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DEL ROMANTICISMO A LA TEORÍA CRÍTICA

La filosofía de la teoría literaria alemana


Andrew Bowie

Traducido por
Chuit, Roberto Alejandro
Filloy, Constanza

INTRODUCCIÓN
Renovando el canon teorético

LAS RAÍCES DE LA TEORÍA LITERARIA

La historia de la preocupación acerca del objeto del estudio de la literatura, y acerca de cómo
restablecer el significado de los textos literarios es en efecto una historia muy larga:

-Creo yo, Sócrates, que, para un hombre, parte importantísima de su educación es ser
entendido en poesía. Es decir, ser capaz de comprender lo que dicen los poetas, lo que
está bien y lo que no, y saber distinguirlo y dar explicación cuando se le pregunta.
(Platón, Protágoras 339)

- Pues me parece que el dialogar sobre la poesía es mucho más propio para charlas de
sobremesa de gentes vulgares y frívolas. Ya que estas gentes, porque no pueden tratar
unos con otros por sí solos mientras beben, con opinión propia ni con argumentos suyos,
a causa de su falta de educación, encarecen a los flautistas, pagando mucho en el alquiler
de la voz ajena de las flautas, y acompañados por el son de éstas pasan el tiempo unos
con otros. (Platón, Protágoras 347)

Las preguntas acerca de la ‘poesía’ y la literatura se encuentran de hecho inseparablemente


conectadas con la historia de la filosofía occidental, incluyendo, como veremos más adelante, aspectos
de esta misma filosofía, como la filosofía analítica, que por lo general tiene pocas preocupaciones
directas por la literatura. El punto de partida de este libro es la emergencia, en un momento decisivo
del desarrollo intelectual de la modernidad, de la preocupación teórica por el status de la noción de la
literatura. Efectivamente, más adelante mostraré que la ‘literatura’ surge en cuanto tal en este período
específico, pues, con anterioridad a la preponderancia de las concepciones no teológicas del lenguaje
en la segunda mitad del siglo dieciocho, identificar aquello que hace a un texto ser ‘literario’ no
constituye necesariamente una cuestión de mayor relevancia.
El ascenso de la ‘literatura’ y el ascenso de la estética filosófica —esto es, de una nueva
preocupación filosófica por el entendimiento de la naturaleza del arte— son fenómenos inseparables,
que están vitalmente conectados a los cambios en las concepciones acerca de la verdad en el
pensamiento moderno. Es este último aspecto de la pregunta acerca de la literatura, que ha sido a

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menudo abandonado por la teoría literaria basada en los supuestos del estructuralismo y el
posestructuralismo francés, el que será central en este libro: he aquí entonces mi deseo de ofrecer
algunas consideraciones acerca de la filosofía de la teoría literaria alemana más que de la ‘teoría
literaria alemana’ a secas.
¿Por qué, pues, la teoría literaria ha recibido tan sostenida atención en los años recientes? Sin
duda el sentimiento justificado de que el estudio académico de la literatura puede estar bastante cerca
de aquello que sucede en las ‘charlas de sobremesa de gentes vulgares y frívolas’ fue un factor en el
ascenso de la teoría literaria a finales de la década de 1960. Sin embargo, las motivaciones detrás de
las diferentes posiciones en la teoría literaria han sido tan diversas que resulta difícil ver cualquier
denominador común entre ellas. Estas motivaciones han comprendido desde deseos cientificistas de
probar que uno puede realizar declaraciones empíricamente comprobables –del mismo tipo que
podrían realizarse sobre fenómenos físicos- sobre los textos literarios (como en ciertas versiones del
estructuralismo), hasta el deseo de desenmascarar la clase o la ideología de género incluso en los más
admirados productos de la cultura literaria occidental (dentro de las más variadas versiones del
marxismo y la teoría feminista). Por fuera de la diversidad de perspectivas, estas posiciones han por lo
menos compartido la necesidad de establecer cierta forma de legitimidad de los estudios literarios, de
a momentos reflexionando sobre los objetivos compartidos que la teoría pretendía alcanzar. La teoría
literaria se encuentra, pues, usualmente ligada a la necesidad de legitimar el estudio de la literatura, o
más bien, y lo que es más significante, a la insinuación de que esa legitimación hoy se encuentra
ausente. Uno de mis mayores intereses aquí es mostrar cómo los análisis de algunos de estos intentos
por legitimar los estudios literarios nos llevan directamente a ciertas áreas claves de la filosofía
moderna. La necesidad de integrar las disciplinas del estudio de la literatura y la filosofía en nuevas
vías es, creo, vital para la subsistencia de ambas disciplinas: en el desarrollado mundo occidental no
hay ningún tipo de necesidad política o social inmediata en revelar los aspectos ideológicos de las
obras literarias capitales de la burguesía, y es tiempo de que los críticos más radicales admitan este
hecho. Mucho trabajo importante debe realizarse, aún, en mostrar cómo ciertos problemas que salen a
la luz en relación al estudio de la literatura están, siempre que conectados a aportes de la filosofía
contemporánea, emparentados con problemas relativos a la comprensión que tenemos de nosotros
mismos, lo que juega un rol importante en el desarrollo de relaciones con casi cualquier área de la
sociedad moderna.
A pesar del enorme éxito e influencia de la teoría literaria, influencia que empezó en los
últimos años de la década de los ’60, existe ahora la creciente sospecha, incluso dentro de sus propios
practicantes, de que la teoría literaria se encuentra en crisis. Las señales de esta sospecha han sido, por
obvias razones, ávidamente aprovechadas por quienes, en primer lugar, nunca tuvieron ningún tipo de
relación con la teoría literaria. A pesar de lo trillado de los argumentos de muchos oponentes
tradicionalistas a la teoría literaria, se ha vuelto claro que algunos de los postulados más ambiciosos
de la teoría literaria deben ser revisados y que, en particular, algunas de las más extremas versiones de
la teoría postestructuralista ya no pueden ser defendidas. Este libro pretende, entonces, a la luz del
debilitamiento de la euforia que inevitablemente le sigue a cualquier reorientación fundamental en una
disciplina académica, proveer de un nuevo ímpetu al trabajo teórico en todas las aéreas de las
humanidades, cambiando el foco del debate teórico en una dirección un tanto más consciente de los
aportes que ha realizado la filosofía. Este libro también pretende mostrar cómo la extrema oposición a
la teoría literaria se encuentra simplemente equivocada, puesto que las bases esenciales de tales
reflexiones han estado entre nosotros al menos desde el romanticismo alemán y forman parte de las
corrientes principales de la filosofía actual. A este respecto, el hecho mismo de que la teoría literaria
no haya sido, a pesar de sus profundas raíces históricas, un problema tan controversial en Alemania
como sí lo fue en Gran Bretaña, Francia y EEUU, debería obligarnos a realizar una pausa que nos
permita pensar sobre aquellos que se oponen tan implacablemente a ella. Esta diferencia de conducta

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frente a la teoría literaria ha tenido también que ver con las percepciones contrapuestas de la
naturaleza y el rol de la filosofía en la cultura intelectual de esos países.
¿Por qué entonces escribir un libro que se centra en la tradición alemana de la reflexión sobre
la literatura? La respuesta inicial es que las tradiciones filosóficas alemanas que pretendo explorar son
las “condiciones de posibilidad” históricas y teóricas de la nueva ola que se desarrolló desde 1960 en
adelante en las obras de Roland Barthes, Michel Foucault, Jacques Derrida, Paul de Man y otros.
Parecerá evidente, sin embargo, que las tradiciones alemanas puestas aquí en foco todavía deben ser
comprendidas en toda su profundidad, lo que en definitiva afectará nuestro entendimiento de la
reciente teoría francesa. Una legitimación un tanto más obvia para un libro de este tipo es el hecho de
que muchas personas en el marco de los estudios germanos, espacialmente en Gran Bretaña, han
fallado en establecer relaciones con la teoría literaria francesa y norteamericana, y ni hablar con la
teoría alemana. Muchos interesados en los estudios alemanes podrán leer algo de Immanuel Kant o
algo de Friedrich Schlegel, o incluso algo de Walter Benjamin, pero hay aún muy poca consciencia de
que los problemas que estos pensadores abordaron se encuentran bastante cercanos a problemas que
hace que ciertas figuras eminentes de los estudios alemanes y de diferentes áreas de la humanidad se
sientan un tanto molestos cuando son emparejados con el nombre de Jacques Derrida. Como veremos,
una parte aparentemente muerta de la historia de las ideas alemanas, como la ‘Controversia Panteísta’
que comenzó en 1783, involucra muchas de las preguntas que habrían de guiar de forma conjunta
tanto al post-estructuralismo como así también a algunos dilemas de la filosofía analítica
contemporánea. Más que productos de una nueva moda, estos problemas de hecho involucran una
historia que se remonta al menos al comienzo del romanticismo alemán. La importancia de esta
tradición será también explicitada desde otra dirección: algunos acercamientos al problema del sentido
por parte de la filosofía analítica se han mostrado, al menos recientemente, realmente distantes de las
preguntas formuladas por la tradición de la hermenéutica filosófica alemana, cuyos orígenes juegan un
rol protagónico en aquello que pretendo decir aquí. El hecho es, sin embargo, que algunos de los más
interesantes desarrollos en la filosofía norteamericana contemporánea, como los trabajos de Donald
Davidson, Hilary Putnam, Richard Rorty y otros, se acercan de forma destacable a ciertos aspectos de
una tradición que, con la excepción de Kant, nunca ha sido mencionada por la mayoría de los
filósofos analíticos.

LITERATURA, ESTÉTICA E IDEOLOGÍA

¿Qué, pues, es aquello que entiendo por ‘teoría literaria’? ¿No estoy acaso fallando al ver que,
si debe ser explicado el revuelo generado por la teoría literaria, algo radicalmente nuevo debe haber
ocurrido al final de la década de 1960, que cambió el modo en el que mucha gente abordó la
literatura? Todo depende, en última instancia, de lo que pueda llegar a ser entendido como una
innovación real en el campo de la teoría literaria. En su invaluable Una introducción a la Teoría
Literaria, Terry Eagleton cita el ensayo ‘El arte como artificio’ de 1917 del formalista ruso Viktor
Shklovski como el momento decisivo en el desarrollo de aquello que habría de conocerse más tarde
como teoría literaria. En ese ensayo, Shklovski intentó establecer modos de análisis de los textos
literarios que corrían muy por fuera de aquellos proyectos que pretendían acercarse al significado de
los textos a partir del estudio de la biografía del autor, la historia o el tiempo de producción del texto,
u otros factores externos al texto. Para Shklovski y los formalistas rusos, las técnicas lingüísticas en el
texto literario que ‘desfamiliarizaban’ nuestra percepción habitual se convirtieron en el criterio de la
‘literaturiedad’. Al concentrarse por tanto en particularidades verificables del lenguaje en el texto, este
abordaje movió el foco de la interpretación desde aquella idea según la cual uno va reconstruyendo el
sentido intencionado del autor hacia la suposición de que el sentido del texto no se encuentra en
absoluto constituido de forma primaria por las intenciones de quien escribe. Lo que entendemos son

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las palabras en las páginas, cuya comprensión no requiere el conocimiento de aquello que pretendió
plasmar quien trazó esas líneas: comprendemos a través de las reglas y los contextos del lenguaje con
el que estamos familiarizados, y no por el acceso a los actos mentales de otros. Una forma similar a
esta forma de abordar el problema del sentido habría de ser también compartida por la tradición
analítica de la filosofía, que se desarrolló a través de Gottlob Frege, y otros, de forma paralela a las
tempranas manifestaciones de la teoría literaria, como ser el trabajo de Shklovski. El aspecto vital de
este cambio de pensamiento en la teoría literaria fue, pues, el desplazamiento del lugar del significado
desde el autor al texto mismo, cambio que habría de colocar la atención en el rol del lector en la
constitución del significado textual.
A la luz de la importancia que tuvo para la emergencia de la teoría literaria este
desplazamiento de la pregunta por el autor en beneficio de la pregunta por el lenguaje, podría parecer
un tanto arriesgado sugerir que los verdaderos fundadores de la teoría literaria hayan sido los
pensadores románticos Friedrich Schlegel, Novalis (el pseudónimo de Friedrich von Hardenberg) y
F.D.E. Schleiermacher, en sus obras de los años 1790 en adelante. Estas obras fueron, por supuesto,
escritas de forma previa al desarrollo del tipo de lingüísticas supuestamente capaces de establecer
normas claras y vinculantes del lenguaje ordinario, lenguaje ordinario que la literatura, según
Shklosvky, habría de transgredir. De hecho, muchos acercamientos a la teoría literaria han visto a la
tradición hermenéutica que se desarrolla como parte del romanticismo alemán precisamente como la
fuente del tipo de interpretaciones que coloca el sentido alrededor del autor, y que por lo tanto lleva a
la crítica literaria a la búsqueda de ese sentido a partir de la reconstrucción de los contextos del mundo
interno y externo del autor. Pues bien, si la teoría literaria se basa justamente en el desplazamiento de
este paradigma de la hermenéutica, ¿por qué declarar que comienza durante el temprano
romanticismo?
Las razones de mi versión de la historia de la teoría literaria se vuelven tanto más claras si
consideramos al ensayo de Shkolvski desde otra perspectiva. Más que ver este ensayo en términos de
teoría lingüística y textual, y por tanto, reservándolo como un prototipo de las teorías estructuralistas y
post-estructuralistas, podemos ver más bien sus argumentos como afirmaciones propias de la Estética.
El aspecto ‘estético’ del texto literario puede ser aquí simplemente entendido como aquello que no
está ligado a normas lingüísticas formales, como aquello que es significante precisamente a causa de
su carácter ‘desvinculado’. El punto vital es que un entendimiento serio del rol de la Estética en la
teoría literaria nos permite observar muchos aspectos de la obra de Derrida—y de otros— más como
la continuación de una tradición de la filosofía moderna, que como una forma totalmente novedosa —
y no por ello reprochable— de abordar la filosofía. En el formalismo ruso un texto cobra carácter
estético si revela aquello conocido bajo una nueva luz, esto es, volviendo ajeno lo familiar. El análisis
de tal tipo de revelación siempre fue admitido al nivel de las normas lingüísticas, y la teoría literaria
ha tendido en muchas ocasiones a reposar sobre particulares —y a veces cuestionables—
concepciones del lenguaje, derivadas en particular del formalismo y de la lingüística saussureana. Lo
que me interesa aquí, sin embargo, es cómo esta revelación en sí misma debe ser entendida. Este es un
problema acerca de la relación entre la noción de literatura y la estética, más que un problema acerca
de la relación entre la noción de literatura y la lingüística. Por debajo de muchos de mis argumentos
subsecuentes existe la premisa según la cual sin este cambio en la orientación hacia la estética la
teoría literaria terminará eventualmente despojada de toda herramienta válida para hablar acerca de la
‘literatura’, con consecuencias que me encargaré más delante de tratar.
Eagleton sostiene que la ‘desfamiliarización’ es una posibilidad inherente a cualquier uso del
lenguaje. Esto puede significar o que deberíamos abandonar la noción de ‘desfamiliarización’ como
un medio confiable para identificar a la literatura, o que –aspecto que Eagleton ignora por completo—
aquello que puede resultar definitivo en la discusión acerca de la literatura puede no ser en absoluto
un problema lingüístico. Mucho aquí está determinado por aquello que entendemos por lenguaje, y

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prometo utilizar un tiempo considerable en desarrollar este tema en los capítulos siguientes. El hecho
de que la ‘desfamiliarización’ no deba ser entendida únicamente en términos lingüísticos es evidente
en cualquier tipo de experiencia estética: por ejemplo, una pintura o una pieza musical también
pueden desfamiliarizar nuestras ‘percepciones habituales’. La desfamiliarización lingüística puede,
por lo tanto, ser vista como una de las formas de lo que Martin Heidegger llamó la capacidad de
‘apertura del mundo’ del arte, el arte aquí siendo entendido como aquello que ‘abre’ el mundo desde
una nueva perspectiva: en este contexto Manfred Frank (1989b) cita el dictum de Paul Klee donde
más que más que copiar o representar aquello que ya se sabe que está allí, ‘el arte vuelve visible lo
real’. Los ejemplos de la música no verbal o del arte visual no-representativo pueden sugerir por qué
la capacidad de ‘abrir’ el mundo debe ser entendida como algo más que una mera desfamiliarización
lingüística. A pesar de que podamos no ser capaces de establecer exactamente qué es aquello que se
nos revela por una pieza musical, esto no significa que dicha pieza no sea significante en algún
sentido determinante. Lo mismo aplica, como veremos más adelante, a nuevas ‘metáforas’ que no son
posibles de ser parafraseadas. Las implicancias de estos aspectos de la Estética han sido por lo general
desconocidos por muchos de los existentes proyectos de la teoría literaria, debido al deseo de
desenmascarar a aquellas que han sido vistas como las tendencias reaccionarias del intento de
comprensión del arte y la literatura en la tradición burguesa de Occidente. Más adelante trabajaré
sobre la idea de que la evaluación que se ha realizado de la tradición moderna de la Estética en Europa
se encuentra, tanto en términos de progresismo político como en términos de utilidad interpretativa,
gravemente equivocada.
Hasta ahora no hemos llegado para nada lejos en una definición satisfactoria del arte más que
a través de la sugerencia de que el problema en cuestión se encuentra en efecto relacionado a las
preguntas históricas de la Estética acerca de qué puede llegar a ser aquello que entendemos por arte.
Esto podría parecer más una regresión a antiguos problemas que un acercamiento potencialmente
nuevo, pero quiero insistir en que los viejos problemas de la Estética todavía se encuentran entre
nosotros. Eagleton sostiene que ‘no hay una ‘esencia’ de la literatura” (1983, p9), puesto que
cualquier uso del lenguaje que se desvía de las prácticas lingüísticas establecidas puede provocar
cierta ‘desfamiliarización’. Esto es, sostiene Eagleton, una mera cuestión de juicios ideológicos en
relación a aquello que entendemos por ‘literatura’, un hecho que se refleja en las batallas por la
constitución del canon compuesto por aquellas obras social y académicamente legitimadas. La
literatura es, como tal, un término funcional usado en relación a ciertos textos que han recibido alguna
forma aprobación cultural en una clase o sociedad en particular. El problema de central importancia es
aquí, pues, cómo la noción de juicio en sí misma es entendida. El trabajo de Eagleton debería
centrarse pues en establecer distinciones claras entre diferentes tipos de juicio, entre los cuales se
encuentra el juicio estético, que habría de estar presumiblemente ligado de forma inherente a la
ideología. El hecho de que todos los juicios –sean cognitivos, morales o estéticos— involucren
necesariamente una evaluación profunda no parece acomplejar a Eagleton en absoluto. Lo que
importa, en todo caso, son las consecuencias que pueden ser establecidas por el funcionamiento de las
evaluaciones en contextos históricos específicos. Eagleton ve a la ‘literatura’ como un fenómeno
inextricablemente implicado en las formas de legitimación social del poder y el control, que de forma
más notable se presentan en la sociedad europea moderna. No tiene, pues, una ‘esencia’ en tanto el
funcionamiento de estas formas de dominación son tan diversas que el hecho mismo de referirse a la
literatura como un fenómeno audessus de la mêlée (“por encima de la disputa”) habría de contribuir,
al esconder sus raíces ideológicas, a la función ideológica de aquellos textos que son valorados en
específicos períodos en nombre de la literatura.
Sin embargo, el error de identificar a la literatura como un ‘específico, delimitado objeto de
estudio’ (p.2005), del mismo modo como consideramos, digamos, a los elementos químicos como
objetos de estudios específicos y delimitados, es un argumento poco persuasivo para introducir a la

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literatura en su totalidad en el marco de la teoría de la ideología que Eagleton pretende realizar. Es
evidentemente incorrecto subestimar las funciones ideológicas de aquello que una sociedad o clase
considera literatura. El peligro, aún en este marco, es sin embargo que la noción de ideología puede
volverse irreparablemente vaga, puesto que cualquier artefacto cultural puede terminar por ser
analizado, si tiene efectos visibles en las percepciones y en la comprensión de los miembros de una
sociedad, en su mera función ideológica. Muchas delimitaciones importantes deben ser realizadas en
este punto si pretendemos que la noción de ideología no se vuelva algo completamente vacuo.
Eagleton sostiene que la literatura se encuentra ligada a las formas existentes de dominación de la
sociedad en la cual emerge. A pesar de esto, la caracterización de la función ideológica de las novelas
de Theodor Fontane, por ejemplo, en relación a los miedos sobre las agitaciones sociales en el período
Wilhelmine, podría obliterar otras perspectivas desde las cuales se mostrase cómo estos textos
también tenían la capacidad subvertir la perspectiva ideológica dominante de su tiempo. Este tipo de
ambigüedad interpretativa nos coloca frente un problema: o bien la posibilidad de la multiplicidad de
lecturas es un hecho meramente ideológico, o bien alguna interpretación en específico puede llegar a
invalidar a otras en tanto nos habla más sobre la capacidad de la obra de revelar el mundo. También
señala el hecho de que una de las más vitales características de un texto en tanto que literario es el de
provocar cierto tipo de ambigüedad interpretativa. Este hecho por sí solo no nos permite establecer un
criterio para la definición de la literatura –habida cuenta de que la noción de criterio, como mostraré
más abajo, puede ser en sí misma problemática siempre que nos refiramos a la literatura—, sin
embargo no deja de ser notable que los textos que retienen cierta ambigüedad interpretativa en
contextos completamente diferentes parecen ser aquellos textos a los cuales el nombre de literatura les
es hoy por hoy atribuido. Es probable que muchos otros textos hayan tenido la posibilidad de realizar
esto si no hubiesen sido excluidos de las valoraciones culturales dominantes, pero el hecho de que la
historia de la cultura involucre un alarmante dispendio de obras de gran valor no significa que esas
obras que han tenido la suerte de sobrevivir lo hayan hecho sólo a cuestas de haber encajado en el
marco de las expectativas de la ideología dominante.
Un peligro tal vez mucho más importante en la posición de Eagleton para un acercamiento
radical hacia la literatura es que la interpretación de un texto en el marco de las funciones ideológicas
del contexto histórico que le dio emergencia puede volver al texto inerte para sus lectores
contemporáneos. Si la izquierda insiste (erróneamente) en que Shakespeare fue ideológicamente un
proto-Tory, la derecha podrá agradecerle la posibilidad de incluir a Shakespeare como parte de su
herencia, lo que haría que los mayores íconos culturales de la izquierda se vuelvan, en comparación,
diminutos (ver Ryan, 1995). En ese caso, ¿qué debería hacer la izquierda con figuras como Richard
Wagner? La incapacidad de establecer relaciones con las más poderosas obras de la cultura burguesa,
como aquellas de Wagner, y por fuera de su incuestionable relación con el barbarismo, significa que
todavía no entendemos por qué esas obras son aún potentes en modos que no pueden ser en última
instancia captados por la categoría de ideología y que no pueden tampoco ser reducidos a una mera
función ideológica derivada de sus raíces barbáricas. A pesar de que grandes obras de arte
invariablemente involucran aspectos que deben ser fervientemente denunciados por críticos
preocupados por la emancipación humana, es definitivamente fatal reducirlas a estos aspectos.
Por debajo de estas incógnitas se encuentra la razón por la cual uno se preocupa por estas
obras, especialmente cuando uno se encuentra motivado principalmente por desenmascarar sus
funciones ideológicas. De hecho: si esta es realmente una preocupación primaria —es decir,
considerar que el desenmascaramiento es esencial—, no es sino porque uno ya ha considerado
previamente que esas obras ejercen en efecto una influencia ideológica a través de su poder estético.
Esta suposición ya concede por sí misma mucho a la Estética, en tanto la atención prestada por ciertos
críticos radicales a obras del canon descansa bien sobre el hecho franco de que estas obras son
efectivamente —de forma acertada o equivocada— las obras que son estudiadas y leídas, o bien sobre

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el hecho de que las obras clásicas tienen de alguna forma algo diferente, independientemente de la
sombra ideológica que ellas invocan. A menudo la malversación ideológica es tan evidente, como en
la recepción de la obra de Goethe y Hölderlin por el nazismo, que se vuelve realmente difícil mostrar
que tal o cual lectura es, en efecto, una malversación. La malversación ideológica sin embargo
presenta el problema vital de si la constatación de esa malversación es lograda desde una posición que
no es meramente una perspectiva ideológica. Observaré estos problemas en detalle en el Capítulo 5
pero es importante advertir desde ahora la complejidad que suponen para una perspectiva radical de la
literatura. El hecho de que la obra de Goethe es aún importantes puede ser y de a momentos es el
resultado de su ideología reaccionaria y patriarcal —pensemos en el evidente sexismo en relación a la
gran diferencia de destinos de Gretchen y Fausto al final de la Parte II de Fausto— pero empezar con
esta suposición es perder desde el vamos la batalla, en tanto intentar revelar qué otra cosa pudieran
haber querido decir o qué otra cosa pudieran significar estas obras sólo podrían ser problemas de
segunda importancia. Sin ninguna orientación hacia el entendimiento de la potencia de verdad en el
arte como fenómeno que excede al problema de la ideología, la mayoría de los más esenciales
problemas concernientes al significado del arte no podrían ser jamás sometidos a discusión. La tarea
de vital importancia aquí es desarrollar consideraciones serias acerca de la verdad que permitan que
estos problemas en efecto salgan a la luz: esta será una preocupación constante en lo que resta de este
trabajo.
En tanto las evaluaciones culturales están en constante transformación, Eagleton tiende a
considerar que la mejor forma de trabajar sobre ellas es a través de la categoría de ideología. Oculto
detrás de esto se encuentra el supuesto de que la ‘verdad’ sería aquello que no se encuentra sujeto a
ningún tipo de transformación continua y que no se encuentra, tampoco, vinculado al ejercicio del
poder, y que por tanto, la tarea de la verdad sería algo así como asir la ‘esencia’ del objeto. Eagleton
cita el famoso dilema de Marx —siguiendo el supuesto según el cual el nivel de desarrollo social y
económico de una sociedad debiera verse en cierto punto emparejado al nivel de desarrollo cultural—,
acerca del ‘encantamiento eterno’ del arte griego, sugiriendo que es equivocado ver a este
encantamiento como eterno, puesto que las condiciones culturales y sociales pueden cambiar y puesto
que nuestras evaluaciones positivas acerca del arte griego podrían ser revisadas por completo en algún
punto en el futuro. Aún más, sostiene que nuestro interés contemporáneo en el arte griego no es sino
un producto de una cultura particular. En cierto sentido, esto es una perogrullada: si nuestra cultura no
se encontrase al menos levemente interesada por el arte griego, no tendríamos, en principio, ningún
acceso efectivo a él. Podría suceder que la tragedia griega se vuelva para nosotros algo completamente
distante en alguna sociedad futura (como es sin duda algo completamente contingente en muchas
sociedades actuales) sin embargo no lo sabemos, lo que hace que el argumento de Eagleton no deje de
ser una mera suposición. En contrsate, si uno considera por ejemplo los cambios históricos en el modo
de comprender la tragedia griega —como la reorientación interpretativa de Schelling y Nietzsche, que
la abordaron desplazando las ideas de lo Bueno, lo Bello y lo Verdadero, hacia una comprensión de la
tragedia como la expresión de una deriva dionisiaca— comienzan a revelarse fuertes bases
argumentales contra las suposiciones contrafácticas de Eagleton. En esta perspectiva el problema
decisivo es cómo estos textos pueden ser sometidos a tan radicales cambios en su consideración a la
vez que manteniéndose vivos para sus diferentes destinatarios.
La posición de Eagleton se basa aquí en una falsa dicotomía. Su preocupación reside en
liberarse de la idea de una entidad llamada ‘alta literatura’ que supuestamente sería la expresión de un
conjunto de valores humanos eternos, en orden a no ignorar ni la evidente relatividad histórica ni el
carácter ideológico de tales evaluaciones. Consecuentemente, él deconstruye la noción misma de
‘aquello llamado literatura’ revelando su disparatada genealogía. Su principal sospecha refiere a la
literatura entendida como ‘un conjunto de obras de asegurado e inalterable valor’ (Eagleton 1983 p.
11). Este, sin embargo, no es bajo ningún aspecto el único modo en el que la palabra ‘literatura’,

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palabra que Eagleton acepta como el término más disponible que tenemos en el presente para aquello
de lo que está hablando, ha sido usada. El valor otorgado a la tragedia griega en tanto que ‘literatura’
ha sido radicalmente diferente en diferentes culturas a lo largo de la historia. Como tal, el problema
central es por qué interpretaciones radicalmente diferentes –e incluso totalmente opuestas— continúan
emergiendo en relación a aquellas obras más que a otras. Esto, como T. W. Adorno, Heidegger,
Gadamer y otros han percibido, conecta necesariamente las preguntas acerca de la literatura con
preguntas centrales de la filosofía concernientes al arte y al concepto de verdad.
La afirmación de Eagleton según la cual no existe una ‘esencia’ de la literatura significa que
no hay un criterio que pueda ser de forma confiable utilizado para identificar si un texto es o no
literario, del mismo modo como, digamos, el concepto de oxígeno puede ser utilizado para establecer
si un gas es o no oxígeno. Él invoca la noción de ‘lo eternamente dado e inmutable’, que, él dice, no
puede ser aplicada a literatura, viendo por tanto a la literatura en relación a conceptos más confiables,
como aquellos que encontramos en las ciencias naturales. Es discutible, sin embargo, que ningún
conocimiento particular es ‘eternamente dado e inmutable’, puesto que todo conocimiento particular
ve constantemente cambiado su status en relación al mundo que intenta abordarlo y comprenderlo, y
puesto que todo conocimiento requiere cierta forma de interpretación para ver hecha efectiva su
validez. Aunque podamos, por ejemplo, suponer lo mismo que Lavoisier cuando hablamos de
oxígeno, es un problema completamente diferente afirmar que pensamos que el oxígeno es
exactamente lo mismo que Lavoisier entendía por oxígeno. Este problema es realmente complejo para
ser tratado con la seriedad que se merece aquí, pero no deja de ser meritorio al menos aclarar cuán
contencioso ha sido para la reciente filosofía analítica. En todo caso, desde otra perspectiva, la falta
misma de un concepto estable de literatura podría invitar más bien a defender esta noción más a que a
pretender eliminarla.
En esta perspectiva el texto literario es precisamente ese tipo de texto que se resiste a ser
categorizado a partir de los atributos que comparte con otros textos. Schleiermacher sostiene ‘No
puede haber un concepto de estilo’, del mismo modo como Eagleton afirmar que no puede haber un
concepto estable de literatura. Schleiermacher, sin embargo y a pesar de todo, intenta hacerlo, como
veremos más adelante en el Capítulo 5, en orden a defender la importancia de lo literario. Este modo
de pensar lo literario es en cierto sentido necesariamente indeterminado: los atributos esenciales no
pueden ser ‘identificados’ en el sentido estricto del término, lo que termina llevando a subsumir a
aquellos atributos a un concepto previamente existente, o a encontrar la forma adecuada de referirse a
ellos, puesto que deben ser específicos para cada texto. El hecho de que el estilo de Kafka sea
inimitable, pero aun así de cabo a rabo identificable, es uno de los factores que hace de sus textos
elementos estéticamente relevantes. Hay, claramente, problemas con esta posición, que sin embargo le
hace justicia a una de las más popularizadas intuiciones acerca de las obras literarias, intuición según
la cual toda obra de literatura es, a diferencia de otros textos no literarios, inmune a cualquier forma
de paráfrasis. La concepción aquí sugerida no implica necesariamente una definición de la ‘esencia’
de la literatura, puesto que un estilo literario considerado único —una vez que emerge en la obra de
un autor en algún punto de la historia—, puede volverse de forma subsecuente (como sucede de forma
usual) parte de un repertorio establecido e identificable de medios estilísticos. La ‘literatura’ aquí se
vuelve entendible a través de transformaciones del lenguaje, y no a través de la caracterización de un
conjunto aprobado de artefactos culturales. La presencia de ‘lo literario’ no es por tanto confinada a
ciertos tipos de texto, puesto que es, como el mismo Eagleton afirma, una posibilidad en cualquier
texto que redefina las posibilidades lingüísticas y conceptuales. La clasificación de diferentes tipos de
textos como ‘literatura’ a lo largo de diversos períodos históricos es por tanto entendido como una de
las partes de un proceso mucho más amplio cuya importancia no puede ser circunscripta a una teoría
de la ideología. El problema decisivo es entender por qué cierto valor es atribuido a innovaciones

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lingüísticas y formales de este tipo, y entender que las teorías que aquí estamos problematizando son
formas de respuestas a estas incógnitas que afectan a mucho más que sólo al problema de la literatura.
Una alternativa al acercamiento de la pregunta ‘qué es la literatura’ es renunciar de forma
conjunta a la reflexión acerca de la naturaleza de la literatura, y volcarse por entero a la práctica de la
crítica literaria. Esta posición, que todavía sigue siendo la norma en muchas áreas de los estudios
literarios, nunca dejó de parecerme intelectualmente deshonesta, especialmente a la luz de los ataques
realmente convincentes, como aquellos de Eagleton, a muchas de las concepciones dominantes en los
estudios literarios. La reflexión acerca de qué es la literatura se encuentra relacionada a la necesidad
de demostrar por qué la literatura aún importa: una vez que uno falla en llevar a cabo una empresa de
este tipo y continúa trabajando en el marco de un modo establecido de la crítica literaria, una
dimensión esencial de la motivación del estudio de la literatura puede perderse. La baja en el estudio
de la literatura en muchas de las asignaturas de los estudios modernos del lenguaje y la literatura no
puede ser explicada sólo por el agotamiento de los estudiantes y el agravado desinterés sobre estas
‘áreas de estudio’. Los estudios ingleses no tienen precisamente estos problemas, y más bien han sido
revitalizados por las controversias generadas por la teoría cultural y literaria, mientras que la filosofía
europea continúa creciendo en popularidad, a pesar de las formidables dificultades intelectuales que
conlleva. Sin lugar a dudas no es deseable verse involucrado en meta-reflexiones a cada paso del
trabajo en el estudio de la literatura; pero es incluso aún menos deseable pretender que ciertos
enfoques dotados ya de cierta popularidad tienen la capacidad de legitimarse a sí mismos. Ese es de
hecho el camino que nos lleva a la definitiva clausura del tipo de espacios de reflexión que uno tiene
más bien el propósito de defender y amar.
En un sentido realmente importante el estudio de la literatura es inútil: no existe tal cosa como
una meta unánime que funcione como elemento guía. A pesar de que el objeto más evidente de la
lectura de los textos literarios pueda parecer ser el del ‘placer del texto’, no vale nada, por ejemplo,
que los estudios académicos sobre la literatura no tengan nada convincente para decir acerca de este
placer y acerca de cuán poca parte de la reflexión acerca de este placer tiene efectivamente posibilidad
de penetrar en el discurso académico. Las revistas académicas están colmadas de nuevas
interpretaciones de textos clásicos y de un gran número de textos de los que se presume son
merecedores de atención académica. Aun así, el error más grande de la crítica literaria tradicional, me
atrevo a sugerir, es asumir que su meta es definir el sentido o sentidos de los textos literarios.
Considerar esto como un error puede sonar un tanto raro. Sin lugar a dudas preocuparse por el sentido
de un texto literario es vital para establecer una conexión con él, pero uno de los mayores logros de la
teoría literaria ha sido forzar una reflexión acerca de qué es lo que constituye el sentido de un texto.
Consideremos lo siguiente: si la meta de acceder al sentido de un texto efectivamente se completa, la
disciplina de la crítica literaria podría correr con la suerte de abolirse a sí misma, al menos en relación
a aquellos textos sobre los que se ha logrado un consenso general sobre su sentido. La actitud
interpretativa tradicional del texto se alimenta de la forma en la que la gente responde al desafío que
presentan ciertos textos cuyo significado no resulta inmediatamente aparente, sugiriendo pues que la
búsqueda, especialmente dentro de la vida y del contexto histórico del autor, puede revelar su sentido,
o añadir algo a las intuiciones iniciales que uno puede tener acerca de su sentido. Al mismo tiempo,
este tipo de críticas, cuya validez parcial es, hasta donde me concierne, incontrovertible, falla en
establecer relaciones con otros aspectos cruciales de la experiencia literaria, como ser el de la
resistencia por parte de los textos a ser comprendidos de forma clara en su totalidad, a pesar de
mostrarse como colmados de sentido. La idea según cual este último gesto debiera ser en efecto el
primero encaja a la perfección con el modelo clásico del racionalismo cartesiano: la tarea crítica es
comprender en la forma de un movimiento que va desde impresiones personales e indistintas
generadas por el texto a ideas claras y distintas, que pueden ser esgrimidas como claras evidencias del
sentido del texto.

9
Diferentes versiones de este modelo han constituido y aún constituyen una parte importante
de los estudios literarios en tanto disciplina académica. La forma más simple de ver qué es aquello
impertinente es ponderar qué es lo que se supone que este modelo debiera hacer con los elementos
recalcitrantes de un texto moderno, como podría ser un relato corto de Kafka (sobre este problema,
ver Menke 1991, Bowie 1992b). Si los elementos recalcitrantes pueden definitivamente ser
interpretados nada más que en tanto lenguaje, entonces el objeto de la tarea crítica podría parecer más
bien un mero juego de escondidas, que evidentemente llega a un final en el momento en el que el
intérprete encuentra el verdadero sentido, cubierto debajo de la escotilla del texto. En este punto el
texto literario se encuentra reducido a una forma discursiva, volviéndose, claro está, completamente
inútil, puesto que ya no necesitamos del texto literario en sí mismo para comunicar qué es aquello que
significa. Ahora, como veremos en los próximos capítulos, si bien la noción de inutilidad es vital para
la Estética, este tipo de inutilidad que estamos destacando podría llegar a suprimir por completo toda
forma de arte. El modelo ‘cartesiano’ es, en clave histórica, bastante reciente, y en cierta medida es el
resultado de la necesidad por parte las artes humanistas de alcanzar el nivel de rigor considerado
pertinente en las ciencias naturales, actitud que, como veremos en el Capítulo 6, es de forma regular
asociada con Wilhelm Dilthey. Incluso más, el hecho que se vuelve obvio es que el acercamiento
‘cartesiano’ a los textos puede ser aplicado a cualquier tipo de texto, lo que deriva eventualmente a
una extraña convergencia con la postura de Eagleton.
La alternativa radical al consenso generalizado de la crítica es la renuncia, al modo de
Eagleton, a la noción misma de literatura, basada en el hecho de que la mayoría de los proyectos que
intentaron dar cuenta de forma adecuada de aquello que es la literatura terminaron enfrentándose al
tipo de dificultades que él tan efectivamente revela. Curiosamente, la crítica tradicional tiende por lo
general a concordar con Eagleton –muy a pesar de su deseo— puesto que él no posee en efecto un
modo defendible de abordar la literatura. Los tradicionalistas sostienen que la interpretación de las
‘formas, estructuras, imágenes, alusiones, símbolos, convenciones y sus respectivas transgresiones’,
que son en efecto ‘los medios a través de los cuales la literatura se ha desarrollado en orden a sortear
cualquier limitación del medio lingüístico’, es el objeto del estudio de la literatura, estudio que debe,
en primera instancia, medirse con el problema de que los elementos a ser interpretados no son en
estricto propios de la literatura. De hecho, los retóricos de la antigüedad le prestaban particular
atención a casi los mismos elementos –Eagleton sugiere que una nueva versión de la retórica es una
de las direcciones hacia la cual el estudio de la literatura debiera moverse una vez haya abandonado el
limitado estudio de los textos privilegiados de la cultura—. Reed insiste en que no es necesaria la
filosofía para llevar a cabo el estudio de la literatura, a pesar de que él mismo coloque al estudio de la
literatura a tiro de piedra de ciertos tópicos que son el pan de cada día de una enorme serie de
disciplinas orientadas por ella: el establecimiento de las convenciones que la literatura transgrede
fueron, como ya hemos visto, el producto de particulares concepciones lingüísticas que alimentaron la
teoría del formalismo ruso y que también sirvieron de base para el estudio estructuralista de los textos.
¿Deberíamos, pues, abandonar por completo la noción de literatura, puesto que puede ser subsumida
al concepto de ideología o puesto que no hay ningún criterio específico que pueda mostrarnos qué es
efectivamente? Debería a esta altura ser claro que la renuncia a la noción de literatura me parece un
error grave que por lo general deriva de un malentendido característico del rol de la Estética en la
filosofía moderna. Tanto la crítica literaria dominante como las posturas de Eagleton pueden ser muy
justamente cuestionadas a partir de una reinterpretación de ciertos aspectos de la tradición alemana a
la luz de ciertos problemas que han tomado relativa entidad en la teoría contemporánea.
Para mucha gente, el aspecto preocupante de mi postura es la confianza otorgada a una noción
de juicio que no realiza reclamo alguno del tipo de certezas que pueden ser adquiridas bien a través
del uso de ciertas definiciones más estables, que reposan en criterios bien establecidos de la crítica
literaria, bien por el producto de observar a la literatura como un subconjunto de formaciones

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ideológicas. En este contexto es importante ver, sin embargo, que gran parte de la filosofía reciente,
tanto analítica como europea, se ha alejado paulatinamente de la idea de que existen ciertos límites
entre las áreas del juicio, hacia la idea de que todo reclamo de validez involucra de forma inherente la
interpretación. Estas derivas de la filosofía contemporánea hacen eco de problemas propios del origen
de la teoría literaria alemana. Kant ya había considerado el problema del juicio como el problema más
importante en la comprensión de la verdad en cualquier área, y no solamente en relación a la literatura
u alguna otra forma de arte. En su obra tardía, en efecto, Kant centró el foco de su análisis en el
problema del juicio estético, poniendo en movimiento una de las principales tradiciones de la teoría
literaria alemana. Ciertos problemas de esta tradición, desde el romanticismo hasta Heidegger y la
Escuela de Frankfurt, e incluso hasta el presente, van a ser el objeto lo próximos capítulos. El hecho
es que el Romanticismo inicia una transformación vital pero a veces malentendida en la filosofía
moderna, transformación que por lo general es ligada al desarrollo de la noción de literatura de la
filosofía romántica; y el hecho es que tanto el enfoque de la teoría de Eagleton como el de la crítica
literaria no pueden realizar una articulación adecuada de esta noción de literatura, que puede ser
utilizada para abrir nuevas perspectivas alrededor de problemáticas que han surgido en la teoría
literaria reciente.

LA HERENCIA ROMÁNTICA

¿Qué, pues, ofrece la tradición romántica que las demás posiciones que hemos examinado
omiten? El ensayo fundante de Shklovsky es de gran peso para Eagleton porque trasladó los estudios
literarios de las categorías de “creatividad” e “imaginación”, y de la idea de que la literatura
“representa” el mundo social, hacia el estudio de técnicas lingüísticas y una concepción de la literatura
no identificada con la “copia” o la “imitación” lingüística, con un supuesto mundo ya constituido en la
mente de un autor o lector individual. Eagleton sostiene que este desplazamiento quita legitimidad a
las teorías literarias que están vinculadas a ideas de representación e imaginación, a favor de una
teoría de la ideología y de la retórica. La teoría de la ideología vincula la producción y recepción de la
literatura con preguntas políticas y sociales; la teoría de la retórica mantiene una preocupación por los
efectos pragmáticos que los textos, en tanto “prácticas discursivas”, introducen en contextos históricos
y sociales. Este tipo de rechazo de la “imaginación” puede hacer que mi propuesta parezca poco
convincente, en la medida que la creatividad y la imaginación son centrales en el pensamiento
romántico. Sin embargo, sería un error pensar que nuestra comprensión cotidiana de estos términos
agota lo que significan en la teoría romántica.
Uno de los objetivos principales del pensamiento alemán temprano fue reunir los
conocimientos que se desarrollaron a finales del siglo XVIII en las ciencias humanas y naturales, cuya
creciente especialización exigía algún tipo de síntesis. Esta síntesis operaría sobre la creciente
divergencia de los conocimientos particulares, integrándolos en una visión global en la cual las
actividades libres de los seres humanos y las leyes de la naturaleza investigadas por la ciencia no
serían contradictorias. La síntesis romántica consistía en reemplazar la imagen unitaria del mundo que
estaba presente en la escolástica y en la ilustración temprana.
Entendida como la manifestación de una unidad entre necesidad y libertad imposible en
cualquier otro ámbito de la actividad humana, la obra de arte jugó un rol vital en los enfoques
románticos preocupados por una síntesis de este carácter 17. Esto nos conduce a una de las mayores
objeciones de Eagleton al pensamiento romántico. La emergencia en este período de la idea de un
ámbito de la actividad humana que pretenda unir necesidad y libertad parecería ideológica por
definición, en la medida que fallaría al confrontar los antagonismos reales en la sociedad que en
efecto le dio posibilidad de emergencia, sociedad en donde las formas más básicas de libertad son
denegadas a la mayoría de sus miembros —estamos hablando, en definitiva, del mundo que condujo a
sus sus miembros más política y socialmente activos a la desesperación, locura o suicidio. En la
concepción romántica, el arte puede ser concebido como aquello que reconcilia la apariencia con lo
que es irreconciliable en lo real, y por tanto, como una forma de ideología. Pero el arte lleva adelante
esta operación porque garantiza libertad a la imaginación, permitiéndole moverse más allá del mundo

11
de lo que es al mundo de la posibilidad todavía no realizada. Hay, por tanto, un aspecto ‘utópico’
involucrado —en el sentido estricto del término— en la comprensión del arte.
Comprender el aspecto utópico del arte nos previene de una interpretación unívoca del arte
como ideología. La pregunta inicial aquí es si uno considera el trabajo de la imaginación como un
sustituto de algo más sólido o real. Es claro que la imaginación puede producir fantasías de
omnipotencia como las de Hollywood: que la imaginación es el principal objeto de manipulación
ideológica es incuestionable. Pero consideremos lo siguiente: si no hay espacio para que las imágenes
de una libertad aún no existente se tornen disponibles para los sectores oprimidos de una sociedad,
sería difícil ver, e incluso entender, la posibilidad de cualquier tipo de esperanza por un mundo mejor.
La cuestión es que el argumento de que el arte refuerza la superestructura ideológica es esencialmente
el mismo que aquel argumento de los “jóvenes hegelianos”, compartido tanto por Feuerbach como por
el joven Marx, de que la religión es un obstáculo para el progreso social porque ofrece imágenes de
una inexistente vida después de la muerte. La religión y el arte proveen, desde este punto de vista,
soluciones meramente aparentes a problemas reales —función que también la mitología tiene. En este
sentido, el entusiasmo romántico por el arte ha sido generalmente entendido —en algún sentido, de
manera adecuada— como parte de una serie de intentos de llenar vacíos del proceso de secularización
y racionalización en las sociedades occidentales.
Es crucial entender, sin embargo, la complejidad del retroceso de la teología y también la
incumbencia del arte en ese proceso. Ni siquiera Marx vio el problema de la religión desde un solo
punto de vista: el “opio de los pueblos” es una necesidad real y justificable cuando el dolor de la vida
es intolerable y no puede ser redimido inmediatamente. Aún más, el poder de la teología como fuente
de sentido no es obliterado al cuestionar la creencia en Dios. De hecho, podría argumentarse que
buena parte de la tradición marxista, especialmente la corriente romántica que va de Marx a Adorno,
Ernst Bloch y Benjamin, está preocupada por aceptar el fin de la teología sin dejar a un lado los
recursos que ofrece la tradición teológica para la emancipación humana.
Recientemente, Jürgen Habermas, el heredero contemporáneo más distinguido de su
tradición, ha insistido en que el lenguaje religioso presenta características inspiradoras y un contenido
semántico que resulta indispensable, lo que lo posiciona (al menos por ahora) en exterioridad con
respecto al lenguaje filosófico y en espera a ser traducido en discursos de legitimación (begründende
Diskurse). Por esto, la filosofía no podrá, ni siquiera en su forma post-metafísica, ser capaz de
reprimir o reemplazar a la religión (Habermas 1988 p. 60). Trasladando esta concepción del lenguaje
religioso al problema de la estética y la literatura, podemos empezar a entender qué es lo que está en
juego en la concepción romántica del arte. Stanley Cavell ha sugerido que “la actividad del arte
moderno, tanto en la producción como en la recepción, es ser entendido en categorías que son o
fueron religiosas” (Cavel 1969 p.175): no reconocer este hecho fundamental es una de las causas de la
reducción inválida de la literatura en la ideología, presente en muchos esfuerzos por pensar la
cuestión.
Como veremos, la tradición romántica fue orientada por una serie de tesis de la filosofía de
Kant y también por una concepción del lenguaje cuyo interés — común en la segunda mitad del siglo
dieciocho europeo— era integrar la diversidad cultural. Además, este interés expresaba una serie de
temores con respecto a los peligros de las concepciones deterministas en ascenso (un buen ejemplo de
estas concepciones puede encontrarse en el libro de La Mettrie: “El hombre Máquina”) y también
respecto al creciente proceso de racionalización de la sociedad característico del ascenso del
capitalismo. En este sentido, la apertura a perspectivas que enfatizaran la diversidad de los lenguajes
humanos tenía como condición la caída de ideologías tradicionales del feudalismo, incluida la religión
oficial. Generalmente, las teorías resultantes eran considerablemente eclécticas; reacias a aceptar
límites claros entre esferas intelectuales aparentemente diferentes. Esto constituía tanto su fortaleza
como su debilidad: a veces la creación de analogías entre áreas diversas de conocimiento reemplazaba

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completamente su validación — ya sea científica o de cualquier tipo—. Asimismo, el uso de analogías
y metáforas para conectar fenómenos aparentemente dispares llevaba a avances científicos reales y a
descubrimientos que hasta el día de hoy llaman nuestra atención. Ya es visible, incluso en este nivel
de generalidad, el vínculo entre la teoría romántica y la crítica literaria: la combinación de nuevos
abordajes del lenguaje y de la estética llevan al borramiento de los límites rígidos entre las áreas del
conocimiento. Esta reorientación en los enfoques tradicionales del conocimiento es lo que vuelve
tanto a la teoría literaria como a la tradición romántica tan controversiales.
La teoría literaria es en sí misma un híbrido más que una disciplina unificada, que ha
combinado recursos de la filosofía, de la lingüística, del psicoanálisis, del feminismo, de la teoría
social y otras áreas de las humanidades, con el propósito de cuestionar los supuestos básicos de
quienes han intentado comprender textos y otros fenómenos que funcionan como recipientes de
verdades y sentidos, tanto en las ciencias sociales como humanas. Como la tradición romántica, la
teoría literaria puede ser entendida como parte de una creciente reacción a la separación de la ‘vida
cotidiana’ de las esferas de la ciencia, la tecnología y la burocracia moderna. Al cruzar los límites
entre los temas de estudio, pretende mostrar las dificultades de la especialización del saber en espacios
de especialistas separados. Que las objeciones realizadas a la tradición romántica hayan reflotado en
críticas a la teoría literaria muestran su proximidad. El atributo fundamental que comparten es, por
tanto, un cuestionamiento de los límites entre disciplinas diferentes, incluidos los límites entre las
humanidades y las ciencias.
Al reducir la teoría literaria a una teoría de la ideología, Eagleton le presta escasa atención a
los problemas de la estética que se desarrollan a partir del diagnóstico que efectuado por
romanticismo con respecto a la división de esferas, producto de la caída de la teología tradicional.
Para Eagleton la ‘literatura’ se convierte en unas de las formas en las que una clase social particular
intenta lograr que la forma a través de la cual pretende autolegitimarse se convierta, en efecto, en la
forma universal de legitimación, siendo este un rasgo compartido con las formas de arte elevadas
dominantes.22 En verdad, para los románticos, la literatura y el arte están vinculados a una manera más
compleja de entender la naturaleza y el valor del conocimiento humano del que puede dar cuenta la
teoría de Eagleton.

LA VERDAD DE LA LITERATURA

Si la tensión entre la concepción del texto como portador de ideología de clase y la del texto
como obra de arte —que no puede ser reducida a sus funciones ideológicas— no se sostiene, se
inhabilita una dimensión de nuestro entendimiento del arte moderno y de la literatura con respecto a
otras formas de expresión y conocimiento. Quizás el aspecto más significativo de la teoría que
deberíamos considerar —y que no juega en la perspectiva de Eagleton ningún papel central— es, por
tanto, el surgimiento en la tradición romántica de la idea de que las obras de arte son portadoras de
verdad. Para que esto se sostenga debe haber un desplazamiento de la concepción de la verdad como
‘representación’, como adecuación o correspondencia de un concepto o de proposición con un objeto;
concepción que probablemente puede rastrearse al menos hasta Aristóteles. Esta modificación en el
concepto de verdad está vinculado a un rechazo del concepto de arte como mímesis hacia una idea de
arte como la revelación o ‘apertura’ del mundo.
En una teoría de la verdad como representación, una afirmación es verdadera si se
corresponde con la manera en la que el mundo “ya es ahí afuera”; lo que quiere decir que aquello que
es verdadero existe con independencia de que pueda decirse que es verdad. La dificultad de sostener
esta posición es que no hay una garantía para reclamar que la verdad de una proposición se presenta
de esa manera sin presuponer que aquello que hace a la proposición verdadera es la concepción que se
está cuestionando en primer lugar. Abandonar una concepción ’representacional’ crea una tensión en

13
la noción moderna de verdad que subyace todos los debates sobre la verdad y la ideología en el
marxismo y en otros campos de estudio, y que ha resultado importante en varias áreas de la filosofía
contemporánea; tanto analítica como continental. Quiero sugerir que sin una adecuada comprensión
de esta tensión, es probable que la teoría literaria continúe buscando soluciones a problemas que
conducen a callejones sin salida. Prestar atención a este problema en la filosofía occidental le
permitiría a la teoría literaria encontrarse cercana a un debate más amplio que se desarrolla entre
diferentes tradiciones filosóficas. Un beneficio de esta perspectiva es que puede otorgar una
legitimación metodológica al estudio de la literatura al establecer que la verdad no está confinada a las
ciencias verificables a partir de su aplicación instrumental. Al mismo tiempo, este tipo de enfoque
permite mostrar que los estudios académicos de literatura pueden ser legitimados al entrar con
contacto con otras disciplinas: a pesar de que las razones estéticas para leer literatura parecen vitales,
es preciso demostrar por qué habría una necesidad de generar estudios académicos sobre la literatura.
Para aclarar qué es lo que está en juego aquí, consideremos, brevemente, dos nociones de
verdad paradigmáticas de la modernidad, una de la filosofía analítica y la otra de la tradición
hermenéutica.23 Una tarea central para la filosofía analítica consiste en la clarificación del estatus de
las proposiciones. Usualmente, esta tarea ha sido llevada adelante a partir de la exploración de algo
que según el lógico Alfred Tarski se encuentra involucrado en que la convención ‘la nieve es blanca’
es verdadera si y sólo si la nieve es blanca (también es posible establecer que “Schnee ist weiß” es
verdad si y sólo si la nieve es blanca, sugiriendo que la verdad es posible en lenguajes naturales
diferentes). Quitando las comillas de ‘la nieve es blanca’ indicamos una relación entre una oración
(los términos ‘la nieve es blanca’ o ‘Schnee ist weiß’) y las condiciones bajo las cuales esa
proposición es verdadera (cuando es el caso que la nieve es blanca). Este tipo de análisis es, al menos
en algunas de sus últimas versiones, preocupado por cómo nuestro uso cotidiano de afirmaciones
funciona a partir de lo que donald Davidson, el más importante teórico contemporáneo sobre la
verdad en la filosofía analítica, ha llamado nuestra ‘noción pre-analítica y general de la verdad’
(Davidson 1984 p. 223), noción requerida tanto para la comunicación cotidiana como para las teorías
científicas más sofisticadas. Para Davidson, entender qué es aquello que hace a ‘la nieve es blanca’
verdadera es entender su significado, siendo verdad y significado básicamente idénticos.24
Por otro lado, una parte importante de la tradición hermenéutica que deriva del romanticismo,
aborda la cuestión de una manera diferente al vincular arte y verdad a partir de la afirmación de que el
arte revela el mundo en maneras en las que otros procesos no lo permiten —versiones de esta posición
pueden encontrarse en Schlegel, Novalis, Schleiermacher, Heidegger, Benjamin, Adorno y
Gadamer—. Esta posición está vinculada con una manera diferente de entender el lenguaje, que
empieza a desarrollarse a partir de Rousseau y Herder. La verdad aquí se entiende como cierto
potencial para ‘abrir’ el mundo. De cualquier forma, las concepciones de verdad como
correspondencia y las de la verdad como ‘apertura del mundo’ no son, a pesar de las apariencias,
completamente irreconciliables. Con esto aclarado, muchos debates recientes pueden comenzar a
verse de manera diferente. Heidegger ha sugerido una relación entre las dos concepciones de verdad al
establecer que la capacidad misma de realizar cualquier tipo de afirmaciones debe estar precedida por
la ‘apertura’ del estado de cosas que es aseverado. Por ejemplo, la famosa formulación de
Wittgenstein del dibujo de ‘pato-conejo’ puede ser vista como líneas en el papel, o como un pato, o
como un conejo. No hay una única respuesta a ‘¿qué es lo que es?’ y uno podría rápidamente verlo
como algo distinto de lo que esas tres descripciones indican. La verdad que la proposición “esto es x”
abre no consiste, para Heidegger, en que esa proposición se corresponda o lleve adelante una
aprehensión directa de una realidad ‘objetiva’ —la aprehensión de líneas, o un conejo, o un pato—
sino más bien en que expresa un estado de cosas en el que se efectúa la apertura del ser. Es en este
registro, que no implica la captación de una verdad preexistente en objetos ‘en el mundo’ con
independencia de lo que se pueda decir sobre ellos, que el aspecto potencialmente estético de nuestro
vínculo con el lenguaje se vuelve visible. La estructura del ‘ver-como’ es fundamental tanto en el

14
conocimiento científico como en la experiencia de la literatura y de otras obras artísticas porque es el
fundamento que permite la articulación de nuestro mundo interno y externo.25 Esta estructura varía
históricamente de manera que no puede circunscribirse lo que algo ‘es realmente’ a una definición
científica. Este enfoque sugiere buenas preguntas teóricas con respecto a la literatura y a la forma en
la que habilita la interpretación del sentido en el mundo, cuestión que toma cada vez más relevancia
en los trabajos en el campo de la historia de la ciencia. Una vez que se abandona la presuposición de
que hay una cuestión determinante ‘ahí afuera’, se vuelve crucial la pregunta por la interpretación, por
cómo comprendemos el mundo a través del lenguaje.
El vínculo entre la concepción representacional y estética de la verdad se vuelve
particularmente interesante cuando se establece su relación con el intento de construir un concepto de
literatura. Un aspecto central de la historia del arte moderno muestra que hay una dimensión ausente
en el análisis de Eagleton en Una introducción a la Teoría Literaria (dimensión que tampoco es
analizada en su subsecuente libro sobre estética). Quizás el desarrollo artístico más importante
vinculado a la tradición romántica fue el cambio en el estatus de la música que, como la forma
artística menos “representacional”, fue concebida desde una forma insubordinada del arte hasta una de
sus expresiones más elevadas.26 El surgimiento de la idea de una “música absoluta”, que no necesita
ser acompañada por un texto y la emergencia de un nuevo concepto de literatura son eventos
simultáneos en Alemania hacia el final del siglo XVIII27. Toda una serie de preguntas centradas en la
relación de la música con la ideología responden a ambigüedades presentes la estética y al estatus de
la literatura. En La montaña mágica de Thomas Mann, Settembrini —el racionalista democrático con
una clara apuesta por la literatura como vehículo de una ideología progresista— es presentado,
irónicamente, como alguien que sugiere que la música es aquello que se presenta como “mitad
articulado, sospechoso, irresponsable, indiferente”. Incluso cuando la música es ‘clara’, sostiene
Settembirini, no lo es, puesto que presenta una claridad que es una claridad ensoñadora, una claridad
insignificante que no compromete a nadie con nada: “Siento hacia la música una antipatía de índole
política (...) La música es inapreciable como medio supremo de provocar el entusiasmo, como fuerza
que nos eleva y nos arrastra hacia delante, cuando encuentra un espíritu preparado para sus efectos.
Sin embargo, la literatura debe haberla precedido. La música sola no hace avanzar el mundo. La
música sola es peligrosa (...) Sostengo que es de una naturaleza ambigua. Y no es ir demasiado lejos si
la califico de políticamente sospechosa.” (Mann, X: 125)
Las sospechas de Settembrini tienen eco en el deseo de Eagleton de deshacerse de la noción
estética de literatura a favor de una teoría de las prácticas discursivas, y en la afirmación de Eagleton
de que una alternativa a su enfoque lleva a una mistificación reaccionaria de nuestro entendimiento
del lenguaje en los textos literarios. Claramente, la música no está inherentemente “libre de
ideología”, como Adorno, a pesar de su creencia en la centralidad de la música para comprender la
verdad subyacente a los procesos de modernización, pone de manifiesto. Incluso en la música no
verbal, cuando repite, y no transforma los patrones de la música produce solamente para fines
comerciales, o cuando la forma en la que es reproducida es efectista y no se detiene en las cualidades
de la obra en cuestión. Esto muestra, sin embargo, qué tan importante es poder juzgar aspectos
ideológicos con relativa independencia de la validez estética. El deseo de Eagleton de abandonar la
noción de literatura comienza a verse más problemática cuando, como sucede en la teoría romántica,
la literatura se enlaza con la música.
Es claro que la música comparte ciertos atributos con el lenguaje verbal: la articulación de
sonidos (o inscripciones) en patrones definidos, de acuerdo con una serie de reglas variables cuyo
estatus parece difícil de capturar. Más aún, la música tiene la capacidad de afectar cómo vemos las
cosas. En este sentido, el ejemplo de las bandas sonoras es quizás el más obvio. La música que
acompaña una escena en una película puede hacer mucho más que transformar el ‘humor’ de lo que es
mostrado: puede cambiar lo que efectivamente vemos. La diferencia decisiva entre la música y el
lenguaje verbal suele establecerse en un nivel semántico: la música no tiene “significado”. Por
supuesto que el significado es un término difícil de definir, pero una reciente definición del
significado puede ayudarnos a clarificar la menos una cuestión central. En la pretensión de darle
continuidad a algunos de los aspectos de la teoría de Donald Davidson, Richard Rorty resume algunos

15
debates recientes en la filosofía estadounidense al definir el significado como “una propiedad que se
le atribuye a las palabras al reconocer conexiones inferenciales estandarizadas entre el conjunto de
oraciones en las que son usadas y otras oraciones” (Rorty 1991a p. 13), de manera tal que “la nieve es
blanca” tiende a ocurrir cuando se repiten un conjunto de oraciones de un determinado tipo. Lo central
de esta definición es que el ‘significado’ no está constituido por una relación estandarizada de las
palabras con objetos —en donde, por ejemplo, el término ‘mesa’ ‘representa’ el objeto allí afuera
sobre el cual se pone una computadora— porque lo que decimos que un objeto es depende de un serie
de distinciones en el lenguaje mismo, y no en distinciones existentes en un mundo objetivo.28 Esta
idea es común a buena parte de la teoría literaria reciente, cuya recepción está vinculada a la
lingüística saussuriana. Es decir, a la tesis según la cual la relación de un término con un objeto no es
una relación entre una entidad preexistente y el significante, porque la determinación de distinciones
entre entidades (y no las distinciones propiamente dichas) depende de distinciones lingüísticas.
Rorty elabora este concepto de ‘significado’ para afirmar que la creatividad en la literatura es
tan solo un caso especial de la habilidad del organismo humano para proferir oraciones sin sentido —
es decir, oraciones que no ingresan en juegos del lenguaje previos, y que sirven, en algunas ocasiones,
para modificar esos juegos y crear nuevos—. Esta habilidad es ejercitada de manera constante en
todos los ámbitos de la cultura y de la vida cotidiana. (Rorty 1991b p. 125) Sin embargo, Rorty no nos
ofrece ninguna explicación sobre cómo es que las oraciones sin sentido llegan a tenerlo. Este
problema se vincula, al menos en parte, con la exclusión del sujeto de la creación de sentido,
exclusión que en los próximos capítulos consideraré en otros pensadores. También se vincula con una
serie de preguntas con respecto a la posibilidad de la filosofía de dar cuenta de las características del
lenguaje de manera definitiva. Por ejemplo, Hilary Putnam, ha señalado que lo que Rorty hace al
plantear una dicotomía entre “juegos del lenguaje gobernados por un criterio” y el discurso “afuera”
de los juegos de lenguaje (Putnam 1995 p. 64) va en contra de la propia pretensión pragmatista de
Rorty al introducir una distinción esencialmente metafísica entre tipos de lenguaje: ¿desde qué lugar
es determinado aquello que está adentro y afuera de un juego de lenguaje? Davidson, de quien Rorty
se admite deudor, ha sugerido que todo el lenguaje (y no solo las metáforas) pueden “hacernos notar”
aspectos no analizables desde la concepción del significado presente en la convención de Tartski
(Convención T.). En la convención, establecer el significado de una proposición consiste en
determinar si su valor es verdadero, sin embargo, aquello que la afirmación “la nieve es blanca” puede
hacernos notar no puede determinarse de ese modo. En el contexto presente, antes que decirnos algo
acerca de las propiedades de la nieve, una proposición puede hacernos notar cómo es que operan
diversas afirmaciones en contextos diversos.
Por supuesto que esta función que identificamos en el lenguaje cuando decimos que puede
“hacernos notar” cosas también puede ser atribuida a la música, que nos “hace notar” cosas cuyo
sentido no podemos determinar semánticamente.30 Es interesante que, en términos históricos, la
relación de lenguaje con la música se vuelve particularmente relevante una vez que se abandona la
idea de que el lenguaje tiene, fundamentalmente, la función de representar objetos en el mundo. El
rechazo de la noción del lenguaje como representación31 puede ser ubicado al principio de lo que
generalmente llamamos “modernidad”, alrededor de la mitad del siglo dieciocho.32 El cambio en la
noción del lenguaje que tiene lugar durante este período está claramente vinculado con la caída de las
visiones teleológicas del mundo, en donde el lenguaje estaba destinado a ser algo así como “los
nombres que Dios le otorgó a sus creaciones en el universo”. En El orden del discurso Foucault
argumenta que a principios del siglo diecinueve en Europa ocurre una transformación en la naturaleza
del lenguaje, en donde “las palabras dejan de confundirse con las representaciones” (Foucault 1970 p.
304. Sobre esto ver Bowie 1989, y 1990 Capítulo 7). A pesar de que Foucault no establece una
relación entre esta modificación y la música, sí lo hace con respecto al ascenso tanto de la ‘literatura’
como de la filología moderna. Estas son, para Foucault, ‘opuestos dialécticos’ entre sí: para que haya
literatura debe haber un campo que intente dar cuenta del lenguaje, es decir, una ciencia del lenguaje.
La necesidad de tal ciencia se vuelve más clara en la medida que pierde credibilidad un tratamiento
teológico del lenguaje. La literatura se vuelve, por tanto, un ámbito del lenguaje que surge de manera
relativamente autónoma y que no está ligado a la representación. Esta concepción del lenguaje guarda
una conexión con una cuestión más general que forma parte de la tradición estética al menos desde
Kant en adelante: la idea de un objeto valioso por sí mismo, opuesto a la idea de un objeto valuado
por su valor abstracto. El momento en el Kant se encuentra desarrollando las bases de la Estética

16
moderna es, a esta altura claro, contemporáneo al nacimiento de lo que Foucault entiende por
literatura.
La importancia de la necesaria circularidad en la auto-explicación del lenguaje puede ser
mostrada por el siguiente ejemplo, relacionado, sin duda, con la tradición romántica. El ‘giro
lingüístico’, el giro hacia el lenguaje en contra del psicologismo, es una consecuencia de algunos
aspectos centrales de la filosofía romántica. Wittgenstein afirmaba en el Tractatus que el lenguaje
puede representar la realidad (posición que luego rechazaría). Sin embargo, prosigue: ‘The
proposition can represent the whole of reality [thus of the ‘sayable’] but it cannot represent what it
must have in common with reality in order to represent it’ (Wittgenstein 1961 p. 50). Para alcanzar
esta representación uno debería ubicarse “por fuera del mundo” (ibid.). Si el mundo puede ser
reflejado por o en el lenguaje, ¿qué garantiza por fuera del lenguaje que el reflejo es del mundo
efectivamente? Nada de lo que pueda ser dicho —en el lenguaje—puede identificar lo que está más
allá del lenguaje como algo que es reflejado correctamente en el lenguaje. Las concepciones de
lenguaje como representación del mundo anteriores a este giro en la naturaleza del lenguaje confiaban
en un vínculo explícito o implícito entre palabra y objeto, en donde el objeto recibe un nombre de
Dios o deriva su nombre de un mundo platónico de esencias, el universalia ante res (‘universales que
anteceden a las cosas’— la mesa platónica, por ejemplo, como algo opuesto la mesa enfrente de mí).
Si este vínculo se rompe, se vuelven inevitables nuevas formas de entender el lenguaje, que deben
tener en cuenta el rol constitutivo que juega el lenguaje en la construcción del mundo de las personas.
Una de las nuevas formas de entender el lenguaje que surgió a finales del siglo XVIII unía los intentos
de conceptualizar el lenguaje a una forma de lenguaje semánticamente indeterminada: la música. La
indeterminación semántica podría entenderse de manera análoga a algunas formas de articulación
inferior, como el gruñido o llanto de un animal, o como proveniente de una forma de expresión que se
encuentra más allá del lenguaje semántico. Fue esta última explicación la que predominó en la
filosofía romántica. Si el lenguaje no puede decir cómo se relaciona con el mundo, un medio de
expresión articulada como la música cobra importancia en la medida que puede decir algo que el
lenguaje verbal no puede —ya sea complementando lo que el lenguaje puede hacer o habilitando una
comprensión no verbal. Es en este punto que se vuelve posible una defensa de la noción moderna de
la literatura como aquello que intenta ‘decir lo indecible’. Las implicancias de esta concepción, que
podríamos considerar mística, de la literatura serán consideradas en los siguientes capítulos, en donde
se volverá evidente que de ella se desprenden una serie de grandes debates filosóficos.
La concepción de lenguaje que aquí se encuentra en juego depende, por tanto, de aquellos
aspectos del lenguaje verbal que no tienen ‘sentido’. Si el ‘sentido’ requiere ser deducido de contextos
estándar, los usos del lenguaje que no admiten este tipo de deducción —puesto que no ingresan en los
contextos estándar— no pueden tener, al menos en la concepción de Rorty., ‘sentido’, Los ejemplos
más obvios al respecto son las metáforas, que dependen de combinaciones poco familiares de lo que
es familiar. Entendemos palabras individuales y la sintaxis de una metáfora como la de Schopenhauer,
“una demostración geométrica es una trampa para ratones” (un ejemplo discutido por Max Black y
Donald Davidson), pero no podemos dar un análisis definitivo de lo que significa.
El debate central —que ha ocupado un lugar importante en las controversias alrededor de la
obra de Derrida— es si la determinación del significado tiene prioridad con respecto a algunos
aspectos del lenguaje que no pueden ser determinados. El error de aquellos que creen que pensar la
indeterminación —o la indecidibilidad— es un movimiento hacia la anarquía lingüística está en su
falla al no ver que la relación es siempre renegociada entre los elementos relativamente estables del
lenguaje cotidiano, que hacen posible el funcionamiento de la vida social mediante la resolución de
problemas y la coordinación de la acción y los elementos metafóricos, que muestran la capacidad del
lenguaje de ‘abrir’ el mundo. Uno de los lugares principales de este proceso de negociación es nuestra
concepción moderna de la ‘literatura’ y su relación con otros tipos de articulación, como la música.
Los teóricos más importantes de la tradición alemana han intentado entender los vínculos entre los
aspectos de la articulación que pueden ser determinados en una forma estable a partir de su valor de
verdad, y aquellos que no pueden ser determinados con ese criterio, pero que juegan, sin embargo, un
rol central en la constitución de los mundos que habitamos. El cambio en la concepción del lenguaje
señalado más arriba depende del reconocimiento de la libertad que resulta del rechazo de la noción de

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lenguaje como representación de una realidad pre-existente. Esta libertad le da lugar al ascenso de la
concepción moderna de la literatura, de un lenguaje que puede re-escribir reglas y abrir nuevos
aspectos del mundo.
La capacidad del discurso literario de reescribir las reglas de manera radical se extiende a la
constitución formal del mundo, cuestión que la estética ha concebido, generalmente, en estrecha
dependencia con la habilidad de establecer sus propias reglas y con su “autonomía” en tanto obra de
arte.34 Adorno sugiere que este cambio puede ser esencial para pensar el problema de la literatura:

Ninguna palabra que forme parte de una obra literaria se deshace del sentido que
tiene en el discurso comunicativo, pero en ninguna obra literaria, ni siquiera en la novela
tradicional, este sentido permanece sin ser transformado o idéntico al que tiene la palabra
por fuera de la obra. Incluso un término simple como “fue” en algún relato de algo que
no ocurrió adquiere una nueva cualidad formal (Gestaltqualität) por el hecho mismo de
no haber sido. (Adorno 1965 p. 111)

De lo que vimos con anterioridad puede seguirse, como indica Eagleton, que cualquier
palabra en un texto modifica su sentido de acuerdo al contexto. Sin embargo, una vez más, el mero
registro de este hecho amenaza el tipo de discriminaciones que un juicio adecuado debe intentar
preservar. Eagleton le presta muy poca atención al hecho de que las grandes obras literarias
involucran formas mucho más diversas en la transformación del significado que otros textos. Esta es,
por supuesto, una cuestión de grado, pero, como he sugerido anteriormente, las diferencias de grado
son lo que determinan los tipos de juicio en cualquier campo. Darle un carácter teórico a la diferencia
entre un texto literario y uno no literario es difícil, y depende de una evaluación interpretativa en la
que puede no haber consenso. Considerar que el acuerdo con respecto a esa evaluación está
condenado al fracaso es, como demostraré en el Capítulo 5, el producto de un positivismo que sólo
admite validez cognitiva a juicios que presumiblemente no requieren de consenso.
Lo que solemos entender por literatura, que puede ser, por mencionar algunos elementos, los
patrones rítmicos en las oraciones —el ritmo, la repetición de elementos semánticos o musicales— la
distribución de los versos o la longitud de los párrafos, o bien, toda una variedad de ecos de carácter
general, sin duda está compuesta de aspectos inherentes a todo lenguaje, pero la cuestión central es de
qué manera las nuevas formas de combinación le dan lugar a algo que, aunque quizás no es la
totalidad integrada presente en algunas concepciones románticas de la obra de arte, es más que la
suma de los aspectos particulares del texto. Más aún, es en este nivel donde la particularidad
irreductible de las grandes obras que la forma se vuelve relevante al no poder ser reducida a reglas
generales.
El debate sobre la forma literaria es especialmente controversial porque la identificación de
aspectos formales de una obra depende de los criterios usados en la interpretación: en este sentido hay
tantos aspectos formales de una obra como diferentes interpretaciones de la misma obra puedan
realizarse. Estas lecturas siempre están abiertas a la revisión, cuestión que se vuelve un problema sólo
para quienes admiten la existencia de datos duros que existen con independencia a la interpretación,
un estándar de datos cuya validez es crecientemente imposible de defender. La pregunta no es,
entonces, si es posible sino de qué manera se realiza la interpretación del significado de los aspectos
formales de un texto; pregunta que se vincula con el estatus de un texto como obra de arte. Aquí
Adorno señala que es en relación con las obras en donde los significados existentes son transformados
de manera decisiva, incluso hasta su propia destrucción, en donde el sentido de la forma se vuelve
realmente evidente: claramente este se parece más al caso del Hölderlin maduro que al de un soneto
regular de algún poeta menor.
Detrás del argumento de Adorno se encuentra un aspecto fundamental de la estética romántica
señalado con anterioridad: el modelo esencial para su concepción de la forma estética es la música

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clásica vienesa, producto del período en el cual la concepción de la literatura que estamos discutiendo
fue articulada por primera vez. La insistencia de Adorno en la autonomía de la obra de arte es —
principalmente debido al carácter no representacional de la música— más fácil de defender en el caso
de la música que en el de la literatura y constituye la precondición para su noción de forma. Lo
importante de la autonomía estética es que la configuración de los elementos de la obra de arte
involucra una transformación irreductible de esos elementos, que son limitados sólo por su propia ley.
En este sentido, el texto literario puede también ser el lugar, no de la constitución de sentido, sino de
la manifestación de la capacidad de el lenguaje para resistir su reconversión al sentido. Este hecho es
central para comprender por qué un cuestionamiento de la naturaleza de la literatura es importante
más allá de un nivel teórico. La historia de la literatura moderna (y de otras artes) ha sido vista como
un continuo intercambio con el ‘sinsentido’, porque una nueva articulación radical puede ser
reveladora de un nuevo sentido o incluso rechazar cualquier tipo de sentido que sea explicable. La
cercanía al sinsentido de la literatura moderna es, por supuesto, una de las formas en las que la
literatura se conecta con la música.
En un sentido básico, la música en tanto fenómeno acústico consiste, como el lenguaje, en una
serie de frecuencias diferenciales, similares a las que tienen lugar en la naturaleza. Tanto las formas
musicales como las verbales consisten en elementos que han adquirido, con el tiempo, significado y
que han, por consiguiente, visto su forma modificada por diversas tradiciones de la práctica musical y
la comunicación verbal que necesariamente involucran elementos sedimentados de significación ya
existente. El uso en contextos nuevos de formas recibidas es un aspecto inherente a todas las formas
de arte desde los comienzos de la historia del arte, como muestra el trabajo de Mikhail Bakhtin, entre
otros. La atención moderna al lenguaje que aquí está en cuestión, en donde el significado comienza a
ser entendido como algo que puede transformarse en distintos contextos, en contraposición a su
vinculación con la divinidad o su ubicación en algún orden predeterminado, permite la construcción
de un puente entre formas heterogéneas del arte moderno. Las relaciones entre la música y la literatura
dejan de ser de simples analogías y el límite entre lenguaje y música se vuelve más permeable. Por
ejemplo, cuando Brahms (en su Primera Sinfonía) y Brunker (en su Quinta) incluyen un coro luterano
en el clímax final de la obra, el potencial sentido litúrgico del coro es transformado en algo distinto,
que debe ser entendido en el contexto de su ocurrencia. Cuando Alban Berg incluye el coro de Bach
en su concierto para violín, las modificaciones en la música agregan algo al significado. Interpretar el
significado del elemento musical previo conduce necesariamente al campo de la metáfora, porque no
se puede dar cuenta de manera definitiva de aquello que la mezcla del material histórico significante
‘quiere decir en realidad’ en un nuevo contexto: el nuevo contexto usa el material viejo y lo incorpora
en su novedad. En este nivel el significado de la autonomía estética y su relación la pregunta por la
literatura se vuelven evidentes.
El ejemplo anterior puede usarse como una metáfora para el funcionamiento del lenguaje en
los textos literarios: se refiere lo que generalmente se llama “intertextualidad”, la dependencia de los
textos con respecto a textos precedentes. La diferencia de la intertextualidad literaria con la repetición
histórica de prácticas lingüísticas en contextos diferentes nunca es absoluta, y el carácter de esa
diferencia depende de un juicio interpretativo. Esta dependencia, que es el aspecto de la teoría literaria
que hasta ahora ha sido usualmente descuidado, se encuentra, sin embargo, en la base de algunos de
los supuestos que pretendo discutir en este libro. El error de buena parte de la teoría literaria que opera
con nociones como la intertextualidad ha sido enfatizar la dependencia del texto en recursos ya
existentes en otros textos sin caracterizar las transformaciones estéticas implicadas en nuevas
configuraciones formales a partir de esos recursos. Es la reconfiguración de elementos lingüísticos
existentes en el potencial semántico nuevo y la destrucción de significados existentes, lo que hace a la
literatura un fenómeno fundamental en la autocomprensión de la modernidad, no el hecho de que esos
textos se adhieren a otros textos ya existentes. La condición de posibilidad de la ‘literatura’ está,

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entonces, relacionada con el hecho de que incluso la teoría semántica más sofisticada no puede dar
cuenta de la transformación de sentido que ocurre en la recontextualización de las palabras en un
texto.35
Que no haya un límite estable entre los sentidos transformados y los no transformados, es
decir, entre la “comunicación” en Adorno y el “significado” en Rorty, y los aspectos de un texto que
no pueden ser comunicados en los términos del sentido establecido es un problema sólo para quienes
piensan que el único tipo de juicio que es ‘real’ debe ser encajado en una teoría que pueda ser
validada empíricamente en los conceptos ya establecidos. Novalis hace una afirmación radical al
respecto, cuyas consecuencias teóricas van a ser examinadas en los siguientes capítulos, estableciendo
que ‘la crítica literaria (Poesie) es un absurdo’. Ya es difícil decidir, y aún así no hay otra decisión
posible, si algo es literatura o no” (Novalis 1978 p. 840). No hay un concepto fijo para una decisión
de ese tipo, y quizás las obras dejen de ser literarias si su potencial semántico o su resistencia a la
interpretación se agota —puede pensarse, por ejemplo, en la muerte del realismo del siglo XIX. Sin
embargo, si uno acepta que el aspecto crucial de la literatura es su irreductibilidad al concepto,
entonces la insistencia de Novalis en este tipo de juicio —que denomina “imperativo estético”— hace
de la noción de literatura como fuente de verdad una cuestión filosófica vital.
Antes de pasar revista a ciertas formas en las que estas cuestiones se han manifestado en la
filosofía alemana moderna y en la teoría literaria, es importante recordar qué es lo que está en juego
en los debates sobre el estatus de la literatura en la modernidad. El proceso de secularización que dio
lugar a nuevas concepciones del lenguaje y del arte es también, como Nietzsche, Max Weber y
muchos otros sugieren, un proceso de “desencantamiento” con la realidad, que puede llevar y lleva
efectivamente a un profundo nihilismo. Los modos en los que la literatura y otras formas de artes en el
período moderno confrontan los peligros del nihilismo, inherentes a un mundo post-teleológico, son
reflejados en diferentes abordajes de la teoría literaria, desde el romanticismo al posestructuralismo.
La inscripción política e histórica particular del conjunto de pensadores considerados aquí —la
membresía de Heidegger al Partido Nacionalsocialista Alemán, y los vínculos de otros pensadores
como Benjamin y Adorno a la oposición al nacismo y a los destrozos del capitalismo moderno—
pueden vincular los debates teóricos a cuestiones centrales en la dirección del mundo moderno,
volviendo a la teoría literaria algo central para una serie de disciplinas interpretativas y cognitivas,
desde la historia a la teoría social. El factor crucial en la relación es una comprensión de la conexión
entre arte y verdad.
Incluso en un libro tan extenso como este, habrá omisiones necesarias: sólo mencionaré una.
Por una serie de razones no he incluido un capítulo sobre Nietzsche. Una razón es que el libro en su
conjunto está, en algún sentido, dirigido a algunas de las concepciones nietzscheanas sobre la verdad
que han alimentado algunas áreas de la teoría literaria. Ya he sugerido en la Conclusión de Bowie
(1993) que la crítica nietzscheana de la verdad solo es efectiva si uno acepta que todas las versiones
de la verdad se presentan en teorías de la correspondencia: este libro muestra que la sospecha sobre la
noción de la correspondencia ya era parte de la filosofía a finales del siglo dieciocho. En el mejor de
los casos, Nietzsche se acerca a algunos de los aspectos que intento mostrar, y que son centrales en el
pensamiento romántico. Sin embargo, se transforma en un reduccionista (ver Bowie 1990 Capítulo 8),
y a veces en algo peor que eso. Mi razón más fuerte para no dedicar un capítulo entero a Nietzsche es
personal: creo que él está sobrevaluado. Nietzsche puede haber sido el pensador más influyente en la
modernidad, pero también es uno de los teóricos modernos más amedrentadores, poco creativos y
reaccionarios que pone su pluma en un papel. En definitiva, este libro quiere sugerir, sencillamente,
que hay pensadores más interesantes ahí afuera, que pueden tener algo más que ofrecer que Nietzsche.

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