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LO QUE DICTA LA VOZ

RESEÑA BIOGRÁFICA DEL AUTOR:

Gabriel Castillo Suescún (Gabo Castillo), nacido en Medellín el


19 de septiembre de 1992, es un escritor y estudiante de
Comunicación Audiovisual. Ha sido premiado en el 66°
Concurso Internacional de Poesía y Narrativa “Premio a la
Palabra 2019” por su cuento breve titulado La Naturaleza del
Torpe y recibió la mención de honor (segundo lugar) en el
concurso de cuento breve Tomás Carrasquilla por un cuento
titulado Una y Otra Vez. Uno de sus primeros cuentos, Nunca
Dejes de Bailar, fue publicado por la Universidad de Córdoba
de España en una antología y el microrrelato, titulado Una
Mirada Furtiva, fue incluido en la 29° versión de la Revista
Demencia de Colombia; ambos seleccionados mediante
convocatoria. Actualmente cursa el Taller de Escritores de la
Biblioteca Pública Piloto de Medellín. También ha escrito y
dirigido dos cortometrajes. Con el primero de estos, titulado
Intersector, se hizo al premio a mejor cortometraje en la 4°
versión del festival Medellín en Corto y fue incluido en la
selección oficial de Festival Internacional de Cine de Oriente de
Antioquia.

Facebook: @ElGaboCastillo
Instagram: @gabocastillo792

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LO QUE DICTA LA VOZ

Autor
© Gabriel Castillo Suescún

Gráfico de Carátula
© Juan Pablo Aldana (GraficSick)

Editado y diagramado por el autor

ISBN: 978-958-48-6727-8

Primera edición
Junio 2019

Medellín, Colombia - 2019

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PRIMERA PARTE:
AL SALIR DE ALLÍ

La tarde había llegado por fin. Una tarde, esa tarde, gran tarde,
tarde despejada, no había nubes a la vista; todas escondidas. El
sol era avasallante. Pedí clemencia llevándome la mano a la
frente para cubrir mis ojos. La vi allí, Sofía, junto a su coche
azul, un Twingo de quién sabe qué año. Lucía su pañoleta
amarilla atada al cuello. No sé cómo soportaba el calor. Parecía
tan fresca, tan apacible, tan ella. No era ella. Sí era y punto. Vestía
una blusa blanca de tiras que dejaba expuesta su clavícula,
prominente, hermosa, y su pecho invadido de pecas. Más abajo,
cubriendo apenas su pelvis, llevaba unos chores de jean que
parecían recortados por ella misma, con la intención de que sus
largas piernas blancuzcas y venosas encandilaran a quien osara
mirarlas por mucho tiempo. Me saludó llevando su mano al aire
y sacudiéndola con fuerza. Imité el gesto. No sé si sonreía, la
excesiva luz no me permitía tanto. El frondoso bosque que
flanqueaba al Recinto había conservado las corrientes de aire
para sí. Mucho egoísta, ¿no? Las hojas de los árboles apenas si
danzaban al ritmo de imperceptibles brisas. La mayoría de los
que amurallaban el lugar eran ceibas y eucaliptos, también había
yarumos y pinos y uno que otro guayacán. No quise mirar hacia

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atrás y despedirme. No por nostalgia, qué va, sino porque ese
lugar había tomado de mí más de lo que yo imaginaba. Bueno,
antes de continuar con mi relato, me gustaría presentarme.
Mucho gusto, mi nombre es Martina Corrales. Para servirles a
ustedes, lectores. Pueden encontrarme desde el capítulo
primero hasta los que sea necesario escribir. Más adelante les
diré cómo luzco, para que les sea sencillo reconocerme en caso
de que me vean andar por ahí, distraída, con una sonrisa
estampada en el rostro. Dejá la vanidad. Descendí los escalones,
sorteando el escozor en mi rodilla, hasta donde estaba Sofía. La
abracé con fuerza, ella respondió débilmente. Quise pensar que
no era apatía, así que se lo atribuí al cansancio. Manejar tantas
horas es exhaustivo para cualquier cuerpo, incluso para el mío
que nunca agota sus reservas. Me introduje en el coche en la
parte del copiloto y ella entró por el lado de quien va al volante.
–¿Lista? –me preguntó Sofía.
–Lista, lista, lista –respondí.
Qué pedazo de sonrisa me exhibió. Actriz, es una actriz.
Actriz sos vos. Yo sabía que ni para sonreír tenía el ímpetu. Me
miró de soslayo, sonrió nuevamente, introdujo la llave en el
contacto y encendió el motor. Yo estaba ávida de libertad, de
actividad, de movimiento, y ella agotadísima. Encendí la radio
y, de repente, de entre las rendijas del parlante empezó a
escaparse la armoniosa voz narcótica de Billie Holliday,
interpretando All or Nothing at All. Pensé en un porro, pensé en

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dos porros, quizás tres. Llevaba meses sin fumar, sin darle un
respiro a mis pensamientos. ¿Y para qué querés que respiren? Para
tenerte lejos a vos. Como si me hubiese leído las ideas, los
deseos, las manías, Sofía me señaló la guantera.
–En una cajita pequeña tengo guardado medio baretico. Si
querés, dale fuego. El camino es largo y no creo toparnos con
alguien hasta llegar al pueblo –dejó salir Sofía.
–Ya mismo –respondí, eufórica.
Ella no dijo más. Centró su mirada en el camino, sus manos
rígidas sobre el volante. No supe si su actitud se debía al cambio
de parecer que me llevó hasta allí, tampoco le di mucha
importancia al asunto. En la guantera, junto a la pequeña caja
roja contenida por el bareto, estaba el encendedor. Aspiré una
bocanada de humo, atiborré mis pulmones, exigiéndolos al
máximo, y cerré mis ojos. En mi mente se proyectaba la imagen
de aquel camino pedregoso flanqueado por árboles y maleza. El
concierto de insectos y el susurro de las hojas cayendo al suelo
se mezclaban con la voz de la señorita Holliday. Dejé huir el
humo lentamente, sintiendo como rozaba mi tráquea, luego mi
paladar y finalmente mis labios. Abrí los párpados lentamente.
Sofía sostenía el bareto entre los dedos índice y corazón de su
mano derecha; no sé en qué momento lo tomó de mi mano.
Rogué mentalmente para que un par de plones le provocaran
verborrea. Quise escuchar su voz, su risa aguda y sus trágicas
anécdotas de infancia, que relataba de forma tan cómica que

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parecía haber gozado del sufrimiento proporcionado por
aquellas épocas. Después de horas de un viaje silencioso –la
música había dejado de sonar por fallas en el alcance de las
frecuencias– por carretera destapada, empecé a sentir cómo el
sopor me poseía a un ritmo pausado pero constante. Apunté mi
mirada hacia el horizonte; el sol empezaba a ponerse tras las
montañas. Aquel cielo rojizo era rimbombante, atrapaba. Diría
alucinante, pero era, más bien, alucinógeno, hipnotizador. Mis
neuronas procesaban aquella imagen a toda máquina,
intentando encajonarla en algún lugar de mi memoria donde no
fuera a olvidarla, pero donde tampoco quedara archivada,
sometida al desamparo, sino que yo pudiese recurrir a ella en
momentos ingratos, o cuando más la necesitase. Fue lo último
que vi antes de ceder a la voluntad del sueño. Fundido a negro.

Soñé que yo misma había asesinado a La Dama de Shanghái en


aquel cuarto de espejos. Observé mi figura en uno de estos,
apuntando el arma hacia mí misma. Mi pelo negro, cortado a la
altura de los lóbulos, y mi tez pálida lucían geniales a blanco y
negro. Tenía sangre salpicada en mi camiseta; supuse que la
prenda que vestía era de un color claro, pues en escala de grises
se veía blanca totalmente. La rubia chica se desangraba a mis
pies. Yo la miré impávida. Ninguna sensación. Miento. Ahora

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que lo recuerdo, sentí asco, procedido de un extraño placer.
Orson Welles dijo “corte” y desperté. Al abrir los ojos reconocí
la ciudad. La noche ya había caído sobre esta y las siluetas de las
montañas al final del paisaje se habían hecho invisibles, mientras
las más cercanas saludaban con sus parpadeantes luces
amarillas. Ni una estrella, ni una nube. Azul oscuro. Azul
infinito. Azul de mi vida.
–¿Cuánto dormí? –pregunté.
–Más de cuatro horas –respondió ella.
–Hace tiempo no dormía tan profundamente.
–Ni el ruido de los carros pitando cuando estábamos
llegando a la ciudad te despertó.
–Ya te imaginarás.
Qué se iba a imaginar. Dormiste tanto a fin de ausentarme, pero yo
seguía ahí, como siempre. Callate. Distinguí la Avenida Las Vegas,
bordeábamos la estación Industriales del metro y estábamos
muy cerca de casa. Pocos vehículos entorpecían nuestro
transcurrir. Supuse que rondaban las 10 de la noche. No tenía
donde verificar la hora y no quise interrumpir la concentración
de Sofía.
Aparcamos en el sitio para visitantes que ofrecía el edificio
que albergaba nuestras existencias. Apeamos casi al mismo
tiempo, nos faltó un tanto de sincronización involuntaria. Yo
había decido dejar en El Recinto las pocas cosas que llevé
conmigo el día que decidí internarme: un morral beige

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contenido por mis utensilios de maquillaje, una sombrilla, la
cual nunca usé; jamás llovía por esos lares, unas gafas de sol, las
cuales, por error, quebré el segundo día de estadía; fueron
víctimas de la planta de mi pie derecho, o la planta de mi pie
derecho fue víctima de ellas, ya que estuve caminando sin poder
apoyar bien el pie por el resto de ese día –es de lo poco que
recuerdo bien–, y un par de todas las prendas que normalmente
uso: tangas, jeans, chores, sostenes, camisetas y blusas. Por lo
tanto, me ofrecí para cargar el morral de Sofía desde el Twingo
hasta nuestro apartamento, ubicado en el cuarto piso,
conviviendo con el dolor en la rodilla, a fin de despertar en ella
un mejor semblante. Qué ingenua. Ya no te quiere. ¿Y vos qué
vas a saber? Sofía introdujo la llave en la cerradura y esta cedió
sin quejas ni reparos. Entré después de ella. Encendió la luz
principal de la sala y esta inundó el lugar de golpe, haciendo
aparecer los muebles. Todo estaba tal cual lo recordaba. El sofá
largo y anaranjado ubicado en el centro de la sala, presidiendo
la bienvenida, dos sillas mecedoras a cada lado, una frente a la
otra; Sofía frente a mí, juegos de miradas, un vaivén de elogios
que no usaban como medio las palabras, y una pequeña mesa
de madera pintada de vino tinto en pleno centro; todo esto
soportado por una alfombra de forma circular, hecha de fibras
naturales y los colores del espectro visible entrelazados,
luchando unos con otros, con objeto de saber cuál destacaba
más. Las paredes blancas impecables, impolutas. Una pulcritud

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interrumpida solo por los cuadros que pintaba el padre de Sofía.
No diré que eran buenos ni malos, no soy quién para juzgar el
talento, o para encasillarlo en lo bien o mal hecho, simplemente
no terminaban de gustarme. Nunca se lo dije, pero sabía que
ella lo intuía. Es que no es boba como vos. Sofía se introdujo en la
cocina y escuché que había abierto la nevera, así que dejé su
morral fuera de su habitación, que yacía cerrada, y entré al baño,
apurada. Llevaba más de una hora reteniendo líquidos; mi vejiga
imploraba por una evacuación. Cuando salí, me dirigí a la
cocina, al encuentro con ella. Al entrar la vi sentada en la silla
plástica que ubicábamos cerca de los fogones para sentarnos a
esperar que la comida estuviese lista. Sostenía un vaso de agua
con hielo en su mano derecha mientras su mano izquierda
reposaba en su regazo. Una botella de vino barato puesta sobre
el mesón acaparó mi atención.
–Toda tuya –dijo Sofía, leyendo mi mirada.
Sin agradecer mediante palabras, sonreí con astucia y procedí
a buscar el sacacorchos. Destapé la botella y di un trago
directamente desde la boquilla. Boca con boquilla. Sabor a vino
barato y fresco, embriagador y estimulante. ¡Qué delicia! ¡Qué
delicia! Lamí las comisuras de mis labios. Sofía me miró y rio
tímidamente.
–Nunca te negás a un trago, ¿ah? –comentó ella.
–Y menos después de tanto tiempo sin uno.
Pasamos más de dos horas poniéndonos al día. Desvelando

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por menores. Nos interesábamos por cada detalle. Yo nunca fui
buena para escuchar, pero sencillamente me nacía saborear cada
palabra, cada significado, que emergía de la boca de Sofía. Y de
la mía. Vos ni siquiera tenés una propia. Me contó sobre sus
últimos amoríos fallidos, sobre líos con otras mujeres, cuyos
novios anhelaban un par de noches con Sofía aquí, en el
apartamento, aprovechando mi ausencia. No lo disfrutaba, sin
embargo, cada vez que ella venía acompañada por un hombre,
el sujeto empezaba a tornarse nervioso e incómodo al verme
revolotear por la casa. Y yo bien inquieta. Tal vez les resultaba
estrafalaria. Convencida. Jamás. Tal vez les resultaba
excesivamente ordinaria. Pobrecitos. Luego me sentaba a
intentar socializar con Sofía y su compañero de turno, pero,
fuera el que fuese, era dominado por un mutismo irrevocable,
que para ella resultaba inusitado. “Al estar vos presente, ningún
hombre es capaz de decirme que nos encerremos en el cuarto”,
me llegó a decir Sofía, en más de una ocasión.
Yo no quise hablar mucho sobre El Recinto, ya habría
tiempo para eso, aunque le conté sobre la odiosa y abyecta
enfermera llamada Astrid y el excéntrico Fabio. Fui una
estúpida al momento de ofrecerle un trago a Sofía, me dejé
llevar por el deseo de una compañía etílica. Milésimas después
de mi ofrecimiento, sabía que rehusaría y se excusaría para
poder retirarse y dejarme a solas con el vino, alegando tener
mucho sueño. Y así fue. Valiente estúpida. Valiente, valiente.

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Nunca lo dudo. Maldije mi falta de picardía. La acompañé hasta
su cuarto. Como siempre, todo estaba en perfecto orden; su
cama hecha, sin arrugas a la vista, su almohada junto a la
cabecera, su mesa de noche desprovista de polvo, y sus libros
de Comunicación perfectamente alineados en la estantería. A
Sofía no le gustaban los electrodomésticos dentro de su
habitación, aseguraba que hurtaban su energía. Yo qué iba a
creer en tal teoría si casi nunca se me agotaban los deseos de
hacer algo junto a ella. Por mi parte, yo nunca dormía sin dejar
el televisor encendido, programado para que se apagase al cabo
de una hora. Necesitaba un poco de ruido mientras conseguía
conciliar el sueño. El ruido que generaban mis pensamientos se
me hacía insoportable cuando el silencio dominaba el
apartamento. Pobrecita.
Ayudé a Sofía a desvestirse hasta que quedó no más que
enfundada en su tanga y su sostén. La arropé con la cobija y le
besé la frente. Me sentí como una madre, yo que no quiero hijos,
y Sofía que es dos años mayor que yo. Fue cuestión de
acomodarse sobre su hombro izquierdo para que Sofía quedase
profunda. Su larga cabellera castaña se derramó sobre su cuello
y parte del mentón. Yo me aposté en el umbral a contemplar su
rostro inexpresivo y a escuchar su respiración fuerte y arrítmica.
Después de 20 minutos hipnotizada, idiotizada, embelesada, a
causa de la devoción que en mí despertaba aquella mujer de
carácter fuerte y temple inquebrantable, de modos sofisticados

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y escrúpulos casi maníacos, de una sencillez no conocida y una
amabilidad exhuberante, decidí encerrarme en mi habitación. El
desorden era mi compañero, mi room mate como se dice en
inglés. Sin embargo, encontré mi cuarto meticulosamente
organizado. Era apenas normal. El tendido de mi cama estaba
limpio y perfumado, las paredes relucientes, el televisor sin un
ápice de polvo y sobre la silla, ubicada en la esquina, no había
ni una sola prenda sucia, cuando antes solía haber montones.
De uno de los cajones de mi armario extraje un cuaderno donde
solía anotar mis sueños más turbios. Arranqué las hojas en las
cuales había algo escrito, las hice bolas y las encesté en la
pequeña caneca. Tomé un lapicero y, segurísima de aquella
noche no pegaría el ojo, empecé a escribir mi historia. Hace
apenas cuatro noches.

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SEGUNDA PARTE:
ANTES DE TODO

Estaba finalizando el año académico, cursaba el sexto grado y


sabía del mundo un poco menos de lo que ahora sé. Mi madre
me daba gusto en lo que fuese, con tal de que yo cumpliera con
aprobar la totalidad de las asignaturas, pasando a un segundo
plano la calificación final. En aquel entonces, yo no le otorgaba
relevancia a la mediocridad, claro está que no todas las materias
las ganaba raspando, sobre el límite, a décimas de reprobar;
había asignaturas, como inglés, español y ciencias sociales, en
las cuales nunca obtenía una nota inferior a 4, siendo 5 la
máxima calificación. Toda mi vida, antes de conocer al doctor
Ramírez y a Sofía, viví solo con mi madre, una mujer solitaria y
echada pa’delante. Provista de una compresión y empatía que
lindaban con la alcahuetería. Sí era una alcahueta. Algunos
familiares y conocidos suyos creían que yo no hacía nada más
que pasear con mis amigos del colegio y emborracharme en
fiestas de 15 años. En cambio, a mí me parecía que ellos hacían
demasiado. Se la pasaban yendo y viniendo, de aquí para allá y
de allá para acá. Todo ese ajetreo desmedido para terminar en
el mismo lugar donde había empezado. Recomenzar. Volver al
inicio de un camino que no conducía a ningún lugar. Ocupaban

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su mente en nimiedades como conseguir unos pesos extra que
tal vez hacían falta o quizá fueran producto de la codicia, pero
que de cualquier forma hacían peso. Pesaba la deuda como
pesaba el deseo de más, a pesar de tener lo necesario, era
necedad, nada más humano. Nunca había suficiente. Yo
también quisiera que me sobrara capital, para tener más espacio
para ideas nuevas y menos para carencias materiales. La vida es
de sacrificios, claro está. Yo sacrificaría hasta el último impulso
de la única conexión sináptica restante con tal de poder imaginar
a mis personajes batallando, incansables, contra situaciones
adversas, en contexto inimaginables, pero creíbles. Yo soy
escritura. Tal vez sea buena, tal vez sea mala, cuestión de
perspectiva. Persigo las escurridizas ganas de ser constante.
Persisto tercamente. Buscaban detenerme tempestades súbitas
en un clima que parecía templado. Temprano para renunciar.
Nunca es tarde para morir. Que la salud me permita unas
décadas y yo me encargo del resto. Restándole importancia al
factor moneda y llevando mi esfuerzo a su máxima potencia,
hasta que no me quede nada por contar y en ese momento, solo
en ese momento, acudir, voluntariamente, a la cita con lo
desconocido.

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No diré que mi padre murió, para ocultar su falta, y que, ustedes
lectores, se compadezcan de mí. No es así. También mentiría si
dijera que me abandonó. Nunca estuvo. Creo que simplemente
no le urgió desempeñar el rol padre. De cualquier forma, mi
madre nunca le hizo reclamo alguno, podría jurar que prefería
que él estuviese al margen de mi proceso, de mi crecimiento
personal y de mi vida como mujer, como hija única. Críticas,
comentarios y chismes llovían sobre el ego de mi progenitora,
debido a su condición de madre soltera. Hubo
malintencionados que se refirieron a mí como “bastarda”. De
un oído a otro, sin dejar vestigios de indignación dentro de mi
cabeza. Somos un par de bastardas. De ser así, cargo ese título y lo
exhibo con orgullo. No hubiese querido un acontecer diferente.
No sé si a madre le llegó a afectar, de haber sido así, lo sabía
disimular a la perfección. Entre miradas desaprobatorias, y hasta
recriminatorias, gestos de desagrado y vistas cortas por encima
del hombro, mi madre me llevaba de la mano a misa cada
domingo. Como en un principio siempre dormitaba mientras el
cura escupía su sermón, ganando lealtad y ceros de la derecha,
mamá me permitió escuchar la misa desde la entrada, de pie,
obviamente. Minutos después de iniciada la eucaristía, aparecía
un chico un poco mayor que yo y se apostaba al otro lado del
umbral. Yo sabía que me observaba detenidamente la mayoría
del tiempo. Lo descubría cada vez que mis ojos ejecutaban el
papel de espías y direccionaban su atención, por apenas un

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segundo, hacia mi lado derecho. Tan pronto se percataba de que
lo había visto, el chico se consumía en vergüenza y su cuerpo
adoptaba una extrema rigidez. Dale las gracias. Nunca pude. A
menos de que llegue a leer esto que escribo. Aquel chico fue la
coartada perfecta, la mejor excusa jamás inventada. Alegando
que había un joven mucho mayor que yo, que me acosaba cada
vez que me veía despojada de compañía, logré que mi madre no
me exigiera acompañarla a misa, quedando eximida de aquella
responsabilidad dominical.
–Te puedes quedar en casa, pero si haces todas las tareas
pendientes –convenía mamá.
–Sí, señora. Ya mismo me pongo en esas –mentía yo.
No mentía del todo, solo hacía las tareas que debía presentar
el lunes, luego me dedicaba a ver los Looney Toons o Tom & Jerry
el resto de la tarde.

Fue un año después, cuando estaba en séptimo grado, que


descubrí mi amor por la lectura. Digo descubrí porque creo que
siempre estuvo allí, solo hacía falta encontrar el tomo que lo
despertase. Madame Bovary fue mi primer amor literario. Ay,
Ema. Buscando lujuria y lujos encontraste solo decepción. Lo
leí tres veces, antes de atreverme con otro libro, no obstante, ya
vivía dentro de mí esa voracidad por las páginas y las letras, por

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la ficción y los personajes matizados, humanizados, verosímiles.
Detestaba a los héroes intachables y a los villanos que
prescindían de demostrar cualquier acto de bondad, o de afecto.
Pasé los siguientes años de fiesta en fiesta cada sábado,
descubriendo mi apetito sexual casi insaciable, abatiendo la
seguridad de adolescentes que creían tenerme bajo su poder,
pero sus imperios de hombría se reducían a escombros al darse
cuenta que siempre iba yo a la vanguardia, tres pasos adelante.
Después de descubrirlo no volvían a dispensarme saludos,
gestos ni miradas. Cada domingo me confinaba en mi cuarto,
sumergida entre renglones y puntos, entre comas y tildes.
Enzarzada en conflictos que no era míos, pero los apreciaba
como si lo fueran; me apersonaba de ellos. Algunas noches me
visitaban Rodolphe Boulanger y Léon Dupuis. No vayan a
pensar mal. Yo dormía en la mitad de ambos, sin embargo,
ninguno de los dos se atrevía a tocarme, ni yo les pedía que lo
hicieran. Solo nos quedábamos allí. Yo intentando acudir a la
somnolencia mientras ellos ahuyentaban a la soledad, sin mediar
sílaba alguna. En una ocasión, sentí un peso al borde de mi
cama, levanté mi cabeza y vi a Nuria Monfort, amante de Julián
Carax, sentada allí, mirándome con lo que descifré como
anhelo, tal vez ternura.
–Yo te hacía muerta –comenté.
–Los personajes de las novelas nunca morimos. Siempre
habrá alguien que nos reviva al pasear sus ojos por las páginas

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del tomo.
–Pasate por acá cada vez que querás. Nunca me niego a una
buena compañía.
–Tú duerme tranquila, que aquí estaré –convino Nuria.
Le hice caso, cerré los párpados y no supe más del mundo
hasta la mañana siguiente, cuando ya no había nadie más que yo
en la habitación.

Era miércoles, la noche soplaba una brisa gélida al interior de


mi cuarto, tomándose la totalidad del espacio, haciéndolo suyo.
No le quise interrumpir el paso, así que dejé la ventana abierta.
Oprimí el botón blanco de la pequeña lámpara sobre la mesa de
noche y un círculo de luz incandescente se posó sobre mi cama.
Me atavié con una chaqueta de cuero y extraje, de un cajón del
nochero, el libro de turno, El Baile de la Victoria, del escritor
chileno Antonio Skármeta. Leí unas 40 páginas como en media
hora. Quería conocer el plan que fue dejado en manos de Ángel
Santiago y la respuesta de Vergara Grey. Sumida en la historia,
condenada al apresamiento de las buenas tramas, no me había
percatado, en un principio, del siseo que provenía de alguien
sentado sobre el alféizar. Siempre privaba a mi atención de
ejercer su libertad a divagar; tiempo le sobraba para ello. Me
sorprendió mi impavidez ante aquella presencia inusitada,
inesperada, mas no indeseable. Lo único que me inquietó fue
pensar en cómo habría hecho quienquiera que estuviese

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mirándome para trepar hasta allí; a pesar de ser solo un segundo
piso, no existía forma de escalar sin escalera, y hubiese
escuchado si alguien osara apoyar una contra mi ventana. No
había objetos sobre los cuales apoyar pies y manos mientras se
ascendía hasta lograr sostenerse del alféizar. Encendí el
interruptor de la pared junto a mi cama para dilucidar la
apariencia de mi enigmático visitante. Extraje mis ojos del libro
y los apunté hacia la figura que se dibujaba gracias la luz del
bombillo principal ubicado de forma cenital sobre mí. Era un
joven de rasgos demasiado pulidos para mi gusto. A vos no te
gusta nada. Me gusto yo. Una nariz respigada, unos pómulos sin
manchas, ni rastros de acné, a la vista, unos labios rosa; casi
simétricos, casi un reflejo el inferior del superior, orejas
medianas; ni muy pequeñas para parecer graciosas ni muy
grandes para acaparar la atención de quien observa, ojos
vívidos, saltones, negros; casi todo pupilas, y un corte de cabello
con forma de honguito. Vestía una camisa azul rey abotonada
hasta el cuello, dentro de un pantalón negro recién planchado,
carente de arrugas e imperfecciones, y calzaba unos mocasines
marrones, finamente lustrados, ni un rayón ni un raspón ni una
gota de fango. Era el chico de la iglesia. Su voz parecía haberse
privado del desarrollo; hablaba como un niño de 10 años.
–Me gustaría que leyeras en voz alta –dejó caer el chico.
–No se me da concentrarme en lo que leo cuando lo hago
en voz alta –reparé.

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–Es que me gustan los libros, pero no sé leer.
–Es decir que te gustan las historias.
–Eso creo.
Le di gusto. No se movió de su lugar, abrió sus ojos aún más
y se dispuso a escuchar cada fonema, cada consonante. Desde
aquella vez, el chico no faltaba cada noche a la cita. A las 11 en
punto estaba allí, vistiendo lo mismo, expectante, anhelante,
dichoso. Yo carraspeaba, aclaraba mi voz, me aseguraba de que
el tono fuera audible y mi vocalización al menos inteligible. Le
leía una hora cada noche mientras él se limitaba a reír o a llorar
o a estremecerse o a ponerse nervioso, dependiendo de la
historia. Las de suspense lograban arrancarle el corazón y
convertirlo en un cúmulo de ansiedad. A las 12 de la
medianoche, se despedía, agradecido en demasía, daba media
vuelta y saltaba. Nunca me levanté para verificar si tal vez se
había hecho daño al caer.

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TERCERA PARTE:
EL SURGIMIENTO

Desde que supe que había aprobado el examen para ingresar a


la Universidad Departamental a estudiar medicina, aquel chico
no volvió a presentarse en mi habitación. Tal vez había intuido
que mi tiempo libre estaría en peligro de extinción y mis
energías apenas me permitirían estar despierta hasta la
medianoche. Si pensó en lo segundo, estaba mal; yo siempre
cargo reservas. No hizo falta. Siempre he sabido desprenderme
de quien se desprende de mí. Tan independiente la niña.
Autosuficiente. Mi madre tampoco volvió a preguntar por qué
hablaba a solas cada noche luego de enterarse, de cuenta mía,
de que había sido aceptada en la universidad. Dio cátedra de
alborozo. El grito emotivo que emergió de sus cuerdas vocales
alcanzó un kilómetro a la redonda y despertó a los vecinos, a
sus hijos y a la envidia de quienes carecían del intelecto para
acceder a una institución pública y debían empeñar su alma para
pagar una privada. No te las des de muy sobrada. Realista; vos sabés.
No sé nada.

El primer semestre me fue de maravilla. No podría considerar


mejores resultados. Un promedio de 4,7 y una beca para

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estudiar totalmente gratis de ahí en adelante. Y para nada sirvió.
Callate. Mamá no cabía en sí. Era un cúmulo de orgullo. Ojos
en exceso brillantes al hablar con sus amigas de mí. Ellas me
elogiaban, haciendo uso de sonrisas notoriamente forzadas. Yo
limitada siempre a exhibir una leve sonrisa de aprobación y a
escuchar sus ensalzamientos postizos. Qué hipócrita se torna la
gente cuando no es suya la razón de la dicha. Casi podía sentir
que deseaban mi tropiezo, una piedra surgida de la nada en la
planicie, que me hiciera trastabillar e irme de bruces, cayendo al
suelo con todo y metas. Yo, por mi parte, me sentía poco más
que satisfecha. Bioética, Cultura y Valores, Biología Celular y
Psicobiología, y demás asignaturas que cursé como estudiante
primeriza, se me hicieron fáciles de entender. Ayudó mi don de
preguntona, mi curiosidad felina y mi exceso de dialéctica. La
mayoría de profesores vivían encantados con la primípara que
preguntaba todo, que se interesaba por todo, que quería saberlo
todo, que deseaba repasarlo todo. La desidia era un bien común
entre mis futuros colegas. Escuchaba, al finalizar cada clase,
como suspiraban de alivio y daban gracias al cielo por la
terminación de la jornada. No sé a qué iban ese montón de
ineptos. Desperdiciando su propio tiempo y el dinero de sus
padres. Qué puto asco. Nos pusimos agresivas. Es que no son
merecedores de eufemismos. A ratos me imagino la cantidad de
muertes por negligencia médicas que tuvieron raíz en aquellas
aulas de clase. Retomando, mis anhelos de constancia y mi

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creencia en la perduración de la estabilidad me engañaron. Yo
creyendo, como buena optimista, que todo dependía de mí, de
mi esfuerzo, de mi empeño, de mis putas ganas de salir adelante.
Ilusa. Agüevada es poquito. Me gusta cuando aceptás las cosas. Qué
lindo y doloroso es crecer, ver tras la ceguera, huir de la
ignorancia y entender que no hay forma de entender cómo
funciona la vida. El sosiego es utópico en una realidad distópica.
La perfección se la dejo a la épica. Patética. Ya lo sabía.
Llegó la semana de parciales del segundo semestre y yo, a
diferencia de mis futuros colegas, no sufría de congoja. Tal vez
un tanto ansiosa, más por obtener el resultado esperado, quizá
uno mejor, que por la dificultad de cada examen. Evaluación de
Histoembrología programada para el miércoles a las 8:00 a.m.
Era martes a eso de las 5:37 de la tarde. El calor se negaba a irse
junto al día. Sentía que me calcinaba, mis poros jadeaban y mi
espalda rezumaba charcos de deshidratación. Extraje una
pequeña bolsa hermética, contenida por un considerable
cogollo de crespa, del cajón de mi nochero. Desmenucé la yerba
con mis propias uñas, largas y afiladas, listas para atentar contra
el rostro de algún acosador callejero. Enrolé un porro en papel
de maíz y salí de casa a fin de aclarar mis ideas. Si pensaba
estudiar para aquel examen, tenía que estar lúcida, desprovista
de sesgos e inmune al sofoco del clima. El cielo, y el ambiente
en general, estaban amarillentos; se lo atribuí a la
contaminación. Mi hermosa gente prefiere utilizar su vehículo

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particular, hasta para ir a la tienda, que respirar un aire
mínimamente puro. Creen que un día viviremos de inhalar CO2
y beber petróleo. Sepan que el enfisema que criarán será por su
polución y no por el humo de mi porro. Por eso ignoraba a los
que me veían con disgusto, incluso tapándose los fosas nasales
con el índice y el pulgar, como ademán de desaprobación.
Recorrí cinco cuadras de ida y vuelta, mientras se consumía el
bareto. El exceso de tráfico era apabullante, el ruido
insoportable, pero yo me sé hacer la loca. Bocina iba, bocina
venía. Insultos entre conductores. Los paraderos de bus a tope.
Empujones de entrada y salida. Tropezones entre transeúntes.
Ninguna disculpa. ¿Por qué habría yo de disculparme, entonces?
El hedor a yerba en ropa, dedos y boca era lo último de lo que
debían preocuparse. Entré en una tienda para conseguir un par
de mentas; no me gustaba hablarle de frente a mamá con aliento
a humo. Ella sí merecía mi precaución. El tendero, un señor de
mediana edad, con una extensa barba que se debatían entre las
canas y algunos pelos negros, no reparó en mis ojos, que supuse
rojos, ni en mi fragancia. Me atendió con total amabilidad; la
supe sincera, eso sí que huele a metros de distancia. Cuando
estaba llegando a casa, escuché como si me llamaran, como si
alguien expeliera mi nombre, casi susurrando, con la intención
de captar mi atención sin alertar a nadie más. Volteé y no vi a
nadie. Recorrí con mis ojos la totalidad del lugar. Los edificios
grisáceos del frente estaban ausentes de gente en las ventanas y

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tras arbustos y árboles raquíticos no se advertía ninguna figura
humana. Decidí seguir, al fin y al cabo ya estaba por llegar a
casa. Iba totalmente dispuesta a enfrentarme cara a cara con las
teorías, las técnicas y los hechos, con las letras de aquel libro
que había prestado en la biblioteca de la universidad. Otra vez
dijeron mi nombre. Vi, sobre el césped de una casita vieja y
desfachatada, una barra de hierro habitada por herrumbre. La
así, no sin cierta aprensión, por la parte más limpia, a fin de
evitar el tétano, y la alcé sobre mi cabeza, en posición de
combate, de defensa, dispuesta a enfrentarme con quien fuera.
Pero no había nadie. Había que detener la pesquisa y dirimir el
asunto de alguna forma, pero mi contendor o contendora no se
presentaba. Decidí llevar la barra conmigo hasta que estuviese
frente a la puerta de mi vivienda. Me disponía a introducir la
llave en la cerradura y una vez más una voz me solicitó, no logré
reconocerla; no supe si era masculina o femenina. Esta vez no
volteé. Abrí, entré, me despojé de la barra dejándola caer en el
césped, y cerré la puerta a mi espalda. Yo sé que estabas cagada del
miedo. Acuciosa por hacerme quedar mal. No te daré ese placer.
Al entrar a casa, escuché que mi madre estaba lavando la vajilla.
Grité “hola” desde la sala y me dirigí a mi habitación sin esperar
respuesta. Era mejor que no viese mis ojos, los cuales supe rojos
al verme en el espejo redondo de mi habitación. Parecía que
fuesen a sangrar, de ser posible me habría desangrado por los
lagrimales. ¡Qué imaginación! Deberías esgrimirla para mejores

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propósitos. Tomé el libro, que reposaba paciente sobre mi
pequeño escritorio, me acosté, abrí la primera página y me
dispuse a consumir la información, a hacerla mía, a tenerla en
mi poder, usarla a mi favor, sobresalir una vez más; quería dejar
atrás a mis futuros colegas, puntear en la carrera. Entendía todo
lo que leía con una facilidad que me tomó por sorpresa.
Memorizaba cada concepto, cada tema, cada oración, hasta que
las letras empezaron a danzar por las páginas, a desordenarse,
rompiendo filas, para evaporarse finalmente. Incrédula, apreté
los párpados. Estuve así unos 10 segundos. Abrí los ojos y las
letras seguían ausentes del papel. Lancé el libro y fue dar contra
la puerta del armario. Y ahí fue donde empezó todo. El tinnitus
y los pitidos van acompañados de susurros. No sabés qué escuchar. No hay
concentración ni distracción que sirva. Raudo fluir de pensamientos,
imágenes y sonidos transcurren al interior sin detenerse. El ritmo cardíaco
se multiplica. La resequedad se posa en tus labios. Un taco se entromete en
tu garganta. Tus pulmones aúllan, clamando por más oxígeno. La
angustia hizo presencia, comenzó a emerger de mis entrañas y
fue tomándose la totalidad de mi cuerpo. Mis manos temblaban.
La parte posterior de mi cuello sintió una tensión, se tornó
rígida. Un calambre recorrió desde la coronilla hasta el final de
mi columna vertebral, entumeciendo mis nalgas. Inmovilizada.
Un cosquilleo te atenaza. Trémulos tus dedos pierden su rigidez y se
someten al tembleque. El corazón, desesperado, buscaba huir de
mis costillas y martillaba contra mi esternón. Pum, pum, pum,

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pum, pum. No fue gracioso. Para mí lo fue. Te veías tan frágil, tan
fácil de denominar. Me dejaste un espacio dentro de vos. Gracias.
–¿Por qué no querías responder a mi llamado? –inquirió la voz.
–¿Quién sos? ¿Dónde estás? –pregunté, con voz trémula y
temerosa.
–Estoy aquí y allá.
–Mostrate si sos tan valiente –dije con saña. Mi voz se tornó
ofensiva.
–No puedo. Yo soy vos. Mejor dicho, vos sos yo. Estás invadiendo mi
espacio.
Me torné muda. No encontré respuesta asequible; no había
palabras a la mano. Así que empecé a lanzar alaridos y a
chapalear sobre mi lecho. Tus talones castigan el colchón y tus codos se
hunden con furia en este. Un remordimiento en crescendo habita en tu pecho.
Un palpitar fragua dentro de tu cráneo.
–¡Martina! ¡Martina! –gritaba mi madre desde el otro lado de
la puerta.
Pensé en levantarme y abrir, pero temí que mis piernas
fueran un par de maderos al tocar el piso y no pudiese avanzar
un par de metros hasta llegar a la puerta, girar la chapa y dejar
entrar a la única persona que podía salvarme en aquel momento.
Sientes el agobio y la impotencia atándote al lecho. Aquí no hay nadie que
valga la pena. Nadie que tenga la potestad sobre vos. Nadie que tenga
posibilidad de salvarte. No hay salida, no hay salida, no hay salida. Las
paredes parecían alejarse, aumentando la amplitud de la alcoba,

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dejándome desierta, de suerte incierta, en medio de una nada
imaginaria. El techo tirita y pensás que el bombillo se desprenderá y caerá
directo en tu rostro. Un martilleo bajo la cama. El fluir del agua en el
cuarto del baño. El sonido del retrete. La repugnancia arremolinándose.
Esperás ver aguas negras a través del resquicio bajo la puerta.
–Estoy bien, solo era una pesadilla –mentí.
Engañé a mi madre y me quise engañar a mí misma.
–Embustera.
No respondí, pues, posiblemente, mi madre aún estaba tras
la puerta, pegada a la madera, intentando escuchar qué sucedía
al interior de mi aposento. Retomé el control de mis
extremidades, ya podía ver todo mi cuerpo con total
normalidad. Las paredes volvieron a su estado natural y no quise
mirar hacia arriba. Recordé que tenía media botella de whiskey,
la cual había sobrado de mi última visita a un motel, en el
armario. Destapé la botella con mis manos trepidantes y empecé
a ingerir trago por trago, hasta desaparecer el contenido dentro
del envase de vidrio en cuestión de tres o cuatro minutos.
Arranqué la etiqueta de la marca, rasgándola por pedazos, con
objeto de amainar mi ansiedad. Los efectos del licor no tardaron
en aparecer. Eructé la agonía. Una sensación de plenitud me
invadió y yo no opuse resistencia. La voz había acallado. Me
acosté nuevamente. El techo se arremolinaba y mi cama surcaba
mares de regocijo. Sin darme cuenta, caí profunda. Fundido a
negro.

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2

Naturalmente, reprobé todos los exámenes de aquella semana.


Temí enfrentarme a cualquier libro por esos días, preocupada
por que volviese la voz. No obstante, siempre cargo un as bajo
el sostén. Encontré la forma de hacer que dos asignaturas fueran
misteriosamente calificadas en 3.0, la mínima nota con que se
pasa. Esperé a que el salón se vaciara. Una vez la última alma
había cruzado el umbral rumbo al campus, me acerqué al
escritorio donde el profesor repasaba sus apuntes. Yo llevaba
una falda azul que cubría hasta la mitad de mis muslos. Estaba
enfundada en una blusa blanca y carecía de sostén. Mis pezones
se asomaban tras la tela, erguidos, preparados para atacar. Había
maquillado mi rostro como nunca antes; una sombra azul
flanqueaba mis ojos; la pestañina le otorgaba donosura a mis
párpados; el rubor me daba un aire para nada inocente y mis
labios, que de por sí son rojos, estaban embadurnados con labial
carmesí. No dije nada y me senté sobre el escritorio. El tonto
me miraba boquiabierto, pensando con la cabeza que, aunque
carece de neuronas, también funciona mejor con el fluir de la
sangre. Levanté un poco mi falda, mis tangas azules se
asomaban tentadoras tras las sombras. Lo tomé por su cabeza
calva. Él estaba desarmado. Acerqué su rostro a mi cuello y dejé
que posara sus labios en mi garganta. Sus vellos a medio afeitar

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rozaban mi pecho y me causaban cosquillas. Supe que su
miembro estaba rígido sin necesidad de mirar hacia abajo. Alejé
su cabeza de mí, suavemente, y le dije que si mi calificación
mejoraba, nos veríamos el sábado en su casa.
La asignatura apareció aprobada en el sistema virtual de la
universidad, sin embargo, yo no acudí a la cita. Creyó que me
tendría en sus asquerosas manos a cambio de un par de décimas;
tan güevón. Muy ingenuo el calvo ese. Pocas veces estamos tan de
acuerdo. Yo sabía que él no podía protestar, pues se metería en
problemas con la institución, donde, además, los chismes
corrían maratones y las bocas modificaban las historias a su
conveniencia. Terminé bien librada.
Al salir del salón aquel día, enfilé uno de los pasillos
flanqueados de piedras de formas irregulares puestas
arbitrariamente allí con la intención de conferirle distinción a
los bloques de la universidad. Antes de alcanzar las canchas
polideportivas de cemento y arcos de hierro, me topé con
Humberto y su perorata barata. Aquel tipo de cabello lacio
recortado a la altura de los hombros, gafas redondas y piel
tomada por el acné, se creía todo un filósofo. Descrestaba a
aleladas estudiantes primíparas con una exquisita labia
memorizada. Siempre me ha parecido que quien adopta una
ideología a cabalidad de algún autor que idolatra,
paradójicamente, no está filosofando en nada, solo está
apadrinando pensamientos ajenos. No se cuestiona, ni indaga,

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ni se confronta sobre aspectos de su vida, ni analiza sobre los
fenómenos que mueven al mundo ni mucho menos interpela
sobre las conductas de las personas que le rodean. Simplemente
se limita a repetir, a reiterar, a segundar. Ya que aquella tarde
estaba yo de inquisidora, no soporté sus alardes y ataqué a su
ego, blandiendo una frase:
–Tu filosofía es prestada, no pensás por vos mismo.
Se lo consumió el pasmo. Quedó mudo. Sus ojos me
odiaban y a la vez me daban la razón. Las risitas de sus
espectadoras lo hicieron sonrojar y no le quedó de otra que huir
de allí, cabizbajo, en busca de soluciones y mejores argumentos.
Y un criterio propio. Claro, claro. Fundamentalmente eso.
Disolvencia.

Una crisis nerviosa me arrebató mi sueño de ser doctora. Un día


en mi habitación comencé a gritar desesperada, clamando por
silencio, intentando, con nulos esfuerzos, acallar aquella voz, la
cual ya sabía dentro de mí, pues, al principio, no quise aceptar
que allí se encontraba, sino que era mera ilusión mía, causada
por el estrés y la sequía de sueño. Ilusa. Me tomaba el cabello
con ambas manos y, arañándome la cabeza, lo arrancaba,
furiosa, poseída por la exasperación, llegada al límite. Mi madre
entró acompañada de dos hombres ataviados de enfermeros,
quienes me sostuvieron e inyectaron en mi brazo algún tipo de
sedante que me hizo irme de mí y causó que la voz también

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huyera en cuestión de segundos. Sin embargo, solo era un
remedio temporal. Quise que fuese eterno, aquel dopaje
efímero. Cuando desperté, estaba en mi habitación, pero no
sola. Conmigo nunca estás sola. Prefiero convertirme en una
anacoreta y nómada existencia que tener que lidiar diariamente
con vos. Qué infortunio. Pobre Martina. Un hombre, ataviado con
un delantal blanco sobre una camisa verde claro y un pantalón
oscuro, calzado con zapatos negros recién lustrados, estaba
sentado junto a la cabecera de mi cama.
–¿Cómo te sientes? –preguntó el hombre.
–Seca –respondí.
El sujeto me alcanzó un vaso de agua.
–No tiene nada, ¿verdad? –inquirí.
–Descuida, puedes confiar en mí.
Me bebí el vaso de un trago sin despegar la mirada de aquel
sujeto. Sus ojos verdes tampoco se alejaban de mí. Su nariz
ondulada sostenía unos lentes de un aumento considerable,
pues sus ojos se apreciaban enormes a través de estos. Gracias
a su cabello castaño, carente de canas, engominado y parado en
puntas, le atribuí juventud. Unos 30 años como máximo. Una
punzada se alojó en la parte posterior de mi cabeza y me obligó
a cerrar un ojo debido al dolor.
–Es normal que tengas una leve jaqueca a causa del maltrato
infligido a tu cuero cabelludo y el tiempo que dormiste –
comentó el sujeto.

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–¿Cuánto dormí? –pregunté.
–Según me dijo tu madre, alrededor de trece horas.
–¡Vida hijueputa! –exclamé–. Yo que tenía pensado ir al
estreno de Green Book.
–No creo que estuvieras en condiciones.
–Nada que un porro no solucionase.
–Luego hablaremos de eso. Por el momento, no queda más
que presentarme. Un gusto, soy el doctor Ramírez y tu madre
me contrató para brindarte acompañamiento.
–Yo no estoy loca –repliqué.
–Nunca he dicho eso, pero la mente no puede descuidarse.
–Para eso leo diario.
–No basta.
–Lo que usted diga.
El doctor Ramírez escribió su número telefónico en un
trozo de papel y lo dejó sobre mi mesa de noche. Se levantó, se
despidió y salió de la habitación, dejándome a solas con mi
frustración, esperando la aparición de la voz. Esa noche te dejé
descansar. Pues muy amable vos. No soporté el peso de mis
párpados y me ausenté. Travelling-In.
Me sumergí. Nadé con la facilidad de un nadador olímpico.
Me impulsé con mis piernas contracorriente. No me agotaba al
bracear y bracear. De paso, vi una figura en el fondo: un cuerpo.
Me acerqué cual buzo intentando fotografiar corales y especies
inusuales. Era una mujer, llevaba un enorme abrigo y su pelo

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ondeaba al ritmo de la corriente. La volteé y me agradó la
sorpresa: Virginia Woolf. Pero no era ella, era Nicole Kidman y
su impecable personificación en la película Las Horas. Pensé que
en cualquier momento abriría los ojos y los clavaría sobre los
míos, pero no fue así. Sus pies eran exquisitos, de todo mi gusto.
Sus piernas flacas, gemelos anchos y no supe de las nalgas. La
tomé de los tobillos para sacarla de allí, pero se me hizo
imposible. Mis piernas perdieron su vigor y mis manos no
conseguían moverla ni un centímetro. Le atribuí el peso a las
piedras dentro de los bolsillos de su abrigo. Me pregunté por
qué podía respirar con total facilidad a pesar de llevar varios
minutos sumergida. Supe que estaba en el río Ouse, supe que
estaba soñando y supe que en sueños la voz no aparecía.

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CUARTAS PARTE:
LA ESCUELA DE ARTES

Acudía una vez por semana al consultorio del doctor Ramírez.


Él me escuchaba y aconsejaba, pero yo nunca hablaba de la voz.
Cada dos o tres sesiones me pedía que dejase de fumar. Yo hacía
caso omiso. Mentía diciendo que había mermado la frecuencia
de consumo. Me limitaba a relatar el suceder de mis días en casa,
viendo películas y leyendo novelas. Los personajes ya no
aparecían en mi habitación; al crecer me habían abandonado.
Tampoco le hablé de ello, ni del chico al que le leía cada noche.
Mi monólogo era totalmente rutinario e insípido. A qué horas
me desperté, a qué horas desayuné, a qué horas me bañé, qué
almorcé, qué películas vi, en qué capítulo del libro iba, y así. Él
me hablaba de las complicaciones e implicaciones de los
diferentes trastornos mentales. Nunca me dijo cuál de todos
sospechaba que albergaba mi mente. Aseguraba que no había,
en absoluto, nada reprochable sobre el hecho de visitar un
psiquiatra de cuando en cuando. Sin embargo, no todo eran
consejos y argucias, también me había recetado un par de
medicamentos, los cuales debía ingerir un vez al día, después de
tomar el desayuno. Yo siempre tragaba las pastillas de mala gana
y les daba un empujón con medio vaso de jugo de naranja,

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natural, claro está; lo sintético no va conmigo. Decile eso al whisky.
Es una fermentación.
Sería injusta con el doctor Ramírez si dijera que en principio
aquellos medicamentos no mantuvieron alejada a la voz. Porque
lograron enviarla de vacaciones, quién sabe a dónde, por dos o
tres meses. Después regresó revitalizada. Yo nunca dejé de
esperarla, empezaba a acostumbrarme, no por ello me sentía
augusta con su existencia, pero paulatinamente había aprendido
a aceptar su presencia. Sinceramente, yo acudía a aquellas citas
por complacer a mi madre. Ya le había robado la serenidad y le
había encajado una gran cantidad de angustias bajo el pecho.
Ella no lo merecía. Yo tampoco. Vos sí. Después de un tiempo
dejé de ir a las citas, me las ingenié como de costumbre.
También dejé a mi madre en una casa de cuatro habitaciones,
de las cuales tres estaban atiborradas de amargura y resquemor,
de nada más que aire, polvo y abandono. No sé si me odia por
haberme ido sin más. Algún día habría de pasar. Seguramente,
no lo esperaba tan rápido, tan de golpe, tan a quemarropa. El
fin de nuestra relación empezó un día en que me sentí cerca de
profundizar en mi conocimiento sobre cine y, quién quitaba,
hacer un par de películas cortas. Se podría decir que el cine se
interpuso entre nosotras. Yo me quedé sin lo uno y sin lo otro.

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2

Los rayos ultravioleta apaleaban mi rostro, resecando mis labios


y enrojeciendo mis pómulos. El cielo estaba azul, azul, azul. Yo
rogaba porque alguna de las pocas nubes se posara bajo el sol y
me regalara segundos de cobijo. Iban a ser las 11 de la mañana.
Poca gente transitaba por la calle; poco ruido, demasiada
tranquilidad. Amaba salir a esa hora, pues la gente estaba
ocupada en sus asuntos, ausentes del mundo real, inmiscuidos
en tareas que daban el sustento como recompensa. Alguna que
otra ama de casa o dama jubilada paseaba a su perro o trotaba
dando vueltas a la manzana. Hombres no vi ninguno. Los
señores, ya de edad, creo que prefieren pasar el tiempo en
parques, quemando horas en charlas o tragos de aguardiente y
juegos de mesa. Los distingo bien. Son más chismosos que
aquellas vecinas cuyo tiempo es ocupado, principalmente, por
la aplicación de los conceptos de observación participante y
etnografía. El primero lo llevan a la práctica permaneciendo en
la ventana, pendiente de quién vive su vida y quién muere, de
quién hace y quién se desocupa, de quién dice y quién calla. El
segundo lo logran yendo a la fuente; acercándose a los vecinos
planteando un par de preguntas de falsa curiosidad y en
apariencia rutinarias. Luego decantan la información obtenida y
plantean su tesis, para, finalmente, compartir sus hallazgos con
sus compinches de habladurías. Sin embargo ellos, aquellos

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pensionados y alejados del tiempo, hablan, despotrican, de todo
y de todos. Nada les gusta. Nadie les gusta. Más de una vez los
pillé con las palabras en la masa, hablando de mí mientras me
paseaba fumando por el barrio. Inteligentemente descarrilaron
el curso de la conversación y se integraron a temas más
anodinos. Lástima, allá ellos. No seré yo quien les haga la
demostración del error que cometen, por el contrario, me gusta
incentivar sus hábitos prejuiciosos y apreciar sus actitudes
reprobatorias, sus advenedizos cuchicheos, que se me antojan
hilarantes
Agitaba yo una bolsa negra que llevaba en mi mano
izquierda, contenida por ajo y cebollas. Mamá me había pedido
el favor de comprarlos. Me había dicho que, para el almuerzo,
prepararía un sudado de pollo, delicia de sus manos, un toque
único, y que aquel sudado estaría cargado de papa, yuca y
zanahoria; el arroz por aparte. Me lo saboreaba en la mente. Casi
podía oler la fragancia que desprendía la olla a presión. Mi
estómago reviró; lo torturaba al pensar en comida. Mi ayuno fue
interrumpido no más que por el par de pastillas y un vaso de
jugo. Justo cuando llegaba a la intersección de la calle 41 con la
carrera 72, una imponente edificación tomó mi atención
prestada; se la entregué sin reparos. Yo me quedé ahí, atónita,
frente a la construcción, que parecía recién terminada de adosar.
Nunca había visto tal cosa y llevaba años pasando por allí. Hoy
en día la gente trabaja el doble de rápido, duplica los esfuerzos

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y los horarios, y las cosas parece que aparecieran de la nada. Yo
me debatía entre creer si el edificio era hermoso o grotesco. Se
alzaba frente a mí, seguro de su majestuosidad. Siete pisos. En
cada uno de los siete había un mural diferente; colores
contrastados, figuras humanas y animales se adivinaban allí,
ojos, orejas, colmillos, manos y pies y garras y pezuñas. Me
acerqué con cautela, como si aquella construcción fuese celosa
y repelente con los desconocidos. Ascendí despacio por los
escalones que conducían a la entrada. Dos columnas de mármol
flanqueaban la puerta principal, una puerta doble –calculé tres
metros– abierta de par en par. Sobre la entrada, una leyenda en
un gran aviso decía: “En-Contra-Arte, Escuela de Artes.
Inscripciones abiertas”. Más abajo exhibían un número
telefónico, en una tipografía demasiado grande para mi gusto.
Deduje que a la escuela le urgían estudiantes nuevos. Extraje el
recibo de compras del bolsillo derecho de mi sudadera y con el
dedo meñique anoté el número. Me invadió una curiosidad que
no admitía prórrogas, pero fui más fuerte; decidí no entrar.
Además, mamá me estaba esperando para completar la receta
especial del sudado y confieso que el hambre tampoco alargaba
el plazo y yo para soportar la gurbia no sirvo. Niña débil. Ya
quisieras vos verme morir por desnutrición. Cada día me relamo
imaginándolo.
Al llegar a casa, escuché el pitido de la olla a presión. No sé
si sería demasiado tarde o si mamá interrumpiría el proceso de

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caldeo para agregar el par de ingredientes faltantes. Dejé la bolsa
con el recado sobre el comedor, un vidrio circular sostenido por
madera barnizada, y grité:
–¡Llegué! Perdón la demora. Las cosas están en la mesa.
–No te preocupes –respondió ella–. Aún no agrego los
aliños.
Me alegré de no entorpecer el proceso y me recluí en mi
habitación, no sin antes tomar el teléfono fijo, cuya base colgaba
clavada a una pared del corredor; uno los remiendos de mi
madre cuando quería ahorrarse una llamada, por medio de la
cual exigiría que le resolviesen ese asunto de una forma más
ortodoxa. Un par de clavos y un martillo y un par de hoyos
dentro el plástico de la base y un par de huecos en la pared, nada
de adhesivos; así había resuelto el problema, sin acudir a mí ni
a nadie. Me disponía a llamar y recordé que había dejado el
recibo dentro de la bolsa. Puta, mil veces puta memoria a corto
plazo, que tantos problemas me ha traído. Ya es menester mío
recordarte tu miseria. Lo agradezco. Regresé rápidamente. La bolsa
aún estaba allí, tomé el recibo y volví caminando rápido sobre
la punta de mis pies, evitando hacer ruido. La amplitud de la
casa le atribuía un silencio permanente que se veía interrumpido
por el más ínfimo movimiento, pero el pitido de la olla me hacía
la coartada. Sos inverecundia pura, ni poca vergüenza tenés. Todo lo
que sea, menos invasora. Imagínense ustedes, lectores, una casa
de unos 300 metros cuadrados, con un pequeño balcón de

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baldosas rojas, aderezado con materas contenidas por
suculentas, nopales y anturios, cuya vista era interrumpida por
edificaciones forjadas en ladrillo y sudor de mediodía. La casa
también estaba armada de una cocina integral amplia, que
contaba con un mesón hecho de mármol pintado de negro,
cuatro fogones de gas, un pequeño fregadero y el espacio
suficiente para acomodar allí nevera, lavadora y un mesa plástica
donde solíamos cenar antes de volver cada una a su propio
mundo, en su propio cuarto. Había en nuestro intento de hogar
cuatro habitaciones, de las cuales dos estaban dispuestas para
visitantes, y tres baños. Pero a quién quería engañar mamá. Allí
nunca se alojaba nadie. Aquel par de habitaciones permanecían
inmaculadas, ni yo ni mamá irrumpíamos allí para acabar con su
serenidad. Allí no habitaba sino el polvo, las sábanas, las
almohadas y armarios vacíos. Ambas eran las más próximas a la
sala. Claro, tras las celosías solo se veía –cuando las cortinas se
apostaban a lado y lado, dejando de custodiar el interior– la
cama hecha y las paredes sin manchas. La cosa es que a mamá
solo la visitaban en las mañanas. Vida hijueputa. Una familia de
desconocidos me despertaba relatando sus experiencias con
clientes analfabetos que accedían a adquirir servicios de asesoría
jurídica sobre temas que apenas lograban digerir. Yo
refunfuñaba para mí, emputada, y pensaba en salir a despejar la
sala, echando a los parlanchines, a los falaces y a sus esposas
desidiosas, que no sabían más que secundar a aquellos rufianes.

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Nunca fui capaz de alzar mi voz y mi puño y expulsarlos de allí
ante el gesto de asombro que mamá hubiese dibujado en su
rostro. De haber sido capaz, le hubiese dado su patada de buena
suerte, puro infortunio enmascarado de deseos prósperos, al
último en salir y “coman mierda, hijueputas, que mi casa se
respeta” habría sido mi última frase. Qué va. La sumisión de
mamá, aunque no era contagiosa, era apenas admisible. Yo me
mordía el índice, incapaz de alegar injusticia. Malparidos. Yo los
saludaba, sin embargo, les negaba mi mejilla junto a sus labios.
Aquellos mortíferos del espíritu consumían la vitalidad restante
de mi madre. Ella nunca tuvo más opciones, era su forma
exclusiva de mantenerse estable en empleos bien remunerados.
Ayudaba bastante su naturaleza lisonjera, su adulación excesiva.
Nunca nos faltó nada, al contrario nos sobraban objetos,
utensilios, avíos. Yo expresaba mis deseos y los billetes se
agitaban en la mano de mi madre frente a la encargada del
registro. “Má, quiero esto”, “Má, me falta esto”, “Má, sería
bueno llevar esto”. Los lectores sabrán que “esto” equivalía a
las veleidades de Martina. Quebradiza flaca, solo yo puedo hablar de
vos en tercera persona, sin embargo, no me complace. Prefiero hablarte
directamente a vos. No te podés reír, como yo, de tus palabras. Lo
irrisoria que me resultás, tu origen hilarante, tu crecer burlesco. Mi sonrisa
tatuada, imborrable. Y hasta de vos me río. Inverosímil. ¿Qué?
Cínica.
Marqué el número que había anotado y esperé y esperé y

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esperé, hasta el último tono, antes del mensaje que invitaba a
dejar recado. Volví a llamar. Y nada. Lo hice cuatro veces más;
los mismos resultados. Al voltear hacia la puerta –la había
dejado abierta en medio de mi afán– vi la figura de mi madre
apostada contra el marco, cruzada de brazos, mirándome con
cierta inquietud.
–¿Qué se te hace raro? –me aventuré a preguntar.
–Nunca usas el fijo. ¿A quién llamabas?
–¿Has visto que hay una escuela de artes por aquí? –evadí.
–No recuerdo haberla visto.
–Ahorita pasé por ahí y anoté el número que había en la
entrada. Llamé varias veces, pero no contestan.
–Seguramente están almorzando –comentó ella
–Quiero saber cómo es el proceso para estudiar allá. Quisiera
que me ayudaras a pagar la matrícula, en caso tal –dije, armada
de una sonrisa suplicante.
–Hija, tendría que pensarlo. Mira que no pudiste terminar la
carrera por aquel problemita.
–Eso ya quedó atrás –aseguré
–No podemos confiarnos.
–Hace rato no me pasa nada fuera de lo normal y hasta
duermo mejor.
–¿Mejor? Estás durmiendo mucho, Martina. Eso también
me preocupa.
–Mal si duermo poquito, mal si duermo mucho –recriminé

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–No vamos a pelear por eso –convino mamá–. Después lo
hablamos con más tiempo. Voy a terminar de hacer el almuerzo.
–No, decime de una vez para saber qué hago –insistí
–Lo voy a pensar, Martina –dijo, alzando la voz desde el
corredor–. Por cierto, hablé con el doctor Ramírez y quiere que
vayas a terapia dos veces por semana.
Por aquel entonces ya llevaba yo un buen tiempo sin
adolecer de infantilismo, pero seguía fantaseando. Me vi en el
ámbito artístico, fuera el que fuera. A eso se debió la rabia que
generó en mí la evasiva de mamá. Me paré frente al espejo y el
disgusto se vio reflejado en la percepción que tuve de mí misma.
Me vi ojerosa, bolsas infladas de un color púrpura bajo mis
globos oculares; mis párpados caídos; me noté más pálida de lo
yo acostumbrado; mi cabello estaba de fiesta, revolcado,
mechones frenéticos surgían aquí y allá. Decidí que lo mejor que
podría hacer en ese momento era dormir. Me desvestí de prisa,
lancé mis prendas alrededor, sin reparar en su paradero y me
arropé con la cobija de lana. Por otra parte, sabía que mi apetito
rechazaría el almuerzo, por más que el olor de este me llegase
desde la cocina, intentando provocarme. En cuestión de dos
minutos me consumía el sopor y me dejé ir.

45
3

Soñé que estaba en Dogville y que había aparecido como Grace


por allí, huyendo de un par de malandros, quienes me habían
perseguido en el sueño anterior, el cual les contaré después de
éste, lectores, para no enredarnos. Recorría yo por Elm Street
ante inquisitivas inspecciones por parte de los habitantes del
pueblo. Siempre se me hizo curioso soñar con Elm Street y no
haber visto a Freddy. No me crean suicida, no soy buscona; que
si la muerte me quiere, que venga ella. Por el momento no me
interesa seducirla ni lanzarme en sus brazos, sin más. Me detuve
frente a una furgoneta vieja y allí la vi de nuevo, Nicole, vestida
diferente, ataviada de Grace. Llevaba puesto su gran abrigo
peludo y sus pies estaban desnudos; qué bella imagen, tan real y
yo bien lejos de ese mundo. Me saludó en español y yo que
siempre he preferido los subtítulos, pues no se me hace
complicado entender el inglés y hasta puedo sostener una
conversación hablando a un ritmo pausado, buscando
mentalmente la traducción de lo que estoy a punto de decir. No
vi a Tom por ninguna parte, así que Grace (Nicole) se ofreció a
enseñarme el lugar y a presentarme a los lugareños, pero antes
de comenzar el recorrido, me despertó mamá.
–¿Ves lo que te digo? Duermes toda la mañana y hasta en la
tarde –alegó.
–¿Qué culpa tengo yo de tener sueño? –repliqué.

46
–Si dormir mal es insano, esto tampoco es saludable.
–La paranoia parece haber sido heredada de vos.
–Con tus chistes a otra parte. El almuerzo está en el
comedor, si quieres lo recalientas. Yo tengo que salir.
–Gracias –concluí sin ganas.
Ahora vamos al segundo sueño antes de seguir de largo:
Intenté correr, pero mis piernas no respondían; se hicieron de
piedra. El grito en busca de auxilio jamás logró escapar de mis
cuerdas vocales. Escuchaba al par de sujetos que me buscaban
revolotear por los cuartos de aquella casa abandonada de
ventanas quebradas, suelo polvoriento, paredes roídas por el
moho y marcos sin puerta. Yo estaba en lo que alguna vez fue
el baño, segura de que en cualquier momento iban a dar con mi
paradero. Cuando sentí que mis piernas renacían, miré hacia la
ventana contigua a la ducha; demasiado angosta para mí.
Cesaron las voces y los pasos. Me disponía a salir corriendo en
busca de la salida, pero la pierna izquierda, aún entumecida, me
hizo tropezar y me golpeé la frente con el retrete. El dolor era
intenso. Sentía la cabeza húmeda, sin embargo, al llevarme la
mano a la cabeza no logré palpar la sangre. Aquel tipo entró
apuntando su mirada hostil y su revólver hacia mi cabeza.
Apretó el gatillo sin misericordia ni demoras. Sentí el disparo
atravesar mi cráneo. Entonces abrí los ojos y me supe muerta,
pero no, estaba en Dogville, que era casi lo mismo.

47
4

Al día siguiente me desperté antes de las 8 a.m. me duché


deprisa; jabón en lugares estratégicos, agua y un restregado
fuerte y veloz. Me atavié con una camiseta negra con un
estampado de AC/DC a la altura del pecho, unos chores de jean
un poco desteñidos, antes azules ahora casi blancos, y calcé
unos tenis negros, sin medias. Caminé rápidamente por cuadras
rodeadas de altos edificios, casi todos nuevos, y una que otra
casa antigua del barrio Laureles. El progreso confundido con
cemento nos está obstaculizando la vista y el oxígeno. ¿A mí
qué me interesaba la vida de los vecinos? Qué va, yo lo que
quería era perderme en las montañas desde el ventanal principal
de mi enorme casa, pero ya no era posible. Y cuando caminaba
por allí miraba hacia la izquierda y había un edificio y miraba
hacia a la derecha y había dos edificios, lo que no veía casi eran
árboles ni plantas nuevas; me hacía falta ver los almendros, las
pequeñas palmeras, que adornaban fachadas, saucos y la gran
variedad de helechos. Vos no sabés mirar hacia otro lugar que no sea
dentro de tu mente. Llevabas rato sin hacer presencia. Me gusta
tomarme mi tiempo. Después de recorrer un buen trayecto con un
raudo caminar, me detuve frente a lo que el día anterior había
cautivado mi interés: la nueva academia de artes. Ascendí los
anchos peldaños de dos en dos –yo no soy amante del ejercicio
pero tengo flexibilidad de gimnasta– y entré. Sobre todo en cama.

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Y vos celosa. La estancia principal consistía en un puesto de
recepción adosado con piedras amarillas y una barra de madera
fina sobre la cual había un par de teléfonos y tras la cual se
alcanzaba a ver la parte superior de un monitor de
computadora; varias sillas metálicas con cojines espumosos,
negras todas; y cuadros colgados en las paredes, los cuales, supe
después, habían sido pintados por dos profesores de artes
plásticas de la Universidad Departamental, al igual que los
murales que aderezaban el exterior de la escuela. Ya que en la
recepción no había nadie, me dediqué a contemplar, uno por
uno, los ocho cuadros que rodeaban la estancia. Todos tenía un
toque surrealista; cuerpos de hombres desnudos con cabeza
guepardo, cuyos ojos eran totalmente negros y cuyos lagrimales
eran rojos, confiriéndoles un aspecto amenazante; carretillas
tiradas por avestruces; árboles deshojados bajo los cuales había
manzanas en estado de podredumbre; gallinas volando sobre
mares de trigo. Todo con tanto detalle que me sorprendió que
aquellos artistas no gozaran de renombre a nivel internacional.
–Hola –interrumpió mi análisis somero de aquellas pinturas
la voz de la secretaria– ¿Llevas mucho tiempo esperando?
Era una chica rubia de cara alargada, nariz respingada y
labios delgados pero una sonrisa que ocupaba un tercio de su
rostro. Dientes perfectamente alineados y blancos me daban la
bienvenida. La nena, no mayor de 30 años, vestía lo que parecía
un uniforme, el cual consistía en una camisa azul turquesa,

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meticulosamente planchada, una chalina negra colgada del
cuello y falda, medias veladas y tacones, todo negro. Provista de
una amabilidad poco frecuente y una actitud digna de un coach
motivacional, me explicó el proceso de inscripción y demás
pormenores:
–El precio de cada curso es de 120.000 mensuales. Tenemos
cursos en artes plásticas, música, cine, arquitectura y danza.
–¿Puedo aplicar a varios? –pregunté, entusiasmada.
–Me temo que no, puesto que los cursos son personalizados.
–Será cine entonces.
–Perfecto. Diligencia este formulario y seleccionas la opción
de horario, si por la tarde o por la mañana, y el día de la primera
clase traes la plata de la mensualidad –dijo la secretaria,
alargándome un documento.
Recibí el formulario y llené cada casilla con impaciente
rapidez, mientras la secretaria se limitaba a seguir sonriendo,
mirando atenta la excelente disposición con que aquella futura
alumna de la academia escribía sus datos personales. Eso sí, no
me equivoqué en nada, ni el más ínfimo gazapo, ni un tachón,
ni una letra corregida por las malas. Quien te lea dirá que sos
perfeccionista y al extremo cuidadosa, pero nada de eso. No vayan a creer
ni un cuarto de lo que ella afirma. Que palabras venenosas no se
alojen en el torrente sanguíneo de su postura respecto a esto
que escribo por culpa de quien busca mi caída.
–Aquí tiene –dije, entregándole el formulario de vuelta.

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–Excelente. Nos vemos el lunes en la tarde entonces –
concluyó la secretaria.
–Así será. Muchas gracias.
–A ti. Que te vaya bien.
Volví a casa carente del afán con que había caminado hasta
la escuela, deteniéndome a admirar las grietas en las aceras, las
tapas de alcantarilla, el pasto reseco de los antejardines, la
pintura desgastada de los PARE y de los prohibido parquear,
todas esas pequeñas cosas que dan cuenta del avasallamiento del
tiempo y que la gente da por sentado. Y llevaba yo la vía cuando
un vehículo comenzó a acosar mi andar con su bocina; quería
que cruzase rápido para él seguir su curso. Le levanté el dedo
del medio a quien fuera que estuviese conduciendo, pensé en
gritar un par de improperios pero me contuve. No estaba para
bochinches, estaba para grandes cosas. Tampoco hubo
respuesta a mi ademán. Aquel día llegaría a casa sin odiar al
mundo.

51
5

Lunes en la mañana. Yo ataviada con mi chaqueta favorita, una


cortavientos mitad azul mitad rosada, una sudadera negra
impermeable y tenis grises de cámara. El aire acondicionado de
aquella sala de espera era inmune a mi abrigadora vestimenta.
Los consultorios cerrados. Yo enfocando mi mirada en el 211,
impaciente. Sentada en una silla plástica zapateaba con mi pie
izquierdo, tocaba el piano sobre mi rodilla con los dedos de mi
mano derecha, me mordía el labio inferior, moqueaba cada
cuatro segundos y me rascaba tras la oreja derecha cada tres.
Quise que, en mi mente, sonara de fondo aquella canción de
Heltah Skeltah junto a Vinia Mojica llamada Therapy. Percibí el
desespero de mi vecino de espera ante mi comportamiento,
supuse que no quería contagiarse de mi ansiedad. No me
importaba tampoco lo que pensase aquel sujeto de barba negra,
recién pulida, nada de sombra, el corte perfectamente delineado,
cabello engominado, camisa beige, pantalón gris y zapatos
marrones. Le atribuí narcicismo, lo intuí amante de su reflejo y
confeccionista de su imagen personal. Todo ello me exhortaba
a que me importara aún menos lo que estuviese pensando de
mí. Supuse, también, que estaba esperando a alguien; no lucía
desquiciado, aunque nunca se sabe qué grado de perturbación
albergan algunas mentes. Inspeccioné el reloj colgado en una
pared. Las manecillas no cargaban afán, tampoco se inmutaban

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porque mi mirada estuviese fija en ellas. Siempre me ha parecido
curioso ese indebido comportamiento del cerebro que nos hace
percibir que transcurren eternidades cuando el aburrimiento o
la ansiedad se apoderan de nosotros. Ah, pero vaya uno a estar
entretenido, o contento, y las horas parecieran acortarse. Por
fin, se abrió la puerta del 211 y salió de allí un hombre de
mediana edad, de andar lento y aspecto taciturno. La camisa de
rayas blancas y negras le combinaba con su evidente estado de
caducidad. No dejaba de dar las gracias con voz débil y
desgastada. No me levanté del asiento para no parecer ansiosa
ante mi psiquiatra personal, el doctor Ramírez. Escondí mis
inquietas manos en los bolsillos de la chaqueta y esperé a que
dijera mi nombre desde el consultorio, antes de dejar la silla que
albergaba mis posaderas. Segundos después, el doctor asomó la
mitad de su cuerpo por el umbral y se despidió en voz alta del
hombre, quien ya iba enfilado hacia la salida. Me miró y me hizo
señas para que siguiera. Entré al consultorio poco convencida
de lo que iba a decir en esa sesión. El doctor ya me esperaba
tras su escritorio, mirándome, solícito.
–He notado que tienes un mejor semblante, Martina. Me
encanta eso –afirmó el doctor.
–Sí, doctor. Estoy mejor que nunca –respondí, fingiendo
convicción.
–Supongo que has tomado el aripiprazol y la olanzapina con
el rigor necesario.

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–La verdad, no, doctor. Muchas veces se me pasa tomarme
esas pastillas –dejé caer, algo tosca–. Tampoco quiero seguir
dependiendo de eso.
–Es importante que no abandones el tratamiento para evitar
recaídas –replicó él.
–Usted es el que sabe de eso.
–Me contó tu madre que vas a estudiar cine.
–Así es.
–¿Te siente lista? –preguntó el doctor Ramírez, no muy
convencido de que yo estuviese en condiciones de retomar
procesos de aprendizaje.
–Por supuesto. De hecho, tengo la primera clase después de
esta cita y quería decirle que debo irme antes. No quiero
empezar llegando tarde.
–Yo salgo después esta cita también. Si me queda de paso te
puedo arrimar. –invitó.
–Tranquilo. Es cerca de casa.
–¿Por qué parte?
–Queda en toda la 73 con la 41.
–¿Estás segura? –inquirió el doctor. Algo no le calaba del
todo.
–¿Por qué la pregunta? –pregunté, desconfiando de las
intenciones del doctor.
–No recuerdo haber visto academias por allí.
–Es nueva –aseguré

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–¿Tienes la dirección?
Tomé un trozo de papel y un lapicero que reposaban sobre
el escritorio y anoté la dirección y el nombre del lugar. Luego,
con mis dedos sobre el papel, lo deslicé por la madera
acercándolo al doctor. Me levanté de la silla y enfilé hacia la
salida sin despedirme. Antes de levantarme noté al doctor
consternado al ver la dirección escrita allí, tomó el teléfono,
marcó un número y se llevó el auricular a la oreja. Yo no me
quedé para escuchar su conversación.

Llegué a la escuela 30 minutos antes de que la clase empezara y


decidí que haría el recorrido por la academia, ya que de ahí en
adelante sería mi segundo hogar, tal vez el primero, todo
dependía de qué tan involucrada me viera estudiando cine.
Saludé, de paso, a la secretaria y dejé el dinero sobre un estante
de la recepción. La secretaria era la misma joven sonriente de
aquella vez, vestía la misma ropa, lucía su cabello igual y no
dejaba de exhibir su dentadura. Recorrí el primer piso, oficinas
y más oficinas, supuse que era la sección administrativa, la parte
más aburrida del lugar. Cuando subía las escaleras que
conducían al segundo piso, escuché el dulce sonido de un
saxofón y supe que era el piso de música. Anduve por los
pasillos, maravillada. Observaba los estudios de grabación

55
atestados de equipos carísimos, las salas de ensayo optimizadas
para que el sonido no reverberara y la cantidad de instrumentos
diferentes. Sin embargo, me abstenía de entrar por completo en
aquellos salones por temor a interrumpir alguna clase, ya que la
En-Contra-Arte las clases eran personalizadas, y así, los
alumnos se apropiaban más de lo aprendido, o eso aseguraba en
su misión. Una vez en el tercer piso, noté que todos los salones
estaban armados de televisores enormes y parlantes en las
cuatro esquinas. No gozaban de gran amplitud, pero el espacio
era acogedor. Allí mismo di con mi salón: el 310. Aún faltaban
10 minutos para iniciar, pero la ansiedad se impuso sobre mi
paciencia y decidí asomar mi cabeza al interior. Adentro estaba
una mujer de unos 35 años que lidiaba con los cables que
conectaban el computador portátil al televisor. No sabía cuál iba
dónde y parecía que había intentado en casi todos los puertos,
una y otra vez, siempre sin suerte, ni una señal de que iba por el
camino correcto, aunque sin estrés, sin desespero, sin aflicción
alguna. A mí me faltaba eso. Y tantísimas cosas más.
–Buenos días –interrumpí.
–Buenos días –respondió la mujer, efusiva–. Dame un
momento para resolver esto y te atiendo.
–¿Daniela Ortega? –pregunté, sin poder disimular mi
asombro.
–La misma, mucho gusto. ¿Tú eres?
–Martina Corrales, el gusto es mío.

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–Ah, así que tú eres Martina. Pues yo soy tu nueva profe de
cine.
–No lo puedo creer. Amé tu última película. No pensé que
te conocería tan pronto y menos en estas circunstancias.
–Me gusta tu actitud, creo que empezamos con pie derecho.
–Y así seguiremos –aseguré.
La primera clase fue una introducción, nos presentamos
ambas, hablamos un poco de nosotras; de nuestras expectativas;
de los gustos cinematográficos; de las peores películas que
habíamos visto; y del ámbito local, de la llamada rosca y de lo
difícil de financiar las películas. Todo ese protocolo que,
generalmente, hay en la primera sesión. Ya tendríamos tiempo
para entrar en materia el resto de la semana.

Estaba en mi habitación, sentada en mi cama, recostando mi


espalda a la pared. El reloj aseguraba que eran las 8:22 de la
noche y el viento, que se colaba a través de las celosías,
levantaba por momentos las cortinas verdes y traía consigo un
olor a chocolate caliente y pan recién horneado. Un cúmulo de
ropa sucia me aguardaba sobre la silla blanca, cuya única función
era albergar aquellas prendas. Al lado un escritorio viejo de
madera llevaba sobre sí tres tabletas de los medicamentos que
había dejado de tomar hacía semanas, no por simple
obcecación, sino por evitar discurrir mi vida hacia una
dependencia. Solo dependés de mí. Sonaba una de canción Etta

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James, cuyo nombre olvidé –¡qué vozarrón! –, cuando sentí que
tocaban la puerta.
–Soy yo –dijo mamá tras la puerta.
Quité el seguro del pomo y me senté nuevamente en la cama.
Mamá entró y se sentó junto a mí.
–¿A dónde vas cuando dices que vas a clases? –preguntó,
escéptica.
–Pues a clases, ¿adónde más iría? –alegué.
–Dime la verdad.
–Es la verdad –aseguré
–Fui con el doctor y por acá no hay escuelas de arte, ni nada
por el estilo –replicó ella–. Llegamos al lugar que indicaba la
dirección proporcionada por ti y, evidentemente, no era una
escuela de artes, no había rastros de la descripción que das del
supuesto edificio y sus paredes coloridas y demás
excentricidades; imposible no ver un lugar así.
–¿Querés que vamos? –increpé, la rabia iba en aumento.
–Martina –dijo mamá, enfadada–. Me hace el favor y no
vuelve a salir sin yo saber para dónde se va.
–Cómo se le ocurre, si yo ya soy mayor hace rato.
La conversación pasó a un trato de usted y a una contienda
de recriminaciones.
–Esa enfermedad la está volviendo mitómana. Voy a llamar
al doctor para que intensifiquemos su terapia –gritó mamá y
salió furibunda de la habitación.

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–Decile que se vaya a la mierda, que no la necesitamos, que podemos
valernos por nosotras.
–¡Callate!
Me quedé estupefacta, quería llorar pero las lágrimas se
reusaban a salir. ¿Cómo iba a negarte la oportunidad de estudiar?
¿Quería verte encerrada todo el día? ¿O acaso quería internarte en algún
lugar con gente que no tenía idea de qué significaba cordura? ¿Por qué no
podías, como cualquier persona en plenas facultades, estudiar lo que te
gustaba? No sé, ¡no sé! Absorta en pensamientos caóticos fui
quedándome dormida. La modorra me permitió olvidarme de
todo lo que había fuera de mis párpados cerrados. Fundido a
negro.

Un golpeteo en la puerta me sacó del sueño e hizo que este se


borrara de mi memoria inmediata. Ya la luz de la mañana se
filtraba por la ventana –había olvidado cerrar la cortina
totalmente– y dejaba expuesta la desfachatez de mi habitación
y de mi vida. Lo aceptaste. Nunca lo he negado.
–Martina, en una hora salimos para el consultorio –dijo la
voz de mi madre tras la puerta.
–Hora de huir
Escuché que mamá entró a su habitación. Pegué el oído a la
pared y me encontré con el sonido de la ducha abierta, el chorro

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golpeando la baldosa del baño. Ahí era cuando. No había mejor
momento. Sin arte, yo no. Sin cine, yo no. Me levanté, sorteé el
mareo y la oscuridad temporal en mi vista causados por la
rapidez con la que salí de la cama, y me vestí deprisa, con la
primera blusa que encontré sobre la silla, una gris, y una falda
de cuero que aguardaba por agua y jabón sobre el montón de
ropa sucia. No tenía tiempo para darme un baño. Abrí la
ventana de mi habitación, asomé la cabeza y medí la distancia
desde allí hasta el suelo. Pensé que desde un segundo piso no
era gran cosa la caída. Saqué primero mis piernas, apoyé el
abdomen en el alfeizar y fui saliendo de a poco hasta quedar
sostenida solamente por ambas manos. Entonces me solté y caí
aparatosamente sobre mis pies, yéndome al suelo de espaldas,
amortiguada por el morral que cargaba en hombros, pero no me
hice mayor daño; un par de raspones en los codos, nada que un
poco de alcohol y aguante del ardor no sanaran. Me rehíce, me
sacudí y emprendí una corrida rumbo a la escuela. Me detuve
en la 73 con 41 y apoyé, jadeante, las manos sobre mis rodillas
para recobrar el aliento. Allí estaba, ¿cómo podrían tomarme
por mentirosa? ¿Cómo iban a negar su existencia? Menuda trampa
querían tenderte. Miré hacia atrás para constatar que nadie me
hubiese seguido. Entré caminando, presurosa, y saludé a la
secretaria agitando mi mano. Al parecer, ella siempre estaba allí;
siempre sonriente; siempre atenta; siempre luciendo las mismas
prendas. Subí, de dos en dos, las escaleras hasta el tercer piso y

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me detuve frente al 310. Parecía no haber nadie, no había ruido,
ni una silla moviéndose, ni un paso dado. Sacudí mi falda una
vez más. Pensé en volver hasta la recepción. La agitación me
atenazaba el cuello y apretaba mis pulmones. Imaginé el susto
de mamá al ver la habitación vacía y la ventana abierta de par en
par. No sabía qué hacer. Retrocedí diez pasos y me aposté frente
a la escalera, cavilando si volver a casa. Después pensé que ya
estaba allí y que fuera lo que fuese, lo afrontaría. Asomé mi
cabeza al interior del salón. Allí estaba ella, Daniela, exitosa
directora de cine local, lidiando con los cables, vestida
exactamente como la última vez que la vi. La profesora, al sentir
mi presencia, se volteó, dibujó una sonrisa en su rostro y dijo:
–Buenos días. ¿Lista para la clase de Impresionismo?
–Lista, lista, lista.

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QUINTA PARTE:
A NEW LIFE. NOUVELLE VAGUE

Me la pasaba encerrada en mi habitación, y no por voluntad


propia. Intenté derribar la puerta en cinco ocasiones, solo logré
dislocarme el hombro y ganar un chichón al costado derecho de
la frente. Gritaba para que mamá abriese pero ella fingía
ignorarme, porque estoy segura de que me escuchaba.
–Intentemos derribar la puerta otra vez.
–Está bien. Aquí vamos.
Tomé impulso, apunté mi hombro sano, el izquierdo, y corrí,
corrí, corrí, y ¡pum! Vibró, emitió un estruendo, pero no se
abrió. No sentí dolor alguno. Empecé a dar vueltas por la
habitación, intentando, sin suerte, idear un ardid de escape. La
ventana había sido fortificada con un rejilla de hierro, aún
menos probable de sobrepasar que la madera de la puerta.
Había intentado hacerla ceder con la planta de mi pie derecho,
a punta de zapatazos, sin embargo, no quiso moverse; se resistió
a dimitir la guardia. Sin más remedio, extraje de un cajón del
escritorio un tablero de Trazodona e ingerí cuatro pastillas, sin
pasante, tragando con dificultad. En pocos minutos el efecto se
adueñó de mi vigilia y me dispuse a despedirme de mi aflicción
y del mundo; solo por un par de horas, no vayan a pensar mal.

62
Mamá me despertó sacudiéndome levemente. Se escuchaban
algunos petirrojos y sirirís, o no sé si bichofués, y así supe que
aún era de día, ya que las cortinas –había puesto unas mucho
más oscuras– impedían cualquier paso de luz al interior de mi
cuarto. Al abrir los ojos me encontré con un rostro inexpresivo.
Venía en son de negociaciones.
–Creo que esto puede considerarse como secuestro –dejé
caer.
–Esto es una violación a tu libertad.
–Es por tu bien –respondió mamá–. Pero no vengo a
discutir eso, vengo a proponerte algo.
–Escapá, ahora que podés.
–Te escucho.
–He estado hablando con el doctor Ramírez –dijo mamá– y
me gustaría que volvieses a verlo, al menos dos o tres veces a la
semana.
–¿Y yo qué ganó? –inquirí.
–Nada, nada, nada.
–Pues que si sigues yendo con él, podrás salir con más
frecuencia. Eso sí, no me vengas con escuelas de cine y no sé
qué vainas.
–Lo voy a pensar.
–Terca.
Según mamá, y el doctor Ramírez, aquel día que escapé por

63
la ventana me habían encontrado sentada en un pequeño muro,
con la mirada perdida, hablando conmigo misma, frente a un
edificio, cuya función era albergar consultorios jurídicos y
tinterillos desfavorecidos amén de su mediocridad. El lugar
estaba situado justo en la dirección que le di al doctor. No
obstante, nunca les creí. Es una falacia. Después de eso no
recuerdo mucho, creo que me habían drogado sin yo darme
cuenta mientras mamá planeaba cómo excluirme del mundo,
encerrándome en mi propia habitación.

Finalmente, había cedido y había accedido a la propuesta de mi


madre. Aunque no podía, tampoco quise, acercarme a la escuela
de artes, no dejé de ver cine. Siempre me gustó ir a la sala,
sumergirme en la pantalla grande y los sonidos rimbombantes,
pero las películas que más despertaban mi atención no estaban
en cartelera, ya fuesen por antiguas o por poco conocidas,
demasiado independientes, demasiado de autor. La mayoría de
aquellas películas las veía en internet o las adquiría en el centro
de la ciudad a precios bajísimos y en calidad deplorable, aun así
las veía, y analizaba, con la misma emoción que había sentido al
leer sobre estas. A lo que voy es que, por esos días, mis salidas
consistían en ir al Museo de Arte Moderno o al Colombo a ver
filmes que no exhibían en salas de cine comercial. Por esos días

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vi Lucky de John Carrol Lynch, vi A la deriva, de un director
sueco llamado Peter Grönlund y vi BlacKKKlansMan de Spike
Lee. Como parte del trato, mi parte, iba tres veces por semana
al consultorio del doctor Ramírez; lunes, miércoles y viernes.
Fue por medio de él que supe que mamá estaba considerando
internarme en alguna clínica mental, no sé si en Bello, donde
está la más conocida. Al enterarme de ello se activó mi sentido
más inmanente de independencia y supe lo que debía hacer.
Urdí una estratagema inquebrantable basada en mis impresiones
y conclusiones después de cada cita en el consultorio. Empecé
a vestirme con las prendas que más dejaban a la vista mi blanca
piel y comencé a seducir al doctor. Dejaba que me llevara a casa
en su carro al final de cada sesión y, al despedirme y antes de
apearme, le estampaba un beso húmedo en su mejilla, muy cerca
de la boca. Él no era tonto y no las tuvo que coger en el aire; yo
se las entregaba desmenuzadas en sus palmas.
En una sesión –era miércoles– fue a lo concreto y me invitó
a tomar cerveza en un bar de la zona rosa de la ciudad. Para
hacerme desear un poco más, le dije que no me sentía muy bien,
pero que, seguramente, el viernes iríamos a hacer de las
nuestras, así le dije: “hacer de las nuestras”. Su sonrisa de
satisfacción fue señal suficiente para mí, para saber que lo tenía
dispuesto a lamer mis suelas, aunque yo prefería que lamiera las
plantas de mis pies descalzos. Llegado el viernes, salí de la ducha
con una toalla atada a mi cabeza y con mi cuerpo desnudo,

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cubierto solamente de pequeñas gotas que de a poco se
deslizaban y recorrían por mi piel traslúcida. Me enfrenté al
espejo y, por primera vez en mucho tiempo, me supe hermosa.
La palidez de mi tez; las cejas gruesas, depiladas con prolijidad
en los bordes; mis ojos marrones, que ante la luz del sol se
aclaraban considerablemente; nariz lisa y corta; mejillas
levemente hundidas; labios carnosos de tinte rojizo, nunca
necesitados de colorante; barbilla pequeña, sin hoyuelo; y cuello
corto. Mi clavícula se asomaba sobre mi esternón, no tan
prominente como quisiera. Mis pequeños senos extrañamente
redondos y los pezones apenas un poco más oscuros que el
resto de la piel se me antojaban excitantes; me gustaba jugar con
ellos de vez en cuando. Mi abdomen no es lo que se dice plano,
pero no es motivo de vergüenza; no se escapa de mis blusas.
Mis caderas más anchas de lo que quisiera y mis nalgas redondas
pero pequeñas son mi mayor motivo de orgullo, físicamente
hablando. Anchos muslos, estrechas pantorrillas. Pies
excesivamente blancuzcos, venosos, con dedos flacos y cortos.
Iba por él y por todo. Nada del otro mundo. Debo confesar que,
en un principio, todo fue por conveniencia, pero empezó a
gustarme estar con el doctor. Eso sí, sin dejar de blandir, oculta,
mi picardía. Llegué al consultorio vistiendo mi mejor pinta: una
blusa azul oscuro sobre un sostén de encaje blanco que realzaba
mis pechos, la falda negra de cuero y unos tacones que llevaba
meses sin usar. Me maquillé con moderación; base y polvo;

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apenas un poco de rubor; sombra difuminada alrededor de mis
ojos; pestañina; y nada de labial. Obviamente, no hubo sesión
ni trato profesional aquel día.
–Llámame Nicolás, por favor –dijo el doctor. Perdón,
Nicolás.
–¿Nos vamos? –afané.
–Por supuesto.
Apeamos en el parqueadero público de un bar de estilo
rústico. Se asemejaba a una cantina de pueblo; techos,
columnas, mesas y sillas de madera envejecida con parches
negros. No obstante, todo era carísimo, al menos para lo que yo
considero un precio módico. Nos sentamos en una esquina,
pedimos dos cervezas locales y un plato de nachos con
guacamole. Yo engullí la mitad de los nachos sin premura ni
disimulo alguno; que supiera que tenía hambre. Inverecundia sos y
lo repito. No pareció molestarse en absoluto, más bien le causó
gracia. Siempre me observaba fascinado, algo en mí le generaba
dudas y deleite. Ni cerca. Sé de eso más de lo que te imaginás.
Me atrapaba en sus retinas y me devoraba con ahínco. Después
de cuatro rondas de cerveza, ascendimos a algo más fuerte: ron.
–Dos vasos sin hielo –atajé.
–No conocía ese don –comentó Nicolás.
–Herencia de mi abuelo.
–Brindemos por eso.
Y así lo hicimos apenas llegó el mesero sosteniendo una

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bandeja metálica sobre la cual estaba nuestra botella de ron y los
vasos sin hielo. Yo misma destapé la botella y vertí el licor en
ambos recipientes, llenándolos hasta la mitad.
–Fondo blanco –invité.
Él dudo un par de segundos antes de secundarme. Llené
ambos vasos nuevamente hasta la mitad, pero esperamos un par
de minutos antes de apurarlos.

Llevábamos un cuarto consumido de la botella cuando me


convenció de salir a bailar. Sonaba una bachata; de los pocos
géneros musicales que desprecio. Creyó llevar la ventaja, pero le
di cátedra de ritmo y sensualidad. Lo dejé asirme de la cadera
con sus dedos rozándome las nalgas y lo miré de frente. Dejé
que me besara al acabar la canción, degusté sus labios. Dejé su
lengua entrar en mi boca e introduje la mía en la suya, después.
Volvimos a la mesa, sonrientes, atontados, empecinados en
vaciar el contenido de la botella entre beso y beso. Finalizada la
botella, yo ebria, él aún más, acepté la invitación a pasar la noche
en su apartamento y no pensé un solo segundo en qué diría mi
madre; después me las arreglaría. Llegamos, él introdujo la llave
en la cerradura y abrió deprisa. No encendimos ninguna luz y
nos fuimos besando y acariciándonos, envueltos en éxtasis y
lujuria, hasta el sofá principal. Lo lancé de espaldas y me despojé
de la blusa ante su lasciva mirada que se adivinaba en medio de
la oscuridad. Él se apresuró desabotonar su camisa con cierta

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torpeza. Yo mandé a volar el sostén. Él prescindió de su
pantalón. Yo bajé la cremallera de la falda y la dejé
desparramarse a mis pies; la pisé y la sobrepasé. Él se levantó,
me tomó del talle, rodeándome con sus brazos, y me lanzó de
espaldas al sofá. Quitó mis tangas y empezó a juguetear con su
lengua en mi entrepierna, mientras yo dejaba escapar suaves
gemidos de purito placer.
–¡Qué rico! –dije
–¡Qué rico! –repitió él.
–Dejalo entrar.
Abrí aún más mis piernas, indicándole así que lo quería
dentro de mí. Él no dudó un segundo. Disfruté de cada
embestida y sentí su cuerpo temblar y desvanecerse cuando
terminó en mi pubis. Recostó su cabeza en mi cuello y me
dediqué a acariciarle la espalda con mis largas uñas antes de
quedarnos dormidos allí, sin percatarnos de la incomodidad que
ofrecía aquel mueble. De las mejores noches de mi vida. Hasta
yo lo disfruté.
Así pasaron meses de encuentros furtivos, de placer mutuo
y resacas compartidas. Con el tiempo, y debido a que no nos
resultaba conveniente vivir juntos, se ofreció a pagarme el
alquiler de un pequeño apartamento ubicado en el barrio San
Joaquín, lugar donde la calma aparentaba ser constante y donde
la mayoría de habitantes superaban los 50 y 60 años de edad.
Aunque los edificios habían comenzado a erguirse por doquier,

69
el barrio aún conservaba una gran cantidad de casas de la
Medellín antigua –la Medellín de mediados del siglo XX–.
Viviendas que presumían gran amplitud y longitud, similares a
las de un pueblo; algunas de éstas fueron burdeles, hoy por hoy
no hay ni uno. Yo acepté, cómo no iba a hacerlo. Era un secreto
de dos, exclusivamente de dos. ¿Perdón? Yo me sé cada una de tus
jugadas y puedo adelantarme a la ficha que estés próxima a mover. Vos
no contás. Mamá no podía saberlo, era mejor que no lo supiese,
así nos evitaríamos centenares de problemas y discusiones sin
sentido. Yo la abandoné a su suerte y me abandoné a la mía. No
supe más de ella después de anunciarle mi partida de casa,
dejándole claro que de niña ya no tenía nada y de enferma
menos. Ella no lloró, no supe si lo hizo después; yo tampoco
lloré, ni ese día ni después. El apartamento quedaba en un
pequeño edificio de cinco pisos diagonal a la inspección de
policía. Estaba amoblado con trebejos viejos y polvorientos, un
par de taburetes de madera humedecida y quebradiza y
alfombras por allí y por acá. Un solo cuarto, un solo baño y,
naturalmente, una sola cocina. No necesitaba más. Las paredes
blancas tenían marcas de suciedad, rayas negras y huellas de
perros. Las cortinas eran de un beige un tanto amarillento. Solo
me hizo falta el balcón, pero hubiese sido una desvergonzada al
exigir algo mejor. Sos capaz. Cada vez noto que me conocés
someramente. Solo estás ahí, invadiendo. Seguí creyendo, que tengo
más poder sobre vos del que imaginás. Yo no tenía que correr con

70
ningún gasto y el doctor me había conseguido un trabajo en una
tienda de ropa.

La mañana estaba fría a pesar de haber pocas nubes, ninguna


gris, y el viento gélido se introducía en mis poros, obteniendo
allí refugio, causándome una sensación de congelamiento. Yo
estaba congelada, allí, sin idea de cómo iba a reaccionar, ni qué
iba a decir, al presentarme frente a mi nueva jefa. Era un centro
comercial, un edificio de forma cuadrangular y de intensa
tonalidad de marrón, de esos nuevecitos, de esos que conllevan
cientos de talas; un crimen contra la naturaleza y el oxígeno que
cumple la pueril función de mantenernos vivos. Cuatro pisos;
zonas de comida rápida, juegos para niños, docenas de
almacenes de ropa y un cine, del comercial, del maluco, el de las
masas, el de las familias. El local en el que iba a trabajar estaba
ubicado en el segundo piso y era vecino de una cantidad de
almacenes que ofrecían casi el mismo estilo de prendas; ropa
para la burguesía de la ciudad, para la elegancia infaltable de los
hacendosos y acaudalados. Por pobre la niña. Pero austera. Lo vi
al llegar al piso por las escaleras eléctricas, un letrero de luz
amarilla sobre las puertas de vidrio decía Nice Dress. Me acerqué
caminando lentamente, con un tomo de El Lobo Estepario bajo
el brazo, aquella edición no resumida, y fingiendo interés al

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pasear mi mirada por los demás locales. Por ser lunes en la
mañana había pocas personas merodeando por allí, así que yo
sería fácil de identificar a simple vista y no quería encontrar mi
mirada con la de la administradora y las demás empleadas antes
de estar frente a frente. Nunca he sabido cómo reaccionar
cuando me avistan desde lejos y se dan cuenta de que yo ya los
vi también. Una potente luz blanca era dueña del lugar,
percheros y estanterías exhibían prendas de fina seda, telas
importadas y precios inasequibles. Entré con la frente en alto y
los nervios escondidos. Saludé primero a la cajera, una chica
morena de labios gruesos, ojos muy grandes, inquisidores, y
nariz delgada. Me saludó ostentando una sonrisa de dientes
blancos perfectamente en orden. Llevaba puesta una camiseta
de color magenta con el nombre del local cocido a la altura del
hombro izquierdo.
–Tú debes de ser Martina –adivinó.
–Así es –confirmé
–Mucho gusto, yo soy Lucero y soy la encargada interina,
puesto que la administradora está de vacaciones.
–El gusto es mío –dije–. ¿Por dónde empiezo?
–Esa es ese el tipo de disposición que andábamos buscando.
Además, viene usted muy bien recomendada por el doctor
Ramírez, así que estoy segura de sus capacidades, solo es
cuestión de que aprenda cómo funciona este negocio. Lo
primero que haré será mostrarle el lugar, hablarle del tiempo y

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el pago, y firmar contrato si está usted de acuerdo con lo
expuesto.
–Está bien. La sigo.
Primero me paseó por la tienda, me explicó sobre los tipos
de prendas y confecciones, me habló de precios y promociones
y tipos de clientes y formas de pago y tiempos de descanso y
auxilio de transporte. Luego me indicó que la siguiese por una
puerta, contigua a los vestidores, que conducía a la bodega.
Mientras la seguía, ella, sin voltear, me hablaba de horarios y
honorarios; tenía la posibilidad de comisionar el 10% del total
vendido por mi cuenta en caso de alcanzar metas altísimas, pero
jamás dudé de mis capacidades. La bodega, un lugar grisáceo y
apestoso a humedad, gozaba de más amplitud que la misma
tienda. Estantes y más estantes atiborrados de cajas. Me sentí
rodeada por tanto cartón. Desempacando prendas de una caja
se encontraba una chica de pelo largo y castaño, vistiendo la
camiseta magenta del uniforme, muy concentrada en lo que
hacía.
–Esta es Sofía, tu compañera de ventas –indicó Lucero.
La chica se volteó, me miró y sonrió débilmente. Los ojos
más hermoso que he visto en mi vida; un verde lustroso que
tendía al plateado. Morí por un par de segundos dentro de aquel
paraíso ocular.
–Mucho gusto –dijo ella, interrumpiendo mi contemplación.
–El gusto es totalmente mío –dije, sonriendo como tonta.

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Me imaginé a mí misma sonrojada.
Le estiré la mano y la apretó lánguidamente. Luego se volteó
y siguió en su tarea. Febril admiración por la determinación con
que aquella chica mostraba desinterés. Fui suya desde ese
momento. Y aún lo soy. Firmé contrato sin pensarlo una vez y
media.

Al finalizar aquel día sin haber recibido una sola visita de


clientes, me sentí aburrida en exceso, con un cúmulo de
hiperactividad camuflado de tics nerviosos; cambiaba de
posición cada segundo, sentada en una butaca, con las piernas
cruzadas, meneando el tobillo colgante. Lucero me dijo que ya
podía irme, que ella se encargaría de cerrar y del inventario, que
yo aún no estaba preparada para ello, pero que en pocos días
debía estarlo. Claro que iba a estarlo, ¿por quién me tomaba?
Por un inútil y débil mujer. Pues estaba muy equivocada. La noche
estaba fresca y silente y apenas un par de palpitantes astros
ornamentaban la azul inmensidad. Me senté en la parada y
continué con mi lectura. Leía las anotaciones de Harry Haller
cobijada únicamente por la luz que emergía del cartel
publicitario mientras esperaba que pasase un bus que me dejara
cerca de cualquier estación del metro. Aún no sabía moverme
por allí, no conocía atajos ni desvíos, tampoco sabía de qué tanta
seguridad gozaba el sector. No quería repetir el suceso de hacía
pocos días, cuando transitaba por Avenida Bolivariana a eso de

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las 9:43 p.m. Los negocios de comida rápida habían cerrado
temprano por tratarse de un martes y a duras penas transitaban
vehículos por allí. Siempre me pregunté qué carajos pasaba con
las personas de ese sector, no sé si creían acaso que la vida se
acababa después de las 8 de la noche y volvía a empezar al salir
el sol o si existía por allí un toque de queda, el cual yo
desconocía. El caso es que privaban de su compañía y seguridad
conjunta a los andariegos nocturnos, entre los cuales estaba yo.
Doblé en esquina que conectaba con la circular tercera y enfilé
hacia mi apartamento. Un tipo sentado en una banca de
cemento, que fumaba cigarrillo y ocultaba su rostro tras la
sombra proyectada por la visera de su gorra, acompañó mi
andar con el movimiento de su cabeza, como si estuviese
haciendo un paneo, como si sus ojos invisibles fueran la cámara
y como si yo fuese la protagonista de su drama romántico.
Ignoré aquel seguimiento, metida en el rol protagónico y en mis
propios asuntos. Faltaban menos de tres cuadras para llegar a la
meta cuando sentí pasos arrastrándose tras de mí y un jadeo
flemático. Me detuve y di media vuelta. Allí estaba el hombre,
mirándome tras la bruma que le permitía la gorra, terminando
de fumarse el cigarrillo.
–Buenas noches, señorita. No son horas estas para una
mujer sola –dijo aquel tipo enigmático de voz gangosa.
–Siempre es buena hora para una mujer sola, señor –atajé.
–¿Qué tal si me acompaña? –inquirió el sujeto, asiéndome

75
del brazo derecho.
Sentí su apretar lánguido e intuí debilidad. Aquella figura
escuálida admitía escasa alimentación y nula proteína. Apestaba
a licor barato. Empuñé mi mano izquierda y conecté un golpe
seco en su diafragma. Se llevó ambas manos al abdomen. Un
quejido sin sonido. Una boca abierta en busca del aire perdido.
Tomé la colilla del piso aún encendida y la aplasté contra su
nariz.
–¡Aprendé a respetar, gran hijueputa! –grité, furibunda y
sedienta de acción.
Varias luces se encendieron alrededor y empezaron a
asomarse rostros desconocidos por las ventanas, más por
chisme que por intención de ayudar. El sujeto se percató de que
estaba siendo observado, dio un giro de 180 grados y apretó el
paso en dirección opuesta. Yo me quedé allí, respirando fuerte,
aún con el puño cerrado, viendo como huía. Al cabo de cinco
minutos, desatendí la presencia de curiosos y seguí mi camino
de vuelta a casa. Debo confesar que, aunque no sentí miedo, salí
bien librada. De haber sido un tipo armado, el final de la historia
hubiese variado, seguramente ni podría contarla.
–¿También vas para el sur? –me llegó el sonido de una voz
que caté acaramelada.
Volteé y me encontré con el rostro sereno de Sofía, solícito,
esperando mi respuesta.
–No, voy hacia los lados de Laureles –respondí.

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Ella rio suavemente.
–Entonces deberías estar en la parada del frente –dijo.
–Perdona mi ignorancia. Si no aparecés vos, aquí amanezco.
–Hablando de eso, ya está tarde –dijo–. Yo vivo cerca, un
poco más hacia el sur. Si querés, podemos pagar un taxi entre
ambas y te quedás en mi casa.
–Pero no tengo ropa para venir a trabajar mañana –me
excusé.
–Una vez al mes descansamos las vendedoras principales y
vienen las que trabajan sábado y domingo. De hecho, Lucero
me dijo que había olvidado decírtelo. Escogiste un buen día para
empezar.
–Siendo así, detengamos el próximo taxi que aparezca –dije,
levantándome de la banca.
–¿Siempre sos tan enérgica?
–Casi siempre.
–Eso te servirá aquí, creeme.
Le marqué la parada a un taxi, se detuvo con gran exactitud
frente a nosotras y ambas nos introdujimos en la parte posterior.
El conductor se mostró muy amable, sin embargo, nos miraba
con lascivia, de cuando en cuando, a través del retrovisor. Yo
no presté atención, iba contentísima junto a Sofía. Equivocada.
Muy ingenua. Siempre hay en la ingenuidad algo de gozo, algo de
asombro. Siempre hay algo en vos: exceso de estupidez. En absoluto.
Ella me relató sus anécdotas más preciadas, sus situaciones más

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amargas y sus momentos más suculentos. Yo no quise hablar de
mí, me dediqué a escucharla, era feliz allí, escuchando a Sofía,
con sus ojos brillantes al hablar de lo que le apasionaba. Supe
que se había graduado hacía un par de años de Comunicación
Social y ejercía como relacionista pública de una empresa textil
y podía ejercer desde casa. El trabajo en la tienda le ayudaba a
ganar más a fin de no pasar penurias. Supe que llevaba apenas
cuatro meses soltera y que su exnovio había engendrado una
vida en otra mujer mientras estaba con ella. Sentí su asco, y hasta
su gracia, al hablar sobre ello, porque ni tristeza ni decepción,
no se me antojó ninguna. Nos detuvimos frente al edificio y
apeamos cada una por un lado. Yo pagué la carrera, a pesar de
estar corta de fondos. Subimos por las escaleras, ya entradas en
confianza, riéndonos a carcajadas a un volumen considerable,
importándonos poco quién de los vecinos pudiese estar
durmiendo a esa hora. Sofía abrió la puerta y me indicó que
ingresara primero. Allí, frente a mí, estaba aquel apartamento
que después sería mi hogar. No estaban las sillas mecedoras,
como precedentes ejercían el papel de decoro un par de muebles
de cuero. Me indicó que me sentara en uno de estos. Dejé mis
cosas en el suelo y obedecí.
–¿Nos tomamos algo? –inquirió desde la cocina.
–No veo por qué no.
Me acerqué hasta allí y vi que extrajo dos cajas de vino barato
y tres cervezas heladas de la nevera. Tomó un par de vasos y

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unas tijeras. Cortó una esquina de la caja y sirvió para las dos.
De tanto en tanto se volteaba y me sonreía y yo no sabía qué
cara poner. Me estiró el vaso que me tocaba a mí y apuré la
mitad del contenido de un largo sorbo. Para mí sorpresa, ella
hizo lo mismo.
–Vamos para la sala –indicó.
–Por supuesto. Excusarás lo entrometida.
–No hay problema. Aunque muchos lo dicen por cortesía,
yo te lo digo con total sinceridad: sentite como en tu casa.
Aquella proposición me avergonzó aún más. Se nos fue la
noche entre humor barato y vino de caja. Sofía se sentó en el
sofá y me invitó a hacerme a su lado. Sin premura, posó su mano
con delicadeza sobre mi rostro y me besó. Yo solo me dejé
llevar; jugaba a seguir el ritmo de sus labios y a hacer coincidir
mi lengua con la suya. Ojos bien cerrados, como la película de
Kubrick: Eyes Wide Shut. Me tomó de la mano y me arrastró
hasta su habitación. Una vez allí me acostó con suavidad sobre
su lecho y me despojó de los tenis. Desabrochó el botón
superior del jean y deslizó la bragueta, luego haló con fuerza la
prenda hasta retirarla por completo de mis piernas. Se quitó sus
zapatos y su pantalón negro, no sin cierta dificultad. Yo me
abstuve de ayudarla; ella tenía las riendas del episodio. Se sentó
sobre mí y rápidamente se quitó la camiseta del trabajo y se
desabrochó el sostén, dejándome saborear sus senos con la
mirada, después con los dedos y por últimos con la boca.

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Mientras ella me desproveía de las bragas, prescindí de la blusa
y el top que sostenía mis pequeños senos blanquecinos. Se
empecinó en mi entrepierna palpitante y jugosa, lubricada al
mero tacto de sus labios sobre en los míos, cuando estábamos
en la sala. Yo lanzaba gemidos estridentes y ella, captando el
mensaje, aumentaba la velocidad. Siguió y siguió y yo me dejé ir
y luego me vine, conocí el nirvana y me tendí extasiada sobre la
cama. Sofía extrajo un bareto de su mesa de noche, lo encendió
y se acostó a mi lado; su cabeza sobre mi hombro. No quiso
retribución, para ella fue placer suficiente darme todo de sí.
Plenitud.

Pasaron semanas sin recibir noticias del doctor Ramírez,


tampoco es que me preocupara por averiguar sobre él. No
obstante, en la agencia me dijeron que él seguía pagando por el
alquiler del apartamento que me albergaba y era lo único que
me preocupaba en aquel momento, puesto que volver a casa
con mamá estaba a años luz de ser una opción y mi trabajo no
me permitía costearme el valor del arriendo. Tener con qué
llenar el estómago y el resguardo de un techo parecen ser
razones suficientes para intercambiar energía vital y tiempo
valioso por la cantidad monetaria que alguien más precise.
Sacrificar sueño, y sueños, vivir entre afanes, mientras se acerca

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más la hora de acudir a la cita mortal, producir, para alguien
más, y volver a casa exhausta de la vida. No basta torturarse con
el trabajo pendiente, también asesinamos cualquier asomo de
tranquilidad pensando en la cuenta de energía sin pagar y el
encarecimiento de víveres. Agotamos cada voltio de vigor en un
ir y venir que no nos conduce a ninguna parte. ¡Qué vida ingrata!
Llegar al fin de mes con el próximo pago comprometido,
teniendo tanto que comprar. ¡Así es la vida! ¿La de quién? ¿La
suya o la mía? La nuestra. Elegir romper el círculo opresor que
se alimenta de desesperación parece ser peor opción que dejarse
consumir por la vorágine. No, señor. No me venga con ese
reiterado discurso de que la vida se resume en trabajar cuando
confunde trabajo con vender su tiempo, sus ideas e ideales y su
vida social a socios que se sacian con el sudor de su frente. Yo
trabajo en letras e imágenes. Yo pienso en historias, doy vida a
personajes y vivo de peripecias. No es un empleo, pero en ello
empleo mi tiempo. Como la mayoría, tiendo a tentarme por los
ceros a la derecha, pero todo en su debido momento. Ahora
dígame, si usted nunca ha sembrado nada, ¿cómo piensa recoger
la cosecha?
La última vez que vi al doctor tuvimos sexo sin ganas, por
pasar el rato, ya habíamos agotado nuestro deseo mutuo y
teníamos que confirmarlo juntando nuestros cuerpos una
última vez. Cada fin de semana lo pasaba en casa de Sofía, solas
las dos, entre vinos, cervezas, aguardientes, rones y whiskeys.

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Nuestras charlas eran inagotables y se conducían por distintos
derroteros. El tema de conversación inicial poco o nada tenía
que ver con lo último que hablábamos antes de acostarnos
juntas. Durante el sexo no había cabida a palabras, solo a
sonidos, apretones, besos y mordiscos. Al finalizar tampoco,
solo caricias y miradas comunicaban nuestro regocijo. Mis ojos
ya habituados a la oscuridad del cuarto se topaban
constantemente con su cuerpo desnudo y hacían un recorrido
minucioso de pies a cabeza, recorrido que no les era posible
realizar en la cúspide de nuestros encuentros carnales. Yo
siempre he sido ociosa, así que no solo en la noche me permitía
la contemplación, sino también cuando, por cosas de la vida o
de mi mente, yo despertaba primero que ella. Así memoricé
cada estría, cada peca, cada poro. Podía imitar su respiración
casi imperceptible a la perfección. Podía precisar cuándo
voltearía su cuerpo y se recostaría sobre el otro hombro.

En horas de trabajo disimulábamos mejor de lo que pude


imaginar en un principio, ella más que yo. Como les dije antes,
Sofía es una actriz, aunque no ejerce; le fluye con total
naturalidad eso de fingir. Como si Martina no pudiese hacer lo mismo.
No al nivel de ella. Te doy esta. Toda la razón. Lucero se tragaba el
cuento sin siquiera regurgitar; creía que habíamos entablado una
amistad entrañable, casi una hermandad carente de vínculos
sanguíneos. En más de una ocasión salíamos las tres juntas al

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finalizar la jornada, incluso a veces conveníamos cerrar antes,
nos tomábamos un par de cervezas y escuchábamos a Lucero
quejarse de sus problemas sentimentales, de su hermana atenida
y malagradecida y de su colon irritable y después cada quien se
retiraba a su casa a convivir con su propio desamparo. En
incontables ocasiones miradas hacia Sofía se me escapaban sin
poder evitarlo, en cambio, ella solo me obsequiaba sus pupilas
estando a solas. La chica endeble no hace caso. Me basta con tener
que escucharte. Creo que lo que más amaba de Sofía por
aquellos días era su capacidad inconsciente de mantener a la voz
alejada. No me hagás reír. Mi origen es insondable, además soy
inexorable.
En cuestión de medio año, me acerqué a la agencia para
cancelar el contrato de arrendamiento. El rojo de sus paredes,
el desgaste de las sillas metálicas, ahora esclavas de la
herrumbre, y el mostrador defectuoso sobre el que uno no
podía apoyarse, porque al más mínimo peso ejercido sobre este
lo haría ceder y derrumbarse y tendría uno que correr con los
gastos de renovación, eran realmente desesperantes; provocaba
acelerar los trámites y omitir cordialidades, con objeto de salir
de allí cuanto antes. Qué vil estrategia de remodelación tenían
aquellas señoras, aparte del poco tacto y la desfachatez con que
atendían a los arrendatarios. La encargada de turno me dijo que
el doctor había pagado por adelantado tres meses, así que pedí
la devolución del dinero.

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–¿Tanto dinero en efectivo? –preguntó, sorprendida.
–Si quiere la acompaño al banco –respondí.
Guardaban sus reservas en pequeñas cajas fuertes. Tardó
unos minutos recordando la clave, girando hacia derecha e
izquierda una cantidad de veces que no quise contar. Hablaba
para sí, hacía cuentas, recordaba dígitos. Acosé con mi zapateo
al piso recién trapeado y el repiqueteo de la uña del índice sobre
el mostrador. Contó el dinero frente a mí, estaba todo. Lo
dobló, lo envolvió en una liga de caucho y me lo entregó,
dubitativa.
–¿Segura de que tiene la autorización del señor Nicolás
Ramírez? –preguntó.
–Por supuesto, señora. Al fin y al cabo soy yo quien vive ahí
y quien piensa mudarse.
–Para servirle, entonces.
No dije gracias, no lo merecía. Escondí el fajo en la seguridad
de mi chaqueta, las ventajas de gustarme los abrigos anchos. Salí
y me encontré con una tarde que agonizaba para reencarnar en
una noche sin estrellas. La luz anaranjada se recortaba tras la
nube puesta sobre la última montaña visible al final del
horizonte, otorgándole un borde de fuego. La luz atacaba
directamente a mis ojos. Busqué mis lentes oscuros y me los
puse. Sofía, a pocos metros de allí, me esperaba en su Twingo
azul, el cual solo usaba para dar paseos dentro y fuera de la
ciudad, nunca para ir a trabajar. Llevaba también lentes de sol y

84
su pañoleta amarilla atada en la cabeza. Fuimos felices, como
nunca, cuando me vio regresar con mi sonrisa cómplice.
–¿Lista para cambiar de hábitos? –preguntó Sofía.
–Nunca estoy lista para eso, pero aventurándome he
aprendido más que preparándome mentalmente para afrontar
lo inédito.
–Estás inspirada hoy.
–Lo que causás vos.

Vivir con Sofía ha sido una de las mejores decisiones que he


tomado. A pesar de su circunspección esporádica, me entregaba
todo de sí, desde sus secretos hasta sus deseos carnales,
insaciables y profundos. Yo disfrutaba de su mente y su cuerpo
en demasía. No le gustaba verme acongojada. Una vez presentía
que mis ánimos estaban por derrumbarse se me acercaba y, sin
necesidad de decir nada, colmaba mi ser de calidez. Sus manos
en mis mejillas eran medicina natural. Mi cabeza entre sus
pechos hallaba plenitud. Hay personas tocadas por tiempos
desfavorables que no saben otra cosa que dar todo de sí a
quienes más quieren. Eso sí, pocas veces quieren en serio. Sofía
creció a sus anchas. Libertad y libertinaje. Ninguna prohibición.
Su padre era un mujeriego empedernido y a su madre poco
menos que nada le importaba aquello. Cada quien saciaba su

85
lujuria fuera de casa. De hecho, hogar nunca hubo. Siempre
ausentes. Sofía convivía con sus mascotas: un labrador dorado
que poco antes de morir a causa de la vejez fue envenenado y
dos gatos negros que había rescatado de refugios, los cuales
tampoco alcancé a conocer. Nunca me contó que fue de ellos.
La madre de Sofía nunca aceptó el suceder del tiempo y se
comportaba como una adolescente la mayoría de las veces.
Vivía de lo que arrancaba a hombres acaudalados mediante su
cuerpo. Bebía casi todos los días. Vestía como una chica no
mayor de 25 años: chores o jeans rotos, blusas descotadas, tenis
o sandalias, lentes oscuros y exceso de maquillaje. Prescindía de
la elegancia. Diariamente, antes de huir de casa con sus amores,
dejaba a Sofía unos pesos para que sobreviviese comprando de
comer lo que se le viniera en gana, así se lo hacía saber. Solo
pasaba en la vivienda los domingos, debido fuertes resacas, sin
reparar siquiera en la presencia de su única hija; ni para pedirle
atenciones la determinaba. Sofía logró estudiar gracias al apoyo
económico de su padre, quien ganaba bien como asesor de
ventas. Una vez Sofía encontró aquel empleo en el almacén de
ropa, partió de casa sin pesadumbre ni remordimiento alguno.
Sin dudas ni preguntas; en busca de respuestas.

Me llevé de aquel apartamento en decadencia, donde vivía


gracias a la caridad del doctor Ramírez, todas mis pertenencias,
incluyendo la cama, que me ayudaron a desarmar los de la

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mudanza. Bueno, técnicamente no era mía, estaba allí cuando
llegué, pero tantos insomnios sobre esta me hacían merecedora
de su posesión. A los encargados de la mudanza les pedí solo
que armasen nuevamente la cama en mi nueva habitación y les
pagué para que se piraran rápido de allí. Sofía fue quien me
ayudó a acomodarme. Después de ubicar todo en su sitio, según
mis gustos y un par de recomendaciones suyas, se dedicó el
resto a aquella mañana a sacudir, limpiar y lustrar cada una de
mis pertenencias; desde mis libros favoritos hasta el par de
zapatos más desgastado; aquel par conocedor de aceras, calles,
bares y alfombras. Organizó mis prendas por colores, mis libros
por tamaño y mis discos de música por género. Colgó ella
misma el televisor, atornillando el soporte a la pared con un
taladro, luego lo renovó con trapo en mano. El tocadiscos que
había en el apartamento antiguo estaba, como casi todo,
averiado, sin embargo, ella tenía uno en excelentes condiciones,
al cual nunca le daba uso. Deseé creer que mi nuevo pasatiempo
consistiría en escuchar canciones de salsa, blues o rock a la vez
que ordenaba y limpiaba mi habitación, así fuese un par de veces
por semana. En vos no hay orden, ni nada rescatable. Lo rescatable
es ella. Sofía era mi nueva vecina; vivía justo en el cuarto de en
frente. Mientras ella se desvivía por hacer que aquella habitación
se pareciera lo más posible a la suya, yo me incrusté en la cocina
y decidí preparar, cosa que casi nunca hacía, un almuerzo para
ambas. Hice un arroz masatudo, unas lentejas duras, aunque

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masticables, y tajadas de plátano maduro totalmente negras por
un lado. A excepción de las tajadas, Sofía se comió todo sin
revirar ni reparar en mi paupérrimo sentido de culinaria. Qué
cagada.
–Te quiero regalar algo –dijo al tragar el último bocado de
arroz pegajoso.
–¿Y eso? –pregunté, expectante.
–No me gusta que andés por ahí sin poder comunicarte.
–¿A qué te referís?
Fue a su habitación y regresó con un celular aparentemente
nuevo.
–No es la gran cosa, pero tiene redes sociales y yo te recargo
los minutos constantemente.
–Sabés lo que odio ser localizada –repliqué.
–Pues a mí me gustaría saber dónde estás, especialmente
cuando tenga ganas de verte.
–Si lo ponés así, no me queda de otra.
Qué sonrisa sincera desprendió sobre mí. Mientras ella hacía
su clásica siesta, sagradamente entre 2 y 3 de la tarde, yo me
dediqué a cacharrear aquel tiesto, a intentar memorizar las
funciones básicas. En pocas horas aprendí a enviar fotos, vídeos
y la ubicación exacta de donde me encontraba, todo se lo
enviaba a la única persona que tenía en los contactos de
momento: Sofía. Ella entendería que estaba adecuándome al
cacharro y se alegraría de que algún uso habría de darle. Lo que

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sí memoricé para siempre fue su número.

89
SEXTA PARTE:
EL RECINTO

Nunca me molestó que Sofía llevase hombres a la casa, aunque


a veces sentía celos enfermizos. Sin embargo, ella gozaba de
plena libertad de acostarse con quien quisiera. Ella en su
derecho y yo sin derecho a reclamos. Lo que no me esperaba
llegó después. No llevaba viviendo allí con ella ni par de
semanas, cuando dejó caer sobre mí aquella noticia infausta que
recibí como un balonazo en la cara en un partido que yo no
estaba jugando.
–No quiero indisponer justo en este momento, pero quiero
dejar varios puntos claros, antes de poder construir una
convivencia que valga la pena –dejó caer Sofía.
–No entiendo –dije.
–A ver. La verdad, siento que no puedo estar de lleno en una
relación y entorpecer mi propio proceso y de paso entorpecer
el tuyo. Quiero dedicarme de lleno al trabajo para poder
costearme un posgrado, si es posible fuera del país.
–No me habías dicho que querías especializarte.
–No lo vi necesario.
–Para mí todo lo tuyo es necesario, Sofía. Yo te quiero
Qué gran esfuerzo hice, qué carga asumí, para no emanar

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lágrimas frente a ella.
–Y creeme que yo a vos, aunque no de la forma que quisieras
–dijo, fulminándome–. Pero no quiero que te vayás, quiero ser
clara en eso también. Tu compañía me enriquece y tu amistad
la quiero siempre. Entonces te pido, por favor, que te quedés
viviendo acá.
–Necesito dar una vuelta –atajé y me levanté de allí, en busca
de la salida, dejándole con la excusa entre dientes. No podía
permitirme que me viera llorando.
Caminé casi media hora, sin saber dónde dejar mis
pensamientos, sin saber cómo patear fuera de mí lo que sentía.
El hormigueo en mi estómago transmutó en retorcijones; la
confianza se volvió dubitación; el encanto se convirtió en
enfado. Yo lo vi venir, pero guardé silencio; quería lamer tu amargura.
Le aduje las tres de la tarde a la posición del sol, las montañas
que acorralaban a la ciudad se apreciaban con total claridad a la
distancia, compitiendo con el azul de lo más alto. Llegué a la
zona de bares del sector y me introduje en el primero de los
cinco que había. Un baile de luces azules, amarillas y rojas
asesinaba a la oscuridad por momentos y le conferían cierto
dinamismo al lugar. El espacio era reducido, con apenas ocho
mesas metálicas cuadradas dispuestas alrededor y un estante de
licores al fondo, junto a los baños. Sonaba una canción de La
Sonora Ponceña, no recuerdo el nombre. Me acerqué a la barra
y pedí que sonaran Sin Rumbo Alguno del Conjunto Clásico. Pedí

91
que subiesen el volumen, que tronaran las paredes al ritmo de
cueros y bajo, que el estruendo lo sintiesen los bares vecinos y
se consumieran en la envidia de quien no se atreve a tanto.
También pedí un tequila doble, sin sal ni limón. Me senté en
una silla de metal, alta y sin espaldar y apoyé mis brazos y mis
disgustos sobre la barra. Apuré la copa de una sentada,
disfrutando del ardor del licor pasando por mi garganta. Con el
desamparo a mi izquierda y una sed de emborracharme, pedí el
segundo tequila. Fueron tres, cuatro, cinco, diez, trece y hasta
dieciocho. Repetía sus palabras en mi mente, más estridentes
que la voz invasora. ¿Ahora la cosa es contra mí? Siempre lo ha
sido.
–Hay alguien mirándote a dos sillas de distancia.
–¿Cómo sabés eso? –pregunté.
–¿Perdón? –inquirió el bar tender.
–Nada, disculpe –dije.
–Es fácil sentir cuando una mirada requiere nuestra atención.
Giré un poco mi cabeza hacia la derecha y allí estaba un
sujeto de patillas voluminosas, que le conferían más edad de la
que aparentaba el resto de su rostro, cejas gruesas, pómulos
abombados, ojos hundidos, maximizados por sus gafas, y labios
resecos. En su ondulada cabellera de color castaño no había
cana alguna.
–¿Qué quiere? –pregunté.
–Nada, yo solo la miraba –respondió el sujeto.

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–Le agradecería que mirara hacia otro lado.
–Vamos, no se enoje conmigo solo por mirarla –convino–.
Más bien, déjeme presentarme, mi nombre es Fabio. Mucho
gusto.
–Aquí Martina.
–Otro tequila para ella y para mí una cerveza oscura –dijo
Fabio al bar tender.
–Tengo cómo pagarme mis tragos.
–Eso no lo dudo, pero esta es mi forma de ser cortés.
Fabio se interesó en mí, aunque no de una forma carnal, ni
mucho menos sentimental. No sabía, en aquel momento, por
qué yo le despertaba intriga a aquel sujeto.
–Parece usted hambrienta de tranquilidad –comentó Fabio.
–No hay mérito en su deducción.
–Pues yo le tengo solución.
–¿Qué puede usted ofrecerme a mí que lo diferencia de otros
hombres aquí presentes? –confronté.
–Verá usted. Antes era profesor de historia, ahora ejerzo mi
título de psiquiatra. El caso es que conozco un lugar donde las
personas pueden excluirse del mundo, congeniar únicamente
entre ellas y sentirse tranquilas.
–No me interesa.
–¿Qué podés perder?
–A mí me suena a que sí te interesa –dijo Fabio.
–Solo es un bajón momentáneo, nada que no solucionen

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diez tequilas más –repliqué.
–Vea. Aquí está mi número por si cambia de opinión.
Me entregó un trozo de papel donde había garabateado un
número de celular, se levantó de la silla y enfiló hacia la salida.
–Me agradó ese tipo.
–Vos te callás.
–¿Perdón? –dijo el bar tender.
–Nada, que otro tequila, por favor.
Aquella noche llegué a casa tambaleándome, golpeando las
paredes con mis hombros y codos y retrocediendo un paso cada
tres que daba hacia adelante. La habitación de Sofía estaba
cerrada y no se veía luz emergiendo por el resquicio bajo la
puerta. La supuse dormida. Mi rabia había expirado; otra vez la
quería como al principio de aquel día. Había decidido, en medio
de ideas confusas y charlas conmigo misma, que afrontaría la
amistad de Sofía, que, fuese como fuese, empezaría a verla
como una amiga. Ingerí dos pastillas de trazodona y caí
profunda, sin prescindir de la ropa ni deshacer la cama.

Las punzadas al interior del cráneo y el calor sofocante me


sacaron del último sueño. Solo logré recordar el rostro de Sofía
y el de Fabio, juntos en la misma escena; sentí pena por mi
subconsciente.

94
–Buenos días, dormilona. Espero que no me confundás con la resaca.
–¿Ya qué querés vos? –pregunté.
–Quiero de vuelta lo que es mío.
–Perdete de aquí, hija de puta. Ya no te soporto.
–La que está perdiendo es otra, querida.
Me senté y golpeé mis sienes con la yema de los pulgares,
intentando pensar en otra cosa.
–Podés golpear paredes, si querés, pero eso no cambiará nada.
–¡Callate!
–Debilucha, Martina. Sufriendo por nimiedades. Llegó mi turno.
–¡Es tu turno de irte a la mierda, hija de puta! –grité.
Empecé a atacar mi propio rostro con mis uñas afiladas; a
arañar mis pómulos y mejillas hasta ver sangre en mis dedos.
Rayones ardientes en todas las direcciones, trazando equis y
cruces alrededor de mi cara. Tus músculos contraídos ralentizan tus
movimientos desesperados. Tu cara arde, el escozor te quema como si
tuviesen los pómulos en carne viva. Tus ojos se ahogan en sangre. Miles de
pequeñas grietas rojas otorgan un fondo escarlata flanqueando el iris, el cual
se agita. Tus pupilas se dilatan y contraen cada segundo, haciéndote ver la
oscuridad más intensa y la luz más cegadora. Todo se empieza a tornar
difuso, borroso. Una bruma efímera parece reclamar tu sensatez.
–A mí no es a quien herís, ilusa.
–¡Que te callés!
Tomé mi cabello con ambas manos, intentando arrancarlo
de raíz, pero no contaba con la fuerza para lograr el cometido.

95
La jaqueca se intensificaba y las gotas emergían solas de mis
lagrimales. No sentía las piernas, miraba mis tobillos, intentando
mover los pies, tal vez por telekinesis, pero me fue imposible.
Sin control sobre mis manos, estas se retiraron de mi cabello y
se aferraron a mi garganta, apretando, taponando el paso del
aire y la sangre. Sientes perder el conocimiento de a poco. La presión en
tu cabeza, especialmente en la frente. Tus venas se brotan a punto de
explotar y causar una hemorragia interna.
–Si te querés morir, matate de una vez, miedosa.
Zafé mis manos de mi cuello y las retuve, temblorosas, frente
a mi rostro.
–Conmigo no podés.
–Eso te digo yo.
Sofía entró a empujones, haciendo ceder el picaporte. Me
rodeó con sus brazos, sosteniendo mi cabeza contra su pecho.
Yo lloraba sin descanso.
–Decile que se vaya, que esto no le incumbe.
–Con ella no te metás.
Sofía no decía nada, solo me sostenía allí, palmeándome la
espalda, intentando regalarme calma.
–Que esto es entre nosotras, que ella puede evaporarse si así lo desea.
–¡Silencio! ¡Silencio! ¡Silencio!
Sofía me apretaba más fuerte y yo sin lograr ver su rostro.
La imaginé pálida, demacrada y consumida por el pánico, no
sabiendo qué hacer conmigo.

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–Hay alguien que no te quiere, Sofía, pero yo sí te quiero y
no poco.
Ella no respondió.
–Ella no te quiere, estúpida. Solo quería ahuyentar a la soledad, solo
quería dejar de sentirse abandonada en un apartamento para dos y vos
fuiste la víctima perfecta.
–¡Embustera!
–Dejala. Solo te quita energía, solo te consume y no retribuye tus
esfuerzos.
Un hormigueo se extendió desde la pelvis hasta mis pies y
logré moverlos. Retiré los brazos de Sofía de mí y la empujé
fuera de la cama. Cayó de espaldas contra el armario,
golpeándose la cabeza, quedando inconsciente al instante.
Tomé un morral que yacía debajo de la cama, empaqué lo que
pude y salí corriendo de allí. Temí por el bienestar de Sofía, temí
que despertase odiándome. Una vez fuera, fui en busca de un
teléfono público, ya que había dejado el celular nuevo en el
apartamento. Extraje de un bolsillo trasero el trozo de papel y
marqué el número de Fabio antes de que la voz volviese a
manifestarse. Le di las coordenadas, colgué y esperé.
En menos de media hora, vi llegar una camioneta negra de
vidrios polarizados que aparcó frente a mí. Bajó la ventanilla del
copiloto. Era él. Me indicó que subiese y yo hice caso, sin saber
por qué. Me introduje en aquel vehículo desconociendo mi
rumbo, desconociendo el rumbo de Sofía.

97
3

Después de recorrer tres horas hasta un pueblo que parecía


aislado de la civilización y retenido en el tiempo, donde no vi ni
una persona menor de 50 años, donde los lugareños que alcancé
a avistar se desplazaban lentamente, harapientos y malolientes,
como si el afán fuese ajeno a sus vidas, como si temiesen morir
antes de lo esperado, como si así dilataran la distancia entre ellos
y el único final seguro, Fabio enfiló por un camino pedregoso e
inhóspito que conducía hacia un frondoso bosque, que parecía
un mundo nuevo.
–De aquí son otras seis horas hasta El Recinto –comentó
Fabio.
–¿Qué es El Recinto? –inquirí.
–Su nuevo hogar.
Me abstuve de responder. Me miré al espejo de la puerta y
no tenía marca alguna en mi rostro, tampoco me ardía, estaba
intacto, carente de raspones y caricias, de lágrimas y de
expresión alguna de gozo. Opté por dormir el resto del camino
para librarme del dolor de cabeza y de la escena en cámara lenta
de Sofía cayendo de espaldas, que se rebobinaba una y otra vez
en mi mente. Pensé en que si la volví a ver, me excusaría con
argucias y falacias, inventando desgracias y le daría las gracias.
Disolvencia.

98
4

Fabio me despertó sujetándome del hombro y zarandeándome


fuertemente. Abrí los ojos y me topé de frente con la enorme
edificación, que se extendía más allá de lo que alcanzaba mi
óptica. No sabía qué hora era ni quise preguntar, pero aún había
buena cantidad de luz. Me apeé para visualizar mejor el lugar.
Las paredes tenían un tono verde claro que tendía demasiado al
blanco, los marcos de las únicas dos ventanas que había en la
entrada principal era de madera oscura, finamente lijada y había
azucenas, cláveles y girasoles sembrados por doquier,
confiriéndole al sitio una cariz calma y pacífica, una fachada al
fin y al cabo. ¿Qué? ¿No te gustó? Sí, llamativo, para qué decir que
no. Ascendimos los escalones de piedra e ingresamos por una
puerta de madera extremadamente gruesa, imposible de romper
a mano limpia. El olor a eucalipto se tomaba el lugar,
percibiendo tanto desde afuera como desde adentro.
–Esta es la sala de espera. Aquí tenemos la recepción y por
aquella puerta se ingresa a la sala de visitas, más adentro están
las habitaciones –explicó Fabio.
En la recepción había un tipo de aspecto famélico,
demasiado raquítico, ojeroso y pálido, su piel colgaba de los
huesos de su rostro y su pelo era más blanco que negro. Vestía
un delantal abotonado totalmente y un pantalón de poliéster,

99
ambos grises.
–Este es Lucrecio –indicó Fabio– uno de los enfermeros.
–Mucho gusto, yo soy Martina –dije.
–Bienvenida, señorita Martina. Espero que todo sea de su
agrado. ¿Piensa quedarse mucho tiempo?
–Aún no lo ha decidido –atajó Fabio.
–Si no le molesta, quiero ver primero el lugar.
Una sensación escabrosa y un temor indescifrable me
invitaban a salir corriendo, pero algo más, que no supe
identificar, me dijo que allí estaría mejor, que no tendría que
lidiar con obligaciones, horarios y decepciones. Allí había un
mundo totalmente nuevo para mí. Lejos de todo. Lejísimos de
todo, y de todos. Fabio me señaló la gran puerta metálica que
conducía a la sala de visitas. Avancé hasta allí y esperé a que
Lucrecio abriera.
–Hasta aquí llego yo –dijo Fabio–. Queda usted en buenas
manos.
“En buenas manos” me sonó a conminación. Siempre con
insulsas ocurrencias en momentos así.
–¿Adónde va? –pregunté.
–Debo volver a la ciudad, pero en un par de días estaré por
aquí, haciéndole la visita.
–¿Y si requiero irme?
–Dejalo que se vaya, no nos soporta.
–Le aseguro a usted que se adecuará perfectamente. De

100
cualquier forma, usted puede irse cuando así lo precise, solo
tiene que dejárnoslo saber –aseguró Fabio–. Lucrecio le dará un
recorrido por todas las instalaciones y cuando se decida usted,
firmará la documentación pertinente.
–Como usted diga –concluí.
Lo vi marcharse, sin más. Escuché el motor de la camioneta
encendiéndose y no supe más de Fabio por ese día.
–Sígame, por favor –indicó Lucrecio.
–Algo me dice que aquí estaremos mejor.
–Algo me dice que vos no deberías decir nada.
–¿Dijo algo? –preguntó Lucrecio.
–Estaba elogiando la amplitud de esta sala.
La luz blanca que se esparcía por toda la estancia era
cegadora; resultaba difícil acostumbrar los ojos a ella, había que
esperar la contracción de las pupilas para ver con total
normalidad. Había mesas plásticas por doquier, con una silla
frente a la otra. Intuí que solo se le permitía hacer visita a una
persona por vez. Ninguna ventana. Solo una puerta –igual de
gigantesca a la que estaba a mi espalda– al otro extremo de la
sala.
–Por aquí –dijo Lucrecio.
Lo vi sacar un manojo de apenas cuatro llaves, introducir
una en la cerradura y abrir, empujando con cierta dificultad, la
gran puerta. Al asomarme me enfrenté con un largo pasillo,
cuyo final era imposible de avistar. La oscuridad reina del lugar

101
solo perdía su dominio cada ocho metros, más o menos, que
había entre las lámparas colgantes que emitían una luz lánguida.
Al lado y lado, un montón de puertas, también de metal
herrumbroso pero de menor tamaño, me rodeaban, escoltaban
mi andar. Las paredes perecían en humedad y abandono.
Escuché risas estruendosas, escuché llantos abrumadores,
escuché festejos exaltados y escuché monólogos elocuentes.
–Uno de los pasillos de habitaciones –comentó Lucrecio.
–¿Viven en estas condiciones? –pregunté.
–Y mejor de lo que usted se imagina. La atención es
personalizada y los enfermeros son serviciales.
Andamos y andamos por aquel pasillo, que parecía carecer
de final, hasta que dimos con otro enorme portón. Lucrecio
repitió la acción del manojo. Esta vez le ayudé a que la puerta
nos diera paso. Me sentí en otro lugar, era una especie de patio
de verdosa vastedad limitado por cuatro corredores techados y
portones en cada esquina, apenas un par de árboles deshojados,
los cuales no pude identificar, y cientos de arbustos: adelfas,
brezos, fatsias y magnolias. Una fuente deshidratada y desértica
se erguía en la mitad del lugar. Senderos de cemento
serpenteaban de un rincón al otro, cruzando por el pasto y
esquivando la fuente. Muchas mesas y sillas plásticas dispuestas
por doquier.
–A esta hora no hay nadie, pero es aquí donde toman el sol
y se divierten conversando o enfrentándose en juegos de mesa.

102
–Lindo lugar –mentí.
Lo único que me gustaba de allí era la vegetación, el resto
me producía escalofríos, corrientes en mi espalda que
intentaban hacerme retorcer, pero que yo encubría muy bien.
No vi mejor lugar en la ciudad. Sesgada, con deliriosos de
omnipresencia. ¿Y no es verdad? No.
Me aventuré a recluirme allí un par de semanas.
–¿Dónde firmo? –pregunté sin entusiasmo.
–Acompáñeme de vuelta a la recepción –dijo Lucrecio.
Firmé una cantidad de documentos, leyendo por encima. En
un clausula alcancé a leer sobre mi decisión de irme en cuanto
me sintiera en condiciones de volver a la vida normal, solo debía
objetar mi confinamiento y expresar mi deseo de salir. Ignoré el
resto de palabrería. Puse mi huella al final de cada hoja y se la
entregué a Lucrecio.
–Deme un segundo, voy a llamar a la enfermera líder para
que la ubique –dijo él.
–Adelante.
Me senté en una de las bancas y lo vi tomar el teléfono,
marcar un solo botón y después gesticular. Al pasar de los
minutos, una señora de cara abultada, piel trigueña y cuerpo
voluminoso, con el pelo gris atado en forma de bollo sobre su
cabeza y vistiendo el mismo remedo de uniforme que llevaba
puesto Lucrecio, pero cinco veces más grande, entró desde el
pasillo, dando pasos torpes, sacudiendo la piel de sus antebrazos

103
al moverse.
–Tú debes de ser Martina –dijo la enorme mujer.
–Así es.
–Mucho gusto, mi nombre es Astrid y estaré pendiente de lo
que requieras.
–Gracias –dije.
La seguí hasta la que sería mi nueva habitación. Es menester
confesar que me arrepentí al momento de ver aquella robusta
mujer entrar llegar a la sala, pero no quise dar un paso al
costado.
–Limitate a seguirla.
–Eso hago –susurré.
Mi habitación era de unos cuatro por cuatro metros. Había
una cama con un colchón podrido, férreo y más rígido de lo a
que mi espalda acostumbraba. Una sábana arrugada se había
arrinconado y la funda de la almohada lucía limpia, aún olía a
lavanda. Contaba con un baño maloliente, oculto tras una
cortina harapienta, rota y curtida, con apenas el espacio para un
retrete y la ducha, sin lavamanos.
–Solo las mujeres tienen baño dentro de su habitación en El
Recinto –comentó Astrid.
–Agradezco la información –dije.
–La dejo para que se adecúe al espacio –dijo Astrid–. Debo
cerrar con llave, pero en unos minutos traeré algo para que
descanse usted como nunca, ya que, supongo, a eso vino.

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–Se lo agradecería bastante.
–No tardo –concluyó.
Me senté en el borde de la cama y ubiqué mi morral debajo
de esta. Solo había allí dos fuentes de luz: la lámpara colgante
del corredor que se filtraba por un resquicio en la puerta, que
simulaba una pequeña ventana, con apenas el espacio para
asomar la mirada, y una ventana ubicada en lo más alto, allí
donde yo no podría llegar ni saltando desde la cama. No había
bombillos, cables ni interruptores, ni siquiera en el baño; tendría
que cagar a oscuras. Me pregunté qué carajos iba a hacer durante
la noche y pensé en pedir un par de libros, acomodarme cerca
de la puerta y leer amparada por la débil luz intrusa. Un rato
después, no supe exactamente cuánto –allí no se podía tener
acceso a celulares ni siquiera a teléfonos fijos; nada que nos
conectara con el exterior–, llegó Astrid sosteniendo una bandeja
plástica, sobre la cual había un vaso de agua y un par de píldoras.
El nuevo mundo de quienes renunciaban a la cordura
internándose allí se reducía a la habitación, el corredor y el patio,
al cual ellos llamaban “el jardín”. Una existencia limitada por los
muros de aquel lúgubre espacio. ¿Y no era lo que buscabas, después
de todo?.
–Esto te ayudará a dormir por varias horas y al despertar te
sentirás otra persona –comentó Astrid.
Tomé ambas píldoras y las ingerí, luego pasé con un sorbo
de agua. Más tarde entró Lucrecio sosteniendo una ropa mal

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doblada; era lo que debía vestir yo como paciente. Sí, ya me
llamaban “paciente”. Era una camisilla blanca con parches
amarillos, como manchas de sudor –el sostén era opcional y
debía ser mío–, una sudadera gris de algodón y unas pantuflas
deshilachadas. Allí el calor abrasador y, según me dijo Fabio
mientras conducía, nunca el frío se asomaba por esas tierras y la
lluvia era menos que inconstante. Ambos salieron sin
despedirse. Mi vista empezó a nublarse y una sensación
narcótica tomó el control de mi mente. Poco después no
soporté el sopor y sucumbí al sueño.

Luego de aquel primer día fui toda circunspección. Estaba


sumida en un letargo prolongado y hastiador. Mis recuerdos
eran cortas imágenes fugaces, como planos de un videoclip, y
no sé si eran recreados o en verdad había visto tales cosas. Me
sacaban del cuarto en una silla de ruedas al jardín, mis piernas
habían renunciado a su autonomía y dimitieron caminar. Yo
hablaba muy poco, un par de monosílabos se escapaban de mi
boca, pero tenía la sensación de que nadie me escuchaba, quizá
preferían ignorarme. A veces veía a Fabio sentado frente a mí
en la sala de visitantes y a veces lo avistaba disfrazado de
paciente en el jardín. Me pareció, en alguna ocasión, verlo
jugando ajedrez con un joven, que se me antojó de mi edad, con

106
el cual congeniaba excepcionalmente. A mis 27 años, la edad
que le atribuí al aspecto de aquel joven, los derroteros de mi
vida habían desembocado en aquel punto sin fuga. Reconocí a
un par de hombres de altura considerable y excesivamente
corpulentos, pálidos como yo o cualquier enfermero, a
excepción de Astrid, quien parecía ser la única que recibía sol
con frecuencia. Había visto a aquel par de guardias agigantados
en algunas de las entradas, aunque no el día que llegué. Creo que
les dieron el día libre a fin de que no se toparan conmigo.
Después me veía otra vez en mi habitación, detestable recoveco,
acostada, mirando hacia el techo, la mente nublada, la
imaginación apagada y la voz por ninguna parte. Advertía
jeringas depositando un líquido transparente en las venas de mi
brazo a través de una aguja. Escuchaba carcajadas airosas y
gritos guturales. En algunas ocasiones veía entrar a la infausta y
voluminosa enfermera y en otras veía al desvalido y escuálido
Lucrecio. Por tiempos, tenía pocos minutos de una extraña
lucidez y sentía la necesidad de escapar de allí antes de volver a
convertirme en autómata. Recuerdo haber intentado seducir a
Lucrecio en más de una ocasión, extrayéndome la blusa delante
de él, dejando que contemplase mi torso desnudo, pero él se
mostraba apático. La verdad es que parecía un hombre bueno.
Decía que podía resistirse a mis encantos, alegando ser fiel a su
difunta mujer. También le atribuí su falta de interés a cómo
imaginé mi estado físico; supuse que mis costillas se habían

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realzado y mis senos, deshidratados, habían perdido firmeza. De
mi rostro, ni hablar; lo presentí diluido, marchito, falto de
lozanía. Intuí mis párpados caídos, restándole vitalidad a mi
mirada y pensé en mis pupilas totalmente dilatadas, como el
tiempo que transcurría dentro del Recinto.

Estaba un poco ida, pero era consciente de algunas cosas,


cuando llegó Astrid con la silla de ruedas para llevarme al jardín.
Me ubicó en un lugar donde uno de los árboles desmembrados
me proporcionaba retazos de sombra. Una señora sentada
también en silla de ruedas, de pelo totalmente blanco y arrugas
surcando el total de su cara me saludaba agitando su mano.
Retroalimenté aquel ademán, pero ella no hacía otra cosa
diferente a aquella acción, entonces supe que no era a mí a quien
miraba, sino a alguien de su pasado, atrapada en lo que alguna
vez fue su juventud. Un enfermero, quien se presentó como
Horacio, se acercó a mí con aquella bandeja de plástico y la puso
sobre una mesa contigua a mí. Dejó sobre esta el par de píldoras
al lado del vaso de agua. Mi mente se iluminó por espacio de
dos segundos y la idea llegó a mí sin pedir permiso. Miré a mi
alrededor con disimulo actoral, verificando que ninguno de los
enfermeros o de los enormes sujetos que vigilaban la entrada
estuviese observándome. Fingí tomar el par de pastillas y
pasarlas con agua, pero las dejé sujetas a la palma de mi mano.
Moviéndome lo más rápido que pude, llevé ambas píldoras al

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único bolsillo de la sudadera y, antes de que llegaran por mí,
fingí ausentarme de la realidad. Fui llevada de nuevo a la
habitación por Astrid. Allí, me asió del torso, me levantó de la
silla, sin problema ni reclamación, y me tendió sobre la cama.
Tomó la sábana, la sacudió y me arropó sin dilección. Aquella
mujer de exorbitantes proporciones me producía una mezcla de
repulsión e inquina. Sospechaba de su tuteo a los recién
llegados, porque después de que ratificaban su condición de
internos, esa pérfida corruptora hablaba siempre de usted y
recurría a un tono despectivo. Recordé sus escasos modales en
momentos de insensatez; no estaba yo tan lejos de mí misma
después de todo. A pesar de los miles de planes que formulé en
un corto rato, logré conciliar el sueño.

La sensación de resequedad en mi lengua me hizo abrir los ojos,


consciente de que no había mucho que yo pudiera hacer; solo
esperar y esperar.
–Buenos días, debilucha y despreciable Martina.
–Te estaba esperando.
–¿Qué?
–Aunque no lo creás, me complace escucharte esta vez.
–No intentés jugar conmigo.
–No lo hago.

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Al escuchar la voz supe que estaba plenamente consciente y
que el efecto de los sedantes había dejado de funcionar desde
antes de ocultar las dos píldoras. Ahora podía estar en plenas
condiciones, aunque yo no era rival para Astrid ni para los
mastodontes que custodiaban cada entrada y salida. ¿Así que de
eso se trataba? Y vos creés saberlo todo. No puedo creerlo. Pero…
Ya, ya. La soberbia es contraproducente, querida. Escuché que
alguien se acercaba y fingí estar dormitando. Oí el sonido de la
puerta abriéndose y unos pasos se acercaron. Entreabrí los ojos
y advertí el rostro de Horacio, su cara coloreada por manchas
rojizas y paños debido a la resequedad, su alopecia crónica y su
halitosis penetrante. El uniforme le colgaba. ¿Qué no tenían
tiempo de ejercitarse como los guardias? Llevaba en la bandeja
un recipiente contenido por una sustancia transparente, una
jeringa y su respectiva aguja. Antes de que él tomara mi brazo,
yo tomé el suyo. Se estremeció ante mi inesperada reacción.
–No vaya a gritar, hombre –convine.
–Me asustó, señorita.
–Tranquilo. Cierre la puerta, por favor.
–Me temo que no puedo –se excusó.
–¿No? ¿Ni para quedar a solas conmigo?
–Estaría en muchos problemas.
No sé si fingía ser estúpido o en realidad era alelado.
Prescindí de la blusa y le tomé ambas manos para acercárselas a
mis senos. Dejé que los masajeara, guiado por mis dedos, y

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luego lo invité a besarlos. El sujeto se consumía en placer, estaba
idiotizado, era como títere y yo tenía las riendas. Le sujeté la
cabeza, alejándolo un poco de mí.
–Ahora quiero que me contés qué debo hacer para salir de
aquí.
–Eso no es posible.
–Entonces contame cómo funciona este lugar, sin
omisiones, por favor –imploré, suavizando mi voz lo que más
pude.
Horacio guardó silencio, sin despegar su mirada de la mía.
–Hacelo hablar.
–Pues, si me cuenta, podríamos intercambiar favores y
amenizar nuestra estadía aquí. Ya usted verá.
Me sentí hablando como una meretriz. La repugnancia
contaminó mi ego. Me dije a mí misma que no había de otra;
debía seguir actuando.
–¿Qué no le suena la idea? –insistí–. No tiene nada que
perder y un poco por ganar. Su vida aquí es apenas mejor que
la de nosotros, los pacientes. Déjese de complejos y temores y
hable de una vez.
–Verá –relató Horacio–. El señor Fabio es quien maneja los
hilos aquí y él mismo se encarga de buscar personas
desesperadas o fuera de sus cabales y traerlas hasta El Recinto,
donde las recluye y las vuelve como zombis, las desprovee de
su criterio y hasta les concede la muerte si no aguantan más y

111
firman un consentimiento. Entonces procede a inyectarles una
sustancia neurotóxica de un tono verde, la cual paraliza su
sistema nervioso en cosa de segundos, sus órganos dejan de
funcionar y se van yendo al sueño sin retorno; es la única forma
que conozco para salir de aquí. El vacío se albergó en mi pecho,
entre los pulmones. Mis rodillas tiritaban bajo la manta.
–Imposible. Tiene que haber otra forma.
–Pero en los documentos hay una cláusula que permite
renunciar a ser paciente y retornar a la vida fuera del Recinto –
repliqué, intentando controlar el desasosiego que había tomado
de rehén.
–Así es, pero son cuestiones legales. Nadie está aquí en
condiciones de ejercer ese derecho.
–Y ustedes, los enfermeros, ¿también están bajo su control?
–Nos paga demasiado bien por trabajar y mantener el
secreto dentro de estas paredes, aunque sospecho que algunos
como Astrid son cómplices por puro gusto.
–Ya veo. A ver, creo que usted necesita desfogarse un poco
y tiene pinta de no haber estado con una mujer en décadas, así
que le propongo algo. Si puede usted conseguirme un teléfono
móvil para yo hacer una corta llamada, indicándole a mis padres
que estoy en perfecto estado. Ya que no hay forma de huir,
quiero darles ese consuelo.
–No lo sé –musitó Horacio.
–Si lo hace, me tendrá a su disposición por el tiempo que le

112
sea posible, pero usted se encarga de los pormenores, como el
lugar y el momento.
–Al carajo, delo por hecho –dijo Horacio con notoria
convicción–. Pero tendrá que darme un par de días para
inventarme la excusa perfecta para que me presten alguno de
los celulares.
–Lo dejo en sus manos.
Me besó y, aunque sentí repulsión, no aparté mi cara.
–Hasta entonces –concluí.

Pasaron tres o cuatro días, yo seguía teniendo éxito al fingir


tomarme las píldoras y Horacio no me administraba aquella
sustancia que enviaba a la mente de paseo en cuestión de
segundos vía intravenosa, por obvias razones. Yo solo tenía que
conservarme serena y apostar por mi única ficha. Confieso que no
quise detenerte. No había quién me detuviera. La puerta se abrió y
gran parte de la habitación se iluminó de golpe. No me atreví a
mover la cabeza, temiendo que descubrieran mi aturdimiento
postizo. La horrorosa voz de Horacio me llegó al oído a forma
de licencia:
–Puede voltear a mirarme, no hay nadie más conmigo.
–Me alegra que sea usted, ya estoy cansada de actuar como
muerta en vida.

113
–Me temo que tendrá que mantener el alto nivel de actuación
–sentenció Horacio–, pues aún no me han facilitado el celular,
pero no creo que tarde un par de días más.
–¿Sabe la eternidad que son dos días aquí estando en plena
sobriedad?
–Lo sé perfectamente.
–Al menos tiene usted más comodidades –repliqué.
–Y también un poco más de vigilancia durante el día.
Horacio vertió la sustancia de la jeringa en el suelo bajo mi
cama. Sentí una mezcla de compasión, agradecimiento y
repugnancia. Su olor corporal azotaba mis fosas nasales y su
bata inundada en sudor rozaba los dedos de pies, generándome
una revoltura estomacal, que debía disimular. O él no
sospechaba que su cuerpo no me transmitía más que un
profundo asco o sabía que yo estaba dispuesta a cualquier cosa
con tal de realizar esa llamada. Horacio me desveló las
circunstancias que lo condujeron hasta este momento; frente a
una mujer que le ve sin deseo pero espera algo de él. La cosa es
que él visitaba diariamente a su madre en un hogar geriátrico
antes de ser empleado del Recinto. Ella, allí, tenía una
habitación individual con todas las comodidades y facilidades,
pero de las cuales no hacía ningún uso: televisor plasma de 32
pulgadas, aire acondicionado, siempre apagado, timbre para
llamar a las enfermeras y una nevera personal cargada de
bebidas hidratantes y jugos naturales. Horacio llegaba a la

114
habitación a eso de las 8 a.m. cada mañana y le servía una taza
café con leche a su madre. Ella se limitaba a beber el café a
sorbos y a mirar a Horacio con extrañeza. Así pasaban horas,
uno frente al otro, sin mediar palabra, hasta que llegaba la hora
del almuerzo y él debía salir de allí para que las enfermeras la
atendieran a sus anchas, sin las interrupciones de la única
persona que se tomaba el tiempo de ir a verla al hogar. A veces,
Horacio no soportaba y se levantaba del pequeño mueble que
había en la habitación para dirigirse a la salida, antes de que
llegasen las enfermeras, pero su madre lo detenía diciéndole
que, aunque no tenía idea de quién era él, no sabía por qué él la
colmaba de una tranquilidad y una sensación de familiaridad que
le reconfortaban. Horacio volvía derrotado al mueble y se
quedaba allí, viendo a su madre extinguirse poco a poco sin
memorias al alcance de sus pensamientos más inmediatos. Él
creía que en algún lugar de su mente estaban encajonados todos
aquellos recuerdos que había intentado devorar la enfermedad.
Ya entonces Horacio era un psiquiatra de mediana edad y de
mediocres capacidades, subsistía gracias a la pensión de su
madre y a empleos ocasionales que en nada se relacionaban con
sus estudios. Justo antes de ella morir, Fabio se presentó en la
habitación y le plantó en sus ideas una oferta que no había
forma de rechazar. La única condición era esperar que la madre
falleciera, lo cual ocurrió un par de semanas después. Aquella
señora murió sin volverse a referir a él como su hijo.

115
Para ocultar las delatoras lágrimas de su debilidad, se retiró
sin despedirse.
–Aquí estaré esperando –dije.
Volteó, me sonrió con malicia, exhibiendo sus dientes
amarillentos y cerró la puerta.
–Horacio, ¿cómo van las cosas? –me llegó la voz de Fabio
desde el pasillo.
Sentí el impulso de levantarme y pegar mi oreja a la puerta,
pero peligraba mi plan si notaban que yo estaba en plenas
condiciones de moverme fuera del lecho. Agudicé mi oído, al
punto de escuchar plenamente los latidos de mi corazón
acelerado.
–¿Cómo ha evolucionado la paciente Martina? –preguntó
Fabio.
–Todo muy bien. La sustancia la ha mantenido a raya y casi
parece estar dormida cuando tiene los ojos abiertos –respondió
Horacio con total normalidad.
–Me alegra saberlo –aseguró Fabio–. ¿Será posible que me
abra para verla?
–Faltaba más –respondió Horacio.
Pensé, por un momento, que Horacio me delataría y entre
los dos conseguirían inmovilizarme y adentrarme nuevamente
en aquel estado de perplejidad perpetua. El sonido de la
cerradura me alteró la serenidad. El chirrido de la puerta
abriéndose hacia el interior me recordó no salirme del papel. La

116
luz infiltrada en donde no le habían solicitado. Los pasos lentos;
eran de una sola persona. Intuí que Horacio permanecía en el
umbral. Yo planté mi mirada fijada hacia el techo.
–Buenas noches, Martina. ¿Me reconoce? –preguntó Fabio.
Moví lentamente mis ojos hasta ponerlos en él.
–Agua –balbuceé.
–Solo quería ver si se encontraba bien. Le diré a Horacio que
le traiga agua –aseguró Fabio–. ¿No se estará orinando en la
cama? –preguntó después en voz alta.
–Claro que no –respondió Horacio–. Casi siempre Astrid y
yo le ayudamos a ir hasta el baño. Nunca hemos encontrado la
cama mojada.
Maldije mentalmente por no poder decirle gracias a Horacio
en ese momento.
–Perfecto. Que siga así. Han hecho un buen trabajo. Tendré
que darles un par de días libres a ambos y doblarle la jornada al
vago de Lucrecio.
–Gracias, señor Fabio –dijo Horacio.
Vi a Fabio dirigirse a la puerta. Ganas no me faltaron de
levantarme de allí, destruirle un par de dientes de un puño
directo a la boca y escupirle en un ojo finalmente. Era mejor
dejarlo ir ileso. Fabio se detuvo y volvió a mirarme. Maldije una
vez más, pensando que perdería el trecho ya recorrido. Se
acercó lentamente y posó sus dedos en mi cuello. Quise
morderlo y arrancarle una falange.

117
–La paciente tiene la frecuencia cardíaca elevada –comentó
Fabio.
Empuñé mi mano derecha, que yacía bajo la sábana,
preparada para atacar en caso de que Fabio se le ocurriese llamar
a Astrid o a alguno de los fornidos guardianes a fin de
amordazarme e inmovilizarme.
–Habrá que aumentar su dosis –dijo después.
Relajé mis dedos y volví a apuntar mi mirada hacia el techo,
evitando parpadear por varios segundos. Sentí mis ojos
resecarse. Fabio volvió hacia la puerta, salió y cerró. Le indicó a
Horacio que le siguiese para determinar la cantidad de píldoras
que yo debía seguir consumiendo de ahí en adelante. La
oscuridad dominó la mayoría del espacio e intenté dejarme ir,
pero fue inútil, así que me pasé la noche recordando mis días de
colegio, mis lecturas predilectas y aquellas películas que vi más
de una vez, realizando siempre nuevos hallazgos en cuanto a las
narrativas, los encuadres y los diferentes personajes. Un siseo
familiar me arrebató el distanciamiento de la realidad. Levanté
levemente mi cabeza hacia el rincón de la habitación contiguo
al baño. La escasa luz dibujaba la figura de aquel chico
pulcramente vestido con su camisa azul, el cual no había
envejecido un solo día, sentado recostando su espalda a la pared.
El chico de la iglesia, y de mi habitación, mientras sonreía,
señalaba hacia la ventana. Levanté mi mano izquierda, la
empuñé y levanté el pulgar como gesto afirmativo. Mensaje

118
captado. El chico recogió sus rodillas hacia su pecho y las
abrazó con ambos brazos, mirando hacia el suelo. Yo cerré los
ojos y volví a recluirme en mi mente.

Un par de días después, ya tenía yo una colección de decenas de


píldoras en mi morral, ya que temía despedirlas por el retrete y
que este se atascase, inundando el cuarto, dejándome en
evidencia. Horacio llegó por mí en la noche, me sacó de la
habitación, cerró la puerta con prolijidad, sin emitir el menor
ruido, y me condujo hasta el jardín. De ahí fuimos hacia otra
puerta que conducía a un pasillo mejor iluminado que el de las
habitaciones para pacientes. Una luz incandescente le
dispensaba un color anaranjado a lugar, gracias a la cantidad de
lámparas colgantes y bombillas en las paredes. Allí las
habitaciones contaban con puertas de madera y las paredes
estaban pintadas del tono verde que se aprecia desde el exterior.
Introdujo la llave en la cerradura del que, supuse, era su cuarto.
Nos metimos allí en silencio, le dije que no cerrara totalmente
la puerta para poder escabullirnos silenciosos de vuelta a mi
habitación. Lo invité a desnudarse en la oscuridad, no sin antes
verificar que llevaba el celular consigo y que este tenía señal. Me
lo arrebató y lo guardó nuevamente en un bolsillo del pantalón.
Me alegró que la oscuridad me privase de ver aquella figura

119
birria y nauseabunda. Llevó sus manos a mi cintura y me acercó
a él. Sentí la fetidez de su aliento en mi frente.
–Con calma, hombre, que hay tiempo.
–No hay mucho que digamos.
Gané un par de pasos hacia atrás. Puse mis manos sobre sus
hombros y actué.
–¡Ahora o nunca!
Mi rodilla golpeó sus güevas; sentí sus testículos traquear al
recibir el impacto de la rótula. Se desvaneció al instante, sin aire
ni tesón. Extraje el celular del bolsillo, salí de allí caminando
rápidamente sobre las puntas de mis pies y me dirigí al jardín.
Eché un vistazo alrededor a fin de verificar que no hubiese
miradas furtivas persiguiéndome en la bruma. Busqué un rincón
donde me cobijara la oscuridad y no pudiese ser percibida a
simple vista. Marqué el número de Sofía, rogando en voz baja
para que contestase. Buzón de mensajes, quise gritar “¡vida
hijueputa!”, pero me detuve en la última milésima. Aquel
hombre estaba más maltrecho de lo que yo pensaba, porque no
escuché que nadie viniese en mi búsqueda. Marqué nuevamente.
Al repicar tres veces, oí la voz de Sofía, adormecida:
–¿Aló?
–¿Sofía? Soy yo, Martina –musité.
–¿Ahora qué querés?
–Escuchá, por favor. No vas a colgar. Estoy en un problema
grande.

120
–Nada raro en vos.
–Es peor de lo que imaginás. Aquella mañana, llamé a un
hombre que conocí la noche anterior, pero no pensés mal. El
tipo decía ser psiquiatra y aseguraba poder ayudarme. El caso es
que me trajo a un lugar donde me mantienen drogada, aunque
no abusan de mí, por si eso te tranquiliza. La cosa es que
averigüé que no hay forma de salir de aquí sino es por
intermedio de alguien de afuera.
Escuché el sonido de una alarma retumbando por todo El
Recinto, como si el lugar fuese una prisión y hubiese en alguien
en son de fuga. Después se alzó la voz del hombre alertando a
otros enfermeros y a los guardianes. “¡La paciente Martina está
intentando huir!”, gritaba una y otra vez.
–Te voy a enviar la ubicación –concluí y colgué.
Supuse que ella se había percatado del escándalo y, así, de
que yo no estaba inventándome nada. Intenté recordar cómo se
hacía para enviar la ubicación por medio de un chat. Primero,
agregué el contacto de Martina. Un leve trote desacompasado
se escuchaba aproximándose desde los pasillos. Escuché voces
y pasos que se acercaban aún más. Abrí la aplicación de chat
esperanzada en que la opción de ubicación estuviese a simple
vista. Había decenas de opciones diferentes desplegadas en un
menú; ninguna era la que buscaba. Pensé que quizá aquel móvil
funcionaba totalmente diferente al que me había obsequiado
Sofía. El brillo del celular delató mi ubicación en un rincón del

121
jardín.
–Allí está, ¡agárrenla! –dijo, con severidad, la voz grave de
Astrid.
Los dedos trémulos y sudorosos se me resbalaban en la
pantalla. La ceguera nocturna no me dejaba advertir a qué
distancia estaban de mí. El rose por pasto y los pasos sobre el
cemento cada vez me acorralaban más. Volteé el celular,
iluminando hacia el frente y vi el rostro de uno de los
mastodontes a pocos metros, frunciendo las cejas y
liquidándome con su mirada. Esquivé sus brazos torpes y
aceleré el paso por el corredor techado contiguo a mí. Me
escabullí entre dos enfermeros que, supuse, no habían
despertado por completo; su reacción fue lenta y torpe. La
adrenalina me otorgaba el don de ralentizar el tiempo. Me
detuve un par de segundos y seguí tratando con el menú de
opciones. Por fin encontré la opción. Continué corriendo. Miré
rápidamente el celular a la vez que aumentaba la velocidad al
correr, y logré enviar la ubicación, presionando sobre la pantalla.
Astrid se posó frente a mí, expandiendo sus brazos y su cuerpo
para apresarme con facilidad. Me detuve de tajo, evité sus
brazos que intentaron rodearme, di media vuelta y corrí rauda
hacia el centro del jardín. Vi aparecer a Horacio corriendo hacia
a mí, tomándose el abdomen cerca del diafragma. Cuando
estaba a un par de metros, me barrí por el césped, apuntando
las plantas de mis pies hacia adelante y conectando ambos

122
contra su pantorrilla, haciéndolo caer, rugir y retorcerse de
dolor. Yo estaba esperando a que el mensaje confirmando mi
objetivo apareciera como enviado, cuando me deslicé en aras de
quebrar aquella escuálida pierna. El celular había caído cerca de
mi hombro y lo tomé deprisa. Me reincorporé e iba a reiniciar
mi huida cuando sentí la mano de Horacio aferrada con furia a
mi tobillo. Trastabillé y caí sobre la rodilla derecha, la misma
con la que había castigado su zona más noble y repugnante. El
celular escapó de mis manos y cayó bocabajo sobre una pequeña
piedra. Me volteé y azoté el rostro de mi captor con sendas
patadas y talonazos, hasta que se le agotaron las opciones y la
fuerza y decidió soltarme. Evadí el cuerpo de otro enfermero
que se abalanzó sobre mí y tomé el celular; la pantalla estaba
adosada con un par de grietas pero aún podía leerse lo que allí
decía. Me levanté y seguí corriendo hacia el centro. El
despliegue de adrenalina diluyó el dolor en mi rodilla. De todas
partes se aproximaban macancanes de abundante proteína y
enfermeros famélicos. Verifiqué la pantalla nuevamente y el
mensaje había sido enviado, aunque yo ya no tenía escapatoria.
Sin embargo, no estaba vencida.
–¡El celular!
Desastillé el aparato contra la fuente, lanzándolo con toda la
fuerza que había acumulado mientras daba los pasos corriendo
hasta allí. Era mejor que no tuviesen forma de comunicarse con
Sofía y persuadirla de que mi llamada había sido una trivial

123
broma. Me sujetaron, por fin, dos de los vigorosos sujetos –uno
de cada brazo– y me arrastraron hasta el pasillo donde estaba
ubicada mi habitación. Yo intentaba forcejear inútilmente.
–Es mejor que me dejen ir, ya alerté a alguien sobre este
lugar. Si me dejan ir, no diré nada –grité.
–Está diciendo disparates –dijo Astrid, incrédula–.
Enciérrenla –ordenó después.
Concluí que lo mejor era relajarme. No opuse resistencia,
tampoco podía haber hecho más. Dejé que me cargaran hasta
mi habitación, que me lanzaran sobre la cama y que me
encerraran allí. Escuché los reproches de algunos enfermeros y
un par de improperios por parte de Astrid, luego las voces se
alejaron hasta donde no podía percibirlas más. Me sentí
exhausta; ya me hacía falta algo de actividad física después de
semanas sin caminar por mi cuenta. Cerré mis párpados, me
acosté sobre el hombro derecho, mirando hacia la pared, e,
increíblemente, me abandoné a mis sueños.

Desperté recordando aquella persecución como si la hubiese


soñado. Seguramente estabas soñando. Probablemente aún lo hagás.
Paradójicamente sos mi polo a tierra; sé por vos que no padezco
de demencia. A pesar de que la luz del sol se infiltraba por la
alta ventana, la oscuridad ponderaba en la habitación y mis

124
pupilas tardaban en acoplarse al compendio de sombras. Me
desesperó no poder saber, ni siquiera estar cerca de saber, qué
hora era. Sentí como si hubiese dormido días enteros. Mis
párpados pesaban, pero se rehusaban a permanecer cerrados
por más tiempo. Me dolía la cadera, la rodilla y la parte trasera
de la cabeza. Extraje mis pies de la cama y conecté las plantas
con el frío piso. Me incorporé parsimoniosamente y fui hasta el
baño. Palmeé mis mejillas con ambas manos, descifrando si en
realidad había despertado. Abrí el grifo de la ducha. El agua fría
embelesó mis manos. Me mojé el rostro y palmeé nuevamente
mis mejillas.
–¿Hoy no piensa venir nadie?
–Tal vez encontraron la forma de contactar a Sofía y la
convencieron de que todo se había tratado de una vil broma.
–De ser así debemos urdir nuevos planes.
–De ser así dudo que haya otra forma de escapar de aquí.
–¿Te atendrás, sin más, a los medicamentos?
–No pienso quedarme sin dar la pelea. Seguís sin conocerme.
–Lo que vos digás.
Regresé a la cama, vencida.
El resto de aquel día, o tarde, no pude saber cuánto
transcurrió, nadie se acercó a mi habitación. Los ruidos
escabrosos que rondaban los pasillos habían cesado. Ni un
grito, ni una risotada, ni un quejido, ni un suspiro, ni unos pasos,
ni una caída. La oscuridad total de la noche no fue abatida por

125
la poca luz que se introducía desde el corredor. Tuve la
impresión de que aquella fuente luminosa cada vez languidecía
más. Así tuviese algún libro conmigo, me hubiese resultado
imposible leerlo. Mi mente se dedicó a divagar, a surcar entre
imágenes borrosas de recuerdos distantes. Pasaron algunas
palabras de mi madre por allí. Me pregunté por ella; si pensaría
en mí o simplemente había hecho de cuenta que nunca procreó
vida alguna. Antes de adentrarme totalmente en mi
subconsciente, pensé en Daniela y en aquella secretaria. Quise
creer que extrañaban mi efímera presencia y mi enérgica
motivación, mi don de la sorpresa, del ánimo constante. No
recuerdo qué soñé aquella noche; seguramente sufrí las
consecuencias de mi desazón, de mi congoja.

Me apartaron de un sueño oscuro, sin rostros ni figuras ni


siluetas ni sonrisas, los pasos corriendo y los golpes contra una
de las paredes, a escasos metros del cuarto que se decía mío.
Escuché la voz de la ominosa Astrid, casi rugiendo. Decía
“ténganlo y sédenlo antes de que se haga más daño”.
–¿Ves que hay otros métodos de escape?
–Sí, matarse es el más sencillo.
El trasegar de las pequeñas ruedas de una camilla y los pasos
estremecedores de aquellos mastodontes no tardaron en cruzar
frente a la puerta. Tuve la tentativa de gritar, de pedir ayuda,
pero me contuve. No hubiese logrado nada más que una

126
sedación por la fuerza. Tampoco me importaba partir otros
pares de testículos.
Me supe desamparada, atrapada. Pensé en Sofía. El
resquemor se impuso sobre su capacidad de perdonar, o
simplemente no creyó en mis palabras. No la culpaba. Yo a
veces tampoco creo en lo que digo. Vos creés en lo que yo diga. Solo
creo en lo que diga ella. La luz comenzaba a escasear, pero el
sofoco era persistente. El viento moría en las paredes exteriores,
antes de lograr alcanzarme, abrazarme. La esperanza de
escapatoria se esfumó en cuestión de dos días. Contemplé la
posibilidad de tragarme todas las pastillas que escondía en mi
morral; pasarlas una por una con pequeños tragos del agua
helada que brotaba de aquel grifo oxidado. Un sueño eterno.
Fuera de aquí. Un estorbo menos. Si lo que el mundo necesita
es menos gente, yo podría contribuir a la diminuta mejoría.
–Ni lo intentés. No voy pienso dejar que aquellas pastillas
determinen nuestro sino.
–¿Qué podés hacer vos? –inquirí, poco convencida de mis
decisiones.
–Más de lo que te imaginás. Solo intentalo y te darás cuenta.
Ambas sabíamos que eso quedaría reducido a cavilaciones;
yo nunca fui capaz de atentar contra mi vida, por más que
pensara en diferentes formas de hacerlo sin sufrir dolor alguno,
ni padecer de arrepentimientos justo antes de que el corazón se
detuviera.

127
–¿Con quién cree que habla, Martina? –preguntó Astrid,
entre carcajadas, tras la puerta.
Huyó antes de que yo pudiese dejar caer mi aprensión sobre
su invencible y orondo orgullo. Opté por colocarme boca arriba
y extender mis extremidades. Puse la almohada sobre mi rostro
y escapé a lo más recóndito de mi mente.

10

Subí con parsimonia aquellas escaleras en forma de espiral.


Cuando iba en doce perdí la cuenta de los peldaños que había
alcanzado, así que aceleré el paso, haciendo resonar la madera.
Un “sh” me llegó desde arriba. Me excusé. Llegué a la pequeña
sala y ambos me dieron la bienvenida. Y buogiorno, signorina y yo
sonreí, apenada. Alfredo se ofreció a enseñarnos, al pequeño
Salvatore y a mí, cómo funcionaba el proyector del Cinema
Paradiso. Me asomé por el pequeño recuadro, era una película de
Chaplin. Luego empezó la proyección de una cinta romántica.
No logré identificarla. Volví a sentarme junto a Toto. La gente
se tornaba energúmena y se quejaban en masa cuando había
corte en una escena de besos. Nos reímos. Después pasaron por
mi mente imágenes borrosas y otras un tanto oscuras. No pude
dilucidar nada de lo que vi. El silencio y la oscuridad inundaron
la habitación. Me sometí a pensamientos someros. Mi mente es
débil y se llena de ideas en momentos inoportunos y me hace

128
creer en mí y después causa que pierda la fe en lo que hago y así
se la pasa todo el día; en un vaivén de alicientes y
desmotivaciones. Me imaginé otra vida y, como puede, esbocé
lo que quisiera de esta. Posteriormente, pensé en la mía; tanto
por hacer antes de irme del mundo. Me transporté a otro lugar.
Corredores y más corredores que daban la impresión de no
tener fin. La intuición me señaló uno, pero, antes de enfilarme
por allí, sonó el rechinar de la puerta abriéndose y sacándome
del sueño. Abrí los ojos y vi la luz ingresando desde el pasillo.
La sombra de un hombre se proyectaba en el piso. Saqué mis
pies de la cama y me senté en el borde, dispuesta a reaccionar
ante cualquier intento de sedación. Primero ingresó Fabio, tras
él Lucrecio y, bloqueando la salida, se posó Astrid finalmente.
Fabio me miraba con severidad, aunque no gesticulaba.
Lucrecio agitaba su cabeza en gesto de negación. Astrid sonreía.
–¿Y ya qué se les ofrece a los señores? –inquirí.
Astrid me escupió una carcajada gangosa.
–Ojalá pague caro la salida –dijo después.
–No le veo la gracia –respondí.
–La fenómeno se ríe sola.
–Ya lo creo –confirmé.
Fabio agitó su mano, indicándole a ambos que nos dejasen
solos. Los otros obedecieron de inmediato, desapareciendo de
mi vista.
–Pensé que querías tranquilidad –dijo Fabio, esgrimiendo un

129
gesto de decepción.
–Pues cambié de opinión –aseguré.
–Ya veo.
Meditó unos segundos, pensando qué debía decir.
–La cosa es que alguien obtuvo la ubicación del lugar y
gracias a eso consiguió el número telefónico. Aquella mujer
llamó amenazando con denunciar si no te dejábamos salir hoy
mismo.
–Y el monstruo ese que ustedes llaman enfermera creyendo
que mentía.
–No hay necesidad de ignominias.
–Cínico.
–¡Cínico!
–Aquí hay más de lo que usted cree y mucho más de lo que
sabe.
–No me interesa en absoluto.
–¿Cómo podría demostrarle que la mejor opción es
quedarse?
–No se preocupe, yo no diré nada. Dejaré que siga con esta
función circense y perturbadora. Eso sí, sin mi show estelar. Mi
talento no estará a su disposición.
–Como sea. En horas de la tarde deben de llegar por usted,
así que si desea darse un baño y vestirse mientras traigo el
documento de salida para que lo firme, adelante.
–¿Qué hora es?

130
–10:42.
–Salga y no se le ocurra entrar mientras escuche la ducha
abierta.
Hizo caso sin revirar.

Salí de la ducha y me atavié con la ropa con la que había llegado.


Me maquillé un poco, adivinando si me había aplicado algo de
más o algo de menos, pues allí no había espejo alguno. No sabía
en cuanto llegaría la tarde y a qué horas exactamente vendría
Sofía por mí. La ansiedad me contenía entre sus brazos y me
mecía de un lado a otro, tornándome aún más intranquila. Al
rato llegó Fabio nuevamente. Me entregó la papelería. Era
incapaz de mirarme a los ojos. Mudo totalmente mientras veía
mis manos recibir el sobre de manila. Firmé los documentos,
apresurada.
–¿No va a llevar su morral? –inquirió.
–Se los dejo de recuerdo.
–Agradecido.
“Ni tan agradecido cuando vea sus píldoras de mierdas”,
pensé. Caminé –o mejor dicho cojeé– tras él, desconfiada, por
el pasillo que me conducía a la libertad. La verdadera
tranquilidad afloró en mí al imaginar a Sofía esperándome en la
recepción o al bajar los escalones hacia el parqueadero. Sentí
temor al rechazo y un profundo agradecimiento por haber
creído en mi palabra. Miradas tras los resquicios custodiaban mi

131
desfile hasta la sala de visitas. Risas excéntricas le recriminaban
a Fabio su labor, sin ser muy conscientes de tal intención.
Entrecerré mis ojos con el fin de evitar el golpe de luz blanca.
La sala estaba totalmente desierta. Ni Lucrecio ni Horacio ni
Astrid estaba por allí. Ningún mastodonte. Ningún visitante.
Fabio era incapaz de voltear a mirarme. Esperé, deseosa,
anhelante, impaciente, a que abriera la gran puerta que conducía
a la sala de espera y la recepción. En el mostrador tampoco
había nadie. Me pareció que Fabio quería ocultarlos a todos para
que no fueran vistos por Sofía. La portentosa luz del día se
inmiscuía por las dos ventanas y el umbral de la puerta.
Sobrepasé a Fabio y corrí, ejerciendo más fuerza en un pierna
que en la otra, dispuesta a someterme a lo que fuera que tuviese
el sino para mí, fuera de aquel lugar.

132
EPÍLOGO

Siempre me he preguntado qué hubiera sido de Sofía y yo si no


me hubiese internado en aquel infierno grisáceo. Lo cierto es
que han fraguado notablemente nuestros lazos, como amigas,
claro está. He aprendido un poco a mantener mi aposento en
orden, aunque no al nivel enfermizo de ella. De mi madre no
supe más. Ni se molestó en buscarme ni yo hice esfuerzo por
encontrarla. Vaya a saber uno si todavía vive allí, donde crecí,
o, si como yo, decidió darle un giro a su vida. Ocurrencias ¿Qué
se te ocurre? Aún nada. ¿Ir por aquí o por allá? No sé. Por allá. Mejor
por aquí. ¿Cómo hubiese sido ir por allá? Pensé mientras
recorría el derrotero elegido, el camino de vuelta a casa. Quizá
hubiese sido menos pedregoso, carente de obstáculos, pero
siempre preferí silenciar retos y bocas. Tal vez no hubiese
habido más; tal vez por aquel sendero ya todo habría acabado.
¿Qué tal si aún estás encerrada y esta no es más que otra fabulación tuya?
Sé que soy libre porque estás vos, interviniendo como te gusta.
Aunque no logro dejar de pensar si ese camino me hubiese
guiado hacia la cima donde habita el cumplimiento de mis
deseos más arraigados. Sin embargo, aquí estoy. Ya qué. No me

133
cambio por nadie. Anochecerá y veremos cuál es mi reacción
en tiempos oscuros. Hoy tengo fe, mañana no sé. Soy la secuela
del pasado y la precuela del mañana. No me he dejado de juegos.
Lanzo los dados y muevo mis fichas con maña, aunque la vida
no se deje hacer trampa. Es tan incierto el mañana que podría
no despertar, podría dejar de respirar antes de terminar este
texto y eso me causa desasosiego. Por eso, en esta ocasión, hasta
aquí yo llego.

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