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Nace,

así, la idea de la injerencia de la comunidad internacional en aquellos “estados


fallidos”, acaso sin viabilidad.

Derecho y despotismo.- Definimos al despotismo como la forma de gobierno en el que un
hombre asume de hecho poderes ilimitados sobre todos los habitantes de un país determinado.
Los casos en las páginas de la historia son múltiples y con rasgos de crueldad ilimitada, y
desde luego desconciertan en especial a los cientistas sociales, a los constitucionalistas, a los
juristas y aun a los sociólogos. El despotismo, con matices diversos, a lo largo de todas las
etapas históricas, ha puesto sus huellas perversas en Europa, América, Asia, Africa (…) con
una extensa nómina de personajes que, en sus ansias de poder personal o familiar, se han
despojado del derecho; otros, “inspirados” en invocaciones de redención nacional han actuado
al cobijo de una conducta despótica, con motivaciones étnicas, religiosas y hasta de lucha de
clases. Ese detentador de la autoridad suprema no reconoce ninguna norma que limite su
poder. Actúa en el ejercicio de un poder omnímodo (en el marco de la patología social)
movido por impulsos irracionales y con despecho y repulsa a las consideraciones apegadas al
derecho.

Derecho y justicia.- En el campo semántico y de la mano con el diccionario, la relación entre
las dos palabras nos indica: derecho equivalente a justo; justo quien obra según justicia y
razón. Resulta, figuradamente, lo que el propio diccionario define respecto a los siameses, o
sea, “Siamés.- Dicho de un hermano: gemelo que nace unido por alguna parte de su cuerpo”. Y
respecto del gemelo: “Dícese de cada uno de los hermanos nacidos de un mismo parto”. En
efecto, el derecho (“debe ser entendido como el arte de gobernar a los hombres”) y la justicia
(“Virtud que inclina a dar a cada uno lo que le pertenece”) nacen de un mismo tronco; hay una
fraternidad, con identidades propias: el uno apunta al ser a través de la norma; el otro se
inscribe en el deber ser de las aspiraciones individuales y colectivas. “Bienaventurados los
que tienen sed de justicia”, señala el Evangelio. “La norma la dictan quienes detentan el
poder”, es una de las tantas glosas ideológicas.
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En la vía jurídica –que nos toca destacar, véanse párrafos anteriores- el equivalente al
derecho es la ley, que definida en los códigos civiles, entre ellos el ecuatoriano, “Es la
declaración de la voluntad soberana que, manifestada en la forma prescrita por la
Constitución, manda, prohíbe o permite” (Art.1). He aquí dos referencias de carácter
constitucional acerca de la justicia: “2. Todas las personas son iguales y gozarán de los
mismos derechos, deberes y oportunidades” (Art. 11); y, “La potestad de administrar justicia
emana del pueblo y se ejerce por los órganos de la Función Judicial y por los demás órganos y
funciones establecidos en la Constitución” (Art. 167).

De Salvador Jorge Blanco reproducimos esta aseveración: “Mientras el Derecho es un
producto de la vida en sociedad, la justicia es un sentimiento que se vive instintivamente, aun
por el hombre aislado de todo contacto con sus semejantes”[91]. En este sentido, en el ámbito
de aplicación suele afirmarse que el derecho y la justicia tienen campos diferentes, y se
reconoce como potestad del juez pronunciarse con equidad, especialmente en los casos de
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insuficiencia u oscuridad de la ley, porque la equidad es la realización de la justicia. “La
equidad es concreta y la justicia es abstracta”, apunta el mismo autor.

La ruptura de esa delicada ecuación ha dado margen, en muchos casos, al predominio de la
injusticia y la opresión. Esa situación, elevada a reflexiones filosóficas y acciones políticas,
ha conducido a la desobediencia o resistencia pacífica, en unos casos, como aquella liderada
por Mahatma Gandhi, o a la resistencia revolucionaria, en otros, registradas históricamente en
la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América el 4 de julio de 1776 y en
la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en Francia, el 27 de agosto de
1789. En sustancia, argumentan los juristas, “el derecho a la resistencia es una forma de
hacerse justicia por sí mismo tal como ocurre con la legítima defensa o con la cláusula non
adimplenti contractus del derecho civil”. En tanto que desde el plano de las ciencias políticas
“la resistencia es en lo político un movimiento de oposición militante contra un régimen
autoritario, que vulnera los derechos humanos, o contra fuerzas de ocupación extranjera”[92].

4.2. Derecho, política e historia

En un sesudo y extraordinario resumen, Carlos Sánchez Viamonte pasa revista a las múltiples
manifestaciones del pensamiento de teólogos, filósofos y juristas que dedicaron especial
atención al problema político, aun sin proponerse crear una disciplina científica. Cita a Tomás
de Aquino (1227-1274), Francisco de Vitoria, Domingo Soto y Francisco Suárez, entre otros,
como pensadores políticos y exponentes del derecho natural, quienes en verdad se
constituyeron en iniciadores de lo que se llamó derecho político. Tomás Hobbes (1588-1679),
acompañado casi simultáneamente por Juan Locke y Benito Espinosa, se preocuparía por
explicar el problema jurídico-político, a examinarlo a la luz de los principios jurídicos con
que el derecho privado había enriquecido y modelado el incipiente derecho público. Recuerda
a los enciclopedistas del siglo XVIII que contribuyeron enormemente a dar relevancia al
derecho político, al convertirse en pilares de ese pensamiento: Montesquieu, Rousseau y
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Sieyès con sus obras “El espíritu de las leyes”, “El Contrato Social” y “¿Qué es el Tercer
Estado?”, respectivamente.

“Todo este saber acumulado fue el contenido del Derecho Político como rama científica del
Derecho y su sistematización de Derecho Político o de Ciencia Política. Antes de comenzar el
constitucionalismo no existía ningún problema lógico ni metódico que enfrentase el Derecho
Constitucional con la Ciencia Política o el Derecho Político, pero todo el contenido de esas
disciplinas se transvasó al Derecho Constitucional”[93], advierte Sánchez Viamonte.

Al adentrarnos en el tema relativo al “Estado de Derecho” no podemos soslayar el
reconocimiento actual del alcance y significado de una Constitución. Es pensamiento
generalizado y compartido asegurar que la Constitución no es un instrumento de gobierno, no
es una bitácora de normas sino un instrumento de la soberanía popular, cuyo contenido no se
agota en lo político; su ámbito penetra en lo social, cultural, económico, etc.; excede a lo
puramente gubernativo y sus normas son aplicables al ordenamiento de la vida privada de los
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individuos, a la interrelación entre las personas, y de éstas con el Estado.

Esfera de acción del derecho

El tratadista Coviello sienta un axioma cosmológico irrecusable: “El orden constituye la
esencia misma del universo entero; de aquí que todos los seres están sometidos a una norma
inquebrantable que preside su existencia y su vida (ley física, química, biológica, etc.) (…) (el
hombre) además de estar sometido a las leyes comunes a todos los seres vivientes, lo está a
leyes particulares que responden a su esencial naturaleza, que gobiernan su voluntad y
acciones (…)”[94]. A esa subordinación ordenadora corresponden lo comportamientos éticos
y morales; en tanto que la sujeción de su conducta a las actividades en las que participa con
sus semejantes, es decir, a las manifestaciones externas de relación, son las llamadas
jurídicas, que constituyen el derecho.

Definido el derecho (4.2 supra), nos corresponde atender a su esfera de acción y eficacia, las
cuales están determinadas por el límite en el tiempo y el límite de la ley en el espacio.

La ley, como todo hecho humano, tiene su principio y su fin; nace con la entrada en vigor, y
fenece con la cesación de su vigencia. A la terminación de su aplicación suelen acudir en la
técnica jurídica una de las siguientes causas: la abolición, jurídicamente denominada
abrogación si es total, y derogación si es parcial.

Institucional y jurídicamente corresponde al Legislativo, órgano generador de la ley, declarar
la abolición o derogatoria de la ley mediante un acto posterior con fuerza de ley. Un acto del
Poder Ejecutivo no tiene efecto abolicionista, como tampoco puede apelarse para esos efectos
a la costumbre contraria ni al desuso de la ley para esgrimir la terminación de la misma. “Es
principio general que los actos del poder ejecutivo no pueden lesionar jamás los derechos de
los particulares”[95]. La técnica jurídica y la doctrina reconocen que la abolición puede
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verificarse de manera directa o expresa, y de modo indirecto o tácito. Reglas expresas sobre
la derogación de las leyes están contenidas en los artículos 37, 38 y 39 del Título Preliminar
del Código Civil ecuatoriano, y se sustentan en el clásico principio de lex posterior derogat
priori, con ciertas limitaciones opuestas por el principio leges posteriores ad priores
pertinent. En consecuencia, doctrinaria y jurídicamente “Si en el momento mismo en que entra
en vigor una nueva ley cesa la anterior derogada por aquélla, no cesan igualmente en la vida
las relaciones jurídicas nacidas bajo el imperio de la ley precedente, no sólo en cuanto son
hechos realizados, y que han producido ya sus efectos, sino también en cuanto tienen la
capacidad de producir otros, que vienen a realizar por la necesidad misma de las cosas
cuando impera ya la nueva ley”[96]. Estamos, pues, en el ámbito general de la
irretroactividad de la ley, sin desconocer que doctrinariamente también se reconocen
excepciones a este principio.

Vinculadas a la eficacia de la ley y a sus límites en el tiempo, existen anexadas al tema
especialmente las teorías del derecho adquirido, del hecho cumplido, del ius cogens, cuyos
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principios, traducidos en normas jurídicas, son instituciones de excepción al principio de
validez y aplicación de la ley a partir de su puesta en vigencia, o sea para lo venidero. El otro
ámbito de acción y eficacia del derecho, como ya anotamos, se refiere al límite de la ley en el
espacio. En la práctica el tema se inscribe en las normas aplicadas por el derecho
internacional privado. Hemos señalado ya la génesis y la naturaleza de la tesis de la
interdependencia existente entre los miembros de la comunidad internacional.

A partir de ese concepto, la vida de cada uno de los Estados no se desenvuelve aisladamente
de la de los demás. Sin embargo, cada uno de ellos tiene una legislación propia (autonomía)
que responde a las necesidades particulares y a la idiosincrasia de sus pueblos. No es raro -al
contrario, es frecuente- que esa diversidad de ordenamientos jurídicos presenten unos respecto
de los otros afinidades, desavenencias, contradicciones conceptuales, oposiciones, etc., frente
a una situación jurídica específica y planteen severos conflictos de leyes al pretender en su
aplicación la preeminencia de unas respecto a las otras.

¿Por cuál de las diversas legislaciones que rigen al mismo tiempo en varios Estados debe
gobernarse una determinada relación jurídica?

El problema en sí y la búsqueda de solución son complejos y sensibles. Los estudiosos y
tratadistas han ensayado muchas propuestas con el sano propósito de elevarlas, con el
consenso entre los Estados, a principios y normas de aplicación general, como ocurrió en el
campo interamericano con el Código Sánchez de Bustamante, instrumento internacional
adoptado en la VI Conferencia Internacional Americana de La Habana (1928), vigente para el
Ecuador. La antigua doctrina proclamaba el principio de la territorialidad de la ley, con lo
cual la ley extranjera debía aplicársela en determinados casos vía excepción. La doctrina
moderna, por su parte, optó por un principio diametralmente opuesto, consistente en que la
aplicabilidad de la ley extranjera debe considerarse como regla, y la exclusividad de la ley
territorial debe tenérsela como excepción y valedera sólo cuando se trate de disposiciones
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concernientes al derecho público.



4.3. Estado de Hecho

En contraposición al Estado de Derecho, existe el Estado de Hecho, que originalmente estaba
asentado en el Estado absolutista del L’ancien régime[97]. En ese sentido, este Estado no es
más que el rompimiento del Estado de Derecho, y la inobservancia de los elementos
constitutivos y fundamentales del mismo.

El Estado de Hecho tendrá dos grandes vertientes, aquella que conlleva el rompimiento de la
estructura constitucional, conocida como dictadura; y aquella que nazca de la misma
constitución, en ese caso estaríamos frente a un Estado de Excepción.

“La dictadura fue originalmente una institución jurídico-política de la antigua Roma destinada
a hacer frente a situaciones de emergencia política. De allí viene la palabra, aunque su
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acepción actual tiene muy poco que ver con la antigua”[98].

En el período romano vemos que el dictador era un título funcional otorgado por el Senado, en
dos causas: a) Dictadura rei gerendae causa; o, b) Dictadura seditionis sedandae et rei
garendae causa. El poder del dictador era amplio, asumía el mando militar, sus actos no
estaban sometidos a la intercessio[99] de los tribunales, gozaba de ius edicendi[100] y los
decretos tenían fuerza de Ley. Esta institución romana, sin embargo, por su connotación es
análoga al Estado de Excepción que al hecho del quebrantamiento del Estado de Derecho; hoy
se entiende por dictadura el gobierno de facto, autoritario en el que una sola persona o un
grupo minúsculo toma todas o las más importantes decisiones políticas del Estado. El sujeto,
el dictador, concentra en sí mismo todos los poderes del gobierno y los ejerce autoritariamente
y sin limitaciones jurídicas ni temporales.

Cabe, sin embargo, hacer una disquisición en este punto. Aquí, en la aparición de esta
mecánica de conducción del Estado, el papel de la legitimidad suele tener un peso
preponderante para el ejercicio del poder, aunque éste rompa con la legalidad que debería ser
el elemento consustancial al de legitimidad que permita la conducción del Estado.

4.4. El Estado frente a la Democracia

Entendido el Estado como esa entelequia jurídico-política, su estrecha atadura con el mundo
del derecho a través de la pirámide de Kelsen, y la necesidad de administrar esa estructura: la
vinculación con las formas de Gobierno se vuelve imprescindible abordar.

En ese contexto, no cabe duda que el modelo hasta la fecha incuestionable, a pesar de las
palabras de W. Churchill, es la democracia, aún más cuando a partir de la segunda mitad el
siglo XX y lo que va del siglo XXI, esta forma de Gobierno ha adquirido un valor moral
universal, se ha consolidado y es por antonomasia la forma política universal legítima que no
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acepta detractores, ni revisionismos[101].



Entender el proceso evolutivo de esta forma de Gobierno, permitirá aplicar un FODA[102]
sobre el mismo y de ese modo, con conocimiento de causa, apoyar esta forma o bien
simplemente replantearse la democracia en los términos en que actualmente está siendo
implementada.

4.4.1. Evolución de la Democracia

Analicemos etimológicamente la palabra democracia. Proviene del latín tardío democratia
que, a su vez, procede de la composición de dos voces griegas que significan pueblo y
gobierno. El concepto, como lo menciona R. Borja Cevallos en su Enciclopedia de la Política,
se formó de la superposición histórica de varias nociones[103].

En este punto conviene mirar al padre de este concepto: Aristóteles; quien sostuvo que el ser
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humano es un «animal político»; afirmando que la familia y el pueblo cubren necesidades
vitales inferiores, tales como la comida y calor, matrimonio y educación de los hijos; pero
sólo el Estado puede cubrir la mejor organización de comunidad humana. Esta afirmación nos
obliga a establecer la forma en que debe administrarse el Estado, y en este punto Aristóteles
desarrolla las denominadas formas puras o buenas y las impuras o malas -sobre lo bueno y
malo, conviene no olvidar que Aristóteles es, por esencia, un moralista-. En virtud de ello
tenemos: a) Formas puras: monarquía, aristocracia y democracia; y, b) Formas impuras:
tiranía, oligarquía y demagogia. Correlacionándose las formas puras con las impuras, de modo
que de la monarquía su antagónica es la tiranía; de la aristocracia, la oligarquía; y, de la
democracia, la demagogia.[104]

El concepto aristotélico fue tomando forma, y considerando su base etimológica, la
democracia resultaba ser el Gobierno del Pueblo, en definitiva, el Gobierno de muchos. Sobre
esta premisa, el pensamiento revolucionario francés del siglo XVIII reconoce en el pueblo la
decisión última de los destinos sociales, creándose de esta manera el concepto de soberanía
nacional sustituyendo L’ancien régime que había prevalecido en los sistemas absolutistas.

El reconocimiento de que la soberanía radica en el pueblo fue tomando fuerza a partir de su
concepción, pero no fue sino hasta principios del siglo XX, que el fenómeno conocido como
rebelión de las masas[105] sirvió para extender los derechos políticos, y más adelante, los
económicos, hacia sectores cada vez más amplios de la población.

La palabra democracia ha sufrido los vaivenes de la historia política y ha sido sometida a
veces a cambios drásticos. Así mismo, al estar directamente vinculada con aspectos
ideológicos y concepciones, las mutaciones sobre su alcance y real naturaleza han provocado
redefiniciones, en unos casos, incluso, acomodaticios. Esto ha hecho ambiguo a este vocablo,
que ha sufrido erosiones semánticas por el uso indiscriminado que han hecho teóricos y
políticos de las más diversas tendencias. Este vaivén conceptual hace que las observaciones
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de R. Labrousse tengan gran certeza, al señalar que: “(…) nada indigna más a los partidarios
de la democracia que encontrar que la palabra pertenece también al vocabulario de sus
adversarios”[106].

La democracia, sin embargo, más allá de su concepción originaria o aquella que se le da hoy
en día, es más que un adjetivo, un objetivo o una meta, tiene un valor axiológico y teleológico.
Es en ese sentido, las palabras de Abraham Lincoln, en su discurso de Gettysburg, al definir
democracia, fundamentó la visión moderna del término, al señalar que es: el gobierno del
pueblo, por el pueblo y para el pueblo[107].

La diferencia entre la democracia concebida en sus primeras etapas y la moderna es un tema
que está en la palestra, no sólo de los políticos sino también de los politólogos, e incluso, por
la naturaleza del tema, de todos y cada uno de nosotros, tanto sobre el uso descriptivo como
valorativo de la palabra. En cualquier caso, la discusión sobre la democracia tiene dos aristas
visibles: la analítica por un lado, y la axiológica por otro[108].
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En términos descriptivos, por “(…) democracia los antiguos entendían la democracia directa;
los modernos, la representativa. Cuando nosotros hablamos de democracia, la primera imagen
que se nos viene a la cabeza es el día de las elecciones, largas filas de ciudadanos que
aguardan su turno para depositar su voto en las urnas (…) -esta visión de N. Bobbio nos hace
reflexionar y concluir que el- (…) tipo de sufragio con el que se suele hacer coincidir el hecho
más relevante de una democracia de hoy es el voto, no para decidir, sino para elegir a quien
deberá decidir” [109] (el entre guiones es nuestro).

Asimismo, Hans Kelsen, uno de los mayores teóricos de la democracia, “(…) considera que el
elemento esencial de la democracia real -no de la ideal, que no existe en ningún lugar-, es el
método de selección de los dirigentes, o sea, las elecciones”[110]. Esta afirmación y la de
Bobbio se ven aun ratificadas en términos prácticos en la afirmación de un Juez de la Corte
Suprema de Justicia de los Estados Unidos que fue emitida en el marco de las elecciones de
1902, que dice: “(…) la mesa electoral es el templo de las instituciones norteamericanas,
donde cada uno de nosotros es un sacerdote, a quien se le confía el cuidado del arca de la
alianza (…), es algo que sucede en todas las iglesias”[111].

Pero la democracia en su proceso de consolidación, específicamente desde mediados del siglo
XX, hasta nuestros días ha constituido la forma privilegiada de administrar los Estados, que se
ha relacionado con modelos económicos de distinta tendencia. Como deja entrever el doctor
R. Borja en su Enciclopedia sobre la Política, el término democracia ha sido copulativamente
asociada a los diferentes modos de producción: capitalista, socialista e, incluso, comunista; ha
sido utilizada por fascistas como por nazistas, por occidentales -que hemos transformado a
esta forma de Gobierno en valor moral universal- como por orientales, como legitimadora de
un proceso que da la ganancia a unos y como parte del discurso de quienes pierden y quieren
que sus voces sean escuchadas desde el criterio de la “minoría”, etc.

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La democracia, sin importar desde dónde se la observe, tiene un valor moral intrínseco, tanto
así que se vuelven interesantes las observaciones de I. Kant en materia de derecho
internacional[112], que están relacionadas estrechamente con la democracia, cuando plantea la
cuestión de la posible convergencia entre la política y la moral, en definitiva, la democracia
se vuelve el escenario privilegiado para ello.

A continuación se intentará explicar la vinculación más fuerte que se registró en la esfera de lo
político desde finales de la segunda Guerra Mundial, cuando como parte del discurso en las
relaciones internacionales, se matrimonió el término democracia al modo de producción
capitalista.

4.4.2. Democracia y Mercado

El mercado en su sentido lato es el punto de encuentro entre los oferentes y los demandantes
de bienes y servicios en una economía de libre concurrencia. En un ejercicio relacional, se
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puede sostener que “(…) la política se ha conducido en los mercados de ciudades por lo
menos desde los griegos clásicos (…) En una analogía de mercado, los votantes se comparan
a los consumidores -demandantes- y los políticos a los proveedores -oferentes-”[113] (los
entre guiones son nuestros).

Aproximémonos a lo que se entiende económica y políticamente como mercado. Desde los
tiempos del economista inglés Adam Smith[114] el mercado libre estimula el afán de lucro de
las personas y les mueve a actuar en beneficio de la sociedad, aunque no sea ésta su intención;
esto ocurriría, según A. Smith, porque está conducida por la mano invisible que promueve un
fin, aunque no forme parte de los designios personales, se alcanza la “distribución de la
riqueza” inintencionalmente por la suma de los esfuerzos individuales.

A este postulado se lo conoce como liberalismo y constituye la escuela clásica. Se sostiene
que cualquier intromisión del Estado en el mercado dañaría el juego de sus leyes económicas -
que son, según sus teóricos, leyes naturales-, y corrompería la eficiente operación de ellas.
Según esta posición, no existe mecanismo más eficiente que el mercado; tesis que ha sido
fundamentada por el doctor Milton Friedman[115], quien a partir de la segunda mitad del siglo
veinte, y en especial a partir de la década de los sesenta es considerado padre del
neoliberalismo[116].

Recordando la historia. La Revolución Bolchevique (octubre, 1917), que transformó al Gran
Imperio Ruso -que se articulaba dentro del modo de producción feudal- en un Estado
autoproclamado socialista y posteriormente comunista, introdujo en la historia de las
relaciones internacionales, tras adquirir preponderancia y peso en el concierto planetario tras
la segunda Guerra Mundial, una estructura bipolar de confrontación, en la cual se enfrentaron
en diferentes lugares del globo terráqueo, en diferentes formas y connotaciones, por un lado la
Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y sus satélites y los Estados Unidos de
América (EUA) y sus aliados, en una lucha por demostrar cuál era el mejor modo de
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producción (capitalista vs. socialismo/comunismo) con las connotaciones políticas y


económicas propias de este duelo.

Finalizada la II Guerra Mundial, un hecho quedó consolidado: la confrontación Este – Oeste,
que se articuló a través de la denominada “Guerra Fría”, la misma que se libró en los
territorios ajenos a los EUA y la URSS, transformando la dialéctica académica de ideas, en
terrenos llenos de trincheras y transformando los argumentos de ambos bandos en balas y
muertos.

En ese contexto mundial, la discusión sobre cuál era el modo de producción que debía
subsistir -pues los actores de este orden internacional de post-guerra no daban espacio a la
“convivencia ideológica”-, creó conceptos socio-políticos y económicos que han sobrevivido
hasta la fecha -incluso a pesar de que en 1989, con la caída del Muro de Berlín, salió
vencedor de esta lucha de más de 70 años, el capitalismo en su manifestación más pura, el
neoliberalismo-, como son los denominados países del Primer Mundo, del Tercer Mundo, los
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No Alineados; en términos militares, la desaparición del Pacto de Varsovia, la redefinición
del Tratado del Atlántico Norte (OTAN); en lo político la necesidad práctica de redefinir la
Organización de las Naciones Unidas (ONU), entre otros temas de importancia para la
humanidad[117].

La arena internacional fue el escenario para la promoción e imposición de la democracia, que
con habilidad los Estados Unidos supo entrelazar esta forma de Gobierno con el modo de
producción capitalista, hasta cuando en Chile, el Presidente Allende, de orientación política
de izquierda, demuestra que los mecanismos democráticos también constituyen vías legítimas
para el ascenso al poder de las tendencias socialistas; hecho que provocó que los Estados
Unidos irrumpiera violentamente en el escenario político latinoamericano y promoviera un
resquebrajamiento sistemático de las jóvenes democracias que venían instaurándose en la
región. Un período de dictaduras y Estados de Hecho se instauró.

Los países occidentales adoptaron en su estructura, a finales de la década de los 70,
democracias como forma de Gobierno, o al menos así lo hicieron la gran mayoría[118]. 1989
constituye un hito en ese proceso de confrontación: la caída de la URSS causó un sismo
enorme en el tablero político internacional y los EUA apareció como “vencedor” en este duelo
que se sostuvo desde fines de la segunda Guerra Mundial. Francis Fukuyama, en su obra “El
Fin de la Historia y el Último Hombre” llega a afirmar la validez inequívoca de la relación de
la democracia y el capitalismo, sintetizándola en la denominada “democracia liberal”;
calistenias académicas similares, pero sin la profundidad del primero, fueron realizadas por
otros autores, tal como se puede ver en el libro “El Idiota Latinoamericano… y Español”, que
más que sustentar las tesis que apuntalen las inexistentes premisas que ahí se esbozan, tratan
de ridiculizar la obra “Las Venas Abiertas de América Latina” que fue escrita en un momento
histórico determinando y por ende, responde a esa realidad tempore-espacial[119].

Esta democracia liberal, sin embargo, hoy en día está sufriendo reveses importantes. Las
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sucesivas crisis financieras y económicas desde 1997 -Crisis Asiática- o bien la que el mundo
experimentó a partir de agosto de 2008, son reacciones que, aparentemente, responden a un
error en el modelo neoliberal, y más bien están demostrando la necesidad de reimplantar las
políticas keynesianas[120] que fueron formuladas, en su momento, por los propios Estados
Unidos, cuando a finales de los años veinte, una crisis financiera destrozó la economía
norteamericana.

La lección parece simple: ni tanto que queme al santo, ni poco que no le alumbre.

4.4.3. Participación Democrática

Según R. Borja, participación adquiere “(…) interés en la vida política en la medida en que es
el ingrediente más importante de la democracia (…) -ya que la democracia es una forma- (…)
participativa de Gobierno y dependiendo del punto de vista ideológico, esa participación
puede comprender solamente el aspecto político de la actividad humana o puede extenderse
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también a lo económico y social”[121] (el entre guiones es nuestro).

No cabe duda que la participación es un elemento esencial en el desarrollo humano, ya que
permite la realización de las capacidades, vocaciones y aptitudes de cada persona; en ese
entendido, la participación conviene al universo de la sociedad y a la estructura política, al
ampliar el involucramiento en la política de actores no tradicionales. Existen niveles de
participación y formas de participación, de modo que ésta puede darse en lo económico, en lo
empresarial, en lo profesional, etc.; en el mercado, la participación puede ser como productor
o como consumidor; en el quehacer político como militante de un partido político, como
funcionario público; como grupo de presión, como periodista.

Conceptos como pluriculturalidad o multi-etnicidad, son expresiones incluyentes de
participación. La participación es, en definitiva un verbo que lleva intrínsecamente el
reconocimiento al derecho a tomar parte en la vida política del Estado. En palabras de R.
Borja, “(…) La participación es la esencia misma de la democracia”[122].

4.4.4. Formas de expresión democrática

En un Estado democrático de derecho hay muchos mecanismos de participación ciudadana y
éstos le sirven al Estado para canalizar las inquietudes de su sociedad y escuchar e interpretar
sus reclamos y opiniones. Ello, a su vez, dará sustento a los procesos decisionales y
legitimidad al gobierno[123].

El referéndum y el plebiscito son, entre otros, mecanismos de participación, y se les puede
definir como aquellas actividades legales emprendidas por ciudadanos que están directamente
encaminadas a influir en la selección de los gobernantes y/o en las acciones tomadas por
ellos[124].

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Los métodos de participación popular son directos e indirectos. Los métodos directos más
usuales, llamados así porque a través de ellos el pueblo toma decisiones concretas que habrán
de cumplirse son la iniciativa popular, el referéndum, el plebiscito, las elecciones y la
revocación del mandato. Los métodos indirectos por medio de los cuales la comunidad influye
o condiciona la conducta de quienes ejercen el poder son principalmente: la opinión pública,
los partidos políticos, los grupos de presión, los grupos de tensión, los nuevos movimientos
sociales y las llamadas organizaciones no gubernamentales (ONG)[125].

4.4.4.1. Iniciativa Popular

En la forma democrática de Estado la elaboración de la ley supone cuatro etapas
fundamentales: la iniciativa, la aprobación parlamentaria, luego la sanción y promulgación por
el Presidente de la República. La iniciativa es el derecho de presentar al Congreso un
proyecto de ley para que comience su trámite legislativo. De ordinario, este derecho
corresponde a los legisladores, al Presidente de la República y a la Función Judicial. Hay
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Constituciones que extienden a entidades consultivas técnicas del gobierno[126].

La iniciativa popular es, desde esta perspectiva, una de las formas de participación popular.
Es el derecho de una fracción del cuerpo electoral a proponer proyectos de leyes, de reformas
legales o de abrogación de las leyes existentes, a fin de que el Parlamento lo apruebe,
enmiende o desapruebe. Lo pueden ejercer los ciudadanos con capacidad de voto.

La iniciativa popular tiene su origen en Suiza y ha sido acogida por algunas Constituciones
europeas y latinoamericanas, con mayores o menores restricciones en cuanto a las materias
sobre las que puede versar y al número de ciudadanos que deben respaldarla. Cumpliendo con
la normativa prefijada (recogida de un número determinado de firmas y otros trámites), el
pueblo propone directamente las medidas políticas que desea, que según su importancia
deberán ser resueltas con los medios adecuados. Recalquemos que es únicamente la iniciativa,
y su propuesta no conlleva ni mucho menos su aplicación.

4.4.4.2. Referéndum

La palabra procede del latín referéndum y designa en el Derecho Público contemporáneo la
consulta popular referente a una constitución, una ley, una reforma constitucional o una reforma
legal. En todo caso, una consulta sobre un asunto de naturaleza jurídica.

Consiste en el acto mediante el cual los ciudadanos con derecho a voto aprueban o
desaprueban un precepto o un conjunto de preceptos constitucionales o legales. Hay dos clases
de referéndum: obligatorio, si es impuesto constitucionalmente como condición de validez
para determinadas normas jurídicas, de modo que ellas carecen de eficacia jurídica si antes no
han sido sometidas a la aprobación popular; y facultativo, si la atribución de instrumentarlo
depende de la voluntad discrecional del Presidente de la República o del Parlamento, de
modo que aquél no es un requisito para la validez de las normas jurídicas[127].
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4.4.4.3. Plebiscito

El plebiscito tiene su origen en la antigua Roma y constituye, de hecho, el antecesor del
referéndum, según afirman diversos autores, entre ellos Ignacio Burgoa Orihuela y Gladio
Gemma (1991, p. 1183), quien dice que en la antigua Roma este término designaba una
deliberación del pueblo, con más exactitud, de la plebe, convocada por el tribuno[128].

Por su parte, el maestro Burgoa (1992, p. 377) dice que, históricamente, el plebiscito era toda
resolución adoptada y votada por la clase plebeya durante la República romana, previa
proposición que en las asambleas por tribus formulaban sus tribunos. Dichas resoluciones
podían tener, incluso, el carácter de leyes. También se le llamaba concilium plebium[129].

Como se ve, los plebiscitos originalmente fueron actos resolutivos de la plebs para la
preservación y mejoramiento de sus mismos intereses colectivos frente a la clase patricia y a
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los órganos del Estado Romano (Burgoa Orihuela, 1992, p. 378).

4.4.4.4. Elecciones

En una sociedad políticamente organizada alguien tiene que mandar. La pregunta es ¿quién
debe hacerlo legítimamente? No puede una sociedad pasarse sin mando, pero al mismo tiempo
no debe ejercerlo sino quien tenga derecho para ello. Tal derecho, en las sociedades
democráticas, emana de la voluntad mayoritaria de sus miembros[130].

Como consecuencia de esto surge la necesidad de crear un método adecuado para identificar y
recoger esa voluntad, que se manifiesta respecto a quién debe desempeñar las funciones de
mando social. Tal método es el electoral, que consiste en la designación de los gobernantes
por los gobernados, mediante la consignación de votos que expresan sus preferencias
volitivas[131].

Quien pretende mandar al margen de ese procedimiento obrará como usurpador, por más que
esté en posesión de los medios para poder hacerlo con eficacia. La función electoral es la
forma más generalizada del sufragio. Se resuelve en la designación por los ciudadanos de las
personas que deben asumir el manejo de los órganos electivos del Estado. Designación que se
realiza periódicamente, mediante la emisión de votos, y en la que participan los miembros del
cuerpo electoral, que es el conjunto de ciudadanos con derechos políticos.

Existen diversas modalidades electorales: elecciones directas e indirectas, elecciones
universales y restringidas, elecciones obligatorias y facultativas, elecciones individuales y
corporativas[132].

4.4.5. Los Partidos Políticos

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La organización y perfeccionamiento de los partidos como instrumentos de intervención de la


comunidad en los quehaceres del Estado fue una de las más importantes innovaciones políticas
del siglo XX. Con ellos se desplazó en buena medida el centro de gravedad político de los
individuos a los grupos organizados, que pasaron a ser los sujetos principales de la acción
política de la sociedad[133].

Los partidos políticos han reducido el peso específico de los individuos en la vida política.
Los centenares de miles de miembros de base de un partido dependen de las deliberaciones de
sus dirigentes y si bien pueden hacer valer sus opiniones ante ellos, a través de las asambleas
y demás actos partidistas, su participación política no es de primera línea.

Al hablar de los partidos políticos no se debe obviar sus elementos fundamentales: ideología
política, plan de gobierno y organización permanente establecida a escala nacional. A
diferencia de otros organismos sociales, lo que caracteriza a los partidos políticos es su
organización estable que les capacita para intervenir en todos los momentos de la vida del
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Estado y el conjunto de principios doctrinales a los que ajustan su acción política y de los que
deriva su plan de gobierno[134].

Los partidos han asumido la función de organizar políticamente a las masas, especialmente en
el caso de los llamados partidos de masas y de promover la intervención metodizada de ellas
en la vida pública del Estado. Con eso la actividad política, en gran medida, ha dejado de ser
función de las personas aisladas y se ha convertido en responsabilidad de los grupos
organizados, que asumen a través de sus órganos de dirección la adopción de las decisiones
más importantes de la vida pública, a las que los ciudadanos prestan su acatamiento y con las
que se mediatiza la acción política de éstos. Los partidos políticos se interponen entre los
designios de los ciudadanos y el ejercicio del poder[135].

4.4.6. Nuevos Actores Políticos

Durante la era de transición se desarrolló en forma significativa otro fenómeno estrechamente
relacionado con la interdependencia y que llegó a constituirse en una característica aún más
importante del sistema internacional después de la segunda guerra mundial. Este fenómeno
hace referencia al crecimiento de las organizaciones Internacionales como actores no Estados
dentro del marco de la política mundial[136].

En los últimos tiempos han emergido, como actores de la vida pública, diversos grupos y
asociaciones que si bien formalmente están comprometidos con diferentes áreas especificas
del quehacer público, como la defensa de los Derechos Humanos, el amparo de las minorías,
la protección de los pueblos indígenas, la lucha contra la discriminación femenina, la defensa
del medio ambiente, la promoción de la paz y el desarme, el combate contra la corrupción, la
protección de los consumidores y muchas otras causas, su motivación de fondo es
eminentemente política aunque no lo reconozcan así sus promotores y dirigentes[137].

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Estos nuevos operadores políticos son los denominados nuevos movimientos sociales y
organizaciones no gubernamentales.

Los nuevos movimientos sociales, hacen su ingreso a la vida política invocando generalmente
ideas movilizadoras de la gente, cuestionando el establishment y lanzándose incluso contra
los viejos movimientos obreros, las prácticas socialistas y los íconos sindicalistas de corte
tradicional. Y por supuesto contra los partidos políticos, a los que culpan de los desastres
sociales, y respecto de los cuales abrigan deseos de sustituirlos[138].

Suelen hacer hincapié en la autonomía de la sociedad civil respecto del Estado. Son
movimientos de diversificación y fragmentación de las sociedades. Proclaman la
obsolescencia del sindicalismo tradicional e inclusive hay algunos sectores obreros que ya no
cierran filas en los sindicatos sino que han optado por estos nuevos movimientos sociales.

En cuanto a las organizaciones no gubernamentales, los círculos diplomáticos y periodísticos
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de las Naciones Unidas ligados a las tareas de cooperación para el desarrollo, acuñaron la
expresión non-gobermental organisations para designar a cierto género de organismos o
entidades privadas de naturaleza voluntaria y sin fines de lucro formados legalmente como
asociaciones civiles para alcanzar determinado orden de objetivos sociales, especialmente en
los países subdesarrollados[139].

Posteriormente las Naciones Unidas definieron a las organizaciones no gubernamentales como
grupos no lucrativos de ciudadanos voluntarios, que están organizados a nivel local, nacional
o internacional, con tareas orientadas y dirigidas por personas con un interés común. Estos
organismos son instituciones de derecho privado con finalidad social o pública porque la
iniciativa de su constitución pertenece al sector particular lo mismo que la conducción de sus
operaciones, funcionan en forma independiente de los gobiernos y su financiamiento no
proviene de los beneficiarios, como contraprestación por los servicios que de ellos reciben,
sino de fuentes privadas o públicas de los países desarrollados.

Las organizaciones no gubernamentales con frecuencia se adelantan con sus planteamientos a
las iniciativas estatales y recogen ciertas preocupaciones sociales. Constituyen un canal de
participación de los grupos ciudadanos en la vida democrática de los Estados[140].

4.5. El Estado y el Derecho Internacional

Las relaciones internacionales, que según sostienen algunos teóricos, funcionan bajo las
premisas del realismo político -es decir a través del despliegue de las tesis maquiavélicas-,
responden a su naturaleza político-funcional; a pesar de que, como sostiene H. A. Kissinger,
los justificativos de las acciones que se llevan a cabo en el concierto mundial, suelen estar
enmarcados en los más loables objetivos del idealismo político[141].

Así mismo, estas relaciones entre las distintas unidades diferenciadas, relaciones que son
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asimétricas, ha constituido la razón primaria para normar la interrelación entre los actores
internacionales; y, es en ese contexto que apegados a los preceptos idealistas, nace el Derecho
Internacional para regular y normar las relaciones de aquellos sujetos de derecho en el plano
internacional: los Estados.

Hay, definitivamente otros sujetos, pero para el efecto del presente trabajo, abordaremos
exclusivamente a este actor privilegiado del Derecho Internacional, que en razón de la
proyección de su soberanía, adquiere la calidad de sujeto y por ende de objeto del derecho,
con obligaciones y deberes.

No deja de ser menos cierto que una de las falencias más visibles del Derecho Internacional
resulta la ausencia de fuerza coercitiva, que permita, ante la violación de las normas, aplicar
sanciones que apuntalen el andamiaje jurídico internacional y con ello el apego al Derecho
Internacional no sea meramente un acto volitivo/moral, sino que, como la legislación interna,
se torne obligatoria[142].
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4.5.1. Naturaleza y personalidad jurídica estatal

El Estado moderno posee personería jurídica “en el sentido de que se presenta como un
ordenamiento que, en cuando se anima, afirmando poderes y derechos como suyos propios,
asume, en su unidad, el aspecto de sujeto de derecho”; tal concepción normativa convierte al
Estado en persona jurídica al asumir responsabilidades civiles, aunque sea en vía subsidiaria,
por los actos de sus funcionarios o dependientes, e incluso respecto a numerosos delitos
contra la personalidad del Estado, en concordancia con la argumentación doctrinaria de los
publicistas alemanes Gerber, Gierke y Jellinek.

En la actualidad todos los ordenamientos positivos, junto a las personas físicas, reconocen
como titulares de específicas situaciones jurídicas-subjetivas[143] a determinadas
agrupaciones humanas (corporaciones y fundaciones, véase Código Civil ecuatoriano), y
desde luego al Estado.

4.5.2. Reconocimiento y extinción de los Estados

Queda claro que el nacimiento de un Estado no está sujeto a normas positivas del Derecho
Internacional, como no lo está la calificación acerca de la naturaleza y personalidad estatal.

El reconocimiento de un nuevo Estado es la libre y pública manifestación que en ese sentido
formulan otros Estados, “expresando su voluntad de considerarlo como miembro de la
comunidad internacional y su disposición de establecer con él relaciones jurídicas normales.
Se ha debatido extensamente sobre si dicho reconocimiento concede al nuevo Estado
personalidad internacional[144]o si aquél reviste carácter puramente declarativo. Nos
inclinamos -sostiene- por la segunda corriente de opinión, que se confirma, además, en el
artículo 9 de la Carta de la OEA: ‘La existencia política del Estado es independiente de su
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reconocimiento por los demás Estados’”[145] (el entre guiones es nuestro).



Fenwick, con mirada retrospectiva, pone atención en la práctica observada en el siglo XVII
por “el pequeño grupo exclusivo de potencias europeas que mantenían relaciones diplomáticas
entre sí”, a los que podría considerárselos como miembros de la comunidad internacional, los
cuales se arrogaban la potestad de admitir nuevos Estados, en la medida en que a éstos les
convenía ampliar el círculo. El tratadista se plantea una serie de preguntas alrededor de tales
decisiones frente al procedimiento para el reconocimiento de un nuevo Estado, y señala
finalmente que: “El procedimiento por el cual se ingresa a la comunidad internacional es
conocido como ‘reconocimiento’, y puede definírselo como la aceptación formal hecha por un
miembro existente, o por varios miembros existentes de la comunidad internacional, de que un
Estado, o grupo político, que hasta ese momento no había detentado el título de miembro de la
comunidad, estaba ya capacitado para ello, y que, en consecuencia podía disfrutar de todos sus
derechos y privilegios de los miembros de la comunidad”[146].

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Tras la separación del Ecuador de la Gran Colombia y su constitución como república, en
septiembre de 1830, el gobierno presidido por el general Juan José Flores privilegió como
línea de política exterior la búsqueda del reconocimiento del Ecuador como miembro de la
comunidad internacional.

De paso registramos que el reconocimiento de un nuevo Estado, desde el punto de vista
doctrinario, según la generalidad de tratadistas, se efectúa de varias formas: expreso o tácito;
individual o colectivo; de jure o de facto.

Apoyado en el tratadista Daniel Antokoletz, Vasco manifiesta que un Estado puede extinguirse
parcial o totalmente, y a la vez reconoce que la extinción acarrea efectos jurídicos de diverso
orden. Este es un tema, por cierto, de evidente interés político y de consecuencias jurídicas,
que por su propia naturaleza se inscribe en el campo del Derecho Internacional Público.

4.5.3. Continuidad de la personalidad internacional

Una vez que se ha determinado la identidad y efectuada la admisión de un nuevo Estado como
persona internacional, esa entidad o sujeto del Derecho Internacional Público continuará con
ese carácter siendo la misma persona, no obstante cualesquiera que fuesen los cambios futuros
que se produzcan en su gobierno y en su organización interna. La continuidad de la
personalidad legal del Estado puede soportar transformaciones radicales en su organización,
sin que éstas alteren la continuidad de la personalidad jurídica estatal ni la responsabilidad
del Estado.

La Teoría de la Responsabilidad parte del supuesto de que existe una norma internacional de
justicia en lo que respecta al tratamiento que debe ser observado por el gobierno del Estado
acerca de los extranjeros residentes, domiciliados o transeúntes en él, así como en relación
con otros Estados y demás sujetos y actores internacionales. Se plantea, al mismo tiempo, la
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pregunta de si tal responsabilidad es absoluta o relativa, si es directa o indirecta.



Portocarrero[147] al establecer las características de la responsabilidad recuerda a la
doctrina y a la práctica, generalmente admitidas como fuentes del derecho. En ese sentido
señala que: “La responsabilidad internacional es siempre una relación jurídica entre Estados,
entre un Estado responsable que comete un acto ilícito y otro Estado que reclama una
reparación por el daño que le ha sido causado”. Añade que, para ser tal, la responsabilidad
jurídica debe “constituir una infracción o violación de una norma de Derecho Internacional, ya
sea imperativa, convencional o consuetudinaria, que se halla en vigencia entre las partes
interesadas” (nulem poena sine lege), de donde se deduce además que la infracción a
principios éticos o el incumplimiento de los deberes de solidaridad y asistencia que se basan
en la cortesía entre las naciones, no acarrean responsabilidad internacional, precisamente
porque éstas no son jurídicamente exigibles.

Un agravio directo, como el ultraje u ofensa a los representantes de un Estado o a sus
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símbolos; una infracción al Derecho Internacional, como lo sería el incumplimiento a una
obligación derivada de un tratado; o un daño o perjuicio causado a la persona o bienes de un
extranjero, ya sea residente o transeúnte, en el territorio del Estado responsable[148], son
modos que originan la responsabilidad internacional del Estado. Ahora bien, tal
responsabilidad, como apuntáramos anteriormente, puede ser directa o indirecta. En el primer
caso es el propio Estado el que ha incurrido en violación de las obligaciones
internacionalmente contraídas, ya por acto propio ilícito o por el de sus representantes o
funcionarios, y aun por sus nacionales cuando el Estado los ha inducido, tolerado o aprobado.
En el otro caso, de responsabilidad indirecta, se ocasiona cuando el Estado asume la
responsabilidad del acto o hecho ilícito cometido por otro Estado con el que tiene un vínculo
jurídico especial, tal ocurre con respecto a sus nexos con Estados en condición de vasallaje,
protectorado, administración fiduciaria o cliente, a los cuales representa.

Los tratadistas en materia internacional coinciden en destacar que, ordinariamente, la
responsabilidad internacional del Estado es consecuencia de actos u omisiones cometidos por
sus órganos estatales: ejecutivo, legislativo y judicial. Hay, de conformidad con el Derecho
Internacional Público, circunstancias excluyentes de responsabilidad, entre las que cabe anotar
a la legítima defensa, las represalias y la renuncia diplomática.

En el ámbito del Derecho Internacional Público el estudio de las formas de gobierno es
marginal, no así en el campo de la ciencia del Derecho Constitucional, la que estudia esas
diferentes formas, o sea, analiza los distintos modos según los cuales el gobierno se origina en
base a sus tareas directrices. “El problema de la clasificación de las formas de gobierno se
conecta con la determinación previa de las principales formas de Estado (y en particular: con
la configuración del Estado de democracia clásica o política)”[149]. Con esta introducción,
situado en la época contemporánea, el autor italiano traza, dentro del Estado de democracia
clásica, un clasificador conformado por dos principios discriminatorios. El primero, ubicado
en un andarivel fundado en los más antiguos orígenes constitucionales aristotélicos, reconoce a
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gobiernos monárquicos, aristocráticos y democráticos. El otro, situado en la época


contemporánea, distingue a las siguientes formas de gobierno: a) Constitucional pura, bien
como monarquía, bien como republicana, de ordinario llamada forma de gobierno
presidencial; b) Constitucional parlamentaria, igualmente monárquica y republicana, “en la
cual -dice- la competencia mencionada no corresponde, efectivamente, al Jefe del Estado, sino
a los ministros, que son responsables políticamente ante el Parlamento, mientras que su
nombramiento por parte del Jefe del Estado asume más que nada valor de pura
formalidad”[150]; y, c) Constitucional directorial, necesariamente republicana, reflejada en
una fórmula intermedia entre las dos anteriores, según destaca Biscaretti al poner como
modelos de ésta al Directorio francés prenapoleónico, y por analogía a la forma de gobierno
del Presidium soviético de la extinta URSS.

4.5.4. Reconocimiento de gobiernos

De ordinario, no es necesario el reconocimiento de un nuevo gobierno cuando se trata de la
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asunción o toma de posesión constitucional por parte del gobernante elegido. La práctica
internacional establece que el hecho se comunica simplemente a los Jefes de Estado con cuyos
países se mantienen relaciones. Una práctica adicional de cortesía, cada vez más generalizada
particularmente en los países latinoamericanos, es acoger la invitación de las autoridades
elegidas para que los países amigos envíen delegaciones, con carácter de misiones especiales,
a participar en las ceremonias de transmisión del mando presidencial. Estamos frente al
establecimiento de gobiernos de jure.

De otro costado, una vez constituido un nuevo gobierno y comunicado el hecho a los demás,
los gobiernos extranjeros, teniendo en cuenta el cambio operado, la legitimidad del título, la
efectividad de la autoridad, las posibilidades de estabilidad futura y la capacidad del naciente
gobierno para cumplir las obligaciones internacionales, deciden -individual o colectivamente-
otorgar o no el reconocimiento. Estamos frente al hecho de surgimiento de un gobierno de
facto.

Del reconocimiento de nuevos gobiernos se ha ocupado, en repetidas ocasiones, la
Organización de los Estados Americanos (OEA), antes y después de la adopción de su Carta
Constitutiva en Bogotá en 1948. En efecto, la entidad regional, por ejemplo, en el propio año
de 1948, durante la IX Conferencia Internacional Americana, adoptó la Resolución XXXV en
la cual señaló que es deseable la continuidad de las relaciones entre los Estados americanos, y
con ese espíritu (que soslayaba el origen de los gobiernos) resolvió: “(…) que el derecho de
mantener, suspender o reanudar relaciones diplomáticas con otro gobierno no podrá ejercerse
como instrumento para obtener individualmente ventajas injustificadas conforme al Derecho
Internacional, y que el establecimiento o mantenimiento de relaciones no significa juicio
acerca de la política internacional del mismo”. En la década de los años ochenta del siglo
pasado, la misma OEA, así como la Comunidad Andina de Naciones, en el afán de poner coto
al vértigo de insurrecciones que daban paso al derrocamiento de gobiernos de jure,
emprendieron en la inacabada labor de consagrar mediante pactos, declaraciones y otros
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instrumentos jurídicos vinculantes entre los Estados miembros el fortalecimiento del sistema
democrático y el repudio a los regímenes gubernamentales de facto.

Concluimos: “Desde ya hace mucho tiempo se acepta, como principio fundamental del
Derecho Internacional, el que todos los pueblos tienen el derecho de elegir su propia forma de
gobierno. En ningún otro aspecto la independencia interna del Estado es tan clara y manifiesta
como en la expresión de su derecho a determinar su organización constitucional, y a elegir a
las autoridades públicas que aplicarán, prácticamente, la Constitución. Un gobierno que llega
al poder por vías constitucionales normales, es considerado, generalmente, como una
expresión de la voluntad popular (…) cuando en el gobierno de un Estado se producen
cambios determinados por los procedimientos constitucionales, los otros Estados no se
plantan el problema del reconocimiento de las nuevas autoridades gubernamentales”[151].

4.5.5 Reconocimiento de gobiernos de facto

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Gobierno de facto es aquel que coercitivamente, al margen del Estado de Derecho, sustituye al
gobierno constituido e impone su autoridad en todo o en parte del territorio del Estado.

Con el propósito de someter a determinadas reglas el reconocimiento a los gobiernos de facto,
que son consecuencia de la instabilidad política, originada en causas de diverso orden,
América ha propuesto y aplicado una serie de medidas emanadas de diversas doctrinas que
han pretendido, de algún modo, paliar tales hechos y frenar los mismos mediante la
institucionalización de procedimientos que pongan límites al reconocimiento de gobiernos de
facto.

Doctrina Tobar: En 1907, el ecuatoriano Carlos Tobar sostuvo que las repúblicas americanas
debían abstenerse de reconocer a los gobiernos que hubiesen ocupado el poder por la fuerza,
por lo menos -decía- hasta que hubieren sido “legitimados constitucionalmente” mediante el
asentimiento de una asamblea nacional. De allí que tal propuesta pasase a denominarse
“Doctrina de la legitimidad constitucional”. Cayó en desuso al atribuírsela que por esa vía se
imponía una sanción y se inmiscuía en asuntos de interés privativo del Estado.

Doctrina Wilson: El Presidente norteamericano, en 1913, distinguió entre el reconocimiento
de facto a favor de un gobierno de hecho, y el reconocimiento de jure respecto de un gobierno
de derecho. Coincidiendo con la Doctrina Tobar, declaró que los Estados Unidos de América
no reconocería a los gobiernos surgidos por usurpación del poder.

Doctrina Estrada: En 1930, el mexicano Genaro Estrada, mediante un comunicado oficial de
su gobierno, anunció que el reconocimiento de un gobierno es un acto de ingerencia en la
política interna, y por esta razón México no se pronunciaría sino que se limitaría a mantener o
retirar, cuando lo creyere pertinente, a sus agentes diplomáticos y continuar aceptando a los
que estuvieren acreditados en ese país, “sin calificar precipitadamente, ni a posteriori, el
derecho que tengan las naciones extranjeras para aceptar, mantener o sustituir a sus gobiernos
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o autoridades”. En el fondo se aprecia una propuesta de reconocimiento tácito al gobierno de


facto.

Gobiernos en exilio: A raíz de las dos guerras mundiales y durante las mismas, como
resultado de la anexión u ocupación total o parcial del territorio de un Estado, y bien por el
sometimiento de sus autoridades a un Estado extranjero o bien por el derrocamiento del
gobierno legítimo por las fuerzas de ocupación, arrojó como consecuencia que las autoridades
del Estado invadido se trasladasen físicamente al territorio de un país extranjero, por cierto
con la autorización de éste, dando lugar a los llamados gobiernos en exilio. Tales gobiernos,
constituidos en una ficción legal, respondían a motivaciones esencialmente políticas; sin
embargo, desde el punto de vista jurídico, su existencia pasó a depender del Estado receptor y
éste al otorgarles esa suerte de “refugio” ejerció el reconocimiento de aquel gobierno en
exilio con personalidad internacional.

4.6. El Estado y la Iglesia
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La Iglesia es una institución con fundamentos particulares y características específicas; a
través del tiempo ha guardado determinadas relaciones con el Estado, ubicándose a veces
sobre el Estado, otras veces por debajo de éste e incluso, en ocasiones, en paridad y
coordinación con el Estado.

La diferencia entre Estado e Iglesia es obvia a pesar de que en muchos momentos históricos se
haya producido una especie de confusión o de interferencia entre sus respectivas esferas de
competencia; se ha propendido siempre a delimitar dichas diferencias y a poner en claro los
verdaderos objetivos y funciones de cada uno respecto del otro.

En esa lógica, al Estado le corresponde perseguir finalidades temporales y terrenales, y a la
Iglesia le toca perseguir fines espirituales y supra-terrenales, usando cada uno de ellos los
medios y procedimientos que se ajusten a la especificidad de tales fines, como anota H. R.
Heller al señalar que: “(…) el poder estatal que organiza y pone en ejecución las actividades
sociales de los hombres que viven en un determinado territorio es, por su función, un poder
secular. En cambio, la Iglesia ordena la conducta del hombre respecto a poderes supra-
terrenales. Precisamente por eso falta en ella la función territorial que es necesaria al Estado;
es esencialmente una agrupación personal y no una organización territorial (…) La Iglesia, por
tanto, constituye un poder espiritual y no más, aun cuando desenvuelva funciones de índole
social en la vida terrena”[152].

Determinadas las competencias, nos obliga a observar ciertos sistemas y fundamentos que
rigen las relaciones entre el Estado y la Iglesia. Partiendo de la idea del Estado, con sus cuatro
características esenciales -territorio, soberanía, poder político y población-, se puede afirmar
que éste se formó en un proceso de lucha frecuente con el poder de la Iglesia, a más de otros
poderes -fácticos- que han intervenido en su formación. La posición teocrática medieval
subordinó al Estado y otras instituciones a la autoridad absoluta de la Iglesia; que en el fondo
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evidenció un hecho: la lucha constante entre los poderes eclesiásticos y los seculares.

En el transcurso del tiempo, la esfera secular tomó la posta y el Estado, en su gran mayoría,
inicia su vida separada, pero siempre vinculada, de la Iglesia. Esta vinculación a la que se
hace relación, se plasmó en un sistema de Concordatos, forma de unión que implica
fundamentalmente una situación de coordinación o paridad entre estas dos instituciones: el
Estado y la Iglesia.

Aurelio García identifica tres situaciones relacionales[153]:

1. Estado en que la Iglesia forma parte del Poder público.



2. En este caso el Estado y la Iglesia se hallan confundidos; de manera que el Poder
público ejerce al mismo tiempo la potestad eclesiástica, siendo el gobernante (Rey)
a la vez summus opiscopus. Las funciones eclesiásticas son, por ende, funciones
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públicas. Existe una religión oficial que es lícita; las demás son, a lo sumo,
toleradas. Este sistema se observa en las monarquías, especialmente en las
monarquías absolutistas.

3. Estado en que existe la soberanía eclesiástica (jus circa sacra).

En este caso la Iglesia constituye una entidad de Derecho público, aunque su
organización y autorización reposen en la voluntad del poder secular. Por tanto la o
las Iglesias se encuentran sometidas a una amplia tutela del Estado.

4. Estados en que existe un régimen de Concordatos.


En este caso el Estado y la Iglesia constituyen dos entidades independientes, que guardan
relación entre sí a manera de dos potencias de Derecho internacional. Pues la soberanía
eclesiástica se limita mediante un convenio que se llama propiamente “Concordato”.

Santo Tomás de Aquino, a quien se lo conocía como el “Doctor Angélico” analiza la relación
Estado/Iglesia y desarrolla la teoría de la naturaleza específica del Estado, con base a la cual
concluye que debe haber separación entre el poder eclesiástico y el secular; teoría
fundamentada en los principios de la “naturaleza social humana” proclamadas por Aristóteles,
donde se establece como objetivo teleológico el “bien común” en unidad de mando.

El “Doctor Angélico” llegó a desarrollar sus tesis al punto de reconocer que no existe el
principio de derecho divino de ninguna autoridad, es decir de ningún rey o dinastía en
particular, sosteniendo que ningún soberano deriva su autoridad directamente de Dios y que
ninguno tiene derecho de llamarse gobernante absoluto de sus súbditos, y reconoce Santo
Tomás, incluso, el derecho de los pueblos a deponer al gobernante injusto y tirano.
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Lutero desarrolla su tesis de separación del Estado y la Iglesia a través de la delimitación de
lo que denominó derecho -propiamente del Estado- y valores religiosos -consustanciales a la
Iglesia-[154]; por su lado Calvino, no obstante reconocer las distintas tareas que atañen al
Estado y a la Iglesia, establece que: “(…) ambos tienen que llevar a los hombres a la fe
verdadera y preservarlos en ella, así como mantener la obediencia a las Leyes de Dios”[155].

Con todos estos elementos podemos concluir que no obstante la idea de una separación formal
y estatutaria, existe propiamente una vinculación efectiva en el fondo, entre el Estado y la
Iglesia. El principio de armonía y equilibrio del orden social exige que haya siempre, en una
forma o en otra, una situación de acuerdo entre ambas entidades. La tendencia moderna se
manifiesta en el sentido de situar al Estado y a la Iglesia en un plano de coordinación y
especial entendimiento.

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Narváez, Ricaurte, Luis, and Rivadeneira, Luis Narváez. Pensamiento político, Corporación de Estudios y Publicaciones, 2009. ProQuest Ebook Central,
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