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¿Google nos está volviendo estúpidos?

por Nicholas Carr

¡Dave, no, por favor no, no hagas eso! ¡Para, Dave, por favor, no hagas eso!”, son las
últimas palabras suplicantes que el supercomputador HAL le dirige al implacable
astronauta Dave Bowman en aquella famosa, extraña y conmovedora escena hacia el
final de la película 2001: Odisea del espacio, de Stanley Kubrick. Bowman (que acaba de
escapar por un pelo de una muerte casi segura en el espacio profundo por culpa del
computador defectuoso) con toda la tranquilidad y frialdad del mundo desconecta los
circuitos de la memoria que controlan el cerebro artificial del aparato. “Dave, se me va la
mente…, se me va”, dice HAL. “Siento que la mente se me va…”.

Yo también. Durante los últimos años he tenido la incómoda sensación de que alguien (o
algo) ha estado cacharreando con mi cerebro, rehaciendo la cartografía de mis circuitos
neuronales, reprogramando mi memoria. No es que ya no pueda pensar (por lo menos
hasta donde me doy cuenta), pero algo está cambiando. Ya no pienso como antes. Lo
siento de manera muy acentuada cuando leo. Sumirme en un libro o un artículo largo
solía ser una cosa fácil. La mera narrativa o los giros de los acontecimientos cautivaban
mi mente y pasaba horas paseando por largos pasajes de prosa. Sin embargo, eso ya no
me ocurre. Resulta que ahora, por el contrario, mi concentración se pierde tras leer
apenas dos o tres páginas. Me pongo inquieto, pierdo el hilo, comienzo a buscar otra cosa
que hacer. Es como si tuviera que forzar mi mente divagadora a volver sobre el texto. En
dos palabras, la lectura profunda, que solía ser fácil, se ha vuelto una lucha.

Y creo saber qué es lo que está ocurriendo. A estas alturas, llevo ya más de una década
pasando mucho tiempo en línea, haciendo búsquedas y navegando, incluso, algunas
veces, agregando material a las enormes bases de datos de internet. Como escritor, la
red me ha caído del cielo. El trabajo de investigación, que antes me tomaba días inmerso
en las secciones de publicaciones periódicas de las bibliotecas, ahora se puede hacer en
cuestión de minutos. Un par de búsquedas en Google, un par de clics sobre los enlaces, y
ya dispongo del hecho revelador o de la cita exacta que necesitaba. Incluso cuando no
estoy trabajando, lo más probable es que esté explorando entre los matorrales de
información de la red, leyendo y contestando correos electrónicos, esacaneando titulares
y blogs, mirando videos y oyendo podcasts, o simplemente saltando de enlace en enlace.
(A diferencia de las notas de pie de página, a las que a veces se les compara, los
hiperenlaces no se limitan a sugerir obras pertinentes; nos catapultan sobre ellas.)

Para mí, como para muchos otros, la red se está convirtiendo en un medio universal, en el
canal a través del cual me llega la mayor parte de la información visual y auditiva que se
asienta en mi mente. Las ventajas de un acceso tan instantáneo a esa increíble y rica
reserva de información son muchísimas, y ya han sido debidamente descritas y
aplaudidas. “Tener una memoria artificial perfecta”, señaló Clive Thompson en la revista
en línea Wired, “puede llegar a ser de gran utilidad en el proceso del pensamiento”. Pero
tal ayuda tiene su precio. Como subrayó en la década del 60 el teórico de los medios de
comunicación Marshall McLuhan, los medios no son meros canales pasivos por donde
fluye información. Cierto, se encargan de suministrar los insumos del pensamiento, pero
también configuran el proceso de pensamiento. Y lo que la red parece estar haciendo, por
lo menos en mi caso, es socavar poco a poco mi capacidad de concentración y
contemplación. Mi mente ahora espera asimilar información de la misma manera como la
red la distribuye: en un vertiginoso flujo de partículas. Alguna vez fui buzo y me sumergía
en océanos de palabras. Hoy en día sobrevuelo a ras sus aguas como en una moto
acuática.

Y no soy el único. Cuando comparto mis problemas con la lectura entre amigos y
conocidos, casi todos con inclinaciones literarias, muchos confiesan que les pasa lo
mismo. Mientras más usan la red, más trabajo les cuesta permanecer concentrados
cuando se trata de textos largos. Algunos de los bloggers que leo con regularidad también
han empezado a mencionar el fenómeno. Scott Karp, quien escribe un blog sobre
periodismo en línea confesó hace poco haber abandonado del todo la lectura de libros.
“En la universidad me gradué en literatura y solía ser un lector voraz de libros”, escribe.
“¿Qué ocurrió”? , se pregunta, y aventura una respuesta: “¿Qué tal que hoy en día todas
mis lecturas las haga en la red no tanto porque haya cambiado mi manera de leer, es
decir, por comodidad y conveniencia, sino porque cambió mi manera de pensar?”.

Bruce Friedman escribe con regularidad un blog sobre el uso de computadores en


medicina y también ha señalado cómo internet ha afectado sus hábitos mentales. “He
perdido casi completamente la capacidad de leer y asimilar un texto largo en la red o
incluso impreso”, escribió hace unos meses. Docente de patología de vieja data en la
Escuela de Medicina de la Universidad de Michigan, Friedman se extendió un poco más
en una conversación telefónica que sostuvo conmigo. Su manera de pensar, dijo, ha
adquirido una cualidad entrecortada, como de staccato, que a su vez es reflejo de la
manera como escanea apartes cortos de texto de muchísimas fuentes en línea. “Ya no
sería capaz de leer Guerra y paz”, admitió. “Perdí la capacidad para hacerlo. Es más,
tengo dificultades a la hora de absorber un blog de más de tres o cuatro párrafos.
Empiezo a leerlo en diagonal”.

Sin embargo, un par de anécdotas no prueban nada. Podemos seguir esperando los
experimentos neurológicos y psicológicos que nos den un panorama más claro y definitivo
sobre cómo el uso de la internet afecta la cognición. Con todo, un trabajo publicado sobre
los hábitos investigativos en línea, realizado por académicos de University College de
Londres, sugiere que bien podemos encontrarnos en medio de un mar de cambios en lo
que concierne a la manera como leemos y pensamos. Como parte de un programa de
investigación de cinco años, los académicos analizaron el comportamiento en línea de los
visitantes de dos muy conocidos portales investigativos: uno, operado por la British
Library, el otro, por un consorcio pedagógico del Reino Unido, portales que ofrecen
acceso a artículos de publicaciones periódicas, libros electrónicos y otras fuentes de
información textual. Encontraron que la gente que utilizaba los portales evidnciaba “una
actividad similar a la que ocurre cuando se lee por encima…”, saltando de una fuente a
otra y rara vez volviendo sobre una de las fuentes ya consultadas. Por lo general, los
usuarios no leían más de una o dos páginas de un artículo o un libro antes de brincar a
otra página. Algunas veces seleccionaban y descargaban un artículo largo, pero no se
puede saber si volvieron sobre el texto y en efecto lo leyeron. Los autores de la
investigación informan:

“Es evidente que los usuarios, cuando leen en línea, no lo están haciendo en el sentido
tradicional del término; es más, hay indicios de que nuevas formas de ‘lectura’ están
surgiendo en la misma medida que los usuarios examinan horizontalmente, a golpes de
vista, títulos, tablas de contenido y resúmenes, en busca de resultados rápidos. Casi
pareciera que entran en línea para evitar leer en el sentido convencional de la palabra”.

Gracias a la omnipresencia del texto en internet, por no hablar de la popularidad de los


mensajes escritos en los teléfonos celulares, es probable que hoy estemos leyendo
cuantitativamente más de lo que leíamos en las décadas del 70 y 80 del siglo pasado,
cuando la televisión era nuestro medio predilecto. Pero, sea lo que sea, se trata de otra
forma de leer, y detrás subyace otra forma de pensar… Quizás incluso, una nueva
manera de ser. “No sólo somos lo que leemos”, dice Maryanne Wolf, psicóloga del
desarrollo en la Universidad de Tufts y autora de Proust and the Squid: The Story and
Science of the Reading Brain [Proust y el calamar: Historia y ciencia del cerebro lector]. A
Wolf le preocupa que el tipo de lectura que promueve la red, un modo de leer que da
prioridad a la eficacia y la inmediatez sobre cualquier otra cosa, bien puede estar
debilitando nuestra capacidad para ese otro tipo de lectura en profundidad que surgió
cuando una tecnología remota, la imprenta, logró convertir largas y complejas obras
escritas en prosa en objetos comunes. Cuando leemos en línea, dice, tendemos a
convertirnos en “meros decodificadores de información”. Nuestra capacidad para
interpretar un texto, para ejecutar las conexiones mentales que se constituyen cuando
leemos en profundidad y sin distracciones, cuando leemos en línea, repito, se desconecta
en buena parte.

Leer, dice Wolf, no es una habilidad innata en el ser humano. No está grabada en
nuestros genes como sí lo está la facultad del habla. Tenemos que enseñarle a nuestra
mente a traducir los caracteres simbólicos que ven nuestros ojos a un lenguaje que
podemos entender. Y los medios y otras tecnologías que usamos para aprender y
practicar el arte de leer juegan un papel importante en la configuración de los circuitos
neuronales de nuestros cerebros. Varios experimentos han demostrado que quienes leen
ideogramas, como los chinos, desarrollan sistemas de circuitos mentales para leer muy
distintos a los que se encuentran entre quienes, como nosotros, tenemos un lenguaje
escrito que recurre a un alfabeto. Y tales variantes se extienden a lo largo y ancho de
muchas regiones del cerebro, incluyendo aquellas que gobiernan funciones cognitivas tan
esenciales como la memoria y la interpretación de estímulos visuales y auditivos. Cabe
esperar, por tanto, que los circuitos que se tejen al usar la red serán distintos de aquellos
que se entretejen al leer libros y otros trabajos impresos.

Cerebros como computadores

El cerebro humano es casi infinitamente maleable. La gente solía pensar que nuestro
tejido mental, esa compacta red de conexiones conformadas por cerca de 100.000
millones de neuronas dentro de nuestro cráneo, estaba ya en buena medida consolidada
y fija para cuando alcanzáramos la edad adulta. Sin embargo, estudiosos del cerebro han
encontrado que ese no es el caso. James Olds, profesor de Neurociencia y director del
Instituto Krasnow para Ciencias avanzadas en George Mason University, dice que incluso
la mente adulta es “muy plástica”. “El cerebro —según Olds— tiene la capacidad de
reprogramarse por sí mismo al vuelo, y alterar por tanto su manera de funcionar”.

Cuando recurrimos a lo que el sociólogo Daniel Bell llama nuestras “tecnologías


intelectuales”, es decir, aquellas herramientas que amplían nuestras habilidades mentales
antes que las físicas, de manera ineludible empezamos a adoptar las cualidades de tales
tecnologías. El reloj mecánico, que entró a ser de uso común durante el siglo xiv,
constituye un ejemplo contundente. En su libroTechnics and Civilization [Técnicas y
civilización], el historiador y crítico Lewis Mumford describe cómo el reloj “disoció o
desvinculó el tiempo del acaecer humano y contribuyó a generar la creencia en un mundo
independiente de secuencias matemáticamente mensurables”. Así, el “marco general
abstracto de un tiempo divido” se convirtió en “el punto de referencia tanto para la acción
como para el pensamiento”.
El tic-tac metódico del reloj contribuyó al surgimiento de la mente y el hombre científico.
Pero también nos despojó de algo. Como observó el fallecido científico en informática del
MIT, Joseph Weizenbaum, en su libro de 1976, Computer Power and Human Reason:
From Judgment to Calculation [El poder del computador y la razón humana: del juicio al
cálculo], la concepción del mundo que surgió a partir del uso extendido de instrumentos
que miden el tiempo, “sigue siendo una versión empobrecida de la concepción más
antigua, ya que descansa sobre la negación de todas aquellas experiencias directas que
eran la base, la esencia misma de la vieja realidad”. Al optar por decidir a qué hora comer,
trabajar, dormir y levantarnos, dejamos de escuchar a nuestro cuerpo y empezamos a
obedecer al reloj.

El proceso de adaptación a las nuevas tecnologías intelectuales se refleja en las


cambiantes metáforas a las que recurrimos para explicarnos a nosotros mismos. Con la
llegada del reloj mecánico, la gente empezó a pensar que sus cerebros funcionaban
“como un reloj”. Hoy, en la edad del software, hemos empezado a pensar en el cerebro
como un aparato que funciona “como un computador”. Pero los cambios, nos advierte la
neurociencia, van mucho más allá de la mera metáfora. Gracias precisamente a la
plasticidad de nuestro cerebro, la adaptación también ocurre a nivel biológico.

Internet promete llegar a tener efectos de largo alcance sobre la cognición. En un ensayo
publicado en 1936, el matemático británico Alan Turing comprobó que un computador
digital, que por entonces sólo existía como máquina teórica, podría programarse de
manera que cumpliera las funciones de cualquier artefacto capaz de procesar
información. Y eso es lo que estamos viendo hoy. Internet, un sistema informático muy
poderoso, está subyugando la mayoría de todas nuestras otras tecnologías intelectuales.
Se está convirtiendo en nuestro mapa y reloj, nuestra imprenta y máquina de escribir,
nuestra calculadora y nuestro teléfono, nuestra radio y televisión.

Cuando la red absorbe un medio, dicho medio se recrea a imagen y semejanza de la red.
Inyecta el contenido del medio a través de hipervínculos, anuncios parpadeantes y otras
baratijas digitales, rodeando así el contenido con el contenido de todos los otros medios
que ha absorbido. Un nuevo correo electrónico, por ejemplo, puede anunciar su llegada
mientras ojeamos los últimos titulares en el portal de un diario. Y el resultado es que
dispersa nuestra atención y disipa nuestra concentración.

Y la influencia de la red no termina en los márgenes de la pantalla, tampoco. Al tiempo


que nuestras mentes se ponen en sintonía con la enloquecedora colcha de retazos que es
internet, los medios tradicionales se ven obligados a adaptarse a las nuevas expectativas
de la audiencia. Los programas de televisión agregan textos y anuncios móviles, y
revistas y periódicos reducen la longitud de sus artículos, introducen resúmenes
encapsulados y atiborran sus páginas con trocitos fragmentarios de información fáciles de
ojear a la ligera. Cuando, en marzo de este año, The New York Times optó por dedicar la
segunda y tercera páginas de todas sus ediciones diarias a resúmenes de artículos
interiores, su director de diseño, Tom Bodkin, explicó que dichos “atajos” le brindaban al
lector agobiado por la prisa una “degustación” rápida de las noticias del día, evitándole así
el “menos eficaz” método de en efecto pasar unas cuantas páginas y leer los artículos
enteros. Los viejos medios no tienen más remedio que jugar siguiendo las reglas de los
nuevos medios.

Nunca antes un sistema de comunicación ha desempeñado tantos papeles en nuestra


vida —o influido tanto en nuestra manera de pensar— como lo hace hoy por hoy internet.
Con todo, y a pesar de lo mucho que se ha escrito sobre la red, muy poco se ha
ponderado el asunto de cómo nos está reprogramando. La ética intelectual de la red es
poco clara. (…)

¿Inteligencia artificial?

Las oficinas centrales de Google, en Mountain View, California —el Googleplex— es la


catedral de internet, y la religión que practican tras sus muros, el taylorismo (Taylor en su
célebre tratado de 1911, The Principles of Scientific Management [Los principios de la
administración científica], quería identificar y adoptar, para cada tarea, el “mejor y único
método” de trabajo para maximizar la eficiencia y velocidad de cada operación manual de
un obrero en la fábrica”). Google, dice su presidente ejecutivo, Eric Schmidt, es “una
compañía fundada en torno a la ciencia de la medición”, y pretende llegar a “sistematizar
todo” lo que hace. A partir de los terabits (mil millones de bits) de información conductual
que recoge a través de su buscador y otros portales, realiza miles de experimentos
diarios, según el Harvard Business Review, y utiliza los resultados para pulir los
algoritmos que cada vez controlan más la manera como la gente encuentra información y
extrae o le da sentido a la misma. Lo que Taylor hizo para el trabajo manual, Google lo
está haciendo para el trabajo de la mente.

La compañía ha declarado que su misión es “organizar toda la información del mundo y


hacerla universalmente accesible y útil”. Pretende desarrollar “el buscador perfecto”, el
cual define como una cosa capaz de “entender de manera exacta qué queremos decir y
darnos de vuelta exactamente lo que queremos”. Para Google, la información es una
especie de materia prima, un recurso utilitarista que puede explotarse y procesarse con
eficacia industrial. A mayor número de fragmentos de información a los que podamos
acceder y a la mayor rapidez con la que podamos extraer su esencia, más productivos
seremos en tanto pensadores.

¿Y dónde termina todo esto? Sergey Brin y Larry Page, los talentosos jóvenes que
fundaron Google mientras terminaban sus doctorados en ciencias informáticas en
Stanford, hablan con frecuencia de su deseo de convertir su buscador en una inteligencia
artificial, una especie de máquina a lo HAL, que pueda conectarse a nuestro cerebro. “El
buscador último, supremo, el no va más de los buscadores, sería algo como la gente
inteligente… o quizá más inteligente”, dijo Page en una alocución hace un par de años.
“Para nosotros, trabajar en la búsqueda es una manera de trabajar en la inteligencia
artificial”. En una entrevista en 2004 para Newsweek, Brin dijo: “Con seguridad que si
tuviéramos toda la información del mundo directamente conectada a nuestro cerebro o a
un cerebro artificial más inteligente que el nuestro, estaríamos mejor”. El año pasado,
Page dijo en un congreso de científicos que Google “está intentando construir una
inteligencia artificial y hacerlo a gran escala”.
Tal ambición es natural, incluso admirable, para un par de matemáticos prodigio con
mucho dinero a su disposición y un pequeño ejército de informáticos como empleados.
Google, un empeño esencialmente científico, está sobre todo motivado por el deseo de
utilizar la tecnología, en palabras de Eric Schmidt, “para resolver problemas que nunca
antes han sido resueltos” y la inteligencia artificial es ciertamente el más difícil de los
problemas que quedan por resolver en ese campo. ¿Por qué demonios no querrían Brin y
Page ser quienes lo descifren?

Con todo, su suposición más bien facilista de que “todos estaríamos mejor” si nuestro
cerebro tuviera un complemento, o incluso si fuera reemplazado del todo por una
inteligencia artificial, resulta inquietante. Sugiere (o propone), algo como creer que la
inteligencia es el producto de un proceso mecánico, una serie de pasos discretos que
pueden ser aislados, medidos y optimizados. En el mundo de Google, el mundo al que
accedemos cuando entramos en línea, hay poco espacio para la opacidad de la
contemplación. Allí, la ambigüedad no constituye un umbral para el conocimiento y la
intuición sino que se convierte en un virus que debe ser remediado. El cerebro humano no
es más que un computador obsoleto que necesita un procesador más rápido y un disco
duro más grande.

La idea de que nuestra mente debiera operar como una máquina-procesadora-de-datos-


de-alta-velocidad no solo está incorporada al funcionamiento de internet, sino que al
mismo tiempo se trata del modelo empresarial imperante de la red. A mayor velocidad con
la que navegamos en la red, a mayor número de enlaces sobre los que hacemos clic y el
número de páginas que visitamos, mayores las oportunidades que Google y otras
compañías tienen para recoger información sobre nosotros y nutrirnos con anuncios
publicitarios. La mayoría de los propietarios de internet comercial tienen suficientes
intereses económicos en juego como para tomarse la molestia de recoger las migas de
datos que vamos dejando como un rastro al tiempo que saltamos de enlace en enlace:
mientras más migas, mejor. Lo último que estas empresas quisieran es alentarnos a leer a
gusto y a nuestras anchas o invitarnos a lenta y concienzuda reflexión. Para bien de sus
intereses económicos, les conviene distraernos a como dé lugar.
Quizá soy un exagerado: después de todo, así como se da la tendencia a glorificar a
ultranza el progreso tecnológico, también se da la contra-tendencia a esperar lo peor de
cada nueva herramienta o máquina. En el Fedro, de Platón, Sócrates lamenta el
desarrollo de la escritura. Temía que, a medida que la gente empezara a confiar y
depender de la palabra escrita como sustituto del conocimiento que solía tener en su
cabeza, así mismo, en palabras de uno de los personajes del diálogo, “dejarían de
ejercitar la memoria y pronto se tornarían olvidadizos”. Y debido a que, por lo tanto,
estarían en capacidad de “recibir una buena cantidad de información sin la debida
instrucción”, los susodichos “se considerarían muy entendidos siendo en el fondo
ignorantes”. Es decir, “serían seres llenos de presunción de sabiduría en vez de seres
poseedores de sabiduría auténtica”. Sócrates no estaba equivocado: la nueva tecnología
sí tuvo a menudo los efectos que él temía. Pero fue un poco miope: no pudo anticipar las
muchas maneras en las que la escritura y la lectura contribuirían a la divulgación de
información, a propagar nuevas ideas y a extender el conocimiento humano (si bien no
necesariamente la sabiduría).

La llegada de la imprenta de Gutenberg en el siglo XV, desató otra ronda de pánico. Al


humanista italiano Hieronimo Squarciafico le preocupaba que el fácil acceso a los libros
condujese a la pereza intelectual e hiciese que los hombres “estudiasen menos”
debilitando así sus facultades mentales. Otros alegaban que los libros y pasquines
impresos y baratos minarían la autoridad religiosa, mancillarían el trabajo de estudiosos y
escribas, y propagarían la sedición y el libertinaje. Una vez más, como señala el profesor
Clay Shirky de la Universidad de Nueva York, “la mayoría de los argumentos en contra de
la imprenta fueron acertados, incluso clarividentes”. Pero, una vez más, también, los
profetas del juicio final no fueron capaces de ver ni imaginar la miríada de bendiciones
que la palabra impresa iba a repartir y suministrar.

De manera que sí, más vale mostrarse escéptico con mi escepticismo. Quizá quienes hoy
desestiman a los críticos de internet como nostálgicos, terminen por tener la razón y así, a
partir de nuestras hiperactivas mentes saturadas de datos, tal vez surja una nueva edad
dorada de descubrimiento intelectual y sabiduría universal. Con todo, repito una vez más,
la red no es el alfabeto y, aunque quizá reemplace a la imprenta, igual produce algo
completamente distinto. El tipo de lectura en profundidad que se promueve mediante una
secuencia de páginas impresas es valiosa no solo por el conocimiento que adquirimos de
las palabras del autor sino por las vibraciones y resonancias intelectuales que tales
palabras desencadenan dentro de nuestra mente. En los silenciosos espacios que la
sostenida y concentrada lectura de un libro (o cualquier otra forma de contemplación, para
el caso) abre, posibilita, allí hacemos nuestras personales asociaciones, sacamos
nuestras propias conclusiones, hacemos nuestras propias analogías, promovemos
nuestras propias ideas. La lectura profunda, como alega Maryanne Wolf, no se puede
distinguir del pensmiento profundo.

Si perdemos esos espacios de silencio y sosiego o si los llenamos de “contenido”,


estaremos sacrificando algo muy importante no solo para nosotros mismos sino para
nuestra cultura. En un ensayo reciente, el dramaturgo Richard Foreman señala con
elocuencia lo que está en juego: “Vengo de una tradición de la cultura occidental en la que
el ideal (mi ideal) era la compleja, compacta y catedralicia estructura de una personalidad
muy culta y bien articulada: un hombre o una mujer que cargaba dentro de sí una versión
única y personalmente elaborada de todo el patrimonio cultural de Occidente. Pero ahora
veo dentro de todos nosotros (yo incluido) la sustitución de dicha compleja densidad
interior por una nueva forma de ser uno mismo, que evoluciona bajo la presión de una
sobrecarga de información y de la tecnología de lo “instantáneamente asequible”.

A medida que nos vaciamos de nuestro “compacto repertorio interior de herencia cultural”,
concluye Foreman, corremos el riesgo de convertirnos en “‘gente plana y achatada como
pancakes gracias a nuestro esfuerzo por conectar más y más con aquella vasta red de
información a la que accedemos apenas tocando un botón”.

Aquella escena de 2001 no me abandona, me ronda. Y lo que la hace tan conmovedora y


tan extraña es la emotiva reacción del computador ante el desmantelamiento de su
mente, su entendimiento: su desesperación a medida que circuito tras circuito va cayendo
en la oscuridad, su desconsolada súplica infantil al astronauta: “Lo estoy sintiendo. Tengo
miedo” y su final regresión a lo que no podemos menos que llamar un estado de
inocencia. La profusa e intensa emanación de emociones de HAL contrasta con la fría
insensibilidad que caracteriza a los personajes humanos de la película, quienes cumplen
con sus asuntos casi se diría que con robótica eficiencia. Sus pensamientos y actos
parecen preparados de antemano, como si siguieran los pasos de un algoritmo. En el
universo de 2001, la gente se ha hecho tan parecida a las máquinas, que el personaje
más humano termina siendo una máquina. He ahí la esencia de la oscura profecía de
Kubrick: en tanto empezamos a depender de los computadores para entender el mundo,
es nuestra propia inteligencia la que se achata convirtiéndose en inteligencia artificial.

Copyright 2008 The Atlantic Monthly Group. Distribuido por Tribune Media Services.

Traducción: Juan Manuel Pombo

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