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Vivir en Progrelandia

30 de abril de 2018 - 4 de mayo de 2018

A pesar de todas las apariencias, vivimos en una civilización reciente. Por mucho que
habitemos en países centenarios y seamos los herederos de una cultura milenaria, las
costumbres, ideas y creencias que vertebran nuestra visión del mundo no remontan más allá
de unas décadas. Entre un hombre de 2017 y otro de 1950 puede haber más distancia – en
sus concepciones antropológicas básicas – que la que pudiera darse entre un hombre de 1950
y otro nacido en 1800. A lo largo del último medio siglo nuestra civilización ha sido remodelada
a fondo, con una velocidad y con una intensidad sin precedentes a lo largo de toda la aventura
humana.

En ese sentido, un historiador francés, Alain Besancon, ha podido afirmar que “mayo 1968” es,
sin ninguna duda, el evento más importante acaecido tras la Revolución americana y la
Revolución francesa.

Pasado medio siglo desde entonces, ¿qué significado atribuir a aquellos acontecimientos?

Ante todo, el de ruptura de una larga cadena de transmisión cultural. “Matar al padre” es una
metáfora freudiana que evoca un mandato generacional. Como el río de la vida, cada
generación debe asumir sus propias tareas. El problema consiste en saber si, después de aquél
célebre mes de mayo, queda todavía algún “padre” al que matar.

Mayo 1968 inauguró una época inédita: la transgresión como dogma y la rebeldía como nueva
ortodoxia. Una “rebelocracia” – en palabras de Philippe Muray – que exalta sus propias
contradicciones, las comercializa y las fagocita. Mercado global, domesticación festivista y
educación para el consumo: los signos definitorios de nuestra época. En ese sentido mayo
1968 fue una revolución para acabar con todas las revoluciones.

¿Verdaderamente? Pasado ya medio siglo, la utopía sesentayochista adquiere para muchos los
contornos de una burla insultante. La generación que quiso reinventar el mundo, reinventar la
vida, exigir la felicidad y merecerlo todo, ha dejado como legado varias generaciones de
juguetes rotos. Algo se torció en el experimento, y sin embargo aquella generación que
cuestionó todas las certezas, que derribó todos los valores, proclama como incuestionables sus
propios valores y sus propias certezas, exige pleitesía para ellas y las declara intocables y las
sitúa como coronación suprema de la aventura humana.

Pero la aventura humana continúa; y una vez puesto en marcha, el acelerador de mutaciones
sociológicas es imparable. Como ocurría en 1968 los tiempos están cambiando. Un nuevo
malestar en la civilización – volvemos a Freud – se extiende con una virulencia nunca vista. A
medida que avanza el siglo XXI, desde el caos de identidades deconstruídas, desde el reguero
de juguetes rotos, aumenta el número de aquellos que, solitarios, atomizados, desarraigados,
no habiendo conocido otro mundo que el conformado a partir de mayo 1968, tienen una serie
de cuentas que ajustar con la gloriosa efeméride.
Mayo de 1968 como evento publicitario

Partamos de un hecho: mayo 1968 como acontecimiento histórico ya no interesa a casi nadie.
Su memoria se desvanece en el tiempo, entre la indiferencia de los más jóvenes. Pero la
industria de las conmemoraciones, fiel a la cita, se encarga cada diez años de reactivar el
recuerdo. Mayo 1968 se nos aparece hoy, de entrada, como una vorágine de ideas en
movimiento, como una sucesión de performances y desbordamientos retóricos, como una
cascada de photo–opportunities en un año que resultó muy fotogénico.

Mayo 1968 pervive, en primer lugar, como imagen y como icono. No en vano fue la primera
revolución de la historia en la que lo virtual – la representación de los acontecimientos, la
mediación publicitaria de los mismos – prima sobre la realidad de lo acontecido. A decir verdad
– escribe el filósofo francés Vincent Coussedière – “es casi imposible distinguir el
acontecimiento de su autocelebración, de forma que esta autocelebración termina por ser lo
esencial del acontecimiento. Mayo 1968 es la creencia en las virtudes de lo performativo:
cuando decir es hacer, cuando el hacer se agota en el decir. No es extraño que ciertos
sesentayochistas se hayan reconvertido a la publicidad, porque mayo 1968 es íntegramente un
evento publicitario cuyo sentido se agota en su autopromoción”.[1] Mayo 1968 como primer
“asesinato de la realidad” masivo y en toda regla, varios años antes de que Baudrillard
formulase su célebre teoría.

Pero si mayo 1968 es importante, lo es por su significado en sentido amplio. No en vano fue
en ese mes de mayo cuando cristalizaron los imaginarios y los utopismos que hoy, medio siglo
después, se siguen presentando como los horizontes insuperables de nuestro tiempo. Por eso,
aunque su memoria se pierda en el tiempo, su legado sigue más vivo que nunca. Mayo 1968
tiene el valor de un símbolo, el del comienzo de una nueva era.

Ha nacido una estrella: el gauchismo

En mayo 1968, París era una fiesta. Un instante suspendido en el tiempo en el que las
generaciones del baby boom se sacudían el aburrimiento de los (todavía inconclusos) “treinta
gloriosos”. Unas semanas de deseo loco y perspectivas radicales que, con toda su mística
revolucionaria, se quedaron en caos y saturnalia.

La historia es bien conocida: a pesar de encadenar con una serie de importantes


movilizaciones sociales – entre ellas, la mayor huelga general de la historia de Europa– el
sarpullido estudiantil no consiguió prender donde debía. Los sindicatos y el partido comunista
francés optaron por negociar sustanciosas mejoras sociales con las autoridades gaullistas (los
acuerdos de Grenelle), al tiempo que sus dirigentes se posicionaban contra el aventurerismo
de los agitadores de barricada. En conclusión: llegó el verano y los estudiantes se fueron de
vacaciones, pero con las maletas cargadas de inquina generacional contra los anquilosados
aparatchik comunistas y contra los obreros que, en vez de revolución, preferían un plato de
lentejas capitalistas.

Estaba claro que, tras la defección de los obreros, habría que buscar otro sujeto revolucionario
para el futuro. Y de eso se encargaría – frente al marxismo “conservador” del partido
comunista–, uno de los grandes descubrimientos de mayo 1968: el “gauchisme”. Su traducción
literal es “izquierdismo”. Pero a nuestros efectos – y no sin cierta licencia retrospectiva–
podemos considerarlo como el embrión de lo que hoy llamamos “progresismo”.

¿Cómo definir el gauchismo? Aunque éste fue el protagonista que acaparó los focos de mayo,
como concepto había nacido mucho antes. En realidad se trataba de un término peyorativo
surgido en el ámbito del marxismo clásico. Con este apelativo, los dirigentes socialdemócratas
y comunistas descalificaban a los radicales de izquierda que rehusaban toda disciplina de
partido. En ese sentido, el gauchismo/izquierdismo era sinónimo de activismo anarquizante y
pueril: un síndrome individualista ajeno al carácter “científico” del marxismo, algo muy propio
de grupúsculos que, en el fondo, no aspiraban seriamente a conquistar del poder. Lenin
popularizó el término en su obra “el izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo” (1920).

Pero 1968 le dio la vuelta a tesis de Lenin. Poco después de los sucesos de mayo, Daniel
Cohn–Bendit – el agitador sesentayochista par excellence– publicó un libro llamado “el
gauchismo, remedio a la enfermedad senil del comunismo”. En él, Cohn–Bendit reivindicaba el
espontaneísmo de los sucesos de mayo como receta para superar el impasse de la idea
comunista, sumida en la esclerosis autoritaria de corte soviético. En el contexto de 1968, el
gauchismo coincidía con toda la galaxia extraparlamentaria de extrema izquierda – trotskistas,
maoístas, anarquistas, autogestionarios y antisistemas varios – que reivindicaban el impulso
revolucionario que el comunismo burocrático había perdido por el camino. Como señala el
politólogo canadiense Mathieu Bock–Côté: “los radical sixties marcan el retorno a los
sentimientos fundamentales en el origen del proyecto político de la izquierda, un retorno a la
parte de utopismo que el marxismo había tapado sin llegar a liquidarlo del todo”. De lo que se
trataba, por tanto, era de “hacer brotar de nuevo la fuente utópica del marxismo” (es la época
del descubrimiento de los escritos del “joven Marx”) y de suministrar al comunismo una terapia
desde la izquierda.[2]

Esto era, al menos, lo que decía el guión. Pero como suele ocurrir, la historia escribe derecho
con guiones torcidos. Lo que los radicales sesentayochistas estaban haciendo, seguramente sin
saberlo, era una cosa muy diferente.

Mayo de 1968 como producto americano

Cualquiera que repase la historia los sucesos de mayo 1968 puede sacar, a primera vista, una
idea equivocada. A un nivel puramente retórico el lenguaje predominante era el marxismo en
sus múltiples variantes (leninismo, trotskismo, maoísmo). Pero de todos los lenguajes posibles
– señala Alain Besancon – el marxismo era el menos apto para traducir la realidad de lo que
estaba sucediendo. Si bien la letra de 1968 correspondía a la tradición revolucionaria europea,
el espíritu – el “marco” o estructura conceptual hegemónica– era de impronta americana.

Conviene recordar que mayo 1968 vino precedido de años de agitación radical en los campus
estadounidenses, donde “el lenguaje era el de la moralidad y la justicia, antes de virar al
radicalismo gauchista”.[3] Es en ese desplazamiento desde la política hacia la moral donde
reside la esencia de mayo 1968. A partir de ese período la influencia ideológica americana
marca el tránsito de una fase revolucionaria a otra muy diferente: del racionalismo marxista se
pasa al sentimentalismo progresista; de los enfoques “de clase” se pasa a la lucha por la
“autenticidad” individual; de la revolución se pasa a la “emancipación”. La razón de fondo era
que “el marxismo clásico parecía terriblemente árido para una joven generación que rechazaba
el reduccionismo económico y no toleraba limitar la revolución a una simple empresa de
transformación de las relaciones de producción”.[4] Cuestión de Zeitgeist, pues. El
materialismo dialéctico y los enfoques groseramente cuantitativos ya no resultaban
satisfactorios para las generaciones de la abundancia y del baby–boom, que apuntaban más
bien a una revolución concebida en términos culturales (lo que por otra parte explica la
floración maoísta de la época).

1968 es el año del gran divorcio sociológico: a partir de entonces la sensibilidad revolucionaria
y el movimiento obrero empezaron a recorrer caminos diferentes. O como sintetiza a la
perfección Vincent Coussedière: “el gauchismo es justamente la adaptación del marxismo a la
ausencia de clase y de conciencia de clase. Los individuos desocializados: ésos son los que el
gauchismo pretende promover y reunir (…) Con lo cuál el gauchismo es la ideología
perfectamente adaptada a la descomposición del pueblo francés, es la comunidad de la
ausencia de comunidad”.[5] El gauchismo sesentayochista – y su sucesor directo, el
progresismo – representa la adaptación y convergencia de la izquierda utópica con las
condiciones materiales, culturales y sociales del neoliberalismo.

Mayo 1968 como contrarrevolución liberal

Ahora los periodistas de todo el mundo


Os lamen el culo. Yo no, queridos
Tenéis caras de hijos de papá
Os odio como odio a vuestros padres (…)
Cuando ayer en Valle Giulia os pegasteis
Con los policías
¡Yo simpatizaba con los policías!
Porque los policías son hijos de pobres

PIER PAOLO PASOLINI


Os odio, queridos estudiantes

Para deconstruir mayo de 1968 es aconsejable comenzar por la crítica marxista. Ante todo, por
una razón cronológica: las primeras críticas de calado que se hicieron de este happening
estudiantil procedieron de intelectuales más o menos vinculados al movimiento obrero. Unas
críticas formuladas desde la frialdad conceptual del viejo marxismo, en un enfoque que
contrasta con la indignación tremendista y con el moralismo lastimero que hoy se enseñorea
del pensamiento de izquierdas. Entre ellas destaca, por su claridad premonitoria, el análisis del
filósofo Michel Clouscard.[6]

Desde posiciones muy cercanas al Partido Comunista francés, Clouscard se enfrentó a los
argumentos gauchistas que denunciaban el supuesto “aburguesamiento” de los obreros y su
abandono de la revolución a cambio de unas migajas sociales. Para este filósofo atípico –el
primero en analizar mayo de 1968 como una contrarrevolución liberal– todo ese discurso de
impronta marcusiana no era más un recurso de los consumidores libertarios de clase media
para acceder a un estatus narcisista “revolucionario”.[7] La originalidad de Clouscard – señala
su comentarista Aymeric Monville – consistió en desarrollar un marxismo aplicado que articula
las clases sociales no sólo sobre las relaciones de producción, sino también sobre las de
consumo. ¿Qué nos dice este enfoque sobre la intrahistoria de mayo 1968?

Según Clouscard, el capitalismo del Plan Marshall y de los “treinta gloriosos” se organizaba en
torno a un modelo consumista sostenido sobre la educación de la población en dos vertientes:
a unos para hacerles amar el consumo, a otros para hacerles soñar con consumir.[8] Un
objetivo para el cuál era imprescindible acelerar la ruina de los antiguos valores burgueses –
ahorro, sobriedad, esfuerzo, religión – e instaurar un modelo hedonista y permisivo. Sólo
desde este prisma cabe entender la función auxiliar desempeñada por los filósofos de cabecera
del sesentayochismo: Marcuse y su “nuevo orden libidinal”, Deleuze y sus “máquinas
deseantes”, Focault y su teoría de la sexualidad. Todos ellos serían los animadores de un
proceso cultural destinado a presentar como revolucionario un modelo de consumismo
transgresivo que, en el fondo, sólo respondía al arribismo de las nuevas clases medias. [9]
Mayo 1968 será el momento de cristalización simbólica de todo ello.

Pasado medio siglo, el legado de las jornadas de mayo puede resumirse en un sólo concepto:
“liberalismo libertario”. Una definición que con el tiempo sería jubilosamente asumida por
Daniel Cohn–Bendit – vedette máxima de los acontecimientos–, si bien antes había sido
acuñada por Michel Clouscard. A Clouscard se debe también la expresión “capitalismo de la
seducción”, el título de una obra en la que aplicaba un análisis de clase a la mitología de la
civilización recién inaugurada: la cultura de masas, la relajación de vínculos familiares, la
liberación sexual, la “subversión” institucionalizada, el arte contemporáneo, el progresismo
mundano, etcétera. Una auténtica antropología de la modernidad en la que el filósofo de
Poitiers describía el papel del gauchismo como comadrona de la nueva sociedad de consumo.
Porque ahí reside el gran hallazgo de mayo 1968: en la incorporación de la mitología
romántica de la rebelión y de la subversión a las estrategias de despliegue capitalista.

Nunca se entenderá el “gauchismo” si nos limitamos a considerarlo como un mero sistema de


ideas o de convicciones. El gauchismo – es decir, el izquierdismo radical– es sobre todo un
estado de espíritu, un conjunto de predisposiciones psicológicas y anímicas (aunque no falta
quien lo trata como una patología).[10] No en vano la obra de Clouscard pone el dedo en la
llaga de lo que podríamos calificar como “paranoia gauchista” (Aymeric Monville): la confusión
entre poder y dominación, la tendencia a no ver en el poder más que represión, ya sea de la
líbido, de las minorías (en la actual versión políticamente correcta) o de los propios gauchistas.
De una manera sutil, Clouscard muestra que a partir de los años 1960 es “el poder el que
ahora se hace seducción e inventa–produce la líbido”.[11] La líbido, claro está, necesaria para
estimular un “mercado del deseo” sostenido sobre la capacidad de consumo de aquellos que se
lo puedan permitir, así como sobre el reclamo publicitario de los “estilos de vida”. Pero para
pasar a esta fase – a la del mercado del deseo– era necesario un punto de ruptura, un
“psicodrama” que escenificase el adiós radical al viejo mundo.[12] Ése fue el cometido histórico
de todas las variedades de “rebeldes” que proliferaron a partir de los 1960 y que siguen
renovándose hasta la hora actual: el “hippie eterno” y sus mutaciones más o menos radicales
(antisistemas, okupas etc) como castas parasitarias sobre los hombros de las clases
productoras.

¡Prohibido prohibir! es el slogan más célebre de mayo 1968. Pero conviene tener presente – y
ése es el núcleo del mensaje de Clouscard – que el sistema entonces inaugurado, si bien es
permisivo sobre el consumidor, es represivo sobre el productor. En otras palabras: es un
sistema en el que “todo está permitido, pero nada es posible”.[13] Su estrategia consiste en
descartar la lucha de clases como algo anacrónico, al tiempo que se exaltan las nuevas “luchas
societales” (ideología de género, minorías sexuales, migrantes, etcétera) para las que se
diseñan los oportunos kits de mercado. Todo ello, claro está, permitiéndose el lujo de decirse
“de izquierdas” y disfrutar de lo mejor de ambos mundos.[14] Con lo cuál nos acercamos al
reino de progrelandia.

Mayo 1968 como astucia de la historia

Década tras década las conmemoraciones de mayo 1968 dan lugar a nutridos coros de
autosatisfacción lírica, empañados por las notas discordantes de algún que otro disidente. El
opúsculo publicado por Régis Debray en 1978 – “Mayo 68: una contrarrevolución consumada”–
es sin duda uno de los textos fundacionales de toda esa corriente que podemos calificar como
“pensamiento anti–1968”, y ello tanto por su carácter pionero como por la clarividencia de un
análisis que, con el tiempo, no ha dejado de ganar en pertinencia.

Tras sus andanzas guerrilleras con el Che Guevara, cabe pensar que Debray tenía una visión
más ajustada que sus contemporáneos sobre lo que una auténtica revolución significa. En su
texto de 1978 – publicado a modo de “una modesta contribución a los discursos y ceremonias
oficiales del décimo aniversario” – el escritor parisino desplegaba una serie de intuiciones
prematuras sobre el significado de aquella primavera de barricadas, que él vivió desde una
cárcel boliviana. Lo que Debray venía a decir – en un enfoque concomitante al de Clouscard –
es que mayo de 1968, lejos de ser una revolución, fue un ajuste interno del sistema, el
momento de eclosión de la nueva sociedad burguesa. Hasta ese momento dos mundos se
miraban frente a frente. Por un lado, la “ideología americana”, hecha de individualismo y de
espíritu mercantil. Por otro lado, la “ideología francesa” hecha de valores colectivos: la idea de
nación y de independencia, la idea de clase obrera y de revolución. Ideas, estas últimas,
totalmente anacrónicas frente a la nueva era de expansión capitalista. ¿Cómo desembarazarse
de ellas? [15]

¡El caos! (la “chienlit”), así calificaba Charles de Gaulle a los acontecimientos de mayo. ¡Una
revolución! dice la versión más extendida. Para Debray el mayo parisino no fue ni una cosa ni
la otra, sino “el más razonable de los movimientos sociales”; la “triste victoria de la razón
productivista sobre las locuras románticas”; la más “aburrida demostración de la tesis marxista
sobre la determinación en última instancia por la economía (tecnología + relaciones de
producción)”. De lo que se trataba, en el fondo, era de dar adaptar los hábitos y las formas de
vida a las nuevas exigencias de la industrialización, y ello “no porque los poetas lo reclamasen
sino porque la industrialización así lo exigía”. El análisis marxista de Debray se muestra
implacable: los valores burgueses de la vieja Francia eran antieconómicos, lo que hacía
necesaria una alineación de la burguesía sobre nuevos valores consumistas, individualistas y
hedonistas. Feminización de la mano de obra, paso del capitalismo patrimonial al capitalismo
de accionariado, derribo de las barreras aduaneras, expansión de las multinacionales,
promoción de la “flexibilidad”. ¿Qué es la mercancía sino “una fiesta móvil, inasible e
imparable”? No en vano mayo 1968 fue la fiesta de la movilidad. “La burguesía se encontraba
política e ideológicamente en retraso sobre la lógica de su propio desarrollo económico” – dice
Debray – y mayo fue, por lo tanto, una hegeliana “astucia de la Historia” para ajustar las
cosas. Mayo 1968 fue el “termostato” que permitió que la máquina se corrigiese a tiempo; un
“factor de autorregulación que de todas formas hubiera funcionado por sí solo –
independientemente de la voluntad de sus agentes– para corregir las perturbaciones internas
en la máquina neocapitalista”.[16]

El gran equívoco de mayo 1968 consistió en tomar una crisis en el sistema por una crisis del
sistema. ¿Se trataba una soft–revolución tal vez? ¿O tal vez de la primera revolución
posmoderna? Mayo de 1968, como hemos visto, inaugura los tiempos en los que la
representación de lo real predomina sobre la realidad misma. La brutalidad y la violencia ya no
fuerzan el curso de la historia. Lo que importa es controlar las percepciones, imponer un
“marco” narrativo, “construir un relato” (storytelling). Por eso mayo 1968 puede considerarse
como el umbral de nuestra época. Su meollo revolucionario consiste en el triunfo de la
publicidad sobre la política, en el paso a los tiempos postpolíticos, en el fín de la política.
Porque a partir de entonces todo se regulará de forma autónoma, o como dice Debray “a nivel
social, pre o postpolítico, es decir: sin dirección, sin proyecto ni voluntad consciente”.[17] Mayo
de 1968 fue, en ese sentido, la revolución que acaba con todas las revoluciones; el momento
en el que el mercado mundial suplanta al mercado nacional. En nuestra época de gobernanza y
tecnocracia global, no cabe sino admirar la lucidez premonitoria del análisis de Régis Debray.

Mayo 1968 como campo de batalla

“En estas elecciones, de lo que se trata es de saber si la herencia de mayo 1968 debe ser
perpetuada, o si es preciso liquidarla de una vez por todas”. Así se expresaba Nicolas Sarkozy
en abril 2007, durante la campaña para las elecciones presidenciales francesas. En un célebre
discurso en el distrito parisino de Bercy, Sarkozy acusaba a los herederos de mayo de haber
impuesto el relativismo intelectual y moral, de haber destruido la jerarquía de valores, de
haber minado los fundamentos de la autoridad y del orden, de haber arruinado la escuela, de
haber introducido el cinismo en la sociedad y en la política. Un arsenal de acusaciones
típicamente derechistas que se combinaban con otras más afines a los oídos de izquierdas: la
relajación ética del sesentayochismo habría facilitado el culto al dinero, el beneficio a corto
plazo, la especulación, las derivas del capitalismo financiero. Conclusión: había llegado la hora
de pasar la página de mayo 1968. Un mensaje al que en las elecciones de 2007 gran número
de franceses parecían receptivos, y que impulsaría el camino de Sarkozy hasta la Presidencia
de la República.

Pero si alguien se había tomado en serio el discurso en Bercy, quedaría muy decepcionado por
lo que vino después. Los cinco años de la Presidencia de Sarkozy pueden leerse como una
ofensiva neoliberal sobre fondo de capitalismo bling bling. La espiral multiculturalista y la
desagregación del vínculo social continuaron su asalto sobre cualquier idea de identidad
nacional, mientras la función de Jefe del Estado se desacralizaba y la política francesa se
alineaba sobre el modelo americano. Con Sarkozy la sociedad francesa prosiguió su proceso de
atomización y de infantilización acelerada, al compás de los valores hedonistas, individualistas
y consumistas derivados de mayo 1968. ¿Traición al electorado?

En realidad, no podía ser de otro modo. El rumbo de una civilización no puede corregirse
mediante programas electorales. La retórica de Sarkozy obedecía a simple oportunismo
demoscópico: explotar el creciente miedo de la sociedad francesa ante una espiral nihilista de
incierto desenlace. ¿Liquidar mayo 1968? Un envite inalcanzable para un chisgarabís televisivo
que además – como señalaba con ironía Cohn–Bendit– “no era sino otro hijo ilegítimo y
rebelde comme il faut de mayo 1968”.

Pero es preciso reconocerlo: en realidad todos somos hijos de aquellas semanas de mayo. No
en vano André Malraux supo percibir en aquél momento todo un mundo que se desvanecía y
que daba sus últimas boqueadas. Una crisis de civilización.[18] En ese sentido mayo 1968 fue
mucho más que un acontecimiento, un programa o una ideología. El legado sesentayochista
está en todas partes; parafraseando a Matrix “está en nuestra habitación, al mirar por la
ventana, al encender la televisión...” Por eso – como en Matrix– no se le puede combatir
desde dentro sino sólo desde fuera, rechazándolo en bloque o desconectando de él. Lejos de
ser una simple efeméride, mayo de 1968 sigue siendo – cincuenta años después– un campo de
batalla: el de las guerras culturales por venir.

Mayo de 1968 como uno y trino

Cuando Sarkozy recurría al anti–sesentayochismo como bandera electoral estaba, sin duda,
conectando con un sentir profundo de amplias capas de la población francesa. Lo cual confluía
con toda una labor de zapa intelectual, acometida en este caso tanto desde la derecha como
desde la izquierda. Para comprender el sentido de todo ese corpus bautizado como
“pensamiento anti–1968” es necesario, ante todo, delimitar el objeto de sus críticas, lo que no
es una tarea simple. En primer lugar, porque, como hemos visto, para entender mayo 1968 es
necesario leerlo del revés (la astucia de la historia, que decía Régis Debray). Pero sobre todo,
porque no hay uno sino “varios” mayos de 1968. Destacamos tres:

- Una postura revolucionaria y “heroíca”, expresada en el hipermilitantismo de una


extrema izquierda que, en sus metamorfosis más radicales, tendría como colofón el terrorismo
de los años 1970.

- Una postura festiva, anti–autoritaria, hedonista y libertaria, muy bien resumida en los
eslóganes: “gozar sin barreras”, “prohibido prohibir” o “debajo de los adoquines está la playa”.

- Una postura “antisistema” de crítica frente a la sociedad de consumo y los valores


mercantiles, inspirada por el situacionismo. Esta tendencia – sin duda la más interesante de
todas– pasaría a enlazar con corrientes como el ecologismo y el tercermundismo.[19]

¿Qué ha quedado de todo ello? Las fotos de las barricadas y de las cargas policiales no llaman
a engaño: en su libro “El Gran Bazar” (publicado en 1975) Cohn–Bendit confesaba que en
1968 la violencia no era más que un juego. Fue la dimensión individualista y libertaria la que
eclipsó por completo los otros contenidos de mayo; no sólo eso, sino que es esa misma
dimensión – en su vulgata anti–tradicional y progresista– la que sigue ocupando, cinco
décadas después, el centro de gravedad ideológica de todo el espacio público. Mayo de 1968
como revolución contra los padres, no contra los patrones (Marcello Veneziani). La temática de
la “emancipación” individual se declinará, a partir de entonces, en una inflación de derechos
subjetivos que suministran la legitimación de la nueva ideología dominante: una mezcla de
liberalismo económico y de liberalismo societal. En formulación de Alain de Benoist: “el tipo
antropológico que promueve esta ideología es el de un individuo centrado en sí mismo, que
busca permanentemente maximizar su interés y obtener una traducción institucional a sus
deseos”.[20] ¿Qué mejor garantía para “gozar sin barreras” que el neocapitalismo y la sociedad
de consumo?

En buena lógica, la comunión en los valores de mayo 1968 – o en los múltiples 68s que
tuvieron lugar en occidente– ha venido funcionado como distinguido pedigrí para el acceso de
sus protagonistas a los grandes centros de decisión política, económica y social de las últimas
décadas. Mientras que el “68 leninista” acabó en un callejón sin salida y el “68 antisistema” en
un militantismo más o menos marginal, el 68 libertario acaparó la gloria, el poder y los
recursos, inoculando toda su carga ideológica en un capitalismo que estaba entonces en trance
de mudar de piel.

[1] Vincent Coussedière, Éloge du populisme, Élya Éditions 2012, p. 91.

[2] Mathieu Bock–Côté, Le multiculturalisme comme religión politique. Les Éditions du Cerf 2016, pp. 91–92.

[3] Alain Besancon, “Souvenirs et réflexions sur mai 1968”, Commentaire nº 122, été 2008, p. 515.

[4] Mathieu Bock–Côté, Obra citada, p. 89.

[5] Vincent Coussedière, Obra citada, pp. 89–90.

[6] Michel Clouscard (1929–2006) fue profesor de sociología en la universidad de Poitiers. Sus obras más destacadas:
Néo–fascisme et idéologie du désir (1973), Le frivole et le sérieux (1978), Le capitalisme de la séduction (1982), Les
métamorphoses de la lutte de clases (1996), Critique du liberalisme libertaire. Génealogie de la contre–revolution
(2005).

[7] Aymeric Monville, Le néocapitalisme selon Michel Clouscard. Éditions Delga 2011, p. 19.

[8] Aymeric Monville, Obra citada, p. 24.

[9] Aymeric Monville, Obra citada, p. 20.

[10] Lyle H. Rossiter, JR, The Liberal Mind. The Psychological Causes of Political Madness. Free World Books 2008.

[11] Aymeric Monville, Obra citada, p. 25.


[12] Aymeric Monville, Obra citada, p. 27. Clouscard propone establecer una clara diferencia entre “estilos de vida” y
“niveles de vida”: “si para el mundo obrero el estilo de vida está directamente vinculado al nivel de vida – sin
márgenes posibles de maniobra– la burguesía sí puede promover varios estilos de vida, lo que le permite embarullar
mejor las pistas. Puede ser a la vez hippy y tecnocrática, austera y dispendiosa, de derechas y de izquierdas, con
“padre severo” e “hijo rebelde”, etc etc”. Aymeric Monville, Obra citada, pp. 31 y 32. Sobre los “estilos de vida”: Mark

Hunyadi, La tiranía de los modos de vida. Sobre la paradoja moral de nuestro tiempo. Ediciones Cátedra 2015.

[13] Michel Clouscard, Le Métamorphoses de la lutte des clases, Éditions Le Temps des Cerises, 1996, Thèse 4, p. 19.
Aymeric Monville, Les Jolis grands hommes de gauche. Badiou, Guilluy, Lordon, Michéa, Onfray, Rancière, Sapir, Todd
et les autres…, Éditions Delga 2017, p. 34.

[14] Aymeric Monville, Le Néocapitalisme selon Michel Clouscard. Éditions Delga 2011, p. 29.

La reivindicación del enfoque “lucha de clases” – frente al de “luchas de minorías– como punto central de análisis
social es hoy común entre las corrientes neopopulistas en Europa y América. En esa línea, Owen Peter Jones: Chavs:
la demonización de la clase obrera. Capitán Swing Libros S.L. 2012. Jim Goad, The Redneck Manifesto, Simon and
Schuster 1997.

[15] Régis Debray, Mai 68 une contre–révolution réussie. Mille et une Nuits 2008, p. 57.

[16] Régis Debray, Obra citada, pp. 21–37.

[17] Régis Debray, Obra citada, p. 39.

[18] Antonio Sáenz de Miera (Universidad Antonio de Nebrija) “40 años del 68 francés. Estudio de las interpretaciones

realizadas sobre los sucesos de 1968 a 2008”. Norba. Revista de Historia ISSN 0213–375X, Vol 22 2009, 205–244
(disponible en Internet)

[19] Alain de Benoist, “La France aurait mieux fait de garder Daniel Cohn–Bendit…” en Le Mai 68 de la nouvelle droite.
Le Labyrinthe 1998, pp. 9–20.

[20] Alain de Benoist, “la fable des soixante–huitards”, en: Survivre à la pensé unique, ou l'actualité en questions.
Krisis 2015, p. 185
Mayo de 1968 en versión autorizada

En el año 2008 – 40.º aniversario de los acontecimientos– el filósofo Serge Audier publicaba el
libro: “El pensamiento anti–68. Ensayo sobre los orígenes de una restauración intelectual”. En
esta obra, el autor – profesor en la universidad de la Sorbona – reaccionaba frente a los
ataques que el legado sesentayochista no dejaba de recibir desde la derecha y la izquierda. [1]
En un piadoso intento de recomponer el prestigio de las jornadas de mayo, Audier le daba un
severo repaso a gran parte de las críticas que, desde diversas familias de pensamiento, se
habían ido acumulando sobre el legado de 1968. En esta peculiar jornada de caza intelectual,
la cantidad y la calidad de las piezas cobradas por Audier – nombres como Marcel Gauchet,
Pierre Manent, Alain Fienkielfraut, Alain Renaut, Luc Ferry o Régis Debray – eran muy
indicativas de una realidad: la llama sagrada del 68 había dejado de alumbrar, desde hacía ya
tiempo, a lo más granado de la intelligentsia francesa.[2]

El “pensamiento 1968” no está hoy moda. De hecho, se le ataca por todas partes. Y sin
embargo es más efectivo que nunca. Eterna paradoja del juego de la hegemonía: el jugador
que ocupa la centralidad del tablero libera los espacios marginales donde anidan
francotiradores, rebeldes y disidentes. Con una circunstancia agravante: los “antimodernos”
(los anti–68 en este caso) suelen ser casi siempre más interesantes que los “modernos”. [3]
Reaccionando ante esta situación, Audier despliega sus cartas y las coloca en el terreno de
juego favorito de los sesentayochistas: el de la lucha cósmica entre “progresistas” y
“reaccionarios”, entre la luz y las tinieblas. Según este enfoque, todo ataque a 1968
respondería en el fondo a un afán “restaurador”, a una “llamada al orden”, a una vuelta a la
caverna. Con lo cual Audier se ciñe a la más socorrida pauta de progrelandia: reclamar el
prestigio del subversivo mientras se disfruta la comodidad del establishment.

El libro de Serge Audier es interesante, pero a sensu contrario. De sus ajustes de cuentas con
unos y otros emerge un retrato de pintor de corte: el de 1968 como conquista irrenunciable
del progreso humano. Es decir, la imagen que el pensamiento mainstream ofrece de sí mismo.
Por las páginas de Audier desfilan corrientes y autores que, de un modo u otro, propagan
versiones no ajustadas a esa versión canónica: la derecha tradicional y sus jeremiadas
habituales (mayo del 68 como destructor de la autoridad, de la religión, de la familia); el
humanismo liberal–conservador (Alain Finkielkraut, Pierre Manent, Luc Ferry); los sociólogos
críticos con el “individualismo” (Gilles Lipovetsky, Marcel Gauchet); el republicanismo
soberanista (Regis Débray, Pierre–André Taguieff); la izquierda “antiprogresista” (Jean
Claude–Michéa); la extrema izquierda revolucionaria (Guy Hocquenghem, Kristin Ross, Serge
Halimi). Una retahila de autores y de obras que son resumidas, amputadas,
descontextualizadas y desautorizadas al compás de las necesidades argumentativas de Audier.
[4] Pero de todas las críticas al 68, aquella que le merece más reproches y parece sacarle de
quicio es la calificación del 68 como hegeliana “astucia de la historia”. Lo que Audier de ningún
modo puede tolerar es que 1968 pase a la historia como la cuna de la nueva sociedad
mercantil y de consumo. Por eso Régis Debray – el autor que mejor ha plasmado ese
argumento– se perfila como el auténtico blanco de su libro. Pero si lo miramos con calma,
podemos preguntarnos por la auténtica razón de tanta inquina. Al fin y al cabo, en su
interpretación laudatoria de 1968, Audier viene a corraborar lo esencial de las tesis de Debray:
mayo de 1968 fue el más razonable de los movimientos sociales, el “episodio que vino a
embellecer con nuevas libertades el orden liberal–capitalista”.[5]

¿Cual es objetivo esencial de un libro como “el pensamiento anti–68”? Reafirmar la


importancia histórica de mayo 1968 en el proceso secular de democratización de la
democracia. Según esta idea, el legado de 1968 radica en temas como la emancipación sexual,
la puesta en cuestión de las jerarquías, las políticas de género, la promoción de las minorías de
diverso signo, los avances hacia una sociedad multicultural, la exaltación de la diversidad, el
fomento de una mayor participación, el antirracismo, etcétera. Toda una serie de nobles
causas que han sido asumidas, sin traumas ni violencias gauchistas, a través de una
sedimentación benéfica en el seno acogedor de un liberalismo social renovado. La estampa de
las barricadas de mayo recupera así toda su aura en el contexto de un relato triunfal: el
advenimiento de un liberalismo de rostro humano (caring liberalism) asumido por los partidos
socialdemócratas más o menos inspirados en la “tercera vía”, con políticos como Tony Blair y
Barack Obama o teóricos como Anthony Giddens a la cabeza. Lo que traducido significa: la
fusión del (neo)liberalismo económico con las políticas “societales” progresistas; o sea, el
“liberalismo libertario” del que hablaba Michel Clouscard en los años 1970.

Si eso es así (y no discutimos que lo sea) ¿por qué a Audier (y a los demás hagiógrafos de
mayo 1968) les cuesta tanto admitir que sí, que después de todo mayo de 1968 sí fue la
bendita “astucia de la historia” que nos ha conducido al mejor de los mundos posibles?

Para responder a esta pregunta hay que situarse en un reflejo psicológico de progrelandia, que
consiste en la defensa, siempre y a toda costa, del “marco” conceptual en el que se sitúa su
discurso: la dicotomía secular “izquierda y derecha”, la pugna titánica entre “progresistas y
conservadores”. El problema es que si destruímos ese marco (por ejemplo: a base de poner de
relieve que la “izquierda progresista” y la “derecha liberal” no son hoy más que las caras de
una misma moneda, llámese “neoliberalismo”, “tercera vía”, “liberalismo libertario” o como se
quiera) el progresismo queda desarbolado y sin norte. De algún modo hay que mantener la
tramoya, una tramoya en la que mayo 1968 desempeña un papel de mito fundacional. Situar
sobre mayo 1968 una parte de responsabilidad por décadas de políticas neoliberales supondría
endosarle una carga demasiado pesada. Por eso hay que preservar a toda costa el aura
revolucionaria, progresista y de izquierdas de la cosa, e insistir en que su mensaje tiene
todavía un carácter inspirador y subversivo, frente a las fuerzas siempre acechantes de la
reacción y la caverna.

Para mantener esta ficción, Serge Audier utiliza un método rayano en la deshonestidad
intelectual (pero típico de cierta estrategia discursiva de izquierdas). Lo que hace este profesor
universitario es señalar que el embite progresista de mayo 1968 no puede identificarse ¡de
ningún modo! con la victoria del liberal–capitalismo, dado que los políticos “de derechas” – tipo
Giscard d'Estaing, Margaret Thatcher, Ronald Reagan – llegaron al poder pocos años después,
con un discurso muy contrario al del sesentayochismo. Pero lo que Audier interesadamente
soslaya es que, como todo el mundo sabe, esos mismos partidos “de derecha” se encargaron
de insertar la carga ideológica de 1968 en el derecho, las instituciones y la cultura
(individualismo, hedonismo, planificación familiar, extensión del aborto, multiculturalismo,
inmigracionismo, sociedad de consumo, etcétera), y lo hicieron porque todo ello casaba a la
perfección con su programa neoliberal. Lo que Audier elude es el hecho de que la relación
entre partidos “progresistas” y “liberal–conservadores” es de complementariedad orgánica,
según el conocido reparto de papeles: la derecha “compra” las políticas societales de izquierda,
y la izquierda “compra” las recetas económicas neoliberales. Y si algo se dirime entre unos y
otros, se trata de contradicciones secundarias dentro un proyecto básicamente compartido, de
forma que todo queda en familia: la de un “Partido Único Políticamente Correcto” (Constanzo
Preve) en el que los ex gauchistas de 1968 han oficiado, durante décadas, como intelectuales
orgánicos.[6]

Con todos estos antecedentes, pretender todavía (como hace Audier) que existe una oposición
entre los ideales de 1968 y la “derecha neoliberal e insolidaria” (por repetir la retórica
socialdemócrata), o pretender por ejemplo que los “neocon” americanos – especialistas en la
promoción de minorías sexuales, revoluciones de colores y bombardeos derecho–humanistas –
están en las antípodas de las barricadas de mayo, es colocar una mercancía intelectual
averiada que sólo se sostiene en el pesebre académico-institucional de una izquierda en busca
de lifting ideológico.[7]

Mayo de 1968 como pensamiento único

Conviene tenerlo claro: el legado ideológico de 1968, lejos de cualquier contenido subversivo,
es hoy transversal a la derecha y a la izquierda; por eso parece difícil que la izquierda pueda
patrimonializarlo, o que pueda circunscribirlo a su particular acervo sentimental. El legado de
1968 es el sistema. Sus valores informan la totalidad del espacio público y delimitan los
contornos del debate legítimo, de forma que todo lo que quede fuera de esos límites cae en el
terreno maldito de la reacción, del populismo o de las fobias. Para entenderlo basta con
observar la evolución de la derecha occidental durante las últimas décadas, caracterizada por
una interiorización progresiva de los valores de 1968 como conquista irrenunciable del género
humano.

Una capitulación en toda regla. Así puede definirse el comportamiento del “conservadurismo”
occidental frente al legado ideológico de los radical sixties. Como resultado de esta evolución,
la palabra “conservador” en este primer tercio del siglo XXI equivale a poco más que un flatus
vocis. El conservadurismo político es hoy una etiqueta de la que se han vaciado sus referentes
históricos e ideológicos, para refundirlo en una aquiescencia beata a todas las necesidades de
la modernización, la globalización y la “sociedad abierta”. Ser “conservador” equivale hoy en
día a conservar lo que ya existe, es decir: el mundo de 1968 y sus dinámicas progresistas. Un
programa que la derecha diseñó para sí misma pocos años después de los eventos de mayo.

En 1976 Valéry Giscard d'Estaing publicaba su libro “Democracia Francesa”. En esa obra el
entonces Presidente esclarecía los principios de lo que debería ser “una política de civilización,
anunciando un proyecto de sociedad que debía inspirarse en la revitalización cultural
consumada en los años 1960”. Según este programa “la sociedad francesa debería consentir a
descrisparse y liberarse de las carcasas del mundo tradicional. La derecha debía cesar de
contener lo que parecía ya una evolución histórica inevitable, y más bien definirse como el
partido del progreso, civilizando el progresismo a partir de las prescripciones morales e
ideológicas del liberalismo”. [8] Ése fue el momento del “compromiso histórico” entre el
liberalismo y el conservadurismo: una amalgama que daría lugar a la improbable y paradójica
noción de “liberal–conservadurismo”, sobre la que se alinearía toda la derecha europea a partir
de los años 1970.[9]

La caída del comunismo en 1989 fue un momento clave en todo ese proceso. Hasta entonces
dos sensibilidades diferentes, los liberales y los conservadores, habían convivido bajo la
bandera aglutinante del anticomunismo. Pero con la amenaza roja desaparecida del horizonte,
la derecha liberal descubrió que podía desembarazarse del lastre del conservadurismo. Al fin y
al cabo, las referencias antropológicas de este último – la defensa de la nación histórica, las
identidades culturales, las instituciones sociales tradicionales – constituían un estorbo en el
camino hacia la nueva panacea: el mercado global. A partir de entonces los nuevos referentes
tomaron el relevo. El contractualismo aséptico sustituyó a la nación histórica, el
multiculturalismo a las identidades arraigadas, la ingeniería social a las instituciones
tradicionales. Se produjo así una “desubstancialización de la derecha clásica – señala Mathieu
Bock–côté – que encontraba en el centrismo liberal el principio adaptador a una civilización en
mutación”.[10] ¿Cuál es, en esta tesitura, la misión de la derecha liberal?

Al privarse de sus referentes antropológicos, la derecha se había privada también de


argumentos para defender las instituciones decretadas obsoletas, so pena de perder su
credibilidad política, o de verse tachada de “conservadora” o “reaccionaria”. A partir de
entonces su misión sólo podía ser una: gestionar el sistema y acompasar los embites
progresistas de la izquierda. Una evolución, por otra parte, bien sincronizada a la mutación
sociológica de las clases dirigentes. “Desde el final de los años 1980 la dinámica de renovación
de las élites iba en el sentido de una ósmosis cada vez mayor de la clase dirigente, con la
derecha financiera contrayendo sus bodas oligárquicas con la izquierda multicultural”.[11] A
partir de ahora, la derecha liberal competirá con la izquierda por el cetro de la modernidad, en
un pugilato en el que izquierda y derecha se acusan mutuamente de conservadoras y/o
reaccionarias, o se pelean por ver quién es más progresista. Es la victoria total de los valores
de mayo 1968, convertidos en el centro de gravedad ideológica del espacio público.

Mayo 1968 en versión radicalizada: framing y corrección política

Desde el sistema mediático y las instituciones, el mundo post–1968 ejerce una vigilancia
implacable sobre las conciencias. Bajo su exaltación de la diversidad, sólo admite una
pluralidad de voces cuando todas dicen lo mismo. No en vano la gran victoria de los radical
sixties se plasmó en su toma de control de los medios de producción y reproducción de lo
social: sistemas pedagógicos, informativos, publicitarios, entretenimiento, etcétera. En
consecuencia, todos los códigos de respetabilidad mediática y política derivan, desde hace
medio siglo, del legado ideológico de esos años. La gran victoria de 1968 consistió en sentar
las bases de un “marco” o estructura intelectual general (framing) que funciona como un arma
implacable en el debate público. Como es bien sabido, las batallas ideológicas no las gana
quien dice la verdad sino quien consigue enmarcar la discusión en los términos que le
convienen.[12]

Como hemos visto arriba, el framing post–sesentayochista se basa en la identificación de una


de las partes con la idea de “progreso”, dentro de un “relato” enmarcado en la dualidad
“progresistas versus reaccionarios”. Pero con el paso de los años esta estructura sufrió serios
desgastes, empezando por las críticas ecologistas o posmodernas a la idea de “progreso”.[13]
Como la mejor defensa es el ataque, a partir de los años 1990 el framing optó por radicalizarse
en un sentido maniqueo, y pasó a plantearse como una lucha del Bien contra el Mal.

Los años 1990 marcan el momento en que la “corrección política” americana acude al rescate
de la ideología progresista. Es la era de la generalización del discurso “deconstructor” y
culpabilizador de la identidad occidental. Obsesión vigilante, linchamientos mediáticos,
judiciarización de los debates, diabolización de la disidencia: la libertad de expresión se ve así
sometida a una dinámica represiva que encuentra su mejor instrumento en la estigmatización
de las ideas o las personas, una técnica argumentativa que consiste, precisamente, en eliminar
toda posibilidad de argumento. Su modus operandi: el etiquetaje preventivo de todo lo que
sea susceptible de erosionar los códigos de respetabilidad política o mediática; de esta forma
se pone en guardia al común de los mortales sobre el contenido de una idea incorrecta o sobre
el emisor de la misma, para que éste “sólo sea admitido en la conversación cívica a condición
de ser previamente presentado como un sospechoso: la etiqueta sirve de filtro para
descodificar sus argumentos, para suministrar la consigna de interpretación correcta”. [14] En
una segunda fase, de lo que se trata es de descalificar al disidente, sorteando así la necesidad
de discutir o de refutar sus argumentos. Business as usual en progrelandia.[15]

El mundo post–68 es también el de las nuevas formas de censura. Hay una filiación directa
entre la agitación en los campus americanos, mayo de 1968, el impacto de los pensadores
franceses en América (la “french theory”) y la “corrección política”. El mundo post–68 adquiere
un sesgo parapolicial, en el que la vigilancia de las ideas indeseables se refuerza con una
generosa tipificación de los “delitos de odio”. De forma significativa, la defensa del framing se
dota de un “léxico demonológico” (Mathieu Bock–Côté) no exento de argumentos olfativos
contra las ideas “nauseabundas”, “sulfurosas” (el olor del diablo) o “apestosas” (el olor de la
Bestia), ideas todas ellas que procederían de un pasado culpable.[16] Esta histeria vigilante
corre pareja a una simplificación del debate público, con los valores de 1968 sustraídos a toda
discusión “respetable” y elevados a patrimonio irrenunciable de la dignidad humana.

“Prohibido prohibir”, decían los protagonistas de mayo 1968. Con los dogmas de Progrelandia
investidos de un carácter cuasi religioso, esas palabras suenan hoy más vacías que nunca.

[1] Entre ese revisionismo crítico de 1968 destaca el de los llamados “nuevos reaccionarios”. Este apelativo fue puesto
en circulación por el libro de Daniel Lindenberg: Le rappel à l'ordre. Enquête sur les noveaux réactionnaires. Ed. Seuil
2002. En él, el autor elaboraba una “lista negra” de intelectuales franceses de primera fila que se distinguían por su
análisis crítico de los dogmas del progresismo: la cultura de masas, los derechos del hombre, mayo 1968, el
feminismo, el antirracismo, el Islam. Desde entonces, los llamados “neo–reac” se han convertido en parte insoslayable
del panorama intelectual francés, tanto por su creciente número como por su notable impacto mediático, amplificado
por las recurrentes campañas desde los medios mainstream para alertar sobre lo peligroso y nocivo de su mensaje.

Para más información: Rodrigo Agulló, “Los nuevos reaccionarios”, en www.elmanifiesto.com

[2] Serge Audier, La pensé anti–68. Essai sur les origines d'une restauration intellectuelle. La Découverte 2008.
[3] Sobre este tema, el estudio imprescindible de Antoine Compagnon: Los antimodernos (Acantilado 2007).

[4] Curiosamente, entre los autores “ajusticiados” en el libro de Serge Audier se echa de menos a dos “primeras
espadas” del pensamiento anti–68: a Philippe Muray (con su demolición satírica del progresismo), y a Michel
Houellebecq (con su disección literaria del hombre post–1968).

[5] Alexander Zevin, “Recadrer mai 68. Une révolution prèt–à–porter” (disponible en Internet).

[6] Constanzo Preve, La quatriéme guerre mondiale, Astrée 2007.

[7] Entre los argumentos más burdos del libro de Audier figuran sus ataques a Régis Debray por denunciar que mayo
1968 tuvo una impronta americana. Con el fin de disociar a mayo 1968 de esta indeseable conexión, Audier acumula
referencias a la derecha americana y a sus intelectuales de los años 1960 y 1970 (Irving Kristol, Leo Strauss, Daniel
Bell) para, a continuación, acusar a Debray de ignorarlo todo sobre el carácter “conservador” de los Estados Unidos de
la época. Con esta maniobra, Audier pretende que algunos árboles (la existencia de una “derecha”intelectual en
Estados Unidos) no nos dejen ver el bosque (el rumbo de la civilización americana hacia la extensión global del
neoliberalismo). Lo cierto es que, a partir de la caída del comunismo, todas las administraciones americanas han
impulsado las políticas societales herederas de 1968 (derechos de las minorías, feminismo, liberación sexual, derechos
humanos, etc) como legitimación moral de sus intervenciones políticas y militares. No en vano, en las elecciones de
2016, los “neocon” (herederos intelectuales de Leo Strauss) apoyaron en bloque a Hillary Clinton.

[8] Mathieu Bock–Côté, Le Multiculturalisme comme religión politique, Éditions du cerf 2016, p. 281.

[9] Escribe a este respecto Álvaro Delgado–Gal: “la noción, sumamente implausible, de que el conservadurismo es
compatible con la exaltación del mercado gozó de mucho crédito durante el último tercio del siglo pasado. A esa tesis
coadyuvó la manía de alinear las ideas en paralelo a las siglas políticas: si ser antisocialista equivalía a ser liberal, y
ser conservador implicaba ser antisocialista, no se podía ser conservador sin ser liberal. Entraron también en liza otros
factores, como el triunfo de Margaret Thatcher en Gran Bretaña o la lectura apresurada o parcial de algunos autores
de campanillas. Todo esto obliga a hablar de un oxímoron: el “liberalconservadurismo”, traído y llevado por la derecha
española en los años en que oteaba el horizonte en busca de distintivos y reclamos ideológicos que la pusieran en el
mapa. El hombre del momento fue Hayek.” (Álvaro Delgado–Gal, “Los conservadores y la revolución”. Revista de
Libros, Mayo Junio 2017, p. 70).

[10] Mathieu Bock–Côté, Le Multiculturalisme comme religión politique, Éditions du cerf 2016, p. 285.

[11] Mathieu Bock–Côté, Obra citada, p. 284.

[12] La exposición más conocida de la teoría de los “marcos mentales” (framing) es la de George Lakoff, No pienses
en un elefante. Lenguaje y debate político. Ed Península 2017.

[13] Antonio Campillo, Adios al progreso. Una meditación sobre la historia. Editorial Anagrama 1985. Christopher
Lasch, The true and only heaven. Progress and its critics. Norton Company, 1991. Pierre–André Taguieff, Le sens du
progres. Une aproche historique et philosophique. Flammarion 2004. Robert Redeker. Le progres? Point final.
Leseditions ovadia 2015.

[14] Mathieu Bock–Côté, Obra citada, p. 307.

[15] Una versión cool de esta técnica es el llamado “infotainment”, que el escritor francés Laurent Obertone define
como: “la unión de la información y del espectáculo, en emisiones lúdicas que se dedican a corregir todo aquello que,
en un momento de distracción, has creído que tenías que pensar. Con buen humor y en tono relajado, destruyen las
ideas criminales que hayas podido recibir”. (Laurent Obertone, La France Big Brother. Le mensonge, c'est la vérité.
Éditions La Mecanique Générale 2015, p. 95.)
[16] Mathieu Bock–Côté, Obra citada, p. 309

Mayo 1968 como proyecto europeo

La Unión Europea, en su configuración actual, es la construcción política que mejor traduce en


la práctica los ideales de 1968. “Unir el espíritu de mayo con la construcción europea es una
proeza que da un nuevo horizonte al mesianismo gauchista”.[1] Con esta frase, el filósofo
francés Vincent Coussedière sintetiza el gran éxito de los revolucionarios de mayo: insertar sus
utopismos en las instituciones.

El divorcio entre la revolución y la clase obrera: ésa es probablemente la gran conclusión a


extraer de los sucesos de aquél célebre mes de mayo. Algo que Pier Paolo Pasolini vio
perfectamente en su día, cuando decía que entre los estudiantes radical–chic y la policía, él
prefería a la policía, es decir: al pueblo. Desengañados de las posibilidades de una revolución
en la calle, los gauchistas apostaron por la única vía posible: el gramscismo. Lo que significa:
la conquista de las instituciones por una élite al margen del pueblo político. La construcción
europea – basada en un modelo funcionalista de cooptación tecnocrática– ofrecía una vía
adecuada para ello.

Conviene partir de un hecho: el proceso de construcción europea, en sus orígenes, tenía un


carácter más bien escorado a la derecha. Nacido del trauma de la segunda guerra mundial, el
proyecto de los padres fundadores reposaba sobre un humanismo demócrata–cristiano,
receloso de las naciones y de los desbordamientos de la política. El proyecto europeo
compartía con el gauchismo, no obstante, un rasgo esencial: su carácter de ideología
desencarnada. Como expresa agudamente Vincent Coussedière “así como el gauchismo no
puede reconstruir una ideología sobre la base de la clase y del proletariado, el europeísmo no
puede construir una ideología sobre la base de la nación”.[2] “El nacionalismo es la guerra”,
decía Francois Miterrand. La culpabilización del sentimiento nacional, la identificación de las
naciones con un sentimiento excluyente y agresivo – con una definición étnica o racial de la
comunidad política– orientaba la construcción europea hacia un universalismo superador de
toda idea nacional. Algo en lo que el proyecto europeo y el gauchismo coincidían básicamente.
El modelo multicultural y la ciudadanía como vínculo contractual – desprovistos ambos de
densidad histórica– serán a la larga los puntos de encuentro entre uno y otro.

Conviene subrayar otro rasgo común al europeísmo y al gauchismo: su carácter básicamente


antipolítico, su énfasis en la vida privada y en la emancipación individual. Mayo 1968 fue sobre
todo y ante todo – como subrayan, entre otros, Gilles Lipovetsky y Pascal Bruckner– una
colosal explosión de individualismo. De forma coincidente, es el individuo (y no el pueblo) el
gran protagonista de la construcción europea: el individuo portador de derechos, el titular de
la ciudadanía entendida como contrato civil. Es el mismo individuo del gauchismo,
desnacionalizado y emancipado. O el individuo del neoliberalismo, fuerza de trabajo nómada y
reemplazable. “En lo que el gauchismo y el europeísmo van mucho más allá que Marx – señala
Vincent Coussedière – es que éstos ya no se contentan con corregir las desigualdades
económicas que dificultan el ejercicio de las libertades políticas (…) lo que ambos tratan de
corregir es la desigualdad del individuo en el ejercicio de sus libertades privadas. Cada uno
debe gozar de la libertad de “devenir uno mismo”, de buscar una identidad cuyo
reconocimiento debe ser garantizado por la benevolencia universal de las instituciones
europeas”.[3] El modelo gaucho–europeísta del multiculturalismo y las minorías organizadas
será garantizado por las operaciones de ingeniería societal y por un lobbying cobijado entre las
instituciones europeas. Es la Europa de la “gobernanza”, situada más allá de la política y de
sus sobresaltos, imperturbable ante las consultas populares y las soberanías nacionales. [4]

“Cambiar la vida”, era el eslógan de los socialistas franceses en su victoria electoral de 1981.
Un eslógan que recoge toda la negación de la política que se contenía en el espíritu de mayo
1968. Porque “cuando todo es política, ya nada es política, dado que los resortes de la acción
política reposan sobre una delimitación estricta de lo público y lo privado”.[5] Francois
Miterrand tomaría el relevo de Valery Giscard d'Estaing en la aplicación del programa
ideológico de mayo 1968, en unos años en los que el gauchismo ostenta el control férreo de la
sociedad civil. Paralelamente, el nuevo Presidente imprime al socialismo francés un impulso
europeísta que reemplaza al soberanismo de De Gaulle. Con Miterrand la izquierda institucional
muda de piel, y lo hace – según Vincent Coussedière – a través de cuatro vectores: 1) el
tercermundismo reemplaza el internacionalismo de clase, y prepara con ello el inmigracionismo
y la culpabilización de la preferencia nacional 2) el ecologismo reemplaza la crítica al
capitalismo y a la sociedad de consumo, y prepara los movimientos “altermundialistas” 3) el
feminismo reemplaza al obrerismo, y prepara el victimismo identitario y la guerra de sexos 4)
el pedagogismo reemplaza el adoctrinamiento por el partido, y prepara todo eso que Jean–
Claude Michéa llamará más tarde “la enseñanza de la ignorancia”, y que Philippe Muray
bautizará como “Homo Festivus”. Pero el gran legado de Miterrand será no tanto la
socialización de Francia como su europeización. “Francia es nuestra patria, Europa nuestro
futuro” decía el Presidente, blindando así la fusión entre el legado gauchista y la agenda
europea. La consagración de los derechos del hombre como nueva religión secular sellará la
convergencia entre uno y otra.

En el horizonte gaucho–europeísta ¿cómo definir Europa? El rechazo a cualquier referencia a


las “raíces cristianas” – en la Constitución Europea en 2005– revela menos un laicismo
militante que una oposición cerrada a identificar Europa con una civilización particular y
diferenciada. En el horizonte utópico sesentayochista, si Europa tiene interés lo es únicamente
como prototipo de una humanidad mundializada, para lo cual debe evacuar su historia y su
identidad específica. Y si de alguna identidad se trata, ésta es la de unos “valores” definidos en
términos universales, susceptibles de englobar a la humanidad entera.[6] El objetivo es
construir la “eurogobernanza como antecámara de la gobernanza mundial” (Jeremy Rabkin),
porque lo que cuenta no es definir una entidad “Europa”, sino desarrollar instituciones sociales,
políticas y económicas que se extiendan más allá del Estado–nación y que alcancen realmente
al individuo (Anthony Giddens).[7]

Cincuenta años después de los sucesos de mayo, Gran Bretaña vota a favor del Brexit; un
muro invisible se alza, en la Unión Europea, entre los Estados del este y el oeste; y el llamado
“populismo” consolida posiciones. Mientras tanto los gobiernos europeos, en plena fuga hacia
delante, reclaman “más Europa”.

Durante todo este tiempo, un hombre sigue sentado en el Parlamento Europeo. Tras varias
décadas calentando un escaño, un avejentado Daniel Cohn–Bendit simboliza mejor que nadie
la síntesis vencedora: la de la construcción europea y el espíritu de mayo 1968.

Mayo 1968 como entrada en progrelandia

Es ley común a todas las revoluciones el dar a luz a un cierto tipo humano. El “capitán de
industria” en la revolución industrial, el ciudadano– patriota en la revolución francesa, el
internacionalista proletario en la revolución rusa – figuras todas ellas que sintetizan el espíritu
de una época. La revolución de mayo 1968 nos ha traído al “progre”. ¿En qué consiste ser
“progre”? ¿Cómo devenir uno de ellos? ¿Cómo reconocerlos en la vida diaria?

La cuestión no es baladí, dado que a pesar de ser el prototipo de una cultura hegemónica – si
bien cada vez más contestada–, la idiosincrasia progre no se deja atrapar fácilmente: no se
remite a un corpus teórico, ni se resume en una filosofía política, ni se agota en un credo
ideológico concreto. Ser progre – y esto es un error extendido – no equivale sin más a ser de
izquierdas; de hecho el “rojo” de toda la vida no suele ser progre (como pudo verse en la
actitud del Partido Comunista francés durante el mayo parisino). Ser progre consiste ante todo
en una actitud vital, la inaugurada por los baby–boomers sesentayochistas e inoculada en las
generaciones que siguieron. Esta actitud remite a un proyecto que no es político – no suele
abogar por un cambio radical de régimen – sino societal y moral. De ahí la fuerte carga
devocional, misionera y virtuosa del progre, que es lo que le hace particularmente cargante.

Ser progre – y aquí nos acercamos al meollo psicológico de la progresía – consiste en una
cuadratura del círculo, en una unión de contrarios, en una impostura, en suma. El progre se
arroga la épica de las grandes causas que dice defender, sin asumir los sacrificios que una
auténtica lucha implicaría. El progre sustituye la experiencia real por un relato edificante, en el
cuál él es a la vez autor y protagonista absoluto. Así el progre se imagina paladín de un “Otro”
idealizado, mezclando la aventura light, el turismo y la buena conciencia. Porque si algo
caracteriza al progre es su mirada turística sobre el mundo, o – en palabras de Alain
Finkielkraut– “la celebración de su deambular sibarita en el gran bazar consumista como una
victoria del nomadismo sobre los prejuicios patrioteros”.[8] El progre vive en la ilusión del
compromiso con la mejora moral de la humanidad, mientras exige todas las ventajas que esta
sociedad execrable está obligada a ofrecerle. Porque el progre lo vale y porque él se lo merece.
De ahí que el progre pueda arrojar su mirada indignada sobre la fealdad del mundo, para
condenarlo, para purgarlo y pasteurizarlo, porque el progre camina en el sentido de la Historia
y además está convencido – así lo cree firmemente – que la Historia culmina en él, el progre,
porque él es mejor, más listo y más bueno que todos los que le han precedido en el tiempo.

Señalábamos que el progre se distingue por su actitud moral, aunque mejor cabría decir
moralista. Decía Tzevan Todorov que así como el “hombre moral” somete su vida a criterios
del bien y del mal, el “hombre moralista” somete a tales criterios la vida de los que le rodean.
[9] Pero el moralismo del progre es básicamente inmoral, en la medida en que una intención
legítima (la causa que dice defender) se interfiere con una intención bastarda: la de exhibir su
propia ejemplaridad (virtue signalling) para construir su imagen social y ejercer una implacable
conciencia fiscal sobre sus semejantes. El moralismo del progre hunde sus raíces en los radical
sixties como fenómeno americano. Conviene tener presente que, como ya hemos visto, estos
años comienzan en América bajo el signo de la moralidad y la justicia, con un lenguaje muy
teñido de religión (el movimiento de los “derechos civiles” de Martin Luther King es un
ejemplo). Esta actitud moralista sería reformulada en términos posmodernos para desembocar
en la corrección política, que es la pedagogía puritana del universo progre. El progre
protagoniza una cruzada por el Bien en la que él se arroga un papel estelar y en la que la
existencia del enemigo le resulta vital. ¡Qué sería del progre sin sus villanos favoritos!: los
sexistas, machistas, misóginos, xenófobos, eurófobos, serófobos, transfobos, homófobos,
islamófobos…

Señalábamos arriba que el progre está lleno de exigencias. Pero al mismo tiempo quiere estar
exento de responsabilidades. Su carácter exigente le viene del fenotipo sesentayochista, de
aquellas generaciones contestatarias que portaban en sí – señalaba Pascal Bruckner – “un
viejo niñato quejica, voraz, impaciente de ser feliz enseguida, convencido de que la
colectividad se lo debe todo, que merece la mejor de las existencias posibles por el mero
hecho de haber nacido”.[10] Del sesentayochismo procede también el culto a la juventud
celebrada como un fín en sí misma, lo cuál hace posible abolir el principio de autoridad:
“desconfiar de los adultos, ver la madurez como algo caduco, como un compromiso con las
mentiras y fealdades del viejo mundo”.[11] El juvenilismo sesentayochista derivará en el culto
al “niño eterno” que todos portamos dentro, una cursilería que ha desembocado en la
infantilización general de la sociedad (lo que a su vez asegura al Mercado varias generaciones
de consumidores compulsivos).

Comparada con las tareas hercúleas de sus predecesores, la gesta de los primeros progres fue
un itinerario algodonoso y placentero. La rebelión baby–boomer partía de una zona de confort:
el “viejo mundo” sólido y estable transmitido por sus padres, familias estructuradas y valores
en los que se podía confiar, una “red de seguridad que ellos retiraron a sus descendientes,
arrojándolos al vacío”(Bérénice Levet).[12] Al rechazar sus responsabilidades y al hacer de la
inmadurez un valor canónico, los sesentayochistas fabricaron generaciones de seres ansiosos y
desamparados, y finalmente la rebelión de los “reprimidos” – en expresión de Marcelo
Veneziani – se saldó en la multiplicación de los deprimidos.[13] Pocas imágenes adquieren hoy
una pátina tan sombría – de entre los vestigios vintage de la era setentera– como esas fotos
de cuerpos desnudos aglomerados en comunas hippies, metáforas de la humanidad salida del
laboratorio progresista: el individuo absolutizado en su libertad y en su deseo, arrojado al
mundo sin las mediaciones identitarias que dan sentido a la vida; el individuo “máquina
deseante” de Deleuze y Guattari; las “partículas elementales” de las novelas de Houellebecq,
individuos abocados a los afanes bovinos de placidez y satisfacción egocéntrica, perfectamente
indiferentes a la civilización de la que son herederos, emancipados de cualquier arraigo, carne
de Sumisión.

Señalábamos arriba que el progre no equivale forzosamente al hombre de izquierdas. Se trata


más bien de un residuo del mismo. “El progresista – señala Bérénice Levet– es lo que queda
del hombre de izquierdas cuando éste ya no cree más que en una cosa: el culto a la novedad,
al movimiento, a la ida o mejor a la huida hacia delante, porque poco importa hacia dónde se
va, lo importante es ir, avanzar y enterrar el pasado (…) El progresista– y esa es sin duda su
definición más perfecta– ha programado la obsolescencia del Ser occidental. El mundo soñado
por los progresistas no es un mundo más justo, sino un mundo que ya no tendrá ningún
vínculo con el pasado, un mundo de donde todo el polvo del pasado habrá sido limpiado”. [14]
Su ideal no es la revolución sino la emancipación.

Voluntad de emancipación: he ahí el meollo ideológico de 1968. Esta idea se articula –señala
la filósofa Chantal Delsol – “en torno a una dogmática universalista que radicaliza a ultranza el
proyecto de la Ilustración. Las pertenencias substanciales que afectan al hombre, cualesquiera
que éstas sean, serán inmediatamente denunciadas como una cárcel de la que es preciso
liberarse”.[15] Nos encontramos aquí en el momento crítico de la historia del liberalismo. En su
propia esencia, el liberalismo es liberación de todo aquello y lucha contra todo aquello que no
es liberal. Vencedor de todos sus enemigos, el liberalismo se revuelve contra el hombre; más
concretamente, contra las determinaciones que, en el hombre, escapan a la elección y al libre
albedrío, incluídas las del propio cuerpo. Fenómenos como el feminismo de tercera generación,
la resignificación del cuerpo sexuado o la teoría cyborg apuntan en ese sentido: el fantasma
del auto–engendramiento en un horizonte post–humanista.

¿Cuál es la bestia negra del pensamiento 1968? Cualquier cosa que fije al hombre en una
identidad permanente: he ahí el objeto de resentimiento de las generaciones de la French
theory, o lo que es decir, del gauchismo de 1968 en su síntesis franco–americana. Sólamente
cuando todas las identidades colectivas hayan sido erradicadas, sólamente cuando el hombre
haya sido convertido en una tabla rasa, en un ser flexible, intercambiable y liberado de
cualquier determinación cultural o biológica, la emancipación total del individuo habrá sido
alcanzada.

No es extraño, por lo tanto, que al progre le cueste tanto identificarse con una nación, con una
cultura, con una identidad arraigada. El progre considera al patriotismo como una vulgaridad
de mal gusto y se siente más afín a una overclass mundializada. Liberado de cualquier filiación
nacional, cultural, étnica o religiosa, el progre es un cuerpo glorioso que se manifiesta en otra
dimensión: la suya propia. El progre es ciudadano de su propia realidad. El progre sólo es
súbdito de progrelandia.

¿Salir de Progrelandia?

La ideología de 1968 ha infectado Europa. Es una


enfermedad que nos matará si no encontramos una cura
(…)
La ideología de 1968 está divorciada de la realidad y no
puede durar a largo plazo. Desaparecerá con el tiempo. O
bien nosotros, europeos, nos recuperamos y nos
liberamos de ella, o bien arrastrará a Europa en el abismo
y desapareceremos juntos.

MARKUS WILLINGER
Para lo mejor y para lo peor, mayo 1968 ha abolido el
sentido y todo lo que produce sentido. Ahora bien, el
Islam propone un retorno del sentido y de lo que produce
sentido, en un mundo desprovisto de sentido. Puede que
sea un sentido sin sentido, pero importa poco: basta con
que colme a aquellos que se encuentran en desamparo
existencial o en extravío ontológico.

MICHEL ONFRAY

Érase una vez una generación prodigiosa que creció en la década del mismo nombre. Una
generación que no conoció la guerra y se hizo adulta en una época de pleno empleo. Una
generación que inauguró la sexualidad agenésica y cumplió su programa de “gozar sin
barreras”. Una generación que impuso su dominación política, económica y social a las
generaciones siguientes. Una generación que disfruta hoy de un sistema de seguros y de
pensiones que desaparecerá, sin duda, después de que ella haya desaparecido. Una
generación que trajo la inmigración masiva a Europa, y que desaparecerá antes de que su
sueño multicultural explote. Una generación que creció en familias grandes y unidas, y deja
tras de sí un reguero de familias rotas y de solitarios.

Aquella generación, la más mimada por la historia, cincuenta años después conmemora su
gesta fetiche, y vuelve a recordar aquél idealismo, aquél compromiso, aquella utopía de mayo
florido, frente a estos jóvenes de hoy en día, tan romos, tan materialistas, tan prosaicos en
sus aspiraciones, los pobres…

Sin embargo, resulta instructivo contemplar la distancia entre cómo ellos se ven y como les
ven aquellos que mejor les han calado. “Los últimos sesentayochistas, momias progresistas
moribundas, sociológicamente exangües pero refugiados en sus ciudadelas mediáticas, desde
donde conservaban la capacidad de lanzar imprecaciones sobre las desgracias de los tiempos y
sobre la atmósfera nauseabunda que se extendía por el país…” (Michel Houellebecq,
Sumisión).

Conviene no engañarse. Si bien los herederos de 1968 han perdido el monopolio de la palabra
y su hegemonía intelectual se ve desafiada, lo cierto es que continúan ostentando el monopolio
de la palabra legítima. No en vano, desde sus “ciudadelas mediáticas” – en realidad, desde
todo el mainstream mediático de occidente– redoblan los anatemas contra las rebeliones que,
aquí y allá, van estallando contra el sinfronterismo, contra el “culto al Otro”, contra la
inmigración de repoblación, contra las políticas neoliberales, contra la corrección política,
contra el mundialismo… contra los dogmas de un sistema, en suma, que ha transformado a las
naciones europeas en “campos de batalla de individuos–mónadas, que intentan hacer valer sus
derechos frente a unos Estados reducidos a prestatarios de servicios” (Bérénice Levet). [16] No
es extraño por tanto que los comentaristas, los expertos, los Think tanks y los intelectuales de
servicio repitan la misma letanía: efectos de la crisis, retorno a los atavismos, posverdad, fake
news, xenofobia, la caverna, trama rusa ¡populismo!

Pero se equivocan. El viejo truco tantas veces empleado (el framing progresistas versus
reaccionarios) funciona cada vez peor. En palabras de Michel Onfray, “si bien la crítica de mayo
1968 era hace tiempo el dominio reservado de la derecha, esta misma crítica se ha convertido
hoy, más allá de la ideología, en una higiene de la lucidez”.[17] ¿Hacia una liquidación de mayo
1968? Los síntomas anuncian que los ídolos progresistas, víctimas de su propia hubris,
también llegarán a su ocaso. El problema estriba en saber lo que dejarán tras de sí.

Como proyecto intelectual el sesentayochismo está hoy agotado, pero como realidad
sociológica se encuentra en su apogeo. Por ello “liquidar mayo 1968” no puede consistir en una
promesa electoral al estilo del cantamañanas de Sarkozy. Ello es así porque mayo 1968 se
inscribe en un ciclo muy largo: en el de la extensión brutal del fenómeno democrático desde el
campo de la política al de todos los órdenes de la vida. Mayo 1968 aparece así como el
complemento lógico de 1789, y en ese sentido – como decía Alain Besancon– es más
importante que la revolución de octubre 1917, la cual “ha destruido e inmovilizado, pero no ha
fundado nada”.[18] Liquidar mayo 1968 supondría por tanto rescatar “la idea y la práctica de
la democracia del proceso histórico que lleva el mismo nombre”; liquidar mayo 1968 supondría
escindir la democracia como régimen político de esa dinámica que se confunde con ella, y que
consiste, entre otras muchas cosas, en la supresión de las fronteras y la nivelación de las
diferencias entre todos los hombres y todos los pueblos.[19] Desde una perspectiva más
visionaria, liquidar mayo 1968 supondría también el comienzo del fin para todo el ciclo
empezado en 1789. El preludio ineludible sería la asunción de una antropología alternativa que
se sitúe más allá del progresismo. Una tarea ingente, a la medida de los desafíos a afrontar.

Por el momento, las vías de salida de progrelandia están rodeadas de impasses. De caminos
que conducen a ninguna parte. Uno de esos caminos consiste en lo que podríamos llamar
“diagnósticos parciales”: la reducción de los problemas a cuestiones de “ajustes”, a cambios en
la globalización, a la corrección de “políticas neoliberales” etcétera.

El problema de estos planteamientos “reformistas” es que parten de los mismos principios,


filosóficos y políticos, del sistema al que critican. Pueden por ello ser considerados como
críticas internas. Es el caso de la llamada “izquierda populista” (en realidad, la extrema
izquierda), cuya especialidad es el ataque a los efectos perversos del neoliberalismo. Pero esta
extrema izquierda –heredera del gauchismo más elitista– comparte con el neoliberalismo una
perspectiva antropológica común, que se manifiesta en cuestiones como el universalismo, el
sinfronterismo, el inmigracionismo, la defensa de una mundialización “alternativa” (Tony
Negri), el papel mesiánico de los “movimientos sociales” (Ernesto Laclau), la emancipación
individual, el “shopping” identitario… variaciones todas ellas, más o menos enriquecidas, de las
viejas utopías sesentayochistas. Todas ellas reproducen el framing progresista y pueden ser
consideradas, por ello, como subtemas dentro de la antropología liberal.

Las requisitorias de extrema izquierda suelen designar a un cómodo chivo expiatorio, “el
capitalismo”, pero sin una crítica convincente sobre las condiciones culturales de su
transformación en neoliberalismo. Más bien al contrario: las cruzadas culturales de la extrema
izquierda – en la línea de los radical sixties– fortalecen al neoliberalismo en sus exigencias de
fluidez, de flexibilidad, de nomadismo, de intercambialidad entre todos los seres humanos,
dentro del mercado global como paradigma único. En el plano estrictamente económico, las
recetas de la extrema izquierda son impotentes para paliar la creciente precariedad material
de los trabajadores europeos. Sin embargo, todas ellas coinciden en apostar por la llegada,
desde otros continentes, de un proletariado de sustitución que la reconforte en sus fantasías
revolucionarias. Más que luchar por la igualdad entre sus conciudadanos, la prioridad de esa
extrema izquierda es la “justicia” desde un punto de vista global, moralista y abstracto; un
enfoque en el que “las desigualdades ontológicas (el “sexismo”, el “racismo”) son mucho más
importantes que las desigualdades sociales” (Alain de Benoist).[20] Pero sobre la creciente
desposesión identitaria de los ciudadanos europeos, de eso ni una palabra (aparte, claro está,
de denunciar la “xenofobia” y el “racismo”).

Sin embargo, es en ese plano donde se juega lo más importante. Porque la tragedia del
hombre de la era neoliberal excede la de las condiciones materiales. En último término el
problema no estriba en el capitalismo (aunque también), sino en la quiebra de una cadena
inmemorial de transmisión. El problema estriba en que, a partir de los radical sixties, el
hombre ha dejado de ser un heredero: la sociedad ya no le asigna una identidad, ni le invita a
formar parte de un destino colectivo. Se trata por tanto de una crisis existencial. De una
tragedia que afecta no ya al tener sino al ser. Es en esos términos en los que hay que plantear
el debate.

En este quiebre identitario, cultural y ontológico es donde se introduce el Islam. El Islam como
sistema autosuficiente y cerrado, coherente y sin fisuras. El Islam como muralla y como
castillo, como abrazo caluroso y como latido colectivo. El Islam en Europa es no sólo expansión
demográfica, es sobre todo deseo de Islam. El Islam es el más sonoro desmentido, la más
rotunda refutación, la más humillante bofetada a la antropología del sesentayochismo, por su
esterilidad e ineptitud, por su divorcio de la realidad y de las aspiraciones más elementales del
ser humano. Sed de comunidad, sed de trascendencia, sed de sentido. Atrapada en su
xenofilia, en su etnomasoquismo y su castración buenista, progrelandia no puede oponerse al
Islam sin negarse a sí misma. Por eso, frente al Islam se agarrota, se bloquea, entra en
cortocircuito. Frente a progrelandia, el Islam no discute, no argumenta ni regala nada.
Desprecia, pisotea e ignora. Construye su realidad paralela. El Islam es una vía posible de
salida de progrelandia, porque sabe que frente a ésta no cabe otra actitud que la de volver la
espalda. Demografía, educación y paciencia. Y como decía T. S. Eliot, así acaba el mundo de
los hombres vacíos, no con una explosión sino con un suspiro…

¿Qué hacer? Hay otra actitud extendida, que consiste en adoptar una postura explícitamente
“conservadora” o “reaccionaria” frente a los “excesos” del sesentayochismo. El problema es
que, al adoptar esa terminología, se está ya aceptando el campo semántico (el “marco”) de
progrelandia. Pero más allá de cuestiones semánticas, esta actitud plantea otro problema. Las
posturas conservadoras o reaccionarias no dejan de ser posiciones pasivas, intelectualmente
confortables. Ambas se sostienen en una inercia: la de ralentizar (en el caso de los
conservadores) o la de invertir (en el caso de los reaccionarios) el sentido de los
acontecimientos. En ambos casos nos movemos dentro de la concepción “lineal” del tiempo
histórico progresista.[21]

Si lo pensamos bien, proclamarse conservador o reaccionario carece de sentido. En primer


lugar, porque la “conservación” es, como horizonte y como meta, una ambición mediocre. Tal
es el sentido de la exhortación nietzschiana a “empujar lo que ya se desmorona”, a
“desescombrar los viejos templos y construir otros nuevos”. En segundo lugar, porque no se
puede retroceder en el tiempo. Salir de progrelandia será una tarea para los nacidos en una
era muy especial: en la de la deconstrucción de todo aquello que la cultura había construido.
Una era de descivilización. Para bien o para mal, los hijos de progrelandia serán muy
diferentes a todo lo que vino antes que ellos. Pero cuando se liberen de la carcasa progresista,
cuando maten al padre sesentayochista, esos nuevos europeos podrán liberar en sí mismos un
instinto de destino colectivo, podrán religarse a una herencia ancestral. No para anclarse en
ella, sino para metamorfosearla y proyectarla al futuro. El escritor francés Guillaume Faye
hablaba a este respecto de “arqueofuturismo”. Tal vez se trate simplemente de una forma
alternativa de nihilismo. De un nihilismo activo, frente al nihilismo pasivo de la desesperanza.
“En la hora actual, el nihilismo define a aquél que niega el nihilismo. Niega a aquél que niega.
Estadio final de la negación y la negatividad” (Michel Onfray). Es el nihilismo de La Gaya
Ciencia descrito por Nietzsche, un nihilismo que ríe, un nihilismo burlesco, porque lo burlesco
es una de las modalidades de lo trágico, y lo trágico es el combustible que permite reactivar la
historia.[22] Frente a la moralina correctista, el nihilismo como revulsivo liberador.

Mayo 1968. Cincuenta años después, volvemos a observar las imágenes. El barrio latino, las
barricadas, las cargas policiales, las arengas inflamadas. A pesar de los gestos crispados y de
las escenas de tensión, la atmósfera predominante es bulliciosa, optimista, festiva. La propia
de un ambiente benigno y de una juventud acomodada. Si la comparamos con la de nuestros
días, su aspecto resulta hasta elegante. Aún eran parte de aquél viejo mundo que tan
empeñados estaban en destruir. No fue la suya una revolución sombría. Los rostros, las
expresiones, los eslóganes, todos reflejaban lo que en el fondo todos sabían: la batalla estaba
ganada de antemano. El viejo mundo – la vieja moral, las viejas costumbres – estaban ya
carcomidas por dentro. Bastaba con darles un empujón. Bastaba con sumarse al viento de la
historia.

Medio siglo después, los vientos de la historia son bastante más inciertos. Otra juventud llega,
y lo hace a lomos de una crisis que, el día de mañana, podría tornarse en caos. Atomización,
ruptura del vínculo social, supresión de la idea de destino compartido, vértigo de la
desidentificación. Frente a ello ya no va quedando gran cosa que conservar, y sí mucho que
limpiar, mucho que restablecer, mucho que construir. Ante todo, un horizonte de sentido
colectivo. Decía Pier Paolo Pasolini que la falsa revolución de 1968, al establecer una
monstruosa barrera entre las generaciones, había entregado a la juventud al moloch de un
consumismo conformista. La tarea de la nueva juventud europea será saltar esa barrera,
reencontrarse con los padres; pero no con los que ha conocido en vida –al fin y al cabo, éstos
son los más contaminados del espíritu de 1968 –, sino metafóricamente con todos los otros,
con una muchedumbre invisible y ruidosa de la cuál son herederos.

Pueblo, patria, identidad, comunidad, multipolarismo: ésas son hoy las palabras subversivas,
las palabras que hacen daño. ¿Qué hacer? La eterna pregunta de todos los revolucionarios;
ésta sólo cobra sentido, hoy en Europa, si es precedida de la pregunta: ¿quién soy?, y de la
pregunta definitiva: ¿quiénes somos nosotros?

Responder a esas dos preguntas será enfrentar el quiebre ontológico, la parálisis de la


voluntad, la enfermedad del alma que precede a la extinción. Formular las preguntas,
encontrar las respuestas, actuar en consecuencia, ésas serán las tareas de una nueva
juventud. Una juventud que lo tendrá mucho más difícil que aquella de mayo 1968. Una
juventud que está emplazada a entablar – que ya empieza a hacerlo, en sus sectores más
rebeldes– una conversación radical entre sí y para sí misma. Con lo que ahí suceda y con lo
que ahí resulte, se jugará el futuro de la civilización europea.

[1] Vincent Coussedière, Obra citada, p. 108.

[2] Vincent Coussedière, Obra citada, p. 111.

[3] Vincent Coussedière, Obra citada, p. 116.

[4] El viraje “federalista” definitivo en el proceso de construcción europeo se produce en 1985, cuando Jacques Delors
asume la presidencia de la Comisión Europea. En ese momento se imprime una aceleración decisiva al proceso de
integración, que se beneficia del acuerdo franco–alemán sobre una perspectiva federal. El proceso se relanza en tres
etapas: 1) el Acta Única Europea, el 18.2.1989. 2) el Tratado de Maastricht sobre la Unión Europea, el 9.12.1991. 3)
el Tratado de Amsderdam, el 2.10.1997. La tendencia es siempre hacia una extensión de los poderes de los órganos
comuniarios, en detrimento de los de los Estados miembros (Roland Hureaux, Les hauteurs béantes de l'Europa. La
dérive idéologique de la construction européenne. Ed. Francois–Xabier de Guibert 2008, p. 68).

[5] Vincent Coussedière, Obra citada, p. 106.

[6] Berenice Levet subraya con agudeza que “frente a la palabra “principios” (que por su etimología se refiere a los
comienzos, a aquello que ha sido creado por los ancestros, al origen fundador que nos sostiene) se prefiere la palabra
“valores” por su carácter más flexible: los valores se negocian e intercambian como en la Bolsa, y tienen además la
virtud de ser universales”. Berenice Levet, Le crépuscule des idoles progresistes. Éditions Stock 2017 (edición Kindle).

[7] Mathieu Bock–Côté, Obra citada, p. 249–250. En el rechazo a la referencia a los “orígenes cristianos de europa” en
la Constitución europea planeaba también, ocioso es recordarlo, la intención de no ofrecer al Islam un estatuto
secundario por debajo del cristianismo.

[8] Alain Finkielkraut, L'Identité malhereuse, Éditions Stock 2013, pp. 127–128. En esta obra Alain Finkielkraut realiza
una disección del progre contemporáneo en su encarnación más común: el burgués–bohemio o “bobo” (algo así como
“pijoprogre”, en español). “El bobo representa el cruce entre la aspiración burguesa a una vida confortable y el
abandono bohemio de las exigencias del deber por los impulsos del deseo, de la duración por la intensidad, de las
posturas rígidas por una relajación ostentosa. El bobo quiere jugar en los dos tableros simultáneamente: ser
plenamente adulto y prolongar su adolescencia indefinidamente. Este híbrido que nuestra generación ha producido es
el testimonio de la liberación de las costumbres y de una manera de habitar en el tiempo muy diferente de la de

nuestros padres”. (Alain Finkielkraut, Obra citada, p. 14).

[9] Tzevan Todorov, “Un noveau moralisme”, Le Débat, nº 107, nov–dec 1999.

[10] Pascal Bruckner, “La tentation de l'individualisme”, en Magazine Littéraire Hors–série nº 13 Les idées de Mai 68.
Avril–Mai 2008. p. 86.

[11] Pascal Bruckner, Obra citada, p. 86.

[12] Bérénice Levet, Le crépuscule des idoles progresistes. Éditions Stock 2017 (edición Kindle).

[13] Marcello Veneziani, Rovesciare il 68. Pensieri contromano su quarant'anni di conformismo di massa. Oscar
Mondadori 2009, p. 36.

[14] Bérénice Levet, Obra citada.

[15] Chantal Delsol, Populisme. Les demeurés de l'histoire. Éditions du Rocher 2015, pp.97–124.

[16] Bérénice Levet, Obra citada.

[17] Michel Onfray, Miroir du nihilisme. Houellebecq éducateur. Éditions Galilée 2017, p. 30.

[18] Alain Besancon, “Souvenirs et réflexions sur mai 68”, en Commentaire nº 122/Été 2008, p. 516.
[19] Significativamente – señala Alain Finkielkraut – ese proceso de nivelación de todas las diferencias no incluye la
nivelación de las diferencias económicas y sociales. Todo lo contrario: los ricos son cada vez más ricos, y los pobres
son cada vez más numerosos. Alain Finkielkraut, L'identité malhereuse, Éditions Stock 2013, pp. 214–215.

[20] Alain de Benoist, “La fable des “soixante–huitards””, en: Survivre à la pensé unique, ou l'actualité en questions.
Entretiens avec Nicolas Gauthier. Ediciones Krisis 2015, p. 186.

[21] Para un análisis del “tiempo líneal” del progresismo como versión secularizada de la concepción histórica
judeocristiana: Giogio Locchi, “L'idée de la musique et le temps de l'histoire”, en Nouvelle École nº 30 automme–hiver
1978, y la colección de textos traducidos al español: Definiciones. Los textos que revolucionaron la cultura
inconformista europea. Ediciones Nueva República 2011.

[22] Michel Onfray, Obra citada, pp. 15–19


Metapolítica del Joker. En las raíces posmodernas de la Alt-
Right

5 de septiembre de 2017

En uno de los explosivos Tweets que van jalonando su periplo por la Casa Blanca, el Presidente
Donald Trump viralizaba unas imágenes en las que, en una performance reactualizada (el
video es real), el magnate populista tumbaba en un ring a un contrincante con el rostro
cubierto por un anagrama de la CNN. En su cotidiano ritual de odio y deshumanización del
personaje, las grandes cadenas informativas “sostenes de la democracia” – y sostenes también
de sus propietarios: los Slim, Bezos et allia – se rasgaban las vestiduras ante este ataque a la
prensa y se santiguaban consternadas por la degradación de la dignitas y la gravitas
presidenciales. Fumándose un puro, el propio Trump replicaba en un Tweet que “puede que
esto no sea presidencial, pero sí es de un Presidente moderno”.

¿Quién tiene razón, el desmadrado ocupante del despacho oval o las vestales mediáticas del
“mundo libre”?

En realidad, todos y ninguno. Por un lado, el comportamiento de Trump más que moderno es
posmoderno, lo que implica un grado de complejidad mucho mayor de lo que sus críticos
quieren admitir. Por otro lado, los odiadores de Trump parten de un equívoco: el de juzgar a
Trump según los estándares de comportamiento de un Presidente al uso, lo cual es inútil en
este caso. Conviene subrayar que Trump obtuvo su victoria a base de llamar a las cosas por su
nombre, y ése era un privilegio que en las cortes medievales estaba reservado a los bufones.
Por eso es irrelevante pretender que sus actos sean los de un Presidente normal, porque lo
suyo es otra cosa. Demasiado tarde amigos: en el despacho oval se sienta un bufón, en el
sentido más impredecible y subversivo del término. Un Joker.

El Joker es la carta más oscura de la baraja, es el comodín, el elemento inquietante, el avatar


del Destino que juega con las vidas de los humanos. Ambiguo como la risa –un acto reflejo que
admite todos los registros de la emoción humana–, el Joker es el enemigo de todas las
certezas porque su fuerza estriba en su carácter imprevisible. Enrolado en un combate
contrarreloj para sobrevivir día a día, enfrascado en un pugilato frenético y espasmódico, nadie
sabe lo que hará Trump cada mañana, tras twittear sus proyectiles verbales. Por no saber, ni
siquiera sabemos si aguantará la legislatura o si acabará defenestrado como un Nixon o en la
cuneta como un Kennedy.

En realidad, la tarea de este Presidente es mucho más difícil que la de cualquiera de los que le
hayan precedido, porque su combate, más que político, es un combate cultural. Trump (como
lo vio muy bien Milo Yiannopoulos, el ángel caído de la derecha alternativa norteamericana) es
el único candidato verdaderamente cultural que han tenido los Estados Unidos desde hace
décadas. Y eso es lo que hace que Donald Trump y lo que ha venido en llamarse “derecha
alternativa” norteamericana –la sulfurosa y demonizada “Alt-Right”– estén ya unidos para
siempre en la historia. Y ello no porque Trump “sea de la Alt-Right” (que no lo es); no porque
Trump deba su victoria a la “Alt-Right” (aunque ésta haya tenido algo que ver en ella, como
veremos), sino porque tanto la Alt-Right como Trump son síntomas de algo más profundo, de
formas de rebelión posmodernas que nadie había sabido prever, y que ahora retumban en los
oídos de muchos con la risa estridente del Joker.

¿Qué significa esa risa?


La risa contra el sistema

En su novela El nombre de la rosa el escritor italiano Umberto Eco desarrollaba la idea del
papel liberador y subversivo de la risa. La abadía en la que se desarrolla la novela de Eco
esconde un secreto: el secreto de la risa, contenido en el libro segundo de la Poética de
Aristóteles, que el hermano Jorge de Burgos –celoso custodio del Orden dogmático medieval–
mantiene oculto, para que un mundo regido por las certezas del pensamiento único no se viera
jamás en la tesitura (por muy remota e improbable que pareciera) de reírse un día de sí
mismo. Huelga decir que la construcción de la novela está orientada hacia un mensaje bien
simple, muy en la línea de las lecciones progresistas que el semiólogo italiano no cesó de
impartir toda su vida: la risa, la ironía, tienen un carácter esencialmente antitotalitario,
democrático y racionalista, en cuanto son las enemigas de los argumentos de autoridad y de
las verdades absolutas.

Pero la cosa no es tan simple como quiere hacernos creer Umberto Eco. De entrada, hay un
cierto tipo de hilaridad – sin duda la más extendida– que responde a férreos mecanismos de
control social: que se lo pregunten sino al Homo Festivus de nuestros días, que responderá con
su risa bobalicona hecha de aquiescencia y entertainment. Pero el principal escollo a las
simplezas de Eco –inventor, para desgracia de la literatura, del bestseller semiculto– fue
puesto en su día de relieve por el filósofo esloveno Slavoj Zizek, y hace más bien referencia al
papel que se le asigna a la risa y al distanciamiento irónico en los tiempos posmodernos.

En su obra El sublime objeto de la ideología Slavoj Zizek –inventor a su vez de otra categoría
contemporánea: la del filósofo pop– subrayaba con razón que “en las sociedades actuales, ya
sean democráticas o totalitarias, esa distancia cínica, la risa, la ironía, son por así decirlo parte
del juego. La ideología imperante no pretende ser tomada seria o literalmente. Tal vez el
mayor peligro para el totalitarismo sea la persona que toma su ideología literalmente”. Y es
que la seriedad –nos viene a decir Zizek, descubriendo el Mediterráneo– puede ser mucho más
peligrosa para los poderes establecidos que la risa y el relativismo. No hay que ver sino la
extrema seriedad de todos los revolucionarios que en el mundo han sido, empezando por
Jesucristo, coronado de espinas mientras Pilatos recita su “¿quid est veritas?” y en la corte de
Herodes todos se parten de risa.

Pero la gran novedad de la posmodernidad es que, por primera vez en la Historia, parecía que
la mortal seriedad que siempre acompañaba a las revoluciones iba a ser definitivamente
desactivada, para ser sustituida por el distanciamiento irónico y por la deconstrucción cool
como herramientas principales de transformación social. Una promesa, como veremos en las
líneas que siguen, que se vería completamente frustrada.

Para comprender todo ello es preciso echar un vistazo al significado de la posmodernidad y a


sus relaciones con la contracultura, a cómo la contracultura enlazó –por tortuosos caminos–
con la corrección política, y a como todo ello desembocó en la ideología oficial de la
globalización: los derechos humanos. Nuestra tesis es que la Alt-Right americana, desde sus
orígenes posmodernos, discurre justamente en sentido contrario: de la idea de contracultura
pasa al ataque contra la corrección política, de ahí a posiciones antiglobalistas, y de ahí –a
través de una furibunda guerrilla cultural– a preparar el terreno para la victoria de Donald
Trump.

Es preciso relativizar el impacto de Trump en términos políticos reales. Frente a la ingenuidad


de muchos (que esperaban grandes cambios en la política exterior americana), es muy difícil
que un outsider –por muy incómodo que resulte para el sistema– pueda cambiar la naturaleza
del sistema americano, férreamente controlado por una oligarquía cerrada. Pero su elección sí
tiene un valor de síntoma: hay un malestar creciente contra la globalización, y la historia
puede tomar derroteros insospechados. Cuando los ciberutopistas liberales hablaban del
advenimiento de una ciudadanía global, no era precisamente a Trump y a la Alt-Right lo que
tenían en mente. En realidad nadie había podido prever esto (y por ahí asoma la risa del
Joker).
El fiasco de la posmodernidad

Es bien sabido que, desde un punto de vista filosófico, la posmodernidad irrumpió como la
muerte de los llamados “grandes relatos”: las construcciones ideológicas que suministraban
explicaciones omnicomprensivas de la realidad: las religiones, el patriotismo, el marxismo, el
progresismo, etc. Todas estas construcciones ideológicas eran, huelga decirlo, mortalmente
serias. A partir de los años 70 del pasado siglo la posmodernidad introdujo un elemento de
juego, de aleatoriedad y de cinismo en un mundo en el que la Verdad había implotado, y en el
que los metarrelatos daban paso a una miríada de microrrelatos, todos ellos tan válidos como
irrelevantes. Conviene tener presente que la posmodernidad filosófica se define, ante todo y
por encima de todo, por los juegos de lenguaje. Desde sus presupuestos casi todo se
reconduce a una cuestión de semiótica, al libre juego entre el significante y el significado, a la
desacralización del lenguaje, que se ve expuesto como envoltura retórica con infinitos niveles
de lectura. Nada hay, por tanto, que pueda salvarse de la quema: todo es susceptible de ser
deconstruído en inacabables juegos lingüísticos con un horizonte de autonomía absoluta, desde
el momento en que ninguno de ellos remite a una realidad trascendente.

Toda esta cocción deconstruccionista –cuyas cabezas pensantes serían conocidas en América
como la “french theory”– pasaría a proporcionar, en los años 70, cierta credencial teórica al
vendaval de gamberradas y de provocaciones que pasó a alojarse bajo el nombre de
contracultura. Tomando el relevo de los situacionistas de los años 50 y 60 (que estaban
todavía lastrados de utopismo marxista), los “jóvenes airados” de la posmodernidad se
alzaban sobre la quiebra del sistema valorativo burgués, al tiempo que cabalgaban las
angustias e incertidumbres de la nueva sociedad posindustrial. En cierto modo estos jóvenes
representaban la inversión nihilista y sarcástica del activismo progresista de 1968. Con la
llegada de la posmodernidad, los dogmatismos ideológicos cedían el paso a una época en la
que los punk se adornaban con esvásticas (corte de mangas al establishment de la Segunda
Guerra Mundial), en la que las bandas de rock tenían nombres fascistas o anarquistas –Joy
Division, New Order, Durruti Column–, en la que Sid Vicious disparaba sobre el público en un
concierto y en la que Alice Cooper anunciaba que iba a colgar a un enano en el escenario.
Provocaciones que hoy serían imposibles, pero que entonces a nadie se le ocurría tomar
demasiado en serio. Al fin y al cabo, todo era una gigantesca broma –los punk eran
compulsivos bromistas (pranksters)–, una distorsión irónica entre significantes y significados.
Siguiendo la semiótica posmoderna todo parecía indicar que, al negarse la univocidad y la
objetividad del lenguaje, al reivindicarse su inagotable polisemia, se llegaría a un estadio de
libertad absoluta en que sería posible decirlo todo, cualquier cosa, anything goes. Y sin
embargo…

Sin embargo, sucedió justamente lo contrario. Al cabo de dos décadas un nuevo puritanismo –
la Corrección Política– desencadenó una purga inquisitorial sobre el vocabulario; listas enteras
de palabras quedaron proscritas, malditas, para ser sustituidas por una “neolengua” destinada
a blindar los dogmas del sistema. La risa pasó a contemplarse con desconfianza, en cuanto
casi siempre es irrespetuosa, suele ser cruel y es además susceptible de ofender a alguna
minoría. Las sofisticaciones posmodernas cedieron el paso a un furor moralista y justiciero que
todo lo invadía y que no toleraba ambigüedades. La empresa positiva de unificación benéfica
de la humanidad no tolera bromas: autocensura y vigilancia, todos somos pecadores.

¿Eso era, a fin de cuentas, la posmodernidad? Si en sus inicios ésta se presentaba como un
horizonte de posibilidades infinitas, desde el punto de vista de las libertades concretas –
libertad de pensar, libertad de disentir, libertad de crear, libertad de provocar– el experimento
desembocó en todo lo contrario: en el Imperio del Bien (Philippe Muray) con sus devotos, sus
capillas y sus “ligas de la Virtud”. Un monumental fiasco. Cabe por tanto preguntarse si la
posmodernidad –que al fin y al cabo anunciaba el fin de los “grandes relatos”– no fue
adulterada o traicionada, hasta ser reconducida hacia un nuevo/viejo “gran relato” progresista,
bienpensante y mundialista, nada cínico y mortalmente serio.

¿Cómo pudo ser posible?


El fiasco de la Contracultura

Para comprender la razón de este giro posmoderno –la transición desde una cultura de la
provocación al puritanismo correctista– debemos situarnos en un contexto más amplio: en el
del despliegue del capitalismo consumista y sus condiciones culturales de reproducción. En
realidad, la razón de fondo de esta evolución es bastante simple, y fue formulada hace años
con claridad por los profesores canadienses Joseph Heath y Andrew Potter: “nunca hubo un
enfrentamiento entre la contracultura de la década de los 60 y la ideología del sistema
capitalista. Aunque no hay duda de que en los Estados Unidos se produjo un conflicto cultural
entre los miembros de la contracultura y los partidarios de la tradición protestante, nunca se
produjo una colisión entre los valores de la contracultura y los requisitos funcionales del
sistema económico capitalista”.[1] Toda la deriva políticamente correcta de la contracultura
posmoderna se fraguó en el laboratorio económico-ideológico norteamericano, en proa hacia
un modelo neoliberal a escala global.

Por mucho que los fieros adalides de la contracultura se reclamen “de izquierdas” e
invariablemente “progresistas”, sus patrones de conducta se insertan en una dinámica
capitalista. Conviene tener presente un dato: las estéticas contraculturales y anticonformistas
de la izquierda occidental fueron promovidas, durante la guerra fría, por el gobierno de
Washington como parte de su “guerra cultural” contra la Unión Soviética. [2] “No es casualidad
–continúan Heath y Potter– que Estados Unidos haya sido, durante el siglo XX, el centro del
pensamiento contracultural. Mientras los intelectuales europeos intentaban encajar la teoría
contracultural con la tradición filosófica anterior –sobre todo con el marxismo–, los
estadounidenses trataban el concepto contracultural como un programa político independiente.
Esto se debe en parte al hecho de que la contracultura hippie compartía muchas de las ideas
individualistas y libertarias con la filosofía neoliberal y de libre mercado de la derecha
estadounidense”.[3] En esa tesitura, los juegos de lenguaje, la ironía y la deconstrucción
posmodernas se emplearon a mansalva, pero sólo en un sentido unidireccional: en el ataque a
todas aquellas fuerzas del “viejo mundo” –creencias religiosas, valores familiares
“tradicionales”, identidades arraigadas– que pudieran entorpecer el despliegue ilimitado de la
mentalidad consumista. Como señala el filósofo francés Charles Robin, “la destitución de las
figuras de la autoridad, de lo simbólico –en una palabra, de la ‘verticalidad’– constituye una
consecuencia lógica del despliegue de la lógica liberal, cuyo principal beneficiario es el sistema
capitalista mercantil. Desde el instante en que el individuo está desligado de todo vínculo
trascendente, desde el momento en que se encuentra aislado de sus semejantes, se encuentra
objetivamente en las condiciones morales y psicológicas de permeabilidad a todos los
estímulos mercantiles”.[4]

No es extraño que, una vez caída la Unión Soviética y entronizado el “libre mercado” como
dogma mesiánico, el potencial contracultural de la posmodernidad fuese puesto al servicio del
blindaje ideológico del orden neoliberal. Y ello a través de un nuevo “Gran Relato” moral: la
religión de los derechos humanos, el instrumento legitimador del intervencionismo neocon por
todo el mundo.

Pero en la deriva que conduce la contracultura hacia los “derechos humanos” el eslabón central
es, indudablemente, la corrección política.

Políticas de identidad

La posmodernidad se consagra en los Estados Unidos con la recepción de la llamada “french


theory” en las universidades, a partir de los años 80. El viejo sueño contracultural encontraba
sus condiciones de realización perfecta en el modelo neoliberal y consumista estadounidense.
¿Dónde mejor podían saciarse todas aquellas “multitudes” impulsadas por flujos irresistibles de
deseo, teorizadas por Deleuze, Guattari y por el último Foucault? “Gozar sin barreras: la
economía libidinal como estadio supremo del capitalismo. Y para ello ningún contexto cultural
más abonado que el americano, con sus pasarelas subterráneas entre puritanismo e
hipocresía, entre mojigatería y exhibicionismo, entre represión moralista y transgresión
patológica”.[5] Pero el ensamblaje definitivo de la posmodernidad con la corrección política –y
de ahí a los “derechos humanos”– se daría a través de la teoría deconstruccionista y su
aplicación a la ingeniería social: las políticas de identidad.

Quede claro que, desde una perspectiva posmoderna, la preocupación identitaria incide no
tanto sobre las identidades colectivas (históricas, nacionales o culturales) como sobre las
identidades individuales (género) o grupales (étnicas, religiosas), siempre que el grupo en
cuestión constituya una “minoría” o “subcultura”. Con la french theory una furia
“deconstructora” se apoderó del establishment académico americano, con el fin de demostrar
que las viejas identidades no remitían a realidades objetivas sino a juegos de lenguaje y
“constructos sociales”. El buque insignia de toda esta empresa fue –como es bien sabido – la
“ideología de género”, hoy convertida en poco menos que reserva espiritual de Occidente.

La ideología de género reposa, como es sabido, sobre la disociación entre sexo y género.
Según esta idea las identidades masculina o femenina se explican no como el resultado de una
realidad biológica, sino como el producto de constructos o relaciones sociales. El “género”
masculino o femenino es por lo tanto susceptible de libre elección o de una reorientación
personal. La teoría de género marca una inflexión en el feminismo, desde el momento en que
éste ya no consiste tanto en liberarse del “patriarcado” (aunque eso también) como en
cuestionar el hecho biológico de la alteridad sexual. Un nuevo puritanismo se impone sobre el
cuerpo social, pero esta vez no para ocultar el sexo, sino para deconstruirlo. Porque de lo que
se trata es de negar esa incómoda realidad biológica y llegar a un estadio de fluidez absoluta
en materia de “géneros”.

Con el paso del tiempo los resultados hablan por sí solos. Llevando al extremo las teorías de
Judith Butler (la “papisa” de los “estudios de género”), el número de colectivos agrupados en
el LGTB –ya de por sí en expansión– se ve superado en Estados Unidos por un listado de
géneros que se acerca a la oferta de un supermercado. La plataforma bloguera “Tumblr” –foro
predilecto de la izquierda radical norteamericana– cuenta en el momento de escribir estas
líneas con una lista centenaria de géneros disponibles para el consumidor.[6] No hay
plasmación más evidente de que vivimos en “tiempos líquidos” (Zygmunt Baumann) que esta
fluidez en materia de género. Algo que la cultura hegemónica no cesa de celebrar como
“diversidad”, un trampantojo lingüístico típicamente liberal que en realidad encubre todo lo
contrario: la erosión de las identidades históricamente vertebrantes, para sumirlas en el seno
de un individualismo de masas, en la mezcolanza indistinta y en la ideología del mestizaje.

La revolución de las víctimas

El constructivismo identitario de la posmodernidad no se limita, ni mucho menos, a las


cuestiones de “género”. La corrección política propulsó una floración de minorías que salieron a
la luz para denunciar sus marginalizaciones y opresiones, para exhibir sus agravios históricos
contra la “identidad hegemónica” – blanca, occidental y heteropatriarcal– y para imponer
códigos de conducta al resto de la sociedad. Es la “revolución de las víctimas”, impulsada por
una multiplicación de disciplinas que en los campus norteamericanos se identifican con el
apelativo de “cultural studies”: women’s studies, queer studies, disability studies, post-colonial
studies, black studies, chicano studies, fat studies, etc., etc. En el contexto de la agenda
mundialista, la vocación de los “studies” es suministrar empaque académico a la
deconstrucción de la cultura de raíz europea – por homófoba, machista, racista– y enterrar su
canon literario y artístico (los odiados “dead white men”) bajo una capa de oprobio. En el
ambiente de los campus, toda esta ebullición identitaria pasó a desarrollar sus
correspondientes subculturas y a dotarse de “espacios seguros” (safe spaces) para explorar –
libres de “microagresiones”– toda una gama de singularidades en torno a cuestiones tales
como la mala salud mental, las incapacidades físicas, las identidades culturales y raciales o la
llamada “interseccionalidad”: el término bendecido por la Academia para reconocer la
multiplicidad de marginalizaciones y de opresiones que pueden entrecruzarse en un mismo
sujeto.
En cuanto a los individuos no comprendidos en ninguno de estos grupos -los varones blancos,
heterosexuales y sanos–, éstos fueron conminados a reconocer su estatus de inmerecido
privilegio (“check your privilege”, decía Hillary Clinton) y a pasar el resto de su vida haciendo
penitencia. Los mecanismos de intimidación se perfeccionaron con la técnica del “crybullying”
(algo así como el “matonismo llorón”), una patente de corso de las “víctimas” para practicar el
acoso y derribo sobre las vidas y haciendas de quien incurriese en sus iras. De igual manera, el
hecho de destacarse como un virtuoso delator de opresiones e injusticias (virtue signalling) se
afianzó como un método eficaz para cimentar carreras personales (un tema sobre el que
algunas ONGs podrían escribir enciclopedias). Los autos de fe y la represión de las opiniones
discrepantes pasaron a manifestarse en un síndrome maníaco-legislativo que Philippe Muray
denominó en su día “erótica de lo penal”, y cuya quintaesencia práctica es el “delito de odio”.
La acusación de “discurso de odio” (hate speech) es hoy el estigma adecuado para suprimir de
raiz cualquier crítica no amaestrada.

Toda esta cultura del agravio y la reparación entra de lleno en lo que el sociólogo Michel
Maffesoli denomina “la dictadura de los Buenos Sentimientos”: un conformismo moral de
simplicidad bíblica que se baña en un derecho-humanismo pretencioso, arrogante y pagado de
su Virtud. Sólo en ese contexto se explica el frenesí victimista, el exhibicionismo lacrimógeno,
el desenfreno dolorista que se manifiesta en las redes sociales, en la retórica oficial o en la
cobertura mediática sobre cualquier asunto o polémica. Paradójicamente, todo ese
desbordamiento de buenos sentimientos contrasta con la violencia y el ensañamiento que los
policías de la Virtud emplean con todo aquel que se les cruza en el camino, en una rutina del
odio que se practica con la buena conciencia de las víctimas profesionales y de los luchadores
por la Justicia universal. La politóloga belga Chantal Mouffe lo describe así: “enarbolar el
discurso del Bien, simpatizar con las víctimas, mostrarse consternado por la maldad de los
otros. En el contexto utilitarista y racionalista que es hoy el nuestro, esta autoidealización es, a
ojos de muchos, el único medio de escapar a su propia mediocridad, de rechazar el mal que les
rodea y de redescubrir cierta forma de heroísmo”.[7]

Mediocridad, esa es la palabra clave. La corrección política se beneficia de la expansión de


aquello que Tocqueville denominaba las “pasiones debilitantes” de la burguesía: el cálculo
egoísta, el deseo de bienestar y el deseo de seguridad. El conformismo y el gregarismo, en
suma. Para el crítico marxista Mark Fisher, toda esta histeria moralista se asemeja a “las
ansias de un cura por excomulgar y condenar, al deseo de un académico pedante por ser el
primero en señalar errores ajenos, al deseo de un hípster por ser reconocido como parte del
grupo”.[8] El narcisismo moral es el ansia de reconocimiento de los mediocres.

Sinfronterismo redentor

Entre los publicistas conservadores suele darse una confusión frecuente: la de identificar la
corrección política, el feminismo y el multiculturalismo con el llamado “marxismo cultural”.
Este es un equívoco que tiene poco fundamento. En realidad, todas estas corrientes tienen
bastante poco de marxismo –al menos en el sentido estricto y riguroso del término– y de lo
que sí rebosan es de progresismo transnacional al servicio de una agenda liberal y
mundialista; todo ello aderezado, ocasionalmente, con retórica posmarxista.

No faltan izquierdistas lúcidos que denuncian este secuestro de su agenda económica y social
por la corrección política americana. Es el caso del del profesor americano Walter Benn
Michaels, con su denuncia del fetiche de la “diversidad” como forma de darle colorido a un
sistema de dominación que se mantiene inalterado;[9] o como el profesor Adolph Reed Jr.,
cuando denuncia que los izquierdistas ya no creen en la política real y su objetivo se limita a
ser “testigos del sufrimiento”. El culto al sufrimiento, a la debilidad y a la vulnerabilidad es hoy
el núcleo de las “políticas de identidad” izquierdistas. Una tendencia que la gran mayoría de la
izquierda y extrema izquierda americana y europea –como los “altermundialistas” estilo Toni
Negri o muchos populistas inspirados por Ernesto Laclau – sigue con bovina complacencia. No
hay que olvidar que al fin y al cabo se trata de creyentes, y que su idealismo izquierdista
responde a las pautas de un cristianismo secularizado. No es extraño que el papa Francisco y
sus banalidades santurronas gocen de predicamento entre ellos. Es “la Iglesia secularizada de
los buenos sentimientos, la flor estéril del diálogo interreligioso, la vulgata nacida de una
concepción edulcorada de los derechos humanos y de un antirracismo mundializado y
bienpensante. Lo religioso diluido en la moral, la moral diluida en el moralismo. Y como
corolario, una política ‘impolítica’ hecha a base de sentimentalismo hipermoral” (Pierre-André
Taguieff).[10]

Nos encontramos bien lejos ciertamente del distanciamiento irónico y del cinismo cool que
auguraba la posmodernidad.

Obviamente, los gestores de la globalización neoliberal se encuentran muy cómodos con todo
esto. “El sinfronterismo de izquierdas y el librecambismo de derechas –escribe Alain de
Benoist– confluyen para interpretar la globalización como una hibridación generalizada”.[11]
No es nada casual que la corrección política se vea impulsada por una “sociedad civil”
patrocinada por especuladores internacionales. Porque al final del camino, toda esta agenda de
ingeniería social se reconduce al mito de la globalización redentora; al sinfronterismo “bien
gestionado” por las elites transnacionales; a la gobernanza mundial conjugada en la retórica
fofa de los “valores” –que nunca son precisados y siempre son referidos a conceptos
algodonosos: el “diálogo”, el “humanismo”, la “tolerancia” (¿la tolerancia de qué?).

Y éste es el escenario en el que irrumpe el Joker.

(Continuará.)

[1] Joseph Heath / Andrew Potter, Rebelarse vende. El negocio de la contracultura. Taurus, 2005, p. 13.

[2] A través del “Congreso para la Libertad Cultural” –una iniciativa encubierta de soft power de la CIA– “fueron los
liberales anticomunistas quienes usaron el anticonformismo, la libertad de expresión y el individualismo para
contrarrestar el colectivismo, conformismo, productivismo y las restricciones de la Unión Soviética, que todavía
reverenciaba las formas uniformadas y colectivistas de cultura de antes de los 60, como los coros militares, los
desfiles, las orquestas y el ballet”. Angela Nagle, Kill all normies. Online culture wars from 4Chan and Tumblr to
Trump and the Alt Right. Zero Books, 2017, Kindle Edition.

[3] Joseph Heath / Andrew Potter, op. cit., p. 85. En este contexto, quien dice hippie dice punk, desde el momento en
que los segundos no serían más que una reactualización –por otras vías estéticas e ideológicas– de la rebeldía
contracultural de los primeros.

[4] Charles Robin, La gauche du capital. Liberalisme culturel et idéologie du marché. Editions Krisis, 2014, pp. 120-
121. No se entenderá nada del liberalismo si no se admite que éste “constituye ante todo una carcasa filosófica en la
cual se pueden insertar una multiplicidad de contenidos particulares que afectan potencialmente a la integralidad de
dimensiones de la existencia humana” (p.111).

[5] Adriano Erriguel: ¿Rusia o América? Metapolítica de dos mundos aparte. Ediciones Insólitas, 2017, p. 269.

[6] Entre otros, por orden alfabético: Alexigender, Ambigender, Anxiegender, Cadensgender, Cassflux, Daimogender,
Expecgender, Faegender, Fissgender, Genderale, Kingender, Levigender, Necrogender, Omnigay, Perigender,
Polydenderflux, Technogender, Xoy, Xirl. Fuente: Angela Nagle: Kill all normies. Online culture wars from 4Chan and
Tumblr to Trump and the Alt Right. Zero Books, 2017, Kindle Edition.

[7] Chantal Mouffe, L’Illusion du consensus. Albin Michel, 2016, p. 112.

[8] Angela Nagle, Kill all normies. Online culture wars from 4Chan and Tumblr to Trump and the Alt Right. Zero Books,
2017, Kindle Edition.

[9] Walter Benn Michaels: La diversité contre l'égalité. Raisons d'agir Éditions, 2009.

[10] Pierre-André Taguieff: “Pourquoi Muray nous manque. La tyrannie du mediocre et la mise au pas médiatique de
l'exception”. En el volumen colectivo Phillipe Muray editado por Les cahiers d’histoire de la philosophie. Cerf, 2011, p.
458.
[11] Alain de Benoist, Les démons du bien. Pierre Guillaume de Roux, 2013, p. 69

“Prender fuego a la llanura” decía el camarada Mao Zedong. A veces una pequeña chispa es
suficiente

Corría el año 2016. El Imperio del Bien relucía como un sol desde la capital del planeta. Barak
Obama seguía dispensando sus progresistas efluvios sobre las masas liberales de todo el
mundo. A pesar de algún que otro problema puntual –unas primaveras sangrientas por allí,
otra guerra en Europa por allá, un califato terrorista, invasión de refugiados, Estados fallidos,
precarización del empleo, pauperización de las clases medias (síntomas colaterales, todos
ellos, de una evolución global positiva) las beatitudes de la globalización feliz derramaban su
bálsamo sobre los creyentes. No había nada que pudiera contra la ola de tolerancia y de
empatía, de buenos sentimientos y de extática esperanza que Obama simbolizaba: ¡Yes we
can! Al fin y al cabo, la cruzada contra la xenofobia, el racismo, la misoginia y el sexismo iban
viento en popa. Los gays celebraban su día cada vez en más capitales del mundo, pronto
tendremos cuartos de baño unigender y los niños podrán elegir su sexo antes de hacerse
adultos.

El sirope corría a raudales. Pero entonces algo ocurrió en el zoológico de Cincinnati.

Un padre desprevenido no pudo impedir que su hijo cayese en el recinto de un gorila. Para
evitar males mayores, los empleados del zoo tuvieron que matar a tiros al infortunado animal.
Su nombre era Harambé.

De forma casi inmediata, una oleada on-line de indignación animalista cayó sobre el zoo, sobre
el padre y sobre el niño, causantes del asesinato de Harambé. La santa ira animalista llegó a
exigir que padre e hijo fueran llevados ante los tribunales como merecido escarmiento por el
crimen cometido. En change.org se abrió una petición de “Justicia para Harambé”, que se llenó
de miles de firmas.

Y entonces algo comenzó a torcerse.

Internet empezó a poblarse de necrológicas de Harambé, con su retrato al lado de


celebridades como David Bowie y Prince, fallecidos ese año. El rostro de Harambé apareció
tallado en piedra en el monte Rushmore; se extendieron teorías de la conspiración sobre su
asesinato, y una “Harambé-manía” recorrió todo el país, para alcanzar su clímax con la
campaña “Dicks out for Harambé!” (campaña la traducción de cuyo lema es “¡Pollas fuera por
Harambé!”).

Desde sectores animalistas y políticamente correctos se reaccionó contra esta descerebrada e


insensible parodia, con la acusación de estar provocada por “varones jóvenes y blancos que
disfrutan de sus privilegios”. La respuesta no se hizo esperar. Internet se inundó de imágenes
con el rostro de Harambé colocado junto al de destacados miembros de la comunidad
afroamericana…

¡Abominación de la desolación! ¡Racismo! El tabú había sido transgredido, de forma masiva y


sin escrúpulos de ningún tipo.

Más allá de la polémica y de la correspondiente shitstorm (“tormenta de mierda”) virtual, el


episodio de Harambé simbolizaba la consagración de un fenómeno. Un signo de los nuevos
tiempos. El “troleo” como guerrilla cultural y el “meme” como instrumento político.
Del Gamergate a MAGA

El episodio de Harambé es una anécdota, pero de las que hacen categoría. En realidad, llovía
sobre mojado. Que las cosas empezaban a torcerse en la red –con la emergencia de una
subcultura on-line, deseosa de incurrir en todas las blasfemias antibiempensantes– había
quedado claro dos años antes, con la emergencia del llamado Gamergate.

El Gamergate (algo así como “el escándalo de los jugadores”) sacudió la industria de los
videojuegos a partir de 2014. La polémica había brotado en la importante comunidad de
jugadores on-line con una serie de acusaciones de corrupción contra la prensa especializada
(acusada de connivencias con los fabricantes de videojuegos). Sea como fuere, el tema pronto
derivó hacia una polémica con algunas feministas, que habían puesto la industria de
videojuegos en su punto de mira. Por ejemplo: la crítica cultural Anita Sarkeesian, que
encontraba “problemáticos” los videojuegos por su uso de la imagen femenina (cuando la
corrección política dice que algo es “problemático” hay que esperar una llamada a la censura).
Sabido es que los videojuegos suelen recurrir a una estetización de la violencia y de la guerra,
en una atmósfera cargada de machomanes y testosterona. Sarkaasian encontraba reprensible
que en ellos la imagen de la mujer (cargada de sexualidad en el esplendor de sus atributos)
respondiese a estereotipos sexistas y machistas, ayunos de “perspectiva de género”. En
resumen: la subcultura gamer emergía de su reportaje como una especie de caverna
retrógrada, como un búnker de valores patriarcales y heteronormativos, impermeable a la
entrada de ideas feministas y progresistas.

Lo que ocurrió es que la comunidad gamer (compuesta en gran parte de varones jóvenes)
tiene malas pulgas. El amago de venir a imponer reglas de género en los videojuegos, de
controlar su uso de la violencia o de reeducar a los jugadores en los valores progresistas y
multiculturales, desató una shitstorm de dimensiones bíblicas contra las feministas y el
feminismo. Ante el acoso a través de los portales virtuales 4Chan y Reddit, Sarkeesian tuvo
que mudar de domicilio e incluso esconderse por amenazas de muerte. Una medicina que los
Social Justice Warriors (Guerreros de la Justicia Social) progresistas llevaban administrando
durante años a sus víctimas.[1]

Un fuego cruzado inmisericorde se abrió entre unos y otros, dando cancha abierta a los peores
usos de Internet. La bronca alcanzó proporciones de código penal y afectó gravemente a la
industria y a los medios especializados en videojuegos. Pero sobre todo dejó planteada una
advertencia. Una nueva generación de millennials se asomaba por primera vez al mundo a
través de Internet, y no iba a dejarse disciplinar las neuronas por la ideología oficial. Al menos
no fácilmente. Cualquier agresión en ese sentido tendría respuesta.[2]

El Gamergate ha sido calificado como punto de inflexión en la disputa metapolítica por el alma
de América. La “controversia de los juegos –señala Angela Nagle– politizó a un amplio amplio
grupo de gente joven, la mayor parte varones, que pasaron a organizar tácticas en torno a
cómo devolver el golpe en la guerra cultural desencadenada por la izquierda”. Los
gamergaters tomaron conciencia de que el movimiento feminista –o más bien, las feministas
radicales de “tercera generación”– intentaban imponerles un cambio cultural, y fue en ese
terreno de batalla, el de sus queridos juegos, donde decidieron devolver el golpe. [3] Con
consecuencias de largo alcance: el enfrentamiento dio lugar a un engarce estratégico – una
“cadena de equivalencias”, en el lenguaje de Ernesto Laclau – entre esos jugadores millennials
y toda la cultura nihilista e irónica que venía expresándose en portales virtuales como 4Chan,
Reddit y 8Chan. La cadena se extendió además a otros sectores en guerra a muerte contra la
corrección política, el multiculturalismo y el feminismo: toda esa galaxia de pensamiento
disidente que empezaba entonces a ser conocida bajo el apelativo de “Alt-Right”.

Según Milo Yiannopoulos, el Gamergate “fue la primera batalla de un movimiento anti-


izquierda, culturalmente libertario y por la libertad de expresión que llevó directamente hasta
la elección de Trump”.[4] Una explosiva cocción estaba bullendo en una extraña marmita, bajo
los radares del Pensamiento Único. En poco tiempo, todo ello iría a coincidir bajo unas siglas:
MAGA (Make America Great Again).
El arte del troleo

Corría el año 1996 cuando Alan Sokal, profesor de física en la Universidad de Nueva York,
remitió un artículo a la revista Social Text –una publicación especializada en estudios culturales
posmodernos–. El artículo en cuestión se llamaba “transgrediendo los límites: hacia una
hermenéutica transformadora de la gravedad cuántica”. El artículo fue aceptado y publicado
con todos los honores por la revista, dirigida por luminarias académicas como Frederic
Jameson y Andrew Ross. El contenido –repleto de indescifrable farfolla posmoderna– no tenía
ningún sentido, y así lo reveló el propio Sokal el mismo día de su publicación– para bochorno
de sus editores y regocijo del resto de los mortales. Pero el objetivo principal de Sokal –estaba
claro– no eran los editores, sino todo un establishment académico que, desde la llegada de la
french theory, el deconstruccionismo y los cultural studies, venía remodelando la filosofía
americana desde hacía años. La insolvencia intelectual de gran parte de ese mundo –envuelta
en logorrea pseudocientífica y oropel culterano– quedaba expuesta a la luz de manera rotunda,
sin réplica posible, de una forma mucho más eficaz que con cualquier refutación sabiamente
construida.

La “broma de Sokal” (Sokal hoax) es un ejemplo antológico de lo que hoy llamamos “troleo”.
En contra de lo que muchos piensan, el troleo no consiste en escupir insultos en las redes
sociales, ni en enviar amenazas de muerte desde el anonimato. No trolea quien quiere, sino
quien puede. El troleo es un arte. Los trolls del folklore noruego eran criaturas imprevisibles,
empeñadas en travesuras y malicias: unos diminutos Jokers de las montañas. El troleo está
más allá del alcance de los meros mortales.[5]

Milo Yiannopoulos –autodefinido como “troll profesional”– define el troleo en función de los
siguientes elementos: 1) el troll ideal conduce a su víctima hacia un cebo, del cual no hay
escapatoria sin pasar por la vergüenza pública. 2) el troleo consiste en decir verdades que
otros no quieren oír. 3) el troll crea espectáculo y entretenimiento público. El troleo –continúa
Yiannopoulos– está siempre a medio camino entre el engaño y la crueldad. Pero no se trata de
una crueldad gratuita, sino únicamente utilizable cuando los argumentos corteses y razonables
han fallado. El troleo es especialmente recomendable contra los justicieros y zelotas que,
envueltos en nobles causas, dan rienda suelta a su condición de energúmenos; o contra todas
esas flores delicadas que, bajo la piel de una víctima, esconden a un/a activista profesional y
sociópata. El objetivo del troll es exponer la hipocresía a la luz del día. Y ahí reside su fuerza:
por mucho que se les combata, por mucho que se les expulse o se les prohíba de los
comentarios de los periódicos, los trolls “son los únicos que quedan para decir la verdad”.[6]
Sólo la verdad – decía George Orwell– es revolucionaria.

Otra característica del troleo –pero reservada ésta a la aristocracia de los trolls– es la habilidad
para atraer la atención sobre determinados dichos, hechos o incluso sobre uno mismo, con el
objetivo de provocar explosiones de indignación e histeria virtuosa en los “troleados”. Es
preciso tener mucho talento y una piel de elefante para mantenerse en el tiempo con este tipo
de troleo. Yiannopoulos dio todo un recital durante su sulfurosa “Gira del Maricón peligroso”
(Dangerous Faggot Tour), calificado por la periodista Angela Nagle como “verdadero logro
mediático en términos de táctica gramsciana y pensamiento de derecha”. La gira del gay
británico por las universidades americanas criticando el feminismo, el Islam, Black Lives
Matter, la corrección política y el fraude intelectual de los cultural studies – en medio de la
cólera de los liberales y “antifa” que intentaban prohibir sus conferencias– permitió ofrecer
ante el mundo un retrato elocuente (los videos están en la red) de las nuevas generaciones
políticamente correctas: una masa adoctrinada incapaz de ir más allá de una letanía de
consignas; una tropa de cenutrios histéricos y violentos, que ha sustituido el pensamiento
crítico por el dogmatismo y el razonamiento por un amasijo de frases hechas.

Desde sus bien merecidos laureles, Yiannopoulos sólo reconoce a un troll que le aventaja en
talento: el presidente Donald Trump, quien al trolear su camino hasta la Casa Blanca marcó un
hito difícilmente superable en la historia del género.
El troleo cuenta con una disciplina hermana: el “meme”.

Las aventuras de una rana fascista

En su artículo “una guía de la Alt-Right para uso del establishment conservador”, Milo
Yiannopulos categoriza lo que él llama “la brigada del meme” como una familia dentro de la
Alt-Right.[7] Para explicar esta extraña confluencia, Yiannopoulos recurre al siguiente
argumento: “si te pasas 75 años construyendo una pseudo-religión sobre cualquier cosa –un
grupo étnico, un santo de escayola, la castidad sexual o el monstruo de los espaguetis
voladores –, luego no te sorprendas si un espabilado de 19 años descubre que insultarte es la
cosa más divertida del mundo. Porque lo es”.

Cabe suponer que los millennials fabricantes de memes no están especialmente ideologizados,
y “es difícil imaginarlos leyendo a Julius Evola, meditando en la Basílica de San Pedro o
sentando la cabeza en una familia tradicional”. Su inclinación política se desprende más bien
de “un deseo irreverente de blasfemar, de romper todas las reglas y decir todo lo indecible.
¿Por qué? Porque es divertido”. Para Angela Nagle “lo que llamamos Alt-Right nunca hubiera
tenido ninguna conexión con el mainstream y con una nueva generación de jóvenes si sólo se
hubiera apoyado sobre largos ensayos en oscuros blogs. Fue la cultura de humor e imágenes
de los portales 4Chan y 8Chan –las irreverentes fábricas de memes– la que dio a la Alt-Right
su energía juvenil, su transgresión y sus tácticas de hacker”.[8] Casi no hay día que pase sin
que los vigilantes de la moral pública lancen sus gritos de alerta ante “el sexismo, el racismo,
la homofobia y la misoginia rampante en las cloacas de Internet”. Música en los oídos para la
brigada del meme, que lo recibe como una señal de “misión cumplida”.[9]

Uno de los logros no menores de la brigada del meme fue conseguir que la América liberal le
declarase la guerra a una rana. “Pepe” –un batracio de extraña sonrisa adoptado por la Alt-
Right– se convirtió en el protagonista de la “guerra de memes” de 2016 y en verdugo virtual
de Hillary Clinton y su campaña electoral. Como era previsible, la rana en cuestión terminó
siendo declarada “símbolo de odio”, en un tratamiento equivalente al de la esvástica o las
cruces del Ku-Kux-Klan.[10]

¿Qué había hecho Pepe para merecer eso? Evidentemente, lo más importante no era el
contenido literal de las provocaciones y escarnios lanzados en la guerra de memes, sino su
valor metatextual, es decir, el universo de connotaciones que desencadenan, la ruptura del
“marco” del contrincante. Un ejemplo: cuando en 1976, en una entrevista en la cadena
británica Thames TV, Johnny Rotten, Sid Vicious y sus secuaces cubrieron de insultos al
reputado periodista Bill Grundy, lo importante no era el contenido de los insultos (“viejo
bastardo” fue lo más suave que le dijeron), sino el mensaje implícito que los Sex Pistols
estaban lanzando: no os respetamos, no nos reconocemos en vuestros valores, os
despreciamos, despreciamos también a los televidentes, y además no tenemos por qué
razonarlo ni argumentarlo. Bill Grundy acabó la entrevista con un gesto de displicencia triunfal,
como diciéndole al público: “vean, vean de qué gentuza se trata”. Pero al día siguiente su
carrera estaba acabada, y el Punk estaba lanzado al estrellato. Los Sex Pistols habían
conseguido imponer su marco...

¿Funciona hoy esto todavía, en un momento en el que la vulgaridad, la chabacanería y la


transgresión están a la orden del día? Rotundamente sí, desde el momento en que hoy –
mucho más que en 1976– el puritanismo ideológico es sofocante y el debate público está lleno
de intocables. Lo que ocurre es que, hasta ahora, la provocación y la transgresión habían sido
unidireccionales: sólo funcionaban en un sentido, y siempre contra los mismos. Para la nueva
cultura de derechas llegó la hora de abrir fuego graneado en todas direcciones. La hora del
Joker.
Situacionismo de derechas

El troleo y el meme, como formas de “guerrilla cultural”, responden a un mismo objetivo: a “la
creación de situaciones subversivas en forma de escándalo, a la intervención en lo público de
una manera ‘terrorista’, a la interrupción de la cotidianidad mediante una manera espectacular
de no tomar nada en serio y de burlarse de todo”.[11] ¿Qué son el troleo y el meme sino una
reencarnación de las técnicas de agitación ensayadas por los situacionistas de los años 50 y
60, y más tarde por el movimiento punk?

El “desvío cultural” (détournement) y el “atasco cultural” (culture jamming) inventados por los
situacionistas se reencarnan en la nueva contracultura de derechas. Cuando el meme utiliza
símbolos, objetos y representaciones iconográficas de la cultura hegemónica –liberal,
progresista y políticamente correcta– lo hace para distorsionar/desviar su significado original y
producir un efecto crítico o hilarante. Y ello es así porque “cuando al objeto significativo se le
sitúa en otro contexto, se construye un nuevo discurso y se envía un mensaje distinto”.[12]
Toda esta estrategia concuerda con la idea de Roland Barthes según la cual es el aparato
mitológico y simbólico de una sociedad el que mantiene “las cosas en su sitio”. Atacar esa
mitología supone consumar una violación simbólica del orden social: una técnica subversiva de
efectos mucho más impactantes –vivimos en una cultura audiovisual– que cualquier procelosa
elaboración teórica. El objetivo de todas estas técnicas es provocar un colapso de las verdades
oficiales propagadas por los medios; algunos de sus métodos lindan, en ocasiones, con la
desinformación pura y simple. No en vano la denuncia de la “posverdad” es hoy obligatoria
para todo biempensante que se precie.

Toda esta “guerrilla de la comunicación” supone, indudablemente, una vuelta a los albores de
la posmodernidad, una reactivación de los oxidados reflejos de la contracultura. Y todo ello en
cuanto persigue: 1) una desacralización de la mitología dominante (en nuestro contexto: la
“sociedad multicultural”, la “ideología de género”, la globalización feliz, el “sinfronterismo”,
etcétera); 2) un ataque a la clase hegemónica (las élites transnacionales globalizadas) y 3)
una demostración frente al establishment de que, aunque su poder es inmenso y tiene todas
las de ganar, tampoco es infalible y es posible engañarle.

Una objeción: así como el discurso de la contracultura fue fácilmente recuperable para el
sistema (a través de su conversión en una “subcultura” de consumo) cabe preguntarse si toda
esta iconoclastia “anticorrectista” podría ser también desactivada mediante su estabulación en
una subcultura marginal. Se trata de una posibilidad no desdeñable, si bien a través de
métodos diferentes.

La contracultura de los 60 y 70 fue fácilmente desactivada porque, al fin y al cabo, sus


contenidos eran apropiables y se prestaban a ello. Como hemos visto arriba, el discurso
anarco-libertario respondía, en el fondo, a la misma lógica del capitalismo: la del despliegue de
una sociedad consumista mediante la supresión de cualquier obstáculo (religioso, cultural,
nacional, etc.) a la libre circulación de mercancías. Por otra parte, la vieja contracultura carecía
de una propuesta rupturista seria y creíble más allá de la retórica posmarxista y de resabios de
la Escuela de Frankfurt– frente a lo que ya por entonces se presentaba como la realidad
objetiva e irrefutable: el capitalismo global.

Por el contrario, la nueva contracultura de derechas exhibe una incompatibilidad real con los
poderes hegemónicos, en cuanto desacraliza la mitología del mundialismo y, sobre todo, en
cuanto demuestra lo que es capaz de hacer cuando engarza en una dinámica populista.

Para neutralizar esa amenaza, los poderes hegemónicos sólo tienen una opción: empujar con
todas sus fuerzas a esa contracultura de derechas hacia una identificación sin matices con el
Mal absoluto (la extrema derecha, el racismo, los neonazis, la violencia, etc.), con el objetivo
de ahogarla en una maraña de medidas de censura o en la represión pura y dura. Con ello el
Sistema seguirá su lógica hasta el final, pero también abrirá un escenario incierto: el
extrañamiento progresivo entre las “verdades oficiales” y todos aquellos que, de un modo a
otro, pasen a engrosar todo eso que el mainstream mediático denomina la “posverdad”, y que
no es otra cosa que la disidencia frente a los paradigmas oficiales. La experiencia nos muestra
que este tipo de brechas sociológicas, de extenderse y ampliarse, no siempre son fácilmente
manejables.[13]

Ésta es la encrucijada en la que se sitúa, en estos momentos, la Alt-Right americana.

[1] Social Justice Warriors (o, más comúnmente, SJW) es el término popularizado por la Alt-Right para referirse a los
activistas más radicales de lo políticamente correcto.

[2] El Gamergate ha sido descrito como la mayor controversia jamás ocurrida en la historia de Internet, con cientos de
miles de participantes y unos niveles de agresividad jamás vistos hasta entonces. Existe una polémica sobre hasta qué
punto muchas de las amenazas proferidas por los Gamergaters eran creíbles, o si por el contrario fueron exageradas
(o incluso provocadas) por algunas feministas, para asumir el papel de “víctimas” y conseguir así determinados
beneficios. Se hace difícil ofrecer un resumen convincente de las subtramas y meandros de esta auténtica saga virtual,
un incendio que sigue sin apagarse del todo. La descripción ofrecida en estas líneas es necesariamente esquemática y
se basa en el libro de Angela Nagle: Kill all Normies. Igualmente, los siguientes artículos (a favor y en contra del
Gamergate):
- “Qué es Gamergate explicado para españoles”.
- “Gamergate. Los videojuegos en su peor momento”.
- “Feminismo, medios y Gamergate”

[3] Angela Nagle, Kill all normies. On line culture wars from 4Chan and Tumblr to Trump and the Alt Right. Zero
Books, 2017. Edición Kindle.

[4] Milo Yiannopoulos, Dangerous. Dangerous Books 2017. Edición Kindle.

El Gamergate dió ocasión para que los protagonistas de la guerra cultural que se avecinaba templaran sus armas. Fue
en ese contexto que Milo Yiannopoulos perfeccionó lo que sería su imagen de marca: convertirse en el hipervillano par
excellence de las redes sociales, a base de provocaciones que le situan en el blanco de los guardianes de la moral
oficial.

[5] La broma de Sokal fue reproducida en mayo 2017 por el filósofo Peter Borghossian (de la Universidad Estatal de
Portland) y el matemático James Lindsay, si bien el dardo iba esta vez dirigido contra la “ideología de género”. Ambos
académicos remitiron el artículo “El pene conceptual como un constructo social” a la publicación Cogent Social
Sciences, que lo publicó tras la revisión efectuada por Jamie Halsall, filósofo de la Universidad Huddersfield. El artículo
aseguraba, entre otras cosas, que el pene está detrás del cambio climático.

[6] Milo Yiannopoulos, Dangerous. Dangerous Books, 2017. Edición Kindle.

[7] Milo Yiannopoulos: “An establishment conservative’s guide to the Alt Right”. Traducido al español en este mismo
periódico como: “El Manifiesto de la Alt Right”.

[8] Angela Nagle, Kill all normies. On line culture wars from 4chan and Tumblr to Trump and the Alt Right. Zero
Books, 2017. Edición Kindle.

[9] Milo Yiannopoulos, Dangerous. Dangerous Books, 2017. Edición Kindle.

[10] La rana Pepe fue creada en 2005 por el dibujante Matt Furie, con una muletilla que expresaba su filosofía: “feels
good, man” (algo así como: “que bien me siento, hombre”). El personaje fue rápidamente adoptado por el ambiente
4Chan como icono en todo tipo de gamberradas. Cuando los usuarios de 4Chan empezaron a apoyar masivamente a
Trump, Pepe apareció en varios memes como uno más de los “deplorables” (en homenaje a la frase de Hillary Clinton
en la que calificaba a Trump y sus seguidores como una “cesta de deplorables” machistas, racistas, sexistas,
homófobos, misóginos, etcétera). La propia Hillary acusó al bicho de símbolo racista, lo que fue recibido con salvas de
júbilo por 4Chan que, inmediatamente, inundó la red de Pepes vestidos de Ku-Kux-Klan, con casco de la SS y demás
parafernalias malditas. Por supuesto, Matt Furie tuvo que renegar de su rana e incluso “matarla” oficialmente en un
comic.

[11] Valentina Ivaylova Dimitrova, El punk como resistencia: el arte, el estilo de vida y la acción política del
movimiento como camino para crear un nuevo mundo. Institut Universitari de Cultura. Universitat Pompeu Fabra,
Barcelona. Septiembre de 2015.

[12] Valentina Ivaylova Dimitrova, Obra citada.


[13] Frente a la Alt-Right, los poderes hegemónicos recurren a una combinación de métodos represivos: 1) la
amalgama (la equiparación de la disidencia con el racismo y el nazismo); 2) la judicialización expansiva del “discurso
de odio”; 3) la censura en los medios, redes sociales, servidores de Internet, etc.; 4) la represión violenta, con la
colaboración parapolicial de los grupos de extrema izquierda “antifascista”, encargados de hacer el trabajo sucio. Lo
acontecido en agosto de 2017 en la localidad americana de Charlotesville (la manifestación en protesta por la retirada
de una estatua del General Robert. E. Lee y la violencia que se saldó con una muerte) es un ejemplo de esta batalla de
la comunicación, que aprovecha cualquier presencia pública de la vieja extrema derecha (Ku-Kux Klan, neonazis, etc.)
para demonizar a toda la derecha alternativa (y, por ende, al propio presidente Trump).

A partir del 8 noviembre 2016 –tras la victoria de Donald Trump en las elecciones
presidenciales americanas– el mundo comenzó a enterarse de que en Estados Unidos existía
una “Derecha Alternativa” (Alt-Right).

Unos meses antes, en plena campaña electoral, Hillary Clinton había denunciado a la Alt-Right
como un submundo de racistas, sexistas, chauvinistas y misóginos de extrema derecha: los
mimbres de su particular “cesta de deplorables”. En ese preciso momento todas las huestes de
un ejército on-line estallaron en chanzas, memes y celebraciones: ya estaban en la primera
línea de la política nacional.

¿Qué es exactamente la Alt-Right? La respuesta del mainstream mediático es simple: la Alt-


Right es la extrema derecha de toda la vida; una nueva marca (re-branding) del viejo
pensamiento reaccionario, retrógrado, ultraconservador, misógino, homófobo, racista, sexista,
machista, fascista, nazi, etcétera. Se trata de un diagnóstico tan sutil como el de esos viejos
conservadores para los cuales todo el desparrame sesentayochista, libertario y contracultural
de las últimas décadas era (y es), única e invariablemente, comunista. La simpleza de análisis
responde también, en el caso que nos ocupa, a un interés estratégico: el de reconducir toda
esta movida a las conocidas y tranquilizadoras aguas de la extrema derecha, frente a la cual
ya todo está dicho y no hay que estrujarse las neuronas.

Pero desde el mainstream también se producen, a veces, diagnósticos sofisticados. Por


ejemplo, el de la periodista Angela Nagle cuando escribe: “se equivocan todos los que
dictaminan que la nueva sensibilidad de la derecha on-line no es nada más que la vieja
derecha, y que no merece ninguna atención o diferenciación. Aunque en mutación constante,
(…) este fenómeno tiene mucho más que ver con el eslogan de 1968 ‘prohibido prohibir’ que
con cualquier cosa reconocible en la derecha tradicionalista”.[1]

En estas líneas defenderemos que la llamada Alt-Right es un fenómeno específicamente


posmoderno. Más aún: que su identidad posmoderna es mucho más nítida que la de sus
contrincantes, desde el momento en que la Alt-Right recupera una serie de reflejos
contraculturales –una cierta “gramática de la posmodernidad”– que, habiendo surgido en el
último tercio del siglo pasado, fue sumergida por la corrección política del mundialismo. En ese
sentido, la Alt-Right podría ser un síntoma de formas de agitación metapolítica a proliferar
durante los próximos años. Ahí reside, posiblemente, su interés principal.

¿Existe la Alt-Right?

Cualquiera que se acerque de nuevas al fenómeno Alt-Right se verá desconcertado por su


carácter escurridizo. Este movimiento no cuenta con una organización centralizada, ni con un
corpus dogmático, ni con un programa político. Su expansión es viral y sigue la lógica de las
redes. No obstante, para el mainstream mediático no se plantean dudas: la Alt-Right, como
tal, no existe. Es un bluff, una reedición de la extrema derecha de toda la vida. ¿Hasta qué
punto es esto verdad?

La respuesta no es simple, en la medida en que, como paraguas genérico de la incorrección


política, la Alt-Right puede albergar a indeseables compañeros de viaje. Pero siendo eso cierto,
este dato no constituye toda la verdad y tampoco es determinante a la hora de definir el
fenómeno. Para comprenderlo es preferible alejarse de la sabiduría periodística y de sus
simplificaciones interesadas. Conviene tener presente, además, la constante expansión del
dominio del “fascismo”: un estigma que se aplica con la mayor alegría a todos los que no
comulguen con los dogmas oficiales.

La expresión Alt-Right fue acuñada en 2008 por el politólogo judío-nortemericano Paul


Gottfried, quien se refería a la necesidad de construir una “derecha alternativa” frente a los
“neocon” del establishment republicano (los cuales, según él, habían “secuestrado” la agenda
conservadora americana). Según esta definición amplia, la Alt-Right podría incluir al populismo
de Trump y al del periodista Steve Bannon, críticos con la globalización y defensores de un
nacionalismo integrador, por encima de diferencias raciales (America First).

No obstante, el término Alt-Right fue rápidamente apropiado por el activista Richard Spencer
(antiguo discípulo de Paul Gottfried) en un sentido concreto de reivindicación del
etnonacionalismo blanco. Bajo la expresión Alt-Right pasaron a confluir, de forma progresiva,
una serie de webs, revistas on-line, bloggers, etc., cuyos intereses gravitan en torno a los
temas proscritos de cualquier debate respetable: la crítica de la sociedad multicultural, la
crítica de la ideología de género, el estudio de IQ y la biodiversidad humana, el antihumanismo
tecnológico o la antiglobalización, por señalar algunos. Algunas de estas iniciativas se
inspiraron en corrientes como la “Nueva derecha” francesa. Conviene subrayar que la
reivindicación de la identidad blanca se conjuga, en la mayoría de estos casos, con el desprecio
a la vieja extrema derecha, a los neonazis, al Ku-Kux-Klan, etc., a quienes se califica de
Larpers (Live Action Rol Players), es decir, “jugadores de rol en vivo”. Pero esto no impidió que
algunos de estos grupos intentaran apropiarse de la etiqueta Alt-Right, en un intento
oportunista de rentabilizar la fórmula y de encubrir, de paso, su indigencia intelectual.[2]

Pero más allá del “núcleo duro” intelectual, el grueso de la Alt-Right está compuesto por lo que
Milo Yiannopoulos denomina “conservadores naturales”: todo ese mundo que responde a un
instinto natural de defensa de unas identidades que se perciben como amenazadas: la cultura
occidental, ciertos grupos demográficos (la clase media blanca, los trabajadores víctimas de la
globalización), las identidades sexuales llamadas “tradicionales”, etc. Los “conservadores
naturales” se contraponen así a la derecha economicista que no conoce más valores que los
del “libre mercado” (a la que denominan cuckservatives: conservadores-cornudos).[3] Algunos
de sus más conspicuos representantes –recelosos de la proximidad de la extrema derecha–
prefieren identificarse como “conservadores”, “libertarios”, “patriotas”, etc., y componen lo que
ha venido a llamarse la “Alt-Lite” (o sea: la versión light de la Alt-Right).

A las dos categorías anteriores conviene añadir también el universo juvenil on-line, blasfemo,
inococlasta, carente del bagaje moral y/o religioso de los viejos conservadores y en el fondo
profundamente nihilista que conforma una cultura de la incorrección política en Internet. Este
sector es el que confiere a esta derecha alternativa su identidad más jocosa y contracultural, y
el que la ha dotado de una peculiar eficacia como máquina de guerra metapolítica.

La Alt-Right, en suma, no es una franquicia de contornos definidos y que alguien pueda


reclamar como propia. Se trata de una nebulosa cuyo punto de cristalización fue, sin duda
alguna, el “momento populista” de la candidatura de Donald Trump en 2016. El magnate de
Nueva York se convirtió en el símbolo antisistema para todo un mundo que, hasta entonces, se
había mantenido alejado de las instituciones. Seguramente la mejor definición de la Alt-Right
sea la de “punto de encuentro”; más exactamente: punto de encuentro digital. Sus
componentes forman una “muchedumbre digital” compuesta mayoritariamente de “jóvenes
airados” (angry young men) contra la corrección política.

Por lo que se refiere a su modus operandi, la Alt-Right responde a una serie de propiedades
que la anclan en una posmodernidad radical. Hemos identificado hasta seis.

Las seis reglas de la guerra cultural posmoderna


1- Es la cultura, estúpidos

Hoy más que nunca, Gramsci nos indica el camino. A estas alturas del siglo XXI Gramsci es el
único pensador marxista al que podemos considerar, con toda propiedad, nuestro
contemporáneo. Todo es política, y en política –hoy más que nunca– todo es cultura. Vivimos
en la época de la tecnocracia gris que lo ha invadido todo, en los tiempos “post-heroícos” de la
gobernanza y de los pequeños consensos institucionales. En esta tesitura son los imaginarios
culturales –las ideas, las creencias, los símbolos y los valores sociales– los que marcan la
diferencia entre unas ofertas políticas y otras.

En la política actual –señala Angela Nagle– los líderes progresistas pueden bombardear países
siempre que se muestren cool con el matrimonio gay; los líderes de la derecha, por su parte,
pueden aplicar políticas neoliberales y devastar formas de vida comunitarias, siempre que
digan que defienden a la familia. En realidad, lo que motiva y predispone al votante son las
propuestas de vida vehiculadas por unos y otros. La política se vacía en la cultura y los
cambios culturales preparan los cambios políticos. Eso es algo que entendieron perfectamente
los gramscistas de la “Nueva derecha” en Francia, y es lo que ha aplicado a rajatabla la Alt-
Right con su ofensiva cultural frente a la corrección política. Unos y otros lo saben: más que
los programas de gobierno, lo determinante a largo plazo es esa aleación de las conciencias a
la que llamamos cultura.

2- La antítesis es más importante que la síntesis

Escribe Milo Yiannopoulos: “escarbando en las profundidades de la derecha alternativa, pronto


resulta evidente que el movimiento resulta más fácilmente definible ateniéndonos a lo que se
opone que a lo que defiende. Hay una infinidad de desacuerdos entre sus miembros sobre lo
que debe construirse, pero una cierta unidad virtual acerca de lo que debe destruirse”. La Alt
Right es fundamentalmente antitética, y eso es un sello inequívoco de su posmodernidad.

Pocas cosas hay más naftalinosas, para un posmoderno que se precie, que las cosmovisiones
omnicomprensivas en las que todo encaja. Ridículas se revelan las pretensiones morales de
legislar sobre las conciencias; más ridículas, todavía, las promesas rosa-bonbón de la
humanidad United Colours. Si la Alt-Right ataca al feminismo, al multiculturalismo y al
sinfronterismo, lo es ante todo porque éstos conforman un club de creyentes. Si –como
sugería Wittgenstein– todo es reconducible a juegos de lenguaje, ¿por qué tomar en serio
tanta monserga? Si al final de la jornada preferimos agarrarnos a alguna Idea, mejor que lo
sea a aquellas que se apoyen en datos científicos irrebatibles, o bien a las que no renieguen de
su fondo último de irracionalidad, de arbitrio y de capricho. La Alt-Right está bien nutrida de
ideas, pero que nadie busque pureza, armonía y coherencia entre ellas. Si coherencia hay, solo
funciona en una dirección: en su carácter antitético y en su afición a pisotear los dogmas del
día. Todos los instrumentos analíticos de la posmodernidad –deconstrucción, análisis de
discurso, crítica de la cultura pop– son utilizados por la “derecha alternativa” para denunciar la
inconsistencia de la normatividad liberal imperante, sus contradicciones internas, la falsedad
de sus presupuestos biológicos y sociológicos. Se trata, ante todo, de una gigantesca empresa
de demolición.

Todo lo cual obedece además a una lógica inmemorial. ¿Dónde reside el gran motor de las
revoluciones sino en el resentimiento? Marx dedicó toda su vida a criticar el capitalismo, y
pocas páginas a describir la sociedad comunista del futuro. Nunca nadie se subió a una
barricada para salvar al género humano, ni para edificar un falansterio. Por mucho que los
doctrinarios se esfuercen en codificar el futuro, todas las revoluciones consisten en una gran
improvisación.

3- Libertad, desigualdad, identidad

“Los hombres aspiran de entrada a la libertad. Adquirida la libertad, aspiran a la igualdad,


porque ésta está amenazada por la libertad. Adquirida la igualdad, aspiran a la identidad,
porque ésta está amenazada por la igualdad. Nos encontramos exactamente en este punto”.[4]
Estas palabras del fundador de la “Nueva derecha”, Alain de Benoist, nos sitúan en el centro de
la problemática posmoderna: cómo fundamentar un proyecto identitario colectivo en una
época de hibridización y de homogeneización generalizada. La posmodernidad de la Alt-Right
reside, entre otras cosas, en su carácter de proyecto identitario.

La época actual abunda en colectivos desnortados, en identidades en busca de una


redefinición. La Alt-Right “se dirige especialmente a aquellos que se sienten atomizados y
alienados en la sociedad occidental moderna: a ellos les ofrece orgullo y autoafirmación, en
vez de odio y autodesprecio”.[5] En este sentido el movimiento responde a las inquietudes de
unos sectores sociales que han sufrido durante décadas los asaltos de la cultura hegemónica,
centrada en la demonización del varón blanco occidental y de su huella en la historia. Si los
ejecutivos cosmopolitas de la Costa Este o los diseñadores gay de la Sexta Avenida son
arquetipos de la América progresista (los “burgueses bohemios” descritos por Richard Brooks
en su libro Bobos en el Paraíso), los arquetipos de la Alt-Right apuntan hacia los despreciados
redneck, los whitetrash o hillibillies (poderosamente descritos por Jim Goad en su libro
Manifiesto Redneck): jóvenes blancos de futuro incierto que habitan zonas herrumbrosas y
posindustriales, bajo el cielo épico de los pioneros llegados de Europa. Cuestiones raciales
aparte, el populismo americano es –ante todo y sobre todo– una cuestión de clase.[6]

Para la derecha alternativa ha llegado el momento de deconstruir a los deconstructores, de


pasar por la criba de la biología y de la genética a las figuraciones identitarias de la ingeniería
social progresista. ¿Raza? La palabra maldita, pero sólo si la pronuncia un blanco. La Alt-Right
“no tiene inconveniente en defender que la cultura es inseparable de la raza, y que algún
grado de separación entre los pueblos es necesario si queremos preservar las culturas”. [7]
Algo en lo que coincide con la antropología de Levi-Strauss, o con buena parte de la crítica
izquierdista a la “apropiación cultural”, es decir: a la destrucción de los marcadores identitarios
mediante su dilución en la cultura de consumo.

¿Ideología de género? Un nuevo discurso asertivo de la identidad masculina se funde con un


análisis crítico sobre la desvirilización de las sociedades modernas, dentro de una
reivindicación agresiva de la alteridad sexual: es la llamada “manosfera”, la némesis del
feminismo radical de izquierda.

En la “era de las tribus” –así califica el sociólogo Michel Maffesoli a la desazón identitaria de la
posmodernidad– la Alt-Right asume una dimensión tribal y la aplica sin complejos a la raza
blanca: el conjunto de tribus que, según las previsiones demográficas, se convertirán en
minoritarias durante las próximas décadas. Los sectores etnonacionalistas de la Alt-Right
reclaman para ellas aquello que, al fin y al cabo, otras minorías también reclaman: una política
asertiva de la propia identidad y el derecho de autodeterminación para un futuro que, si bien
parece todavía lejano, se aleja cada día más de la política-ficción.

4- La imposibilidad del conservadurismo

Pensar que puede haber una “posmodernidad conservadora” es un oxímoron, una


contradicción en los términos. Por supuesto, la posmodernidad puede utilizar ideas, palabras o
conceptos más o menos “reaccionarios”, más o menos “progresistas”; pero si lo hace, es ante
todo como “juegos de lenguaje”, como “tropos” que se sitúan dentro de un discurso global que
en sí mismo no puede ser ni “conservador” ni “progresista”, sencillamente porque se mueve en
un marco diferente.

Lo cierto es que, desde una perspectiva de derecha alternativa, muy poco hay ya que
“conservar”. La llamada a defender un “pasado común” –el grito de guerra habitual de todos
los conservadores– es irrelevante, desde el momento en que ese pasado común ya no existe
(entendámonos: no es que sea falso, sino que ya no “irradia” el presente, en un sentido similar
al de Nietzsche cuando decía “Dios ha muerto”). La derecha ha perdido todas las batallas
culturales desde el fin de la segunda guerra mundial, si bien ha mantenido intactos los poderes
ejecutivos y la estructura económica. Esos poderes ejecutivos y esa estructura económica se
funden ahora con la izquierda cultural, porque ésta es la que ahora le sirve. ¿Qué hay entonces
que conservar?
Cuando la demografía, la migración masiva, la globalización y el multiculturalismo son los
factores que moldean el futuro, hablar de “conservadores” versus “progresistas” tiene tanto
sentido como hablar de güelfos contra gibelinos. No obstante, ése es el “marco” conceptual
que la izquierda quiere conservar, porque a ella le conviene. Ahora bien, la izquierda es el
establishment, ergo necesariamente conservadora.

Avanzamos hacia tierra incógnita, no vivimos por tanto en un “momento conservador” sino
post-conservador: el de una redefinición integral de posiciones. Cuando en el marco americano
la Alt-Right o los llamados “conservadores naturales” rompen con el mesianismo universalista
de la “Ciudad en la cima” (la identidad tradicional de los Estados Unidos), cuando reivindican
un particularismo de los descendientes de europeos y se permiten incluso mirar con simpatía
un movimiento como el Calexit (la independencia de California)…, entonces esa derecha
alternativa tiene muy poco de “conservadora” y sí mucho de “antisistema”. Lo cual es
indudablemente posmoderno.[8]

5- Disonancia cognitiva

En la posmodernidad el medio es el mensaje, y la realidad –como decía Baudrillard– ha sido


asesinada. En un mundo virtual compuesto de apariencias, de imágenes y de puntos de vista,
lo determinante no son los datos, sino la mediación de los mismos; en otras palabras: lo
importante es quién fija el “marco” y quién controla las “narrativas” (storytelling). Hasta ahora
sólo unos pocos tenían el monopolio de todo ello, de forma que todo conspiraba para bloquear
cualquier visión discordante. Pero el año 2016 pasará a la historia como aquel en el que “otras
narrativas” (la “posverdad” dicen los cursis) lograron imponerse sobre las verdades oficiales.
¿Cómo fue posible?

Sencillamente, la Alt-Right demostró mayor habilidad que sus rivales a la hora de navegar en
un contexto de realidad virtual posmoderna. El “desvío cultural”, el “atasco cultural”, el troleo,
los memes: todas las técnicas situacionistas fueron revisitadas por la “derecha alternativa”
para demoler las narrativas adversas, y ello de una forma insolente, divertida, proyectando
una imagen de fuerza frente a la imagen de sus rivales, hecha de superioridad moral y de
indignación virtuosa.

Toda “guerrilla de la comunicación” que se precie tiene un objetivo: provocar situaciones de


disonancia cognitiva. La disonancia cognitiva se define como la desarmonía sobrevenida dentro
de un sistema de creencias, cuando dos o más cogniciones, simultáneas y contradictorias,
afectan a su coherencia interna. Un ejemplo: la gira del periodista y troll Milo Yiannopoulos en
2016 por las universidades americanas puede considerarse un éxito en términos de disonancia
cognitiva, y ello en varios sentidos. Por sus características personales –gay judío, británico,
cosmopolita, cool– Yiannopoulos es alguien de quien se supone que debe pensar “bien”. Pero
como ocurre justo lo contrario, eso provoca una “disonancia cognitiva” que estimula el interés
en sus oyentes por el mensaje que tiene que trasmitir. En una dirección opuesta, Yiannopoulos
consiguió que todos los intentos de censurarle e impedirle hablar en las universidades
revirtieran contra los activistas de los campus, por sus actitudes matoniles, violentas, alérgicas
a la libertad de expresión: justo too lo contrario de todo lo que dichos activistas dicen
defender. Ante los ojos del país, las universidades “liberales” (que habían dominado la vida
intelectual durante décadas) se retrataban como un mundo intolerante y sectario, perdían su
aura: disonancia cognitiva pura y dura.

6- Distanciamiento irónico

En la “guerra cultural” que precedió a la victoria de Trump se enfrentaron dos bandos. Por un
lado, una tropa de hirsutos moralistas. Por el otro lado, señala la periodista Angela Nagle, “una
extraña vanguardia de videoaficionados teenagers, de amantes del manga con inclinación por
las esvásticas, de irónicos conservadores estilo South Park, de gamberros antifeministas, de
extraños nerds acosadores, de trolls y de fabricantes de memes, todos ellos rebosantes de
humor negro y de amor de la transgresión por la transgresión (lo que hacía difícil saber si
verdaderamente tenían ideas políticas o si todo era una broma)”. Lo que parecía reunirlos a
todos –continúa Angela Nagle– “era la afición a burlarse de la seriedad, de la autosatisfacción
moral y del aburrido conformismo intelectual del establishment liberal y de los activistas de la
corrección política”.[9]

Distanciamiento irónico: una cualidad típicamente posmoderna, desde el momento en que –


como señala el comentarista y blogger Hanzi Freinacht– “todo aquel que carezca de un bien
desarrollado sentido de la ironía, así como de un divertido desapego hacia una sinceridad
excesiva, es automáticamente percibido como poco fiable”.[10] Evidentemente, todo esto se
deriva de la desconfianza posmoderna hacia todo aquello que se perciba como dogmas, como
“metanarrativas”, como posiciones inamovibles. Los dioses de la posmodernidad no sonríen a
los profetas solemnes, sino a los trolls y los jokers –dos especímenes en los que la Alt-Right ha
alcanzado niveles de excelencia–, en un contexto en el que “la interpretación y los juicios de
valor se escurren a través de trampas y trucos, de sucesivas capas de autoparodia y de ironía
metatextual” (Angela Nagle).

La auténtica risa se abre siempre sobre un fondo de incertidumbre, de desacuerdo con el


mundo. La auténtica risa suele ser cruel, y nunca es moral. En la época de la inocencia
perdida, acaso sea esa la única vía de rebelión que nos queda. Vivimos anegados de
moralina –la “corrección política” es un ejemplo–, pero nuestro mundo no es moral. Para bien
o para mal, la “derecha alternativa” –que ha surgido como planta extraña en Estados Unidos–
tampoco lo es. ¡Adiós a los conservadores morales y religiosos! ¡Adiós a las entrañables
monsergas reaccionarias! Por eso la Alt-Right es posmoderna; por eso es también nihilista,
pero de un nihilismo que se revuelve contra sí mismo. La posmodernidad abre esas
posibilidades…

¿Reaccionarios, retrógrados, partidarios de la monarquía o simples anarquistas instintivos?


Para muchos activistas de la “derecha alternativa”, plantear esta pregunta carece simplemente
de sentido. Lo cual no deja de ser rabiosamente posmoderno.

La vía del Joker

Cabe plantearse una hipótesis: muchos americanos votaron a Trump porque, dadas las
alternativas, simplemente eso era lo más divertido. Por el mismo motivo y de la misma
manera en la que Adan y Eva eligieron comerse la manzana. Y ya sabemos lo que pasó
después.

MAGA: una sublime gamberrada ante la tecnocracia global, ante la oligarquía que nos dice que
sólo hay un mundo posible: el suyo. Los Think Tanks, Wall Street, Silicon Valley, el club
Bilderberg, los “líderes de opinión”, el Smart living, la Europa de los “valores”, los espacios
seguros, la OTAN, el New York Times, The Economist, las ONGs, el Dalai Lama, George Soros,
Lady Gagá, todos tuvieron que asumirlo. El 8 de noviembre de 2016 la América liberal se
desfondaba en ritos de histeria, en terapias de llanto colectivo; ríos de lágrimas inundaban las
pantallas del mundo (los funerales de Kim Il Sung fueron un modesto precedente) y se
convertían en el hazmerreir de los deplorables del planeta. La risa y el llanto, el llanto y la risa
fundidos en un momento jocoso e irrepetible. Los americanos habían decidido activar la opción
Joker.

Cabe plantearse –y ésa es la tesis de estas líneas– que el Joker se convierte así en un
arquetipo de nuestra época (en el sentido – valga el ejemplo– en que para Ernst Jünger las
figuras del “Trabajador”, del “Rebelde” y del “Anarca” sintetizaban el espíritu de una época).

Pero ¿quién es el Joker?

Durante las últimas dos décadas, Hollywood ha producido una serie de películas – los male
rampage films tipo American Psycho, El club de la lucha o Gangs de Nueva York– que tienen
un estatus “de culto” en el ambiente Alt-Right. Estos films nos presentan a personajes
psicóticos o esquizofrénicos en situaciones monstruosas. Pero en todos estos films los
monstruos atienden a razones que merecen una cuidadosa reflexión. En realidad, a través de
la alienación de sus personajes, lo que estas películas retratan es un vacío metafísico: el
profundo vacío de los valores dominantes.

Pero no olvidemos que –como señala el crítico cinematográfico Trevor Lynch– al fin y al cabo
“se trata de Hollywood”. En una sociedad “libre” hay verdades peligrosas que no podemos
suprimir, pero lo que sí podemos hacer es inmunizarnos contra ellas, exorcizarlas: dejemos
que las verdades peligrosas aparezcan en escena, pero sólo en la boca de monstruos. [11]

¿Y qué mayor monstruo que el Joker? En el film El Caballero Oscuro (la segunda parte de la
“trilogía Batman”, de Christopher Nolan) el personaje del Joker da todo un recital de filosofía
nietzschiana, pero sustituyendo el martillo por la dinamita, por la pólvora y por la gasolina…
para derribar a los ídolos.

¿Qué ídolos quiere derribar el Joker?

El Joker se pasea por la pantalla dando ejemplos de actitud anti-utilitarista (la memorable
escena en que prende fuego a una montaña de dinero) y de desplantes aristocráticos (“¡solo
pensáis en el dinero! Esta ciudad merece un criminal de más clase, y yo se lo voy a dar”). Pero
la esencia de su filosofía se comprime en estas frases: “la mafia tiene planes, la policía tiene
planes…, ya sabes…, ellos son intrigantes, intrigantes tratando de controlar sus pequeños
mundos. Yo no soy un intrigante, yo… sólo trato de mostrar a los intrigantes cuán realmente
insignificantes son sus intentos de controlar las cosas (…). Yo soy un agente del caos”.

En su penetrante análisis de la película, el crítico Trevor Lynch nos indica que “el Joker es un
rebelde, pero no sólo contra la moral de la modernidad (el igualitarismo de la “moral de
esclavos”) , sino también contra su metafísica, contra la idea de que el mundo es, en último
término, transparente a la razón, susceptible de planificación y control. Es eso que Heidegger
denominaba la Gestell: un término que connota clasificación y disponibilidad, el mundo como
una librería bien numerada, catalogada. El “Ser” del hombre moderno es por tanto el vivir
clasificado, etiquetado, archivado. (…) Heidegger contemplaba a ese mundo como un infierno
inhumano, y el Joker está de acuerdo”.[12]

Vivimos en la época del big data y de la siliconización del mundo. Vivimos en la era del Gestell
globalizador: un pensamiento único para un mercado único, sin fronteras; una “gobernanza”
que abarcará todo el planeta. Por eso, cada vez que algún cataclismo imprevisto le pone la
zancadilla a este proyecto, se escucha la carcajada del Joker. Su figura representa la irrupción
de lo trágico en el universo normalizado del “fin de la historia”.

La risa del Joker no es la risa de Homo Festivus; ésta es una risa de bebé feliz dentro de un
festivismo organizado, de un festivismo positivo (en cuanto desprovisto de toda negatividad),
de una “sana alegría”, una alegría respetuosa, respetable. “¡Respetad la alegría!” exclamaba
hace años un político francés (“¿y porqué habría que ‘respetar la alegría’? –se preguntaba
Phillippe Muray–; antes se respetaba la pena, el dolor, las conveniencias, las tradiciones, las
leyes o el sueño de los vecinos. Ahora se pretende que ‘respetemos la alegría’).[13] Por el
contrario, la risa del Joker es una risa cargada de negatividad. Por eso se confunde con tantos
“noes”: los “noes” a la constitución europea, el “no” británico (Bréxit), el “no” a Hillary. A
medida que la globalización siga desestructurando las sociedades occidentales, a medida que
sigan aumentando la rabia y la frustración, es previsible que sigan proliferando los Jokers.

El Joker del cine es un mostruo criminal y despiadado. Pero más allá del retrato de Hollywood,
su arquetipo es el de un iniciado. En la era más materialista de la historia, él es el más libre,
porque sabe que hay algo peor que la muerte, y que eso es una vida sin libertad y
autenticidad. El Joker es el avatar posmoderno de todas las vías contrarias a la modernidad: la
vía del kshatriya, la vía del samurái, la vía del guerrero (no es casual que Julius Evola
empezase su carrera como dadaísta).

En las cartas del Tarot, el Joker representa el “cero”, el borrón y cuenta nueva, la vuelta al
casillero de salida.
En la novela de Umberto Eco, El nombre de la Rosa, la risa –el secreto de la Poética de
Aristóteles– se ve por fin liberada de su prisión. La novela concluye con el incendio de la
Abadía, el símbolo del viejo orbe medieval. Un nuevo mundo ha de comenzar…

En la mitología germánica, el dios Loki –el Joker del panteón nórdico– precipita el Raggnarok:
el crepúsculo de los dioses, la necesaria conclusión que ha de preceder a un nuevo ciclo.

Acaso sea ése el último secreto de la risa del Joker; la seguridad de que, tras la furia y el
ocaso, se esconde la promesa de un eterno renacer.

[1] Angela Nagle, Kill all normies. Online culture wars from 4chan and Tumblr to Trump and the Alt Right. Zero books,
2017, Edición Kindle.

[2] Richard Spencer se vio envuelto en una polémica en los días posteriores a la elección de Trump, al exclamar en un
acto público “Heil Trump”, “Heil the People” (el llamado “Heilgate”). El episodio –que respondía a una intención
paródica y festiva– provocó desavenencias en el ambiente Alt-Right, y no hace sino confirmar que el “troleo” es un
arte sutil: no trolea quien quiere, sino quien puede….

[3] En inglés, cuckservative es la unión de las palabras cuckold (cornudo) y conservatives. El cuckservative sería así el
conservador del establishment que asiste al espectáculo de su esposa –o de su cultura– siendo penetrada por un
extraño (a los efectos, casi siempre un negro).

“Para los conservadores naturales es la cultura –y no la eficiencia económica– el valor superior. Más específicamente,
valoran sobre todo las expresiones culturales de su propia tribu. La sociedad pefecta, para ellos, no se indentifica con
un PIB en perpetuo crecimiento, sino con la capacidad para producir sinfonías, basílicas y grandes maestros. La
tendencia natural conservadora de la Alt-Right valora todas esas apoteosis de la cultura occidental, las declara valiosas
y merecedoras de ser preservadas y protegidas” (Milo Yiannopoulos, “El Manifiesto de la Alt Right”, publicado en este
periódico).

[4] Alain de Benoist, Dernière année. Notes pour conclure le siècle. L’Age d’Homme, 1999, p. 240.

[5] Vincent Law, “The Alt-Right and Antifa are exactly the same”, en: altright.com.

[6] David Brooks, Bobos en el Paraíso. Grijalbo, 2001. Jim Goad, Manifiesto Redneck. Dirty Works, 2017.

[7] Milo Yiannopoulos, “El Manifiesto de la Alt-Right”.

[8] La Alt-Right desaprueba el “culto a Reagan” y a la constitución americana, (…) la Alt-Right no es un movimiento
cristiano, reconoce la importancia cultural del cristianismo al unir a los pueblos europeos, pero también contempla al
cristianismo como una religión feminizada que demuestra demasiada debilidad a la hora de defender a los pueblos
blancos; (…) hay un número importante de paganos, agnósticos y ateos en la Alt-Right”. M. Taylors, What is the Alt-
Right? Explaining the Alt-Right with Over 200 Citations, 2016. Edición Kindle.

[9] Angela Nagle, Obra citada.

[10] Hanzi Freinacht, “4 things that make the Alt-Right postmodern”.

[11] Trevor Lynch, “The Dark Knight”.

[12] Trevor Lynch, “The Dark Knight”.

[13] Philippe Muray “Respectez joie”, en Causes Toujours,chroniques du XXI siècle, Descartes & Cie, p. 28.
Cómo se puede ser antiamericano
¿Qué es lo que tienen en común la cabalgata del orgullo gay, las “revoluciones de colores”, la
idolatría del libre mercado, el moralismo oenegero, las democratizaciones a bombazos, la obsesión
psicótica por las armas, la corrección política, la ideología de género, la fiesta de Halloween y el
hongo atómico de Hiroshima?
Una lata de sopa Campbell, un Mickey Mouse de peluche y un abono para la super-bowl a quien lo
adivine.
Los Estados Unidos de América, el gran atomizador de dogmas y de obsesiones, de modas y formas
de vida, de maravillas y de excrecencias sobre el resto del mundo. Una hegemonía cultural que
corre paralela a una supremacía musculada que, lo largo de décadas, ha venido generando todo tipo
de resistencias. Las denuncias del “imperialismo norteamericano” son –ya desde los albores de la
guerra fría– un tópico recurrente del discurso político, ya sea en el tercer mundo como entre los
izquierdistas occidentales. Y a medida que el orden americano se envuelve en las promesas de una
“globalización feliz”, las protestas también se globalizan. Pero la mayoría de ellas – especialmente
aquellas que se expresan desde la izquierda radical – se enredan en la superficie del fenómeno. No
remontan hasta las fuentes del mal.
¿El enemigo americano? Está claro que aquí no hablamos de un país. Al menos no sólo de un país.
Se trata más bien de una forma de estar en el mundo. O mejor: de un hecho social total. Para
identificarlo se requiere un radicalismo disidente. Porque sólo desde la radicalidad – en el sentido
de ir a la raíz – y desde la disidencia es posible tomar distancia para diseccionar este fenómeno del
que todos formamos parte. Porque todos somos, de un modo u otro, americanos. Si bien hay
maneras distintas de serlo.
Americanos de izquierdas, americanos de derechas
Tomemos por ejemplo a los antiamericanos de receta: a la extrema izquierda, a los comunistas más
o menos reciclados, a los progresistas, eco-pacifistas y alter-mundialistas de toda laya. También
ellos son americanos. Y seguramente los más recalcitrantes.
Porque ¿qué es toda la homilía progresista sino una reclamación aquí y ahora de más igualitarismo,
más universalismo, más materialismo, más mestizaje… es decir, de los ingredientes originarios del
“sueño americano”? ¿Acaso ambos – los Estados Unidos y sus críticos neomarxistas – no
comparten la misma creencia en un “Bien” universal? ¿Qué son las invocaciones de la extrema
izquierda a la “ciudadanía universal” – al nomadismo, a la hibridación, a las “multitudes”– sino la
apología indirecta de una unificación mundial que sólo podría alzarse, en último término, sobre los
valores “liberadores” del Mercado? Un mundo global, reconciliado y festivo. Y a su servicio un
radicalismo de diseño; un radicalismo Mac World que hunde sus raíces – como no podía ser menos
– en el humus ideológico americano, hecho de frenesí moralizante, de individualismo desarraigado
y de un mesianismo de impronta bíblica.
La izquierda suele reivindicar con orgullo la “utopía”. Pero ¿qué hay de más americano que el
pensamiento utópico? América – como muy bien decía Jean Baudrillard – es la única utopía
realizada de la historia. El punto final de encuentro de todas las fantasías progresistas. La tabula
rasa donde los recién llegados pueden aligerarse de su pasado, de sus atavismos culturales y
religiosos, para reinventarse en una identidad de carácter contractual. La identidad como free
choice y como bien de consumo. El carácter agresivo de esa utopía – del “sueño americano” –
deriva del hecho de que sus defensores no puedan comprender – no pueden aceptar – que otras
partes del mundo no la quieran como propia.
Frente al americanismo inconsciente de la izquierda se alza el americanismo militante de la derecha:
el atlantismo. Esta corriente descansa sobre tres simplezas: Europa tiene una deuda moral
permanente con Norteamérica; Europa y América forman una comunidad de valores; Europa sólo es
viable bajo la tutela protectora de los Estados Unidos. Este americanismo servil – doctrina oficial de
los liberal-conservadores europeos – se enroca en una foto fija de la historia: la América victoriosa
de la segunda guerra mundial; la América de la Carta del Atlántico, del Plan Marshall, de Roosevelt
y de Eisenhower; la América próspera y generosa, portadora de los valores del “mundo libre”. La
foto de 1945 encuentra su corolario lógico en 1989, el año de la caída del comunismo. Aquí es
cuando la historia debe terminar. Pax americana, pax anglosajona.
Este americanismo dogmático tiene un epígono radicalizado: el neoconservadurismo. Se trata éste
de un americanismo intervencionista, de un americanismo de cruzada que parte de un axioma
arrogante: sólo hay un mundo posible, el nuestro, pero éste es un proceso que conviene acelerar
porque hay demasiados idiotas que todavía no se han enterado. El frenesí activista neocon tiene una
impronta trotskista que explica, en parte, su poder de captación entre ex progres deseosos de
arrimarse a los poderes hegemónicos. América como instigadora de revoluciones de colores, de
primaveras sangrientas,de bombardeos en defensa de los derechos humanos.
Entre ambos extremos – el americanismo inconsciente de la extrema izquierda y el americanismo
militante de la derecha – se sitúa el americanismo de la mayoría: un americanismo reflejo,
cotidiano, sumergido en la espuma de los días. Un americanismo capilar – más sociológico que
ideológico, más difícil por tanto de percibir – que forma parte de nuestra identidad, porque es
expresión rotunda de la modernidad misma.
América, o la modernidad en crudo
En la carrera por la modernidad y sus mutaciones América llevará siempre muchos cuerpos de
ventaja a Europa. Por eso Europa está condenada a la imitación, a la parodia de América.
“América es la versión original de la modernidad – decía Jean Baudrillard –. Nosotros somos la
versión doblada o subtitulada. América exorciza la cuestión de los orígenes, no cultiva un origen o
autenticidad mítica, no tiene pasado ni verdad fundadora (…) Al no haber conocido una
acumulación primitiva del tiempo, vive en una actualidad perpetua. América no tiene problema de
identidad (…) ellos son, desde el umbral de su historia, una cultura de la promiscuidad, de la
mezcla, del mestizaje nacional y racial, de la rivalidad y de la heterogeneidad”.[1]Del pasado hacer
tabla rasa. He ahí la ideología norteamericana.
Nacida con la modernidad y desvinculada de la historia europea, América se nutrió de todo aquello
que no encontraba acomodo en el viejo continente. Puerto de destino de los inadaptados, de los
fracasados, de los perseguidos; último refugio de minorías religiosas refractarias, América – nacida
del rechazo a Europa y bajo la impronta de un biblismo sectario – se conforta bajo una advocación
mesiánica: construir la nueva Jerusalén de una humanidad reconciliada, la Ciudad en la cima.
América es la modernidad en estado puro.
La modernidad nació en Europa. Pero lo hizo como un trauma y como una fractura. Porque Europa
arrastra el peso de demasiado pasado, de demasiada historia. Y por eso, por mucho que nos
empeñemos, Europa sigue instalada en la negatividad, en las contradicciones que derivan de la
irrupción traumática de la modernidad. Toda la cultura europea a partir del Renacimiento puede
explicarse desde de esa cesura. Por el contrario, América nace precisamente del deseo de escapar de
la historia, de “edificar una utopía al abrigo de la historia”. El optimismo, la potencia y el encanto
americanos nacen precisamente de esa falta de cultura, mientras a nosotros, europeos, nos falta “el
espíritu y la audacia de eso que podría llamarse el grado cero de la cultura, el poder de la incultura”.
[2]
Todo lo que en Europa ve la luz a través de un parto doloroso – a través del conflicto social, a través
del desenvolvimiento dialéctico de la Idea – en América se reduce a cuestión empírica y se realiza
por la fuerza tranquila del pragmatismo. América es la tierra de la inmanencia de las ideas, de la
materialización de los valores. Obsesión por la acumulación, por lo cuantitativo y por la estadística,
todo lo que no tenga una traslación material no cuenta, todo lo que no se traduzca en una realización
práctica no existe. Y de la conciencia de encarnar como nadie esa aspiración de progreso –
aspiración que, según la ideología moderna, responde a la intemporal universalidad humana –
deriva el triunfalismo del hombre americano.
Pero el triunfalismo suele ir parejo al conformismo. Y el conformismo suele ser manifestación de la
simpleza. La reivindicación del “sentido común” y de la simplicidad como antídoto frente a
filosofías elitistas adquirió en Norteamérica, desde fecha bien temprana, el rango de un programa
político. Así se demuestra en el célebre panfleto “Common sense” de Thomas Payne. Y también en
la Declaración de Independencia de 1776, con su proclamación de la “aspiración a la felicidad”
como “derecho inalienable”. Conviene tener presente que este texto recoge la influencia de John
Locke, un filósofo para quien el primer objetivo de toda sociedad política es proteger la propiedad,
la vida y la libertad. Una tríada en la que los padres de la independencia sustituyeron la palabra
“propiedad” por la palabra “felicidad”, en identificación implícita entre ambos conceptos. Esa es la
primera formulación del “sueño americano”:hacia la acumulación de bienes como vía suprema a la
plenitud humana.[3]
Un paraíso de aire acondicionado
A lo largo de toda su historia los europeos han imaginado la utopía. Pero en el fondo nunca la han
querido. La utopía nunca ha dejado de ser, para ellos, un mero revulsivo dialéctico, una posibilidad
siempre latente pero nunca realizada; su esencia radica, precisamente, en que nunca se cumple. La
utopía conduce en Europa a sangrientos fracasos.
A diferencia de los europeos, los americanos no sólo quieren la utopía, sino que la construyen. La
realizan frente a nuestros ojos. Si Europa vive en la contradicción – subraya Baudrillard – “América
vive en la paradoja”, porque ¿qué hay de más paradójico que una utopía realizada? La tan traída y
llevada ingenuidad de los americanos responde a una convicción candorosa, la de que ellos son “la
realización de todo lo que los demás han soñado – justicia, abundancia, derecho, riqueza, libertad –.
Ellos lo saben, ellos se lo creen y finalmente todos los demás acaban por creérselo”.
Una “revolución feliz”. Frente al recuerdo de las revoluciones europeas – con su reguero de sangre
y de traumas sin cicatrizar – se alza la memoria de la revolución americana: la única que, según
afirmaba Hanna Arendt, se ha saldado con éxito. La “búsqueda de la felicidad” está la cúspide de
sus principios fundadores. En la línea del pensamiento religioso puritano, la revolución americana
dio forma al sueño de los desheredados del viejo mundo: la prosperidad económica como signo de
bendición divina, la riqueza material como ruta segura hacia la felicidad. La Biblia y el dólar,
iconos inconfundibles de la ideología americana. Es muy lógico que los Estados Unidos, formados
por un aluvión heterogéneo de gentes diversas, sitúen su gran elemento de cohesión social en el
denominador común más primario: en la promesa de enriquecimiento material. Una ideología
elemental que se expresa en el tono nivelador y monocorde de las formas sociales norteamericanas.
El “sueño americano” como reclamo de una historia de éxito, como publicidad de un modelo
optimista, como escaparate de una realidad exuberante. Una realidad cuya imagen en negativo, sin
embargo, deja entrever un panorama diferente…
Porque el “sueño americano” es también la versión risueña de un mundo estandarizado, de un
“paraíso de aire acondicionado” (Henry Miller) hecho de repliegue sobre la vida privada y de
conformismo. El individualismo americano, tras el pluralismo engañoso de la diversidad de life-
styles, encubre un gregarismo de masa que se manifiesta en la aquiescencia acrítica hacia la
ideología de base, hacia las formas de manipulación social, hacia la lógica del consumo. ¿El sueño
americano?: un presentismo despojado de trascendencia, un despotismo algodonoso ajeno a la
negatividad, a la ironía y al descreimiento que son tan comunes en Europa. Todas las sociedades –
observa Braudillard – “están marcadas por alguna herejía, por alguna disidencia, por alguna
desconfianza frente a la realidad, por la superstición en alguna voluntad maligna… en América no
hay disidencias, no hay sospechas, el rey está desnudo, los hechos están a la vista”.[4] Adiós a la
parte maldita. La utopía no admite herejías.
Con lucidez visionaria Tocqueville lo vio en su día. Al elegir la simplicidad, el hombre americano
eligió la vulgaridad. Al elegir el confort individual, el hombre americano eligió el conformismo. Al
elegir el igualitarismo, el hombre americano eligió someterse a la opinión de la mayoría. No en
vano la “corrección política” es un fenómeno típicamente norteamericano. En La democracia en
América el autor francés describe la vida en la joven República como una “monotonía tumultuosa”.
Tumultuosa porque, como decía Pascal, el hombre que se aburre se agita sin cesar.[5] Otro
visionario, Thomas Carlyle, decía que en su corta historia los Estados Unidos han aportado al
mundo la mayor acumulación de tedio jamás vista. Henos aquí, finalmente, ante el paraíso.
Jean Braudillard: “¿Y en ésto consistía una utopía realizada? ¿En ésto consiste una revolución
‘exitosa’?… ¡Pues sí! ¡Ésto es! ¿Y qué queríais que fuera? Es el paraíso: Santa Bárbara es un
paraíso; Disneylandia es un paraíso; los Estados Unidos son un paraíso. El paraíso es lo que es,
eventualmente fúnebre, monótono y superficial. Pero esto es lo que es el paraíso. Y no hay otro”.[6]
Melancolía de los tiempos poshistóricos, toda utopía cumplida es algo esencialmente lúgubre.
¿Europa y América, mismo combate?
El dogma atlantista repite machaconamente el argumento de la “comunidad de valores” entre
Europa y América (los derechos humanos, la democracia, la economía de mercado, la “sociedad
abierta”, etcétera) como cemento de una supuesta identidad común. El objetivo es afirmar que
Europa y Norteamérica –los dos retoños del tronco “judeocristiano”, los dos pilares de la
civilización occidental– están abocadas a una alineación política, militar, económica y cultural
dirigida por Washington. Desde un modelo de “globalización feliz” y convocación mesiánica de
expandirse a todo el mundo. Servida por una hegemonía mediática y cultural abrumadora, la idea de
una identidad sustancial entre Europa y América ha sido interiorizada, hasta el punto que no se
considera un objeto de debate. ¿Propaganda o realidad profunda?
Cabe en primer lugar preguntase sobre la idoneidad de los términos “judeocristianismo” y
“judeocristiano” para definir las raíces de la civilización europea. El cristianismo surgió como una
ruptura dentro del mundo judío, y desde sus comienzos concitó la hostilidad del judaísmo ortodoxo.
Al asentarse en Europa el cristianismo, adquirió un sesgo propio, modelado por milenios de
politeísmo. Cristianismo y judaísmo pasaron a configurarse como dos polos en coexistencia
precaria, siempre entre la tolerancia y el enfrentamiento. La improbable amalgama “civilización
judeocristiana” –tan difundida por la propaganda neocon –responde en realidad a un interés táctico:
blindar las aquiescencias hacia un bloque estratégico compuesto por Europa, Estados Unidos e
Israel.[7]
En contraste con Europa, la impronta judaica es parte en América de la ideología fundadora. El
fundamentalismo puritano de los Pilgrim Fathers se inspiraba en el Antiguo Testamento y defendía
un cristianismo purgado de adherencias paganas. Como religiosidad esencialmente moralista, el
puritanismo incidía en los aspectos externos de la religión y promovía un “mensaje cristiano
reducido a los preceptos morales elementales de buena conducta” (Tomislav Sunic)[8]. El énfasis
calvinista en el éxito material como signo de bendición divina permite explicar que, con el paso del
tiempo, las sectas norteamericanas hayan derivado en un cristianismo práctico, procedimental,
adaptado a la mentalidad del selfmademan. Un cristianismo que, en vez de luchar contra el pecado,
lucha contra los “pensamientos negativos”, y en el que los predicadores evangélicos son “managers
y entrenadores motivacionales que difunden el evangelio del rendimiento y la optimización sin
límite”.[9] Un cristianismo en píldoras, en recetas y en fórmulas de éxito, en el que Dios Creador
sería la proyección inconsciente de un próspero empresario y Jesucristo se asemejaría a un
especialista en coaching. El maridaje perfecto entre la Biblia y el dólar.
Frente a la inercia de las ideas recibidas, es preciso afirmar que Estados Unidos no es una “Europa
del otro lado del Atlántico”. Y Europa tampoco es la cuna de una supuesta “civilización
judeocristiana” cuyo adalid serían los Estados Unidos. La realidad es que, como vió en su día
Tocqueville, los Estados Unidos son, en relación a Europa, algo profundamente nuevo y diferente.
Europa es un conjunto de pueblos, de gentes moldeadas por la historia. Y de la conciencia (o del
exceso de conciencia) de esa historia deriva su sentido de la mesura, la ironía, la cultura y todo lo
bueno que Europa puede ofrecer, así como los lastres que hoy la atenazan – léase la parálisis de
voluntad y el etnomasoquismo.
Por el contrario, los Estados Unidos– señalaba el escritor húngaro Thomas Molnar –“no saben
exactamente si son un pueblo, si son un crisol o si son eventualmente una iglesia que reúne a sus
fieles de cualquier parte del mundo”. Tal vez sean simplemente una gran anarquía, un “sálvese
quien pueda” vertebrado por una ambición compartida de prosperidad individual. Los Estados
Unidos – añadía Molnar – “representan la anti-historia y seguramente por eso proponen el ‘fin de la
historia’, esto es, la mecanización de la existencia a un grado cualitativamente insuperable (aunque
mejorable en términos cuantitativos: más bienestar, más derechos, más democracia, etcétera), la
substitución de las incertidumbres, de los actos espontáneos y de los grandes enigmas del alma por
recetas seguras, por simplificaciones científico-mágicas, por el embotellamiento de lo imposible”.
[10] El americanismo es un empobrecimiento del sentido de la existencia.
¿El “fin de la historia”? Esta idea americana – triunfalmente proclamada tras el fin de la guerra fría–
es una vieja ilusión progresista. Pero desde la mentalidad liberal ¿qué es el “progreso”, sino una
sucesión triunfal de emancipaciones? Para mantener su épica el liberalismo necesita siempre “algo”
de lo que liberarse. En el plano individual la “liberación” –apuntaba Baudrillard– “deja a todo el
mundo en estado de indefinición (siempre es lo mismo: una vez liberado, uno está obligado a
preguntarse quién es). La liberación sexual es un caso paradigmático. Después de una fase
triunfalista, la aserción de la sexualidad femenina deviene tan frágil como la de la masculina. Nadie
sabe ya donde se encuentra”.[11] Y lo que es cierto en el plano individual, lo es también en el plano
colectivo:“la supresión de las raíces – decía Christopher Lasch – ha sido siempre percibida en los
Estados Unidos como una condición esencial para el aumento de las libertades”. El americanismo
es la alienación de toda identidad genuina.
Deconstrucción de las identidades individuales, deconstrucción de las identidades colectivas:
síntomas inequívocos de la americanización del mundo. En el arsenal ideológico de los Estados
Unidos, el mito de los “valores judeocristianos” es una cobertura más del nihilismo.
¿Europa y América, mismo combate? Si América se hizo desde el rechazo a Europa, Europa sólo
podrá construirse desde la distancia con América. Desde su emancipación del redil del atlantismo.

[1] Jean Braudillard, Amérique, Grasset/Le Livre de Poche 2008, pags. 76 y 81.
[2] Jean Braudillard, Amérique, Grasset/Le Livre de Poche 2008, pag. 78.
[3] La fórmula del “derecho inalienable a la vida, libertad y la aspiración a la felicidad” recogida
en la Declaración de Independencia de 1776 se inspira en la fórmula contenida en el Segundo
Tratado del Gobierno Civil (1690) del filósofo británico John Locke, quien señala que todos tienen
el derecho a la “vida, libertad y propiedad”. Se trata de una conexión encubierta entre la libertad y
la propiedad que confirma lo que otro de los “padres fundadores”,Benjamin Franklin, venía
predicando a lo largo de toda su obra: el verdadero camino a la alegría en esta tierra reside en la
acumulación de bienes (Eric G. Wilson: Againsthappiness. In praise of melancholy. Sarah Crichton
Books. Kindle Edition, 2009).
[4] Jean Braudillard: Obra citada,pag 84
[5] Citado en: Thomas Molnar, Americanologie, triomphed’unmodèleplanétaire. L’Aged’Homme
1991.
[6] Jean Braudillard, Obra citada.pág. 96.
[7] Como señala el filósofo italiano ConstanzoPreve “hoy se prefiere hablar de un canon unitario
judeo-cristiano, que en realidad no existe y no ha existido jamás; salta a los ojos que la ruptura del
Nuevo Testamento es radical y cualitativa, y que con ella se habre un campo de universalidad que se
sustrae a la idea de endogamia tribal”. ConstanzoPreve, La quatrièmeguerremondiale,
éditionsAstrée 2013, pag, 184.
[8]TomislavSunic: Homo Americanus, Child of thepostmodernAge. www.booksurge.com, 2007.
[9]Byung-Chul Han, Psicopolítica. Herder 2014, pag. 49.
[10] Thomas Molnar, Americanologie, triomphed’unmodèleplanétaire. L’Aged’Homme 1991, pag.
24, pag. 30.
[11] Jean Braudillard, pag. 48

Sin América, Europa se siente desamparada. Por eso Europa se somete, se aferra a los Estados
Unidos como a la nación indispensable.
Cabe preguntarse por qué Europa, frente a América, se siente permanentemente acomplejada. Más
allá de su inferioridad económica, militar y tecnológica evidente, puede que exista una razón más
profunda. ¿Y si América fuera todo lo que Europa nunca se atrevió a ser?
Sociedad de aluvión, de promiscuidad y de mezcla; sociedad sin tradición, sin aristocracia, sin
tronos ni altares, América se organiza exclusivamente en torno a una ideología. América es –
señalaba Thomas Molnar – “una ideología encarnada en un pueblo”. Contradicción suprema: el país
más pragmático del globo es también el más ideológico. ¿En qué consiste esa ideología”? ¿Cuál es
la raíz del “sueño americano”?
América, o la venganza de Edipo
América se construye en torno a una afirmación: la de la ilimitada autonomía del individuo. Es la
idea de que el hombre sólo se pertenece a sí mismo, y de que cualquier horizonte de sentido
compartido – nación, raza, creencias, idioma, fronteras – debe ceder ante una realización individual
que, en el fondo, se define en términos materiales. Acumulación de objetos y de placeres: la
finalidad colectiva – el Télos – de la sociedad americana se asimila a la maximización del disfrute
individual. No es de extrañar que la apología de la “sociedad civil” sea el leitmotiv propagandístico
del modelo americano. En su penetrante análisis de los Estados Unidos, Thomas Molnar situaba
precisamente en este punto – en la hipertrofia de la sociedad civil – el meollo de dicho modelo.
En tanto espacio en el que se desenvuelven las actividades privadas – negocios, servicios,
transacciones, etcétera – la sociedad civil siempre ha existido, si bien “a causa de su multiplicidad y
de su ilimitación – correspondientes a la variedad misma de las necesidades humanas – sus
funciones nunca habían obtenido un reconociento político oficial, como sí lo tenían la iglesia, el
Estado, la familia o el ejército”. La sociedad civil existía, sí, pero encastrada en un entramado
institucional, estatal, político y religioso. Sin embargo “lo que a partir del siglo XV llamamos
‘modernidad’ – continúa Molnar – consiste precisamente en el refuerzo de la sociedad civil en
detrimento primero de la Iglesia, y tres siglos más tarde del Estado”.[1] Estados Unidos, que nace
de la modernidad pura, nace también como sociedad civil en estado puro.
Autonomía de la sociedad civil, expansión ilimitada del individuo, la igualdad como principio
universal. El “sueño americano” es la fantasía reprimida de Europa, en el sentido de que los Estados
Unidos son “la proyección de ciertas tentaciones a las cuáles Europa, en el pasado, había sabido
resistir: la tentación de construir la utopía, la tentación del materialismo como principio de vida, del
economismo como sustituto de la política, de la sociedad civil como absorción del resto de las
instituciones”[2]. Lastrada por el peso de su historia, por la inercia de sus estructuras o por sus
demonios familiares, Europa no llevó la apuesta hasta sus últimas consecuencias. Y como en una
venganza edípica, América, refugio de los prófugos del viejo continente, aplasta a Europa con la
misma universalidad que ésta había inventado. ¿América, el parricida de Europa?
Democracia de accionistas
Novedad radical en relación a Europa: como heredera de los puritanos perseguidos en sus países de
origen, la sociedad americana nace de una desconfianza congénita hacia el poder político, de un
impulso individualista y anárquico, de una animadversión esencial ante el Estado.
El sistema americano no es una fórmula política sino una forma de vida: el american way of life.
Estados Unidos hace suya la visión puritana que hace de la política una aplicación de la moral. En
contraste con la política europea – con su asunción “maquiavélica” de la realidad y su visión
“trágica” de la historia– el objetivo de los Pilgrim fathers será moralizar la vida pública, a través de
un biblismo social que actúa como magma ideológico de la nueva sociedad. Desde la fundación del
país, todo concurre por tanto para difuminar la política; para reconducirla a la moral, al poder de los
jueces, a la economía, al management, a la gobernanza o a los usos y prácticas mercantiles. No es
extraño que en la mentalidad americana el Estado sea de entrada un mal necesario, un gestor del
orden público o un simple árbitro de intereses particulares. En buena lógica, la exigencia de “menos
Estado” es una cantilena en la que concurren neoliberales, neoconservadores, libertarios y todos
aquellos que se reclaman de las esencias prístinas de Norteamérica.
En ese prejuicio contra el Poder y el Estado radica la diferencia entre las culturas políticas europea
y norteamericana. La “política con mayúsculas” (Politics) – en tanto instrumento de cambio y de
enfrentamiento entre concepciones ideológicas y sociales– es preterida en el nuevo mundo en favor
de las “políticas con minúscula” (policies) en tanto técnicas de gestión de un sistema
socioeconómico que se mantiene básicamente inalterable. No deja de sorprender que un sistema que
hace de la libertad su señal de identidad, presente al mismo tiempo tan alto grado de conformismo.
En realidad, el sistema americano se sustenta sobre la despolitización en toda regla del cuerpo
social. Lo cuál explica que escasamente un 50% de los ciudadanos participen en los procesos
electorales, o que la vida política esté acaparada por dos partidos tan similares que – como señala
Alain de Benoist – “no es exagerado considerar que los americanos viven, en el plano ideológico,
en un régimen de partido único”. La contestación al sistema, de haberla, es remitida a los márgenes
(lunatic fringe) o “constantemente reconducida hacia la sociedad, y suele adoptar la forma de
“jeremiadas” que mezclan la crítica social con las llamadas a la renovación moral y espiritual”.[3]
Pragmatismo y gusto por la acción: dos rasgos americanos que enlazan con el tradicional espíritu
anglosajón, utilitario, empirista y despreciativo de ideologías y doctrinas. Llevada hasta su extremo,
la impronta de este espíritu explica la pobreza de ideas dentro del debate político en Norteamérica.
Republicanos y demócratas son ante todo maquinarias electorales que arrastran a los electores en
base a criterios de índole sociológica (tradición familiar, pertenencia étnica, religión, poder
adquisitivo, hábitat rural o urbano) antes que ideológica; más en base a criterios de gusto o de
afinidad (identificación con una “marca”) que en función de opiniones o valores. La contienda
electoral se reduce al show de unos partidos que funcionan como empresas, puesto que son sus
accionistas quienes “definen el programa electoral, seleccionan al candidato, financian las
campañas, logran los votos, desembarcan a sus hombres en la administración ganadora y aplican las
políticas deseadas. Una sociedad empresarial en toda regla.”[4]
Un panorama que, solamente en las elecciones presidenciales de 2016, parece empezar a
resquebrajarse. La sorprendente irrupción de Donald Trump recoge un malestar acumulado entre
amplios sectores de la población. Un populismo de nuevo cuño que puede interpretarse como una
rebelión contra la constitución real del país – mucho más cercana a la oligarquía que a la
democracia–.
Pero ese populismo recoge también factores más complejos.[5]
Arcaísmo posmoderno
Estados Unidos es un país “excepcional”, afirman sus dirigentes. Ciertamente. Pero una de sus
mayores excepcionalidades consiste en que, siendo como es el laboratorio de la posmodernidad, la
sociedad americana presenta rasgos que, a ojos europeos, pueden parecer no ya “tradicionales” sino
abiertamente arcaicos. Existe una religiosidad, una intolerancia y un culto a la violencia que son
específicamente americanos, pero que resultan explicables si atendemos a los fundamentos
ideológicos de la “ciudad en la cima”. Al fin y al cabo, la Europa que sirvió de contramodelo a los
Estados Unidos era la Europa del Renacimiento, del humanismo y del libre arbitrio, conceptos en
los cuáles la nueva nación de raíces calvinistas no creía. “La Europa que los primeros americanos
llevaban consigo era, ya en su época, una Europa anterior. Los americanos son, en muchos
aspectos, europeos de antes”.[6] Es en esa mezcla de arcaísmo y posmodernidad donde reside la
“excepcionalidad” americana. ¿Hasta que punto los Estados Unidos son, verdaderamente, un Estado
“posmoderno”?
Un Estado posmoderno es aquél donde “el consumismo individual ha reemplazado a la gloria
colectiva como tema dominante en la vida nacional” (Robert Cooper). Es el caso de Europa, donde
la democracia, el bienestar individual y los derechos humanos asumen el carácter sacrosanto que
antes tenía la soberanía, la cuál no cesa de transferirse a instancias internacionales y
supranacionales.[7] En ese sentido los Estados Unidos son escasamente posmodernos. El pueblo
americano todavía cultiva un patriotismo de “nación elegida”: está dispuesto a aceptar sacrificios
para mantener su estatus de superpotencia y defender la idea que se hace de sí mismo. Y no admite,
en cuestiones de soberanía, aquello que sus dirigentes predican para otros: apertura, transparencia e
interferencia mutua.
El filósofo italiano Constanzo Preve definía el sistema americano como “una especie de
democracia plebeya de un tipo inédito, en la cuál la soberanía, denegada de hecho a los otros
pueblos del mundo, es reivindicada únicamente para el pueblo americano”.[8] América, el
gendarme universal, el único pueblo soberano del mundo.
El país de Forrest Gump
La fabricación del consentimiento; con esta fórmula (manufacture of consent) Noam Chomsky
resume el funcionamiento real de la democracia americana. La expresión fue acuñada en su día por
el periodista Walter Lippman, quien defendía que el funcionamiento de la democracia moderna hace
aconsejable que las mayorías incapaces consientan en ser dirigida por las élites responsables: algo
que solo puede ser posible a través la conversión de los ciudadanos en espectadores, dentro de un
“consenso democrático” sostenido en la publicidad. La omnipresencia del espectáculo deviene así el
único vínculo social en una sociedad crecientemente desestructurada.
En el caso americano, el espectáculo está al servicio de un credo que refunde a sus conversos en la
masa acrítica del homo americanus: la promesa de una movilidad social ilimitada, el señuelo de una
infinita libertad de iniciativa. En América todo se deriva de ese señuelo: la ausencia de formalidad
en las relaciones, la impresión de rapidez y dinamismo, la sensación física de espacio infinito.
América es “una civilización del espacio, no del tiempo. Su mito fundador no son los orígenes sino
la “frontera”” (Alain de Benoist). De lo que se trata es de alcanzar el éxito material, de no quedar
orillado entre los patéticos losers. Y alcanzar el éxito está al alcance de cualquiera, basta con aplicar
la fórmula adecuada. Candorosa simplicidad de la ideología norteamericana: el american way of life
– señalaba Thomas Molnar – es ante todo una sucesión de fórmulas, una bienaventuranza en
recetas, una cuestión de “cómos” (“how to…”).Cómo hacer amigos e inluir en la vida de las demás
personas (Dale Carnegie 1937): la felicidad, como la riqueza, está a la vuelta de la esquina.
En América, el sistema siempre es bueno e incuestionable. Los fracasos nunca revierten en el
cuestionamiento del orden de cosas, sino que se reconducen a la “responsabilidad individual” y a la
contextura subjetiva del individuo. En la manufacturación del conformismo, el fondo moral
puritano acude al rescate. Es preciso levantarse pronto, trabajar duro, “pensar en positivo”, ser un
buen ciudadano, amar a los niños y a los pájaros, defender la democracia y extender la Buena
Nueva a todos los pueblos de la tierra. Y el sistema proveerá con creces, aunque uno sea un
retrasado mental. El país de Forrest Gump.
Nación de predicadores
Fórmulas simples, espíritu gregario, moralismo: las coordenadas ideológicas de todo un modelo. En
torno a ellas discurre la irradiación del American way of life. De entre las tres, es sin duda el
moralismo el elemento determinante. Un hiper-moralismo que, en todas sus mutaciones, conserva
su característica esencial: la de ser un agente activo de estandarización americana del mundo.
América es, desde su creación, el país más “moral” del mundo. Bible and business: enfasis en el
trabajo duro, disciplina social, decencia cívica; una ética protestante que se avenía perfectamente –
como decía Max Weber – con el espíritu del capitalismo. El camino hacia la Salvación –igual que el
de la riqueza – está hecho también de fórmulas. Si algo caracteriza al moralismo es su preferencia
por los códigos de conducta. Con una peculiaridad en el caso americano: lo importante no es tanto
el contenido de la fórmula sino la fórmula en sí. Dicho de otra manera: lo importante es el
encapsulamiento de la realidad en fórmulas. Predisposición hacia las recetas normativas y uso
abusivo de la conciencia fiscal: el hipermoralismo americano puede ser definido ante todo como
“un pret à porter intemporal, apto para cada ocasión y para cada estilo de vida” (Tomislav Sunic).
[9] Una evolución que discurre en varias fases.
Los padres de la independencia – hombres de la Ilustración– retomaron el puritanismo de los
pilgrim fathers, pero le dieron un sesgo progresista: los Estados Unidos como embrión de una
“República universal” que vendría a regenerar a la humanidad. Posteriormente, ese mesianismo se
apartaría de sus orígenes teológicos para centrarse en la defensa del sistema liberal, de la economía
de mercado y del evangelio de los derechos humanos. Pero siempre desde la identificación de los
intereses de Norteamérica con la defensa del “Bien” y con la mejora de la humanidad. Lo que es
bueno para General Motors es bueno para América, y lo que es bueno para América es bueno para
el mundo.
A partir de estas premisas, todo vale. La ideología americana ha pasado de las celestiales virtudes
protestantes al desbocado hedonismo consumista; de la castidad puritana a la cabalgata del orgullo
gay; de la “libertad de expresión” en la Constitución de 1787 hasta la “corrección política” de hoy
en día; de atacar a Rusia por no creer en Dios a atacar a Rusia por creer demasiado en Dios. Esta
metamorfosis no se debe a que los “tradicionales valores americanos” hayan sufrido el asalto de la
“contracultura” – como tal vez persistan en creer algunas almas cándidas –, sino por la lógica
interna del sistema. Como explicó en su día Daniel Bell: “la quiebra del sistema valorativo burgués
tradicional, de hecho, fue provocada por el sistema económico burgués: por el mercado libre, para
ser precisos. Esta es la fuente de la contradicción del capitalismo en la vida americana”. Se trata de
una evolución que estaba inscrita en el ADN americano. Una “sociedad civil” en estado puro, una
sociedad contractual concebida no como una polis, sino como un compuesto de individuos atómicos
que buscan su propia gratificación. “Lo que define a la sociedad burguesa – subrayaba Daniel Bell –
no son las necesidades sino los deseos. Los deseos son psicológicos, no biológicos, y son también
ilimitados”.[10] Es la Hubris del capitalismo: el rechazo a cualquier idea de límite. Pero siempre
desde un moralismo adaptado a la ocasión.
La obsesión americana por la moral explica también la buena conciencia que acompaña a Estados
Unidos en todas sus empresas. Todas sus intervenciones político-militares – aunque sean ejecutadas
al más viejo estilo realpolitik – han de llevar el marchamo de una cruzada contra el Mal. Todas sus
exportaciones ideológicas – tales como la “ideología de género”– han de estar aliñadas de
intolerancia moralista. Toda su planetarización del america way of life ha de estar imbuida de la
idea de progreso moral generalizado. Desde su buena conciencia de predicadores los americanos
aman sinceramente a la humanidad. A condición de que la humanidad se transforme en América.
Como decía el oficial de marines en el film La Chaqueta Metálica (Stanley Kubrik 1987): “dentro
de cada amarillo hay un americano dentro; nosotros debemos ayudarle a salir a la superficie”.[11]
Mesianismo sin complejos
Muchos observadores de la historia americana afirman que Estados Unidos es una superpotencia a
su pesar. Es lugar común hacer referencia al testamento de George Washington – con su
recomendación de mantener al país apartado de los asuntos de Europa –, así como a la “doctrina
Monroe”, con su aislacionismo frente al viejo continente. Suele también recordarse el carácter
mercantil y antipolítico del sueño americano, con su rechazo de las cínicas “políticas de poder” de
los Estados europeos. Abonados a esta tesis, los apologetas del atlantismo afirman que, al mantener
su presencia en todo el mundo, los Estados Unidos estarían contrariando su vocación; y ello en aras
de la defensa de unos valores universales – democracia, libertad, dignidad humana, respeto de la
legalidad internacional, etcétera – que de otro modo quedarían desamparados. Por eso los Estados
Unidos son “la nación indispensable”. Y por eso Europa debe corresponderles con una
subordinación agradecida.
Es cierto que la pulsión aislacionista responde a los valores fundadores de los pilgrim fathers – la
voluntad de “no contaminarse” de las prácticas corruptas del viejo mundo –. Pero su extremo
contrario, el hiperactivismo intervencionista, también forma parte integrante de la identidad
americana. En realidad, la contradicción entre el intervencionismo y la tentación de repliegue es tan
sólo aparente. Responde a una lógica interna que fue sintetizada hace tiempo por el periodista
italiano Giorgio Locchi, en una incisiva disección del “planeta americano”.[12]
“Para entender cómo la “misión mundial” de los Estados Unidos se reconcilia con su pulsión
aislacionista – decía Locchi –, es preciso situarse en dos planos diferentes. Digamos, para resumir,
que los Estados Unidos son aislacionistas en política pero intervencionistas en moral, y que es
inevitable que las “intervenciones morales” adopten las formas de la política. Pero estas
intervenciones no tienen más que una apariencia política. No responden a ningún proyecto preciso,
a ningún diseño susceptible de fundar un destino. No están motivadas más que por su confianza en
alcanzar alguna forma de conformidad con el “bien”.[13]
¿Idealismo norteamericano? Es frecuente considerar que los americanos son ingénuos. En cierto
sentido lo son, en cuanto suelen ser los primeros sorprendidos al comprobar el rechazo que generan
muchas de sus intervenciones “benéficas”. Esa ingenuidad deriva de la tendencia a interpretar el
mundo como si éste fuera una extensión de los Estados Unidos, lo cuál explica sus frecuentes
fiascos en política exterior. Pero tampoco exageremos: ingenuidad sí, ma non troppo. El beatífico
propósito de extender la democracia suele coincidir con la defensa de groseros intereses materiales.
¿Hipocresía?
Lo que ocurre es que los norteamericanos tienen la autocomplaciente certeza de que sus intereses
materiales – y, por ende, la extensión del american way of life–coinciden con el bien general de la
humanidad. “El americano auténtico – señala el escritor estadounidense Russell Banks – es cínico,
materialista y ávido (la fiebre del oro), pero también es alguien que se siente investido de una
misión idealista, es decir religiosa. Los norteamericanos –añade Banks– buscamos los medios de
reducir el conlicto intrínseco entre el materialismo y el idealismo. Pero a veces la contradicción
puede hacer de nosotros soñadores sanguinarios. En la aventura norteamericana todo deriva de ese
dualismo identitario que es la clave para comprender el carácter americano”.[14]
Mesianismo sin complejos. Los Estados Unidos exportan democracia. O lo que es lo mismo:
exportan Virtud. Por eso cada vez que entran en guerra nunca pueden figurar como agresores (eso
no sería virtuoso) sino que indefectiblemente han de defenderse ante una agresión alevosa. Maestros
consumados en el arte de las “falsas banderas” – esto es, en la fabricación de pretextos para endosar
al otro la responsabilidad moral – los americanos necesitan que cada guerra en la que intervienen
sea “justa”. La guerra nunca es para ellos “la continuación de la política por otros medios” (un
punto de vista que reconoce la dignidad del enemigo) sino que, vaciada de toda esencia política, la
guerra se presenta: o bien como una operación de gendarmería – con su ejército asimilado a la
policía y el enemigo a un maleante o “Estado gamberro” (Rogue State) –, o bien como una
“cruzada” moral. Y es bien sabido que en las cruzadas no basta con obtener la victoria, sino que “es
preciso llegar hasta el aniquilamiento de un enemigo al que invariablemente se considera no como
un adversario del momento, sino como la encarnación del Mal”.[15]
La guerra como empresa moral forma parte del “sueño americano”. De la creencia en que “el Mal
puede ser definitivamente erradicado, en que es posible suprimir el carácter trágico de la condición
humana”.[16] Pero la historia y la política constituyen el radio de acción de lo trágico. Por eso los
americanos quieren suprimir la política, por eso América, - como decía Octavio Paz – fue
constituída para salir de la historia.
Sin pasado y sin futuro, América sólo quiere vivir en un eterno presente. Y con ello la “nación
indispensable” revela su falta de alma, la insustancialidad última del sueño americano.
¿Puede un Imperio carecer de alma? ¿Cómo definir ese Imperio?

[1] Thomas Molnar, Americanologie, triomphe d’un modèle planétaire. L’Age d’Homme 1991
Obra citada, páginas 39-40.
[2] Thomas Molnar, Obra citada, pags. 24, 29 y 57.
[3] “En las universidades americanas, una gran parte de la ciencia política se centra en una
interminable discusión sobre la obra de los Padres fundadores, presentada como un logro
insuperable. El eterno debate entre federalistas y antifederalistas, entre hamiltonianos y
jeffersonianos – debate que, dicho sea de paso, no carece de interés – no deja de ser, en la mayoría
de sus aspectos, una querella de familia que no cuestiona jamás el consenso político de base”. Alain
de Benoist, l’Amerique, en Critiques Théoriques, l’Age d’Or 2002, págs. 143-144.
[4] Pascual Serrano, La farsa electoral en Estados Unidos. En Rebelión, http://www.rebelion.org.
[5] En las elecciones presidenciales de 2016, las mayores fortunas del país se movilizaron contra
Donald Trump. El especulador George Soros es el principal donante de Hillary Clinton, a través de
su apoyo a los PAC (Comités de Acción Política) liberales reunidos en el “Priorities USA Action”,
un comité fundado en 2011 para combatir “los obsoletos puntos de vista de la extrema derecha que
amenazan la democracia”. Paul Singer (responsable del “fondo buitre” que llevó Argentina a la
suspensión de pagos en 2014) volcó su apoyo en el candidato Marco Rubio. El multimillonario
Robert Mercer, responsable de Rennaissance Technologies, el mayor hedge fund del país, concentró
su apoyo en Ted Cruz. (Fuente: El Mundo, 18-marzo-2016).
[6] Así lo explica el historiador francés Jean-Philippe Immagerion en la entrevista: La chute de la
maison Amérique, en la revista Krisis nº 43, mars 2016, pags. 17-18.
[7] Robert Cooper, The Post-Modern State and the World Order. London, Demos 1996. Citado en:
Sabine Feiner, Weltordnung durch US-leadership? Die Konzeption Zbigniew K. Brzezinskis.
Springer Fachmedien Wiesbaden GmbH. 2000, pags 155-156.
[8] Constanzo Preve, La quatrième guerre mondiale, Éditions Astrée 2013, pags. 142-143.
[9] Tomislav Sunic: Homo Americanus, Child of Postmodern Age, Booksurge 2007, pag. 90.
[10] Daniel Bell, Las contradicciones culturales del capitalismo. Alianza Universidad 1982, pags
64 y 34.
[11] “La Chaqueta Metálica” (Full Metal Jacket). Stanley Kubrik 1987.
[12] Giorgio Locchi (seudónimo Hans-Jürgen Nigra) y Alain de Benoist: Il était une fois
l’Amerique. Publicado en la revista Nouvelle École, numéro 27-28, automne-hiver 1975 (pags. 44-
45). Traducción española: El enemigo americano. Ediciones Fides 2016.
[13] Giorgio Locchi: Obra citada (pags. 44-45).
[14] Russell Banks, Amérique. Notre Histoire, Acte Sud. Citado en: Martin Legros: “Pourquoi
l’Amérique se prend-elle pour une nation élue?, Philosophie Magazine, nº 24, novembre 2008, pag.
36.
[15] Alain de Benoist, Alain de Benoist, « L’Amerique », en Critiques Théoriques, l’Age d’Or
2002, pág. 148.
[16] Alain de Benoist, Obra citada, pag 147

Cuando se habla del “imperialismo americano”, se asume que América es un Imperio. Pero ¿lo es
realmente?
El periodista italiano Giorgio Locchi decía, hace años, que América es un imperialismo sin
Imperium. Esto es, sin un principio espiritual superior, sin un principio formador y organizador. Lo
contrario de un auténtico poder imperial.
Y el filósofo marxista Constanzo Preve definía a Estados Unidos como un mesianismo sin promesa
mesiánica, esto es, sin una promesa salvífica que se refiera a una realidad ulterior. Porque la
salvación la remite al aquí y ahora, a una realidad bien presente: a la simple propagación del
american way of life.[1]
Pero si observamos las manifestaciones actuales de la supremacía americana – una supremacía
desbocada, carente de los límites y contrapesos de la guerra fría – podemos definir el “nuevo orden”
americano, de modo algo más escueto, como el Imperio del Caos.
Inercia imperialista
Durante buena parte de su historia el “imperialismo” norteamericano siguió la fuerza de su propia
inercia. Tanto su fuerza como su debilidad dependían más de su propio peso que de su proyecto
político. Más que referirse a una visión a largo plazo o a una propuesta de civilización, los Estados
Unidos eransimplemente “el país más mercantil y más materialista, en la época más mercantilista y
más materialista de la historia”.[2] Si bien los Estados Unidos siempre han sido expansionistas, en
no pocos casos se han limitado a ocupar un vacío.
Llegada la era de la globalización los Estados Unidos no pueden no ser “imperialistas”. Su tamaño
y sus intereses les empujan a la posición de centro y de gendarme de esa dinámica global, a través
de una estrategia de “círculos concéntricos” de los cuáles el euroatlantismo es el primer círculo.
Una dinámica cuyo principal beneficiario no es (en contra de lo que pueda suponerse) el “pueblo
norteamericano”, sino una oligarquía cada vez más trasnacional y cada vez más globalizada.
¿El gendarme universal? Tras el fin de la guerra fría el imperialismo américano tomó la senda de la
desmesura. Desaparecida la URSS – señala el escritor francés Guillaume Faye– “los Estados
Unidos ya no se presentan como los líderes del “mundo libre” sino como los dirigentes y los
gendarmes del orden planetario; en principio en su propio provecho, y por automatismo también en
beneficio de las otras naciones más o menos sumidas en las tinieblas de la ignorancia”. Ese “nuevo
imperialismo americano” – continúa Faye – “es mucho más brutal y directo que el antiguo
imperialismo, pero también mucho más torpe, en cuanto está fundado en una sobreestimación de
sus fuerzas”.[3]
No siempre fue así. La guerra fría había conseguido embridar la desmesura norteamericana. Había
conseguido inocular cierta madurez en el cuerpo adolescente, constriñiéndolo en un corsé de
realismo político. Confrontada al frío teorema de la destrucción mutua asegurada, la “Ciudad en la
cima” hubo de contemporizar con las cínicas realidades de la política exterior, hubo de aceptar que
hay límites que no se pueden traspasar. Los conceptos de la ciencia de Hobbes y Maquiavelo,
cargados de pesimismo antropológico (equilibrio de poderes, esferas de influencia, interés nacional,
distinción entre política y moral) fueron recuperados, y una escuela autóctona de “realismo político”
– Niebuhr, Morgenthau, Kennan, Kissinger – ejerció de contrapeso a las siempre latentes
tentaciones mesiánicas. Pero el fin de la guerra fría acabó con todo eso. Llegó la era de la
hegemonía global, unipolar y sin cortapisas. La era de los neocon.
Los neocon: la secta y sus equívocos
No se puede entender la política exterior americana de las últimas décadas sin observar de cerca a
los neocon. Secta universitaria, movimiento de ideas, camarilla de gobierno, lobby belicista: el
“neoconservadurismo” es un fenómeno made in USA envuelto en una nebulosa de equívocos.
Muchas interpretaciones superficiales asimilan a los neocon con una derecha “a la ofensiva”, firme
en sus principios morales y políticos, defensora de la economía de mercado y de los valores
liberales de la “sociedad abierta” (con el brazo musculado de los Estados Unidos como garante de
los mismos). No es extraño que hayan sido celebrados como un maná ideológico por una derecha
europea sumida, desde hace décadas, en un tecnocratismo flácido y carente de ideas.[4] Suele
vincularse a los neocon con la influencia señera de Leo Strauss, un filósofo germano-judío de la
universidad de Chicago que, envuelto en un aura iniciática, dejó tras de sí una importante red de
discípulos. Pero la realidad es más compleja de lo que parece.
¿Son los neocon una corriente “de derecha”? La respuesta no es simple, en tanto las categorías
“derecha” e izquierda” encierran, en Europa y en América, significados diferentes. El término
“liberal” evoca en Estados Unidos a una izquierda defensora de mayor intervencionismo estatal, de
la extensión de los “derechos civiles” y de la adopción de políticas societales progresistas.
Originariamente los neocon procedían de esta atmósfera “liberal”, de la izquierda del Partido
Demócrata o incluso del marxismo. Pero se trataba de una izquierda que, al acentuar su carácter
libertario y “antitotalitario”, ponía el énfasis en la derrota del comunismo y en la extensión agresiva
de la democracia. Una defensa acérrima del “destino manifiesto” de los Estados Unidos que
desembocó, gradualmente, en una reacción frente al progresismo de los años 60 y sus derivas
pacifistas.[5]
Anticomunismo, idea de “rearme moral”; hegemonismo belicista; todos estos ingredientes – unidos
a la defensa de la economía liberal de mercado – cristalizaron en lo que pasó a llamarse
“neoconservadurismo”, que se revistió así de un aura “de derechas”. Pero si nos fijamos con detalle,
los valores vehiculados por los neocon son valores específicamente americanos; no asimilables sin
más a eso que en Europa –históricamente al menos– siempre se había entendido por “derecha”. Un
ejemplo claro es la cuestión de la identidad.
Los neocon exhiben una indiferencia casi completa hacia las precondiciones culturales y étnicas en
la creación de regímenes políticos. El intervencionismo neocon parte de la base teórica – inspirada
por Leo Strauss– de que “la construcción de gobiernos es un proceso abierto y racionalista”, porque
“todos los hijos de la Ilustración, convenientemente instruidos, deberían ser capaces de llevar a cabo
esta tarea constructivista, siempre que cuenten con el apoyo suficiente del gobierno o el ejército
americano”. Como señala el profesor norteamericano P. E. Gottfried “lo último que los seguidores
de Strauss dirían (o se preocuparían de decir) es que los órdenes constitucionales exitosos son la
expresión de naciones y culturas ya formadas”.[6] Para los neocon los sistemas políticos son
“constructos” u operaciones de ingeniería social. Una perspectiva muy poco conservadora y sí
bastante “revolucionaria”.
Otro de los equívocos que identifican a los neocon con la “derecha” (o con la “extrema derecha”)
son sus anatemas contra el “relativismo” izquierdista, contra el “progresismo vulgar” y sus ataques
a los valores conservadores, contra la idea de que “todo vale” y no hay verdades absolutas. Los
neocon, por el contrario, se sitúan en una defensa cerrada de los “valores” occidentales, de la moral
objetiva, de la idea del “Bien”. Unas posiciones que dejan traslucir la influencia de Leo Strauss, un
pensador en quien la izquierda vigilante–en su celo antifascista – denuncia, por sus afinidades con
Carl Schmitt, supuestos resabios filonazis.[7]
En realidad, no hay nada de eso. Leo Strauss, ciertamente, se presentaba como un “conservador” en
cuanto era un defensor de la filosofía política de la antigüedad clásica. En esa línea propugnaba una
forzada interpretación “antimoderna” de la revolución americana: los principios liberales y
democráticos de 1787 serían, según él, una “restauración” del mensaje de los “antiguos”. Frente al
relativismo progresista – que allana el camino de la tiranía – los principios fundadores de América
son, para Strauss, la mejor defensa de la libertad y del “Bien”. Se trataba de un argumento muy
adecuado para la guerra fría, con Estados Unidos como defensor del “mundo libre”. Lo que ocurre
es que esos “valores” a los que se refería Strauss– y por ende los “valores” propugnados por sus
seguidores neocon – se reducen en la práctica a un aspecto: a la defensa e imposición – por la fuerza
si es necesario– de una idea monolítica de libertad y democracia: la propugnada por Estados
Unidos.
La guerra como pedagogía
En su versión americana, la “democracia” se identifica con el capitalismo. Y para asegurar la
democracia y el capitalismo en América es preciso, según los seguidores de Strauss, asegurarlas
también en todo el mundo. En un célebre ensayo, el intelectual neocon Allan Bloom saludaba a las
guerras norteamericanas como un “experimento educativo”.[8] ¿Puede esto considerarse una
muestra de “derechismo”?
Más bien lo contrario. La celebración de las virtudes pedagógicas de la guerra, lejos de ser una
cualidad “conservadora” o “de derechas”, entronca más bien con el “militarismo progresista” (P.E.
Gottfried) que caracterizaba al jacobinismo francés o al comunismo en su fase expansiva: la guerra
hecha con la buena conciencia de los redentores de la humanidad. Un programa revolucionario que
del pasado aspira a hacer “tabla rasa”, y que concuerda además con los orígenes trotskistas de
muchos publicistas neocon. ¿Explicación en clave freudiana de esta corriente de ideas?
Lejos de ser una doctrina “de derechas”, lo que los neocon vehiculan es el mesianismo de la
“Ciudad en la cima”; una reedición del celo misionario de la era de Wilson con su cruzada por la
democracia universal. Y en eso los neocon coinciden con otras corrientes típicamentes americanas,
tales como los neoliberales y los anarcocapitalistas libertarios. “De forma paradójica – escribe F.J.
Fernández-Cruz – la reacción contra la contracultura progresista de los sesenta surgió de la misma
extrema izquierda americana, la que había provocado los radicales cambios sociales de esa década”.
[9]
En sus delirios democrático-imperialistas, los neocon rompen con una genuina tradición
conservadora americana: la que se situaba en la teoría “realista” de las relaciones internacionales,
que tanta presencia tuvo en la política exterior de la guerra fría. Y también rompen con la tradición
aislacionista que, en la línea del testamento de George Washington, recomendaba el alejamiento de
los asuntos europeos como mejor salvaguarda de los intereses nacionales norteamericanos.[10]
Brutalidad y angelismo
Normalmente se identifica a los neocon con el ala derecha del Partido Republicano. Lo cuál es
inexacto. Si bien es cierto que su momento de gloria coincidió con la era de George Bush, los
neocon son una corriente transversal que defiende intereses comunes a todo el establishment. Sus
ideas han permeado hasta convertirse en sistémicas. Su fórmula básica no es muy sofisticada, que
digamos. En realidad su máxima aportación consiste en poner un “estilo de derechas” (retórica
belicista y fanfarria patriótica) al servicio de un programa progresista: democratización forzosa,
implantación de la doctrina americana de los derechos humanos, liberación de las mujeres en las
sociedades patriarcales, extensión de los “derechos civiles” americanos a los países del tercer
mundo, introducción de ingenierías “societales” (ideología de género, reivindicaciones “gay”), etc.
Un paquete ideológico posmoderno cuya función es legitimar la hegemonía de la nación elegida, así
como justificar las brutalidades necesarias.[11]
La justificación y reivindicación de la fuerza es la espina dorsal, el “núcleo duro” del
neoconservadurismo americano. La fuerza como ley suprema, por encima de escrúpulos jurídicos y
consideraciones de derecho internacional. Es la reivindicación de un ethos pagano, pero al servicio
de un objetivo moralista. Algo que el periodista Robert D. Kaplan expone cándidamente: “Estados
Unidos no es nada sin su democracia; es la patria de la libertad, más que de la sangre. Pero para
depositar juiciosamente sus semillas democráticas en el ancho mundo, está obligada a aplicar
ideales que, aunque no necesariamente democráticos, son dignos de tener en cuenta”.[12]
Los neocon, a su manera, se consideran realistas. Y redescubren entusiasmados las reglas de la
política de poder: el “viejo mundo” de Tucídides, de Polibio, de Maquiavelo, de Hobbes y de
Richelieu. Pero en su mesianismo incurren en la máxima falta contra la que prevenían los antiguos:
la desmesura. “Los nuevos dirigentes americanos – escribe Guillaume Faye – redescubren las viejas
doctrinas imperiales del realismo y de la potencia de la antigua Europa. Las redescubren
ingenuamente, como los niños grandes que son. Pero en el fondo, no las comprenden. Procedentes
de sectas bíblicas protestantes, los neocon no tienen ni la inteligencia histórica ni la perspicacia
estratégica de ese pueblo judío que ellos tanto admiran, al que quieren proteger a toda costa y del
cuál se consideran los sucesores mesiánicos”.[13]
El problema de los neocon – continúa Faye – es “su imaginario superficial y audiovisual”, más
apropiado para un guión de Hollywood que para un proyecto político. Los neocon reclaman cartas
de nobleza intelectual al situarse en la estela de Leo Strauss, pero carecen de la sutileza y
profundidad de su maestro. Más que una teoría del imperio, lo suyo es un híbrido, un patchwork.
Los neocon picotean aquí y allá fragmentos de teorías antiguas, medievales y modernas, para
refundirlas en la idea de predestinación moral de Norteamérica. Por eso son simultáneamente
pragmáticos e idealistas, cínicos y moralistas, neo-autárquicos y liberales, admiradores de Bismarck
y de Thomas Payne. Por eso aúnan el angelismo de los fines con la brutalidad en los médios. Como
aluvión de elementos descontextualizados, los neocon son un fenómeno específicamente
norteamericano. Y como tal, grotesco.
Una estela de juguetes rotos
Por sus obras los conoceréis. Irak, Afganistán, Kosovo, Libia, Siria, Ucrania. Europa recoge los
frutos de las quimeras neocon. La destrucción de los régimenes árabes laicos, la promoción del
wahabismo, la “fabricación” de Bin Laden y de Al Qaeda, la extensión del islamismo en el Cáucaso
y los Balcanes, el surgimiento del “Estado Islámico” (Isis), el azote global del terrorismo:
fenómenos todos ellos relacionados – directa o indirectamente – con las políticas americanas en
Asia Menor y Oriente Medio. Los intentos de desestabilización del espacio exsoviético – vía las
caricaturas de revolución financiadas por el especulador Soros – se saldaron a partir de 2014 con
una guerra civil en el corazón de Europa. Y la destrucción de Siria –fomentada por la enemistad
norteamericana hacia el régimen laico de Damasco– condujo a partir de 2015 a la mayor crisis de
refugiados que Europa haya conocido tras la segunda guerra mundial. Desde Irak, desde Libia,
desde Afganistán, desde Pakistán, los damnificados por las estrategias del Imperio ponen rumbo a
Europa. Y en un gigantesco “efecto llamada”, millones de migrantes del tercer mundo se unen a
ellos…
Entre Europa y América se abre un abismo. La divergencia de objetivos y la oposición de intereses
son crecientes. Pero la necesaria “desconexión” está muy lejos de producirse. Prisionera de su
impotencia, encerrada en el dogma euratlántico, Europa sigue a Washington en una fuga hacia
adelante que parece no tener fin. Porque para la política exterior norteamericana lo importante es no
detenerse nunca. Un hiperactivismo frenético que, unido a la incapacidad de comprender lo que los
otros realmente quieren (así, los intentos de transformar países musulmanes en “democracias”), sólo
puede conducir a resultados calamitosos. La inmadurez genera conductas bipolares: alternancia de
optimismo (confianza en las “guerras de ordenador” con miles de víctimas en el adversario y cero
en el propio) y desilusión y abandono (cuando los medios materiales se ven impotentes ante una
voluntad más fuerte). Mal que les pese a los gurús neocon, la estrategia americana no refleja la
audacia de Aquiles y la sabiduría de Plutarco, sino la impaciencia de un niño que va dejando tras de
sí una estela de juguetes rotos.
¿Decadencia de los Estados Unidos? ¿Ruina del Imperio americano? La ambición americana de
modelar un mundo a su hechura está abocada, por su desmesura, a continuos fracasos. Pero
conviene no engañarse. Las decadencias pueden prolongarse durante décadas o incluso siglos. Los
efectos de las intervenciones norteamericanas podrán ser calamitosos, pero lo son ante todo para los
países que directamente las padecen; no para los Estados Unidos. “La letanía de los fracasos
norteamericanos – señala el economista Hervé Juvin – tanto en Afganistán como en Irak, tanto en
Libia como en Siria, sólo tiene sentido para quien considere que el orden y la paz civil son bienes
públicos mayores (por ejemplo: 82% de los jóvenes irakís estaban escolarizados con Saddam
Hussein, frente al 50% en 2014; y el derecho a la vivienda estaba asegurado para todos los libios
con Gadafi). Pero para quien considere que un régimen sólo es legítimo si sirve al interés nacional
americano, estos fracasos sólo son relativos o temporales (…) Cuatro o cinco países musulmanes,
todos ellos hostiles al imperio americano, han desaparecido del mapa”…[14]
El pensamiento cipayo de la euratlántida podrá congratularse de las victorias de la “democracia” y
los “derechos humanos”, pero todos saben que la factura de esas “victorias” las paga Europa. El
Estado islámico, la invasión migratoria, la guerra civil en Ucrania y la fractura del continente en una
nueva “guerra fría” son pruebas fehacientes de ello. Y por mucho que se empeñen los vaticinios
“decadentistas”, los Estados Unidos continuarán siendo, seguramente por mucho tiempo, la única
superpotencia global, el principal actor geopolítico y geoeconómico del mundo.
Pero el imperio americano no es una pax augusta. No es un orden superior que garantice el
equilibrio y la armonía. El imperio americano es un orden crispado, espasmódico, hiperactivo. Es
un imperio que expande el caos, lo gestiona y se alimenta del mismo.
Buscando enemigos desesperadamente
En la Europa moderna no hay lugar para los Estados nacionales homogéneos. Eso fue una idea del
siglo XIX. Nosotros vamos a impulsar el multiculturalismo, y vamos a crear Estados multiétnicos.
GENERAL WESLEY CLARK, Comandante de las fuerzas de la OTAN durante el bombardeo de
Serbia (1999)
Vivimos todavía en un mundo de Estados-naciones. Pero el Estado-nación es un vestigio a
extinguir, al menos en el occidente americanizado. Si bien un cierto patriotismo minimalista es
todavía tolerado – como anacronismo ceremonial o residuo pintoresco– hacer la apología de la
Nación supone situarse fuera de la humanidad. Porque “nación” equivale a exclusión, a xenofobia, a
intolerancia y a guerra. Su corolario “el pueblo” también es sospechoso. Demasiado “populista”.
Mejor hablar de “ciudadanos”. O mejor todavía decir “gente.”
Los Estados-nación proceden de otra época. Son productos de la modernidad “sólida”, esto es, de
un mundo de formas sociales estables, reconocibles, duraderas en el tiempo. Pero nos encontramos
en los “tiempos líquidos” (Zygmunt Bauman): en una “sociedad abierta” modelada por formas que
se descomponen y mutan en flujo incesante, más alla del control o la comprensión de los
individuos. Es la época de la multiplicación de los espacios estratégicos: el espacio, el Internet, la
biotecnología, la finanza, el soft power cultural, la religión, el terrorismo. Un escenario de amenazas
imprecisas y de miedos dispersos, en el que las poblaciones se ven “expuestas” ante fuerzas
desterritorializadas y globales. Retomando a Bauman, el periodista brasileño Pepe Escobar acuñó
hace años el término de “guerra líquida”, que se define como aquella que, “más allá de los
conflictos políticos y estratégicos, tiende hacia la destrucción de las culturas singulares y de todo lo
que sea capaz de resistir a la globalización. Su escenario óptimo es el genocidio antropológico”.[15]
Nos prometíamos una globalización “feliz”. Pero ésta se parece, cada vez más, a la ley de la jungla.
La ruptura del vínculo social (el “sálvese quien pueda” neoliberal) corroe desde dentro a unos
Estados-nación que, de cara al exterior, han perdido el control sobre unas amenazas que los
sobrepasan. Pero no hay apocalipsis en Globalistán, sólo “bussines as usual”. Las turbulencias son
incidencias de recorrido susceptibles de ser controladas o graduadas a perpetuidad, sin que
degeneren en catástrofe. Se trata, ante todo –añade Pepe Escobar – de una “cuestión técnica”: cómo
gestionar el caos. O cómo orientarlo en función de objetivos predeterminados.
Primer objetivo de los Estados Unidos: prevenir la integración de la masa continental eurasiática.
Un escenario-pesadilla que, de producirse, desplazaría a Norteamérica de su posición hegemónica.
Casi todas las subtramas de la estrategia estadounidense responden a ese fin: la nueva guerra fría en
Europa (crisis y guerra en Ucrania), la contención de China, la transformación de Europa en
“euratlántida” (con el doble cerrojo de una OTAN globalizada y el Tratado de Libre Comercio
TTIP), la disrupción de la integración energética entre Europa y Rusia. La ofensiva en Oriente
Medio se explica también en este registro: demolición de los regímenes laicos hostiles a
Washington, promoción del islamismo radical, destrucción de Siria (aliado de Rusia en la región) y
cerco a Irán. El control de las fuentes energéticas de Asia Central y el apoyo a los intereses
estratégicos de Israel son objetivos complementarios. El multimillonario complejo militar-industrial
americano necesita justificar su existencia. Se buscan enemigos desesperadamente.[16]
El axioma “divide y vencerás” se ve corregido y aumentado por el Imperio del Caos.
La guerra de mañana
La “guerra líquida” es la guerra de mañana. Una guerra sin fin que se deapliega en multitud de
espacios estratégicos. Estados Unidos lleva la iniciativa en todos: en el ciberespacio, en los
mercados de deuda, en el control de la alimentación (financiarización de la agricultura,
transgénicos), en el Internet, en la producción de “narrativas” (storytelling). Sin olvidar los
tradicionales recursos de la “guerra caliente” (bombardeos e invasiones democratizadoras).
Estados Unidos es el gestor y el garante de la globalización. Las culturas arraigadas y los Estados-
nación son conminados a “abrirse”, deshomogeneizarse, mezclarse y diluirse en la nueva realidad
de los “tiempos líquidos”. Frente a la “sociedad civil” (ONGs) y las Organizaciones Internacionales
(investidas de ontológica superioridad moral), los Estados-nación son, por definición, siempre
sospechosos (salvo los Estados Unidos en su papel de defensor del Bien). Consecuentemente la
política – ese instrumento de los Estados para decidir por sí mismos y para sí mismos – debe ceder
el paso a la gobernanza.
Surgida en el lenguaje americano de los negocios, la expresión “buena gobernanza” vehicula ese
odio a la política y esa obsesión moralista que son consustanciales a la ideología norteamericana.
La “buena gobernanza” implica la sustitución de la política por el management; la sumisión de los
Estados a los requerimientos de las instituciones internacionales; la adopción, en último término, de
los principios y valores difundidos por los centros de influencia americanos. El imperativo de
“buena gobernanza” y la asunción de principios y valores made in USA – envueltos en la coartada
de los “derechos humanos” – se configuran hoy como los peajes de acceso a la respetabilidad
internacional. Más allá del mundo aseptizado de la gobernanza se encuentran los “Estados fallidos”
(Failed States), los “Estados gamberros” (Rogue States) y las fuerzas del Mal.
Bajo el liderazgo americano, Occidente prosigue su secular misión civilizadora: globalizar a los
Estados-nación que se le resisten – en Eurasia, en África, en Iberoamérica y en el mundo árabe – y
convertirlos en tierra de “gobernanza”. Aunque haya primero que desguazarlos en el Imperio del
Caos.

[1] Giorgio Locchi (Hans Jürgen-Nigra): Il etait une fois L’Amérique, en “Nouvelle École” 27-28,
automne-hiver 1975; Constanzo Preve: La Quatrième Guerre Mondiale. Astrée 2013.
[2] Giorgio Locchi, Obra citada, pag. 84.
[3] Guillaume Faye, Le coup d’Etat Mondial. Essai sur le Nouvel Impérialime Américain. Éditions
de L’Aencre 2004, pags. 9 y 10.
[4] Un ejemplo claro es el caso del “Partido Popular” español, cuyas terminales de pensamiento
recurrieron al expediente de importar el discurso neocon – envuelto en un atlantismo servil – en un
patético intento de remediar su anemia ideológica. El intento alcanzó su cénit en la fase
“sincomplejista” de los gobiernos de José María Aznar. Una muestra más del desvalimiento
intelectual de la derecha española (otros hallazgos filosóficos de la época fueron: la importación del
“patriotismo constitucional” de Habermas, o el “descubrimiento” de Manuel Azaña como precursor
intelectual del centro-derecha).
[5] Entre las figuras más conocidas de la órbita neocon destacan, en el ámbito intelectual: Irving
Kristol, Norman Podhorez, Donald Kagan, Seymour Martin Lipset, Francis Fukuyama, Allan
Bloom, Harry Jaffa, Harvey Mansfield, William Kristol, Robert Kagan. Entre los políticos: Dick
Cheney (Vicepresidente con George Bush), Donald Rumsfeld (Secretario de Defensa de George
Bush), Paul Wolfowitz (Secretario de Defensa Adjunto con Dick Cheney), Richard Perle (Asesor
del Pentágono), Paul Bremmer (Gobernador de Irak tras la invasión), Victoria Nuland
(Vicesecretaria de Estado con Obama, impulsora del golpe de Estado en Ucrania 2014).
[6] Paul Edward Gottfried: Leo Strauss and the Conservative Movement in America, a Critical
Appraisal. Cambridge University Press 2012, pgas 3-4.
[7] Shadia B. Drury: Leo Strauss and the American Right (St. Martin Press 1999), y The political
ideas of Leo Straus (Palgrave Macmillan 2005). Estas obras son de referencia para un análisis de
Leo Strauss desde una óptica de izquierdas.
[8] Allan Bloom, The closing of American Mind.
Sobre la “reivindicación” de los filósofos clásicos por Leo Strauss, señala el profesor P. E.
Gottfried: “Hay algo extraño en esta contradicción que consiste en preferir a los Antiguos frente a la
Ilustración, al tiempo que que se hace un llamamiento al culto masivo de un proyecto ilustrado.
Pero esta contradicción tiene varias explicaciones. En primer lugar, la interpretación straussiana de
los “Antiguos” no es tan “antimoderna” como se considera. La hermenéutica racionalista y a la
posibilidad de las lecturas esotéricas de textos – defendida por el sistema straussiano – permitía a
Strauss a tratar a autores muertos hace siglos como a filósofos contemporáneos”. Paul Edward
Gottfried, Leo Strauss and the Conservative Movement in America. A Critical Appraisal.
Cambridge University Press 2012, pag. 128.
[9] Francisco José Fernández-Cruz Sequera, Ayn Rand y Leo Strauss, el capitalismo, sus tiranos y
sus dioses. Editorial Eas 2015, pag. 112.
[10] La “escuela realista” norteamericana de política exterior entroncaba con la tradición
conservadora europa en la línea de Edmund Burke. Su máximo exponente, Hans Morgenthau,
alertaba a los americanos contra la maldición de “intentar extender al mundo entero la bendición de
su propio sistema político”, porque “ninguna nación, por muy virtuosa y fuerte que sea, podrá tener
jamás la misión de formar el mundo a su imagen y semejanza”. Paul Gottfried, Les deux écoles de
la politique extérieure américaine: “Straussiens” et “Réalistes”. http://be.altermedia.info
[11] Muy significativamente, en el contexto de las elecciones presidenciales de 2016, todas las
principales figuras neocon han repudiado a Donald Trump y expresado su preferencia por Hillary
Clinton.
[12] Robert D. Kaplan, Warrior politics. Why Leadership Demands a Pagan Ethos. Random House
2002.
[13] Guillaume Faye, Le coup d’Etat Mondial. Essai sur le Nouvel Impérialime Américain. Éditions
de L’Aencre 2004, pags. 9 y 10.
[14] Hervé Juvin, Le mur de L’Ouest n’est pas tombé. Pierre Guillaume de Roux 2015, pag. 41.
[15] Pepe Escobar, Globalistan. How the Globalized World is dissolving into liquid war. Nimble
Books LLC. Kindle Edition.
[16] ¿Con qué consecuencias? “Desde su visión de confrontación– señala el profesor Augusto
Zamora R. –Estados Unidos sateliza a Europa y la lleva a crear una cortina de hierro militar en
torno a Rusia. Aunque ya no existe la URSS, la OTAN sigue expandiéndose y, con ello, arriesga
provocar una nueva guerra, que puede ser termonuclear. Esos viejos reflejos condicionados de
políticas imperialistas llevaron a Europa, entre 1999 y 2011, a una serie de guerras de agresión
tardoimperialistas, que destruyeron regiones enteras y hoy son causa de la tragedia de los refugiados
y la expansión del terrorismo islamista. destruyeron regiones enteras y hoy son causa de la tragedia
de los refugiados y la expansión del terrorismo islamista”. (Augusto Zamora R: Algo más que vieja
y nueva política. El Mundo, 23 de junio 2016).

En el año 1930 un autor norteamericano recibía por primera vez el Premio Nóbel de literatura. En
su novela “Babbit” – la obra que determinó la decisión del jurado sueco – el escritor Sinclair Lewis
describía, en tonos satíricos, a un hombre de negocios que encarnaba los ideales de la clase media
de su país: trabajo, conformismo, más dinero y más bienes de consumo. Lo que Lewis anunciaba
era el triunfo de un prototipo humano: el héroe de la venta a plazos y de la caja registradora. Y con
él apuntaba al núcleo de la ideología norteamericana: a la salvación por la mediocridad.
¿Puede el arte de vender sustituir al arte de gobernar? ¿Puede el comercio aportar la solución a los
problemas de la humanidad?
“Inspirados por la idea de que sois americanos y estáis destinados a llevar la libertad y la justicia y
los principios de la humanidad a donde quiera que vayáis, id y vended aquellos productos que harán
del mundo un lugar más cómodo y feliz, y convertidlo a los principios de América”. Así se
expresaba en julio de 1916 el Presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, ante una convención
de vendedores en Detroit. En esta alocución – en la que resuenan ecos de la guerra mundial en
curso– Wilson ofrecía una aportación a la ciencia política: “en este mundo, la gran barrera no es la
barrera de los principios sino la del gusto (…) Dado que ciertas clases de la sociedad consideran
desagradables a otras clases –debido a su pobre vestimenta, su suciedad y otros hábitos groseros–
no desean confraternizar con ellas y las mantienen a distancia, por lo que resulta imposible que unas
beneficien a las otras”. Lo que Wilson expresaba con estas palabras – señala la historiadora Victoria
De Grazia – es que “el conflicto surge no de la ideología o de la política, sino de la incomprensión
generada por la diferencia de formas de vida. Era por esa razón que el arte de vender podía resultar
de utilidad al arte de gobernar”. En resumen: la paz podía llegar a través de una homogeneización
general del gusto. O lo que es lo mismo, por la instauración de una civilización universal de
consumo masivo.
El poder redentor de la mercancía; una idea que forma parte de “una noción de democracia
particularmente estadounidense: la democracia es el producto de tener hábitos en común y no el
resultado de una misma posición económica, o de la libertad de elegir entre alternativas
rebuscadas”. Para ello no se trataba únicamente de traficar con mercancías; también era necesario
“traficar con valores”. La finalidad de todo esto, aparte de buscar beneficios, era la de “derribar las
barreras del gusto” a las que se consideraba culpables de “provocar repulsión, desconfianza y
confrontaciones”. Las barreras inmateriales –la distancia mental generada por las diferentes culturas
o formas de ver la vida – se consideran así más perjudiciales que las barreras económicas. Para la
cosmovisión americana el objetivo es la estandarización general de los estilos de vida, lo que sólo
se consigue potenciando los niveles más elementales de las apetencias humanas. Con un corolario
final: la “conquista pacífica del mundo” por los Estados Unidos.[1]
Un modelo único de cultura de masas. Con varios efectos colaterales: la demolición de la idea de
aristocracia – en cuanto ésta depende de un pathos de la distancia –; la abolición del respeto – en
cuanto éste supone una mirada distanciada –; y la extinción del decoro, en cuanto éste depende de la
distancia y del respeto. La sociedad del espectáculo es una sociedad sin respeto. La sociedad del
exhibicionismo es una sociedad sin decoro.
América cumpliría con creces las exhortaciones del Presidente Wilson. Como lo demuestra el flujo
incesante de vulgaridad que, a partir de entonces, los Estados Unidos no cesan de vertir sobre el
mundo.
Un universo en chancletas
“No hay nada de bravo, de caballeresco, de heroíco ni de magnánimo en nuestra actitud (…) El
soñador de sueños no utilitarios no tiene sitio en este mundo. En él está prohibido todo lo no hecho
para ser comprado y vendido, ya sea en el ámbito de los objetos, de las ideas, de los principios, de
las esperanzas o de los sueños. En ese mundo el poeta es un anatema, el pensador un imbécil, el
artista un prófugo, el visionario un criminal”.
HENRY MILLER, Un Paraíso de Aire Acondicionado
En el cine americano no es infrecuente que los malvados presenten rasgos del “viejo mundo”. Por
ejemplo, los de “un aristócrata sutil y amanerado” cuyos proyectos terminan siempre fracasando de
forma lamentable. O los de un individuo de gustos culturales clásicos y dialéctica sofisticada,
reveladora de una educación esmerada. Los héroes, por el contrario, suelen ser tipos simples y
banales que resuelven situaciones a base de temeridad y fuerza bruta, destacando más por sus
músculos que por sus maneras o inquietudes intelectuales. ¿Rutina narrativa o expresión de una
visión del mundo? [2]
El odio a la aristocracia es un atributo congénito de la ideología americana. Pero ¿qué es el
aristocratismo? Más que un estatus social, éste puede definirse como una cualidad del alma, como
“una atribución de valor a aquello que, en sentido estricto, no tiene precio” (Giorgio Locchi). De la
sensibilidad aristocrática se derivan cualidades como “la cortesía, la distancia, el sentido de las
jerarquías, el sentido de la grandeza; en breve, todo aquello que imprime calidad a la vida y que es
inapreciable en América, porque es inapreciable cuantitativamente y por lo tanto no sirve para
nada”.[3]
Decía Nietzsche que el instinto aristocrático se expresa en un deseo siempre renovado de aumentar
las distancias, incluso en el interior de la propia alma.[4] La idea es que el hombre pueda siempre
observarse a sí mismo, y ello según una disciplina interna que responde a una convicción: el estilo
es el hombre. Ninguna otra civilización como la americana ha hecho tanto – a lo largo de tan corta
historia – para abolir las distancias.
Espontaneidad, simpatía, claridad. Un trato familiar, franco, directo. Un estilo casual, relajado,
easy-going. Huir de la solemnidad, jugar con el humor, ir a lo concreto. Evitar el formalismo,
aborrecer a los “pedantes”. One-worldism y togetherness. Todos iguales. Un universo en chancletas.
Para qué entretenerse en maneras ceremoniosas, para qué andar con rodeos. El americano es un tipo
práctico. De ahí se deriva también su antiintelectualismo, porque la condición simplificada del
ciudadano ideal abomina de saberes elitistas, propios de gente de poco fiar. Además, ¿para qué
mariposear con las ideas, si ya tenemos a los teleevangelistas y sus verdades elementales? “La
especulación y el juego con las ideas – escribe Vicente Verdú – se tienen por una pasión europea
que conduce al declive (…) Lo arduo de digerir es la estirpe del intelectual a la europea que flirtea
con las ideas sin que se conozca el beneficio real de su hacer”.[5] Por eso en América se prefiere al
experto con objetivos asignados, resultados tabulados, cuentas rendidas. El tiempo es oro.
Pero la cultura suele ser producto del ocio y no del negocio. De ahí las dificultades de los
americanos para generar una cultura autóctona y no importada, una cultura genuina y no de
simulacro. La civilización americana, tan rica en medios materiales, es monstruosamente inestética
(Louis Rougier); una cultura patchwork sin sedimentación ni armonía. Y en eso es esencialmente
posmoderna. La cultura americana es ante todo entertainement, pop culture, no en el sentido de
“popular” sino en el sentido de masiva. No en vano los Estados Unidos surgen del repudio de una
Europa saturada de civilización y de cultura; de una vuelta a la naturaleza; de un retorno a lo
primitivo.
Una máquina de aculturación
“El rap forma parte de nuestra cultura urbana”.
Así se expresaba en febrero de 2013 el Ministro del Interior francés, Enmanuel Valls, durante una
interpelación sobre los grupos de música rap y sus virulentos mensajes antifranceses. Cuestión de
“cultura” pues. Impensable interferir en la “creatividad” de las banlieux. La actitud de las
autoridades se limitaría – precisaba Valls– a mantener la vigilancia sobre las expresiones “agresivas
o insultantes” contra la República y sus símbolos.[6]
Más allá de la anécdota, la polémica sobre el rap es reveladora de un trasfondo sociológico. En
primer lugar, es sintomática del desparrame del concepto de “cultura”. Hoy todo es “cultura” y
vivimos anegados en “culturas”. En segundo lugar, pone de manifiesto que la cultura “contestataria”
– en la que el rap pone la versión “gangsta–golden boy”– es un vehículo de la corrección política:
inmigracionismo, apología del mestizaje, mundialismo y lucha contra el “Mal” (asimilado a los
“valores conservadores”, al racismo y al “fascismo”). En tercer lugar, la cooptación del rap por el
establishment mediático-cultural demuestra que la ideología hegemónica cabalga a lomos de la
americanización de los espíritus.
¿Cultura urbana? ¿Cultura joven? ¿Cultura underground? Decía Carlos Marx que sólo hay una
cultura posible: la de la clase dominante (la de la burguesía, en su época). Podemos adaptar esa idea
a las condiciones actuales. Hoy sólo hay una cultura posible: la del neoliberalismo. Y la de sus
beneficiarios: las elites transnacionales globalizadas.[7]Resulta notable ver cómo la imposición de
la cultura globalizada –y la erradicación de las culturas populares y autóctonas– es un proceso casi
siempre impulsado por la izquierda intelectual y política. En el ejemplo que nos ocupa, la
consagración cultural del rap vino de la mano, en la Francia de los años 1980, del sumo sacerdotiso
de la “izquierda caviar”: el Ministro de Cultura Jack Lang, uno de los personajes que más han hecho
por americanizar la cultura francesa. La “cultura del rap” en los barrios de mayoría magrebí y
africana reproduce, en el corazón de Europa, el imaginario de los guetos americanos: la
complacencia en la marginalidad, el odio a la cultura “opresora”, la exaltación de la violencia. A
medida que el modelo americano se expande, la cultura del desarraigo se extiende sobre el resto del
mundo. [8]
El americanismo es una máquina de aculturación. Y la izquierda progresista es su compañera de
viaje. Lo cuál obedece unalógica profunda que el filósofo Jean-Claude Michéa retrata muy bien en
su libro “El Aprendizaje de la Ignorancia”: “por una de esas astucias en las que la razón mercantil
es visiblemente pródiga, la abolición de todos los obstáculos culturales al poder sin réplica de la
Economía se encuentra paradójicamente presentado como el primer deber de la revolución
anticapitalista”.[9] Anticapitalista de corazón, la izquierda cultural es americanista de facto.
Sabido es que, desde la revolución liberal-libertaria de 1968, la izquierda ha elevado los derechos
de la bragueta al pináculo de las conquistas humanas. Pero como ocurre que, donde mejor
garantizados están estos derechos es precisamente en el orden liberal-capitalista, los intelectuales de
la clase dominante (mayoritariamente “de izquierdas”) lavan su mala conciencia confiando en que
existe “una manera romántica de expropiar la plusvalía”.[10] El imaginario antisistema,
contestatario y lumpen excita las fantasías anticapitalistas de la izquierda y prepara el camino hacia
la cultura del desarraigo. Es decir, hacia la americanización del mundo.
Americanismo y entetanimiemto
El neoliberalismo ofrece una promesa de movilidad social infinita. Y una abundancia tangible de
empleos Mcdonald. En el idiolecto de las escuelas de negocio anglosajonas la precarización total de
las condiciones laborales adopta una terminología mirífica (desregulación, flexibilización,
innovación, creatividad, adaptabilidad, polivalencia, resilencia, minijobs) que camufla una cruda
realidad: en el mundo que viene gran parte de la población en edad laboral será, desde una lógica
neoliberal, prescindible o excedente. Lo que planteará un problema de gobernabilidad: ¿qué hacer
con esta gran masa de población sobrante?
Es conocida la reunión organizada en 1995 por la “Fundación Gorbachov” en el Hotel Fairmont de
San Francisco, en la que quinientas personalidades de todo el mundo se reunieron para hablar sobre
las perspectivas de la civilización capitalista. Y es célebre sobre todo por la receta que Zbigniew
Brzezinski propuso a los asistentes: tittytainement (algo así como “entetanimiento”). Se refería el
fundador de la Comisión Trilateral a “un cocktail de ocio embrutecedor y de alimentación suficiente
para mantener de buen humor a la población frustrada del planeta”.[11] Misión cumplida: el
Tittytainement es hoy la cultura-mundo de la globalización.
En su obra citada, Jean-Claude Michéa señala que el hallazgo de Brzezinski da alguna pista sobre la
misión que las élites de la globalización asignan al futuro de la escuela. Para la formación de su
“clase de tropa” el Capital favorece un “saber utilitario y de naturaleza algorítmica” (saberes
desechables, básicamente) que pueden ser adquiridos de manera deslocalizada y en el propio
ordenador. Ni que decir tiene: innecesaria resulta la cultura clásica. Mucho menos el dominio del
sentido de la lengua o el fomento de la inteligencia crítica. Al fin y al cabo, el “mundo de mañana”
– el que prepara Silicon Valley– tampoco tiene mucho que hacer con la “cultura del libro”. La nueva
pedagogía – con su énfasis en la “participación” y en la “espontaneidad”, más que en la transmisión
de saberes – contribuye a transformar la escuela en una guardería. El festivismo globalizado – el
mundo de la MTV y de las series, de los realities y de las celebrities,de las Pride y los Halloween, –
ilumina las neuronas de los futuros consumidores de “marcas”. Y una fofa “educación para la
ciudadanía” disemina la moralina del sistema.
Pero algo diferente es la formación de las auténticas élites. Cuando se trata de producir resultados
reales, el Capital no bromea.
El sueño americano de movilidad social infinita es una perfecta falacia. La filosofía cool del “Just
do it” – el eslogan comercial de la firma Nike – exalta un sistema que, supuestamente, siempre
recompensa a los emprendedores. Pero los hechos dicen exactamente lo contrario: la movilidad
social en los Estados Unidos es mucho menor a comienzos del siglo XXI que medio siglo antes.[12]
Los escalones superiores del mundo de la industria, de los negocios y la administración se reclutan,
más que nunca, entre un pequeño número de instituciones de elite: las que proporcionan los títulos y
los contactos necesarios. Los buenos estudios superiores son demasiado costosos y prohibitivos
para la mayoría de la población. “Un buen MBA de Harvard, Standfor, Wharton o el INSEAD es
indispensable para comenzar a soñar con llegar a las alturas”.[13]
Unas alturas en las que Homo Festivus – diplomado en la escuela de la ignorancia– ni está ni se le
espera. Lo suyo es acumular amigos en las redes sociales o chapotear en el entetanimiento. La
americanización de las neuronas se encarga de ello.
Kits de vida
¿Por qué hay jóvenes occidentales que viajan a Siria y a Irak para convertirse en yihadistas? ¿Por
qué muchos europeos de origen, en un número creciente, se convierten al Islam? Horror vacui. Al
igual que la naturaleza, el espíritu humano aborrece el vacío. En un sistema donde los polos de
referencia se han hundido, es comprensible que muchos busquen la solidez de lo que se presenta
como una gran familia, y que se aferren a aquello que el consumismo no puede proporcionar:
razones para vivir y razones para morir.
Se buscan “kits de vida”. En un mundo hiperconectado – pero en lo afectivo cada vez más aislado–
muchos intentan rehumanizar su existencia, darle un sentido. Y eso abre todo un mercado. La
nebulosa “new age” – un recliclado del movimiento contracultural americano de los años 1960– se
sitúa a la cabeza de una espiritualidad de bazar, idónea para la sociedad de consumo. Una
“religiosidad de segundo orden” (O. Spengler) que el escritor Pascal Bruckner retrata a la
perfección: “una espiritualidad pop, un feliz salmigondis de kabala, de hinduismo, de budismo, de
chamanismo, que debe proporcionar a las personalidades estresadas el suplemento de alma que
conviene a su ambición. Homo globalis quiere ser a la vez Sidartha y Bill Gates (…) Los
emprendedores religiosos pululan y acceden a la fortuna de sus clientes revendiéndoles un digesto
de teología lista para el uso. La nueva clase mundial acomodada se apodera de las sabidurías
anteriores para justificar su dominación y darle un aura de cuasi sacralidad (…) Las multinacionles
se descubren una vocación de filósofos colectivos: los eslóganes nietzschianos, spinozistas y
socráticos son vehiculados por vendedores de zapatos, de jeans, de tabletas: “piensa diferente”,
“llega a ser el que eres”, “just do it”, “sal del montón””.[14] Persuadir al comprador de que,
colocándose un pantalón o unas baskets, accederá el estado glorioso de “rebelde” y alcanzará la
salvación por la vía laica.
Al erosionar los sistemas de creencia arraigados y sustituírlos por el simulacro y la quincalla, la
religión del mercado prosigue su tarea de aculturación. Es en este contexto cuando el Islam –una
religión que, ésta sí, habla desde el fondo de los tiempos– cobra su fuerza. Frente a las sabidurías
impostadas y la religiosidad de bisutería, el Islam apela a espíritus con ansias de compromiso y de
entrega. También a los que acumulan mayores dosis de resentimiento…
El Islam es una religión del desierto. Y en Europa – parafraseando a Nietzsche– el desierto crece.
Por donde pasa el americanismo, no vuelve a crecer la hierba.[15]
¿Cultura americana o cultura-mundo?
A estas alturas debería estar claro: lo que aquí llamamos “americanismo” no debe confundirse con
el llamado “imperialismo americano”, ni con la expansión de la cultura nacional americana. El
americanismo no se remite a un marco territorial. El americanismo – tal y como como escribían
Robert Aron y Arnaud Dandieu en los años 1930 – hace referencia más bien a “un marco de
pensamiento y de acción: América es un método, es una técnica, es una enfermedad del espíritu”.
[16] Cada uno de nosotros lleva su propia América consigo. América es una gran Nada que se
expande por el mundo.
“Considero a América como el mayor desarraigador, como el más pavoroso destructor de las
identidades nacionales, como una especie de gigantesca lavadora de la memoria de los pueblos,
hasta la descoloración completa”. Así se expresaba en los años 1980 el escritor francés Jean Cau.
Una afirmación que merece ser puesta en contexto.
En su libro “La cultura-mundo”, el sociólogo Gilles Lipovetsky desmiente la hipótesis de una
supuesta americanización del planeta. Lo que estaríamos experimentando, según Lipovetsky, es la
expansión de una cultura global (la “cultura-mundo”) que englobaría a todas las culturas, la
americana incluída. La expansión de esta “cultura mundo” no implicaría la homogeneización del
planeta, sino todo lo contrario: en virtud de un principio de adaptación al medio (que el sociólogo
francés llama “glocalización”) las diferencias culturales pasan a integrarse en la estrategia
internacional de las grandes firmas (“pensar globalmente, actuar localmente”), de forma que lo que
vivimos es una novedosa combinación “de lo universal y lo particular, de lo racional y de lo
tradicional, de la unidad moderna y de la diversidad de costumbres”.[17]
La objeción de Lipovetsky merece ser tenida en cuenta. Lo cierto es que las denuncias del
americanismo no siempre prestan atención a las formas sutiles por los que éste opera. Pero
sorprendentemente, el propio Lipovetsky contradice su tesis: “es la propia América la que se
mundializa. Se puede ver en las formas híbridas de los mangas japonenses, los culebrones egipcios
o las telenovelas brasileñas o mejicanas, frutos del encuentro entre el modelo USA y las realidades
culturales locales”.[18] Ahí está la clave: en la hibridación, que es americana en el modelo – es
decir, en el marco de significantes que encuadran una visión del mundo– y es local en las
apariencias. Dicho de otra manera: más que una americanización de las culturas del mundo, lo que
hay es una adaptación de las culturas del mundo al triple dogma americano del mercado, de los
derechos del hombre y del interés individual. Vaciadas de su sustancia – es decir: de la visión del
mundo que vehiculan – las culturas devienen, a la larga, una cuestión de atrezzo.
¿”Glocalización”? La “diversidad” de la cultura-mundo – que Lipovetsky celebra como una
explosión de pluralismo– no es más que una forma de segmentar mercados y de fidelizar clientelas.
Lo cuál tiene poco que ver con la auténtica cultura. Porque ésta ni se vende ni se contabiliza, sino
que se hereda y se transmite. La cultura, o es visceral o no es. Dicho en palabras de Hervé Juvin:
“solamente tienen derecho de hablar de cultura aquellos que están dispuestos a morir, o a matar,
para que Notre Dame de Paris no se convierta en un parking, o en una mezquita”.[19]
La cultura de la “otra” América
¿Es la cultura nacional de Estados Unidos una víctima más de la “cultura-mundo”?
Si observamos el cine de Hollywood en las últimas décadas, observamos cómo sus producciones
exportan una imagen cada vez menos americana y cada vez más cosmopolita. De hecho, el western
– el género americano por excelencia– está en vías de desaparición.[20] Una anécdota sin duda,
pero que nos permite cernir un fenómeno más amplio. La máquina de aculturación – es decir, la
cultura del desarraigo y de la atomización social– actúa también sobre la propia América. El
“americanismo” ha cortado las amarras con su identidad de origen.
Decía Denis de Rougemont que, en el ámbito cultural, los Estados Unidos son un país de
imitadores. Una afirmación que conviene poner en contexto. Los Estados Unidos como nación han
sido algo más que esa dinámica nihilista que han contribuído a poner en marcha. Más alla de su
pretensión de representar a todo el género humano, América es también una identidad aparte, con
un potencial de ideas, de mitos y de proyectos que, de haber prevalecido en su día sobre el ideal del
dinero, tal vez hubieran podido dar lugar a una historia diferente. América ha sido también, en
muchos aspectos, una proyección de Europa. Y en ella no dejan de brotar frutos de tal semilla,
aunque sea en los márgenes.
Hay otra América. Una América perdida, heredera de los aventureros y los pioneros, de las
pequeñas comunidades y de los grandes espacios, del culto a la libertad y a la camaradería. Hay una
América en la que anida un sentido de la épica, una virilidad espiritual y un patriotismo que en
Europa son sólo recuerdos. Hay una América cuyo imaginario celebra los mitos del pasado europeo,
y los prolonga en formas inéditas. Hubo una América de Raoul Walsh y de Frank Capra, de John
Ford y de Sam Peckinpah. Una América que asoma en los personajes de Edgar Allan Poe, en las
novelas de Henry James, en la poesía de T.S. Eliot, en las pinturas de Andrew Wyeth, y que trasluce
la nostalgia de una Europa ancestral, perdida para siempre.
Hay sobre todo una América de la gran literatura. Pocas literaturas nacionales traducen un sentido
tan agudo de extrañamiento o de exilio interior. El reverso amargo del sueño americano se retrata en
su literatura. Es el sentido de decadencia e íntimo fracaso en Scott Fitzgerald; es la huída al “viejo
mundo” en Ernest Hemingway; es la provocación reaccionaria en H.P. Lovecraft; es la rebeldía
sobrehumanista en Jack London; es la épica de la derrota en William Faulkner; es la náusea ante el
mercantilismo en Henry Miller; es la exaltación de la comunidad en John Steinbeck; es el anhelo de
espiritualidad en la generación Beat; es el retrato sardónico del neoliberalismo en Bret Easton Ellis
y los escritores de la “generación X”; es el alarido disidente en Chuck Palahniuk. O es, lisa y
llanamente, la vuelta a Europa, como en los casos de T.S. Eliot y Ezra Pound.
Hay otra América. Conviene recordar que algunas de las críticas más acerbas de los Estados Unidos
han sido formuladas por americanos – los casos de Gore Vidal, de Noam Chomsky o de Oliver
Stone son paradigmáticos–. Conviene tener presente que, en la búsqueda de alternativas al
ultraliberalismo, desde las universidades americanas se han desarrollado corrientes como el
populismo (Christopher Lasch) o el comunitarismo (Charles Taylor, Alasdair MacIntyre). Es preciso
también reconocer que, a pesar de su invención de la “corrección política”, en América todavía es
posible expresarse con un grado de libertad hoy impensable en Europa, y que Estados Unidos ofrece
unas condiciones materiales para el trabajo intelectual muy superiores a las del viejo continente.
Hay otra América. Una América que, desde los márgenes, encabeza la resistencia al mundo que ella
misma ha forjado. Es la América “no americanista” cuya voz urge escuchar atentamente.
Disneylandización del mundo
Simbiosis entre cultura y mercado. En América – y por extensión hoy en casi todo el mundo – la
cultura es ante todo industrias culturales; esto es, bienes de consumo (commodities). La
comercialización de la cultura – unida al igualitarismo y al aborrecimiento de toda jerarquía – ha
desembocado en lo que el filósofo francés Dany Robert-Dufour llama el “totalitarismo de la
inconsistencia”: un modelo que coloca en el mismo plano “producciones menores y gestos
esenciales”, de forma que todo es cultura. Todo equivale a todo. Nada vale, por lo tanto, nada.[21]
¿Democratización de la cultura? El problema es que, como decía Hanna Arendt, por esta vía no se
llega a una cultura de masa sino a un ocio de masas que se alimenta de los objetos culturales del
mundo. “Pensar que tal sociedad se convertirá en más “cultivada” con el tiempo y con la educación
es un error fatal (…) la actitud del consumo implica la ruina de todo lo que toca”.[22] Para abrirse
paso, el consumismo no duda en subvertir, deconstruir, demoler. Objetivo: unificar el universo
estético de los pueblos; folklorizar las culturas autóctonas; embalsamar la cultura clásica en los
museos. Porque el futuro pertenece a eso que el sociólogo Fréderic Martel llama la “Cultura
Mainstream”: “películas, programas de televisión, videojuegos, mangas, conciertos de rock, pop o
rap, videos, tabletas y las industrias creativas que los promueven”. No hay otro valor que el del
mercado.[23]
Y así se consuma aquella “homogeneización general del gusto” a la que se refería el Presidente
Woodrow Wilson en 1916, en la convención de vendedores en Detroit. Una cultura de la
distracción, del parque temático y del simulacro. La disneylandización del mundo.

[1] Victoria De Grazia, El Imperio Irresistible. Un minucioso análisis del triunfo de la sociedad de
consumo estadounidense sobre la civilización europea, Belacqua 2006, pags. 12 y 13.
[2] Thibault Isabel, Le “style paranoide” de l’industrie culturelle américaine. En KRISIS, nº 43,
marzo 2016, pag.124. Al explicar la glorificación americana de los tipos vulgares, el crítico Thibault
Isabel a la “compensación megalómana”, esto es, a un mecanismo que enmascara un sentimiento de
inferioridad, y que permite que el “americano medio” se proyecte en el universo de ficción, y pueda
vengarse de todo aquello que no es y que nunca podría llegar a ser.
[3] Giorgio Locchi, Il etait une fois l’Amerique, en Nouvelle École 27-28, automne-hiver 1975, pag.
32.
[4] Friedrich Nietzsche, Más allá del Bien y del Mal.
[5] Vicente Verdú, El Planeta Americano. Anagrama 1996, pags. 104-108.
[6] El rap “antifrancés” constituye un género por derecho propio dentro de la bien poblada escena
musical de las banlieux francesas. Sus mensajes son una exaltación del odio a Francia, del racismo
antiblanco, del desprecio a la mujer, de la violencia y del terrorismo contra Francia y sus símbolos.
[7] En su obra: The Rise of the Creative Class (Basic Books New York 2002) el norteamericano
Richard Florida hace la descripción laudatoria de las elites beneficiarias de la globalización. Se trata
de profesionales muy solicitados como periodistas, estilistas, universitarios, médicos, abogados,
ingenieros y cuadros superiores que pueden elegir entre una oferta aparentemente inagotable de
empleos apasionantes, y acelerar su carrera saltando entre países, empresas, universidades,
hospitales o medios de comunicación. Richard Florida fue considerado como uno de los “gurús”
intelectuales del Presidente José Luis R. Zapatero.
[8] En el plano político, Nicolás Sarkozy completó la tarea americanizadora de Jack Lang:
liquidación del gaullismo, entrada de Francia en la estructura integrada de la OTAN, adhesión a los
patrones americanos en los dominios educativo, administrativo y político. Otra muestra de la
complementariedad derecha-izquierda en el proceso de americanización de Europa.
[9] Jean-Claude Michéa, L’enseignement de l’Ignorance, et ses conditions modernes, Climats 2006,
pag. 36.
[10] Jean-Claude Michéa, Obra citada, pag. 82.
[11] Jean-Claude Michéa, Obra citada, pag. 42. También: Gabriel Sala: Panfleto contra la
estupidez contemporánea. Laetoli 2007.
[12] The New York Times (2005), Class Matters. The New York Times Publications. Citado por
Carlo Strenger en: La peur de l’insignifiance nous rend fous. Quelle place pour l’individu à l’ère de
Facebook? Belfond Pocket 2013.
[13] Carlo Strenger, Obra citada, pag. 94.
Señala Strenger que casos puntuales como los de Bill Gates y M. Zuckerberg (que abandonaron sus
estudios antes de tiempo) sirven para alimentar el mito de que el sistema ofrece las mismas
oportunidades para todos, con independencia de titulación o diploma. Tras dos decenios de
“filosofía Just do it!”, nunca se ha creado tanta desigualdad en el mundo, con un 0,5% de la
población mundial acumulando tanta riqueza.
[14] Pascal Bruckner: Prefacio a: Carlo Strenger, Obra citada, pags. 9-13.
[15] En declaraciones de Morten Storm, exyihadista danés arrepentido: “cuando alguien en Europa
se convierte al Islam, una de las razones que tienen un gran peso en ello es la falta de identidad
cultural y religiosa (…) En Europa hemos perdido nuestra identidad: nos hemos convertido en
americanos, en capitalistas, en superficiales… La falta de una cultura propia conduce a mucha
gente a convertirse al Islam”.
http://www.elmundo.es/internacional/2015/10/06/561421c346163f0e4b8b45f1.html
[16] Olivier Dard: “Le cáncer américain”. Un essai emblématique de l’antiaméricanisme francais
des années 1930”. Krisis nº 43, mars 2016, pag. 95.
[17] Gilles Lipovetsky y Jean Serroy: la Culture-Monde, Réponse à une société désorientée. Odile
Jacob 2008, pags. 124-125. Lipovetsky no niega que las industrias culturales americanas dominan,
de momento, el mercado mundial. Lo que niega es que todas las culturas del mundo estén en vías de
americanización, y señala que el actual predominio americano podría dar paso en el tiempo a una
reconfiguración de hegemonías.
[18] Gilles Lipovetsky y Jean Serroy: Obra citada, pag. 137.
[19] Hervé Juvin-Gilles Lipovetsky: L’Occident mondialisé. Controverse sur la culture planétaire.
Grasset 2010, pag. 165.
[20] Gilles Lipovetsky y Jean Serroy: Obra citada, pag. 135.
[21] Dany Robert-Dufour: Le divin marché. La revolution culturelle libérale. Denöel 2007, pag.
180.
[22] Hanna Arendt, La crise de la culture, Gallimard 1972, pags. 263 y 270.
[23] Mario Vargas Llosa, La civilización del espectáculo. Alfaguara 2012, pags. 29-30

Se puede ser antiamericano por una cuestión de estética. ¿Existe una estética del americanismo?
En el año 2013, el Centro Pompidou de París consagró una retrospectiva a Jeff Koons, el
multimillonario artista norteamericano. El “todo París” de ricos y famosos se congregó para rendir
pleitesía a las creaciones del ex-marido de Cicciolina: gigantescos perritos-globo color de rosa,
aspiradoras en plexiglás, pelotas de baloncesto en tanques de agua, cerditos voladores sostenidos
por querubines, estatuillas de Michael Jackson (con su perrita “Bubbles”) y otras apoteosis Kitsch
del máximo exponente del “financial art” norteamericano. Preguntado por el sentido de su obra,
Koons declaró: “trato de educar a la gente en el materialismo, a través de mi trabajo. (…) Quiero
que la gente diga ¡Wow!”.
Con algo más de enjundia, el crítico de arte Peter Schjeldahl definió el arte de Koons como “una
invocación a la presente era de la democracia plutocrática: arrojar montones de dinero en gesto de
solidaridad con el gusto de las clases bajas”.[1] En otras palabras: el neoliberalismo en el arte.
¿Arte? ¿No arte? Un debate bajo el que subyace la cuestión de la belleza. La belleza es un concepto
que, como tantos otros, hoy está también deconstruido. Antañosiempre se la había asociado a cierto
estado de armonía. A una realización del espíritu en la forma. La belleza pertenecía, en ese sentido,
al ámbito de la trascendencia. Pero la era más materialista de la historia tenía, necesariamente, que
desterrar la belleza; tenía que crear su propio arte. El arte de la era americanomorfa.
El arte de la CIA
Ser bueno en los negocios es el más fascinante tipo de arte. Hacer dinero es un arte, trabajar es un
arte, los buenos negocios son la mejor forma de arte.
ANDY WARHOL
Simbiosis entre cultura y mercado. Monetarización del arte. El arte de hacer dinero como pináculo
de las aspiraciones humanas. Si Andy Warhol es un icono, lo es por calar mejor que nadie las
posibilidades del sistema; por simbolizar la fusión entre americanismo y arte.
A partir de los años 1960 el llamado “arte contemporáneo” se impuso financiera e
institucionalmente en Nueva York. Y durante las décadas siguientes, por mimetismo, fue adoptado
por todo el establishment en occidente. Pero conviene empezar por el principio.
La deconstrucción del arte es un proceso que arranca en los albores de la guerra fría. Ése fue el
momento en el que las autoridades de Washington (con la CIA en primera línea) apostaron por un
arte inspirado en los valores americanos, como contramodelo frente al arte soviético. Una estrategia
bien elaborada. Desde los años 1920 el comunismo soviético había mantenido, entre los
intelectuales europeos, la antorcha y el prestigio de la “vanguardia”. Y éstos a su vez, para obtener
relevancia internacional, podían aprovecharse de la red de apoyo de los partidos comunistas.
Inspirados por los artistas europeos refugiados en Estados Unidos, los pintores del “expresionismo
abstracto” – Jackson Pollock, Mark Rothko, Arshile Gorky y otros – pasaron a encarnar los ideales
de espontaneidad, de dinamismo y de modernidad que el Departamento de Estado identificaba con
América.[2] La abstracción se asociaba, a estos efectos, a la idea de “libertad” frente a la tradición
figurativa y la tutela de la representación, características ambas del realismo socialista. Como
explica la historiadora Frances Stonor Saunders, el efecto propagandístico era doble. Por una parte,
se reivindicaba el toque “rebelde” e individualista del “Action painting” – las poses iconoclastas y
“transgresoras” del liberalismo libertario –, y por otro lado se favorecía la comercialización de los
artistas y su inserción en el circuito de fundaciones y galerías privadas: una prueba de la
superioridad del mercado frente al “recurso al Estado” aborrecido por el liberalismo (aunque, en
este caso, fluyera el dinero subterráneo de la CIA).[3]
A partir de los años 1960 los Estados Unidos consolidaron su red para atraer a los intelectuales, a la
vez que arrebataban al comunismo la antorcha de la “vanguardia”. En realidad – señala Aude de
Kerros – la estrategia americana consistía en jugar hábilmente sobre la confusión semántica entre
las palabras “vanguardia” y “revolucionario”, de forma que nadie se dio cuenta de que solamente
algunas vanguardias eran consagradas en Nueva York: aquellas que habían evacuado los contenidos
políticos. Con la invención de las “galerías en red” – en las que cada promoción de artistas suponía
un montaje financiero que envolvía a muchos actores – América estaba en disposición de consagrar
las vanguardias, y por tanto de elegirlas.[4]
Durante los años 1970 los poderes hegemónicos decidieron que sólo el arte llamado
“contemporáneo” era válido, y que todo lo demás es anacrónico, totalitario, populista, kitsch,
etcétera. ¿Cuál era el motivo?
La ideología subyacente – señala Kostas Mavrakis – era la siguiente: los nacionalismos (el
fascismo, el nazismo) y el comunismo soviético defendían causas sustanciales y valores colectivos,
ya fueran reales o imaginarios. Y lo que las democracias les oponían era, fundamentalmente, la idea
de libertad. En consecuencia, el país defensor del “mundo libre” pasaba a favorecer un arte donde el
contenido era precisamente la falta de contenidos, dicho de otra forma, la licencia para hacer lo que
a cada uno le viniera en gana. La política cultural de la CIA se orientaba a mantener una
gesticulación libertaria de cara a la galería.[5]
Lo cuál obedecía a una lógica profunda. Nacida de la ruptura con Europa, América debía no sólo
sobrepasar en modernidad al viejo continente, sino también relegar la cultura europea al desván del
anacronismo. Y para ello era necesario – en palabras de Aude de Kerros – “devaluar la filosofía
estética europea, su metafísica de lo bello, su tentación de lo sublime, su fascinación por el genio,
su saber hacer, su cultura y su erudición. Necesitaban también destituir a Europa de su prestigiosa
modernidad e imponer otra idea de la misma”.[6]
Como era de esperar, la intelligentsia europea asumió como propia la “revolución” que, en el
terreno de las artes, había organizado el capitalismo norteamericano. La capitalidad de las artes
pasaba de París a Nueva York. La CIA había ganado la partida.
El arte como contracultura
Durante los primeros años de posguerra América había promovido una creación sin ideología
aparente: expresionismo abstracto, minimalismo, pop art…un arte en el que lo visual reemplaza a lo
estético (Giorgio Locchi) y en el que lo artístico enlaza con lo decorativo. Un arte despersonalizado
en el que todos los hombres pudieran reconocerse, independientemente de su origen. Pero
posteriormente se abriría una nueva fase. No se trataría ya tanto de liderar la modernidad como de
configurar la era posmoderna…
A partir del fracaso político de mayo 1968 la izquierda occidental sustituyó la revolución marxista
por la revolución sexual. Y los otrora revolucionarios se acomodaron en la “casa común” del
liberalismo libertario. Es el momento en que la extrema izquierda europea– anti-imperialista y anti-
americana a nivel retórico – absorbe la “contracultura” procedente de los Estados Unidos. Es la
época en la que la “french theory” – Foucault, Deleuze, Derrida, Lyotard y demás – son
consagrados por las universidades americanas, proporcionando al nuevo arte su discurso de
legitimación filosófica. La “deconstrucción” de la historia, del pensamiento, del arte, de la cultura
clásica europea satisfacía las ínfulas subversivas de la izquierda radical, a la par que “respondía a
los intereses de los Estados Unidos que, durante esos años, elaboran la ideología multiculturalista
que conviene a su situación hegemónica”.[7]
El multiculturalismo es una creación americana. En los años 1970 los americanos habían constatado
– con habitual pragmatismo – que no sería posible eludir las culturas. Se optó entonces por un
sincretismo de nuevo cuño, más adecuado para el país del melting pot. Cuando el muro de Berlín se
derrumbó en 1989 América se consolidaba como centro del mundo. Y como tal, podía asumir todas
las culturas sin imponer ninguna. “Los guetos americanos serían las nuevas minas de oro. Las
comunidades en ellos residentes proporcionarían ideas para crear productos de consumo, adaptados
a las diferentes culturas del planeta”.[8] Al calor de la corrección política el “arte contemporáneo”
toma impulso en las reivindicaciones comunitaristas. El pluralismo y la diversidad son las consignas
del día.
Una defensa de la diversidad que encubre, justamente, todo lo contrario. Al formatearse como
nichos de mercado las identidades son convenientemente desactivadas; vaciadas de su auténtica
sustancia, adulteradas a través del reciclaje, del eclecticismo y de la hibridación. Nueva York y Los
Ángeles devienen el crisol de todas las naciones, la síntesis de todas las culturas. Es la “Ciudad en
la cima”, el universalismo bíblico presente en los “pilgrim fathers”. América en estado puro.
Sería a partir de los años 1990 cuando el “arte contemporáneo” revelaría sus verdaderas
posibilidades, en el contexto de la globalización financiera.
El arte de Midas
Golpe artístico-financiero desde Manhattan. Poco importan los contenidos del “arte
contemporáneo”. Lo importante es su valor instrumental en el circuito económico. Con la caída del
muro de Berlín, con la globalización y la hegemonía norteamericana, el “arte contemporáneo”
deviene un subsistema dentro de la globalización financiera. Una forma de liquidez internacional
sin los inconvenientes del dinero en efectivo. El valor de la obra se crea artificialmente dentro de
una red que decide sobre ese valor, una red solidaria que funciona como una entente o un trust con
fines especulativos. Un buen refugio frente a la inflación. Como nuevos reyes Midas, los
financieros-artistas convierten en oro todo lo que tocan.
No faltan quienes, enfrentándose al establishment, sostienen que el “arte contemporáneo” es un
“no-arte”. Para situar el problema es preciso decantarse por una de estas opciones: o bien el arte
tiene una dimensión propia y exclusiva (tesis tradicional), o bien el arte no tiene fronteras, y por lo
tanto todo el mundo es potencialmente “artista” (tesis posmoderna).
Para la artista y escritora francesa Aude de Kerros, la esencia del arte consiste en tener un lenguaje
específico. El arte es ante todo “un lenguaje particular, que trasmite algo diferente y de forma
diferente a aquello que trasmiten las palabras. El objetivo del lenguaje estético es, por tanto, el
cumplimiento de las posibilidades que él mismo encierra”. Ahora bien, el llamado “arte
contemporáneo” – continúa Aude de Kerros – es un arte conceptual, es un lenguaje que no es
estético sino hecho de palabras. La forma es en él algo accesorio. Se trata de una construcción
teórica – no artística – y como tal precisa de una contextualización verbal. El arte como flatus vocis.
En su artículo “Art World” – publicado en 1964 – el filósofo estadounidense Arthur Danto había
señalado que lo que determina el que una obra pueda ser considerada como “arte” son las
circunstancias que rodean a la misma, esto es, la constatación de que ha sido creada por un “artista”
y es considerada como tal por el entorno que la rodea. Unos años después, el crítico George Dickie
precisaba la teoría al afirmar que “es arte todo artefacto al que una o varias personas, en nombre de
cierta institución social, confieren el estatuto de candidato a dicha apreciación”. En conclusión: todo
vale, a condición de que haya una demanda y un mercado. Vía libre absoluta para la monetarización
del arte.
Llegados a este punto, es supérfluo subrayar que el “arte contemporáneo” es algo diferente al “arte
moderno”, al “arte abstracto” o al “arte de hoy”. El arte contemporáneoes una ideología
nominalista. Y como tal, necesita ser verbalizado. Son los expertos, comisarios, críticos,
coleccionistas, académicos, conservadores de museos, filósofos, periodistas, galeristas o los propios
artistas los encargados de explicar aquello que, por sus meros recursos estéticos, el arte
contemporáneo es incapaz de trasmitir. Se trata de un arte que “fetichiza el concepto, el estereotipo
de un modelo cerebral de arte. Abocado a esta ideología fetichista y decorativa, el arte deja de tener
existencia propia”.[9] ¿El fin del arte?
El arte como moralismo
Si hay una constante en el “arte contemporáneo” es su atracción por el vacío. Énfasis en la finitud,
obsesión por lo efímero, voluntad de aniquilación. Una pulsión nihilista sin atisbos de
trascendencia. Una ventana a la Nada. Si algún reproche se le puede hacer, no será el de no ser un
fiel reflejo de nuestra época.
El arte contemporáneo se recrea en la celebración, autoreferencial y paródica, de su propia
trivialidad. Es un arte donde la ocurrencia sustituye al talento y el pastiche a la creatividad. Su
atracción por lo sórdido y lo marginal exhibe – en algunas de sus formas más extremas – una
fijación por los procesos degenerativos y escatológicos de la materia orgánica. O se despliega en
liturgias sacrílegas que ya a nadie escandalizan. La novedad como imperativo; la transgresión como
nueva ortodoxía. Desde cada muñeca hinchable de Jeff Koons, desde cada bicho en formol de
Damian Hirst, desde cada boñiga de Paul McCarthy, el arte de nuestra época nos contempla.
¿Un arte transgresor? ¿Verdaderamente?
La épica de la transgresión artística se alimenta de la idea de una moral opresiva, totalitaria, frente a
la que el artista “transgresor” se levanta derribando tabúes y liberando conciencias. Algo que, en el
caso del “arte contemporáneo”, está a años luz de la realidad. Primero, porque la transgresión forma
parte esencial del establishment. Pero sobre todo porque el arte contemporáneo, más que
transgresor, es esencialmente moralista. Y es precisamente en esto, en su moralismo y en su pulsión
maniquea, donde el arte contemporáneo deja entrever su trasfondo americanista, donde se revela
como un ectoplasma del planeta americano.
¿Moralismo? ¿Qué puede haber de moralista en esta apología de lo banal, en esta indagación en lo
nimio, en esta ostentación de lo feo? ¿Qué puede haber de moral en las performances sacrílegas, en
las provocaciones necrófilas, en la glamourización de la basura?
“El arte contemporáneo – afirma Aude de Kerros – ya no es una estética sino ante todo una moral.
Su función es la de presentar el Bien y designar el Mal”. En este sentido la posmodernidad es la
inversión exacta de la modernidad: en la modernidad el artista era un “inmoralista”, alguien que
rompe las convenciones burguesas, alguien que se situa más allá del bien y del mal. En el arte
posmoderno, por el contrario, sólo el artista parece encarnar la moral. Los artistas contemporáneos
son, ante todo, aquellos que representan un “concepto”, que “perturban”, que “ejercen una crítica”,
que “dan que pensar”. Pero a condición de abominar de la belleza. Ésta se ve rodeada – a partir de
Adorno – de un aura de sospecha, de un clima de reprobación moral. ¿Belleza después de
Auschwitz?
Al recrearse en los aspectos sórdidos y situar al espectador frente al vacío, el artista se convierte –
señala la historiadora Christine Sourgins – en el sacerdote de la conciencia desgraciada del Hombre,
obligándole a saborear su miseria. El artista “se encierra en la conciencia de su desgracia,
estigmatiza su mal incurable, sacraliza su propio sufrimiento, lo cuál le permite acusar al mundo
entero”. El artista asume así una función redentora, crística. Es el artista profeta, el artista-mártir
que “toma sobre sí la expiación de los crímenes y que exorciza el mal…a través del mal”. [10] La
denuncia del mal se asimila al combate contra el mismo. Sin plantearse la posibilidad de que su
escenificación pueda contribuir, más bien, a banalizarlo. Es decir, a propagarlo.
El arte como religión atea
Estaba reservado a la burguesía del siglo XX el incorporar el nihilismo a su aparato de
dominación.
WALTER BENJAMIN
El arte contemporáneo es una religión atea. Su pecado supremo: el amor a la belleza. El artista debe
purificarse de esa concupiscencia. La belleza es denunciada como una pornografía espiritual, como
un deseo secreto de dominación, como un uso de la fascinación para adormecer a las masas – al
estilo de Hitler, de Mussolini y de todos los antidemócratas que en el mundo han sido–. Desterrada
del arte, la belleza queda confinada al mundo de la publicidad.
Existen otros pecados: la adhesión a una identidad arraigada, el deseo de excelencia, la aspiración a
conseguir una obra acabada. Todos ellos implican “un volver la espalda a la humanidad sufriente,
un insulto a la igualdad, un pecado de orgullo” (Aude de Kerros). La misión del arte contemporáneo
es otra. Las escuelas radicales de Nueva York y Los Ángeles marcan el tono: reivindicaciones
comunitaristas, exaltación del mestizaje, perspectiva de género, activismo LGTB y queer,
solidaridad frente a las injusticias, etcétera –. El arte como “denuncia” y como monserga.
El igualitarismo es otra propiedad del arte contemporáneo. Lo sublime no es inclusivo. “Nadie
puede comulgar en la belleza, en la verdad, en la excelencia, porque éstas excluyen y reenvían a
cada uno a sus propias deficiencias, a una insoportable herida narcisista (…) Por el contrario toda la
humanidad puede reconocerse, sin celos, en la miseria común”.[11] Lo feo, lo vulgar, lo sórdido
nunca discriminan, son lo más común a todos los hombres. Herejía suprema: que alguna cultura,
que algún pueblo pueda creerse especial. La trivialidad es un factor ecuménico, lo vulgar es un
agente del universalismo.
Al moralismo y al igualitarismo se une la espontaneidad, que se asocia a una idea de pureza. Se
recicla aquí un viejo mito heredado de la filosofía de la Ilustración: la idea de que sólo la naturaleza
incontaminada por la sociedad es buena. El mito optimista del buen salvaje. La idea de que el niño
tiene una bondad natural que sólo la educación corrompe. En el arte contemporáneo eso tiene una
traducción: el rechazo a la técnica, a la disciplina y al dominio de unas reglas (las cuáles nos
remitirían al fascismo). Lo importante es “ser uno mismo” (be yourself!). Todos tienen derecho a
sus 15 minutos de gloria. Cualquiera puede ser artista. Happenings y performances. El reality show
desembarca en el arte. [12]
El arte contemporáneo es fugaz, inconcluso, efímero. Un arte en tránsito, en estado de flujo,
nómada. Lo cuál – señala Christine Sourgins – “enlaza con el mundo de la rapidez, de los
resultados y de la urgencia que caracteriza al mundo de la empresa”. Si antaño el artista era un
bohemio marginal, hoy es un modelo de trabajador innovador dentro de una economía postfordista.
El medio es el mercado. La cultura empresarial y la escuela de negocios se fusionan en el mundo
del arte. Lo esencial son las relaciones públicas, el marketing. Al convertirse en celebrity el artista
asegura el éxito de su mercancía. El arte es una empresa como otra cualquiera. Los artistas son
“marcas”.[13]
Moralismo, maniqueísmo, igualitarismo, universalismo, espontaneidad, rapidez, afán emprendedor,
espíritu de negocio, amor al dinero… el americanismo en el arte.
El arte de la era americanomorfa
El arte – decía Heidegger – es en su esencia un origen. Y el origen de la existencia histórica de un
pueblo está en el arte. Para el filósofo de la Selva Negra el arte es historia en el sentido de que
funda la historia. Por eso los pueblos y sus identidades son lugares del espíritu, lugares custodiados
por obras de arte. Sólo los lugares poetizados son habitables, sólo los poetas y los artistas fundan los
verdaderos Lugares.[14] Pero hoy vivimos en el arte del no-lugar, en el no man’s land, en el mundo
como un gigantesco aeropuerto. El arte del mundo americanomorfo.
El americanismo se ha globalizado. Y el “arte contemporáneo” es el arte de la globalización. Sus
valores refuerzan la propagación del sistema occidental. No es extraño que, en casi todos los países
bajo hegemonía americana, el arte contemporáneo tenga el estatus de arte oficial. Tampoco es
extraño que, en los países más reacios a Washington, las “transgresiones” de los “artistas
disidentes” suelan llevar el marchamo de la CIA. Con un resultado final: “legitimar una actitud
infantil y risueña, destinada a invocar los gustos más básicos; una actitud que encuentra en la
televisión el mejor nicho para proliferar. La aceptación del mundo tal como es…”.[15]
Todas las culturas han expresado, a través del arte, el ideal de su alma colectiva. Todas han
encontrado, cada una a su manera, el camino a la belleza. En Europa el alma pagana encontró su
refugio en el arte. Pero hay una civilización que conservó, desde sus orígenes puritanos, una
persistente indiferencia a la belleza. Y mientras unos atribuyen valor a lo que no tiene precio, esa
civilización atribuye precio a lo que no tiene valor. Con su genio inventivo, con su exuberancia y su
riqueza, la estética de la civilización americana es, comparada con la del viejo mundo, una grotesca
mueca.
Decía Nietzsche que el artista, en breve, no será más que un espléndido vestigio. Y que lo mejor que
hay en nosotros lo hemos heredado, posiblemente, de sentimientos de siglos pasados, a los que no
tenemos acceso directo. El sol ya se ha puesto. Pero la era americanomorfa nunca podrá cegar su
luz, aunque hayamos dejado de verlo.

[1] Art since 1900 (obra colectiva). Thames and Hudson 2011, pag. 736.
[2] Entre los pintores europeos refugiados en Estados Unidos, entre 1940 y 1945, se encontraban
Max Ernst, Robert Matta, Marcel Duchamp, André Masson, Fernand Léger, Pietr Mondrian y
Chagall.
[3] Frances Stonor Saunders: La CIA y la guerra fría cultural. Debate, Edición Kindle.
[4] Aude de Kerros: L’Art caché. Les dissidents de l’art contemporain. Eyrolles 2013. pag. 33.
[5] Kostas Mavrakis, Penser le modernisme, en Krisis nº 19, novembre 1996, pag 27.
[6] Aude de Kerros, L’Art caché. Les disidentes de l’art contemporain. Eyrolles 2013, pag. 75.
[7] Aude de Kerros. Obra citada, pag. 34.
[8] Aude de Kerros. Obra citada, pag. 58.
[9] Jean Baudrillard, Illusion, désillusion esthétiques, en Krisis nº 19, noviembre 1996, pag. 57.
[10] Christine Sourgins, Les mirages de L’Art contemporain. La Table Ronde 2005, pags. 216 y
219.
[11] Aude de Kerros, Obra citada, pag. 108.
[12] El carácter igualitarista y “democrático” del Arte contemporáneo es una gran hipocresía. Pocos
mundos hay tan cerrados y tan exclusivistas como éste, sometido al dictado del dinero, a la tiranía
de críticos y curators, la cooptación por las elites cool-hegemónicas.
[13] El mundo del arte – señala el crítico Julian Stallabrass – adopta los rasgos de la cultura
empresarial: “énfasis en la imagen juvenil, preferencia por las obras que reproducen bien en los
medios, exaltación del artista celebrity, conexión con la industria del consumo y de la moda,
ausencia de crítica o crítica controlada”. Según los sociólogos Luc Boltanski y Eve Chapiello, la
cultura empresarial corporativa también ha incorporado atributos asociados a la personalidad
artística: “autonomía, espontaneidad, capacidad rizomática, polivalencia, convivialidad, apertura a
la novedad, intuición visionaria, informalidad, búsqueda de contactos interpersonales, etc, etc”.
Citado en: Art since 1900 (obra colectiva). Thames and Hudson 2011, pag. 734.
[14] Heidegger: L’origine de l’oeuvre d’art. En: Chémins qui ne mènent nulle part, Tel Gallimard
2006, pag. 88.
[15] Carlos Granés: El puño invisible. Arte, revolución y un siglo de cambios culturales. Taurus
2011, pag. 352.
En una de sus obras más conocidas, Ai Weiwei, “artista disidente” par excellence en la República
Popular China, se retrata rompiendo un jarrón de la dinastía Han. Toda una declaración
programática del arte de la globalización.

Cuando se critica la “corrección política” se omite precisar, casi siempre, dónde y cómo tuvo su
origen esa peste.
Todo disidente frente a la “corrección política” es, lo sepa o no, un antiamericano en potencia. Pero
¿qué sentido tiene, a estas alturas, proclamarse “antiamericano”?
El simple hecho de proclamarse “anti algo” tiene ya de entrada una connotación antipática, como de
confesión de impotencia, como si al que así se califica le faltaran recursos, imaginación u
optimismo para definirse en términos positivos. Además, ¿acaso no hay cuestiones más urgentes?
¿Acaso no tenemos el paro, la pobreza, el terrorismo, la exclusión social, el hambre, la capa de
ozono…problemas que nos afectan a todos, americanos o no?
Más allá de esquemas maniqueos, de lo que se trata es de identificar qué cosa es el “americanismo”.
Lo cual implica un ejercicio de abstracción; un ejercicio destinado a identificar la común matriz
americana en fenómenos aparentemente inconexos. Todo antiamericanismo consecuente debería
partir de una intuición: la de que el “sueño americano” está en vías de adquirir, en su impregnación
agresiva del mundo, un aura de pesadilla. La “corrección política” es una más de sus
manifestaciones.
Entre Adam Smith y el Marqués de Sade
Silicon Valley es el laboratorio del futuro. Pero casi nada existe en América que no haya sido antes
pensado en Europa. Con su genio inventivo, América materializa las fantasías de Europa; pero en
una forma propia, descontextualizada, aclimatada al fetichismo de la mercancía. América es la
versión desorbitada e inarmónica de los sueños de Europa.
El mundo que nos prepara Silicon Valley tiene sus precedentes en el proyecto ilustrado europeo: el
hombre como maestro, poseedor absoluto de la naturaleza. La cibernética, la biotecnología y el
anarcocapitalismo son los cimientos de la “fábrica del hombre nuevo”: una mutación antropológica
cuyos referentes filosóficos proceden del viejo continente. Pero de una forma retornada, adecuada
al capitalismo americano y a sus fugas hacia adelante. La llamada “french theory” es un caso
paradigmático.
La french theory es la filosofía de la “nueva izquierda” europea, pero regurgitada por el planeta
americano. La french theory se inscribe en la historia de una fascinación recíproca. Por un lado, la
que la intelligentsia europea de los años 60 y 70 sentía por América como “un Nuevo Mundo donde
el evangelio igualitario podría realizarse suavemente y bajo formas inéditas y no autoritarias, sin
necesidad de acompañarse de la disciplina de la Alemania oriental, del burocratismo ruso o de la
masificación china” (Giorgio Locchi).[1] Por otro lado, la fascinación que los “liberales” de
izquierda americanos sentían por la intelligentsia europea. A medida que los intelectuales europeos
emigraban al California dream,las universidades americanas les convertían en estrellas del rock.
Jacques Derrida, Gilles Deleuze, Félix Guattari, Louis Althusser, Jacques Lacan, Jean-Francois
Lyotard, Julia Kristeva, Michel Foucault por encima de todos…
Es la era de todas las “deconstrucciones”. “Sobre las ruinas de la modernidad marxista-leninista –
escribe Fabrice Moracchini – una posmodernidad libertaria y anticomunista iba a desarrollarse a
gran velocidad, encontrando en el elogio de la disidencia, del mal, de la locura, del asesinato, del
nomadismo, de los parias, de la alteridad radical, del rechazo de toda forma de sociabilidad o de
continuidad histórica, un nuevo paradigma apto para suscitar otra figura, eminentemente agresiva,
de mesianismo social”.[2] A partir de los años 1980 el neomarxismo de la Escuela de Frankfurt
cedió el paso a otra generación de pensadores, los nuevos portavoces del Zeitgeist. La izquierda
libertaria europea y la América eterna estaban hechas para encontrarse.
La influencia de la french theory en América marcará, a través de la propagación y mutación de sus
ideas, el acta de defunción filosófica de la “vieja izquierda”. No en vano, al sustituir la creencia por
el deseo (así lo afirmaban Deleuze y Lyotard) el capitalismo demostraba ser “más revolucionario”
que el comunismo. Porque a diferencia del comunismo –decía Michel Foucault– el capitalismo sí
edifica la utopía. La economía libidinal es el estadio supremo del capitalismo. Y para ella ningún
contexto cultural más abonado que el americano, con sus pasarelas subterráneas entre puritanismo e
hipocresía, entre mojigatería y exhibicionismo, entre represión moralista y transgresión patológica.
Es la conexión sutil – estudiada por autores como Christopher Lasch, Dany-Robert Dufour y Jean
Claude Michéa – del liberalismo y de la pornografía, de Adam Smith y del Marqués de Sade.[3]
Una izquierda anti-autoritaria, mundialista y libertaria echaría raíz en los campus estadounidenses, y
se extendería a todo el mundo. Adiós al socialismo, al movimiento obrero y a sus fastidiosas luchas
de clases. Bienvenida la era de las “minorías”, de la lucha contra el racismo, contra el
heterosexismo, contra la discriminación en todas sus formas. A partir de esa época casi todas las
utopías progresistas – por muy “antiimperialistas” que sean de boquilla– llevan en su ADN la
impronta americana.
Radicales MacWorld.
¿Cómo transformar el radicalismo de izquierdas en un agente del capitalismo? ¿Cómo convertir a
los intelectuales antisistema en “radicales MacWorld”?
Primer paso: reconciliar a la inteligencia de izquierdas con la cultura pop. En las universidades
americanas, las mitologías heroicas del intelectual disidente dieron paso a los adalides de la
transgresión institucionalizada. Sesudos profesores universitarios pasaron a “aceptar las
contradicciones de una vida vivida en la cultura capitalista” y a “servirse de su compromiso con la
pop culture como un modo de protesta válido” [4] Los cultural studies y los “estudios minoritarios”
propiciados por la New Left universitaria pasaron a rendir un servicio al sistema capitalista, al
“borrar la frontera entre las luchas sociales y las simples mercancías anticonformistas. Es decir, al
borrar la diferencia (constitutiva del viejo enfoque marxista) entre acción y discurso, entre
radicalismo comprometido y radicalismo de papel”. [5] El “todo vale” cultural pasaba a ser la
consigna de una posmodernidad en ciernes.
En simbiosis con el americanismo, la izquierda post-sesentayocho desembocó en el capitalismo de
la seducción.[6] No podía ser de otra manera. “La teoría francesa – señala Francois Cusset –
permitía hundirse hasta el núcleo de la máquina capitalista estadounidense y forjar allí una política”
(...) El planeta americano caló a fondo las posibilidades del corpus teórico de la rive gauche, que no
eran otras que las derivadas del “interés comercial de esta temática de la enunciación: enunciar
culturas marginales, relatar su subjetivación colectiva por medio de la enunciación, es también
hacerlas visibles, reconocibles, incluso legítimas, en la pantalla de control de las industrias
culturales”. Rebelarse vende, especialmente en una época de marketing especializado y de
segmentación del mercado en nichos de consumo. El progresismo pasaba a revestir “una máscara
libidinal, o libertaria: audacias de Madonna, éxtasis de la MTV y, por qué no, provocaciones del
gay pride”.[7] Los Estados Unidos absorbían la negatividad que pretendía serles exterior para
convertirla en entretenimiento (Francois Cusset). El genio específico del capitalismo consiste en no
dejar un “exterior” al sistema
¿Qué tienen hoy en común el neoliberalismo y la izquierda radical? El odio a toda idea de límite. El
rechazo a todo aquello que pueda interponerse ante la absoluta emancipación del individuo. El
derecho absoluto sobre la propia vida y sobre el propio cuerpo (incluido el de los no nacidos) es una
reivindicación común a unos y otros, al igual que lo pueden ser la eutanasia, el matrimonio
homosexual, la deconstrucción de la familia llamada “tradicional” o la liberalización de las drogas.
La nueva izquierda radical es una izquierda americana. Cuando el icono intelectual de la nueva era,
Michel Foucault, llamaba a luchar contra el “microfascismo de la vida cotidiana” estaba, en la
práctica, mucho más cerca del ultraliberalismo de Ayn Rand, Milton Friedman o Friedrich Von
Hayek que de Carlos Marx. El anarcocapitalismo encontró a sus aliados objetivos en la boutique
postmoderna. La llamada “contracultura” y los movimientos “antisistema” no son más que la
versión parasitaria de un neoliberalismo de la vida cotidiana; acompañada, eso sí, por una retórica
de extrema izquierda. Un regalo de los Estados Unidos para el mundo. Como escribe Jean Claude
Michéa: “es imposible sobrepasar al capitalismo por la izquierda”.[8]
Una nueva caza de brujas
“Los códigos culturales profundamente arraigados y las creencias religiosas han de modificarse.
Los gobiernos deben emplear sus recursos coercitivos para redefinir los dogmas religiosos
tradicionales”.
HILLARY CLINTON
El moralismo americano porta hoy una nueva máscara: la “corrección política”. Un sistema de
control ideológico exportado, con histérica intransigencia, a todos los rincones de occidente.
Todo comenzó en los campus americanos, en los años 1980. Los “radicales MacWorld” se revelaron
muy activos en la floración de disciplinas “post” (postestructuralistas, postfeministas,
postcoloniales, postmarxistas), así como en las sedicentes “antidisciplinas” alumbradas por los
nuevos gurús universitarios: gender studies, gay and lesbian studies, subaltern studies, disability
studies, etcétera. Es gracias a la influencia de Estados Unidos que los planes de estudio de las
facultades europeas sufren una invasión aplastante de corrección política: “una alquimia– señala
Jordi Llovet– en la que se funden los feminismos y los homosexualismos más insolventes con los
estudios coloniales más improductivos y las ridiculeces más espantosas como métodos de análisis y
crítica del saber humanístico heredado”.[9]
La entronización de Michel Foucault como gurú de los nuevos tiempos es, a estos efectos,
paradigmática: su obra representa el ensamblaje entre la izquierda libertaria y el neoliberalismo
americano. “A lo largo de toda su obra – señala Francois Bousquet – Foucault pone en escena la
progresiva desposesión de la soberanía, su captación por las luchas minoritarias: los homos, las
feministas, los pasivos, los activos, las clitoridianas, los “dominados” de todos los pelajes que
pasarán a enseñorearse, a partir de ese momento, del campo simbólico de las prohibiciones – el
control de lo lícito y lo ilícito – después de haber conquistado el universo de la moda y la cultura, la
industria de la publicidad y del ocio”. Con impostada pose transgresora, Foucault y sus seguidores
no hacen más que navegar a favor de la corriente. Hacia la absoluta mercantilización de las
relaciones humanas.
El control de lo lícito y de lo ilícito. Hablamos de la puesta a punto de un nuevo lenguaje y de una
policía del pensamiento. El resultado – añade Francois Bousquet – es que “las prácticas minoritarias
pasaron a constreñir los usos mayoritarios a través de una vigilancia permanente. ¿Sobre quién se
ejercen hoy los procedimientos de control? Sobre la supuesta homofobia, la sospecha de machismo,
el racismo subliminal. El culpable es el varón, blanco, occidental, heterosexual, de inconsciente
racista, homófobo y falócrata, que será objeto de una castración lexical, textual y finalmente
jurídica. ¿Versión masculina de una nueva caza de brujas?”.[10]
La obsesión americana por la emancipación individual llegará a su paroxismo con la “ideología de
género”. La idea de “género” (término inventado en Estados Unidos) viene a decir que la vieja
humanidad se había equivocado al definir a sus miembros por su “sexo”, y no por su género. La
diferencia – a todas luces esencial– es que el sexo no se elige y el género sí. “Libertad de elegir”
que decía Milton Friedman. “Esta hipótesis posmoderna está en relación – señala Dany-Robert
Dufour – con otras dos tendencias: el fin de la presión para reproducirnos utilizando nuestras partes
sexuales (tal y como hacían los antiguos “animales humanos”) y el fin del amor”. [11] En el marco de
la creciente visión contractualista/economicista de las relaciones de pareja, los novi@s y espos@s
pasan a ser partners (socios). Se abre un mercado de hijos a la carta…
Con sus derivados de la teoría queer, con la idea del ser humano como “materia neutra” de
identidad sexual moldeable (Judith Butler) y con las fantasías del auto-engendramiento en un futuro
post-sexual, la ideología de género marca un significativo punto de inflexión. La “liberación del
deseo” pasa a ser, no ya la lucha contra la represión del deseo, sino la liberación frente a la
“opresión” que eldeseo ejerce sobre el hombre. [12] Una aparente contradicción en el seno de la
“economía libidinal” que responde, no obstante, a una lógica tan profunda como americana: el
feminismo made in USA toma el relevo del viejo moralismo, puritano y castrador, de los pilgrim
fathers. El círculo se cierra.
Viva la gente
“Soy un ciudadano del mundo”; así se expresaba Barack Obama en el año 2008, antes de acceder a
la Casa Blanca. De esta forma el candidato demócrata reivindicaba un doble valor para su misión
política: ésta no consiste ya sólo en liderar la primera potencia mundial, sino también en impulsar la
gobernanza “postnacional” de la Humanidad.
Los Estados Unidos como embrión de una República Universal: ése es el núcleo de la ideología
norteamericana. Pero no sólo de ésta. El universalismo –la utopía de una Humanidad unificada,
purgada de sus contradicciones– constituye, históricamente hablando, el patrimonio ideológico de la
izquierda. La izquierda occidental es la expresión política del utopismo moderno. Y América es su
plasmación práctica. Ambas se complementan en la práctica.
Sepultadas en el tiempo la revolución francesa y la revolución rusa, la utopía mundialista se
reconoce por fin en su auténtico modelo, en el único posible: los Estados Unidos.[13] América
ofrece el modelo idóneo para evacuar ¡por fin! las odiadas identidades nacionales, para configurar
una “sociedad civil” mundializada: la depositaria de una futura soberanía universal. Tal vez algunos
pueblos y naciones – por ínfulas reaccionarias de “independencia”– intenten rebelarse contra un
proceso que, al fin y al cabo, se decide sin ellos. Pero la rebelión será inútil, porque nos
encontramos ante una nueva legitimidad: la de una “democracia mundializada de la sociedad civil”,
en la que los Estados serán domesticados”. [14] Las ONGs – puntas de lanza de la influencia
americana en el mundo– muestran el camino: hacia la trasgresión de la soberanía nacional como
principio fundador del orden político.[15]
Varios factores se interponen en el camino de la utopía: las nociones de patria, pueblo, nación,
identidad, culturas… y todo aquello que, en general, confirme que no vivimos en un “universo” sino
en un “pluriverso”. Pero como decía Jean Braudillard, el capitalismo es la “exterminación de la
diferencia”. En otras palabras: la estandarización de las diferencias según las necesidades del
mercado. El principal enemigo del neoliberalismo coincide con el objeto de las iras de la izquierda
libertaria: el concepto filosófico de identidad.
“La identidad – señala Fabrice Moracchini – he ahí al enemigo. Mucho más odioso que la
burguesía, que el capital, que Dios, que la religión, que la propiedad privada, que la vieja moral…
La identidad otorga a lo real un centro y al individuo un polo psíquico y simbólico, en el cuál los
herederos del izquierdismo del 68 verán el origen, explícito o inconsciente, de todas las estructuras
de poder capaces de reproducirse y de sobrevivirse a través de las generaciones. Y eso es lo que la
generación de la French Theory –de Foucault a Barthes pasando por Derrida – resumirán en un solo
significante (progresivamente desconectado de su significado histórico): el de fascismo”.[16]
La identidad es fascista. Es en este aspecto – la aversión a las identidades nacionales y culturales,
especialmente si son las propias – donde se hace más evidente la confluencia de la extrema
izquierda y la ideología americana. Las ideas “diferencialistas” se interponen en el camino de la
emancipación, porque “mientras entre los individuos y las naciones que les han visto nacer perdure
una identidad más o menos perenne, la liberación total del individuo no será posible”. [17] Por eso, al
igual que hicieron los fundadores de América, es preciso liberar al individuo del peso del pasado, de
su sangre y de su historia. En la línea de la french theory, la extrema izquierda evacuará categorías
tales como “pueblo”, “nación”o “clase”– sospechosas de perpetuar dinámicas de exclusión – para
adorar el fetiche del “mestizaje”. Un imperativo de hibridación universal que se traduce en el
reconocimiento del nuevo sujeto político posmoderno: “la gente”.
En inglés americano, la palabra people es indisociable del significado de “gente” –siendo el término
nation (“american nation”) escasamente empleado–. La palabra folk (que tiene la misma etimología
que el “Volk” alemán) tiene también el significado de “gente” (folks).[18] Con toda la lógica. Los
Estados Unidos, nación de inmigrantes, se presentan como una “República universal” abierta a
todos. Y eso sólo puede resultar en un mosaico, en una adición “mecánica” de individuos y minorías
para la que no existe ningún término específico, aparte del de “gente”.
La izquierda neomarxista ha alumbrado, por su parte, un concepto equivalente: “las multitudes”.
Éste es el término acuñado por el filósofo Toni Negri para referirse a la creciente red global de
diásporas y de individuos desterritorializados. Las “multitudes” (es decir, “la gente”) serán los
encargados –según el altermundialismo de izquierdas– de realizar la unidad del género humano.
La utopía de la izquierda radical es un auxiliar objetivo del neoliberalismo. La sociedad civil
mundializada reposa sobre un axioma: ya no hay “pueblos” (afirmar lo contrario es “populista”)
sino “gente” o “ciudadanos”. La teoría de la ciudadanía reposa sobre “un contractualismo que
esquiva la cuestión fundamental de la identidad de los contratantes y se imagina destinado a la
humanidad entera: el sueño de una sociedad contractual mundial, fundada en la razón”. [19] El
neoliberalismo no sólo es el mercado, es también el contrato. Una vez evacuadas las identidades
colectivas, la abolición de las fronteras es la conclusión lógica. El derecho a transitar libremente por
las fronteras – y a instalarse libremente en el país que a cada uno le convenga – será tarde o
temprano reconocido como un “derecho humano”. En materia de “sinfronterismo”, la extrema
izquierda no tiene nada que enseñarle al neoliberalismo.
La sustitución del “pueblo” por la “gente” tiene una clara vocación desnacionalizadora. Y una
inequívoca impronta americana. Porque presupone la implantación del “salad bowl” universal; la
globalización del modelo americano.[20]
Bendita inmigración
La celebración de la “diversidad” es un clásico de la corrección política. Se parte de un apriorismo:
una sociedad “diversa” es siempre preferible a una sociedad homogénea. La diversidad se erige así
en imperativo moral y el mestizaje en ideal normativo. El punto de referencia es también, cómo no,
la sociedad americana.
En realidad, lo que la palabra “diversidad” esconde es una consagración del poder de las minorías;
esto es, la sustitución de la “democracia” por la “minoricracia”. Y eso es algo que responde a una
lógica: la segmentación en capillas de cualquier espacio de contestación al mundialismo. La
fragmentación de las luchas “de clase” en reivindicaciones de minorías “discriminadas” (de la
“lucha contra la explotación” se pasa a la “lucha contra la exclusión”) corre paralela a la disolución
de las identidades nacionales en el seno del “multiculturalismo”. La democracia pasa a definirse
como el “respeto a las minorías”; algo que – con el auxilio de la ideología de los derechos humanos
– permitirá deslegitimar a cualquier Estado o país que se muestre rebelde al orden global. Las
intervenciones militares “humanitarias” se ejercen indefectiblemente en nombre de “minorías
amenazadas”. No en vano, si por algo se reconoce a las élites de la “gobernanza mundial” es por su
defensa inapelable de las “minorías”.
Pero la corrección política es, ante todo, instrumentalización del lenguaje. Es decir, el arte de hacer
que las palabras signifiquen justo lo contrario de lo que enuncian. Así, cuando se promueve la
“diversidad” lo que se intenta es justamente lo contrario: hacerla desaparecer. La “diversidad”
made in USA no es más que un simulacro, una promiscuidad superficial, un pluralismo de pacotilla
que sólo se tolera sobre “un fondo de uniformidad concreta y de universalidad abstracta” (Alain de
Benoist). En el fondo todo se reconduce al mismo tipo humano: al individuo productor-consumidor,
al individuo empresario, al individuo-empresa. La diversidad consiste en aceptar al Otro, pero a
cambio de que el Otro se convierta en lo Mismo.
¿Cuál es el sueño del neoliberalismo? Disolver la política en el Mercado. La “diversidad” pone fin
a la comunidad política como tal, y la transforma en agregado de minorías; de individuos
orquestados por el mercado. La “diversidad” es la mano invisible del neoliberalismo”.[21] Una
dinámica de atomización social en la que, como señalaba Constanzo Preve, “la unidad individual a
la que se refiere el poder adquisitivo debe convertirse en más y más abstracta; he ahí por qué
desaparecen progresivamente las diferencias entre hombres y mujeres; blancos y negros;
heterosexuales y homosexuales, etcétera”.[22] La “diversidad” es un dispositivo neoliberal que
obedece a la lógica del dinero.
Si la diversidad se alimenta, entre otros factores, del “mestizaje”, el mestizaje se alimenta de la
figura del “inmigrante”. No es extraño que el inmigrante sea el paradigma de nuestra época. El
incienso laudatorio que hoy rodea a esta figura se recrea exclusivamente –como señala Eric
Zemmour – en “los destinos individuales de los inmigrantes, sus mujeres, sus hijos, sus
sentimientos, sus ilusiones… individuos y nada más que individuos, humanos demasiado humanos,
al tiempo que se oculta su lado colectivo e histórico: su identidad de pueblos con raíces, con cultura
propia, con religiones, con héroes, con sueños de revancha histórica postcolonial”.[23] Una retórica
sentimental que se inspira en el “sueño americano” y que enmascara las dimensiones demográficas,
culturales y políticas de la inmigración masiva (Völkerwanderung), dándole así la espalda a las
leyes implacables de la historia.
El inmigrante es el símbolo de América. “Estados Unidos es el único país – escribe Alain de Benoist
– donde la inmigración es no sólo un fenómeno inicial o marginal, sino que constituye el
fundamento mismo de la vida social”. Y como lo que es bueno para América es bueno para el
mundo, la figura del inmigrante se rodea hoy de un aura benéfica y redentora, como portadora de
una superioridad moral encargada de fiscalizar hasta qué punto las sociedades de acogida han
interiorizado la “diversidad”. Esto es, han enterrado su propia identidad. En pocos aspectos como en
éste se revela la confluencia casi absoluta entre la extrema izquierda, el neoliberalismo y el planeta
americano. El catecismo neoliberal de la “movilidad humana” (asignación de recursos humanos +
mercado de trabajo low cost) se une al “sinfronterismo” de los radicales MacWorld (bendición de la
“sociedad abierta” y maldición de la “sociedad disciplinaria”) y nos conduce al California dream. A
“la utopía escatológica de un paraíso multicultural y posthistórico”.[24]
Millones de parias, de desarraigados y de excluidos – llegados desde todos los puntos del globo– se
dan cita en Europa para realizar ese sueño.
¿Hacia el fin de la corrección política?
En noviembre 2016, la victoria de Donald Trump pateó los dogmas de la nueva moral burguesa y abrió un boquete en el
muro del pensamiento único. Con el rostro descompuesto, el mandarinato de la corrección política hubo de asistir a
una victoria que había sido descartada, hasta el último momento, por los expertos y opinadores en nómina. La
victoria de Donald Trump fue más sangrante en tanto que fue obtenida frente a la hostilidad de todos los medios
mainstream, de las corporaciones financieras y de los grandes donantes, de Georges Soros y de Goldman Sachs, del
show business y de todo Hollywood, de los “líderes globales” y de los presciptores de opinión en Europa y América.
Pocas veces todos los medios de derecha, de izquierda y de centro se habían unido de tal forma en una campaña
anti-alguien. Y sin embargo Trump ganó, frente al mayor aparato de manipulación informativa y de
manufacturación del consentimiento que la humanidad haya conocido nunca. Henchidos de orgullo y ebrios de
superioridad moral, los profesores de virtud y sacerdotisos del Bien se cubrieron de ridículo –ya habían tenido un
anticipo con el Brexit– al comprobar la brecha que les separa de la realidad de tanta gente: de esas clases populares
maltratadas por la globalización económica y migratoria.

Para explicar el fiasco y salvar su buena conciencia, los guardianes del orden acuñaron conceptos novedosos. Se habló
de la “política post-verdad” para describir la era de los palurdos que se creen cualquier falacia (en vez de seguir la
opinión autorizada de los expertos). O se enredaron en penosas explicaciones sobre el uso perverso de las redes
sociales (como si un ejército de ciberactivistas y community managers no hubiera machacado a Trump desde el
primer día). En realidad, casi todas las reacciones mainstream fueron variaciones sobre un tema que Hillary Clinton
ya había tocado en su campaña: el de la “cesta de deplorables”, esos “maleducados, sexistas, racistas, xenófobos y
homóbofos” objeto de desprecio de la gentry globalizada y hípsters de pensamiento débil. La arrogancia de las élites
biempensantes parece no tener límite.

En noviembre 2016, el cordón sanitario de la corrección política saltó por los aires. Nada menos que en Estados Unidos,
la patria del invento. Previsiblemente, el aparato de manufacturación del consentimiento redoblará sus esfuerzos. Tal
vez se acerque una edad de plomo para la libertad de palabra. Pero la cultura hegemónica ha perdido algo intangible:
ha perdido el “aura”. Todo parece indicar que, en el futuro, nada será como antes…

¿Podría la corrección política, finalmente, ser víctima de su hubris? Nada está decidido. Pero si eso fuera así, habría que
recordar la conocida frase de Hölderlin: allí donde crece el veneno, crece también lo que salva.

[1] Giorgio Locchi (Hans Jürgen-Nigra), Il etait une fois L’Amérique, en “Nouvelle École” 27-28,
automne-hiver 1975, pag. 82.
[2] Fabrice Moracchini, L’angoissant avenir californien de l’Europa. La French Theory dans les
habits des Beach Boys, en “Éléments pour la civilization européenne”. Janvier-février 2016, nº 158,
pag. 80.
[3] Christopher Lasch: The Culture of Narcissim. American Life in an Age of diminishing
Expectations. Norton and Company 1991. Dany-Robert Dufour: La cité perverse. Liberalisme et
pornographie. Denoël 2009. Jean Claude Michéa: L’enseignement de l’ignorance, Climats 2006.
La double pensée. Retour sur la question liberale Flammarion 2008.
[4] Francois Cusset: French Theory. Foucault, Derrida, Deleuze & Cía. y las mutaciones de la vida
intelectual en Estados Unidos. Melusina 2005, pp. 332 y 144.
[5] Francois Cusset, Obra citada, p. 144.
Sobre los “radicales MacWorld”: Rodrigo Agulló. Brechas hacia otro mundo. Alain de benoist y los
años decisivos https://paginatransversal.wordpress.com/2015/05/21/brechas-hacia-otro-mundo-
alain-de-benoist-y-los-anos-decisivos/
[6] Michel Clouscard: Le capitalisme de la séduction. Critique de la social-démocratie libertaire.
Éditions sociales 1981.
[7] Francois Cusset: Obra citada, pp. 168-169.
[8] Dany-Robert Dufour, Le Divin Marché. La revolution culturelle libérale. Denoël 2007, pag. 173.
Jean Claude Michéa, Impasse Adam Smith. Breves remarques sur l’impossibilité de dépasser le
capitalisme sur sa gauche. Champs Flammarion 2006.
[9] Jordi Llovet: Nadie quiere a los filósofos, en El País, 24 abril 2016
http://cultura.elpais.com/cultura/2016/04/22/actualidad/1461323821_885168.html
[10] Francois Bousquet, “Putain” de Saint Foucault. Archéologie d’un fetiche”. Pierre Guillaume
de Roux 2015, pags. 70-71.
[11] Dany-Robert Dufour, Le Divin Marché. La revolution culturelle libérale. Denoël 2007, pag. 65.
[12] A este respecto: Alain de Benoist, Les Démons du Bien. Pierre Guillaume de Roux 2015, pags.
93- 155
[13] La revolución francesa se formuló como aurora de una Humanidad libre, igual y reconciliada.
Pero portaba un germen que, a la larga, habría de neutralizar sus presupuestos ilustrados: la idea de
nación. Al extenderse por Europa, la revolución atizó los patriotismos nacionales. Algo parecido
sucedería con la revolución socialista de 1917: una vez desvanecido el espejismo de la revolución
mundial, los bolcheviques transitaron con Stalin hacia el “socialismo en un solo país”. En realidad
la revolución soviética nunca fue verdaderamente “mundialista”. El patriotismo soviético camuflaba
el ancestral patriotismo ruso, mientras que el proclamado “internacionalismo proletario” abogaba
por la solidaridad de las naciones dentro del “campo socialista”, no por la disolución de las mismas
en un magma homogéneo. El triunfo de las revoluciones socialistas en el tercer mundo se explica
más en términos “nacionales” que “socialistas”.
[14] Mathieu Bock-Côte, Le Multi-culturalisme comme Réligion politique. Les Éditions du Cerf
2016, pag. 237. El éxito del Brexit en el referéndum británico de 23 junio 2016 supone, hasta la
fecha, la primera derrota del mundialismo en Europa.
[15] Las ONGs son el ejército de esa “sociedad civil” que el politólogo Guy Hermet describe como
“profesionales del consejo en ética y en moral de catálogo (…) que no representan en general a
nadie más que a sí mismos, que no se preocupan ni por un instante en adquirir siquiera una onza de
legitimidad electoral (…) y que a falta de disponer de recursos independientes, para satisfacer su
búsqueda de poder deben transformarse en vasallos de los que detentan esos recursos en las grandes
agencias internacionales o en la economía privada” (Guy Hermet: L’hiver de la démocratie, ou le
noveau régime, Armand Colin 2007, pag. 193.
[16] Fabrice Moracchini, Obra citada, pag. 81.
[17] Fabrice Moracchini, Obra citada, pag. 81.
[18] En realidad, no hay en inglés un equivalente exacto al término popolo, peuple, Volk o pueblo.
[19] Mathieu Bock-Côte, Obra citada, pag. 224.
[20] El filósofo americano John Rawls llevaría hasta el extremo el reconocimiento del derecho de
los individuos en una democracia a rechazar toda identidad pública o colectiva. Si bien, al principio
de su carrera, Rawls defendía la necesidad de una cierta identidad compartida entre los
conciudadanos, posteriormente pasaría a distinguir entre “identidad institucional o pública” (la
identidad cívica o ciudadana) e “identidades no institucionales” (las identidades particulares,
“morales”, comunitaristas), para pasar finalmente a reconocer que, para muchos individuos, sólo es
concebible definirse por sus identidades privadas o particulares (Guy Hermet: L’hiver de la
démocratie. Armand Colin 2007, pag. 69-70). Reconocimiento por tanto de la atomización del
cuerpo social, disolución del concepto de interés general y consagración de la “democracia de
individuos”.
[21] Francois Bousquet, Obra citada, pag. 67.
[22] Constanzo Preve, La Quatrième Guerre Mondiale. Astrée 2013, pag. 185.
[23] Eric Zemmour, Le suicide francais, Albin Michel 2014, pag. 146.
[24] Fabrice Moracchini, Obra citada, pag. 81.

Todos somos Ciberamérica

La revolución viene de California. Silicon Valley se propone suprimir las últimas fronteras de la humanidad.
Abolir los límites en el espacio, a través de la era digital. Abolir los límites biológicos, a través de la
revolución transhumanista.

Fin del Estado y fin de la política. Entramos en la era de la sociedad civil pura. La era de las redes, de la
economía colaborativa, de las relaciones igualitarias, directas y descentralizadas. Una era postnacional en la
que la libertad individual será el único fundamento de la organización social. La ideología libertaria, desde
su epicentro en la bahía de San Francisco, se expande a todo el mundo. Todos somos Ciberamérica.

El mundo según Zuckerberg

“La era de la privacidad ha muerto” afirmaba en 2010 el fundador de Facebook, Mark Zuckerberg. Mil
seiscientos millones de personas (y subiendo) en todo el mundo se empeñan en darle la razón. Si hay un
invento que, por sí sólo, compendie todos los tics del americanismo cotidiano, ése es Facebook.

Todo lo cotidiano suele ser invisible. Por eso es cada vez más difícil describir el americanismo. Ya pronto
será imposible. El americanismo cotidiano es un pensamiento balsámico. Es la felicidad como imperativo y
como obsesión; es la aceptación sumisa de la opinión común; es la genuflexión a los reclamos del mercado.
El americanismo cotidiano no es la urdimbre de una conspiración oculta. No algo es exterior a nosotros. Ni
siquiera es ya, valga la paradoja, americano.

El americanismo siente alergia ante el pensamiento complejo. Se despliega en una forma peculiar de
ideología soft, o en la pura y simple indiferencia ante el hecho de pensar. “La ciencia no piensa” decía
Heidegger. Con ello quería decir que la era de la máxima complejidad técnica es también la del abandono
de las preguntas esenciales, la de la renuncia a la búsqueda de “sentido”. En el acoso y derribo del
pensamiento la civilización americana no cesa de producir herramientas. Facebook es una de ellas. Es la era
del “pensamiento positivo”.

¿Pensamiento positivo? Éste puede definirse como un formateo del espíritu, un condicionamiento
neuronal, un adiestramiento pavloviano a escala masiva. El objetivo es configurar un tipo humano
“liberado” de aquellas trabas – ideológicas, culturales, religiosas, identitarias – que se interpongan entre el
sujeto y los estímulos del mercado. De lo que se trata es de eliminar todo vestigio de “negatividad” – la
negatividad de lo otro y de lo extraño– y de estimular un sujeto que siempre diga ¡Sí! Tendencias como la
“inteligencia emocional”, la exaltación de la “empatía”, la incontinencia sentimental y la corrección política
trabajan en este sentido. Bajo la “transparencia” como ideal normativo.

Las palabras nunca son inocentes. El culto a la “transparencia” – señala el filósofo germano-coreano Byung-
Chul Han – no es más que “una coacción sistémica: la imposición de una sociedad uniformada”.1 La
transparencia es un engranaje totalitario. Y la ideología norteamericana de la post-privacidad (Post-Privacy)
es su herramienta más acabada. Facebook garantiza los warholianos “15 minutos de celebridad” a los que
cada persona –al menos una vez en la vida – tiene derecho. La post-privacidad se apoya en ese miedo a la
insignificancia que – como dice el psicólogo israelí Carlo Strenger – nos vuelve locos.2 Facebook ofrece una
notoriedad de simulacro entre amigos de simulacro en una vida de simulacro.

“Sí, pero – objetarán los paladines del pensamiento balsámico– Facebook es sólo un instrumento. Todo
dependerá del buen (o del mal) uso que se le dé”. ¿Verdaderamente?

El problema es que Facebook no puede ser “sólo un instrumento”. Porque el software (Facebook, en este
caso) nunca es neutral. O como decía el viejo Mc Luhan: el medio es el mensaje. Lo cierto es que “nosotros
sabemos lo que hacemos “en” el software. Pero ¿sabemos acaso lo que el software nos hace a nosotros?
Cada software incorpora una filosofía. Y esas filosofías, al devenir ubícuas, se convierten en invisibles” 3
¿Cuál es la filosofía de Facebook y parecidas redes sociales?

Facebook destruye la dimensión de la distancia, el valor de lo arcano, el concepto aristocrático de lo


secreto. Facebook explota el morbo del exhibicionismo a la par que, paradójicamente, recupera el instinto
puritano de “no tener nada que ocultar”. Facebook promueve una tiranía de la intimidad que todo lo
psicologiza y todo lo personaliza, erosionando la conciencia pública crítica y despolitizando la sociedad.
Facebook sustituye el sentido comunitario por la acumulación de narcisismos.

¿Cuál es la función de Facebook? Poner a punto la sociedad de la transparencia. Y con ello impulsar la
homogeneización social exigida por el neoliberalismo.

Bienvenidos al infierno de lo Igual

La economía de mercado es hoy la única religión mundial universalmente válida. Y su expansión se apoya en
la aceleración de los intercambios y de las comunicaciónes. Pero la comunicación sólo alcanza su máxima
velocidad “allí donde lo igual responde a lo igual, allí donde tiene lugar una reacción en cadena de lo igual.
La negatividad de lo otro y de lo extraño, o la resistencia de lo otro, perturba y retarda la comunicación de
lo igual”.4 Por eso Facebook es una máquina de igualación, una fábrica de positividad.

Facebook es un medio del afecto y de la emoción. La comunicación racional es siempre más lenta que la
comunicación emocional. Por eso interesa dar primacía a lo emotivo. El capitalismo de consumo introduce
emociones para estimular la compra y generar necesidades. Consecuentemente la economía neoliberal
impulsa la “emocionalización del proceso productivo”, un impulso acelerador que lleva a la “dictadura de la
emoción.5

El intercambio mercantil, por su parte, alcanza su velocidad óptima cuando se extiende a todas las
interacciones sociales, de forma que tanto los bienes como las personas devienen productos. En Facebook
las personas se exponen como productos cuyo valor se mide en número de followers. En Facebook los
propios internautas son el producto (a disposición de los anunciantes, empresas de big data, etcétera).

La “transparencia” asegura las condiciones de igualdad del neoliberalismo. Y en la era americana esa
igualdad sólo es completa cuando todo es transferible a dinero. “Las cosas se tornan transparentes cuando
se despojan de su singularidad y se expresan completamente en la dimensión del precio. El dinero, que
todo lo hace comparable con todo, suprime cualquier rasgo de lo incomensurable, cualquier singularidad de
las cosas. La sociedad de la transparencia es un infierno de lo igual”.6

¿Es Facebook una puerta de entrada?

Americanismo y “política Twitter”

El neoliberalismo es el capitalismo del “me gusta”.

BYUNG-CHUL HAN

Las redes sociales son un instrumento de la era postpolítica. Eso puede parecer paradójico, si tenemos en
cuenta que el marketing político se alimenta de la lógica viral de las redes. Pero el hecho de que la agit-prop
política se exprese hoy en las redes no debe llamarnos a engaño. Una cosa es la acción política y otra muy
distinta es la cacofonía de opiniones.

Como vehículos que son de la “transparencia”, las redes continúan con el desarrollo de la postpolítica; es
decir, con la despolitización en toda regla. En su extraordinario análisis de las técnicas de poder
neoliberales, Byung-Chul Han analiza la incompatibilidad entre la transparencia de la era digital y una
política digna de tal nombre. La auténtica política no puede ser transparente, porque implica siempre una
visión a largo plazo. El líder político debe guiarse por un proyecto, por una visión de futuro. La política
consiste en asumir riesgos y frecuentemente en lanzarse a lo imprevisible.

Ahora bien, la transparencia asociada a lo digital exige inmediatez y previsibilidad total. Todo debe ser
calculable por anticipado. El futuro se convierte en un “presente optimizado”. Pero toda auténtica política –
continúa Han– es una acción estratégica, por lo que “es propio de ella una esfera secreta. La transparencia
total la paraliza”. Ante el panóptico digital el responsable político anula su capacidad de actuación, se
condena a una visión cortoplacista y se consume en la espuma de los días. El futuro desaparece y la política
se diluye en gestión de lo cotidiano y mercadotecnia.7

La gran política nunca puede ser “transparente”, como tampoco puede ser sólo “positiva”. La política
pertenece al ámbito del antagonismo (Carl Schmitt) y reclama una carga de negatividad. La política es un
arte de la decisión y requiere de convicciones. Ahora bien, lo que las redes sociales instauran es una
“democracia transparente”, una “democracia líquida” que se guía por las opiniones, no por las convicciones.
Y las opiniones “están exentas de ideología, carecen de consecuencias, no son tan radicales y penetrantes
como las ideologías. Les falta la negatividad perforadora”.8 De ahí deriva su carácter postpolítico.

Las redes sociales son, que duda cabe, un vehículo de la indignación. Pero la indignación que se expresa en
las redes (las shitstorm o “tormentas de mierda”) es esencialmente conformista, en el sentido de que deja
intacto todo lo existente. Es muy difícil promover un cuestionamiento radical del sistema económico-
político – con la carga de negatividad que ello entrañaría– desde la “sociedad de la transparencia”, puesto
que la transparencia es en sí positiva, “no mora en ella aquella negatividad que pudiera cuestionar de
manera radical el sistema económico político que está dado. Es ciega frente al afuera del sistema (…) El
veredicto general de la sociedad positiva se llama me gusta”. 9 Es el amén digital del nuevo conformismo.

Frente a algo tan volátil como el “me gusta”, los líderes políticos pierden su capacidad prescriptora; es decir,
su autoridad moral o intelectual para insuflar convicciones y convencer a la gente de un proyecto. Los
líderes actúan “a la carta”, arrastrados por la opinión demoscópica, al albur del pensamiento twitter.
Secuestrada por el storytelling – una técnica de marketing americano – el debate político pierde su
densidad y se inunda de imágenes, de historias conmovedoras y de anécdotas edificantes. El moralismo
intrusivo y la ideología de la virtud que se expresa en las redes contaminan los debates complejos, de forma
que la política se convierte en concurso de belleza, los partidos en “marcas” y los ciudadanos en “clientes”.
Las ideas y proyectos son sustituídos por la repetición ad nauseam de inanidades políticamente correctas.
Es la americanización completa de la vida política.10

Indignación “Facebook”

El “altermundialismo” confía en el poder subversivo de las redes. La literatura militante celebra el potencial
de las redes como “contrapoderes” al margen del orden capitalista, apela a los nuevos movimientos
sociales, a la acumulación de luchas sectoriales y al activismo transnacional como factores capaces de
conformar una nueva realidad. La izquierda radical se explaya en conceptos pomposos – tales como
“reapropiación del espacio dominado”, “contrapoder situacional” o “movilización en red”– para explicar las
dinámicas que permitirán, a la larga, “cambiar el poder sin tomar el poder”. Los neomarxistas Antonio Negri
y Michael Hardt (en su obra Imperio) se orientan en este sentido, al defender el poder transformador de las
“multitudes” y al proponer una globalización de la contestación.11

Estas teorías son consistentes en lo que tienen de gramscismo: los cambios socio-culturales preparan el
terreno a los cambios políticos. Pero, frente a su pretensión de estar a la contra, en realidad se insertan en
el sistema político global. Todas ellas apuestan por una disolución progresiva del Estado-nación y de las
identidades histórico-culturales – es decir, de las únicas barreras efectivas ante la globalización neoliberal–.
Todas ellas derivan hacia la postpolítica, en cuanto defienden una “revolución desde la base”, una
“revolución de lo cotidiano”, una acumulación de luchas sectoriales que, en la práctica, arriesgan con
diluirse en “tribus” y nichos de mercado. Todas ellas concurren con el liberalismo en su desconfianza
instintiva ante la política y ante el poder (que la extrema izquierda tiende a identificar con la “dominación”).
Todas ellas consideran que la coordinación espontánea a través de las redes puede suplir a la auténtica
deliberación política y a la creación de instituciones. En estos aspectos todas apuestan por una
“globalización feliz” y están teñidas, lo sepan o no, de americanismo.

La izquierda altermundialista no acaba de entender la dinámica de las redes, que es individualista y


neoliberal. La agitación en las redes puede ser, ciertamente, un acelerador de cambios. Pero carece de la
vertebración de las auténticas alternativas. El medio digital es un medio del afecto. Y como tal es reactivo,
cortoplacista, fugaz. La indignación en las redes es ruido, barullo, pero no llega a constituir un nosotros
estable. Es incapaz de constituir un discurso colectivo. El medio digital es narcisista y privatizador, en cuanto
marca el desplazamiento de la preocupación pública a la privada. No en vano las reivindicaciones
impulsadas por los medios digitales son casi siempre individualistas y sectoriales. Su dinámica no es la del
“revolucionario” sino la del cliente insatisfecho: protestas contra tal o cual político, reacción frente a tal o
cuál escándalo, apoyo a la causa humanitaria más de moda, más calidad de vida, más ecología, más
derechos para tal o cuál minoría, etcétera.

Mal que le pese a la extrema izquierda, el enjambre digital no configura, por sí sólo, una “multitud” capaz
de derribar el orden capitalista. En contra de lo que afirman Antonio Negri y Michael Hardt, “lo que
caracteriza la actual constitución social no es la “multitud”, sino más bien la soledad” (Byung-Chul Han). Es
la soledad de las “partículas elementales” que describen las novelas de Michel Houellebeq. Es la
atomización social del neoliberalismo. “Esa constitución –continúa Han– está inmersa en una decadencia
general de lo común y lo comunitario. (…) La privatización se impone hasta en el alma”.12

¿Revoluciones Facebook?

Revoluciones de colores, primaveras árabes, occupy Wall Street… ¿revoluciones Facebook?

Con la era digital, la “revolución” deviene un juego de rol para mentes ansionas de aventuras turísticas. Con
su dominio de los medios, la izquierda contestataria es capaz de “orientar el barullo” en las redes. De
promover cambios discursivos en sentido “progresista”: la explotación de emociones gratificantes
(indignación, compasión), la exposición de las víctimas (la piedad une), las soflamas morales, las denuncias
espectaculares, los trend topic y los hashtags… hasta acabar con la movilización de las estrellas de
Hollywood en favor de tal o cuál causa políticamente correcta. Se trata de una “indignación digital” que
bebe del discurso de valores dominante; lo más que puede hacer, por tanto, es concluir con algún cambio
de gobierno. Que algo cambie para que todo siga igual. El resultado final será el de “humanizar” el
capitalismo. Regenerar el sistema. La ideología de la UNESCO.13

Conviene no equivocarse. Las redes sociales – Facebook, Twitter y otros medios digitales– no son el
resultado de un complot urdido por el “Imperio” (cualquiera que éste sea). La lógica de su expansión no es
“conspirativa” sino sistémica: son parte de un proceso acumulativo de afirmación del modelo americano.
Responden a una dinámica global y no pueden obrar de otro modo. Si albergan algún potencial subversivo,
lo es preferentemente a favor de la agenda mundialista. Las redes sociales mainstream promueven a priori
“valores globales”. En ese sentido actúan como instrumentos de agitación frente a gobiernos “no
democráticos” – es decir, los reacios a los intereses americanos–. En cierto modo las redes sociales dan voz
a un “americanismo indignado”; favorecen la eclosión de una juventud globalizada, urbanita y de clase
media. Open society: esa es su lógica. No en vano las redes demostraron ser la punta de lanza de las
“revoluciones de colores” comandadas por Georges Soros et allia.

¿Será siempre así? Internet es una criatura de difícil control y no cabe descartar desarrollos imprevistos. Al
fin y al cabo, las redes sociales permiten romper la “espiral de silencio” (Noelle Neumann) que hace que los
individuos, para evitar el aislamiento social, se conformen siempre a las opiniones hegemónicas. Lo cierto
es que, al conectarse a través de Internet, los focos contra-corriente tienen la posibilidad de superar la
sensación de aislamiento e incrementar sus oportunidades de influencia. La elección de Donald Trump en
noviembre 2016 ofrece un ejemplo claro: ante la homogeneidad de los medios mainstream – todos hostiles
al magnate populista– sus partidarios se refugiaron en las redes alternativas, lo que redundó en un impulso
imparable a su candidatura.

Otro ejemplo notorio de uso de las redes con fines políticos –y de las consecuencias imprevistas que éstas
pueden aparejar– está en las “primaveras árabes” de 2011. En este caso los jóvenes ciberactivistas y
“globalizados” –más o menos inspirados por el discurso de Obama en El Cairo– fueron pronto desbordados
por los movimientos islamistas. Donde se demuestra que la indignación amorfa de las redes no puede, por
sí sola, competir con la auténtica política: la de quienes se inscriben en la mirada larga de una visión del
mundo.

Frankenstein digital

El orden en la Web es, de momento, un orden americano. Facebook, Twitter, Google, Amazon, Apple,
Microsof, Windows, son sociedades americanas que dependen de las leyes americanas. Unas leyes que, en
caso de conflicto, siempre encuentran la vía para imponerse sobre las legislaciones nacionales. Todos los
grandes proveedores de acceso a la Red se someten a las directivas del gobierno de Washington.
Consecuentemente, los Estados Unidos han declarado que Internet es un espacio estratégico nacional, y
que todo ataque contra su seguridad será considerado como agresión susceptible de respuesta militar. No
en vano, a insistencia de Estados Unidos el acceso a Internet ha sido añadido por las Naciones Unidas a la
lista de “derechos humanos”.14

Es conocido el interés de los servicios secretos americanos por este “derecho humano”. La NSA (National
Security Agency) cuenta con acceso total a los servidores de nueve de las más grandes compañías de
Internet, todas ellas americanas.15 De forma entusiasta, millones de internautas de todo el mundo
colaboran con los Estados Unidos en esta gran empresa de vigilancia de masa. “Dímelo todo sobre ti, para
que podamos servirte mejor”.

Todos los condicionantes culturales concurren a ello. La “televisión basura” (Trash TV) y los Reality Shows –
una invención norteamericana – fueron los precursores del frenesí exhibicionista que hoy culmina en
Internet, y que invita a todos a compartirlo todo. Por otra parte, las prácticas políticamente correctas (otra
creación americana) exigen transparencia; y ¿qué hay más políticamente correcto que desnudarse sin
límites?: así demostramos que no hay nada que ocultar. Por último, el capitalismo “agudiza el proceso
pornográfico de la sociedad en cuanto lo expone todo como mercancía y lo entrega todo a la
hipervisibilidad”.16 Imposible sustraerse. Todos somos “informadores” en el ciberespacio americano. ¿Una
fatalidad a la que debemos resignarnos?

La historia es el dominio de lo imprevisto. Los análisis de la CIA contemplan la posibilidad de que, dentro de
unas décadas, las mayores colectividades del mundo no sean países sino comunidades o redes sociales en
Internet.17 El acceso a las tecnologías abre el campo a tensiones “post-políticas” o “post-democráticas”: por
un lado, los ciudadanos que incrementan su capacidad de protesta, y por otro lado los gobiernos que
incrementan sus capacidades de control. Se abre también la hipótesis de que, a través de Internet, fuerzas
no gubernamentales puedan condicionar el comportamiento de grandes masas de la población mundial.
Por de pronto, la red es hoy una de las principales fuentes de radicalización de terroristas islámicos.
Tampoco es descartable que el ciberterrorismo pueda ocasionar una catástrofe sin precedentes. Internet
podría devenir en el futuro un gigantesco “Frankenstein digital” que escapa a la dirección de sus creadores.
Lo cuál, a su vez, exacerba la voluntad de vigilancia y de control por parte de los Estados Unidos.18

En los albores de Internet se hablaba del advenimiento de una “democracia numérica”. Esos cantos de
sirena están cada día más lejos.

Todos somos Ciberamérica


¿Es una casualidad que Internet, sus softwares y las redes sociales sean una creación americana?

El ciberespacio recrea a escala planetaria las condiciones del american way of life: individualismo, sensación
de democracia global, primacía de lo privado sobre lo público, comunicación sintética, práctica y veloz,
mercantilización de la existencia. En suma: el mundo como un mercado único predestinado a un
pensamiento único.

El pensamiento único huye de la complejidad de la cultura antigua, reniega de la profundidad del viejo
mundo. El pensamiento único es infantilizador: nos quiere espontáneos e inocentes como niños. El
pensamiento único es conformista: nos quiere positivos y abiertos frente al “Otro”. El pensamiento único
nos quiere iguales.

Las tecnologías y el ciberespacio globalizan el “sueño americano”. Todo conspira a su favor. Es inútil
resistirse. El uso de los teléfonos inteligentes relega la conversación, fagocita la lectura y rebaja la
inteligencia de los usuarios. El uso de Facebook agita a un universo de clones en busca de otros clones. El
uso de gadgets tecnológicos fomenta la inmediatez y la mirada de corto alcance, tan características de la
infancia (lo que hace el juego del capital: los niños son más vulnerables a la dependencia de la mercancía).
En Internet, la invasión de los imbéciles (Umberto Eco dixit) promueve la aceptación sumisa de la opinión
común. El uso de los teclados encoge el vocabulario. Y la complejidad del pensamiento y de las emociones
se desliza por la senda de las videosimplezas y los emoticonos. “Lo que se desarrolla en la actualidad –
señala Vicente Verdú – no es la filtración del modelo americano, poco a poco, forma a forma, sino la
implantación de una totalidad con sustancia cerebral incluída (…). Es la Ciberamérica. ¿Bueno, malo regular,
indiferente? Cada uno, según sus gustos, juzgará lo que viene a ser la definitiva conversión del planeta a la
biblia norteamericana”.19

Hace más de un siglo y medio, en su obra La Democracia en América, escribía Alexis de Tocqueville:

“Retirado cada uno aparte, vive como extraño al destino de todos los demás (…) Cada uno se encuentra al
lado de sus conciudadanos, pero no los ve; los toca y no los siente; no existe sino en sí mismo y para él solo,
y si bien le queda una familia, puede decirse que no tiene patria. Por encima de todos se eleva un poder
inmenso y tutelar que se encarga sólo de asegurar sus goces y vigilar su suerte (…) Absoluto, minucioso,
regular, precavido y benigno… no trata sino de fijarlos irrevocablemente en la infancia, con tal de que no
piensen sino en gozar”.

Hemos llegado al punto en el que se materializa la intuición del vizconde normando: la definitiva
privatización del mundo. Dios ha muerto ¡viva Facebook! ¿Nos gusta?

1 Byung-Chul Han, La sociedad de la transparencia, Herder 2013, pag. 12.

2 Carlo Strenger, La peur de l´insignifiance nous rend fous. Quelle place pour l´individu à l´ère de Facebook?
Belfond 2013.

3 Zadie Smith: Generation Why? The New York review of Books. (http://www.nybooks.com)

4 Byung-chul Han: Obra citada. pags.12-13

5 Byung-Chul Han, Psicopolítica, Herder 2013, pag, 72.

6 Byung-Chul Han, La sociedad de la transparencia, Herder 2013, pags. 12-13.


7 Byung-Chul Han, entrevista en Philosophie Magazine nº 88, abril 2015, pag 72.

8 Byung-Chul Han, La sociedad de la Transparencia, pags. 20-22

9 Es significativo – señala Byung-Chul Han– que Facebook se negara consecuentemente a introducir un


botón de “no me gusta”. La sociedad positiva evita toda modalidad de juego de la negatividad, pues esta
detiene la comunicación”. Byung-Chul Han, La sociedad de la Transparencia, pags. 22-23.

10 Como reacción a contrario, la despolitización de la era neoliberal ha favorecido la irrupción del llamado
“populismo”: un fenómeno que parece prefigurar un cierto retorno de la política; es decir, un retorno de la
negatividad y de la lucha entre proyectos antagónicos. Como fenómeno complejo que es, no puede
reducirse el populismo a unas características uniformes. Junto a proyectos de auténtico calado ideológico,
prolifera la política-basura de charlatanes de “reality” y clowns mediáticos. Está todavía por ver hasta que
punto el populismo de la era digital podría cristalizar en alternativas duraderas, más allá de protestas
puntuales y experimentos oportunistas.

11 En éste sentido: John Holloway, Change the World without Taking Power (Pluto Press, 2002), y Benasayag
M. y Sztulwark D.: Du contre-pouvoir (La Découverte, 2002).

12 Byung-Chul Han, En el enjambre, Herder 2014, pags 31-32.

“No es la multitude cooperante que Antonio Negri eleva a sucesora posmarxista del “proletariado”, sino la
solitude del empresario aislado, enfrentado consigo mismo, explotador voluntario de sí mismo, la que
constituye el modo de producción presente. Es un error pensar que la multitude cooperante derriba al
“Imperio parasitario” y construye un orden social comunista. Este esquema marxista, al que Negri se aferra,
se mostrará de nuevo como una ilusión”. (Byung-Chul Han, Psicopolítica, pag. 17).

13 ¿Cómo valorar a los partidos de “izquierda populista” (tipo Podemos en España) nacidos al calor del
barullo digital? Frente a su caracterización como “partidos totalitarios” o “marxistas-leninistas” – que ellos
mismos alimentan con su retórica “retro”– cabe cuestionar tanto su carácter revolucionario como su
voluntad de oponerse a la globalización. Más que un proyecto “antisistema”, lo que estos partidos ofrecen
es una barra libre de demagogia progresista – más gasto público, más corrección política, más mundialismo,
más inmigracionismo– pero dentro de los presupuestos del sistema imperante. El caso de Szyriza, en Grecia,
podría ser indicativo del destino de un cierto populismo de izquierda: hacer el trabajo sucio que los partidos
del “sistema” ya no pueden asumir.

14 Hervé Juvin, Le mur de L´Ouest n´est pas tombé. Pierre Guillaume de Roux 2015, pags. 46-48.

15 AOL, Apple, Facebook, Google, Microsoft, Paltalk, Yahoo, Skype y Youtube. Antes de su huída a Rusia,
Edward Snowden alertó sobre la existencia del programa PRISM desarrollado por la NSA a partir de 2007
para espiar todas las comunicaciones procedentes del extranjero y pasando por los servidores americanos.
En la práctica, la NSA puede obtener toda la información procedente de estas compañías globales. Ignacio
Ramonet, L´Empire de la surveillance. Galilée 2015.

16 Byung-Chul Han, La sociedad de la transparencia, Herder 2013, pag. 51.

17 Global Trends 2030. Alternative Worlds. Aparecido en francés con el título Le monde en 2030 vu par la
CIA, Paris, éditions des Équateurs 2013.

18 Ignacio Ramonet, L´Empire de la surveillance. Galilée 2015.


19 Vicente Verdú, El Planeta Americano, Anagrama 1998, pags. 162-163.

El antiamericanismo posible

¿Cómo es posible ser hoy “antiamericano”?

En una época marcada por el exceso de positividad, por la exigencia de optimización y por la dinámica del
“me gusta”, definirse de forma negativa resulta extemporáneo y políticamente incorrecto.

Declararse “antiamericano” plantea, de entrada, un problema. El “antiamericanismo” acarrea mucha


retórica sectaria de extrema izquierda. Y eso lastra cualquier crítica coherente sobre la civilización
americana. La rodea, incluso, de una presunción de estupidez. ¿Cómo es posible, a pesar de ello, ser
antiamericano?

Conviene aclarar, ante todo, cómo es preciso no serlo.

Antiamericanismo folklórico

Ser “antiamericano” no consiste en practicar la americanofobia. En primer lugar, porque todas las fobias son
estúpidas. En segundo lugar, porque sólo está justificado ser antiamericano en la medida en que América es
el centro de una empresa global de aculturación que aquí llamamos “americanismo” (la cuál, por cierto,
tiene cada vez menos que ver con la identidad nacional americana). En tercer lugar, porque existe una
América “no americanista” que es una víctima más de las dinámicas – el capitalismo salvaje y la
globalización neoliberal– que allí tienen su epicentro. Sus combates son los mismos que los de muchos
europeos.

Ser antiamericano no consiste en apedrear MacDonalds, ni en quemar efigies del Tío Sam, ni en maldecir al
“imperialismo” mientras se copia la estética hípster, se engulle la corrección política y se recita el catecismo
sinfronterista (hallazgos todos ellos que proceden, por diferentes vías, de la propia América). Es preciso
ceder este antiamericanismo folklórico a la extrema izquierda, para que siga cultivando su veraneo mental
de okupación callejera, de talleres altermundialistas y de revolución de titiriteros. El americanismo llega a su
plenitud en el momento en que el comunismo se vende como una mercancía. Y también en el momento en
el que todos comparten el “cosmopolitismo oficial de la república puritana y mercantil americana”
(Guillaume Faye). Pero eso es algo a lo que la extrema izquierda jamás podrá renunciar, sin negarse a sí
misma.1

Ser antiamericano no consiste en el moralismo plañidero que, en nombre de una “comunidad


internacional” pastoreada por la ONU, deplora las intervenciones norteamericanas que atentan contra la
“paz”, la “legalidad internacional” y demás figuraciones kantianas. Demasiadas veces ese pacifismo sólo
encubre la impotencia de una Europa que – en expresión de Robert Kagan– sólo aspira a vegetar en su
paraíso post-histórico. Más que la indignación de los justos, es la hipocresía de los cobardes.2

Ser antiamericano no consiste en cultivar una visión “conspiracionista”, o en ver detrás de cada fenómeno la
mano de la CIA, o de oscuras camarillas a la sombra de la Casa Blanca (la “trilateral”, el “club Bilderberg”, el
“lobby judío”, etcétera). Las conspiraciones existen, sí; también los centros de influencia, las manipulaciones
y las operaciones de falsa bandera. Pero encastillarse en esa visión supone encontrar una explicacion
monocausal para todo. Y supone condenarse a no entender que el americanismo es, ante todo, un hecho
social total, una dinámica que se autoreproduce y que acompaña a un designio concreto de globalización. Y
como tal, opera en el ámbito disperso del “soft power”, más que en el de las conjuras de gabinete.

Ser antiamericano no consiste en negarse a ver la televión, en no ir al cine, en taponarse las orejas para no
escuchar los cuarenta principales, en no llevar jeans, en no comer en Burger King o en Kentucky Fried
Chicken o en salirse de Facebook (por muy recomendable que todo esto pueda ser para la salud o para la
higiene mental).

Ser antiamericano no consiste en serlo de manera incompleta. Es decir, en limitarse a denunciar la versión
militar del americanismo, o los manejos de las multinacionales, o la polución medioambiental, o el
intervencionismo en el tercer mundo. Tampoco consiste en serlo de manera sectaria, es decir, siendo
proamericano cuando gobierna Obama y siendo antiamericano cuando gobierna Trump.3 Es en este tipo de
enfoque – parcial, reactivo, economicista– donde se revelan las carencias de autores como Noam Chomsky,
o la insuficiencia de la crítica neomarxista centrada en la denuncia del capitalismo y de la “explotación”.
Porque esa dialéctica de “dominadores y dominados” no llega a captar lo esencial. Y lo esencial es –en
palabras de Alain de Benoist– que “la alienación capitalista no se reduce a un problema de clases, sino que
se manifiesta ante todo por una transformación general de los espíritus: la conformación del imaginario a la
ideología de la mercancía (…) Los rasgos más negativos de la ideología americana dependen más de una
infraestructura social que de una superestructura impuesta”.4 Es a esa “infraestructura social” – y a sus
condicionantes culturales, sociológicos y políticos– a lo que aquí llamamos “americanismo”.

Ser antiamericano no supone hacer de los Estados Unidos el Enemigo Absoluto, el Gran Satán, el chivo
expiatorio de todas las desgracias del mundo. Este tipo de discurso es estéril, en cuanto funciona como
eximente de las propias carencias, y en cuanto al hacerlo estimula la autocomplacencia, el victimismo y el
resentimiento. En Europa, los Estados Unidos no deberían convertirse nunca en un culpable de sustitución,
ignorando que son los europeos, en primer término, los responsables de su propia insignificancia. Es la
impotencia de Europa la que hace la fuerza de los Estados Unidos. Se trata de ser pro-europeos, antes que
de ser antiamericanos. Estados Unidos ni siquiera tendría por qué ser un enemigo. Sí, eventualmente, un
adversario. Y en todo caso un contramodelo del tipo de sociedad que queremos.

Por su peso específico – y por ser el lugar clásico de producción del capitalismo– América es el centro
impulsor de esa gramática mundial unificada de las formas de vida (Constanzo Preve) a la que aquí
llamamos “americanismo”. Pero éste ha hecho metástasis. No es necesario que los americanos intenten
modelarnos a su imagen; ya lo somos, aunque no lo sepamos. Y nada asegura que, en el futuro, América
vaya a seguir controlando esa fuerza que ella misma ha desencadenado.

Antiamericanismo: instrucciones de uso

Un antiamericanismo consecuente debería ser integral y no fragmentario; debería ser autocrítico y no


victimista; debería ser racional, no emocional u obsesivo. No debería quedarse en un mero “anti” sino
afirmarse como expresión de otra visión del mundo: la alternativa a la del americanismo.

Un antiamericanismo consecuente debe partir de tomas de posición teóricas. En primer término, de la


crítica a esa visión (neo) liberal del mundo que, si bien es de raíz anglosajona, ha encontrado en Estados
Unidos su tierra de elección. La crítica al (neo) liberalismo no puede limitarse a los aspectos económicos,
sino que debe englobar los principios antropológicos (el homo oeconomicus), filosóficos y culturales del
mismo. Con un objetivo: desenmascarar el universalismo vehiculado por América; poner de relieve que éste
no es más que un etnocentrismo enmascarado que considera al resto del mundo como un “espacio
imperfecto”, susceptible de ser normalizado para devenir “comprensible y conforme al Bien” (Alain de
Benoist).

El americanismo es un sistema de matar a los pueblos. No por la eliminación física –sus intervenciones
militares, por destructivas que sean, no tienen intención genocida– sino desde la colonización de los
espíritus y la muerte del alma. Es por esta razón que las críticas puntuales al intervencionismo americano,
por justas que sean, son incompletas. Porque el americanismo se sitúa a otro nivel; se sitúa en el punto
neurálgico de un vasto proceso nihilizador: la conversión de todo lo existente –objetos materiales y
temporales, pensamientos y valores, sabidurías y religiones, identidades y formas de vida– en objetos de
consumo. El americanismo es la ruptura traumática de esa ecología de las civilizaciones (Hervé Juvin) que
asegura el equilibrio de las precariedades humanas, la contención de sus pulsiones destructoras. Por el
contrario, la imposición global de la sociedad de mercado supone, en su lógica interna, la guerra de todos
contra todos. Una carrera desaforada por la supervivencia y por el máximo beneficio. Asistimos a los
prolegómenos de esa guerra total.

Romper la narrativa hegemónica

¿Qué hacer? En primer lugar, “romper el marco” del americanismo.

Nos guste o no, vivimos y pensamos en el marco americano. Como enseña el lingüista George Lakoff, los
“marcos” son sistemas de significantes que encuadran una visión del mundo. Los marcos operan a través
del lenguaje, lo “enmarcan” en una estructura narrativa y, de esa forma, activan estructuras mentales
inconscientes que motivan los comportamientos. Como toda forma sofisticada de hegemonía, el
americanismo impone su propio marco. El americanismo se identifica con los valores de hipermodernidad,
de positividad y de progreso, y se interioriza en el inconsciente como una realidad objetiva e irrefutable.

El marco del americanismo funciona por oposiciones binarias: “modernidad” versus “arcaísmo”;
“innovación” versus “tradición”; “diversidad” versus “homogeneidad”; “multiculturalismo” versus
“xenofobia”; “tolerancia” versus “homofobia”; “multilateralismo” versus “nacionalismo”, “globalización”
versus “tribalismo”, “sociedad abierta” versus “sociedad cerrada” … y así sucesivamente. Una realidad dual
que no admite discusión: frente al “Imperio benéfico” de los Estados Unidos se alzan unos “reinos de
Mordor” donde pululan autócratas, fundamentalistas, homófobos, populistas, terroristas, teócratas,
islamistas, fascistas, comunistas, nacionalistas, xenófobos, machistas, paletos y demás villanos más o menos
barbudos y/o mostachudos.

Ni qué decir tiene: polemizar contra el americanismo desde dentro de ese marco es perfectamente inútil.
No tiene sentido intentar demostrar que no se está en contra de la libertad, que no se es homófobo, que no
se es racista, etcétera. Menos sentido tendría todavía declararse contra la democracia, o a favor de la
homofobia, o de la intolerancia, o del racismo, etcétera. De una forma u otra, todas estas posiciones
refuerzan el marco mental americanista.

Un antiamericanismo consecuente debe salir de ese marco. Debe ignorarlo o debe construir su propia
narrativa: la soberanía de los pueblos frente a las elites globalizadas; el Estado social frente al
neoliberalismo; las identidades colectivas frente a la hibridación multicultural; la política frente a la
“gobernanza”; la cultura popular frente a la cultura de masas; la “decencia ordinaria” frente a la lógica del
beneficio. Otra posibilidad es denunciar las contradicciones internas dentro del marco hegemónico. La más
evidente: el uso recurrente de la fuerza para imponer una visión unilateral de la democracia y los derechos
humanos.

El antiamericanismo como lucha por la democracia

Toda narrativa “antiamericana” se plantea hoy, necesariamente, como una reivindicación de la democracia.
Porque nos encaminamos hacia una era postdemocrática: hacia una “gobernanza” globalizada que se
sustrae a todo control político. El americanismo no es la hegemonía del pueblo americano sobre los otros
pueblos del mundo. El americanismo es más bien – como señalábamos arriba– una infraestructura y una
ideología: la de las elites transnacionales globalizadas (la “Nueva clase”) que imponen su agenda sobre los
pueblos y los Estados del mundo. La reivindicación de la democracia deviene así un argumento
antiamericanista

¿Una era postdemocrática? La extensión del modelo americano ha contribuido a adulterar, de forma
sinuosa, los “marcos” de comprensión del juego democrático. En su concepción clásica, la democracia se
remitía al ejercicio de la soberanía popular dentro de una comunidad política. Pero la soberanía popular se
ve hoy sustituída, como fuente de legitimidad, por el reconocimiento de la “sociedad civil” y el respeto a los
“derechos humanos”. De la democracia basada en el “demos” (pueblo), se pasa a una democracia de
individuos (ciudadanos) y de minorías (multiculturalismo), dentro de una sociedad contractual de contornos
vagos y abiertos, sometida a un continuo proceso de remodelación. La corrección política actúa, a través de
la disciplina moral de la palabra, como cancerbero ideológico del sistema. Y si es necesario, el sistema se
exporta por las armas. “En Europa ya no hay lugar para los Estados homogéneos” – anunciaba el General
Wesley Clark, en vísperas del bombardeo otánico de Yugoslavia–.

En esta tesitura, el papel asignado a las clases populares es el de “ponerse a la altura” de este proyecto.
Para describir este proceso, Christopher Lasch habla de la “política de la minoría civilizada contra la
democracia contra la democracia”.5 En otras palabras: de la revuelta de las élites contra el pueblo. El
objetivo es evitar que el pueblo, ignorante y versátil, se manifieste sobre asuntos que exceden a su
comprensión. La “gobernanza” – término extraído del management empresarial americano – se encargará
de gestionar los intereses en juego, a través de un sistema de interacciones muy similar al de los mercados.

El resultado, en suma, es la americanización en toda regla del cuerpo social. Bajo el imperio de los
“derechos” la soberanía queda sometida a las decisiones de los jueces, mientras que la destrucción de las
“tradiciones y costumbres que formaban el marco de las transacciones cotidianas” (Jean-Claude Michéa)
cede el paso a los dos recursos que el sistema deja, en última instancia, a los individuos: el recurso
sistemático a los tribunales y/o a la violencia.6 Así se vive en los Estados Unidos desde hace tiempo. Así se
vive cada vez más en Europa.

Contra la “Nueva clase”

Hemos llegado a un punto inédito en la historia: aquél en el que la democracia sólo será legítima cuando
haya producido un “nuevo pueblo” que sea digno de ejercer la soberanía, porque “habrá sido ya purgado de
la identidad del pueblo anterior”.7 La política deviene ingeniería social y el Estado una fábrica de la utopía.
Se trata de una empresa terapéutica, porque las resistencias ante la remodelación multicultural del mundo
serán presentadas como algo patológico: como disfunciones psicológicas, como manifestación de “fobias”,
como oposición irracional al sentido de la Historia. O bien se las criminaliza como “discurso de odio” (hate
speech). En la Unión Soviética se enviaba a los disidentes a pabellones psiquiátricos. En la era
americanomorfa se les estigmatiza como anormales, o como anacronismos andantes. Y se les califica de
peligro para la democracia.

A pesar de todo ello la utopía no cesa de levantar resistencias, especialmente entre los “demos”
condenados a remodelarse o a desaparecer. Pero la defensa de la soberanía popular – esa reliquia
simbólica–queda confinada a la “derecha populista” y es consecuentemente deslegitimada. Los individuos
son conminados a adaptarse a la democracia pluralista de Estados multiculturales.8 Y si rehúsan hacerlo la
solución no es cambiar de modelo, sino cambiar de pueblo.

La “Nueva clase” no aspira a la creación de un “Estado mundial”. Tampoco a un federalismo internacional.


La “Nueva clase” se encuentra cómoda en el magma de la “sociedad civil” internacional y en la dinámica de
las “redes”. Pero si la “Nueva clase” es un fenónemo global, la revuelta de los pueblos también lo es.
Europeos y americanos podrían tener, después de todo, bastante en común.

¿Sorpresa?

Conviene insistir en ello: existe “otra” América. Una América “no americanista”. Una América que no siente
interés por imponer su forma de vida al resto de los mortales. Una América cada vez más marginada y
abatida, que padece los efectos de las políticas globalizadoras y que paga con su sangre aventuras
imperiales en las que no obtiene beneficio alguno. Es la América tradicional, comunitaria y libertaria –
heredera del espíritu pionero de los orígenes– que no se siente representada por las aristocracias políticas
de la Costa Este, ni por los neocon empeñados en remodelar el mundo, ni por la superclase globalizada que
dicta las normas de la corrección política. Ésa es la América que ha cristalizado en una forma autóctona de
populismo. Un fenómeno inédito en la política norteamericana, que la aproxima a esa rebelión contra las
elites que prende también en muchos países de Europa.

Sólo en esta clave –la de la rebelión contra esa “revuelta de las elites” de la que hablaba Christopher Lasch–
se hace comprensible la inesperada victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de noviembre
2016.

Multimillonario y showman, empresario pragmático e histrión desmadrado, provocador anti-establishment


y representante del capitalismo sin frenos: Trump es un genuino producto del planeta americano. No cabe
duda de que la elección de un apestado de la corrección política ha sido un acontecimiento histórico, un
shock que seguramente irradiará a todo el mundo. La victoria de Trump viene a poner a prueba la resiliencia
del establishment político, social, económico y cultural americano. Porque conviene tenerlo presente: más
allá de los cánticos beatos a la “primera democracia de la tierra”, Estados Unidos es, ante todo, un sistema
oligárquico. Todo Presidente electo se encuentra limitado, no ya por los checks and balances
constitucionales – Congreso, Senado, Tribunal Supremo– sino por los verdaderos detentadores del poder:
por los lobbies, por Wall Street, por el complejo militar-industrial, por una oligarquía, en suma, cada vez
más transnacional y cada vez más globalizada.

En esta difícil tesitura, está por ver en qué forma ese populismo – incubado en sordina tras varias décadas
de neoliberalismo – podría contribuir a hacer de América un país algo más normal. Es decir, un país que
deje al resto del mundo en paz. Sea como fuere, los europeos no deberían perder de vista una cruda
realidad: ya sea con Trump o con cualquier otro, lo que es bueno para Estados Unidos no tiene porqué
serlo, necesariamente, para Europa.

Hubo un día, en el antiguo bloque soviético, en el que la realidad real triunfó sobre la realidad oficial; ese
día, los que antes eran “candidatos” al pabellón psiquiátrico pasaron al otro lado. Cabe preguntarse si algún
día, en Europa, podría pasar algo parecido. En noviembre 2016 los americanos parecen haber dicho sí se
puede.

¿Adios al paraíso?

¿Es posible una Europa que deje de ser un protectorado? ¿Está Europa condenada a ser una colonia militar
y una reserva económica de los Estados Unidos?

Europa es presa de un “síndrome de impotencia preventiva” (Constanzo Preve). Es la sensación de que todo
está ya decidido, porque Estados Unidos encarna la Técnica inexorable de la “modernidad posmoderna”, y
contra la Técnica ninguna resistencia es posible.9 Un síndrome que se acompaña de una utopía: la ilusión de
poder vivir, de forma indefinida, en un paraíso posthistórico. Sobre estos pilares se apoyan los cipayos del
atlantismo.

Para reencontrar su libertad política, Europa debería salir de esa ilusión. En un entorno de caos geopolítico y
de potencias regionales emergentes, Europa debería abandonar su fuga de la realidad. Para ello podría
inspirarse en otros actores internacionales. También en los propios Estados Unidos.

Los Estados Unidos son una potencia universalista (promoción de los derechos humanos, democracia,
gobernanza global). Pero eso no les impide ser también soberanistas y cultivar una mitología propia. Los
europeos, por el contrario, “piensan y actúan como si el Estado pudiera ser arrumbado al trastero” (Pierre
Manent). “El excepcionalismo europeo –escribe Francis Fukuyama– no se compromete con los pueblos, y se
funda sobre la voluntad de superar el Estado-nación (…) Pero se trata de un excepcionalismo que sólo existe
para aniquilarse inmediatamente. Querer emanciparse del Estado-nación y reivindicar una existencia
fundada únicamente sobre los derechos humanos equivale a negar la especificidad de la propia
existencia”.10 Europa se mantiene, desde hace tiempo, en un empeño sostenido de auto-negación.

¿Podrá Europa, algún día, salir de su letargo? De momento es difícil pensarlo. Aunque nada está escrito.
Nunca lo está. Tal vez llegue un día en que se produzca una reación en cadena. Para ese día, los pueblos
europeos deberían contar con un discurso propio, ajeno al del americanismo. Pueblo, patria, soberanía,
democracia, identidad, multipolarismo: éstas son las palabras que más duelen. La lucha por el propio
“marco” pasa por la reapropiación del lenguaje, y por la creación de uno nuevo.

Ventana al vacío

Verá usted Capitán, cuando mi abuelo y mi tío abuelo llegaron aquí, no había nada. Los vietnamitas no eran
nada. Así que trabajamos duro, muy duro, y trajimos caucho de Brasil y lo plantamos aquí. Nos unimos a los
vietnamitas, trabajamos con ellos y creamos algo. Algo de la nada. Así que cuando me pregunta por qué
queremos permanecer aquí, Capitán, queremos permanecer porque ésto es nuestro, porque nos
pertenece. Porque mantiene a nuestra familia unida. ¡Luchamos por eso! Mientras que ustedes americanos,
ustedes luchan por la mayor Nada de la historia.

APOCALYPSE NOW REDUX (Francis Ford Coppola 1979)


“Los límites del lenguaje son los límites del mundo”, decía un filósofo del siglo XX. Algo así debió de
experimentar el aristócrata francés Alexis de Tocqueville, cuando en 1840 trató de encontrar palabras para
describir el Nuevo Mundo: “busco en vano una expresión que reproduzca exactamente la idea que me hago
de ello y que lo exprese; la cosa es nueva. Hace falta, pues, intentar definirla, puesto que no soy capaz de
darle nombre”. Es difícil no leer estos párrafos de La democracia en América sin sentir un escalofrío. El
mismo que debió sentir su autor. Antes de que en Sils María se anunciara el nihilismo, Tocqueville ya se
había asomado al vacío.

Una Venecia sintética en Las Vegas. Un castillo románico en California. Kitsch, simulacro y asepsia. Luces de
neón y autopistas infinitas. ¿Qué son esos archipiélagos de parcelas adosadas? ¿Qué son esas vecindades
monótonas y atrincheradas? ¿Qué son esos guetos sin pasado ni futuro? ¿Qué son esos “shopping malls”
iguales de costa a costa? ¿En qué piensan los personajes de los cuadros de Hopper?

Bulimia del shopping, culto al dinero. Deglución de mitos y de formas de vida. Multitudes de todas partes y
de ninguna. “Triunfo del olvido sobre la memoria. Ebriedad amnésica e inculta”.11

¡Emancipación sin límites! ¡Gozo! ¡Inmortalidad! Éso nos promete Silicon Valley. Vivir eternamente en el
Reino de lo Igual.

¿Por qué ser antiamericano? Tal vez por la intuición de que las culturas son custodias de algo más precioso
que ellas mismas: formas de relación con el mundo. Cada cultura es una ventana abierta. Las ventanas van
cerrándose. El vacío es claustrofóbico. América es claustrofóbica.

América es Occidente. Es la tierra del ocaso, del fin de toda cultura. Occidente es el sepulcro de Europa. ¿Es
posible un “antiamericanismo” europeo? ¿Un reverso en negativo de un anhelo positivo? ¿Es lícito pensar
una nueva aurora?

Bien mirado, los “buenos europeos” ni siquiera tendrían necesidad de ser “antiamericanos”. Tal vez América
existe como imperio porque nosotros lo creemos. Bastaría con volver la vista… puede que entonces se haya
devanecido.

Pero los “buenos europeos” –aquellos a los que aludía Friedrich Nietzsche – continúan siendo nostalgia del
porvenir…

1 La historia demuestra que el americanismo sólo ha retrocedido frente a aquellas resistencias que, fuera
cuál fuere su ideología, se identifican ante todo con los pueblos y con las patrias. Algo que la izquierda
posmoderna ha olvidado. Ésta ya no cree en los pueblos ni en las patrias: ha tomado el partido de los
“nómadas” y prefiere creer en los “ciudadanos”, en las “multitudes” o en la “gente”.

2 La izquierda “progre” suele ser antiamericana cuando gobiernan los republicanos y proamericana cuando
gobiernan los demócratas, como lo demuestra su indiferencia ante las múltiples intervenciones militares del
Presidente Obama (Oriente Medio, Asia Menor, Ucrania).

3 O viceversa, en su caso…

4 Alain de Benoist, L´anti-américanisme de droite, de gauche et d´ailleurs. En Krisis nº 43, mars 2016, pag.
82-83.

5 Mathieu Bock-Côte: Obra citada, pag. 273.


6 Jean-Claude Michéa: L´Enseignement de l´ignorance, et ses conditions modernes. Climats 2006, pag. 111.
Christopher Lasch: The revolt of the elites and the betrayal of democracy. W.W. Norton &Company 1996.

7 Mathieu Bock-Côte, Le Multi-culturalisme comme Réligion politique. Les Éditions du Cerf 2016, pag. 220.

8 Mathieu Bock-Côte, Le Multi-culturalisme comme Réligion politique. Les Éditions du Cerf 2016, pag. 212.

9 Constanzo Preve, La quatrième guerre mondiale. Éditions Astrée, 2013, pag.174.

10 Francis Fukuyama: L´exceptionnalisme américain et la politique étrangère des États-Unis, en Politique


américaine 2005. Pierre Manent: La Raison des nations. Gallimard 2006. Citados por Mathieu Slama: La
guerre des mondes. Réflexions sur la croisade idéologique de Poutine contre l´Occident. Éditions de Fallois
2016, pags. 110-111.

11 Jean Baudrillard, Amérique. Grasset 2008, pag. 12

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