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DE BUENOS AIRES
INSTITUTO DE FILOSOFÍA
PRIMERA PARTE: IV
I.-¿Qué es la sociedad?
Ese buen filósofo y jurista que fue Luis Recasens Siches, destaca la importancia
de dar una respuesta adecuada a la pregunta, y afirma: “Este tema de definir
esencialmente a la sociedad determinando a que zona del ser pertenece y qué
clase de ser tiene, no sólo constituye una importante especulación teórica, sino
que además posee una enorme y decidida importancia práctica. Probablemente
gran número de las tragedias que ha sufrido la humanidad y, sobre todo las que
padece en el presente (escribe apenas terminada la 2ª. Guerra Mundial), sean
consecuencia de una falta de claridad mental respecto de lo que es la sociedad, y
de lo que son los diversos entes colectivos, sobre todo el Estado”[2].
La palabra tiene una raíz sánscrita sac y viene del latín sequor, sequi, que
significa acto de seguir o acompañar, marchar en la dirección de; de allí viene
sequax, sectus, secta ysociare, que significa unirse, encontrarse, ir
juntos. Sociare expresa el proceso social como algo activado por los hombres, en
el que ellos son sujeto y objeto a un mismo tiempo.
Son interesantes las que señala José Todolí O.P.,: “1) No consiste en algo
sustantivo, sino relativo; 2) No es algo estático, sino dinámico; 3) No es una
cualidad de la sustancia en sí, sino en su relación con otros; 4) No es una relación
inter-individual (psicológica), sino de varios individuos o grupos en orden a un fin
exterior a todos ellos; 5) No se da en la suma de acciones particulares, sino en la
integración de muchas fuerzas para la consecución de un fin común; 6) Por eso no
está constituida por una unidad sustancial, sino por una unidad moral, que supone
las diferencias de personalidad, coordinadas libre y deliberadamente al fin común
de la sociedad”[4].
Es por dicha razón que los hombres pueden ser partes, que en su faz práctica
actúan en relación con los demás. En este sentido, afirma Louis Lachance O.P.
que “las partes no pueden ser definidas más que por referencia al todo. Así no se
sabría definir una mano sin apelar a la noción de hombre. Paralelamente es
imposible elaborar una definición práctica de hombre sin referirse a la noción de
sociedad. Él se relaciona a la sociedad. Esto es lo que está contenido en las
fórmulas usuales: el hombre es animal social, animal civil, animal político. Él se
relaciona a la sociedad como al detentador de su perfección, como a un mundo
connatural de vida y de acción… la inclinación que lo mueve al buen vivir, lo
orienta en forma implícita a aquello que es la causa natural”[5].
Comenzamos por la experiencia, ese acto vital consciente por medio del cual nos
encontramos con la realidad. El conocimiento vulgar, ya nos advierte de algunas
características de lo social: en primer lugar que excede al individuo, que concierne
a una pluralidad y que la ordena.
Así se habla de que una persona tiene “sentido social”, cuando se preocupa por
los demás y los ayuda; de “asistencia social”, cuando se habla del cuidado de
muchos; de “inclusión social”, hablan nuestros políticos, aunque haya cada vez
más excluidos, de “cuestión social”, la cual, según Utz “es entendida como
problema que afecta a la comunidad y que debe resolverse creando el equilibrio
dentro de la comunidad”[6].
Pero pasaron los años y se fueron agregando temas como la cuestión agraria, la
de los sectores medios, la de la familia, la de la mujer, la de la sociedad de masas.
En su gran obra acerca del tema Johannes Messner, señala que la crisis de la
cultura “puso al descubierto con plena claridad las raíces espirituales y culturales
de la cuestión social moderna que trascendió el ámbito económico social
apuntando cada vez más a la esfera de lo espiritual y cultural”[7].
Hoy es evidente que las aristas más salientes de la cuestión social no pasan por el
ámbito obrero, porque ganan mucho más con menos gastos, un camionero
principiante o un portero, perdón, un encargado de edificio, que un sufrido
escribano artesanal.
La segunda aclaración que queremos hacer del texto es el tema del equilibrio que
según Utz se debe tratar de lograr al ir superando los desafíos que presenta la
cuestión social. Nosotros preferimos hablar de armonía de acuerdo a una frase de
Víctor Hugo: “Por encima del equilibrio está la armonía; por encima de la balanza
está la lira”.
Gustave Thibon propone un ejemplo que será inmediatamente entendido por Silvia
Casco y María Josefina Bilbao integrantes de dos magníficos coros: “La armonía
exige la desigualdad. Cada cuerda de la lira emite un sonido diferente y la
adecuada proporción entre esos sonidos constituye la belleza de la música. Ya no
se trata de fuerzas opuestas que se anulan recíprocamente, sino de una
concordancia interna, de una convergencia entre elementos que escapan a la
gravedad… En el equilibrio las cantidades se contrapesan; en la armonía las
cualidades se complementan”.
“En el orden social, el equilibrio no basta nunca para producir la armonía. Pero, por
el contrario, la armonía basta para establecer el equilibrio, pues entonces los
individuos y los grupos en lugar de enfrentarse en un antagonismo estéril,
conjugan sus fuerzas en la búsqueda y en el servicio del bien común”[8].
V.- Hacia un concepto.
Como señala José Todolí, “la sociedad tiene un modo de ser real y auténtico,
distinto de los individuos en particular y de la suma de todos ellos, pero a su
vez no es algo sustantivo, sino una unidad de orden, y, por lo tanto, tiene el ser
más débil entre las realidades humanas”[10].
En el segundo caso, las personas se vinculan por una proximidad solamente física.
Es el hacinamiento de gente apelotonada en el subterráneo, ya considerado en
tiempos estivales y hace años por el P. Leonardo Castellani, como “un
entubamiento del sudor humano”, al cual se suman en nuestro tiempo, el uso y
abuso de los teléfonos celulares, que tornan públicos, desde negocios hasta
intimidades. Estamos en el ámbito de lo colectivo.
Entendemos que aquí, más que una sociedad constituimos una comunidad de
personas unidos por lazos afectivos que no hemos perdido nuestra individualidad,
que hemos crecido juntos, que hemos puesto en práctica la argumentación a
través de diálogos, a veces fructíferos, otras no, que nos hemos divertido, que
hemos encontrado un tiempo de ocio en un mundo obsesionado por el negocio.
Hoy muchas veces se confunde autoridad con poder; por eso aquí recurriremos a
la etimología del término que algo nos aclarará su contenido: Autoridad viene
de augeo, hacer crecer, aumentar, amplificar; de augur, el pontífice romano
revelaba los augurios, los presagios favorables acordados por los dioses a una
empresa; de allí derivaaugustus, consagrado por los augures. Este término es más
amplio y comprensivo queauspicium, que designa la observación de los pájaros.
También viene de auctor, fundador, autor; de auctoritas, fuerza que sirve para
sostener y acrecentar y de auxilium, ayuda, auxilio, subsidio; de allí el principio
tantas veces mal comprendido de acción subsidiaria, llamado generalmente de
subsidiariedad.
Recordemos aquí a los juristas romanos que carecían de todo poder y rebosaban
de autoridad; podemos compararlos con tantos poderosos de nuestro tiempo,
gobernantes, políticos, religiosos, empresarios, periodistas, rebosantes de un
poder sin honor, carentes de toda autoridad, que en lugar de ejercer el poder como
servicio, se sirven de él para su provecho personal.
Aquí cabe aclarar que “la afirmación genérica de que el hombre es social por
naturaleza no significa prácticamente nada si no se tiene en cuenta que la
naturaleza social del hombre se proyecta existencialmente en una serie de formas
varias de vida social”.
Luego cita a Enrique Pichon Rivière quien define a la familia como “una estructura
social básica, que se configura por el interjuego de roles diferenciales (padre,
madre, hijo), el cual constituye el modelo natural de interacción grupal”. Raquel
Soifer pone énfasis especial en la convivencia pues “la relación cotidiana es
esencial en la formación de los vínculos, no solamente desde el punto de vista
afectivo, sino también en la consolidación de los elementos culturales”[14].
El hombre en la familia aprende a vivir con los demás y recibe una educación
política bajo las formas más diversas: “educación de la amistad, educación de la
obediencia, educación de la confianza, educación de la colaboración, educación
del sacrificio, educación de la responsabilidad, educación de la justicia, educación
de la generosidad, educación del espíritu de economía, educación del respeto,
educación de la piedad hacia las tradiciones, educación de la inteligencia y de la
voluntad, educación en la continuidad temporal por la solicitud por el pasado, por el
presente y por el porvenir, educación en el espacio social por las relaciones con los
próximos, los parientes... No se acabaría de enumerar las formas de educación
con resonancia política que la familia dispensa con permanente prodigalidad”[15].
Un gran escritor francés, Albert Camus, denuncia al Estado racional por “aplastar
para siempre la célula profesional y la autonomía comunal”, y agrega que el
verdadero realismo “a favor de la vida… se apoya ante todo en las realidades más
concretas: la profesión, la aldea donde se traducen el ser y el corazón viviente de
las cosas y los hombres… la política debe someterse a esas verdades. La
profesión es en el orden económico lo que es la municipalidad en el orden político,
la célula viviente sobre la que se edifica el organismo”[16].
Todos estos grupos persiguen fines y como en el orden práctico el fin tiene
naturaleza de bien, esos grupos en su quehacer deben tender a realizar su bien
común específico. El criterio para juzgar los fines de los grupos infrapolíticos es su
conformidad con el bien común político. Para ser bueno el hombre debe ajustarse
al bien común. Lo mismo cabe para los grupos. Cuando sus objetivos son nocivos
para la comunidad, existen dos posibilidades: la tolerancia o la represión.
El Estado tiene que ocuparse del bienestar general, del orden, de la paz, de la
seguridad. El Estado no se confunde con la Nación, que es comunidad de cultura y
de destino.
Y como los habitantes tienen derecho a ser bien gobernados, tienen derecho a
vivir en un clima de orden, de paz y de seguridad aunque todo esto se realice
parcialmente.
¡Vivir peligrosamente! Así vivió la escribana Orieta Pontoriero por las veredas de
Macri, que construye bicisendas para ciclistas fantasmas, y no repara las aceras;
así vivimos nosotros dos asaltos y un secuestro. ¡Ay Zaffaroni! ¿Por qué el hombre
común tiene que contratar seguridad privada o comprarse una pistola?, ¿Por qué
no puede concurrir a ciertos lugares públicos?, ¿Por qué debe cruzar la vereda por
precaución ante el encuentro con un grupo presuntamente peligroso? ¿Por qué
debe pensarlo bien antes de aceptar una invitación nocturna en el conurbano?
¿Por qué tenemos que sentir miedo los escribanos cada vez que salimos de un
Banco? ¿Por qué hace un mes tuvimos que huir con mi mujer eludiendo
obstáculos y soportar el golpe de una piedra en el techo del auto al pasar por una
Villa en San Isidro pues nos habíamos equivocado de camino?
Saint-Exupéry, como casi siempre, nos aporta una dosis de buen sentido: “No se
trata de vivir peligrosamente. Esta fórmula es pretenciosa. Los toreros me gustan
poco. No es el peligro lo que amo. Sé lo que amo. Es la vida”[18].
Luis Legaz y Lacambra, el filósofo del derecho español, nos aclara que la
seguridad no es un valor burgués, “sino una exigencia ineludible del derecho… La
vida humana es por esencia, peligro e inseguridad… Ha sido Nietzsche quien puso
de moda el lema que más tarde popularizó el fascismo, del vivir en peligro,
convertido en imperativo…”, y concluye: “en la vida social, que es la única en la
que el derecho tiene existencia, no se puede admitir, sin incurrir en contradicción
que el ‘peligro’ y la ‘inseguridad’ tengan carta de naturaleza”[19].
Tampoco José Ortega y Gasset concuerda con Eugenio Zaffaroni, ya que acusa a
Nietzsche de frivolidad y hasta de cursilería en el imperativo ¡vivir peligrosamente!,
que no es tampoco original, sino “la exasperación de un viejo mote del
Renacimiento italiano, el famoso lema de Aretino Vivere risolutamente. Porque no
dice: vivid alerta, lo cual estaría bien; sino vivid en peligro. Y esto revela que
Nietzsche ignoraba que la sustancia misma de nuestra vida es peligro”[20].
Y ahora algunas puntualizaciones, para el colega esc. Pablo Buffoni Almeida, quien
expuso este tema y dijo que fin social y bien común “son cosas sinónimas”…
“Nadie se lanza a conseguir una cosa sino cuando ve en ella algo que le conviene,
qué es bueno para él”.
Entendemos que esto no es así. Una banda de gánsteres como la formada por los
hermanos Juliá, sus cómplices y compinches tiene un objetivo como todo grupo
social: el transporte rápido y seguro de cocaína en grandes proporciones. ¿Es
conveniente para ellos? No hay duda que hacen un excelente negocio, en un viaje
ganarán más que los escribanos artesanales en varias vidas.
Pero ¿es bueno para ellos? ¿Es la prestación de un servicio que satisface una
necesidad auténtica de los demás? ¿Por qué su empresa se llama Medical-jet y no
Narco-jet? ¿Es análogo transportar un enfermo (disfraz de la empresa), que
traficar cocaína? Entendemos que no y que sus actos son malos, los degradan
desde una perspectiva moral y son delictuosos desde el ángulo penal. Además,
para quienes entendemos a la profesión como un servicio, y no como un medio
para llenarse de plata, sus conductas son repugnantes.
Pero lo que más nos interesa, es aplicar la sentencia antes enunciada: el hombre
es bueno si está ajustado al bien común; como esa banda, en la cual los Juliá
tienen una destacada participación, no está ajustada al bien común político es
mala, injusta y también lo son los integrantes. Con lo cual comprobamos que bien
común y fin social no son lo mismo, a pesar de lo expresado por nuestro ex
alumno y novel escribano Buffoni.
Pero hay más. Dijo bien Buffoni, citando a Santo Tomás, que el bien común “es
más amable que el bien privado”, y que no es ajeno a los particulares. Por eso, el
bien común político no se identifica ni confunde con el bien particular del Estado.
También dijo acertadamente que “el bien común no es la suma de los bienes
particulares”, sino una ordenación de esos bienes.
1° El bien propio no puede existir sin el bien común, lo que está bien, pero agrega:
“el fin social, el bien común, es por lo menos un medio para alcanzar el bien
particular”; ¡Ay Buffoni, dónde quedó el principio de no contradicción! El bien
común político es fin común, no un medio o como se lo define a veces
pastoralmente un “conjunto de condiciones”. Como escribe ajustadamente Pío XI:
“la sociedad civil es sociedad perfecta, pues encierra en sí todos los medios para
su propio fin, que es el bien común temporal”[21]. En cambio, un concepto
filosóficamente erróneo es el de Juan XXIII, repetido por el Concilio Vaticano II,
“conjunto de condiciones que permiten a los ciudadanos el desarrollo expedito y
pleno de su propia perfección”[22].
2° “No hay bien común sin que los individuos alcancen el bien particular”. Otro
error. La verdad es que el bien común es en su más alto nivel participable por los
particulares, pero existen individuos que pueden marginarse de esa participación y
perseguir bienes particulares incompatibles con el bien común. (p. ej. Un
empresario que prospera sembrando miseria, resentimiento y envidia a su
alrededor, y haciendo peligrar la paz).
3° “El bien común es una concatenación de fines. Los que persigue el individuo y
los que busca la sociedad se eslabonan. No hay que sacrificar a ninguno. Basta
colocarlo en su sitio”. Esto es confuso. No podemos extendernos ahora en el tema
del sacrificio, pero existen muchas personas que no han dudado en sacrificar hasta
su vida en aras de un bien común. Además tratándose de bienes del mismo
género la primacía es siempre del bien común (p.ej. una expropiación para
construir una ruta).
El último error que señalaremos es la afirmación “que por encima del bien común
sólo esta Dios, fin trascendente del individuo y de la comunidad”. Y entonces Dios
no es Bien Común. ¡Ay colega, te olvidaste de la analogía!
Así como existen el bien común de la familia, de los otros grupos infrapolíticos, de
la sociedad política, también existen el bien común espiritual, el bien común
internacional, el bien común del universo y el Bien Común separado o
trascendente, que es Dios, a veces llamado Bien Comunísimo. O acaso Dios es
bien privado de cualquier hombre. No es privativo de nadie. Dios, el Ser
subsistente, cuando se presenta en las Sagradas Escrituras en el Libro del Éxodo
nos dice: Soy el que soy (3,14). Acto puro, sin mezcla de potencia alguna, Primer
motor, Causa eficiente primera, Ser necesario, Ser perfectísimo, Ser providente
que ordena hacia su fin los actos y movimientos de las criaturas. Como sintetiza
Santo Tomás en la Suma contra los gentiles, “Dios es el bien de todo bien” (Cap.
XVI).
En los aspectos más importantes del bien común político se puede participar, que
no es lo mismo que tomar una parte. Y aquí es muy interesante lo que señala Juan
Alfredo Casaubon, cuando distingue, dentro del bien común, tres clases de bienes:
1) los bienes comunes participables, que son aquellos que pueden ser conocidos,
amados y disfrutados por cualquier número de personas sin que los mismos se
dividan ni aminoren: bienes espirituales, como la paz, el orden, la verdad objetiva,
el ambiente moral y su belleza; 2) los bienes colectivos, que, por ser materiales,
que, por ser materiales, aunque pueden ser disfrutados en común, tienen límites y
en los que el disfrute de unos, puede aminorar el disfrute de otros: jardines
públicos, hospitales, museos y teatros públicos; los bienes distribuibles: dinero
público, alimentos, vestidos… que el Estado puede distribuir”[23]. Sólo de los
últimos se puede tomar una parte.
Ahora, trataremos de aclarar el tema del bien común respecto al bien particular. El
bien común no puede oponerse al propio de las personas sino al bien “particular o
singular o individual, o sea, a aquel bien que de tal suerte le pertenece que resulta
ajeno a otra persona”.
Según la Regla de San Benito escrita en el siglo VI y hoy vigente incluso en las
varias abadías masculinas y femeninas que existen en la Argentina, existen cuatro
clase de monjes de las cuales ahora nos interesan dos: los Cenobitas “que militan
bajo de una regla y de un Abad” y la de los Anacoretas o ermitaños, “los que
habiendo aprendido por largas pruebas en el monasterio y con el socorro de
muchos a combatir al demonio se sienten con bastantes fuerzas para dejar la
compañía de sus hermanos y emprender por sí solos una nueva guerra y pelear
sin socorro ajeno, con sólo su brazo y protección de Dios, contra los vicios de la
carne y de los pensamientos”[25].
O sea que existen dos clases de monjes: los cenobitas que viven en comunidad,
cuyo primer padre es San Pacomio, egipcio, y los anacoretas que viven solos.
Santo Tomás, en las huellas de Aristóteles se ocupó del asunto y escribe: “El
hombre puede vivir solitario de dos maneras… no llevando vida social por la
maldad de su ánimo, y esto es bestial”, o “entregándose enteramente a las cosas
divinas” (Suma Teológica, 2-2, q. 188 a. 8).
Ahora bien, entendemos en primer lugar, que los anacoretas, antes de su retiro a
parajes desérticos e inhóspitos, hicieron un largo aprendizaje social y, en segundo
lugar, que su soledad física no los aparta de ciertos usos sociales y les permite
una mayor cercanía espiritual con otros hombres y con Dios. Al fin y al cabo, la
plegaria por todos en la soledad y en el silencio más radical es la forma más alta
de caridad.
La vida eremítica nació en el siglo III en la Tebaida egipcia, con San Pablo, primer
ermitaño, y el también egipcio San Antonio, y se extendió a Occidente en el siglo
IV.
El Código de Derecho Canónico de 1983 tuvo que reconocer la realidad porque los
anacoretas no sólo siguen existiendo sino que se multiplican. Su fuerza está en
contradecir el espíritu de nuestro tiempo.
Son muy difíciles las estadísticas por la singularidad de estos personajes, pero se
calcula que son alrededor de veinte mil, de los cuales la mayoría hoy son urbanos,
un poco más de la mitad varones y un poco menos mujeres, que viven en las
buhardillas y mansardas de algunos edificios céntricos, en Nueva York y en
Chicago, en Turín, Milán y Roma. Otros se aquerencian en santuarios
abandonados o en casuchas campesinas. Las mujeres tratan de evitar lugares
aislados por temor a las agresiones. En Italia se calculan mil doscientos. En el sur
de Francia: trescientos. En la Argentina sabemos de uno.
Cuando se instalan en la campiña, los primeros tiempos son duros. Los lugareños
desconfían de ese forastero solitario, con aire distinto (la mayoría tiene títulos
universitarios), que no recibe visitas, que no tiene teléfono, ni radio, ni televisor,
que se va a la cama con las gallinas y se levanta al alba, que intercambia con
todos -el párroco incluido- el mínimo indispensable de palabras. Casi siempre la
primera visita es de la policía local alertada por los vecinos. Luego, lentamente, el
forastero es aceptado como un miembro excéntrico e inasible de la comunidad, y
en el umbral de su puerta comienzan a aparecer verduras, frutas, pan, leche, a
menudo acompañados de una esquela que pide oraciones[27].
La mayoría de los anacoretas son laicos, pero son numerosos los sacerdotes,
religiosos y monjas que eligen esta vida después de años en comunidad. ¿Por qué
esta elección?Es una llamada que ha encontrado un nuevo florecimiento ante la
borrachera comunitaria, social, política, económica, que ha tergiversado muchos
ambientes religiosos; ella consiste en redescubrir respecto a todo activismo y
eficientismo, el valor de la plegaria, de la lectura espiritual, de la meditación y del
silencio.
Casi todos los anacoretas son personas entre cincuenta y sesenta años; algunos
viven de sus jubilaciones, de trabajos artesanales que pueden realizar entre cuatro
paredes, del laboreo de alguna huerta; los que integraron comunidades religiosas,
si se fueron en buenas relaciones, a veces son ayudados por las mismas. Parece
que siguiera vigente un antiguo proverbio: “a joven eremita, viejo diablo”.
Ahora, dos palabras sobre Robinson Crusoe y sobre el Robinson suizo. El primero,
o es víctima de un naufragio o es abandonado en la isla del archipiélago Juan
Fernández que hoy lleva su nombre.
El Robinson inglés fue el marinero Alejandro Selkirk, a quien Borges le dedicó unos
versos que leímos en una de las primeras reuniones. Hace unos cuantos años
tuvimos el gusto de ascender al mirador desde el cual el náufrago o el
abandonado, según la versión que prefieran, escudriñaba el horizonte esperando
la nave que lo devolviera a la vida social.
El escribano Hernán de Pablo estará pensando ¿Qué tendrá que ver todo esto con
el Curso? Tiene que ver en ambos casos si recordamos las enseñanzas de
Perelman y la ampliación del objeto de la retórica por su Escuela de Bruselas.
Los eremitas y los Robinson debían hacer el bien y evitar el mal. Al dictamen de
lasindéresis debía seguir la determinación prudencial respecto de los medios. La
prudencia individual, la fortaleza y la templanza debían ponerse en práctica para
combatir los vicios y facilitar los actos buenos. La justicia estaba suspendida en el
caso de Robinson Crusoe por ausencia de alteridad, muy ocasionalmente la
encontramos en la vida de los eremitas y aparece imperfectamente en el caso del
Robinson Suizo, de justicia “analógica” según Aristóteles.
Cuando los ermitaños se radicaban en el desierto, ese alejamiento, “si bien cortaba
algunas posibilidades de pecar, no las destruía a todas. Aún en el desierto, ellos
descubren que el enemigo ha viajado con ellos y en ellos”[30].
[1] Así también lo señala Danilo Castellano en L’ordine della política, Edizioni
Scientifique Italiane, Nápoles, 1997, p.30.
[6] Utz, Arthor Fridolin, Etica Social, Herder, Barcelona, 1964, T. I., p. 41.
[13] Para qué la familia, Kapelusz, Buenos Aires, 1979, ps. 15/16.
[18] Terre des hommes, VII, 6, en Oeuvres, Gallimard, París, 1965, p. 238.
[23] “Estudio crítico de la lógica del ser y del deber ser en la teoría
egológica”, Ethos, Instituto de Filosofía Práctica, Buenos Aires, 1974/5, n° 2/3, p.
54.
[25] Regla de gran patriarca San Benito, Abadía de Santo Domingo de Silos,
Burgos, 1980, ps. 21/2.
[26] Los padres del desierto, San Jerónimo, Santa Fe, 19812, p. 76.