegado dos tiros en los pies tu hijo, mi padre?
Igual se ha muerto ya.
- Hijo mío, claro que no sigue allí. La han rescatado y está en el
hospital. Ya le han sacado las balas de los pies. No sabes lo que mal que lo
está pasando.
- ¿Le duele mucho?
- No, por no poder ir al bingo a gastarse el dinero de su partido
político. Le han puesto un vigilante, un policía, por si alguien se le acerca
con malas intenciones. Saben que ha sido tu padre el que le ha pegado los

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dos tiros y también saben que tu padre mató a su novio, el jefe de la
empresa de componentes electrónicos.
- ¿Y dónde está mi padre ahora? ¿Desde dónde te llama?
- Me llama desde Chicago. Está con tu madre.
- ¿Con mi madre? ¡Joder!
- Sí, le ha contando que su novia es ludópata y mala y estaba liada
con su novio y que le pegó dos tiros en los pies.
- ¿Y mi madre qué ha dicho?
- Tu madre se le ha desnudado.
- ¿Cómo?
- Lo que oyes, hijo mío, lo que oyes. Se le ha desnudado y le ha dicho
que realmente le gustan los hombres y que al volverlo a ver después de
tanto tiempo se ha dado cuenta que lo quiere y lo echa de menos. Le ha
dicho que la senadora le importa un bledo, que sólo le quiere a él y que
quiere volver a estar con él para el resto de su vida y que haría lo que
hiciera falta para estar con él, sólo con él, con él, con él y con él.
- ¿Y mi padre qué ha dicho?
- Ha dicho que se lo tiene que pensar.
- Vaya… pues a ver en qué queda la cosa. Ya me contarás.
- Hijo mío, hijo mío, hijo mío, Golondrina me ha dicho que ve a su
marido por la ventana, correteando por el jardín, bailando valses vieneses
solo.
- Vaya… su marido… ¿está muerto?
- ¡Hijo mío!, te acabo de decir que ella lo ve por la ventana. ¿Cómo
va a estar muerto su marido si lo ve por la ventana?
- Ah, claro…
- Me ha contado que su marido le lanza besos y la mira. Y baila
valses y se abraza con los árboles y baila valses y le lanza besos y la mira.
Y luego se va. Pero vuelve, sí, vuelve, no tarda en volver y en bailar valses
y en lanzarle besos y mirarla.
- Vaya, qué bonito.
- Hijo mío. Igual estas navidades tus padres vienen los dos juntos a
verme. ¿Tú también vendrás ese día?
- Claro, abuela, por supuesto. Por supuesto que vendré.

  31  
- La senadora lo pasa mal en el hospital, sin poder ir al bingo por las
noches, ¿lo sabes?
- Sí, claro, me lo imagino.
- Le han puesto una habitación para ella sola. Con televisión y todo
para ella. Y le vienen a preguntar si necesita algo cada quince minutos.
Cada vez una enfermera distinta. Pronto se pondrá buena y le darán el
alta. No quiero que vuelva a buscar a tu madre. Tengo miedo de que tu
madre cambie de opinión y vuelva con ella y deje a mi hijo solo. Por eso
tendrás que ir a matarla. Golondrina me dará el dinero y cuando me lo dé
ya sabremos a dónde tienes que ir. Seguramente será a Chicago, porque
en San Francisco le habrán dado el alta.
- Está bien. A Chicago, está bien, abuela.
- Hijo mío, Golondrina no necesita el dinero para nada. Me ha dicho
que su familia tiene muchos cuartos. Que les pedirá y me lo dará. Le he
contado lo de la senadora y no le ha gustado nada que se gaste el dinero
del partido político en el bingo. No le ha gustado nada de nada.
- Claro, abuela, eso no está bien.
- Golondrina no es buen nombre para ella. ¿Verdad que no?
- ¿Cómo?
- Golondrina es mal nombre para ella. Ella no es un pájaro. No puede
volar. No es buen nombre para ella, no, no es buen nombre para ella.
- ¿Pero se llama así realmente? Yo pensaba que era un mote que le
habíais puesto aquí.
- Se llama Golondrina, hijo mío. Así se llama. Nada de motes. No me
sé su apellido pero ella se llama Golondrina. Mírala.
Me fijé en ella. Estaba sonriendo en su silla de ruedas empotrada su
cara contra el cristal de la ventana.
- ¿Ves como sonríe? Cuando sonríe es que ve a su marido bailar
valses y lanzarle besos desde el jardín.
Casi empiezo a creer a mi abuela. ¿Sería verdad? No podía apartar
mi vista de aquella pobre mujer que se aferraba a la ventana como si
respirase a través de ella. De repente dejó de sonreír, se separó un poco
del cristal y trocó su semblante hacia la más torva seriedad.

  32  
- Ya no lo ve, ¿lo ves?, ya no ve a su marido bailar valses y lanzarle
besos y mirarla desde el jardín. Ya no sonríe, no, ya no lo ve, ya no lo ve,
ya no, ya no lo ve.
- Abuela, ¿sabes una cosa?
- ¿Qué cosa, hijo mío?
- Ayer una mujer me rechazó. Me rechazó vilmente. Porque no tenía
dinero. Sólo por eso, porque no tenía dinero para gastármelo en su bar.
- Mátala, hijo mío, mátala. Es como la senadora.
- Joder, abuela, cada vez estás más violenta… no puedo ir por ahí
matando a todo el mundo. A veces, no será por ganas, no te creas, pero no,
no voy a matarla, no es lo adecuado.
- Hijo mío, lo adecuado para ti soy yo. No sé por qué tienes que ir
buscando a otras mujeres si me tienes a mí.
- Jaaa. ¡Qué verdad es esa, abuela! No te preocupes que no volverá a
pasar.
- Hijo mío. Sí que te volverá a pasar. Pronto me moriré.
- ¡Abuela! ¿Por qué dices eso? ¡Eso ni en broma!
- Sí, hijo mío. Pronto, muy pronto. Lo sé.
- Abuela, por favor, si estás la mar de bien, no tienes ni un dolor, no
digas eso, por favor. Tú no te mueres… o te las verás conmigo.
- Hijo mío, ¿quieres que te dé un consejo?
- Claro, abuela.
- Vete. Vete lejos de aquí, lejos, muy lejos. Empieza una nueva vida.
Vete deprisa. Esto se acaba. Ve, corre, ve, vete lejos, lejos, muy lejos, esto
se acaba, se acaba esto.
- ¿El qué se acaba, abuela?
- Se acaban las ciudades. Se acaban los recuerdos tristes, los coches
y las calles. Las noches son días que no quieren recordar.
- Vaya, abuela…
- Las noches son días que no quieren recordar.
- Entiendo, abuela. Me parece muy bonito.
- ¡Qué pronto me voy a morir, hijo mío!, ¡pero qué pronto! –sollozó–.
Muy pero que muy pronto. Igual nos tenemos que ir despidiendo.

  33  
- ¡Pero, abuela! –le cogí la mano y le di un besazo en la mejilla–. ¡No
digas eso ni en broma, por favor! ¡Tú no te vas a morir! ¡Quítate eso de la
cabeza! ¿Pero te duele algo?
- No, hijo mío, no, no me duele nada. Por eso, por eso sé que va a ser
pronto. Vete, hijo mío, vete al campo, vete lejos, muy lejos, vete cuanto
antes. ¡Enfermera! –gritó.
La enfermera se acercó. “No, no sé qué le pasa”, le dije con mi
mirada. Ella dijo:
- Rita, ¿se encuentra bien, señora Rita?
- Haga el favor de llevarme a la cama –musitó mi abuela con mirada
perdida.
La enfermera me miró como diciendo: “Lo siento, me la tengo que
llevar, vuelva usted otro día”. La ayudó a incorporarse y la acompañó
hacia su habitación.
- Adiós, abuela. Olvida todo eso, ¿vale? ¡Descansa! Hasta mañana –
dije, pero mi abuela no contestó. Desaparecieron ambas y me quedé allí
sentado preguntándome qué diablos le ocurría. Después observé a
Golondrina. Sonreía. Entonces me erguí y miré a través de su ventana.
Había un hombre abajo, en el jardín, pero tenía pinta de ser el jardinero.
Era joven: no podía ser su marido. Qué extraño. Me largué. Caminé a paso
muy lento y anocheció sobre mis hombros. Al llegar a mi pensión estaba la
policía. Cuatro vehículos luciendo afuera. Me enteré enseguida. Un poseso
había encerrado a una prostituta y amenazaba con matarla. Se oían gritos
histéricos de ella y de él. En recepción, un poli me espetó que no podía
acceder al pasillo, que era peligroso. Le miré de un modo muy afilado y él,
muy perspicaz, me dejó pasar. “Allá tú”, murmuró. La policía solía pasar
de mí. Me tenían miedo, ésa es la verdad. Pobrecitos. Encendí mi cadena
musical y escuché el Dies Irae del Réquiem de Mozart. Vaya si me gusta el
Réquiem, ¿eh? Así es, me encanta. Oí un disparo y en varios segundos
otro. Homicidio y suicidio: caso cerrado. Fin del capítulo y primeros
síntomas de sueño ante los que capitulo.

  34  
9’303.565.42

- Qué alegría verte, abuela. ¿Estás bien?


- Hijo mío, ay, ay, hijo mío, hijo mío, ay, le han dado el alta a la
senadora. Estoy preocupada. Estoy muy preocupada. He tenido pesadillas
esta noche, menudas pesadillas. Menos mal que me han dado pastillas,
menos mal, menos mal. Las he pedido yo porque después de las pesadillas
no podía dormir.
- Vaya, abuela. ¿Y qué pesadillas eran ésas?
- Eran pesadillas malas, muy malas, hijo mío. Me he levantado que
casi no podía respirar. Un cangrejo más grande que un rascacielos venía a
por mí. Y yo no tenía piernas y avanzaba muy lentamente porque sólo
tenía tronco y me arrastraba con los brazos. Y mi tronco se iba
desgastando por el roce con el suelo y cada vez me quedaba menos. Me
estaba erosionando como las rocas en el puerto. Y el gigantesco cangrejo
se me acercaba. Y yo movía un brazo y luego el otro y avanzaba unos
centímetros y dejaba un rastro de sangre. Miraba de reojo al cangrejo. El
muy pillo venía con las pinzas hacia arriba, las dos pinzas hacia arriba,
como riéndose, como si fuera a echarse a bailar en cualquier momento. Y
las pinzas eran tan grandes que parecía que se salían del cielo. Y me di
cuenta de una cosa que casi me paraliza del todo. ¿Sabes qué?
- No, ¿qué, abuela?

  35  
- El cangrejo andaba hacia delante. No hacia atrás como todos los
cangrejos. Ése andaba hacia delante, hacia delante. Y aquello ya fue la
rematadera.
- Vaya, ¿y cómo sabes que iba hacia delante?
- Porque le veía los ojos acercarse, los dos ojos allá a lo lejos. Pero se
acercaban, sus ojos se acercaban. Si fuera como todos los cangrejos, hacia
atrás, los ojos se tendrían que ir alejando de mí, ¿no? Por eso sé que
andaba hacia delante.
- Ah, ya…
- Sus ojos eran como de rata, negros, mucho más negros que tú y
que yo. Y al verle aquellos ojos tan pequeños en semejante bicho tan
grande aún me dio más miedo y me temblaban los brazos y las cejas.
- Vaya, abuela, menuda agonía. ¿Y cuándo te despertaste?
- Calla, hijo mío, calla, calla, calla, hijo mío, qué mal rato. Es como si
lo viera ahora. Madre mía qué cangrejo. Era verde, verde fosforito,
brillaba, ¡ay, cómo brillaba! Y destrozaba coches mientras venía y
siempre con las pinzas arriba y se reía de mí, sí, se reía de mí mientras me
miraba con esos ojos tan enanos.
- Joder, abuela, vaya pesadilla más rara.
- Espera, hijo mío, espera. Mientras yo avanzaba me iba dejando el
cuerpo en la acera, y una vez me miro y ya no tenía tripa ni ombligo y
estaba empezando a perder las tetas.
-
- Ya, ya, pues espera. El cangrejo de repente desapareció. Ya no me
persigue porque ya no está. Nada, ya no hay cangrejo. Y yo descanso un
poco y tomo aire. Y me vuelvo a mirar y sigo igual, sigo teniendo algo de
tetas por lo menos, hasta medio pezón. Y va y me aparece el cangrejo
enfrente, a un metro, pero como un cangrejo normal y corriente. Y viene a
por mí pero ya no me da miedo porque es pequeño y pienso que si se
acerca lo mato de un manotazo pero de repente me salta a la cara y me
mete las pinzas en los ojos y me los arranca.
- Joder, abuela, pero bueno, ¿qué es lo que te dan aquí? No es
normal que tengas semejantes pesadillas. Eso es que te dan pastillas
malas, abuela. No deberías tomarlas. En serio, voy a quejarme a dirección.

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Luego cuando me vaya hablaré con ellos. Esas farmacéuticas os están
utilizando para sus intereses, abuela. Te lo tengo dicho. Esto no puede ser.
- Calla, hijo mío, calla, ¡qué cosas dices!, espera que te digo el final,
que aún no me había despertado. Total que me arranca los ojos y luego yo
empiezo a ver como si fuera el cangrejo. Tengo la visión de un cangrejo. Y
ya no estoy en la ciudad, estoy en la arena en la playa y escucho el mar y
veo cómo llegan las olas mansas, mansas. Es un sitio bonito. Pero lo malo
es que yo veo a través del cangrejo y no puedo mover mi cuerpo de
cangrejo. Sólo puedo ver, no andar, ni mover las pinzas, ni hacer nada
más que ver. Entonces va el cangrejo y empieza a escarbar en la arena
deprisa, yo veía las pinzas escarbando dale que te pego sin poder evitarlo,
y me fui hundiendo y luego ya con aquella oscuridad y esa claustrofobia
que me entró y ese calor que casi me da algo ya me desperté. Y llamé a la
enfermera y corriendo me dieron pastillas para dormir. Menos mal. Pero
ya estoy bien. No te preocupes, hijo mío, no te preocupes por mí. Aquí se
está bien. Y pronto vendrá tu padre. Ahora tenemos que hablar de la
senadora. Me ha dicho tu padre que le han dado el alta en el hospital de
San Francisco y que se ha enterado que iba a Chicago hoy mismo. Hijo
mío, tendrías que ir a matarla, no me gustaría que tu madre dejara a tu
padre de lado si ve aparecer a la senadora.
- Ya, abuela, ya. Buff, espera un momento que voy al baño a lavarme
la cara.
Aproveché y fui a recepción, en la planta baja. Pedí hablar con el
director. Me hicieron esperar y al poco rato me recibió. Era todo
amabilidad y sonrisa. Cincuentón canoso con hermosos mofletes. Le
expliqué el motivo de mi queja. Pero él debía ir mucho más drogado que
mi abuela y que toda la ciudad entera. Imposible sacar nada en claro. Me
dejaba hablar pero era como tratar de explicarle la teoría de cuerdas a un
torero. Me despidió con un firme apretón de manos.
- Confíe en mí, no dude ni un solo momento que haré todo lo que esté
en mis manos para estudiar su caso. Y no dude tampoco que tomaré
cartas en el asunto y lo solucionaré. ¡Vaya si lo solucionaré! Y llegaré
hasta el final. Le agradezco muchísimo que me haya informado, ya sabe

  37  
dónde estoy. Le deseo que pase un buen día. Dele un fuerte beso a su
abuela.
Subí y volví a tomar asiento junto a mi abuela. Me recibió con estas
palabras:
- Mira a Golondrina.
Miré.
- No me puede dejar dinero. Me lo acaba de decir.
- ¿Cuándo? ¿Ahora?
- Sí, mientras tú no estabas.
- Ya, claro… ¿Y por qué no te puede dejar dinero?
- Porque dice que lo va a guardar, que ella se morirá pronto, y su
marido seguirá vivo y se lo quiere dejar a él. Me ha dicho que ayer hizo el
testamento. Que le dejaba todo el dinero a su marido, que no tenía otra
cosa.
- Ya… ¿pero no decías que su familia tenía mucha pasta?
- Sí, pero están reñidos. Golondrina es buena con su marido, pero
ahora olvídate de ellos que nosotros tenemos un problema y gordo: el
billete de avión para ir a matar a la senadora. ¿Tú no conoces a nadie que
te pueda llevar? He pensado que podías ir en autoestop.
- ¿Autoestop?
- Sí, o subir a un tren de mercancías. Como hizo tu padre cuando
huyó de San Francisco después de pegarle un tiro en los huevos a su novio
y dos tiros en los pies a la senadora.
- Abuela, estoy cansado.
- Pues descansa, hijo mío, descansa. Anda, vete a casa y descansa.
Dame un beso, anda, dame un beso. Ve, hijo mío, ve, anda, ve, ve, ve y
descansa, hijo mío, anda vete, vete, ve a casa, ahora, ve, anda ve, hijo mío.
La incombustibilidad de mi abuela era incombustible.
Caminé despacio hasta mi pensión. Me tumbé en la cama y escuché
despacio el concierto para piano número dos de Rachmaninov. Pensé en
Vivaldi. No sé por qué pero pensé en él. Lo imaginé en su iglesia, dando
misa.
- Oremos, hermanos, oremos. Padre nuestro que estás en, en, en el
cielo. Un momento.

  38  
-
- Ya, ya, perdonadme hermanos. Sigamos. Padre nuestro que estás
en el cielos, digo en los cielos, santificado seas tú y tu nombre, tú y tu… tu
nombre. Un momento, disculpadme un momento hermanos.
-
- Ya, ya estoy. Perdón. Por dónde íbamos. Santificado sea tu
nombre, bendita tú eres tú entre todas las benditas mujeres y en el fruto
de tu, tú, tu hijo de… Esperadme un segundo. Un segundo sólo, disculpad.
-
- Ya, ya, buf. Sigamos, hermanos. Santa maría madre de dios, por
los siglos de, de, de. Un momento, hermanos. Un momento, perdón,
perdón.
-
- Ya, sigamos, hermanos, sigamos. Buf, buf. Perdona nuestros
pecados como nosotros perdonamos el fruto de tu vientre, vientre, dios te
salve y creo en santa maría madre de. Un segundo, un segundo, ahora
mismo vuelvo.
-
- Amén.
Y durante aquellas ausencias el cura rojo escribió El verano. Qué
grande. Y seguramente en aquella sacristía tendría a unas groupies
esperándole. Muy bueno el cura rojo, desternillándose y bebiéndose la
vida mientras Venecia se venía abajo y se reunía con la Atlántida. Cambié
el disco del loro. Ahora la polka Tritsch Tratsch de Johann Strauss hijo.
Con los niños cantores de Viena. Todos vestiditos de marineritos. Los
imaginé en un viejo barco de pesca a la deriva, todos malos, pálidos,
vomitando como locos, mientras pescaban a caña atunes mucho más
grandes que ellos pero seguían cantando la polka igual de bien y de
contentos con sus trajecitos de marineritos y sus gorritas blancas. Y de
repente uno de ellos pesca un pez espada que pega un salto gigante y se le
clava en el pecho. Muerto en el acto. Pero el resto de los niños siguen
cantando la polka impasibles sin desafinar un ápice. Y comenzó a entrar
agua en el barco, un buen agujero en la proa. No tardaría en hundirse.
Estaban perdidos. Pero los niños cantores no se quedan ahí a esperar a

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que se hunda el barco como la banda del Titanic idiota. No, ¡qué va!, los
niños cantores de Viena se desgañitan llamando a mamá y lloran y lloran
y se arrancan los trajes de marineritos como actores porno enrabietados
y envidian a los gamberros de su clase y ansían no haber hecho jamás una
pirola y comienzan a desvirgar su lengua soltando tacos a borbotones,
todos los que se les ocurren e insultan a su profesor de canto y a sus
padres puritanos y al cura y a la madre que los parió a todos antes de
morir ahogados.
Luego pensé en Golondrina. Después en mi abuela hablando con
ella. Tumbado en mi cama imaginé su ladina conversación:
- Anda, déjame algo de dinero. Quiero mandar a mi nieto bien lejos y
perderlo de vista durante un tiempo. Le cuento una milonga de su padre y
su madre para que me crea. Pero lo voy a mandar a Chicago, por lo menos.
- Jaaaaaaaaa –reiría Golondrina.
- Jaaaaaaaaaaaaa.
- ¿Sabes qué?
- ¿Qué, Rita?
- El otro día le dije que veías a tu marido en el jardín. Que bailaba
valses con los árboles y te miraba y te lanzaba besos.
- Jaaaaaaaaaaaaaaa. No jodas, Rita.
- Sí, te lo juro por Diógenes de Sinope.
- Juuaaaaaa, qué cabrona eres. ¿Y se lo creyó?
- ¡Sí! ¡Aún se aupó y todo! Y es que estaba el jardinero abajo. ¡Igual
se pensó que el jardinero era tu marido!
- Jaaaaaaaaa, cómo eres Rita.
- Jaaaaa. Me pone malo. Es que es un poco pesado. Quiere ir de
profundo, de sentimental y de escucharme y de quererme. Pero es
demasiado falso y feo. Joder, me gustaba más antes cuando se pinchaba.
Te lo digo en serio.
- Rita, mujer, no digas eso. No te pases tampoco.
- Bueno, bueno, no sé. Antes parecía más vivo. Aunque viniese una
vez al año. Ahora parece un puto operario de la Cruz Roja o de alguna
asociación benéfica.
- Jaaaaaa.

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- Sólo le falta traerme un regalo para reyes.
- Jaaaaa. Y vestirse de rey mago.
- Jaaa. Sí, de Melchor. Es tan tonto que aún vendría de Melchor.
- Jaaaaaaaaa. Cómo eres, Rita, cómo eres.
- ¿Quieres un trago?
- Sí, anda, sí, que rule esa petaca.
- ¿Bueno, eh?
- ¿Qué es?
- Es vodka ruso.
- ¿En serio?
- Sí, lo pillé de la cocina anteanoche. De tres a cuatro de la mañana
puedes ir tranquilamente. El segurata escucha un programa de radio de
relatos de miedo y está embobado. Es más tonto que una estantería. El
otro día tenía una cara de miedo que no veas. Menudo panoli. Me llené la
petaca tranquilamente, allí mismo, sobre la encimera.
- Ah, está bien. Tomo nota. De tres a cuatro, ¿no?
- Eso es, Golondrina, de tres a cuatro.
- Jaaaa. ¿Pero aún me sigues llamando Golondrina delante de tu
nieto? ¿Y se lo cree?
- Sí, sí, vaya si se lo cree. En ningún momento lo ha dudado.
Golondrina, Golondrina.
- Joder, es bueno el nombre, muy bueno. Hasta me gusta y todo. Al
final acabaréis llamándome todos Golondrina.
- Sí, no está mal.
- A mí me podíais poner mote también, que ya va siendo hora. Tanta
Rita y ocho cuartos. A ver si pensáis mi mote.
-
- ¿Cómo? ¡Serás perra! ¿Ya lo habéis pensado? ¡Dímelo!
-
- ¡Dímelo!
- ¡Dímelo!
- ¡Dímelo!
- ¡Dímelo!
- Dímelo.

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- Dímelo.
- Dím.
- D.

  42  
264.900

Filípides cortó una flor para mi abuela. Yo se la llevé. El mundo se


estaba cerrando. Me costaba respirar. No tenía hambre de comida.
- Hola, hijo mío.
- Hola, abuela, ¿qué tal estás hoy?
- Mira, hijo mío, mira a Golondrina.
- Ya, la veo. ¿Pero de verdad se llama Golondrina, abuela? No me
estarás engañando.
- Hijo mío, no te entiendo.
- Nada, nada, abuela, déjalo.
- Hijo mío, me ha llamado tu padre. Me va a mandar dinero. Podrás
comprar el billete de avión y podrás matar de una vez por todas a la
senadora. No veas lo bien que está ya. Le han quitado los puntos de los
pies y los agujeros se le han cerrado. Está recuperando el tiempo. No sale
del bingo. Y por las mañanas va en busca de tu madre. No sabe nada, no
sabe que ha vuelto con tu padre. No tiene ni idea. Se piensa que la han
raptado.
-
- Tu padre y tu madre están escondidos en un motel de un pueblo a
las afueras de Chicago. Están intentando darte un hermano pero me
parece que es demasiado tarde, aunque nunca se sabe. Fíjate en Calíope.
- ¿Quién es Calíope, abuela?
- Venga, hijo mío. No me vaciles. Ya sabes quién es Calíope.

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- No, abuela, no tengo ni la menor idea de quién es Calíope. No
conozco a ninguna Calíope.
- Bueno, pues eso, hijo mío, pues eso, que allí están escondidos tu
madre y tu padre, pero están demasiado cerca de Chicago. Sólo a ocho
kilómetros y seiscientos cincuenta y tres metros. Yo le dije a tu padre que
se fueran más lejos pero tu padre me dijo que tu madre estaba acatarrada
y debían esperar a que se curara. Pero es peligroso. Tu madre siempre tan
inoportuna. ¿Así se quiere quedar preñada? La senadora ha repartido
fotos de tu madre a sus colaboradores y guardias y conductores y botones
y amas de casa y curas y policías y hasta a los perros para que le ayuden a
encontrar a tu madre.
- Ya…
- Mira, hijo mío, mira, mira, mira a Golondrina cómo sonríe. Cuando
sonríe es que está su marido abajo en el jardín. Baila valses para ella. Se
agarra a los árboles y todo y baila valses y le tira besos mientras baila
valses y le sonríe también. Anda, mírala ahora, ya no sonríe. Eso es que
ya no ve a su marido. Ay, pobre Golondrina, pobre, pobrecita, ya ha
escrito el testamento, ahora no sé qué le queda en la vida aparte de ver a
su marido bailar valses en el jardín.
- Me voy, abuela, estoy cansado. No me has dicho nada de la flor. Te
la has dejado ahí encima y ni siquiera te has fijado.
- Ay, hijo mío, ¿no he dicho nada? Pues se me habrá olvidado, es
preciosa, preciosa, ay hijo mío, cómo se me ha podido olvidar decirte lo
bonita que es, es la flor más bonita que me has traído nunca, es preciosa.
Ay, hijo mío, qué bonita es. Es verde, es verde, mírala, es verde.
- Sí, abuela, es verde.
- Sí, es verde, verde como el océano sobre los corales. Es verde como
los corrales, como un perro, como un loro, como un piano, como un
pantano, como ese cuadro de ahí, como el jardín, es verde como el cielo,
como un marciano, es verde como un interruptor, como mis piernas,
verde como un niño y como una goma de borrar y como el pan de rana y
como una rana misma y un sapo y un dinosaurio. Es verde, verde como el
sol.

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Besé de mala gana a mi abuela y me fui. ¿Me estaba volviendo loco?
Igual formaba parte del proceso de involución. O de respirar en aquel
ambiente viciado de la residencia. De repente me entró un hambre atroz y
fui a visitar a mi viejo amigo del colegio a su restaurante. Hube de darme
prisa porque terminaba su turno a las cuatro. Llegué a tiempo. Le pedí por
favor ración extra y mi amigo se portó. Me lo comí todo allí mismo
mientras él se fumaba el cigarro.
- Joder, gracias, Jaime. Te tengo que hacer un buen regalo. Si no
fuera por ti me moriría de hambre –dije esto con la boca llena de
macarrones con tomate.
- Venga, hombre, tú siempre te las arreglas. No tienes más que
poner cara de malo y consigues lo que quieras. Ya lo hacías en el colegio,
no lo vas a hacer ahora…
- No te creas, no. Los blanquitos se echan a correr, cada vez me
cuesta más pagar la pensión.
- Bueno, no será para tanto.
- Joder, sí, el otro día unos se me pusieron chulos. El cabecilla me
dijo que tenía cara de cráter, así de primeras. Antes de que les pidiera
pasta.
- No jodas, ¿y tú que hiciste?
- Nada. Pasé de él y de ellos. Me llegaba al ombligo. Si le suelto una
torta igual lo mato.
- Joder con estos blancos. Qué pronto aprenden la lección.
- Sí, es verdad.
- Joder, tío, ¿sabes una cosa?, creo que me voy a divorciar.
- Vaya, lo siento, tío. ¿Sigue sin marchar la cosa?
- No, no hay forma, no paramos de discutir. Es demasiado orgulloso
el cabrón, cuando nos enfadamos se va y no me habla en tres o cuatro
días. Y yo ya no puedo más. Me canso de ir tras él.
- Ya, pues si lo tienes claro, cuanto antes mejor, Jaime.
- Sí, tienes razón. Ayer fui a hablar con un abogado. En cuanto
prepare la demanda le llamaré para que vaya a firmar. ¿Sabes que es lo
peor de todo?
- ¿Qué?

  45  
- Que se va a alegrar. Me parece que lo está deseando.
- Venga, igual no es para tanto, igual estás demasiado negativo.
Igual intenta reconciliarse, ¿quién sabe?
- No, no, ya te digo que no. El muy cabrón firmará los papeles y
nunca lo volveré a ver. Me borrará de su memoria y vida nueva. Qué
triste, joder, puta mierda… Yo no me podré olvidar de él tan fácilmente.
- Ya, pues lo tendrás que intentar. Cuanto antes, mejor.
- Me parece que están cayendo gotas.
- Sí, a mí también me han caído.
- Bueno, me meto para adentro ya. Cuídate, nos vemos mañana.
- Venga, Jaime, y ánimo, ¿eh?
- Ya, gracias, tío. Venga, adiós.
- Muchas gracias por todo, Jaime. Anímate, hombre. Adiós.
Llovía con ganas. Fui a la biblioteca porque me hacía caca cosa
mala. Era uno de los pocos lugares públicos donde no te hacían pagar para
usar el baño. Filípides enervaba a los arcos de seguridad, que se ponían a
chillar como locos al verlo y como no iba a dejarle solo, no podíamos
acceder a la monumental colección de libros. Lástima. Pero yo tenía
escondido Uno en un falso techo de los baños de caballeros. Seguía
estando allí. Le soplé un poco el polvo y me lo metí al wáter. Allí
estuvimos los tres, el Libro, Filípides y yo, como unos cuarenta y cinco
minutos. Tranquilos. Muy tranquilos. Jugueteando con el tiempo
mientras mi aparato digestivo trabajaba. Mis rodillas se empotraban
contra la puerta. No sé si el cuarto era muy pequeño o yo muy grande. Sin
problemas. Nada que reprocharle al pobre cuarto. Filípides descansaba en
el suelo junto a la escobilla. Mi ropa estaba mojada de la lluvia y la
humedad se impregnaba hasta en el papel higiénico, más esponjoso que de
costumbre. ¿Queréis saber qué libro estaba leyendo? ¡Pues Las Hojas de
Hierba de mi papá Whitman!, ¿cuál si no? Abriré el libro al azar, y os
leeré un fragmento en voz alta, con el que primero se topen mis ojos. No
haré trampas. Allá va. En voz bien alta, escuchad:

¡Navegar, navegar al instante!, ¡la sangre me hierve en las venas!


¡Vámonos, oh, alma! ¡Leva en seguida el ancla!

  46  
¡Corta las amarras, iza, despliega todas las velas!
¿No hemos permanecido aquí bastante tiempo, plantados en el
suelo como árboles?
Me eché a Filípides al cinto, devolví el libro a su estante particular y
me marché. Ya no llovía. Nunca llegué a pincharme, simplemente me lo
fumé todo. Dicen que si te pinchas una vez ya no vuelves. Te quedas para
siempre. Nunca llegué a pincharme porque me daban miedo las agujas. El
miedo a las agujas me salvó la vida. Los miedos a veces son buenos. Ahora
no temo nada. Igual debería buscar algo a lo que temer, algo que me dé un
miedo horrible como aquel monstruo de debajo de mi cama. Y aquel día
lluvioso anduve por la ciudad buscando algún miedo. Anduve y anduve y
las sombras de los pequeños miedos se escondían tras las esquinas,
descendían por las alcantarillas y se evaporaban. A los miedos no les
gusta que los busques, prefieren encontrarte ellos. Está claro. Anduve y
anduve toda la tarde por callejones y avenidas y no podéis imaginar o sí,
oh sí, cuántas cosas vi. Por supuesto que también busqué gatos y vacas.
Sabía que tenía más posibilidades con los primeros, aunque no
desesperaba con las vacas. Vi en un balcón un gato. Era un tigrecito gris
más guapo que el David y más listo que el hambre. Paseaba por el balcón
de lado a lado como si estuviese en una celda de felicidad. Lo miré
fijamente. Yo parpadeé antes que él.
- ¿Por qué no te vienes conmigo?
-
- Yo te deshumanizaré y tornarás a ser un tigre de sable.
-
- No sabes de qué te hablo, ¿verdad?
- Miau.
- Claro, te han lavado el cerebro. Pobrecito.
-
- Miau. Qué bueno, con una palabra os sobra a vosotros. Igual esa
palabra puede significar hola tío, cómo estás, o tengo hambre o tengo frío
o me estoy meando o estoy más contento que un charco o quiero dejarte
de ver la cara o te quiero o quiero que te esfumes de mi vista o te bufo.
-

  47  
- ¿Sabes qué? Te podías venir conmigo. Lo pasaríamos pipa por ahí.
No sabes los picnic que me monto en el parque.
-
Sobre las nueve y media de la noche me tumbé en mi habitación
extasiado. Pero contento, muy contento. Me arrepentía mucho de mis
bajones emocionales y procuraba sobreponerme. ¿Por qué me habría
molestado con mi abuela? ¿Y con la residencia? ¿Por qué hay que estar
buscando siempre a la maldita culpa? Que le den bien a esa asquerosa.
Encendí el loro. Me costó elegir pero me decidí por la Rapsodia Húngara
número dos de Liszt interpretada por Horowitz al piano. Uf, ambrosía. Al
día siguiente iría a la residencia. Podría preguntarle a mi abuela sobre
gatos y vacas, a ver con qué salía, igual le vendría bien sacarle un poco de
la cabeza a la senadora que se gastaba el dinero del partido político en el
bingo y a mis padres y a Golondrina. Le preguntaría:
- Abuela, ¿qué piensas de las vacas y los gatos?
- Hijo mío, ¿qué dices? –me respondería.
- Que qué piensas de las vacas y los gatos, abuela.
- ¿De los dos?
- O bueno, si prefieres te lo pregunto por separado.
- ¿Qué piensas de las vacas?
- Ah, vale, así mejor. De las vacas, ¿de las vacas primero?
- Sí, de las vacas, qué piensas de las vacas.
- Buf, buf, qué nerviosa me pongo, hijo mío, uf, uf, uf. No sabes lo que
me gustan las vacas, no lo sabes bien, me pongo nerviosa y todo de tener
que hablar de ellas. Cómo me alegro de que me hagas esa pregunta. Tú
seguramente no sabes, hijo mío, que en Suiza, en un valle muy pequeño de
nombre impronunciable que permanece aislado casi todo el año por las
intensas nevadas, allí, en ese valle, hay vacas que dan queso. Es decir, no
dan leche, dan queso directamente. No te puedes imaginar lo mal que lo
pasan las pobres vacas, porque cuesta mucho que salga queso por las
ubres, y sufren terribles dolores. Pero ese queso está buenísimo,
¡buenísimo! Y más te voy a decir, hijo mío, más te voy a decir, ya que me
preguntas. En Rusia, por Siberia y Mongolia y más allá, hay vacas que no
tienen dos cuernos sino una cornamenta exagerada, como la de los

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ciervos. Son vacas-ciervo, y esas no dan leche ni queso, esas dan nieve.
Pero no nieve como la que cae por aquí, sino nieve sabor nata, algo
buenísimo, ¡buenísimo! El flan con esa nieve es cosa única. Menudas son
las vacas. Y no te creas que siempre viven en las montañas o en las
granjas. De eso nada. Hay muchas vacas que viven en cuevas, en
acantilados, y en sitios que no tienen fácil acceso y a veces en sitios
incomunicados. Entonces no les queda otra que pescar en el mar para
comer. Se tiran al mar, a veces desde muy alto, y hasta dan volteretas y
todo y pescan en el agua. Les da igual lo que sea, no te pienses que van
buscando sólo lubina o mero, no, no, esas vacas comen de todo, hijo mío,
de todo, desde sardinas y lo que les pase por ahí. No sabes lo bien que
nadan y bucean esas vacas, hijo mío, tendrías que verlas. Esas vacas
viven en Australia. Pero no deben quedar muchas ya. Las vacas son muy
felices, hijo mío, tú y yo somos vacas, bueno, no es que seamos vacas, sino
que tenemos algo de vaca, seguro, ¡seguro!
- Vaya, abuela, qué cosas, no sabía que te gustaran tanto las vacas.
Me alegro mucho. Y ahora los gatos, abuela. ¿Qué piensas de los gatos?
- Ay, ay, ay, hijo mío, hijo mío, de los nervios, de los nervios. Son los
animales que más me gustan del mundo, hijo mío, los que más, pero les
tengo alergia. Dios me castigó con esa alergia, porque no te puedes
imaginar lo que me gustaría tener siempre aquí un gato conmigo sobre mi
regazo, o tres o cuatro o ciento cincuenta y los que me cupieran. Y tener la
cama llena de gatos y el almohadón por dentro también. Ay, se me cae la
baba sólo de pensar en los gatos, hijo mío. ¿Tú has visto esos bigotes que
tienen? Ya quisiéramos las mujeres tener las pestañas así. Madre mía qué
divertidos son. Ojo, y son muy intrépidos pero también muy vagos. Al
César lo que es del César. Se tiran media hora jugando con una bola de
papel de plata y luego están todo el día durmiendo. ¿Sabes que hay gatos
en Argentina que se encargan de rebaños enteros de ovejas? ¿No lo
sabías? ¿Verdad que no?
- No, no abuela, no lo sabía. Cuenta, cuenta.
- Ya, hijo mío, ya, pues no te puedes imaginar lo listos que son esos
gatos. Le quitaron el trabajo a los perros y ahora son ellos, los gatos, desde
hace siglos ya, los que se encargan de los rebaños de ovejas. Les dicen a

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las ovejas dónde pueden y deben pastar y dónde no, y por la noche las
recogen en los establos y ellos viven en casa, en su propia casa, y se
cocinan y todo y beben mate. Menudos gatos, hijo mío, ¡menudos gatos!
Son grandes y tienen un montón de pelo, casi tanto como las ovejas o las
llamas. Parecen ovejitas o llamitas. Pero son muy furos esos gatos, buf,
buf, muy furos, muy furos, el hombre no se les pueden acercar. Algunos
viven en chalés y todo, que se construyen ellos mismos. Si se acercan los
hombres, los gatos les escupen, como las llamas. Tienen mucha mala leche
esos gatos, menudos son, que nadie les toque a sus ovejas, buf, buf,
menudos son. ¿Todavía no tienes sueño, hijo mío?
- Sí, un poco.
- Bueno, pues lo dejaremos aquí por hoy y si eso mañana seguimos,
que yo también me voy a recoger ya. Buenas noches, hijo mío, duerme con
los gatos y las vacas.
- Muchas gracias, abuela, buenas noches. Te quiero.
- Y yo, hijo mío, buenas noches.

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66’2.58

No deberíamos hablar nadie, nunca. Las palabras son la perdición.


En que las viertes, lo acotas todo, te acotas hasta ti mismo. Te acogotas. Si
las viertes en el aire no es tan comprometido como hacerlo sobre un papel
o pared o cuadro o cualquier superficie sólida. Otros dirán, bendita
epigrafía, sobre todo los historiadores. Si hablas, no es tan problemático.
Las palabras deberían entrar en oídos, pero habitualmente rebotan en las
orejas y vuelan y se estampan contra las paredes y se desintegran. Pero si
las escribes o inscribes, ahí si que no tienes escapatoria. No deberíamos
hablar nadie, nunca. No tendríamos ni la mitad de problemas. Nos
entenderíamos muchísimo mejor. Sería glorioso. Reiríamos muchísimo
más. El contacto humano sería cercano y afectuoso. Oh, qué preciosidad.
No, no deberíamos hablar nadie, nunca. Pero no sólo nos limitan las
palabras, nos limitan los sentimientos, nos limitan los espacios y los
tiempos y los cuerpos y las mentes. Amor, odio, cielo, infierno, sol, luna.
Límites y más límites y demasiados pocos martillos y yunques y machetes
con que destrozarlos. ¿Qué podríamos hacer Filípides y yo ante todos esos
muros de hormigón o de agua o de aire? Entiendo que Sócrates decidiese
no escribir nada, pero habló. Igual que Diógenes de Sinope. ¡Por qué
diablos no estaría yo por allí para escucharlos a ambos! No es lo mismo
leer transcritas sus conversaciones en palabras de otros, como Platón o
Diógenes Laercio. Veo al de Sinope, lo veo en su barril con su perro. Lo veo
en la biblioteca hablando con la mujer de la limpieza. Ay, qué preciosidad

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tan grande. Ay, ay, ay, se me pone la carne de gallina clueca. Joder tengo
que hablarle a mi abuela de él.
Las palabras son como guillotinas altaneras que se quedan siempre
a un milímetro de mi cuello y sigo sin poder apartar mi mirada del filo
pero tengo la necesidad de escribir lo que me pasó. Volví a pasar por el
balcón del gato gris. Esta vez estaba acompañado por su dueña. Él
zigzagueaba entre sus piernas. La mujer (me costó dilucidar su sexo) de
pie, grande y fea, con el pelo rapado, tendría unos treinta y ocho. No sé
por qué siempre tenía la sensación de que todo el mundo era algo mayor
que yo. Tú también pareces mayor, que lo sepas. El gato me miraba
mientras ronroneaba y se contoneaba acariciándose con el pantalón de su
dueña. Ella miraba aquí y allá con semblante distraído y despreocupado.
Se percató de mi presencia después de un gato, digo después de un rato y
también después que el gato. Me vería allí embobado mirando a su gato
gris.
- Hola.
- Hola, ¿qué tal?
- Aquí, tomando el aire un poco, sin más. Cuando llueve, da gusto
salir a tomar el aire.
- Ah, muy bien. Sí, ha refrescado algo. Oiga, qué gato más majo
tiene.
- Sí, es muy bueno.
- Y muy guapo.
- Eso también. ¿Es usted psicólogo?
- ¿Por?
- Porque ha psicoanalizado muy bien a mi gato.
- Ah, no, no soy psicólogo.
- Mejor, no soporto a los psicólogos.
- Ah, ¿y eso?, ¿ha tenido alguna mala experiencia con ellos?
- Sí. Me echaron del ejército. Un comité de psicólogos me declaró
loca y me echaron del ejército. Hijos de puta…
- Vaya, lo siento.
- El ejército era mi vida, ¿entiende?

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- Bueno, más o menos. No estoy a favor de los ejércitos. Más bien al
revés.
- ¡Jódete y baila! ¿Es usted anarquista o qué?
- Prefiero no encasillarme, si acaso entre nihilista y panteísta, una
mezcla rara.
- Ya, entiendo. Es usted un moderno de ésos. No se le ocurra volver
a mirar a mi gato, ¿me escucha?
- Sí, la escucho. No creo que vaya a infectar mi no-ideología a su
gato desde aquí abajo, ¿no cree?
- Ya, bueno, igual me he puesto un poco borde. Es que recordar
aquellos tiempos del ejército me cabrea bastante. Disculpe. Discúlpeme.
- Nada, nada. No se preocupe. ¿Cómo se llama?
- Me llamo Ida. Como la bailarina Ida Rubinstein. ¿Le gusta mi
nombre?
- Sí, la verdad es que sí. Mucho. Pero me refería al gato, que como se
llama el gato.
- ¿Sabe qué me decían en el ejército? Como me llamo Ida, me decían
que estaba de vuelta de todo. Y cuando me declararon loca, me decían:
“¡Feliz viaje de vuelta, Ida!”
- Vaya, lo siento. ¿Y cómo se llama el gato?
- Qué hijos de puta. Qué hi-jos-de-pu-ta. Me destrozaron la vida. Qué
hijos de puta. Me destrozaron la vida.
- Ya… lo siento, Ida.
- El gato se llama Fusil de Largo Alcance. Pero le puede llamar Fusil,
a secas, o Fusi, más cariñoso.
- Ah…
- ¡Qué cara es ésa!, ¿acaso no le gusta el nombre?
- Pues es muy original, pero no, no me gusta mucho.
- Pues me da igual que no le guste, señor, porque a él le encanta. ¡Le
encanta!
- ¿Y cómo lo sabe?
- Porque lo sé. Esas cosas se saben. Lo veo en su mirada.
- Ah.
- ¿Y usted? ¿Cómo se llama?

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- Eh… ejem… es que me da vergüenza decir mi nombre. Si no le
importa mucho no se lo revelaré.
- Ah… no, no me importa. Ya veo que el anarquista es un gallina.
Allá usted. Pero yo de algún modo le tendré que llamar.
- Como prefiera, igual me da.
- Igual igual no le dará. ¿O le gustaría que le llamara Tanque
Anfibio?
- Hombre, pues no, la verdad es que no.
- Entonces no diga que le llame como quiera.
- Ya, tiene razón.
- ¿Le gusta Cazabombardero?
- Tampoco.
- ¿Y Efedieciocho?
- No.
- ¿Y Portaviones?
- No, no, tampoco.
- Pues es que es usted grande y alto, no querrá que lo llame Balín,
¿no?
- Jaaaaa. No, tampoco.
- ¡Anda! Pero Balín le gusta más, porque se ha reído. Le resulta
gracioso. Tiraré por ahí… a ver, a ver… ¡Casquillo!
- Jaaa. Bueno, dejémoslo. ¿No puede buscar un nombre que no sea
militar o bélico?
- Vale, vale. ¿Por ejemplo?, ¿qué le gusta a usted? Dígame el tema y
lo intentaré.
- Pues… por ejemplo, las vacas.
- ¿Las vacas?
- Sí, las vacas.
- Jaaaaaaaaaaaaaaaaaaa. ¿Pero qué tema es ése? ¿Las vacas?
Jaaaaaaaaaaaaaaaaaaa. ¿Un nombre de vaca? ¿Quiere que le ponga un
nombre de vaca? Jaaaaaaa.
- Bueno, será mejor que lo dejemos.
- No, no, espere, que ahora ya me ha picado. Buf, qué gracia con las
vacas. Espere, espere. A ver que pienso, a ver… Pues sólo se me ocurren

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dos: Rabo o Cuerno. ¿Le gusta alguno de ellos? Jaaaa. Es que, la verdad,
podía haber elegido otro tema. Del tema vacas no se pueden sacar
nombres muy logrados. Rabo, Cuerno… Pata, Panza, Mancha… Hierba…
no sé me ocurre mucho más.
- Ya, tiene usted razón, Ida. Es un tema un poco soso.
- A Fusi le has gustado. No te quita ojo. ¿Verdad que sí, Fusi? ¿Te
cae bien nuestro nuevo amiguito? Aunque sea un raro y no le guste el
ejército… ¿Se lo perdonamos?
- Miau.
- Anda, ¿lo ve? Me ha contestado.
- Y qué ha dicho, ¿qué significa ese miau? ¿Sí o no?
- Significa sí. ¿No se ha fijado en la entonación? Por la entonación es
fácil saberlo. Y además le han brillado los ojos. Ha dicho que sí, que le cae
usted muy bien. Ya puede estar contento. Casi nadie le cae bien a Fusi.
Pero usted sí.
- Bueno, pues es un placer.
Fusil me miró con su típica media sonrisa gatuna, con deje satírico,
que nunca se sabe si es una sonrisa sincera o postiza.
- Bueno, pues me iba a despedir de usted pero no le he bautizado
todavía. ¿Tan feo y horrible es su nombre que le avergüenza tanto?
- No, no es exactamente eso.
- Bueno, pues dígame otro tema. El último. Si con este no le saco un
buen nombre que le guste, lo dejamos. Se lo prometo.
- Está bien. Uf, me duele el cuello de tanto mirar para arriba.
Déjeme pensar… Ya lo tengo.
- ¿Cuál?
- Música Clásica.
- ¿Música Clásica? Ummm… Está bien. Me gusta, me gusta. A ver, a
ver… ¡Tuba! Jaaaaa.
- No está mal, pero no me convence. Además, parece femenino.
- Pero tiene que ser algo grande, no le voy a llamar Violín.
- De acuerdo, de acuerdo. Pruebe con otro.
- ¡Viola de Gamba!
- Pero la viola de gamba es pequeña, más o menos como el violín.

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- Ah, pensaba que era más grande. A ver, a ver… ¡Batutón!
- Jaaaaaaaaa. Venga, vale, Batutón. Jaaaaaaa.
- Jaaaaaa. Es que tampoco me sé todos los instrumentos al dedillo,
Batutón. Jaaaaa. Bueno, no está mal, ¿eh? Y eso que no es mi especialidad
la música clásica, Batutón. El ejército sí.
- Está bien, Ida. Ha sido un placer. Cuida de Fusil.
- Claro, Batutón, cuidaré de él. Jaaaaa. El placer es nuestro,
Batutón. Pase un buen día. No dude en saludar si pasa por aquí.
- De acuerdo, adiós Ida, adiós Fusil.
- Adiós Batutón. Jaaaa. Dile adiós a Batutón, Fusil de Largo Alcance.
- Miau.
No sé lo que pensaréis al leer el siguiente capítulo. Yo no estoy loco,
que te quede claro. Intercambio la segunda persona del singular y la
segunda del plural adrede, listillo. Pero camino de mi casa, alguien me
tocó por detrás. Se presentó como mi padre. ¿Tú te crees? ¡Pero qué
broma era ésa! ¿Me tomaba el pelo mi abuela? ¿Había contratado a algún
actor para que se hiciese pasar por mi padre pretendiendo trastornarme?
De verdad que no sabía qué pensar ni qué decir ni qué hacer. Pero estaba
de pie, en medio de la ciudad, en la enorme acera de un gran avenida,
frente a los límpidos escaparates de tiendas mientras trillones de taxis,
maniquíes, autobuses, motocicletas, objetivos de cámaras fotográficas,
ovnis, coches y peatones pasaban de largo, estaba allí hablando con un
hombre que decía ser mi padre. Y lo peor de todo es que se parecía
muchísimo a mí. Otros dos metros de negro y su cara calcada a la mía. El
colofón era que tenía las mismas orejas de soplillo que yo. Puf, puf.

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7747’2’2’2

- Hola.
- Hola.
-
- ¿Quiere algo?
- Hola, hijo, soy tu padre.
- Sí, y yo soy el Pap-pa di Roma. Soy el Papa Negro y se avecina el
Apocalipsis.
- Muy bueno, hijo, muy bueno.
- ¡Eh! No vuelva a llamarme hijo o le rompo la cara.
- Bueno, ¿te importa que hablemos un rato? Podemos ir a un bar,
¿te apetece un café?
- No, no me apetece nada. Hablemos aquí. ¡Y tráteme de usted!
- No te has, perdón, no se ha fijado en mi cara y en mis orejas y en
mi estatura. Admitirá que nos parecemos bastante.
- Sí, ¿y qué?
- Un barrendero del barrio se parece aún más a mí. Igual él es mi
padre resucitado y no usted. Y no sé qué hago perdiendo el tiempo
hablando con usted. Haga el favor de largarse.
- ¿No te has dado cuenta que no te he llamado por tu nombre?
- Eh, ¡que me trate de usted!
- Perdón, perdón, ¿no se ha dado cuenta que no le he llamado por su
nombre?

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- Sí, ¿y?
- Que no le he llamado por su nombre porque sé que no le gusta su
nombre.
-
- Y me alegro que tuviese usted el valor suficiente para salir de la
mala vida de las drogas. Pocos lo consiguen. Estoy orgulloso de ti, hijo.
- ¿Otra vez? ¡De usted, maldita sea! Y como me vuelva a llamar
“hijo” le atizo. Le advierto, ya no se lo repetiré más. Le incrustaré mi puño
en la cara y quizá no vuelva a decir gilipolleces en su vida. Igual le hago
un favor y todo.
- Está bien, disculpe, disculpe, le pido perdón.
- ¿Ha hablado con mi abuela?
- Claro, ¿no se lo ha contado? He venido con su madre, llegamos
ayer de Chicago.
- Venga, hombre, no me joda, ¡no me joda!
- ¿El qué? No le entiendo.
-
- Nos hemos reconciliado, para siempre. Es definitivo. Ya no nos
vamos a pelear más. Vamos a olvidar el pasado. Queremos rehacer
nuestras vidas y que vuelvas con nosotros.
Le aticé un puñetazo en la cara. Lo tiré tres metros para atrás. Se
tambaleó pero no cayó al suelo. Volvió en sí lentamente y me miró.
Chorreaba sangre. Le dije:
- Le avisé. Me ha tuteado. A la próxima no pararé de golpearle la
cara hasta que se la deje plana.
- Joder, ¡joder! Creo que me ha partido la nariz.
-
- ¿Cuándo va a ir a ver a su abuela a la residencia?
- No lo sé.
- Su madre y yo iremos todos los días. Ambos esperamos verle allí.
Adiós.
-
No podía ser otra cosa: ¡un actor! Mi abuela lo habría contratado.
Quería volverme loco. ¿Por qué? ¿Acaso pretendía que me llevasen a la

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residencia con ella? Puf, puf, qué mal, qué mal, qué mal. Y para más inri
me encontré en la puerta del bar de mi antigua y fallida media naranja
con mi antigua y fallida media naranja. Estaba fumando apoyada al quicio
de la puerta. No era mi intención saludarla pero ella me vio acercarme y
cuando llegué a su altura me dijo:
- Hola chico sin nombre. ¿Cómo estás? Andas sin blanca, ¿eh?
Venga, que hoy estoy generosa, entra que te invito a un whisky. No te
hagas muchas ilusiones, es que llevo horas sola, aquí no viene nadie hoy,
no sé qué coño pasa, debe ser festivo o algo… nunca me entero de esas
historias. Además, llevas mala cara. Seguro que te va bien un whisky con
hielo, vamos, Sin Nombre, invita la casa.
Dudé unas cuatro coma cinco milésimas de segundo y entré tras
ella.
- Gracias –murmuré mientras tomaba asiento.
- A ver, a ver si atraes a la clientela –dijo desde el fondo de la barra
mientras me preparaba el whisky.
- Aquí tienes.
- Me has quitado el sitio, ahí debería ir yo.
- ¿Cómo?
- Nada, déjalo.
- Bueno, Sin Nombre, ¿sigues sin querer decirme como te llamas?
- Déjalo, da igual. Llámame Sin Nombre, me gusta.
- Está bien, a mí sí que me da igual. Oye, ¿no tienes amigos? Les
podías hablar de este bar. Así me echabas una mano. Y te podría invitar a
algún whisky de vez en cuando como contrapartida.
- No, no conozco a mucha gente.
- Vaya…
- De todas maneras, gracias por el whisky.
-
- ¿Y los ejecutivos del otro día? ¿Ya no han vuelto?
- No, no, esos bajan de vez en cuando, muy, muy de vez en cuando,
van buscando algo de aliciente a sus vidas perfectas.
- Ahí le has dado.

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- Pero se dejan buena pasta, ¿sabes? Piden las botellas más caras y
dan unas buenas propinas.
- Entiendo.
- Mis hijos no se alimentan del aire, ¿sabes?
- Claro. ¿Cuántos tienes?
- Dos.
- ¿Cuántos años?
- La niña seis y el niño cuatro.
- ¿Y quién los cuida? Si tú estás todo el día en el bar…
- Mi madre, la pobre se porta muy bien. Siempre está con ellos.
- ¿Y no los echas de menos?
- Claro que los echo de menos, ¿pero qué puedo hacer? ¿Traérmelos
aquí?
- Entiendo...
Entraron dos jóvenes y pidieron cerveza. La camarera, cuyo
nombre ya no recuerdo, les sirvió y comenzó a charlar con ellos. Yo me
terminé el whisky y me fui a mi pensión. Entré y me topé en recepción con
el casero. Había estado una temporada fuera. Yo le conocía desde hacía un
año aproximadamente, cuando aterricé en su pensión. Era un cincuentón,
con gafas exageradamente grandes cuyos cristales semejaban ventanas,
mulato, con el pelo cano a lo afro, de voz profundamente ronca, algo
bipolar. Unas veces te saludaba y te preguntaba por la familia y casi te
decía que te amaba y otras ni se dignaba a mirarte. Yo era el más
veterano de su pensión y no me demoraba en el pago. Quizá por eso me
cuidaba algo más que al resto. Las prostitutas y camellos y drogatas eran
esporádicos. Algunos duraban una semana, otros una noche. También se
hospedaban turistas de vez en cuando, incluso familias completas. Yo no
me enteraba mucho, pues sólo iba a mi habitación a escuchar música y
dormir. Si algún vecino armaba jaleo, aporreaba su puerta y se callaban
enseguida. Me debían observar por la mirilla. Imagínate, si mi cabeza casi
rozaba con el techo, desde su mirilla verían un monstruo acéfalo vestido
con camisa, pantalón de chándal y deportivas. Un monstruo muy de
andar por casa. Y eso que se libraban de las cicatrices de la cara, de mis
preciosos triángulo escaleno y elefante. La pensión, en la planta baja del

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edificio de viviendas de siete pisos, tenía veinte habitaciones, desde una
cama hasta cuatro y con baño, a ambos lados de un pasillo estrecho de
paredes empapeladas en color crema. Ah, se me ha olvidado un nimio
detalle del casero: bebía.
- ¡Hércules! –así me llamaba el casero.
- Hola, Bill –así se llamaba el casero.
- ¿Qué? ¿Has anunciado bien mi pensión?
- Sí, más o menos, tampoco he entrado en muchos detalles. ¿Mejor
no?
- Mejor, mejor, ¿has dicho que hay baño en las habitaciones?
- Sí, sí.
- ¿Y no habrás dicho que vienen putas y mala gente?
-
- ¡No me jodas!
-
- Bueno, olvidémoslo. Tampoco me puedo quejar, el negocio no va
mal del todo. Bueno, ¿qué pasa muchacho? ¿Qué tal vas? Me alegro de
verte.
- Igual digo. ¿Cómo estás? ¿Dónde has estado este tiempo? Hace
que no te veo. Pagué el otro día dos meses por adelantado. ¿Te lo dijo el
chaval?
- Buf, el chaval, menudos chandríos me ha hecho. No registraba a
nadie, no les cogía ningún dato, incluso se olvidó de cobrar a alguno que
otro porque no me cuadran las cuentas. Pero lo tuyo sí, sí me lo dijo, que
habías pagado dos meses.
- Ah, vale, vale. Era tu sobrino, ¿no?
- Sí, sobrino nieto o algo raro, sobrino más o menos. Pero ya no lo
cojo más.
- ¿Y qué te ha pasado a ti, Bill? ¿Dónde has estado?
- Buf, casi me da vergüenza decirlo. Porque tenemos confianza y sé
que tú no lo irás largando por ahí.
- Claro que no, no te preocupes.
- Pues se me partió el pito. Así como suena. Me resbalé en la bañera
y se me partió el pito por la mitad.

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- ¿En serio?
- Sí, mierda, sí.
- ¿Y qué estabas haciendo?
- ¿Tú qué crees? Pues lo estaba pasando bien, ¿entiendes?
- Entiendo.
- Me resbalé y me caí en la bañera. ¡Una buena leche! ¡Pero joder
cuando me vi el pito! ¡Tenía la mitad por abajo tiesa y la mitad por arriba
como de goma! La madre que me parió, casi me desmayo.
- ¡Joder! ¿Y qué hiciste?
- Pues para empezar, echar a la puta que no paraba de reírse la hija
de puta.
- Jaaa, joder, Bill, qué mala pata.
- Pues sí, qué mal pito, diría yo. Salí de la bañera y me senté en una
silla un rato a ver cómo iba el tema. Pero pasó el tiempo y la parte de
abajo seguía sin bajar y la de arriba sin subir. ¡No se ponían de acuerdo!
Me acojoné y me fui al hospital. Pillé a algunas putas enfermeras de
risitas. Menudas cabronas. Joder qué mal rato pasé. Me hicieron
radiografías y total: que me había partido el pito. Me pusieron escayola y
todo.
- ¿Y por qué no viniste?
- Pero bueno, ¿cómo voy a venir? Con el pito escayolado hacia
delante, si parecía que tuviera metido un pepino bajo la bragueta.
- Joder, ¿y ya está curado?
- Sí, sí, se ve que sí… ahora tengo que guardar reposo.
- Claro, claro, normal.
- Pero… no es tan fácil, ¿sabes?
- Ya…
- ¿Cómo que ya? Joder, tú no sé lo que harás, Hércules, pero nunca
te he visto con ninguna en la habitación. O te pones como loco de follar por
el día y por las noches descansas… Pero yo, ¡yo no puedo parar!
- Bueno, Bill, tranquilo… Pronto se pasará… No te preocupes. En
unos días se te arregla y ya puedes ponerte a tope... He tenido un mal día,
me voy a la habitación.

  62  
- Entiendo, entiendo, ya veo que tú debes estar todo el día follando…
Por eso vienes siempre tan cansado. ¡Ah, pillín!
- Joder, Bill, deberías salir a pasear algún rato. Estar todo el día
aquí metido no es bueno.
- Venga, Hércules, ¿qué coño dices? ¡Aquí dentro soy feliz! ¿Quieres
un trago?
- No, gracias, Bill. Buenas noches.
- Buenas noches, buenas noches.
Encendí el loro. Algo triste, me apetecía algo triste. Ya está. Erik
Satie. ¿Sabéis lo que le contestó Satie a un crítico?
“Señor, usted sólo es un culo, un culo sin música”.
Buenas noches. Mañana (para vosotros el siguiente capítulo) iré a
la residencia. Pienso interrogar a mi abuela muy en serio. Iré a primera
hora. Buenas noches, noche.

  63  
9402

- Hola, hijo mío. ¿Pero qué has hecho?


- Hola abuela –la besé y me senté a su lado.
- Hijo mío. ¿Pero qué pasó con tu padre? ¿Sabes que le has partido
la nariz? Está en el hospital. Lo han tenido que operar de urgencia esta
noche. Pero hijo mío, con la fuerza que tienes, ¿cómo se te ocurre darle un
puñetazo en la cara a tu padre? Ay, ¡ay!, ¡pobrecito! Me llamó desde el
hospital y me dijo que no te habías creído que él era tu padre. ¿Pero te has
vuelto loco, hijo mío?
- Abuela, por favor. Tus bromas se están yendo de madre. ¿Se puede
saber qué pretendes?
- Pero, hijo mío, ¿qué dices?, ¿qué te pasa?
- Abuela, mi padre murió cuando yo era un crío.
- ¡Ay, ay, ay! Pero hijo mío, ¿qué dices? Ay, ay, ay, ay, madre, ay,
ay, que te estás volviendo loco, loco, loco perdido. ¡Enfermera!
- ¡Pero, abuela! ¡Quieres hacer el favor de callar! ¡Joder! Me cago
en la puta…
- ¿Le pasa algo, señora Rita?
- Mi nieto, enfermera, que se está volviendo loco, a ver si le pueden
dar una pastilla para calmarlo, por favor.
- ¿Se encuentra bien, señor?
- Sí, no se preocupe, no es nada. Puede irse. Gracias, gracias.
(…)

  64  
- Abuela, de verdad, si pretendes volverme loco, lo vas a conseguir.
Mi padre murió cuando yo tenía tres o cuatro años. Tú me lo dijiste, yo era
demasiado pequeño y no me acuerdo.
- ¡Pero hijo mío! ¿Qué dices?... ¿Lo ves? Ya lo pensaba yo, que tu
padre había estado demasiado tiempo fuera. Pero es que se encaprichó de
aquel director de empresa de componentes electrónicos, aquel ricachón,
que críe malvas, que críe, ese malnacido…
- ¡Abuela! ¡Joder! ¡Vale ya!
- Pero, hijo mío, le has partido la nariz a tu padre. Tendrás que ir al
hospital a verlo aunque sea. ¿No le vas a pedir perdón? ¿Y tu madre?
Pobrecita, pobrecita, la pobre ahora tiene miedo de presentársete no vaya
a ser que le pegues también.
- Abuela, me voy a ir, si no entras en razón, me voy de aquí. Mi
padre está muerto y mi madre desapareció, se fue con un borracho y me
dejó tirado. Tú lo tenías que saber bien, porque te encargaste de mí. Tú me
criaste, abuela.
- Hijo mío, ay, ay, ay, hijo mío, qué cosas dices, hijo mío, ay, ay, si te
oyera tu padre y tu madre. Ay, hijo mío. Estás muy equivocado. Tus
padres se fueron pero no te dejaron tirado, tus padres se divorciaron,
pero siempre te han querido, hijo mío. Tus padres siempre te han querido,
hijo mío, siempre, siempre, tanto como yo.
- Adiós, abuela, adiós. No sé qué te están haciendo aquí, no sé qué
droga te están metiendo en la cabeza, pero te advierto que te estás
pasando. Móntate las películas que quieras, pero no me jodas la vida,
abuela, por favor te lo pido. Ya tengo asumido lo de mis padres, no
remuevas la mierda. Es que… de verdad que no sé qué decirte, sólo pensar
que has contratado a un actor para que se haga pasar por mi padre me
parece absolutamente despreciable. Tú verás, abuela, pero no voy a
permitir semejantes barbaridades. Adiós.
- Pero, hijo mío, ay, ¡ay!, ¿qué dices?, hijo mío, ¡hijo mío!
Me largué corriendo a la biblioteca. No tenía hambre, los nervios
siempre se me atragantan en la garganta. Subí la escalinata, rescaté las
Hojas de Hierba y entré al baño a leer a mi verdadero papá Whitman. Sin
ganas de pis ni caca. Simplemente me senté en la taza. Oh, me apetecía

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una taza de café caliente bien cargado. Posé a Filípides en el suelo. Lo
miré y vi reflejado mi elefante. Aquel atracador que me atizó con la navaja
debía ser un artista, con unos simples pero certeros movimientos de
muñeca me esculpió todo un elefante en la frente. Joder, ni Fidias. Bueno,
ni mi papá Whitman lograba quitarme a mi abuela de la cabeza. Imposible
leer. Qué crueldad, ¿estaba tan ida (ahora recuerdo a la dueña de Fusil, el
gato, ¿pero con quiénes me junto?) que carecía de sentimientos? No
obstante, seguía mostrándose cariñosa conmigo. Continuaba llamándome
“hijo mío, hijo mío”. A saber qué cocinaría su cerebro. Pero ella no tenía
dinero para contratar a un actor. ¿Se lo habría pedido realmente a
Golondrina? ¿Pero se llamaría Golondrina? Una pregunta encadenaba
otra y los silencios de las respuestas se amontonaban obstruyendo mis
conductos respiratorios. Volví a abrir el libro. Los versos bailaban cancán.
Lo cerré. Salí del baño. Devolví el libro a su falso techo. Qué paradoja: uno
de los techos de la Poesía escondido en un falso techo. Me fui al parque y
me tumbé un rato. Decidí ir a ver a Fusil, así me distraería un gato. Su
balcón daba a un insignificante callejón. No tenía muy buenas vistas el
pobre. Pero no se le veía muy preocupado al respecto, miradlo, allí estaba
el tío, tumbado, dormitando. Pero qué preciosidad de gato. Las patas
delanteras le caían entre los barrotes. De vez en cuando las recogía y se
las relamía. Ese gato estaba hecho de marihuana, fijo.
- Hola, Fusil, no está tu dueña, ¿eh?
-
- ¿Qué haces? Estás bien ahí, ¿eh, cabronzuelo?
- Miau.
- Vaya.. ¿Me conoces o qué?
-
-
-
-
- ¡Hombre! ¿Pero a quién tenemos aquí?
- Hola Ida, ¿qué hay?
- ¡Hola, Batutón! Jaaaaaa. Ay, perdona, perdona, pero es que hace
mucha gracia tu nombre. Además te lo puse yo, es bueno, ¿eh?, ¿verdad

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que es bueno? ¿Cómo estás?... Espero que te hayas encariñado del gato y
no de mí.
- Sí, tu gato es una preciosidad.
- ¿Y yo no?
- Bueno…
- Entiendo, entiendo, Batutón. No soy tu tipo. A mí tampoco me van
los anarquistas ni los heavies ni los hippies maricas, no pasa nada. Pero
marica no eres, ¿no?
-
- Venga, no te enfades. Oye, ¿quieres subir? Te invito a una cerveza.
Tranquilo, que no te voy a maniatar ni a pegar un tiro. Aunque tengo
muchas armas, eso debes saberlo. Porque igual entras al salón y te
asustas. Aparte del gato, tengo fusiles, revólveres, metralletas, abundante
munición, granadas…
- ¿Y para qué quieres todo eso en casa?
- Por verlo y deleitarme. ¿Tú no tienes cuadros como todo el
mundo? Pues yo tengo mis joyas en vitrinas, como obras de arte que son.
Hombre, no te pienses que tengo una nueve milímetros cargada en la
estantería, tampoco es eso.
- Ah, bueno, me quedo más tranquilo.
- Venga sube. El portal está en la calle, doblando la esquina, es el
número ciento cuarenta y tres, tercero e.
- Voy.
¿Pero a dónde iba? Lo hacía sólo por acariciar un rato a Fusil, por
nada más. Aquella mujer me parecía un absoluto desastre humano,
lamentable. Decir que sus armas son obras de arte, cuando es al revés: las
obras de arte son armas. Antes de pulsar su timbre del tercero e, me habló
por el telefonillo:
- ¡Batutón! ¿Estás ahí?
- Sí.
- Oye, he pensado una cosa.
- ¿Qué?
- He pensado que…
- ¿Qué?

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- Pues he pensado que…
- ¿Pero el qué?
- Que mejor que no subas…
- Está bien, adiós.
- Oye, oye, oye, oye, pero puedes venir a ver a Fusi cuando quieras,
¿eh? Entiéndeme que es que me pongo nerviosa en las distancias cortas y no lo tengo claro …

Ahí la dejé hablando sola. Los coches también pasaban de ella.


Me entró un poco de hambre y fui al restaurante de Jaime, mi
amigo de la escuela. Su tristeza se alegró de verme. Seguramente no
hablaba con mucha gente y yo le venía bien para descargarse. No me
importaba. Aquel hombre me estaba alimentando. Si su comida llenaba mi
boca, ¿cómo iba a negarle mis oídos? Además, era buen tipo, demasiado
normal, pero buena gente.
- ¿Qué tal, Jaime? ¿Cómo estás?
- Mal, mal, muy mal tío. Mis peores sospechas se confirmaron.
Firmó los papeles del divorcio, pero con la condición de que no estuviese
presente yo. Así que mi abogado se los llevó y firmó y adiós muy buenas.
Encima pasa de todo, tiene cosas en casa y pasa de ellas, no contesta al
teléfono. Ha desaparecido del mapa, se ha esfumado, parece que lo
estuviese deseando. Igual tenía alguno por ahí y se ha ido a vivir con él a
otra ciudad. A saber. Qué mierda de vida, joder, puta mierda de vida…
- Bueno, tío, tienes que hacerte a la idea cuanto antes. Imagino que
deber ser muy duro, es fácil decir estas cosas, pero sufrirlas… Lo siento
mucho, Jaime, anímate amigo. Que hay muchos tíos por ahí, joder. Sal, ya
verás qué pronto te enamoras otra vez.
- No te creas… Me va a costar, me va a costar quitarme de la cabeza
a ese cabrón, joder…
- Pero cuando llegues a casa, haz cosas, no te quedes sentado
pensando en él toda la noche, que te volverás loco. Lee, ve al cine, escribe,
no sé, cualquier cosa menos nada.
- Ya, lo intentaré, lo intentaré, lo malo es que todo me recuerda a él
en esa casa. Igual me mudo.
- Eso es, buena idea.
- Sí, eso haré. Bueno, muchas gracias, y perdona por el rollo.

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- Nada, no te preocupes, para eso estamos. Más agradecido estoy yo
contigo. Cualquier cosa que pueda hacer por ti, me lo dices, de verdad, lo
que quieras.
- Pues, ahora que lo dices… Si no te importa… ¿Sería mucho pedir
que lo espiases? Te diré dónde trabaja, sólo unos días… te quedas por ahí y
lo miras… Tampoco te voy a pedir que lo sigas, sólo que estés por ahí cerca
de su trabajo y te fijes si va con alguien. ¿Me harías ese favor?
- Está bien, pero sinceramente no creo que sea la mejor forma de
olvidarle.
- Ya… tienes razón. Pero bueno, te lo pido por favor… si no te
importa mucho…
- De acuerdo, lo haré. Pero no te prometo nada. Nunca en mi vida he
hecho de espía. ¿Dónde está su trabajo?
Se trataba de un edificio de oficinas del lejano Oeste de la ciudad.
Me caía bastante lejos de la pensión, como a dos horas. Pero, ¿cómo me
iba a negar? Con todo lo que cocinaba mi amigo para mí. Además, me
distraería un poco del rollo macabeo de mi abuela y el tipo al que
supuestamente le había partido la nariz. Jaime me dio una foto carnet de
su ex novio. Me dijo que era muy bajo, que medía un metro sesenta y uno.
Apuntó que tenía una coleta en forma de trenza estilo indio que le llegaba
hasta el culo. Su ex entraba a trabajar a las ocho. Al día siguiente debía
madrugar bastante, por lo tanto. Me largué hacia la pensión. Bill, el
casero, me miró y no me saludó, fiel a su bipolaridad. En el pasillo una
mujer me dijo:
- Nene, ¿todo lo tienes tan grande?
- Sí.
- Ah… mmmm… ¿Quieres que lo compruebe?
- No, gracias.
- Que te jodan.
- Buenas noches.
- Mierda.
- Guapa.
- Cerdo.

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Encendí el loro. Pensé que no tenía despertador y sin despertador
difícilmente me levantaría a las cinco y media de la mañana. Salí y fui
hacia recepción. Escuché:
- Te has arrepentido, ¿eh, cariño?... Si ya lo sabía yo…
-
- Eh, cabrón, cerdo, vuelve aquí, ¡joder!
En el zaguán, tras el mostrador se hallaba Bill repantigado en un
sillón rodeado de papeles y vasos y ceniceros.
- Bill, no tendrás un despertador…
- Pues claro que tengo. Oye, Hércules, ¿quieres un trago?
- Bueno, Bill, no me vendrá mal, trae… ¡Puajjjjjjjjjjj! ¿Pero qué coño
es esto que estás bebiendo?
- Joder, no te pongas así, una mole como tú haciendo aspavientos,
ni que fueras una nena… Pues si te digo la verdad no sé muy bien lo que
es, porque preparé varias garrafas de cinco litros y voy rellenando la
petaca. Si quieres te doy de otra garrafa, las tengo ahí en la habitación.
(Bill vivía en una de las veinte habitaciones, la primera a la izquierda
según entrabas en el pasillo). Se parecen todas pero no saben igual. Lo
que pasa es que me ayudó a mezclarlo una mujer, porque yo iba un poco
piripi y no acertaba, y ya se sabe que las mujeres no entienden mucho de
alcohol. Además creo que metió más cosas, porque decía que quería
experimentar.
- ¿Qué metió?
- Pues colillas, los trozos de pizza que nos sobraron de la cena,
cartón, pintura, yo qué se, no sé si vació un condón también… cómo se
reía la puta, la tenías que haber visto, todo lo que se iba encontrando por
ahí lo metía en la garrafa. Y se reía y se reía y me contagió la risa y fue la
puta monda.
- Joder, Bill, tira esa mierda, anda, eso te puede reventar.
- Espera un momento.
-
- Aquí tienes el despertador. Creo que va pero no sé cómo funciona.
Te respeto, Hércules, pero mi punto de vista es que los despertadores son
una estupidez suprema. Yo no uso esa mierda. Mi cuerpo es una puta

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máquina. Yo pienso antes de echarme a dormir la hora en que me quiero
despertar, me concentro cinco segundos, y ¡zas!, al día siguiente me
levanto clavado ¡en punto! cuando llega mi hora programada en mi
cerebro. Siempre me despierto a la hora que quiero. Siempre.
- Hace mucho que no te pones hora, ¿eh, Bill?
- Claro, Hércules, eso es de maricas.
- Claro, Bill, gracias por el despertador, buenas noches.

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71 , .02222262222

Salí de la pensión a las cinco y media de la madrugada. Refrescaba.


Anduve aprisa para entrar en calor. De camino se hizo de día. Encontré
camiones de la basura, coches de policía y vagabundos olisqueando la
gran ciudad. A uno de estos últimos lo conocía. Hacía bastante tiempo que
no lo veía. Su aspecto era bastante lamentable, un hatajo de huesos
recubiertos de pellejo. El pobre se debía inyectar hasta escayola de las
paredes diluida en agua de cielo. Tenía unas llagas horribles en los brazos,
en el cuello y en los pies desnudos. Dormitaba bajo un chaquetón marrón,
en la puerta trasera de un local. Me dio muchísima pena verlo tan
demacrado. Rondaría los cincuenta quilos. Sinceramente lo daba por
muerto años ha. Aunque no variaba mucho su situación, de una fosa
común a un nicho humano. Por supuesto que él no me reconoció. Apenas
abría una rendija en sus ojos. Dijo hacia mí con un hilillo de voz:
- ¡Eh! ¡Dame algo! ¡Por el amor de Dios!
No tenía nada que darle. Nada lo podría salvar. Sólo un buen chute
de heroína pura que se lo llevase al otro mundo haciéndole la sillita de la
reina mientras quince imponentes lobos lo deslizaban a toda prisa por el
hielo azul en un trineo forrado con piel de bisonte lanudo camino del polo
norte magnético. Miré el reloj en una farmacia: las siete y cuarenta y tres.
Enfrente del edificio de oficinas había un parquecito. Varios perros sin
tapujos hacían caca y pis bajo las descaradas miradas de sus amos. Bebí
agua de la fuente. Crucé la avenida y me senté en un banco de la acera, a

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unos pocos metros de la entrada principal. Las siete y cuarenta y ocho.
Iban llegando ejecutivos y ejecutivas, todos trajeados y con maletines.
Veía el mostrador principal de recepción sin recepcionistas. Unos
ejecutivos giraban a la izquierda, otros a la derecha. Muchos llevaban el
humeante café en la mano. Proyecté ir a pegarles un palo a los blanquitos
el próximo sábado noche para conseguir algo de dinero extra, para café,
principalmente. Joder, no dio cancha a mi imaginación porque enseguida
apareció el ex novio de mi amigo Jaime. Inconfundible. Era muy bajito,
pero que muy bajito. Creo que Jaime le había regalado algún que otro
centímetro. Y la coleta hasta el culo, pelo lacio y limpio, casi podía oler la
camomila desde mi asiento. Una coleta de revista, una coleta fulgurante
donde las haya. Él portaba su maletín en la mano derecha. Su
acompañante lo asía con su mano izquierda. Te preguntarás: ¿y qué
llevaban en sus otros manos? Contesto: su amor entrelazado. ¡Toma ya!
Al entrar en el edificio, enfrente de mis morros, se despidieron con un
beso muy apasionado (atisbé sus lenguas serpentear) en el hall, y el
chiquitito ex de mi amigo Jaime se fue hacia la derecha y su nuevo novio,
también pitufín, a la izquierda. La verdad, ahora que no me oye Jaime, es
que hacían una pareja muy mona. Misión cumplida y adiós a mi etapa de
detective privado. Alivio. Regresé al parquecito de enfrente y me tumbé
en la hierba. Me despertó un policía. El Sol nos miraba.
- ¡Despierte! ¡Oiga, despierte! ¡Este no es lugar para dormir!
Abrí un ojo y lo vi.
- Voy, ya voy –comprobé subrepticiamente que Filípides siguiera en
su sitio. Así era–. Estaba soñando, agente, estaba soñando –cerré los ojos y
continué en tono melodramático–, soñaba que vivía en un mundo en que
no había policías, no, no había policías, porque no había gobernantes, y
tampoco había humanos. Yo era vaca por el día y gato por la noche. Era
muy feliz, no se puede imaginar cuánto, querido agente. Y ahora estaba
aquí pastando en este parque que no era parque sino prado, porque yo era
vaca, ya que, como puede comprobar, agente, querido agente, es de día, y
pensaba que por la noche subiría a un tejado a observar la luna mientras
me rascaba la tripa y maullaba sin ton ni son, sin motivo aparente,
maullaba simplemente porque me daba la puta gana maullar, porque era

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libre y –en ese punto suponía que el policía se había ido, porque creía
haber escuchado sus pisadas alejarse dejándome por imposible y finalicé
mi exposición gustándome–, porque era libre, ¡libre!, querido agente, y no
tendría que soportar a policías idiotas que me despertasen de mis dulces
sueños.
Pero el policía seguía allí, bajo el Sol.
- ¡Coño! –me asusté al verlo de pie todavía, a un metro de mí, con
semblante hosco.
- ¿Quiere que le denuncie por desobediencia a la autoridad? Váyase
inmediatamente de aquí. No lo quiero volver a ver por esta zona pidiendo
limosna. Váyase a otro barrio, ¡loco!
- ¿Loco? De acuerdo, agente, sólo era un sueño. No le ha gustado,
¿verdad?, vaya… De todas maneras gracias por el piropo. No hay nada
mejor que te llame loco un cuerdo atado por su estulticia.
Está claro que no el pobre policía no asimiló rápido mi frase
contraofensiva, no daba para mucho más, pues no me contestó, sólo
permaneció allí clavado comprobando que me largaba del que creía era su
parque. Me dirigí hacia el restaurante de mi amigo. Me restaba un buen
trecho. Portaba malas noticias y bastante apetito in crescendo. Esta vez
me había ganado el pan, dirás, porque había trabajado, aunque sea en
cursiva. Eso dictan los cánones de la sociedad. Pero os equivocáis, tanto tú
como tu venerada sociedad. Yo me ganaba el pan todos todos los días.
Mi amigo no lo tomó bien. Dijo esto:
- El cabrón, el cabrón, el cabrón, el cabrón, el cabrón, el cabrón. No
me lo puedo creer, el cabrón, joder con el cabrón, el cabrón, el cabrón, el
cabrón se veía con ese hijo de puta, ese hijo de puta, hijo de puta, hijo de
puta, hijo de puta, de puta, de puta. Joder con el cabrón hijo de puta.
Le interrumpí:
- Tranquilo, Jaime, tranquilo. Sospechabas algo, ¿o qué?
Sollozó:
- Algo, sospechaba algo, pero no lo quería creer del todo. ¿Cómo
era?
- Pues no le vi bien la cara, pero era bajo de estatura.

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- ¡Ja! Lo sabía, lo sabía, lo sabía, es que lo sabía. El cabrón con el
hijo de puta. Lo sabía. Joder, joder, joder, lo sabía. Porque no es muy
normal que si no trabaja en su empresa tenga que quedar con él para
hacer proyectos comparativos y no sé que mierdas más. ¡Mentiroso
cabrón! Enano, enano de mierda, que sólo le gustan los enanos de mierda
porque se dice que tienen los rabos más grandes, cabrón, cerdo cabrón, si
ya lo sabía yo, no les quitaba ojo cuando veíamos alguno por la calle,
enano, enanos, enanos todos de mierda. Joder, ¡joder! Siempre quería
contratar alguno para las fiestas, como el puto Freddy Mercury, joder,
¡joder!
- Bueno, tranquilo, Jaime. Oye, mejor así, si era un cabrón, ahora ya
lo sabes y es preferible no estar saliendo con un cabrón, ¿no? –dejó de
sollozar y me miró con ojos muy abiertos, ido como un bebé–. Pues ya está,
tranquilo, hombre.
Súbitamente volvió a llorar y le ofrecí mi pecho, pues le sacaba una
cabeza. Antes de despedirnos, cuando parecía más calmado asumiendo
los hechos, me dijo:
- Por favor, esto es algo jodido, no quiero pedírtelo a ti directamente,
no te quiero meter en líos, para nada, pero tú conoces a gente, tú me
podrías poner en contacto con alguien.
Sospechaba por donde iban sus tiros y le dije:
- Jaime, joder, haz el favor de estar tranquilo. Se te está yendo
bastante, asúmelo, poco a poco lo olvidarás, conocerás a otro y ya está.
Además, ¡si era un cabrón!, ¡que le den bien por el culo!
- ¡Y tanto que le están dando bien por el culo! ¡El hijo de puta!
¡Joder!
- Ay, perdón por el comentario, no ha sido muy acertado.
- Es igual, es igual, pero no se trata del cabrón sino del hijo de puta.
Quiero que muera. Tú conoces a mucha gente, por favor, sólo me tienes
que decir un nombre, el nombre de un bar donde pueda preguntar o algo,
lo que sea, no quiero salpicarte.
- Los conocía, Jaime. Todo eso ya es historia. Además, todos
aquellos están muertos, bien en el cementerio, bien en la cárcel, bien con

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las venas destrozadas y las narices amputadas. Tranquilízate, haz el
favor.
- Por favor te lo pido, dime algo, dime algo, por favor.
- No, ahora debes tranquilizarte.
- Al revés, al revés, me voy a volver loco. Tiene que morir. Bueno,
qué leches, lo mataré yo. No me digas nada, no lo necesito, yo me
encargaré.
- Jaime, no digas tonterías, por favor.
- Adiós, adiós.
No me dio tiempo a despedirme. Regresó a su cocina a toda prisa y
yo me fui de picnic al parque. Me tumbé para hacer la digestión y me
quedé frito. Me despertó una mujer, de unos cincuenta, vestida de traje,
con los labios pintados color infierno y un sombrero elegante. Su voz era
maternal, afectadamente maternal, nunca mejor dicho, porque me dijo:
- Hola, hijo mío. Soy tu madre. (Voz trémula). ¿Cómo estás? ¿Me
puedo sentar a tu lado un rato?
“¿Por qué no?”, pensé, total, a ver qué me contaba mi supuesta
madre. Mi abuela había contratado el pack matrimonial, confirmado.
- Está bien, mamá –contesté tirándome el rollo.
- ¿Te acuerdas de mí? Oh, hijo mío, no me digas que te acuerdas de
mí, gracias a Dios, gracias, gracias a Dios te has curado. Tu padre y yo
estábamos muy preocupados. Hemos vuelto, ¿sabes?
- Sí, sí, ya lo sé. ¿Qué tal la senadora, tu novia?
- Mi ex, dirás. Eso se acabó, sí, se acabó para siempre. Fue un error
separarme de tu padre. Ya nunca jamás nos volveremos a separar. ¿Cómo
te encuentras?
- Bien, estoy bien. Muchas gracias, mamá. Así que la senadora se
gastaba la pasta de su partido en el bingo, ¿eh?
- Sí, hijo mío, sí, pero te prometo que yo no sabía nada. Me enteré
tarde e intenté llevarla a un centro de desintoxicación, pero nada, caso
perdido. Hijo, hijo mío, cualquier cosa que necesites, no tienes más que
pedírmela. Estamos alojados en un hotel, tu padre está mejor de la nariz,
¿te acuerdas de él?
- Sí, lo recuerdo. Le di una buena leche, estaba muy nervioso.

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- No te preocupes, cariño, te perdona, y yo también, te perdonamos
los dos, los dos juntos. No pasa nada, hijo mío. Comienza una nueva vida…
para los tres.
- Gracias mamá, hay que ver qué buena eres.
- De nada cariño mío, me alegro mucho de verte así de bien y de
tranquilo. ¿Vas a ir a la abuela hoy? Podíamos reunirnos todos allí. Si te
parece bien vendrá tu padre también. Oh… los tres, como en los viejos
tiempos…
- Perfecto, mamá, me encanta la idea. Los tres juntitos, la juerga
padre, menuda pinta tiene la reunión. Porque, ¿tú cómo ves a la abuela?
- Oh, la veo genial, cada día mejor, verdaderamente espléndida.
- Claro, yo también.
- Hijo mío, si te parece me voy a ir a contárselo a tu padre. No sabes
cuánto se va a alegrar. Nosotros acudiremos enseguida a la residencia, te
esperaremos allí, tú ven cuando quieras. Ay, hijo mío, qué alegría, qué
nervios, te quiero mucho, hijo mío, cariño de mi vida, te quiero mucho, te
he echado taaanto de menos, siento de corazón no haberte llamado todo lo
que debiera –se echó a llorar.
Sin duda era muy buena actriz la jodida. Menuda juerga se
avecinaba en la residencia. Necesitaba una cerveza para seguir
tomándolo con filosofía, ¿por qué no? Lo había maquinado mi abuela, no
cabía otra opción, pero: ¿qué culpa tenía ella? Si la drogaban con
experimentos farmacéuticos, su asediado cerebro trataría de liberarse así
del aquel aluvión de proyectos de estupefacientes. Estuve paciente,
sentado en un banco del parque, pensando en una cerveza fría y optaba
entre: pedir limosna o robarla. Con mi estatura y mis cicatrices me
resultaba harto difícil rapiñar, los putos guardias de seguridad (por
cierto, nadie en el mundo se toma más en serio su trabajo que los guardias
de seguridad) no me quitaban ojo.
- Por favor, he de ir a visitar a mi abuela, no me dejará unas
monedas para el bus...
-
- Por favor, he de ir a visitar a mi abuela, ¿haría el favor de dejarme
una moneda para el autobús?

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- Disculpe, ¿me dejaría unas monedas para el autobús, por favor?
-
- Por favor, se lo pido por favor, déjeme una moneda para el
autobús.
-
-
- Tenga.
- Muchas gracias, señora.

  78  
44’

Residencia de mi abuela. Melindre. Melancolía. Diecisiete horas y


veinte minutos según el reloj analógico de recepción. Mi estado:
achispado, feliz (tres latas de cerveza en mis adentros). Subo las
escaleras que llevan a la sala de visitas. Acogedora. Tenue luz. Cortinas
corridas. Poca gente. Melindre. Melancolía. Golondrina con su cara
empotrada contra la ventana sonríe mirando hacia el jardín. Melindre.
Melancolía. Sobre el jardín flota una suave neblina. Mi abuela sentada con
semblante tranquilo, sola. Me acerco y le doy un beso en la mejilla.
- Hola, abuela, ¿cómo estás?
- Hola, hijo mío, siéntate. Estoy bien, aquí pensando un poco en mis
cosas.
- Ah, me alegro. ¿Y en qué piensas?
- Pienso en la vida.
-
- Sí, en la vida. Que es como un sinsentido.
-
- Si nos preguntásemos a cada instante: por qué hacemos lo que
hacemos y por qué pensamos lo que pensamos y por qué decimos lo que
decimos, y por qué escribimos lo que escribimos, llegaríamos a una
conclusión muy importante:
-

  79  
- Que somos idiotas. Que estamos malgastando el tiempo en
gilipolleces. Yo ya soy vieja, hijo mío, pero tú tienes mucho camino por
delante. Déjate de historias raras y haz el favor de no malgastar tu
tiempo.
- Es un gran consejo, abuela.
- Tus padres…
- ¿Qué?
- Tus padres… no han venido.
- Pensaba que estarían aquí, abuela. Me apetecía mucho verles y
charlar. Me encontré a mi madre en el parque y me dijo que viniera
cuando quisiera que ellos estarían aquí contigo.
- Ya, hijo. Pero no están.
- Bueno, igual vienen luego.
- No, no vendrán.
- ¿Por qué?
- Porque se han ido otra vez.
- ¿A dónde?
- Pues tu madre a Chicago y tu padre a San Francisco.
- Venga, abuela…
- En serio.
- ¿Y cuándo se han ido?
- Hace una hora me ha llamado tu padre y me lo ha contado todo. Tu
madre le ha dejado una nota diciéndole que volvía con la senadora.
- No me jodas, abuela.
- Y tu padre me ha dicho… (Sollozos)
- ¿Qué, abuela? Tranquila…
- Me ha dicho… (Sollozos)
- ¿Qué?
- Me ha dicho que me quería mucho.
-
- Y que te quería mucho a ti también…
- Pero…
- Pero que también se iba.

  80  
- ¿A dónde? Que yo sepa, su novio, el ricachón, el jefe de aquella
famosa empresa de componentes electrónicos está muerto, ¿no?
- Claro que está muerto, no lo va a estar si tu padre lo mató.
- Entonces, ¿a qué va a San Francisco?
- A confesar su crimen. Ay, ¡ay!
- Tranquila, abuela.
- Hijo mío, le espera la cadena perpetua por lo menos, si no le clavan
la inyección mortal ésa… ¡Ay, hijo mío! ¡Ay! ¡Qué desgracia!
- Abuela…
- ¿Qué, hijo mío?
- Tranquila, cálmate. Vamos a hablar, escúchame.
- Ay, ay…
- ¿Por qué no dejas ya todo este rollo de mis padres? A mí ya no me
importa, los olvidé hace tiempo… pero veo que a ti te hace sufrir. Déjalo
ya, anda, hablemos de gatos y de vacas…
- Gatos y vacas…
- Sí, gatos y vacas…
En ese momento aparecen en escena mis padres. Ambos dos,
cogidos de la mano. Se acercan hasta nosotros muy sonrientes. Mi padre
porta una aparatosa venda en la nariz. Nos saludan a mi abuela y a mí con
besos en las mejillas. Toman asiento a nuestro lado. Formamos un corro
como la patata. Mi abuela sigue sin dar crédito, con la boca abierta. Yo,
parecido, pero la cerveza me hace sonreír tibiamente ámbar.
- ¡Te lo habías creído, mamá! ¡Jaaaaa! Hola, hijo. ¿Está bien que te
llame hijo? El otro día me atizaste una buena…
- Sí, hoy sí, llámame como quieras, querido papá.
- ¡Pero cómo me dais estos sustos! ¡Con lo vieja que estoy ya, que
me puede dar un infarto! ¡No lo volváis a hacer! ¿Tú lo sabías también?
- Sí, Rita, verás, Rita, estamos tan contentos que hacemos bromas y
todo, estamos viviendo como una segunda juventud, somos muy felices, y
más aquí… y ahora reunidos todos juntitos…
- Me alegro mucho, hija mía.
- Mamá: siento que la broma haya durado tanto rato, no te
queríamos hacer sufrir, ni a ti, hijo. Hemos tardado en llegar porque

  81  
hemos presenciado un crimen y la poli nos ha obligado a declarar como
testigos. No queríamos alargar tanto rato la broma, de verdad. Lo siento,
lo sentimos. Y también tú, hijo, disculpa nuestro retraso.
- Ah, no pasa nada, querido papá. ¿Un crimen?
- Sí, sí, uf… Un loco la ha liado bastante gorda. Por lo que nos hemos
enterado, se ha presentado en el bar con una escopeta y se ha cargado a
su ex, al nuevo novio de su ex y luego ha lanzado una ráfaga de despedida
y ha matado a un camarero y debe haber unos cuantos heridos más.
Nosotros íbamos paseando y lo hemos visto desde la calle, por los
ventanales. Pero poco, porque nos hemos asustado y nos hemos escondido
detrás de un coche. Los cristales de las ventanas se han hecho añicos.
Enseguida ha venido la policía. A uno de los muertos, del impacto, se le ha
salido medio cuerpo por la ventana. Menuda imagen… nunca la olvidaré:
le colgaba la coleta rubia y larga ¡larga! tan larga que le llegaba hasta el
suelo. Qué cosas…
- Sí, pobre, con lo maja que tenía la coleta pelirroja.
- No cariño, no era pelirroja, aquel color rojo se debía a su sangre.
- Ah… vaya…
- ¿Y el asesino? ¿Lo han cogido?
- Se ve que había un policía de paisano tomándose una cerveza en el
bar y ha sacado su pistola y le ha pegado un tiro. Ya tenemos un nuevo
héroe.
-
- Bueno, dejad de hablar de cosas malas y hablemos de nosotros.
Estoy muy contenta de que estemos aquí todos reunidos. ¡Qué bien! ¡Hace
tanto tiempo! Me tenéis que prometer que no volveréis a hablar nunca de
Chicago y San Francisco…
- Necesito una cerveza.
- Aquí no venden alcohol, hijo mío, ya lo sabes.
- Ah, mira… ¿quieres? Siempre la llevo encima, es whisky de malta.
- Gracias.
-
-
-

  82  
- ¿Está bueno?
- … Sí, sí…
- Hijo mío, menudo trago, le has dejado temblando la petaca a tu
padre.
- No pasa nada, ya la rellenaré… qué leches, quédatela, hijo.
- No, no, gracias, toma.
- Acábatela si quieres.
- Vale, está bien.
-
-
-
- Estoy embarazada.
- Je, je, je…
-
- ¡Hija mía! ¡Qué me dices! ¿Hablas en serio? ¿Es verdad? Esto ya
no es broma, ¿no? Ni se os ocurra bromear con esas cosas…
- Es verdad, Rita.
- Es verdad, mamá. ¡Vamos a tener un hijo! ¡Vas a tener otro nieto!
Y tú, hijo, ¡un hermano!
- O hermanita… no adelantes acontecimientos, querido.
- Va a ser un chico, lo sé, lo presiento.
- Pero… ¿de cuánto estás?
- De un mes y medio. Me hecho el predictor esta mañana. No hay
ninguna duda.
- ¿Y cuántos años tienes, querida mamá?
- Aaayy… es como si acabara de cumplir veintiocho, ¡hijo mío!
- Jaaa, querida, ¡cómo eres!
- ¡Voy a ser abuela otra vez! ¿A eso se le llama ser bisabuela? ¡Voy
a ser bisabuela!
- No, mamá, eso no es ser bisabuela. Serías bisabuela si tu nieto
tuviera un hijo.
- Ja, ja… serás abuela por segunda vez, Rita.
- ¡Ay, que alegría! ¡Me parece que se va a acabar el mundo de lo
contenta que estoy!

  83  
-
-
- Bien, querida abuela, querido padre y querida madre, no hay
mejor momento que éste de anunciar una novedad, bastante importante,
por cierto.
- ¡Ay! ¿Qué te pasa a ti ahora? ¿Te has metido en líos?
- ¿Qué, hijo? ¿Qué es?
-
- No, abuela, no me he metido en líos… bueno, algo de lío es… pero es
un lío maravilloso…
- Pero qué es, hijo mío, no me tengas en ascuas… menuda noche, con
tanta novedad y tanta broma y tanta cosa me va a dar un síncope…
- Está bien, allá va:
-
-
-
- Voy a ser padre. Lo guardaba en secreto, pero ya no aguantaba
más, y ahora que estamos todos juntos, qué mejor momento que
anunciarlo aquí.
- Hijo mío, eso no se lo cree nadie.
- No bromees con esas cosas. No sabes lo serio que es ese tema. Es
muy complicado. No, no debes bromear con eso, hijo… Tu madre y yo lo
hemos pensado mucho. El primer día que volvimos a estar juntos lo
hablamos. Y después, lo hemos ido madurando y al final… ¡di en el clavo!
- Jaaaa, querido, qué explícito eres…
- Bueno… Pues ahora que vais a tener otro hijo y me vais a hacer
bisabuela ya no podéis separaros otra vez, ¿eh?
- No, Rita, claro que no. Esto es definitivo.
- No te preocupes, mamá. Te damos nuestra palabra.
- ¡Ni volveréis a hablar de Chicago y San Francisco!
- Prometido, mamá.
- Prometido, Rita.

  84  
- ¿Y tú, hijo? ¿No estás contento? ¡Vas a tener un hermano!
¡Menuda alegría! ¡Podrás jugar con él con los cochecitos y darle cuerda
en el columpio!
- Sí, estoy que no quepo en mí de contento, abuela. Enhorabuena,
mamá. Enhorabuena, papá.
- Gracias, hijo, muchas gracias. Dame un beso.
- Besémonos todos de nuevo, por el amor de Dios, ¡esto es una
fiesta!
- Ay, ay, ay, una cosa: ¿no se puede acelerar la cosa un poco? Si
tarda nueve meses en salir el cachorro… a ver si para entonces yo he
cascado ya… y no podré ser bisabuela…
- Qué cosas dices, mamá, tú estás genial, ¡serás bisabuela y lo que
quieras!
- Claro, Rita, ¡qué cosas tienes!
- Bueno, bueno, no lo tengo tan claro yo… estoy muy vieja… llevo las
tetillas en los tobillos, el otro día me las aplasté con el cinturón sin darme
cuenta… no sé, no sé… ahora que hay tantos avances en la medicina… ¿no
pueden hacer algo para que nazca antes?
- Nueve meses pasan enseguida, Rita. Ya lo verás… Bueno, que ya
tiene un mes y medio, sólo quedan siete meses ya… ¡Ay, qué emoción!
Siento rejuvenecer. ¿No se me nota la tez más tersa?
- Sí, lo que tú digas, querida.
- Y… pero… y…
-
-
- ¿Y qué, abuela?
- Pues… que… estaba pensando si habéis elegido ya el nombre… pero
bueno… esas cosas es mejor no pensarlas…
-
-
- Claro, mamá… ya veremos, cuando sepamos si es chico o chica…
- Sí, Rita, para más adelante. Ahora lo importante es que yo no coja
pesos y me cuide mucho para que crezca sano… o sana… ¡Ji, ji!

  85  
- Ay, qué noche… aparte de la broma de que habíais vuelto a Chicago
y a San Francisco… que ya se me ha pasado… menuda alegría… el estar
todos juntos aquí y el ser bisabuela… Ah, y ahora que me acuerdo, como
sabía que veníais los tres hoy a verme, le he dicho al director que suba a
hacernos una foto. No creo que tarde.
- ¡Qué bien, mamá!
- Buena idea, Rita. Lástima que todavía no se me note la tripa.
-
- ¡Vaya, qué casualidad! Aquí viene. Es un hombre muy bueno y
muy atento, ya lo veréis, qué majo es…
(…)
- Hola, buenas tardes, querida familia. Es un gusto verles a todos.
Un verdadero gusto conocerles. Hay que ver qué guapos son todos
ustedes. Muy guapos y muy apuestos, todos ustedes. Se diría que vienen
del Caribe, menudos colores, menuda relajación en sus rostros. Armonía,
pura armonía.
- Hola, muchas gracias, señor director.
- Gracias, es usted muy amable.
-
- Hola, ya les he dicho a mi hijo, a mi nuera y a mi nieto que es usted
muy majo. ¿Trae usted la cámara de fotos?
- Sí, aquí la tengo, Rita, no se preocupe. Ya verá que foto más
elegante les voy a hacer. De todas formas, se les ve a todos ustedes muy
fotogénicos. Seguro que salen perfectos, para portada de revista. Voy a
alejarme un poco para que entren todos.
- ¡Golondrina!
- ¡Señora Rita! No moleste a Golondrina, haga el favor…
- Es que me gustaría que posase con nosotros para la foto. Ella es
como de la familia también.
- Bueeeeno, está bien. Se lo voy a comentar. Aguarden un momento,
por favor. Enseguida vuelvo.
-
-
-

  86  
-
(…)
- Aquí, tome asiento aquí, Señora Golondrina. Aquí al lado de Rita.
- Hola, hola, hola, Golondrina querida. ¡Qué contenta estoy! ¡Voy a
ser bisabuela! Dame la mano, enseguida te devolvemos a la ventana, es
sólo para la foto. Ya verás qué majos vamos a salir todos juntos.
-
-
-
- Bueno, a ver… ya les tengo… eso es… eso es… sonrían, ¡sonrían!
- ¡Un momento! ¡Espere, señor director! Vamos a decir
“grapadora”.
- ¿Grapadora? Mamá, se dice “patata” no “grapadora”.
- O mejor… podíamos decir “potito”, ¡ji, ji!
- Yo estoy con mi abuela, mucho mejor “grapadora”.
- No, hijo, no, digamos todos “patata” como dice tu padre… ahora
caigo… me recuerda a cuando era una chiquilla y vivía en el pueblo.
- Bueno, bueno, olvidar las patatas y las milongas… si lo sé no digo
nada… una cuenta atrás y ya…. ¿Por qué no empiezas la cuenta atrás tú,
hijo mío?
- Sí, sí, que la empiece él, que es el más joven.
- Buena idea, cuando quieras, hijo.
- Está bien, está bien... A la de tres. Una… dos… y

  87  
366346’’’3

- Hola.
- Hola, ¿qué tal se encuentra?
- Mal.
- ¿Siente mucho dolor?
- Sí, bastante.
- Un momento, le inyectaré analgésico en el gotero.
(…)
- Ya está. Enseguida notará alivio.
- Gracias.
- ¿Dónde está?
- ¿Quién?
- Mi abuela, me la ha jugado. Maldita sea. ¿Dónde está?
- Un momento, disculpe un momento.
La enfermera va en busca del psiquiatra de guardia. Lo encuentra
peleándose con una máquina expendedora de cafés.
- Doctor, es una urgencia.
- ¡Puta! ¡Devuélveme el cambio! ¡Puta! ¡Maldita puta!
- Doctor, disculpe. Es el chico de la habitación 8. Ha despertado…
pero sigue preguntando por su abuela.
- Les dije que le duplicaran la dosis.
- Lo hicimos, Doctor, pero acaba de preguntar por su abuela ahora
mismo.

  88  
- Voy, voy enseguida… Volveré, ¡puta!
En la habitación 8:
- Hola, chico, ¿qué tal te encuentras?
- Hola, pues espero respuestas. He preguntado por mi abuela pero
no me contestan ni las enfermeras ni los celadores ni la madre que les
parió a todos. ¿Usted tampoco me va a decir dónde está mi abuela? Me la
ha jugado. Y la loca es ella y no yo. ¡Joder!
- A ver, chico, trata de calmarte.
- No debería estar aquí. Mi abuela pensó que yo estaba loco.
Contrató a unos hombres que se hicieron pasar por mi padre y mi madre,
yo les seguí el rollo por no incomodarla, y después subió el director de la
residencia, también compinchado con mi abuela y entre todos me
redujeron. Lo último que recuerdo es que me inyectaron algún calmante.
Y despierto aquí, en un psiquiátrico, porque nadie me ha dicho que esto es
un psiquiátrico pero no estoy loco y lo sé. ¿Lo ve como no estoy loco? ¿Es
que no me han hecho pruebas para ver si estoy loco o no? ¡Esto es una
vergüenza! Haga el favor de quitarme estas correas. ¿No es usted
médico? Si me deja ir ahora mismo, le juro que no los denunciaré. Pero
tengo que irme ya. ¡Ya!
- Chico, te estamos haciendo pruebas. Es un mero trámite. Ten un
poco de paciencia, chico. Si todo sale bien, te podrás ir enseguida. Intenta
tranquilizarte. ¿Quieres un libro? ¿O una revista?
- ¡Me cago en la puta! ¿Y cómo quiere que lea si tengo las manos
atadas a la cama?
- Ay… es verdad… lo siento… Bueno, chico, tengo que irme ya.
Tranquilo, chico. Pronto te diremos algo, tranquilo, tranquilo.
- Pero… ¿no sabe que con un poco de esfuerzo puedo hacer saltar
estas miserables cuerdas?
- He de irme, tranquilo, chico, tranquilo. Avisaré a la enfermera
para que le haga compañía.
-
En el pasillo:
- Oiga, entre y hágale compañía al chico, que está muy nervioso.
- ¿Le ha nombrado a su abuela?

  89  
- Sí.
- Doctor, ¿pero no va a hacer nada al respecto? Se supone que no
debería recordar el trauma con toda la medicación que lleva encima.
- Ya, ya… es un chico muy duro. Igual hay que meterle más. No lo
sé… es un poco raro. Pase y hágale compañía y si vuelve a preguntar por
su abuela me llama.
En la habitación 8:
- Hola. ¿Tiene menos dolor?
- Sí, dolor menos, pero…
- Bien. Cada vez se sentirá mejor.
- Oiga, ¿cuándo me van a dar los resultados?
- ¿Cómo?
- Los resultados de las pruebas. Para ver si estoy loco o no. Me lo
acaba de decir el médico. Tengo que irme, ¿lo entiende?
- Sí, claro, claro. Pronto, pronto estarán esos resultados.
-
- ¿Le importa si me siento y le hago compañía?
- No necesito compañía. Necesito que me desate. Necesito irme y
decirle cuatro cosas a mi abuela.
-
-
- ¿Sabe? Tengo un gato muy guapo.
- ¿Me toma el pelo?
- ¿Por? Para nada. Se llama Caracalla, mi gato.
-
-
-
-
- ¿No estará contando los guiones?
- ¿Qué guiones? Yo no sigo ningún guión, yo soy veraz.
-
-
-
-

  90  
- Me voy a ir. No aguanto más. Sólo tengo que hacer un pequeño
esfuerzo para reventar estas putas cuerdas.
- No lo haga, por favor.
- Hola.
- Hola, Doctor. ¿Salgo?
- No, quédese, no importa. Sólo he venido para anunciarle al chico
que tiene visita. Han venido a verte tu abuela y tus padres, chico. Están
subiendo. Os vamos a dejar a solas. ¿Te parece bien?
- ¡Me cago en la puta! ¡Lo que me faltaba!
- ¿Cómo? ¿No quieres verlos?
- Eh… sí… sí…
- Tienes que tranquilizarte, chico, en tu estado es mejor que no
recibas visitas. Tú veras, tú mandas.
- ¡Me cago en la puta! Joder, ¡joder! Quiero que sepa usted que mi
padre murió cuando yo era casi un bebé y mi madre me abandonó poco
después. Esos no son mis padres sino actores contratados por mi abuela.
- Bueno, bueno, bueno… tranquilo, chico, tranquilo. Ahora lo habláis
todo. Enfermera… chico, hasta luego. Tengo mucho trabajo. Luego nos
vemos.
- Adiós, Doctor.
- Adiós.
-
-
-
- Ya están aquí… su visita... Les dejo solos.
(Hola, hola, hasta luego.)
Los supuestos padres y la abuela entran en la habitación 8.
Permanecen de pie. Se miran durante seis segundos. Silencio. Cae una
gota del gotero. Parece que va a hacer ruido pero no lo hace. Forma ondas
en la superficie del líquido del recipiente. Armonía. Fluxión.
- Hijo mío, ¿cómo estás?
- Abuela, te has pasado bastante. Haz el favor de quitarme estas
cuerdas y vámonos de aquí. Hablaremos fuera.
- Pero, hijo…

  91  
- Tú, cállate, no hables una palabra o te vuelvo a romper la nariz,
cabrón de mierda.
- Hijo…
- Y tú lo mismo, aunque seas mujer te puedo partir la nariz
igualmente. Cállate, anda, ¡cállate!
- Hijo mío, ay, hijo mío, ay, cómo les dices eso a tus padres… Hay que
ver… La medicación tampoco te hace efecto… No sé qué vamos a tener que
hacer contigo…
- Abuela, me estás jodiendo la vida, no sé si te estás dando cuenta.
- Pero hijo mío, ay, ay, ¿cómo me dices eso?... si yo sólo quiero que
te pongas bueno. Nada más, hijo mío, nada más, eres lo que más quiero en
el mundo. Y tus padres lo mismo.
- ¡Enfermera!
- Hijo mío, por favor, espera, vamos a hablar.
- ¡¡Enfermera!!
- ¿Sí? ¿Quiere algo?
- Quiero que salgan estos señores de aquí. Mi abuela se puede
quedar, pero ellos no.
- Está bien, está bien, está bien. Te contaré la verdad, hijo mío. Toda
la verdad. Puede dejarnos solos, enfermera.
- ¿Seguro?
- De acuerdo. Pero es tu última oportunidad, abuela. Puede salir,
enfermera, gracias. Pero no se vaya muy lejos, haga el favor.
- Está bien, les dejo solos.
- Bueno, se acabó, hijo mío.
- Estoy ansioso, abuela. Habla.
- Se acabó, he dicho que se acabó.
- ¿Cómo que se acabó?
- Se acabó. Lo que oyes. Se acabó y punto.
- No me lo puedo creer.
- Pues créetelo.
- No, no se puede acabar aquí.
- Y tanto que sí.
- No, no se puede acabar aquí.

  92  
- ¿Y por qué no? Se acabó y punto.
- No, he dicho que no. No se puede acabar aquí. Primero, me tienes
que sacar de este sitio. Segundo, me tienes que decir quiénes son estos dos
personajes.
- ¿Y tercero?
- No hay tercero.
- Está bien. Te lo explicaré todo, hijo mío.
- ¿Con estos dos delante?
- Claro.
- Pues mal empiezas, abuela.
- Déjame hablar, hijo mío.
- Está bien, abuela, adelante.

  93  
2517!01212

- Sí, son actores. Los dos. No me negarás que él se parece a ti. Te lo


podrías haber creído perfectamente. Y ella, se le da un aire a tu madre.
¿Si o no?
- Sí, sí, abuela. Muy bien, de acuerdo. Continúa.
- Y la historia de la senadora y el jefe ricachón de la empresa de
componentes electrónicos, pues también me las inventé. Pero no estaban
mal del todo, ¿no?
- No, abuela, tenían lo suyo.
- ¿Y de dónde has sacado el dinero para pagarles?
- De mi propio bolsillo. Tengo unos ahorros.
- ¿En serio?
- Sí.
- ¿Y por qué los has traído aquí?
- Para continuar un poco con la historia. Pensé que te lo habías
creído. Como en la residencia parecías tan contento. Pensé que si estabas
ilusionado con la vuelta de tus padres te resultaría más difícil recaer en
las drogas.
- Joder, abuela. Pero, ¿cómo me voy a creer que mi padre ha
resucitado?
- ¿Y por qué no? Cosas más raras se han visto.
- Bueno, y ahora viene la guinda: ¿por qué me has hecho encerrar?
¡Bien sabes que no estoy loco!

  94  
- Hijo mío, por las drogas, mientras estés aquí no podrás recaer.
- Y dale con las drogas. Eso está ya superado, abuela. De todas
formas te lo agradezco, pero no tienes por qué preocuparte por las putas
drogas.
- Hijo mío… Lo siento… es que me da miedo, me da mucho miedo…
las drogas… todos recaen…
- Está bien, abuela, está bien… de verdad que no tienes que
preocuparte por mí…
- ¿Seguro?
- Seguro. Y vosotros dos, la verdad es que sois muy buenos actores.
- Gracias.
- Muchas gracias.
- Ah, y lo siento por el puñetazo.
- Tranquilo, no fue más que el golpetazo, nada más. No me rompiste
la nariz, ni me operaron… era mentira.
- Ah, bueno… me quedo más tranquilo.
- Son muy buenos actores, ¿verdad, hijo?
- Sí, fantásticos.
- Gracias.
- Gracias.
- Vienen a actuar de vez en cuando a la residencia. Por eso los
conozco. Hacen unas obras de teatro magníficas y todos nos quedamos
embelesados con ellos. A Golondrina le encantan. Siempre llora. Y no fue
tan caro contratarlos como pensaba…
- El mundo del teatro no es muy lucrativo, la verdad…
- Bueno, bueno, tomad lo que os debo y así finiquitamos ya. Buena
actuación, chicos. Ha sido un placer. ¿Cuándo venís a la residencia con
otra función?
- El mes que viene, no recuerdo el día. ¿Recuerdas tú?
- El veinticinco, creo.
- Sí, sí, el veinticinco, es verdad.
- ¿Y qué obra?
- Es una obra nuestra. Se titula “Reactores y Cicactrices”. La hemos
escrito nosotros. La estrenaremos en la residencia.

  95  
- Puedes venir tú también… si quieres… Esta vez se permite que las
visitas estén presentes durante la función.
- Ah… está bien, pues iré, claro.
- ¡Qué bien! ¡Qué ganas tengo ya! ¡Cuando se lo diga a Golondrina
qué contenta se pondrá! ¿Y de qué va?
- Buf… es un poco rara… ya la veréis…
- Sí, un poco… je… je…
- Pues, nada… ya se verá entonces. Tomad el sobre con el dinero.
Contadlo.
- No hace falta contarlo. Gracias, Rita.
- Muchas gracias, Rita. Nos vemos el veinticinco.
- Adiós.
- Adiós.
- Adiós.
- Adiós.
(…)
- Abuela…
- Ay, hijo mío, perdóname, ¡perdóname! ¡Dame un beso!
- Mua.
- Mua.
- Mua y requetemuá.
- Mua.
- Mua.
- Ahora, abuela, tendrás que contarles lo que ha pasado para que me
suelten de aquí.
- Claro, hijo mío, claro.
- Voy a llamar a la enfermera. ¡Enfermera!
- Sí, dígame.
- Qué rápido ha entrado.
- Estaba afuera en el pasillo.
- Mi abuela tiene algo que decirle.
- Sí, sí… vaya, señora enfermera, la veo estupenda, ¿qué edad tiene?
- Tengo cuarenta y siete. A mí no me da miedo decirlo, como a otras
petardas.

  96  
- Pues se conserva usted la mar de bien. Bueno, te trataré de tú,
porque pareces tan joven como una chiquilla.
- Muchas gracias, muchas gracias.
- Le quería decir que cuiden bien a mi nieto, que es muy bueno y
muy majo y un encanto, un verdadero encanto. ¿No tienen camas más
grandes? ¡Se le salen las piernas al pobre!
- ¡Abuela!
- ¿Qué, hijo mío? Es verdad, te va pequeña la cama.
- Abuela, dile a la enfermera, cuéntale.
- Ah sí, es verdad. Que a mi nieto le gustan mucho las vacas y los
gatos y
- ¡Abuela!
- ¿Qué?
- ¡Cuéntales!
- ¿El qué, hijo?
- Cuéntales por qué me metiste aquí. Porque tenías miedo que
volviese a las drogas y pensaste que aquí estaría a salvo. Sólo por eso. Dile
que no estoy loco.
- ¿Eso es verdad, señora?
- Sí, es verdad.
- ¿En serio?
- Sí.
- Pues me parece mal, muy pero que muy mal, señora. Quiero que
sepa que aquí no estamos para perder el tiempo. Tendré que informar en
dirección.
- No, ¡no! Haga el favor… no diga nada… lo siento… lo siento… si sólo
lleva aquí dos meses…
- ¿Cómo, abuela? ¿Dos meses?
- Sí, hijo mío, dos meses… o no llega…
- No, señora. El paciente lleva aquí tres meses y medio. Y lo hemos
tratado y medicado en abundancia.
- Ay, ¡ay!, sí, ¡sí!, es verdad, ¡cuánto tiempo ha pasado ya!, hay que
ver, ¡pero cómo pasa el tiempo!
- No me lo puedo creer, ¿llevo aquí tres meses de verdad?

  97  
- Sí, tres meses y medio para ser exactos.
- Pues si me parece que sólo llevo unas horas.
- Porque has estado todo este tiempo durmiendo. Hablabas en
sueños pero no habías despertado más que algún rato. He de irme,
informaré a dirección. Volveré.
- Joder, abuela, ¿llevo aquí tanto tiempo? ¿En serio? ¡Pero cómo me
has dejado aquí tanto tiempo!
- Eso parece, hijo mío. Ay, lo siento, ay, ay, ¡lo siento!, ay, cómo se
pasa el tiempo…
- ¿Pero qué dijiste de mí para ingresarme?
- Dije muchas cosas, que me pegabas, que violabas a muchachas por
las noches, que ibas buscando a tu padre y a tu madre para matarlos…
¡pero sólo para que no volvieras a las drogas! ¡Sólo por tu bien!
- ¿Y te creyeron semejantes mentiras?
- Bueno, los actores de teatro declararon también, y al ver la nariz
de tu padre, y como son tan buenos actores… pues sí, la policía se lo creyó
todo hasta el mango, y los médicos también.
- De verdad que no me lo puedo creer. ¡No me lo puedo creer! ¡Pero
cómo has podido decir eso de mí! ¡Que soy un violador, un maltratador!
Joder, abuela, se te ha ido, se te ha ido pero bien.
- Pero, hijo mío, era por tu bien, ¡por tu bien! Aquí estás alejado de
las drogas.
- Hola otra vez. Ya estoy aquí. Se lo he preguntado al Doctor que le
lleva y me ha dicho que se puede marchar, que el centro está saturado y
que sólo tienen que firmar este alta voluntaria.
- Ah, buf… qué bien… traiga, traiga aquí que firmo. Bueno, desáteme
primero, haga el favor.
- Está bien.
-
-
-
- Uf… qué alivio, gracias. Deje que firme.
- Tenga, ahí abajo, por favor. Tiene su ropa en aquel armarito. Deje
la habitación tal como está, luego vendrán a limpiarla. He de irme ya.

  98  
- Adiós, gracias.
- Adiós, adiós.
- Adiós.

  99  
5500,.035’6

Filípides desapareció. Perdí unos diez kilos. Me costó lo mío


recuperar mi habitación de la pensión. Tuve que dormir tres días en la
calle hasta que se largaron los huéspedes. Se llevaron mi loro y mis
escritos y mi colección de discos. Hijos de puta. El día veinticinco (por
cierto, domingo) fui a la residencia a ver la obra de teatro de mis padres.
- Ten abuela, esta flor es para ti.
- Oh, gracias, hijo mío, es preciosa.
- ¿Qué flor es, hijo mío?
- Ni la menor idea, abuela.
- Vaya… ¿no te suena esta conversación?
- Sí, algo me suena.
- Bueno, da igual… la flor, la flor es preciosa.
- Sí, es muy bonita, abuela.
- Es roja.
- Eso es, abuela, es roja.
- Es roja como los volcanes, como un terremoto, como un tren, es
roja como un pie, roja como un metro, como una llave, como una radio,
como un pez-gato, roja como un lagarto, como una berenjena, como el
desierto, roja como un perro salchicha.
- Eso es, abuela. Toma ya comparación.
- Hijo mío, ¿estás nervioso?
- No, abuela, ¿por qué he de estarlo?

  100  
- Por si no nos aplauden.
- Ah, claro, bueno, sí, un poco nervioso sí.
- Está bien, pues ha llegado el momento.
- Sí, eso parece… ha llegado el momento.
- ¿Y qué hora es?
- Las cinco y cincuenta y cinco.
- Ah. Pues ya está bien, ya.
- Sí, la verdad es que sí.
- ¿En qué piensas, hijo mío?
- Pienso en el silencio. Allí caben todos los aplausos del mundo.

  101  

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