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Google Nos Está Volviendo Estúpidos
Google Nos Está Volviendo Estúpidos
¡Dave, no, por favor no, no hagas eso! ¡Para, Dave, por favor, no hagas eso!”, son las
últimas palabras suplicantes que el supercomputador HAL le dirige al implacable
astronauta Dave Bowman en aquella famosa, extraña y conmovedora escena hacia el
final de la película 2001: Odisea del espacio, de Stanley Kubrick. Bowman (que acaba de
escapar por un pelo de una muerte casi segura en el espacio profundo por culpa del
computador defectuoso) con toda la tranquilidad y frialdad del mundo desconecta los
circuitos de la memoria que controlan el cerebro artificial del aparato. “Dave, se me va la
mente…, se me va”, dice HAL. “Siento que la mente se me va…”.
Yo también. Durante los últimos años he tenido la incómoda sensación de que alguien (o
algo) ha estado cacharreando con mi cerebro, rehaciendo la cartografía de mis circuitos
neuronales, reprogramando mi memoria. No es que ya no pueda pensar (por lo menos
hasta donde me doy cuenta), pero algo está cambiando. Ya no pienso como antes. Lo
siento de manera muy acentuada cuando leo. Sumirme en un libro o un artículo largo
solía ser una cosa fácil. La mera narrativa o los giros de los acontecimientos cautivaban
mi mente y pasaba horas paseando por largos pasajes de prosa. Sin embargo, eso ya no
me ocurre. Resulta que ahora, por el contrario, mi concentración se pierde tras leer
apenas dos o tres páginas. Me pongo inquieto, pierdo el hilo, comienzo a buscar otra cosa
que hacer. Es como si tuviera que forzar mi mente divagadora a volver sobre el texto. En
dos palabras, la lectura profunda, que solía ser fácil, se ha vuelto una lucha.
Y creo saber qué es lo que está ocurriendo. A estas alturas, llevo ya más de una década
pasando mucho tiempo en línea, haciendo búsquedas y navegando, incluso, algunas
veces, agregando material a las enormes bases de datos de internet. Como escritor, la
red me ha caído del cielo. El trabajo de investigación, que antes me tomaba días inmerso
en las secciones de publicaciones periódicas de las bibliotecas, ahora se puede hacer en
cuestión de minutos. Un par de búsquedas en Google, un par de clics sobre los enlaces, y
ya dispongo del hecho revelador o de la cita exacta que necesitaba. Incluso cuando no
estoy trabajando, lo más probable es que esté explorando entre los matorrales de
información de la red, leyendo y contestando correos electrónicos, esacaneando titulares
y blogs, mirando videos y oyendo podcasts, o simplemente saltando de enlace en enlace.
(A diferencia de las notas de pie de página, a las que a veces se les compara, los
hiperenlaces no se limitan a sugerir obras pertinentes; nos catapultan sobre ellas.)
Para mí, como para muchos otros, la red se está convirtiendo en un medio universal, en el
canal a través del cual me llega la mayor parte de la información visual y auditiva que se
asienta en mi mente. Las ventajas de un acceso tan instantáneo a esa increíble y rica
reserva de información son muchísimas, y ya han sido debidamente descritas y
aplaudidas. “Tener una memoria artificial perfecta”, señaló Clive Thompson en la revista
en línea Wired, “puede llegar a ser de gran utilidad en el proceso del pensamiento”. Pero
tal ayuda tiene su precio. Como subrayó en la década del 60 el teórico de los medios de
comunicación Marshall McLuhan, los medios no son meros canales pasivos por donde
fluye información. Cierto, se encargan de suministrar los insumos del pensamiento, pero
también configuran el proceso de pensamiento. Y lo que la red parece estar haciendo, por
lo menos en mi caso, es socavar poco a poco mi capacidad de concentración y
contemplación. Mi mente ahora espera asimilar información de la misma manera como la
red la distribuye: en un vertiginoso flujo de partículas. Alguna vez fui buzo y me sumergía
en océanos de palabras. Hoy en día sobrevuelo a ras sus aguas como en una moto
acuática.
Y no soy el único. Cuando comparto mis problemas con la lectura entre amigos y
conocidos, casi todos con inclinaciones literarias, muchos confiesan que les pasa lo
mismo. Mientras más usan la red, más trabajo les cuesta permanecer concentrados
cuando se trata de textos largos. Algunos de los bloggers que leo con regularidad también
han empezado a mencionar el fenómeno. Scott Karp, quien escribe un blog sobre
periodismo en línea confesó hace poco haber abandonado del todo la lectura de libros.
“En la universidad me gradué en literatura y solía ser un lector voraz de libros”, escribe.
“¿Qué ocurrió”? , se pregunta, y aventura una respuesta: “¿Qué tal que hoy en día todas
mis lecturas las haga en la red no tanto porque haya cambiado mi manera de leer, es
decir, por comodidad y conveniencia, sino porque cambió mi manera de pensar?”.
Sin embargo, un par de anécdotas no prueban nada. Podemos seguir esperando los
experimentos neurológicos y psicológicos que nos den un panorama más claro y definitivo
sobre cómo el uso de la internet afecta la cognición. Con todo, un trabajo publicado sobre
los hábitos investigativos en línea, realizado por académicos de University College de
Londres, sugiere que bien podemos encontrarnos en medio de un mar de cambios en lo
que concierne a la manera como leemos y pensamos. Como parte de un programa de
investigación de cinco años, los académicos analizaron el comportamiento en línea de los
visitantes de dos muy conocidos portales investigativos: uno, operado por la British
Library, el otro, por un consorcio pedagógico del Reino Unido, portales que ofrecen
acceso a artículos de publicaciones periódicas, libros electrónicos y otras fuentes de
información textual. Encontraron que la gente que utilizaba los portales evidnciaba “una
actividad similar a la que ocurre cuando se lee por encima…”, saltando de una fuente a
otra y rara vez volviendo sobre una de las fuentes ya consultadas. Por lo general, los
usuarios no leían más de una o dos páginas de un artículo o un libro antes de brincar a
otra página. Algunas veces seleccionaban y descargaban un artículo largo, pero no se
puede saber si volvieron sobre el texto y en efecto lo leyeron. Los autores de la
investigación informan:
“Es evidente que los usuarios, cuando leen en línea, no lo están haciendo en el sentido
tradicional del término; es más, hay indicios de que nuevas formas de ‘lectura’ están
surgiendo en la misma medida que los usuarios examinan horizontalmente, a golpes de
vista, títulos, tablas de contenido y resúmenes, en busca de resultados rápidos. Casi
pareciera que entran en línea para evitar leer en el sentido convencional de la palabra”.
Leer, dice Wolf, no es una habilidad innata en el ser humano. No está grabada en
nuestros genes como sí lo está la facultad del habla. Tenemos que enseñarle a nuestra
mente a traducir los caracteres simbólicos que ven nuestros ojos a un lenguaje que
podemos entender. Y los medios y otras tecnologías que usamos para aprender y
practicar el arte de leer juegan un papel importante en la configuración de los circuitos
neuronales de nuestros cerebros. Varios experimentos han demostrado que quienes leen
ideogramas, como los chinos, desarrollan sistemas de circuitos mentales para leer muy
distintos a los que se encuentran entre quienes, como nosotros, tenemos un lenguaje
escrito que recurre a un alfabeto. Y tales variantes se extienden a lo largo y ancho de
muchas regiones del cerebro, incluyendo aquellas que gobiernan funciones cognitivas tan
esenciales como la memoria y la interpretación de estímulos visuales y auditivos. Cabe
esperar, por tanto, que los circuitos que se tejen al usar la red serán distintos de aquellos
que se entretejen al leer libros y otros trabajos impresos.
El cerebro humano es casi infinitamente maleable. La gente solía pensar que nuestro
tejido mental, esa compacta red de conexiones conformadas por cerca de 100.000
millones de neuronas dentro de nuestro cráneo, estaba ya en buena medida consolidada
y fija para cuando alcanzáramos la edad adulta. Sin embargo, estudiosos del cerebro han
encontrado que ese no es el caso. James Olds, profesor de Neurociencia y director del
Instituto Krasnow para Ciencias avanzadas en George Mason University, dice que incluso
la mente adulta es “muy plástica”. “El cerebro —según Olds— tiene la capacidad de
reprogramarse por sí mismo al vuelo, y alterar por tanto su manera de funcionar”.
Internet promete llegar a tener efectos de largo alcance sobre la cognición. En un ensayo
publicado en 1936, el matemático británico Alan Turing comprobó que un computador
digital, que por entonces sólo existía como máquina teórica, podría programarse de
manera que cumpliera las funciones de cualquier artefacto capaz de procesar
información. Y eso es lo que estamos viendo hoy. Internet, un sistema informático muy
poderoso, está subyugando la mayoría de todas nuestras otras tecnologías intelectuales.
Se está convirtiendo en nuestro mapa y reloj, nuestra imprenta y máquina de escribir,
nuestra calculadora y nuestro teléfono, nuestra radio y televisión.
Cuando la red absorbe un medio, dicho medio se recrea a imagen y semejanza de la red.
Inyecta el contenido del medio a través de hipervínculos, anuncios parpadeantes y otras
baratijas digitales, rodeando así el contenido con el contenido de todos los otros medios
que ha absorbido. Un nuevo correo electrónico, por ejemplo, puede anunciar su llegada
mientras ojeamos los últimos titulares en el portal de un diario. Y el resultado es que
dispersa nuestra atención y disipa nuestra concentración.
¿Inteligencia artificial?
¿Y dónde termina todo esto? Sergey Brin y Larry Page, los talentosos jóvenes que
fundaron Google mientras terminaban sus doctorados en ciencias informáticas en
Stanford, hablan con frecuencia de su deseo de convertir su buscador en una inteligencia
artificial, una especie de máquina a lo HAL, que pueda conectarse a nuestro cerebro. “El
buscador último, supremo, el no va más de los buscadores, sería algo como la gente
inteligente… o quizá más inteligente”, dijo Page en una alocución hace un par de años.
“Para nosotros, trabajar en la búsqueda es una manera de trabajar en la inteligencia
artificial”. En una entrevista en 2004 para Newsweek, Brin dijo: “Con seguridad que si
tuviéramos toda la información del mundo directamente conectada a nuestro cerebro o a
un cerebro artificial más inteligente que el nuestro, estaríamos mejor”. El año pasado,
Page dijo en un congreso de científicos que Google “está intentando construir una
inteligencia artificial y hacerlo a gran escala”.
Tal ambición es natural, incluso admirable, para un par de matemáticos prodigio con
mucho dinero a su disposición y un pequeño ejército de informáticos como empleados.
Google, un empeño esencialmente científico, está sobre todo motivado por el deseo de
utilizar la tecnología, en palabras de Eric Schmidt, “para resolver problemas que nunca
antes han sido resueltos” y la inteligencia artificial es ciertamente el más difícil de los
problemas que quedan por resolver en ese campo. ¿Por qué demonios no querrían Brin y
Page ser quienes lo descifren?
Con todo, su suposición más bien facilista de que “todos estaríamos mejor” si nuestro
cerebro tuviera un complemento, o incluso si fuera reemplazado del todo por una
inteligencia artificial, resulta inquietante. Sugiere (o propone), algo como creer que la
inteligencia es el producto de un proceso mecánico, una serie de pasos discretos que
pueden ser aislados, medidos y optimizados. En el mundo de Google, el mundo al que
accedemos cuando entramos en línea, hay poco espacio para la opacidad de la
contemplación. Allí, la ambigüedad no constituye un umbral para el conocimiento y la
intuición sino que se convierte en un virus que debe ser remediado. El cerebro humano no
es más que un computador obsoleto que necesita un procesador más rápido y un disco
duro más grande.
De manera que sí, más vale mostrarse escéptico con mi escepticismo. Quizá quienes hoy
desestiman a los críticos de internet como nostálgicos, terminen por tener la razón y así, a
partir de nuestras hiperactivas mentes saturadas de datos, tal vez surja una nueva edad
dorada de descubrimiento intelectual y sabiduría universal. Con todo, repito una vez más,
la red no es el alfabeto y, aunque quizá reemplace a la imprenta, igual produce algo
completamente distinto. El tipo de lectura en profundidad que se promueve mediante una
secuencia de páginas impresas es valiosa no solo por el conocimiento que adquirimos de
las palabras del autor sino por las vibraciones y resonancias intelectuales que tales
palabras desencadenan dentro de nuestra mente. En los silenciosos espacios que la
sostenida y concentrada lectura de un libro (o cualquier otra forma de contemplación, para
el caso) abre, posibilita, allí hacemos nuestras personales asociaciones, sacamos
nuestras propias conclusiones, hacemos nuestras propias analogías, promovemos
nuestras propias ideas. La lectura profunda, como alega Maryanne Wolf, no se puede
distinguir del pensmiento profundo.
A medida que nos vaciamos de nuestro “compacto repertorio interior de herencia cultural”,
concluye Foreman, corremos el riesgo de convertirnos en “‘gente plana y achatada como
pancakes gracias a nuestro esfuerzo por conectar más y más con aquella vasta red de
información a la que accedemos apenas tocando un botón”.
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