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Menos Estado para más

prosperidad: derribando
mitos estatales
Columna de Opinión del economista Diego Giacomini, Profesor
de la FCE de la UBA

06 de Marzo de 2019

Los datos muestran que el libre mercado es mucha mejor opción


que el intervencionismo estatal. La libertad es el único camino
a la prosperidad. Menos Estado es más libertad. Ergo, cuanto
menos Estado, más prosperidad. Entre 1990 y 2014, el PBI per
cápita de los países más libres (+3,63%) creció a un ritmo
promedio anual +138% mayor que el de los países menos libres
(+1,52%). A su vez, el PBI per cápita en dólares PPP de los
países más libres (u$s 41.228) es 7,5 veces mayor que el de los
menos libre (u$s 5471). Por otra parte, la pobreza extrema en los
países más libres (1,9%) es inmensamente inferior a la que hay
en los países menos libres (30.6%).

Los resultados anteriores muestran que la teoría austríaca es la


intelectualmente vencedora. De acuerdo con la teoría
austríaca, el libre mercado maximiza la utilidad social porque
todos ganan utilidad a partir de las transacciones
voluntarias. Si las transacciones son en libre mercado, son
voluntarias, y si son voluntarias, ganan todos; sino no existirían.
De hecho, en libre mercado el agente económico intercambia
voluntariamente porque (a priori) maximiza su utilidad, y cada
transacción se produce por el beneficio esperado por cada parte
de la transacción. En este marco, en el libre mercado no puede
haber explotación.
Por el contrario, toda intervención del Estado consiste en el
uso de la fuerza física agresiva dentro de la sociedad;
significa sustituir acciones voluntarias por coacción. Con
intervención estatal, los individuos hacen lo que no habrían hecho
sin la coerción pública, o sea, cambian su accionar a causa de la
amenaza de violencia; y en consecuencia pierden utilidad y
calidad de vida. La intervención estatal se enfrenta
irremediablemente al problema del cálculo económico. El
interventor o planificador estatal no dispone del sistema de
precios que le brinde la información necesaria para poder realizar
correctamente sus cálculos, y así saber qué, cuánto y con qué
calidad producir bienes y servicios. Sin precios, tampoco puede
conocer la forma económica más correcta de producirlos. En este
contexto, la intervención estatal siempre conduce a resultados
muy diferentes a los deseados, inexorablemente peores.

Como muy bien explica Hayek en su último libro "Camino de la


Servidumbre", una vez que el Estado interviene, tal intervención
causará consecuencias negativas no previstas, que el interventor
observará e intentará "solucionar" con nuevas y crecientes
intervenciones. Los problemas se seguirán agrandando e
indefectiblemente habrá más intervenciones. Los malos
resultados están condenados a multiplicarse y crecer en el
tiempo. En este marco, se entiende que la diferencia entre el
intervencionismo estatal, el socialismo y el comunismo es un
problema de escala y no de esencia. Todos implican, con
diferente ímpetu, menos crecimiento, menor creación de
empleo, más pobreza y peor calidad de vida.

¿Por qué a la gente le cuesta ver esto? Porque desde el jardín de


infantes, pasando por la primaria y secundaria, hasta la
universidad se nos adoctrina en la religión del Estado. Desde
pequeños se nos enseña que el Estado tiene que intervenir,
regular, redistribuir y elegir ganadores y perdedores. La
educación no es laica, tan sólo ha cambiado de religión. Antes, la
educación estaba al servicio de la iglesia y su papa, cardenales y
obispos. Ahora está al servicio del Estado y los políticos. En el
pasado, el Estado, los políticos y funcionarios gobernaban por y
para Dios. En el presente, los gobernantes tienen un conjunto de
funcionales intelectuales cortesanos que filosofan, investigan,
escriben teorías y desarrollan modelos para convencer al público
(que ahora vota) que el Estado y los políticos gobiernan,
intervienen, imponen contribuciones (impuestos) y gastan nuestro
dinero mejor que nosotros persiguiendo el "bienestar público". La
educación pública es toda una maquinaria montada en este
sentido. Hay todo un establishment académico (cortesanos) que
no solo justifica y apoya la intervención estatal, sino que la
reclama en cantidades creciente y mayores dosis. A cambio
reciben ingresos, puestos y prestigio. En este marco, los
cortesanos del Estado han creado una serie de mitos sobre las
políticas públicas que procederemos a derribar.

1) El "buen" impuesto o impuesto neutral: no existe un


impuesto neutral, es decir, un impuesto que mantenga el
mercado igual que si no hubiera impuestos. Los impuestos son
un acto violento y criminal que veja la propiedad privada. A mayor
presión fiscal y más impuestos, más recursos se están
retrotrayendo del accionar voluntario del mercado. Por ende, más
violencia y crimen, mayor distorsión y efectos negativos, menos
utilidad, actividad económica y bienestar.

2) El Gasto público no genera valor económico: el Estado


gasta sin economizar, de más y sin poder maximizar la utilidad de
los receptores; aunque la casta política sostenga lo contrario y
diga conocer en que consiste el bienestar de los terceros y cómo
alcanzarlos. Además, el valor económico que tiene el gasto
gubernamental es nulo. Es fácil de explicar. El aporte o valor que
cualquier sector productivo, empresa o agente hace al sistema
económico se mide por la cantidad de dinero que la gente gasta
voluntariamente en comprar los productos que ellos producen.
Pero el valor del gasto público y del gobierno no se mide en el
mercado. No hay pagos no voluntarios. Ergo, no hay valor
económico. Es más, el gasto se financia "sacándole" al mercado;
entonces en realidad resta. El aporte económico del gasto público
es cero.

3) La mentira de la obra pública: los políticos se llenan la boca


diciendo que la obra pública no es un gasto, sino una inversión:
gasto de capital. Aplicar el término "capital" a cualquier gasto de
gobierno es un error conceptual. "Capital" son los bienes
productivos que se transforman hasta convertirse más tarde en
bienes de consumo final (bienes inferiores). Los bienes de capital
los crea el inversor, no por sí mismos, sino con el fin de utilizarlos
para producir bienes de orden inferior a ser consumidos en el
futuro. Los bienes de capital se crean para satisfacer las
necesidades de los consumidores (terceros), no las del inversor
(propias). Exactamente lo contrario sucede con el gasto público
en general, y el gasto de capital que hacen los políticos. Ningún
gasto gubernamental puede considerarse como auténtica
«inversión», y nada que sea propiedad del gobierno puede ser
considerado capital.

4) El dislate de los subsidios: en libre mercado la riqueza solo


es producto de las elecciones voluntarias de todos los individuos
que se prestan servicio entre sí. Los subsidios dislocan todo el
escenario: se asigna riqueza sin producir y sin satisfacer al
prójimo. Surge la posibilidad de enriquecerse a partir de tener
la habilidad para controlar o hacerse amigo del aparato del
Estado, es decir; corrupción. A más subsidio, más propensión
a abandonar la producción e ingresar en las filas de los que viven
a costa de otros. Más se impide el funcionamiento del mercado,
más recursos quedan asignados en formas ineficientes, y más
bajo es el nivel de vida de todos. Por ejemplo, el subsidio al
desempleo es un subsidio al desempleo causado por leyes de
salario mínimo o sindicalización obligatoria. El subsidio al
desempleo impide que los trabajadores desempleados lesionen
los intereses sindicales.

5) Las empresas estatales no pueden funcionar "bien": una


empresa privada tiene fondos limitados y voluntarios de los
inversores privados; y esto hace que las firmas privadas tengan
altos incentivos a "hacer las cosas bien" y ganar dinero brindando
el mejor bien o servicio a los consumidores. Si no lo hacen,
quiebran. Por el contrario, la empresa pública no tiene riesgo de
quiebra ya que la capitalización gubernamental tiende a ser
infinita, porque se nutre de los impuestos o del impuesto
inflacionario. Esta falta de escasez hace que no haya incentivos
correctos para determinar precios o costes, ni dar destino a
factores o fondos de una manera racional. Y dado que todos los
mercados están interconectados, las empresas públicas
contagian caos a todo el sistema económico, conduciendo a la
asignación ineficiente de recursos y la pérdida de utilidad y
bienestar.

Diego Giacomini
Economista , Director E&R
Profesor de la FCE de la UBA

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