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En la vía jurídica –que nos toca destacar, véanse párrafos anteriores- el equivalente al
derecho es la ley, que definida en los códigos civiles, entre ellos el ecuatoriano, “Es la
declaración de la voluntad soberana que, manifestada en la forma prescrita por la
Constitución, manda, prohíbe o permite” (Art.1). He aquí dos referencias de carácter
constitucional acerca de la justicia: “2. Todas las personas son iguales y gozarán de los
mismos derechos, deberes y oportunidades” (Art. 11); y, “La potestad de administrar justicia
emana del pueblo y se ejerce por los órganos de la Función Judicial y por los demás órganos y
funciones establecidos en la Constitución” (Art. 167).
De Salvador Jorge Blanco reproducimos esta aseveración: “Mientras el Derecho es un
producto de la vida en sociedad, la justicia es un sentimiento que se vive instintivamente, aun
por el hombre aislado de todo contacto con sus semejantes”[91]. En este sentido, en el ámbito
de aplicación suele afirmarse que el derecho y la justicia tienen campos diferentes, y se
reconoce como potestad del juez pronunciarse con equidad, especialmente en los casos de
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insuficiencia u oscuridad de la ley, porque la equidad es la realización de la justicia. “La
equidad es concreta y la justicia es abstracta”, apunta el mismo autor.
La ruptura de esa delicada ecuación ha dado margen, en muchos casos, al predominio de la
injusticia y la opresión. Esa situación, elevada a reflexiones filosóficas y acciones políticas,
ha conducido a la desobediencia o resistencia pacífica, en unos casos, como aquella liderada
por Mahatma Gandhi, o a la resistencia revolucionaria, en otros, registradas históricamente en
la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América el 4 de julio de 1776 y en
la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en Francia, el 27 de agosto de
1789. En sustancia, argumentan los juristas, “el derecho a la resistencia es una forma de
hacerse justicia por sí mismo tal como ocurre con la legítima defensa o con la cláusula non
adimplenti contractus del derecho civil”. En tanto que desde el plano de las ciencias políticas
“la resistencia es en lo político un movimiento de oposición militante contra un régimen
autoritario, que vulnera los derechos humanos, o contra fuerzas de ocupación extranjera”[92].
4.2. Derecho, política e historia
En un sesudo y extraordinario resumen, Carlos Sánchez Viamonte pasa revista a las múltiples
manifestaciones del pensamiento de teólogos, filósofos y juristas que dedicaron especial
atención al problema político, aun sin proponerse crear una disciplina científica. Cita a Tomás
de Aquino (1227-1274), Francisco de Vitoria, Domingo Soto y Francisco Suárez, entre otros,
como pensadores políticos y exponentes del derecho natural, quienes en verdad se
constituyeron en iniciadores de lo que se llamó derecho político. Tomás Hobbes (1588-1679),
acompañado casi simultáneamente por Juan Locke y Benito Espinosa, se preocuparía por
explicar el problema jurídico-político, a examinarlo a la luz de los principios jurídicos con
que el derecho privado había enriquecido y modelado el incipiente derecho público. Recuerda
a los enciclopedistas del siglo XVIII que contribuyeron enormemente a dar relevancia al
derecho político, al convertirse en pilares de ese pensamiento: Montesquieu, Rousseau y
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Sieyès con sus obras “El espíritu de las leyes”, “El Contrato Social” y “¿Qué es el Tercer
Estado?”, respectivamente.
“Todo este saber acumulado fue el contenido del Derecho Político como rama científica del
Derecho y su sistematización de Derecho Político o de Ciencia Política. Antes de comenzar el
constitucionalismo no existía ningún problema lógico ni metódico que enfrentase el Derecho
Constitucional con la Ciencia Política o el Derecho Político, pero todo el contenido de esas
disciplinas se transvasó al Derecho Constitucional”[93], advierte Sánchez Viamonte.
Al adentrarnos en el tema relativo al “Estado de Derecho” no podemos soslayar el
reconocimiento actual del alcance y significado de una Constitución. Es pensamiento
generalizado y compartido asegurar que la Constitución no es un instrumento de gobierno, no
es una bitácora de normas sino un instrumento de la soberanía popular, cuyo contenido no se
agota en lo político; su ámbito penetra en lo social, cultural, económico, etc.; excede a lo
puramente gubernativo y sus normas son aplicables al ordenamiento de la vida privada de los
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individuos, a la interrelación entre las personas, y de éstas con el Estado.
Esfera de acción del derecho
El tratadista Coviello sienta un axioma cosmológico irrecusable: “El orden constituye la
esencia misma del universo entero; de aquí que todos los seres están sometidos a una norma
inquebrantable que preside su existencia y su vida (ley física, química, biológica, etc.) (…) (el
hombre) además de estar sometido a las leyes comunes a todos los seres vivientes, lo está a
leyes particulares que responden a su esencial naturaleza, que gobiernan su voluntad y
acciones (…)”[94]. A esa subordinación ordenadora corresponden lo comportamientos éticos
y morales; en tanto que la sujeción de su conducta a las actividades en las que participa con
sus semejantes, es decir, a las manifestaciones externas de relación, son las llamadas
jurídicas, que constituyen el derecho.
Definido el derecho (4.2 supra), nos corresponde atender a su esfera de acción y eficacia, las
cuales están determinadas por el límite en el tiempo y el límite de la ley en el espacio.
La ley, como todo hecho humano, tiene su principio y su fin; nace con la entrada en vigor, y
fenece con la cesación de su vigencia. A la terminación de su aplicación suelen acudir en la
técnica jurídica una de las siguientes causas: la abolición, jurídicamente denominada
abrogación si es total, y derogación si es parcial.
Institucional y jurídicamente corresponde al Legislativo, órgano generador de la ley, declarar
la abolición o derogatoria de la ley mediante un acto posterior con fuerza de ley. Un acto del
Poder Ejecutivo no tiene efecto abolicionista, como tampoco puede apelarse para esos efectos
a la costumbre contraria ni al desuso de la ley para esgrimir la terminación de la misma. “Es
principio general que los actos del poder ejecutivo no pueden lesionar jamás los derechos de
los particulares”[95]. La técnica jurídica y la doctrina reconocen que la abolición puede
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verificarse de manera directa o expresa, y de modo indirecto o tácito. Reglas expresas sobre
la derogación de las leyes están contenidas en los artículos 37, 38 y 39 del Título Preliminar
del Código Civil ecuatoriano, y se sustentan en el clásico principio de lex posterior derogat
priori, con ciertas limitaciones opuestas por el principio leges posteriores ad priores
pertinent. En consecuencia, doctrinaria y jurídicamente “Si en el momento mismo en que entra
en vigor una nueva ley cesa la anterior derogada por aquélla, no cesan igualmente en la vida
las relaciones jurídicas nacidas bajo el imperio de la ley precedente, no sólo en cuanto son
hechos realizados, y que han producido ya sus efectos, sino también en cuanto tienen la
capacidad de producir otros, que vienen a realizar por la necesidad misma de las cosas
cuando impera ya la nueva ley”[96]. Estamos, pues, en el ámbito general de la
irretroactividad de la ley, sin desconocer que doctrinariamente también se reconocen
excepciones a este principio.
Vinculadas a la eficacia de la ley y a sus límites en el tiempo, existen anexadas al tema
especialmente las teorías del derecho adquirido, del hecho cumplido, del ius cogens, cuyos
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principios, traducidos en normas jurídicas, son instituciones de excepción al principio de
validez y aplicación de la ley a partir de su puesta en vigencia, o sea para lo venidero. El otro
ámbito de acción y eficacia del derecho, como ya anotamos, se refiere al límite de la ley en el
espacio. En la práctica el tema se inscribe en las normas aplicadas por el derecho
internacional privado. Hemos señalado ya la génesis y la naturaleza de la tesis de la
interdependencia existente entre los miembros de la comunidad internacional.
A partir de ese concepto, la vida de cada uno de los Estados no se desenvuelve aisladamente
de la de los demás. Sin embargo, cada uno de ellos tiene una legislación propia (autonomía)
que responde a las necesidades particulares y a la idiosincrasia de sus pueblos. No es raro -al
contrario, es frecuente- que esa diversidad de ordenamientos jurídicos presenten unos respecto
de los otros afinidades, desavenencias, contradicciones conceptuales, oposiciones, etc., frente
a una situación jurídica específica y planteen severos conflictos de leyes al pretender en su
aplicación la preeminencia de unas respecto a las otras.
¿Por cuál de las diversas legislaciones que rigen al mismo tiempo en varios Estados debe
gobernarse una determinada relación jurídica?
El problema en sí y la búsqueda de solución son complejos y sensibles. Los estudiosos y
tratadistas han ensayado muchas propuestas con el sano propósito de elevarlas, con el
consenso entre los Estados, a principios y normas de aplicación general, como ocurrió en el
campo interamericano con el Código Sánchez de Bustamante, instrumento internacional
adoptado en la VI Conferencia Internacional Americana de La Habana (1928), vigente para el
Ecuador. La antigua doctrina proclamaba el principio de la territorialidad de la ley, con lo
cual la ley extranjera debía aplicársela en determinados casos vía excepción. La doctrina
moderna, por su parte, optó por un principio diametralmente opuesto, consistente en que la
aplicabilidad de la ley extranjera debe considerarse como regla, y la exclusividad de la ley
territorial debe tenérsela como excepción y valedera sólo cuando se trate de disposiciones
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de R. Labrousse tengan gran certeza, al señalar que: “(…) nada indigna más a los partidarios
de la democracia que encontrar que la palabra pertenece también al vocabulario de sus
adversarios”[106].
La democracia, sin embargo, más allá de su concepción originaria o aquella que se le da hoy
en día, es más que un adjetivo, un objetivo o una meta, tiene un valor axiológico y teleológico.
Es en ese sentido, las palabras de Abraham Lincoln, en su discurso de Gettysburg, al definir
democracia, fundamentó la visión moderna del término, al señalar que es: el gobierno del
pueblo, por el pueblo y para el pueblo[107].
La diferencia entre la democracia concebida en sus primeras etapas y la moderna es un tema
que está en la palestra, no sólo de los políticos sino también de los politólogos, e incluso, por
la naturaleza del tema, de todos y cada uno de nosotros, tanto sobre el uso descriptivo como
valorativo de la palabra. En cualquier caso, la discusión sobre la democracia tiene dos aristas
visibles: la analítica por un lado, y la axiológica por otro[108].
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En términos descriptivos, por “(…) democracia los antiguos entendían la democracia directa;
los modernos, la representativa. Cuando nosotros hablamos de democracia, la primera imagen
que se nos viene a la cabeza es el día de las elecciones, largas filas de ciudadanos que
aguardan su turno para depositar su voto en las urnas (…) -esta visión de N. Bobbio nos hace
reflexionar y concluir que el- (…) tipo de sufragio con el que se suele hacer coincidir el hecho
más relevante de una democracia de hoy es el voto, no para decidir, sino para elegir a quien
deberá decidir” [109] (el entre guiones es nuestro).
Asimismo, Hans Kelsen, uno de los mayores teóricos de la democracia, “(…) considera que el
elemento esencial de la democracia real -no de la ideal, que no existe en ningún lugar-, es el
método de selección de los dirigentes, o sea, las elecciones”[110]. Esta afirmación y la de
Bobbio se ven aun ratificadas en términos prácticos en la afirmación de un Juez de la Corte
Suprema de Justicia de los Estados Unidos que fue emitida en el marco de las elecciones de
1902, que dice: “(…) la mesa electoral es el templo de las instituciones norteamericanas,
donde cada uno de nosotros es un sacerdote, a quien se le confía el cuidado del arca de la
alianza (…), es algo que sucede en todas las iglesias”[111].
Pero la democracia en su proceso de consolidación, específicamente desde mediados del siglo
XX, hasta nuestros días ha constituido la forma privilegiada de administrar los Estados, que se
ha relacionado con modelos económicos de distinta tendencia. Como deja entrever el doctor
R. Borja en su Enciclopedia sobre la Política, el término democracia ha sido copulativamente
asociada a los diferentes modos de producción: capitalista, socialista e, incluso, comunista; ha
sido utilizada por fascistas como por nazistas, por occidentales -que hemos transformado a
esta forma de Gobierno en valor moral universal- como por orientales, como legitimadora de
un proceso que da la ganancia a unos y como parte del discurso de quienes pierden y quieren
que sus voces sean escuchadas desde el criterio de la “minoría”, etc.
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La democracia, sin importar desde dónde se la observe, tiene un valor moral intrínseco, tanto
así que se vuelven interesantes las observaciones de I. Kant en materia de derecho
internacional[112], que están relacionadas estrechamente con la democracia, cuando plantea la
cuestión de la posible convergencia entre la política y la moral, en definitiva, la democracia
se vuelve el escenario privilegiado para ello.
A continuación se intentará explicar la vinculación más fuerte que se registró en la esfera de lo
político desde finales de la segunda Guerra Mundial, cuando como parte del discurso en las
relaciones internacionales, se matrimonió el término democracia al modo de producción
capitalista.
4.4.2. Democracia y Mercado
El mercado en su sentido lato es el punto de encuentro entre los oferentes y los demandantes
de bienes y servicios en una economía de libre concurrencia. En un ejercicio relacional, se
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puede sostener que “(…) la política se ha conducido en los mercados de ciudades por lo
menos desde los griegos clásicos (…) En una analogía de mercado, los votantes se comparan
a los consumidores -demandantes- y los políticos a los proveedores -oferentes-”[113] (los
entre guiones son nuestros).
Aproximémonos a lo que se entiende económica y políticamente como mercado. Desde los
tiempos del economista inglés Adam Smith[114] el mercado libre estimula el afán de lucro de
las personas y les mueve a actuar en beneficio de la sociedad, aunque no sea ésta su intención;
esto ocurriría, según A. Smith, porque está conducida por la mano invisible que promueve un
fin, aunque no forme parte de los designios personales, se alcanza la “distribución de la
riqueza” inintencionalmente por la suma de los esfuerzos individuales.
A este postulado se lo conoce como liberalismo y constituye la escuela clásica. Se sostiene
que cualquier intromisión del Estado en el mercado dañaría el juego de sus leyes económicas -
que son, según sus teóricos, leyes naturales-, y corrompería la eficiente operación de ellas.
Según esta posición, no existe mecanismo más eficiente que el mercado; tesis que ha sido
fundamentada por el doctor Milton Friedman[115], quien a partir de la segunda mitad del siglo
veinte, y en especial a partir de la década de los sesenta es considerado padre del
neoliberalismo[116].
Recordando la historia. La Revolución Bolchevique (octubre, 1917), que transformó al Gran
Imperio Ruso -que se articulaba dentro del modo de producción feudal- en un Estado
autoproclamado socialista y posteriormente comunista, introdujo en la historia de las
relaciones internacionales, tras adquirir preponderancia y peso en el concierto planetario tras
la segunda Guerra Mundial, una estructura bipolar de confrontación, en la cual se enfrentaron
en diferentes lugares del globo terráqueo, en diferentes formas y connotaciones, por un lado la
Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y sus satélites y los Estados Unidos de
América (EUA) y sus aliados, en una lucha por demostrar cuál era el mejor modo de
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sucesivas crisis financieras y económicas desde 1997 -Crisis Asiática- o bien la que el mundo
experimentó a partir de agosto de 2008, son reacciones que, aparentemente, responden a un
error en el modelo neoliberal, y más bien están demostrando la necesidad de reimplantar las
políticas keynesianas[120] que fueron formuladas, en su momento, por los propios Estados
Unidos, cuando a finales de los años veinte, una crisis financiera destrozó la economía
norteamericana.
La lección parece simple: ni tanto que queme al santo, ni poco que no le alumbre.
4.4.3. Participación Democrática
Según R. Borja, participación adquiere “(…) interés en la vida política en la medida en que es
el ingrediente más importante de la democracia (…) -ya que la democracia es una forma- (…)
participativa de Gobierno y dependiendo del punto de vista ideológico, esa participación
puede comprender solamente el aspecto político de la actividad humana o puede extenderse
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también a lo económico y social”[121] (el entre guiones es nuestro).
No cabe duda que la participación es un elemento esencial en el desarrollo humano, ya que
permite la realización de las capacidades, vocaciones y aptitudes de cada persona; en ese
entendido, la participación conviene al universo de la sociedad y a la estructura política, al
ampliar el involucramiento en la política de actores no tradicionales. Existen niveles de
participación y formas de participación, de modo que ésta puede darse en lo económico, en lo
empresarial, en lo profesional, etc.; en el mercado, la participación puede ser como productor
o como consumidor; en el quehacer político como militante de un partido político, como
funcionario público; como grupo de presión, como periodista.
Conceptos como pluriculturalidad o multi-etnicidad, son expresiones incluyentes de
participación. La participación es, en definitiva un verbo que lleva intrínsecamente el
reconocimiento al derecho a tomar parte en la vida política del Estado. En palabras de R.
Borja, “(…) La participación es la esencia misma de la democracia”[122].
4.4.4. Formas de expresión democrática
En un Estado democrático de derecho hay muchos mecanismos de participación ciudadana y
éstos le sirven al Estado para canalizar las inquietudes de su sociedad y escuchar e interpretar
sus reclamos y opiniones. Ello, a su vez, dará sustento a los procesos decisionales y
legitimidad al gobierno[123].
El referéndum y el plebiscito son, entre otros, mecanismos de participación, y se les puede
definir como aquellas actividades legales emprendidas por ciudadanos que están directamente
encaminadas a influir en la selección de los gobernantes y/o en las acciones tomadas por
ellos[124].
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Los métodos de participación popular son directos e indirectos. Los métodos directos más
usuales, llamados así porque a través de ellos el pueblo toma decisiones concretas que habrán
de cumplirse son la iniciativa popular, el referéndum, el plebiscito, las elecciones y la
revocación del mandato. Los métodos indirectos por medio de los cuales la comunidad influye
o condiciona la conducta de quienes ejercen el poder son principalmente: la opinión pública,
los partidos políticos, los grupos de presión, los grupos de tensión, los nuevos movimientos
sociales y las llamadas organizaciones no gubernamentales (ONG)[125].
4.4.4.1. Iniciativa Popular
En la forma democrática de Estado la elaboración de la ley supone cuatro etapas
fundamentales: la iniciativa, la aprobación parlamentaria, luego la sanción y promulgación por
el Presidente de la República. La iniciativa es el derecho de presentar al Congreso un
proyecto de ley para que comience su trámite legislativo. De ordinario, este derecho
corresponde a los legisladores, al Presidente de la República y a la Función Judicial. Hay
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Constituciones que extienden a entidades consultivas técnicas del gobierno[126].
La iniciativa popular es, desde esta perspectiva, una de las formas de participación popular.
Es el derecho de una fracción del cuerpo electoral a proponer proyectos de leyes, de reformas
legales o de abrogación de las leyes existentes, a fin de que el Parlamento lo apruebe,
enmiende o desapruebe. Lo pueden ejercer los ciudadanos con capacidad de voto.
La iniciativa popular tiene su origen en Suiza y ha sido acogida por algunas Constituciones
europeas y latinoamericanas, con mayores o menores restricciones en cuanto a las materias
sobre las que puede versar y al número de ciudadanos que deben respaldarla. Cumpliendo con
la normativa prefijada (recogida de un número determinado de firmas y otros trámites), el
pueblo propone directamente las medidas políticas que desea, que según su importancia
deberán ser resueltas con los medios adecuados. Recalquemos que es únicamente la iniciativa,
y su propuesta no conlleva ni mucho menos su aplicación.
4.4.4.2. Referéndum
La palabra procede del latín referéndum y designa en el Derecho Público contemporáneo la
consulta popular referente a una constitución, una ley, una reforma constitucional o una reforma
legal. En todo caso, una consulta sobre un asunto de naturaleza jurídica.
Consiste en el acto mediante el cual los ciudadanos con derecho a voto aprueban o
desaprueban un precepto o un conjunto de preceptos constitucionales o legales. Hay dos clases
de referéndum: obligatorio, si es impuesto constitucionalmente como condición de validez
para determinadas normas jurídicas, de modo que ellas carecen de eficacia jurídica si antes no
han sido sometidas a la aprobación popular; y facultativo, si la atribución de instrumentarlo
depende de la voluntad discrecional del Presidente de la República o del Parlamento, de
modo que aquél no es un requisito para la validez de las normas jurídicas[127].
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4.4.4.3. Plebiscito
El plebiscito tiene su origen en la antigua Roma y constituye, de hecho, el antecesor del
referéndum, según afirman diversos autores, entre ellos Ignacio Burgoa Orihuela y Gladio
Gemma (1991, p. 1183), quien dice que en la antigua Roma este término designaba una
deliberación del pueblo, con más exactitud, de la plebe, convocada por el tribuno[128].
Por su parte, el maestro Burgoa (1992, p. 377) dice que, históricamente, el plebiscito era toda
resolución adoptada y votada por la clase plebeya durante la República romana, previa
proposición que en las asambleas por tribus formulaban sus tribunos. Dichas resoluciones
podían tener, incluso, el carácter de leyes. También se le llamaba concilium plebium[129].
Como se ve, los plebiscitos originalmente fueron actos resolutivos de la plebs para la
preservación y mejoramiento de sus mismos intereses colectivos frente a la clase patricia y a
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los órganos del Estado Romano (Burgoa Orihuela, 1992, p. 378).
4.4.4.4. Elecciones
En una sociedad políticamente organizada alguien tiene que mandar. La pregunta es ¿quién
debe hacerlo legítimamente? No puede una sociedad pasarse sin mando, pero al mismo tiempo
no debe ejercerlo sino quien tenga derecho para ello. Tal derecho, en las sociedades
democráticas, emana de la voluntad mayoritaria de sus miembros[130].
Como consecuencia de esto surge la necesidad de crear un método adecuado para identificar y
recoger esa voluntad, que se manifiesta respecto a quién debe desempeñar las funciones de
mando social. Tal método es el electoral, que consiste en la designación de los gobernantes
por los gobernados, mediante la consignación de votos que expresan sus preferencias
volitivas[131].
Quien pretende mandar al margen de ese procedimiento obrará como usurpador, por más que
esté en posesión de los medios para poder hacerlo con eficacia. La función electoral es la
forma más generalizada del sufragio. Se resuelve en la designación por los ciudadanos de las
personas que deben asumir el manejo de los órganos electivos del Estado. Designación que se
realiza periódicamente, mediante la emisión de votos, y en la que participan los miembros del
cuerpo electoral, que es el conjunto de ciudadanos con derechos políticos.
Existen diversas modalidades electorales: elecciones directas e indirectas, elecciones
universales y restringidas, elecciones obligatorias y facultativas, elecciones individuales y
corporativas[132].
4.4.5. Los Partidos Políticos
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Estos nuevos operadores políticos son los denominados nuevos movimientos sociales y
organizaciones no gubernamentales.
Los nuevos movimientos sociales, hacen su ingreso a la vida política invocando generalmente
ideas movilizadoras de la gente, cuestionando el establishment y lanzándose incluso contra
los viejos movimientos obreros, las prácticas socialistas y los íconos sindicalistas de corte
tradicional. Y por supuesto contra los partidos políticos, a los que culpan de los desastres
sociales, y respecto de los cuales abrigan deseos de sustituirlos[138].
Suelen hacer hincapié en la autonomía de la sociedad civil respecto del Estado. Son
movimientos de diversificación y fragmentación de las sociedades. Proclaman la
obsolescencia del sindicalismo tradicional e inclusive hay algunos sectores obreros que ya no
cierran filas en los sindicatos sino que han optado por estos nuevos movimientos sociales.
En cuanto a las organizaciones no gubernamentales, los círculos diplomáticos y periodísticos
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de las Naciones Unidas ligados a las tareas de cooperación para el desarrollo, acuñaron la
expresión non-gobermental organisations para designar a cierto género de organismos o
entidades privadas de naturaleza voluntaria y sin fines de lucro formados legalmente como
asociaciones civiles para alcanzar determinado orden de objetivos sociales, especialmente en
los países subdesarrollados[139].
Posteriormente las Naciones Unidas definieron a las organizaciones no gubernamentales como
grupos no lucrativos de ciudadanos voluntarios, que están organizados a nivel local, nacional
o internacional, con tareas orientadas y dirigidas por personas con un interés común. Estos
organismos son instituciones de derecho privado con finalidad social o pública porque la
iniciativa de su constitución pertenece al sector particular lo mismo que la conducción de sus
operaciones, funcionan en forma independiente de los gobiernos y su financiamiento no
proviene de los beneficiarios, como contraprestación por los servicios que de ellos reciben,
sino de fuentes privadas o públicas de los países desarrollados.
Las organizaciones no gubernamentales con frecuencia se adelantan con sus planteamientos a
las iniciativas estatales y recogen ciertas preocupaciones sociales. Constituyen un canal de
participación de los grupos ciudadanos en la vida democrática de los Estados[140].
4.5. El Estado y el Derecho Internacional
Las relaciones internacionales, que según sostienen algunos teóricos, funcionan bajo las
premisas del realismo político -es decir a través del despliegue de las tesis maquiavélicas-,
responden a su naturaleza político-funcional; a pesar de que, como sostiene H. A. Kissinger,
los justificativos de las acciones que se llevan a cabo en el concierto mundial, suelen estar
enmarcados en los más loables objetivos del idealismo político[141].
Así mismo, estas relaciones entre las distintas unidades diferenciadas, relaciones que son
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asimétricas, ha constituido la razón primaria para normar la interrelación entre los actores
internacionales; y, es en ese contexto que apegados a los preceptos idealistas, nace el Derecho
Internacional para regular y normar las relaciones de aquellos sujetos de derecho en el plano
internacional: los Estados.
Hay, definitivamente otros sujetos, pero para el efecto del presente trabajo, abordaremos
exclusivamente a este actor privilegiado del Derecho Internacional, que en razón de la
proyección de su soberanía, adquiere la calidad de sujeto y por ende de objeto del derecho,
con obligaciones y deberes.
No deja de ser menos cierto que una de las falencias más visibles del Derecho Internacional
resulta la ausencia de fuerza coercitiva, que permita, ante la violación de las normas, aplicar
sanciones que apuntalen el andamiaje jurídico internacional y con ello el apego al Derecho
Internacional no sea meramente un acto volitivo/moral, sino que, como la legislación interna,
se torne obligatoria[142].
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4.5.1. Naturaleza y personalidad jurídica estatal
El Estado moderno posee personería jurídica “en el sentido de que se presenta como un
ordenamiento que, en cuando se anima, afirmando poderes y derechos como suyos propios,
asume, en su unidad, el aspecto de sujeto de derecho”; tal concepción normativa convierte al
Estado en persona jurídica al asumir responsabilidades civiles, aunque sea en vía subsidiaria,
por los actos de sus funcionarios o dependientes, e incluso respecto a numerosos delitos
contra la personalidad del Estado, en concordancia con la argumentación doctrinaria de los
publicistas alemanes Gerber, Gierke y Jellinek.
En la actualidad todos los ordenamientos positivos, junto a las personas físicas, reconocen
como titulares de específicas situaciones jurídicas-subjetivas[143] a determinadas
agrupaciones humanas (corporaciones y fundaciones, véase Código Civil ecuatoriano), y
desde luego al Estado.
4.5.2. Reconocimiento y extinción de los Estados
Queda claro que el nacimiento de un Estado no está sujeto a normas positivas del Derecho
Internacional, como no lo está la calificación acerca de la naturaleza y personalidad estatal.
El reconocimiento de un nuevo Estado es la libre y pública manifestación que en ese sentido
formulan otros Estados, “expresando su voluntad de considerarlo como miembro de la
comunidad internacional y su disposición de establecer con él relaciones jurídicas normales.
Se ha debatido extensamente sobre si dicho reconocimiento concede al nuevo Estado
personalidad internacional[144]o si aquél reviste carácter puramente declarativo. Nos
inclinamos -sostiene- por la segunda corriente de opinión, que se confirma, además, en el
artículo 9 de la Carta de la OEA: ‘La existencia política del Estado es independiente de su
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instrumentos jurídicos vinculantes entre los Estados miembros el fortalecimiento del sistema
democrático y el repudio a los regímenes gubernamentales de facto.
Concluimos: “Desde ya hace mucho tiempo se acepta, como principio fundamental del
Derecho Internacional, el que todos los pueblos tienen el derecho de elegir su propia forma de
gobierno. En ningún otro aspecto la independencia interna del Estado es tan clara y manifiesta
como en la expresión de su derecho a determinar su organización constitucional, y a elegir a
las autoridades públicas que aplicarán, prácticamente, la Constitución. Un gobierno que llega
al poder por vías constitucionales normales, es considerado, generalmente, como una
expresión de la voluntad popular (…) cuando en el gobierno de un Estado se producen
cambios determinados por los procedimientos constitucionales, los otros Estados no se
plantan el problema del reconocimiento de las nuevas autoridades gubernamentales”[151].
4.5.5 Reconocimiento de gobiernos de facto
Narváez, Ricaurte, Luis, and Rivadeneira, Luis Narváez. Pensamiento político, Corporación de Estudios y Publicaciones, 2009. ProQuest Ebook Central,
http://ebookcentral.proquest.com/lib/bibliopoligransp/detail.action?docID=5425759.
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Gobierno de facto es aquel que coercitivamente, al margen del Estado de Derecho, sustituye al
gobierno constituido e impone su autoridad en todo o en parte del territorio del Estado.
Con el propósito de someter a determinadas reglas el reconocimiento a los gobiernos de facto,
que son consecuencia de la instabilidad política, originada en causas de diverso orden,
América ha propuesto y aplicado una serie de medidas emanadas de diversas doctrinas que
han pretendido, de algún modo, paliar tales hechos y frenar los mismos mediante la
institucionalización de procedimientos que pongan límites al reconocimiento de gobiernos de
facto.
Doctrina Tobar: En 1907, el ecuatoriano Carlos Tobar sostuvo que las repúblicas americanas
debían abstenerse de reconocer a los gobiernos que hubiesen ocupado el poder por la fuerza,
por lo menos -decía- hasta que hubieren sido “legitimados constitucionalmente” mediante el
asentimiento de una asamblea nacional. De allí que tal propuesta pasase a denominarse
“Doctrina de la legitimidad constitucional”. Cayó en desuso al atribuírsela que por esa vía se
imponía una sanción y se inmiscuía en asuntos de interés privativo del Estado.
Doctrina Wilson: El Presidente norteamericano, en 1913, distinguió entre el reconocimiento
de facto a favor de un gobierno de hecho, y el reconocimiento de jure respecto de un gobierno
de derecho. Coincidiendo con la Doctrina Tobar, declaró que los Estados Unidos de América
no reconocería a los gobiernos surgidos por usurpación del poder.
Doctrina Estrada: En 1930, el mexicano Genaro Estrada, mediante un comunicado oficial de
su gobierno, anunció que el reconocimiento de un gobierno es un acto de ingerencia en la
política interna, y por esta razón México no se pronunciaría sino que se limitaría a mantener o
retirar, cuando lo creyere pertinente, a sus agentes diplomáticos y continuar aceptando a los
que estuvieren acreditados en ese país, “sin calificar precipitadamente, ni a posteriori, el
derecho que tengan las naciones extranjeras para aceptar, mantener o sustituir a sus gobiernos
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evidenció un hecho: la lucha constante entre los poderes eclesiásticos y los seculares.
En el transcurso del tiempo, la esfera secular tomó la posta y el Estado, en su gran mayoría,
inicia su vida separada, pero siempre vinculada, de la Iglesia. Esta vinculación a la que se
hace relación, se plasmó en un sistema de Concordatos, forma de unión que implica
fundamentalmente una situación de coordinación o paridad entre estas dos instituciones: el
Estado y la Iglesia.
Aurelio García identifica tres situaciones relacionales[153]:
En este caso el Estado y la Iglesia constituyen dos entidades independientes, que guardan
relación entre sí a manera de dos potencias de Derecho internacional. Pues la soberanía
eclesiástica se limita mediante un convenio que se llama propiamente “Concordato”.
Santo Tomás de Aquino, a quien se lo conocía como el “Doctor Angélico” analiza la relación
Estado/Iglesia y desarrolla la teoría de la naturaleza específica del Estado, con base a la cual
concluye que debe haber separación entre el poder eclesiástico y el secular; teoría
fundamentada en los principios de la “naturaleza social humana” proclamadas por Aristóteles,
donde se establece como objetivo teleológico el “bien común” en unidad de mando.
El “Doctor Angélico” llegó a desarrollar sus tesis al punto de reconocer que no existe el
principio de derecho divino de ninguna autoridad, es decir de ningún rey o dinastía en
particular, sosteniendo que ningún soberano deriva su autoridad directamente de Dios y que
ninguno tiene derecho de llamarse gobernante absoluto de sus súbditos, y reconoce Santo
Tomás, incluso, el derecho de los pueblos a deponer al gobernante injusto y tirano.
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Lutero desarrolla su tesis de separación del Estado y la Iglesia a través de la delimitación de
lo que denominó derecho -propiamente del Estado- y valores religiosos -consustanciales a la
Iglesia-[154]; por su lado Calvino, no obstante reconocer las distintas tareas que atañen al
Estado y a la Iglesia, establece que: “(…) ambos tienen que llevar a los hombres a la fe
verdadera y preservarlos en ella, así como mantener la obediencia a las Leyes de Dios”[155].
Con todos estos elementos podemos concluir que no obstante la idea de una separación formal
y estatutaria, existe propiamente una vinculación efectiva en el fondo, entre el Estado y la
Iglesia. El principio de armonía y equilibrio del orden social exige que haya siempre, en una
forma o en otra, una situación de acuerdo entre ambas entidades. La tendencia moderna se
manifiesta en el sentido de situar al Estado y a la Iglesia en un plano de coordinación y
especial entendimiento.
***
Narváez, Ricaurte, Luis, and Rivadeneira, Luis Narváez. Pensamiento político, Corporación de Estudios y Publicaciones, 2009. ProQuest Ebook Central,
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