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Qué lugar para el cuerpo hoy. Esta interrogación atraviesa de manera actual cualquier relato
clínico, como cualquier relato moderno, porque estaríamos hablando del goce. La genialidad
de Carlos Quiroga está en proponer hipótesis y senderos donde su interrogación sea
propiciatoria: el cuento de hadas y su comentario.
Primero tomaré un texto: Una historia del cuerpo en la Edad Media[1], de dos
historiadores inscriptos en una escuela llamada “Escuela de los Annales”, iniciada por
dos autores que fueron del gusto de Jacques Lacan: Marc Bloch y Lucien Febvre. Esta
escuela de historiadores se funda siguiendo la brecha de Norbert Elías, quien fuera
quizás el primer historiador que entendió la necesidad de incluir “el cuerpo” en la
historia.
Aunque para ser justos Marcel Mauss siguiendo a Durkheim ya había afirmado que
todo lo que importa en la historia son los distintos “usos corporales” que difieren a lo
largo de la humanidad. Se podría decir que más allá de las batallas, sus fechas, las
invasiones, etc., la cuestión se centra en observar los cambios que todo
acontecimiento produce en los usos del cuerpo y sus técnicas, esto es, cómo se
modifican los modos de dormir, orinar, defecar, copular, etc.
Esta perspectiva puede sernos de gran utilidad para investigar con mayor
rigurosidad en las cuestiones inherentes al goce. Pero también podríamos recurrir a
las enseñanzas de una antropóloga inglesa, Mary Douglas, primero en su libro Pureza
y peligro[2], luego en otro texto, en el que hace una lectura del cuento Caperucita
Roja[3].
Cruzar estos tres textos tiene por objeto, primero, reflexionar sobre cómo los
cuentos infantiles más tradicionales arrastran “tensiones” de épocas muy remotas, y
segundo, poner a prueba mi tesis acerca de la necesidad de considerar el pasaje del
canibalismo a la incorporación y el límite que esta operación puede resultar a la
“competencia mimética”. Este pasaje del canibalismo a la incorporación, que en
psicoanálisis se llama “castración”, necesita de ciertas mediaciones y ritos sociales,
que permitían con cierto “éxito” los pasajes que la vida del hombre y la mujer exigen,
el nacimiento, la sexualidad y la muerte. En esta ocasión veremos cómo la función
que pueden ejercer “las abuelas” puede ser crucial a la hora del acceso a la feminidad.
En Pureza y peligro, Mary Douglas afirma que el origen de las religiones no lo causa
el temor basado en la necesidad de castigo sino la necesidad de orden. Sobre esta
necesidad se edifican los sistemas de prohibiciones basados en el temor al contagio.
Estos sistemas que buscan cierto orden están basados en funciones que podríamos
llamar “miméticas”, ya que el sistema se sostiene en lo que se asemeja en la
naturaleza, a la “buena forma”. Lo que no asemeja a esa forma, lo “amorfo”, caerá
temporalmente en lo maldito, lo que envenena, etc.
Por ejemplo, las prohibiciones alimenticias del Libro del Levítico, en La Biblia, recaen
sobre “animales impuros” para ser comidos, es decir, que estos no son “animales
impuros” de por sí y en todo momento, sino que sólo son “impuros” para ser comidos.
Si tomamos, por ejemplo, la prohibición de la ingesta del cerdo en la cultura judía,
esta prohibición no es por las supuestas enfermedades que hoy se han descubierto,
tales como la triquinosis, sino que la ingesta de cerdo está censurada porque el cerdo
tiene la pezuña cortada, o sea son animales “deformes” respecto de otros que tienen
“la buena forma”.
Así, la deformidad resulta una amenaza al orden y con él, a la estabilidad. El
desorden es tomado como causa de toda catástrofe, por ejemplo, como causa de la
locura, y de la angustia que produce. Arrojar la “basura social” afuera, como
estrategia de restablecer el orden es la causa principal, según Foucault, del gran
encierro de la locura.
Podemos comenzar a ver que existe una relación de solidaridad entre la estética y
la ética, es decir, que lo que imita la “buena forma” es lo que queda dentro del campo
de los objetos pasibles de circulación social, por ejemplo, para la ingesta. Esta
operación ideológica se apoya en el rechazo de todo aquello que “ofende la estética”
y que se gana así la figura de “malditos”, “prohibidos”, etc.
La era cristiana organiza a través de los siglos que comprenden la llamada Edad
Media, incluyendo al Renacimiento, una operación ideológica basada en una nueva
articulación del pecado. Esta nueva articulación es la que liga el pecado original al
pecado sexual. Al partir de sustituir un pecado, que resultaba ser el de la soberbia,
es decir, querer robar el saber de Dios, por el pecado de la carne, y todo lo que
resulta del cuerpo es oprobioso y condenable. Es por eso que la tensión que se
mantiene en aquella épica es entre “lo magro y lo graso” entre “la virginidad y la
lujuria” en definitiva: entre la Cuaresma y el Carnaval.
Las prohibiciones basadas en el “rechazo del cuerpo” además de estar en la base
de la caza de brujas y de todo tipo de terrorismo de Estado y su religión, establecen
una “estética de la segregación”. Por ejemplo, las “viejas” ya no resultan “sabias”
sino “brujas” capaces de transmitir todo tipo de infecciones inoculadas por el
demonio. Al igual que los niños, quienes pasarán a encontrarse más vulnerables a
las influencias de Satán.
Una muestra de esta necesidad de “orden estético” son los tabúes sobre la sangre
y el semen. Estos tabúes tienen efectos en toda la organización social, por ejemplo,
el cirujano o el carnicero al mismo tiempo que otras “labores” no eran muy bien
considerados por tener algún contacto con esos fluidos corporales. Incluso las
lágrimas caían debajo de esta lógica por demás ambivalente, y esta ambivalencia se
manifiesta en que los fluidos corporales pueden ser abyectos o sagrados según de
qué lado caigan de la tensión, es el caso de la “sangre de Cristo”.
El cuerpo en esta época, entonces, tal como lo consignan Le Goff y Truong, es objeto
de una contradicción irresoluble. Por un lado, el cuerpo resultaba la cárcel del alma,
objeto pútrido y abyecto, y por otro es el cuerpo glorificado de Cristo. Sabemos que
han tenido que transcurrir varios siglos para “resolver” las controversias sobre la
segunda naturaleza del cuerpo de Cristo ¿Cómo podría ser el hijo de Dios un hombre?
Esa división dio origen a una multiplicidad de interpretaciones que a su vez formaron
lo que se llamó en el origen del cristianismo las distintas “herejías”, que basculaban
en un incesante movimiento que iba desde el mayor ascetismo a las orgías más
desenfrenadas.
Este estado de cosas se resuelve una vez que queda establecido ese nudo de tres
llamado “santísima trinidad”. Vemos allí esa tensión entre el ascetismo y la
penitencia, entre la orgía y el celibato. La autoridad de los padres de la Iglesia tales
como San Agustín y Santo Tomás que siguen a San Pablo convencido de que llegaba
el fin del mundo, es determinante para que el cuerpo en la Edad Media quede
rechazado, al mismo tiempo que adorado.
6) Caperucita, comer y beber del cuerpo de la abuela, para el paso del alfiler
a la aguja
Parece que hubiera una cita obligada del canibalismo cuando se trata, tanto del
inicio sexual, como de cualquier “iniciación”. La función del rito en la iniciación como
el de los funerales es transformar esa pasión caníbal en incorporación. La
incorporación del vacío, como la función del cero que inaugura la serie es un momento
fundacional. Esa incorporación posibilita el trabajo de duelo, da cuenta de la pérdida
que está en juego en la operación. En este caso habrá que leer, el comer y beber de
la abuela, no como “crudo canibalismo” sino en clave de metaforizar la incorporación
que da cuenta del apoyo que puede tomar una niña en su abuela, como apoyo de la
falta, para su pasaje de niña a mujer, que es de lo que trata el cuento.
10) Cuando la feminidad esta aún conservada, una mujer ex-siste al Hombre
Lo que aporta Douglas al planteo de Verdier es que en esa época las niñas, cuando
ya estaban en edad de merecer, iban a una especie de retiro a las casas de las
costureras mayores donde aprendían a coser, a tejer, pero además ahí les enseñaban
las artes de seducción, etc. En esas reuniones se hacían las amigas que tenían para
toda la vida.
Los varones muestran cierta ingenuidad comparada con las niñas, puesto que en
ellos, cuenta Mary Douglas, el rito de iniciación era la fiesta de la matanza de los
cerdos. Era matarlos, cortarles los testículos y llevarlos en el bolsillo. El arrojo y la
intrepidez eran los valores más destacados. Una “huevada” podría decirse basada en
la fuerza y destreza física. ¡Esta grosera virilidad guarda todo su sentido porque del
otro lado las niñas se preparan, no digamos para la fiesta del cerdo-varón, pero se
preparan! Es sabido, por otra parte que cierto toque de “brutalidad” en el varón es
fuente de excitación para las mujeres.
Mary Douglas dice que a los cuentos no hay que buscarles otra significación, una
simbología, una interpretación mítica, sino que estamos frente a un relato en forma
de chiste, de broma, de lo que sucede en la época. Es como si se tratara de lo que el
cuento nos enseña y no lo que significa: como sea una transmisión del lugar del
cuerpo en un espacio histórico determinado y con ello un estado del síntoma.
Otro punto más que se relaciona con este desarrollo, dado que Douglas plantea que
el supuesto masoquismo femenino es muy interrogable si se homologa masoquismo
y pasividad. Afirma que la pasividad femenina es una pasividad activa, en la situación
erótica, la presa se vuelve cazador.
¡Es gracioso observar a un varón lanzado a la conquista creyendo que acecha a su
presa hasta hacerla caer, cuando es él mismo el que cayó como presa al comienzo
de la partida! Nadie ha conquistado a una mujer que no se haya ofrecido como
conquistada desde el inicio. La propia Verdier comentó en 1980 que la
desfeminización de la cultura moderna, es tan extrema que hace tan difícil pensar
siquiera en la femineidad. Es por eso mismo que no podemos reconocer fácilmente
que estos relatos constituyen una enseñanza sobre las diferencias sexuales. Estamos
tan embrutecidos que este embrutecimiento no nos deja advertir que se trata de
relatos sobre las diferencias sexuales, los ritos de iniciación y fundamentalmente al
pasaje de la joven a mujer. A este embrutecimiento lo podríamos llamar “mimar el
falo como fetiche”. Los tabúes cristianos sobre la sangre y el semen seguramente
juegan un gran papel en esta desfeminización, a favor de una reproducción no
sexuada de los cuerpos. Esta observación de Verdier apoya la hipótesis de que hay
mimetismo extendido, y es efecto de una fetichización de los cuerpos. Desintrincación
de las pulsiones de vida y muerte, reinado de una crudeza que responde así a lo que
Lacan ha podido llamar el rechazo que el capitalismo realiza de “las cosas del amor”.
Nota: Exposición presentada en el seminario “Cuentos de hadas y
psicoanálisis”, a cargo de Claudia Muente y Santiago Ragonesi, llevado a cabo
en Centro de Lecturas y Transmisión, en diciembre de 2013.
[1] Le Goff, J. & Truong, N., Una historia del cuerpo en la Edad Media, Buenos Aires, Paidós, 2005.
[2] Douglas, M. (1970) Pureza y peligro, Buenos Aires, Siglo XXI, 1973.
[3] Douglas, M. (1996) Estilos de pensar. Ensayos sobre el buen gusto, Buenos Aires, Gedisa, 1998.
[4] Le Goff, J. & Truong, N., L’Erotisme au Moyen-Âge, París, Taliander, 1999.