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INTRODUCCIÓN
« CONÓCETE A TI MISMO »
Por lo demás, una simple mirada a la historia antigua muestra con claridad como en distintas
partes de la tierra, marcadas por culturas diferentes, brotan al mismo tiempo las preguntas
de fondo que caracterizan el recorrido de la existencia humana: ¿quién soy? ¿de dónde
vengo y a dónde voy? ¿por qué existe el mal? ¿qué hay después de esta vida? Estas mismas
preguntas las encontramos en los escritos sagrados de Israel, pero aparecen también en los
Veda y en los Avesta; las encontramos en los escritos de Confucio e Lao-Tze y en la
predicación de los Tirthankara y de Buda; asimismo se encuentran en los poemas de Homero
y en las tragedias de Eurípides y Sófocles, así como en los tratados filosóficos de Platón y
Aristóteles. Son preguntas que tienen su origen común en la necesidad de sentido que desde
siempre acucia el corazón del hombre: de la respuesta que se dé a tales preguntas, en
efecto, depende la orientación que se dé a la existencia.
En este sentido es posible reconocer, a pesar del cambio de los tiempos y de los progresos
del saber, un núcleo de conocimientos filosóficos cuya presencia es constante en la historia
del pensamiento. Piénsese, por ejemplo, en los principios de no contradicción, de finalidad,
de causalidad, como también en la concepción de la persona como sujeto libre e inteligente
y en su capacidad de conocer a Dios, la verdad y el bien; piénsese, además, en algunas
normas morales fundamentales que son comúnmente aceptadas. Estos y otros temas
indican que, prescindiendo de las corrientes de pensamiento, existe un conjunto de
conocimientos en los cuales es posible reconocer una especie de patrimonio espiritual de la
humanidad. Es como si nos encontrásemos ante una filosofía implícita por la cual cada uno
cree conocer estos principios, aunque de forma genérica y no refleja. Estos conocimientos,
precisamente porque son compartidos en cierto modo por todos, deberían ser como un
punto de referencia para las diversas escuelas filosóficas. Cuando la razón logra intuir y
formular los principios primeros y universales del ser y sacar correctamente de ellos
conclusiones coherentes de orden lógico y deontológico, entonces puede considerarse una
razón recta o, como la llamaban los antiguos, orthòs logos, recta ratio.
5. La Iglesia, por su parte, aprecia el esfuerzo de la razón por alcanzar los objetivos que
hagan cada vez más digna la existencia personal. Ella ve en la filosofía el camino para
conocer verdades fundamentales relativas a la existencia del hombre. Al mismo tiempo,
considera a la filosofía como una ayuda indispensable para profundizar la inteligencia de la
fe y comunicar la verdad del Evangelio a cuantos aún no la conocen.
Me mueve a esta iniciativa, ante todo, la convicción que expresan las palabras del Concilio
Vaticano II, cuando afirma que los Obispos son « testigos de la verdad divina y católica
».3 Testimoniar la verdad es, pues, una tarea confiada a nosotros, los Obispos; no podemos
renunciar a la misma sin descuidar el ministerio que hemos recibido. Reafirmando la verdad
de la fe podemos devolver al hombre contemporáneo la auténtica confianza en sus
capacidades cognoscitivas y ofrecer a la filosofía un estímulo para que pueda recuperar y
desarrollar su plena dignidad.