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domingo, 6 de octubre de 2013

A los decrecentistas y ecologistas: ni decrecimiento ni ecologismo,


el capitalismo es el que es, el capitalismo realmente existente

Por Diosdado Rojas Ferro

En un sistema-mundo como el capitalista basado en la incesante acumulación de capital,


es casi elementalmente lógico que éste se expanda tanto en cantidad (hacia nuevas
regiones “vírgenes”, y por tanto, susceptibles de conquistar) como en calidad (hacia
nuevas producciones, servicios y áreas por mercantilizar, algunas inverosímiles) y que
también por deducción éste proceso conlleve al agotamiento de los recursos naturales
objeto de su interminable carrera de inversión.

Tal panorama ha llevado al surgimiento, casi simultáneamente, de dos corrientes


interesadas en frenar dicha evolución, que de continuar, como se presupone, nos
llevaría un poco más tarde, un poco más temprano al suicidio como especie, al terminar
por destruir las condiciones materiales, en las cuales el hombre viene desarrollándose
desde hace miles de años. Esas dos corrientes son el decrecentismoy el ecologismo,
cuyo surgimiento en las décadas de 1960, 1970 coincidió en el tiempo con el arribo del
capitalismo al preámbulo de su crisis estructural actual, y al inicio de su agotamiento
como sistema histórico, lo que lo hizo manifestarse más voraz, bárbaro e inmisericorde,
en un afán de prolongar su existencia.

Marx ya demostró que la sustitución de la fuerza de trabajo por el empleo de tecnología


reduce el “valor” representado en cada mercancía, lo que empuja al capitalismo a
aumentar permanentemente la producción. En este mecanismo, nos encontramos con la
doble naturaleza de “nuestra vieja enemiga”, la mercancía: el valor y el valor de uso,
producidos respectivamente por la faceta abstracta y por su faceta concreta. Estas dos
facetas no coexisten pacíficamente, sino que entran en una violenta contradicción.
Tomemos (como hace el propio Marx) el ejemplo de un sastre de antes de la revolución
industrial. Para hacer una camisa, y para la producción de los materiales que emplea,
acaso se necesitaba una hora. El “valor” de una camisa era , pues, de una hora. Una vez
introducidas las máquinas para producir el tejido y para coser, será posible hacer 10
camisas en una hora, en lugar de sólo una. El propietario de estas máquinas, que hacen
funcionar simples obreros, va a poner en el mercado las camisas así producidas a un
precio mucho más bajo del pueda permitirse el sastre. En efecto, en el momento en que
una maquinaria permite confeccionar diez camisas en una hora, cada camisa no
representa más que la décima parte de una hora de trabajo; es decir, seis minutos. Su
valor, y finalmente su expresión monetaria, bajan enormemente. El propietario de
capital pone todo su empeño en que el obrero produzca lo más posible en la hora de
trabajo por la que se le paga. Si le hace trabajar con una máquina, como en el ejemplo
aquí propuesto, el obrero, el obrero fabrica muchas camisas y, en consecuencia, crea
una ganancia mayor para su patrón. El capitalismo entero ha sido una invención
continua de nuevas tecnologías cuyo fin era economizar fuerza de trabajo; es decir, de
producir más mercancías con menos fuerza de trabajo. Pero en un régimen en el que el
valor procede del trabajo, es decir, del “gasto de una cantidad determinada de músculo,
nervio y cerebro” (Marx), esto supone un problema: el valor de cada mercancía baja, y
así bajan también, finalmente, la plusvalía y el beneficio que se puede obtener de la
mercancía en cuestión. Es una contradicción central que acompaña al capitalismo desde
el comienzo y que nunca ha podido resolver. El capitalismo no es una sociedad
organizada, sino que se basa en la competencia permanente, en la que cada agente
económico actúa solo por cuenta propia. Cada propietario de capital que introduce una
nueva máquina consigue una ganancia mayor que sus competidores, obteniendo más
mercancías de sus obreros. Es, pues, inevitable, que todo nuevo invento que economice
trabajo sea efectivamente aplicado. El propietario que lo hace consigue, en un primer
momento, una ganancia extra. Pronto, sin embargo, los otros capitalistas lo imitan y
llega a establecerse un nuevo nivel de productividad más alto. La ganancia extra
desaparece entonces hasta la próxima invención. Esto quiere decir que, si una camisa ya
no “contiene” una hora de trabajo, sino solamente seis minutos, la ganancia que
produzca dicha camisa disminuirá igualmente. Supongamos una tasa de plustrabajo y,
en consecuencia , de ganancia del 10 %. Una camisa, para la producción de la cual se
necesita una hora, contiene, pues, seis minutos de plustrabajo y una ganancia
equivalente en términos monetarios; pero si solo son necesarios seis minutos para
producir la camisa, ésta no contiene más que 36 segundos de plustrabajo, la fuente de la
ganancia. El capitalista que introduce una tecnología que remplaza trabajo vivo obtiene,
en lo inmediato, una ganancia para sí mismo, pero contribuye involuntariamente a bajar
la tasa general de ganancia. La misma lógica capitalista empuja a la utilización de
tecnologías acaba, pues, por serrar la rama sobre la que esta sentado el sistema entero.

Si no hubiese otros factores en juego, el modo de producción capitalista no habría


durado mucho tiempo. Sin embargo, existen mecanismos de compensación. El más
importante entre ellos es el aumento continuo de la producción. Si, en el ejemplo
propuesto, cada camisa particular no contiene más que una décima parte de la ganancia
obtenida anteriormente con la camisa confeccionada por el sastre, basta con producir no
ya diez en lugar de una, sino doce, para que la disminución de la ganancia, no solo se
vea compensada, sino incluso sobrecompensada. Toda la historia del capitalismo ha
contemplado un aumento continuo de la producción de mercancías, de manera que la
disminución de la ganancia contenida en cada mercancía particular se ha visto más que
compensada por el aumento global de lamasa de mercancías. Así, doce camisas que
contengan una dosis mínima de ganancia rinden finalmente más que una camisa de
mucha ganancia. Esto explica igualmente la eterna búsqueda de sectores siempre nuevos
de valorización. El caso más llamativo es el de la industria del automóvil: un producto
que, al principio, era de lujo se convirtió en un producto de uso corriente después de la
Segunda Guerra Mundial, abriendo un campo enorme de ganancias. Sin embargo, todo
esto apenas lograba contrarrestar la tendencia endémica de la producción no solo a la
disminución de la tasa de ganancia (solo bajo esta forma reducida fue discutido el
problema por los marxistas tradicionales), sino también de la masa de valor en cuanto
tal.

Es en esta lógica donde se encuentra la causa profunda de la crisis ecológica. El


discurso ecologista a menudo explica ésta como la consecuencia de una actitud humana
errónea con respecto a la naturaleza, una especie de avidez o de rapacidad del ser
humano en cuanto tal. O bien se presenta la ecología como un problema que se puede
resolver en el interior del capitalismo, con el “capitalismo verde”. Se habla entonces de
la creación de puesto de trabajo en el sector ecológico, de una industria más limpia, de
energías renovables, de filtros, de créditos al carbón… En realidad, raramente se indica
que la crisis ecológica misma esta ligada a la propia dinámica del capitalismo. Y es
siempre por la razón que acabamos de señalar: si diez camisas producidas por la
industria contienen solamente la misma ganancia que una camisa artesanal, entonces
hay que producir (al menos) diez. Las diez camisas industriales representan mucho más
material, pero todas juntas no tienen más valor que una camisa artesanal; en efecto, en
ambos casos hace falta una hora para producirlas. En un régimen capitalista, es
necesario producir y enseguida vender diez camisas; y, en consecuencia, consumir diez
veces más recursos para obtener finalmente la misma cantidad de valor o, lo que es lo
mismo, de dinero.

Desde hace doscientos años, el capitalismo evita su fin corriendo siempre un poco
más rápido que su tendencia a derrumbarse, gracias a un aumento continuo de la
producción. Pero si el valor no aumenta, e incluso disminuye, lo que si aumenta, por el
contrario, es el consumo de recursos, la contaminación y la destrucción. El capitalismo
es como un brujo que se viera forzado a arrojar todo el mundo concreto al caldero de la
mercantilización para evitar que todo se pare. La crisis ecológica no puede encontrar su
solución en el marco del sistema capitalista, que tiene necesidad de crecer
permanentemente, de consumir cada vez más materiales, solo para compensar la
disminución de su masa de valor. Por eso las proposiciones de un “desarrollo
sostenible” o de un “capitalismo verde” no pueden conseguir resultado alguno, pues
presuponen que la bestia capitalista puede ser domesticada; es decir, que el capitalismo
tiene la opción de detener su crecimiento y permanecer estable, limitando así los daños
que provoca. Pero esta esperanza es vana: mientras continúe la sustitución de la fuerza
de trabajo por tecnologías, en tanto el valor de un producto resida en el trabajo que
representa, seguirá existiendo la necesidad de desarrollar la producción en términos
materiales y, en consecuencia, de utilizar más recursos y de contaminar a mayor
escala. Se puede querer otra forma de sociedad, pero no un tipo de capitalismo
diferente del “capitalismo realmente existente”.

Son las categorías básicas del capitalismo –el trabajo abstracto, el valor, la mercancía, el
dinero, que no pertenecen en absoluto a todo modo de producción, sino únicamente al
capitalismo- las que engendran su ciego dinamismo. Más allá del límite externo,
constituido por el agotamiento de los recursos, el sistema capitalista tiene desde su
inicio un límite interno: la obligación de reducir –a causa de la competencia- el trabajo
vivo que constituye al mismo tiempo la única fuente del valor. Desde hace unos
decenios, este límite parece haberse alcanzado y la producción del valor “real” ha sido
en gran parte sustituida por su simulación en la esfera financiera. Además, los límites
externo e interno empezaban a aparecer a plena luz en el mismo momento: alrededor de
1970. Si el capitalismo solamente puede existir como huida hacia delante y como
crecimiento material perpetuo para compensar la disminución del valor, un verdadero
decrecimiento solo será posible a costa de una ruptura total con la producción de
mercancías y dinero.

Un “capitalismo decreciente” sería una contradicción en los términos, tan imposible


como un “capitalismo ecológico”. Si el decrecimiento no quiere reducirse a acompañar
y justificar el “creciente” empobrecimiento de la sociedad –y este riesgo es real: una
retórica de la frugalidad bien podría servir para dorar la píldora a los nuevos pobres y
transformar lo que es una imposición en una apariencia de elección-, tiene que
prepararse para los enfrentamientos y los antagonismos. Pero estos antagonismos no
coincidirán ya con las divisorias tradicionales constituidas por la “lucha de clases “. La
necesaria superación del paradigma productivista –y de los modos de vida
correspondientes- encontrará resistencias en todos los sectores sociales. Una parte de
las “luchas sociales” actuales, en el mundo entero, es esencialmente la lucha por el
acceso a la riqueza capitalista, sin cuestionar el carácter de esta supuesta riqueza.

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