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10/11/2019 Cuentos espirituales | La persona de mis sueños

LA PERSONA DE MIS SUEÑOS

Una compañía estaba buscando nuevos ejecutivos y le hizo la siguiente pregunta


escrita a casi doscientos candidatos de ambos sexos y les pidió la respuesta por
escrito:

Está usted en vía a su casa en su carro deportivo, en medio de una terrible


tormenta y pasa por delante de una parada de autobús y ve a tres personas:

Una viejita que está muy grave y que si no llega al hospital a tiempo, se
muere.
Un médico, muy amigo suyo, quien le salvó la vida hace un par de años.
Y al ser más hermoso que haya visto en su vida, con quien siempre ha
soñado y estaría dispuesto/a a pasar el resto de su vida con él/ella.

Como su auto es del tipo deportivo, sólo puede llevar a un pasajero.

¿Qué haría usted? ¿Cual sería tu acción a tomar?

Este es un problema de personalidad...

La vida de la viejita está en juego.


Al doctor que le salvó la vida, siempre en el futuro pudiera retribuirle de
alguna manera
¿Pero, cómo haría para no perder ese perfecto amor?
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De los doscientos candidatos, sólo uno consiguió el trabajo y su respuesta la


encontrarás más abajo, pero antes piensa lo que tú harías en esta situación y
después compárala con la respuesta de la única persona que fue contratada por
la compañía.

Esta fue la respuesta de la única persona que pensó hacer lo correcto:

-Le doy las llaves del auto al doctor para que lleve a la viejita al hospital y yo me
quedo en la parada y espero el autobús con la persona de mis sueños.

Había una vez un emperador chino cuya hija estaba a punto de celebrar de
decimoséptimo cumpleaños. El emperador decidió que en lugar de darle una
sorpresa, ella era lo suficientemente mayor para saber qué quería como regalo de
cumpleaños. Así que le preguntó a su hija, diciéndole que era su deseo darle
cualquier cosa que quisiera.

-Me gustaría que me regalaras la luna, -le dijo ella.

El emperador se sorprendió mucho, pero como le había prometido lo que


quisiera, hizo llamar a su mejor ingeniero y le dijo que su tarea era traerle la luna
a su hija. El ingeniero se inquietó mucho, pero formó un grupo de trabajadores
para conseguir una torre de bambú que llegara hasta la luna.

La estructura llegó hasta el cielo, pero cuanto más alta era, más inestable era, y
al final se fue abajo, matando a 50 hombres que estaban trabajando en ella en
esos momentos.

El emperador se puso furioso, y le espetó al ingeniero:

-No sólo no has conseguido traerle la luna a mi hija, sino que también has
matado a 50 de mis hombres en el proceso.

Y le mandó a matar.

El científico más destacado del país, que estaba muy afectado por el error del
ingeniero, fue llamado entonces por el emperador con la misma petición. Se
trataba de un hombre muy inteligente, y decidió utilizar la última tecnología para
llevar a cabo la tarea.

Construyó un cohete para rodear la luna, y atraerla hasta la tierra con un gran
gancho. Al final, lanzó el cohete con algunos de los mejores técnicos que pudo
encontrar.

Pero cuando despegó, el cohete explotó en mil pedazos, matando a todos sus
tripulantes. El emperador se enfadó aún más que antes, e hizo matar al científico.

Entonces acudió frustrado al filósofo y le dio la tarea de traer la luna a su hija. El


filósofo pensó detenidamente y le dijo a la hija del emperador:

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-He oído que quieres la luna para tu cumpleaños.

-Así es- contestó ella.

-¿Qué es la luna? -le preguntó él.

Ella contestó gesticulando con las manos:

-Es una gran bola blanca así de grande.

Así que el filósofo encontró una gran bola blanca del tamaño que ella le había
indicado y se la dio al emperador para que se la regalara a su hija. Y todos
vivieron felices por siempre jamás.

Había una vez una oruga que vivía en un gran árbol del parque. Cada día la oruga
iba mordisqueando las hojas que encontraba en su camino, sin prestar atención
a nada más.

Pero un día la oruga se dio cuenta de que había algo lleno de colores volando por
encima del árbol. Se quedó deslumbrada con los naranjas y azules luminosos
que captaban la luz del sol y cuando esta brillante criatura voló cerca de la oruga,
ésta pudo ver que era una hermosa mariposa.

La mariposa parecía flotar en el aire, rozando la rama en la que estaba sentada la


oruga.

-¡Oh, mariposa, qué hermosa eres y con qué suavidad vuelas. Por favor,
enséñame a volar como tú.

La mariposa se acercó y le sonrió a la oruga:

-Sé paciente, pequeña criatura, algún día, algún día.

Pero la oruga era impaciente y cuando la mariposa volvió a aparecer al día


siguiente, aún más luminosa que antes y volando alrededor de las ramas del
árbol, la oruga volvió a decirle:

-Por favor, mariposa, enséñame a volar como tú.

La mariposa le susurró al oído:

-Sé paciente y algún día lo harás.

La oruga estaba tan frustrada que decidió sacarse la idea de la cabeza de una vez
por todas y olvidó su deseo de volar.

Entonces un día sucedió algo extraño. Parecía como si el mundo hubiese


empezado a dar vueltas, un momento en una dirección y al instante siguiente en
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la otra dirección. A la oruga empezó a dolerle el estómago, y se sintió muy


enferma.

Parecía como si todo se hubiera vuelto desdibujado y distante. El mundo seguía


girando, a veces rápido y otras veces despacio. La oruga se quedó paralizada y
cerró los ojos, pensando que se estaba muriendo.

Después de un rato, y no sabía cuanto había sido, el mundo pareció dejar de


moverse y se sintió más ligera y libre. Le pareció que podía volver a moverse, y,
al hacerlo, se dio cuenta de que tenía debajo el árbol, y el sol calentaba.

En la distancia pudo oír un ligero murmullo y se sintió atraída por el ruido. Era
una pequeña voz que le decía:

-Por favor, enséñame a volar como tú.

-Paciencia, ya lo harás, ya lo harás.

Sólo entonces se dio cuenta de que se había convertido en una mariposa.

Hace algunos años, Neil regentaba una cafetería en el centro de Liverpool.


Estaba orgulloso de la decoración de moda de su local y del estilo de su
clientela. La cafetería se llenaba por las tardes y por la noche, pero solía haber un
periodo de tranquilidad alrededor de las 4 de la tarde.

Un día Neil estaba limpiando la barra pulidísima cuando alguien que no había
visto antes entró al bar. Este nuevo cliente parecía estar fuera de lugar. Vestía lo
que sólo podría describirse como ropa de campesino: un anorak azul marino, un
jersey tejido a mano y un sombrero de lana. Neil miró al hombre desdeñosamente
y le preguntó qué quería.

-Un café por favor -contestó el hombre.

Neil hizo el café y lo puso en la barra.

-Serán 30 peniques.

El hombre se llevó la mano al bolsillo y sacó tres monedas de 10 peniques. Puso


una en la barra enfrente de Neil y después se fue hasta el extremo izquierdo de la
barra, donde puso la segunda moneda de diez. Luego se fue al extremo derecho
y puso la tercera moneda.

Neil estaba echando chispas; podía sentir cómo su cara y cuello se iban
poniendo rojos de rabia, pero no dijo nada. Recorrió toda la barra y recogió el
dinero. El hombre se tomó el café y se fue.

El día siguiente, a la misma hora, volvió a suceder lo mismo. Neil explicó estos
dos incidentes a sus amigos, a su clientela habitual cuando llegaron esa tarde.
Les dijo que iba a devolvérsela a ese hombre si volvía. Les invitó a que fueran

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más pronto el día siguiente para que pudieran ver con sus propios ojos cómo lo
hacía.

Un día más tarde, el hombre llegó a la misma hora con la misma ropa y volvió a
pedir un café. Neil le sirvió el café como siempre y le pidió 30 peniques. El
hombre metió la mano en el bolsillo y sacó una moneda de 50 peniques,
dejándola frente a él en el mostrador. Neil sonrió con regocijo, era su
oportunidad. Le guiñó el ojo a sus amigos, que se preguntaban qué era lo que iba
a hacer.

Neil fue a la caja y sacó dos monedas de 10 peniques para darle el cambio. Con
una sonrisa irónica, miró al hombre y fue hasta el extremo izquierdo de la barra
para dejar una de las monedas. Después fue al extremo derecho y dejó la otra.
Volvió al medio del mostrador y miró al hombre

El hombre ni se inmutó, cogió su taza, se bebió el café, se metió la mano en el


bolsillo, sacó otra moneda de 10 peniques, la puso en el medio de la barra
delante de él y dijo:

-¡Otro café, por favor!

Un hombre quiere colgar un cuadro. El clavo ya lo tiene, pero le falta un martillo.


El vecino tiene uno. Así, pues, nuestro hombre decide pedir al vecino que le
preste el martillo.

Pero le asalta una duda:

-¿Qué? ¿Y si no quiere prestármelo? Ahora recuerdo que ayer me saludó algo


distraído. Quizás tenía prisa. Pero quizás la prisa no era más que un pretexto, y el
hombre abriga algo contra mí. ¿Qué puede ser? Yo no le he hecho nada; algo se
le habrá metido en la cabeza. Si alguien me pidiese prestada alguna herramienta,
yo se la dejaría enseguida. ¿Por qué no ha de hacerlo él también? ¿Cómo puede
uno negarse a hacer un favor tan sencillo a otro? Tipos como éste le amargan a
uno la vida. Y luego todavía se imagina que dependo de él. Sólo porque tiene un
martillo. Esto ya es el colmo.

Así nuestro hombre sale precipitado a casa del vecino, toca el timbre, se abre la
puerta y, antes de que el vecino tenga tiempo de decir «buenos días», nuestro
hombre le grita furioso:

-¡Quédese usted con su martillo, estúpido!

Un sultán decidió hacer un viaje en barco con algunos de sus mejores


cortesanos. Se embarcaron en el puerto de Dubai y zarparon en dirección al mar
abierto.

Entretanto, en cuanto el navío se alejó de tierra, uno de los súbditos, que jamás

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había visto el mar y había pasado la mayor parte de su vida en las montañas,
comenzó a tener un ataque de pánico.

Sentado en la bodega de la nave, lloraba, gritaba y se negaba a comer o a dormir.


Todos procuraban calmarlo, diciéndole que el viaje no era tan peligroso, pero
aunque las palabras llegasen a sus oídos no llegaban a su corazón.

El sultán no sabía qué hacer, y el hermoso viaje por aguas tranquilas y cielo azul
se transformó en un tormento para los pasajeros y la tripulación.

Pasaron dos días sin que nadie pudiese dormir con los gritos del hombre. El
sultán ya estaba a punto de mandar volver al puerto cuando uno de sus
ministros, conocido por su sabiduría, se le aproximó:

-Si su alteza me da permiso, yo conseguiré calmarlo.

Sin dudar un instante, el sultán le respondió que no sólo se lo permitía, sino que
sería recompensado si conseguía solucionar el problema.

El sabio entonces pidió que tirasen al hombre al mar. En el momento, contentos


de que esa pesadilla fuera a terminar, un grupo de tripulantes agarró al hombre
que se debatía en la bodega y lo tiraron al agua.

El cortesano comenzó a debatirse, se hundió, tragó agua salada, volvió a la


superficie, gritó más fuerte aún, se volvió a hundir y de nuevo consiguió reflotar.
En ese momento, el ministro pidió que lo alzasen nuevamente hasta la cubierta
del barco.

A partir de aquel episodio, nadie volvió a escuchar jamás cualquier queja del
hombre, que pasó el resto del viaje en silencio, llegando incluso a comentar con
uno de los pasajeros que nunca había visto nada tan bello como el cielo y el mar
unidos en el horizonte.

El viaje, que antes era un tormento para todos los que se encontraban en el
barco, se transformó en una experiencia de armonía y tranquilidad.

Poco antes de regresar al puerto, el sultán fue a buscar al ministro:

-¿Cómo podías adivinar que arrojando a aquel pobre hombre al mar se calmaría?

-Por causa de mi matrimonio -respondió el ministro-. Yo vivía aterrorizado con la


idea de perder a mi mujer, y mis celos eran tan grandes que no paraba de llorar y
gritar como este hombre.

Un día ella no aguantó más y me abandonó, y yo pude sentir lo terrible que sería
la vida sin ella. Sólo regresó después de prometerle que jamás volvería a
atormentarla con mis miedos.

De la misma manera, este hombre jamás había probado el agua salada y jamás se
había dado cuenta de la agonía de un hombre a punto de ahogarse. Tras conocer

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eso, entendió perfectamente lo maravilloso que es sentir las tablas del barco bajo
sus pies.

-Sabia actitud– comentó el sultán.

-Está escrito en un libro sagrado de los cristianos, la Biblia:

-Todo aquello que yo más temía, terminó sucediendo.

Ciertas personas sólo consiguen valorar lo que tienen cuando experimentan la


sensación de su pérdida.

Dos señores estaban sentados en la banca de un parque, viendo como una


ardilla saltaba de un árbol a otro. La ardilla se preparaba a saltar a una rama tan
lejana que su salto parecía un suicidio. Se podría jurar que no la alcanzaría, pero
siempre aterrizaba, a salvo, en una rama más baja. Luego subía hacia su meta, y
parecía muy satisfecha.

El más viejo de los señores le dijo al más joven:

-He visto muchas ardillas saltar así, especialmente si hay depredadores


alrededor, y nunca caen a tierra. Muchas de ellas no alcanzan las ramas a las que
apuntaban, pero nunca he visto a ninguna lesionarse al tratar.

Luego, riendo, observó:

-Supongo que al menos tienen que correr un riesgo, pues si no se quedarían en


un árbol durante toda su vida.

Después de esa experiencia, cada vez que el joven tenía que elegir entre
arriesgarse en una situación o retroceder ante ella, se acordaba de aquel señor
que en la banca del parque le había dicho:

-Tienen que arriesgarse si no quieren pasarse el resto de sus vidas en un solo


árbol.
Y el joven se dijo a sí mismo:

-Si una ardilla corre riesgos, ¿voy a tener yo menos valor que ella?

El edificio de un hombre de negocios ardió hasta los cimientos. A la mañana


siguiente, este valeroso hombre de negocios llegó a las ruinas llevando una
mesa. Colocó la mesa en el centro de los escombros.

Encima de le mesa había escrito un lema optimista que decía:

-Todo se ha perdido excepto mi esposa, mis hijos y mi esperanza. Los negocios


se reanudarán mañana como de costumbre.

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Un monje le dijo una mañana a su maestro que tenía un problema que deseaba
comentar con él, y éste le contestó que esperase hasta la noche. Llegada la hora
de dormir, el maestro se dirigió a todos los discípulos preguntando:

-Dónde está el monje que tenía un problema?. ¡Que salga aquí ahora!

El joven, lleno de vergüenza, dio un paso al frente.

-Aquí hay un monje que ha aguantado un problema desde la mañana hasta la


noche y no se ha preocupado en resolverlo. Si tu problema hubiese consistido en
que tenías la cabeza debajo del agua, no habrías aguantado más de un minuto
con él. ¿Qué clase de problema es ese que eres capaz de soportarlo durante
horas?, -preguntó el maestro.

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