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La escritura y lo académico.

Sobre el final de su Carta sobre el humanismo de 1947, Heidegger nos aproxima a un insostenible
sentido del agotamiento que acecha al pensar fundamental:
“Ya es hora de desacostumbrarse a sobreestimar a la filosofía y por ende pedirle más
de lo que puede dar. En la actual precariedad del mundo es necesaria menos filosofía,
pero una atención mucho mayor al pensar, menos literatura, pero mucho mayor
cuidado de la letra.”

Prestar atención al pensar y cuidar la letra significan aquí proteger la morada de la esencia del
ser humano que llamamos lenguaje. Es en su acogimiento donde habitamos ex-sistiendo en
nuestro arrojo originario, insustancial e injustificable. Y sin embargo el texto heteróclito y
multívoco que somos permanece en el olvido. Paradójicamente este silenciamiento de lo
esencial se nos da como un excesivo uso de la lengua que nos aturde de respuestas. Este
derramamiento por hiper-uso reza de la siguiente manera: cuanto más y mejor aprendamos a
apelar a ciertas estructuras del habla y la redacción, más próximos estaremos a la filosofía que
deseamos, esto es, coher-ente, transpar-ente, compet-ente, consist-ente. Puro esculpir lo ente.
Acudimos así al lenguaje pensándolo como mero instrumento, desencantado, arrancado de su
ser. Se presenta como herramienta básica de expresión de un centro de significaciones que yo
soy y que lo antecede y manipula, cual títere en nuestro plan de someter lo que ya es de
determinada manera. Así, yo y las líneas que escribo somos ya sustancias que interactúan en la
plena positividad: deseo comunicar cierto contenido y para ello recurro al lenguaje. Un ente que
recurre a otro para comunicar un tercero. En estos términos “es lógico” que el pensar actual se
jacte de tal dominio de las palabras, eligiendo reprimir su carácter injustificable para presentarse
como estructura incuestionable, rígida, tal y como debe ser. La filosofía entonces tiene que
responder porque está al servicio de una forma, esto es, la académica. La escritura normativa le
demanda ser la bandera del pensar riguroso, macizo, pleno. Nos encontramos aquí ante un
problema: si esta es la noción de lo filosófico que circula en los pasillos de nuestros claustros
educativos, claramente –dice Heidegger- lo que necesitamos es menos filosofía. El abrir un
espacio de escucha para aproximarnos al fundamento del sentido que merece ser pensado se
halla peligrosamente remoto en los términos hasta aquí develados. Es que le pedimos a la
filosofía siempre más de lo que puede dar. Pero nunca podrá situarse en una estructura segura
de sí para desde allí realizarse en el puro responder a la exigencia. Esto es así porque lo
fundamental lejos se encuentra de una óptima manera de emplear un útil de cara a ciertos fines.
El lenguaje se da de manera mucho más originaria. Y, sin embargo, la verdad de su esencia nos
es inaprehensible: en su desocultamiento se retira, y nosotros quedamos a medio camino, nos
erigimos y recaemos en un constante estar-en-vías-de, en este atrapamiento finito de las
palabras. Nos resta entonces hacerle trampas al lenguaje, jugar con él.

Se cuestionará: “¿¡Jugar!? Para eso ya existen sitios por fuera de la academia, la filosofía es una
cosa seria”. Observamos cómo, por un extraño motivo, toda voz que discurre por los márgenes
de la supuesta seriedad filosófica que aclama el claustro universitario ha de ser colocada en el
lugar del absurdo. O la filosofía es seria y sigue ciertas vías de producción o pasa a ser un
disparate, un sinsentido, un mero palabrerío irracional. El juego lingüístico es rápidamente
reprimido al enjaularlo en esta segunda opción. Pero, ¿no será que la seriedad filosófica se da
ajena al rigor objetivo de las ciencias? Nuestra seriedad implica en cambio un inagotable
perseguir un fundamento inalcanzable, una esencia de la verdad, un sentido epocal. Es justo por
eso que el rigor que otrora se daba como incuestionable –avatares de la razón moderna- ya no
puede ser puesto a salvo: reprime un sentido que ya hace tiempo se nos escapó. Intentar
recuperarlo nos petrificará como ciencia de la filosofía.

El fantasma de una filosofía sierva se aqueja de la siguiente manera: “No podemos continuar
vociferando que la filosofía no sirve para absolutamente nada, de esta manera ya nadie querrá
estudiarla y se vaciarán las aulas de nuestra academia”. Pero, ¿sirve la filosofía? ¿Se da siempre
como respuesta-a, como sustento-de, como útil-para? Pensar en estos términos implica que su
camino ya se halla trazado, que los marcos de pensamiento vienen a priori de lo que merece
pensarse: lo no pensado. Respondemos entonces que no, la filosofía no sirve, que no podrá
brillar aun si los claustros desbordan de estudiantes de filosofía. La cantidad de adeptos a lo
filosófico no le interesa, porque lo que se busca pertenece más bien al orden de lo asombroso.
Elegimos entonces acercarnos a ella como la ciencia primera aristotélica pues “no la buscamos
por ninguna otra utilidad, sino que, al igual que un hombre libre es, decimos, aquel cuyo fin es
él mismo y no otro, así también consideramos que ésta es la única ciencia libre: solamente ella
es, efecto, su propio fin.”

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