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La nación y el nacionalismo pueden aparecer como conceptos difusos, difíciles de asir debido
a la cantidad de factores que intervienen en la formación de una nación y de un nacionalismo.
Su forma específica, eso que podemos llamar la nación colombiana o francesa, es la
combinación de factores históricos, económicos, culturales y políticos, determinados ellos de
maneras muy distintas. Pero, ciertamente, ver el fenómeno de la nación es algo en lo que ni
siquiera nos tenemos que esforzar; podemos sentir en diversas situaciones el influjo
emocional que nos produce esta: una exaltación al escuchar el himno (para bien o para mal),
el logro de un científico colombiano (talvez, con un sesgo ideológico), al comer un plato,
familiar o típico, y preguntarse si podría vivir en otro contexto culinario (o pensar, por el
contrario, que el sancocho es de mal gusto y malo para salud). El caso es que la influencia de
la nación en nuestros días, y desde ya hace años, es innegable, y anda siempre en compañía
de una complicación conceptual, lo que explica que los estudios en esta materia no
proliferarán sino hasta cien o doscientos años después del periodo de emergencia nacional
(¿no serán los fenómenos más cotidianos y naturalizados los más difíciles de explicar?). Nos
dice Gellner respecto al fenómeno de la nacionalidad: “Un hombre debe tener una
nacionalidad, como tiene una nariz y dos orejas; una deficiencia en cualquiera de estos
particulares no es impensable, pero sólo como resultado de algún desastre, y un desastre de
un tipo determinado” (1988). Pero a pesar de ser tan natural nuestra adhesión a ella, su
configuración y consolidación no tiene nada de natural.
Los paréntesis anteriores no fueron arbitrarios, con ellos quería señalar la siempre existente
disyunción, el carácter no monolítico, el discernimiento en el fenómeno de lo nacional. Se
cree de manera común que por cada nación hay un nacionalismo, pero, y para ir
emprendiendo la cuestión, al hablar de nacionalismo se habla de “culturas desarrolladas”
según Gellner, o “artefactos culturales” según Anderson (1993), y por aquí quiero comenzar.
Es la “cultura desarrollada” la que, en un principio, se impone de manera general, mediante
el monopolio educativo por parte de un poder centralizado, a una cultura primaria o menos
desarrollada, y así tener las bases para el desarrollo de la burocracia y el desarrollo
comunicativo necesario para la sociedad industrial (Gellner, 1988); son el “artefacto cultural”
de una clase particular, como lo fue para las dinastías en Europa en la época posterior a los
movimientos nacionales, producto de la erosión de una concepción religiosa del mundo y el
paso a una comunidad imaginada “secular”, que supla la necesidad de continuidad en el
tiempo. Me parece que estas definiciones plantean una jerarquización, o un grupo que se
impone sobre otro. Esta idea de sustenta en el hecho de la articulación entre cultura y política:
esto es nacionalismo, el intento de proveer a una cultura su propio perímetro político y
congruencia con el gobierno (Gellner, 1988). De lo que aquí se desprende es la necesidad de
las culturas por hacer parte de este nacionalismo, o más que para hacer parte, se trata de
cooptarlo, pues de la imposición de una cultura determinada se pueden generar
desigualdades: tal imposición de una cultura en la manera como lo hace (mediante el sistema
educativo casi obligatorio, haciendo funcionar a la sociedad en cuestión en base a esta
cultura), es totalmente injusta frente a las demás culturas, que potencialmente pueden llegar
a ocupar esa posición.
Entonces, retomando, lo que sí es necesario es una cultura desarrollada, la cual puede seguir
los lineamientos de una élite cultural, o más bien, la cultura que esta élite cultural puede
imponer. Entiéndase la élite cultural como aquel grupo social que tiene una posición de
poder, en lo que concierne a una cultura, en comparación a otros grupos de la sociedad, ya
sea por su formación, o por su posición en el gobierno, o más bien en la conjunción de estos
dos; por ejemplo, un historiador, un científico o un escritor cuya obra es ensalzada desde un
nacionalismo. Esta élite es la que se conforma como modelo, su pensamiento e ideas son las
que van acorde con un modelo de nación, y son las que dicho nacionalismo toma. Así, se
puede hablar de élites culturales que se encuentren en el poder u otras que no, que hacen
parte, por ejemplo, de un movimiento reformista o de independencia, de un grupo étnico que
hace reclamos, y que comienzan a incomodar a un nacionalismo real u oficial.
Pues bien, hay que tener en cuenta factores como la diseminación de libros, que fue cada vez
mayor; comenzaba el capitalismo impreso, una vez saturado el mercado de la clase alta, a
vender a más cantidades de personas ya en lenguas vernáculas. Comenzaba así a formarse el
nuevo imaginario de comunidad mediante el periódico y las novelas que emprendían muchas
veces estas élites culturales, y aquí es donde pienso que tienen su mayor aporte. Un ejemplo
del aporte de la élite cultural, específicamente en la música, es el caso de los compositores
considerados nacionalistas, que traían a la escena musical de la segunda mitad del siglo XIX
una reafirmación de lo nacional.
Compositores como Isaac Albéniz y Francisco Tárrega, ambos españoles, los cuales
componían piezas no sólo con el nombre de estas haciendo referencias a lugares de España,
como la Suite Iberia o Suite Española de Albéniz, sino también adaptando ritmos españoles
a obras sinfónicas, o combinándolas con elementos de la música clásica en el caso de Tárrega;
Albéniz escribió también operas y canciones en base a hechos históricos. Otros compositores
siguieron la misma corriente, entre ellos el noruego Edvard Grieg, o el bohemio Antonín
Dvorak. Otro caso, el de Richard Wagner, el carácter nacional que adquirió su figura en
Alemania, asociándolo a lo que es la kultur alemana, y también, en un tono polémico, incluso
atribuyendo influencia de él en Hitler. Este es un ejemplo de un aporte de una élite cultural:
influencia en la manera de imaginarse, llegar a escuchar e imaginarse que así suena Navarra,
o España. Otro trabajo de un compositor de gran importancia, que definitivamente se puede
considerar de la élite cultural, fue el de Años de peregrinaje de Franz Liszt, que hace
referencia a Suiza e Italia. Ahora bien, no queda claro qué posición en las relaciones de poder
tenían estos compositores, qué tanto podía impactar su manera de imaginar la nación al
nacionalismo real.
Así que la nación sí se puede imaginar desde abajo, pero esta puede tomar la forma que a la
cultura del gobierno le favorece, porque se muestra una inclusión de esta cultura en la nación,
aumentando las ilusorias cosas en común. Por ejemplo, que Colombia se considere
pluriétnica y multicultural, cuando en realidad los derechos de las comunidades indígenas y
afrodescendientes son vulnerados de manera regular y hay una clara disparidad en las
oportunidades que reciben estas comunidades. A lo largo de la historia estas comunidades se
han conservado en un sitio marginal, siendo parte, ya en un periodo más avanzado de la
república, del discurso de la nación; pero así mismo, manteniendo relaciones de desigualdad
en la práctica, tal vez todavía sustentado por lógicas eugenésicas o biológicas. Un caso
reciente que considero pertinente fue en el Valle del Cauca, se trata de la presentación de un
proyecto para hacer de la bebida típica del pacífico, el Viche, patrimonio cultural (esta ya
patrimonio cultural del pacífico), y me pregunto qué es eso de patrimonio cultural, cuando a
los cañoneros antioqueños del río Cauca, los cuales se dedicaban a la actividad del barequeo,
patrimonio cultural, fueron desplazados en las peores condiciones debido a la construcción
de la represa de hidroituango. Si eso es hacer reconocimiento a las culturas, y hacerlas parte
del imaginario de nación, oficial, además, pues no sé qué le pueda esperar al Viche del
pacífico.
Pero no creo que sea la única forma en que la nación se pueda imaginar desde abajo, tampoco
se puede reducir a lo que he descrito. Si entendemos “desde abajo” como la parte de la
sociedad que no está en el poder administrativo, Gellner da un ejemplo ilustrativo en este
sentido sobre el caso de la independencia africana, en donde los de abajo veían violado ese
principio nacionalista, era clara el carácter entropífugo de la clase que gobernaba en la África
de esa época. En el caso “criollo”, como muestra Anderson, las independencias americanas
se dieron en ese mismo contexto de incongruencia entre gobernantes y gobernados. Pero creo
que puede haber otra forma de hacer la nación desde abajo, una que no noté en la bibliografía
consultada y que me parece importante, que es la de modificar e imaginarse la nación desde
el ejercicio de la ciudadanía.
Pienso que desde el reclamo ciudadano, las protestas, tutelas y marchas se puede llegar a
modificar la nación, el imaginario o imagen de esta desde abajo. Habría que ver qué tan
legítimos o eficaces son estos medios en Colombia, y no sólo en Colombia sino en otras
naciones en donde no hay democracia o está en entredicho. Un ejemplo puede ser el caso ya
mencionado de Colombia que se define como pluriétnica y multicultural en su constitución,
y es que es posible que esto no se haya dado si no es por la presión y reclamos que hacían las
comunidades para ser parte de esa nación, de la participación de tres representantes indígenas
en la asamblea constituyente, del reconocimiento de estas comunidades que venían sufriendo
un proceso de asimilación por parte del estado, proceso ya demandado por comunidades
internacionales (Semper, 2006).
Bibliografía: