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Orlando o Contra El Espíritu de Los Tiempos
Orlando o Contra El Espíritu de Los Tiempos
César Arenas Ulloa
Licenciado en Literatura por la UNMSM y con estudios de Historia del Arte en la PUCP.
Ha trabajado como profesor en la UPC, UARM y UTP. Ha publicado artículos sobre
poesía y teatro peruanos en diversas revistas especializadas. En la actualidad, combina su
labor docente con el dictado de talleres sobre crítica teatral.
I
La primera vez que leí Orlando fue en la universidad, como parte de un seminario dictado
por la profesora Yolanda Westphalen que estaba centrado en el examen de la obra de
escritoras de varias latitudes y épocas (Juana Inés de la Cruz, Virginia Woolf, Clarice
Lispector o Diamela Eltit). De “la Woolf” -como la solíamos llamar los fieles acólitos a
las sesiones de los sábados por la mañana-, recuerdo que leímos -en fotocopias que debo
haber perdido o regalado hace tiempo- dos novelas: Orlando: Una biografìa (1928) y Las olas
(1931); y un ensayo: Una habitación propia (1929).
Hasta ese momento, la única noticia que tenía de esta autora inglesa se debía a mi lectura
adolescente de Al faro (1927) -debo confesar que nunca leí La señora Dalloway (1925): un
poco por pereza; otro, por esnobismo-, en el que más allá de una novela de artista y un
uso magistral del monólogo interior -ambas cosas ya presentes en James Joyce-, no había
encontrado nada que dejara adivinar la atracción que, unos años después, despertarían sus
textos y su vida sobre mí.
Nadie ignora la historia de su ofeliesco suicidio: Una mujer mayor, de rostro alargado y
expresión melancólica -siempre he imaginado esta escena como el final de un corto en
blanco y negro protagonizado por Stan Laurel-, se hunde en las aguas agitadas de un río
(como lo había hecho, un par de años antes, la poeta uruguaya Alfonsina Storni entre las
olas del mar). De la tragedia nos llega apenas un rumor apagado, porque la costa desde la
cual observamos el naufragio es lejana y el viento en contra apaga las súplicas de los
marineros. Se trata del “espíritu de los tiempos”. El mismo que sopla a favor de los que
se sienten a gusto con su época y condición; y que arrastra hacia la incomprensión y el
hartazgo a los que no.
En 1942, ese viento “fantasmal” -parafraseando a los Marx y Engels del Manifiesto-
empujó al matrimonio judío de los Zweig a tomar dos vasos con veneno para dormir
abrazados hasta que la muerte los liberara, desde su exilio brasileño, de un mundo en el
que “la labor intelectual” y “la libertad personal” habían dejado de ser los signos de la
cultura Occidental. Era el fantasma del fascismo. Uno que amenazó con destruir desde la
raíz eso que el filósofo holandés Rob Riemen -en un reciente ensayo que nos advierte de
su retorno bajo la forma de las “democracias iliberales”- ha resumido con una cita
ciceroniana: “Cultura animi, philosophia est. Sabias palabras, enseñadas al orador romano por
Sócrates, y que todo verdadero europeo tiene grabadas en el corazón”.
Creo que a Virginia Woolf -como a la Storni o a los Zweig- este fantasma le apretó muy
fuerte el corazón. Tanto, que es notorio el descenso de su producción literaria conforme
se hacen sentir los efectos de la Gran Depresión en Europa y asciende el nazismo en
Alemania. Después de los frenéticos años veinte, en los que publicó un libro de cuentos,
cuatro novelas y dos ensayos; los años treinta y cuarenta fueron menos fecundos para
ella. Una especie de spleen había invadido el sistema nervioso de los espíritus más sensibles
de entreguerras. En el fondo, cada uno de ellos presentía que un mundo entero estaba
llegando irremediablemente a su fin.
Pero antes de que todo esto estuviera por ocurrir, Virginia Woolf aún sabía reír y jugar.
Siempre he pensado que la interpretación que hace Nicole Kidman de nuestra autora en
la película Las horas (2002), justo en los años anteriores a la publicación de La señora
Dalloway, es demasiado severa. La Virginia de Kidman es una persona atormentada y
arisca, siempre al borde de un ataque de nervios. Y, más allá de los momentos en los que
está sentada escribiendo la novela que la hará célebre, no se puede adivinar en ella al ser
humano inquieto y alegre que codirigía la editorial Hogarth Press junto a su esposo (en la
que se publicó la primera edición inglesa del poemario Tierra baldía de T. S. Eliot) o que
tenía una relación extemporánea -porque el Círculo de Bloomsbury prohibía
prudentemente la exclusividad en el amor- con la escritora y jardinière Vita Sackville-West
(a quien había conocido en ese annus mirabilis -1922- del modernismo anglosajón al que le
debemos tantas obras maravillosas como el Ulises de Joyce).
II
Comencemos con el nombre.
“Orlando”. Germánico, italianización del galo Roland (sí, el mismo de El Cantar…). El
que sea de ese país no es casualidad. Italia, en el siglo XVI, era la Arcadia de la guerra -el
saqueo de Roma en 1527- y de la poesía -el endecasílabo, la lira, los temas petrarquistas-.
También del arte. Desde Leonardo y Rafael -cuyas muertes, en 1517 y 1519, cierran el
Alto Renacimiento- hasta Tintoretto -quien, en 1594, se lleva a tumba el mejor
Manierismo- se despliega un siglo pleno, como pocos otros ha alumbrado la civilización
del Viejo Continente. Un mundo que ha dejado para la posteridad la imagen del artista
saturnino y, al mismo tiempo, iracundo; el artista doble por excelencia: Miguel Ángel (y
de su versión amable: Tiziano).
Esta oposición entre lo melancólico y lo sanguíneo, entre los espiritual y lo terrenal, entre
la idea y la carne, que desgarra el alma del genio creador se hizo muy popular en Italia y,
en los siglos sucesivos, en el resto de Europa. Tanto que se terminó por convertir en una
metáfora espacial: el Norte y el Sur. La Cristiandad protestante contra la católica, el
capitalismo industrializado contra el mercantilismo rural. Por eso, desde el siglo XVII, el
europeo septentrional bajó al Mediterráneo a reencontrar su otra mitad perdida, como el
Orlando de Woolf que abandona su isla congelada por el calor de Estambul. (No en
vano, Goethe puso en la boca de Fausto -cuyo único pecado es intentar volver a unir en
su seno la Ciencia y la Pasión- las siguientes palabras: “Dos almas, ¡ay de mí!, imperan en
mi pecho y cada una de la otra anhela desprenderse. Una, con apasionado amor que
nunca se fatiga, como con garras de acero a lo terreno se aferra; la otra a trascender las
nieblas terrestres aspira, buscando reinos afines y de más alta estirpe”). Pero, si queremos
darle algo de crédito a la novela de Virginia -y esa es nuestra intención-, debemos
preguntarnos si este oxímoron del hombre llegó, de alguna manera, hasta la corte de
Isabel I o no.
Siempre he pensado que Giordano Bruno compuso ese apasionado diálogo, De los heroicos
furores (1585) -texto que terminó hacia el final de su estancia en la Inglaterra isabelina- con
la imagen de Il Divino en la cabeza. Tampoco podemos olvidar ese poema épico que
nunca encontré interesante -hasta que me regalaron la versión en prosa de Italo Calvino:
la épica francesa e italiana está, a diferencia de la española, demasiado atiborrada de
fantasía y patetismo para mi gusto más bien austero-, escrito por Ludovico Ariosto, el
Orlando furioso (1516, primera versión) y que fue traducido al inglés (1591) por John
Harington, otro de los leales de la Reina Virgen. Y aunque no encuentro más ejemplos a
la mano, creo que estos dos ilustran claramente una forma de penetración. Solo teniendo
estos hechos en cuenta puedo explicarme a mí mismo, siguiendo la lógica de ese “espíritu
de los tiempos” del que he hablado antes (y que Hegel bautizó como Zeitgeist) , la
irrupción de William Shakespeare en la escena teatral de fines del siglo XVI. ¿Qué es
Hamlet, príncipe de Dinamarca, sino la síntesis de una épistémè, de una manera ya perdida
de entender el universo, en el que los extremos se tocan y todo está conectado con todo,
como afirmaba acerca del Renacimiento el buen Michel Foucault? ¿No es Orlando, un
nuevo Hamlet (o Fausto), hombre y mujer sucesivamente -como las fases de la Luna, las
estaciones del año o la pena y la felicidad- digno emblema de este paraíso perdido?
III
Ahora, pasemos a los géneros.
Primero, la literatura. “Una biografía”. ¿Qué significan exactamente estas palabras? Uno
podría partir de una definición de diccionario: “1. f. Historia de la vida de una persona”.
Si ensayamos una taxonomía, podríamos decir que la biografía -y su hermana menos
honesta: la autobiografía- es la especie más popular del subgénero de escritos
memorialístico que pertenecen a la cenicienta de los géneros literarios: el ensayo. Sin
embargo, el caso de Orlando es particular, porque se trata de una subespecie paradójica:
una biografía ficticia. Si decidimos seguir al pie de la letra la definición del Diccionario de
la Lengua Española que hemos tomado prestada, estamos ante un imposible teórico. ¡No
puede existir relatos de la (¿)vidas(?) de seres que no son reales (personajes) que puedan,
simultáneamente, ser llamados biografías! Y, a pesar de ello, existen. Orlando es, desde su
título, no solo una problema por los sistemas de ideas que pretende hacer coexistir; sino,
también, por su propia autocategorización. Un dolor de cabeza conceptual para la
racionalidad cartesiana según la cual todo debe ser “claro y distinto”.
Si ponemos en suspenso estas nuestras viejas creencias, y la aceptamos como lo que dice
ser -una biografía- otros nuevos problemas emergen de inmediato. En primer lugar, está
el problema de la validación. Una biografía basa su pacto de lectura -como los libros de
Historia- en la premisa de que la veracidad de los hechos narrados puede ser comprobada
mediante su contraste con otros documentos. Y sin embargo, la obra de Woolf no parte
de ese supuesto. Como cualquier libro de ficción, es más importante la verosimilitud que
la verdad. Si aceptamos ese gongorismo que hemos dado en llamar “biografía ficcional”;
ergo, al tratarla como opus imaginarium, estamos en la facultad de olvidarnos por un
momento de la verdad -propiedad externa al texto- y de volver nuestros ojos sobre la
verosimilitud -propiedad interna-. En ese caso, decir biografía será igual a decir novela.
Pero, una vez más, ¿qué tipo de novela? ¿Picaresca y realista como Moll Flanders (1722) de
William Dafoe? ¿Gótica y romántica como Cumbres borrascosas (1847) de Emily Brontë?
¿O de aprendizaje y modernista como Retrato de un artista adolescente ( 1916) de Joyce?
Tengo la impresión de que Orlando se remonta a una tradición mucho más inveterada.
Para ello, es necesario resucitar a mi crítico literario favorito -lo que siempre es un placer-,
el ruso Mijail Bajtín. En un interesante artículo sobre las formas que adoptan el tiempo y
el espacio en la novela (formas que él llama “cronotopos”), Bajtín propone que este
género mantuvo, desde la Antigüedad hasta la primera mitad del siglo XVIII, tres
tipologías reconocibles: la “novela de aventuras y de la prueba”, la “novela de aventuras
costumbrista” y la “biografía y autobiografía antiguas”. Si hemos descartado que Orlando
es una biografía -género encomiástico y acartonado para Bajtín-, entonces debe ser -por
un razonamiento no tan simple, pero que prefiero no justificar- o una novela de aventuras
o una novela costumbrista.
La diferencia entre ambas es bastante sencilla: mientras el tiempo de la primera es cíclico
y está apenas determinado -con días, meses o años-, y el espacio es un mero decorado
para las peripecias de la pareja protagonista que debe reunirse de nuevo, como en el
Dafnis y Cloe (s. II) de Longo -lo que hizo a Voltaire escribir esa versión paródica que es el
Cándido ( 1759)-, para mostrar que siguen siendo iguales que al inicio de la narración
(prueba de la identidad); en la segunda, el tiempo es progresivo y el espacio sí afecta a los
personajes principales. El único texto completo que ha sobrevivido de este segundo tipo
de novela es el Asno de oro (s. II) de Apuleyo. En ella, el cambio del protagonista, Lucio, es
doble: exterior y reversible, producto de un encantamiento; interior e irreversible, debido
a que sus desventuras lo han puesto en contacto con varios estratos de la sociedad de la
época y ha aprendido algo nuevo de sí mismo y del mundo (prueba de la transformación).
Si alguien por la calle o en un café me preguntara en cuál de los dos modelos de novela
pongo a Orlando, diría, muy ligero de huesos, que en ninguno. La obra de Woolf es -como
la salamandra que puede vivir tanto sobre la tierra como bajo el agua- una novela “de la
aventura” cuando el protagonista es capaz de vivir tres siglos sin envejecer más que un
par de décadas; y, simultáneamente, una novela “costumbrista” cuando muestra como el
“espíritu de los tiempos” va paulatinamente cambiando de bando y pasa de jugar a su
favor a oponerse a él/ella. El motivo de esta oposición será el tema del siguiente
apartado.
IV
Es tiempo de hablar de los otros géneros.
Orlando es una novela sobre la relatividad del tiempo, del espacio y de la identidad de
género. Sobre las dos primeras variables, la novelística europea tiene un alfil en la obra de
Marcel Proust. En busca del tiempo perdido (1913-1927) es un alegato a favor de que
“nuestro corazón tiene la edad de lo que amamos” y del poder de la memoria involuntaria
que une lugares y personas que nunca coexistieron en el arca de nuestros recuerdos. Pero
el código realista, la autocensura de un hombre temeroso de incomodar a su madre y el
respeto por la convenciones de una clases social -la aristocracia- y de una época -la Belle
époque- hicieron que Proust no se atreviera más que a retratar a la raza inmortal de los
invertidos. En cambio, Virginia, separada de los resquemores continentales por una
política de autonomía secular, incluyó esa tercera variable como eje constructor de la
fábula; y, con ello, llevó a sus últimas consecuencias el axioma central de la Modernidad,
inaugurado por Immanuel Kant unos 140 años antes: el pensamiento crítico.
“Si todo lo sólido se desvanece en el aire” y “todo lo sagrado es profano” (Marx dixit),
entonces lo lógico era que las construcciones culturales sobre la masculinidad y la
feminidad, entendidas durante mucho tiempo como inclinaciones naturales basadas en la
genitalidad o en las convicciones morales de orden religioso, no resistieran la prueba de
su revisión histórica. Eso precisamente hace la Woolf con este texto. Más que la historia
de una vida, Orlando es la historia de dos ideas: “hombre” y “mujer”. Y de cómo lo que
entendemos detrás de esas palabras ha ido variando con el transcurso de los siglos.
Repito: con una pluma que aún sabe jugar, nuestra autora no escribe un ensayo (como el
que redactaría un año después, sobre la relación entre la literatura y las mujeres, y que le
permitió entender como la división social del trabajo había relegado a las segundas a ser
consumidoras de una realidad modelada por los hombres, y que la única forma para
revertir esta situación partía de un mínimo pero necesario gesto de independencia: la
habitación propia, el pequeño espacio en el que la escritora puede dejar de ser madre o
esposa y se convierte en agente productor de ideas: artista, intelectual, política), sino una
fábula. La fábula de un ser humano que, poco a poco, es capturado en una prisión por el
“espíritu de los tiempos”, un fantasma que va perdiendo la liberalidad y desenfado
propios de la corte isabelina y se va enmoheciendo hasta volverse ese vejestorio con olor
a naftalina y queso rancio que castró la mente y el cuerpo de las mujeres anglosajonas
desde la Era victoriana hasta Mayo de 68.
Lo que pretende hacer Virginia no es esculpir un ejemplo emancipado de mujer para las
subordinadas lectoras de los años veinte (propuesta tan cara al enfoque de “imágenes de
la mujer” de cierta crítica feminista), tampoco escribir una historia sobre el despertar de la
vocación literaria de una persona de su mismo sexo -Orlando se siente poeta, aunque con
escaso talento, desde el inicio, y durante la primera mitad de la novela, “sin lugar a
dudas”, un He- para mostrarnos un camino de autodescubrimiento y superación (ginocrítica
llamó Elaine Showalter a este tipo de acercamiento); no, la Woolf persigue un objetivo
tan ambicioso que resulta casi butleirano: 1) plantear que no solo el género, sino la misma
idea de sexo es una construcción cultural y 2) que es la performance ( los modos de hablar,
comportarse, vestirse, moverse y sentir) de un individuo en situaciones específicas (que
varían de sociedad en sociedad, de centuria en centuria) los que marcan su inclusión,
expulsión o indeterminación de alguno de los puntos de esa larga línea continua que va de
lo femenino a lo masculino, de la hembra al macho; y viceversa.
V
Orlando fue dedicado al hijo de Vita, Nigel, con quien estoy de acuerdo en que se trata de
una extensa y encantadora “carta de amor”. Al fin y al cabo, como el filósofo alemán
Peter Sloterdijk ha señalado sobre los humanistas (en una aguda “misiva” dirigida a
Heidegger como para reafirmar doblemente sus ideas), este grupo no es más que una
comunidad epistolar cuyos miembros se enamoran, una y otra vez, unos de otros,
atravesando los siglos y los países, las lenguas y las costumbres, por medio de la lectura,
de amantes muchas veces muertos ya, pero que nos empujan desde ultratumba a que
lancemos otra botella al mar, otro libro a los estantes de las bibliotecas, para declarar que
una vez descubrimos, en las palabras de otro, el amor. Tal vez, nosotros también un día
nos animemos a encender de calor un pecho ajeno, como lo hizo, con el nuestro, Virginia
Woolf.
P.D.: Sé que hay una película noventera de Sally Potter y con Tilda Swinton (que según
Rotten Tomatoes no está nada mal). No la vean. No al menos hasta que hayan leído el
libro. Es mejor ponerle a Orlando el rostro con el que sueñan, todas las noches, nuestro
corazón y nuestro sexo.