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Las virtudes de lo inexplicable:

entrevista a Jacques Rancière sobre los


“Chalecos amarillos”
Publicado en: El diario.es // 08/02/2019. Traducción de Álvaro García-
Ormaechea.

¿Explicar los “chalecos amarillos”? ¿Qué entendemos por explicar?


¿Aportar las razones por las que sucede aquello que no esperábamos?
Estas, de hecho, rara vez faltan. Y para explicar el movimiento de los
“chalecos amarillos” las leemos a tutiplén: la vida en las zonas periféricas
del país, abandonadas por los transportes, los servicios públicos y los
comercios de proximidad; la fatiga acumulada por los largos trayectos
cotidianos, la precariedad del empleo, los salarios insuficientes o las
pensiones indecentes, la existencia a crédito, la dificultad para llegar a
fin de mes, etc.

Ciertamente hay ahí muchas razones para el sufrimiento. Pero sufrir es


una cosa y dejar de sufrir es otra bien distinta. Es incluso lo contrario.
Ahora bien, los motivos de sufrimiento que se enumeran para explicar la
revuelta son exactamente análogos a aquellos por los que explicaríamos
su ausencia: unos individuos sometidos a semejantes condiciones de
existencia normalmente no tienen el tiempo ni la energía para rebelarse.

La explicación de las razones por las que la gente se moviliza es idéntica


a la explicación de las razones por las que la gente no se moviliza. No se
trata de una simple inconsistencia, sino de la lógica misma de la razón
explicativa. Su papel consiste en probar que el movimiento que ha
sorprendido todas las expectativas no tiene más razones que aquellas que
alimentan el orden normal de las cosas: se explica por las razones mismas
de la inmovilidad. Consiste en probar que no ha pasado nada que no
conozcamos ya, desde donde concluimos, si tenemos el corazón a la
derecha, que este movimiento no tenía razón de ser y, si tenemos el
corazón a la izquierda, que, estando totalmente justificado, por desgracia
el movimiento ha venido en un mal momento y de mala manera, de la
mano de la gente equivocada. Lo esencial es que el público siga dividido
en dos: está la gente que no sabe por qué se mueve y luego está la gente
que se lo explica.
A veces haría falta ver las cosas al revés: partir precisamente del hecho
de que aquellos que se rebelan no tienen más razones para hacerlo que
para no hacerlo –e incluso con frecuencia algunas menos. Y a partir de
ahí, preguntarse no por las razones que permiten poner orden en este
desorden, sino más bien por aquello que este desorden nos dice sobre el
orden dominante de las cosas y sobre el orden de las explicaciones que
normalmente lo acompaña.

En mayor medida que cuantos han tenido lugar en años recientes, el


movimiento de los chalecos amarillos es el de gente que normalmente no
se moviliza: no hay representantes de clases sociales definidas o de
categorías conocidas por sus tradiciones de lucha. Son hombres y mujeres
de mediana edad, parecidos a los que nos cruzamos todos los días en las
calles o en las carreteras, en los lugares de trabajo o en los parkings, que
llevan como único signo distintivo un accesorio que todo automovilista
está obligado a poseer. Se han puesto en marcha por la más terrenal de
las preocupaciones, es decir, el precio de la gasolina: símbolo de esa masa
abocada al consumo que indigna a los intelectuales distinguidos; símbolo
también de esta normalidad sobre la que descansa el sueño tranquilo de
nuestros gobernantes: esa mayoría silenciosa compuesta de individuos
completamente dispersos, sin forma de expresión colectiva, sin otra
“voz” que la que contabilizan periódicamente los sondeos de opinión y
los resultados electorales.

Las revueltas no tienen razones. Tienen, en cambio, una lógica. Y esta


consiste precisamente en destruir los marcos en los que comúnmente se
perciben las razones del orden y del desorden, y las personas aptas para
juzgar sobre ellas. Estos marcos son, antes que nada, usos del espacio y
del tiempo. Significativamente, estos “apolíticos”, de las que hemos
destacado su extrema diversidad ideológica, han retomado la forma de
acción de los jóvenes indignados del movimiento de las plazas, una forma
que los estudiantes de las protestas habían tomado prestada de los
obreros en huelga: la ocupación.

Ocupar consiste en elegir para manifestarse como colectividad en lucha


un lugar ordinario del que se desvía el uso normal: producción,
circulación, etc. Los “chalecos amarillos” han elegido las rotondas, esos
no-lugares en torno a los cuales automovilistas anónimos circulan todos
los días. Allí han instalado material de propaganda y puestos
improvisados, tal y como hicieron durante esta última década las gentes
anónimas reunidas en las plazas ocupadas.
Ocupar es también crear un tiempo específico: un tiempo más lento en
comparación con la actividad habitual, y por lo tanto un tiempo para
distanciarse del orden habitual de las cosas; un tiempo acelerado, por el
contrario, por la dinámica de una actividad que nos obliga a responder
constantemente a cuestiones para los que no estamos preparados. Esta
doble alteración del tiempo trastorna los ritmos habituales del
pensamiento y de la acción. Y a la vez transforma la visibilidad de las
cosas y el sentido de lo posible. Lo que antes era objeto de sufrimiento
adopta una nueva visibilidad, que es la de la injusticia. El rechazo de un
impuesto pasa a ser el sentimiento de la injusticia fiscal y después el
sentimiento de la injusticia global de un orden del mundo. Cuando un
colectivo de iguales interrumpe la marcha normal del tiempo y comienza
a tirar de un hilo concreto –hoy el impuesto sobre la gasolina, ayer la
selectividad, la reforma de las pensiones o de la legislación laboral–, es
toda la tupida red de desigualdades que estructuran el orden global de un
mundo gobernado por la ley del beneficio lo que empieza a deshacerse.

Deja de ser, por lo tanto, una demanda que exige ser satisfecha. Son dos
mundos que se oponen. Pero esta oposición de mundos amplía la brecha
entre lo que se pide y la lógica misma del movimiento. Lo negociable se
vuelve no negociable. Para negociar se envían representantes. Ahora
bien, los “chalecos amarillos”, surgidos de esa Francia profunda que,
según se nos dice, es receptiva y sensible a las sirenas autoritarias del
“populismo”, han retomado esta reivindicación de horizontalidad radical
que creíamos propia de los jóvenes anarquistas románticos de los
movimientos Occupy o la ZAD. No hay negociación entre los iguales
reunidos y los gestores del poder oligárquico. Esto significa que la
reivindicación triunfa por el mero temor de los segundos, pero también
que su triunfo la muestra insignificante al lado de aquello que la revuelta
“quiere” por su desarrollo inmanente: el fin del poder de los
“representantes”, de aquellos que piensan y actúan por los demás.

Es cierto que esta “voluntad” puede ella misma adoptar la forma de una
reivindicación: el famoso referéndum de iniciativa ciudadana. Pero la
fórmula de la reivindicación razonable oculta de hecho la oposición
radical entre dos ideas de democracia. De un lado, la concepción
oligárquica reinante, es decir, el recuento de voces a favor y en contra en
respuesta a una determinada pregunta que se plantea; y del otro, la
concepción propiamente democrática: la acción colectiva que declara y
verifica la capacidad de cualquiera a la hora de formular las preguntas
mismas. Porque la democracia no es la elección mayoritaria de los
individuos. Es la acción que pone en práctica la capacidad de cualquiera,
la capacidad de aquellos que no poseen ninguna “competencia” para
legislar y gobernar.

Entre el poder de los iguales y el de la gente “competente” para gobernar


siempre puede haber disputas, negociaciones y compromisos. Pero tras
ellos queda el abismo de la relación no negociable entre la lógica de la
igualdad y la de la desigualdad. Es por ello que las revueltas siguen aún
a medio camino, para gran disgusto y satisfacción de los entendidos que
las declaran condenadas al fracaso por carecer de “estrategia”. Pero una
estrategia no es más que una manera de administrar los golpes en el seno
de un mundo dado. No hay estrategia que enseñe cómo colmar el abismo
abierto entre dos mundos. “Iremos hasta el final” decimos en cada
ocasión. Pero este final del camino no se identifica con ningún fin
determinado, sobre todo desde que los Estados llamados comunistas
ahogaron en sangre y fango la esperanza revolucionaria. Es tal vez así
como hay que entender el eslogan de 1968: “No es más que un comienzo,
la lucha continúa” [“Ce n’est qu’un début, continuons le combat”]. Los
comienzos no alcanzan su fin. Se quedan en el camino. Lo cual quiere
decir también que no dejan de reanudarse una y otra vez, incluso si eso
significa cambiar de actores. Es el realismo –inexplicable– de la revuelta
el que pide lo imposible. Porque lo posible ya está tomado. Es la fórmula
misma del poder: no alternative.

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