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¿Y QUIEN EDUCA?

Dario Mantilla Serrano


2018.

Universidad Sergio Arboleda.


Departamento de Educación.
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Después de haber compartido esta primera clase con el Doctor Perilla y estas

múltiples ideas expresadas por los compañeros de clase, no cabe duda que los

cuestionamientos que tímidamente han recorrido nuestras mentes, han encontrado el lugar

indicado para ver la luz, ya no como la representación del ser en la caverna, sino, como ese

descubrirse en el que Platón afirma que Sócrates lleva al hombre a estructurar su propio

conocimiento y por sus propios medios. Al tiempo en que se compartía intelectualmente,

era fascinante observar cómo me convencía de la pertinencia de aquello que hace años

manejaba mi psique como un máxima, pero que sólo ahora, era el momento justo de

presentarlo.

Ver el recorrido histórico de la educación, las líneas genéticas que nuestros

modelos educativos llevan y desconocen, y creen que su actual acción es la piedra angular

de una forma única e innovadora de impartir conocimiento; ver cómo, tiempos tras tiempos,

hemos estado viviendo en una gran ilusión, no sólo política, refiriéndome a políticas de

educación, sino, social, económica y religiosa, marcada quizá, por el deseo de cerrar

nuestros ojos y hacer como si nada sucediera, hace que impajaritablemente nos

preguntemos: ¿quién, entonces, es el que educa en nuestra sociedad tan distinta, tan dispar,

tan propia y tan de nadie, tan de todos, tan de nosotros y tan de ellos, tan colombiana.?

Si hacemos un alto en el camino, en ese camino temporal, recto, indetenible y al

parecer cíclico, podemos dar cuenta de una serie de manifestaciones que, con el pasar del

tiempo, vamos olvidando. Tal como en la clase pudimos observar: cómo se dividía la

sociedad desde el siglo XII y cómo el proceso educativo realmente no ha sido para todos y

menos, para todos en “igualdad de condiciones”, de la misma manera. A pasos agigantados,


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podemos observar cómo el proceso de educar a nuestra sociedad se desdibuja a medida que

avanzamos, a título personal, se desdibuja por culpa de una evolución que no logra un

asidero firme, ni corresponde, a esta sociedad. Si bien es cierto, siempre ha estado en manos

de alguien la educación de nuestra sociedad, de los individuos que conforman el conjunto

universal llamado colombianos; también es verdad que ponemos en manos de ese alguien

responsabilidades que, en principio, deben ajustarse como las fichas de un rompecabezas,

pero, ¿esas manos se ajustan a nuestra realidad, a la totalidad de nuestra realidad? A mi

parecer, no.

En algún momento de mi vida, mi abuelo, recto por antonomasia, inculcaba, en

la casa paterna, parámetros inviolables en voz de nuestra abuela, quien seguía al pie de la

letra cada uno de los requisitos para poder ser parte de la casa, del barrio, del bien social:

“mientras ustedes vivan bajo este techo, se hace lo que se diga” y esta era una frase que se

repetía una y mil veces en los distintos hogares aledaños. De casa salíamos con nuestra

cabeza rebosante de acciones potenciales: saludar, respetar, aprender, el maestro, el

sacerdote, los mayores, entre otras, y todos: hijos de padres y padres de abuelos, poseían

el mismo “manual”, quizá podríamos haber hecho una tabula rasa temporal y su contenido

se repetiría como una plana, pero no en forma de castigo. Sin embargo, con el paso del

tiempo eso se acabó, la casa se cambió por la vida militar, allí se forman hombres, seres

sociales, íntegros, respetuoso y responsables de la ley, pero: ¿fue así? Cada hombre que

salía de la vida militar traía consigo cargas que no había aprendido en casa, cargas que

aparentemente le hacían distinto pero que, en última instancia, y mirando detenidamente,

le hacían más parte del pasado que del “presente”, seguía las ordenes y lineamientos
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preestablecidos de otros, y, por tanto, su criterio no fue de gran importancia. Pero no todo

estaba perdido, una nueva idea estaba por surgir. Era tiempo de cambiar de manos, quizá

de dedos, pero con una imperceptible huella dactilar. Las universidades fueron llamadas a

crear, a “educar” seres sociales, seres capaces de participar activamente en pro del bienestar

general pero infortunadamente no fue posible, crearon a partir de un humanismo poco

humano, con herramientas antaño adquiridas, con formas ya establecidas, con escenarios

repetidos y muy bien encasillados, seres individuales, con grandes dificultades para pensar

en conjunto: exámenes individuales, eres el número uno, el primero gana, los OTROS

pierden.

“y ahora… ¿quién podrá defendernos?”

La casa, volvamos a lo seguro. Pero ya no existen las figuras, son solo sombras en la

remembranza imperceptible a nuestros sentidos, ya la caverna está vacía, el confort ha

cambiado, tenemos que resignarnos a quien cuida y “educa”, que en el mejor de los casos

hace parte de nuestra familia y de no serlo, por fuerza de costumbre o por tiempo, consigue

el espacio en ella. Pero no es solo ella, quizá es una nueva forma de casa, la casa y la calle,

el barrio, la esquina, él o ella, los deseos, las pasiones o necesidades generan una nueva

inclinación, nuevas necesidades, un nuevo tipo de educación más llamativo, más seductor

a nuestros sentidos. ¡Que Dios nos guarde ¡Grita la vecina a sus noventa y cinco años al

ver por la ventana en lo que se ha convertido todo lo que ella sembró con gran esfuerzo,

viendo a la distancia las escasas letras: Mi…as… viva… lo que diga… El tiempo de dios es

perfecto. Con su mano firme, sólida e inquebrantable en el pasar del tiempo se sigue

cuestionando con afirmaciones: antes fuimos nosotros, luego la escuela, la milicia, la


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guerra, la universidad, el curita caneco, “Dios lo tenga en su gloria”, la política, la calle,

nuevamente la escuela, el maestro en sus no tiempos, en aquellos que no cuentan; las

drogas, la evolución, el cambio, la ecología, los nuevos paradigmas. Todo ha fallado: el

hijo golpea la madre, la casa falló; El joven deja la escuela, la escuela falló: el niño,

adolescente o joven es un “delincuente”, está en las drogas, el estado falló, todos fallaron.

Por eso, aun hoy, a sus noventa y ocho años, con principios de Alzheimer, aun mi abuela

se pregunta: ¿y quién educa?

“¡Oh Dios nuestro, ¿por qué nos has olvidado?¡”

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