que vivió y murió perdido en el laberinto prodigioso de sus telas. Ajeno (y nada ajeno) a la malicia de la vieja dama cuyo ojo exorbitado podía desbordar la ralladura de la claraboya. Entonces apareció el hombre del tiempo con su sombrero deshilachado arrastrando un lingote de oro falso cocido a la faltriquera bulímica. El delegado Sepher abrió la gran puerta del juzgado y el taimado Wu se metió a deshoras por una ventana abierta del consultorio. Hablaron los azadones escorados contra el estuco a lo Anderssen pero su discurso retrocedió ante el fragor magnífico de los cuatro músicos, errantes perpetuos por la sopa, por la esmeralda empelusada, por la piedra. Aquí me ve, dije, soñando mi sueño bajo el molino, subido en la acacia. Oh árbol, dije. Aquí me tienes. Años. Honor o inquietud. Sudar sonoro. A nada conduce. Los orificios alineados una vez y ahora rebeldes cambiaron las tornas a obleas de mucho distingo en medio del desparramo. O: el Desquicio. El temido ondear y sil(a)b(e)ar en tabla y copa. Se fueron cañada/bosque abajo los romeros, inflados de placer, gordos si felices. Canté, no. El cal-callar acaso. Rodrigos encuadrilados, y sucios prometeos argollando cabezas bajo el ensotanado polvo. Licencia, digo. Al canto, el entralgo devuelto por el pie del gordolobo subido en el colorinesco tobogán. No niños sino papeles. No el sol sino el trágico reír, allende el tronco. Troncal reír. Lengua hinchada del risoto. Al sopeso, calavera. Oh. Y luego éstos atravesaron nuevos ríos, sin inaugurar nada. Todavía preguntándose: quién eres. Al espejo, al siempre niño, subdentado y perplejo. Más allá del. Y: nunc-quan. Ya era hora. Canta la nada temible escolopendra deslizándose dentro del (y aquí llegamos) tazón/tarro de sal. Vinieron cientos de sabios y genios como pequeños diablejos saltando dados al azar. Sí: un golpe de da-dos jamás abolirá el jamás. Dígame qué le ha parecido eso. Señores, por favor. Tejas en el mucho hablar sin que haya nadie. En el mucho morir sin que haya muerte. Y en el mucho soñar sin que haya sueño/soñador. Grita, hermanita, atada al mástil mayor. Grita, calaverita. Ji ji. ¿De modo que soy el pequeño sastre por fin? Ah, si pudiera mis telas coser. La oscura escansión que resuena en el valle, sin dador, sin ofrenda trae un espacio lento como un cortejo de campo llevando el cuerpo (el gran cuerpo) hijo de pascuas de nunca acabar. Persigo al último malo por los pasadizos de mi encariñada bota y finjo que no soy el que asomado a la ventana mira el lento pincel sobre la tela negra, pintando a la sombrerera china. A la una, dijo. Y: ya verás tú. Cuchichearon obscenos los tetralívidos a espaldas del innomado incompleto. En el «no es» aún canto hubo. Volvió a sudar la lámpara asordada. Volvió el héroe a su espectáculo de mosquitos. Y todo lo que hubo siguió sin no ser, gran fabuloso s/ido. El hermano encogido de hombros y el ya encogido se desesperaron, se abrazaron oh padre y era como un juego. Camino de. Labor que sea, la hez ingurgió. Indelineó el pan mullido: hacia atrás. No hoy. Los camineros abrieron el tonel. Sacaron la sal. ¿Qué? Los gigantes yendo de proa a estribor, pintado balancear. O escrutando algo: piedra sorprendida por la tela. Ni viviré ni moriré. Ni hablaré ni callaré. El querubín cantó. Es esto —salmodió el inspeccionador. Sastre: haz lo que sabes hacer. Maimón, Alí se ha subido sobre el techo de la sinagoga. Colgando de la faltriquera del ciclista cien diablos cantan una canción marinera. Ya sabía que no volverían, dice el anciano asomado al balcón de amour. Créame: he buscado por todas partes eso que usted dice. Concluiré esta carta mañana, no hoy. Porque, o bien hay palabra o bien hay historia. Gracias por las indetenibles construcciones. Por los ojos muertos de las doncellas. Hágase a la idea de ya no amanecer ni noche. Soledad del pliegue privado de futuro. Sin el esperanzador espero. Mis pasos dentro de mis pasos como espejos dentro de zapatos vacíos. Insoslayables incendios en catedrales de papel. Ojo testigo de cargo del pensamiento enhebrado a la catástrofe y a su olvido. Niño de tamaño natural, gesticulando en el vidrio como el prototipo de un pez. Nunca soñó. O su sueño era éste. Al fin el rielar sobre hojas de loto como manchas de aceite. El silencioso no del guardián, antes o después de la partida de dominó. El largo y único pasillo. La endeble luz. Iba a hablar y se desolidarizó lo fabuloso. Aún hay ojo —quiso decir. La mano gruesa como una frazada cubre la frente y dice: Dejemos amanecer.
Rogelio Saunders (Sabadell, 24 de octubre de 2002)