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La despedida

Johann Wolfgang Goethe

***
¡Deja que adiós te diga con los ojos,
ya que a decirlo niéganse mis labios!
¡La despedida es una cosa seria
aun para un hombre, como yo, templado!

Triste en el trance se nos hace, incluso


del amor la más dulce y tierna prueba;
frío se me antoja el beso de tu boca
floja tu mano, que la mía estrecha.

¡La caricia más leve, en otro tiempo,


furtiva y volandera, me encantaba!
Era algo así cual la precoz violeta,
que en marzo en los jardines arrancaba.
Ya no más cortaré fragantes rosas
para con ellas coronar tu frente.
Francés, es primavera, pero otoño
para mí, por desgracia, será siempre.
¡Mi corazón latía veloz sobre el caballo!
Me decidí nada más pensarlo;
la tarde acunaba ya a la tierra,
y en la montaña cabalgaba ya la noche.
Ya estaba el roble revestido de niebla,
un gigante enhiesto, allí,
donde la oscuridad en la fronda
tenía cien ojos negros.

Desde una colina orlada de nubes


la luna asomó adormilada entre la niebla;
el viento perturbó innumerables alas,
el sonido penetró, horrible, en mis oídos;
la noche creó mil monstruos,
pero mi ánimo estaba firme y sereno:
¡En mis venas, fuego!
¡En mi corazón, brasas!

Te vi, y tu dulce mirada


inundó mi alma de serena alegría,
mi corazón estaba junto a tu alma
y tú eras el objeto de sus suspiros.
Un tiempo primaveral
rodeaba el rosado rostro de la amada.
¡Cuánta ternura... oh, dioses!
¡Yo lo ansiaba, y no acababa de llegar!

Mas, ay, la despedida con el sol matutino


me encoge el corazón:
¡En tus besos, cuánta delicias!
¡En tus besos, cuánto dolor!
Mirabas a la tierra cuando me marché,
tu mirada estaba húmeda:
¡Y, sin embargo, qué delicia ser amado!
¡Y amar, dioses, qué felicidad!

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