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Uno de los ideales más persistentes en el México recién independizado fue reproducir el
progreso material alcanzado en otros países, un fenómeno que simbolizaba el avance social y
que se manifestaba a través del cambio en los métodos de producción industrial y agrícola. En
el pensamiento decimonónico mexicano se observa la estructuración de un proyecto nacional
de tipo capitalista, que suponía el establecimiento de una política de modernización en los
sectores productivos claves. La agricultura fue uno de estas esferas donde se dejó sentir la
acción gubernamental, con el propósito de llevar a cabo la transformación que requería la
inserción en la dinámica del mercado mundial. Esta orientación comercial determinó que el
Estado participara en la construcción de una oferta educativa en materia tecnológica para
imponer un nuevo paradigma productivo, y por eso se distinguió como formador de mecanismos
para la difusión y divulgación de las técnicas agrícolas. Las noticias que referían los éxitos de la
química en los campos europeos y norteamericanos influyen para que, desde la segunda mitad
del siglo, se sucedan una serie de eventos encaminados hacia la domiciliación del conocimiento
científico y su incorporación en el paisaje agrario de nuestro país. Tanto los proyectos
económicos conservadores como los liberales otorgaron a la agricultura un lugar preeminente,
aunque con una perspectiva distinta. Entre los primeros encontramos una tendencia hacia el
proteccionismo, como lo defendió Lucas Alamán, quien además dirigió la fundación del Banco
de Avío, que otorgaría créditos para estimular la industria y la agricultura. Entre los objetivos de
esta institución crediticia estaba la promoción del mejor abonado de la tierra para impulsar el
aumento de la producción de materias primas.3 Por su parte, los partidarios del liberalismo
lucharon por el establecimiento del modelo agroexportador. Pensadores como José María Luis
Mora consideraban que al convertir las actividades agrícolas en empresas capitalistas, tendría
lugar su revitalización y, por ende, su modernización. Para ellos, el fomento a este sector
económico correspondía a la naturaleza del país, que contenía riquezas agrícolas y mineras
que debían ser debidamente explotadas para alcanzar la prosperidad. Además, la agricultura
reportaba un beneficio extra, pues arraigaba a la gente y su capital. Bajo la paz impuesta por el
gobierno del general Porfirio Díaz se dieron las condiciones para que la agricultura comercial,
principalmente la de exportación, pudiera desenvolverse con plenitud. 4 Sin embargo, los deseos
conservadores y liberales tuvieron que sujetarse a las reglas que impuso la realidad rural al
momento de materializar los proyectos. El aumento en los índices de producción agrícola que
se observa a partir del último tercio del siglo XIX fue consecuencia de la apertura de nuevas
tierras para el cultivo, mientras que el horizonte tecnológico permaneció sujeto a actitudes
tradicionalistas y a las estructuras socioeconómicas. Por un lado estuvieron los grandes
propietarios, quienes primero optaban
* Este trabajo formó parte del simposio “La articulación ciencia-tecnología-industria en México en el siglo XIX y hasta
1940” presentado en el VI Congreso de la Sociedad Latinoamericana de Historia de la Ciencia y la Tecnología,
efectuado en la ciudad de Buenos Aires, Argentina del 17 al 20 de marzo de 2004.
1 Estudiante de maestría en Historia. Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, becaria del proyecto 34115-H “De la ciencia ingenieril a
la ciencia académica: la articulación ciencia-tecnología-industria (1792-1940)” del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología
(CONACYT), México. E-mail: lupita1272@hotmail.com
2 Profesor de Historia de la Ciencia y la Tecnología, Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, responsable del proyecto34115-H “De la
ciencia ingenieril a la ciencia académica: la articulación ciencia-tecnología-industria (1792-1940)” del Consejo Nacional de Ciencia y
Tecnología (CONACYT), México. E-mail: saldana@servidor.unam.mx
3 Chávez Orozco (1966), p. 37
4 Silva Herzog (1967), p. 104 2
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por avanzar sobre los terrenos destinados a la producción de autoconsumo, antes que invertir
en la construcción de obras de riego, edificios y almacenes, y la adquisición de maquinaria e
implementos para el cultivo. Aunque se adueñaron de las mejores tierras y aguas, y contaban
con privilegios fiscales y con las ventajas del ferrocarril, su mecánica productiva siguió basada
en el empleo de la abundante y barata mano de obra. Por la otra parte estuvieron los sectores
campesinos e indígenas que se encontraron lejos de las posibilidades de modernización debido
a la falta de incentivos dirigidos explícitamente a ellos.
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la dirección hacia los aspectos aplicativos en la agricultura. Entre los libros de texto estuvieron
el escrito por el propio Río de la Loza, que cubría los aspectos introductorios de la química, y el
tratado de química francés de Pelouze y Fremy. En 1879 se empleó el Manual de química del
agricultor por J.A. Pourieau, pero para ese momento empezaron a aparecer numerosos trabajos
en español, que reforzarían la domiciliación del conocimiento.
Para hacer a los profesores partícipes del proceso de domiciliación de la ciencia, en 1883 la
directiva de la ENA repitió la obligación de que escribieran el libro de texto para las materias que
impartían. El profesor de práctica agrícola, el ingeniero José C. Segura, se aventuró a escribir
un Análisis químico de las tierras, y además de este título publicó una Cartilla del agricultor, en
la que comprende la definición del suelo y presenta un apartado sobre abonos naturales
(estiércol, animales, huesos y verdes) y completos o químicos.
3
Ministerio de Fomento, como parte de una política que reforzaba la divulgación de la agricultura
práctica. Con información sobre los fertilizantes se encuentran los estudios de Mario Calvino,
profesor italiano que se incorporó a la planta docente de la ENA en 1911.7 Entre sus trabajos se
encuentra La nutrición inicial y el desarrollo sucesivo de las plantas, donde presenta los
experimentos efectuados por dos de sus discípulos, que aplicaron abonos químicos en el cultivo
de lechugas y coliflores, con resultados favorables a la fertilización. 8
Fuera de las aulas, los conocimientos se divulgaron en las revistas, los folletos y los manuales
de agricultura. Entre las primeras revistas agrícolas que aparecieron en México está el
Semanario de Agricultura, que dio a conocer, por entregas, el libro de Sandolio de Arias y una
traducción de la obra Liebig. Conviene señalar que este tipo de publicaciones periódicas
aparecieron irregularmente hasta que no se contó con el apoyo firme del gobierno porfiriano. A
través de la Secretaría de Fomento se patrocinó La Revista Agrícola, que apareció
quincenalmente entre 1886 y 1919, dedicada a la divulgación de recomendaciones sobre
técnicas para el mejoramiento de la producción agrícola, y la traducción de algunos trabajos,
como el de Lefour, “El suelo y los abonos”.
Otra publicación también auspiciada desde las oficinas de Fomento fue el Boletín de la
Sociedad Agrícola Mexicana, que se imprimió semanalmente entre 1879 y 1914. Un
acercamiento a sus páginas muestra el interés persistente por divulgar el conocimiento sobre
los fertilizantes. En particular se observa que a partir de la última década del siglo XIX los
artículos sobre este tema tuvieron mayor presencia, y sobre todo se nota que en más ocasiones
se dieron a conocer textos sobre abonos que aquellos que únicamente se ocupaban del análisis
químico del suelo, denotando una mayor expansión de la ciencia ingenieril sobre la
investigación básica. En cuanto a los libros sobre química agrícola, es notable la publicación de
la traducción de la obra de Liebig, Química aplicada a la agricultura (1850). Pero hasta antes
del gobierno de Porfirio Díaz aparecieron pocos libros, y nuevamente será gracias al auxilio del
Ministerio de Fomento que se motive la aparición de traducciones de textos sobre fertilizantes,
además de manuales de agricultura, algunos de los cuales fueron redactados por mexicanos.
Entre los primeros libros está la aparición en español del trabajo de Emile Gautier, Una
revolución agrícola. Georges Ville y los abonos (1893), que antecedió una serie de folletos
diseñados para formar una biblioteca agrícola. Otro título de esta colección fue el de Ignacio
Gómez Feria, El cultivo del plátano (1899), que menciona la situación de los fertilizantes
químicos en México, enfatizando su poco empleo debido, en primer lugar, a la falta de
conocimiento sobre ellos, y segundo, a la falta de un comercio especializado.
Como se ve, existió la información sobre los beneficios y métodos para aplicar los fertilizantes.
Pero como argumentó Ignacio Gómez, el problema empezaba por la comercialización y
producción.
En los inicios del siglo XX, la Secretaría de Fomento, a través de la Comisión de Parasitología
Agrícola, promovió la experimentación con la inoculación de bacterias en cultivos de
leguminosas para incrementar su capacidad de fijación del nitrógeno atmosférico. Aunque no se
trata de un abono, esta innovación, conocida como nitragina, también fue objeto de un intento
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más sólido para generar una red comercial dedicada a los enriquecedores de la fertilidad de los
suelos. En este mismo sentido, el Estado procuró motivar el uso de los fertilizantes químicos
con la importación de muestras. Este esfuerzo lo acompañó con privilegios arancelarios para
introducir en el país los componentes químicos necesarios para la producción local de
fertilizantes. Aún así, entre 1892 y 1900 se importaron, solamente, 418 toneladas de salitre y
nitrato de potasa y sosa, mientras que en Europa se consumía más de 1 millón de toneladas de
nitrato sódico chileno y otro tanto de otros fertilizantes como guano peruano, superfosfatos y
sales de potasio. En 1899 se notificó la importación de 27 toneladas de guano aunque,
paradójicamente, desde veinte años atrás se había autorizado la explotación y exportación del
guano mexicano. Entre 1900 y 1910 hubo un aumento notable en la importación de salitre y
nitrato de potasa y sosa, que pasó de 551 toneladas a 4 140, insignificantes a los más de 5
millones que se consumían en Estados Unidos. La producción nacional de fertilizantes químicos
fue, por sus escasos compradores, limitada. Los inmigrantes europeos que venían de donde la
industria química estaba más desarrollada tuvieron papel relevante en este campo,
particularmente durante el Porfiriato. Ante la oficina de patentes sólo se presentó una solicitud
para registrar un abono, hecha en 1887 por el alemán Oscar A. Drouge. Su producto era una
fórmula fertilizante de abono concentrado pero no obtuvo respuesta. En 1893 se emitió la ley de
industria nuevas, que establecía la ayuda a las nuevas empresas industriales a través de la
franquicia de los impuestos federales directos por diez años, y la licencia para importar la
maquinaria necesaria sin pagar derechos aduanales por sólo una vez. Bajo la protección de
esta ley, catorce años después solamente hubo una solicitud para explotar el guano del gran
canal del desagüe, pero no hubo nada que se refiriera a la fabricación. Hacia 1870, se fundó la
fábrica de ácidos Beick y Félix, ambos socios de nacionalidad alemana, que en 1886
adquirieron un establecimiento que se dedicaba a la industria química desde la época del
emperador Maximiliano. En 1911, el establecimiento se conoce como “Fábrica de ácidos y
abonos La Viga”, donde se preparaban fertilizantes químicos y se anunciaba como: “única en su
género en el país por su capacidad de producción”. En ese lugar se expendían harina de
huesos, superfosfato de cal, cloruro de potasio, salitre de Chile, sulfato de amoniaco y sulfato
de potasa.9 En 1913, el socio Félix participó en otra firma de alemanes (Johannsen, Félix y
Cía.), que comenzó a producir el abono fosfatado “Félix”, compuesto por un 40% de yeso y un
60% de harina de huesos. Asimismo, la empresa se dedicaba al comercio de fertilizantes
minerales y químicos importados que vendía a un reducido grupo de agricultores vecinos a la
Ciudad de México. Sin embargo, es prácticamente el único caso de industrialización que se
localizó, y para la primera década del siglo xx se encuentra que los ingenieros agrónomos
continuaban quejándose porque la gente prefería abrir nuevos campos de cultivo, olvidándose
de los agotados, en vez de aplicar la ciencia. No sólo se acusó a la ignorancia sino también al
alto precio de los químicos.
A manera de conclusión
La química aplicada a la fertilización sufrió las mismas dificultades que la ENA: el rechazo a la
modernización que se contraponía con el ejercicio de la agricultura rutinaria. La mano de obra
de los peones y las prácticas agrícolas tradicionales se contrapusieron al empleo de los
fertilizantes químicos, y cuando se trató de adquirir técnicas y tecnología modernas, los abonos
ocuparon el último lugar. Existían otras formas de elevar los rendimientos, empezando por la
permanencia de la agricultura expansiva, pero además no hubo un interés estatal por promover
el establecimiento de la industria química. Los particulares prefirieron abstenerse de participar
en vista de los factores que perjudicaban la formación de un mercado estable para los
fertilizantes: la mano de obra barata, los altos costos que significaba aplicar los fertilizantes en
grandes extensiones territoriales, la falta de redes comerciales dedicadas a los productos
químicos y la casi nula contratación de los egresados de la ENA. En consecuencia, y a pesar de
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construcción de los medios formal e informal de enseñanza, hubo un débil intento por
establecer la industria dedicada a los abonos químicos. No obstante, se dieron los primeros
pasos para la conformación de otra cultura agrícola, aunque será el interés estatal y un contexto
de reclamo social campesino el que sentará las bases para la creación de la industria de los
fertilizantes en el México, en la década de los años cuarenta del siglo XX. Pero este
acontecimiento respondió a otro modelo de organización de la explotación agrícola, surgido del
ideario de la Revolución Mexicana.
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