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grotesco y primitivo, casi diabólico. Pues allí está, frente a la cámara todo sudado con las verrugas
supurándole por todo el cuello, bajo el labio se agrupan tres barros infectados de pus y, como si
fuese poco, la nariz parece un campo minado de espinillas negras. Estos cráteres, igualitos a la
minería? …
gemelas: se derrumban como mantequilla. El olor a rata sudada bañada en guiso de brócoli sale de
nuevo. La plasta preñada del maíz de anoche, para su mala suerte, ahora se desliza hasta el uñero
del dedo gordo del pie. El toser es mayor con cada interrogante, por lo que su mujer le ofrece un
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La isla del sapo
vaso de agua. Así, humedeciendo su áspero cuerpo logra tranquilizarse un poco… sin embargo, la
garganta solo puede seguir produciendo sonidos de violines y cuatros peleando una guaracha.
Mortal; la cámara —memoria electrónica— guarda por siempre su cara de sapo. Los ojos
recitado. Como el papagayo, esputa las palabras envueltas en una fétida bola de gusanos e iguana
descuartizada. Vomita y caga las palabras, por el culo lo primero y por la boca lo segundo… sin
fijarse de las múltiples señales que su esposa le hace para salvarlo. Fracasa. Como moscas, todo
su mundo comienza a hacerse diminuto… en un viaje creyéndose prócer, sin saber qué repite lo
repite y repite. Croa, envuelto en la tumba de sus huesos que recién este discurso le dona.
14:54 – 15:15
© Gabriel Meroli
10 de noviembre de 2019
Por Guánica, de camino a Ballena