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ASEDIOS A LA TOTALIDAD

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PENSAMIENTO CRÍTICO / PENSAMIENTO UTÓPICO

210

grupo editorial
siglo veintiuno
siglo xxi editores, s. a. de c. v. siglo xxi editores, s. a.
CERRO DEL AGUA, 248, ROMERO DE TERREROS, GUATEMALA, 4824,
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José Guadalupe Gandarilla Salgado

ASEDIOS A LA TOTALIDAD
Poder y política en la modernidad
desde un encare de-colonial

Prólogo de Enrique Dussel

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Asedios a la totalidad : Poder y política en la modernidad desde un encare
de-colonial / José Guadalupe Gandarilla Salgado ; prólogo de Enrique Dussel. —
Barcelona : Anthropos Editorial ; México : Universidad Nacional Autónoma de
México, Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y
Humanidades, 2012
XI p. 354 p. ; 21 cm. (Pensamiento Crítico / Pensamiento Utópico ; 210)

Bibliografía p. 331-351
ISBN 978-84-15260-28-8

1. Ciencias sociales - Filosofía 2. Filosofía política 3. Colonización - Filosofía


4. Filosofía de la historia I. Dussel, Enrique, pról. II. UNAM. Centro de Investigaciones
Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades (México) III. Título IV. Colección

Primera edición: 2012

D.R. © Universidad Nacional Autónoma de México, 2012


© Anthropos Editorial. Nariño, S.L., 2012
Edita: Anthropos Editorial. Barcelona
www.anthropos-editorial.com
En coedición con el Centro de Investigaciones Interdisciplinarias
en Ciencias y Humanidades. Universidad Nacional Autónoma de México
www.ceiich.unam.mx
ISBN: 978-84-15260-28-8
Depósito legal: M. 20-2012
Diseño, realización y coordinación: Anthropos Editorial
(Nariño, S.L.), Barcelona. Tel.: 93 6972296 / Fax: 93 5872661
Impresión: Lavel Industria Gráfica, S.A., Madrid

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ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cual-
quier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

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A mi hijo, Ernesto Balam, en cuya «presencia al modo
de la ausencia» se escribió este y otros trabajos,
y a la espera del anhelado reencuentro

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A MANERA DE PRÓLOGO

Esta obra, que académicamente contiene sustancialmente


el texto de la tesis doctoral sostenida por el autor en la Universi-
dad Autónoma Metropolitana (Iztapalapa), expone una nueva
interpretación del acontecer político, económico, cultural actual
de una manera novedosa. Indico desde el comienzo su originali-
dad, porque usa un marco teórico y categorial que no es habi-
tual, aunque comienza a abrirse camino tanto en el Sur como en
el Norte. Se trata del «giro decolonizador» epistemológico de las
ciencias sociales, no advertido por muchos en nuestro medio
latinoamericano de las ciencias sociales. La crítica al eurocen-
trismo roe el fundamento de las indicadas ciencias sociales y
exige situar las preguntas y respuestas de otra manera.
En efecto, la Ilustración centro-europea racionalista, y aun
su reacción romántica, produjeron un triple efecto indicado de
muchas maneras por el autor de esta valiosa obra. Por una par-
te, Europa (y su origen griego) fue construida ideológicamente
como el fin y el centro de la historia universal: nadie mejor que
Hegel (y los románticos) en la creación de esta centralidad histó-
rica y geográfica. En segundo lugar, que con ello se desvalorizó a
todos los pueblos al este de Europa con un «orientalismo», seña-
lado en su momento por Edward Said, que indicaba dicha histo-
ria como prolegómeno de la historia europea, pero que eviden-
temente desde la Revolución industrial y la misma Ilustración
habían quedado (tales comarcas del mundo) sumidas en la bar-
barie. Y en tercer lugar, ello derivó en un colonialismo epistemo-
lógico, militar, político y económico que desvalorizaba no sólo a
la Europa del «Sur» (Grecia, Italia, España y Portugal, como
«habiendo sido grandes imperios pero no ya en el presente») y el

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«Sur» del mundo (al África musulmana, bantú y América Lati-
na). Esta visión eurocéntrica campea actualmente en las cien-
cias sociales, no sólo en Europa o en Estados Unidos, sino igual-
mente en nuestras universidades latinoamericanas, africanas o
asiáticas. Todo esto es objeto de una crítica, descrita por el autor
de esta obra, que comienza por un «giro decolonizador». La «co-
lonialidad del poder» indicada por Aníbal Quijano se transfor-
ma en un horizonte de interpretación de la realidad del cual la
ciencia crítica social latinoamericana debe desde ahora dar cuen-
ta. El autor nombra a muchos pensadores actuales, originales,
que gracias a obras como la presente podrán ser incorporados
en la agenda de las nuevas preguntas y respuestas científicas.
Es necesario para ello afrontar la crisis actual, comenzada
con el siglo XXI, pero detonada desde el 2008 y sin visos de solu-
ción, y hacerlo desde nuevas categorías teóricas, científicas, que
no dependan colonialmente de la ciencia ya formulada por la
Modernidad, especialmente desde la Ilustración.
Habrá que discernir un nuevo concepto de poder político,
que pueda alentar iniciativas tan fecundas como las iniciadas
por los diversos Nuevos Movimientos Sociales que han podido
organizarse en torno al Foro Social Mundial de Porto Alegre. La
diversidad de los movimientos, de las interpelaciones, exige nue-
vas categorías críticas que sepan clarificar lo que la praxis popu-
lar viene creando como vanguardia histórica. La teoría sigue a la
praxis, y no puede pretender dicha vanguardia. Más bien le toca
la tarea de una reflexión de retaguardia que clarifique a los acto-
res sus acciones, que les permita ahondarlas, enseñarlas, desa-
rrollarlas. La teoría es un servicio obediencial.
Esa redefinición del poder político, positivo, popular, trans-
formador, debe saber reconstruir críticamente el proceso de la
Modernidad desde su origen en 1492, por su apertura al Atlánti-
co. Esa crítica a la Modernidad debe abarcar desde la economía
(dando cuenta de la dominación imperial y nacional del capita-
lismo, en su nivel industrial, comercial, pero hoy preponderan-
temente financiero), la política (colonialista), la cultura (dicho
eurocentrismo también epistemológico), la historia (ese horizonte
de todos los horizontes que sitúa a los pueblos no-europeos como
pueblos sin historia), la legalidad (creyendo que los derechos
europeos son universales, es decir, que el ius gentium europeum
como lo denomina C. Schmitt es el entero nomos de la tierra,

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definitivamente fetichizado en la Filosofía del derecho de Hegel),
y tantos otros aspectos que en esta obra se tratan.
Habrá que pasar revista a los grandes clásicos (a Kant, He-
gel, Habermas, etc.) para mostrar esos aspectos que quedan en-
cubiertos a una mirada que simplemente intenta comprender o
comentar a esos pensadores que fueron construyendo la Moder-
nidad dominadora desde Thomas Hobbes hasta nuestro presen-
te. Será necesario, como intenta proponer Walter Benjamin, efec-
tuar una crítica novedosa científico-social que se enfrente a los
textos y los hechos latinoamericanos, y que los eleve al nivel de
ciencia con pretensión de universalidad (de la que todos, en la
actual situación de globalización, puedan aprender nuevos as-
pectos que la lucha de nuestros pueblos va construyendo lenta-
mente con su inteligencia y sufrimiento).
La obra de José Gandarilla, autor que participa en una nue-
va generación mexicana de creación de ciencia social articulada
a nuestra realidad, contribuye ciertamente a mostrar novedosos
aspectos que una nueva expresión del pensamiento filosófico
alcanza al situarse en otro locus, en otro «lugar epistemológico»
de enunciación y producción de conocimiento.

ENRIQUE DUSSEL
Profesor Emérito
UAM-Iztapalapa

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AGRADECIMIENTOS

Este trabajo fue defendido, en su momento, como tesis para


optar al grado de doctor en Filosofía Política. La redacción ac-
tual no sólo es considerablemente más amplia sino que ha sido
revisada con mucho detenimiento con el fin de evitar repeticio-
nes en la exposición de líneas argumentales, de tal modo que
pueda ser leído de corrido, en el orden en que finalmente se ha
dispuesto su presentación, o bien para facilitar que sus capítulos
puedan ser utilizados también por separado. Entre los cambios
importantes con relación a la versión anterior, debo mencionar,
en primer lugar, la inclusión de un apartado sobre los orígenes
de la modernidad en el capítulo primero, que completa de mejor
modo el argumento, en segundo lugar, se ha ampliado la argu-
mentación en el capítulo tercero sobre el «giro de-colonial» en
relación con la Teoría Crítica y al respecto del lugar de América
en estas discusiones, por último, se ha agregado el capítulo seis
que ofrece un posible modo de dirigir esta polémica hacia la
consideración de la crisis actual de la totalidad capitalista y los
desafíos políticos que ello significa. Para poder ser publicado al
modo de libro ha tenido por supuesto que cumplir con las espe-
cificaciones y los criterios del arbitraje académico entre pares.
Este trabajo, conviene decirlo desde un inicio, no hubiese
sido posible sin el inestimable aliento y apoyo que de muy diver-
sos modos y en grado distinto me ofrecieron desinteresadamen-
te un conjunto amplio de personas. No puedo, sin embargo, de-
jar de mencionar a las siguientes:
Al Dr. Enrique Dussel, quien a lo largo de sus cursos supo
darme indicaciones suficientes y precisas de cómo orientar este
trabajo y abrigó siempre grandes expectativas de que se conclui-

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ría con éxito. Si no de manera directa, la relación que el que
escribe pudo establecer con Boaventura de Sousa Santos, se ve
reflejada en algunas de las formulaciones que atraviesan los ca-
pítulos de este libro. Debo agradecer a quienes, en su momento,
fungieron como lectores de la misma a la hora de la «disertación
pública» con la que llegó a término nuestra fase formativa: los
doctores Mario Magallón Anaya, Óscar Correas Vázquez y Ge-
rardo de la Fuente Lora. Agradezco también a los integrantes
del cuerpo académico del Posgrado en Humanidades, Línea de
Filosofía Política, en especial a su coordinador el Dr. Jesús Ro-
dríguez Zepeda, y a sus colaboradores, que ofrecieron todo el
apoyo necesario para aligerar trámites que suelen ser muy engo-
rrosos; al conjunto de alumnos y alumnas de maestría y docto-
rado con quienes pude compartir algunos cursos.
De mis colegas de trabajo debo agradecer el apoyo fraterno
de las Dras. Guadalupe Valencia, Maya Aguiluz y Elvira Con-
cheiro, así como del Dr. Carlos Morera. Las autoridades de la
dependencia donde trabajo otorgaron como siempre las condi-
ciones para que nuestra labor de investigación sea cumplida,
por ello agradezco a las Dras. Norma Blázquez y Margarita Fa-
vela, así como al Mtro. Rogelio López. Lugar fundamental ocu-
pan mis alumnos de licenciatura de las carreras de Economía,
Ciencias Políticas y Filosofía, pues fueron ellos los primeros que
conocieron de algunas ideas que aquí se desarrollan y sus pre-
guntas y cuestionamientos exigieron trabajar más en dichos te-
mas. Mención especial merecen, en este caso, Jaime Ortega Rey-
na, Víctor Hugo Pacheco Chávez, y Rebeca Peralta Mariñelare-
na, Óscar García Garnica y Ernesto Fierro, a quienes creo haber
fastidiado lo suficiente con estos asuntos.
Finalmente, pero no en último lugar, debo agradecer muy
especialmente a los integrantes de mi familia, que más que otras
se acoge a la descripción de extensa, quienes en todo momento
me animaron a continuar con este trabajo, aun cuando las con-
diciones para su realización parecían dificultarse. Mención es-
pecial merece mi sobrina, María Elena, quien estando en Barce-
lona se dio el tiempo suficiente para conseguirme algunos de los
libros que aparecen en el listado bibliográfico. Sé muy bien que,
sin duda, he podido olvidar algunos nombres pero sabrán ellos
que dicha omisión es involuntaria.

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INTRODUCCIÓN

Unos gobiernan el mundo, otros son el mundo.


FERNANDO PESSOA (2005: 63)

La dinámica relacional a la que remite esta frase tan escueta


del poeta de los heterónimos y que ahora nos sirve de epígrafe
remite, a juicio de quien escribe, a la dialéctica que subyace al
problema del poder y la política. Forzando un poco lo dicho por
el escritor portugués, pero sin traicionarlo, los polos de la rela-
ción son el ser (del mundo) y el gobierno, o en un sentido más
concentrado u ontológico, en qué consiste «ser gobierno», o in-
cluso, en otro sentido, tal vez fenomenológico, qué es gobernar.
Los que son el mundo son los vivientes humanos con todo el
modo y la energía en que puedan desplegar su potencialidad y
creatividad para asegurar y reproducir la vida humana y no hu-
mana en la tierra; los que gobiernan el mundo serán aquellos
que actúan en referencia a ese todo más amplio del que son par-
te (como integrantes de la comunidad política), al modo de una
genuina representatividad, o bien, en una diametral oposición,
en una lógica cuya disposición sea auto-referente, esto es, no
siendo dirigida hacia la comunidad política sino hacia esa mis-
ma entidad o conjunto de entidades en que se plasma su condi-
ción de «gobernantes». Si el segundo modo es el que prevalece
estamos ante un poder de ser gobierno que se ha desprendido de
su otro polo relacional (la comunidad política) y, por tanto, se ha
reificado como poder de dominación y de negación ontológica
de su otro (esto es, del conjunto, del nos(otros) de la comunidad
política) y no puede, está incapacitado por esa lógica para refe-
rir su materialidad, validez y factibilidad a una condición positi-

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va del poder y a una «otra política» de gobierno que verdadera-
mente actúe en lógica obediencial de la comunidad política, en
quien reside indefectiblemente el poder.
El poder se ejerce o no se ejerce por la comunidad política,
pero en ella reside; si su modo de actuación se llega a fetichizar
o reificar, evidentemente, se vuelve condición auto-referente de
aquellos que gobiernan y responde, por lo tanto, a una lógica de
dominación y no de potencialidad para comparecer en la re-pro-
ducción de la vida humana.
Es esta particular tensión la que se ha puesto de manifiesto
en el proceso multisecular por el que ha atravesado el proyecto
sociocultural de la modernidad (la de una «voluntad de poder»
que se sobre impone al «poder de la voluntad», o a la «voluntad
de vida» dicho de modo más genérico) y es la disputa que carac-
teriza de modo particular la crisis de proporciones gigantescas
en que ésta se encuentra envuelta y que no halla visos de solu-
ción, por ello, calificada como «crisis civilizatoria» por autoriza-
das voces, en la academia y en la política.
El sostenimiento del poder como dominación se costea por
la negación ontológica del ser humano viviente y por el estropeo
de su condición de vida, a través de las variadas maneras en que
se lleva a cabo la victimización de conglomerados de población
cada vez más significativos y numerosos. Este proceso se ve po-
tenciado cuando en el marco del orden vigente empiezan a des-
puntar diversas modalidades altamente agresivas y retrogradas
que apuntan a la anulación de la vida del otro de la «cultura
occidental dominante», pues es lo que permite que se reproduz-
ca su orden metabólico de reproducción (el capitalismo), y su
lógica de despliegue (la colonialidad). Este desbocamiento del
orden metabólico del colonialismo global capitalista, a lo largo
de su historia, ha reconocido diversas figuras sobre las que deja
caer su condición parasitaria (el infiel, el salvaje, el bárbaro, el
indio, el esclavo, el asalariado, el colonizado, la mujer, el hijo, la
naturaleza, etc.). Tal desbocamiento y el curso de la crisis dan
cuenta además de la naturaleza global u orgánica por la que el
orden vigente se encuentra atravesado.
Tal naturaleza global u orgánica de la crisis que mora al seno
del proyecto sociocultural moderno y que experimenta magni-
tudes colosales en nuestra época evidencia el principio de impo-
sibilidad de que la totalidad u orden vigente funcione sin produ-

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cir y re-producir victimización en el ser humano y que la experi-
menta de manera directa en su corporalidad sufriente. Ya ese
sólo hecho exige del pensamiento social y de la «filosofía de lo
político» trabajar en la posibilidad de ofrecer alternativas que
no son sólo del pensar o del hacer sino que son teórico-prácticas
y deben ser defendidas ya no en exclusiva al modo de un proyec-
to que se enarbolaba desde el «sujeto racional moderno» sino
como uno que se esgrima desde la corporalidad sufriente del
oprimido, y desde el Sur global como su lugar de enunciación.
Al inicio de los años noventa del siglo pasado el pensamiento
social hegemónico adquirió una clara tonalidad celebratoria acer-
ca del curso que presentaba el capitalismo. Tal situación se apre-
ciaba tanto en las versiones más extremas como en aquéllas algo
más moderadas. El reconocimiento de la crisis que se había ins-
talado al seno del proyecto de la modernidad decreto también,
en las corrientes hegemónicas del posmodernismo, la culmina-
ción del discurso crítico y de las grandes narrativas emancipato-
rias que la propia modernidad (occidental) había creado.
Desde mediados de los años noventa y en lo que corre del
nuevo milenio conforme la crisis se ha estado acentuando y no
ofrece condición de mejoría la situación parece estar cambian-
do de manera decisiva, y los movimientos antisistémicos pare-
cen estar recuperando y erigiendo un nuevo imaginario históri-
co de futuro. Un conjunto amplio y heterogéneo de fuerzas polí-
ticas, a través de luchas y movilizaciones que se despliegan en el
mundo entero, después de que se ha profundizado la crisis del
neoliberalismo, interpelan de manera frontal y con variados ni-
veles de eficacia, la despiadada lógica de un sistema que de for-
ma abierta y desbocada, a través de la «totalización totalitaria
del automatismo de mercado», se resiste a reconocer «la utili-
dad de cuestionar el principio de utilidad».
En cualquier caso, la práctica política de resistencia e insu-
bordinación por parte de «los de abajo» pareciera estar manifes-
tando la posibilidad de apertura de un «nuevo siglo histórico».
Sin embargo, como bien se desprende del hecho de interpretar y
reconocer en el capitalismo (mundial), que no sólo en el capital
(en general), un complejo proceso que envuelve una vasta amal-
gama de intereses y relaciones sociales, cuya dinámica se expre-
sa en la profundización, superación y creación de contradiccio-
nes, esto no ocurre por decreto.

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Como bien diría George Lukács, en este «complejo de com-
plejos» que hace al capitalismo, las perspectivas de cambio y
emancipación social no suelen imponerse de manera automáti-
ca tienen, por el contrario, que atenerse a su condición histórica,
a la dialéctica viva de sus antagonismos.
Si el ámbito de posibilidad de construcción histórica por parte
de las fuerzas impugnadoras del orden (el Sur global), parece
estar recolocando en su justa dimensión la apertura de futuro,
muy distinto es el proyecto en el cual se encuentran embarcados
«los de arriba», aquellos que viven del control y explotación del
trabajo (en cuyo seno conviven las grandes corporaciones multi-
nacionales, los Estados desde los cuales se impulsan globalmen-
te, las organizaciones supranacionales, FMI, World Bank, OMC,
el complejo militar-industrial, el biotecnológico-farmacéutico, y
lo que queda de las burguesías periféricas y los Estados periferi-
zados, funcionales al proyecto del Norte global y que, por ello,
conforman el Sur-imperial). Es ésta, pues, una tensión en la que
se juega la posibilidad de orientar hacia otra senda (la del asegu-
ramiento de la producción y re-producción de la vida del huma-
no sufriente) lo que hasta los momentos actuales funciona como
el vector hacia el que se orienta el orden dominante (la re-pro-
ducción del capital, la del pseudosujeto, la del sujeto-dinero). En
ello se juega la revolución epocal que debiera y pudiera estar
anunciando el advenimiento de un nuevo tiempo histórico. Es
ése el tiempo en el que nos encontramos, es ésa la condición por
la que atravesamos, y no es ninguna pos-moderna, antes bien,
pudiera ser pos-colonial o de-colonial.
En su alocución de despedida académica, y que tuvo por tema
la relación entre Kant y Marx, el filósofo alemán Oskar Negt sos-
tiene una proposición que podemos suscribir. Afirma Negt que,

[...] en tiempos de revoluciones epocales de la sociedad la cuestión


de la relación entre ser y deber pasa casi automáticamente a un
primer plano; todos los espíritus abiertos andan ocupados en cómo
debe ser el mundo y en cómo es posible transformar el deplorable
estado en el que se encuentra el presente [Negt, 2004: 52].

Y es que, en efecto, tal parece ser la condición que manifiesta


el mundo actual y que, entre otras situaciones involucra: el retor-
no de lo teológico-político en la filosofía política contemporánea

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a propósito de la relación entre el sujeto y la ley,1 los llamamientos
para la conformación de una nueva internacional,2 el Foro Mun-
dial de Alternativas (FMA),3 los encuentros por la humanidad y
contra el neoliberalismo,4 las distintas congregaciones del Foro
Social Mundial, el despliegue de un nuevo momento constitutivo
en la región andina de América Latina, y las movilizaciones y re-
vueltas en el norte de África y el Mediterráneo europeo. A la mo-
dalidad de reproducción del orden social del capital se le opone
un espectro amplio de modalidades de resistencia y oposición,
por el propio hecho de que es multiforme y variado el agravio
social al que nos enfrentamos y porque ya no es posible pensar en
una sola modalidad de discurso emancipador.
¿Qué es lo que se compromete cuando se intenta apreciar el
modo en que crece, cambia, o evoluciona el pensamiento científi-
co o el discurso filosófico? En nuestra opinión, cuando se habla
de un relevo de paradigma, de un corte epistemológico, de un
nuevo programa de investigación, o de un «giro» en la discusión,
se está haciendo referencia a la aglomeración de anomalías del
enfoque que hasta ese momento se considera hegemónico (y que
él mismo está imposibilitado de detectar) y a la emergencia de
una propuesta que le compite al seno de la comunidad académica
establecida o ya normalizada dentro del viejo paradigma.
En los momentos actuales, y para el tema que nos ocupa en
estas notas introductorias, no hablamos, sin embargo, sólo de
una situación enclavada en la academia sino de su procesamien-
to y retroalimentación por actores políticos que se han visibili-
zado y están recuperando su protagonismo en la lucha por edifi-
car nuevas articulaciones sociales. Hablamos así de la emergen-
cia, en al menos las últimas dos décadas, de un programa de
investigación de modernidad/colonialidad como una recupera-

1. Polémica que se ha desarrollado a propósito de Pablo de Tarso (en cuyos


debates se encuentran involucrados G. Agamben, A. Badiou, S. ™iÆek, J. Tau-
bes, o desde perspectivas de-coloniales, A. Moreiras y E. Dussel), el Evangelio
de san Juan (F. Hinkelammert o M. Henry), Francisco de Asís (A. Negri y M.
Hardt, o desde perspectivas de-coloniales, S. Castro-Gómez), el Libro de Job
(A. Negri y M. Revelli) o el tiempo mesiánico (multitud de autores).
2. Suscrito, entre otros, por Samir Amin y Michael Löwy.
3. Promovido por Samir Amin y François Houtart, Presidente y Secretario
Ejecutivo del FMA.
4. En varias ocasiones convocado por el Ejército Zapatista de Liberación
Nacional, en Chiapas, México.

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ción del sentido de lo que significa para los movimientos anti-
sistémicos la búsqueda de alternativas ya no en el interior del
capitalismo, o como variantes al desarrollo (sea sustentable,
humano o sostenible) o al crecimiento (las teorías del «de-creci-
miento», o el «paradigma lento», por ejemplo), sino ampliando
la crítica de éstos (del capitalismo, el desarrollo o el crecimien-
to) revelando y poniendo en primer lugar, y de modo explícito, la
condición de colonialidad como el hiato mayor a superar. Pare-
ciera, así, que la crisis de la teoría crítica aún prevaleciente es
debida a tal carencia, a su incapacidad para incorporar en su
crítica a la totalidad burguesa lo que, en los últimos años, parece
emerger como su eje orientador: el problema de que la totaliza-
ción del proceso civilizatorio vigente se efectúa al modo de un
complejo constitutivo, el de la modernidad/colonialidad, y no como
había sido asumido por otros discursos críticos al modo de mo-
dernidad/racionalidad. Por ello, también, desde preocupaciones
coincidentes en algunos pensadores contemporáneos, cada vez
más socorridos en el debate, este asunto se enuncia como el co-
rrespondiente al «giro de-colonial» que aspiraría alcanzar una
nueva «episteme» para la crítica del programa sociocultural de
la modernidad occidental, y no sólo del aprisionamiento de ésta
bajo el capitalismo.
En nuestro medio, hay que decirlo, se ha tenido una apertu-
ra mayor para incorporar al debate filosófico, o al pensamiento
social más en general, el llamado «giro lingüístico», el «giro prag-
mático», o hasta el «giro cultural», no ha sido así el caso para
profundizar en la discusión del «giro de-colonial», pues ello par-
te de reconocer que la corriente todavía hegemónica en propor-
ciones significativas de la intelectualidad y de los cuerpos acadé-
micos algo más establecidos, sostiene una acepción de la teoría
crítica que es o ha sido poco crítica para incorporar un enjuicia-
miento más plural al paradigma sociocultural de la moderni-
dad, pues concentró sus baterías en el señalamiento de la deriva
irracional a que se encaminó la totalidad sistémica del capitalis-
mo, sin cuestionar la racionalidad misma, que no sólo su instru-
mentalización.
La crítica de la totalidad y los asedios que en estas páginas se
ensayan asimilan a ésta como un proyecto multisecular y como
un orden multidimensional, es así que el trabajo que ofrecemos
encara al orden vigente desde una estrategia de lectura de la

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muy amplia dimensión histórica (en donde se discuten los nue-
vos enfoques a propósito de la historia global, así como la dispu-
ta por el legado de lo que, en su momento, se discutió a propósi-
to o en referencia al derecho natural), desde los grados más pro-
fundos de teorización que el pensamiento moderno pudo
vislumbrar (la filosofía política clásica alemana, en voz de Kant
y de Hegel) y desde su emplazamiento discursivo más crítico (el
pensamiento sobre «lo político» por parte de Marx, la teoría
crítica de la sociedad y el, en ciernes y cada vez más percepti-
ble, proyecto de investigación de modernidad/colonialidad la-
tinoamericano).
Este trabajo lo hemos dividido, por esas razones, en seis ca-
pítulos, en cada uno de los cuales se ofrece una tentativa para
encarar un determinado ángulo de una discusión en que se va
hilvanando la posibilidad de entretejer un discurso crítico perti-
nente para los tiempos actuales. La interpretación que propone-
mos se encuentra en más estrecha cercanía con la defendida por
aquellos partícipes del programa de investigación latinoameri-
cano de modernidad/colonialidad y, en especial, por la filosofía
política de la liberación que Enrique Dussel viene proponiendo
en sus últimos trabajos, y ello por varias razones que a lo largo
del trabajo se van haciendo explícitas.
En el capítulo primero se parte de reconocer que la explica-
ción estándar del camino hacia la modernidad, o si se prefiere,
de la edificación del capitalismo como proyecto que ha termina-
do por abarcar al mundo entero, y que ha llegado a establecer un
canon de lectura, que aunque muy recientemente ha visto res-
quebrajada su hegemonía discursiva, no deja de ser asimilado
como el «lugar común» en muchas discusiones. Tal constructo
establece una articulación entre una teoría general de preten-
sión universal y una condición de especificidad que está en la
base del pretendido adelanto relativo que se le otorga a un com-
plejo cultural y geográfico (entidad que pasará a ser denomina-
da Europa) que tiende a despegarse y comandar al resto del
mundo en un específico momento de la historia y por razones
también peculiares. El relato hegemónico tradicional combina
en su trama elementos de diverso orden que se van hilvanando
en un todo que se pretende coherente e irreprochable, pero que en
su inicial formulación está plagado no sólo de imposturas que se
han revelado falaces; también de distorsiones que han sido evi-

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denciadas por investigaciones más recientes y crecientemente
acreditadas; en tiempos más cercanos se han cuestionado tam-
bién la certeza en el señalamiento de los comienzos u orígenes
de tal proceso (la modernidad capitalista) y de sus propias fuer-
zas impulsoras (los así llamados «milagros europeos»). Es así
que el capítulo busca abundar en un conjunto de interpretacio-
nes que cuestionan este canon de interpretación y termina por
ofrecer un tipo de lectura distinta que pueda, por un lado, vis-
lumbrar de mejor modo la periodización de la modernidad y
recuperar la dignidad de las otras culturas en un proceso que
está evidenciando que la era actual será la del diálogo filosófico
y que puede éste comenzar por señalarle una mayor humildad a
la dominación euro-occidental del mundo (en el marco de una
teorización que se promete como el paso del sistema de los qui-
nientos al sistema de los doscientos años), para así medir los
verdaderos alcances de la interculturalidad.
El segundo capítulo abunda en la anterior discusión para
subrayar que uno de los mayores éxitos para encumbrar a la
racionalidad occidental (de raigambre helenocéntrica, eurocén-
trica u occidentalocéntrica), por encima de todo otro tipo de dis-
curso cuyo locus fuese otra experiencia civilizacional, fue califi-
car y clasificar a esas narrativas, a esos saberes como mitos y
colocarlos en grado de inferioridad ante la fortaleza de socieda-
des que vieron emerger la filosofía (en la Atenas del siglo VII y VI
antes de la era común) y con ella se colocaron en posesión del
logos. El privilegio por desarrollar tal dispositivo de pensamien-
to terminará por oponer a «gentes de costumbre» frente a «gen-
tes de razón». Éste ha sido el relato dominante y su eficacia fue
tal que hasta muy recientemente se ha cuestionado su legitimi-
dad. Además de ello, ese discurso fue impulsándose al modo de
una disputa (por aquello que se ponía en juego a propósito de la
discusión sobre el «derecho natural»), y en nuestra opinión exi-
ge re-dirigir el esfuerzo iusnaturalista no hacia el derecho positi-
vo sino hacia el derecho racional, para de ahí desprender la im-
portancia del grado de conciencia adquirido cuando la cuestión
es colocada en el terreno de la por Kant llamada «insociable
sociabilidad». Se ofrece un acercamiento al curso histórico de la
relación entre derecho, moral y política, al modo de la sucesión
entre las alternativas iusnaturalista, positivista y racional, po-
niendo énfasis en la propia modalidad de la penalidad y la subje-

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tividad que acompaña al establecimiento y desarrollo del capita-
lismo. Lo que se destaca es que la formulación del «imperativo
categórico» kantiano si bien busca efectuar una síntesis racional
entre la tradición contractualista y la liberal, lo hace al precio de
formular una ética de obediencia de la ley y de las normas que,
sin embargo, no consigue ampliar la problemática de la morali-
dad del sujeto (la cual constriñe a su condición individual), ha-
cia un imperativo categórico del sujeto humano corporal, nece-
sitado y vulnerable (como será el caso en la propuesta de Marx)
que reivindica su soberanía, incluso frente a las leyes, cuando
éstas lo convierten, socialmente, en un sujeto sojuzgado, humi-
llado, abandonado. El fondo de la discusión de la ética abstracta
de la ley remite al problema de la relación entre el sujeto y la
legalidad y al cuestionamiento de ésta última (como cuestiona-
miento de la totalidad) cuando ésta es injusta y amenaza a la
vida. Éste es, según nuestra modesta opinión, el más alto grado
de conciencia política al que se pudo llegar desde esa tradición
de pensamiento.
El capítulo tercero es el más extenso de los que integran el
trabajo y ello por la razón de que encamina, en primer lugar, la
discusión a la que se había llegado según el sistema filosófico
kantiano y que por la vía de la discusión sobre la ética autónoma
había dado con el principio de totalidad, para ver en la filosofía
del derecho de Hegel un esquema de interpretación, en efecto,
más sistemático que el de Kant y que parte por no expulsar la
ética de la política sino por mirar en la eticidad del Estado el
despliegue de la totalidad, pero sin ver en ello el despliegue im-
perial y colonial del Estado moderno (por el contrario, para este
trabajo reside ahí una de las tesis importantes que se defienden
en estas páginas). En segundo lugar, se trabajan a detalle las
diversas dimensiones que la primera incursión de Marx en la
discusión sobre «lo político» llegó a vislumbrar (en los trabajos
que entre 1842 y 1843 consagró de la mano del método transfor-
mativo de Feuerbach a la crítica de la filosofía del derecho de
Hegel), y se sostiene la necesidad de valorar los alcances políti-
cos de la discusión de Marx a propósito del Dinero y del pasaje
del Dinero hacia el Capital, pues ahí se juega el sentido de la
crítica que Marx promueve y que es explicitado desde un locus
enunciativo que no podía ser más explícito: dice Marx, la crítica
debe lanzarse «desde el punto de vista del individuo vivo» (Marx,

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1989: 178). Es desde este ángulo y de este grado de conciencia
que se valoran los alcances de la teoría crítica para encaminar la
discusión en la dirección que nos marcan los tiempos actuales,
esto es, el apremio total por re-pensar la totalidad. En ese plano
las alternativas que se ofrecen encuentran por base el pasaje del
principio de totalidad hacia el proceso de totalización (la totali-
dad del orden dominante del capital es toda ella pretensión de
totalidad, nunca ontologización u completud, siempre contra-
dicción viva) y avanzan en dos vetas, por un lado, el discurso de-
colonial y, por el otro, los debates a propósito de la complejidad
y la termodinámica de la vida. El capítulo se cierra con una de
sus tesis más importantes: mostrar que el programa latinoame-
ricano de investigación de modernidad/colonialidad promueve
una labor de-constructiva. Destructiva de la colonialidad del
poder mundial, pues parte de la descolonización epistemológica
para dar paso, así, a una otra forma de comunicación intercultu-
ral que establezca formas nuevas, legítimas, que reclamen prác-
ticas y categorías de pretendida universalidad, o que se recla-
men con derecho a ser universalizables (no se trata de negar las
categorías universales sino que el modo en que legitimen su pre-
tendida universalidad obedezca a un principio democrático y no
a una lógica de poder). Esto es parte de una lucha por la libera-
ción, la liberación de todo poder que se organice sobre la base de
relaciones desiguales, discriminatorias, patriarcales, de explota-
ción-dominación y apropiación.
En el capítulo cuatro de este trabajo se hace explícito el lu-
gar al que nos va conduciendo la discusión de estas problemáti-
cas: la base social del fetichismo y la discusión, en analogía a
como Marx ha propuesto discutir el problema del valor, en rela-
ción con el problema del poder. En esta parte del trabajo se sos-
tendrá que Marx estudió el proceso de fetichización a tres nive-
les, el de la mercancía, el del dinero y el del capital, y que ya es
tiempo de que se trabaje la cuestión de la «fetichización del po-
der». Una de las discusiones que aquí se exponen descansa en la
tesis siguiente: En «lo político» nos encontramos con el desdo-
blamiento del ser y el ente, de la potentia y de la potestas. La
política en el marco del proyecto sociocultural moderno ha ter-
minado por ejercitarse de un modo fetichizado, pues con ella se
conforma al poder como dominación, como disciplinamiento, y
porque ello ocurre es que resulta necesario promover su reapro-

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piación por la comunidad. El poder no es algo que se toma, resi-
de en la comunidad política (en la comunidad de comunidades
que la conforman), el problema está en cómo y por quién se
ejerce. Avanzar en la des-fetichización del poder y la política,
deberá consistir en recuperar desde el soporte solidario de la
comunidad, desde la experiencia de lucha de «los de abajo» un
ejercicio solidario y pleno de la política, positivo y que busque
recuperar en la propuesta de la autonomía (como reconocimiento
de la condición plurisocietal de nuestras sociedades) formas de
organización de las comunidades, y los movimientos, en separa-
ción sí de la lógica estatal, pero con capacidad de rebasar la lógi-
ca de poder «de los que mandan mandando» para ceñir a éstos
(a los políticos, las instituciones y los representantes) en una
lógica del «mandar obedeciendo».
El capítulo cinco reconoce que en el trabajo de Enrique
Dussel se ofrece una teorización sistemática e histórica de lo
político que encuentra como una de sus proposiciones funda-
mentales, justamente, la discusión con la que habríamos cerra-
do el capítulo precedente, esto es, la de la fetichización del po-
der. Que éste sea el ángulo de conexión entre un capítulo y el
otro no quiere decir que a ello se limite la «Política de la libera-
ción», por el contrario, este esfuerzo está construido en una
disposición tripartita que combina historia, sistema y crítica,
por tal razón la exposición que de tal paradigma hacemos no
sólo es pormenorizada sino contextualizada al tratar de hacer
explícitos ciertos debates en los cuales se está pronunciando.
Un muy particular énfasis hemos puesto en señalar que la cate-
goría desde la que se enjuicia críticamente a la totalidad será,
justamente, la de exterioridad; y que el despliegue de la política
de la liberación se juega en el umbral de la totalidad vigente y
la posibilidad de emergencia de una nueva totalidad y que por
ello la política alternativa consiste en el entrecruzamiento y la
articulación de la trascendentalidad interna (lo ya subsumido
por el capital) y la trascendentalidad transontológica (lo no
colonizado por el capital). Dicha exterioridad será entendida,
entonces como afuera epistemológico como lugar de enuncia-
ción crítico de una totalidad cuya vocación es subsumir todo a
su lógica, sin poder nunca alcanzar tal pretensión. Ello en polí-
tica quiere decir desplazamiento de la potestas de la totalidad
vigente anterior por una nueva potestas en que se plasma el

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poder del pueblo como hiperpotentia que es capaz de darse nue-
vas mediaciones, nuevas instituciones que desplieguen a caba-
lidad el «poder obediencial».
En el capítulo final se comienza a esbozar una interpreta-
ción de las características de nuestra condición epocal, signada
por un verdadero cruce de tendencias que no permiten aventu-
rar opiniones, con grados mínimos de certeza, sobre cuáles de
ellas pudieran imponerse y, entonces, permitirnos advertir rum-
bos más precisos o probables. A pesar de ser el más breve de los
capítulos que integran este libro, se recogen y desarrollan una
amplia gama de los conceptos que a lo largo del trabajo se fue-
ron exponiendo para, en el marco de esta «incierta transición»
(signada por una crisis multidimensional y civilizatoria), desta-
car los contenidos y las formas, vaya, lo que se encuentra en
juego de no disponerse de una política reivindicativa, utópica,
esperanzada y de liberación, que esté mejor equipada para afron-
tar los desafíos actuales y las luchas futuras.

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CAPÍTULO 1
DERIVAS FILOSÓFICAS DE UNA NUEVA
LECTURA DE LA HISTORIA, MÁS ALLÁ
DEL EUROCENTRISMO Y LA COLONIALIDAD

El lento desvanecimiento de los absolutos de la Histo-


ria, según las historias de los pueblos inermes y domi-
nados, a menudo en vías, sin más, de desaparición,
pero que no obstante irrumpieron en nuestro teatro
común, acabaron por coincidir y contribuyeron a cam-
biar la mismísima representación que nos hacemos de
la historia y su sistema.
ÉDOUARD GLISSANT (2006: 20)

La explicación estándar del camino hacia la modernidad, o


si se prefiere, de la edificación del capitalismo como proyecto
que ha terminado por abarcar al mundo entero ha llegado a es-
tablecer un canon de lectura que aunque muy recientemente ha
visto resquebrajada su hegemonía discursiva no deja de ser asi-
milado como el «lugar común» en muchas discusiones; cuando
menos lo es así en las lecturas tradicionales y en los niveles de
formación medio superior y, me atrevo a pensar, en los estudios
de grado y aun en algunos de posgrado. Tal constructo establece
una articulación entre una teoría general de pretensión univer-
sal y una condición de especificidad que está en la base del pre-
tendido adelanto relativo que se le otorga a un complejo cultural
y geográfico (entidad que pasará a ser denominada Europa) que
tiende a despegarse y comandar al resto del mundo en un espe-
cífico momento de la historia y por razones también peculiares.
El relato hegemónico tradicional combina en su trama ele-
mentos de diverso orden que se van hilvanando en un todo que
se pretende coherente e irreprochable, pero que en su inicial
formulación está plagado no sólo de imposturas que se han re-
velado falaces; también de distorsiones que han sido evidencia-
das por investigaciones más recientes y crecientemente acredi-

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tadas; en tiempos más cercanos se han cuestionado también la
certeza en el señalamiento de los comienzos u orígenes de tal
proceso (la modernidad capitalista) y de sus fuerzas impulsoras
(los así llamados «milagros europeos», lo cual como categoría
de análisis no deja de hacer referencia a una raíz situada en la
propia cristiandad).

Imposturas y distorsiones: en la geografía y en la historia

Ya no estamos en los tiempos en que bajo el predominio de


las creencias religiosas y para hacer conciliar la física aristotéli-
ca con la filosofía tomista se sostenía «la teoría de las dos esfe-
ras» para poder dar entrada a la idea de la tierra plana cuya
superficie emergida situaba su centro en Jerusalén y se partía al
modo de una cruz dividiendo sus territorios entre los tres hijos
de Noé (correspondiendo a los tres grandes complejos poblacio-
nales que ya podían ser asimilados en una interconexión geocul-
tural en la gran masa geográfica euro-asiática-africana), tampo-
co en los momentos en los que el obispo de Usher se permitía
situar el momento del génesis u origen de la creación del univer-
so en la fecha del 4004 antes del nacimiento de Cristo, a las nue-
ve de la mañana, momento perfectamente situado —según su
formulación— por el meticuloso examen de las sagradas escri-
turas y por la genealogía de santos y otras celebridades, también
sacras, cuestión que es sostenida en fecha tan tardía como el
siglo XVII y hasta por gente como Kepler. Tanto una como otra
parametralización, de orden espacial (tierra plana, viejo mun-
do), como temporal (momento de origen de la creación, debida
a la Trinidad Divina), fueron cada una de ellas devastadas por un
conocimiento que se revelaba empírico y que estaría significan-
do una verdadera ruptura de la episteme asociada a tal patrón de
poder. Tanto el encuentro, invención, invasión o descubrimiento
del llamado «Nuevo mundo» como los conocimientos ya exis-
tentes de las culturas egipcias (entre otras) otorgarían una certe-
za, en el primer caso, poco a poco asumida sobre la redondez de
la tierra, y en el segundo, calibrarían con justeza lo insostenible
de fijar el origen de creación del universo (más allá de a quién se
atribuya tal suceso) en momentos en los que están en plena gran-
deza y majestuosidad otros complejos culturales: mesopotámi-

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cos, chinos o hindúes. Tanto en una como en otra situación los
argumentos vertidos por los viajeros (y que a su modo experi-
mentaban con la diversidad cultural y la existencia de otros pue-
blos) hacían una contribución fundamental para el nuevo tipo
de conocimiento que se estaba creando.
Al hacer crisis el antiguo modo de entender el mundo, emer-
gerá una nueva visión de la experiencia-mundo y nuevos ángu-
los desde los cuales enfocar las cuestiones humanas, tanto geo-
gráfica como cronológicamente. El cambio de perspectiva, sin
embargo, seguirá conservando de modos más sutiles y desvane-
cidos (menos patéticos) determinadas formas de producir invi-
sibilidad de territorios y prácticas humanas sobre las que la
modernidad va montando sus dispositivos de dominio y sojuz-
gamiento y que es necesario de-velar y des-encubrir. Este tipo de
situaciones, de un más sutil enmascaramiento de la realidad, se
basan en el sostenimiento de algunas distorsiones, tanto geográ-
ficas como arqueológicas, antropológicas e históricas.
La geografía misma presta uno de los fundamentos más ex-
presivos al eurocentrismo: «la tendencia a contrastar el resto [del
mundo] con un centro identificado con Europa» (Pániker: 2005,
17). Una manera inicial de identificar el eurocentrismo en geo-
grafía consistiría además en señalar su no correspondencia en-
tre el espacio habitado y el espacio habilitado para el sosteni-
miento de su «mundo de la vida». El eurocentrismo es, en dicho
plano, ejercido desde una doble mitología, la una, cartográfica,
la otra, metageográfica. En cada uno de esos ámbitos las críticas
que han podido hacerse a la visión convencional son severas y
altamente ilustrativas del proceder no estrictamente científico
sino ideológico y, por último, encubridor de lógicas de domina-
ción, explotación y apropiación.
En el marco de la cartografía, de la utilización del mapa
mundi, de los planisferios, de los globos terráqueos, lo que hay
es una geografía robada, como dice Eduardo Galeano, pues has-
ta el mapa miente. El proceder ha consistido en desplazar hacia
el Sur la línea del Ecuador para de ese modo obtener una figura-
ción en la que Europa, o si se prefiere, el hemisferio euroameri-
cano ocupa el lugar central de dicha cartografía, y de los contor-
nos delimitados, de los marcos espaciales a que obliga la utiliza-
ción de estas técnicas de representación del mundo. El resultado
de este proceder es evidentemente una doble distorsión, por un

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lado, dos terceras partes del mapa son utilizadas para presentar
al norte geográfico y sólo un tercio es ocupado por el Sur geo-
gráfico, por el otro, las superficies reales sufren modificaciones
en sus escalas de representación, Europa aparece (en la repre-
sentación cartográfica) ocupando una superficie mayor que Suda-
mérica cuando su geografía es casi la mitad que la de esta últi-
ma, de igual modo, Groenlandia figura en el mapa siendo más
grande que China y Escandinavia aparece más amplia que la
India. La cartografía en proyección Mercator es utilizada de
manera universal desde que a mediados del siglo XV fue desarro-
llada por el oriundo de Flandes, hoy Bélgica, Gerhard Kremer, y
aunque para el día de hoy se dispone del mapa que Arno Peters
ha desarrollado con apoyo de la UNESCO, no se puede sostener
que se haya superado el eurocentrismo en cartografía.
Un elemento adicional. Si la tierra corresponde a un cuerpo
celeste, que ocupa un lugar en el universo infinito, nada obliga a
mantener el norte en el norte, pues como diría el pintor urugua-
yo Joaquín Torres García «no debe haber norte, para nosotros,
sino por oposición a nuestro Sur. Por eso ahora ponemos el mapa
al revés, y entonces ya tenemos justa idea de nuestra posición, y
no como quieren en el resto del mundo. La punta de América,
desde ahora, prolongándose, señala insistentemente el Sur, nues-
tro norte» (Torres García, 1941).
Una segunda imputación a las, por algunos llamadas, «geo-
grafías de la dominación» se ejerce desde el lado de la metageogra-
fía y ahí lo que está en juego es la pretensión continental de Euro-
pa que desde una consideración más estricta no es sino una ex-
tensión peninsular en la masa continental euro-asiática-africana.
La cuestión aquí aludida podría comenzar por preguntar ¿qué es
un subcontinente? Más allá del uso del prefijo sub que atribuye
una condición de inferioridad (siempre se habló, por ejemplo, del
subcontinente indio, pero no así del subcontinente europeo) el
asunto apunta también a la otra cuestión ¿qué es un continente?
Ambos términos se han revelado altamente eurocéntricos y fuer-
temente sesgados, pues si bien la separación oceánica entre las
tierras emergidas puede dar legitimidad a separar Asia y África o,
con posterioridad, América (primero denominada «Las Indias»)
del viejo mundo, no era tal la condición para separar Europa de
Asia. Las razones que históricamente fueron aludidas terminaron
por otorgar condición continental a esta última región geocultu-

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ral, y por degradarle tal condición a espacios geográficos y cultura-
les de mayor amplitud o extensión geográfica, por no decir histó-
rica. La elevación a categoría analítica de la región geocultural
hindú, como «subcontinente indio» está asociada además a una
descripción de larga duración histórica y a la construcción de otro
mito, en esta ocasión, a la construcción del «mito ario» y de la
lengua indoeuropea (elaborado a finales del siglo XVIII por perso-
najes vinculados a la Asiatic Society y ligados laboralmente a la
East India Company, y recuperado por toda la antropología poste-
rior) el cual coloca en condición subalterna a los pueblos de an-
cestría árya de la India, o los ariya de raigambre persa, en relación
con los pueblos arios de la región noreuropea. En términos estric-
tos la palabra ario («noble» según su etimología sánscrita) no hace
sino manifestar el curso de una construcción que logra revertir y
convertir en su contrario lo que parece haber sido el trayecto de
relación entre tales complejos culturales, y el modo como origi-
nalmente ocurrió. Esto es, según el relato tradicional son los pue-
blos arios del norte de Europa (descendientes en los relatos mito-
lógicos de aquellos que cuestinaron los designos zoroástricos), los
que nutren cultural y lingüísticamente a los pueblos persa e hin-
dú, cuando se ha sostenido más recientemente que las corrientes
de influencia fueron a la inversa y se ha dudado incluso de la
existencia de tal raíz lingüística, esto es, del lenguaje indoeuropeo
como matriz de casi todo el conjunto de lenguas existentes. Es tal
condición de subalternización, en que es colocada la densa cultu-
ra hindú, la que le confiere esa larga duración a su calificativo
como «subcontinente indio». Otro aspecto relacionado con la cons-
trucción del llamado «mito ario», y no menor, es colocar en este
complejo cultural el punto de origen o desde el cual arranca la
cultura griega (cuna de la filosofía occidental), desestimando lo
que hasta antes del siglo XIX era aceptado, esto es, que la cuna de
la cultura griega correspondería a una doble raíz (egipcia y semí-
tica), de la cual no sería sino una derivación periférica (Bernal,
1993). La constatación que con tanta vehemencia ha señalado el
filósofo alemán Horst Kurnitzky, corresponde a un dato del que ni
siquiera Freud estaba enterado, y que compromete a uno de los
fundamentos de la práctica psicoanalítica, a saber:

[...] que el héroe griego Edipo y el faraón egipcio Ekhnatón eran


un mismo personaje. Debemos este conocimiento a la labor de

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Immanuel Velikovsky quien ha demostrado la identidad en la
historia de la vida del faraón egipcio con el mito de Edipo, hasta
en los detalles... Ekhnatón se casa con su madre Tiy, abandona
Tebas a los cinco años, funda una nueva ciudad, Akhet-Atón, jun-
to al Nilo, y al mismo tiempo hace de la religión del Sol (Atón) la
religión oficial del Estado [Kurnitzky: 1978, 78].

La vinculación de tan importante mitología griega a la cul-


tura egipcia hace parte del conjunto de hechos que Martin Ber-
nal documenta en su obra y que ubica, en los orígenes de tales
influencias, desde el tercer milenio antes de la era común: «las
palabras, topónimos y ritos religiosos de origen egipcio y semíti-
co [...] fueron introducidos en el Egeo en esa época» (Bernal:
1993, 43), y que tuvo una segunda oleada de influencias en dicho
sentido «en la época de los hicsos» esto es, entre el 1700 y 1500
antes de la era común.
El concepto de metageografía apunta a los discursos de agen-
tes e instituciones que modelan la conciencia y el imaginario
territorial de los ciudadanos y que ha cuajado en determinados
esquemas de división regional ampliamente asumidos y acepta-
dos desde un muy remoto pasado a través del cual ordenamos
nuestro conocimiento del mundo sin cuestionar los posibles ses-
gos culturales, ideológicos y políticos.1 Las metageografías de
las que Lewis y Wigen (1997) se ocupan, en su pionero trabajo,
incluyen el mito de los continentes, y las divisorias Norte-Sur
(de connotación socioeconómica), Oriente-Occidente (de con-
notación cultural), y Este-Oeste (de connotación bipolar, en el
marco de la guerra fría). La metageografía consistiría en un con-
junto de estructuras, patrones, cánones o modelos del espacio
mundial que intentando facilitar su entendimiento, de preten-
sión general o universal, no son en sí mismos ni absolutos ni
universalmente válidos, y pueden ser legítimamente cuestiona-
bles desde sus supuestos paradigmáticos o desde posturas extra-

1. Diferente es la acepción que metageografía adquiere en la argumenta-


ción de Milton Santos que la restringe en tanto filosofía menor para mejor
ubicarla en su parcela del saber que recupere de mejor manera la realidad
global, con ello la despoja de su sesgo metafísico y la carga de concreción, al
asumirla como «sistema de conceptos capaz de reproducir en la inteligencia,
las situaciones reales vistas desde el punto de vista de esa parcela del saber»,
noción quizás más modesta, pero que es inscrita en la ontología del espacio
que Santos procura (Santos, 2000, 96).

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paradigmáticas que se sirvan de nuevos conocimientos y técni-
cas cartográficas o de otro tipo (arqueológicas, satelitales, com-
putacionales) que permitan mostrar cómo determinadas ideas
geográficas se han hipostasiado en calidad de sentido común.
En esta dimensión de la metageografía puede ser inscrito el aporte
reciente de Boaventura de Sousa Santos en el sentido de que el
pensamiento occidental se ha estructurado a través del estable-
cimiento de líneas globales: tales fueron en el umbral del siglo
XV las del tratado de Tordesillas, correspondiente a la hegemo-
nía imperial hispano-lusitana;2 o en épocas más recientes la del
meridiano de Greenwich, que consolida la primacía del tiempo
abstracto del reloj, y de la precisión de los intercambios interna-
cionales, ya bajo la hegemonía británica; o el de la línea de Yalta
que estructura a la división bipolar, durante la guerra fría.
Al parecer, sin embargo, será imposible dejar de referirse al
conocimiento del mundo sin metageografías como imposible
dejar de referirse a Europa como continente, pues a fin de cuen-
tas éste remite, en otro sentido, a «una región cultural» (Lewis-
Wigen, 1997). Lo que sí debemos procurar es explicitar su geolo-
calización y la geopolítica de los discursos geográficos, que ya
está, incluso, como lo ha señalado Mignolo, altamente cargada
desde el propio siglo XV, o antes incluso, en los términos en que
es cartografiado el «viejo mundo» como el conjunto que integra,
casi en forma de cruz, los territorios pertenecientes a los tres
hijos de Noé, o que fueron atribuidos a éstos según fue sosteni-
do, en aquel tiempo, por san Jerónimo: a Cam el más desprecia-
ble de los tres, se le atribuye África, a Sem, quién ofreció espe-
ranzas y signos de buen comportamiento, corresponde Asia, y a
Jafet, el preferido de los tres y en quien se mira el aliento, la
expansión y la visión de futuro se le asigna Europa (Mignolo,
2003: 45 y ss.). Según el relato bíblico del Génesis en el episodio
en que Cam «mira la desnudez de su padre» (cuya connotación,
según Levítico, es sexual e incestuosa) éste es maldecido en él y

2. Fue justamente con motivo del desplazamiento de los límites que tal
línea global (del Tratado de Tordesillas) establecía que se desplegó toda la
confrontación asociada a la «guerra del Plata» y que convirtió en aliadas a las
metrópolis española y portuguesa para enfrentarse con los indios guaraníes a
mediados del siglo XVIII (entre 1754 y 1756, para ser más precisos) y que
darían también por resultado la expulsión de los jesuitas de los territorios de
ultramar en 1767 (Quarleri, 2009).

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en sus generaciones venideras, Noé maldice a Canaán,3 esto es, a
los hijos (africanos) de Cam, a ser siervos de siervos de sus her-
manos, esto es, de Sem, y de Jafet, quien además de tener por
siervos a los hijos de Cam puede habitar las tierras de Sem. El
panorama que aquí se dibuja en el sentido del tipo de relaciones
humanas que promueve y del curso y la forma del poblamiento
de territorios es, en esta construcción mitológica, como se apre-
cia, toda una alegoría geopolítica. A ese esquema corresponde el
agregado del «nuevo mundo» que, en su momento, en corres-
pondencia a los conjuntos de Asia, y África, recibe un nombre
que le feminiza y le designa a partir de ese momento como Amé-
rica (Mignolo, 2003).
A otro nivel volvemos a dar con una connotación altamente
cuestionable en la utilización de la variable geográfica y de su
lugar como dispositivo que explique las diferencias sociales, esta
vez hacemos referencia al problema del determinismo geográfi-
co. Si bien es cierto que ya Jerzy Topolski (1997) distingue en su
obra clásica entre fatalismo, posibilismo geográfico y determi-
nismo geográfico dialéctico, pareciera hacerse necesaria una
consideración algo más compleja del asunto, al modo de un des-
plazamiento de cualquier sesgo fatalista o teleológico, a la luz de
considerar variables que desde las interpretaciones ecológicas o
termodinámicas, están poniendo en el primer plano el asunto de
la ley de la entropía. Nos situamos ya lejos de aquellas teoriza-
ciones que asignan las venturas del capitalismo al clima templa-
do y que entienden el trópico como sinónimo del atraso o de lo
silvestre. En lugar de dicha acepción determinista, lo geográfico
parece asumir la connotación, en mayor correspondencia con lo
sostenido por Marx, de límite insuperable, de materialidad ago-
table si permanece o se agudiza la «interminable acumulación
de capital» que terminaría en el despliegue de su crisis (ésta se-
ñalada como interna, en la formulación de O’Connor (2001), por
comprometer los movimientos de la rentabilidad, ganancia y
plusvalía), por activar la contradicción externa (la que se da en-
tre el sistema del capitalismo y la naturaleza), y con ello los lími-
tes absolutos del capital (Mészáros, 1986, 2001).

3. Habría que ver, incluso si no hay alguna vinculación etimológica, ya


posterior, de Canaán con Calibán, más allá de la apuntada en la discusión de
tal anagrama por Fernández Retamar.

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Desde este punto de vista el aspecto geográfico del capitalis-
mo, de la modernidad y del propio sistema mundial asume ca-
racterísticas muy significativas, no sólo para teorizar a éste sino
para vislumbrar alternativas una vez que han comenzado a co-
nocerse las peligrosas sendas por las que transita su crisis. De la
mano de los asuntos geográficos y por la vía de la consideración
de la lógica del capital habrá de abrirse el tema al desafío am-
biental y ecológico y, por ello mismo, habremos de desplazar lo
geográfico, no al espacio (en tanto parámetro en que discurre lo
social y lo político) sino a la espacialidad (en referencia al cómo
los sujetos producen su espacio y al cómo se refieren a él, vale
decir, al cómo lo teorizan).
Más adelante, en el apartado que cierra este capítulo se su-
giere una interpretación que asume a lo geográfico como un
núcleo de discusión muy importante, el que tiene que ver con el
desplazamiento del mediterráneo-centrismo hacia la apertura
atlántica en los orígenes mismos de la modernidad.

El relato histórico convencional y la posibilidad de criticarlo

De la obra de Marx de 1857-1858, los llamados Grundrisse


(prácticamente desconocidos hasta su publicación en Berlín en
1953), fueron dos los fragmentos con los que empezaron a di-
fundirse en escala más amplia y con trayectorias encontradas.
Mientras la «Introducción general a la crítica de la economía
política» (Einleitung), conoce una temprana publicación por parte
de Kautsky en la Neue Zeit, en 1903 lo hace, sin embargo, en una
edición incompleta, defectuosa y que diverge notablemente del
original. Por el contrario, el texto de las «Formaciones económi-
cas precapitalistas» (las llamadas Formen) encuentran en el más
tardío año de 1956 a su principal difusor, el historiador inglés
Eric Hobsbawm, quien en un muy pormenorizado estudio in-
troductorio ya destacaba la importancia de este fragmento de la
obra y veía en un tono muy esperanzado la posibilidad de que
desde ese escrito se relanzara el debate historiográfico al seno
del pensamiento ligado a la tradición marxista. Pasarán algunos
lustros para que se haga eco a lo demandado por el historiador
inglés (en parte, en las discusiones tercermundistas y las teoriza-
ciones sobre el sistema mundial de finales de los años sesenta

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del siglo pasado), y en una consideración más estricta sólo has-
ta hace muy poco puede uno sostener que ello esté ocurriendo
(en el marco del proyecto de investigación de modernidad/co-
lonialidad latinoamericano o, más en general, en las discusio-
nes poscoloniales).
Si el relato de las Formen acude a una formulación proble-
mática de la linealidad progresiva en la historia, por el contra-
rio, el marxismo realmente existente hasta mediados del siglo
pasado (esto es, que compromete a los debates de la segunda y la
tercera internacional por igual) está colonizado por una formu-
lación de base Estado-céntrica que encuentra en el concepto de
«modo de producción», y en la sucesión ordenada y progresiva
de los mismos, su baluarte explicativo. Es así que el discurso
convencional tiende a verse soterrado en una recuperación de
un texto ciertamente circunstancial (ilustrativo, provisorio y re-
sumido), y que se sospecha debe más a la pluma de Engels que a
la de Marx (el Prólogo a la Contribución a la Crítica de la Econo-
mía Política de 1859), en el cual se da por sentado un curso lineal
y progresivo de la historia. El pasaje sería, entonces, de manera
mecánica y evolutiva y no compleja e histórica, desde el estadio
originario de comunismo primitivo, pasando por el «modo asiá-
tico» de la producción, la forma antigua, la feudal y la capitalis-
ta. A cada modo de producción, se supone, corresponde una for-
ma de trabajo, al modo antiguo la esclavitud, al modo feudal la
servidumbre, al capitalismo el trabajo libre y asalariado. Un solo
ejemplo bastará para darnos una idea del grado de confusión y
el desvío en la construcción de los objetos de estudio a que con-
duce tal orientación intelectiva. Se tiende a orientar un análisis
«clasista» de carácter muy reductivo, como aquél exclusivamen-
te pertinente a la situación capitalista, esto es, en la que impera
el trabajo asalariado libre, y se enarbola, entonces, una determi-
nada modalidad subjetiva, un determinado sujeto (la clase obre-
ra), una determinada revolución (de tipo europeo), cuando en
otras realidades imperará justamente, y en ello consiste su colo-
nialidad, una múltiple variedad de situaciones en la explotación
del trabajo no digamos ya, para situaciones del pasado sino para
nuestro más inmediato presente (régimen de mita o encomien-
da, servidumbre, trabajo forzado, esclavitud, asalariado, trabajo
en régimen de producción simple o para el auto-consumo, etc.),
y fueron otras las características de las revoluciones históricas

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en el siglo XX (campesinas, de imaginario popular), y las que nos
anuncia el siglo XXI (ya no sólo anti-imperialistas, sino de pre-
tensión anti-capitalista y anti-colonial).
Boaventura de Sousa Santos ha clasificado por ello, en sus
últimos trabajos, al pensamiento occidental como un pensamien-
to abismal, pues establece una serie de distinciones visibles (con
las cuales se teoriza una determinada situación), que están basa-
das, sin embargo, en distinciones invisibles que, justo por tal colo-
cación epistémica abren un hueco, una aporía, un distanciamien-
to de tal abismalidad que impide ver que las distinciones visibles
(modernas) tienen por base aquellas que son invisibilizadas en la
estrategia argumentativa (las distinciones o clasificaciones de la
colonialidad). Es así que, por ejemplo, en el terreno de la filosofía
política la distinción estado de naturaleza- estado civil, y el paso
en la sociedad europea hacia un estado civil-político, oculta que
en el resto del mundo impere una situación colonial de estado de
naturaleza y de estado de guerra que está en la base de la conquis-
ta de la civilidad en Europa. De igual modo, la imposición de la
monocultura del saber científico con base en la distinción verda-
dero-falso, encasilla a todo un conjunto de saberes como idolátri-
cos, legos, no científicos o pseudocientíficos. Por último, otro ejem-
plo, el pasaje, en el terreno de lo simbólico y del imaginario cultu-
ral, del universo mítico al del logos (véase infra capítulo dos), y la
posesión del logos por parte de una determinada cosmovisión,
ignorando que el propio logos (discurso racional), y el discurso
sobre el nacimiento del logos, es una construcción mítica (la de
una razón sin mitos).
De ello se pasa a colegir que lo que supuestamente pasó en
Europa, como sucesión lineal de modos de producción, pasó
igualmente para todo el mundo, esto es, se extrae de un caso par-
ticular y preciso, identificable históricamente, una teoría de ca-
lidad general y, por ello, universalizable al resto del planeta. El
relato histórico parte también de establecer una periodicidad de
franjas más amplias pero que aterrizan en la condición de Euro-
pa como la de privilegio al capitalizar el curso desde la edad
antigua, pasando por la edad oscura o media (que no es sino una
variante atribuible a los nueve siglos de la Europa bárbara, esto
es, a la correspondiente a la cristiandad occidental, por opuesta
a la cristiandad oriental o bizantina), terminología esta que se
encuentra en absoluta contraposición a la época más floreciente

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de las culturas musulmanas (pues será en dicha etapa cuando
más extendido se encuentra, y más floreciente está, el Imperio
Islámico), y que experimentará su momento cumbre en la edad
moderna (donde el concepto Europa se funde con el Occidente).
Es así que, en 1980, fecha de la edición italiana de su libro La
formación del mundo moderno, el historiador Alberto Tenenti no
duda en afirmar que «en la actualidad, se sigue aplicando la divi-
sión cronológica elaborada por los europeos en función de su
propia historia y de su modo de enfocarla» (Tenenti: 1985, 9).
Otro autor que logra sintetizar de modo inmejorable lo que está
en juego con este tipo de versión canónica de la historia que
mira el proceso como el «ascenso de Occidente», es el antropó-
logo Eric R. Wolff, por ello nos permitimos citarlo in extenso:

Nos han enseñado, tanto en las aulas como fuera de ellas, que
existe una entidad llamada Occidente, y que podemos pensar en
este Occidente como si fuera una sociedad de civilización inde-
pendiente de, y opuesta a, otras sociedades y civilizaciones. In-
clusive muchos de nosotros crecimos creyendo que este Occi-
dente tenía una genealogía, conforme a la cual la Grecia antigua
dio origen a Roma, Roma a la Europa cristiana, la Europa cris-
tiana al Renacimiento, el Renacimiento a la Ilustración y la Ilus-
tración a la democracia política y a la Revolución industrial. La
industria, cruzada con la democracia, produjo a su vez a Estados
Unidos, en donde encarnaron los derechos a la vida, a la libertad
y a la búsqueda de la felicidad.
Es engañosa esta pauta de desarrollo, primeramente porque
convierte la historia en un relato de éxito moral, en una carrera
en el tiempo en que cada corredor pasa la antorcha de la libertad
al siguiente equipo. De este modo la historia se convierte en un
relato sobre el desarrollo de la virtud, sobre cómo los buenos
ganan a los malos. Con frecuencia esto acaba convirtiéndose en
el relato de cómo los ganadores demuestran que son virtuosos y
buenos por el sólo hecho de ganar...
«Este esquema es engañoso en otro sentido. Si la historia no
es más que un relato sobre el desarrollo de un propósito moral,
entonces cada eslabón de la genealogía, cada corredor de la ca-
rrera se convierte en simple precursor de la apoteosis final...
[...]
[...] Ni la antigua Grecia, ni Roma, ni la Europa cristiana, ni
el Renacimiento, ni la Ilustración, ni la Revolución industrial, ni
la democracia y ni siquiera Estados Unidos fueron nunca una
cosa impulsada hacia su meta en desarrollo por algún empuje

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divino inmanente, sino más bien un conjunto de relaciones tem-
poral y espacialmente cambiantes y cambiables, o de relaciones
entre conjuntos de relaciones [Wolff: 2000, 4-6].

Crítica de los universales abstractos

Este discurso, el de la linealidad progresiva de la historia, y


que encuentra muchas variantes según la perspectiva discipli-
naria desde la que es formulado sostendrá una lógica diacrónica
que se desplaza de estados de salvajismo o barbarie hacia esta-
dos de civilización (en las disciplinas antropológicas o etnológi-
cas), de modos de producción que se suceden mecánica y deter-
ministamente (en economía y en sociología), del paso del estado
de naturaleza al Estado racional moderno (en filosofía política)
de la transición de la Antigüedad, a la Edad Media y luego a los
Tiempos Modernos (en las ciencias históricas).
Tal recitativo, decíamos, es un producto histórico preciso del
pensamiento ilustrado europeo y, sobre todo, del romanticismo
alemán del siglo XIX (Bernal, 1993), que ve en la construcción de
la entidad Europa, pero no de toda Europa (si recordamos la
famosa frase del siglo XIX de Alejandro Dumas padre, «África
comienza en los Pirineos», y ya presente de suyo en los Pensés de
Pascal, según refiere Boaventura de Sousa Santos en su más re-
ciente libro (Santos, 2009: 165), y también en los escritos del
abate Raynal o de Cornielle de Pauw, apreciaciones que fueron
luego absorbidas por Hegel (Gerbi, 1982), y que están presentes
también en Montesquieu (1984: 22) quien habla del Sur de Eu-
ropa y sostiene: «el equilibrio se mantiene por la pereza que ha
dado [la naturaleza] a las naciones del sur, y por la habilidad y
actividad de que ha dotado a las del norte»), pues se expulsa y se
categoriza al «Sur de Europa» como no siendo parte de la enti-
dad en que cristalizan las mayores virtudes de la civilización
emergente, como resultado de los valores ilustrados y del des-
pliegue de la razón que re-emerge o renace, y concretiza la edifi-
cación de la cultura moderna y occidental (en una época que no
podría ser anterior al siglo XVII, en que se combina la revolución
científica y la conformación de los Estados absolutistas, en las
tierras en que en su momento floreció, bajo Carlomagno, el im-
perio carolingio), con lo cual se expulsa a la modernidad tem-

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prana y al siglo XVI. Por ello, y expuesto con mayor precisión,
será la cristiandad latino germánica el lugar en el que se deposi-
ta el espíritu mundial y que, según el discurso canónico hegelia-
no, viene de Oriente hacia Occidente4 y encuentra ahí su realiza-
ción plena según la complementación argumental de Weber. La
Europa occidental, la de la cristiandad latino-germánica, ve en
la posibilidad de raptarle Grecia a las culturas orientales (de la
que ésta es producto en sus orígenes remotos, mesopotámicos,
egipcios y semíticos), la viabilidad de construirse su estirpe glo-
riosa. Si el origen de la Europa occidental está en Grecia, y la
cultura helénica estuvo basada en la esclavitud, el relato le da
condición de generalidad a tal estadio esclavista y a tan brutal
forma de trabajo, cuando no hay referente histórico que pueda
sustentar tal proposición.
La construcción histórica de la esclavitud ha correspondido
a las fases expansivas de las entidades imperiales, pues tiene por
base la negación ontológica del otro, racista y racializada, co-
rrespondiente a otra cultura, y la puesta en servicio ya no como
mano de obra sino en su negación existencial (que no física)
como sujeto, su consideración como objeto (de compra-venta)
en la multiplicidad de actividades, básicamente en labores ex-
tractivas de materias primas y metales preciosos o en la planta-
ción, pero no en exclusiva para ello, pues se despliega también
en el servicio personal (de ahí las figuras mitológicas de «la car-
ga del hombre blanco» o la demanda de actitud, la servicialidad
por parte de los esclavos en la forma de «La cabaña del tío Tom»
y el extrañamiento o represión de aquellos que demandan «un
trato como iguales»). En lo que respecta al sistema mundial
moderno el desboque de la trata de esclavos corresponde justa-
mente a dicha vocación colonial en el arranque de la moderni-
dad temprana, esto es, en el largo siglo XVI, y en el marco de la

4. Una de las contra-tesis más fuertes de la Política de la Liberación que


Enrique Dussel viene promoviendo sostendrá muy al contrario de Hegel que:
«El despertar moderno de Europa se produce desde el oeste de Europa hacia
el este y desde el sur más desarrollado [...] hacia el norte [...] Es ésta una
opinión que contradice todo lo que la historia tradicional nos enseña [...] el
inicio de la historia de la filosofía de América ibérica (o latina) no es sólo el
primer capítulo de la historia de la filosofía en la nombrada región geográfica,
sino es, junto con la filosofía española y portuguesa [...] el comienzo mismo
de toda la filosofía moderna en cuanto tal» (Dussel, 2007b: 191).

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triangulación atlántica. Los estudios más recientes y acredita-
dos sobre el tema apuntan a ello, al florecimiento del eje atlánti-
co como la disposición geohistórica que la reimpulsa, pero nun-
ca a una determinada generalidad o universalidad, como un paso
primigenio o anterior en la forma del trabajo para toda aquella
experiencia civilizatoria. En esta línea se ubican los aportes de,
entre otros, la escuela historiográfica que sigue en parte los pa-
sos de E.P. Thompson, en las obras de Peter Linebaugh y Marcus
Rediker (2005), Paul Gilroy (1992), Robin Blackburn (1997), Dale
Tomich (2004), o hasta Yann Moulier-Boutang (2006), o si se
prefiere ir más hacia atrás a los aportes verdaderamente pione-
ros de la escuela trinitaria (C.L.R. James, 2003; Eric Williams,
1964), o caribeña (Fernando Ortiz, 2002) y, que no por casuali-
dad son en quienes y desde donde se ubica, esta vez desde en la
isla de Martinica y en lengua franca, el relanzamiento, a media-
dos del siglo XX, de los debates poscoloniales: en la voz de Aimé
Césaire (2006), Frantz Fanon (2009) o Édouard Glissant (2004).
Más endeble aún es la generalización de la fase feudal, ya no
digamos para el mundo entero (muy a pesar de la argumenta-
ción anti-eurocéntrica de James M. Blaut 1978), sino para el pro-
pio interior de los reinos europeos. Complemento a esta genera-
lización de la situación feudal para Europa fue el universalizar
la transición que, para el mundo entero, iría del régimen feudal
hacia el modo capitalista de producción, lo que llevó a algunos a
postular la equivalencia o identificación del desarrollo capitalis-
ta con la proletarización tout court (es el caso, por ejemplo, de
Robert Brenner (1979) en su argumentación contra Wallerstein).
En efecto, es susceptible de ser postulado un desarrollo relativo
equivalente en los complejos culturales civilizatorios del inter-
conectado mundo afro-asiático-mediterráneo (o la red única de
ámbito hemisférico, en palabras de Blaut), no sólo para el um-
bral del siglo XV, sino incluso, como lo han sostenido hasta el
cansancio Samir Amin o Paul Bairoch, se puede sostener que las
diferencias relativas a la productividad social no son aún signifi-
cativas sino hasta mediados del siglo XIX. Pero ello no debe con-
ducirnos a defender la existencia de un feudalismo universal,
del que el Europeo, junto al del resto de otras formaciones feu-
dales del existente espacio hemisférico (afro-asiático-mediterrá-
neo) mantenía un desarrollo relativo equivalente antes de 1492
y, por ello, será un evento ciertamente externo o heterónomo a

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tal mundo equilibrado el que propiciará la emergencia del capita-
lismo no en «un feudalismo triunfante sino de las ruinas de un
feudalismo agonizante» (Blaut, 1978: 15) (como ha intentado
hacer Blaut para arrebatarle a Europa la centralidad en la cons-
trucción de la modernidad durante el período ilustrado del siglo
XVII). Muy al contrario, las equivalencias del desarrollo relativo
y en los niveles de la productividad social corresponderían, a
juicio nuestro, a la preponderancia social de la modalidad tribu-
taria de producción, como sostiene Amin (y no como producto
de un, en abstracto, definido «modo asiático de producción» o la
también muy difundida teorización del «despotismo oriental»),5
y es precisamente la debilidad de tal ordenamiento social y polí-
tico para las sociedades noreuropeas la que verá emerger el régi-
men feudal y tal debilidad en la estructura tributaria la que pro-
piciará el despliegue de la relación capitalista, con la ventaja que
le otorga el impulso a la acumulación de capital tras la conquis-
ta e invasión de América, pero nunca su mayor desarrollo relati-
vo, Europa está hasta esos momentos ensombrecida por el des-
pliegue cultural del mundo islámico y siguió manifestando una
condición periférica con respecto al centro del mundo que está
aún ubicado en el Asia Oriental, y hasta bien entrado el siglo XIX,
según se ha sostenido en los nuevos estudios históricos. El im-
pulso a la acumulación de capital le permitió sí a la Europa emer-
gente una alta posibilidad de bloquear o periferizar otros nú-
cleos de los que pudieron haber emergido brotes de relaciones
capitalistas auto-centradas.
El régimen feudal tuvo un alcance más limitado de lo que tal
teoría general puede admitir y fue el correspondiente al modelo
franco o romano-germánico, si acaso ampliable, con sus varian-
tes, y a realidades delimitadas en el tiempo, al principado ruso, a
la China de la dinastía Chou, y al shogunato japonés. Un acredi-
tado historiador como Otto Hintze, que escribiendo con toda la
carga de finales del siglo XIX y principios del XX, se cuida de
advertirnos que «tenemos que abandonar el prejuicio, puesto
rápidamente de moda, de que el feudalismo es un estadio transi-

5. Hay que decir, en descargo del clásico, que Marx mismo se llegó a des-
prender del término «despotismo oriental» en su etapa tardía (en las cartas a
Vera Zasulich, por ejemplo, no figura tal concepto), pero sin por ello volver al
unilinealismo, subproducto del evolucionismo progresista (Shanin, 1987).

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torio general, por el que todo pueblo tiene que pasar una vez»
(Hintze, 1968: 54), y aporta sus razones cuando sostiene que «el
feudalismo en sentido pleno, es decir, tomado estrictamente, se
limita propiamente a los Estados sucesores del Imperio carolin-
gio, es decir, principalmente, a Francia y Alemania, con trozos
de Italia y España, pero que en torno a este núcleo propiamente
románico-germánico se extiende una zona de formaciones de
Estados que no tienen una constitución propiamente feudal en
el sentido histórico-jurídico, por haber permanecido más o me-
nos inafectadas por el movimiento imperialista histórico univer-
sal que abarcó a Francia» (Hintze, 1968: 56). Incluso en los nue-
vos estudios históricos que tratan de reivindicar (en la línea se-
ñalada por Jacques Le Goff, Alain Guerreau, Robert Fossier, entre
otros), la pertinencia de pensar históricamente desde una «larga
edad media» (con lo cual se elude la carga del Renacimiento y se
identifican no uno sino varios renacimientos), se tiene cuidado
en señalar los límites que competen y los procesos que se aso-
cian a lo que algunos han comenzado a llamar «la civilización
feudal» (Baschet, 2009) que correspondería al proyecto que des-
de tiempos del imperio carolingio trata primero de desprender-
se de la tutela del imperio de Bizancio (en la que se ubica Cons-
tantinopla, por ello denominada la «Segunda Roma»), esto es,
de la tutela de la cristiandad oriental. Será endeble, sin embar-
go, la supuesta autonomización por parte del imperio carolin-
gio, incluso en el marco de la jerarquía católica y seguirá en
condición de cristiandad condenada a bifurcarse, tras la crisis
de Bizancio (obra ésta de la expansión del imperio otomano que
invade Constantinopla en 1453, y pasa a nombrarla Estambul),
en el proceso que verá emerger el proyecto de erigir a Moscovia
como la «Tercera Roma» y verdadero bastión de la iglesia orto-
doxa, por diferencia con respecto a la católica, apostólica y ro-
mana. Tal civilización feudal, la de la cristiandad occidental, se-
gún el argumento ofrecido por Jérôme Baschet, tendría sí el
empuje necesario para exportar tal modelo eclesial de poder hacia
las tierras americanas colonizadas por tales imperios.
Tal empuje expansivo para exportar el poder de la institu-
ción eclesial que no la forma feudal (en ello no podemos seguir
el argumento de Baschet), le da a la Europa de la cristiandad
occidental latino-germánica la posibilidad de periferizar los com-
plejos culturales del Nuevo Mundo pero no todavía la capacidad

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de arrebatarle la hegemonía mundial al gigante asiático, que se-
guirá conservando el lugar de privilegio como centro de tal eco-
nomía global unos cuantos siglos más. Tiene razón André Gun-
der Frank en advertirnos sobre la centralidad de la región orien-
tal de Asia en la economía global, mucho antes del moderno
sistema mundial y con hegemonía hasta bien entrado el siglo
XIX, pero tampoco consideramos que sea necesario ampliar el
alcance del concepto «acumulación de capital» más hacia atrás
del sistema mundo moderno, confundiéndolo en todo caso con
la acumulación de dinero, metales preciosos o tesoro. Frank, en
ello, lo que manifiesta es la confusión que derivaba de su análi-
sis por no tener suficientemente desarrollada la distinción entre
valor de cambio y forma valor, pero ello da para otro debate.
Demos un paso atrás, entonces, en nuestra argumentación y vol-
vamos sobre la sucesión de los modos de producción.
En este nivel argumentativo estuvieron concentrados los de-
bates sobre la transición del feudalismo al capitalismo (el famoso
debate entre Dobb-Sweezy) que durante la primera mitad del si-
glo pasado dominaron el debate historiográfico entre los marxis-
tas y que sorprendentemente alcanzó un grado de teorización y
en gente seria, acreditada y en cierto modo, políticamente de iz-
quierdas (Rodolfo Puiggrós, Ernesto Laclau o Marcelo Carmagna-
ni) que buscaba la imposibilidad y las dificultades del desarrollo
del capitalismo en la región latinoamericana (y, con ello, la impo-
sibilidad de trascender también al capitalismo) en la especifici-
dad y atraso de la feudalidad que se hubo desarrollado en la re-
gión. Sin advertir todavía que la explicación del «atraso» en Amé-
rica Latina no se hallaba en el cambio de matiz de las teorías
dualistas sino en su necesaria sustitución. A lo que deseamos apun-
tar con este argumento es a otra línea de trabajo en la que los
aportes del nuevo enfoque histórico serán también significativos:
el pasaje de los debates sobre la transición del feudalismo al capi-
talismo hacia la crítica de las teorías del desarrollo.
El esquema teórico del dualismo social postula «una teoría
para una parte de lo que ha sido un sistema mundial económico
y social durante medio milenio [y construye] ...otro patrón y otra
teoría para la otra parte de este mundo» (Frank, 1971a: 96). Las
consecuencias de este enfoque no se detienen en el plano teórico
sino cobran forma como sugerencias políticas; puesto que se
termina sugiriendo que una parte del sistema (Europa Occiden-

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tal y América del Norte), «difunde y ayuda a desarrollar la otra
parte» (Frank, 1971a: 96) (Asia, África y América del Sur), y «que
el despliegue por parte de los países subdesarrollados y sus me-
trópolis nacionales está obstaculizado por el freno que represen-
tan entre ellos, sus lentas y atrasadas regiones interiores» (Frank,
1971a: 79). Por el contrario, el esquema sugerido por André Gun-
der Frank,6 propone ya desde 1966 estudiar el subdesarrollo lati-
noamericano como «el resultado de su participación secular en
el proceso del desarrollo capitalista mundial» (Frank, 1971b: 106),
con lo cual se tratan de superar las aporías detectadas en la so-
ciología convencional del desarrollo: «El sistema social que es
hoy la determinante del subdesarrollo no es, de ninguna mane-
ra, ni la familia, ni la tribu, ni la comunidad, ni una parte de la
sociedad dual, ni incluso [...] ningún país o países subdesarrolla-
dos tomados por sí mismos» (Frank, 1971a: 28) sino la unidad
conformada por el sistema capitalista en su conjunto.
Las imputaciones en este terreno no se reducen a los esque-
mas modernizantes que explican las sociedades atrasadas desde
un enfoque muy influido por la antropología cultural (que opone
lo tradicional a lo moderno); por ello, no es casualidad que la
crítica más severa a los enfoques dualistas difusionistas vayan de
la mano de los planteos de André Gunder Frank, quien no hace
sino desarrollar, en todas sus consecuencias, la ruptura —con di-
chos enfoques antropológicos— ya presente en los trabajos pio-
neros de Robert Redfield (Frank, 1971a: 28). Las críticas tampoco
se restringen a los desarrollismos estructuralistas, que si bien expli-
can los problemas de nuestras sociedades como problemas es-
tructurales, y en tal medida caracterizan como posible alcanzar el
desarrollo a condición de llevar a cabo importantes reformas es-
tructurales (agraria, tributaria, administrativa, renegociación de
los términos del intercambio, políticas adecuadas de sustitución
de importaciones); sin embargo, adolecen del mantenimiento de la
perspectiva modernizadora que hace aparecer el dualismo estructu-
ral en una perspectiva política en la que es posible llevar a cabo una
transición de lo tradicional a lo moderno en formas más ordenadas,

6. Quien habiendo nacido en Berlín en 1929, y habiéndose formado en Eco-


nomía en la Escuela de Chicago —en momentos en que son muy influyentes
tanto Friedman como Haberler—, sin embargo, desarrollará el grueso de su
pionera propuesta crítica en América Latina, región en la que desarrolla su
actividad desde 1962 y hasta que se lo permite el golpe militar de Chile en 1973.

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menos traumáticas, siempre y cuando se influya en la dinámica
interna de nuestras sociedades. Ambos enfoques, como lo planteó
también Frank, no hacían sino expresar con elocuencia que los
«dualistas [...] resultan unos esquizofrénicos intelectuales y políti-
cos» (Frank, 1971a: 97). Los nuevos enfoques, que se están inau-
gurando con planteos como los esgrimidos por Frank, también
pretenden llevar a cabo una severa crítica a las posturas del llama-
do «marxismo tradicional» vinculado a la Tercera Internacional,
que llegó también a sostener su propio dualismo, esta vez afir-
mando que en nuestras sociedades se registraba la convivencia
del modo de producción feudal y el capitalismo. Políticamente
dichas propuestas eran sintetizadas por los partidos comunistas,
bajo la directriz del PCUS, en su insistencia en las alianzas obrero
campesina y populares con la «burguesía nacional» (Sonntag,
1989). Esta política venía siendo instrumentada desde la década
del treinta del siglo pasado, cuando la Tercera Internacional adoptó
la línea del «Frente popular» (Revueltas, 1982).
La aparición de un nuevo enfoque se estaba ya avizorando a
través del cuestionamiento de dicha generalidad en las formas so-
ciales y de la universalización de tal transición y de sus puntos de
partida (feudales) y de llegada (capitalista). La actualización de tal
enfoque lineal y progresivo en los debates de la modernización
tomo también dicha forma con puntos de partida (sociedades atra-
sadas) y puntos de llegada (desarrollo), ahistóricos y estáticos. Pero
romper con esta estructura mental y esta forma de interpretación
(colonialismo intelectual, colonialidad del saber) exige cuestionar
no sólo la generalidad de la teoría sino también su peculiarismo, y
las razones que se aducen para tal peculiaridad.

Crítica de la especificidad formal

Ya desde la introducción a su La ética protestante y el espíritu


del capitalismo, Max Weber plantea que a finales del siglo XIX e
inicios del siglo XX se están experimentando, o mejor consoli-
dando, ciertos «fenómenos culturales» propios o característicos
de Occidente que, a su parecer, marcan una «dirección evolutiva
de universal alcance y validez» (Weber, 1996: 9). Fenómenos cul-
turales que tendrían por base a un conjunto de conceptos, orga-
nizaciones y reglas racionales: hechos que tendrían a la raciona-

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lización como su impronta y al cálculo como inherente. Se veri-
fica en Occidente una «forma de capitalismo» no conocida en
ninguna otra parte del mundo, la «organización racional capita-
lista del trabajo formalmente libre» (Weber, 1996: 16). Para We-
ber, el problema central «en una historia universal de la cultura»
no sería la sucesión de formas de capitalismo (del desarrollo de
la actividad capitalista, desde el capitalismo aventurero al racio-
nal, o si se prefiere de las formas primigenias del capital usura-
rio o comercial al modo de producción específicamente capita-
lista), sino «el del origen del capitalismo industrial burgués con
su organización racional del trabajo libre [...] el del origen de la
burguesía occidental con todas sus características» (Weber, 1996:
19). El moderno capitalismo industrial racional, consumación
del ideario de la modernidad occidental, tiene por base, en el
planteo weberiano, un racionalismo específico y peculiar de la
civilización occidental. El «racionalismo económico» aparece
como el «motivo fundamental de la moderna economía».
Weber piensa, al igual que Hegel, el fenómeno de la moder-
nidad desde el horizonte eurocéntrico,7 como patrimonio exclu-
sivamente europeo, cuyos desarrollos datan de la Edad Media,
el Renacimiento, y la Ilustración, y se extienden posteriormente
a lo largo del mundo. Un conjunto de características excepcio-
nales, internas de Europa le permiten superar —esencialmente
por su racionalidad— a todas las otras culturas. La singular ra-
cionalidad europea —en este enfoque— es más eficaz que el con-
junto de otras posibles racionalidades que hayan existido en otras
culturas. En el planteamiento de Weber el comportamiento bur-
gués constituye un estilo y no la renuncia al o del otro estilo de
vida (Weber, 1996: 261). Sin embargo, desde nuestro punto de
vista, este espíritu (este estilo de vida) se afirma por la negación
y refuncionalización de las formas tradicionales, comunitarias,
intersubjetivas, precapitalistas, de acometer el proceso de co-
nexión entre el conjunto de capacidades y el sistema de necesi-
dades propio de las otras culturas, de los otros entendimientos
del «mundo de la vida».
Filosóficamente, Hegel expuso la tesis de la modernidad di-
ciendo que «el espíritu moderno es el Espíritu del Nuevo Mun-

7. Reconocemos, al tiempo que recuperamos, la pertinencia crítica del plan-


teo que Enrique Dussel avanza como crítica al paradigma eurocéntrico, en
dos de sus aportaciones (Dussel, 1992, 1997).

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do, cuyo fin es la realización de la verdad absoluta, como auto-
determinación infinita de la libertad, que tiene por contenido su
propia forma absoluta» (citado en Dussel, 1997: 75), el espíritu
europeo se autodetermina «sin deber nada a nadie», sin ser re-
sultado de un proceso histórico de articulación-subordinación
del conjunto de regiones y culturas del mundo. En otra parte,
Hegel mismo lo plantea del siguiente modo: «el principio del
espíritu libre se ha hecho aquí bandera del mundo, y desde él se
desarrollan los principios universales de la razón [...] La cos-
tumbre y la tradición ya no valen; los distintos derechos necesi-
tan legitimarse como fundados en principios racionales. Así se
realiza la libertad del Espíritu» (citado en Dussel, 1992: 29). Y en
otra de sus obras, «contra el derecho absoluto [que el pueblo
dominante en esa época de la historia mundial] tiene por ser el
portador actual del grado de desarrollo del Espíritu mundial, el
espíritu de otros pueblos no tiene derecho alguno» (citado en
Dussel, 1997: 30).
El capitalismo europeo occidental se presenta como culmi-
nación del espíritu de la historia mundial, el capitalismo es la
realización de un espíritu sólo propio de la cultura occidental (el
cual pretende descifrar Weber) o es la culminación misma de la
idea, del espíritu de la historia mundial hecha forma social que,
mientras en Hegel era la divinización del Estado alemán, en
Weber es la pseudosecularización de la cristiandad romano-ger-
mánica, el desencantamiento de un Dios que no ve con malos
ojos la creación o acumulación de riquezas, sino su desborda-
miento en el uso.
A diferencia de ambos enfoques, según nuestra opinión, la
modernidad no es un fenómeno exclusivo de Europa como sis-
tema independiente (tal cual cree Weber), autopoiético, autorre-
ferencial, que se autodetermina (como piensa Hegel), sino de
Europa en su camino a erigirse como centro del sistema, lo cual
le llevará unos cuantos siglos.
El análisis de Weber, en primer lugar, parte de hacer explícitas
las características que cuentan como las preponderantes de la
modernidad Occidental capitalista (hechas explícitas en la intro-
ducción a su Ética...) y que, a nuestro juicio, figuran como premi-
sas de su investigación, desde las cuales está pensando la existen-
cia de un «espíritu capitalista específicamente moderno» (Weber,
1996: 60) relacionado de manera más adecuada con un compor-

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tamiento del hombre, con una ética económica propia del «actor
racional» (a pesar de que la introducción de la obra se escribe más
de diez años después que los dos ensayos que conforman el li-
bro).8 Weber se propone, en segundo lugar, presentar como obje-
tivo de su Ética... el estudio de la influencia de ciertos ideales o
principios religiosos en la formación o conformación de una de-
terminada mentalidad económica: un ethos económico. Para ello,
nuestro autor se centra en las conexiones de la ética económica
propia o única posible de la modernidad con la ética racional
del protestantismo ascético, y las asume como uno de los aspec-
tos de la relación causal (averigua cómo la disciplina ascética pro-
pia del puritanismo calvinista potencia un tipo de comportamien-
to o mentalidad económica). Otro aspecto estaría conformado por
el estudio de «las conexiones que las más importantes religiones
habidas en el mundo guardan con la economía y la estructura
social del medio en que nacieron» (Weber, 1996: 22); para de ese
modo declarar qué elementos de la ética religiosa occidental (el
protestantismo) son imputables causalmente (tienen por causa) a
dichas circunstancias sociológicas (la economía y la estructura
social) propias de Occidente «y no de otra parte» (objetivo, que
sin embargo, se sale de las pretensiones del texto que venimos
comentando, y no es más que anunciado).
Si bien algunos autores han planteado que la discusión de
Weber en su Ética... va dirigida hacia Marx, más precisamente a
un materialismo determinista en parte heredado por Engels,9 para
otros la discusión se encamina, por la vía del historicismo ale-
mán,10 hacia la argumentación de Adam Smith (Marshall, 1986),
respecto a las motivaciones exclusivamente egoístas del Homo
oeconomicus. A diferencia del economista escocés, para el soció-
logo alemán será el entrecruce de los fines, su interdependencia o

8. Sobre la importancia de un análisis genealógico del planteo weberiano:


Marshall (1986).
9. Tal es la opinión, por ejemplo, de Jean Marie Vincent, quien afirma que
«La ética protestante y el espíritu del capitalismo, constituye [...] un trabajo
metodológico concebido como un enjuiciamiento del materialismo histórico»
(Vincent, 1977: 149).
10. Evidentemente, la obra de Weber se inscribe y relaciona, en parte, con
uno de los períodos más florecientes del pensamiento alemán y en particular
de la «escuela histórica alemana», entre cuyos exponentes se cuentan Werner
Sombart, Gustav Schmöller y Ludwig J. Brentano.

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complementariedad (sea en operaciones de compra-venta, con-
tratos, etc.), su oposición potencial o real, a pesar de la reciproci-
dad en los intercambios (aunque en algunos casos no medie afán
de lucro), lo que favorece la sistematización y organización racio-
nales de los medios lícitos y eficaces. La racionalización provoca
el predominio de los medios socialmente organizados sobre los
fines particulares, en palabras de Vincent, «la racionalidad se im-
pone a los individuos como algo exterior y que los sobrepasa, como
algo que ordena el kaleidoscopio de los fines sin que influyan las
voliciones personales» (Vincent, 1977: 173).
Lo cierto es que la noción de un tal «espíritu del capitalis-
mo» («pura demanda de un comportamiento humano estructu-
ralmente ambicioso, racionalizador y progresista», Echeverría,
1994: 18), es entendida por el sociólogo alemán como la acción
racional que explica la mentalidad económica más propicia para
el desarrollo del capitalismo, de la modernidad capitalista. Di-
cha racionalidad responde a la lógica medio-fin como ética del
estratega empresarial que minimiza el riesgo a través de ciertos
medios, al tiempo que maximiza incesantemente el beneficio
como fin en sí mismo (Marshall, 1986 y Collado, 1996).
El «espíritu capitalista» es presentado como obligación por
parte del individuo de aumentar su capital (es propiamente una
«filosofía de la avaricia»). Weber mismo lo define como la «men-
talidad que aspira a obtener un lucro ejerciendo sistemáticamente
una profesión» (Weber, 1996: 68), obteniendo con ello, dice nues-
tro autor, «una ganancia racionalmente legítima» (Weber, 1996:
68): el hombre debe experimentar una «necesaria entrega a la
profesión de enriquecerse» (Weber, 1996: 76). El «actor econó-
mico racional» aparece motivado por un tipo de conducta, por
un modo de comportamiento (la ética protestante es vista como
«la pura oferta de una técnica individual de autorrepresión pro-
ductivista y autosatisfacción sublimada» (Echeverría, 1994: 18).
Por el contrario, en la economía clásica burguesa el actor apare-
ce orientado sólo por consideraciones económicas egoístas, cuya
acción privada consigue fines públicos11 o el aseguramiento del

11. Mientras Adam Smith habla desde la naciente burguesía industrial, el


incómodo pensamiento de Bernard Mandeville (por cínico, escandaloso y
humorista) habla desde la fracción hegemónica de su tiempo, el capital mer-
cantil. Su propuesta es el paradigma de la moralidad pública del mercantilis-
mo, formulada en la fábula de las abejas: vicios privados, virtudes públicas.

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«interés general», por la actuación de la «mano invisible» del
mercado. En el análisis weberiano el ethos propio del protestan-
tismo ascético y laico conduce a la «racionalización de la activi-
dad económica», la seculariza, la libra de las constricciones reli-
giosas, pues Dios ya no condena el enriquecimiento sino el dis-
frute del lujo desmedido. El capitalismo aparece como obra de
empresarios audaces que lo desarrollan progresivamente
(Freund, 1988). En la Teosofía protestante de la cristiandad lati-
no-germánica el hombre sirve a Dios al dedicarse en cuerpo y
alma a la profesión de enriquecerse, lo honra y evita su condena.
Elude el pecado, el abandono del «estado de gracia» al no permi-
tirse un disfrute desmedido, ostentoso, de la riqueza. Es a esa
nueva mentalidad que Weber llamará «espíritu del capitalismo».12
El capitalismo no tendría por esencia, por base, como su
espíritu, el afán de lucro, la tendencia al enriquecimiento, la
ambición, sino el freno, «la moderación racional de ese impulso
irracional lucrativo» (Weber, 1996: 13); el ethos capitalista busca
contener el impulso, la pulsión irracional de la relación con la
riqueza producida por parte del propietario del capital (repre-
sión de la relación con la riqueza como si se tratara sólo de un
valor de uso, frenar la entrega al goce concreto de la misma). La
disciplina, represión o contención del conjunto de pulsiones (na-
turales), para la productividad y su aumento, donde el mejor
disfrute lo constituye la ascesis,13 se presenta como el disciplina-
miento racional encaminado al elevamiento calculador y orga-
nizativo de la productividad del trabajo en la búsqueda del acre-
centamiento de la riqueza, no para el «disfrute irracional» sino
como un fin en sí mismo (la actividad concreta-productiva del
hombre termina subordinándose al automatismo de un meca-
nismo abstracto, la persona y su actividad productiva no son
sino objetos del auténtico sujeto automático, del capital como
valor valorizándose, del ordenamiento no intencional). Esta
«moderación racional» en su desarrollo más reciente (dentro del
pensamiento económico burgués, en la escuela neoclásica) co-

12. Aunque no es el propósito fundamental de este apartado, pueden ras-


trearse las especificidades y diferencias del análisis acerca del espíritu del ca-
pitalismo en Werner Sombart, en su obra publicada en 1913, que es contem-
poránea de la de Max Weber (Sombart, 1972).
13. Palabra cuyo significado aplicado a la vida moral plantea que «la vir-
tud significa limitación de los deseos y renuncia» (Abbagnano, 1996).

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bra la forma de un exhorto a la virtud de la humildad, de una
predica del sometimiento a los indicadores del mercado. Esa
exigencia de humildad ante el mecanismo sistémico del merca-
do, estaría en la base del individualismo. En Friedrich Hayek,
padre fundador del neoliberalismo, es muy explícita esta devo-
ción por la humildad cuando afirma: «La orientación básica del
individualismo verdadero consiste en una humildad frente a los
procedimientos» (citado en Hinkelammert, 1982: 54). El mismo
sentido está presente en Weber: tanto la lógica del mercado como
el desarrollo de la tecnología aparecen como el desarrollo de la
acción racional, como su estructuración por encima de criterios
y voluntades (valores) individuales y sociales, como desarrollos
naturales y neutros. La tecnología se impone como componente
de las relaciones de competencia en el mercado, resultado de la
racionalización (instrumental) de la propia organización social,
de su proceso de «estructuración». Sin embargo, no hay tal au-
tonomía aparente, tal neutralidad de la técnica, esta última:

[...] no hace más que traducir la autonomización de la esfera de


la organización social y de la organización de la producción con
respecto a los agentes de la producción (explotadores o explota-
dos) a causa de su subsunción en el capital: en semejante contex-
to, la búsqueda de la plusvalía se identifica con la búsqueda de la
eficiencia y de la mejor tecnología posible y se presenta única-
mente como la acumulación de progresos inevitables y cuantita-
tivamente mensurables [Vincent, 1977: 179].

En descargo del sociólogo alemán puede esgrimirse que en


su Ética... le interesa indagar sobre el espíritu del capitalismo y
no sobre el capitalismo en cuanto tal; sin embargo, al parecer
Weber asume como la esencia de este último la acción económi-
ca racional, de suerte que en ese elemento sustancial se hace
muy difícil la posibilidad de historización. Con ello, su análisis
termina dejando mucho que desear si se compara con el proce-
der de Marx. Para este último, al definirse esencialmente al capi-
talismo como una relación social de explotación, la capacidad
de historización nos entrega un conjunto de categorías que nos
explican e ilustran el desarrollo de la relación capital y las fases
distinguibles por los cambios en las formas de explotación del
trabajo y por la subsunción (en escala planetaria) del proceso de
reproducción social a la lógica de valorización del valor (catego-

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rías tales como «relación capital», «modo de producción capita-
lista», «subsunción formal y real», y sobre todo, «modo de pro-
ducción específicamente capitalista»). Hay ahí una veta catego-
rial no sólo para periodizar el hecho capitalista sino para señalar
su historicidad y sus formas complejas de expansión y profundi-
zación en su vocación planetaria de implantación. Ello tendría
por base el aprovechamiento de tal horizonte de visibilidad y no
su desperdicio como ocurrió en los años ochenta y noventa del
siglo pasado a propósito de los debates sobre la globalización.

El debate en el terreno de la historia. Discurso convencional


y otras visiones

No hemos encontrado una mejor forma de comenzar este


apartado que con el dictum de Samir Amin cuando nos propone
que «no hay teoría del capitalismo distinta de su historia. Teoría
e historia son indisociables» (Amin, 2003: 43), que no es, en nues-
tra opinión, sino una forma de expresarse ante una de las propo-
siciones más importantes, en nuestra opinión, que están en el
núcleo de lo propuesto por Marx ya desde el año 1845 en que
escribe La ideología alemana, a saber: la tensión dialéctica y el
antagonismo conflictivo de las categorías y las mediaciones so-
ciales, dicho con más claridad, las ideas no explican a la historia,
es la historia la que explica las ideas. Hagámoslo más explícito
en los propios términos con que Marx lo sostiene al inicio de
dicha obra, en el Capítulo I: «Feuerbach. Contraposición entre
la concepción materialista y la idealista (introducción)»:

[...] mantenerse siempre sobre el terreno histórico real [...] no


explicar la práctica partiendo de la idea [...] explicar las forma-
ciones ideológicas sobre la base de la práctica material [...] [Marx-
Engels, 1987: 40].

Ampliemos un poco más para alcanzar a recuperar el territorio


de lo real en que queremos ubicarnos. Se trata de problematizar
acerca de lo que hemos mencionado y que más adelante tratare-
mos con mayor detenimiento (véase infra capítulo tres) en tanto
emergencia del «nuevo enfoque», de la «nueva lectura de la histo-
ria» y de las propias derivas filosóficas que tal lectura propicia, ¿qué

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es lo que queremos decir con tal denominación? ¿Hacia dónde en-
caminamos nuestra proposición? Ello, sin duda, nos exige pronun-
ciarnos a propósito del problema de la historia, pero también de
algo más amplio que por ahora denominaremos «pensamiento so-
cial» y de las constricciones que parecen detectarse en su construc-
ción, también histórica, y las emergentes aporías que van siendo
detectadas. Anomalías, les llama Kuhn, que es el modo en el que,
sostiene, son sustituidos los paradigmas de conocimiento.
Fernand Braudel ha sostenido que «la historia no es otra
cosa que una constante interrogación a los tiempos pasados en
nombre de los problemas y curiosidades [...] del presente que
nos rodea y nos asedia» (Braudel, 1992: 7). Y, en efecto, pode-
mos comenzar por tal acepción; interrogamos al pasado por
nuestro deseo, por nuestra necesidad de interrogar al presente,
y es desde nuestros problemas del presente que hacemos la
incursión hacia problemas o temas del pasado. Ahora bien, a
ello no se reduce esta interacción de las escalas temporales, o
esta interacción de las finalidades al emprender el análisis his-
tórico, más aún cuando lo que está involucrado no es sólo el
análisis de los hechos del pasado sino también de las catego-
rías o del paradigma desde el que se han interpretado los he-
chos del pasado y desde el que se vislumbran o se predice el
curso futuro. Estamos, pues, en un territorio de articulación de
la historia y de la historia de las ideas, dicho de manera un
tanto cuanto grosera, podemos decir que estamos haciendo
referencia a la interconexión entre mundo de la vida y campo
de conocimiento, o visto desde otro ángulo se trata de incursio-
nar en un campo problemático que algunos dieron en llamar
«sociología de la sociología», espacio problemático que flore-
ció, no por casualidad, entre finales de los sesenta y los setenta.
En terminología más clásica nos situaríamos en un terreno cer-
cano, o mejor, inmerso en la «sociología del conocimiento» pero
con un claro sentido político en el despliegue de los argumen-
tos. Veamos con más detenimiento.
El exponente contemporáneo más reconocido, el principal
teórico de la así llamada «historia de los conceptos» (Begriffsge-
schichte), nos ofrece una manera de asir el tema en el que esta-
mos incursionando. Es un hecho histórico que pueden ocurrir
momentos en los que exista un «desfase creciente entre los con-
ceptos y la realidad que describen, por un lado, y entre los concep-

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tos y las palabras que los expresan» (Koselleck, 2004: 18),14 por el
otro, dicha escuela de la historia conceptual sugiere abordar di-
cha convergencia entre historia y concepto y hacerlo, justamen-
te, desde esos desfases y esa tensión permanente, y promueve tal
perspectiva en el mismo arco temporal que hemos identificado:
la mitad de los años setenta, como momento de emergencia de
nuevos enfoques sobre la historia y con consecuencias, que pue-
den ser vislumbradas desde una lectura filosófica de la política.
Sin embargo, en justicia, debemos ir un poco más atrás para
identificar en el trabajo de Georges Gurvitch, a quien Braudel
tenía en tanta estima, la iluminación del nudo problemático al
que queremos apuntar. Gurvitch se acerca en mucho, en su libro
Los marcos sociales del conocimiento (1968), que no es sino la
reproducción de los cursos que impartió en la Sorbona entre
1964 y 1965, al modo en que puede expresarse nuestro tema: la
relación o correlación entre los nodos del conocimiento y los
marcos sociales que los determinan, dicho en otros términos, el
problema de los marcos sociales de las clases y las formas de
conocimiento. Será así que nuestro autor, consciente de que la
sociología es, dentro de las ciencias humanas, la menos separa-
ble de la filosofía, por compartir un terreno común, el de la tota-
lidad o de la totalización, que se manifiesta tanto en el nosotros
de los grupos, las clases, las sociedades como en «los “yo” parti-
cipantes; como también el dominio de la «acción» que puede,
excediéndose, convertirse en acto, y, en el límite, en acto crea-
dor» (Gurvitch, 1968: 17-18), concluye que la sociología es tanto
«una ciencia de determinismos sociales como de la libertad hu-
mana» (Gurvitch, 1968: 19). Pues bien, nuestro autor, tal vez por
dichas razones sugiere grados de distinción entre las totalidades
macrosociales privilegiadas en que ocurren los hechos sociales y
en que discurren las clases sociales y su conflicto (desde las ma-
sas hasta las sociedades globales), y también entre los sistemas
cognitivos (que irían desde el místico al científico-racional). Ahora
bien, de esta manera de encarar el tema nos interesa el tipo de
conocimiento propio de lo que Gurvitch llama las «sociedades
globales» que no por casualidad detecta como el, quizá, más com-
plejo, y ello no podría ser de otra manera cuando define a éstas

14. La cita proviene de la Introducción redactada por Antonio Gómez Ra-


mos (Koselleck, 2004: 18).

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del siguiente modo, «las sociedades globales son los fenómenos
sociales totales, a la vez más vastos y más importantes, los más
ricos de contenido y ascendiente en una realidad social dada»
(Gurvitch, 1968: 141), la referencia inmediata que acude a nues-
tro encuentro es, justamente, la enunciación por parte de Mar-
cel Mauss, en su «Ensayo sobre el don» (1928) del que parece ser
su concepto fundamental, el «hecho social total», no simplemente
como yuxtaposición de diversos aspectos de la vida en sociedad,
sino por el modo cómo encarna en la experiencia individual,
microhistórica, en un hecho social particular la posibilidad de
una integral totalidad.
Gurvitch subraya que las sociedades globales, entendidas
como «macrocosmos de macrocosmos sociales poseen una so-
beranía jurídica que delimita la competencia de todos los gru-
pos que los integran, incluyendo el Estado» (Gurvitch, 1968: 141),
además de ello «una sociedad global es no sólo estructurable,
sino siempre estructurada», diversas organizaciones participan
de los equilibrios precarios, vale decir, dinámicos, que represen-
tan las estructuras, pero ni las estructuras (globales o parciales,
dice Gurvitch) ni las organizaciones lo expresan por completo,
lo agotan. Es así que al fenómeno social total global, no sólo por
ser «suprafuncional» (en palabras de Gurvitch) sino por ser la
más rica y más inestable de las infraestructuras posibles, por
tales motivos entonces, sigue apuntando nuestro autor, siempre
«hay más flujo y reflujo en el fenómeno social total global que en
su estructura», no es pues sólo un problema de estructura sino
de ésta entendida como complejo relacional. La conclusión últi-
ma a la que llega el sociólogo francés no podía ser más abarcante:

[...] el concepto de sociedad global hace a los fenómenos sociales


totales completos y soberanos, esencialmente suprafuncionales,
siempre estructurados, pero que una sola organización no basta
nunca para expresar plenamente. Buscan prevalecer sobre las
clases sociales que entran en su seno. Predominan sobre esos
macrocosmos de grupos, para no hablar de los segmentos en pro-
fundidad, de las manifestaciones de la sociabilidad, de las dife-
rentes reglamentaciones sociales, de los modos de división del
trabajo social y de los tiempos sociales. «La cohesión» —el equi-
librio precario— de esas estructuras, está cimentada por una o
varias civilizaciones de las que participan, al mismo tiempo que
son desbordadas por ellas [Gurvitch, 1968: 142].

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El pensamiento de Gurvitch debe, no obstante, ser colocado
en su contexto histórico, esto es, aplicarle el mismo tipo de aná-
lisis que él demanda, y es justo en esta colocación histórica que
revela su límite, pues en el caso de pronunciarse acerca del siste-
ma cognitivo de las sociedades globales «que dan a luz el capita-
lismo», esto es, nada más y nada menos que el tema que nos
ocupa, a lo más que puede llegar es a sostener que «en el último
grado de este sistema cognitivo [...] se sitúa el conocimiento de
otro y de los nosotros», sin embargo, su referencia explícita a
Roussseau y a Kant plantea el tema del reconocimiento del otro
en cuanto a su inclusión como igual, lo colectivo que se reúne en
lo general o universal (he ahí la limitación de su gran aporta-
ción), cuando los tiempos actuales nos obligan a plantear el tema
del reconocimiento en términos del respeto a la dignidad del
otro en cuanto otro, esto es, ya en un nivel, el de la intercultura-
lidad, en el que se ubica una de las aportaciones de lo que se ha
denominado el «giro descolonizador».
El texto de Gurvitch, sin embargo, merece ser destacado a la
luz de considerar el modo en el que se edificaron las ciencias
sociales y el sesgo eurocentrista que primo en su edificación.
Nos pronunciaremos por ello, en una doble dimensión: aludien-
do a la construcción de las ciencias sociales, a su propensión
disciplinaria, determinista y eurocéntrica y, por otro lado, al des-
plazamiento dentro de las propias modalidades de un discurso
no eurocéntrico desde lo que se calificó, en los años setenta, como
tercermundismo, a los desplazamientos de-coloniales, o en otras
palabras del desplazamiento de la crítica desde el sistema de los
quinientos años al sistema de los doscientos años.
Una última cuestión a este propósito. No es casual que sea
alrededor del último cuarto de siglo del milenio pasado que, ha-
biendo explotado tal desfase en la correlación entre sistema cog-
nitivo y marco social (en referencia precisa al problema del sis-
tema mundial como concepto que pretende atrapar a una reali-
dad que corresponde a una mayor interrelación en la sociedad
global), estén emergieron muchos estudios que intentaron pro-
nunciarse sobre los problemas de la globalidad, algunos más
superficiales que otros, es cierto, pues no está asegurado que
este tipo de análisis (que debe ceñirse a lo histórico) eluda su
posible naturalización, o des-historización, según se prefiera. No
es lo mismo la tendencia a la intensificación (ampliación y pro-

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fundización) en los circuitos involucrados en los procesos de
producción, distribución y consumo de los bienes necesarios para
la vida, que el señalamiento a su naturalización, como se des-
prende del discurso ideológico que más arraigo encontró desde
finales de los años ochenta, en adelante, como discurso de la
globalización en tanto modalidad del universalismo abstracto.15
Ahora bien, es a dicho desplazamiento al que apuntábamos al
inicio de este apartado con relación al nuevo enfoque, a la «nueva
lectura de la historia», y que ahora se nos ha explicitado como el
referido a la necesaria consideración de una «historia global» en
tanto alternativa a la visión reductiva del eurocentrismo. Nuestro
referente no podrá ser otro que el ambicioso programa de Fernand
Braudel. El historiador francés lo enuncia de una manera tan cla-
ra y a la vez tan elocuente que da cuenta de la enorme dificultad
que tal tarea conlleva, «vincular el capitalismo, su evolución y sus
medios a una historia general del mundo». Para Braudel no era
otro el cometido de lo que él asumía como una «historia total»; en
el medio norteamericano ello se promueve desde la llamada «World
History»; y en una pretensión más modesta puede enunciarse como
«historia global» que, según lo apunta otro autor iberoamericano
«abre la posibilidad de una nueva (con precedentes ilustres) línea
de investigación, que [...] puede arrojar luz sobre un pasado que ha
sido estudiado preferentemente en los marcos espaciales y políti-
cos del Estado-nación» (Barros, 2004: 481).

En los orígenes de la ciencia social: la separación


disciplinaria y el sesgo eurocentrista

La profunda cristalización que la ciencia social experimentó


desde su propio nacimiento en el siglo XIX y que dio lugar a su
institucionalización en una suerte de santísima trinidad discipli-

15. La insatisfacción con los resultados del análisis que se obtiene desde la
matriz teórica o paradigmática de la globalización está presente, por ejemplo,
para referir a un autor perteneciente a nuestra región, en el énfasis que propone
la obra de Hugo Fazio Vengoa, en dos de sus últimos libros (Fazio Vengoa, 2007a
y 2007b). El desplazamiento por él sugerido va de la globalización a la historia
global. Por nuestra parte, nos hemos ocupado de discernir lo que metodológica-
mente se halla en juego con relación al concepto de globalización y hemos suge-
rido posibles distanciamientos de enfoques superficiales (Gandarilla, 2003).

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naria (la economía, la ciencia política y la sociología) llevó a Im-
manuel Wallerstein a referirse a ella como «la tríada nomotética»
(Wallerstein: 2001: 250), que surge como una separación respecto
de la historia ideográfica (consagrada al estudio del pasado), con-
centrando —dichas disciplinas— su interés en los tres espacios
que caracterizarían (en el presente histórico) al desenvolvimiento
de lo social en el mundo «civilizado y moderno» que; a su vez,
proyecta otra separación, esta vez, respecto de lo civilizado y lo
bárbaro, lo europeo y lo no europeo, u otras denominaciones de
la otredad, cuyo estudio correspondía a la antropología, los estu-
dios orientales o, posteriormente, la etnografía.
Se les llama nomotéticas o nomológicas, a esta parte de lo
que otros autores clasifican o engloban dentro de las ciencias
humanas (entre ellos, Piaget, 1976),16 por su pretensión de «ex-
traer leyes» (Maheu, 1976: 18) y por su apelación «al ideal de un
saber tan objetivo, tan seguro, tan independiente de las opinio-
nes, actitudes y situaciones humanas como el de las ciencias de
la naturaleza» (Maheu, 1976: 18).
Si, en un sentido, la conformación por disciplinas de los sabe-
res consagrados al conocimiento de lo social buscaba brindar
legitimidad a la propia construcción de sus objetos de estudio en
la medida en que pretendía alcanzar el mayor rigor y exactitud
en el tratamiento de sus problemas, en otro (éste sí con resulta-
dos perniciosos), el significado que adquiere tal enfoque separa-
do y especializado será como señala Wallerstein el de «discipli-
nar el intelecto» (Wallerstein, 2001: 249). Sin embargo, tal ope-
ración de demarcación y sujeción no opera, exclusivamente, en
el ámbito intelectual o heurístico, tiene, por el contrario, que ser
colocada en el propio contexto histórico que prepara y en el cual
se desarrolla la creación de las especializaciones disciplinarias
de la ciencia social. En esta dimensión, el diagnóstico que ofrece
el eminente antropólogo Eric R. Wolf adquiere el significado de
evidenciar que, el surgimiento de las disciplinas académicas de
la ciencia social debe ubicarse en una auténtica «rebelión co-

16. En ese trabajo, Piaget divide en cuatro el amplio conjunto de discipli-


nas que conciernen a las múltiples actividades humanas: nomotéticas, histó-
ricas, jurídicas y filosóficas. Clasificación que, en parte, difiere de aquella que
se destaca por distinguir el afianzamiento de las «dos culturas», la científica y
la humanística, en medio de las cuales se ubicarían las llamadas ciencias so-
ciales (Piaget, 1976: 44-120).

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mún» en contra de la economía política (clásica), a la cual no
duda en calificar como su «disciplina madre» (Wolf, 2000: 18).
Desde este plano, el histórico, opera en la construcción de las
ciencias sociales un cometido de distanciamiento respecto de
los avances logrados en el proyecto intelectual de la Crítica de la
Economía Política.17
Y es que, en efecto, el contexto histórico en el cual se están
conformando las disciplinas académicas consagradas al conoci-
miento de lo social (economía, ciencia política y sociología), está
caracterizado por un conjunto de desórdenes, rebeliones y revo-
luciones que se despliegan en un período de tiempo cuyo inicio
puede ser ubicado en la Revolución francesa y que se despliega
con mayor fuerza y radicalidad durante la revolución europea
de 1848 y la Comuna de París en 1871, y que culmina con la
promulgación en 1878 de las «Leyes de excepción» contra los
socialistas en la Alemania de Bismarck.
La sociología nace como una respuesta al proceso que arran-
ca desde la Revolución francesa y que coloca en el primer plano el
reclamo por ejercitar «la soberanía del pueblo»; bajo tal escenario
la contención de estos impulsos se consigue a través de racionalizar
y organizar el cambio social (Wallerstein, 1996). Si, como señala
Wolf, en el ámbito de la sociología esto es muy nítido en la medida
en que «el espectro del desorden y de la revolución planteó el inte-
rrogante de cómo el orden social podía ser restaurado y manteni-
do [...] de cómo el orden social se podía alcanzar» (Wolf, 2000: 7),
en el ámbito de la disciplina económica, y de la propia ciencia
política, sus consecuencias no son menos significativas.
Por el lado de la economía, un planteo en el que la genera-
ción de la riqueza se ubica en la producción (bajo la forma de
explotación de la fuerza de trabajo de los obreros), y se devela el
papel de las clases en dicho plano y el lugar que ocupa el Estado
en relación con dicha estructura de clases (profundizando en el
análisis de los procesos de dominación y apropiación del exce-
dente), encuentra consecuencias políticas que se advierten como
decisivas en la medida en que el propio poder de gobernar ame-
naza con ser atribuido a la gran masa de la población (a «las

17. Nótese el énfasis que hemos puesto en señalar no la existencia de una


economía política marxista, sino el profundo sentido de interpelación que
subyace al proyecto teórico-práctico del autor de El capital.

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clases peligrosas») y no exclusivamente a los ciudadanos suje-
tos-propietarios. La disciplina económica recula en su interés de
profundizar en el conocimiento del valor-trabajo, y se refugia en
el camino señalado por los teóricos marginalistas (o «economis-
tas vulgares», como les llama Marx) que inauguran dicha disci-
plina insistiendo en las temáticas ya no del valor sino de los pre-
cios, y ya no del trabajo sino de la utilidad marginal. Lo que está
detrás de este desplazamiento (en cuya base opera el abstraer al
Homo oeconomicus de las condiciones sociales, políticas y hasta
culturales en que se desenvuelve) es la búsqueda de explicación
del comportamiento económico de los agentes del mercado como
el «reflejo de una psicología individual universal» (Wallerstein,
1996: 20), lo cual se consigue a través de «aislar las variables
económicas respecto de todas las demás: se le aísla de las varia-
bles del poder y la política, de la sociedad y la cultura» (Gonzá-
lez Casanova, 2004: 23). El procedimiento de ceteris paribus en-
cubre metodológicamente una disposición que es más amplia y
no se restringe a un cometido teórico.
En el caso de la ciencia política, ésta surge para «legitimar a
la economía como disciplina separada» (Wallerstein, 1996: 23),
una vez habiendo sido desprendida esta última de su significado
político (paso de la economía política a la economía pura),18 bajo
el pretendido argumento de que «el Estado y el mercado opera-
ban y debían operar según lógicas distintas» (Wallerstein, 1996:
23). La ciencia política o ciencia del Estado comienza por ocu-
parse de los problemas «del poder legítimo y de las formas cons-
titucionales» (Mackenzie, 1976: 446), en tal sentido, sigue man-
teniendo «un carácter jurídico» (Mackenzie, 1976: 446), aun cuan-
do los críticos, desde el lado del marxismo, insisten en que las
formas del Estado no pueden ser explicadas sin atender a las
condiciones materiales de la producción y a las relaciones eco-
nómicas y sociales en que ellas tienen lugar.
Un elemento que viabiliza este proceso está constituido por
el franco resurgimiento de la universidad entre finales del siglo
XVIII y principios del XIX, y que la ubican como la «principal sede

18. En 1871, Carl Menger uno de los tres padres fundadores de la econo-
mía neoclásica publica sus Principios de Economía, ya sin adjetivarla como
política y en 1874 Leon Walras titula su libro más influyente Elementos de
economía política pura, o teoría de la riqueza social.

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institucional para la creación del conocimiento» (Wallerstein,
1996: 9). En su interior, la división de la práctica del trabajo inte-
lectual por disciplinas, según lo apuntado hasta aquí, no desem-
bocó meramente en «el estudio intensivo y especializado de as-
pectos particulares de la especie humana, sino que convirtió las
razones ideológicas de esa escisión en una justificación de las es-
pecializaciones intelectuales» (Wolf, 2000: 7).
El estudio por separado de la economía que se ocupa de los
problemas del mercado, de la política que se centra en el estu-
dio del Estado, y de la sociología ocupada del estudio de la
sociedad como el espacio no conquistado por los dos dispositi-
vos anteriores, acarrea consecuencias notables en la caracteri-
zación de lo social. Termina por disolver las relaciones sociales
(y por afianzar la perspectiva individualista metodológica). Di-
cho conocimiento por compartimentos estancos de los hechos
sociales (y, en ese sentido, no reductibles), pretendía esclarecer
las causas de dichos procesos (al encontrar las leyes que go-
biernan su desenvolvimiento) y así legitimar sus conocimien-
tos como verdaderamente científicos: por buscar en ellos, y así
determinar el lugar que ocupa el individuo en el marco de rela-
ciones económicas o de mercado, políticas o al seno del Esta-
do, o en la positiva pretensión de alcanzar el orden y el progre-
so de las sociedades.
Esta interrogación acerca de la posibilidad de superación en
la conformación de las disciplinas científicas de lo social, podría
adquirir el significado de avanzar por medio de aproximaciones
sucesivas, a través de procedimientos en los que, «no por tirar el
agua sucia de la bañera, lo hagamos estando el niño adentro». Tal
vez, una actitud que parta con algo más de mesura, al observar la
relación entre disciplina e interdisciplina (que arranca desde la
primera para efectuar el salto hacia la segunda),19 no sea equiva-

19. Por ello es que nos parece acertada la paradójica situación que apunta
quien, en su momento, fuera director general de la UNESCO, al señalar que
es precisamente el alto grado de especialización el que demandará como con-
trapartida «natural y necesaria [...] el recurso a una cooperación interdiscipli-
naria», sin embargo, no opinamos lo mismo de la consecuencia que de ello
deriva, pues nos parece que limita sus alcances, cuando al referirse a la rela-
ción entre las ciencias nomológicas y el resto de ciencias humanas (que se
centran en la formulación de valores, normas o fines), afirma (y el subrayado
es nuestro): «El ejercicio concreto de esta interdependencia es la colaboración

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lente a ignorar, esquivar, o eludir el problema. Vista así la situa-
ción, quizá sea necesario comenzar desde un criterio que no las
ubique como polos contrapuestos e irreconciliables, sino en sus
posibilidades de incorporación y superación, no sólo de saberes
sino en el cometido de des-cubrir realidades antes invisibilizadas.
A ese patrón de conocimiento es al que el nuevo enfoque, y el
nuevo relato histórico que desde ahí puede derivar, tiende a en-
carar críticamente desde finales de los años sesentas. Es por tal
razón que el marxista francés Jacques Bidet no tiene duda en
afirmar que:

[...] ha sido necesario esperar a los teóricos tercermundistas de


los años sesenta para que la problemática del «sistema-mundo»
sea formulada con suficiente claridad [...] la noción de «sistema
de mundo» es la innovación más destacada de la teorización
marxista en el siglo XX [Bidet, 2007: 389-390].

Sin embargo, Tercer Mundo fue una categoría que no obtu-


vo una suficiente acreditación, ni teórica ni práctica, pues no
logró expresar en toda su crudeza la conversión de lo que geo-
gráficamente tomó la forma de «zona colonial» y derivó en prin-
cipio ontológico como situación característica de «colonialidad»
(sea del saber, del poder, del ser o del hacer). Por ello, circunscri-
bía su práctica política a la oposición con respecto a la bipolari-
dad, y la formulaba en términos de no alineación (por ello se
constituye políticamente como «Movimiento de los no alinea-
dos», tras la Conferencia de Bandung en 1954); con el fin de la
guerra fría y el curso de la guerra contra el terrorismo, se han
visto emerger otras categorías diádicas y sus propias limitacio-
nes (Oriente-Occidente, Norte-Sur, Imperio-multitud), que ex-
presan no tanto la disolución categorial del tercermundismo
como la posibilidad de emergencia de un nuevo programa de
investigación, el de la modernidad/colonialidad latinoamericano.
Existen varias maneras de desafiar al eurocentrismo, ellas
van desde señalar lo que Europa debe al mundo (con trabajos
pioneros como los de Vernet, Rodney, Galeano, etc.), la equiva-
lencia del grado alcanzado por el desarrollo civilizatorio no ya

interdisciplinaria, que culmina en la investigación multidisciplinaria y se encar-


na en el trabajo en equipo» (Maheu, 1976: 19).

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hasta el siglo XV, sino hasta bien entrado el siglo XIX, o bien,
disputar los datos, los referentes y más aún la teoría que está en
la base del edificio construido con tales datos. De entre tales
modos de la crítica enunciamos, en lo que resta de este capítulo,
tres de sus posibilidades. La primera, en términos del debate
sobre los orígenes de la modernidad, y la importancia en el cam-
bio de la medida del mundo con la apertura atlántica. La segun-
da y tercera sobre los problemas de la hegemonía global y los
desplazamientos de supremacía dentro del sistema mundo colo-
nial moderno. Si André Gunder Frank nos propone desplazar-
nos del sistema de los quinientos al sistema de los cinco mil años,
proponemos, de manera más modesta, leer el sistema mundial,
al modo de un desplazamiento del sistema de los quinientos al
sistema de los doscientos años.

En los orígenes de eso que llamamos modernidad.


Del mediterráneo-centrismo a la apertura atlántica

Rediscutir el problema de cómo se entiende eso que llama-


mos modernidad, de las fuerzas que lo impulsan, de sus proce-
sos fundantes y de sus remotos orígenes no tiene por fin la bús-
queda de la precisión histórica o un afán historiográfico, en ex-
clusiva, sino plantear un deslinde en el sentido de que lo que Pierre
Chaunu ha verificado como «el paso de los universos al universo»,
de la «pluralidad de universos-islas [...] a lo singular de un pri-
mer esbozo [...] de una economía-mundo cortical» (Chaunu, 1984:
15), conlleva un bloqueo, puesto que ese universo-isla (cuyo po-
der fue suficiente para universalizarse) liquidó, ensombreció o
nubló, justamente, la posibilidad de construcción de «una pers-
pectiva más abierta o multilateral» (Hobson, 2006: 40), de un
proyecto geo-cultural más amplio y plural; el de la intercultura-
lidad como «identidad de raíz-diversa» (en la fina expresión de
Édouard Glissant), y afianzó, por el contrario, tal vez por el pre-
dominio de las tendencias a la unificación y a la centrifugación,
el proyecto cultural de construcción de los Estados-nación con
base en procesos identitarios de raíz-única. Este tipo de cuestio-
nes pueden percibirse en una lectura de largo aliento en medio
de lo que ofrece, de lo que permite alcanzar «la gran intercomu-
nicación planetaria», pero apuntan también a buscar la huella

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de aquello que dicho proyecto está imposibilitado de ofrecer, jus-
tamente por estar edificando una modernidad/colonialidad euro-
centrada. Aquí habría un espacio-tiempo privilegiado para en-
tender de lo que se está hablando cuando se dice «desperdicio de
la experiencia» (Santos, 2009). Lo que está en juego queda bien
sintetizado en la siguiente afirmación de Chaunu:

[...] lo que se juega al nivel de la economía va a jugarse cada vez


más al nivel de la cultura [...] La intercomunicación traduce una
realidad espacial... la intercomunicación está asociada a lo que
la antropología americana designa con el nombre de acultura-
ción. La aculturación se efectúa en el sentido Mediterráneo/cris-
tiano - otros mundos, la aculturación es la otra cara de la interco-
municación. La intercomunicación y la aculturación constitu-
yen juntas, un motor. El Mediterráneo cristiano, el «mundo
pleno», la cristiandad latina [...], se llamará más tarde Europa
[Chaunu, 1984: 17].

Quizás por el florecimiento de aquel siglo XIII histórico bajo


hegemonía islámica y predominio geográfico y marítimo de la
cuenca mediterránea oriental sea que las primeras salidas hacia
la mar océano vean, en el relato histórico convencional, una pri-
mera etapa genovesa y florentina (re-descubrimiento, por ejem-
plo, de las Islas Canarias en 1312 por Malocello), y después del
siglo xv, esto es, una segunda etapa, en que quienes abren paso
sean lusitanos e ibéricos. Lo que ello ilustra es también el trasla-
do que está ocurriendo hacia el Mediterráneo occidental, justo
porque se está experimentando también el paso desde la cris-
tiandad oriental (bizantina) hacia la cristiandad occidental (lati-
no-germánica). Este pasaje está siendo posibilitado por la pau-
latina expulsión de los árabes de la península (que habían exten-
dido su dominio en dichas tierras durante siete siglos) y su
debilitamiento en el control de sus posesiones en el norte de
África, con lo cual se están dando las condiciones para la apertu-
ra atlántica. Es mucho lo que en esta transición se está jugando
tanto así que Chaunu ve en ello toda «una mutación» (Chaunu,
1984: 53), el establecimiento de un antes y un después.20 Para ese

20. Quizás no sea por casualidad que la oposición entre el espacio liso y el
estriado, que es desarrollada por Deleuze y Guattari en ese memorable último
capítulo de su obra conjunta Mil mesetas, y en el que tal contraste se hace

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tiempo a dicho complejo geo-cultural (más tarde llamado Euro-
pa) le es posible superar el umbral del finisterre del mundo anti-
guo. Sin embargo, Chaunu mismo parece tener sus dudas, pare-
ce saltarle entre las manos el sesgo eurocentrista, y por ello afir-
ma «partimos de la noción de una poderosa explosión y llegamos
a la más exacta de la aceleración de un proceso milenario» (Chau-
nu, 1984: 69), pero lo que no alcanza a vislumbrar el gran histo-
riador e hispanista francés, y de lo cual tomamos conciencia a
través de nuevas investigaciones (Hobson, 2006, Menzies, 2009,
Goody, 2010a), es que estos logros y el privilegio ibérico, y luego
europeo, se dan porque

Occidente y Oriente han estado ligados de manera fundamental


y constante a los lazos de la globalización desde el año 500 [...]
Oriente (que estaba más adelantado que Occidente entre los años
500 y 1800) desempeñó un papel decisivo que permitió la ascen-
sión de la civilización occidental moderna [Hobson, 2006: 19].

La interconexión de complejos civilizatorios que confluyen


en el sistema antiguo afro-euro-asiático y desde el que se abre
hacia una posibilitada mutación planetaria encuentra, según el
relato más difundido, en el Mediterráneo punto de confluencia y
empuje desde el que se proyecta hacia la interconexión planeta-
ria, a tal punto que tal situación es buscada, o se mira en otras
realidades geo-históricas. Es así que se hablará del «Mediterrá-
neo glauco» en la confluencia del Mar del Norte y el Báltico (Chau-
nu, 1984: 58), y el propio Mar Caribe que durante todo los siglos
XVI y XVII era nombrado Mar del Perú por los ibéricos (a pesar
de que Perú está al otro extremo del continente) (Glissant,
2002: 14), luego será nombrado el «Mediterráneo americano»
(Williams, 1969: 530), cuando pueden haber diferencias sustan-
ciales, no sólo en cuanto a las corrientes que en cada caso con-
fluyen sino del paisaje, la poética y el pensamiento que desde ahí
emergen,21 como más adelante se sostendrá. Sorprende esta bús-

explícito en seis modelos, sea justo en «el modelo marítimo» en el que se


aprecia la genial metáfora expresiva «Pensar es viajar» (Deleuze y Guattari,
2000: 490).
21. No es por acaso que la metáfora que Ernst Bloch elige, para diferenciar
los proyectos que se desprenden de la teoría y la práctica de Marx, sea justa-
mente la de la disyunción entre una «corriente cálida» y «una corriente fría»
del marxismo (Bloch, 2004).

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queda de nuevos y lejanos mediterráneos cuando esta zona ma-
rítima del mundo en el marco de la hegemonía musulmana era
propiamente identificada como «un lago islámico» (Goody, 2005:
51). Y no podría ser otra su condición si entendemos que el siste-
ma hegemónico antiguo afro-euro-asiático se extendía con pres-
tancia desde las costas orientales de África hacia el océano índi-
co y más hacia el oriente incluso (no pueden entenderse de otro
modo los viajes ultramarinos de los juncos chinos durante el
primer tercio del siglo XV), con lo cual se establecieron no sólo
intercambios económicos, comerciales o diplomáticos entre per-
sas, árabes, africanos, javaneses, judíos, indios y chinos, sino
que se edificó una amplia interconexión multidireccional de ex-
periencias civilizatorias. La hegemonía árabe de ese sistema en
el siglo XIII histórico por ello verá una extensión horizontal del
predominio islámico que compromete tanto al norte de África
como a regiones del Oriente Medio y el Cáucaso, a tal punto que
los árabes se miran a sí mismos y a su floreciente imperio como
«el Puente del Mundo, a través del cual muchas «carteras de
recursos» y mercancías orientales pasaron a occidente entre 650
y c. 1800» (Hobson, 2006: 65).
Lo cierto es que la identificación de la apertura atlántica como
el resultado culminante y glorioso posibilitado por el ingenio o
la mentalidad más avanzada, en un determinado momento his-
tórico, de una experiencia singular o exclusiva, la de las explora-
ciones marítimas europeas de la era de los descubrimientos, ig-
nora que...

[...] en una fecha desconocida, entre veinte y cincuenta años an-


tes, el navegante islámico Ahmad ibn-Majid ya había doblado el
cabo y, tras remontar la costa de África occidental, había llegado
al Mediterráneo cruzando el estrecho de Gibraltar. Además, los
persas sasánidas habían llevado a cabo viajes por mar a la India
y la China desde los primeros siglos del primer milenio, al igual
que los etíopes negros y posteriormente los musulmanes (desde
650 aproximadamente). Y los javaneses, indios y chinos también
habían doblado el cabo de Buena esperanza muchas décadas,
cuando no siglos, antes que Vasco da Gama. Asimismo se ha olvi-
dado que el navegante portugués sólo fue capaz de viajar hasta la
india porque contaba con la guía de un piloto gujarati de religión
musulmana, cuyo nombre por lo demás se desconoce [Hobson,
2006: 42-43].

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Este mismo punto geográfico y marítimo hace parte de los
logros chinos (que se sumaban al ya obtenido al alcanzar costas
americanas desde 1421), en el último viaje de Chen He que le
permite alcanzar el Mediterráneo en 1433 viajando desde el Océa-
no Índico y atravesando por el Mar Rojo y el Nilo tocando tierras
florentinas en 1434 (Menzies, 2009), evento que permitiría a
la flota diplomática china establecer contacto con el papado y
transmitir conocimientos marítimos y cartográficos que posibi-
litarían los logros europeos posteriores. Centrar la atención, sin
embargo, en la cuestión de a quién adjudicarle el reclamo de la
paternidad de los descubrimientos marítimos y a quiénes el re-
lato convencional, no sólo se los adjudica, sino con ello, les ter-
mina por legitimar en la obtención de tal logro conllevaría el
reverso de una actitud intelectual no menos sesgada que la ante-
rior, sustituir el orientalismo por un occidentalismo.
La expansión ultramarina de Europa se había iniciado desde
1415, cuando los portugueses, bajo las iniciativas y travesías de
Enrique «El navegante» (una de las figuras más mitificadas por la
historiografía al uso) capturan el puerto musulmán de Ceuta, so-
bre el lado africano del Estrecho de Gibraltar; luego vendrán Ma-
deira (1420), el éxito para bordear el cabo Bojador (1434) y el
establecimiento del fuerte Arguin en Mauritania (1448). Ya en el
curso de las expediciones por costas africanas entre 1460 y 1470,
aproximadamente, surge la idea de ir directamente hacia las In-
dias y el Oriente, sin necesidad de recurrir al intermediario árabe.
En 1487, los portugueses dan la vuelta al Cabo de Buena Esperan-
za, que abre la senda en ruta hacia la India, por la costa oriental
de África. En 1497, Vasco da Gama inicia el viaje alrededor de
dicho Cabo rumbo al África Oriental y la costa India de Malabar.
También, por esos momentos, los portugueses inician su travesía
para cruzar el Atlántico, en 1500 fue su primer desembarco en
Brasil, con la expedición de Cabral, veinte años después le será
adjudicado a la flota de Magallanes el descubrimiento del estre-
cho que lleva su nombre, que «curiosamente», ya figuraba en los
mapas chinos, instrumentos cartográficos que ya circulaban años
antes, si no es que lustros, por tierras europeas.
Dichas expediciones buscaban dar respuesta a la reducción
de excedentes, en el momento en que el surgimiento de nuevos
Estados exigía una riqueza acrecentada, lo que orilla a los eu-
ropeos a buscarlos fuera, orientándolos al lugar en donde esa

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riqueza existía: al este de Bizancio y hacia el este del islam, esto
es, en dirección a Asia. La razón fundamental que empuja a por-
tugueses y españoles hacia ultramar, es la obstrucción existente
hacia la senda de la riqueza por el lado del Mediterráneo: por los
turcos selyúcidas en el lado de Bizancio, y después de 1453 por
los turcos otomanos; y por venecianos y genoveses, que se man-
tenían como importantes agentes del comercio europeo con el
Oriente (Wolf, 2000: 115). Las motivaciones religiosas son una
reacción a la toma de Constantinopla por los turcos otomanos
en 1453, la conquista de Atenas en 1456 por los musulmanes y la
búsqueda por los católicos de la supuesta existencia del preste
Juan quien comedidamente acudiría en ayuda de la Santa Igle-
sia. Ni Cristóbal Colón «representaba una serie de ideas científi-
co-racionales modernas» (Hobson, 2006: 223), ni Enrique «El
navegante» era «un científico y hombre de cultura renacentista»
(Subrahmanyam, 1998: 47-48), ambos compartían más bien una
mentalidad de cruzada medieval cristiana y de no haber sido
por los conocimientos y aportaciones orientales sus navíos difí-
cilmente hubiesen alcanzado los logros que se les adjudican.
Los viajes oceánicos (verdadera «aportación de Portugal al
siglo XVI» [Soler, 2003]) y la apertura del atlántico hacia el occi-
dente (ya no sólo para bordear África por el sur para re-conectar-
se con el oriente), permiten el descubrimiento de una masa con-
tinental de proporciones gigantescas que resquebraja la cosmo-
visión anterior de diversos modos. Se experimenta vivencialmente
la redondez de la tierra y con ello el lugar en el cosmos (el signi-
ficado de ello es una revolución en la cosmogonía), y este descu-
brimiento empírico (en que españoles y portugueses no viajan a
ciegas sino que utilizan la cartografía y las técnicas de navega-
ción chinas, según investigaciones recientes (Menzies, 2006)
posibilita toda una revolución mental que resquebraja la episte-
me precedente, religiosa y medieval. La conexión atlántica per-
mitirá, con la apropiación y afluencia de los metales preciosos,
la compra de la mercadería oriental, el flujo del crédito y la revo-
lución de los precios; cada uno de estos procesos palanca funda-
mental para echar a andar la maquinaria capitalista en sus for-
mas primigenias; por ello es que Marx llegará a decir: «El comer-
cio y el mercado mundiales inauguran en el siglo XVI la biografía
moderna del capital» (Marx, 1984: 179). También en Adam Smith,
y nada menos que en su obra cumbre, la Investigación de la natu-

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raleza y causa de la riqueza de las naciones, existe el registro de
este proceso como el paso de la medida mediterránea del mun-
do a una medida atlántica del mundo,

[...] (e)l descubrimiento de América y el del paso a las Indias


orientales por el cabo de Buena Esperanza, son los dos sucesos
más grandes e importantes que se registran en la historia del
mundo [...] Como consecuencia de estos descubrimientos, las
ciudades que antes eran comerciantes y manufactureras para una
pequeña parte del mundo, la que baña en Europa el Océano At-
lántico, los países situados en el Báltico y los que están sobre las
costas del Mediterráneo, son ahora manufactureras y comercian-
tes para los territorios de América y para casi todas las regiones
de Asia y África. Dos nuevos mundos se han abierto a su indus-
tria, mucho mayores cada uno de ellos que todo el antiguo junto,
viéndose extender sus mercados sensiblemente de día en día
[Smith, 1983: 403-404).

Ello, sin embargo, no llega a significar que esté dada ya la


condición para desbancar la fortaleza del Oriente como pulmón
económico del mundo, algo que no acontecerá sino hasta bien
entrado el siglo XIX, Adam Smith por ello expresa (su obra se
publica en 1776) con algo de suspicacia:

Sus consecuencias [de los descubrimientos] han sido ya muy


considerables; pero es todavía un período muy corto el de los dos
o tres siglos transcurridos, para haberse experimentado y adver-
tido todas ellas [Smith, 1983: 403-404].

Esa misma consideración está presente en Voltaire, quien


escribiendo en 1740, hace sus consideraciones comparativas
sobre China-Oriente y Europa en dos planos. Para el terreno de
la política llega a decir: «Si ha habido alguna vez un Estado en el
que la vida, el honor y la hacienda de los hombres hayan sido
protegidas por las leyes, éste es el imperio chino» (Voltaire, 1960:
706), para el caso de la economía, llega a afirmar: «El cultivo de
las tierras, llevado [en China] a un grado de perfección al que
todavía no se ha aproximado Europa» (Voltaire, 1960: 706). El
diagnóstico de Voltaire o de Smith, se conserva como un sello de
época, presente, incluso, en el Marx del Manifiesto comunista de
1848. Coyuntura histórica que fue signada por la expresión en-

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tre metafórica y poética de Marx: «todo lo sólido se desvanece en
el aire». De la que se han desprendido alcances ontológicos pero
no se ha atendido o se ha atendido insuficientemente la expre-
sión geográfica y geopolítica que esconde y que queda aún más
clara unas páginas después del mismo Manifiesto comunista cuan-
do se afirma «los precios baratos de sus mercancías [de la ya
industriosa Europa] son la artillería pesada con la que se de-
rrumban murallas chinas». Tal corte histórico, en el que la mo-
dernidad capitalista occidental camina a sus anchas, ya entrado
el siglo XIX, cartografía, al parecer, la ampliación de la Europa
geográfica como Europa histórica que es capaz de subvertir tam-
bién el predominio oriental del mundo (incapaz de hacerlo an-
tes de ese corte epocal) y que, ahora, en una especie de paradoja
histórica, vive en los inicios del siglo XXI una especie de rever-
sión de tal tendencia (la economía global pareciera volver a re-
centrarse hacia la región oriental del mundo).
La apertura atlántica del planeta, desde luego, sí le será sufi-
ciente a la entidad geo-cultural posteriormente denominada Eu-
ropa para dar arranque a las etapas tempranas de la modernidad
y el capitalismo, y que se signan por la periferización del resto del
mundo, aquel que será sometido a la colonización y a la interiori-
zación de la lógica de modernidad/colonialidad en el modo en
que se estructuren sus relaciones sociales inter-subjetivas.
El grado de conciencia adquirido por Voltaire, Smith o Marx,
como ejemplos del pensamiento clásico, contrasta con la cons-
trucción del relato histórico que se hará hegemónico en el curso
de finales del siglo XIX y XX y que al ser cuestionado desde el
nuevo enfoque emergente de la de-colonialidad revela su cariz
eurocentrista. En un determinado momento de la historia aque-
llo que aparecía como no visible, esto es, un razonamiento car-
gado de sesgos etnocentristas, bajo la forma de «el ascenso de
Occidente», como entidad explicativa de la modernidad y del
capitalismo tiende a hacerse visible y a criticarse. Se cierne so-
bre tal razonamiento, prácticamente invisible o constitutivo a la
ciencia social que nos hereda el siglo XIX, una crítica que apunta
a negar su carácter de peculiarismo histórico, sea éste explicado
por un supuesto adelanto de la Europa occidental desde el siglo
XI al XIV, sobre la base de la revolución agrícola, las técnicas del
arado o la disciplina ascética del protestantismo, o con mayor
frecuencia, por el privilegio europeo en el despliegue tecnológi-

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co y científico en el período que cubre del renacimiento a la tran-
sición hacia el paradigma científico en el siglo XVII o, por último,
por el despliegue de las ciudades-Estado, mediterráneas, y por
tanto europeas (sesgo con el que tropieza el propio Fernand Brau-
del). La especificidad, entonces, del «ascenso de Occidente» y
sus razones eurocentristas asumen una modalidad creadora de
un nuevo orden, con base en una específica revolución (sea agrí-
cola, tecnológica o urbana) que acontece en una muy precisa
comarca del mundo (la Europa mediterráneo-occidental) y des-
de ahí se expande al resto del globo. A ese patrón de conocimien-
to es al que el nuevo enfoque tiende a encarar críticamente des-
de los años sesentas del siglo pasado y con mayor fuerza en la
última década del mismo y en la primera del que corre, en lo que
parece consolidarse como una Teoría Crítica De-colonial.

La discusión sobre el sistema de los quinientos años

Así como en el período conformado por los años de 1940-


1950 puede hablarse ya de la consolidación y empuje de la nue-
va historia económica y social, en los años que arrancan de fina-
les de los años sesenta hasta finales de los setenta podemos ubi-
car el nacimiento de una corriente de pensamiento cuyo interés
se centrará en el análisis de la entidad conformada por el siste-
ma mundial capitalista en su conjunto, lo cual significa un doble
desbordamiento en las escalas que conforman a nuestra unidad
de análisis: en términos espaciales, en la forma de lógicas que
rebasan las fronteras territoriales de los Estados (los continen-
tes históricos siendo más amplios que los continentes geográfi-
cos) y en términos temporales, en el sentido de una doble supe-
ración de la linealidad, a) los siglos históricos son diferentes a
los siglos cronológicos, y b) el tiempo histórico no es sino la con-
junción de una triple temporalidad (la de los acontecimientos,
las coyunturas y la larga duración).
La historia que verá la luz en los años de 1929 a 1939, lo hace
como indica Pierre Chaunu (Chaunu, 1985), flanqueada de un
lado por la atmósfera de una crisis de enormes dimensiones y de
repercusiones insospechadas y, por el otro, por la luminosidad
de un período, el de 1928-1937, que vale, para la historia del
pensamiento, sigue diciendo Chaunu, «casi tanto como la trans-

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mutación científica (1898-1905) de principios del siglo XX» (Chau-
nu, 1985: 62) (de la teoría de los quanta a la primera formulación
de la relatividad restringida). Los años de crisis económica no
ensombrecen grandes avances que están ocurriendo en múlti-
ples campos del saber (difusión de la relatividad general, radio-
actividad, astronomía, antibióticos, cibernética, psicoanálisis).
Lo que ocurre en el terreno de la historiografía no es sino una
expresión de la correspondencia entre una rama de la historia
(la económica) y la ciencia humana de ese convulso presente.
La «nueva» historia económica y social, la de mediados del
siglo XX, no es sino el resultado de una doble influencia. Se trata
de un movimiento intelectual que acude a la cita a que le convo-
can dos formulaciones de gran consistencia intelectiva.
En primer lugar, la primera generación de historiadores cuan-
titativistas, una estirpe, como dice Chaunu, «aún demasiado
marcada por la angustia de la crisis» (Chaunu, 1985: 69), que
justamente será la que edifique la novedosa historia económica
entre 1929-1932, nada menos que en el momento en que se logra
superar la historia científica de los precios (que es todavía con-
temporánea con ese otro valuarte en el terreno de la economía
cíclica: Nicolai Dimitrievich Kondratiev),22 y que de la mano de
François Simiand, a través del perfeccionamiento de la teoría de
los movimientos coyunturales, de una duración que se concen-
tra en los períodos del medio siglo, de las seis décadas (que en
otro terreno, ya mencionado, va a conformar la temática de las
llamadas «ondas largas»). Se trata ya, en este desplazamiento,
de un recitativo del tiempo medio, que se ubica por encima del
relato, y que se encamina hacia la construcción de una historia
que muestra predilección por el movimiento, es una historia de
la variación, de la estructura fluctuante, de los procesos y la di-
námica de largo plazo de la economía. Ya con Ernest Labrousse
esta historia se interesa por el «cambio de la variación» (Chau-
nu, 1985: 67), no es ya coyuntural, sino, quizás, estructural.
La segunda gran influencia de que se nutre la nueva historia
económica y social le dejará, sin duda, un sello que la marca

22. En la terminología sobre ciclos económicos se distinguen las llamadas


ondas o ciclos largos Kondrátiev, en memoria del célebre economista ruso,
que constan de una fase A de expansión y una fase B de contracción, la dura-
ción de sucesión del ciclo se estima entre cincuenta y sesenta años.

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hasta el presente. Se trata, desde luego, de la corriente que emer-
ge del agotamiento y crítica de la historia de cuño positivista,
que ubica su caminar por la senda que le marca la geohistoria, y
que encuentra en Fernand Braudel a su más sólido exponente.
Estamos hablando del arranque de la segunda generación de los
Annales, y su vocación por la totalidad, de la historia social en-
tendida como historia total, que se concentra en el tiempo largo,
inmóvil, que aparece como una concesión del tiempo al espacio,
es un pensamiento global de la historia que se interesa en el
amplio espesor, en las coacciones —geológicas, biológicas, socia-
les, mentales, etc.— impuestas por el tiempo largo, por la larga y
larguísima duración. La historia económica y social que surge,
pues, de estas corrientes de los años treinta y cuarenta combina-
rá el interés en la historia coyuntural de Simiand-Labrousse y el
análisis braudeliano de la multitemporalidad, en una argumen-
tación que acude al reconocimiento de los diversos espacios-tiem-
pos, como al señalamiento del peso diferenciado de los órdenes
sociales implicados.
El período que se abre a finales de los años sesenta y que se
prolonga hasta finales de los setenta es igual de floreciente y ve
emerger la conformación de una serie de grupos de trabajo cuya
mayor preocupación será establecer una relación de conocimien-
to con totalidades tan amplias como sea posible y que involucran
amplitudes temporales de varias centurias. En este conjunto pode-
mos ubicar no sólo a lo que madurará como la corriente, hege-
mónica, de los analistas del sistema-mundo, con Immanuel Wa-
llerstein y el recientemente fallecido Giovanni Arrighi, como sus
mayores exponentes. El comienzo intelectual de estos autores los
ubica en estrecha relación con la corriente que, en su momento, se
dio en llamar tercermundista, y que incluía, entre otros, además
de los anteriores, a Samir Amin, y a André Gunder Frank. Sin em-
bargo, en estrecha relación con este «programa de investigación»,
si acudimos a la clásica expresión de Imre Lakatos, se están desa-
rrollando, también, otro conjunto de interpretaciones que se invo-
lucran en el desbordamiento de las escalas que conforman a la
unidad de análisis. Este movimiento intelectual no es privativo de
la sociología, en donde creará todo el andamiaje institucional que
acompaña a la sociología del sistema mundial, está presente en la
antropología global (Jonhatan Friedman, George Marcus-Michael
Fischer) y en la geopolítica (Peter J. Taylor, Robert Fossaert).

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Acompaña a este surgimiento del interés por el análisis del
sistema capitalista mundial, en su conjunto, la segunda genera-
ción de estudios de sociología histórica y que cuenta, entre sus
exponentes, a gente como Stein Rokkan (1981) en su interés por
encontrar el modo de efectuar «macrocomparaciones trans-na-
cionales», trans-culturales o trans-societales que, sin embargo, no
significan sino el paso de la «gran teoría» a tipologías de macrosi-
tuaciones en donde se ubica el estudio experimental y empírico
de las variaciones del comportamiento individual o colectivo. Ese
mismo conjunto incluye a Charles Tilly, y su interés por estudiar,
como el título de uno de sus libros, las «grandes estructuras, los
procesos amplios y las comparaciones enormes» (Tilly, 1991), no
es muy diferente el marco de análisis histórico-comparativo que
enarbolan Theda Skocpol, Michael Mann, o Randal Collins.
En estrecha relación con estas corrientes se ubica la crítica
que se ha enarbolado a los analistas del sistema-mundo desde
aquellos que insisten en re-discutir la periodización clásica de la
historia mundial (Marshall Hodgson) o las interrelaciones de las
civilizaciones (William H. McNeil). Este sendero del debate tiene
mucha relación con las corrientes del debate que el sociólogo es-
pañol José María Tortosa (Tortosa, 1992), ubica como aquellas
que, desde un afincamiento temporal, tienen al sistema mundial
como su objeto de estudio, las corrientes macrohistóricas (cuyos
autores pioneros se remontan a Oswald Spengler, Arnold J. Toyn-
bee, o hasta Ibn Jaldun). La otra corriente señalada por el sociólo-
go español es la de los trabajos prospectivos y futuristas.
Sin embargo, aunque el fuego cruzado de las críticas entre
estos dos bandos es el campo fértil en el que se cultiva parte de
lo más granado del pensamiento social de las últimas décadas
del siglo pasado y de lo que va de éste, ambos coinciden en un
ángulo de lectura crítica de la «corriente principal» acerca del
desarrollo capitalista en su vertiente industrialista y de cuño
eurocentrista. En dicho campo, el de la main stream, están ubi-
cados aquellos análisis que explican el desarrollo privilegiado
de Occidente por sus condiciones de «exclusividad». Si bien es
cierto que son muy profundas y decimonónicas sus raíces (we-
berianas o hegelianas, según hemos sostenido páginas atrás)
este enfoque encuentra, en dicho período, como sus más im-
portantes cultivadores a autores como John Nef, David S. Lan-
des, Eric L. Jones.

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Si es robusto dicho programa, no lo es menos el que en sen-
tido crítico se le opone, a dicho sesgo eurocentrista, y a la propia
periodización occidentalocéntrica. En ese bando podemos ubi-
car, desde los trabajos pioneros de Eric Wolf o James Blaut, has-
ta los más recientes de John M. Hobson (nieto, sí, del estudioso
clásico del imperialismo), Martín Bernal, Jack Goody, Robert D.
Marks, o las insistencias de Steve J. Stern por reivindicar una
propuesta de periodización que, para el caso de América Latina,
tenga como eje a la «contracorriente histórica» (Stern, 2001) que
impulsa, en lógicas cíclicas nada deterministas, los procesos de
resistencia y colonización del aparato estatal «desde los de abajo».
Estos últimos, tampoco son condescendientes con algunas
de las visiones de los sociólogos del sistema mundial, y se rela-
cionan con el otro paradigma fuerte, que podemos ubicar en
puntos más cercanos a la teoría clásica del imperialismo y que,
con la inclusión de las relaciones de poder (como es el caso de
David Slater, o en versiones más ortodoxas, el del pionero traba-
jo de James Petras y Howard Brill (Petras-Brill, 1986), o el toda-
vía más reciente de William I. Robinson (2007) critica a las inter-
pretaciones globales. En sus versiones más significativas (David
Harvey, Itsván Mészáros, Samir Amin) esta corriente propone
una periodización del hecho capitalista-imperialista, que lo ubi-
ca, históricamente, en los momentos de expansión/devastación
identificando tres períodos clásicos, cuyo fin, culminación, o cie-
rre de los momentos de ampliación geográfica/colonizadora de
los poderes imperiales no anula la condición constitutiva de co-
lonialidad de dicho patrón de poder, que se finca en la propia
lógica de la acumulación capitalista, cuyo más reciente desplie-
gue ha sido denominado por algunos como «imperialismo tar-
dío» (Mike Davis, P.J. Marshall, Daniel Bensaid).
Una vertiente más, a incluir en el análisis, es aquella que
coloca su crítica a las corrientes del sistema-mundo ya sea en
el debate clásico acerca de la relación dialéctica o la inter-
definición entre los campos de producción / mercado, o modo
de producción / economía-mundo (como es el caso de Robert
Brenner o Robert M. DuPlessis), cuyas respuestas críticas han
sido formuladas, en un ángulo más ligado al modelo Imma-
nuel Wallerstein-Karl Polanyi, por autoras y autores como
Ellen Meikssins Wood (Meikssins Wood, 2001), Dale Tomich
(Tomich, 1987), o incluso nuestro trabajo sobre América Lati-

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na en la conformación de la economía-mundo capitalista (Gan-
darilla, 2005).
Para ubicar al pensamiento latinoamericano, en el sentido
de sus contribuciones a dichos debates, ya algunos (y no se trata
de un cualquiera, sino nada menos que del antropólogo colom-
biano Arturo Escobar [2005]), se han interesado por colocarse,
en la vía abierta por Lakatos aunque no en estricta correspon-
dencia con él, y se comienza a proponer la existencia de un Pro-
grama de Investigación sobre Modernidad/Colonialidad latino-
americano, que incluiría, entre otros, los trabajos de Aníbal Qui-
jano, Enrique Dussel, Walter Mignolo, el propio Escobar, Edgardo
Lander y Santiago Castro-Gómez. Otros autores, más audaces
quizá, comienzan a plantear la existencia de una ruptura (no en
estricta analogía, pero sí guardando un gran parentesco con el
término elegido, en su momento, para caracterizar el tipo de
distanciamiento propiciado en filosofía por los «juegos del len-
guaje»), de un quiebre en la forma de un «giro de-colonial» (Cas-
tro-Gómez-Grosfoguel, 2007), que abriría una gran posibilidad
de superación de la episteme, hasta ahora dominante, en el estu-
dio del capitalismo.

Del sistema de los quinientos al sistema


de los doscientos años

El «gran relato» postmoderno apuntaba al señalamiento de


un colapso del proyecto de la modernidad; hoy parece claro que
eso no es posible ni viable, pues las propias discusiones sobre la
postmodernidad han revelado un cariz netamente moderno. Sin
embargo, la periodización de dicho programa socio-cultural,
parece sí experimentar una crisis, un colapso, pero éste no se
sitúa en la línea del tiempo del lado de nuestra contemporanei-
dad, apuntando a su finitud, sino, por el contrario, en períodos
más remotos que señalan a sus orígenes. Y en esa cesura las
discusiones tienden a complejizar la lectura convencional hege-
mónicamente dominante y eurocentrada. Para este propósito era
ya un desplazamiento no eurocéntrico señalar el emparentamien-
to de lo moderno con lo colonial, esto es, que la modernidad
como el capitalismo arrancaron siendo mundiales y coloniales y
lo hicieron con la entrada en escena de un hecho altamente sig-

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nificativo: el inicial desbordamiento de su perifericidad, por par-
te de Europa, a través de la conquista e invasión de América.
No serán menores, sin embargo, las consecuencias de hacer
explícita otra dimensión en la cual la cristiandad latino-germá-
nica, en que encarna el proceso de occidentalización moderno
capitalista, puede ver resquebrajada su omnipotencia. En el
arranque de la modernidad primigenia «“el otro” (el indígena y
el esclavo africano) será igualmente una exterioridad constituti-
va de la nueva comprensión del ser humano, como su sombra,
como lo ignoto, lo excluido, lo negado» (Dussel, 2007b: 193). La
concepción del mundo antiguo es la de una relación con bárba-
ros regionales (exteriores a la civilización propia), la del nuevo
mundo es la de una relación con bárbaros globales (no sólo ex-
ternos sino inferiores a la civilización propia). Será a través de
un proceso paulatino como Europa logre remontar su condi-
ción periférica, y después de los tres siglos posteriores a la incor-
poración del «Nuevo mundo» (evento que produce la coloniali-
dad del poder) le será posible ya como occidente euro-norteame-
ricano (revolución industrial mediante) arrancar la hegemonía
del sistema mundial al gigante chino.
El período que Enrique Dussel y otros autores señalan como el
correspondiente a la primera modernidad o modernidad tempra-
na no suele ser visto como plenamente moderno, en las interpreta-
ciones convencionales se le trata como fase ciertamente premo-
derna, con la cual Europa no se identifica, justamente porque tra-
ta de exorcizar la realidad de su despliegue colonial, por una parte,
y por el otro, como lo califica Mignolo, porque relaciona el período
moderno con la Europa de las luces y no con el lado oscuro del
renacimiento (Mignolo, 2003), en ello también está coincidiendo
la historiadora del islam, la británica Karen Armstrong quien para
esta parte de la historia en que está arrancando tal período históri-
co no ha dudado en afirmar que «la modernidad tenía un lado
oscuro» (Armstrong, 2010: 34) y que ella relaciona con la lógica de
expulsión y exclusión que asume la cristiandad latino-germánica
en contra de todo aquello que califica como los infieles, sean ju-
díos, musulmanes o indios americanos. Pues bien, en la interpre-
tación de Dussel, el siglo XVI ocupa un lugar de importancia no
sólo en consideración del despliegue de lo moderno colonial (que,
dicho sea de paso, verifica en el despliegue de las dos cristiandades
sobre las dos Américas, un proyecto de poder que se despliega con

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una alta dosis de colonialismo esclavista, de estado de guerra y que
se legitima con proposiciones de «Guerra justa»), sino de las discu-
siones plenamente modernas que se desarrollan por los filósofos
políticos de dicho momento (Dussel, 2007b).
Durante la primera modernidad temprana Europa es altamen-
te periférica, y varios hechos lo ilustran, desde el control del impe-
rio otomano que invade Constantinopla (la segunda Roma) en
1453, hasta el cerco de Viena por los mismos otomanos que se
sostiene hasta 1635. Es dicha condición de perifericidad, justa-
mente, esta condición de sub-próspero de la cristiandad hispáni-
ca frente al gigante oriental, primero, y con posterioridad respec-
to a la variante americana de despliegue de la cristiandad latino-
germánica, la que influirá poderosamente en el despliegue de una
feroz colonialidad sobre la región nuestroamericana, cuyos ras-
gos prevalecen hasta la época actual.
Serias investigaciones históricas apuntarían a señalar un
hecho ciertamente paradójico pero de importancia capital en
consideración de las alternativas que se abren a los programas
anti-capitalistas. En primer lugar, este anti-eurocentrismo que
podríamos caracterizar como de tipo A, consistente en jalonar el
inicio de la modernidad desde los ideales ilustrados (esto es, en-
tre el período de establecimiento de despotismos ilustrados de
mediados del siglo XVII a mediados del siglo XVIII con la inicial
industrialización, y con base en el ego cogito) y situarlo en el
proceso del establecimiento inicial de las formas primigenias
del capital con la colonización del nuevo mundo (esto es, duran-
te el largo siglo XVI, y con base en el ego conquiro); pareciera
estar revelando también cierto eurocentrismo, que demanda
apuntar a una mayor humildad, a una mayor modestia en la
dominación occidental sobre el mundo, y que apuntaría a una
suerte de construcción de un anti-eurocentrismo de tipo B, que
busca restringir el lugar de privilegio de Europa, o mejor, de la
cristiandad latino-germánica, a un período más limitado que el
convencional (el de los quinientos años), pues se tendería a res-
tituir el predominio de la civilización china hasta, cuando me-
nos, finales del siglo XVIII o inicios del siglo XIX (con ello el pre-
dominio occidental, de la cristiandad latino-germánica, sería de
sólo dos siglos).
El nudo problemático en este caso, no sería el indagar cuá-
les fueron las razones del «milagro europeo», sino más bien,

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cuáles fueron las razones que estuvieron en la base de la pérdida
de hegemonía china, en el período de cierre del siglo XVIII e ini-
cios del siglo XIX. Los trabajos que están abriendo esta senda de
investigación siguen los iniciales señalamientos de los esfuerzos
pioneros de Joseph Needham, o más recientemente la polémica
obra de André Gunder Frank (2008), que ha visto fortalecida su
línea de investigación con la aún más reciente obra de Jack Goo-
dy (Goody, 2010b). Se ha engrosado la bibliografía, más recien-
temente, con los aportes de Kenneth Pomeranz (Pomeranz, 2000),
obra ganadora en el año 2000 del Premio John K. Fairbank de la
American Historical Association y co-ganadora, en el año 2001,
del premio al mejor libro de la World History Association, y con
el trabajo de John M. Hobson (Hobson, 2006), o el de Giovanni
Arrighi (Arrighi, 2007). En su artículo de 2004, «La china (1421-
1800). Razones para cuestionar el eurocentrismo», Enrique Dus-
sel propuso un inicial acercamiento a la cuestión y en el primer
tomo de su Política de la liberación (Dussel, 2007b) abunda en
varios de los elementos ahí anotados que fortalecen las razones
para distanciarse del relato eurocéntrico, tanto en historia como
en la filosofía política.
Estas perspectivas se han visto altamente favorecidas por las
investigaciones en curso de Gavin Menzies, en su primer libro
(Menzies, 2006), y en el recientemente publicado (Menzies, 2009),
que estarían desbancando de su sitial de avanzada al propio re-
nacimiento, como lo hicieran, en su momento, los trabajos de
Giovanni Semerano y de Martín Bernal, con la crítica al propio
helenocentrismo. Los dos puntales que sostienen la visión euro-
céntrica que afirma el predominio de la cultura occidental con
base en dicha peculiaridad histórica, dos auténticos «milagros»,
que parecieran surgir de procesos autocentrados se presentan
en una clara dependencia de intercambios y relaciones con otras
civilizaciones de más larga data y de un fuerte peso cultural. Por
un lado, Atenas como origen de la filosofía y de los ideales de la
polis figuraría como altamente deudora de la cultura fenicia y de
la civilización egipcia y del África bantú, por el otro, tanto las
travesías ultramarinas como el propio descubrimiento del «Nuevo
mundo» pudieran deberse a la utilización de las técnicas maríti-
mas chinas y sus detallados progresos cartográficos, como el
propio despliegue inventivo del renacimiento estaría siendo deu-
dor de la más desarrollada ciencia y técnica china (algo en lo

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que Needham venía insistiendo, cuando menos, desde finales de
los años sesenta). Este asunto se vería además confirmado por
los recientes estudios de Peter Burke (Burke, 2000) a propósito
del despliegue periférico del Renacimiento al seno mismo de
Europa, y por el señalamiento, muy reciente, del antropólogo
Jack Goody a propósito de la existencia histórica no de uno sino
de varios renacimientos (Goody, 2010a).
La comprensión de lo que Dussel propone como transmo-
dernidad, exige, de un lado, la comprensión articulada de cuatro
procesos (la modernidad, los imperios europeos, el colonialis-
mo y el capitalismo) que se concentran en un determinado espa-
cio-tiempo ya mundial, el del largo siglo XVI. Si el significado, en
obras previas, de este argumento, era relativizar la centralidad
europea en la construcción de la modernidad, habiendo señalado
la importancia de procesos como los destacados por la teoría de
la dependencia o la del world system, ahora es necesario delimi-
tar aún más tal predominio o privilegio europeo incorporando
avances recientes de las disciplinas históricas, antropológicas y
arqueológicas, que señalan el predominio económico global de
la China hasta bien entrado el siglo XIX, con lo cual este segundo
anti-eurocentrismo tipo B nos exigirá en el futuro hablar ya no
del sistema de los quinientos años, sino de algo más modesto, el
sistema de los doscientos años.
Como resultado adicional de esta reformulación histórica, el
despliegue de la modernidad también se abre a una posible nueva
periodización. Si esto de modo inicial nos plantea la necesidad de
diferenciar entre la Europa geográfica y la Europa histórica en su
despliegue occidental, moderno y capitalista; esto es, la necesidad
de documentar el deslizamiento semántico que el concepto «Eu-
ropa» ha experimentado y que ha terminado por establecer un
discurso canónico de la modernidad entendida como diacronía
unilineal o progresiva (Grecia-Roma-Europa), ignorando o invisi-
bilizando que este relato no es sino un producto ideológico del
romanticismo alemán de finales del siglo XVIII.
Con lo expuesto hasta aquí tendríamos posibilidades de en-
sayar una estrategia analítica como la seguida por Dipesh Chakra-
barty (Chakrabarty, 2008), para, siguiendo como él lo hace a
Gadamer, «provincializar a Europa», o bien efectuar una heurís-
tica cuyo lugar de enunciación se sitúe no «al margen de Euro-
pa» (como erróneamente se ha traducido al español el libro de

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Chakrabarty) pero sí en condición de reclamar la posibilidad de
un diálogo filosófico que le otorgue su lugar a la inter-culturali-
dad y a la dignidad de todas las culturas, y que busque sí, de ese
modo, una «auténtica universalidad» o pluriversalidad. Es en tal
dirección que habla el pensador iraní Ramin Jahanbegloo de la
importancia actual de brindarle espacio social y político al «im-
perativo del diálogo intercultural» entre nuestros pueblos, don-
de «la pregunta crucial no es cómo evitar formulaciones inter-
culturales del bien, sino cómo hallar valores morales transna-
cionales susceptibles de ser compartidos sin coerción ni opresión»
(Jahanbegloo, 2007: 32). Uno de cuyos principios haya quizás
sido ya adelantado en la gran ficción literaria de Herman Mel-
ville, Moby Dick, en voz de su personaje Queequeg cuando afir-
ma «Este mundo tiene algo de recíproco y compartido, en todos
sus meridianos. Nosotros, los caníbales, tenemos que ayudar a
estos cristianos» (Melville, 2008: 119). Formulación muy precia-
da si de auténtica reciprocidad se trata, pero el único problema
que en lo de Queequeg se desprende es que en lo de ayudar a los
cristianos quizás se esconda un eufemismo, puesto que históri-
camente la aportación del Sur global del mundo nunca ha sido
por consentimiento sino que ésta se ha erigido y sostenido por la
«colonialidad del poder».

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CAPÍTULO 2
DEL DERECHO NATURAL A LA INSOCIABLE
SOCIABILIDAD. EL DEBATE DESDE KANT
Y HACIA MARX

[...] el imperativo categórico de invertir todas las rela-


ciones en que el hombre sea un ser humillado, sojuz-
gado, abandonado y despreciable.
KARL MARX (197: 110)

De una supuesta razón desprendida de sus mitos

[...] hay más cosas en el cielo y la tierra,


que cuantas se sueñan en nuestra filosofía.
WILLIAM SHAKESPEARE,
Hamlet (1994: 23-24)

Uno de los mayores éxitos para encumbrar a la racionalidad


occidental (de raigambre helenocéntrica, eurocéntrica u occi-
dentalocéntrica), por encima de todo otro tipo de discurso cuyo
locus fuese otra experiencia civilizacional, fue calificar y clasifi-
car a esas narrativas, a esos saberes como mitos y colocarlos en
grado de inferioridad ante la fortaleza de sociedades que vieron
emerger la filosofía (en la Atenas del siglo VII y VI antes de la era
común) y con ella se colocaron en posesión del logos. El privile-
gio por desarrollar tal dispositivo de pensamiento terminará por
oponer a «gentes de costumbre» frente a «gentes de razón» (Bar-
tolomé, 1997). Éste ha sido el relato dominante y su eficacia fue
tal que hasta muy recientemente se ha cuestionado su legitimidad.
El tema ha comenzado a concitar una serie de reflexiones que
están resquebrajando la main stream a propósito de los orígenes
de la disciplina filosófica. Es así que Randall Collins en su monu-
mental Sociología de las filosofías (Collins, 2005), avanza en reco-

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nocer dicho carácter a discursos y saberes de las culturas orienta-
les (china e hindú) que se desarrollan por fuera y anteriormente al
alba griega. Sin embargo, dicho autor, no concede tal condición
ni al discurso de las culturas africanas y mucho menos a las ame-
rindias. Collins se mantiene preso de la vocación histórica del eu-
ropeo que le concede condición de otredad al oriente (el «espíritu
absoluto» proviene del Este y se coloca en dirección hacia el Oes-
te, según la lectura canónica de Hegel) pero de inferioridad y de
sojuzgamiento a las regiones del mundo que más padecieron y
padecen los procesos de colonialidad. Es el mismo caso, hasta en
sus omisiones, en el libro de David Cooper Filosofías del mundo.
Una introducción histórica (Cooper, 2007).
Tal como las corrientes fenomenológicas lo desarrollaran
siglos más tarde se aprecia que ante la contingencia del ente, la
fragmentación, dispersión y diversidad del aparecer de los fenó-
menos, el pensamiento griego optó por oponer el carácter nece-
sario y unitario del ser, optó por la alternativa ontológica. Y este
énfasis en el ser, en lo en sí, pretende tener la exclusividad en
términos de formular una construcción ordenada, organizada,
objetiva de sus razonamientos, mientras que las formulaciones
de las otras culturas (subjetivas, no racionales) son señaladas
como narrativas míticas, ignorando que, en todo caso, se trata
de narraciones racionales con base en símbolos, en códigos, en
relatos, lo cual muestra que se trata también de un discurso filo-
sófico, no ya exclusivamente mítico, que está presente en todas
las experiencias civilizacionales, no sólo en el occidente europeo
(Dussel, 2009a).
Acude, en mucho, la razón a Karen Armstrong cuando su-
giere encaminar el debate sobre la cuestión de la posibilidad de
reconocer diversas tradiciones religioso-filosóficas asociadas a
complejos culturales geolocalizados a través de un desplazamien-
to que, en el fondo, puede significar el arrebato de la centralidad
helénica en la construcción de la Filosofía (con mayúscula) y la
racionalidad científica. La estrategia argumental que sigue la
reconocida historiadora de las religiones (re-descubrir el ethos
axial), transita por la senda ya abierta por Karl Jaspers (a quien
Armstrong le reprocha el que creyera que la era axial era más
contemporánea de lo que fue en realidad) al ubicar la era axial
aproximadamente en el siglo IX antes de la era común en la que
profetas, místicos, filósofos y poetas «intentaron contrarrestar

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la crueldad y agresividad de su tiempo promoviendo una espiri-
tualidad basada en la no violencia» (Armstrong, 2007: 33). Para
Armstrong estas tradiciones, que alimentan espiritualmente a
gran parte del mundo hasta hoy, habrían arrancado práctica-
mente en simultaneidad y se habrían desarrollado en el confu-
cionismo y taoísmo en China, el hinduismo y budismo en la In-
dia, el monoteísmo en Israel y como racionalismo filosófico en
Grecia, sus figuras más descollantes serían Confucio, Buda, Só-
crates, Jeremías, Ezequiel y los místicos de los Upanishads. Aho-
ra bien, esta contemporaneidad que Armstrong subraya escon-
de, sin embargo, una aparente debilidad o distorsión en su argu-
mento, dado que ella parte de un consentimiento con el supuesto
origen «ario europeo» de la era axial, despojándolo a este relato
de sus orígenes orientales, persas e hindúes. Acierta, pues, en
señalar la contemporaneidad (algo más distendida que en Jas-
pers) de las tradiciones y cuestionar con ello la centralidad helé-
nica, pero su razonamiento es insuficiente para señalar el des-
pliegue geográfico de la era axial, pues termina por colocar su
punto de arranque en los continuadores de Zoroastro, situados
geográficamente más al norte (lo «ario europeo») que hacia el
Asia Oriental. Armstrong cuestiona de manera pertinente un mito
(el arranque de la filosofía como exclusivamente helénico) pero
bebe de otro (el «mito ario»).
Un enfoque algo distinto de la cuestión (ya no de la era axial,
sino del desprendimiento de la razón con respecto a narrativas
mitológicas o, con posterioridad, entre doxa y episteme) ha con-
sistido en señalar que la oposición entre mitos y logos no es una
oposición válida para conceder un privilegio a una determinada
cosmovisión que se erige como la que dictamina la racionalidad
o no racionalidad de las otras culturas. En esta línea de análisis
sobresalen las reflexiones de Raimon Panikkar en Mito, Fe y Her-
menéutica (Panikkar, 2007) quien en una reflexión de largo aliento
muestra que el paso del mythos al logos, no ha significado la
superación de lo primero, más aún «desmitificar equivale siem-
pre a remitificar, y este cambio de mitos es un verdadero y pro-
pio regreso del mito» (Panikkar, 2007: 59). La modernidad exhi-
be en ello un ángulo de su crisis, puesto que la razón se revela
también como un mito, aquel en el que desembocó esa nueva fe
que pretendió encumbrar a la razón como creencia laica, secu-
lar del progreso. Cercano a dicho propósito es lo que pretende

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dilucidar el trabajo de Georges Lapierre El mito de la razón (La-
pierre, 2001), al dar cuenta no sólo del proceso en que emerge el
mito de la razón, sino del proceso en que surge «el mito del naci-
miento de la razón».
El mito concierne a los orígenes de una cultura, a determi-
nados vestigios, sustratos, códigos que le dan consistencia, que
le confieren densidad, espesor a su «duración», hace referencia
a lo que las sociedades encuentran «evidente por sí mismo», lo
que creemos «sin creer que lo creemos» (Panikkar, 2007: 55). En
esa medida, todas las culturas se desarrollan desde una cosmo-
gonía o cosmovisión fundante o primera. Lo que ocurre con la
experiencia civilizatoria del occidente europeo, o con posteriori-
dad del hemisferio occidental, es que pretende establecer una
distinción tajante entre mito (narrativa primigenia) y razón (sa-
ber racional, ordenado, organizado). Y lo hace sin reconocer que
pretende universalizar el desarrollo de su cosmovisión, la cual
parte de establecer una epistemología que escinde y separa a la
cultura de la naturaleza, al sujeto del objeto, a lo humano de lo
salvaje, a lo civilizado de lo bárbaro, al conocimiento de la igno-
rancia. No se toma en cuenta el hecho de que el conocimiento
(racional) no consiste en la superación de la ignorancia, sino
que todo conocimiento es también creación de ignorancia, pues
afincar una forma de conocimiento como exclusiva, como úni-
ca, significa el olvido, la prescindencia, la ignorancia de otros
tipos de saber (Santos, 2003).
La escisión entre sujeto y objeto es un elemento nodal en la
construcción del pensamiento moderno, y se incrusta en las for-
mas alternativas en que el sujeto cognoscente se relaciona con
lo que aparece en su exterior, con el ser de las cosas, con la mul-
tiplicidad de fenómenos. La persona desarrollará determinados
dispositivos que le permitan conocer: a la physis, a través del
entendimiento de las «leyes naturales», para el conocimiento de
lo otro, de lo extraño, de lo extranjero (que ontológicamente se
encuentra en una escala de inferioridad), tratará de extender el
alcance de tales «leyes naturales» al terreno de la moral —dere-
cho natural, ciencias morales. Para explicar la physis y la rela-
ción que el sujeto establezca con los entes, tanto en el proceso de
la poiesis como en la reflexión pura (nouménica, trascendental)
dispondrá de una razón pura (filosófica) e instrumental (cientí-
fica); para relacionarse con lo otro, el sujeto cognoscente desa-

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rrollará una razón práctica, una ética, que encuentra sus bases
en el propio desarrollo del «derecho natural», del nomos, que
legisla la praxis del sujeto.
El nacimiento del pensamiento moderno está ligado, en el
canon dominante, al surgimiento de una forma de organiza-
ción social: la polis griega. El mito, en este caso, no es superado
por el logos, como pretende esta narrativa, por el contrario el
mito concierne en este discurso al propio «nacimiento de la ra-
zón», la data e identifica geográfica y culturalmente; le otorga
su especificidad, señala su localización. Y no podría hacerlo de
otro modo, entre otras cosas porque la forma de su organiza-
ción económica está claramente basada en una sociedad en que
la esclavitud permite la disposición de las cosas (res extensa)
para que un estrato particular de ciudadanos pueda desarrollar
su intelecto (res cogitans).
El pensamiento de lo otro y de la relación con lo otro, el
pensamiento del derecho, de la relación ética con el otro acom-
paña o es la contra-cara de la afirmación del sujeto como sujeto
que razona, el ego cogito se hace acompañar, se efectiviza, e in-
cluso, se puede decir, es antecedido por el ego conquiro. Para el
encumbramiento de este tipo de proceder discursivo fue alta-
mente funcional la labor de exclusión de la naturaleza respecto
de lo humano (en simetría al principio teológico de expulsión
del ser humano del paraíso terrenal), con lo cual se efectúa una
inusitada situación de ampliación de «lo natural», o si se prefie-
re, de exclusividad en cuanto a reunir las características de sufi-
ciencia para ser considerado como sujeto con derechos natura-
les, racionales y modernos.
El surgimiento del mito del nacimiento de la razón se anun-
cia ya en el Siglo de las Luces, con la revolución francesa —la
ilustración— y será ya definitivo a mediados del siglo XIX en el
discurso canónico de Hegel y de la filosofía clásica alemana (Ber-
nal, 1993), que busca sus orígenes en la cultura clásica greco-
latina. El mito en este relato no es superado a través de estigma-
tizar a lo distinto, a lo otro, como se muestra desde la propia
controversia de Valladolid (desarrollada entre agosto de 1550 y
abril de 1551) entre Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de las Ca-
sas, puesto que en la experiencia de la expansión, invasión y co-
lonización europea durante el largo siglo XVI, quien aparece como
efectuando un actuar desalmado es aquel que se pretende erigir

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como ser humano dotado de razón. El tipo de relación social
que se establece a través de este encuentro-desencuentro cultu-
ral no es de reciprocidad, sino de colonialismo, pues el invasor
ve al otro como objeto y no lo reconoce como sujeto, y lo ve
como objeto porque encuadra a ese otro mundo, a ese otro cos-
mos (esclavos, indígenas, mujeres, niños, «los naturales»), en
tanto que parte de la noción ampliada de naturaleza, que está en
espera de su apropiación-dominación por el «ser humano», su-
jeto racional moderno (Santos, 2003).
Por otra parte, tal como lo viene sosteniendo en su más re-
ciente obra Franz Hinkelammert la oposición mitos-logos, ocul-
ta que el logos moderno, la racionalidad dominante, es una ra-
zón mítica (Hinkelammert, 2008), de la cual se exige efectuar su
crítica. La razón también se basa en mitos y dos, cuando menos,
le son fundamentales: el mito prometeico del progreso, y el de la
mano invisible del mercado. El progreso genera una lógica de
infinitud, el de la mano invisible de creación de un orden, ambos
son lo más funcional al sistema dominante, son sus puntales
más efectivos. Ambos se erigen como sacrificios necesarios en
camino a una infinitud bondadosa. El propósito de Hinkelam-
mert será escudriñar la razón mítica subyacente a la fe en el
progreso y el mercado, esto es, al capitalismo como lo que es.
Del capitalismo hay que criticar dicha razón mítica (progreso y
mercado como dispositivos funcionales y efectivos de toda ra-
cionalidad utilitaria medio-fin), el problema es dicha racionali-
dad, no es que ella sea irracional. Lo que sí efectúa eficiente-
mente el capitalismo es un desarrollo progresivo de la irraciona-
lidad de lo racionalizado (en términos de la destrucción de la
vida no sólo humana, sino del cosmos en su conjunto), montado
sobre el argumento de que ése es el desarrollo más racional, del
cual no existe alternativa alguna. Sin embargo, la catastrófica
situación que muestra el capitalismo actual, lo exhibe como la
no alternativa, a la cual hay que oponer alternativas, en nuestro
pensar y en nuestro hacer.
Si el catálogo de males mayores incluye la catástrofe medio-
ambiental, las guerras devastadoras o los conflictos inter-étni-
cos y genocidas propiciados por políticas de apropiación de re-
cursos mundiales, el despojo territorial y la propensión al fascis-
mo y las soluciones finales por parte de las potencias globales o
regionales, el listado de problemas que derivan del progreso cien-

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tífico en el ámbito de lo micro o lo nanotécnico, no es menor, y
va desde la apropiación de la biodiversidad y el acervo genético
de plantas, animales, el ser humano y la vida toda, hasta los ali-
mentos transgénicos, la biogenética y las máquinas inteligentes.
Sin embargo, el despliegue crítico del orden vigente no es tan
sólo detectable en el nivel de la geopolítica (lo global que devasta
a lo local), o en el nivel de la biopolítica (la incursión de la domi-
nación en el terreno de lo nano o lo micro como despojamiento
de sentido de la vida misma, ya no humana solamente sino de la
vida en un sentido más abarcante), sino que ambos territorios
de lo real lo que comprometen es el sentido ontológico de la
política, esto es, la negación de la capacidad de hacer o de ser
sujetos potencialmente políticos y con ello el ceder dicha poten-
cia (voluntad de vida), a entes políticos en quienes encarna o se
plasma, a través de esta separación e inversión del proceso, la
voluntad de poder (el poderío de aquellos que los dominan).
Pues bien, ante este desbocamiento de la lógica irracional de
lo racionalizado, abanderando en todo momento que se camina
hacia la infinitud del progreso, de la mano de la técnica, la tec-
nología y la tecnociencia como solución a cualquier variedad de
problemas y contingencias, se hace necesario reconsiderar des-
de el propio punto de partida alternativas al conocimiento do-
minante. Ésta es una cuestión que desde el principio se presenta
como una disquisición política, y una que requiere una disquisi-
ción filosófica de lo político, dado que la cuestión de la ciencia,
técnica, tecnología y tecnociencia, no es a-política, no obstante
el orden social dominante y sus pregoneros intenten reducir a la
propia política y encasillarla como técnica —«tecnología social
fragmentaria» dirán los neoliberales. Con tal discurso de separa-
ción (de la propia política, que supuestamente incontaminada al
ser separada de aquellos que no conocen y practican tal voca-
ción, y ser reservada a «los políticos» se verá reducida a técnica
de gobierno, a pura gobernanza) se consuma la bifurcación en-
tre los poderosos y los dominados, pero lo que ello manifiesta
(en el fondo) es un orden que se mantiene, justamente, porque
las personas se asumen más como sujetados que como sujetos,
la política más como policía que como politicidad, el derecho
más como legalidad (su validez se sustenta en la ley) que como
legitimidad (su validez se sustenta en la justicia).

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A propósito de los «conceptos generales»
y de la universalidad de las leyes

Ya la jurisprudencia romana (cuna, como es sabido, del De-


recho Civil), procuraba, en palabras de Gibbon «restaurar los
simples dictados de la naturaleza y la razón» (Gibbon, 2006: 81).
El gran historiador del imperio romano coloca en esos dos ex-
tremos no sólo la posibilidad de ubicar la fuente del derecho
sino el que ésta encuentre como posibilidad el dirigirse desde la
Divinidad hacia otra fuente, si bien que en ella haya también un
origen celestial, aunque mediado. Gibbon ubica en Cicerón, quién
no sólo escribe una República, como Platón, sino un tratado so-
bre las leyes (De Legibus) «en el que se esfuerza por deducir de
un origen celestial la sabiduría y la justicia de la constitución
romana» (Gibbon, 2006: 84) el núcleo duro de la filosofía que
subyace al derecho romano. En el tratado sobre las leyes, Cice-
rón de hecho escribe: «los hombres estamos unidos con los dio-
ses también por una ley» (citado en Schneewind, 2009: 40). Gib-
bon resume tal argumentación del modo siguiente:

El entero universo, de acuerdo con su sublime hipótesis [...la de


Cicerón...], forma una inmensa República: hombres y dioses, que
participan de la misma esencia, son miembros de la misma co-
munidad, la razón prescribe la ley natural y el derecho de gentes;
y todas las instituciones positivas, no obstante si modificadas por
accidente o por la costumbre, son extraídas de la regla del Dere-
cho que la divinidad ha inscrito en toda alma virtuosa [Gibbon,
2006: 84].

Sin embargo, es precisamente en los tiempos de Cicerón en


que se están fincando las bases para el desplazamiento de la
idílica polis democrática hacia el régimen totalitario de los Cé-
sares, el paso de la República a la tiranía imperial y su posterior
disolución.
Ya hemos hecho referencia, en parte, en el capítulo anterior,
al curso que experimentó la cristiandad, que figura como here-
dera de la decadencia imperial romana. Hacemos ahora este
apunte porque podría resultar sencillo vincular el problema del
derecho natural con el discernimiento de las leyes naturales, pero
en ello podría estarse escondiendo un grosero salto desde los
griegos hasta los iusnaturalistas de los siglos XVII al XVIII (que no

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hacen sino recuperar las doctrinas ya presentes en los estoicos y
en el propio Cicerón), casi tan grosero como vincular, en exclusi-
va, la filosofía política, o la cultura occidental de modo más
amplio, a dos excepcionales florecimientos casi milagrosos (el
origen helénico, y el renacimiento italiano).
Sin embargo, podría resultar menos ilegítimo si lo tratamos
de vincular desde otro ángulo: el que involucra la reflexión des-
de otro género literario, la tragedia. Es así que este desplaza-
miento (desde el siglo V antes de la era común hacia el siglo XVII,
ya dominado en filosofía política por la discusión sobre el dere-
cho natural) sería como decir el paso en el género de la tragedia
(algo bien detectado por Nietzsche) del Edipo de Sófocles al
Hamlet de Shakespeare (se dice, incluso, que Freud estuvo ten-
tado a llamar al mito de Edipo, el mito de Hamlet). En ambos
casos la figura del padre remite de modo más genérico a la figu-
ra de la prohibición, a la de la ley como fijación de límites, final-
mente, pareciera ser que Freud detecta en la destrucción de la
comunidad primigenia, por la vía del régimen esclavista, la lógi-
ca del intercambio y la aparición del germen de la figura dinera-
ria (el gran igualador) como la promesa (incompleta y fetichiza-
da) de restitución del lazo social, la imposición del régimen pa-
triarcal como la fractura fundante que terminará por imponerse
en la sociedad occidental y cuyo punto de partida ve en la Grecia
antigua; en el Mediterráneo oriental, entonces. De ahí que el padre
del psicoanálisis opte por el nombre de Edipo para su figura
mitológica. Sin embargo, tanto en Sófocles como en Shakespea-
re está también presente el asunto de la oposición entre dos
maneras de entender el deber, la de la costumbre y la de las leyes
del Estado (en Sófocles, presente por vía de la exigencia de Antí-
gona por cumplir con los ritos funerarios de su hermano Polini-
ces, aun pasando por encima de las disposiciones de Creonte; en
Shakespeare, por vía de la exigencia de Laertes por brindar cris-
tiana sepultura a su hermana Ofelia, pasando por encima de las
leyes vigentes). Ahora bien, será en Shakespeare en donde está,
a las claras, una posibilidad de cuestionamiento de lo que está en
la base de la ley, el asunto de su legitimidad, y aparece en el
argumento de Hamlet algo más escondida pero detectable cuan-
do en voz del protagonista se dice: «aunque he nacido aquí y me
he criado con esos modos, tal costumbre se honra más quebran-
tándola que observándola» (Shakespeare, 1994: 18). Es así que

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podemos seguir tal reflexión para señalar que una ley que ha
sido vaciada de contenido, es como un monarca, un Estado, un
poder que, como en la tragedia de Hamlet, no es sino «¡Un rey de
andrajos y remiendos!» (Shakespeare, 1994: 61), uno que ha per-
dido su legitimidad. No es casual la fascinación que el dramatur-
go inglés provocaba en Marx, pues ya en Hamlet mismo se haya
adelantado en algo el tema de la inversión fetichista del poder
cuando se afirma por el propio protagonista que «nuestros men-
digos son cuerpos, y nuestros monarcas y elevados héroes, som-
bras de los mendigos» (Shakespeare, 1994: 33).
En el asunto de las leyes naturales y de su progresión como
doctrina del derecho natural, hay otro asunto relevante que inte-
resa develar y es el referente a la universalidad de tales leyes
naturales que propician derechos por ello consentidos como «a
priori», lo que ahí se esconde es muy importante como para ser
evadido o dejado de lado, es el problema de «los universales»
que alcanza un grado de discusión importante en la primera es-
colástica y en el momento en que se empieza a vincular la discu-
sión de la Filosofía con la de la Lógica para darle salida a un
problema que se revela epistemológico pero que también com-
promete a lo político (esto es, a la afirmación del poder por «me-
tafísica autoridad» o por la posibilidad de erigirlo sobre la base
de un «derecho natural igualitario»).
En las historias de la filosofía suele situarse la época de la
escolástica a partir del siglo XI, sin embargo, pueden ya ser iden-
tificados los registros de lo que está en el fondo de la discusión
desde el siglo VIII en la llamada preescolástica que por vía de la
discusión sobre los sacramentos y la eucaristía aborda el asunto
de la fundamentación y configuración de la imagen teológica
del mundo: esto en el siglo XII y XIII se plasmará en la discusión
acerca de si en la celebración eucarística el pan y el vino se trans-
forman en el cuerpo y la sangre de Cristo sólo en la imaginación
de los creyentes o si ello ocurre en realidad. La Iglesia reacciona
no sólo condenando como heréticos los escritos de Juan Escoto
Erígena sino creando la imagen del purgatorio y con ello promo-
viendo la invención de un nuevo sacramento, y de una nueva
institución si consideramos el surgimiento de la inquisición en
paralelo al de la universidad monacal. Y es que, en la llamada
Edad Media, como ha dicho Glissant, «no existen ateos, existen
heréticos» (Glissant, 2006: 93), conflicto con las herejías que di-

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cha comarca del mundo viene arrastrando desde el surgimiento
de la Iglesia romana del siglo IV (la cristiandad como hemos di-
cho más atrás), tiempo en el que el griego hairesis, que significa
elección, o apartarse, adquiere un sentido peyorativo y represivo
a la sombra de una determinada ortodoxia religiosa; cuando el
catolicismo se constituye en religión de Estado (Vaneigem, 2008).
Édouard Glissant resume de modo claro el modo en que esta
cuestión se despliega:

Dios «representa» para la Edad Media la respuesta suprema a lo


imposible o lo desconocido del Infinito y del Cosmos. Dice san
Anselmo en el siglo XI: credo ut intelligam, «creo para entender»
que no queda lejos de «creo porque entiendo» y torna más racio-
nal el nisi credideritis non intelligetis [...si no creyereis no enten-
deréis...] de Isaías que hizo suyo en el siglo IX Juan Escoto, tam-
bién llamado Erígena [Glisant, 2006: 92-93].

En dicho personaje (Erígena), está adelantada la discusión


de si lo que pesa o decide es el intellegere o el credere, dicho en
otros términos, la posibilidad de erigir a la razón como regla de
autoridad, esto es, que lo que afirma la Iglesia (sin cuestionarla
como tal, en tanto entidad de poder) pueda demostrarse con
fundamentos racionales.
La importancia de lo que marca a la discusión que estalla en
el seno de la escolástica temprana reside en señalar que la pro-
pia discusión se desarrolla, ni siquiera en paralelo en el marco
de la cristiandad occidental y el reino bizantino, sino bebiendo o
recuperando lo más granado de la discusión que se había des-
plegado dentro del islam y por pensadores relacionados con la
cultura musulmana (Avicena, Averroes, Maimónides), y ello no
por una casualidad sino por el hecho de sostener, como ha indi-
cado Janet Abu-Lughod, aún una posición hegemónica en el sis-
tema-mundo del siglo XIII (Abu-Lughod, 1989). Lo que al seno
de la cristiandad occidental y sus teólogo-filósofos se está discu-
tiendo (los universalia) separa entre dos bandos: los realistas por
un lado y los nominalistas por el otro o, si se prefiere, de un lado,
los defensores del pensamiento abstractivo y, del otro, los pre-
cursores del empirismo. Habrán de pasar casi cuatro siglos para
que emerja el poderoso bando de los racionalistas.
Étienne Gilson llegó a afirmar que lo que Pedro Abelardo desa-
rrolló fue «uno de los más brillantes entendimientos de la Edad

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Media» (Gilson, 1998: 36), el asunto que éste pretendía discernir
(y lo hace por vía de la lógica) era el correspondiente a si el enten-
dimiento humano puede discernir lo múltiple de la realidad por
clases o conceptos que incluyan los casos particulares, dicho en
otros términos en que reside la universalidad. Su argumento es
que si las cosas son en sí mismas particulares, sólo puede deberse
al entendimiento el conocimiento de los conceptos generales, pues
éstos carecerían de objetos, ellos serían o una creación intelectiva
o se fundarían en las cosas mismas. Pedro Abelardo concluye que
el ser humano no puede tener ideas generales (que cumplirían la
función de los arquetipos en Platón), sólo Dios puede tener tal
capacidad y en tal sentido llenar el vacío (ocuparlo en absoluto)
de crear un orden general y por ende al seno de la propia natura-
leza; el ser humano podría aspirar a crear artificios y conocer las
particularidades por vía de lo sensible o la intuición. Desde el pen-
samiento anterior de raíz mahometana está presente tal propen-
sión: no se trata de conocer las propiedades de las cosas sino las
propiedades que las cosas debían tener para constituir una prue-
ba en favor de una creencia (conocer a Dios a través de las cosas,
y de las leyes que regulan el orden de las cosas). Dios, la naturale-
za, y la naturaleza humana, pasan a ser Uno, lo absoluto. Dios
incluye a la naturaleza desde su propio poder trascendente, que
está por encima de todo otro elemento ordenador. Para los realis-
tas los universalia se sostenían ante rem, mientras que para los
nominalistas éstos derivaban post rem (se obtenían por abstrac-
ción, a partir de las cosas).
Siempre ha sido territorio problemático de la filosofía políti-
ca el asunto de la creación de un orden (Wolin, 1973); en este
caso ello compete a la lex divina, a metafísica autoridad. Es en el
marco de las fisuras que está experimentando esta creencia en
que se comenzará a disputar la capacidad de creación de dicho
orden. Tales fisuras están ocurriendo en dos instituciones, emer-
gentes ambas a finales del siglo XIII, que parecen resquebrajar el
orden vigente eclesiástico-feudal: la civitas y la universitas. No
podría ser de otro modo, pues, como se ha venido sosteniendo
desde el capítulo anterior, reputados autores han llegado a de-
fender que entre los siglos X al XIII, está ocurriendo una verdade-
ra «revolución urbana» cuyo punto de centrifugación sería la
región mediterránea. Fernand Braudel, incluso, considera que
en este período debiera ser ubicado el auténtico Renacimiento y

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en adición a tal apreciación llega a sostener la constricción del
origen del capitalismo como un asunto de competencia exclusi-
va de tal comarca del mundo —la Europa mediterránea.
La disquisición sobre atribuir el libre albedrío a una facultad
de la naturaleza (lex naturalis), o a la gracia de Dios, pugna que
transcurre en los espacios de instrucción monacal, está atrapa-
da, sin embargo, en una concepción en que el curso de los pro-
blemas termina por ser asumida como una cuestión teológica, si
a fin de cuentas Dios dispone de la capacidad de crear las leyes
(todavía Newton estará fuertemente impactado por esta postu-
ra). Podríamos establecer aquí una especie de analogía que qui-
zá no resulte tan arbitraria: El surgimiento de la universidad
medieval a finales del siglo XIII ve la progresión de la discusión
desde los conceptos generales hacia la causalidad (de Pedro Abe-
lardo a Guillermo de Ockham), el resurgimiento de tal institu-
ción ya como universidad ilustrada y moderna (finales del siglo
XVIII hasta mediados del XIX) ve la progresión de la discusión
desde la causalidad hacia la autonomía (su representante más
consumado será Kant).
Un elemento adicional quisiéramos señalar para cerrar esta
sección y es el que compete a la apreciación que sobre este pe-
ríodo histórico nos ofrece el martiniqués Édouard Gluissant,
quien no duda en afirmar que «la Edad Media europea es fasci-
nante» (Glissant, 2006: 90), y ello porque ahí estuvo en juego
una disputa fundamental. Había la posibilidad de que la diversi-
dad no se convirtiese en autarquía, ni las luces de los complejos
culturales en sectarismos y fundamentalismos, sin embargo, se
impuso un viraje y

[...] toda esa constelación naufraga en Único, escoltando, por una


parte, la constitución de naciones antagonistas, pero que poco a
poco van concibiéndose a tenor del mismo modelo racionaliza-
dor, y, por otra, el advenimiento de una universalidad de creen-
cias que se encumbrará a no mucho tardar hasta la creencia he-
cha universo [Glissant, 2006: 92].

Ese viraje, tal imposición de la certeza en tal creencia única


marcaría el curso siguiente de los tiempos y de las interconexio-
nes culturales, que pudieron haber sido de grandeza y de apertu-
ra hacia lo incierto del otro pero, en cambio, lo fueron de devas-

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tación, expulsión, invasión y conquista. Tal época fue el teatro
de una prolongada controversia que pudo haber llegado a «pro-
poner una respuesta deslumbradora, solar y lunar, totalizadora,
la de las herejías, esa que se oponía a la generalización, a las
Sumas, al pensamiento de sistema» (Glissant, 2006: 94), y que,
sin embargo, vio vencer al

[...] pensamiento hecho sistema, lo Universal, cristiano primero y


racionalista más adelante, se propagó como fruto específico de
Occidente [...] aún hoy las culturas occidentales poseen simultá-
neamente la generalidad de lo Universal y la dignidad del ser hu-
mano, pese a tantas y tantas concusiones, opresiones y abusos con
que sus sociedades han agobiado al mundo [Glissant, 2006: 94-95].

Ya desde su obra más temprana el pensador martiniqués lle-


gó a vislumbrar lo que ahí se puso en juego, por ello escribió que
«esa posibilidad del sentido colectivo [...] se melló en el antiguo
Occidente [...] es precisa una renovación histórica completa para
volver a darle una oportunidad» (Glissant, 2004: 79-80).
Walter Mignolo (entre otros muchos autores) ha insistido en
vincular el problema de la modernidad con la colonialidad (se-
ñalando con ello el lado oculto u oscuro de la primera) con el
asunto de la doble colonización, la del tiempo y la del espacio,
en el caso de este último lo moderno/colonial se relaciona con el
problema de la geografía o la geopolítica, por ello afirma Migno-
lo: «En la colonización del espacio, la modernidad se encuentra
con su cara oculta» (Mignolo, 2009: 41). En una línea similar
Édouard Glissant nos invita a pensar una especie de condiciona-
miento material que dará por resultado la imposición de un pro-
yecto de identidad de raíz única y no la emergencia de una idea
de identidad de raíz diversa:

[...] el mar Caribe se distingue del Mediterráneo en que aquél es


un mar abierto, un mar que difracta, mientras que el Mediterrá-
neo es un mar que concentra. El hecho de que las civilizaciones
y las grandes religiones monoteístas surgieran en las proximida-
des de la cuenca mediterránea obedece al poder de este mar para
dirigir, incluso por medio de los dramas, las guerras y los conflic-
tos, el pensamiento humano hacia un pensamiento de lo Uno y
de la unidad. El mar Caribe, por su parte, es un mar que difracta
y que suscita la emoción de la diversidad. No es únicamente un

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mar de tránsito y travesías, es también un mar de encuentros y
de implicaciones [Glissant, 2002: 16-17].

Era imposible llevar a cabo una interconexión más acabada


entre culturas aun a pesar de que experimentan una conexión
espacio-temporal. No les estaba dada la posibilidad de propiciar
un genuino diálogo intercultural, Glissant establece una especie
de base material de tal imposibilidad, con ello lo que detecta es
que no había aparecido aún la posibilidad, ella estaría dada no
en el Mediterráneo sino en el otro lado del mundo, «en el extre-
mo oriente del nuevo oriente», como dice Enrique Dussel.
Es desde este señalamiento que lo recuperamos para reflexio-
nar un fondo importante del asunto. Resultó imposible que des-
de esa condición del Ser (atrapada, dice Glissant, en un mar como
el Mediterráneo que concentra y que sólo puede propiciar el pen-
samiento de lo Uno) surgiera algo distinto a una lógica de iden-
tidad-única, por ello mismo tal comarca del mundo se verá im-
posibilitada también para propiciar una modernidad que asuma
un reconocimiento de la diversidad cultural, de la pluriculturali-
dad, de esa incertidumbre en el trato con el otro y, por ello, se
refugie en la certidumbre de lo que cree conocer (la guerra con-
tra el infiel, o el conflicto religioso, que tanto impactó a Hob-
bes). La concepción que demanda Glissant sólo puede surgir del
espacio en que se ha efectuado esa conversión del Ser, esto es,
desde América, y desde el Caribe, un mar que difracta y no con-
centra. Ahí puede alojarse una consideración de la identidad-
raíz diversa que, en dicha confrontación de esas dos concepcio-
nes del Ser, desde el arranque propicie el germen de una «otra
modernidad», la de la razón de-colonial. Es, como vemos, un modo
algo diferente pero en cercanía a lo que sostiene Stephen Toul-
min (2001), para el cual la modernidad no pudo arrancar con el
método de la duda sistemática del racionalismo cartesiano de
mediados del siglo XVII (postura muy socorrida hasta el día de
hoy), antes bien, éste es una reacción a una apertura escéptica
de parte de cierto humanismo renacentista, el de finales del si-
glo XVI e inicios del XVII. Partiendo desde ambos autores (Glis-
sant y Toulmin) se relativiza también el lugar ocupado por el
Renacimiento italiano del siglo XV y XVI: no hubo uno sino va-
rios renacimientos (Goody, 2010a), antes del florentino-genovés,
hubo un renacimiento musulmán del siglo X y XI que conserva

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un impacto sobre el Renacimiento europeo (Burke, 2000) y un
Renacimiento del siglo XIII que brota desde la universitas y que
es difícilmente contenido por el poder eclesial, sin embargo, fi-
nalmente sí hubo de ser contenido, pues todavía el poder dicta-
minador de la religión sobre el racionalismo del siglo XVII se
conservará y llegará a dictaminar su producción.
El fondo del problema remite también aquí a una cuestión
actualmente en alta disputa: quién tiene la capacidad de decre-
tar los universales o la universalidad, quién sino aquella particu-
laridad, o mejor, singularidad que tiene la capacidad de decretar
a las otras singularidades como partes integrantes del todo, del
que se erige en representante, al que encarna, que asume con
ello la facultad de la universalización generalizadora. El tema,
pues, se levanta como uno de los fundamentales en la posibili-
dad de repensar el problema de la identidad y la universalidad,
es así que la alternativa de Glissant se revela como susceptible
de considerar: Es como otro modo de ubicar el por qué de que
quede constreñida a ser lo que fue dicha concepción de la uni-
versalidad (la del universalismo abstracto) que imposibilita el
despliegue, como quiere Glissant de una «poética de lo diverso»
(la del universal-concreto).
En el curso de los siglos siguientes se oscureció la cuestión
de que antes de la culturalidad estuvo la interculturalidad, y que
antes de los individuos libres y aislados estuvo la comunidad o
las comunidades, y ello se ensombreció porque el asunto se ce-
rró desde lo que aparecía como el otro que confrontaba al régi-
men feudal (la Ciudad y el derecho natural igualitario), sin reco-
nocer en ello una alternativa no sólo limitada de universalidad
(la del ciudadano, sujeto propietario privado) sino altamente efi-
caz para desarrollar la geocultura del capitalismo, la geocultura
del liberalismo emergente y de la razón de Estado. Para decirlo
en los términos de Leo Kofler,

[...] en el derecho natural burgués de los siglos XVI al XVIII resur-


gen algunos ímpetus valiosos [...] como tal vez la representación
de la igualdad originaria de todos los hombres y la idea de la
soberanía del pueblo. Sin embargo, la concepción individualista
básica obstaculiza su apreciación [Kofler, 1968: 35].

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Un modo de acercamiento hacia el derecho natural

En la sección que compendia las preguntas del público asis-


tente a las cinco conferencias que dictara Michel Foucault en la
Pontificia Universidad Católica de Río de Janeiro, en 1973, y que
figura como apéndice del libro La verdad y las formas jurídicas,
el autor francés plantea en una de sus respuestas, de modo pre-
ciso, uno de los ejes que orienta su esfuerzo por destacar el vínculo
entre Filosofía y Retórica, en parte, porque una pretensión fun-
damental en dicho texto será destacar la materialidad del discur-
so y la construcción histórica de los regímenes de verdad; «por-
que la práctica del discurso no está disociada del ejercicio del
poder» (Foucault, 1991: 155). Foucault procura tal propósito a
través de realizar una genealogía de las formas jurídicas y del
propio desenvolvimiento histórico de la penalidad, desde las for-
mas primigenias de la judicialidad, hasta su estatalización y su
funcionamiento bajo el panoptismo social. Es posible, a nuestro
juicio, desplazar el énfasis que propone el filósofo francés y en-
caminar la discusión del derecho hacia dos planos de intersec-
ción que lo colocan en el terreno propio de la filosofía política:
estos cruces de campos son el del derecho y la moral, y el del
derecho y la política. Para ello, sirve dar cuenta de lo que Foucault
plantea al modo de un desencuentro. Dice el autor francés que:

[...] hubo siempre cierta dificultad, cierta ignorancia de la filoso-


fía no respecto de la teoría del Derecho —toda la filosofía occi-
dental ha estado ligada a ella— sino de la práctica del derecho,
de la práctica judicial [Foucault, 1991: 157].

El estudio del derecho desde el ángulo o perspectiva de lo


que los juristas hacen nos remite a algunos debates muy impor-
tantes que quizás hayan sido ya tratados, hasta en forma porme-
norizada, por filósofos o teóricos del derecho, pero que ofrecen
nuevas pistas si son analizados desde la práctica judicial misma.
Es el caso, por mencionar un par de ejemplos, de las cuestiones
referidas, en primer lugar, a la génesis y validez del derecho, que
remite indefectiblemente al problema de la relación entre dere-
cho y moral, o si se prefiere, al debate sobre la norma fundamen-
tal (Kelsen) o la norma de reconocimiento (Hart). En segundo
lugar, un asunto de no menor interés en esta línea es aquel que

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nos conduce por vía del debate acerca de la decisión judicial
hacia el problema de la relación entre derecho y política por vía
de señalar, en el caso de los juicios de difícil solución, la tensión
entre normas (para aquéllos apegados o garantistas de la ley) y
principios (en aquellos que dan un mayor margen a la decisión
de los juzgados). Esta segunda polémica (esta vez entre Hart y
Dworkin), que hemos señalado muy al paso conduce, en la dis-
cusión acerca de la no interpretación de la ley y el apego estricto
a la norma (que es ya, de suyo, una interpretación), y el énfasis
en aquellos que plantean la reivindicación de los principios como
interpretación de la norma, hacia el tema no del relativismo sino
de la existencia o no de un principio de justicia con pretensión
de aceptación universal.
Lo que Weber historiza, desde un punto de vista sociológico
como las tres formas de dominación; tradicional, carismática y
legal-racional, pueden ser enfocadas poniendo el énfasis en la
propia sucesión histórica de las formas jurídicas, si en la prime-
ra la validez del derecho se remite a la cuestión de su génesis
(y ésta se ubica en un poder trascendente), en el caso de la se-
gunda ésta remite su validez a la condición del soberano (caris-
mático), mientras que la última, propiamente moderna, corres-
ponderá a una dominación que finca su vigencia en su carácter
legal-racional. El recorrido histórico de la construcción del dis-
curso jurídico y de las modalidades de la propia penalidad en-
cuentra orígenes verdaderamente remotos, que podríamos ubi-
car en la propia distinción helénica entre nomos y physis. En el
seno de la tradición helénica lo que se documenta, desde postu-
ras asociadas al inicial materialismo, es la precursora posibili-
dad de operar un pasaje, un traslado, un descentramiento del
juicio moral desde la exterioridad divina hasta la interioridad
humana (Mondolfo, 1997 [1962]). También podríamos señalar
que lo que en su momento sustenta el derecho de gentes (ius
gentium) en el marco de la ley romana (la pretensión de incorpo-
rar ideas comúnmente aceptadas sobre honradez y trato justo
susceptibles de ser aceptadas en cualquier parte, por cualquier
persona civilizada); es lo que viene a ser subsumido en las doc-
trinas del derecho natural (ius naturale), pues en su raíz etimoló-
gica este último término no es sino el equivalente latino del tér-
mino filosófico griego que los estoicos empleaban para el derecho
de gentes (Schneewind, 2009: 40). Sin embargo, lo que verdade-

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ramente se está jugando en las doctrinas del derecho natural de
finales del siglo XVI es la cuestión de si «la moralidad puede arre-
glárselas sin Dios» (Schneewind, 2009: 41), lo que significa el
remate y despliegue de las distinciones que se habían venido for-
mulando, por ejemplo, por Agustín de Hipona (ciudad de Dios /
ciudad terrenal), Tomás de Aquino (ley eterna / ley de la natura-
leza), o Calvino (régimen espiritual / régimen político), y que lo
que están colocando en discusión es el asunto de la existencia o
no de una ley moral, que pueda regir a todos. Sin necesidad de
remontarnos tan lejos podemos acudir a la distinción que, en su
momento, en el seno de las discusiones iusnaturalistas, ya mo-
dernas y subjetivas, conducirán a la distinción entre derecho na-
tural y derecho positivo.
Toda discusión referida al problema del derecho remite de
algún modo o de otro al problema de la normatividad y de la
coacción así como toda discusión de la propiedad remite a la
cuestión del mercado y del Estado. El derecho aparece como un
eficiente sistema que en su dimensión técnica se constituye en
una eficaz herramienta para la regulación (de la propiedad) en
su marco general, que es el capitalismo. En su origen, el progra-
ma iusnaturalista clásico ubica al derecho natural, al modo de
una estructura paralela que acompaña al poder/saber de la phy-
sis (en términos de la vigencia y conocimiento de las leyes natu-
rales), y que se despliega en la forma de un poder/saber a propó-
sito del nomos (y en esa medida coloca a las ciencias morales,
como les nombra Kelsen, o de modo más generalizado a las cien-
cias nomológicas o nomotéticas, o con posterioridad las llama-
das ciencias sociales como la otra cultura, que acompaña a la
científica, en la construcción de lo moderno).
Este tipo de disyunción (entre un orden tradicional que es
superado por uno moderno) no será ni definitiva, ni automática,
tampoco plena a lo largo del Renacimiento; tomará un curso
más gradual y accidentado. En su primer despliegue, la afirma-
ción del sujeto (moderno y secularizado) todavía aparece oscu-
recida en un desdoblamiento que ubica, por un lado, el conoci-
miento racional de las leyes que gobiernan la naturaleza (crea-
das ellas mismas por una autoridad divina que, en la propia visión
newtoniana, aparece como la conciencia cósmica que rige el
universo macro y microscópico), y por el otro, al sujeto que obra
en voluntad y libertad, pero en tanto estas dos dimensiones de

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su actuación son creación también de esa entidad suprema, que
es Dios. En un plano subsiguiente, momento en el que se revela
como precaria, insuficiente, la autonomía relativa que a la lex
naturalis le otorga la lex divina, el sitial de privilegio corresponde
ocuparlo a los integrantes del movimiento que enarbola el dere-
cho natural como la alternativa que se ofrece como más eficaz,
una vez que se ha visto como difícilmente sostenible la defini-
ción del bien, de lo bueno o de lo justo por un imperativo divino
(Touraine, 1994). A los padres fundadores del derecho natural
no los unifica tanto su objeto (la naturaleza, humana) como el
modo de abordarlo (desde la razón), lo que aglutina a tal co-
rriente es el esfuerzo por edificar una ética racional desprendida
de modo definitivo del tutelaje teológico que asegure la univer-
salidad de los principios de la conducta humana (Bobbio, 1985:
75), de ahí que se hable con pertinencia de un «derecho natural
racionalista» (Santos, 2003).
En el seno de una Europa desgajada por los conflictos reli-
giosos (1610-1640), en la primera «guerra de los treinta años», el
derecho natural aparece como una respuesta tranquilizadora,
ordenada y ordenadora, ante la crisis del universalismo religio-
so, lo que subyace en tal pretensión es el aferrarse a la certeza
que otorga el supuesto descubrimiento «de leyes de la conducta
humana más allá de la historia, remontándose a la naturaleza
del hombre abstraída de las condiciones históricas que determi-
nan sus leyes cambiantes según los pueblos y las épocas» (Bob-
bio, 1985: 90). El asunto de que la acción humana debiera ser
regida por «leyes naturales» no sólo contiene ahí un sesgo (con-
ducir el problema de la sociabilidad hacia una dictaminación
propia de la naturaleza), sino que esconde otro igual de signifi-
cativo: el que éstas sean aplicables a toda la gente, sea cualquie-
ra su pertenencia a complejos geoculturales. No es nada casual
que ya el propio Montaigne llega a descreer de tal seguridad en
dichas leyes «firmes, perpetuas e inmutables, a las que llaman
naturales y que se hallan grabadas en el género humano por la
condición de su propia esencia» (Montaigne, 1998: 312), de las
cuales difieren los autores en identificar un número preciso,
Hobbes, por ejemplo, llega a enumerar 19 en el Leviatán. No se
trata de un aspecto cuantitativo, sino cualitativo, como veremos
más adelante, en el caso de la digresión de Kant. Más allá de
estas objeciones (válidas por otra parte) lo que en este punto

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interesa subrayar es que el programa del isunaturalismo apun-
ta, en su momento, a una clara bifurcación, producto de la des-
trucción de todo principio trascendental en la definición del bien.
Por un lado, una primera corriente asegurará que la moral y la
política deben regirse por la noción del bien común (alternativas
contractualistas), y una segunda, en la cual el principio del dere-
cho será el legislar y proteger la libertad de obrar, de emprender
y de poseer (alternativas utilitaristas). Por esta vía lo que se apre-
cia es una apertura en términos de dos cuestiones (la voluntad
general y los derechos individuales) que articulan el problema
del derecho, la moral y la política.
Y es que, en efecto, en el primer caso, la idea subyacente a
esas posiciones será la del contrato y la obligación. El derecho
aparece en este plano como obediencia a la ley. Los tres princi-
pios que sustentan el programa de la regulación en el paradigma
sociocultural moderno encuentran en los tres grandes autores
del contractualismo un andamiaje intelectivo en que uno de di-
chos factores se erige como el primordial en la argumentación
que los entrelaza: el Estado (Hobbes), el mercado (Locke), la
comunidad (Rousseau). Con la propuesta contractualista lo que
se está fundando es la posibilidad de la sociedad política, con
ello el problema del bien común pasa a ser ubicado en el plano
del poder del Estado (como la entidad en que se sintetizan los
tres dispositivos que acabamos de enlistar), lo que coloca al de-
recho positivo en posibilidad de obrar única y exclusivamente
para el interés del que aparece como el representante del interés
común y en detrimento del interés individual (aquello que ter-
mina por ser defendido como la supuesta preocupación funda-
mental del liberalismo, aquello que Isaiah Berlin denominó como
«libertad negativa»). En los términos del discurso contractualis-
ta esto es planteado en la formulación de los dos contratos, uno
de sumisión y otro de asociación. Es así que el derecho natural
racionalista habla el lenguaje del absolutismo y el de la libertad,
son las dos caras de Jano que se expresan en los dos contratos
sociales que prometen los Estados nacientes, y que manifiestan
este doble cumplimiento de la función legitimadora del derecho
natural: de un lado, sirve al despotismo ilustrado (contrato de
sumisión, obligatoriedad), y del otro, a las ideas liberales y de-
mocráticas (que expresan la lógica racional del contrato de aso-
ciación). Es por esta razón que los autores que han intentado

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recuperar el «derecho natural» con finalidades de vincularlo con
la dignidad humana (Bloch, 1980), o de recuperarlo desde el
marxismo (Bidet, 1993 y 2007) o bien en la perspectiva de crear
una teoría jurídica crítica (Wolkmer, 2006, Nieto, 2007), o un
nuevo sentido común del derecho, genuinamente emancipato-
rio (Santos, 2003 y 2009), lo hacen desde este punto de partida
(desde esta coyuntura, la del siglo XVII, que en los hechos sería la
que expresaría la tensión que termina por separar entre la mo-
dernidad y su amordazamiento por el capitalismo) porque asu-
men que aquí se ubica el punto de una disyunción fundamental
entre el potencial regulador y emancipador del derecho.

Del derecho natural al positivo

A partir de finales del siglo XI en que Irsenio comienza a


enseñar, en la Universidad de Bolonia, el Corpus Juris Civilis se
inicia la recuperación del Derecho Romano, el que llega a ser
calificado como derecho erudito. Esta recuperación de los códi-
gos jurídicos de los tiempos de Justiniano no sólo se hace por-
que permita, en los asuntos de la ley, regirse por recta razón,
sino porque también permiten una más plena racionalización,
tanto de los entramados legales como de la práctica de los juris-
consultos. Con el paso del tiempo, al lado del clérigo hará su
aparición el jurista o legista que pasará a ser la figura preemi-
nente de la administración pública y el sistema judicial en los
nacientes Estados europeos. La relación fundamental entre do-
minio y sociedad que ha sido señalada por algunos autores como
el nudo problemático de la filosofía política (Riedel, 1976) o,
dicho en otros términos, el problema de la legitimación del
dominio, que viene siendo el tema fundamental de la filosofía
moral desde Platón y Aristóteles, y que está caminando en modo
tal que «la nueva racionalidad de la vida individual y colectiva es
una racionalidad secular, que debe prevalecer en las cuestiones
nacionales e internacionales» (Santos, 2003: 139), adquirirá una
plena formulación en la sociología política de Weber (entrama-
do categorial que adquiere la consistencia de una teoría del im-
perativo) en la cual se bisecciona el problema de la legitimación
(los de arriba que comandan a los de abajo), pues bien, este evi-
dente desplazamiento de la recta razón que rige al derecho natu-

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ral por su racionalización en cuanto derecho positivo está ha-
ciendo cada vez más patente el hecho de que...

[...] en un período de hegemonía positivista, la regulación social


se vuelve científica para ser maximizada y para, de paso, maxi-
mizar el olvido de la ética social y política que, desde el siglo XII,
mantuviera vivas las energías emancipadoras del nuevo horizon-
te jurídico [Santos, 2003: 139].

Con ello lo que finalmente ocurrirá, bajo la hegemonía posi-


tivista en el siglo XVIII y XIX, y que en sus inicios se comienza a
vislumbrar apenas al modo de una propensión, será el privilegio
consentido al aspecto normalizador (a una determinada acep-
ción del ser) y ya no normativo (en cuanto al deber ser), de la
práctica jurídica.
Este olvido, este arrinconamiento de la ética en los asuntos
de la lex, se hará aún más denso cuando en el terreno de lo jurí-
dico se esté operando otra disyunción, abismal en algunos casos
(altamente expresiva de una colonialidad de larga duración), entre
el derecho normado y el derecho practicado, entre el Estado de
derecho y el derecho realmente existente. La definitiva sustitu-
ción de la corriente iusnaturalista al seno del gremio de los juris-
tas correrá por dicha senda (la de su racionalización), la que al
amparo de los éxitos de la burguesía liberal y las ciencias experi-
mentales conduce ya desde el siglo XIX al iuspositivismo. Esta
posibilidad, sin embargo, estaba ya avizorada en el autor del
Leviatán. Ya desde Hobbes, a través del conocimiento de las le-
yes de la naturaleza se procura extraer por vía de la razón con-
clusiones sobre lo que se debe hacer o evitar. Lo no permitido
pasa a ser ilícito en relación no al directamente afectado (en las
disputas civiles o en la reglamentación de los contratos) sino en
la forma de ilícito respecto del Estado, de afrenta a la ley.1 La
separación del derecho respecto de la política y la estatización
de la penalidad, no ocultan sino promueven la conversión del
«control moral [...] en un instrumento de poder de las clases
ricas sobre las clases pobres» (Foucault, 1991: 106). Esta posibi-

1. Este principio está ya explícitamente formulado por Hegel en su Filoso-


fía del derecho: «...el delito no es más solamente una ofensa a un infinito sub-
jetivo, sino también una ofensa a lo universal que tiene en sí una existencia
estable y firme» (Hegel, 1985: 218).

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lidad (separación del derecho y la penalidad como asuntos del
Estado) ya está dada desde su propio origen polisémico puesto
que el asunto de la Ley remite desde un inicio tanto a la ley posi-
tiva del soberano, como a la ley mosaica que fue dada a los ju-
díos (por vía del decálogo de las tablas de la ley), como al dere-
cho natural o, en su momento, de gentes. Es así que en aquella
época, la anterior a la hegemonía iuspositivista, bien podría de-
cirse que socialmente regía una especie de «pluralismo jurídico»
(Santos, 2003: 136).
En el marco del positivismo jurídico (con su énfasis en lo
que es el derecho, esto es, su visión descriptiva y no normativa
del mismo), puede identificarse una suerte de separación entre
lo que sería un programa positivista jurídico duro (ligado en este
caso a Austin) y un positivismo jurídico blando (es el caso de
Kelsen o Hart). La crítica del modelo imperativista del derecho
efectuada por este último en su obra clásica El concepto de dere-
cho (Hart, 1980) apunta a señalar que el éxito de la primera (Aus-
tin) está asociado a su evidente base empírica y a su enorme
simplicidad. Hasta en Hobbes se puede identificar una teoría
imperativista del derecho más compleja que la de Austin. Para
este último el derecho figura como mandato, como órdenes res-
paldadas por amenazas (la desobediencia hará efectiva la ame-
naza), dictadas por el soberano o por subordinados que le obe-
decen. La validez del derecho (su legitimidad) se ubica en el ór-
gano desde el cual emana, las leyes no se obedecen por su carácter
justo o injusto sino porque provienen del poder supremo, del
soberano legislador, a diferencia de la perspectiva del derecho
natural que las desprendería de un legislador trascendente. El
derecho se ha desligado de la moral, la justicia de las normas no
se ubica en un plano moral, lo que importa es que la ley se im-
ponga. El derecho se reduce al esquema de mando/obediencia, a
la lógica de gobernante/gobernados, el soberano como poder
supremo no puede ser revocado jurídicamente y la ley se legiti-
ma porque de él emana.
Sin necesidad de recurrir a la nebulosidad del aspecto pro-
cedimental del derecho, de la técnica jurídica, podemos expre-
sar lo que se halla en juego recurriendo a la relación entre litera-
tura y derecho, para ello nos serviremos de lo escrito por John
Berger y, más adelante, por Claudio Magris, para darle cierre a
esta sección, pues como afirma este último «es la gran literatura

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la que sondea los enredos de la vida inclusive explorando por
entre la maraña del formalismo jurídico aparentemente más
caviloso, que, por el contrario, revela su necesidad por la defen-
sa de lo humano» (Magris, 2008: 81).
El gran crítico de arte y literato británico, John Berger, expo-
ne en su libro Puerca tierra (Berger, 2006a) un conjunto de tres
afirmaciones en que se pone en juego la relación entre derecho y
justicia y la reducción o enclaustramiento del problema, como
legalidad, en el marco del capitalismo y del programa iuspositi-
vista. Afirma Berger, muy al principio de su novela y en voz de su
personaje principal, Marcel:

[Marcel]: Quiero dar una lección...


[...]
Sus dos prisioneros se sentaron en la paja...
—No podremos sobrevivir a otra noche aquí —dijo gravemente
el inspector jefe.
—Nos está sometiendo a una tortura, ¿se da cuenta, no?
[...]
—¿Qué va a hacer con nosotros?
[Marcel]: Cuando estén dispuestos a escucharme, hablaré.
—¿Hablar?
—Sí. De la justicia.
—¡Justicia! —gritó el inspector jefe [...] ¡No tardará en tener que
huir de ella! [Berger, 2006a: 176].

Esta situación remite a la cuestión fundamental de lo políti-


co y de la filosofía política, al problema de la oposición entre un
poder constituyente y un poder constituido. La remisión a un
problema de justicia, que en el marco de Puerca tierra involucra
al propio derecho consuetudinario, cuyo referente es la costum-
bre, el peso de la memoria histórica y la cultura, y que Marcel
pretende re-actualizar a través de un acto dialógico con aquellos
en quienes se representa y deposita la ley y su ejecución, sin
embargo, lo propuesto por Marcel es rápidamente desacredita-
do pues la justicia se ejercita como acto jurídico-punitivo (de
aquellos que la personifican); no se enarbola como dilema moral.
En el segundo fragmento que extractamos de Puerca tierra,
La Cocadrille, otra personaje de la novela le pregunta una cues-
tión fundamental a un soldado refugiado que ha llegado a es-
conderse a los campos y que, curiosamente, lleva el nombre de
Saint-Just. El diálogo es el siguiente:

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[La Cocadrille:] ¿Qué harás cuando acabe la guerra?
—Continuaré con mis estudios —respondió él.
[La Cocadrille:] ¿Y un día serás juez como tu padre?
[Saint-Just:] No. Yo creo en otra justicia. Una justicia popular,
una justicia para los campesinos como tú y para los trabajado-
res; una justicia que dé las fábricas a los que trabajan en ellas y la
tierra a los que la cultivan.
Al decir eso sonrió tímidamente como si estuviera confesando
algo muy íntimo [Berger, 2006a: 227].

Salta a la vista la remisión por parte de Berger hacia un tema


que preocupó a buena parte del pensamiento político contem-
poráneo, el así referido como el problema de la libertad positiva,
y que sintetiza, en mucho, la propia disquisición entre la así lla-
mada «libertad de los antiguos» y la «libertad de los modernos».
Berger, por otra parte, logra plasmar en su prosa cómo en dicha
cuestión, el espesor de un ideal moral y ético de la justicia, se
esconde una visión utópica de construcción de futuro, un ideal
emancipador.
Finalmente, en el tercer fragmento, que retomamos del au-
tor británico, se lee, esta vez en voz de Saint-Just, lo siguiente:

—Se hará justicia.


¿Cuándo?
Cuando los vivos sepan lo que sufrieron los muertos.
Dijo esto sin rastro alguno de amargura en la voz, como si
tuviera toda la paciencia del mundo [Berger, 2006a: 317].

La ficción literaria que Berger nos propone no sólo está alta-


mente cargada de historia por el nombre de uno de sus persona-
jes, que remite de inmediato a los tiempos, el sentido y la gesta de
Robespierre, sino por el modo en que lo enuncia, por el encuadre
que le da, por la historicidad a la que apela. La remisión, en este
caso, de la prosa de Berger es al conjunto de las Tesis sobre el
concepto de la historia de Walter Benjamin, y más en concreto al
texto de la Tesis XII, que ubica al sujeto del conocimiento históri-
co como aquel que lleva a su fin «la obra de liberación en nombre
de tantas generaciones de vencidos» (Benjamin, 2008: 49).
Sin embargo, para no adelantarnos a lo que queremos desta-
car más adelante; ya llegará el momento argumental para esgri-
mirlo, veamos el otro ángulo del asunto que es justo aquel que

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subraya Claudio Magris en un breve pero denso trabajo que lle-
va por título Literatura y derecho. Ante la ley (Magris, 2008), texto
del que por ahora recuperamos dos cuestiones. La primera tiene
que ver con la distinción ya presente, hasta en Hobbes, entre ius
y lex, entre right y law, esto es, entre derecho y ley, pues como
bien apunta Magris, ella se expresa no sólo en la distinción entre
los derechos consuetudinarios y el régimen del derecho positi-
vo, sino que este último puede estar sosteniendo un régimen de
valores absolutos, de «imperativos categóricos absolutos», que
son aquellos principios extra-positivos del juzgador, de la autori-
dad encargada de ejecutar la ley.2 Por ello, Magris no duda en
afirmar que «a menudo entre el bien y el derecho se abre un
abismo» (Magris, 2008: 65), y ahí entra la segunda cuestión del
argumento que de Magris intentamos señalar, y es que para el
pensador italiano está claro que el problema de la legitimidad,
de «eso que hace justa una ley» (Magris, 2008: 81), corre el ries-
go de ser finalmente reducido al «frío llamamiento abogadesco
a cumplir con la letra formal de la ley» (Magris, 2008: 81).

Límites del positivismo jurídico

La alternativa que Hart plantea en su crítica al imperativis-


mo extremo (aquel que reduce la legitimidad del derecho a un
problema de legalidad) propende a ampliar la legitimidad del
derecho no sólo en términos de disciplina (del conocimiento)
sino como estructura estatal. Es así que, para el autor inglés, el
problema de las normas jurídicas difiere del esquema del man-
dato. El problema del derecho es una cuestión de reglas. Distin-
gue entre reglas primarias y reglas secundarias, y de entre estas
segundas la regla de reconocimiento. La obligatoriedad de las
normas no reside en la posibilidad de punición (que un poder
material hará efectiva) sino en que la colectividad reconozca
autoridad a las reglas (les confiera legitimidad). La obediencia

2. Para decirlo en términos de la Filosofía del derecho de Hegel: «En el


derecho positivo [...] lo que está conforme a la ley constituye la fuente de
conocimiento del derecho o, propiamente, de lo que es de derecho. La ciencia
positiva del derecho es por eso una ciencia histórica que tiene como funda-
mento la autoridad» (Hegel, 1985: 212-213).

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de las leyes puede derivar de un «hábito general de obedien-
cia» o bien porque ha sido promulgada de conformidad con
una norma secundaria que establece que las normas promul-
gadas de ese modo adquieren una condición vinculante, su va-
lidez deriva de su eficacia, empírica, por provenir de esa regla
de reconocimiento.
Lo que el modelo de Hart plantea es la institucionalización
de la autoridad, y con ello su estructuración como sistema auto-
referente, como orden jurídico jerarquizado. Si se nos permite,
podríamos señalar que lo que esto manifiesta es el despliegue de
la subordinación formal (en términos de mando-obediencia) y
la real (órganos creadores de derecho) de lo normativo (y, con
ello, su fetichización), a la lógica del capital, desplegado ya ple-
namente en fronteras territoriales bien delimitadas. El derecho
moderno es un sistema jurídico del Estado/capital, con una es-
tructura diferenciada. La relación polémica que puede estable-
cerse entre la noción de «Regla de reconocimiento (RR)» en Hart
y «Norma fundamental (NF)» en Kelsen, se coloca en un plano
de simetría, pues la discusión de ambos se coloca en el vértice
superior de la pirámide jerárquica de las normas jurídicas. Mien-
tras en Kelsen se coloca la NF en el terreno del deber ser, en el
terreno de la Moral, en Hart pisa ambos terrenos el del Ser (Or-
den Jurídico) y el del deber ser (Moral).
Este recorrido nos ha colocado, sin embargo, en los terrenos
de la disputa clásica acerca de la validez del derecho. En el mo-
delo de Hart (cualquier norma está en coherencia con la regla de
reconocimiento última), la validez se da por admitida, en el de
Kelsen (la pirámide normativa coloca en el peldaño superior a la
norma fundamental) la validez se sitúa en los bordes del deber
ser y del ser. No hay, pues, tal rompimiento definitivo, como lo
cree el positivismo, entre derecho y moral. En el problema de la
validez no se puede prescindir por completo del aspecto de la gé-
nesis del derecho. Pero no sólo en ese plano nos volvemos a to-
par con el problema del deber ser. El orden jurídico con su cade-
na de validez (Kelsen y su pirámide del derecho), o su andamiaje
jerarquizado (el derecho como un sistema de reglas, en Hart)
presenta un problema prácticamente irresoluble en la propia
práctica de los juristas.
La normatividad general, que plantea la obligatoriedad de la
ley, se plasma irremediablemente a través de su vigencia en los

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casos particulares, y de su sanción por el Derecho penal. En este
nivel, hasta los esfuerzos (positivistas) por concentrarse en la
descripción del derecho no pueden prescindir de hacer referen-
cia a valores, tampoco los involucrados en la «decisión judicial».
En este plano del debate, el de la práctica de los juristas, la dife-
rencia entre normas y principios no es generalmente aceptada.
Justo en ese punto reside la crítica de Dworkin a los positivistas
jurídicos (Dworkin, 1993): en la argumentación, la autoridad ju-
dicial apela a principios en la interpretación de la norma. Desde
ese punto de vista, hasta los garantistas, que creen prescindir de
la interpretación de la norma (la ley no se discute), están, con
ello, llevando a cabo una interpretación.
El error más importante detectado por Dworkin en su polé-
mica con Hart, sería «la idea de que la verdad de enunciados
jurídicos como los que describen derechos y obligaciones lega-
les depende únicamente de hechos históricos» (Hart, 2000: 18-
19) mientras que el positivista considera, erróneamente según
Dworkin, «que [los Fundamentos del Derecho] se determinan
por reglas lingüísticas, compartidas por magistrados y juristas
[...] las únicas discrepancias que pueden producirse acerca de
cuestiones de Derecho son las relativas a la existencia o inexis-
tencia de estos hechos históricos; no puede haber discrepancias
o controversias teóricas acerca de lo que son los «fundamentos»
del Derecho» (Hart, 2000: 19).
Para Dworkin los fundamentos del derecho no sólo son con-
trovertibles sino que ellos guardan estrecha relación con juicios
morales. El camino errado de los positivistas se explica por Dwor-
kin, en primer lugar, porque al señalar que hay reglas (lingüísti-
cas) incontrovertibles, la existencia de asuntos disputables (ca-
sos difíciles) no sólo daría lugar a desacuerdos teóricos, sino que
haría difícil la comprensión entre los participantes del orden ju-
rídico, pues para los participantes el derecho significaría cosas
distintas. Esta creencia atribuida a los positivistas es, según Hart,
una concepción errada de Dworkin. En segundo lugar, Hart cri-
tica la reducción de la regla de reconocimiento a «aguijón se-
mántico». La defensa de Hart consiste en señalar que Dworkin
«confunde el significado de un concepto con los criterios para
su aplicación» (Hart, 2000: 21), y acude al argumento de autori-
dad de citar a Rawls como un autor que no bien lo ha compren-
dido sino que lo recupera en su Teoría de la justicia. Para Hart

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«los elementos de juicio para la aplicación de un concepto cuyo
significado es constante pueden variar y ser controvertibles». Los
postulados de Derecho («proposiciones jurídicas», según otra
traducción) no son afirmaciones acerca de lo que es Derecho,
sino acerca de lo que es el Derecho, esto es, lo que el Derecho de
un sistema permite o exige o faculta a las personas para hacer.
La coerción jurídica es una función secundaria, más importante
es la labor de previsión que ofrece el derecho a través de las
reglas secundarias. La certeza que brinda la regla de reconoci-
miento, en palabras de Hart, es importante «para el ejercicio
inteligente de las facultades jurídicas [...] y, en general, para pla-
nificar inteligentemente la vida privada y pública».
En ambos casos, norma última y decisiones judiciales pro-
blemáticas, hemos vuelto a dar con la cuestión de los valores, la
relación entre lo particular y lo universal, y el problema de la
distinción entre derecho y moral. Pareciera que estuviéramos
ante una polaridad irresoluble entre iusnaturalismo (lo que el
derecho debe ser) y el positivismo (lo que el derecho es), sin
embargo, es posible orientar la discusión en una dirección dis-
tinta. Para ello, tal vez convenga re-dirigir el esfuerzo iusnatura-
lista no hacia el derecho positivo sino hacia el derecho racional,
para de ahí desprender la importancia del grado de conciencia
adquirido cuando la cuestión que estamos tratando ha sido co-
locada en el terreno de la «insociable sociabilidad».

El derecho racional

Para señalar la propuesta kantiana del derecho, y lo que en


ella se involucra tanto en términos de su teoría del conocimiento
como en su propuesta filosófica de la ética y la política será ne-
cesario, en principio, volver al modelo hobbesiano, pues es en
relación con éste (en tanto variante del contractualismo) que se
formula la propuesta del filósofo de Königsberg. El otro interlo-
cutor que no podemos hacer a un lado será Locke.
La pregunta fundamental en la que debemos insistir es ¿por
qué obedecer el derecho? En el caso de Hobbes tenemos, también,
una teoría imperativista del derecho («en los Estados [...] aquellos
que tienen la suprema autoridad pueden hacer lo que les plazca»,
Hobbes, 1984: 103), con lo cual queda claro que no hay una univer-

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salidad en la cesión de potestad pues lo que ello esconde es que el
supremo soberano no hace cesión alguna (sino que afirma su po-
testad soberana), pero que distingue dos planos que se plasman en
lo que identifica como leyes de la naturaleza, que conducen del
estado de naturaleza hacia la perspectiva de promesas y obligacio-
nes que dan lugar al pacto o contrato que dará origen al Estado
que se erige sobre ellos (instancia donde los hombres son conduci-
dos a obedecer a un poder común, en demanda de protección, en
la base de la idea de la guerra de todos contra todos actúa, encu-
bierto en el modelo hobbesiano, un «principio vida», pues lo que
se busca proteger es la existencia misma, que Hobbes veía amena-
zada no tan sólo en su modelo teórico sino como resultado de la
realidad contextual del conflicto religioso por el que Europa atra-
viesa en la «guerra de los treinta años»).
Hobbes distingue entre ius (poder, capacidad que ofrece la
libertad) y lex (norma o mandato). No hay más medio para ase-
gurar la libertad y la vida que la experiencia de la contingencia
(Serrano, 2001), al modo de temor a la opresión que dispone
al ser humano a tratar de prevenirla. La no existencia de un po-
der común («que los atemorice a todos» Hobbes, 1984: 136) man-
tiene a los seres humanos en un estado de guerra «de todos con-
tra todos». En ese estado de naturaleza no puede haber distin-
ción entre lo justo y lo injusto, entre derecho e ilegalidad. Todo
parece estar permitido: «Donde no hay poder común, la ley no
existe: donde no hay ley, no hay justicia» (Hobbes, 1984: 138).
Mientras el derecho consiste en la libertad de hacer o de omitir,
la ley determina y obliga a una de esas dos opciones. Está en la
condición humana la posibilidad de (actuando por el propio in-
terés, por la inseguridad misma en que se mueve la existencia)
renunciar o transferir el ejercicio de derechos o poderes (no así
los que obran como derechos naturales), y será esta mutua trans-
ferencia de derechos (muy en concordancia con esta propuesta,
Adam Smith más de un siglo después señalará a la propensión a
cambiar como una facultad también natural, inherente a la con-
dición humana), lo que se concrete como pacto o contrato. Es
un modelo de promesas y obligaciones que, sin embargo, está
garantizado a fortiori (por el promitente), pero que en nada ve ga-
rantizado su cumplimiento (a posteriori por el otro involucrado
en la transacción que estipula lo acordado), para ello será nece-
saria una entidad superior que obligue a cumplir el contrato.

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Sólo la existencia de un poder coercitivo puede otorgar la certe-
za de cumplimiento. El propio Hobbes efectúa en este punto la
conexión necesaria con el otro gran tema: «la validez de los pac-
tos no comienza sino con la constitución de un poder civil sufi-
ciente para compeler a los hombres a observarlos. Es entonces
también cuando comienza la propiedad» (Hobbes, 1984: 154).
La justicia en el modelo de Hobbes es una ley de naturaleza, es
la observancia del pacto o, dicho de manera más clara: «quien
realiza la ley es justo» (Hobbes, 1984: 167). El pacto o contrato
no es, entonces, natural, funciona al modo de un artificio que los
hombres se han dado, que requiere la existencia de «un poder
común que los mantenga a raya y dirija sus acciones hacia el
beneficio colectivo» (Hobbes, 1984: 179). Con ello su modelo se
estructura como un modelo de dominación del soberano sobre
el súbdito. Ello significa, sin embargo, que conjuga de algún modo
la libertad (ausencia de obstáculo al actuar según el interés pro-
pio) y la igualdad (en la inseguridad y el miedo).
Por el lado de Locke, existe una distinción de sólo tres leyes de
naturaleza fundamentales: Cada uno es propietario de sí mismo,
hay propiedad común de los bienes que la tierra otorga y el ser
humano sólo puede apropiarse de aquello que puede trabajar. Esta
vertiente de análisis de la libertad está ya presente en Benjamin
Constant cuando distingue entre la libertad de los antiguos (parti-
cipación activa en el poder colectivo) y de los modernos (gozo
pacífico de la independencia privada). Si en Hobbes lo que rompe
con el Estado de naturaleza es el pacto estatal, en Locke será el
dinero, ese artificio económico, que manifiesta los acuerdos y rom-
pe las barreras a la apropiación (al permitir la posibilidad de la
acumulación económica). Y con ello coloca como imprescindible
la necesidad de un acuerdo civil. El contrato de asociación da
prioridad a la relación simétrica entre ciudadanos (el principio es
la ley, y nadie está por encima de ella, ni siquiera el soberano) y lo
que garantiza la imposibilidad de sometimiento de la libertad,
será el principio de la división de poderes.
En Locke tal visión de la libertad se defiende en términos de
los derechos individuales (libertad natural de todos los hombres
«sin estar ninguno sometido a la voluntad o a la autoridad de
otro hombre» (Locke, 1994: 78), sin embargo, Locke extrae de
ello la legitimación de la esclavitud, que aparece como resultado
no de la violación de la igualdad sino de su aplicación fiel y efec-

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tiva. Tal vez valga aquí un comentario: Locke es recuperado tra-
dicionalmente como el filósofo de la tolerancia cuando en los
hechos está formulando una teoría de la guerra justa que vuelve
legítima la esclavitud (negocio en el que, por lo demás, el filóso-
fo inglés estaba involucrado [Losurdo, 2007]), en su argumenta-
ción si los pobladores originarios de los territorios americanos
de la región norte del continente, están dejando de utilizar y de
darle función económica a proporciones importantes de tierras
y ello porque en el específico uso de su derecho no están ejer-
ciendo la apropiación de tal bien, por ello el colono hace legíti-
mo reclamo de dichas extensiones para efectuar su apropiación
y darle función económica. El ocupante originario, así, no tiene
reclamo qué hacer, ni derecho qué defender, el colono por el
contrario efectúa guerra justa para defender la apropiación de
esas tierras vacías y vacías también de derechos. El derrotado en
tal guerra así justificada, esto es, el poblador originario, por el
mismo perjuicio ocasionado al invasor debe resarcirle de algún
modo o de otro. El invasor puede en tal caso hasta ejercer la
penalidad de quitarle la vida a quien le ocasionó el agravio, pero
en su lugar puede darle la oportunidad de elegir entre la muerte
física o la muerte ontológica y ética como sujeto al serle permiti-
do funcionar desde ese momento en adelante como esclavo del
nuevo propietario de su existencia y de sus tierras. Es así como
Locke legitima por guerra justa la esclavitud e invierte no sólo la
lógica del proceso sino la de los derechos humanos mismos. No
es ninguna casualidad que en absoluta concordancia a lo soste-
nido por Locke se expresaría Hegel, en su Filosofía del derecho,
cuando habla de la soberanía exterior y plantea el caso de pue-
blos cuya «libertad ha muerto por su temor a morir» (Hegel,
1985: 320). La propiedad privada se afianza no sólo a través de la
división de poderes sino a través de «la inversión de los derechos
humanos» (Hinkelammert, 2003), de los pobladores originarios
que pasan a ser asimilados como sujetos esclavizados. Tal con-
clusión, como ha sostenido Hinkelammert, se extrae justo en el
momento en que Inglaterra vive el momento de fundación en su
condición de Imperio, que la habrá de imponer definitivamente
sobre Holanda y España. Si en Smith la oposición entre el inte-
rés privado y la consecución del interés moral o público se re-
suelve armónicamente a través del mercado; tal forma de regu-
lación (de la propiedad en el capitalismo), sin embargo, no se

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limita a oferta y demanda, sino que éstas deciden (como sosten-
drá Marx desde su obra temprana) sobre la persistencia de los
productores mismos. El automatismo del mercado decide, de
ese modo, sobre vida y muerte de los productores, así sea en el
espacio abstracto del modo de producción o en el concreto del
mercado mundial, y de las sustituciones hegemónicas entre los
poderes imperiales.
La teoría del derecho de Kant efectúa una síntesis racional
de ambas perspectivas, por ello se coloca en la tradición con-
tractualista (tal filiación se hace notar por el hecho suficiente-
mente expresivo de que en la habitación de Kant sólo había co-
locado un retrato en sus paredes, justo el de Rousseau [Kofler,
1974: 32], pensador francés al que Kant llegó a calificar como el
«Newton del mundo moral»), pero sin reprimir la libertad indi-
vidual. Su propuesta se formula de modo más acabado en La
metafísica de las costumbres (Kant, 2002), pero figura en el con-
junto de su obra, considerada en términos de su filosofía prácti-
ca (Serrano, 2004), como doctrina de los deberes.
Kant expone, en primer lugar, la doctrina del derecho y, en
segundo lugar, la doctrina de la virtud. Concuerda con la tradi-
ción empirista al reconocer la diferencia entre derecho y moral
(la despliega en términos del derecho en sentido estricto y en
sentido amplio), la vigencia de la legislación no se sustenta en
exigencias morales sino que puede incluir la amenaza coactiva.
Sin embargo, a diferencia de dicha tradición no sustenta el po-
der coactivo del derecho en la exclusiva conformación asimétri-
ca de la relación mando/obediencia. El acatamiento de la ley no
se sustenta en la obligación del sujeto ante una autoridad supre-
ma o un legislador situado por encima de los sujetos, sino en la
obligación recíproca que tendería, en su ideal republicano, a
acortar la separación entre ciudadanos y legisladores.
Su acercamiento al derecho no es en términos teóricos (para
saber lo que es el derecho) sino en términos prácticos (no se
participa del mundo como un espectador sino como un actor
del mismo). El lenguaje prescriptivo-normativo del derecho plan-
tea una participación (práctica) no sólo una actitud contempla-
tiva (teórica) respecto del derecho.
De ahí que la exposición desde la propia introducción de La
metafísica de las costumbres comience con el problema de la vo-
luntad («facultad de desear», cuyo fundamento interno de deter-

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minación reside en la razón del sujeto). La voluntad es la razón
pura práctica misma, en la medida en que dentro del conjunto
de apetencias es un principio de razón pura práctica el que de-
termina el paso del arbitrio a la acción, el que funda la decisión
del sujeto, su autonomía. El arbitrio humano es afectado por
impulsos sensibles (como señalan los empiristas) pero no deter-
minado por dichos impulsos: «la libertad del arbitrio es la inde-
pendencia de su determinación por impulsos sensibles; éste es el
concepto negativo de la misma. El positivo es: la facultad de la
razón pura de ser por sí misma práctica» (Kant, 2002: 17). Así,
Kant va a distinguir a diferencia de las leyes de la naturaleza, las
leyes morales como leyes de la libertad. Se llamarán jurídicas, si
su objeto de la acción es externo, y si corresponden al funda-
mento de su determinación, serán éticas. La coincidencia con
las primeras será la legalidad y con las segundas la moralidad.
En el caso de las primeras, la libertad corresponde al ejercicio
externo del arbitrio (y legislan, regulan, legitiman la propiedad en
la medida en que competen a la definición de lo mío y lo tuyo
externo, no así en el estado de naturaleza donde, para Kant, sólo
se alcanza una adquisición de algo externo como suyo de modo
provisional), en el caso de las segundas, comprometen tanto al
ejercicio externo como interno del arbitrio, en la medida en que
éste es determinado por las leyes de la razón.
La actuación en correspondencia con la razón, en el caso del
derecho, significa que se sigue un principio universal no sólo
porque éste es coactivo sino porque se reconoce que es interés
de todos respetar la libertad de los otros. La legislación convier-
te objetivamente la acción en deber y subjetivamente compro-
mete con la representación de la ley el fundamento de determi-
nación del arbitrio para la realización de esa acción. Con ello se
sustituye la obligatoriedad del derecho, como motivo de la ac-
ción, por la recíproca coacción.
Por ello, en el caso de Kant sólo se reconoce un derecho
natural e innato, la libertad. Es éste el punto en el que se distan-
cia Kant del iusnaturalismo tradicional, pues la validez del dere-
cho no la refiere a un principio de verdad que construya su or-
den, que lo ordene (sea cósmico, trascendente, divino, natural, o
histórico-cultural), sino que «la validez racional del derecho se
encuentra en el añejo principio republicano, interpretado como
un principio a priori de la razón práctica: Volenti non fit iniura

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[...] No hay injusticia donde hay aceptación voluntaria» (Serra-
no, 2004: 82). El derecho figura como una condición para la cons-
trucción de un orden civil, al desplazarlo hacia una dimensión
inter-subjetiva, y en esa medida lo vincula con la política, puesto
que la actuación de los sujetos se orienta a la construcción de un
Estado civil de derecho, a la institución de un acuerdo para re-
gular sus relaciones a través de las leyes.
El problema de la justicia se desplaza hacia la cuestión de la
aceptación voluntaria de las reglas, normas o leyes. Lo sujetos no
actúan conforme al contenido de la ley sino por la «representación
de la ley»; la validez de la norma, su eficacia, derivará de la acep-
tación por parte de la colectividad. Lo cual plantea la cuestión de
la aceptación interna por parte de la persona, voluntaria, desde la
auto-legislación,3 desde la autonomía del sujeto racional, desde
el imperativo categórico, desde el actuar moral de la razón prácti-
ca: Obrar de tal modo que tu acción pueda convertirse en una ley
universal. Nadie puede cometer injusticia en «aquello que decide
sobre sí mismo» (Kant, 2002: 143). Lo que sustituye al estado de
naturaleza no es un estado social, para Kant, es un estado civil,
jurídico, de reconocimiento universal de las leyes.

Los miembros de una sociedad semejante (societas civiles) —es


decir, de un Estado—, unidos con vistas a la legislación, se lla-
man ciudadanos (cives) y sus atributos jurídicos, inseparables de
su esencia (como tal) son los siguientes: la libertad legal de no
obedecer a ninguna otra ley más que a aquella a la que ha dado
su consentimiento; la igualdad civil, es decir, no reconocer nin-
gún superior en el pueblo, sólo a aquel al que tiene la capacidad
moral de obligar jurídicamente del mismo modo que éste puede
obligarle a él; en tercer lugar, el atributo de la independencia civil,
es decir, no agradecer la propia existencia y conservación al arbi-
trio de otro en el pueblo, sino a sus propios derechos y facultades
como miembro de la comunidad [Kant, 2002: 143].

En conclusión, en el caso de Kant la construcción del Esta-


do civil de derecho no indica una posición meramente jurídica

3. Ya en Montaigne, se encuentra una orientación precursora de tal dife-


rencia cualitativa para el cumplimiento de la ley, dice el autor de los Ensayos:
«Se corrompe la función del mando cuando se obedece por discreción y no
por servidumbre» (Montaigne, 1994: 116).

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sino un pronunciamiento político, un manifiesto para la actua-
ción política de las personas, de las colectividades. En esa medi-
da no hay un desdoblamiento dicotómico de los ámbitos de la
libertad como creen algunos autores (Berlin, 1988 o Bobbio, 1985)
sino una ampliación...

[...] del concepto de deber más allá del concepto de libertad ex-
terna y de la limitación de tal libertad por lo meramente formal
de su concordancia universal, ampliación por la que se introdu-
ce la libertad interna en lugar de la coacción externa, la facultad
de autocoaccionarse, y no ciertamente mediante otras inclina-
ciones sino por la razón pura práctica [...] En el imperativo mo-
ral y en la libertad, que es su presupuesto necesario, la ley, la
facultad (de cumplirla) y la voluntad que determina la máxima
constituyen todos los elementos que forman el concepto de de-
ber jurídico [Kant, 2002: 251].

En 1759, en Londres y Edimburgo, se había publicado La


teoría de los sentimientos morales (Smith, 1997), por el econo-
mista perteneciente a la escuela escocesa Adam Smith, esto es,
casi cuatro décadas antes de la publicación de La metafísica de
las costumbres por Emmanuel Kant. Ahí, el fundador de la eco-
nomía clásica, o uno de sus fundadores, propone el concepto de
«simpatía», al cual llega, por entender que carecemos de la expe-
riencia inmediata de lo que sientan, por determinadas circuns-
tancias de agrado o desagrado, las otras personas, de tal modo
que no podríamos hacernos una idea de cómo se verían afecta-
das por dichas situaciones, salvo que pensemos cómo nos senti-
ríamos nosotros si nos ubicásemos en su misma condición. La
simpatía, es asumida por Smith como el acompañar en el senti-
miento ante cualquier pasión. Pero allí no termina el argumen-
to, éste incluye un sentido de recato, pues el otro lado de la posi-
ción de Smith integra la aprobación o no de las pasiones de los
otros como adecuadas a sus objetos: aprobarlas sería identifi-
carse con una pasión como adecuada a su objeto, no aprobarlas
significa que no se simpatiza con ellas. Sin embargo, el argu-
mento de Smith desde la «simpatía» no termina por cerrar el
problema de la conducta adecuada, en ética, o el del actuar de
acuerdo con el deber jurídico, en derecho. Fue en relación con
dicha limitación, detectada en Smith, que la propuesta de Kant
colocará sus reales y, en su lugar, sugerirá el concepto de «empa-

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tía», o el de un actuar empático como la postura que es capaz de
colocarse en el lugar del otro, esto es, el señalamiento de un
principio de actuación ético que es capaz de reflexionar desde el
otro, pero al modo de proceder como si se fuera el otro, efectuar
una acción que integra la posibilidad de asumirse como el otro.
Rebasa, sí, el modo en que Smith encara la cuestión, pues inclu-
ye el proceder empático en su propuesta de razón práctica, esto
es, en el imperativo moral de que la máxima de su acción de una
determinada persona sea capaz de erigirse en principio univer-
sal, pero no supera la limitación de un incompleto reconocimiento
del otro o de la otra, o de sus otros. A los otro(a)s se les reconoce
no por colocarse en el lugar de ellos sino por reconocérseles de
manera efectiva como otros: en dicha circunstancia se finca, en
los tiempos actuales, la posibilidad de una verdadera ética del
reconocimiento y de una política de interculturalidad que edifi-
que sociedades genuinamente pluriculturales.

La ética autónoma y el principio de totalidad

El vuelco que Kant está efectuando en su pensamiento en


la década de 1780 no deja, sin embargo, de mantener una hila-
ción con su obra previa, aunque lo que se destaca del viraje
está dado por el énfasis que Kant mismo no hace sino explici-
tar en una afirmación que está lejos de ser humilde. Sorprende
la universalidad que le pretende adjudicar a su filosofía vinien-
do de un hombre que nunca en su vida abandonó su pueblo
natal. Sabe el filósofo de Koenisberg, y así lo ostenta, que lo
que él está haciendo en filosofía encuentra su parangón en la
revolución copernicana en el marco de la mutación científica
del siglo XVII, él sostiene estar efectuando una revolución co-
pernicana en filosofía, al afirmar el lugar central del sujeto ra-
cional (una especie de heliocentrismo humano) en el proceso
de conocimiento. Pero ello es tan sólo, si se quiere, la primera
revolución kantiana, la otra consiste en que «la Crítica de la
razón pura sólo habla de la ciencia para fundar una moral, una
teología, una metafísica positivas» (Weil, 2008 [1990]: 10). Kant
subordina la ciencia a la filosofía y la filosofía a la fe, así sea
ésta la fe en la razón. Sin embargo, ahí no se restringen sus
alcances. Se llegó a afirmar que Kant, a sus 80 años, había

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muerto prematuramente, y ello es así si apreciamos su aporte
para el terreno de la política.
Los discípulos de Newton para conocer el mundo preten-
dían destronar a Dios pero lo hacían al precio de divinizar a la
naturaleza. Bajo el protestantismo (Revolución luterana median-
te) se legitima el conocimiento de las leyes que rigen el mundo
de la naturaleza, de ese modo se sirve a Dios, quien ha puesto las
leyes para ser conocidas. Justamente, su perfección y su cumpli-
miento en el mundo micro y macroscópico, se debe casi a un
poder divino, el cual es depositado en una legalidad físico-mate-
mática. Descartes, contemporáneo de Bacon, se ocupará de bus-
car tal regularidad de las leyes que gobiernan no sólo a la natu-
raleza exterior (res extensa) sino al propio interior del organismo
humano (res cogitans), su formulación se consuma en un princi-
pio que reduce el conocimiento de la naturaleza a las matemáti-
cas, y en analogía reduce el conocimiento de la naturaleza hu-
mana a lo aprehensible por la mente. Para Descartes «la mente
pensante es [...] el fundamento y la premisa del proceso cognos-
citivo» (Kurnitsky, 1978: 61). El sujeto pensante racional, aprio-
rístico, matemático, ve en ello, en el conocimiento de la natura-
leza humana, una mediación sociedad-naturaleza, no ve nece-
saria la mediación en un sujeto que reconozca la condición de
viviente y sufriente del otro. Hubo una propensión en el pensa-
miento europeo por efectuar tal salto, en tanto reconocimiento
de la diversidad en la naturaleza de lo humano: era en lo que
consistía la mejor tradición de los humanistas posrenacentistas
(Toulmin, 2001), sin embargo, su programa de investigación será
derrotado por el del racionalismo ilustrado que hegemoniza a la
era moderna.
Si para Kant la física de Newton había obtenido un éxito
espectacular para el entendimiento de las leyes deterministas de
la naturaleza física, la filosofía estaba llamada a lograr estable-
cer la base para el estudio necesario y seguro de la moralidad y
la acción política. Se ve en ello un resabio de la teoría tomista de
las dos verdades, es cierto, una que rige cielo arriba y la otra
debajo del mundo lunar, a ras de suelo. Será mérito de Kant el
entendimiento de la libertad que se libera de la legalidad natu-
ral, la cual está imposibilitada como ciencia del determinismo,
al igual que el criticismo kantiano, de conocer la «cosa en sí».
Del mismo modo en que lo ontológico hace referencia a lo ente

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del mundo de los entes, esto es, al conocimiento no del ser de
algo (óntico) sino al ser del ser (ontológico), lo que con la edad
moderna se pasa a considerar como «sujeto» no es el sujeto de
esa o aquella tesis, sino el de toda tesis en cuanto tal. La mente,
el pensar («cogito ergo sum») desempeña el papel de sujeto, no
se trata de un ente (el hombre, la persona) ni de algo de un ente
(alguna facultad, característica, etc.) dado que no es óntico, sino
estrictamente ontológico, lo cual querrá decir, en la filosofía de
Kant, sujeto trascendental.
Lo que Kant busca en su primera Crítica no es tanto discer-
nir sobre el conocimiento en tanto hecho, sino en tanto legitimi-
dad, defiende a éste, pues, en cuanto a su validez, pero ésta no es
la de los hechos (que responde a si es posible el conocer los he-
chos), más bien lo que persigue es conocer en que consiste el
conocimiento (no de lo particular, sino el conocimiento como
un todo), de ahí que lo que formula es una legitimidad (un ius y
no un factum) del conocer, y a lo que responde es a una pregunta
trascendental (Martínez, 1992). Este proceder en el marco de su
crítica de la razón pura teórica está en clara correspondencia a
lo que formula en cuanto a su crítica de la razón pura práctica,
pues lo que busca no es explicar el hecho de la decisión sino en
que reside la legitimidad de tal acto como ejercicio autónomo
del sujeto, será pues una política trascendental.
Cuando Kant ha formulado la cuestión (en la primera edi-
ción de su Crítica) de que la aspiración de la razón (especulati-
va) se reduce a las famosas tres preguntas: ¿qué puedo saber?,
¿qué debo hacer? y ¿qué puedo esperar?, lo ha hecho no sólo
para darle cierre a la que parece ser su fin último, formulado en
tres cuestiones: la libertad de la voluntad, la inmortalidad del
alma y la existencia de Dios. Pareciera que busca también orien-
tar al lector en la senda que comunica a las dos primeras críti-
cas, en tanto desde ellas se afirmará el acto de la libertad como
ejercicio pleno de la razón. Kant, figura de ese modo como el
filósofo que consuma los valores de la ilustración.
Cuando Kant está preguntando por la causalidad, en tanto
disposivo cognitivo vinculante de un suceso con otro en la pro-
gresión del tiempo, lo hace en estrecha correspondencia a como
lo ha hecho la racionalidad científica (conocer el efecto en tanto
ligado a algo que le determine), con ello el filósofo de Koenigs-
berg no sólo está dando cuenta de las condiciones de posibilidad

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de los hechos (esto es, de los fenómenos, a diferencia de los noú-
menos) sino que está con ello encaminando la cuestión hacia el
conocimiento de la causalidad de la causa, esto es, hacia el co-
nocimiento de «lo incondicionado», esto es, de la totalidad, con
lo cual vincula además no sólo la particularidad de los hechos
sino su pluralidad en algo más amplio que les incluye. Kant en-
cuentra lo que busca en el ser humano sujeto racional, en el ente
que piensa, que es no sólo fenómeno sino noúmeno al propio
tiempo, con ello da con la causalidad de la causa e identifica a
ella como el acto de voluntad que es la libertad. Su teoría del
conocimiento fundamenta de ese modo una moral, finca en ello
su legitimidad, en ello encuentra su realización. Lo que Kant
expone en la Crítica de la razón pura (1781) comparece en el modo
en el que el acto de la decisión (en lo que consiste la autonomía
de la persona) figura en su crítica de la razón práctica; o en sus
formulaciones más acabadas sobre la política (a partir de 1784,
con su Idea de una historia universal en sentido cosmopolita). Si
la síntesis es obra de la imaginación la libertad es obra de la
voluntad, ambos son actos de razón, pues para Kant «sólo existe
una sola y única razón, la razón en tanto que práctica» (Weil,
2008 [1990], 19). Es de tal modo como comparecen ambas di-
mensiones del problema de la cosa en sí, de su inalcanzable cog-
noscitividad, en la última de las críticas, esto es, en la Crítica de
la facultad de juzgar y en la enunciación más acabada de un prin-
cipio de finalidad (en el texto en que Kant ha llegado al máximo
grado de conciencia posible, según su sistema): la inaprehen-
sibilidad de la totalidad y la irracionalidad de los singulares con-
tenidos de los conceptos (Lukács, 1969: 127), la relación de lo
universal con lo particular será, en el primer caso de determina-
ción, y en las categorías de Kant figurará como «juicio determi-
nante», en el segundo de carácter reflexivo, en dirección contra-
ria, en términos de Kant como «juicio reflexionante».
Ahora bien, hemos hecho hasta aquí referencia a la progre-
sión del pensamiento de Kant en tanto consumación del propio
ideario ilustrado, esto es, de cómo la crítica de la razón especu-
lativa fundamenta la razón en tanto que práctica, pero ello pue-
de también estar manifestando una vinculación no del inicio de
su período crítico con sus formulaciones políticas del período
final de su vida, sino con sus formulaciones anteriores al perío-
do de las críticas, algo que en ocasiones no es mencionado sufi-

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cientemente. Se ha dicho, casi a modo aforístico, que el escepti-
cismo de Hume despertó a Kant de su sueño dogmático, hare-
mos ahora referencia a otro tipo de escepticismo que también
ha influido, a nuestro juicio, en el pensamiento de Kant. Se trata
de una serie de planteos identificables ya en Montaigne y que
son recuperados por el filósofo alemán.
Se ha sostenido, y con razón, que los centros imperiales han
requerido siempre del conocimiento de sus otros, de sus súbdi-
tos y sus colonias, para su propio autoconocimiento, para ello se
han servido de manera inmejorable de la «literatura de viajes y
exploración» (Pratt, 2010), la Alemania que le toca vivir a Kant
no fue la excepción y éste no queda al margen de tal propensión.
Tal conexión en el específico período de mediados del siglo XVIII
en adelante, se da entre la literatura de viajes europea y la histo-
ria natural de la ilustración y terminó por producir «una forma
eurocéntrica de conciencia global o “planetaria”» (Pratt, 2010:
26). Es sabido que Kant impartió por décadas sus cursos de An-
tropología y Geografía Física en la Universidad de Koenigsberg,
y que estas dos preocupaciones disciplinarias comparecen en su
obra de madurez. Es así que uno de los autores que formulan
una demoledora crítica de Kant, por su reducción de la condi-
ción de sujeto, al sujeto blanco europeo, en tanto los otros pue-
blos «nunca pueden alcanzar el nivel de los conceptos abstrac-
tos» (Kant, citado en Chukwudi, 2008: 52), se permite una apre-
ciación anterior, que es la que por ahora nos interesa. Este autor,
describe con detenimiento que en Kant «la geografía física, que
estudia la naturaleza externa proporciona un conocimiento de
los humanos como cuerpos extensos [...] mientras que la antro-
pología pragmática provee el conocimiento de lo interno, la es-
tructura moralmente condicionada de los humanos» (Chukwu-
di, 2008: 47). No podría, pues, extrañar que Kant siendo profe-
sor de ambas disciplinas fuera también un apasionado lector de
«literatura de viajes», de los relatos de tan célebres itinerantes
del siglo XVIII, entre ellos Humboldt. También se contaba entre
sus autores de mayor predilección a Michel de Montaigne, y a sus
Ensayos como obra de cabecera. Es en dicha preferencia que
basamos el comentario siguiente.
Sesenta y cuatro años después de la Utopía de Moro se publi-
can los Ensayos de Montaigne. Del capítulo 39 de dicha obra y
que lleva por título «De la soledad» extraigo el pasaje siguiente.

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Dice Montaigne «nada hay tan insociable por su vicio como el
hombre; ni nada tan sociable por naturaleza» (Montaigne, 1994:
301), unas líneas más adelante se remata la idea, dice Montaigne:
«Llevamos con nosotros la causa de nuestro tormento. No tene-
mos entera libertad» (Montaigne, 1999: 124), o «libertad plena»
(Montaigne, 1994: 303), según se lee en otra traducción. En mi
opinión no es otro sino éste el planteamiento que reaparecerá en
Kant como el dilema de la «insociable sociabilidad» en su escri-
to de 1784,4 y en Hegel, por vía de Kant, como el problema de la
«astucia de la razón», esto es, la estrategia del espíritu para que
por mediación de las pasiones se cumpla dialécticamente el plan
universal de la historia.
En efecto, en su trabajo Idea de una historia universal en sen-
tido cosmopolita puede leerse en Kant lo siguiente: «Entiendo en
este caso por antagonismo la insociable sociabilidad de los hom-
bres, es decir, su inclinación a formar sociedad que, sin embar-
go, va unida a una resistencia constante que amenaza perma-
nentemente con disolverla» (Kant, 1993: 46). Desde aquí se pue-
de apreciar el grado de conciencia adquirido cuando la cuestión
ha sido colocada en el terreno ya de la «insociable sociabilidad»,
esto es, en el terreno de la preocupación por «lo civil», el piso
común que se está desplegando con el desarrollo del Estado y de
la sociedad civil, esto es, la conjunción del problema de la liber-
tad, de la propiedad y de la lógica contractualista como proble-
mas del poder en la sociedad moderna, que en Marx cobrarán la
forma del despliegue dialéctico de los dos dispositivos, la mer-
cancía y el dinero, hasta su forma de despliegue desarrollado, en
tanto capital.
Este ordenamiento desordenado (el de sujetos a-sociales, que
deben actuar en socialidad) pretende ser resuelto en Kant por la
vía del actuar conforme a «la representación de la ley», y con
base en la construcción de un «estado civil de derecho», en He-
gel, en cambio, por la vía de la actividad o fin realizado, a través
del cual el concepto alcanza su autodeterminación como activi-

4. Un elemento adicional de coincidencia entre Montaigne y Kant podría


ser fácilmente identificado cuando se lee en los Ensayos lo siguiente: «Porque
no depende por entero de nosotros ni el resultado ni el cumplimiento, y sólo la
voluntad depende verdaderamente de nosotros, en ella [en la voluntad...] se
fundan y se establecen necesariamente todas las normas del deber del hom-
bre» (Montaigne, 1994: 67).

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dad del pensamiento, como actividad racional, como «raciona-
lidad real» (Hegel, 1985: 261) que alcanza la figura plena de la
eticidad. En Hegel, en su Filosofía del derecho (o teoría del espíri-
tu objetivo) lo «civil» es definido por vía negativa al modo de
oposición a lo «natural», se opera de tal modo la negación (esta-
do civil) de la negación (del estado de naturaleza), por ello, el
Estado figura como un estado racional de derecho. Pudiera pa-
recer que en Hegel el «poder civil» está en el mismo nivel o plano
que la sociedad civil, sin embargo, ello no es así, el «estado civil»
es pensado en un movimiento que se pone a la contraposición
misma, como «negación de la negación».5
Marx no sólo procurará una nueva negación de dicha nega-
ción (puesta en sus extremos, y con cierta propensión anarquis-
ta, ésta puede ser vista como la abolición del Estado, en tanto
democracia genuina, plena o absoluta), sino también una sub-
versión o ampliación del imperativo categórico kantiano. Esto
lo viene proponiendo Marx desde su muy temprana obra de 1843,
como veremos unos párrafos más adelante.
Tal cometido de resolución de esta contradicción (la «inso-
ciable sociabilidad») que parece constitutiva a la totalidad, asu-
mirá la forma de una disyunción entre la moralidad y la eticidad
en Kant, la primera que rige a la legalidad y la segunda a la
dimensión interna del sujeto. Es eso, justamente, lo que le per-
mite afirmar a Hegel, en su Filosofía del derecho, que «las expre-
siones lingüísticas kantianas se sirven con preferencia del térmi-
no moralidad, del mismo modo que los principios prácticos de
esa filosofía se limitan únicamente a este concepto y vuelven
hasta imposible el punto de vista de la eticidad; más bien, hasta
la aniquilan y la desdeñan expresamente» (Hegel, 1985: 55-56).
Tal postura del filósofo de Koenigsberg será superada, entonces,
tanto por Hegel como por Marx, en el primero, por vía del actuar
desde la voluntad libre en sí y para sí del sujeto (pero no sólo en
la dimensión de la libertad subjetiva, sino en la dimensión obje-
tiva de la misma), por la «astucia de la razón», decíamos, y en

5. Será mérito de Antonio Gramsci abundar, poco más de un siglo después,


en esta lógica de separación de ambos planos, en que el Estado (donde coagu-
lan las instituciones en que se agazapa la sociedad política) está por encima
de la sociedad civil pero desplegando una actuación solapada que invade y
coloniza con su lógica a esta última en las diversas modalidades de despliegue
del «Estado ampliado».

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Marx operará de manera más clara como la superación dialécti-
ca que se resuelve por vía del liberarse de la necesidad.
La formulación por parte de Kant pareciera operar, sin em-
bargo, un distanciamiento con respecto al problema del todo o
su no completa asunción, en especial, en lo que compete al pro-
blema de la decisión, y ello justamente por operar desde una
suerte de expulsión de la ética del terreno de la política y su
condensación en la resolución interna de la persona, como el
acto de libertad de la voluntad. La decisión es, en efecto, un acto
del sujeto racional, pero difícilmente del sujeto vivo en su corpo-
ralidad sufriente y humana, con la complejidad que todo ello
involucra. Esto es, la decisión condicionada por lo que es, por el
todo, condiciona al ser humano vivo en su vida con los otros. La
ética en Kant es limitada, aunque reclame ser universalista y lo
es porque dirige su confirmación, en efecto, a un todo, el todo
del sujeto racional, libre sí, pero aislado, por ello su ética es una
ética abstracta, porque la ha abstraído de ese todo que la contie-
ne, del todo que contiene a todo, la sociedad civil, el condiciona-
miento recíproco. No hará falta recurrir al Marx de 1844, en sus
Manuscritos de economía y filosofía para cuestionar la lógica del
actuar humano desprendida de tal condicionamiento, tal pre-
ocupación está suficientemente resaltada en una sintomática
novela de la segunda mitad del siglo XIX, en la obra de Herman
Melville, Moby Dick, ahí puede leerse lo siguiente: «Me induje-
ron a acometer la representación del papel que he hecho, ade-
más de engañarme con la ilusión de que era una elección resul-
tante de mi propio libre albedrío y mi discernimiento» (Melville,
2008: 119). Hay ahí, una nota lo suficientemente escéptica a lo
planteado por el filósofo de Koenigsberg, pero veamos el asunto
desde un ángulo adicional.
En el proyecto kantiano de la ilustración (Kant, 1993) («ver-
dadera reforma de la manera de pensar»), el cometido de erigir
sujetos que tengan la capacidad de servirse de su propia razón,
de «pensar por propia cuenta», está en la base de la auténtica
emancipación humana. El carácter constitutivo del programa
ilustrado reside en la autonomía de la persona, en ese conducir-
se, en ese «servirse de la inteligencia sin la guía de otro». Consis-
te, pues, en liberarse «de la ajena tutela» que ha logrado estable-
cerse como «verdadera segunda naturaleza» de aquellos que no
se conducen con autonomía. Dicho sea de paso, la idea de uni-

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versidad del programa ilustrado es correspondiente también al
proyecto de unificación de los Estados en la medida en que la
universidad, ya no medieval sino moderna, entiende que la auto-
nomía personal contribuye a la construcción del Estado en tan-
to reconocimiento del imperativo categórico de la ley como ins-
trumento de legitimación estatal.
Kant pone a la ley como última instancia de la autonomía
ética, su ley no tiene sujeto humano, es sujeto de sí misma. Por
tal motivo, la discusión de la concepción kantiana a propósito
de la autonomía y de la institución tiende a problematizarse des-
de una ética del sujeto; en esta última el ser humano se relaciona
con la ley (desde su soberanía), no la abole, pero la transforma
en función de la vida, en función de la re-producción del sujeto
humano (Hinkelammert, 2008). Sujeto que tiene que ser consi-
derado en su cualidad pluricultural y no bajo el predominio de
una experiencia civilizacional (la occidental, del ciudadano su-
jeto propietario privado) que niega y excluye a los otros entendi-
mientos del mundo de la vida. En donde Étienne Gilson cree ver
«el triunfo completo del escepticismo universal» (Gilson, 1998:
109) esto es, en el programa de los humanistas de la modernidad
temprana, nosotros podemos ubicar, desde esta perspectiva, un
encuadre distinto para encarar el problema de la modernidad, y
el del origen del Estado contemporáneo. Un encuadre que parte
de reconocer la posibilidad de partir desde, o de incorporar, el
asunto de la diversidad cultural, que no fue, hay que decirlo, la
perspectiva que se privilegio en el proyecto sociocultural de la
modernidad. Hubo, entonces, un particular momento histórico
(procesado, con posterioridad al modo de un constructo analíti-
co abstracto que ve sustituir un supuesto estado de naturaleza
por un estado civil político) en que se habría jugado una disyun-
ción entre dos alternativas éticas, en lo cual coincidiría el análi-
sis de Emmanuel Lévinas en su «extravagante hipótesis» (Aben-
sour, 2005) que se desprende de su ensayo «Paz y proximidad»,
pues el argumento del Estado como construcción de una socia-
bilidad razonable parte de la formulación según la cual este arti-
ficio efectúa una limitación de la violencia (Hobbes), una con-
tención de la guerra de todos contra todos; cuando, en oposición
a ello, Lévinas ve el origen del Estado como limitación del infini-
to de la relación ética con el otro, como contención de la respon-
sabilidad con el otro. De igual modo, este planteamiento puede

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encajar también en el modo como Etienne de La Boetie (tan
socorrido en las interpretaciones anarquistas y posestructuralis-
tas, por su escrito sobre La servidumbre voluntaria) concibe el
origen del Estado: imposibilitado el Ser (humano) de constituir-
se en un ser para sí o para el otro, se ve obligado, en su condición
de deseante, a ser para el Uno, ser para el Estado.
Los momentos actuales exigen ampliar la noción de autono-
mía, como reconocimiento de la condición pluricultural de las
sociedades, a la vez que empujan el principio universal (el impe-
rativo moral kantiano), en la dirección que Marx lo sugería ya
desde 1843, «el imperativo categórico de invertir todas las relacio-
nes en que el hombre sea un ser humillado, sojuzgado, abandona-
do y despreciable» (Marx, 1973: 110). Esto adquiere el significado
de erigir una ética del sujeto, en términos de una relación crítica
con la ley cuando promueve la exclusión y la humillación o la
negación de la condición humana y no, como lo era en el proyecto
kantiano, una ética de cumplimiento de normas universales, pero
abstractas y heterónomas, que confinan la autonomía del sujeto
al cumplimiento de la obligación jurídica. Si se considera que, en
Hegel, el Estado es ético, o es en sí y para sí la esfera de la eticidad,
lo es así porque puede (según el autor de La ciencia de la lógica)
vehicular un auténtico reconocimiento de la voluntad libre en sí y
para sí de los sujetos; pero una circunstancia social en que el suje-
to es humillado, excluido y explotado no puede sino llevar a cabo
un reconocimiento incompleto pues es incapaz de cerrar el círcu-
lo en la reciprocidad del re-conocer. Sin embargo, en el sistema de
Hegel el énfasis esta puesto en la minusvaloración del afectado,
no en su re-dignificación y ello se nota cuando afirma en su Filo-
sofía del derecho que ciertos «individuos y pueblos no tienen aún
personalidad, si no han alcanzado todavía ese puro pensar y saber
de sí mismos» (Hegel, 1985: 60). Pareciera estar diciéndonos He-
gel que el otro u otra inferior, sojuzgado(a) y dominado(a), no
puede sino efectuar un pseudorreconocimiento del otro, domi-
nante, pues el esclavo carece o no puede alcanzar el acceso a la
razón. El alegato de Marx no es, pues, sólo contra Kant es tam-
bién consecuente con una auténtica eticidad del reconocimiento,
en línea con Hegel pero dando un vuelco (material) al punto des-
de el que mira. El otro, el afectado, lo es por el actual sistema de
las «condiciones materiales de vida» que actúa en las más diver-
sas esferas (podríamos decir, con Sloterdijk) de la totalidad histó-

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rica, y mientras ello sea así no puede haber un genuino reconoci-
miento como iguales de aquellos que somos diferentes, pero des-
de esa diferencia social que tiene por piso la desigualdad material
de la existencia.
La ética de Kant es una ética del cumplimiento de normas
universales, del cumplimiento de normas abstractas como obli-
gación, que está por encima incluso de la vida humana. Kant
pone la ley como única instancia de la autonomía ética, su ley no
tiene sujeto humano, es sujeto de sí misma. Por ello, dirá que el
sujeto se emancipa en el uso pleno de su razón pero nunca por
encima del obedecer a la ley. El ser humano es servidor de la ley,
del imperativo categórico, su ética es una ética estática o, si se
prefiere, una ética abstracta, una ética formal. Por ello, aquí el
sujeto racional existe, es, porque piensa.
Por el contrario, para Marx la ética es entendida como la
autonomía del ser humano necesitado, el cual se relaciona con
la ley (como soberanía) no la abole, es cierto, pero la transforma
en función de su vida, de la reproducción del sujeto humano
necesitado es, por ello, una ética dinámica o, si se prefiere, una
ética concreta, una ética de contenidos. Por ello, el sujeto existe,
es, si existe el otro, como dice Hinkelammert «yo soy, si tú eres»
(Hinkelammert, 2010). La ética de Marx es una ética del sujeto,
que le otorga o reconoce la capacidad de cambiar toda ley, toda
institución, en cuanto ésta humille, explote o sojuzgue al otro u
otra. La autonomía en una ética del sujeto, y no en la ética de la
obediencia universal a la representación de la ley, es la de los
seres humanos que relativizan la ley si ésta humilla, si ésta anula
la posibilidad de vida de los sujetos productores, es pues un lla-
mamiento a fincar en la persona al sujeto con poder.
Dice Claudio Magris en ese breve ensayo que todo lo dice
Literatura y derecho. Ante la ley (Magris, 2008), «el momento reli-
gioso (la obediencia de Abraham a la orden de asesinar a Isaac,
su hijo) se contrapone al momento ético, que impone contrapo-
nerse a esa orden» (Magris, 2008: 32). Vale decir, la ética abstrac-
ta de la ley es cuasi religiosa y precede a la ética concreta del
sujeto que es neta y genuinamente política. Quizá ése sea el án-
gulo que quiere subrayar Marx, en su temprana obra, cuando
piensa que la crítica de la religión se transmuta en crítica de la
política. Éste es, según nuestra modesta opinión, el más alto grado
de conciencia política al que se ha llegado, desde este modo de

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aproximarnos a la temática, y no es poco, habrá que quizá, más
adelante separarse de otro de los baluartes del pensamiento oc-
cidental, separándose del discurso abstracto de «los derechos
humanos» (hay ya un avance en Hinkelammert [2010]), practi-
cando un tipo de pensar/hacer desde una hermenéutica diatópi-
ca que pueda enclavarse en los diversos topoi de la cultura hu-
mana (Santos, 2009b) y avanzar también en un tipo de discursi-
vidad crítica que se enuncie no desde el ser pensante ilustrado
(el sujeto racional moderno) sino desde el ser viviente (desde la
corporalidad sufriente del afectado).
Otra manera de encarar el tema con el que estamos trope-
zando lo es al modo de subrayar en esta cuestión lo que está en
juego: cómo se resiste a las leyes injustas, a la tiranía, al mal. En
este punto se ha de ir más allá que con el principio de «la desobe-
diencia civil», más allá de Tourou, pues con él se apela a otra
instancia dentro del mismo andamiaje legal para que se corrija
una injusticia, mientras que desde un otro planteo, más avanza-
do, el del pensar descolonizado, se obra en exterioridad a los
principios legales vigentes (en el sentido de un desplazamiento
desde la ética de la ley, religiosamente formal hacia una ética del
sujeto, como política material o de contenidos), apelando a una
legitimidad cuestionadora del orden vigente por su evidente anu-
lación de las posibilidades de vivir de conglomerados cada vez
más amplios de población.

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CAPÍTULO 3
EN APREMIO TOTAL POR REPENSAR
LA TOTALIDAD

El Todo-Mundo, que es totalizador, no es (para noso-


tros) total.
[...]
La totalidad no es eso que se ha dado en considerar el
ámbito de lo universal. Es la cantidad finita y ya ejecu-
tada del infinito detalle de lo real. Y que, por ser al
detalle, no es totalitaria.
ÉDOUARD GLISSANT (2006: 25, 180)

De la propiedad a la riqueza, o de Hegel a Marx

La separación que Kant, en su Crítica de la razón pura, había


esgrimido entre fenómemo y noúmeno, y que le había conduci-
do finalmente a concluir que es inaprehensible la «cosa en sí»,
comparece en la filosofía de Hegel en términos de la oposición
entre apariencia y esencia. Según Kant, no es posible conocer la
«cosa en sí»: el acto del conocer puede aspirar a apropiarse de
los fenómenos, pero no puede hacer derivar de ellos algo seme-
jante o equivalente a la condición apriorística de las ideas.1 Las
ideas son ideas puras, pero que no reconocen, para Kant, aside-
ro en lo real (se puede conocer la libertad como idea, pero no en

1. Desde una línea distinta (piagetiana), pero también severamente crítica


del apriorismo kantiano, Rolando García, estrecho colaborador, en su mo-
mento, del padre de la epistemología genética, ha llegado a sostener que no
queda nada de la «estética trascendental» (así se conoce, en tiempos de Kant,
a la teoría de las formas), este sistema se ha resquebrajado porque basa su
construcción en las nociones de espacio y tiempo absoluto de la mecánica
newtoniana que verán sustituir su hegemonía, en el campo científico, unas
tres décadas después que Kant había terminado de construir su sistema (Gar-
cía, 2000: 16-18).

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su expresión real), por el contrario, Hegel sostendrá que ve en
Napoleón la historia viviente en quien encarna el ideal de la li-
bertad, el drama vivo del espíritu absoluto.
El curso siguiente al énfasis criticista en Kant, en la historia
de la filosofía, estará dado por la dialéctica hegeliana que parti-
ría de romper con la inaprehensión de la «cosa en sí», ésta apa-
rece, en Hegel, como una empresa realizable pues las ideas abs-
tractas pueden ser conocidas, no sólo pululan en la mente del
sujeto guarecidas como aprioris sino que pueden ser identifica-
bles en el despliegue del pueblo aquel en que se represente el
espíritu absoluto. La libertad está presente en sí y para sí, no es
una idea abstracta, es la promesa del período histórico que se
anuncia. Por tales razones, sí es aprehensible la «cosa en sí».
Vaga en Europa la Idea absoluta, Hegel la detecta como la tran-
sición hacia la nueva época, la idea de la libertad, la razón ilustra-
da, la ve cabalgar, en 1804, cuando Napoleón entra en Berlín
tras la batalla de Jena, ciudad en donde Hegel enseñaba filosofía.
En efecto, la problemática de lo nouménico remite al pro-
blema de la dualidad de forma y contenido y está siendo dirigido
hacia el eje de la valoración de las cosas y de la propiedad. Tiene
razón Ernesto Grassi cuando señala que existe no sólo un víncu-
lo sino una influencia que opera desde Blaise Pascal hacia Kant,
al modo y en grado equivalente a cómo los aportes de la geome-
tría influyeron en el desarrollo del racionalismo, del cartesiano,
por ejemplo. En adición a lo sostenido por Grassi (1977), se ha
expresado en sentido similar Lucien Goldmann (1968: 15-16),
para quien hay una especie de conexión de los Pensées con la
última de las críticas (y con relación al sentido de imposibilidad
de conocer la «cosa en sí»), en particular, en lo que hace a la
relación entre el todo y las partes. Como muestra léase lo que
dice Pascal en uno de los fragmentos de sus Pensamientos:

[...] siendo las cosas causadas y causantes, ayudadas y ayudan-


tes, mediatas e inmediatas, y manteniéndose todas por un lazo
natural e insensible que liga las más alejadas y las más diferen-
tes, yo tengo por imposible conocer las partes sin conocer el todo,
así como conocer el todo sin conocer particularmente las partes
[Pascal, 2002: 45].

Y, aunque Pascal concede una diferencia entre el conocer de


la naturaleza y el conocer de la naturaleza humana advierte la

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similitud que está en juego, pero ubica en otro dualismo la im-
posibilidad de conocer las cosas, cuando dice:

La inmovilidad fija y constante de la naturaleza, comparada con el


cambio continuo que se verifica en nosotros, debe hacer el mismo
efecto [...] lo que completa nuestra impotencia para conocer las
cosas es que son simples y nosotros compuestos de dos naturale-
zas y de diverso género, de alma y de cuerpo [Pascal, 2002: 45].

El problema al que se está apuntando es el atingente a cómo


lidiar con la dualidad, que no es la que se aloja en el sujeto cog-
noscente (alma y cuerpo, como en todo racionalismo), ni siquie-
ra en el objeto de conocimiento (fenómenos y noúmenos, en
Kant), sino en aquella que separa entre los poseedores y los des-
pojados de propiedad.
Bertolt Brecht llegó a escribir en alguno de sus aforismos
filosóficos que «sólo la cosa kantiana es imposible de conocer»
(Brecht, 1990: 113), y es que, en efecto, llega a sostenerse tal
imposibilidad de asirse de la cosa justo en el momento en que al
nivel de «la evolución socioeconómica, se emprende la valora-
ción de todas las cosas» (Brecht, 1990: 112). Es ése, justamente,
el núcleo al que, de inicio, se orienta a criticar Hegel en su trata-
do sobre la sustancia ética. El autor de la Fenomenología del espí-
ritu comienza por formular un claro distanciamiento con aque-
llas corrientes que se detienen en el nivel de lo empírico-morfo-
lógico, en la inmediatez de los fenómenos, pero también hace
explícita su crítica a «aquella [...] corriente que asegura que el
Espíritu no puede conocer la verdad, ni saber qué es la cosa en sí
[ambas corrientes, dirá Hegel] ...son inmediatamente refutadas
por el comportamiento de la voluntad libre frente a las cosas»
(Hegel, 1985: 66). Kant está sosteniendo el carácter inaprehensi-
ble de la cosa justo cuando lo que se está experimentando social-
mente es el despliegue de una colosal apropiación de la cosa por
las personas y de las personas por la cosa.
Durante su época de profesor en casas particulares, Hegel leyó
la práctica totalidad de la obra kantiana y, en general, de la filoso-
fía alemana de su época. Su estancia temprana en Frankfurt lo
encuentra, de hecho, como «un kantiano convencido» (Henrich,
1990: 20), y es en dicho período y al calor de las airadas discusio-
nes filosóficas con su amigo de juventud que, así sea en parte,

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«Hölderlin le hizo caer en cuenta de que su universo conceptual
kantiano era inadecuado para comprender experiencias comunes
y convicciones de los años juveniles [...] que la libertad tiene que
ser pensada no únicamente como mismidad, sino como entrega,
y que en la experiencia de lo bello se encuentra algo más que el
respeto por la ley racional» (Henrich, 1990: 21). Afirma Hans Blu-
menberg que «la época moderna quiere conocer sus problemas»
(Blumenberg, 2004 [1989]: 17), y encuentra en Hegel a quien pudo
«entender su época en conceptos». Con el mismo registro se topa
el filósofo español Felipe Martínez Marzoa, quien en una línea de
reflexión que conecta Kant-Hölderlin-Hegel, concluye afirmando
una caracterización de lo moderno «como el ámbito en el que las
cuestiones ónticas son cuestiones de legitimidad de enunciados y,
consiguientemente, la cuestión ontológica es la cuestión de en
qué consiste en general la legitimidad del enunciado» (Martínez,
1995: 70), en ello parece consistir el paso del criticismo kantiano,
imposibilitado de aprehender la cosa en sí, a la dialéctica de la
totalidad, que en Hegel asumirá la forma de «Lógica del concep-
to». La polaridad entre mismidad y amor (ser sí-mismo y entrega
a los otros, o a lo bello), como es formulada por Hölderlin y re-
suelta a través de su «filosofía de la unificación» (una escuela de
pensamiento que, en su momento, figuraba como secundaria a
otras tradiciones más consolidadas) será radicalizada en Hegel
bajo la polaridad entre mismidad y vida y, más expresamente con-
siderada, ser sí-mismo y espíritu.
Para Hegel la propiedad es la primera determinación de la
persona, pues a través de ello se da una esfera externa de liber-
tad, «la esfera de su libertad es una cosa distinta de ella [de la
persona]» (Hegel, 1985: 64), con ello se está dando un vuelco a la
concepción kantiana de la libertad que se restringe a la esfera de
la «representación», que es, en tal sentido, abstracta pues se li-
mita al nivel de la voluntad en sí, pero no al para sí de la persona
que la erige en «voluntad libre» y en su interrelación recíproca le
confiere personalidad «jurídica». Para Kant la libertad de la vo-
luntad es actuar conforme a la representación de la ley, para
Hegel «la ley es la razón de la cosa» (Hegel, 1985: 10) y en con-
cordancia con esto «el derecho es la libertad como idea» (Hegel,
1985: 50) y «la idea de libertad es sólo verdadera en el Estado»
(Hegel, 1985: 77). A lo que apunta la propiedad es al estableci-
miento de la alienabilidad de la cosa, en tanto régimen social de

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la cosa-mercancía, pues se llamará «“mío” y “propio”, a saber,
“propiedad mía” y “de mi propiedad”, precisamente a aquello y
sólo a aquello que puedo enajenar» (Martínez, 1999: 90), para
decirlo en palabras de Hegel «si el uso me corresponde, yo soy el
propietario de la cosa», y en tal sentido la validez de tal acto
reclama una referencia a un todo que le envuelve y a una lógica
profunda, de contenido, que está en su base de funcionamiento.
La propiedad es la primera determinación de la persona, de
ahí derivó el derecho a la propiedad como derecho inalienable,
como derecho humano fundamental del liberalismo. Sin embar-
go, y en una especie de arrebato al imaginario liberal, la propie-
dad ya no es más, en los tiempos actuales, un derecho de la perso-
na sino mayoritariamente un derecho de instituciones y corpora-
tivos, de complejos y mega-organizaciones que se lo arrebatan a
las personas (Hinkelammert, 2010). Ésta no es sólo una batalla
jurídica sino una batalla política entre las personas y el sistema
del capital. El otro lado de la cuestión está suficientemente ilus-
trado en la breve anotación que el historiador Howard Zinn nos
ofrece, justo por ser ésa su perspectiva de análisis. Para el gran
crítico del sistema norteamericano:

La protección de la propiedad corporativa es mucho más impor-


tante que la protección de la vida humana. Realmente, el Tribunal
Supremo decidió en el siglo XIX que una corporación era «una
persona», y por tanto estaba protegida por la Decimocuarta En-
mienda, más protegida de hecho que la gente de color, para quie-
nes dicha enmienda fue escrita originalmente [Zinn, 2002: 19].

Un mayor despliegue de lo que Marx identifica como el feti-


chismo de la mercancía difícilmente podría ser documentado.
La remisión de la propiedad al todo no es sino su remisión al
derecho, las leyes y el Estado, o lo que es lo mismo a la cambia-
bilidad como recíproca dependencia que se plasma en el des-
pliegue de un tal dispositivo llamado «sociedad civil». Para He-
gel «la cosa es lo opuesto a lo sustancial, lo simplemente exte-
rior» (Hegel, 1985: 64), su comprensión, su aprehensión remite
a la distinción entre forma y contenido, por ello afirmará que «la
deducción de que la voluntad es libre, y qué es libertad y volun-
tad [...] sólo puede tener lugar en conexión con el todo» (Hegel,
1985: 32) o, en el mismo tenor, que «la objetividad de la volun-
tad, debe ser destacado en cada caso, en la conexión que guarda

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su posición con la totalidad» (Hegel, 1985: 49). En ello consiste
la dialéctica como método, en la referencia de la particularidad
que se determina en referencia a la totalidad (que niega a la uni-
versalidad pero que hace aparecer a ésta bajo la forma de lo
particular), dice Hegel, «el principio de la particularidad pasa a
la universalidad y tiene en ésta su verdad y el derecho de su rea-
lidad positiva, precisamente porque se desarrolla para sí como
totalidad», es ésta una estrategia metodológica de carácter rela-
cional o vinculante de muy diversos tipos, por ejemplo, forma y
contenido, apariencia y esencia, acontecimiento y proceso, co-
yuntura y duración, sucesión y sentido. El concepto de árbol
incluye al de semilla y al árbol en su grandilocuencia frondosa,
pero su concepto es principio, es fin y es despliegue, devenir o
desarrollo de la cosa. La explicación de la cosa asume la forma
de explicación del desarrollo o despliegue de la misma, ello ma-
nifiesta el pasaje de la preocupación por la Cosa a la preocupa-
ción por el Devenir de la cosa. Ahora bien, en tanto «totalidad
relativa» (Hegel, 1985: 192) el concepto de árbol está compren-
dido a su vez en una totalidad más amplia que le incluye, la de
bosque que es, a su vez, relativa a una más amplia, la de natura-
leza, con sus ecosistemas, etc. Como dice Lukács «la naturaleza
es una categoría social» (Lukács, 1969: 143) eso pareciera que
cierra el círculo de la totalidad, pero no lo cierra, pues cómo
pensar en un círculo cerrado de la diversidad de la experiencia
humana y social, de las formas de sociabilidad.
A ello corresponde, tal vez, el que se haya caracterizado el
sentido del proyecto hegeliano como «la diferencia que se auto-
suprime, pues, en efecto, el «en sí», es él mismo lo ente, el siste-
ma (el enunciado) consiste, en conjunto como en cada uno de
sus momentos, submomentos, etc.» (Martínez, 1995: 70). En sen-
tido coincidente se ha expresado otro comentarista de la obra de
Hegel cuando afirma que la dialéctica no es sino «la unificación
de la unificación y la diferenciación» (Bourgeois, 1969: 14), o
que su interés fundamental no es sino «la unidad de la unidad
[...] y de la no unidad» (Bourgeois, 1969: 30). Así como lo univer-
sal está contenido en lo particular, en la forma en la que está
puesto, lo esencial se demuestra en el modo de lo aparencial.
El sistema de la eticidad en Hegel es presentado él mismo
como un todo que incluye las esferas de la familia, de la socie-
dad civil y del Estado, siendo cada una de ellas una «totalidad

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relativa» (Hegel, 1985: 192). Es sólo a ese último nivel que se
realiza lo ético: la voluntad libre como concepto sólo emerge
como idea del espíritu libre. Para el conocimiento de la primera
esfera Hegel se servirá de la naciente ciencia de la riqueza, de la
economía política inglesa que aparece como puntal para expli-
car el sistema de necesidades. Para Marx, la economía política
será puntal de su interpretación e interpelación del capitalismo
en su conjunto, de su desvelamiento heurístico y de su encua-
dramiento histórico, de su interés por alumbrar su historicidad.
Si aquélla es una ciencia de los propietarios, ésta (la de Hegel)
será una filosofía política en correspondencia a tal grupo social,
pero con la peculiaridad de estar siendo formulada como la idea-
lización de una comunidad ética.
Según la argumentación de Hegel en el marco del desplie-
gue del espíritu, y casi al modo freudiano, opera una especie de
sustitución de paternidad, pues, «la sociedad civil arranca al in-
dividuo de ese lazo [...] [el de la familia] y los reconoce como
personas autónomas [...] sustituye al puesto de la naturaleza in-
orgánica exterior y del terreno paterno [...] el individuo se ha
tornado hijo de la sociedad civil» (Hegel, 1985: 231). Esta últi-
ma, a través de este proceso asume el carácter de «familia uni-
versal». Así como el acto de la decisión remite su validez al im-
perativo universal, así «la mercancía [...] es ofrecida, no tanto a
un individuo como tal, sino a él en cuanto universal» (Hegel,
1985: 236). En seguida, Hegel hace explícita una formulación
que hace apología del mercado al afirmar: «cuando la sociedad
civil funciona sin obstáculos, se produce dentro de ella el pro-
greso de la población y de la industria» (Hegel, 1985: 233).
Corresponde a Hegel el mérito de efectuar la inclusión del
devenir histórico como elemento que coloca en perspectiva ya
no de autonomía, de accidentalidad, de contingencia, a las cosas
y a los conceptos cósicos, y permite ubicarlos en perspectiva de
eso más amplio que los incluye y ordena, del que son parte. La
limitación del filósofo alemán residirá en ver al espíritu absolu-
to, a la idea absoluta, como el sujeto de la historia, el genuino
demiurgo universal, la idea que todo lo crea, el espíritu que en-
carna a la historia viviente, en lugar de dirigir su atención a la
práctica concreta de los seres humanos. Para que su sistema se
sustente Hegel tuvo «que postular el espíritu absoluto como una
esencia diferente del sujeto fenoménico» (Avineri, 1983: 38). Con

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ello, termina por sucumbir a una postura de separación tam-
bién, la que se da entre el espíritu absoluto, la nebulosidad de la
idea actuante, la divinización del Estado y el mundo terreno y
profano, el del «hombre real», no obstante haber sido su propó-
sito superar la aproximación dualista desde una perspectiva in-
tegradora como la de la totalidad. Ello es lo que divide entre su
dialéctica, idealista, de los conceptos y el espíritu absoluto, y la
materialista, de la práctica concreta de las personas y que ve en
el ser humano la esencia de todas las esencias (Marx, 1987: 353).
La relación de la voluntad con otra voluntad es el terreno de
existencia de la libertad. Dice Hegel, «truequen [...] en tanto que
tengan propiedad», de tal modo que «la propiedad [...] llega a ser
por medio del Contrato un proceso». A la luz de lo sostenido por
Hegel se revela no sólo abstracto sino ahistórico el surgimiento de
la entidad estatal en clave contractualista, por el contrario, este
artificio es el despliegue de la eticidad del espíritu absoluto, ante
el cual no hay principio que valga, ni siquiera el principio de la
vida. Véase si no la siguiente formulación de Hegel, que lo hace
aparecer incluso (tras criticar en Beccaria la imposibilidad de apli-
car la pena de muerte), como un defensor de la penalidad máxi-
ma, de la anulación ontológica del otro:

[...] el Estado no es un contrato, ni su esencia sustancial es la


defensa y garantía de la vida y de la propiedad de los individuos
singulares como personas, en forma incondicional; más bien, es
lo más elevado que, también, pretende esa vida y esa propiedad y
exige el sacrificio de las mismas [Hegel, 1985: 109].

El ámbito de la universalidad sólo puede ser realizado en el


Estado, ello no significa sino ser consecuente con «la perspectiva
filosófica de considerar la parte en su relación con el todo» (He-
gel, 1985: 248). La figura del Estado es el universal real que es la
culminación de esa astucia que es la razón. La filosofía de Hegel
aspira a la síntesis al igual que el sistema de Kant. Pero la síntesis
hegeliana no es un acto de la conciencia que ocurre dentro del
sujeto que piensa, sino que es la síntesis de un sistema que preten-
de abarcar al todo, a lo absoluto. En esa labor de subsunción o de
superación, de síntesis, que ocurre en el devenir del espíritu abso-
luto se opera una distinción entre la moralidad y la eticidad. La
esfera de la moralidad es la del derecho, la de la eticidad es la del

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Estado. El derecho obliga, subjetivamente, de manera abstracta,
el Estado sintetiza de modo objetivo y subjetivo. Es así que el ser
humano se realiza en tanto tal cuando forma comunidad con sus
semejantes, el Estado es conciliación entre individuo y comuni-
dad, el Estado es concebido por Hegel como comunidad ética.
Sólo puede alcanzarse la libertad como realización de la indivi-
dualidad a través y dentro del Estado. Es por ello que, en su crítica
a la concepción hegeliana del Estado, Eric Weil no haga sino ex-
plícito y firme el señalamiento de que al filósofo alemán le pasa
desapercibida «la posibilidad dada a la administración [al anda-
miaje institucional del Estado] de hacer causa común con una de
las clases sociales en lucha» (Weil, 1996: 142).
Esta perspectiva idealista del filósofo alemán no podía estar
en discordancia con el padre fundador de tal enfoque. Ya Platón,
en la antigua polis, erige su república como una de los filóso-
fos, en Hegel su elitismo que es el de la monarquía constitucio-
nal, se expresa en el distanciamiento de aquellas totalidades que
no llegan a alcanzar una condición sistemática, que funcionan
más como agregado que como organismo. El distanciamiento
fundamental será con la posibilidad de suscribir «la soberanía
del pueblo», entidad esta última que es vista como disforme e
inmadura totalidad. Hegel no hace sino distanciarse de la plebe
como buen burgués, pues su elitismo se expresa como desprecio
tanto del pueblo, al que define como «la parte que no sabe lo que
quiere» (Hegel, 1985: 297), cuyo «impulso y acción sería justa-
mente por eso, sólo primaria, irracional, salvaje y brutal» (He-
gel, 1985: 301) como de la multitud en quien ve «mero agregado
[...] voluntad y opinión inorgánica que se enfrenta al Estado [...]
como un mero poder de la masa» (Hegel, 1985: 299-300). Quizá
sea por ello que alguien como Bertolt Brecht, tan enterado e
interesado sobre la dialéctica que llegó a formulaciones aforísti-
cas memorables, ellas mismas dialécticas, en sus versos sobre el
Manifiesto vea al comunismo como un «huésped de honor en
los tugurios y temor de los palacios» (Brecht, 1990: 172).
El tiempo de Hegel es aquel en que parece estarse consu-
mando la idea dieciochesca de la «nación dividida», en tanto
punto de quiebre del floreciente ideal ilustrado que la misma
Europa venía enarbolando desde hacía un par de siglos. En este
contexto, «sólo la dialéctica parece por un momento poder ofre-
cer a la burguesía la figura fundamental de una reconstrucción

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sistemática del mundo humano a la altura de las tareas y los
destrozos patentes» (Ripalda, 1978: 19). A diferencia, sin embar-
go, de lo sostenido por este autor, en el sentido de que en el pro-
yecto hegeliano «no se trata aún de un proyecto de dominación
hacia el exterior, de egoísmos sagrados como en los siglos XIX y
XX, sino ante todo de la reconstrucción interior de una comuni-
dad humana», se puede argüir, en contrario, lo sostenido por
Rosenzweig. En la lectura que hace Franz Rosenzweig de Hegel,
éste último precede, en política, a Bismarck, como el pensamiento
precede a la acción. El autor de La estrella de la redención comen-
ta a propósito de Hegel que «el individuo verdaderamente ético,
y la nación, realmente pueblo. Ambos, individuo y nación, han
de sacrificarse en cierto sentido al Estado: el derecho personal
humano y la totalidad nacional se sacrifican al Estado diviniza-
do» (Rosenzweig, 2007: 79), que es ya Estado imperial. No es
casualidad que Hegel publique su Filosofía del derecho entre 1820
y 1821, momentos álgidos y de rebelión anti-colonial en las tie-
rras americanas. Hay quien incluso ha señalado la posible co-
nexión entre la reflexión hegeliana sobre la dialéctica del amo y
el esclavo con un interés historiográfico de Hegel a propósito de
la rebelión de esclavos (1804) en Haití (Buck-Morss, 2005), cier-
ta preocupación sintomática de la Europa ilustrada sobre el des-
tino de sus posesiones transoceánicas.
El Estado es posible en tanto totalidad que se totaliza por-
que es ya un Estado imperial, funciona como un Estado unifica-
do cuando se ha hecho imperio y por esa vía logra superar sus
contradicciones y lo hace de manera también dialéctica. Hegel
no podía ser más explícito a ese respecto, cuando afirma, «el
Estado [...] dirige por lo tanto su diferenciación hacia el exterior
y según esta determinación, transforma en ideales las diferen-
cias existentes en el interior de sí» (Hegel, 1985: 265). Los con-
flictos que reposan en la base material de la «sociedad dividida»
ceden su sitio a una conformación imaginaria de un nomos que
se extiende y amplía. Para decirlo en sus propias palabras: «por
medio de su dialéctica [...] esta determinada sociedad, es empu-
jada más allá de sí para buscar afuera, en otros pueblos —...atra-
sados respecto a los medios que ella posee en exceso, la indus-
tria y laboriosidad— a los consumidores y, por lo tanto, a los
medios necesarios para su subsistencia» (Hegel, 1985: 235). El
Estado, ya imperial, que como individualidad figura como uni-

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dad excluyente que se relaciona con otras entidades territoriales
vive el despliegue de su devenir, según la argumentación que
estamos sugiriendo, como colonialismo. Dice Hegel, en otro pa-
saje significativo:

[...] la ampliación de esas relaciones proporciona el medio de la


colonización, a la cual [...] tiende la sociedad civil desarrollada, y
con la que procura, en parte, en un nuevo territorio, el retorno al
principio familiar a una fracción de la población [...] [la que co-
loniza, la de los colonizadores]; y en parte, procura para sí mis-
ma una nueva necesidad y un nuevo campo para la aplicación
continuada del trabajo [Hegel, 1985: 237].

Sea en la forma, podríamos agregar nosotros sin traicionar el


argumento, y como fue, en rigor, que ocurrió en el curso de la histo-
ria, de trabajo forzado o bajo régimen de esclavitud y sólo muy
escasamente en régimen de trabajo libre. La reflexión y el planteo
de Hegel se rematan de manera muy clásica, esto es, de modo muy
helénico, en correspondencia con la doctrina de la esclavitud natu-
ral cuando el filósofo alemán sostiene que «los esclavos no tienen
deberes porque no tiene derechos y viceversa». Marcus Rediker y
Peter Linebaugh (2005) han demostrado que, en la peripecia de la
colonización, se da una especie de proceso purificador en la metró-
poli, de desprendimiento de lo que para esos poderes es considera-
da la escoria social, los aventureros, pobres expulsados, futuros
colonizadores que pueden reproducir la lógica de la dominación en
las tierras colonizadas o bien en una perspectiva de fuga liarse en la
resistencia a las variadas formas del poder.
Recuérdese que Alemania, al igual que toda Europa, está
entrando al umbral de una crisis que estallará justo en la década
de los años treinta del siglo XIX, a inicios de la cual fallece Hegel,
y que dos décadas después será vivida como la época de las revo-
luciones europeas. Alemania al igual que Francia experimenta,
en dicho período, verdaderos procesos de renovación política y
filosófica, en el primero de los casos en la forma de disolución
de la escuela hegeliana, en el segundo, como consolidación del
movimiento social e intelectual conocido como socialismo. Esta
crisis propiciará, entre otras cosas, que los desplazados, los arre-
batados de sus medios de producción y de sus condiciones de
existencia deban acudir al robo de leña para procurarse calor, y
los propietarios a reclamar de ello beneficio y el apoyo por parte

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del parlamento para censurar y castigar tales actos calificados
como delictivos, cuando en realidad se encaran como medidas
desesperadas para asegurar la sobrevivencia de partes significa-
tivas e integrantes de la comunidad política que experimentan
en carne propia los efectos de la parcelación de la propiedad de
los suelos. Marx se ocupará de tales asuntos, de los así llamados,
por él mismo, «intereses materiales» en sus comentarios perio-
dísticos de la Gaceta Renana.2 Es ése el fermento del que brota-
rá, como dice Miguel Abensour, el «momento maquiaveliano»
(Abensour, 1998) del que hacen parte Marx y sus contemporá-
neos, y que verán en la disolución de la escuela hegeliana (según
la autorizada interpretación de Karl Löwith [Löwith, 2008]) la
bifurcación de las escuelas filosóficas más importantes no sólo
de lo que queda del siglo XIX sino del siglo que ha pasado.
Para el pensador latinoamericano Enzo del Bufalo, quien ha
recuperado también para su reconstrucción de lo que está en
juego en la modernidad esta categoría —asumida en su lectura
como la confrontación entre la dimensión despótica del poder
trascendental articulado al despotismo mercantil versus el po-
der inmanente de la «multiplicidad de singularidades». Lo que
se ha denominado, en el terreno de la teoría y la filosofía políti-
ca, «momento maquiaveliano» consiste en...

[...] la tendencia de la opción radical de la modernidad que afir-


ma el poder inmanente o la democracia absoluta con una gober-
nanza sin mediaciones despóticas. Tendencia siempre viva, pero
siempre recuperada para el compromiso con el orden despótico;
por lo menos hasta el presente [...] es siempre un momento en el
cual el poder parece hacerse inmanente antes de ser recuperado
por el orden despótico. Se trata, pues, de poder constituyente
que siempre termina derrotado, por lo menos parcialmente [Del
Bufalo, 2009: 475].

La analogía que Abensour establece con el concepto que


para analizar la república florentina ha propuesto Pocock

2. En su justa dimensión, esto haría analogía con la pelea de las corpora-


ciones multinacionales involucradas en el negocio del líquido vital por propi-
ciar un pago por el agua colectada por el escurrimiento y las lluvias, que dio
por resultado, en la Bolivia plebeya de hace unos años, la «Guerra del agua» y
la caída del gobierno de Sánchez de Lozada que había permitido tal atropello
y lo había avalado en condición de ley.

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(2008), para caracterizar la coyuntura que se abre en la discu-
sión alemana sobre filosofía política en la década de los cua-
renta del siglo XIX, como «momento maquiaveliano» se justifica
en tres coincidencias: a) el énfasis de los humanistas italianos
en la vita activa y la vivere civile en la forma de redescubrimien-
to, al seno del debate alemán de los jóvenes hegelianos, de lo
político y la inteligencia de lo político, b) el par República/Im-
perio de aquella época y el par Revolución democrática / domi-
nación autoritaria, y c) la oposición a la escatología cristiana
con su desprecio por la «ciudad terrestre» y la crítica a las filo-
sofías de la historia que buscan ser sustituidas por un pensa-
miento sobre lo político (Abensour, 1998).
Es sabido que Marx pretende una crítica de la sociedad civil
(cuya anatomía buscará en el campo de conocimiento en que
recién comienza a adentrarse), la materialidad que tiene por piso
lo civil, la cree encontrar en los meandros de la crítica de la eco-
nomía política. Sin embargo, su propuesta no consistirá (la de
Marx), exclusivamente, en averiguar el contenido material que
subyace a la sociedad civil (la sustancia, en filosofía, correspon-
de a lo que subyace) sino en un ir más allá de la sociedad civil
(entendida ésta como intríngulis del orden vigente), ir más allá
se entiende como la búsqueda del «hombre real» más allá de tal
interconexión recíproca. En ello consiste también su materialis-
mo, en restituir al ser humano, sujeto viviente, como el punto
desde el que se critica al orden vigente, al régimen del dinero y
del mercantilismo absoluto, es tal su «principio material», el
«núcleo racional» de la crítica.

Una incursión inicial en «lo político»

Kant, interpelado en una especie de censura estatal, opta


por plantear el acto emancipatorio en el ámbito del fuero inter-
no y del uso de la razón pero sin cuestionar en cuanto tal ni la
obediencia a la ley ni al gobernante en turno. Hegel era, a la luz
de sus propios biógrafos, el escritor de ese orden emergente que
es el del imperio prusiano y su defensa de la «monarquía consti-
tucional» no podía ser más explícita y más funcional. Para decir-
lo en los términos de su más acérrimo crítico «Hegel convierte
todos los atributos del monarca constitucional, en la Europa

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actual, en determinaciones absolutas de la voluntad» (Marx, 1987:
338). Marx, por el contrario, vive la teorización sobre el Estado
siendo él mismo confrontado por dicha entidad. Sus trabajos
iniciales motivaron «una orden de destierro» en su contra que lo
lleva de su natal Alemania, primero a Bruselas, y luego huirá de
ahí mismo hacia tierras parisinas y luego londinenses; su reflexión
está material y políticamente cargada y marcada por esta espe-
cie de exilio permanente.
Kant publicó la última de sus críticas en la última década del
siglo XVIII y a su modo pretendía estar llevando a cabo una «re-
volución copernicana» en la historia de la filosofía, revolución
que únicamente pudo haber durado cuatro décadas si atende-
mos el espesor del debate que la filosofía alemana está promo-
viendo al inicio de la década de los años cuarenta, sólo una déca-
da después de que ha fallecido Hegel (1831), y su escuela parece
resquebrajarse. Nuevos vientos corren en el marco del pensa-
miento y se anuncian renovaciones que ocurren en dicho ámbi-
to, una vez que Alemania sólo puede aspirar a pensar lo que
otros pueblos llevan a la acción.
En una comunicación personal que Ludwig Feuerbach le
envía a Hegel y que acompaña la remisión («del discípulo al
maestro») de su tesis doctoral «Sobre la unidad, universalidad e
infinitud de la razón» (Feuerbach, 1995), se da cuenta sin nin-
gún regateo del profundo papel que jugó la figura de este último
y la influencia tan importante sobre un grupo verdaderamente
significativo de pensadores y de auténticos colosos del pensa-
miento filosófico que no ignoran sino explicitan la labor y el tiem-
po histórico del que participan.
En algún lado escribió Víctor Hugo que «no hay nada más
poderoso en el mundo que una idea cuyo tiempo ha llegado»
(citado en Boff, 2009), y ése parecía ser el caso para un conjunto
de algunos filósofos y pensadores que animaban y difundían las
ideas luego calificadas de socialistas y comunistas. Es así que,
por ejemplo, Feuerbach identifica su tarea, en la misiva enviada
al maestro, del modo siguiente: «...en lo que después de Usted
[de Hegel] se llama filosofía [...] no se trata de una cuestión de
escuela, sino de la humanidad» (Feuerbach, 1993: 10). Será pre-
cisamente este autor el que no dudará en señalar el calibre de las
transformaciones que se han puesto a cuestas y que se hacen
notar en los títulos de algunos de sus trabajos de aquellos años,

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comenzando por su «Crítica a la filosofía de Hegel» (1839), su
muy breve escrito «Necesidad de una reforma de la filosofía»
(1842), y sus composiciones aforísticas «Tesis provisionales para
la reforma de la filosofía» (1842) y el algo más extenso «Princi-
pios de la filosofía del futuro» (1843). De que se aspira a un, en
terminología francesa, corte epistemológico, y a la inauguración
de algo nuevo, no hay duda, de hecho se pretende dar condi-
ción de aportación para la posteridad y se anuncia nada menos
que como «filosofía del futuro», como renovación o superación
definitiva, entonces, de la pretendida «revolución kantiana» ya
de por sí, desbancada de dicho sitial por la figura y la obra hege-
liana, era ése el sistema filosófico al que habría que criticar si de
verdad se pensaba hacer algún aporte, ya no digamos en el terre-
no de la teoría sino de la práctica, en dicha crítica se jugaba la
posibilidad de erigir un nuevo pensar/hacer. No es casual que
Miguel Abensour guste de citar un señalamiento del propio Feuer-
bach que tan importante papel cobra en Marx para escribir sus
afamadas «Once tesis» de 1845 y sus críticas a la filosofía clásica
alemana; señalamiento contenido en el segundo y más breve de
los citados trabajos de Ludwig Feuerbach. Ahí se afirma:

[...] son dos cosas muy distintas la de una filosofía que viene a
corresponder a la misma época común de las filosofías anterio-
res y la de otra filosofía que viene a corresponder a un nuevo
capítulo de la humanidad, es decir, es cosa muy distinta que una
filosofía deba su existencia a la mera necesidad filosófica [...] o
que, muy al contrario, surja o se corresponda con una necesidad
de la humanidad [Feuerbach, 1979, citado en Abensour, 2007].

No es casual tampoco, a mi juicio, que la ironía y mordaz críti-


ca del joven Marx, justo por reconocerle a cabalidad sus méritos, le
lleven a escribir encima del conjunto de sus cuasi telegráficos afo-
rismos el más breve título de «Tesis ad Feuerbach», como querien-
do bajar a tierra el aporte de quien le había precedido en la crítica a
su gran maestro, a la filosofía especulativa y a la religión.
La huella del autor de La esencia del cristianismo en los tem-
pranos trabajos de crítica a la filosofía del derecho y del Estado
de Hegel que comenzaba a emprender Marx, se nota en el si-
guiente pasaje en que como ruido de fondo aparece el preceden-
te señalamiento de Feuerbach: «No basta con que el pensamien-
to acucie hacia su realización; es necesario que la misma reali-

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dad acucie hacia el pensamiento» (Marx, 1987: 498). Pero lo lle-
ga a hacer manifiesto también el más estrecho de sus correligio-
narios en la obra que en 1888 le consagrara a su pensamiento.
En ese lugar, Friederich Engels llega a decir: «en algún momen-
to todos fuimos feuerbachianos».
En el recuento que Marx hace de su obra en 1859, el famoso
Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política, esta-
blece una equivalencia entre el territorio conceptual que Hegel,
basándose en el procedimiento de ingleses y franceses del siglo
XVIII, llama la «sociedad civil» y lo que él entiende como el con-
junto conformado por «las condiciones materiales de vida», y es-
tablece la necesidad de «buscar la anatomía de la sociedad civil en
la economía política» (Marx, 1987: 4). Un aspecto problemático
de esta formulación (más allá de la ya muy reiterada discusión a
propósito del uso metafórico de los términos base y sobreestruc-
tura), puede residir en desprender de ello un pasaje desde el cam-
po de lo político hacia lo económico, o desde los problemas de la
dominación hacia los de la explotación. Y ello puede significar,
sin ir más lejos, la omisión, a la hora de reconstruir el pensamien-
to de Marx, de la muy profunda y metodológicamente muy densa
reflexión a propósito de «lo político» que Marx llevó a cabo entre
1842 y 1844, y cuyo núcleo más heurísticamente novedoso está
dado por el comentario puntual de Marx a los parágrafos que van
del 261 al 313 de la Filosofía del derecho de Hegel.
A ese propósito de crítica del sistema hegeliano, al que con
harto entusiasmo se está comprometiendo Marx y que finalmente
lo inclinan a optar por sustituir sus estudios de jurisprudencia
por los de filosofía, corresponden los dos textos en que se ocupa
del sistema de la eticidad en Hegel e incluso el incompleto cuar-
to apartado de los Manuscritos de economía y filosofía en que se
ocupa del comentario puntual y crítico de un muy breve frag-
mento de la Fenomenología del espíritu.
En una comunicación personal de Marx dirigida a Feuerbach
el 11 de agosto de 1844, localiza como uno de los méritos de su
crítica a la filosofía alemana de su tiempo el que éste haya dado
con el concepto de género humano que no es sino un modo de
decir el concepto de sociedad y, más importante aún, que éste
haya sido «traído desde el cielo de la abstracción a la tierra real»
(Marx, 1980: 180). Mucho del modo en que Marx emprendió la
crítica al sistema hegeliano está dado por este proceder, y por tal

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razón el concepto de «lo político» en Marx en su muy temprana
crítica consistirá justamente en hacer ver que Hegel «lo vuelve
todo del revés» (Marx, 1987: 399).
Hegel intenta llevar a cabo una conciliación o unificación de
lo racional y de lo real, con lo cual buscaría dar la base a una
perspectiva que disuelve tal dualismo y lo integra en la totalidad,
así lo postula en expresión dialéctica en el prólogo a su Filosofía
del derecho: «Lo racional es real / lo real es racional». Los jóvenes
hegelianos y sobre todo Marx consentirán con la primera parte de
la expresión, pero no con su complemento que no es sino una
afirmación conformista y de legitimación del poder en turno. En
la segunda parte de la expresión se esconde el hecho de que con
real no sólo se está diciendo realidad, sino también realeza, poder
jerárquico y aristocrático, monarquía constitucional, con lo cual
esta última, o más reciente para los tiempos de Marx, figura del
poder pretende ser justificada como la más alta realización de la
razón, como lo más racional de lo existente. Cuando lo que en
realidad se está haciendo es deshistorizar al Estado, pues lo que
Hegel hace es «presentar lo que es, como esencia del Estado» (Marx,
1987: 375). He ahí ya un anuncio del tema del fetichismo, el cual
abordaremos con un mayor detenimiento en el capítulo siguien-
te, sin embargo, antes de pasar a ello tal vez convenga señalar otro
conjunto de cuestiones.
La crítica de Marx en este conjunto de trabajos de 1842-1843
sobre la filosofía hegeliana está expuesta en una serie de niveles
que expresan la explotación que Marx está haciendo del aporte
de la crítica de Feuerbach a Hegel, sobre la base de la perspecti-
va metodológica de aquél; que según Maximilien Rubel consisti-
ría en «la inversión lógica» (Rubel, 1980: 36), o en palabras de
Shlomo Avineri en el método del «criticismo transformativo»
(Avineri, 1983: 40) o «método transformativo» (Abensour, 1998:
76) a secas, en palabras de Miguel Abensour. Según estos auto-
res ello estará presente en el proceder de Marx a lo largo de su
obra en el modo en el que la dialéctica opera como método para
el filósofo de Treveris.
El enunciado inicial de la crítica de Marx es un adelanta-
miento del problema del fetichismo de la mercancía bajo la for-
ma de fetichización de lo político, cuyo señalamiento más preci-
so se hará al inicio del próximo capítulo, sólo apuntamos aquí
que el asunto conduce por esa vía a desacreditar por completo el

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análisis hegeliano del Estado cuya arquitectura se finca, por com-
pleto, en la subjetivización de la idea, y que por tal motivo «“Idea”
y “concepto” son aquí [en la filosofía política de Hegel] abstrac-
ciones sustantivadas» (Marx, 1987: 328), cuando el verdadero
sujeto (sujeto en términos de actor, agencia, y de súbdito o so-
juzgado, según la aproximación de Avineri) es el hombre real, el
pueblo como verdadero soberano. Para Hegel «la condición pasa
a ser lo condicionado, lo determinante se convierte en lo deter-
minado, el productor es convertido en producto del producto»
(Marx, 1987: 323), muy por el contrario, para Marx «los asuntos
[...] del Estado no son otra cosa que modos de existir y actuar de
las cualidades sociales del hombre» (Marx, 1987: 335).
El segundo hilo argumental de la crítica a Hegel reside en el
problema de la autodeterminación real, o si se prefiere en la enun-
ciación de en quién reside verdaderamente la soberanía. Preci-
samente porque Hegel ha erigido al Uno místico, en este caso al
monarca constitucional, en Uno real es que hará del sujeto real
un resultado y sucumbe al fin a la epistemología de la separa-
ción,3 y aunque prometa y persiga «la real determinación de las
partes por la idea del todo» (Marx, 1987: 337), justamente ha
idealizado al todo, ha ontologizado al todo, su todo (en Hegel) es
el de una totalidad abstracta y no el de una totalidad concreta.
En una expresión que juega con el Hamlet de Shakespeare
está dicho todo por parte de Marx: «O soberanía del monarca o
soberanía del pueblo, tal es el dilema» (Marx, 1987: 342). Hegel
procede en una estrategia a dos niveles que confirman, por un
lado, la escisión: «El Estado es algo abstracto. Sólo el pueblo es
lo concreto» (Marx, 1987: 341) y, por el otro, la adjudicación de
la voluntad (soberana) en la persona del monarca (absoluto). La
soberanía pasa a ser concebida como una autodeterminación
abstracta e infundada de la voluntad (que se adjudica al autócra-
ta por algo tan evanescente como el hecho hereditario del po-
der), cuando muy por el contrario la figura del poder (en este
caso, el monarca constitucional) no es sino símbolo de la sobe-
ranía del pueblo. Para decirlo en otros términos, el soberano
(nivel fenomenológico, del ente que se manifiesta) «representa»

3. Dice Marx: «Es el dualismo que consiste en que Hegel no considera lo


general como la esencia real de lo real-finito, es decir, existente, determinado,
o no ve en lo Uno real el verdadero sujeto de lo infinito» (Marx, 1987: 337).

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la unidad del pueblo (el nivel del ser, de la potencia, de la comu-
nidad política), el tema fundamental en esta parte es el de hacer
explícito que la soberanía reside en el pueblo, muy al contrario
de lo que, según se argumentó en el apartado previo, ha sosteni-
do Hegel. Para este último al idealizar la soberanía, sus sujetos
(diríamos, sus súbditos) son resultado de esta idealización y, por
ello, Hegel ve en el monarca la autodeterminación, cuando de-
biera verla en la comunidad política. Sólo de ese modo se podría
aspirar a que lo que haga al rey sea «el consentimiento», valga
decir la hegemonía, la legitimidad y «no el nacimiento», valga de-
cir la idealización abstracta y abstraída del pueblo, la ley abs-
tracta, la legalidad «a secas».
La tercera cuestión que despunta en la crítica es la corres-
pondiente al sentido de la democracia, esto es, pensar la esencia
de lo político con relación al sujeto real que es el demos (Aben-
sour, 1998), en relación con el hombre real, con el pueblo. Si
para Marx «la democracia es contenido y forma» (Marx, 1987:
342) ella es también y por vez primera «la verdadera unidad de
lo general y lo particular» (Marx, 1987: 343) y no su hispostatiza-
ción en una abstracta totalización (el Estado divinizado) como
ha sido el caso en Hegel. Lo que se juega en la consideración que
aquí se esgrime a propósito de la democracia es el problema de
la autodeterminación del sujeto, es el del momento democráti-
co. El asunto de la autoconstitución del sujeto queda expresado
en Marx de un modo muy original cuando afirma que «el Estado
moderno es la acomodación entre el Estado político y el Estado no
político» (Marx, 1987: 344), a lo que apunta Marx en esta dispo-
sición es a la escisión entre sociedad política y sociedad civil
(puede haber una acomodación inadecuada cuando la sociedad
política no representa al pueblo sino se representa a sí, anulan-
do el otro lado de la relación), un nivel que está ya, por decirlo de
algún modo en el terreno del Dasein, de tal modo que la demo-
cracia es vista como el advenimiento de un ser-ahí humano. Y lo
es así porque para Marx está muy claro que constitución, ley y
Estado no son sino la autodeterminación del pueblo, esto es, el
nivel de su autoconstitución, por ello Marx responde afirmativa-
mente a la cuestión de si el pueblo puede darse otra constitu-
ción, esto es, puede pasar en el ejercicio de su politicidad del
nivel instituyente, de su institución política, de ser potencia en
acto como comunidad política que se erige en sujeto, al nivel del

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poder constituyente, esto es, el nivel o acontecimiento en que se
da una nueva constitución, en el que se plasma un acontecimiento
fundante (como sería, en la terminología o en la propuesta cate-
gorial de Badiou).
En este nivel de la crítica de Marx a Hegel, para uno de sus
comentadores más puntuales se juegan cuatro características de
la verdadera democracia, en primer lugar, a través del método
trasformativo Marx pone como sujeto real al demos y sustituye de
su pedestal al monos, con ello ha señalado que desaparición del
Estado es equivalente a advenimiento de la verdadera democra-
cia, en segundo lugar, el Estado político, el poder constituyente en
el ejercicio de su actualización se sitúa en ruptura con una socia-
bilidad in-esencial que es la de la «sociedad civil» (para decirlo
con Marx: «la sociedad civil es la no-realidad de la existencia polí-
tica, la existencia política de la sociedad civil es su propia desinte-
gración, su separación de sí misma» [Marx, 1987: 402], en los
momentos en que convierte su «existencia política en su existen-
cia real» [Marx, 1987: 429], y se autodisuelve, entonces), en tercer
lugar, la cuestión de la temporalidad democrática, ello apunta a
una autofundación continua, pero a una no realización definitiva,
la autoinstitución del sujeto real que mira siempre la posible y
peligrosa emergencia de la heteronomía del poder, esto es, del
poder que se erige por encima y ahoga la politicidad del sujeto (de
ello alerta Marx cuando plantea que tal estrato que se divorcia o
separa y actúa en heteronomía, esto es, por encima de la comuni-
dad política tiene la propensión de hacer de «su particularidad el
poder determinante de la totalidad. Lo particular impondría
su poder sobre lo general» [Marx, 1987: 402]), en cuarto y último
lugar, el Estado político es emplazado dentro de los límites de un
momento de la existencia del pueblo como «pueblo en acto», pero
que, sin embargo, no es permanente, ahí se apunta a la necesidad
de asumir los costos de la perennidad del «momento constituyen-
te», de la creación de un nuevo orden (Abensour, 1998: 71-97). Es
ésa la apuesta de una aspiración a una verdadera y genuina uni-
versalidad, no la de una singularidad que se adjudique la repre-
sentación del todo, sino de un momento preciso en que al calor de
la lucha y el conflicto real, no hay particularidad o clase que se
adjudique la universalidad, sino que ella sea y encarne tal univer-
salidad. En ese sentido (y con esa tal temporalidad acontecimen-
tal) puede también entenderse la abolición del Estado, porque se

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han abolido las clases sociales que están en su base, o como dice
Bertolt Brecht sólo así el contingente de los proletarios se «puede
sacudir su propia esclavitud, sacudiendo toda la esclavitud de to-
dos» (Brecht, 1990: 184).
Sin duda alguna podrá haber muchos otros elementos por
destacar en la crítica a la filosofía política hegeliana, que es ade-
más el modo en el que Marx encara la crítica al edificio comple-
to y sistemático de la filosofía de su gran maestro, sin embargo,
conviene cerrar este apartado con uno de los elementos sin duda
más importantes de la misma: el emplazamiento del Estado como
abstracción real. Lo que está en juego en este punto es lo que
Marx pretende indicar cuando afirma que «el Estado es una sim-
ple representación». Por un lado, con esta aseveración queda
expresado que el Estado es una forma que es representación de
algo de lo que es contenido y, por el otro, que en el Estado hay
una representación en el sentido en que fue amparado por Hegel
como dramatización (en el caso de Hegel, del espíritu absoluto,
pero en el caso de Marx como distanciamiento entre la significa-
ción y el significante), como queriendo decir con ello que la ac-
tuación de los elementos atomizados (de los productores priva-
dos en cuanto sociedad civil) pudiera estar correspondiendo a
una teatralidad, esto es, a un simulacro cuya ejecución se decide
en otro nivel, en otro espacio. Quizás a ello se refiera Marx cuan-
do habla del Estado como de una forma aparente (Marx, 1987:
376), esto es, una forma que busca crear una apariencia, y con
ello también un engaño, un ocultamiento. Este señalamiento o
preocupación con relación al Estado está ya presente en los tra-
bajos periodísticos de Marx y se sintetiza en la siguiente expresión:

[...] prestar en este momento su mayor atención al contenido del


derecho para que finalmente no nos quede sólo la máscara vacía.
La forma no tiene valor alguno si no es la forma del contenido
[Karl Marx, Gaceta Renana, n.º 307, 3 de noviembre de 1842].

Con este elemento de la crítica lo que se ataca es justamente


la idea de que el Estado es la realización de la eticidad en Hegel,
cuando por el contrario, la separación entre la vida real (el régi-
men de la propiedad privada) y la vida del Estado, convierten la
cualidad pública «en una «determinación abstracta» del miem-
bro efectivo del Estado» (Marx, 1987: 427). El hecho objetivo de

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la separación que sólo puede ser disuelta en el momento verda-
deramente democrático en que la sociedad civil se autodisuelve,
pues alcanza condición de Estado político, esto es, de autorre-
presentación genuina y democrática del pueblo en el ejercicio
pleno de su vocación política, es ensombrecido u ocultado por
aquella representación (teatralidad tras bambalinas) por medio
de la cual se afianza la heteronomía y no la autonomía del suje-
to, esto es, por aquel simulacro de las apariencias en que la for-
ma aparente consiente en ocultar el Estado real (el capitalismo,
como orden vigente de la propiedad privada y la «sociedad ci-
vil»), pues sólo puede éste hacerse efectivo como «formalismo
político del Estado de que se trata» (Marx, 1987: 431).
El Estado, y ésa es una característica que corresponde a tal
entidad sólo en el tiempo de la modernidad, asume la forma ple-
na, entonces, de abstracción real, pues es también el régimen so-
cial de la abstracción de la vida privada y el tiempo de la abstrac-
ción del trabajo. Marx lo dice de un modo cuasi premonitorio no
sólo de Weber sino hasta de Foucault o Deleuze «la burocracia es
un círculo del que nadie puede escapar» (Marx, 1987: 359). Por
medio de tal abstracción, que no es la del espíritu absoluto, sino la
de las instituciones y los estatutos jurídicos y legales, de los códi-
gos y las disciplinas: «la abstracción del Estado político es un pro-
ducto moderno», dice Marx (1987, 345), pues es ya el que funcio-
na sobre la base de la mediación. Con ello lo que, ante el conflicto
real (el que corresponde al de un régimen como el capitalista, que
estalla en contradicciones y que soluciona éstas al modo de pro-
mover su desarrollo aplazándolas), se invoca «una «unidad orgá-
nica» puramente imaginaria» (Marx, 1987: 371), pero sin embar-
go eficaz, pues puede rellenar a la forma aparente (al Estado como
abstracción real) de contenidos también aparentes (las ideologías,
las culturas, las nacionalidades, la etnización de las pertenencias,
etc.). La mentira de que «el Estado es el interés del pueblo o que el
pueblo es el interés del Estado [...] se pondrá de manifiesto en el
contenido» (Marx, 1987: 377).
Ni es el estatuto de la crítica un elemento que justifique seña-
lar en Marx una evolución de un demócrata radical que en un
futuro será comunista, ni que su primera postura quede atrapada
en una formulación republicana. En ambas elusiones (democra-
cia radical y republicanismo) pesa la insistencia de Marx a propó-
sito del problema de la autodeterminación como superación de

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una politicidad que le es arrebatada a la persona por el Estado, y
el postulado (en el sentido kantiano del término) de abolición de
éste como posibilidad de superación de la alienación (de autodi-
solución de la «sociedad civil») porque para que esto se dé (la des-
alienación humana), se requiere atacar a sus dos elementos cons-
titutivos, la propiedad privada y la existencia de la sociedad civil,
en el marco del Estado. Ya desde aquí se comienza a perfilar el
que parece ser el elemento desde el cual Marx critica al Estado
como abstracción real, o con posterioridad, al capital como la
idea absoluta, anteponiéndoles al ser humano como la esencia de
todas las esencias (Marx, 1987: 353), «el hombre es la suprema
esencia para el hombre» (Marx, 1987: 497), «la... liberación... en el
terreno de la teoría... ve en el hombre la esencia suprema del hom-
bre», sólo de ese modo pareciera que puede ser eludido el régi-
men de la abstracción real, del capitalismo hecho Estado, sólo
operando desde este postulado, y así lo enuncia Marx, será posi-
ble superar la filosofía (clásica alemana), realizándola. Filosofía
que Marx conoció y criticó como ningún otro.

Marx, el dinero y la crítica

Shlomo Avineri piensa que la crítica a la filosofía política


hegeliana, que hemos comentado en el apartado anterior, esto
es, la incursión que se llevó a cabo en 1842-1843 «constituye el
más sistemático de los textos de Marx sobre teoría política» (Avi-
neri, 1983: 75), lo que es más, encuentra ahí elementos para sos-
tener que si fuera posible reconstruir el llamado «Libro sobre el
Estado» (cuarto según el ordenamiento en seis libros de la obra
definitiva de Marx), éste tendría que encontrar ahí su punto de
partida; opinión que no es tan distinta en Maximilien Rubel
(1980). Sin embargo, es susceptible de ser atendida la observa-
ción del filósofo español Felipe Martínez Marzoa en el sentido
de que aquélla sería la estereotípica y más conocida crítica de
«lo político», pero que es posible encontrar «cierta crítica... que
resulta... de la versión última y madura —no concluida— del
proyecto de El capital [crítica] mucho más esclarecedora» (Mar-
tínez, 2008: 10). Esta discursividad crítica de «lo político» que a
Martínez Marzoa le interesa puede ser rastreada en la primera
(la de los Grundrisse de 1857-1858) y en la última redacción de

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El capital (la de 1867-1873). En este apartado trataremos de dis-
cernir lo que está en juego en el «Capítulo del dinero» de la pri-
mera obra, y dejaremos para el próximo capítulo la que se des-
prende de las primeras dos secciones de El capital.
Mientras para Hegel la satisfacción de las necesidades de la
unidad básica familiar queda en un terreno situado por fuera de
la política y la economía comprometiendo, en todo caso, a una
esfera abstracta del «deber ser», de una hipotética formulación
de buenos deseos: «que todos los hombres deben tener lo nece-
sario para sus necesidades es, en parte deseo moral y, expresado
con esa indeterminación... bien intencionado; pero..., lo necesa-
rio... pertenece a otra esfera: la Sociedad Civil» (Hegel, 1985:
71). Lo necesario, entonces, es oferta, es disposición, no es algo
normativo, que obligue. Para Marx, en cambio «la finalidad de
la Economía Política es, evidentemente, la infelicidad de la so-
ciedad» (Marx, 1984: 56), y las necesidades son determinación
material. Mejor no lo podía haber sintetizado que del siguiente
modo: «Para cultivarse espiritualmente con mayor libertad, un
pueblo necesita estar exento de la esclavitud de sus propias ne-
cesidades corporales, no ser ya siervo del cuerpo. Se necesita,
pues, que ante todo le quede tiempo para poder crear y gozar
espiritualmente» (Marx, 1984: 61). Asunto que se verá más clari-
ficado aún en su obra ya madura: «Al principio el efecto es más
material. Se amplía el círculo de las necesidades; el objetivo es la
satisfacción de las nuevas necesidades» (Marx, 1989: 195).
Pareciera que Marx habla desde sus juveniles y universita-
rias preocupaciones a propósito de la filosofía de Epicuro, en
aquello que éste llegó a expresar: «La necesidad es un mal, pero
no hay ninguna necesidad de someterse a la necesidad» (Citado
en Domenech, 1989: 9). El vector que pareciera estar orientando
las apreciaciones políticas del filósofo de Treveris es el de un
principio, el de la vida humana, entendida como esquivamiento
y satisfacción de la necesidad, y el de la libertad, como posibili-
dad de actuación ante la contingencia. La libertad hay que vivir-
la y no sólo pensarla, y ella no se da en un acto de conciencia
solamente sino en la procuración de la corporalidad: para crear
hay que poder vivir.
Es bien sabido que la vida de Marx estuvo constantemente
asediada por las dificultades económicas, por un conjunto de
carencias de orden material y por situaciones de ingente necesi-

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dad. Puede decirse incluso que éstas comenzaron de modo muy
temprano siendo él un estudiante universitario y luego quizás se
hayan agudizado. Sin embargo, ello no justifica para sacar por
consecuencia como hace Jacques Attali, en su muy reciente bio-
grafía de Marx, que en ocasión de la recepción de una comuni-
cación de su padre con fecha del 10 de febrero de 1838 (Marx
para ese entonces está por cumplir los 20 años), el contenido de
esa carta «va a orientar toda la vida de Karl», pues justo en ella
en palabras de Attali el padre de Marx «se inquieta primero de la
relación de Marx con el dinero» (Attali, 2007: 43), y le reprocha a
su hijo su «silencio aristocrático sobre la mezquina cuestión del
dinero cuyo valor, para el padre de familia, es grande, aunque tú
no pareces reconocerlo. Me siento [dice Heinrich Marx, padre
de Karl] resentido conmigo mismo por haberte dejado demasia-
do libre sobre este asunto» (Attali, 2007: 46). Las razones para
ocuparse de la crítica al dinero por parte de Marx, desde sus
tempranos escritos hasta los últimos, son a diferencia de lo que
se colige de lo sostenido por Attali, sin embargo, menos freudia-
nas, menos psicoanalíticas (de un trauma irresuelto, o de un
conflicto con el padre, edípicas para decirlo en una palabra) y
están más arraigadas en la materialidad de su perspectiva de
análisis, pues ahí no se enfrenta al individuo Marx con el dinero
sino a la comunidad en su conjunto, ésta aparece confrontada
por tal artificio económico. En el análisis y crítica del dinero se
juega una disputa de poder y la formulación de una clara argu-
mentación política al respecto. Por ello, los referentes de Marx a
este propósito serán desde la filosofía, la arqueología, la minera-
logía, la mitología, el teatro, la literatura, etc.
Los Elementos fundamentales para la crítica de la economía
política de 1857-1858, también conocidos como Grundrisse, son
un conjunto de 7 cuadernos (que dividen al texto en sólo dos
capítulos, el correspondiente al dinero, y el del capital) precedi-
dos por una Introducción. Cuadernos de trabajo que Marx pudo
escribir de un tirón en tan sólo diez meses, presionado por la
necesidad de pronunciarse ante el «diluvio» de la crisis capitalis-
ta que era vista como inminente y estallaba por igual en Estados
Unidos que en la Europa de esa época, y exigía del gran estrate-
ga teórico extraer conclusiones políticas que orientaran dicha
práctica. Estos escritos son una muestra del modo de trabajo de
Marx y una exposición de su laboratorio de investigación. El

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entusiasmo que le infunde el ver lo que a sus ojos se presenta
como una crisis de grandes dimensiones, lo llevan al punto de
hacerle abrigar esperanzas de, por fin, terminar y publicar la
«Crítica de la economía» y hasta de buscar un editor para la
misma, lo que conllevaba el significado adicional de hacerse con
medios económicos ya de suyo escasos para ese entonces.
Estos manuscritos, sin embargo, no fueron publicados sino
hasta 1939, en que pasaron sin pena ni gloria por el estallido de
la segunda guerra mundial, luego fueron reeditados en alemán
en el año de 1953 y hasta entrados los años sesenta se dispone
del primer comentario puntual por Roman Rosdolski (1968).
Después, ya desde la década del setenta han aparecido comenta-
rios por Vitali Vigodski (1974), Antonio Negri (1978) y Enrique
Dussel (1985), entre otros.
La parte introductoria de esta obra es muy importante pues
ahí queda expuesto el proceder metodológico de Marx. Ahí se
ocupa de explicitar la lógica del silogismo de la totalidad, en lo
que queda desplegado lo que, metodológicamente, sólo había
sido insinuado en la crítica a la filosofía hegeliana del año de
1843, con estas palabras: «Se trata de describir la sorda presión
mutua de todas las esferas sociales» (Marx, 1987: 493). Y es que,
en efecto, en la Introducción general a la crítica de la economía
política de 1857, se formula la idea del silogismo de la totalidad,
como un conjunto de esferas de la socialidad humana (produc-
ción, consumo, distribución y cambio), que actúan o funcionan
en un despliegue de co-determinación mutua, esto es, en donde
las esferas sociales son determinaciones determinadas ellas mis-
mas determinantes. El Marx de los Grundrisse está pensando en
una totalidad compleja y relacional de cada una de las esferas
con las otras tres esferas restantes y ve en ello la posibilidad de
recuperar el despliegue desde lo universal a lo singular («la pro-
ducción es el término universal; la distribución y el cambio son
el término particular, y el consumo es el término singular con el
cual el todo se completa» [Marx, 1989: 9]) de lo general a lo indi-
vidual: Con ello lo que Marx está eludiendo es un pensar/hacer
que sea reductivo y se está pronunciando por uno que tenga por
base a la «totalidad concreta» (Marx, 1989: 22), que no sea en-
tonces uno que se concentre en la parte, sino que refiera ésta al
todo, pero que éste (el todo) no sea el de un universalismo abs-
tracto, sino el de lo concreto como síntesis de múltiples determi-

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naciones. Marx no está diciendo que se debe prescindir de la
abstracción, lo que está proponiendo es obrar desde «abstrac-
ciones con sentido», su método es el de la abstracción determi-
nada, así, por ejemplo, cuando se habla de la «producción en
general» se trata de apropiar de esos elementos que significan
«lo común» a las diversas formaciones sociales, elementos des-
de los que se puede discernir lo esencial. Por otro lado, el énfasis
está puesto en no des-historizar el análisis de lo social, esto es,
no naturalizar y eternizar un modo específico de llevar a cabo la
producción, como es el caso del capitalismo, haciéndolo pasar
como el único modo posible de producir. Con ello se está apor-
tando a una disposición crítica del discurso pues éste no reduce
lo posible a lo dado o existente, sino que lo enmarca en las coor-
denadas que lo hacen posible. De igual modo, otro distancia-
miento muy importante que es señalado al inicio de la Introduc-
ción tiene que ver con el sesgo inadecuado y el error de reducir
el problema de la individualidad al modo en que opera bajo el
capitalismo, esto es, al modo del individuo aislado de la relación
mercantil y civil (desde su conciencia inmediata y fetichizada).
Con ello Marx está siendo consecuente en su énfasis por recupe-
rar al «hombre real» (como le nombra en su crítica a la política
de 1843), esto es, partir de considerar que «el hombre es el mun-
do de los hombres» (Marx, 1987: 491).
Para los motivos de este apartado es especialmente impor-
tante hacer referencia al propósito de Marx por poner de relieve
las relaciones y correlaciones que ocurren entre las esferas so-
ciales (producción, consumo, distribución y cambio), en una
estrategia metodológica que trata de recuperar cómo ellas ac-
túan como conjuntos condicionales, son condiciones condicio-
nadas ellas mismas condicionantes, en el paradigma relacional
muy alejado de aquel en que se recuperan los fenómenos socia-
les para encontrar en ellos sus causas o condiciones determi-
nantes, en el proceder de Marx se va más allá de ese determinis-
mo sin sucumbir a la in-determinación. Pareciera que todas las
esferas cuentan por igual, sin embargo, en la ontología de Marx
se concede un margen de prioridad a la esfera de la producción,
que no es ni la esfera de la economía, en la «Ontología del ser
social», como la piensa Lukács (2007), ni la más reductiva aún
del trabajo, como la piensa Habermas en su teoría de la acción
comunicativa (Krahl, 1979).

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El problema de la mutua co-determinación queda expuesta
de mejor modo en el espacio relacional en que se juega la satis-
facción de las necesidades humanas, esto es, en el conjunto rela-
cional que conecta a la producción y al consumo (aquel que Marx
explicita de modo más puntual), en el marco de la conexión del
sistema de las capacidades con el sistema de las necesidades.
Ahí la mutua co-determinación opera en un vaivén que, sin em-
bargo, se discierne en tres tipos de identidad de las esferas en
relación: la inmediata (Producción es consumo, consumo es pro-
ducción, «determinación es negación», llega a decir Marx con
Spinoza), la mediata (la una es medio de la otra y es mediada
por ella) y la absoluta (el consumo es un momento de la produc-
ción, pues ésta es punto de partida y momento predominante).
Es desde este planteo metodológico tan novedoso que em-
prende la crítica a la teoría del dinero del proudhoniano Alfred
Darimon, crítica que comienza por ser una crítica a dicha prácti-
ca política, pero además de ello se logra también, por esa vía,
superar la teoría de David Ricardo sobre la determinación del va-
lor por el trabajo incorporado. El problema de la crisis, el de su
fenomenología, se convierte en motor de análisis, es ahí en donde
se inscribe el lugar que los proudhonianos le conceden al dinero,
ven en tal dispositivo el rol protagónico y en su supresión o susti-
tución, la solución al problema, como el regreso a una circulación
pura, a un intercambio transparente. En parte su crítica se orien-
ta a señalar que ahí no se encuentra la cuestión fundamental de lo
político, sino en el modo en cómo el dinero, en su inmediatez se
autonomiza, y abre el panorama para el desarrollo pleno del capi-
tal. El primer distanciamiento con esta posición es indudablemente
un distanciamiento político, y es desde ahí que leeremos la teoría
del dinero que Marx ofrece, desde una aproximación política al
problema del dinero, a lo que el dinero llega a significar y de lo
que es síntoma. Tiene razón Negri cuando quiere derivar del co-
mienzo no casual de los Grundrisse por el Capítulo del Dinero
(figurando éste con la nomenclatura de Capítulo Segundo) el pa-
saje «de la crítica del dinero a la crítica del poder» (Negri, 2001:
55). Sin embargo, desde la lectura que intentamos esbozar sos-
tendremos que esta crítica al poder del Dinero-capital contempla
los planos que el anti-hegelianismo de Negri no desea explicitar,
esto es, los ángulos de una crítica que ilustra la dominación de la
socialidad por la forma valor (enfocada, en este caso, desde el

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modo en que tal nivel esencial, el del valor, se expresa en su modo
de inmediata apariencia, esto es, como Dinero) en su dimensión
inmediata, mediata y absoluta.
El alegato de Marx comienza por ocuparse de discernir que
tan verdadero es el «socialismo verdadero» de los proudhonia-
nos, y el criterio de verdad de la proposición o del enunciado,
según lo hemos estado sosteniendo, es el de la vida humana. Es
así que el esgrimir una «otra política» a una política inadecuada,
también por ser ineficaz, se coteja por la capacidad que tenga de
oponer a la lógica de la totalidad sistémica, del orden vigente, el
criterio de la producción y re-producción de la vida material. La
apertura de los Grundrisse registra, en palabras de Rosdolski,
«una aniquiladora polémica contra el proudhonista Darimon y
contra la así denominada teoría del bono-horario» (Rosdolski,
1986: 34), tan es así que este autor refiere dos comunicaciones
del propio Marx, la primera dirigida a Weydemeyer y la otra a
Engels que no hacen sino confirmar que ése es el propósito. Dice
Marx en la primera: «se destroza al mismo tiempo en sus funda-
mentos al socialismo proudhoniano... que pretende dejar sub-
sistir la producción privada pero organizar el intercambio de los
productos privados, que quiere la mercancía pero no quiere el
dinero». Es así que para Marx el socialismo, ciertamente anar-
quista, de Proudhon se distancia del dinero pero sigue declarán-
dole su filiación, su amor a la mercancía. En la segunda comuni-
cación reitera que, en esta parte de los Grundrisse (desarrollada
en la Contribución a la crítica de la economía política de 1859, y
de la cual le está demandando a Engels un comentario), «se ani-
quila al proudhonismo de raíz [y apunta que] ya en su forma
más sencilla, la de la mercancía, se analiza el carácter específi-
camente social, y en modo alguno absoluto, de la producción
burguesa» (citados en Rosdolski, 1986: 35). Con lo cual se atien-
de a subrayar políticamente la historicidad del hecho capitalista.
Póngase atención a dos cuestiones: en primer lugar, se dice,
«social», al modo de opuesto a comunitario, lo social de «socie-
dad civil» es inmanente al capitalismo y no esencialmente distinta
a él, como sería una interconexión de los productores consciente-
mente producida y, en segundo lugar, se ubica a la mercancía como
la «forma más sencilla», y no como lo ve Negri, para quien, el
pasaje de la forma-dinero a la forma-mercancía ya presente en la
Contribución del 59 y consagrado en El capital, «añade únicamen-

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te abstracción y confusión» (Negri, 2001: 53). Recordemos que el
texto del autor italiano compila el conjunto de lecciones imparti-
das en la academia francesa bajo el auspicio del grupo de Althus-
ser, que para ese entonces aún no ha caído en desgracia, y con él
se está suscribiendo lo que el filósofo francés viene promoviendo
al modo de «lectura previa de El capital», esto es, la indicación de
comenzar la lectura de dicha obra (El capital) saltándose el tedio-
so y hegeliano pasaje de la teoría del valor.
A Negri le interesa señalar que en el dinero queda explicita-
do el antagonismo sin necesidad de acudir a la mediación de la
forma-mercancía, en el caso del filósofo italiano «el dinero tiene
una sola cara, la del patrón» (Negri, 2001: 37). Lo que con ello se
expresa es el optar, por parte de Negri, por el método de la inma-
nencia absoluta, pues en su enfoque el dinero «contiene todos
los dinamismos y las contradicciones del valor, desde el punto
de vista tanto formal, como sustancial, sin poseer la abstracción
vacía del discurso del valor» (Negri, 2001: 54). Como intentamos
argumentar en lo que sigue la cuestión exige ser esclarecida en
otras dimensiones de su complejidad.
En efecto, hay un compromiso político en la exposición y
crítica del dinero. Marx se ocupa de entrada por señalar en éste
a «la inmediatez de la riqueza», es decir, el dinero aparece como
la constitución material inmediata de la riqueza, sin embargo,
en su supresión no está garantizada la disolución del orden so-
cial capitalista. Tampoco por la vía del control de la institución
que le resguarda y le administra. En palabras de Marx, «el banco
no controla la masa de los medios de circulación» (Marx, 1989:
42). La ilusión de Darimon es que el monopolio del banco per-
mite el control del crédito, y que el bono-horario permite una
transparente remuneración y equivalencia de los valores (elu-
diendo así, la severidad de la crisis). En efecto, el banco es una
institución y como ente mediador es expresión del despliegue
del moderno Estado, pareciera que Marx está apuntando a la
insuficiencia de pretender la transformación social sobre la base
exclusiva de la modificación de las instituciones estatales, pre-
ocupado por mostrar la limitación del modo keynesiano del Es-
tado, por decirlo en terminología más contemporánea. Para Marx
es muy importante destacar la incomprensión política y utópica
que cree posible revolucionar las relaciones de producción sólo
modificando las condiciones de la circulación, pero mantenien-

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do las condiciones de la producción; lo que ello muestra es la
incomprensión de la conexión interna, del silogismo de la totali-
dad, además de promover con ello, por tal incomprensión, una
política timorata que busca «evitar... el carácter violento de las
transformaciones» y hacer de éstas «un resultado gradual de
la transformación de la circulación» (Marx, 1989: 45).
El asunto del dinero, por otra parte, no refiere solamente a la
deducción de la teoría del dinero desde la teoría del valor (Vigodski,
s/f) ni a una posible insuficiencia de teorización del valor en los
Grundrisse, a tal punto que son asimilados en el proyecto de escri-
tura de El capital (Rosdolski, 1986), a mi juicio hay aquí, por parte
de Marx, una incursión en términos de razón práctica, en térmi-
nos de práctica política, en términos de ética política. La catego-
ría dinero expresa una relación de producción, porque las cate-
gorías económicas son expresión de magnitudes sociales, de co-
rrelaciones de fuerzas. La teoría del dinero es una deducción
necesaria del modo en que Marx va pensando su teoría del valor, y
en esa medida, el dinero es necesario pues es el dispositivo que
puede aspirar (bajo el capitalismo) a reconstruir el vínculo o nexo
social. Por ello es que afirma «la existencia del dinero presupone
la reificación del nexo social» (Marx, 1989: 88). Es la expresión de
la ruptura del nexo social; el dinero es constitución material de la
riqueza, inmediatez de la riqueza y expresión de la ruptura del
nexo social y, en ese sentido, también promesa de la recuperación
de sociabilidad. El que tiene dinero puede relacionarse con los
otros, puede potencialmente aspirar al reconocimiento general,
pues dispone del símbolo que representa a la relación social. El
dinero, en ese sentido, aparece políticamente cargado, pues es
una expresión de poder, en él se registra el dislocamiento del nexo
social (pues significa el desdoblamiento de la mercancía en mer-
cancía y dinero), su reificación y la promesa de recuperación de la
sociabilidad. Es, pues, símbolo universal de la riqueza (por ello,
identidad con la riqueza, promesa de sociabilidad, y no identidad
con la misma, expresión de la ruptura del nexo social) y desde él
se aprecia la progresión dialéctica de las categorías, la dialéctica
de las formas de aparición de la contradicción, de esa contradic-
ción apenas entredicha, en la filosofía política anterior a Marx,
entre el interés privado y el interés general.
Kant ve en la síntesis social lo que permite superar la inso-
ciable sociabilidad, Hegel ve en la astucia de la razón el procedi-

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miento por el que se consuma la eticidad en el Estado, Marx ve
en cambio en el poder del dinero el nexo social, pero con el aña-
dido de que en dicha tensión se juega «la vida de los producto-
res». Donde Kant y Hegel dicen «sociedad civil», Marx dice «cho-
que de los individuos recíprocamente indiferentes». Con lo cual
la expresión no es casual, indiferentes no es lo mismo que inde-
pendientes, ser verdaderamente independientes quizá nos esté
queriendo decir otra cosa. Bajo el capitalismo, el individuo lleva
su poder social, su nexo con la sociedad, en el bolsillo, el dinero
es poder sobre la actividad de los otros. El que posee dinero, ahí
sí el dinero-patrón como dice Negri, tiene la capacidad de enta-
blar una relación muy peculiar con aquellos carentes de tal po-
der de disposición sobre las cosas. El trabajo, cuyo portador apa-
rece como carente de dinero, carente de poder de mando sobre
los otros (lo cual no tendría porque significar un elemento des-
calificador, pues apuntaría a cierta reciprocidad), es domina-
do por la forma-valor, por la lógica de la cosa, por el sujeto-dine-
ro, por el pseudosujeto que es el capital.
Marx da así con el meollo del asunto y no pudo expresarlo de
mejor modo cuando escribe: «los economistas [podríamos agre-
gar, liberales] expresan este hecho del modo siguiente: cada uno
persigue su interés privado y sólo su interés privado, y de ese
modo, sin saberlo, sirve al interés privado de todos, al interés
general», y después Marx, en esas mismas líneas críticas, subra-
ya: «lo válido de esta afirmación no está en el hecho de que per-
siguiendo cada uno su interés privado se alcanza la totalidad de
los intereses privados, es decir, el interés general. De esta frase
abstracta se podría mejor deducir que cada uno obstaculiza re-
cíprocamente la realización del interés del otro, de modo tal que,
en vez de una afirmación general, [y aquí se cita a Hobbes] ...“en
la guerra de todos contra todos” resulta más bien una negación
general» (Marx, 1989: 83- 84). Marx está en tema, y sugiere un
modo muy distinto de encarar el problema con relación a la filo-
sofía política anterior, a lo que apunta es al «establecimiento de
un orden por el desorden». En términos de la futura temática de
la forma-valor, aquí apenas en germen, sería el asunto de la nive-
lación del valor de mercado «con el valor real a través de sus
oscilaciones constantes» y, como para que quede más claro el
modo en que Marx lo encara, a diferencia de los filósofos ante-
riores lo subraya parafraseando a Hegel: tal orden no puede re-

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sultar ni «mediante una identidad abstracta [la del interés priva-
do y el interés general] ...sino mediante una constante negación
de la negación» (Marx, 1989: 62), esto es, el interés privado que
niega al otro interés privado, negación de la negación quiere decir
aquí, no superación del desorden sino negación recíproca. Por
ello, la alternativa de Marx tiene que ser otra, la misma que vie-
ne promoviendo desde 1844, comunismo es «producción cons-
ciente de las relaciones de producción».
Para Marx «la conexión de los individuos recíprocamente
indiferentes» (Marx, 1989: 86) se va constituyendo en el elemen-
to funcional que corona al liberalismo como la geocultura del
capitalismo, y ello es así porque en efecto «el interés propio es ya
un interés socialmente determinado. Se trata del interés de los
particulares; pero su contenido..., forma y... medios de su reali-
zación están dados por las condiciones sociales» (Marx, 1989:
84). Aquí «condiciones sociales» quieren decir totalidad, de tal
modo que habiendo una imposibilidad de clase, material, para
superar «tales relaciones y condiciones sin suprimirlas» (Marx,
1989: 84), se impone la alternativa funcional, una especie de se-
guidilla a la corriente, una elusión de la angustia que provocaría
una verdadera y genuina libertad. Por lo siguiente que apunta
Marx es por lo que el liberalismo aparece como altamente eficaz
para el capitalismo: «El individuo... puede superar y subordinar
a él las relaciones externas..., su libertad parece ser mayor» (Marx,
1989: 91, el subrayado es de Marx). El capitalismo se revela, pues,
como una ficción, como un simulacro, como si dijéramos desde
una jerga situacionista, como un eficaz creador de espectáculos.
Nos encontramos de lleno aquí en el tema del desdoblamiento
de la cosa-mercancía en mercancía y dinero, y la peculiaridad de
este último es que con él, «la relación del valor recibe... una exis-
tencia material y particularizada» (Marx, 1989: 65). En esta par-
te Marx se permite un juego dialéctico al decir que producto
como valor es distinto que valor como producto. En efecto, las
mercancías se transforman en signos del valor, al hacer abstrac-
ción de su materia y de sus cualidades, en efecto esta metamor-
fosis puede operar sólo mental o idealmente, pero para operar
de modo social y práctico, dice Marx, hace falta «una mediación
real... para poner en acto esa abstracción» (Marx, 1989: 67), tal
mediador real es el mercado. En efecto, «el nexo [social] es un
producto de los individuos. Es un producto histórico», pero bajo

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el capitalismo es un nexo reificado, secuestrado al control cons-
ciente de la verdadera individualidad, que existe de modo ajeno
y autónomo a éstos. Para Marx, los individuos plenamente con-
siderados «aún están en vías de crear las condiciones de su vida
social» (Marx, 1989: 89), para ello tendrán que someter sus rela-
ciones de producción «a su propio control colectivo» (Marx, 1989:
89), producir conscientemente el nexo social equivale a libre in-
dividualidad, equivale ahí sí a «negar la negación» recíproca. En
el argumento de Marx la producción social pesa sobre los indivi-
duos como una fatalidad pues «no está subordinada... y contro-
lada por ellos como un patrimonio común» (Marx, 1989: 86). En
su lugar, en el marco de la totalidad del orden vigente «la totali-
dad del proceso se presenta como un nexo objetivo que nace
naturalmente, que es ciertamente el resultado de la interacción
recíproca de los individuos conscientes, pero no está presente en
su conciencia, ni, como totalidad, es subsumido en ella. Su mis-
ma colisión recíproca produce un poder social ajeno situado por
encima de ellos; su acción es recíproca como un proceso y una
fuerza independientes de ellos». A este nivel, como primera tota-
lidad, dice Marx, «la circulación es buena para poner a la vista
este problema» (Marx, 1989: 131).
Los individuos bajo el capitalismo no pueden alcanzar la li-
bre individualidad porque sufren y son afectados por la domina-
ción, en su inmediatez, del dinero-patrón, del «sujeto-dinero»,
llaga a decir Marx (1982: 96). Pero ahí no termina la problemáti-
ca política, ni la ética política que Marx pretende anteponer a
esta legalidad del orden y de la totalidad vigente. Hace falta que
por vía de entrada de la mediación, arraigue el fetichismo; en-
cuentre y consume su base social y material. Dice Marx: «los
individuos son ahora dominados por abstracciones» (Marx, 1989:
92). Cuando Marx habla de las abstracciones, de las relaciones,
de las mediaciones, o de las instituciones, señala que para que
ellas alcancen fijeza o arraiguen socialmente «deberán ser pen-
sadas diferenciándolas de los sujetos que ellas producen» (Marx,
1989: 68), ellas mismas autonomizándose también, como lo hace
el sujeto-dinero, «este símbolo, este signo material del valor de
cambio, es un producto del cambio mismo y no la puesta en
obra de una idea a priori» (Marx, 1989: 69). En ello debe, enton-
ces, consistir la base social del fetichismo, en el modo en que
bajo la simbólica cualidad social del dinero «los individuos han

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enajenado, bajo la forma de objeto, su propia relación social»
(Marx, 1989: 88). Lo que deriva de que «una relación entre los
hombres», su socialidad, se exprese como «relación entre co-
sas», esto es, la socialidad se cosifique y la cosificación se socia-
lice, se disperse y extienda socialmente, mundialmente. Marx
está ya alerta y advierte las consecuencias sociales de la absoluta
mercantilización de la vida. A lo largo de este proceso, dice Marx,
«crece el poder del dinero... la relación de cambio se fija como
un poder externo a los productores e independiente de ellos». El
sujeto-dinero se ha externalizado, se ha independizado, se auto-
nomizó. Tiene razón Hans Georg Backhaus al intuir que es posi-
ble y queda por «examinar si es posible descubrir alguna inter-
dependencia entre la teoría nominalista del dinero y la teoría
pluralista de la sociedad» (Backhaus, 1978: 30), sin embargo, la
filosofía política que de tal interrelación se desprende va más
allá del pluralismo, y también del iusnaturalismo y del contrac-
tualismo: ni el dinero ni el Estado han nacido por convención,
sino que son producto de la práctica social de la que se han abs-
traído (al modo de objetividades espectrales), no son y no serán
nunca, entonces, idealizaciones (del espíritu absoluto) que se
materializan.
Pero la de Marx es una postura que va más allá de la simple
negación de la negación, o negación de la «negación recípro-
ca», su razón práctica va más allá de la sociedad civil. La igual-
dad y la libertad son confrontadas desde ahí como «ideas pu-
ras» (Marx, 1989: 183). Para Marx está muy claro que lo que
está en juego es la vida humana, es ése el principio que antepo-
ne como ética política: «el individuo no produce directamente
sus medios de subsistencia sino que su producto inmediato es
valor de cambio, o sea, que su producto debe ser ante todo
mediado por un proceso social para poder convertirse en su medio
de vida» (Marx, 1989: 126), o en otro pasaje igual de significati-
vo «no sólo la producción de cada individuo depende de la pro-
ducción de todos los otros, sino también la transformación de
su producto en medios de vida personales pasa a depender del
consumo de todos los demás» (Marx, 1989: 83).
Marx llegó a escribir en sus Manuscritos de economía y filo-
sofía que «la lógica es el dinero del espíritu» (Marx, 1984: 187),
cumple, pues, una función en términos de establecerse como un
dispositivo de despliegue del automovimiento que se inicia y es

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permitido con el desdoblamiento de la mercancía y el dinero (en
este último la forma de existencia social de la mercancía, valor,
se ha escindido de su forma de existencia natural, valor de uso),
he ahí su característica de autonomización, que terminará por
establecerlo como «el dios entre las mercancías» (Marx, 1989:
156). Si la lógica (la doctrina de la esencia) es necesariamente
forma de manifestación del pensamiento abstracto, también el
dinero es forma necesaria de aparición del trabajo abstracto,
bajo las condiciones del capitalismo. La superación de la lógica
(en la forma de doctrina del concepto) se efectúa con el concep-
to de capital, que rebasa la inmediatez del dinero. Aquellos que
intentan rehabilitar a Marx releyéndolo desde Hegel (Arthur, 2005,
Murray, 2005) establecen una muy precisa analogía entre am-
bos: la doctrina del Ser en Hegel, equivale a digresión de la dia-
léctica sobre la mercancía en Marx; la doctrina de la esencia a
digresión dialéctica sobre el dinero y la doctrina del concepto
a digresión dialéctica sobre el capital: idea absoluta en Hegel se
dice autovalorización del capital en Marx (Arthur, 2002). El ser
del capital no es el ser de su inmediatez, vale decir, el dinero,
sino es el de su condición mediada (la del valor y las demás for-
mas sociales como «objetividad espectral») y absoluta (momen-
to en el que el capital se identifica con lo que es capital, inmedia-
to, dinero, mediato, abstracción general, y con lo que no es capi-
tal, trabajo vivo que es subsumido por el trabajo objetivado o
muerto), por ello esta tercera dimensión integra a las dos ante-
riores. Pero no adelantemos vísperas, esto lo trataremos en el
capítulo siguiente, digamos tan sólo que en el Capítulo del dine-
ro se establece la conexión entre la forma-dinero y la forma-
valor, y este pasaje encuentra el despliegue dialéctico que lo hace
ir, también, desde la inmediatez hacia la mediación, y desde ésta
hasta comprender a ambas (inmediatez: dinero y mediación:
mercancía, mercado) como momentos de la cosa-capital.
El concepto de cosa en cuanto puesta para el cambio es el de
mercancía. El establecimiento de su universalidad, con la gene-
ralización del intercambio «repercute... en la naturaleza y la vi-
gencia de la categoría mercancía misma» (Lukács, 1969: 92). El
asunto se encara, desde ahí, atendiendo a cómo la misma cate-
goría queda ella expresada, en su devenir, al modo de negar a la
anterior y ser la base o pre-supuesto de la siguiente categoría
(que repetirá también la disposición de desplegar los niveles de

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pre-supuesto, puesto y supuesto). La progresión categorial dibu-
ja una espiral del modo siguiente: El producto es y deja de ser
meramente producto y se convierte en mercancía, la mercancía
es y deja de ser meramente mercancía y se convierte en dinero,
el dinero es y deja de ser meramente dinero y se convierte en
capital. Sin traicionar el argumento de Marx podríamos decir,
el capital es y deja de ser meramente capital y se convierte en
capital ficticio. Sin embargo, Marx advierte lo que con ello está
en juego y lo subraya: «da la impresión de tratarse de puras defi-
niciones conceptuales y de la dialéctica de estos conceptos»
(Marx, 1989: 77). Con ello lo que nos está diciendo es que su
programa de investigación tiene en otro lado su peculiaridad,
nosotros la encontramos en esa especie de guiño cuando dice
«el desarrollo de estas oposiciones y contradicciones produce el
poder aparentemente trascendental del dinero. (Analizar la in-
fluencia de la transformación de todas las relaciones en relacio-
nes de dinero...» (Marx, 1989: 72). Si de lo que se trata es de
alertar sobre los peligros de tal mercantilización absoluta, el
punto arquimédico epistemológico desde el que hay que colo-
carse para hacer la crítica lo enuncia Marx justo al inicio del
capítulo del capital. En nuestra interpretación que estamos su-
giriendo de la posible reconstrucción del argumento de Marx, la
crítica ha de ser enunciada «desde el punto de vista del indivi-
duo vivo» (Marx, 1989: 178). Sólo desde este punto de partida, a
nuestro juicio, se podrá hacer posible una política que le arran-
que a la cosa ese poder social y se lo vuelva a otorgar a las perso-
nas sobre las personas (Marx, 1989, 85).
Este punto de vista, el de un principio de razón práctica ubi-
cado en la vida humana, establece de tal modo un encare muy
original, pues no postula ni un modelo universal (pues que pue-
de haber de más diverso que las distintas posibilidades de enca-
rar la vida humana), ni una teoría general, ni un modelo que
reside en un progresivismo del sistema. Lo que hay es un llama-
miento a una toma de conciencia, un volver conciente a quien se
erija en sujeto, o el erigirse en sujeto como el ejercicio práctico
de la toma de conciencia, «el sujeto de la revolución es quien
hace la revolución» y no se calibra una revolución por una deter-
minada caracterización «a priori» de quien la hace, esto es, por
un sujeto de quien se ha establecido un patrón, un sujeto al que
se ha parametralizado y con ello se le ha muerto en vida, en

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lugar de que en su propia vivencia experimente su despliegue y
haga de él su práctica política.

Totalidad o pretensión de totalidad

Es sabido que, en una consideración estricta, el proyecto que


Marx se puso a cuestas desde su muy temprana edad de 26 años,
esto es, desde lo que promete en los Manuscritos económico-filo-
sóficos de 1844, o ya desde 1843 en sus colaboraciones en los
Anales Franco Alemanes, terminó por ser un proyecto inconclu-
so. Sin embargo, no quiere ello decir que no puedan extraerse,
de lo que finalmente vio la luz como publicación, o está en espe-
ra de ser publicado,4 el esbozo de un esquema de interpretación
de una totalidad muy compleja que él llamará en su obra madu-
ra «el mercado mundial», y que en los debates de la segunda y la
tercera internacional a inicios del siglo XX, se teorizó como «eco-
nomía mundial».
Pues bien, Marx desde los Manuscritos de 1844, asume su
proyecto como una crítica del sistema de categorías de la socie-
dad burguesa, y así lo refiere él mismo tanto en el recuento de su
obra que efectúa en 1858-1859 en el Prólogo a la Contribución a
la crítica de la economía política, o con más precisión en la famo-
sa Carta que dirige a Ferdinand Lasalle, con fecha del 22 de fe-
brero de 1858, en la que, a la letra, dice:

La obra de que se trata en primer lugar es crítica de las categorías


económicas o, if you like, el sistema de la economía burguesa ex-
puesto críticamente. Es al mismo tiempo exposición del sistema y,
mediante la exposición, crítica del mismo [Marx, 1974: 70].

Esto que se plantea como objetivo para el caso de la econo-


mía política, según la enunciación de 1844, debía ser desarrolla-
da como crítica «del derecho, de la moral, de la política, etc.»
(Marx, 1984: 47), esto es, de todas y cada una de las que con

4. Con el añadido del conocido retraso de los editores en lengua española,


si es que hay algún interés en hacerlo (lo cual, personalmente, dudo) con el fin
de publicar los inéditos manuscritos que comienzan a editarse en otras len-
guas, y con motivo del relanzamiento de la pretensión por publicar la obra
completa de Marx, en el marco del proyecto editorial de la MEGA II.

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posterioridad a la segunda mitad del siglo XIX, y en el marco del
florecimiento de la universidad moderna, emergen como las «dis-
ciplinas del conocimiento». Sin embargo, ello no significa enca-
sillar el pensamiento de Marx en los marcos de lo que actual-
mente se discute como «enfoque interdisciplinario» o transdis-
ciplinario, está lejos de ello, porque su discurso es anterior a tal
ordenamiento del saber, su perspectiva es, antes bien, de preten-
sión totalizadora, o de una suerte de construcción de un «para-
digma relacional», del modo articulador en que él entiende el
tratamiento del silogismo de la totalidad en la Introducción de
los Grundrisse de 1857 (Elementos fundamentales para la crítica
de la economía política 1857-1858), su verdadero discurso del
método (si es que cabe el calificativo) y en donde, entre otras
cuestiones, se sugiere el trato al modo de una especie de holismo
históricamente determinado, lo cual remite al problema de las
relaciones entre relaciones, de las co-determinaciones mutua-
mente determinantes, y con lo cual nuestro autor recapitula y
relanza el problema de la ontología (Gómez, 2009).
La exposición más acabada de esta cuestión (el modo episte-
mológico de encarar la cuestión ontológica de las categorías)
por parte de Marx se encuentra, reiteramos, en la Introducción
de 1857, y en las primeras secciones del Tomo I de El capital de
1867-1873. Ahora bien, si la Introducción general a la crítica de la
economía política de 1857 apunta a la cuestión no sólo de qué
pensar (lo ontológico, como se encargó de resaltar Hans-Jürgen
Krahl, en el que aparece como su prólogo a la novena edición en
español de dicha obra, que no es sino un breve fragmento de un
trabajo mayor que no está traducido al español, «Constitución y
lucha de clases», Krahl, 1971) sino a la de cómo pensar (lo epis-
temológico, como muchos autores lo han resaltado, entre ellos,
Hugo Zemelman en su libro Los horizontes de la razón, Zemel-
man, 1992); las secciones iniciales de El capital plantean dicha
cuestión con referencia a dos cuestiones que no pueden dejar de
resaltarse: el problema de las formas (del valor) y el problema
del fetichismo (de la mercancía). Volveremos sobre ello más ade-
lante, en el capítulo siguiente, para ser más preciso.
También en el marco de esta obra, los Grundrisse de 1857,
aparece enunciado en varias ocasiones el Plan de la obra qué,
como es sabido incluía un total de seis libros que estaban orde-
nados al modo de tríadas, en este orden: libro del capital, libro

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de la propiedad de la tierra, libro del trabajo asalariado, libro del
Estado, libro del comercio exterior (también se enuncia como
libro de la relación entre los Estados), y libro del mercado mun-
dial (también anunciado como del mercado mundial y las crisis).
Si en el caso de la primera tríada como Marx lo llega a decir
«la conexión salta a la vista», ya no aparece tan sencillo en el
caso de la siguiente tríada, o cuando menos los elementos de su
estructuración parecen envolver un mayor grado de compleji-
dad. Y es que, en efecto, lo que en el terreno de la economía
política clásica aparece como el tema de la relación entre los
factores de la producción y el del pago a los mismos, en Marx
(esto es, en la «crítica de tal economía política»), por supuesto,
es asumido como un modo de encarar el asunto de la produc-
ción de la riqueza y la explotación del trabajo, en la totalidad
que está en la base de la sociedad civil, esto es, en el marco del
Estado político, del estado civil. Por el contrario, en la relación
entre los Estados esta síntesis no es dada, o al menos aparece
siempre en calidad de postulado, como en Kant, al modo de «la
paz perpetua», sin embargo, en ella más bien pareciera regir «el
estado de naturaleza».
Cuando decimos que en la obra escrita por Marx se puede
hacer una labor arqueológica de reconstrucción de los fragmen-
tos dispersos de tales libros no estamos con ello adscribiendo al
juicio de Rosdolsky (Rosdolsky, 1978), en el sentido de que ese
proyecto en seis libros se fundió en la versión de El capital final-
mente ordenada por Engels, dado el hecho de que tal plan per-
sistió en Marx hasta el último de sus días, lo que estamos dicien-
do es que en ciertas obras, en especial en los Grundrisse la plu-
ma de Marx prodiga en la mención de tales temas y desde ahí
podemos encontrar algunas bases para la elaboración de una
forma de encarar el asunto del sistema mundial, como totalidad
compleja o totalidad con pretensión de totalización.
A diferencia de la economía política clásica que va a concen-
trar su interés en cómo las sociedades llevan a cabo la produc-
ción y distribución de la riqueza, avanzando en el esclarecimiento,
por un lado, de que es en el ámbito de la producción en donde
ello tiene lugar, y por el otro, en el señalamiento de que el ele-
mento determinante de esta última será el trabajo humano (se le
califica como clásica en la medida en que se concentra en este
plano, así sea que vea a este último exclusivamente como factor

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de la producción, en el mismo nivel que los otros dos factores de
la producción: la tierra y el capital). Será precisamente en ese
punto en el que la Crítica de la Economía Política insista en la
conformación social del proceso de producción (conjunto de
relaciones sociales, clasistamente antagonista, e históricamente
cambiante) y en la relación de explotación que permite la extrac-
ción de plusvalor. El capital figura desde este ámbito no como
un factor de la producción, sino como una relación social que
tiene como uno de sus elementos determinantes la enajenación
del sujeto productor respecto de sus condiciones de producción y
el producto o los productos de su trabajo: Desde este plantea-
miento, eminentemente crítico y abiertamente impugnador del
orden social existente, se logra no sólo el conocimiento del capi-
talismo (en el plano heurístico) sino que se pone en evidencia la
necesidad de su negación o superación (en el plano histórico).
Cuando Marx plantea el despliegue de la relación-capital, lo
hace desde una posición histórico-genética que, sin embargo, y
ahí reside algo importante, no termina afirmando una totalidad
vacía, o un universalismo abstracto, sino una totalidad histórica
en cuya base se sitúa el antagonismo conflictivo entre trabajo y
capital. Afirma Marx:

Las nuevas fuerzas productivas y relaciones de producción no


se desarrollaron a partir de la nada, ni del aire, ni de las entra-
ñas de la idea que se pone a sí misma; sino en el interior del
desarrollo existente de la producción y de las relaciones de pro-
piedad tradicionales y contraponiéndose a ese desarrollo y esas
relaciones. Si en el sistema burgués acabado cada relación eco-
nómica presupone a la otra bajo la forma económico-burguesa,
y así cada elemento puesto es al mismo tiempo supuesto, tal es
el caso con todo sistema orgánico. Este mismo sistema orgáni-
co en cuanto totalidad tiene sus supuestos, y su desarrollo hasta
alcanzar la totalidad plena consiste precisamente [en que] se
subordina todos los elementos de la sociedad, o en que crea los
órganos que aún le hacen falta a partir de aquélla. El devenir
hacia esa totalidad constituye un momento de su proceso, de su
desarrollo [Marx, 1989: 219-220].

Un conjunto de temas resaltan en este largo fragmento que


nos hemos permitido citar, sin embargo, concentrémonos sólo
en dos de ellos.

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En primer lugar, Marx identifica el desarrollo de las nuevas
fuerzas productivas al modo de sobreposición al desarrollo
(pre)existente de la producción, lo cual plantea una serie de pro-
blemas metodológicos que para algunos significaron encarar la
cuestión como un enfrentamiento entre el terreno de la produc-
ción y el terreno del mercado (es el fondo del debate entre Im-
manuel Wallerstein y Robert Brenner, a finales de los años se-
tenta), o bien al modo del reconocimiento de situaciones en don-
de, en palabras de Marx, en el curso de la historia se pueden
documentar sistemas que constituyen «la base material de un
desarrollo inacabado del valor» (Marx, 1989: 191), o bien donde
este impulso de la lógica del valor se sobreimpone a «su inme-
diata forma natural» (Marx, 1989: 97), a la «forma de la prece-
dente conformación histórica» (Marx, 1989: 191). Este tema fue,
por su parte, cuasi clausurado en el modo no de la oposición
(que puede y debe ser entendida como oposición dinámica) sino
de la diacronía entre comunidad (Gemeinschaft) y sociedad (Ge-
sellschaft), desde los planteos canónicos de Tönies o Weber. Y es
que, en efecto, en Marx el desarrollo del dinero («el dios entre las
mercancías» Marx, 1989: 156), que no es sino una forma del desa-
rrollo del capital, aparece con una cualidad disolvente de la co-
munidad, dice Marx: «Allí donde el dinero no es él mismo la
entidad comunitaria, disuelve necesariamente la entidad comu-
nitaria» (Marx, 1989: 159). Esta oposición es también la que opera
entre dos formas de aparición de la riqueza, o dos formas de
relacionarse con la riqueza, por un lado, desde la lógica del valor
de uso, hasta en una consideración ciertamente barroca con la
misma, relación con «lo cotidiano, lo que expresa la relación del
individuo con la naturaleza... valor de uso festivo, que trascien-
de la necesidad inmediata» (Marx, 1989: 106), y otra forma en la
que ya es hegemónico el principio del valor de cambio como lo
enuncia Marx en esta obra, o de la forma valor, como le califica-
rá en la sección primera de El capital, en ese caso lo que rige es
«la avidez de dinero» (Marx, 1989: 157), «para retener el dinero
como tal, la avaricia debe sacrificar y renunciar a toda relación
con los objetos de las necesidades particulares, y así satisfacer
la necesidad propia de la avidez de dinero como tal» (Marx,
1989: 157), afirmación que más adelante es complementada
del siguiente modo:

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El culto del dinero tiene su ascetismo, sus renuncias, sus sacrifi-
cios: la frugalidad y la parsimonia, el desprecio por los placeres
mundanos, temporales y fugaces, la búsqueda del tesoro eterno.
De aquí deriva la conexión del puritanismo inglés o también del
protestantismo holandés con la tendencia a acumular dinero
[Marx, 1989: 168].

Por ello en algunas lecturas que encuentran en Weber a su


principio de autoridad (las más refinadas), o más vulgarmente a
modalidades de sentido común, se documenta nuestra condi-
ción histórica de subdesarrollo o dependencia, justamente por
no haber desarrollado tal astucia, tal comportamiento ascético
y, por el contrario, haber prodigado una relación de desperdicio
con la riqueza, inadecuada, no moderna.
En lugar de preguntarse por los modos en los que operan las
diversas formas de colonialidad de las que sería expresión tal for-
ma de relación con la riqueza, la reflexión se cancela al agotarse
en el nivel más inmediato. Pero sin necesidad de recurrir a una
argumentación que se sitúe en este nivel ontológico (valor de cam-
bio versus valor de uso, en la redacción por Marx de la crítica de la
economía en 1857-1858 o de modo más claro, oposición entre
forma valor versus abigarradas formas naturales, como en El ca-
pital de 1867-1873), puede plantearse en el propio desarrollo his-
tórico de dicha oposición un elemento que ilustra los procesos de
periferización o de subordinación de las lógicas internas por lógi-
cas externas o más condensadas. A ese respecto Marx nos ilustra
el problema en términos del mercado y del desarrollo de lo que
podríamos considerar como «el mercado interno». Veamos el si-
guiente pasaje: «cuanto más el comercio interno llega a estar glo-
balmente condicionado por el externo tanto más se desvanece
también el valor de esta forma: no existe en el cambio privado [el
dinero-valor] sino que aparece solamente como impuesto» (Marx,
1989: 164) y, unas líneas más adelante se afirma: «Cuanto más
condicionada y englobada por la interna se encuentre la circula-
ción externa, más entra en circulación (rotación) la moneda mun-
dial como tal» (Marx, 1989: 164), y se vuelve a reiterar unas pági-
nas más adelante, que en determinadas condiciones históricas,
en ciertas situaciones precisas: «el impulso a la actividad que pone
valor de cambio procede del exterior, no de adentro» (Marx, 1989:
195). En este nivel nos encontramos con el esbozo de una teoriza-

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ción de los procesos de periferización, pues al identificarse, así
sea en el nivel de la circulación, el entrecruce de dos lógicas, una
interna y otra externa, nos plantea modalidades históricas en que
las conformaciones internas de los mercados son distintas, de un
lado en los polos subordinados donde las lógicas externas coloni-
zan a las internas, y del otro los polos dominantes donde su lógica
interna (su modalidad de acumulación) decide y manda a su lógi-
ca de relación externa, éste es el plano en el que Samir Amin llegó
a identificar, en su libro La desconexión, el carácter desigual del
desarrollo del capitalismo:

Una rápida definición de la asimetría que caracteriza la relación


centro-periferia podría ser la siguiente: en los centros, el proceso
de acumulación del capital está guiado principalmente por la
dinámica de las relaciones sociales internas, reforzada por unas
relaciones exteriores puestas a su servicio; en las periferias, el
proceso de acumulación del capital se deriva principalmente de
la evolución de los centros, inserta sobre ésta y en cierto modo
«dependiente» [Amin, 1989a: 26].

Ahora bien, Samir Amin es consciente de que la oposición


fuerzas internas - fuerzas externas puede resultar artificial o re-
duccionista, lo que dicho en otros términos puede significar un
llamamiento a una consideración algo más compleja de la mis-
ma, Amin lo presenta del modo siguiente: «Todas las fuerzas
sociales son internas desde el momento en que la unidad de aná-
lisis es el sistema mundial y no solamente sus componentes lo-
cales» (Amin, 1989a: 26). Con ello hemos dado con el segundo
tema que ponemos a consideración a propósito de la larga afir-
mación de Marx que hemos citado unas páginas atrás.
En efecto, en segundo lugar, de lo dicho por Marx se deduce
una consideración del capitalismo como un «sistema orgánico», y
de éste como una totalidad, pero más importante aún, el desarro-
llo del «sistema burgués acabado» (que no es sino un sinónimo
para referirse al objeto del libro sexto, sobre el mercado mundial),
consiste en el devenir hacia esa totalidad, en «su desarrollo hasta
alcanzar la totalidad plena», cuya pretensión es subordinar a su
lógica «todos los elementos de la sociedad» (sean materiales o
inmateriales, humanos o no humanos, etc.) o crear los que haga
falta. Ello apunta a señalar que la totalidad que hace al capitalis-
mo es ella misma siempre y por definición «pretensión de totali-

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dad». No hay cierre de la totalidad (una totalidad que se ha onto-
logizado) sino vocación por subsumir todo aquello que se presen-
te en exterioridad a la misma. Esto apunta a una consideración
del desarrollo del capitalismo como totalidad plena que corres-
ponde con justeza a la definición que Marx ha hecho del capital
mismo como «una contradicción viva» (Marx, 1989: 375). Desde
esta formulación adquiere un gran sentido lo que Marx sostiene
al señalar: «La tendencia a crear el mercado mundial está dada
directamente en la idea misma del capital» (Marx, 1989: 375), o
en la consideración de su desenvolvimiento contradictorio y críti-
co, de su historicidad: «el límite del capital es el capital mismo»
(Marx, 1976).5 Ambas afirmaciones que comprometen a la géne-
sis y posterior crisis del capitalismo, si no son colocadas en esta
discusión pierden su potencialidad y se esgrimen, en exclusiva,
como aforismos brillantes, pero nada más.
Pero avancemos un poco más, sin adelantarnos, en el campo
problemático que se nos abre. La comprensión histórico genética
del desarrollo de la totalidad, no se agota (como diría Goldmann)
en la comprensión de las «totalidades relativas» (Goldmann, 1974:
33) que adquieren significación en la medida en que van siendo
subordinadas o subsumidas hasta alcanzarse el despliegue del sis-
tema capitalista como totalidad plena. El pensar histórico no pue-
de reducir su interés al estudio de cómo se llegó a lo dado (de
cómo este presente llegó a ser lo que es), tiene también que incor-
porar, para ser tal estudio de la totalidad histórica, la dimensión
del por-venir, no sólo del de-venir, debe abrir lo dado a lo posible,
a lo «aún no existente», eludiendo de ese modo la reducción de lo
posible a lo dado, a lo que existe. En el mismo encuentro (Gold-
mann, 1975: 12). en el que Goldmann hizo referencia a los temas
que unas líneas atrás se han destacado, Ernst Bloch, otro de los
concurrentes al debate, incorpora la noción de finalidad y la colo-
ca en el mismo parangón con relación a las de estructura y géne-
sis, para la comprensión explicativa (si se nos permite la expre-
sión) de la totalidad histórica. Y es que, en efecto, si con Piaget
(tan reivindicado por Goldmann) se resalta la conformación his-
tórica de los «procesos de estructuración», es decir, la lógica que
subyace a procesos que conducen a equilibrios dinámicos en

5. La frase precisa es «El verdadero límite de la producción capitalista lo es


el propio capital» (Marx, 1976: 321).

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que se estabiliza cierta organización (sin que ésta alcance un equi-
librio definitivo, estático), con Bloch descubrimos la importancia
de la apertura al futuro, al porvenir, a lo posible en la historia.
Bloch lo resume del siguiente modo: «Un sistema, es decir, una
correlación universal, es una «aperidad» (un carácter abierto) del
objeto». (Bloch, 1975: 31-32). Sin embargo, esto da para otros te-
mas, volvamos un paso atrás en lo que estamos sosteniendo para
apuntar de nueva cuenta a lo que queremos indicar.
El capital, entendido como relación social y como proyec-
ción espacio-territorial de alcances mundiales, se despliega no
sólo como mando político sino como regulador metabólico so-
cial del proceso de reproducción material (Mészáros, 2001: en
especial el capítulo 1). Históricamente esta proyección expansi-
va del capital adquiere tintes contradictorios en la medida en
que para su establecimiento la reproducción capitalista requiere
regular, someter, subsumir el metabolismo de reproducción so-
cial al comando del sistema del capital. Este proceso se ejecuta
cuando sobre el proceso de re-producción social pre-existente se
monta el dispositivo metabólico de reproducción social del or-
den del capital.
En su desenvolvimiento o desarrollo, la relación-capital (in-
herentemente antagónica entre la dimensión del poder-hacer y
el poder-sobre, que expresa la dialéctica constitutiva de domina-
ción/insubordinación, esto es, la lucha por el control o la eman-
cipación del trabajo) debiera ser expresada, en rigor, como una
relación antagónico conflictiva de dominación/explotación/apro-
piación (impulsada por los explotadores internos y externos) que
se sobre impone a la dimensión de democracia/sustento/disponibi-
lidad (aquella por la que luchan los de abajo, los explotados, aque-
lla que posibilitaría garantizar el proceso de producción y re-
producción de la vida material). Es decir, la expansión mundial
del capitalismo tiende a sobre ponerse a otro tipo de formas civi-
lizatorias que las sociedades han conocido para regular el meta-
bolismo social, pero sin que necesariamente las anule por com-
pleto, las nulifique, las destroce.6 Queda un sustrato, una memo-

6. El antropólogo Eric R. Wolf sostiene que la incorporación a las redes


capitalistas de otras culturas y espacios geográficos, no destruye necesaria-
mente «las ideas y prácticas culturales distintivas e históricamente fundadas
de la gente o hace que sus esquemas culturales sean inoperantes e irrelevan-
tes» (Wolf, 2000: XII).

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ria, una dimensión de poder que la actualización permanente
del conflicto antagónico no logra disolver, es esa rebeldía posi-
ble del explotado, del obrero, de los de abajo, de las comunida-
des, que están viviendo la enajenación capitalista, pero que no
han disuelto definitivamente esa dimensión que una corriente
de la historiografía contemporánea denomina la «economía
moral de la multitud».
La proyección mundial del capital se ejecuta a través de una
imposición de poder. La imposición y conformación de un patrón
mundial de poder acompaña constitutivamente la génesis y pos-
terior trayectoria de la modernidad capitalista. El lugar ocupado
por América Latina en la construcción del patrón mundial de po-
der capitalista es fundamental. El emergente poder del capital en
su mismo momento constitutivo y a través de su génesis histórica
se vuelve mundial, desde sus inicios y en su proyección mundial
tiene como una de sus bases lo que el sociólogo peruano Aníbal
Quijano llama «la colonialidad del poder» (Quijano, 2000). Esto
ya de suyo significa un distanciamiento con perspectivas que tie-
nen por base una visión eurocéntrica del mundo. Este asunto es
de tal importancia que lo trataremos en el apartado siguiente.
Apuntemos mejor, para terminar, el encuadre metodológico
que estamos sugiriendo. En el cometido de ir más allá de las
visiones más superficiales que han intentado caracterizar los
tiempos actuales como de globalización (y de aquellas mismas
interpretaciones que se pretendían críticas por el sólo hecho de
hacer una distancia semántica y preferir el término mundializa-
ción, en lugar del anterior, sin profundizar en las lógicas que
están detrás o en la base del proceso), debemos señalar que se
han sugerido diversas propuestas para periodizar el hecho capi-
talista, desde aquéllas más superficiales (al estilo de Manuel Cas-
tells) que hablan de la sucesión en el tiempo de tres revolucio-
nes, la neolítica (de hace 10.000 años, caracterizada por el con-
trol del ser humano sobre la agricultura), la industrial clásica
(que comenzaría en la Inglaterra del siglo XIX) y la actual infor-
mática (verdadero desideratum de los tiempos actuales, según el
sociólogo catalán, y que le da la característica a los tiempos ac-
tuales), hasta aquellas que en lugar de este esquema diacrónico
(que no es sino una variante del determinismo de viejo cuño que
planteaba la sucesión de «modos de producción») prefieren ha-
blar de la economía-mundo capitalista como el puntal del siste-

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ma-mundo moderno, que se inicia con la conquista de América
en el largo siglo XVI, y que actualmente estaría viviendo un pro-
ceso de incierta transición.
La interpretación que sugerimos será más coincidente con
esta última propuesta (conceptual, teórica y metodológica), pero
tratando de profundizar, en primer lugar, en una serie de consi-
deraciones que apuntan a interpretar el despliegue del capitalis-
mo como «una contradicción viva», en los propios términos de
Marx. En segundo lugar, en nuestra consideración «la mundiali-
zación», o mejor, la tendencia al establecimiento del mercado
mundial como totalidad plena, no será vista como un deux ex
machina, es decir, una estructura que actúa condicionando a lo
demás sin ser ella misma condicionada, sino por el contrario,
como una «lógica dialéctica de las totalidades» (Goldmann, 1974:
33), como una totalidad de totalidades, que envuelve en su lógi-
ca una serie de antagonismos conflictivos que le otorgan el ca-
rácter a su despliegue. Para analizar estas pugnas nos coloca-
mos epistémicamente desde el punto de vista de los explotados,
«los vencidos de la historia» a decir de Walter Benjamin, y desde
América Latina como «lugar de enunciación».
Si pudiéramos sintetizar en términos muy abstractos la pro-
puesta que intentaremos desarrollar debiéramos decir que tra-
tamos de analizar nuestro objeto de estudio en el marco del «de-
venir-capital del mundo» y del «devenir-mundo del capital». Este
marco nos sitúa en el plano de articulación dialéctica entre a) la
apropiación por el capital del conjunto de las condiciones de la
praxis social, cuyo significado es la sumisión del proceso de re-
producción social-natural a las exigencias de la reproducción
del capital, a los requerimientos del valor valorizándose, y b) la
extensión y expansión de las relaciones capitalistas de produc-
ción y reproducción sobre el conjunto del planeta, proceso me-
diante el cual la humanidad entera es dominada por las exigen-
cias de la acumulación de capital. Esto de suyo nos coloca en el
campo de análisis de la reproducción del capital (ámbito en el que,
sin embargo, no se han explorado suficientemente las posibili-
dades heurísticas ni se ha llevado el análisis hasta sus últimas
consecuencias),7 y en el conjunto de problemáticas que se en-

7. Entre los autores que han intentado un acercamiento a esta temática puede
mencionarse a Alain Bihr (Bihr, 2002). En esta materia, desde la tradición del

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cuentran determinadas por, y que determinan la dialéctica del
capitalismo como entidad mundial. El sistema mundial moder-
no colonial define y es definido por modificaciones en el ámbito
más restrictivo del modo de producción. Las lógicas que están
en la base de la interdefinición del excedente transferido y del
plusvalor extraído hacen referencia a formas complejas en que
se despliega el capitalismo como sistema mundial, del mismo
modo en que la cuestión del conflicto de clase (capital-trabajo) y
la cuestión nacional en el marco del conflicto centro-periferia,
tienen por arena al sistema en su conjunto.

El proyecto de modernidad/racionalidad subsumido


por la razón instrumental o ¿en dónde quedó la teoría crítica?

[...] no propuse otra batalla


que librar al corazón
de ponerse cuerpo a tierra
bajo el paso de una historia
que iba a alzar hasta la gloria
el poder de la razón.
LUIS EDUARDO AUTE

Con el curso de los siglos en que va dominando tal paradigma


(el de la modernidad como potencialidad emancipadora), a través
de la sujeción de otros entendimientos de la realidad y de la vida de
las gentes, se encarama éste como el dispositivo en que encarna la
racionalidad, y en tal desmesura se rompe con la diversidad episte-
mológica del mundo, porque se ha colocado en inferioridad, tam-
bién, la modalidad toda en que los otros conducen y asumen el
curso de su existencia. Las labores de conquista no lo fueron sólo
de territorios y colectividades también de imaginarios y culturas.
Hay, pues, en la consumación de la racionalidad científica como
única forma de acceder al conocimiento del mundo un gran des-
propósito y cierta ingenuidad, pues la ciencia despliega en el curso
de su historia una relación ingenua con formas de conocimiento
que considera ingenuas. Tal hybris, tal desmesura sitúa al saber

pensamiento social latinoamericano, el acercamiento que sigue brindando las


mayores posibilidades generativas de conocimiento sigue siendo, creemos, el con-
ciso e insuficientemente recuperado ensayo de Ruy Mauro Marini (Marini, 1979).

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científico per se por encima de todo otro tipo de saber (y no según
los resultados y propósitos que tal modo de intervención sobre la
realidad postula y posibilita).
En el problema de la razón se juega una disputa de percep-
ciones del mundo, toda percepción del mundo se vincula a una
construcción de sentido. El privilegio epistemológico de la cien-
cia moderna en la cultura occidental se debe a razones no mera-
mente cognitivas, la recuperación de la diversidad epistemológi-
ca del mundo se hace no para cuestionar la validez de la ciencia
sino que su validez sea exclusiva, pues en dicha arrogancia y
pretensión uniformizante ha desplazado todas las otras formas
de aprehensión de la realidad y sus formas de saber. En la cons-
trucción histórica de la desmesura del racionalismo científico
moderno, las otras culturas no pueden ser racionales, pues son
carentes de sujetos racionales y modernos, pueden ser, sí, obje-
tos de conocimiento o de prácticas de dominación. Éste es el
producto privilegiado de la relación de colonialidad entre Euro-
pa o el Occidente euro-norteamericano y el resto del mundo.
También en los griegos, es cierto, puede ser ubicado un mo-
mento de disyunción entre un discurso de dominación-objetiva-
ción de la naturaleza y un discurso de colocación del sujeto como
siendo parte del cosmos. En otras culturas no se establece ni
como definitiva ni como dominante la primera variante de dis-
curso, y se mantienen como viables otros criterios espacio-tem-
porales en el pensar-hacer del sujeto. El primer tipo de discurso
figura como el más funcional al despliegue global del capitalis-
mo; criticar, por ello, al capitalismo requiere desprenderse de
dicha hegemonía discursiva y avanzar en la democracia cogniti-
va. Todo conocimiento es contextual; es dable en ese sentido
apelar a conocimientos situados, a culturas de larga duración,
puesto que desde tales cosmovisiones también es posible discu-
tir y criticar el discurso hegemónico.
La cuestión no se reduce a indicar desde donde se piensa y
argumenta (la «hybris del punto cero», el lugar desde el que se
mira pero que es no visto, al decir de Castro-Gómez), sino más
importante aún, se abre a señalar un modo en que se pretende
elevar una particularidad —la perspectiva europea, occidental—
en interpretación universal. Tal construcción de sentido, con
pretensión universal, se asienta en la combinación entre razón
ilustrada, modernidad y capitalismo, no ve en ello un patrón de

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conquista y colonización sino de conquistas del saber, autóno-
mo e ilustrado. Esto se resume bien en el propio proyecto kan-
tiano de la ilustración. El ideal ilustrado es la conquista de un
tipo de subjetividad, la moderna, que ya desde Kant se da en
estrecha combinación entre modernidad y racionalidad. Este
proyecto hará crisis y no sólo por los holocaustos y los extermi-
nios sino porque ya en su impronta está el ser la forma más
eficaz para el desarrollo del capitalismo, la más idónea para pro-
piciar el modo en el que la razón instrumental se erija en hege-
mónica dentro de tal cometido de modernidad-racionalidad. Éste
es un modelo en el que la promesa de recuperación de la sociali-
dad perdida, en una especie de ejercicio de genuina racionalidad,
está dada por un señalamiento de conducirse con empatía (véa-
se supra capítulo 2).
No es así en la teoría crítica que nace en 1923 en el trabajo de
Lukács, pues ahí la posibilidad de darle racionalidad plena a
este sistema se juega en la «posibilidad objetiva» que da la con-
ciencia de clase. En el pasaje de Marx hacia la teoría crítica de la
sociedad, la mediación la aporta Lukács, al entender que se re-
quiere de una perspectiva disolvente de la dualidad entre parte y
todo (o entre trabajo y capital), disolución que, y en ello acierta
Lukács, sólo puede ser dada de manera práctica. El problema es
que el autor húngaro no registra que, en tal dualidad también
influyó y lo hizo desde muy pronto (tan temprano como desde
que se estableció el mercado mundial), la lógica de la colonialidad.
El sujeto-objeto idéntico que pretende buscar Lukács está,
pues, en esta consideración especial del proletariado como el
conglomerado social del existente humano que aloja, en este
orden político-social, el desgarramiento de la dualidad en su exis-
tencia, es en el orden vigente «la pérdida total del hombre» y que
sólo a través de reconocer su capacidad creativa de un orden
emergente podrá desplegarse a sí mismo «mediante la recupera-
ción total del hombre». El marxismo del siglo XX se basó en la
tentativa de superar la conciencia individual del sujeto racional
moderno como conciencia de clase del proletariado, en tanto
referencia al todo y reconocimiento de la situación de clase. Hoy,
para el marxismo del siglo XXI, se requiere que el punto de parti-
da sea el de la corporalidad sufriente del sujeto vivo humano y el
reconocimiento del otro como otro y de la totalidad como genui-
na unidad de la diversidad. Se necesita asumir que la totalidad

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está atravesada por la contradicción capital-trabajo pero tam-
bién constitutivamente por la lógica de la colonialidad, esto es,
por el conflicto entre el Norte global y el Sur, también global,
lógica en la que está comprometida la cuestión de la instrumen-
talización del otro y la de su periferización. Si la epistemología
de la primera Teoría Crítica era una que para el conocimiento de
la explotación requería referirla al Todo, en los tiempos actuales
y desde el pensamiento emergente del programa de investiga-
ción de lo moderno-colonial se requiere una epistemología que
para explotar verdaderamente el concepto del Todo lo ha de leer
desde el Sur, como metáfora del sufrimiento humano. Ya no re-
querimos del concepto del Todo para conocer la explotación sino
requerimos de una verdadera explotación del concepto de Todo
para anular la explotación.
No obstante ello, la Teoría Crítica de la sociedad se asumía
como culminación del proyecto de la gran filosofía. Partía de
postular el punto de vista de la totalidad que Horkheimer, en la
estela de Lukács y Korsch, asumirá como piedra de toque ya
desde el manifiesto inaugural de tal tradición (en 1937, año de
publicación de «Teoría tradicional y teoría crítica», justo en el
momento de conmemoración, a tres siglos de haber sido escrito,
del Discurso del método por Descartes).
La teoría crítica se ve a sí misma como un pensamiento que
no renuncia a la posibilidad de actuar sobre ese todo al tiempo
que lo piensa, por ello se asume por igual como marco teórico,
aguijón crítico y marco utópico. Horkheimer en dicho trabajo parte
de distinguir entre teoría tradicional (la que incide en los procesos
que reproducen la actual sociedad burguesa) y teoría crítica (ins-
trumento idóneo para la transformación revolucionaria del pro-
ceso capitalista). Esta última se ofrece como la consumación de la
Crítica de la Economía Política (de suyo, un capítulo en la crítica
de las ideologías) que en su desarrollo se amplía como una teoría
y crítica globales de la producción y reproducción sociales en las
formaciones político-sociales en que imperan relaciones capita-
listas de producción. La totalidad histórica se ha escindido en un
modo de relaciones sociales que ha erigido a la mercantilización
como el vínculo universal, como la forma de configuración de la
sociedad, cuyas formas de conocimiento se han escindido tam-
bién en tradiciones especializadas y disciplinarias. Tal reconoci-
miento crítico es ya una sentencia condenatoria.

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Como producto de un proceso de afinidad electiva entre el
pensamiento heredero de la tradición marxista y las perspecti-
vas redentoras de la tradición semita de pensamiento se fueron
articulando una serie de pensadores de gran importancia y de
una muy variada adscripción disciplinaria que dieron lugar a la
conformación de la llamada Escuela de Frankfurt o Teoría críti-
ca de la sociedad. Los enfoques que se reconocieron como perte-
necientes a esta corriente de pensamiento de un tiempo hacia
acá parecen exhibir una especie de agotamiento o limitación y
ello por dos razones: la primera, que su compromiso efectivo
con la crítica de la sociedad burguesa (el cual se efectúa cuando
el nicho privilegiado de este proyecto cultural está experimen-
tando su proyección hacia la barbarie y el exterminio humano
bajo el fascismo) se centró en el señalamiento de que la raciona-
lidad en el interior del sistema sucumbe por su aprisionamiento
en cuanto «razón instrumental». La segunda, porque dicha es-
cuela de pensamiento ha derivado hacia un paradigma (el de la
«acción comunicativa») que resulta ajeno a las formulaciones
primeras de sus planteamientos fundadores.
Para la generación pionera de la escuela de Frankfurt, las
relaciones vigentes están necesitadas de crítica y abolición. Y
quizás como un producto de que, con los integrantes del Institu-
to de Investigación Social, ya no se trata de dirigentes políticos
que hacen teoría sino de pensadores que escriben en distancia-
miento con la acción política militante, se aprecia cierto sesgo
en el sentido de erigirse en un grupo que enarbola un discurso a
la búsqueda de sujeto, o en su extremo, el discurso es el sujeto.
La teoría crítica (la formulación privilegiada del pensamiento
emancipatorio de aquella época) no es sino un momento de la
praxis que apunta a nuevas formas sociales. La totalidad vigente
funciona de un modo irracional, y el despliegue de la praxis so-
cial no dominada por un pseudosujeto, el capital, se promueve
como un proyecto (el de la teoría crítica), que reconduce hacia
una verdadera racionalidad las potencialidades oscurecidas y
subordinadas por el ordenamiento social vigente. Recuperar la
racionalidad o conducirla hacia ésa su verdadera finalidad, sig-
nifica en primer lugar recuperar el sentido, la perspectiva de to-
talidad, re-totalizar la práctica social de sujetos escindidos por el
conflicto entre trabajo y capital. La teoría crítica que intenta, en
ese sentido, conformarse como el despliegue del materialismo

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histórico, encuentra en ello su avance (respecto a la teoría tradi-
cional), pero también su límite, en la situación actual en que
emergen nuevas formulaciones (entre ellas, la del giro decolo-
nial) para interpelar el orden social vigente.

Hacia el giro de-colonial

En un trabajo en muchos sentidos precursor, «El pecado ori-


ginal de América» (1955), Héctor Álvarez Murena, integrante del
grupo literario que publicaba la revista y la colección editorial
Sur, primer traductor de Adorno, Horkheimer y Benjamin en
América Latina, y ensayista consagrado, sostiene lo siguiente:
«Frente a los intelectuales se levantó siempre la realidad terrible
y aniquiladora de lo colonial». Esto fue enteramente así, sin
embargo, fueron pocos los que lo explicitaron y lo llegaron a
avizorar, y es lo que pretende señalar el nuevo enfoque al ligar
modernidad y colonialidad. Por tales razones, hay que otorgarle
todo el mérito que corresponde al planteamiento al que arriba,
Pablo González Casanova, en un trabajo en que se ocupa del
pensar/hacer (entre romántico y utópico) de un ingeniero y pen-
sador mexicano del siglo XIX, en dicho trabajo (publicado el año
1953) el sociólogo mexicano llega a sostener que «Un pueblo
colonial sólo es capaz de hacer utopías generales en el momento
que se rebela, y en ese momento empieza a no ser colonial» (Gon-
zález Casanova, 1953: 119).
Será, sin embargo, muy posteriormente a estas pioneras for-
mulaciones y radicalizando el fondo del debate sobre la crisis de
la modernidad que emerja lo que, al paso de una o dos décadas,
puede ser visto como una de las innovaciones intelectuales más
importantes, en el globo entero. Ya en aquel tiempo (finales de la
década de los ochenta) América latina figura como el territorio
más apto, como la «sede posible de una propuesta de racionali-
dad alternativa a la razón instrumental» (Quijano, 1991 [1988],
42). Aníbal Quijano comienza a acercarse al tema y a su formu-
lación ya desde finales de los ochenta operando un des-marcaje
con relación a las caracterizaciones que hacían de la crisis de la
modernidad un motivo para echar al estercolero de la historia la
promesa de emancipación social que, en el modo de presenta-
ción del socialismo realmente existente, no sólo se había aproxi-

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mado y hasta confundido con el campo del poder, sino que ha-
bía ingresado todo ese proyecto a un proceso de implosión. Ello
ponía en claro, para las posiciones posmodernistas (de cuño
europeo) o antimodernistas (más de cuño norteamericano) que
con ello la racionalidad como promesa de libertad se encontra-
ba en un callejón sin salida, cuya única posibilidad era renun-
ciar al gran relato de la modernidad y de la teoría emancipatoria
que ella prometía. En dicho proyecto, se enarbolan las promesas
liberadoras de la racionalidad y la modernidad. El primero en
tanto necesidad cultural y procedimiento cognoscitivo, el segundo
como modalidad intersubjetiva propiciada por el despliegue pleno
del entramado anterior.
El problema de la modernidad (que comienza con el violen-
to encuentro, invasivo y devastador, de finales del siglo XV) im-
plica al poder y a sus conflictos, en escala mundial. Para Quija-
no nuestra región, en tanto sitial del proyecto civilizatorio está
necesitada de mirar con nuevos ojos las ambiguas relaciones
con el mundo: se pronuncia por hacerlo de modo «no colonial».
Ello parte de asumirse como parte constitutiva del despliegue de
lo moderno (que en su figura primigenia, es promesa de libera-
ción, porque es asociación entre razón y liberación de las ama-
rras tanto del modo de conocimiento como del orden anterior).
Y lo es, primero, en la forma de inspiración del relato histórico
(utópico) que ocupa a Europa en el siglo XVI, y como integrante,
y de avanzada, del discurso ilustrado en el siglo XVII y XVIII. Será
sólo hasta finales del siglo XVIII, cuando (en el argumento de
Quijano), pudiendo la región avanzar en su deslinde respecto a
Europa haciendo ingresar esa modernidad en América Latina,
muy al contrario, nuestra comarca del mundo cayó víctima de la
relación colonial con dicha entidad geopolítica y cultural, al tiem-
po que los sectores sociales más adversos a dicho proyecto ocu-
paron y ocupan las posiciones de poder.
La razón histórica (asociación entre razón y liberación) es
subordinada por la razón instrumental (asociación entre razón
y dominación), por ello en la región el cariz que asume la crisis
del proyecto de modernidad, es el de destruir lo que queda de la
asociación entre razón y liberación. Pero, y he ahí uno de los
elementos primordiales del argumento de Quijano, la cuestión
no se reduce a una oposición entre razón instrumental y razón
histórica; lo que el sociólogo peruano está registrando es que

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esta última no sólo es doblegada en el complejo cultural euro-
americano, por haber sido enarbolada por actores y sujetos so-
ciales paulatinamente debilitados, sino que ella misma no fue
inmune a las seducciones del poder. La racionalidad liberadora
no estuvo incontaminada, su savia fue nutrida, desde el comien-
zo, «por las relaciones de poder entre Europa y el resto del mun-
do». La incursión en la práctica social y en el universo de la cul-
tura de «otra racionalidad», pone en crisis la hegemonía euro-
americana en la historia de la modernidad y de la racionalidad.
Es eso lo que se puso en juego, o a lo que condujo la crisis de la
modernidad, de la cual aún no se ha salido. Con la crisis de
la modernidad se ha puesto en crisis el discurso crítico que la
modernidad occidental había legado. La teoría crítica de la so-
ciedad, o materialismo histórico es, pues, también interpelado
en esta coyuntura. Por el tiempo en que Quijano escribe sus en-
sayos sobre la modernidad, el sociólogo venezolano Edgardo Lan-
der está formulando lo que en el título de su libro se anuncia
como una «crítica del marxismo realmente existente» (Lander,
1990), en cuyo capítulo final ya se vislumbra, sin ambages, la
estrecha relación entre el eurocentrismo racionalista universa-
lista y la teoría de Marx. Para Lander, lo que no es sino expresión
de un proceso político, «la expansión colonial e imperialista
mediante la cual se ha extendido sobre el planeta la cultura in-
dustrial de occidente», se caracteriza por dicha tradición de pen-
samiento como un «proceso material inexorable (progreso)». El
despliegue de la relación social determinada de explotación, do-
minación y apropiación es caracterizada, por el propio Marx, en
ciertos textos, como contenido civilizatorio del capital, y por los
marxistas posteriores, entre ellos Lenin, como misión histórica
progresista del capitalismo. A esa conclusión está llegando, por
su lado, el sociólogo venezolano.
Mientras la teoría crítica de la sociedad enarbola una pers-
pectiva de totalidad, el nuevo enfoque que está en ciernes pro-
mueve un desplazamiento de la totalidad hacia la totalización,
promueve una complejización de la totalidad histórica hacien-
do ingresar en su consideración su lado ensombrecido, la pers-
pectiva de la alteridad (exterioridad, en Dussel, diferencia colo-
nial en Mignolo, colonialidad del poder en Quijano, etc.) Para
ello se parte, en el «artículo fundador del proyecto» según lo
llega a calificar Mignolo, por afirmar que, «la colonialidad es [...]

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aún el modo más general de dominación en el mundo actual»,
codificación ésta que a la teoría crítica de la sociedad le pasa
desapercibida. En el marco del sistema de los 500 años se da una
coetaneidad entre colonialidad (en tanto patrón de poder) y ra-
cionalidad-modernidad (en tanto complejo cultural).
No obstante el colonialismo político haya sido superado, la
relación entre la cultura euro-norteamericana u occidental, si-
gue siendo de «dominación colonial». Dicha dominación no es
exterior, sino interior, esto es, como colonización del imagina-
rio, primero a través de su destrucción, luego a través de la asi-
milación del imaginario del otro anulando el imaginario propio.
La seducción del poder asume la forma, también, de europeiza-
ción de las élites.
Desde un inicio el problema de la producción de conocimien-
to se conforma en rompimiento con la totalidad, el individualis-
mo atomizado es su premisa. De pasar de ser un sujeto intersubje-
tivo, se pasa a asumir como una subjetividad aislada que se rela-
ciona con su objeto. Para Hegel la primera determinación del sujeto
es la propiedad, para Descartes lo será el ego cogito. Tanto en la
relación de conocimiento como en la relación de propiedad, se
trata de una relación intersubjetiva a propósito de algo y no, como
fue pensado desde el paradigma europeo de racionalidad (emer-
gente y dominante desde el siglo XVII) como una relación entre el
individuo y algo. En el caso de la propiedad, la relación existe de
modo material e intersubjetivo, en el caso del conocimiento, es
sólo intersubjetiva. En ese sentido la teoría crítica de la sociedad
promueve la recuperación de la perspectiva de la totalidad y ello
como recuperación de la racionalidad, sin embargo, contra la teo-
ría crítica lo que en la nueva formulación (de-colonial) se docu-
menta, a propósito de la totalidad vigente, es que ella se edifica a
través de «la radical ausencia del otro», no sólo por la ausencia de
racionalidad. La parte colonizada no está incluida en esa totali-
dad. No está integrada en la idea de una totalidad homogénea,
aunque articulada por una lógica que la gobierna: de poder como
de explotación, de no desarrollo de la humanidad, de perpetua-
ción de situaciones de injusticia, irracional entonces. La teoría
crítica de la sociedad sí reivindica la idea de totalidad, pero no la
de pluriversalidad, no la de interculturalidad.
Lo que es enunciado a finales de los ochenta, por Quijano,
como una «racionalidad alternativa» a inicios de los noventa se

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ofrece como una «reconstitución epistemológica» como una for-
ma de liberar la producción de conocimiento de las aporías de la
racionalidad-modernidad europea. Con ello no se busca anular
el discurso o las categorías del paradigma europeo de moderni-
dad-racionalidad, sino desprenderse de sus vinculaciones con la
colonialidad, en primer lugar, y de modo más genérico de todo
poder (poder de los que mandan mandando) no constituido por
la decisión libre y democrática de las gentes (en la forma de po-
der obediencial). Fue la instrumentalización de la razón por el
poder colonial lo que malogró las promesas liberadoras de la
modernidad (Quijano, 1994: 447). El programa latinoamericano
de investigación de modernidad-colonialidad promueve enton-
ces una labor de-constructiva. Destrucción, entonces, de la colo-
nialidad del poder mundial, como parte integrante de ese propó-
sito la descolonización epistemológica podrá dar paso, así, a una
otra forma de comunicación intercultural que establezca formas
nuevas, legítimas, que reclamen prácticas y categorías de pre-
tendida universalidad, o que se reclamen con derecho a ser uni-
versalizables. Esto es parte de una lucha por la liberación, la
liberación de todo poder que se organice sobre la base de rela-
ciones desiguales, discriminatorias, patriarcales, de explotación-
dominación y apropiación.

Hacia el nuevo relato de la modernidad-colonialidad

La proyección mundial del capital se ejecuta a través de una


imposición de poder. La imposición y conformación de un pa-
trón mundial de poder acompaña constitutivamente la génesis y
posterior trayectoria de la modernidad capitalista. El lugar ocu-
pado por América Latina en la construcción del patrón mundial
de poder capitalista es fundamental. El emergente poder del ca-
pital en su mismo momento constitutivo y a través de su génesis
histórica se vuelve mundial, desde sus inicios y en su proyección
mundial tiene como una de sus bases lo que el sociólogo perua-
no Aníbal Quijano llama «la colonialidad del poder» (Quijano,
2000a). Esto ya de suyo significa un distanciamiento con pers-
pectivas que tienen por base una visión eurocéntrica del mundo.
A diferencia del paradigma eurocéntrico, uno que se ubica
desde el horizonte mundial, «concibe la modernidad como la

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cultura del centro del sistema-mundo, del primer sistema-mun-
do —por la incorporación de Amerindia— y como resultado de
la gestión de dicha centralidad» (Dussel, 1997: 76). En esta pos-
tura epistemológica la modernidad se asume como un fenóme-
no mundial, propio del «sistema-mundo», con su centro (que
históricamente se traslada desde España, así sea apenas por un
instante histórico, hacia la Europa protestante y hacia Estados
Unidos y su «destino manifiesto») que se constituye simultánea-
mente sobre una periferia creciente.
Europa (propiamente España) potencia con la colonización
de América el germen del sistema ya como sistema-mundo. En
esta concepción el capitalismo es fruto y no causa de esta mun-
dialización y futura centralidad europea en el sistema-mundo, pues
Europa no había sido sino periferia del sistema-interregional has-
ta ese momento; ocupará la hegemonía mundial del primer y úni-
co sistema-mundo de la historia planetaria, del sistema moderno.
Modernidad que es, pues, europea en su centro y capitalista en su
economía. En palabras de Aníbal Quijano «con América (latina)
el capitalismo se hace mundial, eurocentrado y la colonialidad y
la modernidad se instalan asociadas como los ejes constitutivos
de su específico patrón de poder» (Quijano, 2000b: 342).
Tal parece ser el sentido que subyace, creemos, en la así lla-
mada por Quijano «heterogeneidad histórico-estructural del po-
der» pues como él afirma, en la constitución y el desenvolvimien-
to históricos de América Latina y el capitalismo mundial, colonial
y moderno, se establece «una articulación estructural entre ele-
mentos históricamente heterogéneos [...] que provienen de histo-
rias específicas y de espacio-tiempos distintos y distantes entre sí,
que de ese modo tienen formas y caracteres no sólo diferentes,
sino discontinuos, incoherentes y aun conflictivos entre sí, en cada
momento y en el largo tiempo» (Quijano, 2000b: 347).
Dada su característica primigenia, inscrita en un patrón de
dominación/explotación/apropiación en el marco de la expan-
sión mundial de la relación-capital, el proceso de colonización
no es sino la expresión del paradigma de la conquista como una
«relación de poder que recibió una respuesta» (Stern, 1992: 53).
El despliegue en su forma desarrollada de los dispositivos meta-
bólicos del sistema adquiere el carácter colonial, neocolonial o
imperialista, y reviste los términos de una contradicción consti-
tutiva de las relaciones sociales entre dominación de un lado e

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insubordinación del otro. En tal sentido la conquista de América
Latina no es un fenómeno que ocurrió en el siglo XVI, que perte-
nece al pasado; ni es tampoco un fenómeno que se circunscribe
a lo internacional; es un fenómeno de mucho mayor alcance. En
primer lugar, es un proceso que llega hasta hoy, aunque con dife-
rentes nombres y en distintas circunstancias, en parte porque la
conquista es una de las bases de la acumulación de capital; y
para acumular capital los dispositivos imperiales e imperialistas
del sistema se sirven de los aparatos del Estado dependiente. En
segundo lugar, la conquista y el colonialismo son fenómenos tanto
internacionales como internos, no se reducen a la dominación y
explotación de los indios por españoles y extranjeros, o por crio-
llos y mestizos, también las poblaciones pobres de habla hispa-
na (campesinos, obreros, empleados) en determinados momen-
tos y bajo ciertas circunstancias son tratadas como poblaciones
colonizadas. Por tales motivos, Pablo González Casanova afir-
ma que la conquista implica dominio y desigualdad colonial y
neocolonial «de pueblos que en general tienen una cultura dife-
rente de la “occidental”, un desarrollo científico y tecnológico
inferior al de la sociedad “industrial”, y que pertenecen a una
raza que “no es blanca”» (González Casanova, 1993: 59). Más
importante es la conclusión que de todo lo anterior desprende el
sociólogo mexicano. Según su interpretación «el poder de la cul-
tura occidental y de las armas modernas ha sido usado sistemá-
ticamente para producir y reproducir las relaciones coloniales,
unas veces en forma abierta y otras en formas disfrazadas o me-
diatizadas» (González Casanova, 1993: 60). He aquí un análisis
que enfatiza el significado profundo de los dispositivos de con-
quista de pueblos, colectividades y naciones. La ocupación e inva-
sión hispano-lusitanas, como hecho histórico hereda su impronta
en tanto se establecen como permanentes las lógicas que produ-
cen y reproducen relaciones coloniales. En otras palabras, lo que
no se supera y se mantiene a lo largo de la historia latinoameri-
cana es dicha colonialidad asociada a las relaciones de poder.
Según la bien sustentada interpretación de Quijano sin tal
colonialidad del poder no sería posible entender y explicar la pa-
radójica historia de las relaciones de América Latina dentro del
mundo, ni del mundo de las relaciones sociales dentro de Améri-
ca Latina, ni sus recíprocas implicaciones. Algunas de cuyas con-
secuencias serán el acentuamiento del subdesarrollo y la explota-

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ción de nuestra región en cada uno de los progresivos momentos
de su periferización (llámense éstos desarrollo, modernización,
reconversión industrial, ajuste estructural o globalización).
El programa de investigación de modernidad-colonialidad
restituye en su relato, en primer término, el lugar de América
Latina y el Caribe en la conformación del sistema mundo mo-
derno colonial pero, en segundo término, reubica, provincializa
a Europa, en ello se juega una de-construcción del saber hege-
mónico que hay que llevar hasta sus últimas consecuencias. Por
ello, también les interesa, a los autores que participan de este
giro de la discusión, destacar cómo opera el deslizamiento se-
mántico del concepto «Europa», que ha terminado por estable-
cer un discurso canónico de la modernidad entendida como dia-
cronía unilineal o progresiva (Grecia-Roma-Europa-Norteamé-
rica), ignorando o invisibilizando que este relato no es sino un
producto ideológico del romanticismo alemán de finales del si-
glo XVIII. Enrique Dussel, por ejemplo, a lo largo de sus más
recientes trabajos (véase infra capítulo cinco), cuestiona el rapto
de la cultura griega como exclusivamente europea y occidental
(y propone volverla a sumir como parte del «Mediterráneo orien-
tal» siendo parte, producto y resultado de los intercambios civi-
lizatorios africanos, semitas y fenicios), con ello desmorona la
falaz periodización todavía dominante de la historia universal
(edad antigua, edad media, edad moderna) y su recorrido desde
Oriente hacia Occidente. En segundo lugar, identifica dos con-
ceptos de la modernidad, uno eurocéntrico, provinciano, regio-
nal, donde los ideales ilustrados son de emancipación, y de sali-
da de un período previo de inmadurez. A ello opondrá, el filóso-
fo de la liberación, un concepto de «lo moderno» con sentido
mundial, esto es, la modernidad entendida como el manejo de la
centralidad del sistema, que asume y construye un «nuevo para-
digma de vida cotidiana, de comprensión de la historia, de la
ciencia, de la religión» (Dussel, 2001: 354). En su relato promue-
ve una discusión más amplia que la documentación del pasaje
de lo moderno hacia otra condición histórica, lo posmoderno,
muy al contrario dirige la polémica hacia otros derroteros.
En esta pugna se ubica el argumento esgrimido por Dussel
en el sentido de que una discusión crítica de la modernidad no
puede sino formular una alternativa trans-moderrna a la mis-
ma. Los pasos argumentales de su formulación incluirán, el se-

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ñalamiento del descubrimiento, conquista y colonización de
América como inicio de la modernidad, del colonialismo y del
capitalismo; la reivindicación e importancia del siglo XVI (verda-
dero momento de epifanía del otro y de negación de su alteri-
dad); la consideración de la expedición ultramarina y el despla-
zamiento del Mediterráneo por el atlántico como momento ex-
pansivo y de ruptura epistemológica (por nuestra parte hemos
sugerido nuestra interpretación en el capítulo uno de este traba-
jo); la emergencia de cierto secularismo propio de la cristiandad
latino-germánica y; por último, el señalamiento de una especie
de desdoblamiento o de doble variante del eurocentrismo, al re-
conocer el carácter dominante de la Europa histórica, no por
cinco siglos, como era la visión dominante hasta hace no mucho
tiempo en aquellos que ya habían roto con las visiones eurocén-
tricas, sino solamente por dos siglos, desde una recuperación
qué (de la mano de André Gunder Frank, entre otros), ha contri-
buido a re-orientar el estudio de la historia global y a restituirle
el lugar protagónico a las civilizaciones orientales como domi-
nante en el sistema mundo moderno hasta, incluso, inicios del
siglo XIX (véase supra capítulo uno).
En el caso del programa latinoamericano de modernidad/
colonialidad, estamos ante un paradigma que avanza en la bús-
queda de su tradición, Mignolo la encuentra en aquellas cons-
trucciones de pensamiento olvidadas (la de los colonizados y
esclavizados) pero que se colocan en el punto específico de aper-
tura de la diferencia colonial, por ello habla de un «pensamiento
fronterizo». A pesar de tratarse de un enfoque que tiende a ganar
legitimidad como espacio productor de conocimiento (de cuyos
conceptos iniciales de colonialidad del poder se han desprendi-
do los de colonialidad del saber, colonialidad del ser, etc.) toda-
vía es mucho lo que está por hacerse. En nuestro medio, hay que
decirlo, se ha tenido una apertura para incorporar al debate filo-
sófico, o al pensamiento social más en general, el llamado «giro
lingüístico», el «giro pragmático», o hasta el «giro cultural», no
ha sido el caso, sin embargo, para profundizar en la discusión de
lo que en algunos autores se insinúa como el «giro de-colonial»,
pues ello parte de reconocer que la teoría crítica, todavía hege-
mónica en proporciones significativas de la intelectualidad de
izquierda, ha sido poco crítica para incorporar una crítica más
plural al paradigma sociocultural de la modernidad.

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El lugar de América y la re-provincialización de Europa

En este apartado nos ocupamos de una serie de «nudos pro-


blemáticos» en que, creemos, la discusión habrá de desarrollar-
se en futuras polémicas. En principio, es pertinente señalar que
incluso autores que sostienen sus reservas con relación a estos
desplazamientos (de-coloniales) de nuestro «lugar de enuncia-
ción»; y que parecen darle un mayor respiro a la vitalidad inter-
peladora que mora en la «teoría crítica» y le otorgan una todavía
amplia capacidad enjuiciadora anti-sistémica, a dicha modali-
dad de discurso crítico, estos autores, sí encuentran productivo
identificar variantes alternativas de lo moderno o disyunciones
en su despliegue, que confluyen en ciertos aspectos con las propo-
siciones anteriores (al modo de los desplazamientos «de lo pos-
moderno a lo poscolonial», Santos, 2007). Es así que, en algunos
de sus últimos trabajos publicados, Bolívar Echeverría registra,
en lo moderno, una condición de discontinuidad respecto a la
forma social tradicional, ubica sus orígenes, en términos de
modernidad potencial, en el siglo X de la era común, y el entre-
cruzamiento de dicha modernidad potencial en su actualización
«realmente existente» como «modernidad capitalista», a finales
del siglo XVIII, colocando en el centro de su determinación la
relación técnica del sujeto moderno con «lo otro», sea la natura-
leza, o bien, los naturales o bárbaros (Echeverría, 2009).
Puede resultar enigmático que, mientras los estudiosos de la
Edad Media plantean posibilidades historiográficas más acor-
des a su interés operando una extensión de dicha época como
Edad Media tardía, sea argumentado por Bolívar Echeverría el
comienzo de la modernidad desde una etapa tan temprana como
el siglo X, a nuestro entender opera de ese modo para resaltar
una oposición que es clave en su incursión crítica del tema. Eche-
verría promueve una conceptualización de la modernidad que
ve en ella no dos etapas (diacrónicas) sino, en rigor, una prome-
sa y un obstáculo. La primera al modo de una modernidad po-
tencial generosa con lo humano y en su trato con su otro (la
naturaleza modificable técnicamente para abatir la escasez) y
una modernidad efectiva que, en su afinidad electiva con el capi-
talismo (modernidad capitalista) no sólo cancela las posibilida-
des de la primera sino que proyecta el dominio de la escasez en
su modalidad de artificialmente producida y, por ello, gestiona-

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da desde el pseudosujeto, el capital, el valor valorizándose: el ca-
pitalismo es el señor del Ser, el capital se adecua así a su concepto.
Echeverría no sólo registra una discordancia entre una «mo-
dernidad potencial», nunca acabada y la modernidad realmente
existente de cuño capitalista, sino también identifica variantes,
modalidades diversas en la propia «modernidad capitalista». Pues
bien, si en el primer caso, el argumento de este autor sigue car-
gando con una limitante que podríamos emparentar con una
visión prometeica del mito de la técnica, en el segundo asunto,
Bolívar Echeverría encamina una lectura altamente sugerente
para pensar la limitación del proyecto de modernidad occiden-
tal capitalista y su restricción en su versión dominante como
proyecto de americanización de la modernidad (Echeverría,
2008). Echeverría registra «a partir del siglo XVII» una bifurca-
ción entre la rama principal (europea) y una que figura como
secundaria, la (norte)americana. Con el paso del tiempo habrá
un cambio de tendencia, una sustitución de jerarquía. La forma
de modernidad (norte)americana se convertirá en la dominante
por su despliegue prácticamente puro en la lógica del capital, por
lo tenue del conflicto que se registra entre la forma valor y la
forma natural a la cual subsume a su lógica. Para este autor, la
variante europea de la forma moderna fue siempre más densa
en este antagonismo conflictivo con las otras variantes de vida
social. Echeverría afirma: «la modernidad europea del siglo XVII
al siglo XVIII, lo mismo que su re-construcción en América Lati-
na, es en lo fundamental una modernidad de Europa del Sur o
del orbe mediterráneo, mientras que la modernidad «america-
na» a partir del siglo XVII, deriva más bien de una modernidad
de la Europa noroccidental... la primera es una modernidad ca-
tólica, la segunda una modernidad protestante» (Echeverría,
2008: 21-22), no tanto en sentido teológico sino en cuanto a su
sentido identitario-político.
Lo que nos interesa destacar es cierta cercanía entre estas dos
alternativas para encarar la cuestión (la periodización que hemos
sugerido en el capítulo uno, y la que estamos resumiendo en
estos momentos), pues en ambos dispositivos analíticos podría-
mos encontrar indicaciones sugestivas para diferenciar entre la
Europa geográfica y la Europa histórica en su despliegue occi-
dental, moderno y capitalista; en ambos tendríamos posibilida-
des de ensayar una estrategia analítica como la seguida por Di-

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pesh Chakrabarty (2008), para, siguiendo como él lo hace a Gada-
mer, «provincializar a Europa», o bien efectuar una heurística cuyo
lugar de enunciación se sitúe no «al margen de Europa» (como
erróneamente se ha traducido el libro de Chakrabarty) pero sí en
condición de reclamar la posibilidad de un diálogo filosófico.
Sin embargo, en las dos estrategias argumentativas que pue-
den revelarse coincidentes se esconde un debate altamente suges-
tivo, una suerte de disputa espacio-temporal y que, en sí misma,
es una disputa a propósito de la larga duración histórica. En las
formas argumentativas que hemos reseñado en estos últimos pá-
rrafos habría una disputa por «el siglo XVI», y otra también, algo
más oculta, por el significado de la apertura atlántica y por el tipo
de relaciones que entre los de abajo y de los de abajo con los de
arriba se establecen en la nueva construcción social de «lo moder-
no». En ello se juega, creemos, una buena posibilidad de radicali-
zar la crítica al proyecto moderno capitalista. Pero más importan-
te aún, la posibilidad de disponer de un horizonte de análisis mun-
dial y en el cual se haga explícito el locus enuntiationis (como se
requiere en política hacer explícitos los principios de nuestro ac-
tuar), eso nos aporta, en filosofía política, el señalamiento de un
camino, de un eje que nos permita una construcción categorial de
lo político (una arquitectónica) verdaderamente postcolonial, crí-
tica y autoconsciente, no de mera imitación de lo que se piensa
desde otras regiones y para otras regiones.
Sobre el primer debate, esto es, el que apunta a la caracteri-
zación del largo siglo XVI podemos apuntar lo siguiente: afirma
Atilio Borón en su prólogo al libro Pensamiento de nuestra Amé-
rica. Autorreflexiones y propuestas de Roberto Fernández Reta-
mar que «nuestra condición de periferia del imperio nos obliga
a ser universales» (Fernández, 2006: 12), esto es, nos impele a
colocarnos en un punto a distancia tanto del eurocentrismo (euro-
peísmo, le dice Michel Löwy, infra), como del exotismo indoame-
ricano (Löwy, 1982: 12), en alejamiento, pues, tanto del univer-
salismo abstracto como del aislacionismo autóctono. Ello obli-
ga a pensar desde los márgenes, desde lo bárbaro, pero desde
categorías universalizables, de una universalidad democrática-
mente reclamada, no colonialmente impuesta.
No se trata ya, únicamente, de documentar la participación
de América Latina como lugar privilegiado de la acumulación a
escala mundial y como puntal de sostenimiento de la domina-

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ción mundial, sino de conferirle solidez y de reconocerle viabili-
dad en tanto lugar de enunciación, como espacio de producción
intelectual. No se trata, exclusivamente, de conocer los procesos
por los que atraviesa el capitalismo actual para esclarecernos el
lugar de nuestra región en esta encrucijada histórica. Si a eso
restringiéramos nuestro objeto, Latinoamérica aparecería sólo
como objeto de estudio, y aún desde esa perspectiva, siguen sien-
do válidas las palabras de Alfonso Reyes: «Tengo la impresión de
que, con el pretexto de América [Latina], no hago más que rozar
al paso algunos temas universales».8 Además de esta sentencia,
habría que sostener que nuestra América aparece como el «lu-
gar de enunciación», y en tal sentido pretendemos recuperar toda
una tradición de pensamiento que la hace aparecer, con toda legi-
timidad, en su dimensión de sujeto que interpela.
Para el análisis de la cultura latinoamericana y para ubicar sus
aportaciones intelectuales de proyección universal se ha estableci-
do un canon de interpretación (Fernández Retamar, 2004; Moreno
Durán, 1988) asociado a la oposición entre Próspero y Calibán.
Personajes éstos, como se sabe, pertenecientes a la obra que en
1611 Shakespeare escribiera con el título de La tempestad. Con
mucha frecuencia se ubica en el ensayo «Los caníbales», de la obra
de Montaigne, uno de los referentes básicos que el gran escritor y
dramaturgo inglés habría tenido en mente a la hora de escribir su
obra de teatro. Sin embargo, la reciente investigación de Linebaugh
y Rediker, asociada a la escuela de la Historia Social, heredera del
historiador marxista inglés E.P. Thompson señala más bien que
Shakespeare está altamente impactado por varios hechos que apun-
tan a la expansión del capitalismo atlántico y la proyección del
poder británico con miras a la colonización y explotación del Nue-
vo Mundo. La emergencia y consolidación de la Virginia Company
creada en 1606 (de la que el mismo Shakespeare era inversionista)
apunta al desplazamiento de poder crucial a inicios del siglo XVII,
momento en el que los Estados marítimos atlánticos del noroeste
europeo están tomando la delantera a los reinos y ciudades-Esta-
do del Mediterráneo (el navío del norte de Europa eclipsó al ga-
león del Mediterráneo). La obra se relacionaría, en esta interpreta-
ción, con el naufragio del Sea-Venture y con el amotinamiento de

8. Alfonso Reyes, «Notas sobre la inteligencia americana», en Reyes et al.,


Ideas en torno de Latinoamérica, México, UNAM, 1986, vol. I, p. 242.

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algunos de quienes viajaban a bordo, de aquellos que, justamente,
representarían a los desposeídos de siempre, a las personas inne-
cesarias e improductivas, a vagabundos, aventureros, etc. La cam-
paña del Sea-Venture se pretendía legitimar también no sólo por el
espíritu de conversión de los salvajes de América a la religión cris-
tiana sino también (y ése es un ángulo de la cuestión a la que alum-
bra el trabajo de Linebaugh y Rediker) como «una solución para
los problemas sociales internos de Inglaterra», el examen de la
cuestión al que apuntan estos historiadores sería al establecimien-
to de ese lazo de conexión atlántica, no tanto el que opera por
arriba (entre los poderes económicos emergentes y la triangula-
ción marítima y comercial de intercambios que son ya mundia-
les), sino al que subyace por debajo, entre los contingentes de ex-
cluidos y explotados, de desplazados y expropiados. En los entre-
telones de La tempestad, el naufragio del Sea-Venture, y los
amotinados se vislumbra el interés creciente de la clase gobernan-
te inglesa por participar de la colonización y explotación del Nue-
vo Mundo; en sus parlamentos y diálogos se asoman asimismo
temas tales como la expropiación de la tierra a sus originales po-
seedores, modos y estilos de vida alternativos, modelos de coope-
ración y resistencia y la imposición de la disciplina clasista.
Desde el lado que le toca iluminar a Linebaugh y Rediker es
mucho lo que el drama shakespeareano nos ilustra. No es menos
lo que desde estas tierras se ha leído desde tal canon, por no ser
menor lo que está en juego. Desde ahí puede ser leído un presumi-
ble debate en que se juegan dos interpretaciones sobre el siglo XVI.
Poniendo el eje de la interpretación en vectores cercanos a los de
los historiadores ingleses, Bolívar Echeverría sostiene que «El si-
glo XVI de América es un siglo “europeo”» (Echeverría, 2006: 220),
mientras que desde un lugar distinto de enunciación y con un
vector de análisis asociado más al de la colonialidad, Aníbal Qui-
jano no tiene dudas en afirmar que el sistema mundo moderno
colonial que arranca con el largo siglo XVI, se produce en Améri-
ca, es propiamente un producto americano, América (latina), par-
ticipa, en tal interpretación, como «productora de la modernidad»
desde el largo siglo XVI: el siglo XVI de Europa es un siglo america-
no. Sin querer terciar, podría sostenerse que el elemento de unión
que puede articular a ambos enfoques es justamente el de la co-
rriente subterránea, el de la historia clandestina que ya sea en los
márgenes, o por debajo, apunta a la conformación del Sur global

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no imperial, como actor privilegiado en la construcción de lo his-
tórico: el siglo XVI es el siglo del Atlántico, la unidad básica de
análisis, en honor a Tilly sería, en efecto, la de las relaciones, pero
no cualquiera relaciones sino las que se dan entre «los condena-
dos de la tierra» (Fanon), o del modo en que lo enuncia el patriota
cubano: «con los oprimidos... hacer causa común, para afianzar
el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opre-
sores» (Martí, 2005, 35).
El breve texto de José Martí, publicado el 30 de enero de
1891 en el diario mexicano El Partido Liberal, bajo el título «Nues-
tra América», es su texto más emblemático y el que de él más se
lee y más se cita. Desde su primera línea pone el punto de mira
en lo que está en juego, el problema de la universalidad y el de la
particularidad: «Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero
es su aldea». El argumento de Martí se enclava en la necesidad
de apertura en nuestros horizontes a fin de vencer el provincia-
lismo, lo que exige de entrada el inicial reconocimiento de que,
justamente, la defensa de lo propio («nuestra América... ha de
salvarse con sus indios» [Martí, 2005: 32], o dicho con una ma-
yor claridad y en inmejorable explícito dictado: «Hasta que no se
haga andar al indio no comenzará a andar bien la América»
[Martí, 2005, XVI, citado por Juan Marinello]) corre paralela al
reconocimiento de que hay otros provincialismos que se proyec-
tan global, universalmente («los gigantes que llevan siete leguas
en las botas y le pueden poner la bota encima», Martí, 2005: 31)
y a los cuales habrá que atender para perseverar, para mantener
nuestra densidad cultural, nuestra viabilidad como comarca del
mundo, como complejo geo-cultural.
El lugar de enunciación desde el cual Martí nos interpela es
el de Nuestra América, la semilla de la América nueva, y con lo
cual apunta a distinguir otra América, la desdeñosa y no abierta
a conocer (la del Norte imperial) a la cual se añade, combina, o
articula la que subyace en aquello que queda de aldea en Améri-
ca, esa América sietemesina (y que al ser funcional a tal proyec-
to, heterónomo a lo nuestro, ajeno, es el Sur imperial). La dispu-
ta con el provincialismo, en el caso de Martí, es firme en su de-
fensa de lo universalizable como convivencia democrática de lo
diverso («hombre es más que blanco, más que mulato, más que
negro», Martí, 2005: XX), como fermento cultural que se enca-
mine a encontrar o edificar «la identidad universal del hombre».

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Este conjunto de expresiones documentan su clara referencia a
un canon de interpretación de la cultura y la emancipación so-
cial cuyo lugar privilegiado es la América Latina, pero reclaman-
do de Ariel que se coloque del lado de Calibán y no más hacién-
dole segunda a Próspero.
Este desquiciamiento de los límites y apertura hacia nuevos
umbrales que derribarán no sólo muros sino fronteras (también
epistemológicas) y que, metafóricamente, puede ser descrito, como
lo habíamos tratado de hacer en las páginas del capítulo uno consa-
gradas al tópico de la apertura atlántica, a la manera del viaje del
argonauta que saliendo al Atlántico tropezó con el Caribe y no ha
sido capaz sino de vislumbrar la teoría y la praxis de un «pensa-
miento archipielar» (Glissant, 2006: 33) correspondiente a esa aper-
tura geográfica y mental de una comarca del mundo que no por
casualidad, vio concurrir en 1511 a la orden de dominicos (entre
ellos Bartolomé de las Casas) que presenciaron el sermón de Antón
de Montesinos, pero más importante aún, desde esas tierras se lle-
gó a edificar la primera república de esclavos en Haití en 1804 y la
revolución cubana de 1959, agredida aquélla hasta el punto de su
disolución y resistente esta última a embates que se ensayaron y
ensayan en variadas formas imperiales (preludios, ambos, lo son
de un proceso que más temprano que tarde se extiende por Améri-
ca). Esta larga travesía, repetimos, es la que se ha puesto a la orden
del día en los actuales procesos constituyentes o de refundación de
los Estados que desde tierras andinas irradian al conjunto del con-
tinente americano (Santos, 2010). Si lo utópico apunta a la re-cons-
titución del sentido histórico de las sociedades (Quijano, 1988), en
las realidades históricas que han sido y permanecen siendo signa-
das por la colonialidad (como ha sido el caso de la América Latina
toda), el proyecto de liberación social y nacional se cruza, se entre-
laza con el proyecto histórico de re-constitución de su identidad
(no sólo amputado o ensombrecido sino artificialmente yuxtapues-
to por lo colonial, o su sucedáneo, el euro-criollismo bi-centenerio)
(Coronil, 2002), y parece encontrar, precisamente, en esta comarca
del mundo el lugar privilegiado para construir su despliegue en
tanto conformación de identidad de raíz-diversa (Glissant, 2006)
pues en su denso y dilatado tiempo largo vio cruzar por su geogra-
fía esa triple raíz (la de la América de los pueblos testigos: Meso-
américa, la de los migrantes europeos: Euroamérica, y la de la crio-
llización a través de la esclavitud: Neoamérica) (Glissant, 2002: 15),

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esa condición rizomática de la que aún es tiempo y es dable esperar
la construcción de ese presente-futuro.

Totalidad, complejidad y crítica

La distinción sujeto-objeto (res cogitans, cosa que piensa y


res extensa, cosa medible), prometía el desarrollo del conocimien-
to a través de la formulación de la unidad de dos identidades (lo
existente-mundo, en el cual conviven el mundo de los entes, y
dentro de ellos, el ente que piensa). Pues bien, esta «correlación
de principio» encuentra en la actualidad alternativas de desarro-
llo: en aquellas interpretaciones que promueven nuevas síntesis
transdisciplinarias o interdisciplinarias. A estas perspectivas el
filósofo y poeta mexicano Enrique González Rojo (2007) les da
el nombre de «sincretismo productivo». La crítica al dualismo
cartesiano (no sólo a la separación sujeto-objeto, sino a la sepa-
ración mente-cuerpo (Damasio, 2006), o emoción-cognición
(Reygadas y Shanker, 2007), por nombrar algunas) se está efec-
tuando desde los más variados frentes y está significando un
auténtico cambio de paradigma no sólo para algunas construc-
ciones disciplinarias sino incluso para ciertas tradiciones de pen-
samiento. La promesa de conocimiento desde el dualismo cons-
titutivo está formulada por René Descartes desde el propio Dis-
curso del método (1984), y avanza en la forma de conocer, en
primer lugar, la parte para avanzar, en un segundo momento,
hacia el conocimiento del todo. Se trata de dividir lo que se ha de
conocer «en tantas partes como fuese posible» (Descartes, 1984:
83) y como requiriese su mejor solución, para que una vez que
se tenga este conocimiento de lo simple, de lo simplificado, pue-
dan establecerse correlaciones, extrapolaciones para el conoci-
miento de lo más complicado, conclusiones susceptibles de ge-
neralización. El punto de partida será, pues, comenzar por «los
objetos más simples y más fáciles de conocer, para ir ascendien-
do poco a poco, como por grados, hasta el conocimiento de los
[objetos] más compuestos» (Descartes, 1984: 83). El resultado
de este tipo de procedimiento fue el florecimiento de especiali-
dades disciplinarias y disciplinantes, que en un segundo momento
podrían promover la recuperación de la totalidad, pero que en
su momento fundacional, epistémico, partían de su descompo-

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sición. No será ocioso recuperar la recomendación que a mitad
del siglo pasado formulaba Schrödinger:

El saber aislado, conseguido por un grupo de especialistas en un


campo limitado, no tiene ningún valor, únicamente su síntesis
con el resto del saber, y esto en tanto que esta síntesis contribuya
realmente a responder al interrogante ¿qué somos? [Schrödin-
ger, 1998: 15].

No obstante el pronunciamiento de avanzar en la integra-


ción de la totalidad del saber, la forma de investigación que se
erigió en hegemónica fue justamente aquella que otorga rigor a
ese principio de separación, no sólo del objeto (simple) respecto
de totalidades mayores (complejas) que lo envuelven y estructu-
ran, sino del sujeto cognoscente respecto de su entorno social,
respecto de su realidad contextual, respecto de su momento his-
tórico. El programa de la «teoría crítica» moderna asociada a la
escuela de Frankfurt (que pretende superar a la «teoría tradicio-
nal») apuntará, justamente, a esta disyunción: no se puede obte-
ner un saber que se pretende racional, sin interesarse por modi-
ficar ese todo mayor que está ordenado por una lógica no racio-
nal, sino explotadora y dominadora, y productora, con ello, de
miseria y sufrimiento humano.
El paradigma anterior rigió durante tres siglos y se consoli-
dó por medio del «imperialismo de la física mecánica» sobre las
llamadas «ciencias duras» y sobre la base del dominio y coloni-
zación que éstas impusieron a las ciencias sociales (en términos
de sus «marcos epistémicos» y sus criterios de dictaminación
científica); sus alcances fueron tales que impregnaron, en for-
mas rígidas, la propia armazón institucional de la universidad,
sede privilegiada del saber en la época moderna.
Las nuevas corrientes de pensamiento («verdadera metamor-
fosis de la ciencia», Prigogine y Stengers, 2002: 29) se abren a la
complejidad del mundo. Si en el paradigma anterior «lo natural-
mente natural era... lo determinista y lo reversible; lo artificial-
mente excepcional era lo aleatorio e irreversible» (Wagensberg,
1998: 12), en el marco del desarrollo de las nuevas ciencias, se
pone el énfasis en decisivos componentes que presentan lógicas
aleatorias e irreversibles. Se puede consentir de modo muy sin-
tético en que el conocimiento de la complejidad se mueve en dos

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nudos problemáticos: la cuestión del cambio (lo que hace refe-
rencia a la estabilidad y la evolución) y la relación entre los to-
dos y sus partes (lo que hace referencia al problema de la estruc-
tura y la función) (Wagensberg, 1998). El paradigma anterior se
pauta a través de una serie de conquistas que significan un re-
troceso en el poder del azar; el éxito científico se mide como
determinación causal de los fenómenos.
El desarrollo de la ciencia en el programa del racionalismo
científico ilustrado es visto como el avance hacia la formulación
de certidumbres (Driebe, 2000), pues se logra determinar (cono-
cer) el comportamiento de la materia, en ella no rige más el azar.
El panorama es tal que se llegó a formular con la metáfora del
«demonio» (de Laplace) la pretensión de conocer el estado de
todas las partículas del universo y calcular, medir, su evolución
presente, pasada y futura (noción que es importada con frenesí
por la economía neoclásica en el sentido del «conocimiento per-
fecto» de todos los factores que aseguran no sólo el equilibrio
parcial, sino la posibilidad de alcanzar el equilibrio general; en
la disciplina del derecho también está presente esta omnipoten-
cia en la metáfora del «juez Hércules» que es capaz de resolver
todos y cada uno de los casos en litigio, capaz no sólo de hacer
cumplir la ley sino de impartir justicia). La derrota del azar (ig-
norancia) se presenta como patrimonio del determinismo, en
términos de la propia predictibilidad de los fenómenos (exigencia
que la postura positivista asumió como necesaria para la investi-
gación social también). La física mecánica newtoniana, sin em-
bargo, basa sus avances en el principio de reversibilidad de los
sucesos (en la equivalencia de pasado y futuro), en la expulsión
del espacio-tiempo, en la negación de la historicidad en cuanto
tal, en la imposibilidad de incorporar el agotamiento termodiná-
mico de los procesos, en la negación de que es posible la muerte
e irreversibilidad de los sistemas. Al día de hoy y con base en los
avances, ciertamente no tan recientes, de la termodinámica y las
leyes de la entropía, no puede ya sostenerse tal formulación. En
el momento actual experimentamos el retorno del tiempo.
En la termodinámica clásica el objeto inicial a definir es el
sistema en equilibrio, se llega así a un conjunto de propiedades y
condiciones que determinan el equilibrio del sistema. Se trata
de una ciencia de estados finales, de estados homogéneos, de
cambios reversibles, donde no aparece el factor tiempo. Sin

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embargo, el equilibrio no es la regla (como si lo es en la econo-
mía neoclásica, que importó y se construyó sobre la base del
paradigma de la física determinista), los procesos naturales ex-
hiben grados de irrreversibilidad. Ahí es donde surge la termodi-
námica del no equilibrio y de los procesos irreversibles. El siste-
ma en no equilibrio se puede descomponer en un número de
partes suficientemente amplia que cada una de ellas puede con-
siderarse, individualmente, como un sistema en equilibrio. La
termodinámica de los procesos irreversibles (entrópicos) redes-
cubre la línea del tiempo.
Ahora bien, la oposición no es tan simple, entre ciencia del
determinismo para el anterior paradigma versus indeterminis-
mo para el actual, o ciencia de la certidumbre para el anterior
esquema y de la incertidumbre para el emergente; hasta en ello
la situación es más compleja. Los nuevos aportes buscan esta-
blecer vínculos entre todos los fenómenos de la naturaleza, in-
cluida la naturaleza humana, desde los más sencillos hasta los
más estructurados u organizados. Sin embargo, no hay que te-
ner complicidad con la complejidad, ésta no es equivalente al
sentido más coloquial de «complicado». El aporte del pensamien-
to emergente que está revolucionando a la ciencia y del que se
ha desprendido hasta una explicación sobre cómo progresa la
propia ciencia, la práctica del científico («el indeterminismo es
la actitud científica compatible con el progreso del conocimien-
to del mundo. El determinismo es la actitud compatible con la
descripción del mundo», Wagensberg, 1998: 84), va más allá de
una oposición de contrarios. No existe simetría en el desarrollo
del cambio en la racionalidad científica sobre la naturaleza, y
sobre la naturaleza humana, de modo primordial: si en el para-
digma dominante hoy en crisis se avanza del análisis de las par-
tes separadas y se expresan conclusiones generalizables sobre el
todo, en el paradigma emergente no es posible derivar de las
nuevas leyes atribuibles al todo complejo (leyes de estructura,
de organización y de escala) conclusiones generalizables para
las partes. Tampoco existe simetría entre la no linealidad y el
caos, vale decir, una situación de caos exhibe procesos no linea-
les, pero la no linealidad no tiene porque ser caótica, tiende tam-
bién a mostrar regularidades (Martínez y Cocho, 1999).
La noción de una realidad o sistema complejo nos conduce
a un doble entrecruzamiento, en primer lugar, a la relación entre

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el todo y las partes, pues como afirma Rolando García «un siste-
ma complejo es una representación de un recorte de esa reali-
dad, conceptualizado como una totalidad organizada (de ahí la
denominación de sistema), en la cual los elementos no son «se-
parables» y, por tanto, no pueden ser estudiados aisladamente»
(García, 2006: 21), la interrelación de las partes que en el canon
clásico de la Introducción general a la crítica de la economía po-
lítica de 1857 de Marx (1989) es de «mutua co-determinación»
(determinaciones determinantes ellas mismas determinadas), en
el argumento de Rolando García está caracterizada como «la
interdefinibilidad y mutua dependencia de las funciones que cum-
plen dichos elementos dentro del sistema total» (García, 1994:
86). Sólo en segundo lugar incorporamos la cuestión de la rela-
ción entre el objeto de estudio y las disciplinas, puesto que la
realidad y los problemas que la estructuran impiden «conside-
rar aspectos particulares... a partir de una disciplina específica»
dado que «las situaciones y los procesos no se presentan de ma-
nera que puedan ser clasificados por su correspondencia con
alguna disciplina en particular» (García, 2006: 21).
La disolución de las perspectivas disciplinarias y el sosteni-
miento de enfoques no disciplinarios es insuficiente si no es con-
ciente de la existencia de un sesgo fuertemente orientado por el
vector positivista, pues en muchas ocasiones se parte de la nece-
sidad de conciliación entre ciencias sociales y ciencias naturales
pero partiendo del presupuesto de bifurcación que fue, justa-
mente, dictaminado por la tradición positivista y sus criterios
normativos de lo que se considera racionalidad legítimamente
científica. Es posible identificar en dicha línea un conjunto con
las siguientes variedades:

— (in)disciplinariedad de Tipo A, propiamente lo que se co-


noce como multidisciplina, donde la hibridación se da dentro de
la permanencia y hasta a través del afianzamiento de la parti-
ción en las dos tradiciones ya mencionadas;
— (in)disciplinariedad de Tipo B, lo que se ha planteado pro-
piamente como interdisciplina, sobre la base de la proposición
de un unitarismo entre las ciencias sociales y las humanidades y
entre las humanidades y las ciencias naturales, en donde no ha-
bría un predominio epistemológico entre las ciencias;

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— (in)disciplinariedad de Tipo C, la llamada perspectiva trans-
disciplinaria, que rompe con los presupuestos epistemológicos
tanto del predominio de una cultura sobre la otra (científica y
humanística), como de los criterios epistemológicos que dentro
de cada cultura son hegemónicos.

Sin embargo, ninguna de las alternativas, por sí mismas, ase-


guran de suyo su consistencia crítica, pues ella le viene dada,
más bien por su ubicación en el marco social general en el que
se desenvuelva y por el cuestionamiento de su propia realidad
contextual.
El paradigma emergente se edifica sobre los principios del
caos determinista, del orden por fluctuaciones, del orden que
emerge del caos, de las situaciones de cambio de fase, de las
estructuras disipativas y las bifurcaciones. Las nuevas ciencias
son las de los sistemas complejos. Si la ciencia que gobernó la
revolución científica del siglo XVII fue la física newtoniana, la
que parece conducir las modificaciones actuales es la que em-
prende el conocimiento de los sistemas biológicos como siste-
mas complejos adaptativos. Estas nuevas ciencias, empujadas
por el nuevo paradigma de la biología compleja y adaptativa
demuestran que las situaciones de bifurcación, de rompimiento
de la linealidad o de emergencia de la no linealidad ocurren cuan-
do se agotan las posibilidades adaptativas del sistema y se desa-
rrollan procesos de auto-organización. Los aportes del estudio
de los sistemas dinámicos y adaptativos permiten también ex-
traer conclusiones de un alto contenido político, en el marco de
situaciones en las que se restituye la autonomía del sujeto: mo-
mentos constituyentes y de auto-organización.
Pues bien, y aquí volvemos a la cuestión del tiempo y del
principio de precaución. En el momento actual lo que se juega
es nada menos que la propia sobrevivencia de la humanidad.
Puestos en tal encrucijada, desde el orden dominante se pro-
mueve una consideración del tiempo como «eterno presente»,
como tiempo lineal, tiempo abstracto cuyo eje es el de la valori-
zación del valor, el del «incontrolable imperativo de expansión
del capital», mientras que el movimiento de movimientos, el cri-
sol que resulta de las distintas modalidades de acción de los que
resisten, busca imponer otra concepción del tiempo, un tiempo
con dimensión de futuro, pero un tiempo de no linealidad tam-

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bién.9 Y ello por la elemental razón de que la humanidad no
dispone de «una infinidad de tiempo a su disposición», no se
pueden ignorar «las limitaciones del tiempo», como sí las ignora
la lógica intrínseca al capital en su «atropello del tiempo», en su
devastación de «la ley fundamental de la relación de la humani-
dad con la propia naturaleza», esto es, la destrucción de la pro-
pia relación vital. Volvemos de nueva cuenta al problema consti-
tuyente en política (como autonomía del sujeto y auto-organiza-
ción) y al de la termodinámica de la vida, pues en ambos está
presente el problema de las leyes, de ahí lo que sostiene István
Mészáros:

La humanidad jamás necesitó poner una atención más fiel a la


observancia de las leyes que la exigida hoy en esta coyuntura
crucial de la historia. Pero las leyes en cuestión han de ser rehe-
chas radicalmente: poniendo en armonía totalmente sustentable
las determinaciones absolutas y relativas de nuestras condicio-
nes de existencia, de acuerdo con el reto ineludible y la carga de
nuestro tiempo histórico [Mészáros, 2008: 33].

Por las razones hasta aquí expuestas, no se puede hacer caso


omiso e irresponsable de las consecuencias que puede traer el
predominio de la lógica incontrolable del capital. De ahí la enor-
me «carga de nuestro tiempo histórico» (Mészáros, 2008: 23-
37). De ahí la necesidad, el apremio por repensar, criticar y trans-
formar la totalidad política y social vigente.

9. Quizás a ello se refiera Walter Benjamin en sus Tesis sobre la historia,


cuando apunta a la oposición entre un tiempo homogéneo y vacío que es
confrontado por ese «“tiempo de ahora” en el que están incrustadas astillas
del tiempo mesiánico» (Benjamin, 2008: 58). Entre la amplia bibliografía que
está trabajando este tema desde una perspectiva filosófico política puede ver-
se Agamben (2006).

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CAPÍTULO 4
EL PODER DEL FETICHISMO
Y EL FETICHISMO DEL PODER

El mito sin contenido es también el mito de los cien


contenidos, en el sentido de que se resuelve en la esce-
nificación de un sitio de poder, sitio tomado por un
discurso cuyo estatus es el de una Referencia fundado-
ra omnipotente, de contenidos cambiantes (Dios, la
Democracia, la Ciencia), y que produce su efecto de
normatividad social plegándose a las exigencias de la
tecnología jurídica procurada por la tradición roma-
na-cristiana y su institución fetiche, el Estado moder-
no reproducible en serie.
PIERRE LEGENDRE (2008: 22-23)

Es imposible atribuir un poder moral mediante los ar-


tículos de una ley.
KARL MARX (1971: 33)

Tiene razón Alvin Gouldner en señalar la disyunción que al


seno de la tradición marxista se experimenta al modo de «dos
marxismos», y que ésta comienza a perfilarse sin esperar que la
muerte de Engels, el gran albacea de Marx y su más estrecho cola-
borador, acontezca. Ya estaba incubado (en la manera en que aquél
concebía el discurso del filósofo de Treveris) el elemento que bien
pudo precipitar la posterior disputa del legado, en el marco de lo
que finalmente ocurrió al seno del marxismo en el siglo XX (Gould-
ner, 1983). Es ésta, y formulada incluso de manera más severa,
también la opinión de Rubel (2003). Tal vez sea por tal razón que
algunos han señalado que el siglo XX fue el siglo del marxismo y se
espera que el siglo XXI sea el siglo de Marx (Heinrich, 2009). Es así
que Gouldner identifica «dos marxismos» uno que entiende a éste
como ciencia, el otro que lo entiende como crítica. El primero
tendría más herencia de Engels que de Marx y guardaría en su

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seno una muy identificable propensión positivista, ya anunciada
desde finales del siglo XIX e inicios del XX en las posiciones políti-
cas del revisionismo histórico y de la deriva belicista de la propia
socialdemocracia. En el segundo, habría un mayor peso de la tra-
dición filosófica alemana, recuperada en sus términos por una
discursividad crítica que asimila el conocimiento como la com-
prensión del devenir en proceso de la cosa.1 Dicha tradición se
ancla en la disputa epistemológica de 1923-1925, que daría lugar
a lo que se dio en llamar «marxismo occidental», o también «teo-
ría crítica de la sociedad». Decimos que asiste la razón a Gouldner
en su diagnóstico, sin embargo, lo que este autor no detecta es
que la propia noción de crítica (en la segunda vertiente del mar-
xismo) se abre a un abanico muy amplio de consideraciones a
propósito de lo que se considera en qué debe consistir la oposi-
ción al capitalismo como sistema u orden vigente. El pensamien-
to crítico, podemos decir de entrada, se ubica o arraiga en una
exigencia como la formulada, a finales del siglo anterior, por el
autor de El ser y el acontecimiento:

Cualquiera que trabaje para la perpetuación del mundo que hoy


nos rodea, aunque fuera bajo el nombre de filosofía, es un adver-
sario, y debe ser conceptuado como tal [Badiou, 1999: 6].

En una especie de derivación del método transformativo de


Feuerbach, Ernst Bloch en su El principio esperanza no hace sino
partir de definir el ser del capitalismo como «lo que no debiera
ser» y desde ahí desprende toda su propuesta: Ante la sentencia
hegeliana de que «la verdad es el todo», Bloch dispondrá que lo
que existe no es verdad. Es así que, mientras en Ernst Bloch se
critica al ser desde el aparecer, desde el aún no-ser, en Walter
Benjamin se lo hace desde el prevalecer; y en una perspectiva
más reciente, en el caso de John Holloway se propone que «para...
cambiar el mundo sin tomar el poder... debemos partir desde el

1. El muy particular modo de dar cuenta de la realidad objetiva es una de


las tres acepciones de ciencia que Manuel Sacristán identifica como presentes
en el pensamiento de Marx, cuando afirma: «La idea de fundamentación como
desarrollo, en vez de como deducción o como validación empírica, expresa la
convicción de que la argumentación acerca de algo no debe ser una cadena de
razonamientos indiferentes a la cosa, sino que ha de consistir en la exposición
del desplegarse de la cosa misma» (Sacristán, 1983: 323).

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hacer». Desde una perspectiva diferente, el proyecto de Enrique
Dussel afronta al ser del capital desde el vivir de la corporalidad
sufriente, esto es, si el capitalismo es un régimen de anulación
de la vida hemos de oponerle un «principio vida». Hay aquí, en
esta breve lista, algunas proposiciones de lo que políticamente
se esgrime como alternativo, no son las únicas, por supuesto,
pero son algunas a tomarse en cuenta.
No obstante, a ello no se limita el problema. La propia recu-
peración de las distintas manifestaciones en que lo alternativo
se despliega nos permite colocarnos creativamente ante una apa-
rente disyuntiva del discurso crítico. En términos generales, po-
demos afirmar que al predominio del orden social aún domi-
nante se han prefigurado dos oposiciones, cada una de ellas es-
grimida por auténticos colosos del pensamiento social. La una
oponiendo a lo presente la riqueza de lo posible, entendido como
el todavía no-ser: nos referimos, por supuesto, a Ernst Bloch y
su «principio esperanza» (Bloch, 2004).2 La otra postura sería,
por supuesto, la de Walter Benjamin quien opone a la visión (o
representación) iluminista del progreso el peso de la memoria y
de los momentos mesiánicos, es decir, la recuperación de la his-
toria desde el lado de las víctimas y, desde luego, de las víctimas
pasadas y de la memoria histórica de las gestas pasadas que ali-
mentan las reivindicaciones de los que luchan actualmente.3 Y
ello por la simple razón que apunta Walter Benjamin:

[...] la clase que lucha, que está sometida, es el sujeto del conoci-
miento histórico [...] la clase vengadora que lleva hasta el final la

2. Bloch nos invita a recuperar la «dimensión profunda de la reacción


contra lo que no debiera ser, entendida como movilización de las contradic-
ciones que se dan en lo que no debiera ser, a fin de socavar y derribar esto
último» (Bloch, 2004: 186). Es en ese ánimo que, creemos, ubica en su carác-
ter de «atractor» a la función utópica, al excedente espiritual y cultural, que
hace su aparición en las «primaveras de los pueblos». Pero incluso en Marx se
vislumbra tal actitud, en afirmaciones como la siguiente: «si la sociedad tal
cual es no contuviera, ocultas, las condiciones materiales de producción y de
circulación para una sociedad sin clases, todas las tentativas de hacerla esta-
llar serían otras tantas quijotadas» (Marx, 1989: 87).
3. Por esta razón, habría que decir con Walter Benjamin que, tanto en la
realidad como en el conocimiento, «la historia es objeto de una construcción
cuyo lugar no está constituido por el tiempo homogéneo y vacío, sino por un
tiempo pleno, “tiempo-ahora”» (Benjamin, 1994: 188).

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obra de liberación en nombre de las generaciones vencidas [Ben-
jamin, 1994: 186].

Según el argumento de este tan significativo autor, tanto la


socialdemocracia como el socialismo histórico asignaron a la
clase obrera el papel de «redentora de generaciones futuras»
(Benjamin, 1994: 186) y con ello amputaron los nervios de su
mayor fuerza, al desaprender que «tanto el odio como la volun-
tad de sacrificio [...] se alimentan de la imagen de los anteceso-
res esclavizados y no del ideal de los descendientes liberados»
(Benjamin, 1994: 188). Pues bien, no es necesario en este plano
forzar a una disyunción extrema, es posible avanzar como lo
sugiere, por ejemplo, Boaventura de Sousa Santos, en una pers-
pectiva guiada por un «principio de traducción» en el que la eman-
cipación social y la alternativa se despliegue, hasta en ese ámbi-
to, al modo de una dialéctica creativa del mestizaje, recuperan-
do el valor de uso del entrecruzamiento, lo no colonial de las
zonas de contacto, lo sinérgico de los «pensamientos fronterizos».
Hay, así, y esto debe ser ya reconocido, un amplio crisol de
lugares enunciativos de la crítica, una amplia variedad de consi-
deraciones que arrastran tradiciones todas ellas muy significati-
vas que convendría señalar, así sea muy al paso. Una sería la de
la noción de crítica como superación (digamos, de raíz cierta-
mente kantiana), otra la de ésta como negación (más de raigam-
bre hegeliana, que ve a ésta como «negación determinada», y en
su radicalización adorniana, concentrada en el momento de la
«negatividad»),4 una tercera que se concentra en la desestima-
ción del nivel trascendental de la totalidad, y que perfila una
crítica inmanente a ella (de raigambre, quizá, más spinoziana
pero en recuperación de la veta nietszcheana también), en don-
de no hay que esperar un momento trascendental a la totalidad,

4. Tal énfasis del coautor, junto con Horkheimer de la «Dialéctica de la ilus-


tración», deriva, como bien lo explica una de sus más amplias conocedoras, de
las siguientes razones. Dice Buck-Morss: «Todo el contenido de su incesante
insistencia en la negatividad consistía en resistirse a repetir en el pensamiento
las estructuras de dominación y reificación que existían en la sociedad, de modo
que en lugar de reproducir la realidad, la conciencia pudiese ser crítica, de
modo que la razón reconociera su propia no identidad con la realidad social por
un lado, y la no identidad de la naturaleza material con la conciencia categori-
zadora que se hacía pasar por racionalidad, por otro» (Buck-Morss, 1981: 364).

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o un actor o entidad igualmente trascendental, sino que ve ya
posible la transformación del sistema por estar dadas las condi-
ciones para ello, habiendo que afirmarlas (en el sentido en que
se «afirma la diferencia»), pues «determinación es negación».
Otra postura, además de las tres anteriores, sería aquella que
identifica no sólo una, que podríamos llamar, «trascendentali-
dad interna» (la del trabajo subsumido al capital, o la del «mo-
mento subsunción del trabajo», por llamarle de algún modo),
sino que la integra en una «trascendentalidad ontológica», pues
se coloca epistemológicamente en exterioridad a la totalidad vi-
gente y ve en esa dimensión, la de lo no colonizado por el capital,
la del no-ser del capital, al genuino y privilegiado espacio creati-
vo y creador de otro orden, ahí reside la posibilidad de encontrar
el locus de enunciación de la crítica, lugar que, por ello, será el
de la de-colonialidad. Esta última es la propuesta que en política
viene defendiendo, entre otros, Enrique Dussel.
Para ver lo que está en juego tal vez convenga exponer los
puntos con algo más de detenimiento y en un orden que destaque,
en dichas propuestas, su pertinencia pero que también ilumine
sus posibles aporías. El concepto que concentra, al parecer, la dis-
cusión es uno cuyo uso ya no es tan abrumador entre los filósofos,
como lo era antaño, pero que en últimas fechas reclama y ha pro-
piciado esfuerzos de reconsideración y de re-semantización.5 Ha-
blamos, por supuesto, del concepto de dialéctica. Concepto éste
en el que, creemos, se articula el debate, y ha venido en tales polé-
micas a establecerle como el atractor, difuso, en ocasiones; extra-
ño, en otras, de toda una serie de propuestas de reconstrucción de
«lo político» y de los sujetos o el sujeto de la política.
En los tiempos actuales, de crisis calamitosas y de solucio-
nes catastróficas, la dialéctica ya no se juega entre materialismo
y formalismo, sino entre negatividad y positividad, esto es, el
tiempo histórico nos coloca en una disyunción que se da entre
una dialéctica negativa y una analéctica, o dialéctica de la afir-
mación (Dussel, 1991). En otra apreciación, la dialéctica del anti-
capitalismo se juega entre una concepción de ésta como «dialéc-
tica pasiva» o como «dialéctica práctica» (Haug, 2007: 125).

5. Una notable excepción a este abandono del tema es el reciente libro de


Armando Bartra en que discutiendo la pertinencia de Sartre para la discusión
actual, pone a «la dialéctica en cuestión» (Bartra, 2010).

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Hoy, el mundo entero está viviendo una conformación en la
que diversas formas de fascismo societal están teniendo lugar,
no en exclusiva, al seno de la entidad estatal, sino disgregadas en
una multiplicidad de relaciones sociales que envuelven tal ca-
rácter y apuntan, tanto al nivel de la geo-política como al de la
biopolítica a una negación de la existencia humana de conglo-
merados de población cada vez más numerosos. Ello es una
modalidad de despliegue contradictorio y contradicente de los
valores ilustrados y del proyecto de emancipación que promue-
ve la modernidad, y constituye el tipo de encrucijada histórica
ante el que nos coloca nuestro tiempo. Ante esta realidad con-
textual lo dramático de la situación consiste en que, como lo
afirma Fredric Jameson,

[...] parece que hoy día nos resulta más fácil imaginar el total
deterioro de la tierra y de la naturaleza que el derrumbe del capi-
talismo; puede que esto se deba a alguna debilidad de nuestra
imaginación [Jameson, 2000: 11].

Un punto de arranque para una posible reconsideración si no


del pensamiento crítico como tal, lo cual rebasa nuestras preten-
siones, sí del abordaje del debate, nos ha venido siendo sugerida
por Franz Hinkelammert desde hace tiempo. A últimas fechas
este filósofo viene insistiendo en lo que él llama la «reconstitución
del pensamiento crítico» (Hinkelammert, 2009). En su temprana
obra apuntaba a la consideración de lo utópico como horizonte
de aproximación y espacio para el enunciamiento de una política
opuesta al capitalismo, al cual caracterizaba como un régimen de
anti-vida; el economista alemán, avecindado en Costa Rica, pro-
pone, en aquel trabajo, comenzar por reconocer que,

[...] lo que no es [«lo utópico», como coordenadas espacio-tem-


porales de lo trascendental], es un elemento importante para sa-
ber lo que es [Desde ahí se pronuncia por apreciar que] ...El
movimiento de esta sociedad socialista Marx no puede entender-
lo ya como un movimiento sobre la base de lo que no es y, por
tanto, en términos de puntos de llegada y progresivos, sino sola-
mente como un movimiento de valores de uso, que sirven para
satisfacer necesidades y que cambian sobre la base de nuevos
conocimientos tecnológicos. Pero no es la negación social la que
lo empuja [Hinkelammert, 1977: 21].

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Este apunte, el de Hinkelammert, indica un posible sendero,
el de una política afirmativa, ya no sólo reactiva al poder despó-
tico del capital o meramente defectiva, negadora negativamente
del orden.
Hoy, desde el discurso crítico, al seno del pensamiento de
izquierdas no se trata de situarse en el extremo, ni de desplazar-
se hacia el centro, sino de tener la capacidad de construir siner-
gias (desde abajo y para los de abajo, con el pueblo y para el
pueblo), sin el sacrificio de los principios, combinando creativa-
mente la táctica y la estrategia sin sucumbir al «inmediatismo
de las condiciones», por el contrario, con base en la considera-
ción de opciones históricas desplegar el proceso experimental
de la acción en «utopías posibles» (Bartra, 2011) cuyo actuar, en
el terreno de la política, evada inteligente, coherente y diligente-
mente el aislamiento, el sectarismo, el posibilismo y el pragma-
tismo. Las luchas actuales nos muestran que habrá que compro-
meterse en una crítica radical de las políticas de lo posible pero
sin rendirse a políticas imposibles. Y, aunque no lo parezca, el
espacio social entre esas dos opciones es amplio y puede ser fruc-
tífero para aquéllos comprometidos en la lucha social por cons-
truir «otro mundo posible».

Desde la dialéctica y ¿hacia dónde?

Lo cierto es que, si bien con Aristóteles todavía la dialéctica


está en estrecha relación con la retórica, en tiempos recientes y
en un sentido opuesto, lo que presenciamos es una retórica anti-
dialéctica, que puede ser vista con diferentes tonalidades en va-
rios discursos que se reclaman críticos.6 Es el caso, por mencio-
nar los más ilustrativos, del énfasis en la «inmanencia absoluta»
por parte de Antonio Negri, o en la «negatividad» de la revolu-
ción por parte de John Holloway. Es por tal motivo que aprecia-
mos de mayor y mejor calado la formulación que a este propósi-
to plantea Slavoj ™iÆek cuando, en su crítica a aquellas posicio-
nes, sugiere que éstas se esfuerzan por radicalizar la crítica porque
sostienen la cristalización de la misma en el momento de la ne-

6. Como muestra de una bibliografía que parece crecer, pueden verse: Royo
(2002), Therborn (2007), y Ripalda (2005).

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gación, pero en lugar de ello parecieran estar cediendo a una
política imposible. En tal dirección, apunta:

[...] el verdadero propósito revolucionario no es «tomar el po-


der», sino debilitar, desintegrar los verdaderos aparatos del poder
estatal. En esto reside la ambigüedad de los llamamientos de la
izquierda «posmoderna» a abandonar el programa de «tomar el
poder»: ¿implican con esto que debe ignorarse la estructura
de poder existente, o más aún, limitarse a resistirla construyen-
do espacios alternativos fuera de la red del poder estatal (la estra-
tegia zapatista en México) o implica que uno debería desinte-
grar, quitar el sostén del poder estatal, de manera que el poder
estatal simplemente colapse, entre en implosión? Para el segun-
do caso, no alcanza con las fórmulas poéticas sobre la multitud
que inmediatamente se gobierna a sí misma [™iÆek, 2005: 49].

No alcanza tampoco con la estrategia de concentrarse en el


acto de resistir al sistema, de negarlo por aparecer nosotros como
«hacedores negados» por el entramado complejo de una lógica
sistémica, pues pareciera que ahí el problema reside en que la
acción del sistema es el lado dinámico de la relación, y la negati-
vidad el lado reactivo. Se requiere ir más allá y promover una
política de afirmación ya no sólo de negación. Lo que está en
juego, sin embargo, pisa el campo de lo político, es cierto, pero
merece ser pensado desde bases firmes que se ubican en el nivel
epistémico y filosófico.
En una exposición reciente, que tuvo por sede el Auditorio
Alfonso Caso de la UNAM, el epistemólogo argentino Ricardo J.
Gómez argumentó las razones por las cuales la noción de cien-
cia en Marx es adelantada a su tiempo, y en ello reside su carác-
ter revolucionario (Gómez, 2009). La re-formulación que en di-
cha ocasión fue propuesta tiene la virtud de apuntar desde la
dialéctica hacia la complejidad y desde la epistemología a una
muy imaginativa consideración de la ontología, y desde ahí, nos
puede ser sugerida, creemos, una reconsideración de lo «ontoló-
gico político».
En Marx, es evidente, la centralidad e importancia que otor-
ga a la comprensión de su método, y ello lo afirma ya desde su
tiempo, en cuanto comienza a procesar y conocer de la recep-
ción de su obra. Por aquella ocasión llegó a decir:

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El método aplicado en El capital ha sido poco comprendido, como
lo demuestran ya las apreciaciones, contradictorias entre sí acer-
ca del mismo [...] observa el profesor Sieber: «En lo que respecta
a la teoría propiamente dicha, el método de Marx es el método
deductivo de toda la escuela inglesa» [...] El señor Maurice Block
[...] descubre que mi método es analítico y dice, entre otras co-
sas: «Con esta obra, el señor Marx se coloca al nivel de las mentes
analíticas más eminentes». Los críticos literarios alemanes albo-
rotan, naturalmente, acusándome de sofistería hegeliana. La re-
vista de San Petersburgo [...] en un artículo dedicado exclusiva-
mente al método de El capital [...] encuentra que mi método de
investigación es estrictamente realista, pero el de exposición, por
desgracia, dialéctico alemán [Marx, 1984b: 11-20].

Por nuestra parte, señalamos, muy al paso, que en Marx el


método dialéctico o la dialéctica como método (en cuyo «núcleo
racional» se encuentra la intelección positiva de lo existente, pero
que incluye, al propio tiempo, la inteligencia de su negación) es
como diría el propio Marx «por esencia, crítica y revoluciona-
ria». No está, pues, por demás profundizar en estas cuestiones.
En mayor medida porque la Tesis 11 sobre Feuerbach, sigue reso-
nando en nuestro interés por escarbar en «lo político»; en un
interés guiado por los imperativos del tiempo presente: nos inte-
resa en tanto actores políticos y sujetos con poder, comprender
para resolver problemas, ayudar en unas luchas, influir en cier-
tas decisiones, imprimir una dirección a los acontecimientos. La
que, en su tiempo, Marx promovía era una ciencia que buscaba
ser de carácter transformador, en el marco de relaciones de po-
der. La ciencia desde una consideración más amplia es, siempre,
una actividad históricamente condicionada. Por ello, el análisis
del capitalismo efectuado por Marx adquiere un carácter revo-
lucionario con respecto a la economía política de su época, pues
si ésta des-historiza las leyes de la producción burguesa y las
asume como «leyes naturales», Marx, por el contrario, efectúa
«un análisis crítico del modo de producción capitalista. Ese aná-
lisis revela que las leyes de las que hablan los economistas son
leyes de «ese» modo de producción y por lo tanto no tienen al-
cance universal y transhistórico» (Gómez, 2009: 120). Nuestra
tarea deberá buscar ir más allá de ese inicial punto de partida,
puesto que reconstituir el pensamiento crítico exige hacerlo en
el sentido como lo hacía la Crítica de la economía política, en
cuanto a ser crítica de la economía de su época, toda vez que la

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[...] reconstitución [del pensar crítico] ...tiene que tener como
punto de partida la economía política burguesa de hoy, no la clá-
sica. Por eso tiene que partir de las teorías económicas neoclási-
cas y neoliberales, para efectuar su crítica de la economía políti-
ca desde allí [Hinkelammert, 2009: 19].

En esta escarpada senda hay que procurar caminar distan-


ciándose, entonces, no sólo de la economía política, sino de la
teoría social funcional al orden vigente («tradicional» le llama-
ban, Horkheimer y Adorno), y hay que intentar hacerlo desde
aquel punto de partida que se ubica en el sufrimiento humano,
en el lugar de los excluidos (™iÆek, 2009).
Para Gómez (2009), la noción de ciencia del filósofo de Tre-
veris muestra, por un lado, una clara preeminencia de la ontolo-
gía pero, por el otro, ésta no puede sino ser asimilada como una
ontología dialéctica. La epistemología subsidiaria del predomi-
nio ontológico exige un proceder dialéctico con base en el des-
pliegue de las contradicciones de cada situación concreta, que
envuelve un grado de complejidad históricamente determinado.
De tal modo, el epistemólogo argentino procedió a efectuar se-
veros distanciamientos con otras perspectivas reductivas del pro-
ceder metodológico de Marx: a) no se puede sostener una teoría
del reflejo, b) el concepto de ley no hace referencia a un proble-
ma de causa-efecto, sino a un problema de tendencias, c) no
existe la inevitabilidad histórica, su consideración del problema
de la necesidad histórica es restrictiva y no absoluta, y hace refe-
rencia a leyes y tendencias válidas para condiciones determina-
das, d) no hay sistema dialéctico aplicable universalmente, e) las
contradicciones formales no son equivalentes a las contradic-
ciones dialécticas, etc.
A nuestro juicio, la exposición más acabada de esta cuestión
por parte de Marx se encuentra en la Introducción de 1857, y en
las primeras secciones del Tomo I de El capital de 1867-1873.
Antes de señalar con algún detenimiento lo que está en juego en
las secciones iniciales de El capital, a propósito de la mercancía,
el dinero, y la producción de capital, conviene referir el asunto
del proceder metodológico de Marx y su énfasis en el problema,
como diría Kosik, de la dialéctica de la «totalidad concreta» (Ko-
sik, 1967). Kosik no hace sino desplegar lo que ya está enuncia-
do en Lukács (1969: 11, 20, 54), ambos son, por decirlo de algún
modo, continuadores, profundizadores y esclarecedores de un

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concepto que ya aparece formulado por el propio Marx (1989:
22). Esta suerte de holismo históricamente determinado, remite
al problema de las relaciones entre relaciones, al de las co-deter-
minaciones mutuamente determinantes, y recapitula el proble-
ma de la ontología. El asunto de la totalidad es planteado desde
una perspectiva dinámica y compleja, que es bien señalado por
Lukács en su Ontología del ser social:

[...] aquí la totalidad no es una formal-pensada, sino la repro-


ducción pensada de lo que realmente es, las categorías no son
piedras de una construcción sistemáticamente jerárquica, sino
«formas del ser, determinaciones de existencia», elementos cons-
tructivos de complejos relativamente totales, móviles, cuyas in-
terrelaciones dan cada vez complejos más englobantes, tanto
extensiva como intensivamente [Lukács, 2007: 82].

La limitación de este proyecto, desde el cual arrancó el lla-


mado «marxismo occidental» es bien percibido por el director
de Das Argument: «Nosotros no partimos como Lúkacs, de una
totalidad homogénea, sino de totalizaciones que se interpene-
tran y que se contraponen y se desintegran permanentemente
en totalidades incompletas» (Haug, 2007: 126).
Ya el trabajo clásico de Lukács escrito en 1923, Historia y
conciencia de clase, apunta hacia el rumbo al que queremos diri-
gir nuestra atención. El escritor húngaro apunta a una especie
de insuficiencia o aporía cuando lo que él llama «la conciencia
de clase» se erige en una «mera crítica de la cosificación», es de-
cir, cuando el sujeto (esto es, el proletariado, en la jerga lukacsia-
na), «no se levanta... por encima de lo negado más que negativa-
mente» (Lukács, 1969: 83). El asunto, al que con ello se apunta,
es de importancia, pues no se trata de negar sólo a una parte
(imposibilitado de abarcar la totalidad), sino que el acto de ne-
gar se detenga ahí, se cristalice o petrifique y con ello quede
preso y sea tributario del orden (negación negativa), pues se ve-
ría, en tal proceder, imposibilitado de avanzar en la proposición
y constitución de otro orden (negación afirmativa).
Venimos sosteniendo, desde el capítulo previo que, cuando
se habla de la ontología o totalidad del capital, ésta debe ser
entendida en términos de identidad inmediata, mediata y abso-
luta de la totalidad dinámica y compleja que es el capitalismo.
El capital es identidad inmediata en cuanto dinero, identidad

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grosera, patética del dinero con el patrón, es éste el momento
que le interesa destacar a Antonio Negri, porque en él ve el anta-
gonismo, la confrontación. Pero el capital es también en su iden-
tidad mediata, ahí el capital se identifica con las abstracciones
que son reales, pero que figuran en la conciencia fetichizada de
los sujetos-ciudadanos como aparentemente dispuestas de una
pretendida universalidad formal, es el momento del capital en
tanto dominio de la «objetividad espectral» del valor y del Esta-
do (la abstracción universal), el capital domina como forma, y
las formas sociales, las categorías sociales son formas del capital
(relaciones, abstracciones, mediaciones, instituciones y catego-
rías económicas). Por último el capital es en tanto sea identidad
absoluta, esto es, identidad que integra a los dos momentos an-
teriores en tanto momentos de este nivel. El capital, en este mo-
mento o ámbito, integra a lo que es (trabajo acumulado, objeti-
vado, muerto) y a lo que no-es capital (trabajo vivo, en tanto
fuerza creadora de valor, en tanto creatividad positiva y latente
del contra-valor). Es el momento de la subsunción del trabajo
vivo por el capital, que desde el inicio es ingreso al terreno de la
producción que integra el nivel de la totalidad de la circulación.
En el tempo en que ha operado el «momento subsunción», es
decir, el capital que atrapa y coloniza a la capacidad creativa del
trabajo vivo, al no ser del capital como pobreza absoluta, «el sujeto
automático» (el «sujeto-dinero» le llama Marx en 1857), da cuenta
de que ha integrado a los dos niveles anteriores, y por ello, es reali-
zación de su identidad absoluta, pues con ello ha desplegado su
dominación, la del capital como identidad inmediata, mediata y
absoluta. Sin embargo, el trabajo vivo es no-ser del capital, en tan-
to en él reside la fuerza creadora del valor, en tanto capacidad y
latencia de creatividad humana y comunitaria. Desde el núcleo
obrero y colectivo, desde el pueblo que es capaz de reconocerse en
el pueblo, así como el trabajo es capaz de reconocerse en su viven-
cia como el individuo vivo que busca no ser subsumido en la tota-
lidad vigente; será pues desde ahí, desde ese umbral, desde ese
margen, desde esa frontera del levantarse para ya no ser subsumi-
do en la totalidad vigente («trascendentalidad interna»), o para ser
capaz de crear desde una otra totalidad («trascendentalidad onto-
lógica»), desde donde se está decidiendo sobre vida y muerte de los
productores, y sobre vida y muerte de entidades (comunitarias)
que están autocreándose en las afueras del sistema del capital.

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La relación del capital en su identidad inmediata y en su
antagonismo, ha perfilado una crítica spinoziana, donde el quid
de la cuestión es calibrada desde una consideración en la que «la
forma es esencia», «la determinación es negación».
El momento de la «objetividad espectral», donde el capita-
lismo domina desde las abstracciones reales, desde sus media-
ciones, ha perfilado una crítica hegeliana que asume que la esen-
cia es ella también forma (la negación es «negación determina-
da»), o bien una estrategia que asume que el modo de entenderse
con la mediación es no participar de la mediación, es estar con-
tra y negando la mediación, negando el «trabajo abstracto», el
Estado como «abstracción universal»; por ello, desde estas pos-
turas se privilegia la crítica como negatividad.
Por último, en la consideración del ser del capital como iden-
tidad absoluta que en el momento subsunción integra y abarca a
los tres niveles, ha perfilado una crítica, en cierto sentido, sche-
llinguiana, esto es, desde la fuerza creadora del trabajo vivo que
epistemológicamente se sitúa por fuera (en exterioridad) o en el
umbral de una otra totalidad emergente. Por ello, desde esta
postura, cuenta en política el asunto de la hegemonía, porque es
dable pensar desde un espacio-tiempo transontológico y es en
dicho lugar que la disputa por la hegemonía, o por la construc-
ción de la contrahegemonía decide el curso de la historia pre-
sente y la subsistencia futura del sujeto viviente.
Para tratar de iluminar, en algo, estos campos y nudos pro-
blemáticos nos ocuparemos de la cuestión, en primer lugar, en
términos del vínculo forma de valor-poder y, en segundo lugar,
del vínculo fetichismo-poder.

En camino al concepto de valor, y desde el valor


hacia el poder

Las reflexiones a propósito de lo civil, y de su piso bajo la


forma de «sociedad civil» encaminan indefectiblemente la cues-
tión, en la filosofía clásica alemana, hacia el problema del poder.
El problema de la propiedad remite de inicio al problema de la
disposición de las cosas. Sólo puede decirse que algo se posee, es
de uno, mientras la persona pueda desprenderse de él en un acto
de derecho (los «bienes comunes», por ello no pueden ser puestos

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al mercado, ofrecidos como mercancías), esto es, no que una cosa
pueda ser ofrecida en el mercado como mercancía, por su legíti-
ma propiedad, sino que el orden social (como totalidad) tenga por
base la completa conversión de los productos sociales en cosas.
No acuden al mercado cosas en la forma de mercancías, sino que
lo que acude al mercado son las cosas-mercancías, y pareciera
que lo hacen por un acto de voluntad de los sujetos, cuando más
bien tienen por base que tal igualdad (la de las diversas cosas-
mercancías en el mercado), se costea por la real desigualdad de
los sujetos en el terreno de la producción de tales cosas-mercan-
cías, la igualdad en la esfera de la circulación como desigualdad
en el terreno de la producción, un problema también de poder. Y
una reflexión que nos conduce también al asunto del poder como
totalidad, o al problema del poder al seno de la totalidad.
El fenómeno «sociedad civil», como lo hemos venido encaran-
do, no es sino la recíproca dependencia de los particulares, que en
principio se despliegan como independientes entre sí, pero que
necesitarán unos de otros para el cumplimiento o satisfacción de
sus muy variadas necesidades: la cosa que se pone ahí para su
cambio por otras cosas, los sujetos que depositan su voluntad en
las mercancías que entran en recíproco cambio. Si cualquier tipo
de cosa entra en posible cambio por cualquier otro tipo de cosa es
porque hay algo en común, tal es la sustancia-valor, que permite su
intercambiabilidad no por un tipo de objetividad ligada a sus ca-
racterísticas físicas sino por un tipo de «objetividad no física», que
sin ser ella físicamente constatable, efectúa el cumplimiento de
una objetividad real. Tal es la característica del valor, y podemos
pensar, en analogía, también la del poder.
De esto derivará un concepto de poder encajado al específi-
co modo de presencia de las cosas en las personas. Poder, según
el argumento de Martínez Marzoa que hemos venido detallan-
do, es «aquel modo de presencia de las cosas consistente en que
“se dispone de ellas”» (Martínez, 2008: 40). La presencia de la
objetividad real del poder está en estrecha relación al modo en
que la cosa es tanto más presente cuanto menos se depende y
más se dispone de ella: la presencia de las cosas capacita. Esta
específica noción de poder llevará por la vía de la extensión de
los contratos a la noción de garantía, que presupone a su vez la
condición de un poder con el que nadie pueda medirse (esto es,
la renuncia de soberanía como renuncia a una serie de derechos

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naturales que no es sino afirmación de soberanía por parte del
Estado-soberano), que es garantía del cumplimiento de los con-
tratos y las reglas y en ese sentido apunta a una noción de uni-
versalidad: universalidad en el cumplimiento de las reglas, que
apunta también a una determinada noción de justicia: «la justa
contrapartida de que yo haya de cumplir una regla es que se me
garantice que todo otro ha de cumplirla» (Martínez, 2008: 44-
45), garantía que sólo la puede dar el poder de imposición con el
que nadie pueda medirse: el Estado. El mismo camino sólo que
emprendido desde otra dirección está en Kant, en éste a través
del actuar ético, donde el problema de la decisión es dirigido
hacia un criterio de discriminación interna, esto es, el actuar por
recta razón (conforme a la obediencia a la representación de la
ley), y no por obra de un agente de discriminación externa, el Esta-
do: así se le formule a éste como la encarnación de la eticidad
(Hegel) o como estructura de dominio legítimo (Weber).
Ahora bien, por esta vía, la noción de poder como poder de
disposición de las cosas, y en un régimen social en que fetichis-
tamente las personas son también cosificadas, esto es, como
poder de comando sobre las personas y sobre la específica y pe-
culiar cosa que tienen en pertenencia como capacidad de traba-
jo (sólo potencialmente como valor de uso) ha conducido, como
lo hemos expuesto desde el inicio del capítulo anterior, a la no-
ción ofrecida por Marx del Dinero-Poder como disposición del
trabajo de los otros.
El propósito de El capital, se enuncia desde el párrafo inicial
del capítulo primero sobre «la mercancía»: es el problema de la
riqueza en las sociedades en que predomina la producción capi-
talista. Y este análisis se efectúa a través del paso argumental del
«cúmulo de mercancías» a la mercancía singular: auténtica cé-
lula económica de este tipo de sociedad. Este desplazamiento
argumental sintetiza las varias influencias que pesan sobre el
pensamiento de Marx, pues si bien remite al paso de lo universal
a lo singular en Filosofía, también es influenciado por el éxito de
las llamadas «ciencias de la naturaleza», cuando el propio Marx
lo destaca como el análisis del «organismo social» a través de su
estudio micrológico. Si el objeto de estudio de El capital es la
riqueza, ésta es «lo que se tiene», lo que se tiene es lo que hay, lo
que hay es lo que es, el ente. De tal modo se plantea, de entrada,
por parte del filósofo español Felipe Martínez Marzoa (1983), a

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la obra de El capital como ontología, y a «la filosofía de El capital
como su teoría del valor». Cuestión distinta será especificar si
esta ontología es una de carácter particular (concentrada en un
nivel óntico) o es una ontología primera.
La oposición inicial, en su carácter de dualidad constituti-
va, que Marx establece entre valor de uso y valor de cambio
(concediendo con ello a la terminología al uso de la economía
política clásica), se aclara más adelante cuando se destaca con
mucha claridad que la oposición debe ser establecida, en rigor,
entre la lógica de la producción que tiene por eje el valor de uso
y la lógica de la producción que tiene por eje el valor, la forma
valor. Se tendrá así una lógica de antagonismo conflictivo por
la naturaleza doble de la mercancía, en cuanto objeto para el
uso y en cuanto valor (Marx, 1984b: 53), esto es, considerada
según la terminología de los Grundrisse de 1857, «en su inme-
diata forma natural» y «en su forma mediata» (Marx, 1989: 97).
La palmaria contradicción constitutiva u orgánica del capita-
lismo entre una «forma natural» (Marx, 1984b: 58), cuya égida
se ubica en el valor de uso (de orden cualitativo, al establecer
una conexión entre el bien con capacidad de satisfacer necesi-
dades del orden que fueren), y una forma transmutada, la for-
ma de valor (Echeverría, 1998), que tiene por eje, propósito u
objetivo la valorización del valor, su conversión en capital. El
análisis de la forma del valor, comienza por destacar el aspecto
cuantitativo, valor de cambio, como forma de expresión, mani-
festación o representación del aspecto cualitativo de los valo-
res en cuanto productos del trabajo social, abstractamente hu-
mano, de tal modo que su objetividad en cuanto a valores «es
puramente social».
Una vez que se ha establecido el carácter dual en qué consis-
te la cosa mercancía, en cuanto a su consideración como bien
que puede satisfacer necesidades (aspecto cualitativo), y en su
consideración como cosa susceptible de ser intercambiada (re-
velando el aspecto cuantitativo, en la medida en que para su
sujeto propietario privado se asume como no-valor de uso, y para
otro sujeto propietario privado se revela como valor de uso), se
pasa a considerar cuál es el elemento determinante o el sustrato
común que hace posible dicho intercambio y las formas en que
éste se despliega. Las cosas mercancías no encuentran su ele-
mento común en sus características físicas (en el mercado no se

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cambian plátanos por plátanos), sino en el hecho de que cada
una de ellas es producto del trabajo humano.
Con ello, Marx ha dado con el concepto fundamental de sustan-
cia formadora del valor (el concepto de sustancia, en filosofía,
hace referencia a lo que subyace). En dicha condición, esto es,
como productos del trabajo, las mercancías revelan la dualidad
del propio trabajo, en cuanto trabajo concreto útil en conexión
con el valor de uso, y al ser parte del trabajo social en cuanto
trabajo abstractamente humano que las produce (a las cosas-mer-
cancías) como valores, lo que subyace o está en la base de las
mercancías es justamente su carácter de ser valores por ser pro-
ductos del trabajo, por ser parte de la energía social que, a través
del proceso de metabolismo entre los seres humanos y con la na-
turaleza, efectúa un cruce (en nada ordenado, ni tampoco plena-
mente garantizado, sino ciertamente aleatorio, pues es resultado
de un orden que emerge del desorden) entre el sistema de capaci-
dades productivas y el sistema de necesidades consuntivas.
Por otra parte, siendo ése el ángulo de reflexión que más
trabaja Marx en la Introducción de 1857, el sentido de la deter-
minación y mutua co-determinación entre los diferentes momen-
tos de la totalidad social otorga un lugar privilegiado a la rela-
ción producción-consumo (es ahí en donde se decide vida y
muerte de los productores, y de las entidades comunitarias de
los productores). En la relación entre la esfera de la producción
y el consumo se da cuenta, en detalle, del problema de la identi-
dad inmediata, mediata y absoluta subrayando, sin embargo, el
carácter de dicha ontología con cierto predominio de la produc-
ción (pues ella «trasciende tanto más allá de sí misma en la de-
terminación opuesta... como más allá de los otros momentos»
(Marx, 1989: 20).
Una vez que se ha establecido la intercambiabilidad de las
mercancías por su calidad de ser valores (esto es, una vez que el
intercambio rebasa el nivel esporádico, casual, de sus inicios, y
se ha generalizado socialmente), se pasa a considerar el desplie-
gue del proceso que, en analogía a cómo los productos del traba-
jo adoptan la forma de mercancía, establece a la cosa mercancía
en su condición de forma del valor. Este plano del análisis co-
rresponde al desarrollo de las formas del valor, y al tiempo que
plantea un despliegue lógico-histórico del proceso, plantea de
igual modo el desplazamiento del nivel formal al de su determi-

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nación material (Haug, 1978). El curso de la exposición va de la
consideración de la forma simple o singular del valor (x mercan-
cía A = y mercancía B), a la forma desplegada o particular del
valor (x mercancía A = y mercancía B, = z mercancía C, = w
mercancía D, etc.), hasta coronar dicho proceso con la especiali-
zación de una determinada mercancía que cumple la función de
establecerse como forma general del valor, esto es, como equiva-
lente general. En esta mercancía se ha hecho abstracción de su
consideración en cuanto valuable para el uso, y éste se ha redu-
cido a cumplir la función de valor de cambio, de mercancía va-
luable para el cambio, es decir, que adviene con «reconocimien-
to general» por parte de los intercambiantes. Dicha especializa-
ción, en el cumplimiento de la función de representante del valor
de cambio, erige al equivalente general, ya bajo la forma de di-
nero, como dice Marx, en «el Dios del reino de las mercancías».
A través de este proceso los productores no sólo dejan de
referir el intercambio de sus valores de uso a los valores de uso
de otros productores (a sus propiedades cualitativas), sino tam-
bién refieren su trabajo concreto-útil a una forma abstracta-ge-
neral, a la forma valor. Sólo en la medida en que se efectúe tal
cumplimiento, el trabajo privadamente necesario será reconoci-
do, validado, como trabajo socialmente necesario, y la mercan-
cía en intercambio como tiempo de trabajo socialmente necesa-
rio, como forma del valor. Así como en la gramática la validez de
una lengua se da a través de las fluctuaciones del habla, es en las
oscilaciones de las relaciones de cambio entre las mercancías
donde se verifica la sustancia del valor. No hay, pues, una auto-
mática, segura, ni exacta adjudicación del valor por el dispositi-
vo azaroso del mercado, sino como si dijéramos desde una ter-
minología propia de «las nuevas ciencias», la construcción de
un orden por fluctuaciones. Ya ello había sido intuido por Marx
desde su obra más temprana en el terreno de la economía políti-
ca en los escritos que, al modo de comentarios puntuales a la
obra de muy diversos autores, fueron luego conocidos como los
Cuadernos de París (1980) (que no deben ser confundidos con los
Manuscritos de economía y filosofía (1984), también escritos en
dicha ciudad pero un año después de aquéllos, esto es, en 1844).
Ahí se sostiene, a propósito de la determinación del valor por los
costos de producción, que James Mill como representante de la
economía clásica formula la ley abstracta sin señalar el cambio

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o la abolición constante de esa ley que son los factores que le
permiten existir, esto es, «oferta y demanda sólo se equilibran
momentáneamente, en virtud de la fluctuación precedente de la
oferta y la demanda, en virtud de la divergencia entre costos de
producción y valor de cambio, fluctuación o divergencia que
sucede nuevamente a ese equilibrio momentáneo» (Marx, 1980:
125). Esto mismo está expuesto de manera hasta más esclarece-
dora en los manuscritos de 1857-1858, ahí «orden por el desor-
den» se enuncia del modo siguiente: «La consonancia puede...
ser eventualmente alcanzada sólo a través del camino de las di-
sonancias más extremas» (Marx, 1989: 74). La sustancia del va-
lor, dice Martínez Marzoa,

[...] unifica... la diversidad de cosas en una sustancia común... lo


que es ilimitado aquí es la diversidad de las cosas [bajo la socie-
dad civil o burguesa] mientras que allí [en la entidad comunita-
ria anterior] era la diversidad de percepciones de una misma cosa
[Martínez, 2008: 17].

Lo que implica o apunta también a una especie de abstrac-


ción en la diversidad de percepciones a que puede dar lugar la
cosa, pues ahora es dable una unificación del disfrute (abstrac-
to) de la cosa. Todos consumimos la una y la misma cosa porque
hay que consumirla, no porque se discierna conforme a necesi-
dad. Y, en el caso del poder ¿no operará, a su forma, el mismo
proceder? Es necesario optar por la opción política que el «mer-
cado electoral» te ofrece y te impone. Si al nivel de consumidor
de valores económicos a éste se le performatiza, al nivel de lo
político se maquinan consensos y se arman mayorías.
Aquellas interpretaciones que suscriben una teoría sustancia-
lista del valor, determinan a éste de manera definitiva por el «tiem-
po de trabajo socialmente necesario» involucrado en la producción
de la mercancía individual, sustancia que ingresa en el producto
del trabajo a través del proceso de la producción, con lo cual se
vislumbra una propensión a considerar a la cosa mercancía en su
condición atomizada, sin avanzar en la consideración de que la
forma de valor apunta a la relación de las mercancías en el proceso de
intercambio, lo que está a su vez determinado por la relación entre
el «trabajo individual» y el «trabajo social global», y no sólo por la
relación entre trabajo individual y producto. La dialéctica de la for-

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ma valor apunta, entonces, a la mutua co-determinación, al entre-
cruzamiento de las esferas de la vida social, en este caso al en-
trecruzamiento de los márgenes entre la esfera de la producción y
la de la circulación (Heinrich, 2009).
El paso en nada asegurado del reconocimiento de lo priva-
damente necesario como socialmente necesario decide sobre vida
y muerte de los productores. Los productores con ello, además,
se presentan como personas cuya voluntad habita en sus mer-
cancías, el intercambio aparece como un acto de voluntad en
personas que actúan por su «libre albedrío». Cambian su mer-
cancía por dinero, y su dinero por mercancía. El dinero vuelve a
aparecer en este proceso, como fue explicado con detalle en los
Grundrisse, hemos visto en el capítulo anterior, en tanto poder
que lo es para disponer del trabajo del otro. Este poder de dispo-
sición y de comandar el trabajo de los otros consiste también en
el arrebato de su potencialidad como productores (de valor de
uso), consiste, entonces, en un apaciguamiento de la potencia
productiva del productor y en su arrinconamiento en tanto suje-
tos propietarios privados, en términos del carácter atomizado
que asumen en cuanto ciudadanos que participan libremente de
las relaciones de intercambio mediadas por el mercado. Ontoló-
gicamente, su significado es, además, el arrebato del productor
no sólo de sus medios de producción y de sus condiciones de
vida (como lo es en el caso de todo proceso de original acumula-
ción), sino la experimentación del estar siendo arrebatado de la
propia entidad comunitaria de pertenencia (y de los lazos orgá-
nicos que le caracterizarían) y su ubicación en recíproca depen-
dencia de los demás (sólo de modo exterior, donde los otros son
medios de los fines exteriores del Uno), bajo la sociedad civil.
El análisis de Marx va conduciendo por vía de aproximacio-
nes sucesivas a señalar el predominio de la forma valor como
«objetividad espectral», como predominio de lo abstractamente
humano sobre lo concreto de la corporalidad sufriente del tra-
bajo. En ello, en rigor, se juega el predominio de una especie de
ley de la «abstracción social»: la materialidad del mundo es más
amplia que el total de valores de uso producidos, el conjunto de
valores de uso es más amplio que las mercancías que concurren
al mercado, el mundo de la mercancía es más amplio que el del
dinero involucrado en el intercambio, el dinero es más amplio
que el que puede ser dispuesto para su conversión en capital.

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Este proceso de abstracción social aleja de nuestro punto de mira
y de nuestra capacidad de visión el hecho material de que las
cosas-mercancías no son, a fin de cuentas, sino productos del
trabajo humano llamados a satisfacer necesidades. Del mismo
modo que los entes políticos no son sino coagulaciones de la
potencia y del poder que reside en la comunidad política.

De la invisibilización a la visibilización

Afirma John Berger en un apretado escrito que titula «Unos


pasos hacia una pequeña teoría de lo visible» (Berger, 2004), que
«hoy abundan las imágenes y que nunca se habían representado
y mirado tantas cosas» (Berger, 2004: 17). El autor británico re-
cupera el modo en que un extraño marchante, que figura en di-
cho texto, durante sus sueños procesa una singular relación con
las cosas (dicho personaje, sin embargo, una vez se haya des-
pierto olvida tal proceder). Narra el intelectual británico que el
mercader descubre el secreto de entrar en lo que está mirando
en ese momento, y una vez dentro, logra «disponer del mejor
modo posible su apariencia» (Berger, 2004: 19). Y es en ello en lo
que, sigue diciéndonos Berger, consiste el secreto «para introdu-
cirse en el objeto y reordenar su apariencia» (Berger, 2004: 19).
Valga decir, el saber cómo se entra en las cosas guarda una im-
portancia singular, toda vez que, como indica dicho autor, es
cada vez más frecuente que «lo que de verdad existe ha de ser
ignorado, suprimido o anulado» (Berger, 2004: 28). Berger mis-
mo ilumina esta cuestión pero desde el otro costado cuando afir-
ma que: «En la historia a veces suceden cosas cuando parece
que no está sucediendo nada» (Berger, 2006b: 114).
Cada vez es más común que el sujeto en su pensar-hacer, en
su auto-conocimiento, se coloque unas anteojeras que, extraña-
mente, lo que hacen es imposibilitarnos la visión, encubrirnos,
hacernos borroso lo que de posible hay en la historia, y que por
ello reposa en la noche de las posibilidades, según se desprende
del análisis de Ernst Bloch (2004). Algunos le llaman, a ese efi-
caz dispositivo, el «signo de los tiempos». Antonio Gramsci lo
entendió como una peculiar forma de colonizar el intelecto y
afincar la hegemonía; otra manera de encararlo es al modo de
ese peculiar encanto y seducción que la mediación impone so-

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cialmente (es el caso de aquellas fuerzas que luchan por la eman-
cipación y que infortunadamente en el curso de su despliegue
histórico son integradas, procesadas, instaladas, a través de lógi-
cas de poder, como fuerzas de la regulación).
Desde luego que hay muchas formas de producir invisibili-
dad, algunas de ellas residen en la propia condición engañosa
de los objetos, esa seducción de las apariencias que impide tras-
pasar en sus escondrijos más recónditos. Otras pueblan en las
propias moradas del sujeto, e impiden que determinadas reali-
dades encuadren en nuestro círculo de visión, unas más se es-
conden en los puntos ciegos de la mirada, se colocan por deba-
jo del umbral de percepción —que, dicho sea de paso, no es
sólo individual, oftálmico, sino cultural, histórico. Dirigir la
mirada hacia fragmentos de la realidad que caen por fuera de
nuestro campo de observación, plasma trazos, pinceladas, en-
soñaciones (no sólo múltiples, plurales, alternativas, digamos
también, críticas) acerca del tiempo, del espacio, de las espa-
cialidades y las temporalidades, de los espacios-tiempos en que
transcurre lo social, de los lugares por los que discurre la resis-
tencia, de los espacios-tiempos en que opera la subversión, la
emancipación, la liberación y permite dibujar, delinear; así sea
en sus iniciales bocetos, la compleja trama de lo real que no se
limita a lo dado, sino que resguarda un «excedente utópico»
(Bloch, 2004: 190) en espera de activación, en cuanto «movi-
miento de la libertad contra su caricatura, el llamado destino»
(Bloch, 2004: 241).
Por eso mismo, como afirma Ernst Bloch, en uno de los bre-
ves fragmentos que componen su libro Huellas (Bloch, 2005), se
requiere «ir más allá de nuestra capacidad de visión», ampliar,
pues, nuestro «horizonte de visibilidad» (como diría el sociólogo
boliviano René Zavaleta) o, si se prefiere, superar las limitacio-
nes ópticas no sólo del sujeto, también de las colectividades, urge
hacer visible lo invisible, pensable lo impensable, presente lo
ausente, pues como afirma John Berger, «intentar pintar hoy lo
que de verdad existe es un acto de resistencia generador de espe-
ranza» (Berger, 2004: 28). También desde el ángulo artístico, como
espacio privilegiado de la creación, se expresará el fenomenólo-
go francés Michel Henry para quien la pintura abstracta (ocu-
pándose con detenimiento, en una de sus obras, de Kandinsky)
(Henry, 2008), consigue no representar el mundo de los obje-

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tos, sino la propia vida interior de los sujetos, logra mostrar, «ver
lo invisible».7
Esta restricción de lo visual y la resistencia a ella como recu-
peración de otras visualidades, como visibilización de alternati-
vas es recuperada desde varias tradiciones teóricas y políticas.
En Boaventura de Sousa Santos, por ejemplo, estará presente
cuando éste se pronuncie por el pasaje de «una epistemología de
la ceguera a una epistemología de la visión» (Santos, 2003: 257-
290), que subvierte los regímenes de representación y relevancia
y logra hacer visibles conocimientos y agentes que de otro modo
permanecerían ausentes. Desde una perspectiva más cercana a
las posiciones libertarias o autonomistas, Paul Valéry define jus-
tamente al «anarquista» como aquel «observador que ve lo que
ve y no lo que es costumbre que se vea. Y razona sobre ello»
(Valéry, 1987: 17), con lo cual, de algún modo, indica tal cometi-
do de visibilización si bien lo recupera de manera inmanente,
sin necesidad de romper la cualidad mediatizadora que opera
en la base de reproducción del orden social vigente. Marx hace
referencia, justamente, a dicho proceso mediatizador y lo califi-
ca como «fetichismo de la mercancía».
La palabra fetiche procede del idioma portugués (y da cuen-
ta del choque del mundo cristiano-burgués con las sociedades
pre-capitalistas, en este caso las africanas, por obra de la poten-
cia marítima peninsular que se embarca a mediados del siglo XV
a los viajes ultramarinos) y etimológicamente deriva del latín
facticium, que a su vez viene de facere, por lo que refiere al hacer,
al obrar, si bien su sentido manifiesta el poder-de-la-obra, de tal
modo que el portugués fetiço viene a manifestar una especie de
encantamiento. La expresión asume también la connotación de
hechicería (en este caso, un proceso mágico de control a través
de un determinado objeto al que se le otorgan poderes supra-

7. Puede ser inscrita, tal aseveración de Michel Henry, en la propia disputa


de «regímenes escópicos» que corresponde, según el argumento de Martin
Jay, a una disputa que trata de restringir lo visual a su forma hegemónica
durante la modernidad: el «perspectivismo cartesiano» (Jay, 2003). La restric-
ción de lo visual es correspondiente a la puesta de este sentido por encima de
lo auditivo que, en el terreno de una ética con bases distintas a lo moderno
pondría a esta característica de lo humano en un primer plano para «escu-
char al otro», para escuchar «el grito de los otros». (Véase en especial Jay,
2003: capítulo 9, «Regímenes escópicos de la modernidad».) Y, del mismo
autor, su obra más amplia sobre este tema (Jay, 2007).

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naturales). En momentos en que el mundo europeo desarrolla
de manera exacerbada un culto a la obra-abstracta del dinero, el
fetichismo manifiesta el control de lo obrado, de lo hecho, sobre
los productores, sobre los hacedores. Pero manifiesta también
una lógica relacional, en este caso la de los productores y las
cosas, cuando un elemento de esto que es una relación es nega-
do, mediatizado o invisibilizado (los productores por la lógica
de las cosas) se ha consumado socialmente el fetichismo y se
avanza en las esferas que son colonizadas por el proceso de feti-
chización. Marx trabajó el proceso de fetichización a tres nive-
les, el de la mercancía, el del dinero y el del capital, es tiempo ya
de que se trabaje la cuestión de la «fetichización del poder».

El poder del fetichismo

Es sabido que el capítulo primero de El capital reviste una


importancia fundamental así como una manera de exposición
que requiere de una segunda o tercera lectura para compren-
der sus verdaderos alcances. De igual modo, hay en su cons-
trucción determinados detalles que pudieran dar lugar a cierta
confusión o que permiten derivar lecturas que se asientan en
determinado pasaje para buscar ahí el lugar heurístico más
adecuado para continuar el trabajo del pensamiento crítico. El
capítulo primero «La mercancía» está conformado por cuatro
apartados de los cuales, el último, «El carácter fetichista de la
mercancía y su secreto», no comporta de ninguna manera la
condición de agregado o apéndice añadido para la edición de
1873, por el contrario, es la conclusión necesaria de tal aproxi-
mación crítica al capitalismo y el diagnóstico del tipo de socia-
lidad que está en la base de este orden social.
Al inicio del apartado dos, «Dualidad del trabajo representa-
do en las mercancías», Marx se adjudica justamente un gran
descubrimiento («la naturaleza bifacética del trabajo contenido
en las mercancías»), pero al propio tiempo señala que lo que
hasta ahí ha expuesto consiste en señalar que la mercancía se
pone de manifiesto en su carácter cuasi esquizofrénico de «valor
de uso y valor de cambio» (Marx, 1984b: 51), afirmación cierta-
mente enigmática cuando unas páginas después nos afirma que
ello «hablando con precisión, era falso» (Marx, 1984b: 74), y

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que su carácter dual es el de valor u objeto para el uso y (forma)
valor, dualidad que sólo se hará efectiva cuando esta antítesis
(digamos, «interna o inmanente» a la cosa mercancía) se efecti-
vice en el intercambio con otra mercancía (se desdoble «como
antítesis externa» o dialéctica de la relación de valor, primero
como forma relativa y equivalente de valor y llegue a consumar-
se como desdoblamiento de mercancía y dinero).
Este original comienzo, que va conduciendo paso a paso a es-
clarecer lo que la economía política clásica demandaba fuera escla-
recido, esto es, el problema de la magnitud y sustancia de los valo-
res, sin embargo, pudiera estar colocando en un segundo lugar una
serie de problemas que derivan del comienzo mismo del capítulo, y
por esa vía de El capital como todo literario. Y es que, en efecto, en
los dos párrafos de inicio del capítulo primero pueden estarse di-
ciendo «dos cuestiones» cuya importancia merece ser subrayada.
En primer lugar, se introducen de entrada tres términos que
no han sido esclarecidos. Se dice ahí «La riqueza de las sociedades
en las que domina el modo de producción capitalista se presenta
como un «enorme cúmulo de mercancías» y la mercancía indivi-
dual como la forma elemental de esa riqueza» (Marx, 1984b: 43).
Por un lado, está la cuestión de que la riqueza (que parece ser un
objeto primordial de análisis, dejando un margen para considerar
que existen otras posibles formas de considerar esta situación, la
de riqueza, en oposición a la escasez) se presenta en términos de
posesión de mercancías, por el otro, se introduce el término «modo
de producción capitalista» y, en tercer lugar, se dice, sociedades en
las que domina éste, lo que abre la cuestión de dominar respecto a
qué, respecto a un tipo de ordenamiento productivo o a un meta-
bolismo social previo, o al trabajo como obrero libre o en una con-
sideración más amplia a todas aquellas relaciones que privilegian
al valor de uso, entidades éstas sobre las que se monta el dispositi-
vo del orden del capital.
En segundo lugar, justo al inicio del segundo párrafo del
mismo comienzo se define a la mercancía, de entrada, «como
un objeto exterior», esto es, en condición de separado de su suje-
to productor. La noción de «objeto exterior» no es sólo literal
sino también metafórica, pues establece una especie de distan-
cia ontológica entre el objeto producido y el sujeto productor. El
efecto de separación de la cosa-mercancía (económica) respecto
del trabajador que la ha producido (que, en analogía podríamos

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pensarla como la separación fenomenológica del «ente político»
respecto de la comunidad política como ser y potencia de «lo
político»), adquiere la forma de un efecto de igualación, de rela-
ción, sí, pero entre las cosas, que en cuanto son valores se pre-
sentan entre ellas como «una gota de agua a otra» (Marx, 1984b:
64). Éste es un efecto objetivo y material para que opere social-
mente el fetichismo. A través de este proceso ¿qué queda de los
productos del trabajo humano? Nada, sino «una misma objetivi-
dad espectral». Dice Marx, respecto a las cosas-mercancías, «su
sublime objetividad del valor difiere de su tieso cuerpo de lien-
zo», que es como decir, en política, el sutil efecto de la institu-
ción estatal, como eficaz productor de disciplinas, difiere de su
tosca presentación como uso de la violencia legítima, como po-
der en acto. Según el argumento de Marx, así como «el valor de
uso se convierte en la forma en que se manifiesta su contrario, el
valor» (Marx, 1984b: 69), del mismo modo, «el trabajo concre-
to... se convierte en expresión de trabajo abstractamente huma-
no» (Marx, 1984b: 71). Con ello lo que estamos apreciando es
que el efecto de separación no se detiene ahí, se vuelve un efecto
de inversión, de sometimiento de la abigarrada forma natural
(de la mercancía como Valor de Uso, del trabajo como concreto
y útil, de lo político como comunitario), pero cuya eficacia des-
cansa justamente en esa condición de no hacerse visible a los
productores.
De esto, algunas interpretaciones desprenden la posición de
sostener que la crítica debe consistir justamente en señalar este
efecto de separación y entonces la labor de los críticos debe con-
sistir en negar tal condición que niega al productor y afirma a la
cosa. Concentrarse, sin embargo, en el momento de la negativi-
dad puede estar significando el no atender a un elemento que
Marx señala y que debe ser subrayado. Marx sostiene que para
que la antítesis de la cosa-mercancía opere tiene que hacerlo por
la vía del intercambio, por ello Marx se permite señalar que «el
desarrollo de la forma de mercancía [de los productos del traba-
jo] coincide... con el desarrollo de la forma de valor» (Marx, 1984b:
76). Y es por vía de la generalización del intercambio, que se
despliega, dice Marx, «tal espejo del valor». Dicho speculum es
tan peculiar que «no debe reflejar nada más que su propiedad
abstracta de ser trabajo humano» (Marx, 1984b: 72). El discerni-
miento de esta cuestión es muy importante dado que a lo que

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apunta es a señalar un efecto encubridor del valor, vale decir,
cierto espejismo, por vía del cual, la negación no se aprecia, cuan-
do debiera apreciarse en todo su patetismo como arrebato y se-
paración de los productos del trabajo respecto de sus producto-
res, y tal espejismo en lo que deja ver, así sea en forma invertida
o borrosa, quizás deformada, es que la abigarrada forma natural
no está completamente negada sino que es invisibilizada, pero
está presente, así sea al modo de la presencia de una ausen-
cia, está presente en la «objetividad espectral», y es lo que espe-
jean los valores, la sublime objetividad que «es meramente so-
cial», pero sólo se entrevé, al modo de su ausencia: el trabajo
concreto y útil de los productores.
En ello pareciera estarse jugando un efecto de engañosa in-
tegración: así como el sujeto productor está presente al modo de
una ausencia en la lógica del valor, el sujeto, actor de la política,
pareciera estar integrado al modo de una presencia ausente en
las instituciones, mediaciones, relaciones «objetivo espectrales»
de «lo político». Con ello el efecto del fetichismo se ha consuma-
do. Es más coherente actuar políticamente, desde luego, para
desprenderse de una relación de la que se ha negado al sujeto
(pues es más patética la dominación), que de aquella en que pa-
reciera que se participa de una engañosa integración de iguales
y se permite una formal integración de iguales, cuando, por el
contrario, el sujeto ha diezmado su politicidad mientras que «el
lienzo» como cosa u objeto mercantil ha podido erigirse en «ciu-
dadano de ese mundo» (Marx, 1984b: 78).
Si, como decimos, es más coherente actuar políticamente en
contra de la negación, esto es, negando lo que nos niega, la pre-
gunta a responder tendría que ir dirigida a establecer en qué
reside que los que somos negados por este orden social no res-
pondamos y actuemos (resistamos), negando tal orden social,
que ya Ernst Bloch, caracterizaba con la expresión de «lo que no
debiera ser». Y he ahí, al parecer, uno de los fondos del problema
del fetichismo, pues estaría relacionado con esa peculiaridad de
este sistema de invisibilizar lo que debiera ser visible (que la
socialidad es de los productores en el proceso de la produc-
ción social) y visibilizar lo que es invisible (que las relaciones de
los seres humanos se establecen a través y por medio de las co-
sas, haciendo aparecer como una cualidad de éstas lo que no es
sino una cualidad humana, con lo que tal dominación de las

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personas por las cosas se vuelve invisible a la inmediata percep-
ción del sujeto productor). En eso pareciera consistir el poder
del fetichismo, en esta cualidad de invertir la lógica social de la
producción y hacerla aparecer como una cualidad de la cosa.
Una labor política fundamental deriva de todo esto, la labor de
des-fetichización como visibilización de lo que en la inmediatez
del orden vigente aparece como invisible.
En el capítulo inicial de El capital se encuentra una manera
heurísticamente muy creadora, entonces, para pensar el proble-
ma del poder y no sólo el del hacer. En un trabajo no suficiente-
mente recuperado Las armas ideológicas de la muerte (1977), Franz
Hinkelammert, trabaja por primera ocasión, y con cierto detalle,
dicho tema: «el objeto de la teoría del fetichismo es la visibilidad
de lo invisible y se refiere a los conceptos de los colectivos en las
ciencias sociales» (Hinkelammert, 1977: 15). Con el desarrollo de
la forma valor, sobre la base de la producción mercantil, el carác-
ter social del trabajo propio de los productores se revela como
carácter objetivo inherente a los productos del trabajo, como pro-
piedades sociales-naturales de dichas cosas-mercancías, es por
ello que la mercancía manifiesta un carácter físico-metafísico,
expresando propiedades sensibles y supra-sensibles.
A través de este proceso «la relación social que media entre
los productores y el trabajo global» (Marx, 1984b: 88) cobra la
forma de «relación social entre los objetos, existente al margen de
los productores» (Marx, 1984b: 88). Sin embargo, «lo que adop-
ta... la forma fantasmagórica de una relación entre cosas, es sólo
la relación social determinada existente entre aquéllos» (Marx,
1984b: 89). El carácter de fetiche de las mercancías tiene por ori-
gen la peculiar índole social del trabajo que las produce. Los obje-
tos para el uso se convierten en mercancías porque son producto
de trabajos privados e independientes unos de los otros (cuyo con-
junto complejo es el trabajo social global). Los productores en-
tran en contacto social hasta que intercambian, y es en dicho pro-
ceso que manifiestan sus vínculos o atributos específicamente
sociales. Por tal motivo, a los productores «las relaciones sociales
entre sus trabajos privados se les ponen de manifiesto como lo
que son, vale decir, no como relaciones directamente sociales tra-
badas entre las personas mismas, en sus trabajos, sino por el con-
trario como relaciones propias de cosas entre las personas y rela-
ciones sociales entre cosas» (Marx, 1984b: 89).

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La importancia de la teoría del fetichismo apuntaría a una
toma de conciencia por parte del sujeto productivo, dicha auto-
conciencia derivaría de hacer visible (las relaciones sociales de
las personas en sus trabajos) lo que es invisibilizado por la lógica
mercantil (pues en la conciencia inmediata liberal dichas rela-
ciones figuran como relaciones entre cosas). Marx utiliza una
expresión inequívoca para destacar el tipo de articulación que se
establece entre los sujetos propietarios privados / ciudadanos
atomizados, y la totalidad social: «No lo saben, pero lo hacen»
(Marx, 1984b: 90). En un sentido muy coincidente se había refe-
rido en los Grundrisse de 1857 cuando explica que las determi-
naciones de la «verdadera universalidad del valor de cambio»
(Marx, 1989: 160), esto es, del dinero (en cuanto poder de dispo-
sición del trabajo de los otros), se desarrollan a través de una
«ilusión sobre su naturaleza» (Marx, 1989: 160), confiriéndole
«un significado realmente mágico, a espaldas de los individuos»
(Marx, 1989: 160). La fuerza compulsiva de los colectivos, de las
instituciones económicas y políticas que no se ven pero actúan a
las espaldas de los individuos (esto es, por detrás de ellos, lejos
de hacerlos concientes del proceso) operando en el punto ciego
que las invisibiliza, establece una regularidad a través de la cual
dos dispositivos tienden a establecerse como puntales del orden
social vigente: el dinero-capital y el Estado-soberano. Avanzar,
pues, en las formulaciones alternativas al predominio social del
capital requiere esa toma de conciencia, requiere desarrollar la
auto-conciencia crítica que rebase la conciencia inmediata (li-
beral, fetichizada), y propicie la des-fetichización de los proce-
sos sociales.
Una nota adicional se hace necesaria en cuanto a la visibi-
lización de las prácticas y de las políticas alternativas, dado
que dicha posibilidad reside en la propia capacidad de con-
ciencia de las personas, de las colectividades. Así lo afirma Ja-
cob Bronowski, de quien recuperamos el texto siguiente:

No podemos separar la especial importancia del aparato visual


del hombre de su capacidad de imaginar que es única, de su ca-
pacidad de hacer planes y de llevar a cabo todas aquellas cosas
que por lo general se incluye en esa expresión que todo lo abarca:
«libre albedrío». Cuando hablamos de libre albedrío, de volun-
tad libre, nos referimos en realidad a la visualización de alterna-

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tivas y al acto de elegir entre éstas. En mi opinión —que no todo
el mundo comparte— el problema central de la conciencia hu-
mana radica en su capacidad de imaginar [Bronowski, 1993: 32].

Lo paradójico de la cuestión, sin embargo, reside en que sien-


do una muy bien sustentada estrategia el hacer descansar la no-
ción de crítica en el concepto de fetichismo para bien compren-
der el problema del poder, debiéramos equiparnos de una muy
bien articulada reflexión para discernir si no estas formulacio-
nes pudieran estar también fetichizando ciertos ángulos, nudos
problemáticos o aspectos que justamente les precipiten hacia
posiciones que dificultan o anulan una práctica política, al ser
ésta vista sólo como resistencia al orden, y quedar por ello, presa
y colonizada por el orden. Es por tal razón que no podemos sino
ver como un sesgo innecesario lo que, en afirmaciones como la
siguiente, se propone: «...En las discusiones de la izquierda so-
bre política y cultura es muy común tomar la hegemonía como
categoría central. No estoy de acuerdo... La categoría de hege-
monía rompe el vínculo entre el hacer y el pensar» (Holloway,
2003: 29). Por el contrario, como hemos dicho unos párrafos
atrás, el problema de la hegemonía es uno de los que integran la
«ontología de lo político», y no podemos prescindir de él, des-
echándole, sino que es necesario integrarlo en una considera-
ción compleja de este campo. Lo que está en juego en este des-
marcamiento respecto al concepto de hegemonía no es sólo, sin
embargo, un deslinde con respecto a la dialéctica, sino un des-
linde con respecto a un autor y una práctica política, es un dis-
tanciamiento con respecto a Gramsci y a la noción de «Estado
ampliado», que al seno del obrerismo italiano privilegió, enton-
ces, la noción de antagonismo, y que al seno de cierto pensa-
miento que redescubre, desde el neo-zapatismo al anarquismo,
privilegia el concepto de negatividad. Sin embargo, con estas
perspectivas se rompe el carácter ontológico de lo político por-
que tiende a anularse la dimensión tripartita del hecho político,
como es pensada, por ejemplo, por un autor como ™iÆek.
Para el filósofo esloveno, todas las éticas y las políticas desde
Kant y Hegel integran cuasi al modo de la trinidad teológica, al
autor (el ser humano), al actor (la ley) y al ejecutor (el Estado). En
la política de la verdad, esto es, del «amor sin piedad» (™iÆek, 2004),
que este autor llega a promover no se prescinde del ejecutor (por

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la vía de negarle en un acto enunciativo), sino del hecho de que el
acto (los actos) del ejecutor se liberalice(n) (en el estricto sentido
del liberalismo, en tanto edificio que se sustenta en la libertad
formal), el asunto es evitar que los actos políticos se fetichicen y se
desprendan de la legítima producción de los mismos por parte de
su autor, de la subjetividad, plenamente nueva, de la que emanan
tales actos como potencialmente «otra política».
Alejarse de la simplicidad reductiva que sobre la polis exhi-
ben ciertos enfoques parte de asumir la política no sólo «como el
arte de construir consensos», o «de dirimir conflictos», o hasta
de colocarla en la senda del «reconocimiento de diversidades
sociales y culturales». Hay que ensayar acercamientos a la cues-
tión (la de la política) que la expliciten en su vocación más glo-
bal y que la inscriban verdaderamente en una «ontología de lo
político», que encare este campo no sólo desde lo consensual
(como medio) ni desde el reconocimiento (como fin), sino como
un asunto de voluntad de vida, de aseguramiento de la produc-
ción y reproducción de la vida inmediata. El fin no sería sólo el
reconocimiento sino la posibilidad de garantizar la vida, media-
da por el consenso que será tal en tanto garantice aquello, no en
cuanto dirima conflictos que resultan del ejercicio del poder:
aquí también hay algo anterior o en la base de los conflictos, y es
el problema de la negación de la vida, es justo su negación la que
provoca el conflicto. En «lo político» nos encontramos con el
desdoblamiento del ser y el ente, de la potentia y de la potestas.
La política se liga al poder como dominación, como disciplina-
miento, y porque ello ocurre hay que reapropiarla por la comu-
nidad. El poder no es algo que se toma, reside en la comunidad
política (en la comunidad de comunidades que la conforman),
el problema está en cómo y por quién se ejerce. Avanzar en la
des-fetichización del poder y la política, deberá consistir en re-
cuperar desde el soporte solidario de la comunidad, desde su
experiencia de lucha «una política intersubjetiva y emancipato-
ria [que va] a contracorriente de las dinámicas impuestas por el
sistema de poder» (Ceceña, 2008: 107), en este plano la propues-
ta de la autonomía, con las apreciaciones que en el capítulo an-
terior se hicieron, figura como forma de organización de las co-
munidades en separación sí de la lógica estatal, pero con capaci-
dad de rebasar la lógica de poder «de los que mandan mandando»
pues ciñe a éstos en una lógica del «mandar obedeciendo».

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El fetichismo del poder

En el marco del desarrollo histórico del capitalismo al suje-


to-trabajador se le tiende a arrebatar su posibilidad de vivir, su
voluntad de vida es sacrificada a la voluntad de poder, por un
lado, a través de la relación capitalista de explotación que le arran-
ca su capacidad viva de trabajo, por el otro, a través de una rela-
ción de dominación en la cual el Estado tiende a arrebatarle el
ejercicio de su politicidad. En el caso de la economía el proceso
de secularización se identifica con el proceso de dominación de
la naturaleza o de los recursos naturales por el hombre (Bilbao,
1996), a partir de su apropiación, explotación y depredación y,
del otro lado, a partir del arrebato del trabajo vivo, de la explota-
ción de la capacidad viva de trabajo para satisfacer el hambre de
ganancia de los propietarios capitalistas y de las distintas perso-
nificaciones del capital. En el terreno de la política, la seculari-
zación puede ser entendida como el paso de un poder que en un
inicio se sitúa por encima del sujeto y se trascendentaliza como
propiedad de Dios (de ser una capacidad de las personas, una
potencia en el sentido de ser el ejercicio colectivo de la polis,
pasa a ser visto como un poder que se sitúa afuera y ante el cual
hay que someterse) y posteriormente se cede o reconoce como
característica del príncipe o soberano, o del gobierno de las insti-
tuciones. En este tránsito histórico, lo que era una potencia del
sujeto humano (la voluntad de ejercer su politicidad) pasa a ser
propiedad exclusiva de entidades que están por encima de los
hombres y las mujeres, que les arrebatan de igual modo su vo-
luntad, sus deseos, su poder (tales entes pueden ser Dios, el so-
berano, el Estado, el Gobierno, la democracia como representa-
ción). La política termina siendo caracterizada ella misma, como
un instrumento de dominación.
Así como en el terreno de la economía la dominación del capi-
tal se plasma en el desarrollo lógico-histórico de las formas del
valor (como arrebato de la capacidad viva del trabajo de crear
riqueza, como arrebato de la potencia de creación de valores de
uso y de disfrute de la persona), parece que en el caso de la políti-
ca el despliegue del dominio despótico del capital se plasma en el
desarrollo histórico de las formas de representación política (como
arrebato de la potencia, del poder constituyente de la multitud, en
la interpretación de Negri, 1994). Otra analogía posible está dada

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en la consideración del arribo del problema de la forma valor en
tanto «representación» del trabajo social y su expresión como pre-
cio (forma más acabada de expresión del valor de cambio) y el de
la política o democracia bajo la forma de democracia representa-
tiva y de la forma sufragista o electiva como supuesta forma más
acabada de tal expresión de la politicidad.
Con el desarrollo de la producción capitalista, con la imposi-
ción de las relaciones capitalistas de producción sobre las relacio-
nes de producción previas, y en la propia articulación de formas de
producción (hecho característico del capitalismo) se desarrolla o
se genera, según Marx «una nueva relación de hegemonía y subor-
dinación (que a su vez produce también sus propias expresiones
políticas)» (Marx, 1984c: 62). En este proceso en cuya base se loca-
liza el punto de partida de toda crítica, el proceso de enajenación
capitalista, el proceso de fetichización de las relaciones sociales;
las condiciones de la producción se le enfrentan al sujeto produc-
tor como poderes independientes que lo dominan. Tal como afirma
Marx; a través de este proceso histórico «la dominación del capita-
lista sobre el obrero es por consiguiente la de la cosa sobre el hom-
bre, la del trabajo muerto sobre el trabajo vivo, la del producto
sobre el productor, ya que en realidad las mercancías, que se con-
vierten en medios de dominación sobre los obreros (pero sólo como
medios de la dominación del capital mismo) no son sino meros
resultados del proceso de producción» (Marx, 1984c: 19). El capi-
tal se apodera del proceso de trabajo y, por consiguiente, el obrero
trabaja para el capitalista (personificación del capital), en lugar de
hacerlo para sí mismo (entendemos al obrero como obrero social,
como trabajador colectivo), sin embargo, este hecho no modifica,
no anula, «la naturaleza general del proceso de trabajo mismo»
(Marx, 1984c: 27), el hecho de que en el obrero social, en el sujeto
que trabaja, que crea, reside «la producción material... el verdade-
ro proceso de la vida social» (Marx, 1984c: 19).
El significado del capitalismo, de la imposición de las rela-
ciones capitalistas es esa inversión/sometimiento del proceso de
producción y re-producción de la vida material. Tal como lo re-
sume Marx, históricamente considerado este proceso de conver-
sión fetichista del sujeto productor en objeto para la producción
capitalista «aparece como el momento de transición necesario
para imponer por la violencia, y a expensas de la mayoría, la
creación de la riqueza en cuanto tal», de la riqueza en sentido

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abstracto (valores para el cambio), como mediación para la ob-
tención de beneficio para el capital, para un pseudosujeto, el
valor valorizándose; no riqueza en cuanto a su dimensión con-
creta de re-producción material de los sujetos que la producen
(valores para el uso).
El desenvolvimiento histórico del capitalismo se construye
sobre procesos histórico-concretos de clasificación de las gen-
tes, esto es, un proceso de luchas, de conflictos, de disputas por
el control del trabajo, los recursos de la producción y sus resul-
tados, en el que unos buscan someter a otros. En otras palabras,
son las victorias de unos y las derrotas de otros, las que darán
por resultado que grupos particulares de personas sean ubica-
dos, clasificados, mediante el proceso que en terminología clási-
ca fue nombrado de «acumulación originaria de capital» y que
adquiere las formas de permanente clasificación social (Quija-
no, 2000b), de constitución de las clases sociales, y no de una
fase histórica distinguible y superada en el trayecto que dará
lugar al capitalismo moderno.
Es por ello significativo, que en su alegato contra una concep-
ción estática, empírica, estructuralista, o sociológica de la categoría
clase; el historiador marxista inglés Edward P. Thompson, reivindi-
que a ésta como una categoría histórica, esto es, las clases sociales
no pueden existir al margen de sus relaciones y luchas históricas,
no luchan porque ya existen como un a priori en el pensamiento del
analista que busca aplicar un modelo o un corpus teórico, en su
lugar propone que surge su existencia al calor de la lucha, en la
identificación y polarización de sus intereses antagónicos y «su co-
rrespondiente dialéctica de la cultura» (Thompson, 1984: 39). En el
largo trayecto de maduración del capitalismo (a lo largo del cual se
efectúa una reorganización estructural de las relaciones de clase,
ideología y hegemonía), y en su estudio específico de la Inglaterra
preindustrial, Thompson propone «entender la historia social del
siglo XVIII como una serie de confrontaciones entre una innovado-
ra economía de mercado y la economía moral tradicional de la
plebe» (Thompson, 1984: 46). Esto es, en el trayecto histórico for-
mativo del capitalismo, las clases se articulan como campos de fuerza
«donde reviven y se reintegran los restos fragmentados de viejos
modelos» (Thompson, 1984: 50), es decir, un sustrato cultural y
reivindicativo, las propias costumbres de la gente, la memoria y la
resistencia, se anteponen a la lógica avasalladora del capital que

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surge históricamente cargado, en su modalidad específica (esto
es, cuando está ampliándose o profundizándose, procurando ir
más allá de la subordinación formal), de un carácter innovador
en la técnica y disciplinante del tiempo y la cultura del trabajo. La
racionalización del trabajo amenaza con destruir las prácticas tra-
dicionales y la propia organización familiar de relaciones y roles
de producción, de ahí que Thompson afirme que «la lógica capi-
talista y el comportamiento tradicional “no-económico” se encuen-
tran en conflicto activo y consciente».
La presencia del polo obrero como realidad antagonista de la tota-
lidad del sistema (en tanto se contrapone, no sólo a la máquina y al
complejo maquínico en su forma más desarrollada, en cuanto capi-
tal constante, sino a su clasificación o encasillamiento como fuerza
de trabajo, en cuanto capital variable), su actuación como polaridad
antagónica al sistema (como víctima del proceso en situación de
rebeldía); en tal sentido, su existencia ya de suyo como clase forjada
históricamente a través de las relaciones y luchas de clases (o, cons-
tituida como dice, Thompson en «el verdadero proceso experimental
histórico de la formación de clases» (Thompson, 1984: 36, cursivas
del autor) no la liga al mecanismo del desarrollo del sistema, la hace
independiente y contrapuesta al desenvolvimiento, al desarrollo del
orden social del capital: Dentro del modo capitalista de producción,
en el marco de la relación capital, «los obreros son ciertamente siem-
pre explotados, pero no son nunca sometidos» (Tronti, 2001: 84). El
segundo movimiento del argumento que estamos recuperando de
Mario Tronti, adquiere consecuencias epistemológicas importantes,
incluso ha llegado a ser calificado como una «revolución copernica-
na del marxismo»,8 pues lo que se sostiene es que se ha visto,

[...] primero, el desarrollo capitalista, después las luchas obreras.


Es preciso transformar radicalmente el problema, cambiar el sig-
no, recomenzar desde el principio: y el principio es la lucha de
clases obrera... el desarrollo capitalista se halla subordinado a las
luchas obreras, viene tras ellas [Tronti, 2001: 93].9

8. Según expresión de Yean Moulier en su introducción (Negri, 1989 cita-


do en Holloway, 2002: 233).
9. Al parecer, Tronti hace eco de una de las expresiones preferidas en la
revuelta estudiantil del mayo del 68 francés, a saber: «La acción no debe ser
una reacción, sino una creación». Consignas publicadas en la revista Primera
Plana, año VI, n.º 293, Buenos Aires, 6 al 12 de agosto de 1968, pp. 47-48
(citado Calello, 1969: 41).

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Este planteamiento significa una inversión en el enfoque
marxista tradicional pues se pronuncia por ver a «la lucha de la
clase trabajadora como determinante del desarrollo capitalista»
(Holloway, 2002: 232).
La acumulación originaria de capital fue entendida, en la
versión dominante de la tradición marxista, en cuanto forma
previa al capitalismo como modo de producción. Por el contra-
rio, como afirma Werner Bonefeld en su desarrollo del argumento
de Marx:

La acumulación originaria de capital no es sólo una época históri-


ca que precede a las relaciones sociales capitalistas y de la cual
emergió el capital. Implica fundamentalmente, la «creación» de la
presuposición constitutiva a través de la cual subsiste el antago-
nismo de clases entre el capital y el trabajo... es el «fundamento de
la reproducción capitalista» y «crea el concepto del capital»... se
refiere a la expropiación contundente del trabajo de sus condicio-
nes, cuyo carácter sistemático es la constitución de la práctica so-
cial humana en términos de la propiedad privada... La acumula-
ción originaria... persiste en el marco de las relaciones capitalis-
tas... ya no «figura» como la condición de su surgimiento histórico,
sino más bien como la presuposición constitutiva de su existencia,
una presuposición que el capital tiene que plantear como condi-
ción de su reproducción [Bonefeld, 2001: 147-149].

Desde otro enfoque, a la misma conclusión que Bonefeld


arriba, aunque con más de dos décadas de antelación, el emi-
nente sociólogo colombiano Orlando Fals Borda, según se lee en
el siguiente extracto de su conciso ensayo:

La acumulación originaria no cesa mientras se den las oportuni-


dades de su cumplimiento. Ella es la que permite que la relación
social capitalista se produzca y reproduzca en nuestro medio. Su
dinámica es constante, como sus efectos de diaria ocurrencia.
De allí que no sea sólo un fenómeno del pasado: la acumulación
originaria es dinámica y rediviva. Y lo será por mucho tiempo
más, hasta cuando se cuestionen a fondo sus premisas y se des-
truyan las fuentes concretas de su reproducción [Fals, 1978: 174].

En la personificación del capital, la enajenación capitalista


encarna, pues ha echado raíces y encuentra su satisfacción. Por
el contrario, el obrero, el explotado, se encuentra...

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[...] desde un principio en un plano superior al del capitalista...
pues... en su condición de víctima del proceso, se halla de entra-
da en una situación de rebeldía y lo siente como un proceso de
avasallamiento [Marx, 1984c: 20].

La postura definitiva de Marx, formulada en el marco de sus


Grundrisse de 1857-1858, afirma la naturaleza contradictoria del
enfrentamiento del trabajo vivo en el cara a cara con el capital;
en dicho pasaje de esa obra, queda claro, sin embargo, que la
negación de la condición negada del sujeto social bajo el capita-
lismo, se ejerce desde la exterioridad del trabajo vivo, la fuente
creadora del valor. Quien ha desarrollado con más pulcritud esta
línea de interpretación (desde la exterioridad del trabajo vivo) es
el filósofo Enrique Dussel, y uno de los pasajes más significati-
vos de Marx en que basa su aserto se cita a continuación:

El trabajo puesto como no-capital en cuanto tal es: 1) trabajo no-


objetivado, concebido negativamente [...] es no-materia prima, no-
instrumento de trabajo, no-producto en bruto [...]; el trabajo vivo
existente como abstracción de estos aspectos de su realidad real
(igualmente no-valor); este despojamiento total, esta desnudez de
toda objetividad [...] El trabajo como pobreza absoluta [...] Objetivi-
dad que coincide con su inmediata corporalidad [...] 2) trabajo no-
objetivado, no-valor concebido positivamente [...] El trabajo [...] como
actividad [...] como fuente viva del valor [...] El trabajo [...] es la
pobreza absoluta como objeto y [...] la posibilidad universal de
la riqueza como sujeto [...] ambos lados de esta tesis absolutamente
contradictoria se condicionan recíprocamente y derivan de la natu-
raleza del trabajo, ya que éste, como antítesis, como existencia con-
tradictoria del capital, está presupuesto por el capital y, por otra
parte, presupone a su vez al capital [Marx, 1989: 235-236, citado en
Dussel, 1988: 368].

De hecho es en esta dimensión que la siguiente afirmación


de Dussel cobra gran importancia en cuanto a la naturaleza de
su lectura sobre el ser del capital y su distanciamiento con res-
pecto a otras lecturas. Afirma Dussel:

No es el trabajo abstracto y concreto [como recientemente ha sos-


tenido Holloway (2007), afirmación nuestra JGGS], ni la diferen-
cia entre valor de uso y valor de cambio [como en cierto sentido lo
habría sostenido Bolívar Echeverría, afirmación nuestra JGGS], la

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distinción fundamental de todo el pensamiento de Marx. Es, en
cambio, y sin que el mismo Marx tuviera conciencia, la diferencia
entre trabajo vivo y trabajo objetivado [Dussel, 1994: 241].

Las actuales lecturas de Marx pueden calibrarse a la luz de


lo que Gramsci señalaba en 1917, en relación con la Revolución
Rusa, esto es, «Revoluciones contra El capital», es así que algu-
nas de las más importantes lecturas que se están haciendo sobre
el clásico sin pretender hacer distancia sobre la obra que ve la
luz en 1867, lo hacen remitiendo a obras ya sea de su juventud
(los Manuscritos de economía y filosofía de 1844) o de su etapa
intermedia, esto es, no de la cuarta redacción de El capital (1867-
1873) sino de la primera (los Grundrisse). En dicha clave de lec-
tura pueden ser vistos los proyectos de Holloway, en el primer
caso, y el de Negri, en el segundo. Dicho más en concreto, pode-
mos identificar que en las lecturas de El capital tienden a ser
señalados uno o algunos pasajes como los decisivos y que nos
otorgan la llave de bóveda de tales interpretaciones, pues ilumi-
nan una determinada forma de aparecer del capital, en tanto
contradicción viva. Si El capital puede ser leído en vistas a iden-
tificar una «fenomenología de la contradicción», nuestros más
preclaros intérpretes han tendido a concentrarse en alguna de
tales formas de aparición. Es así que del capital se destacan ya
sea la oposición trabajo concreto - trabajo abstracto (piénsese
en Holloway, 2002, 2011, quien sigue en esto a Postone, 2006),
trabajo material - trabajo inmaterial (piénsese en Negri), forma
natural - forma valor (piénsese en Bolívar Echeverría) trabajo
vivo - trabajo objetivado (piénsese en Dussel), hombre de hierro
versus hombre de carne y hueso (piénsese en Bartra). Pues bien,
estas lecturas se hacen descansar en un determinado pasaje de
la obra de Marx, sean los primeros dos apartados del capítulo 1,
en relación con lo afirmado en el apartado sobre el «trabajo ena-
jenado» de los escritos de economía y filosofía de 1844 (Hollo-
way); el «fragmento sobre las máquinas» de los Grundrisse (Ne-
gri); la sección primera de El capital pero con el énfasis puesto
en la dialéctica de la forma valor (Echeverría); la transforma-
ción del dinero en capital, capítulo 4 en la versión definitiva, o el
inicio del Capítulo del capital en los Grundrisse (Dussel); el capí-
tulo sexto inédito (Bartra); etc. El fondo del problema no remite,
desde luego, a cómo ha de leerse a Marx, sino a que el modo en
que la lectura de éste es recuperada propicia formas de pensar-

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hacer que encarnan en políticas. Lo que se juega no es el poder de
la crítica sino el modo en que se asume la crítica del poder.
Puede ensayarse, sin embargo, otra forma de encarar esta
problemática. El poder-hacer, el obrero, el explotado, los de aba-
jo, tratarán entonces de negar su condición negada en el capita-
lismo. Tratarán, como afirmó el sociólogo boliviano René Zava-
leta, de «invertir una sociedad que existe a imagen y semejanza
de las necesidades de la dominación» (Zavaleta, 1977: 3). Pero
no sólo de la dominación, éste es sólo un plano del patrón de
poder bajo el capitalismo. La cuestión del poder ha sido analiza-
da desde o como la «razón de Estado», entendido éste en el me-
jor de los casos como la manifestación de la relación entre las
clases. Esto es así porque la lógica de poder es la revelación en el
Estado de las contradicciones que vienen de la base de una so-
ciedad, de su manera de producir.
Esta forma de percibir e interpretar los problemas asociados
al poder deriva, entre otras razones, pero no es la única, de la
predominancia de criterios «Estado-centristas» de una ciencia
social en la que predomina como premisa de interpretación y
como presunta totalidad social el Estado-nación. En esa dimen-
sión adquieren validez las críticas que se formulan desde la ne-
cesidad de ampliar nuestro «horizonte de visibilidad», teniendo
como punto de partida, no al Estado o a un Estado, sino al siste-
ma-mundo en su conjunto, como proponen las nuevas corrien-
tes sociológicas que se han desarrollado desde los años setentas
del siglo pasado. Dentro de las estructuras determinantes del
sistema-mundo se cuenta el sistema internacional de Estados y
las relaciones que se establecen entre ellos. Es posible ampliar
aún más nuestro enfoque, entonces, si pasamos a un análisis
que se ubica ya en el terreno de la filosofía de lo político y que
por ello pretende ocuparse de un análisis que des-instrumentali-
za la propia lógica de poder, es decir, se trata no sólo de abarcar
las dimensiones y contradicciones del poder en los términos de
la totalidad del sistema-mundo en su conjunto sino de mirarlo
desde la lógica conflictiva que está en su base. Además de ello,
interpretar al Estado como forma social, como forma de relacio-
nes sociales (sin cristalizarla en una forma que está por comple-
to separada de los seres humanos, sino que les incluye en esa
especie de espejismo fetichista de una presencia al modo de au-
sencia), conduce a asumir al Estado «como condensación mate-

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rial de una correlación de fuerzas sociales» y no sólo como ins-
trumento de dominación. Y, aun colocados en este punto, se re-
querirá pasar del análisis de la forma al análisis de la formación,
del análisis de las estructuras y mediaciones al análisis de los
procesos y de las contradicciones, de la consideración de lo ins-
tituido a la consideración de lo instituyente, de la crítica del feti-
chismo a la crítica de la fetichización.
Este recorrido nos coloca de entrada en la recuperación y
desarrollo de una expresión, en su momento, trabajada por el
sociólogo boliviano René Zavaleta Mercado, el problema de la
dualidad de poderes: «dos poderes [...] que se desarrollan de un
modo coetáneo [...] su sola unidad es una contradicción o in-
compatibilidad (en su forma intensificada, es decir, su antago-
nismo). La dualidad de poderes es un desarrollo esencialmente
antagónico» (Zavaleta, 1977: 20-21).
Si bien es cierto que Zavaleta Mercado recupera tal expre-
sión (la dualidad de poderes) para una coyuntura concreta y en
ese sentido la determina históricamente, como categoría de aná-
lisis «la dualidad del poder» puede sernos de utilidad al poner el
énfasis en el poder como relación antagónico-conflictiva entre
las clases. Aunque Zavaleta Mercado le otorga una condición de
coyuntura anómala, la orientación que reivindicamos es la di-
mensión que en otro de los pasajes de sus obras declara, si bien
de modo marginal por la naturaleza de su enfoque:

[...] la existencia de una dualidad de poderes a niveles más amplios


(estatal o geográfico) no sería, en el fondo, sino el crecimiento o la
exteriorización de aquella dualidad de poderes inicial y esencial,
instalada en la vida pequeña de las gentes [Zavaleta, 1977: 59].

Lo que se expresa en coyunturas con características de ano-


malía es la condición histórica en la cual el carácter oculto del
poder dual se convierte o adquiere de nueva cuenta el carácter
expresivo de una dualidad activa, de un antagonismo intensifi-
cado que, sin embargo, nunca dejó de estar presente. Es precisa-
mente esta permanencia/contingencia la que le otorga el carác-
ter a estos períodos que Zavaleta clasifica en otra de sus obras
como «momentos constitutivos»,10 y que nosotros tratamos de

10. René Zavaleta define a los momentos constitutivos como aquellos


que fundan el modo de ser de una sociedad por un largo período, ciertos

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recuperar como una categoría pertinente: los momentos consti-
tutivos son coyunturas históricas de expresión en su máxima
radicalidad, y en su contenido subversor-rebelde, que adquieren
la característica de definir fases de transición histórica. Sin em-
bargo, tal peso específico no deriva de su rareza, de que aparez-
can de nuevo como instantes anómalos, sino precisamente de
que la relación antagónico-conflictiva en que consiste la duali-
dad de poder permanece como sojuzgamiento precario, no defi-
nitivo, y como memoria que se re-actualiza como el relámpago
que ilumina su continuidad en el curso largo de la historia.
Esta cuestión nos plantea varias líneas de trabajo a desarro-
llar, una de las cuales remite a la cuestión de la temporalidad de
la dominación-explotación, a su no definitividad. La existencia
de una conexión transparente, inmediata, directa, concreta, en
el marco de la supervivencia de los productores, del trabajo útil
(vivo) en su condición de bien que satisface necesidades, en tér-
minos de la lógica del valor de uso, de la lógica de la forma natu-
ral que es sojuzgada por la legalidad abstracta de la forma valor
(del trabajo muerto-objetivado), nos permite plantear la posibi-
lidad de vislumbrar el problema del poder también en dichos
términos, esto es, en términos de la existencia de momentos en
que se rompe el continuum de la lógica de la dominación capita-
lista y el sujeto político recupera el ejercicio de su politicidad
que le había sido arrebatada por la forma abstracta de la repre-
sentación política, y reclama un ejercicio directo, inmediato,
transparente de su capacidad soberana en la toma de decisio-
nes, por ser dicho sujeto (en cuanto comunidad política) en quien
reside el ejercicio soberano del poder (instituyente, dirá Casto-

acontecimientos profundos, ciertos procesos indefectibles, incluso ciertas


instancias de psicología común, que tienden a sobrevivir «como una suerte
de inconsciente o fondo de esa sociedad» (Zavaleta, 1985: 45). Más adelante
este autor precisa su definición y señala que en dichos períodos «se requie-
re algo que tenga la fuerza necesaria para interpelar a todo el pueblo o al
menos a las zonas estratégicas de él porque ha de producirse un relevo de
creencias, una sustitución universal de lealtades, en fin un nuevo horizonte
de visibilidad del mundo. Si se otorga una función simbólica tan integral a
este momento es porque de aquí se deriva o aquí se funda el «cemento»
social, que es la ideología de la sociedad. Se trata de uno de los hechos socia-
les más persistentes, a tal punto que se podría decir que la ideología consti-
tutiva suele atravesar los propios modos de producción y las épocas» (Zava-
leta, 1985: 75).

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riadis, constituyente, dirá Negri, de hiperpotencia dirá Dussel), y
no en aquellos que se arrogan (de manera fetichista) el monopo-
lio de dicho ejercicio del poder. Tales momentos de ruptura en la
temporalidad abstracta del valor manifiestan, justamente, la ca-
pacidad de recuperación de la dimensión política del actuar por
parte de nuestras comunidades políticas latinoamericanas en el
momento actual de redimensionamiento de las energías eman-
cipatorias en nuestra región. De ahí la actualidad con respecto a
la discusión sobre la dimensión constituyente de la política, los
cambios políticos y las modificaciones en las propias constitu-
ciones y los entramados jurídicos de leyes que se revelan como
injustas. El desafío político de dichas coyunturas y de tales lu-
chas reside en su no permanencia, en su perennidad (ya no sólo
de su institución), es un «problema de duración», cuyo fondo es
la cuestión de la prolongación o preservación del momento de-
mocrático, en sus dos niveles, delegación y ejercicio de vigilan-
cia de dicha «decisión delegada»: dialéctica, entonces, entre la
«delegación de la decisión» y la «decisión delegada».
Corresponde, pues, a la temporalidad abstracta del valor la
fetichización de los procesos sociales y el ejercicio del poder a
través de des-politizar al sujeto político, a la comunidad política
atomizada. Romper con el ejercicio fetichizado del poder11 exige
re-politizar al sujeto político superando su atomización a través
de subvertir la temporalidad abstracta del valor (Postone, 2006)
rompiendo su continuum e inaugurando un nuevo tiempo histó-
rico.12 No es casual que, así como en la etapa de afianzamiento
del fascismo por allá por los finales de los años treinta del siglo
pasado, lo más granado del pensamiento crítico se fue creando y

11. Véase la «Tesis 5. Fetichización del poder» en Dussel (2006: 40-47).


12. Es a ello a lo que se refiere Itsván Mészáros cuando afirma: «Sin duda,
no es posible que el tiempo histórico —que se origina en la dinámica de los
intensos conflictos sociales— pueda correr a paso sostenido. Dada la intensi-
dad altamente variable de los conflictos y determinaciones sociales, podemos
experimentar intervalos históricos en que todo parece empeñarse en un es-
tancamiento, y se niega empecinadamente a moverse durante un período pro-
longado. Y con las mismas, la erupción e intensificación de conflictos estruc-
turales puede resultar en la más inesperada concatenación de eventos indete-
nibles en apariencia, llevando a cabo en cuestión de días incomparablemente
más que en las décadas previas... En ese sentido, después de un período de
relativa inmovilidad, el tiempo histórico aceleró su paso...» (Mészáros, 2000:
328-329).

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desplegando en los márgenes del marxismo hegemónico y lo pudo
hacer a través de una relectura del problema del fetichismo y de
su relación con el problema del poder. Es el caso de las reflexio-
nes que en aquella coyuntura produjeron, Max Horkheimer en
El Estado autoritario (desde la teoría crítica de la sociedad), Ernst
Bloch, en El principio esperanza, Walter Benjamin con sus Tesis
sobre la historia (autores éstos dos que si en sus inicios figuraban
como en cercanía a la tradición que producirá la llamada «teo-
ría crítica» finalmente se colocaron muy a sus márgenes), y tam-
bién el caso de Rudolf Rocker con su Nacionalismo y cultura
(1977) (este último abrevando más bien en la tradición del anar-
quismo).13 El tiempo actual pareciera ser uno de similar floreci-
miento en la construcción del pensar crítico y algunos de los
autores a quienes hemos hecho referencia (Negri, Holloway,
Mészáros, Dussel) son una muestra representativa de ello, en la
medida en que permiten visibilizar alternativas al orden social
vigente (Gandarilla, 2008b) prácticas cotidianas de lo contra-
hegemónico que de otro modo permanecerían soterradas, encu-
biertas u ocultas bajo la espectralidad abstracta o la fantasma-
goría formal del continuum del valor y del poder. Tal vez en ello
consista, justamente, lo que pretende Walter Benjamin en el ini-
cio de la XV.ª de sus Tesis sobre la historia al afirmar que «La
conciencia de hacer saltar el continuum de la historia es propia
de las clases revolucionarias en el instante de su acción» (Benja-
min, 2008: 52).

13. Es curioso que en su actual re-descubrimiento del anarquismo, John


Holloway no le conceda una sola mención al trabajo de Rocker (1977).

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CAPÍTULO 5
HACIA UN GIRO DE-COLONIAL EN FILOSOFÍA
POLÍTICA: POLÍTICA DE LA LIBERACIÓN
Y CRÍTICA DESDE LA EXTERIORIDAD

La precondición para pensar políticamente a escala


global es reconocer la integralidad del sufrimiento in-
necesario que se vive. Éste es el punto de partida.
JOHN BERGER (2006c: 29)

Los momentos actuales son de crisis de la representación


política (no al nivel, todavía, del «que se vayan todos» que se
escuchó en la crisis de finales de 2001, en Argentina, pero sí ma-
nifestando síntomas similares de descomposición del sistema
político vigente, síntomas que en sociedades del norte de África
y el Mediterráneo expresan modalidades de revuelta), producto
no sólo de la corrupción en el ejercicio de la política por parte de
quienes encabezan los agrupamientos y organizaciones partida-
rias de la política institucional (auténticas franquicias que otor-
gan dividendos y prerrogativas), sus burocracias y cleptocracias
de parentesco (los partidos y otras agrupaciones funcionan como
auténticos emporios nepótico-familiares), y sus «maquinarias
electorales», sino de un vaciamiento de su cualidad mediadora,
en momentos en los que el conflicto social tiende a agudizarse
por tratarse no de una crisis del sistema de partidos sino de algo
más profundo, una crisis del régimen político. Las reflexiones
que Enrique Dussel nos viene ofreciendo en sus últimos trabajos
son más necesarias y pertinentes que nunca, en un contexto so-
cial como el que describe una crisis de hondo calado, y cobran
un sentido vivificador por tratarse de aportaciones refrescantes,
de meditaciones que sugieren nuevos derroteros en las reflexio-
nes sobre «lo político».
Tras su monumental obra Ética de la liberación en la edad de
la globalización y la exclusión (1998), para estos momentos ya en

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su quinta edición, su autor se puso a cuestas la tarea de formular
una «Política de la liberación» en la que, en primer lugar, retoma
lo ya abordado sobre el tópico en su ética escrita en la ciudad de
Mendoza, Argentina en 1974, pero publicada hasta 1979 en Co-
lombia, Filosofía ética latinoamericana IV. Política latinoameri-
cana. Antropológica III (1979), pero alcanzando una formula-
ción de carácter sistemático e histórico que apenas aparecía en
esbozo (comparada con la formulación actual), pero que ya es-
taba anunciada y en germen, en aquel trabajo escrito hace ya
más de 35 años.

De la ética a la política y de la modernidad


a la trans-modernidad

En el marco de este proyecto de largo aliento, nuestro autor


ha entregado en lo que va de este inicio de siglo, a su público
lector, un total de 5 libros que muestran una clara maduración
de su propuesta e ilustran los pasajes intermedios de lo que es
una obra de amplias pretensiones y de ordenamiento sistemáti-
co. El primer texto de esta nueva etapa en el pensamiento de
nuestro autor es Hacia una filosofía política crítica (2001) en la
que se reúnen un total de 21 artículos divididos en dos partes, la
primera lleva por título «De la ética a la política» y la segunda
«Algunos aspectos de la modernidad y la globalización». No es
posible, en este espacio, referirse de manera puntual a todos y
cada uno de los capítulos que integran el libro, prefiero hacer
mención de las líneas argumentativas, de los nudos problemáti-
cos, de las redes conceptuales y las categorías que se están avan-
zando y reformulando y que harán parte de los libros más re-
cientes (en donde encuentran su lugar en un todo sistemático),
por ello tomaré como conjunto su división en las dos partes y me
referiré por separado a cada una de ellas enumerando los que
considero son los temas fundamentales.
Como una especie de adelanto a lo que será su formulación
posterior, quizás definitiva, ya como política de la liberación, su
autor va dando pistas sobre el proyecto en el que se ha embarca-
do. Habiendo sido ya publicada su segunda ética (Dussel, 1998)
su interés está puesto en desarrollar «una “crítica de la razón
política”» (Dussel, 2001: 334), detecta así la «necesidad de una

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reflexión crítica de la filosofía política actual» (Dussel, 2001: 44),
advierte que viene «desarrollando la filosofía de lo político» (Dus-
sel, 2001: 159) en que ya ubica a «la política como “filosofía pri-
mera y práctica”». De hecho, menciona desde las «Palabras pre-
liminares» de dicha obra que se está intentando clarificar el sig-
nificado del «espacio político» como político; tan es así que se
avanza en la clarificación de esa categoría que, como veremos
más adelante, en la formulación posterior se hablará del campo
político, ya no del «espacio político». La obra que venimos
comentando es también un adelanto de lo que publicará poste-
riormente como sus «veinte tesis» (Dussel, 2006), aunque aquí
aparecen enunciadas en el capítulo primero como «seis tesis para
una filosofía política crítica».
La primera parte del libro se ocupa del pasaje de la ética a la
política, y como tal tendrá el significado de subsumir los princi-
pios de la ética de la liberación como principios políticos de libe-
ración. Por ello en el capítulo inicial se encargará de explicitar,
primero, que la arquitectónica de la filosofía política crítica debe
ser expuesta en dos niveles, el de la política fundamental (de la
positividad existente, en cuanto totalidad) y el de la política crí-
tica (su de-construcción desde la negatividad material de las víc-
timas, como exterioridad), en segundo lugar, que en cada uno de
estos niveles serán enunciadas tres tesis que corresponden a cada
uno de los principios. Hacerle frente a la falacia reduccionista
formalista en política exige esta formulación más compleja para
evitar que la ratio política se reduzca al nivel formal, electivo, y el
principio democrático al proceder que es propio del liberalismo
individualista. De la mano de la distinción de Albrecht Wellmer,
entre verdad y validez, se parte de señalar, en el caso del primer
nivel, la razón política práctico-material de todo orden político
(la producción y reproducción de la vida en comunidad), en se-
gundo lugar, la razón política práctico-discursiva (alcanzar vali-
dez, legitimidad formal, por la participación pública, efectiva,
libre y simétrica de los afectados) y, en tercer lugar, recuperando
el «principio de factibilidad» aportado por Franz Hinkelammert,
la razón política estratégica (el reconocimiento de la posibilidad
real de efectuación de una máxima, norma, ley o institución). La
razón política crítica surge del reconocimiento de los efectos
negativos del orden establecido (así sean no-intencionales), so-
bre las víctimas de los sistemas políticos vigentes, lo que hará

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emerger otros tipos de racionalidad política que establezcan la
no-verdad, la no-validez, y la no-factibilidad del actual ordena-
miento. La política crítica que surge de reconocer la negatividad
material y la existencia de víctimas se formula desde éstas abar-
cando también tres dimensiones: en primer lugar, la razón polí-
tica crítico-material, en segundo lugar, la razón política crítico-
discursiva y, en tercer lugar, la razón política crítico-estratégica.
El objetivo de la política crítica será el «desarrollo de la vida
humana y el reconocimiento de nuevos derechos» (Dussel, 2001:
57) de las víctimas.
El capítulo dos del libro se sitúa aún en el terreno de la ética
y al igual que el cuarto y el quinto será de importancia para
formular el principio ético material universal y crítico. Tras se-
ñalar los límites de las morales formales (discutiendo con la éti-
ca discursiva de Karl Otto Apel) por reducir la validez intersub-
jetiva a una universalidad abstracta incapaz de incorporar el
momento material de verdad práctica, ilumina sobre la distin-
ción entre pretensión de verdad (que hace referencia a lo mate-
rial como contenido) y pretensión de validez (que hace referen-
cia a lo intersubjetivo como formal). Será necesario, para alcan-
zar a avizorar lo que está en juego, romper también con algunos
elementos de las antropologías dualistas, en este caso con la se-
paración entre alma y materia, mente y cuerpo, razón y emo-
ción, y la separación entre universalidad y particularidad. Rom-
per con esta epistemología de la escisión le permite a nuestro
autor recuperar con fuerza y sentido la noción de corporalidad
viviente, pues el ser humano no tiene un cuerpo que es la prisión
de su alma (como se sostiene desde la tradición helénica) sino
que la subjetividad humana es un momento de su propia corpo-
ralidad, tampoco se dispone sobre su vida, sino que el ser huma-
no es un viviente que recibe su vida a cargo y actúa responsable-
mente sobre ella; en esta argumentación pareciera escucharse
como ruido de fondo lo sostenido, en su momento, por Ernst
Bloch: «Nadie vive porque quiere. Pero, después de que se vive,
hay que querer seguir viviendo» (Bloch, 1980: 4). A partir de es-
tas formulaciones se sostendrá «que la vida humana es el crite-
rio de verdad práctica» (Dussel, 2001: 74), y en contra de las
éticas particularistas se sostiene un principio ético material uni-
versal —todo acto persigue la autorreproducción de la vida hu-
mana en comunidad. Ahora bien, no se sostiene un principio,

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sino la conjunción de los tres principios: «la verdad condiciona
materialmente la validez, y la validez determina formalmente a
la verdad... Pero lo verdadero-válido debe, por su parte, ser posi-
ble y factible» (Dussel, 2001: 77). De tal modo, análogamente a
como se hizo en la ética de la liberación en que se formula la
«pretensión de bondad» del acto, en política la «pretensión de
justicia» corresponderá a la articulación de los tres principios
antes señalados.
Ha sostenido el editor de los escritos tempranos de Feuerbach
que para éste la reforma de la filosofía opera al modo de un
desplazamiento dado que «si anteriormente decía [la filosofía]
que lo verdadero debía ser real, sensible y humano, a la postre
termina afirmando que sólo lo real, lo sensible y lo humano es
verdadero» (García en Feuerbach, 1995: 14). En caso de que fue-
ra ése el punto de llegada de la filosofía de Feuerbach, no otro
será el punto de partida de Dussel. En este plano argumentativo,
que se despliega en los capítulos cuatro y cinco, Dussel recupera
aportes de Zubiri, Levinas y Schopenhuaer, entre otros, y la red
conceptual desde la que despliega su argumentación es la co-
rrespondiente al circuito «realidad, verdad y validez» (Dussel,
2001: 104). Se comienza por sostener que «la vida humana es el
modo de realidad del ser humano... es el criterio de verdad prác-
tica y teórica» (Dussel, 2001: 103), en segundo lugar, «la verdad
es la actualidad de la realidad de lo real en la subjetividad huma-
na», en tercer lugar, ello depende del acceso que el viviente tenga
de lo real desde su vida y para su vida no reduciendo su validez
al nivel de la empatía (colocarse en el lugar del otro) sino al de
un consenso intersubjetivo como mediación para la vida.
El segundo hilo argumental de esta primera parte lo consti-
tuye la reflexión sobre el sistema del derecho y el reconocimien-
to de los nuevos derechos. En este plano argumentativo se parte
de cuestionar la «falacia naturalista» (capítulo tres) que preten-
de erradicar todo pronunciamiento sobre el «deber ser» desde el
«ser», y se lo hace partiendo de afirmar con Brandom (2005) que
en ética de lo que se trata es de hacer explícito lo que está implí-
cito y no de deducir lo normativo de lo empírico. Quienes esgri-
men la falacia naturalista parten de un principio de escisión co-
locando, de un lado, a los juicios éticos como subjetivos y, del
otro, a los enunciados descriptivos como racionales, científicos.
Muy al contrario, la ética, en su nivel material (todo «acto de

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habla» conlleva cierto contenido normativo, pues refiere al que-
rer del ser humano e incluye reflexividad, autoconciencia y res-
ponsabilidad sobre su vida y su autoconservación), puede inferir
conclusiones normativas de las proposiciones científicas de las
ciencias sociales críticas1 e incorporar dichos enunciados empí-
ricos dentro de su discursividad ética. La cuestión que ahora nos
ocupa atañe a los principios de los procedimientos normativos
de legitimidad consensual, esto es, el nivel B de las mediaciones
sistémicas, el correspondiente a la validez. El sistema del dere-
cho forma parte del sistema político desempeñando una fun-
ción específica: constituye la referencia formal o la instituciona-
lización de los deberes y derechos a los que deben dar cumpli-
miento los integrantes de la comunidad política. Esta discusión,
en la versión convencional o dominante, ha partido de estable-
cer una especie de evolución que parte del derecho natural hacia
el derecho positivo,2 por el contrario, nuestro autor ensaya (en el
capítulo siete) una incursión distinta al plantear el desarrollo de
los sistemas de derecho en términos entrópicos: el sistema vi-
gente de derechos es imperfecto y produce víctimas (conglome-
rados humanos que se revelan sin derechos) que luchan por que
les sean reconocidos nuevos derechos no establecidos o institu-
cionalizados en el sistema vigente. No hay, pues, en su argumen-
tación, una diacronía entre un derecho natural a priori que evo-
luciona hacia el derecho positivo, sino una dialéctica de legiti-
mación - deslegitimación - nueva legitimación. Los sin derecho
luchan porque sean reconocidas sus reivindicaciones (que ellos
consideran legitimas, pero que pueden resultar ilegítimas en el
sistema vigente, que camina a deslegitimarse), como nuevos de-
rechos, los cuales una vez que han sido institucionalizados con-
fieren legitimidad al nuevo sistema. Ahora bien, la lucha por el
reconocimiento (como diría Axel Honneth) de los nuevos dere-
chos no supone sólo su inclusión en el sistema que se revela des-
legitimado y que a través de ello alcanza una nueva legitimidad,

1. Las cuales serán, a su vez, explicitadas por nuestro autor a través de


sostener un tercer criterio de demarcación, en los capítulos trece y catorce de
Dussel (2001).
2. Otra variante de evolución es la ofrecida por la versión cuasi canónica
de T.H. Marshall, para quien la ampliación del concepto de ciudadanía co-
rresponde a la posesión de derechos civiles, políticos y sociales (Marshall-
Bottomore, 2004).

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Dussel sostendrá (2001: en el capítulo ocho) que la visibilización
de las víctimas y de sus luchas, colocadas en exterioridad a la
positividad vigente del sistema de derecho, debe efectuar el re-
conocimiento del otro como otro, esto es, su inclusión como di-
ferente. El descubrimiento, por parte de las víctimas, de la nega-
tividad material que provoca el sistema vigente y que experi-
mentan como no reconocimiento de sus necesidades, se revela
también como no reconocimiento de sus derechos (como nega-
tividad formal), que tiende a experimentar como (nuevos dere-
chos) posibles desde su praxis política de emancipación. El sur-
gimiento de los nuevos derechos no avanza como actualización
de una lista a priori de derechos naturales insuficientemente re-
presentados en el sistema positivo de derechos, sino como irrup-
ción histórica de las víctimas que superan su condición de «ob-
jeto dominado» y se erigen como «sujetos que luchan» porque
se incorporen nuevas y mayores reivindicaciones en el cuerpo
del derecho futuro.
Esto nos ha conducido al tercer hilo argumental de esta pri-
mera parte: el problema de la subjetividad y de la constitución
del pueblo como actor político. En este punto, se pasa a criticar
de entrada uno de los baluartes de la filosofía política moderna,
la noción de «estado de naturaleza» y su superación como esta-
do civil o político. El estado de naturaleza corresponde a una
idea-fuerza que alcanza el estatuto de constructo abstracto en
una etapa en que el naciente pensamiento burgués está preten-
diendo alcanzar para ese modelo societal un estado de naturali-
zación. El tipo de pensamiento que se abre con la distinción dia-
crónica del estado de naturaleza hacia el estado civil político, y
que ve en el predominio del pensar racionalista el arranque del
pensar moderno, corresponde a una teoría o filosofía política
que ha quedado atrapada en la cárcel dualista y que yace cautiva
por barrotes que se reactualizan al modo de discursos y episte-
mologías de la escisión (Del Bufalo, 2009). Lo que es un modelo
formal hipotético (el supuesto «estado de naturaleza») pasa a
adquirir el estatuto de dato empírico, resultado de una concep-
ción solipsista de la conciencia cuyo complemento será una cons-
titución afectiva, pulsional y con proceder estrictamente egoísta
de la persona. La «pulsión de conservación del ser» queda re-
ductivamente instalada como momento egoísta y salvaje de so-
brevivencia propiamente animal y de una lucha a muerte colo-

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cada por fuera o en situación de anterioridad a toda vida civil, a
toda experiencia civilizada. Con este proceder se subordina el
nivel material de la política; el estado político o civil es alcanza-
do por un pacto instrumental no normativo, más bien formal,
entre individuos egoístas y utilitarios que subordinan su libertad
ante el Estado soberano. Estamos en presencia de dos momen-
tos de la falacia reductivista, por un lado, el problema de la sub-
jetividad se reduce al del individuo solipsista, y por el otro, la
política se reduce al ámbito estatal. La «pulsión de conservación
del ser» que será invisibilizada por este proceder analítico que
universaliza un modelo abstracto (sea «el mercado» o el «estado
de naturaleza») termina por expulsar a la voluntad de vida, a la
vida humana como momento material de la economía y la polí-
tica y en su lugar afirma a la voluntad de poder como carácter
constitutivo de lo político.
En la actualidad, existen ya un conjunto de caracterizacio-
nes algo más amplias que la del «poder como dominación», que
buscan pensar lo político a través de ciertos binarismos antagó-
nicos; amigo-enemigo en Carl Schmitt, nuda vita - estado de ex-
cepción en Giorgio Agamben, contingencia-necesidad en Ernes-
to Laclau. Será a partir de la discusión con este último (Dussel,
2001: capítulo diez). que se formule (en los otros capítulos de la
primera parte) un conjunto de proposiciones que permiten pen-
sar una variedad de temas, entre otros, el nacionalismo, el Esta-
do, la hegemonía, la clase, el sujeto, la subjetividad, la corporali-
dad; todos ellos, sin embargo, encarados desde el que pasa a ser
su punto de partida para la reflexión crítica de la política: «todo
comienza por la redefinición del concepto de “pueblo” como la
referencia necesaria de una teoría de la estrategia política» (Dus-
sel, 2001: 184).
La segunda parte del libro se ocupa de formular una teoría
no eurocéntrica de la modernidad y de su superación como trans-
modernidad. Por razón de habernos ocupado ya del modo en
que nuestro autor trata el tema en el capítulo uno de este traba-
jo, nos limitamos a señalar que en esta parte del libro que co-
mentamos nuestro autor reúne un conjunto de seis ensayos es-
critos de mediados a finales de los años noventa, trabajos que
verán un más completo y sistemático desarrollo en la parte his-
tórica de la política de la liberación (Dussel, 2007b).

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Dejando atrás la anti-política

En aquel trabajo, que integra el noveno capítulo de una obra


compuesta por diez en total, desplegados en los cinco tomos de
la primera ética, el énfasis está puesto en discutir críticamente la
«interpretación dialéctica de la ontología política» (Dussel, 1979:
34) en el autor más prominente de la filosofía política europea,
geoculturalmente situado, esto es, de locus central: se hace refe-
rencia al Hegel del último período.3 El distanciamiento crítico se
hará desde una descripción meta-física que permita descubrir el
punto de apoyo de una política de la liberación de la periferia y
de la opresión, que en dicha obra está anunciada como «una
anti-política», para desde ahí pasar, por medio de la praxis no
sólo a la des-totalización sino a la construcción de un orden nue-
vo, «o analéctica de la novedad» (Dussel, 1979: 50).
En tal formulación, temprana, «la ontología política europea-
burguesa» (Dussel, 1979: 52) como objeto de crítica es asumida como
«imperial, capitalista, dominadora» (ibíd.), por tal motivo, adquiri-
rá una alta connotación, para la superación de la totalidad política
desde la exterioridad, su enunciación desde la «alteridad geográfi-
ca». En la política de la primera ética hay un fuerte acento en el
nivel geopolítico de la crítica justo porque todavía se enmarca el
tema en una pretensión por dejar «correctamente situada la econo-
mía política» (Dussel, 1979: 34), cuestión en la que, como veremos
más adelante se ha logrado, en la más reciente redacción, una muy
clara distinción de los campos, una más clara distinción entre «lo
político» y «lo económico». La propia inclusión de la noción de cam-
po, en clara alusión a Bourdieu, es una de las novedades con rela-
ción al trabajo anterior. También en aquella política (tomo IV de la
ética de 1973-1975), el estudio se preludia por la exposición de
lo simbólico y hasta lo arqueológico en tanto nivel necesario, en
calidad de premisa, para emprender cualquier política de libera-
ción. Lo simbólico como memoria, narrativas y sustrato cultural de
nuestros pueblos confiere duración (contenidos mítico-fundantes)
a la «alteridad antropológica» (Dussel, 1979: 63) geográfica y geocul-
turalmente situada. En las obras más recientes esa parte asume una

3. El de la Enciclopedia de las ciencias filosóficas de 1817, hasta las Leccio-


nes Universitarias del período de 1818 a 1831, pasando por la Filosofía del
derecho de 1821.

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gran densidad expositiva y da un vuelco en términos de la caracteri-
zación espacio-temporal del hecho capitalista y de su significación
para una política de la liberación, ya no exclusivamente latinoame-
ricana sino mundial. Un aspecto adicional, fundamental en el desa-
rrollo de la política de la liberación, tiene por base la ampliación de
la noción de «pobre» (recuperando a Levinas) y su consideración
actual en calidad de «víctima» (más allá de Levinas, de la mano de
Marx y Benjamin), esto es, como el referente fundamental de la
crítica, en tanto sujeto sufriente que en su corporalidad viviente ex-
perimenta la «negatividad material» (con Horkheimer y Adorno,
pero intentando ir más allá de ambos) de la totalidad existente, de la
ontología política vigente.

El lugar de enunciación de una política de la liberación


y los principios ético-políticos involucrados

No obstante haber sido escrito un año después que las Veinte


tesis sobre política (Dussel, 2006), adelantaremos el comentario
a los Materiales para una política de la liberación (Dussel, 2007a),
por así convenir al orden de nuestra exposición. Se trata tam-
bién, al igual que la obra comentada en el inciso anterior, de un
libro que reúne un conjunto de trabajos escritos y expuestos ante
variadas audiencias (22 capítulos en total), en el curso de los
años finales de los noventa y anteriores a la escritura del tomo I
de la Política de la liberación. Mi comentario lo voy a centrar en
lo que identifico como los temas nodales. El libro está dividido
en tres partes, la primera «Filosofía latinoamericana» compren-
de los primeros seis capítulos, la segunda «Ética» del siete al
doce, y la tercera «Filosofía política» del trece al veintidós.
En ese libro, en primer lugar, se explicita el lugar de enuncia-
ción de una filosofía política no eurocéntrica preocupada no sólo
por dilucidar el problema de la identidad y autenticidad de lo
latinoamericano sino por calibrar su estatuto como discurso fi-
losófico. A lo largo de estos primeros capítulos se aclaran algu-
nos de los pasos ya dados y algunas sendas en que se encuentra
transitando la filosofía de la liberación. Se describe cómo es que
se ha avanzado desde un proyecto que en sus inicios buscaba
especificar el lugar de América Latina en la historia universal y
que actualmente interpela a lo más granado de la ética y la filo-

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sofía política pero desde una perspectiva con pretensión de uni-
versalidad.
La filosofía política moderna encuentra sus orígenes en la
reflexión sobre la apertura del mundo al atlántico, es una filoso-
fía que reflexiona la modernidad y la alteridad; sus comienzos
se ubican en las discusiones que al seno de la filosofía hispánica
(la del período de la escolástica tardía) se desarrollan en los
inicios del siglo XVI en los debates de Salamanca a propósito de
la cuestión del otro y del derecho de conquista. América Latina
está presente, pues, desde su arranque, en la modernidad tem-
prana, en los debates filosófico políticos de mayor envergadura
y encuentra en Bartolomé de las Casas a un exponente de pri-
mer orden. Las Casas desarrolla una argumentación con pre-
tensión universal de verdad, pero desde una pretensión univer-
sal de validez que obliga a tomar en serio los derechos del otro;
se trata, por ello, del primer anti-discurso de la modernidad/
colonialidad. Los aportes de Las Casas deben ser calibrados, en
el terreno del derecho y la filosofía política, en comparación
con otros dos grandes exponentes de la filosofía hispánica de
ese entonces: Francisco de Vitoria y Francisco Suárez.
Serán tierras incaicas las que vieron crecer a los dos siguien-
tes pensadores de que Dussel se ocupa en esta parte, por un lado,
José Carlos Mariátegui en el primer tercio del siglo XX, y Augus-
to Salazar Bondy, durante el segundo y tercer cuarto del mismo
siglo. El primero tuvo la virtud de incorporar el problema del
indio y buscar la pertinencia de Marx, justamente, en el hecho
de conferirle el rol protagónico a dicho actor en la construcción
del marxismo latinoamericano. Si éste (el marxismo) tiene algo
que decir en la región será a la luz de incorporar la temática del
indio en las discusiones sobre la etnia, la clase o la nación. La
figura de Salazar Bondy cobra pertinencia para legitimar el es-
tatuto de la filosofía latinoamericana en tanto crítica de la filo-
sofía de la dominación. Tanto Salazar Bondy en el Perú como
Leopoldo Zea en México, éste último desde su discusión sobre la
filosofía de la historia latinoamericana, son conscientes de que
una filosofía persigue una pretensión de verdad pero no de origi-
nalidad: se accede a la universalidad desde la particularidad de
nuestra realidad y desde los recursos que esa realidad nos otorga.
Desde las tierras que, en su momento, pisara Las Casas, ha-
bría surgido, el primer día del año 1994, la rebelión maya que

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con sentido ético ha colocado en un plano de discusión univer-
sal el problema de la dignidad del otro. La proposición de los
«hombres verdaderos» se sitúa no sólo en el terreno de la ética,
sino que puede dar bases nuevas a una reflexión sobre la políti-
ca, pues, a la postura del poder dominante en la forma de los que
«mandan mandando» se le opone la posibilidad del ejercicio
delegado del poder como un «mandar obedeciendo». La refe-
rencia a un pensar-hacer originario encuentra, por otro lado, un
despliegue privilegiado en el pensar filosófico a propósito de la
figura de lo hispano como un complejo intercultural en que se
conjugan muchos mundos, pero en particular, le interesa a Dus-
sel, rescatar el sustrato cultural de lo amerindio y de lo afroame-
ricano como las dos figuras históricas de negación del otro en
que se basaron los compromisos históricos que edificaron los
Estados-nación latinoamericanos, desde el primer tercio del si-
glo XIX. En resumen, lo que se sostiene es que el estatuto de la
filosofía latinoamericana le viene conferido, por su capacidad
para instalarse, desde sus comienzos, en los debates modernos y
no por procesar discusiones que, desde otras latitudes, se sus-
tentan como las pertinentemente filosóficas y que debieran ser
asimilables a las especificidades regionales.
La segunda parte del libro se sitúa en los territorios de la
ética. Dussel se revela como un autor que, en su reflexión filosó-
fica está atento y abierto a incorporar los más recientes avances
en las ciencias ya no digamos sociológicas o práctico-políticas,
sino biológicas o neurológicas. En los capítulos que se aglutinan
en esa parte se dan indicios de tal aprovechamiento.
Se ha dicho de Xavier Zubiri, y él mismo llegó a reconocerlo,
que su reflexión sobre el saber, sobre el conocer, es una reflexión
sobre el problema crítico y la propuesta de toda su vida, la idea
fundamental que desarrolla a lo largo de toda su obra consiste
en señalar que la intelección no es sino la «mera actualización
de lo real en la inteligencia sentiente» (Zubiri, 2004: 86), con ello
el filósofo español brinda elementos para disolver la separación
entre saber y realidad, o la preeminencia de alguno de estos po-
los, pero también para recuperar la conexión entre razón y sen-
tir que, como es sabido desde la formulación cartesiana del ego
cogito, se estableció como una de las bases del dualismo moder-
no. Es en dicha línea de reconexión de los polos escindidos por
el pensar moderno, que Dussel recupera el planteo de Zubiri

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pero incorporando las necesarias mediaciones que le otorguen
más pertinencia a su teoría de la verdad: el modo de realidad de
la inteligencia humana es la de una cosa viva, el ser humano es
el único viviente que puede hacerse cargo de la realidad, respon-
sabilizarse de su autoconservación, la subjetividad cerebral se
abre a la realidad y se deja afectar por ella en la actualización de
lo real que acontece no en una inteligencia in-corpórea, sino en
su corporalidad viviente. El tema del saber y el de su acontecer
en el sistema afectivo-evaluativo del cerebro humano hace parte
así de la reflexión ética (era ésa la misma opinión del biólogo y
filósofo chileno, experto en neurociencias, Francisco J. Varela,
2003), y a ello se consagra el capítulo ocho, en el cual se recupe-
ran los planteamientos tanto de Antonio Damasio como de Ge-
rald Edelman, dos de los más importantes investigadores en el
terreno de la neurología. El cerebro es el órgano del cuerpo hu-
mano directamente responsable de la sobrevivencia, de la auto-
conservación, y según los más recientes avances en este terreno
a propósito de sus funciones superiores, junto a lo ya avanzado
por Zubiri, se posibilita recuperar la unidad de la corporalidad y
discutir con bases firmes con aquellas éticas formales que han
expulsado al cuerpo, y con ello al sufriente humano, en favor de
un alma angélica, descorporalizada. La reflexión ética sobre la
vida humana, sobre la vida del sufriente humano que experi-
menta la negatividad material del sistema vigente, se amplía al
incorporar el tema de la dignidad, como la base en que se fun-
dan el reconocimiento y la exigencia de derechos.
Quizá el capítulo más importante de esta segunda parte sea
el once, para ello nuestro autor, ya en este trabajo, ha incorpora-
do la noción de campo, de amplio desarrollo en la sociología de
Bourdieu, «para denominar los diversos niveles o ámbitos posi-
bles de las acciones que el sujeto como “actor” opera como par-
ticipante de múltiples horizontes prácticos» (Dussel, 2007a: 157),
el «campo» es delimitado por ciertos principios implícitos que,
en el caso de lo político, definen determinados marcos de refe-
rencia de lo posible o imposible de la acción en cuanto acción
práctico-política. En este capítulo se promueve la necesaria con-
sideración de los temas ético-políticos desde un «principio de
coherencia», esto es, de articulación analógica de los tres princi-
pios (de verdad, validez y factibilidad) y su subsunción como
principios normativos implícitos de la política. La reclamada

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coherencia debiera registrarse tanto en el nivel privado como en
el público, y dentro de los diversos campos en que se despliega la
práctica de los sujetos. Es así que la conducta del sujeto debe
mostrarse coherente en cuanto que éste despliega el conjunto de
sus prácticas en diversos campos, y no puede cumplir con la
exigencia de sus actos en un plano (el político, por ejemplo),
cuando en otro campo su proceder es el opuesto (en el económi-
co, o el familiar, por ejemplo).
El resto de la segunda parte se concentra en reflexionar di-
versos aspectos de la vida humana, lo interesante del planteo es
que Dussel invertirá el proceder de las morales formales (que
aplican al caso o problema concreto a analizar el criterio de dis-
cusión consensual), mientras que él propone que el criterio de la
ética material de contenido sea mediado por el principio moral
formal es así que, en los capítulos diez y doce del libro, se abor-
dan, respectivamente, la ética ecológica material de liberación y
el problema del suicidio colectivo de la especie humana. La ética
ecológica no encuentra solución en el desarrollo de una tecnolo-
gía más adecuada sino que la propia lógica de la técnica es uno
de los agravantes de la situación y merece ser discutida desde
criterios ecológicos y, por otro lado, el problema del suicidio (en
cuya reflexión Dussel discute desde una serie de planteamientos
tanto de Wittgenstein como de Hinkelammert), no puede ser dis-
cutido en un plano abstracto sino que debe incorporar en su
discusión a los otros principios para situaciones en cuya aplica-
ción se juegan procesos más complejos que involucran a las vi-
das concretas de los conglomerados sociales o de las personas, y
que no pueden resolverse, en exclusiva, desde un principio, así
sea éste el del «no matarás», sino en la articulación de los tres
principios, y en el desarrollo de sus reglas de aplicación.
En tercer lugar, se explicitan dos orientaciones que tienden a
desplegarse a lo largo de los restantes capítulos, por una parte,
la crítica de la ideología eurocéntrica, y por otra, el «discerni-
miento de las tesis fundamentales de un pensamiento poscolo-
nial de liberación» (Dussel, 2007a: 195). Se procede, en primer
término, por señalar que la comprensión de la transmoderni-
dad, exige, de un lado, la comprensión articulada de cuatro pro-
cesos (la modernidad, los imperios europeos, el colonialismo y
el capitalismo) que se concentran en un determinado espacio-
tiempo ya mundial, el del largo siglo XVI. Si el significado, en

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obras previas, de este argumento, era relativizar la centralidad
europea en la construcción de la modernidad, habiendo señala-
do la importancia de procesos como los destacados por la teoría
de la dependencia o la del world system, ahora es necesario deli-
mitar aún más tal predominio o privilegio europeo incorporan-
do avances recientes de las disciplinas históricas, antropológi-
cas y arqueológicas, que señalan un predominio económico glo-
bal de la China hasta bien entrado el siglo XIX, con lo cual este
segundo anti-eurocentrismo nos exigirá en el futuro hablar ya
no del sistema de los quinientos años, sino de algo más modesto,
el sistema de los doscientos años (véase supra capítulo uno).
Como resultado adicional de esta reformulación histórica, el
despliegue de la modernidad también se abre a una posible nue-
va periodización, Dussel sostendrá para ello la existencia de tres
etapas, la modernidad temprana (en que a su vez se identifican
tres fases), la modernidad madura y la modernidad tardía. En la
crisis de esta última es que nos encontramos y se hace necesaria
la consideración de alternativas, una de ellas es la del proyecto
civilizatorio transmoderno por el cual nuestro autor se viene
pronunciando desde mediados de los años noventa.
La reflexión a propósito de Marx (a quién Dussel ha consagra-
do cuatro obras de importancia mundial: Dussel, 1985, 1988, 1990,
1994) encuentra su desarrollo en los dos capítulos siguientes, en
primer término, para sustentar o desde ese aporte posibilitar un
abordaje del estudio del poder analógico al modo en que el filóso-
fo alemán ha estudiado el valor, y el estudio de la hiperpotencia en
política (un concepto que más adelante abordaremos) en referen-
cia analógica al de la fuente creadora del valor. En segundo térmi-
no, se elabora una pormenorizada exposición de cómo es que Marx
elabora la crítica de la religión y cuáles son las razones para desta-
car la especificidad del ateísmo en Marx (no como un ateísmo, en
general, sino referido a la cristiandad latino germánica o al cris-
tianismo de Hegel, como era el caso también en Feuerbach o en
Kierkegaard), desde este planteamiento Dussel recupera lo soste-
nido por Marx en el sentido de que la crítica de la teología (se
trueca) en crítica de la política, y con ello lo instala en el debate
reciente sobre los temas de lo teológico político en filosofía, con
referencia al problema del sujeto y la ley.
En los siguientes capítulos, Dussel se ocupara de autores de
gran importancia no sólo por su papel en el desarrollo del nuevo

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paradigma de discusión sobre la política (es el caso de Hobbes, o
de Locke, durante la tercera fase de la modernidad temprana),
sino por el lugar que ocupan en su propio planteamiento (es el
caso de la reflexión sobre lo político en Levinas) o en la discu-
sión que con dichos autores se sostiene (es el caso del diálogo
con Holloway). En el caso de Hobbes, se sostendrá que es en
dicho autor en que se encuentra una «nueva fundamentación
ontológica de la política» (Dussel, 2007a: 243), pero al contrario
de la tradición hegemónica que ve en el pensador inglés una
plena separación de la iglesia y el Estado, o su superación a tra-
vés del proceso de secularización, nuestro autor criticará tal ar-
gumento señalando que en Hobbes hay un pseudosecularismo,
propio de la cristiandad, pues más bien lo que se busca es el
fortalecimiento del «Estado cristiano». En lo que sí es iniciador
el pensador inglés es en la construcción de una teorización de la
política desde una concepción solipsista del sujeto, de ahí el re-
curso al constructo abstracto del «estado de naturaleza», con-
cepto del que se servirá dicha filosofía política para pensar la
cesión de libertad por parte del individuo (solipsistamente ca-
racterizado), y la libertad del soberano, como única libertad ab-
soluta. En el caso de la reflexión sobre Locke, no se concentra
ésta en resaltar su figura como la del fundador del discurso de
los derechos humanos y la tolerancia, como es lo habitual, sino
que de él se recupera su conceptualización ya no sólo del estado
de naturaleza sino del estado de guerra y su argumentación en
favor de la esclavitud, que por aquel entonces desplegaba el im-
perio británico y que en tiempos recientes conduce los desatinos
del imperialismo estadounidense.4
La obra del pensador nacido en Lituania pero cuyo desarrollo
filosófico se da en Francia, Emmanuel Levinas, es sabido que cons-
tituye una poderosa influencia en la filosofía de Dussel, por el
lugar que ocupará la categoría de exterioridad en la filosofía de la
liberación. En el capítulo que se le ha consagrado en esta obra se
recuperará de Levinas la deconstrucción que desde la ética hace

4. Puede servir, para apuntalar o complementar la argumentación de Dus-


sel, la consulta de dos trabajos recientes del filósofo italiano Doménico Losur-
do (2005, 2008). Contrahistoria del liberalismo (Madrid, El viejo topo, 2005,
374 pp.) y El lenguaje del imperio. Léxico de la ideología americana (Madrid,
Escolar y Mayo, 2008, 318 pp.)

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de la política, la política del filósofo francés es negativa (es asumi-
da como el estado de guerra, es la misma opinión de Mosès, 2004)
y, por ello, es crítica de la política de la totalidad ontológica. La
ética se coloca en anterioridad y más allá de la totalidad del ser,
pero este recurso a la ética como exterioridad no permitirá un
desarrollo completo o en suficiencia de lo político por parte del
filósofo francés por faltarle, a decir de Dussel «una arquitectónica
positiva de las mediaciones a favor del otro» (Dussel, 2007a: 259).
La anti-política como negatividad escéptica o con pretensiones
de-constructivas de la totalidad vigente es fundamental, pero in-
suficiente, se requiere además una política crítica, una «política
de la liberación constructiva, innovadora» (ibíd.).
Con sus matices, será en términos similares el modo en que
Dussel encare la argumentación a propósito del problema del
poder en John Holloway. El juego conceptual se sitúa también
en los linderos de la totalidad y la negatividad. Para Dussel la
argumentación del pensador irlandés, avecindado en Puebla,
México, desde hace tiempo, se concentra en el nivel de la negati-
vidad, pero ignorando que (y en ello se recupera un planteo de
Paul Ricoeur), toda negación es de suyo producto de una afir-
mación previa. Si emito el grito del ¡¡ya basta!! frente a la negati-
vidad que sufro en mi corporalidad viviente, es porque me afir-
mo como persona en el querer vivir, del que el grito no es sino
expresión de voluntad de vida. En términos analógicos, la de-
nuncia de la negatividad en política no puede coagularse o con-
gelarse en dicho momento crítico, sino que debe abrirse a una
conceptualización afirmativa de la vida humana en dicho cam-
po, esto es, de construcción de las mediaciones necesarias para
el sostenimiento de la vida y el despliegue de la subjetividad. Se
abre así, el que será uno de los temas que hilvanan la reflexión
de Dussel en los últimos capítulos, el de una filosofía de las ins-
tituciones (vistas no siempre como necesariamente opresivas o
negativas, como son vistas en ciertas teorizaciones de raigambre
anarquista, posestructuralista, u hedonista), que las asume en
cierto sentido desde una conceptualización termodinámica o
desde las nuevas ciencias de la complejidad, para destacar en
dichas instituciones (del poder político) un momento inicial,
como mediaciones para la reproducción y aumento de la vida
humana, y su perennidad, por estar expuestas también a la ley
de la entropía y a momentos que propician, cuando ya no es

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posible la auto-adaptación del orden vigente, no sólo bifurcacio-
nes, a través del caos determinista que hará emerger el nuevo
orden, sino la emergente auto-organización de los sujetos.

Una filosofía de lo político en veinte tesis

De la voluntad de poder al poder de la voluntad

La versión resumida del proyecto de escritura de una «Polí-


tica de la liberación», se ha ofrecido en el libro Veinte tesis de
política (2006) (para este momento, editada además del español,
en portugués, inglés e italiano), contiene in nuce la exposición
de lo político en sus dos momentos de despliegue: su arquitectó-
nica y su crítica. La primera de sus partes, incluye las 10 tesis
iniciales y se ocupa de caracterizar el orden político vigente,
mientras que la segunda, compuesta por las diez tesis restantes,
se ocupa de su transformación crítica o, en otros términos, de
los elementos que integrarían el nuevo orden político. Desde un
inicio se esgrimen dos de las proposiciones más importantes de
la obra: El poder se habrá fetichizado si el actor político afirma a
su propia subjetividad o a la institución de la que hace parte
como sede última del mismo, siendo que ésta (la soberanía) resi-
de en la comunidad política de la que es, el «agente político», en
exclusiva, representante que debiera desplegar un «poder obe-
diencial». El despliegue de las distintas dimensiones de la inter-
subjetividad de la persona en lo que denominamos realidad dis-
curre en un plano categorial que va de lo ontológico a lo contin-
gente. El «mundo de la vida cotidiana» refiere a una lógica
ontológica; es más amplio que la noción de campo; y la noción
de campo político (el espacio propio de las acciones, institucio-
nes, principios, ámbito de interacciones, de conflictos) refiere a
una lógica de poder; los sistemas, subsistemas e instituciones
refieren a una lógica que se estructura de modo entrópico; la
acción estratégica refiere a una lógica de lo contingente. Dussel,
a lo largo de la obra habrá de ocuparse del despliegue de los
distintos niveles de «lo político», de sus distintos pasajes, desde
lo ontológico a lo contingente, de lo material a lo factible, de lo
abstracto a lo concreto, de la arquitectónica a la crítica, del or-
den vigente a su transformación. Identificamos en el conjunto

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de las veinte tesis cuatro pasajes, de los cuales nos ocuparemos
en los tres subapartados siguientes.

Voluntad de vida, poder obediencial y fetichización del poder

Dussel corrige o invierte la propensión negativa de la expre-


sión «voluntad de poder» presente en Schopenhauer, Nietzsche o
Heidegger, y enarbola una connotación positiva del poder políti-
co. En el primer pasaje, disyunción o desdoblamiento originario,
destacado por Dussel, la potentia de la comunidad política es ca-
pacidad o facultad, pero ella misma es in-determinada, es un po-
der en-sí (sein), que en el proceso de su actualización desarrolla
las mediaciones necesarias de su ejercicio, en la forma de potestas
o poder fuera de sí (Dasein) ello, sin embargo, no es garantía de
retorno del poder político como «para sí» de la comunidad políti-
ca. En el proceso de su constitución como poder organizado (po-
testas), el pasaje de su momento fundamental (poder como poten-
cia) comienza como proceso en que se instituye la comunidad
política como la instancia que es capaz de afirmar que en ella
reside el poder. A diferencia de Negri (1994), por ejemplo, que
limita la oposición a poder constituyente —poder constituido (y
que pareciera otorgarle una duración permanente a tal oposición),
Dussel identifica una base o fundamento a esa escisión, como
afirmación instituyente (que le otorga una temporalidad de so-
bresalto, como el relámpago que ilumina a la historia, en el senti-
do benjaminiano del tiempo mesiánico), previa al momento cons-
tituyente, este último sí, en que la comunidad política instituye
una determinada organización de su soberanía —el acto de que-
rer darse una constitución jurídica. El argumento de Dussel asu-
me que el ser deviene en ente (la potencia en acto), que lo ontoló-
gico tiene una determinada manera de aparición (su nivel feno-
menológico), y por ello se coloca en el medio del argumento
anarquista que identifica el poder con la potencia in-diferenciada
(de la multitud, o del grito negador), y la argucia conservadora
que lo ve fijado, dominado, congelado en la potestas. El segundo
pasaje o disyunción opera ya al nivel de la potestas, pues el poder
político institucionalizado no es sino el ejercicio delegado del re-
presentante, que como tal encuentra dos posibilidades: o un retor-
no para sí de la comunidad política (el poder obediencial, de los

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que mandan obedeciendo a la comunidad política) o un ejercicio
auto-referente, viciado, corrompido del poder político, pues el re-
presentante se mira a sí mismo o a su institución como la sede o
en quien reside el poder —que de este modo se ha fetichizado,
pues se manda mandando.
Ya antes algunos autores han hablado de fetichismo del po-
der desde un punto de vista anarquista (Di Filippo, 1987), o del
fetichismo del Estado (desde un punto de vista antropológico y
retomando la teoría de la cosificación de Lukács) (Taussig, 1995),
pero lo ubican, en el primer caso, en el plano ontológico de la
escisión originaria entre potentia y potestas, toda potestas es ya
dominadora, enajenante, todo poder es fetichista y, en el segun-
do caso, en la condición bi-dimensional del Estado como enti-
dad en que reside el uso legítimo de la violencia y en la que se
legitima un determinado ordenamiento simbólico que propicia
el despliegue de un sentido de comunidad. Anteriormente tam-
bién se había utilizado la expresión fetichismo de la política, para
referirse a una reducción de ésta a mera técnica de gobierno o a
su supuesta realización plena en el Estado, o bien por asimilarla
como reducto de un «saber especializado (De Giovanni, 1984).
Hay también un uso, algo más reciente, de una teorización que
ha permitido señalar el despliegue del proceso de «fetichización
de la ley» (Comaroff-Comaroff, 2009). Dussel por el contrario,
cuando habla de fetichización del poder, ubica a ésta en el plano
fenomenológico de la potestas, en la bifurcación que ahí se pue-
de experimentar.

Acción política estratégica, instituciones y principios

Dussel comienza por distinguir dentro del campo político


tres niveles (de igual modo a como lo había hecho en su ética de
la liberación [1998], ampliando los dos niveles de la ética de Apel
y en un modo distinto a los tres niveles de la moral en John
Rawls), el nivel A de la acción estratégica (Tesis 6), el B de las
instituciones (Tesis 7 y 8) y el C de los principios (Tesis 9 y 10).
En el interior de estos dos últimos se identifican tres esferas
(material, de legitimación y de factibilidad). Además de orientar
el vector del poder hacia la voluntad de vida en lugar de hacia la
voluntad de poder (otorgándole un sentido positivo a su defini-

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ción de poder), opera un segundo desplazamiento, pues su fac-
tor de aglutinamiento (su atractor, podríamos decir desde una
terminología influida por las ciencias de la complejidad), no será
el de la enemistad, sino uno más cercano al de la fraternidad. A
diferencia de este plano (el de la validez), en el de la factibilidad la
acción estratégica está orientada por un criterio de suficiencia y
no de perfección. La acción política hegemónica es la que «permi-
te que aparezca fenoménicamente en el campo político la esencia
del poder político» (Dussel, 2006: 53). En un determinado mo-
mento histórico se erige una determinada forma de organización
de sectores, clases, grupos que en alianza conforman lo que, en
términos gramscianos, sería el ejercicio de la acción colectiva como
«bloque histórico en el poder». Dussel ha sostenido que «la media-
ción es necesaria» (Dussel, 2006: 33), aquí complementa al soste-
ner, en analogía a lo afirmado por Marx en la Introducción del 57,
que «las instituciones son condiciones condicionadas condicio-
nantes» (Dussel, 2006: 57), pero además son entrópicas, esto es,
experimentan la flecha del tiempo, su despliegue diacrónico co-
rresponde a una determinada forma de su historicidad. En su ini-
cio responden a reivindicaciones negadas, su época clásica o ma-
dura corresponde a un grado eficiente en el cumplimiento de su
función, su momento de crisis refiere a su conversión en entidad
burocrática, autorreferente, opresora, e incluso ya no funcional.
Los principios políticos subsumen o incorporan los princi-
pios éticos y los transforman en normatividad política. Los prin-
cipios políticos son intrínsecos y constitutivos tanto de la poten-
tia como de la potestas, en la medida en que cada determinación
del poder es correspondiente a una obligación ética. Los princi-
pios normativos de la política son tres, cada uno de ellos es «con-
dición condicionante condicionada de los otros» (Dussel, 2006:
72) y, de igual modo, corresponden a cada una de las tres esferas
ya mencionadas.

La transformación crítica de lo político o la construcción


de un nuevo orden

En el ordenamiento de la obra definitiva en tres tomos (de


los cuales, hasta la fecha, se han publicado la histórica, la arqui-
tectónica y se está en espera de la crítica) el que corresponde a la

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crítica del orden vigente y su de-construcción o transformación,
compromete a las tesis que van de la once a la veinte de la obra
que venimos comentando (Dussel, 2006). Por tal motivo, reser-
vamos para su trato más pormenorizado el apartado final de
este capítulo, en el entendido de que se trata de una especie de
presagio de la obra consagrada a la crítica.
Decíamos más arriba que habíamos ubicado cuatro pasajes
(el primero en términos del paso de la potentia a la potestas, el
segundo que opera dentro de la potestas como disyunción entre
fetichización u obediencialidad del poder), los dos últimos se ubi-
can ya en el terreno de la crítica y construcción del nuevo orden.
Para no descuidar el esquema expositivo los mencionamos sola-
mente, reservando un trato más detenido de los mismos en la
parte final de este capítulo. Digamos, muy de pasada, que en ellos
se juega el momento de-constructivo del orden vigente y la impo-
sibilidad de congelar o detener la crítica en el momento negativo,
su necesidad, por el contrario, de arribar a una positividad trans-
formadora y constructiva del nuevo ordenamiento político.
Identificamos, así, el tercer pasaje de importancia en la filo-
sofía política que Dussel viene promoviendo. Se sitúa éste en-
tre el cierre sobre sí de la totalidad y la irrupción creativa de la
exterioridad. Dussel señala que en dichas coyunturas críticas
el pueblo recupera el ejercicio de su voluntad; el bloque social
de los oprimidos como plebs irrumpe como exterioridad de la
totalidad vigente. Voluntad de vida, consenso crítico y factibili-
dad de la praxis de liberación son, en el argumento de Dussel,
condiciones que posibilitan el pasaje de la potentia de la comu-
nidad política al poder del pueblo como hiperpotentia que hace
su irrupción en los momentos creadores de las grandes trans-
formaciones en la historia. El momento de irrupción creativa
del poder del pueblo como hiperpotentia acontece o impulsa la
transformación de las instituciones en que discurre la acción
política estratégica, éstas han sido puestas en cuestión en su
condición de estructuras hegemónicas. Opera aquí el cuarto
pasaje de importancia para la política de liberación, éste acon-
tece a nivel del desplazamiento de la potestas de la totalidad
vigente anterior por una nueva potestas en que se plasma el
poder del pueblo como hiperpotentia que es capaz de darse
nuevas mediaciones, nuevas instituciones que desplieguen a
cabalidad el poder obediencial.

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La política de la liberación y el giro de-colonizador
en filosofía política

De la historia a la política

En uno de sus más recientes libros y primero de los tres que


se prometen como integrantes de la formulación ya madura de
una filosofía política crítica, podríamos decir, de «un nuevo pa-
radigma en política» (Dussel, 2007b), nuestro autor se propone
formular un nuevo relato, construido sobre nuevas bases, de la
historia de los pueblos como actores políticos, de su pensamien-
to (en un sentido más general) y de su filosofía política (en un
sentido más particular). Esta historia crítica parte de des-estruc-
turar el marco categorial del relato hegemónico, convencional o
tradicional que sobre la filosofía política se ha construido a lo
largo de los últimos tres siglos y que se irradia desde las grandes
instituciones académicas. Este paradigma dominante encuen-
tra en su base siete marcos limitantes que nuestro autor va po-
niendo en evidencia y desmenuzando, en sus falsedades históri-
cas y en sus debilidades teóricas, conceptuales o argumentati-
vas. Estos límites a superar para construir un nuevo relato (crítico
y mundial) de la historia de la filosofía política serían: a) el hele-
nocentrismo, b) el occidentalismo, c) el eurocentrismo, d) la pro-
pia periodización, e) cierto secularismo, f) el colonialismo inte-
lectual, y g) la no inclusión de América Latina en la modernidad.
En sus páginas se combinan sinérgicamente las disciplinas
de la historia, la filosofía, la geografía, con las descripciones del
arte de la guerra y los cultos religiosos que, en el mundo entero,
encarnan los procesos culturales de los grandes complejos civili-
zacionales en su consideración temporal y espacial. Ante la frag-
mentariedad del discurso posmoderno que fue todavía domi-
nante hasta bien entrada la última década del siglo pasado, se
nos propone, en este libro, un macro-relato crítico y global, por
ello de vocación trans-moderna y de-colonial. Se trata, con él, de
indicar «elementos no sólo de organización política, sino tam-
bién de «filosofía política» explícita» (Dussel, 2007b: 37), esto es,
el relato histórico no se esgrime per se, con pretensiones de eru-
dición, sino para documentar las posibilidades y la existencia de
un contra-relato susceptible de oponer a la main stream hege-
mónica en el propio terreno de «lo político». Lo reitera nuestro

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autor: «No se trata sólo de analizar el orden político existente,
sino que podremos referirnos a un “pensamiento político” pro-
piamente dicho» (Dussel, 2007b: 38). Y es que, en efecto, los au-
tores a los que se pasa revista son analizados como siendo parte
de su tiempo y de su espacio es, pues, una historia crítica del
pensamiento filosófico político, tal vez sólo comparable con el
erudito trabajo de Sheldon S. Wolin (1973) o, en su momento, el de
Rudolf Rocker (1977), haciendo a un lado, por supuesto, el que en
ambos trabajos aquí mencionados se arranque esta historia des-
de la cuna griega.
Los primeros dos capítulos del libro se ocupan del lugar de
enunciación de un discurso crítico de «lo político» identificando
sus características en la muy larga duración histórica. Sí, de suyo,
lo político es un «campo práctico que supone la ciudad» (Dussel,
2007b: 20), una estrategia convincente será ocuparse de lo políti-
co desde el período que anuncia el arranque de tal modalidad de
organización de lo social, o incluso más antes aún si considera-
mos que con la superación de un ordenamiento instintivo por un
ordenamiento con base en instituciones (cuyo establecimiento es
exigido por la necesidad de producción y desarrollo de la vida), se
están colocando las bases de comportamientos proto-políticos.
Por ello, en su exposición Dussel arranca propiamente desde el
neolítico para documentar, podríamos decir, «que desde el princi-
pio era la voluntad de vivir», esa pulsión fue lo que permitió el
tránsito de la humanidad desde su primera historia, lo que le po-
sibilitó el existir como viviente al ser humano y el construir las
primeras estructuras de proto-poder y sus formas más desarrolla-
das. Por ello, desde la más remota historia será «la corporalidad
sufriente de nuestros pueblos» (Dussel, 2007b: 13) el punto de
partida, el lugar de la enunciación crítica. El giro de-colonizador
en filosofía política exige una nueva periodización, ya no sólo de
la etapa moderna, sino de los cerca de 8.000 últimos años de his-
toria humana, que transcurren en el marco de las ciudades, como
complejos organizacionales. Es así que el discurso de Dussel dis-
tinguirá 4 estadios de desarrollo de la humanidad.
El estadio I que es el de sistemas regionales que no alcanzan
sino una precaria intercomunicación que, si ocurrió, se hubiera
limitado a las civilizaciones mesopotámicas. Las altas culturas
de las otras regiones no encuentran conexión posible. El mayor
grado de avance en su pensamiento político se alcanza con los
códigos mesopotámicos, en especial el de Hammurabi.

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El estadio II que es ya el de un sistema interregional, el de los
grandes imperios del caballo y del hierro, cuyo inicio Dussel re-
monta hasta más de milenio y medio antes de la era común,
experimenta un comienzo que se sitúa en las civilizaciones orien-
tales. La época clásica de este estadio verá emerger cuatro com-
plejos geopolíticos claramente definidos (el chino en el extremo
Oriente, el indio en Sudasia, el espacio iránico de los persas, y
las culturas del Mediterráneo, de entre las cuales, la griega, no es
sino «la culminación de un proceso milenario de Asia Menor y
Egipto» Dussel, 2007b: 55), complejos geo-culturales que, en su
etapa madura, consolidarán los primeros sistemas políticos.
Dussel se beneficia en su exposición de las formulaciones de
François Julien, entre otros, para recuperar las reflexiones mile-
narias sobre la acción estratégica, el potencial de situación y el
arte de la guerra en China, y de las aportaciones de Giovanni
Semerano o Martin Bernal, para cuestionar el helenocentrismo.
Si el estadio anterior afirma una corporalidad unitaria, la impor-
tancia de los actos concretos como garantía «de la resurrección
de la carne» en narrativas de carácter mítico; al final del estadio
II se ha consolidado un discurso donde lo corporal, la política y
la historia no son sino apariencia en favor de la «inmortalidad
del alma», la conciencia, el Uno, el absoluto trascendente.
En el umbral entre el estadio II y el III Dussel encuentra, en
el marco de la rebelión de las víctimas, la emergencia del discur-
so que le otorga las categorías críticas necesarias para una nue-
va filosofía política, para una reformulación de «lo político». En
el proceso de crisis del mundo antiguo basado en la esclavitud
emerge una revolución en la experiencia y concepción de la sub-
jetividad política. Comienza por pensar a la persona libre, y da
cabida al reconocimiento de la alteridad del oprimido, lo utópi-
co se asume ya no como trascendencia sino como futuro, como
reino mesiánico. El cristianismo primitivo aparece, en el argu-
mento de Dussel, como un movimiento de liberación de los es-
clavos del imperio romano en pleno desarrollo. Las categorías
ético-políticas que de ahí emergen serán las de una totalidad
como orden establecido y la de la exterioridad como trascenden-
cia de dicha temporalidad histórica. Si la ley estructura el orden
vigente, ella es necesaria, pero si niega la vida, si la ley mata, es
justificado su no cumplimiento. En ello se subvierte el conteni-
do ético-político de la sabiduría griega o romana, lo más avanza-

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do del estadio II, Dussel con ello recupera la tesis de que, en el
discurso de los profetas del desierto y la cultura semita, se han
dado las bases del «nuevo pensamiento», en línea con la filosofía
de Cohen, Rosenzweig, Benjamin o Lévinas, o incluso yendo más
atrás hacia una convergencia con los planteos de Feuerbach,
Marx, Schelling o Kierkegaard.
El estadio III del sistema interregional afro-asiático medite-
rráneo arranca desde el siglo IV después de la era común con la
cristiandad (que niega o invierte el imaginario del cristianismo
anterior, a través de la afirmación de un pseudosecularismo), y
se extiende hasta finales del siglo XV. Encuentra su época clásica
en el siglo XIII después de la era común, que no es el pertenecien-
te a una edad oscura o media, según el discurso convencional,
sino el del florecimiento de Bizancio y las culturas árabes y mu-
sulmanas. Abarca en su culminación un área geográfica que va
desde Filipinas, por el oriente, hasta Marruecos o Portugal, por
el occidente, Rusia al Norte y el sur del Sahara, en África. Cuatro
serán los factores que propiciarán que una Europa germánica,
aislada y periférica, consolide con la cristiandad la nueva moda-
lidad de pensamiento filosófico europeo sobre lo político, tales
factores fueron, el monacato benedictino, el sacro imperio ro-
mano germánico, el papado y el movimiento intelectual que se
organiza en las universidades medievales.
El estadio IV es ya el del World-System según la terminología
wallersteiniana, y arranca con la expansión del viejo mundo y la
incorporación de América a través de su conquista y coloniza-
ción, sin embargo, en el relato de Dussel varios son los elemen-
tos que se integran para dar cabida a una nueva reinterpretación
histórica de la modernidad y de su discurso filosófico político,
una de cuyas tesis más fuertes, sin embargo, aparece enunciada
al modo de nota al pie: «...si China era el primer productor del
mercado mundial hasta el siglo XVIII, el más poblado, etc., la
descripción del World-System debió comenzar por tomar en se-
rio y en primer lugar a China. Y nadie hizo esto» (Dussel, 2007b:
283). La detallada exposición de la modernidad (en sus distintas
fases y subfases) y del discurso filosófico político abarcan el res-
to del libro, los dos capítulos siguientes. La recuperación del lu-
gar protagónico de la civilización china hasta bien entrado el
siglo XIX cumple además de una función de descentramiento de
Europa, la de una reapertura en la consideración del discurso

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eurocéntrico. El fuerte peso de la presencia musulmana, indos-
tánica y china sobre una Europa que vive el cerco otomano (una
vez que los turcos han arrasado con el imperio bizantino), y que
por tanto es periférica al pulmón oriental de la economía mun-
dial, verá emerger desde el Mediterráneo oriental la teoría políti-
ca del renacimiento italiano del Quattrocento (veneciana y aun
florentina) que se sitúa en el argumento de Dussel, en un mo-
mento pre-moderno, pues la modernidad no será ya mediterrá-
nea sino atlántica. Es así que el discurso de Maquiavelo es recu-
perado por nuestro autor (en una variante que no está ni siquiera
presente en Pocock (2008), el último de sus grandes intérpretes),
como una filosofía política de la construcción de un nuevo or-
den, en cuya emergencia ocupa un lugar importante el liderazgo
político carismático de quienes en dichos momentos operan o
encabezan las grandes revoluciones en la historia.
La expedición ultramarina, los viajes oceánicos, y la apertu-
ra del atlántico permiten la modificación en la medida del mun-
do y el resquebrajamiento de la cosmovisión y la episteme ante-
rior. Dussel da entrada, aquí sí, a la que sería la contra-tesis ar-
gumental más fuerte de todo el libro:

El despertar moderno de Europa se produce desde el oeste de


Europa hacia el este y desde el sur más desarrollado... hacia el
norte... Es ésta una opinión que contradice todo lo que la historia
tradicional nos enseña... el inicio de la historia de la filosofía de
América ibérica (o latina) no es sólo el primer capítulo de la histo-
ria de la filosofía en la nombrada región geográfica, sino es, junto
con la filosofía española y portuguesa... el comienzo mismo de
toda la filosofía moderna en cuanto tal [Dussel, 2007b: 191].

Si bien es cierto que ya Jacques Derrida habría defendido la


posibilidad de encontrar en los Pensamientos de Pascal o en los
Ensayos de Montaigne «las premisas de una filosofía crítica
moderna, es decir, de una crítica de la ideología jurídica, una
desedimentación de las superestructuras del derecho que escon-
den y reflejan a la vez los intereses económicos y políticos de las
fuerzas dominantes de la sociedad» (Derrida, 2008: 32), el juicio
de nuestro autor será más radical aún al sostener que:

[...] el nacimiento del mestizo y la esclavitud del afro-americano


es el origen mismo de la Modernidad en cuanto tal... La justifica-

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ción de la conquista de las culturas que vivían en el actual territo-
rio latinoamericano, filosóficamente, es el comienzo explícito de
la filosofía moderna, en su nivel de filosofía política global, pla-
netaria [Dussel, 2007b: 195].

En el arranque de la modernidad primigenia «“el otro” (el


indígena y el esclavo africano) será igualmente una exterioridad
constitutiva de la nueva comprensión del ser humano, como su
sombra, como lo ignoto, lo excluido, lo negado» (Dussel, 2007b:
193). La concepción del mundo antiguo es la de una relación
con bárbaros regionales (exteriores a la civilización propia), la
del nuevo mundo es la de una relación con bárbaros globales
(no sólo externos sino inferiores a la civilización propia). Será de
a poco como Europa logre remontar su condición periférica, y
después de los tres siglos posteriores a la incorporación del «Nue-
vo mundo» (evento que produce la colonialidad del poder) le
será posible ya como occidente euro-norteamericano (revolución
industrial mediante) arrancar la hegemonía del sistema mun-
dial al gigante chino.
Dussel comienza por identificar tres etapas de despliegue de
la modernidad (una temprana, con tres subfases, la tercera
propiamente de transición o preparatoria de la etapa madura, y
la etapa tardía, en que aún nos encontramos) que, si bien no
corresponden a un proceso lineal o diacrónico, pueden rastrear-
se a partir de hechos históricos plenamente identificables. A pro-
pósito de lo que él denomina «la primera modernidad tempra-
na» ofrece elementos para considerar los muy significativos te-
mas que la filosofía política de dicho momento histórico está
ofreciendo para la consideración del problema del sujeto. Ya la
propia consideración del abordaje por parte de los autores ahí
reseñados como filósofos políticos se sale del canon para auto-
res que tienden a ser encasillados en la escolástica tardía, al si-
tuarse en el siglo XVI como pre-modernos, y en términos del tra-
to que dan a la cuestión como referida, según el relato conven-
cional, a problemas teológicos, o en su caso, de teología política,
pero no de filosofía política.
En el curso de los acontecimientos que siguen a la invasión y
conquista de América Latina pueden identificarse tres modalida-
des de maduración en el marco del proyecto moderno que recono-
ce ya dimensiones mundiales. Dussel identifica, pues, tres moder-

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nidades (la temprana, la madura, la tardía). Una primera moderni-
dad temprana (que abarcaría de 1450 a 1630), que se despliega,
por así decirlo, en dos subfaces, la primera de las cuales se desa-
rrolla en cierta sincronicidad temporal, y que corresponde a la cris-
tiandad hispanoamericana y a la cristiandad lusitana. La segunda
subfase de la modernidad temprana (de 1630 a 1789) corresponde
al proyecto de la cristiandad del norte de Europa, posthispánica,
anglicana y protestante. Con la llamada revolución inglesa la bur-
guesía, por vez primera, tomará el control hegemónico en la con-
ducción del Estado e «inicia... la tercera modernidad temprana»
(Dussel, 2007b: 269), subfase que verá emerger en definitiva una
nueva forma de conceptualizar lo político. Las posteriores etapas
que Dussel identifica serían ya las de la modernidad madura, cuan-
do Europa puede arrebatar definitivamente la hegemonía a China,
y lo que correspondería al período actual de modernidad tardía, en
que este proyecto parece hacer crisis.
El período que Dussel señala como correspondiente a la pri-
mera modernidad no suele ser visto como plenamente moder-
no. En las interpretaciones convencionales se le trata como fase
ciertamente premoderna, con la que Europa no se identifica,
justamente porque trata de exorcizar la realidad de su desplie-
gue colonial, por una parte, y por el otro, porque relaciona el
período moderno con la Europa de las luces y no con el lado
oscuro del renacimiento (como lo califica Mignolo, 2003). Pues
bien, en la interpretación de Dussel, el siglo XVI ocupa un lugar
de importancia no sólo en consideración del despliegue de lo
moderno colonial (que, dicho sea de paso, verifica en el desplie-
gue de las dos cristiandades sobre las dos Américas, un proyecto
de poder que se despliega con una alta dosis de colonialismo
esclavista, de estado de guerra y que se legitima con proposicio-
nes de «Guerra justa»), sino de las discusiones plenamente mo-
dernas que se desarrollan por los filósofos políticos de dicho
momento. Durante la primera modernidad temprana Europa es
altamente periférica, y varios hechos lo ilustran, desde el control
del imperio otomano que invade Constantinopla (la segunda
Roma) en 1453, hasta el cerco de Viena que se sostiene hasta
1635. Es dicha condición de perifericidad, justamente, esta con-
dición de sub-próspero de la cristiandad hispánica frente al gi-
gante oriental, primero, y con posterioridad respecto a la varian-
te americana de despliegue de la cristiandad latino-germánica,

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la que influirá poderosamente en el despliegue de una feroz co-
lonialidad sobre la región nuestroamericana, cuyos rasgos pre-
valecen hasta la época actual. También por dicho despliegue de
lo moderno-colonial, las filosofías políticas de ese largo siglo XVI
son plenamente modernas pues en ellas se encuentran las va-
riantes de consideración del despliegue de la Europa histórica
en relación con su alteridad, a la cual no le concede un trato
como su otro, sino se relaciona en posición de jerarquía y domi-
nación (sea con el indio americano o con el esclavo africano), a
ambos los interpreta como el inimicus del Europeo como el in-
fiel al que viene oponiéndose desde hace varias centurias.
Las variantes de interpretación de esta relación del ego con-
quiro europeo con la alteridad que es producto de esta «inven-
ción del nuevo mundo» en algunas interpretaciones reconoce
tres variantes (Mires, 2006), una ideología esclavista, que recu-
pera la propia doctrina de la esclavitud natural formulada por
Aristóteles en el siglo IV antes de la era común, y que es formula-
da o defendida desde la escuela de Salamanca por Ginés de Se-
púlveda. Una segunda, que camina en la senda de formular una
teología de Estado, sostenida por Francisco de Vitoria. Y una
tercera, opción que sería la defendida por Bartolomé de las Ca-
sas, de espíritu ciertamente anti-esclavista e indigenista. La pro-
puesta de Enrique Dussel tiene la virtud de no sólo contemplar
estas tres variantes de interpretación de la relación del sujeto
con su prójimo, en este caso de la relación del sujeto europeo con
su alteridad a la que conquista, subordina y extermina; nuestro
autor señala y explicita la importancia del pensamiento del in-
dio inca Guamán Poma de Ayala, como el discurso que alcanza
el mayor grado de radicalidad (junto al de Las Casas), pues abun-
da en lo que otros autores (en especial, Mignolo), han señalado
como el juicio que en dicho enfrentamiento con el otro es enun-
ciado desde la «diferencia colonial» (Mignolo, 2003, 2007). Dus-
sel no se detiene sólo en ello, que ya sería de suyo de importan-
cia en una historia de la filosofía política, recupera además la
posición humanista de Francisco Suárez, en términos del lugar
que éste ocuparía en el propio despliegue de lo que para el canon
dominate son ya en definitiva, autores modernos a quienes in-
fluye: Descartes, Leibniz, Spinoza.
La filosofía política de la segunda modernidad temprana es
la del período que sigue a la decadencia general hispánica de

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comienzos del siglo XVII,5 y de traslado de la hegemonía a Ams-
terdam (no es casual que encuentre a Spinoza como uno de sus
más destacados exponentes, o a Hugo Grocio, con su doctrina
del mare liberum), es ya un pensamiento definitivamente dualis-
ta, cuya cara en política significará, por un lado, el predominio
de un individualismo solipsista que a través de la suscripción de
un pacto verá emerger a los nacientes Estados absolutistas (una
vez suscrito el Tratado de Westfalia en 1648 que da inicio a ese
nuevo ordenamiento), que harán recaer en la persona del sobe-
rano el referente último del poder (con lo cual ya no es más la
comunidad pre-existente el referente de la política, de la que la
subjetividad intersubjetiva de la persona hace parte integrante).
Por el lado de la teorización de estos procesos políticos que es-
tán en su base, será a través de Thomas Hobbes que se inicia el
uso de la noción de «estado de naturaleza» (y con ella de los
modelos contra-fácticos para el análisis de las ciencias sociales y
la filosofía), a la que se opone la noción de estado civil, como
metáfora del orden político, en el caso de John Locke, el estado
civil político opera también como garantía para la conservación
de la propiedad. En este último pensador, que ya manifiesta la,
en ciernes, geopolítica del colonialismo inglés, la justificación
del derecho de conquista postula la noción de Estado de guerra,
que invierte la noción de «guerra justa» y adelanta la geopolítica
de la «guerra preventiva» y de los costes de reparación o indem-
nización cínica, tan recientemente esgrimidos por los halcones
norteamericanos en la invasión a Irak.

De la arquitectónica a la crítica

¿...acaso podemos concebir una filosofía


que no sea de algún modo arquitectónica?
ALAIN BADIOU

La detallada exposición de la deriva eurocéntrica que es cons-


titutiva a cómo se discute y postula el poder en la modernidad

5. Tan bien registrada en El Quijote de Miguel de Cervantes o en el poema


de Francisco de Quevedo, Poderoso caballero es don Dinero, una de cuyas es-
trofas dice: «Nace en las Indias honrado, donde el mundo le acompaña; /
Viene a morir en España, y es en Génova enterrado».

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no se agota en indicar desde donde se piensa y argumenta (la
«hybris del punto cero», al decir de Castro-Gómez [2005], el lu-
gar desde el que se mira pero que es no visto), sino más impor-
tante aún, señala un modo en que se pretende elevar una particu-
laridad —la perspectiva europea— en interpretación universal.
En el volumen II de la política de la liberación, el más reciente-
mente publicado (Dussel, 2009b) se miden los alcances de este
proceder, que ya Marx avizoraba cuando llegó a afirmar: «Mien-
tras que lo universal es por una parte sólo una differentia speci-
fica ideal, es a la vez una forma real particular al lado de la forma
de lo particular y lo singular» (Marx, 1989: 410).
La parte histórica (volumen I de la política de la liberación)
cumple su función en la Arquitectónica (volumen II), pues de la
recuperación de los clásicos, del modo, de la sugerencia que ellos
ofrecen para el tratamiento de problemas, temas, distinciones se
pasa a una resignificación semántica por medio de la cual tales
categorías, tal universo categorial cumple su función para edifi-
car la arquitectónica de la política de la liberación, un modo
alternativo de pensar el poder político.
Dussel al inicio de este volumen recurre a una consideración de
largo plazo o históricamente fundamentada para describir cómo se
impone la noción de poder como dominio. Una vez que se ha toma-
do registro de la acepción negativa del poder como dominación,
comando, control, constitutiva al despliegue moderno colonial del
sistema mundo, se ocupa de señalar las variantes de conceptualiza-
ción reductiva desde las que la filosofía política ha tratado de carac-
terizar la cuestión. Tal falacia reductivista consiste en elevar un as-
pecto a determinación esencial, en tomar una parte por el todo; se
incluyen como muestra de este proceder aquellos análisis que se
concentran o agotan en determinado aspecto, sea la acción estraté-
gico-política, las polaridades antagonistas, la adecuación medio-
fin, la hegemonía, el consenso discursivo, la negociación para re-
solver conflictos, lo superestructural, la referencia exclusiva al Es-
tado, el comunitarismo conservador, la afirmación o negación de
los principios normativos, entre otros. Con ello se pierde la comple-
jidad de lo político de la cual Dussel quiere partir a fin de disponer
de las categorías necesarias, mínimas, suficientes para ocuparse
del poder político, «para una política desde la periferia mundial»
(Dussel, 2009b: 41). Su objetivo es mostrar «los elementos estructu-
rales mínimos pero suficientes de todo orden político posible» (Dus-

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sel, 2009b: 38). Comienza por considerar tal orden político vigente
como totalidad, esto es, desde una perspectiva ontológica, identifi-
cando el contenido positivo del poder como potentia, el aconteci-
miento fundacional, momento en que se inaugura tal orden, y su
coagulación, por decirlo de algún modo, en la forma de potestas.
Nunca hay un cierre completo de la totalidad, en eso consiste la
primera de sus características, toda ella es pretensión de totaliza-
ción; la segunda apunta a su imperfección, a su inevitable gene-
ración de víctimas. La estrategia metodológica para ocuparse de
este «todo estructurado» consiste en ver los cruces entre campos,
sistemas, esferas, ámbitos para recuperar su articulación, su mu-
tua determinación sin última instancia.
Nuestro autor pasa enseguida a ocuparse, en primer lugar,
del fundamento ontológico de lo político. El equivalente de la
acepción negativa del poder como dominación será, en filosofía,
el tema de la «voluntad de poder». Si el pensamiento moderno
concedió primacía al nivel cognitivo, aquí se parte de otorgarle
primordialidad al nivel volitivo. Dussel se beneficia de la argu-
mentación ofrecida por el fenomenólogo de la vida, Michel Henry
(2009), para construir los cimientos de una ontología de la vo-
luntad, lugar desde el que opera la disyunción originaria de lo
político. Dussel afirma la voluntad de vivir, situándose un poco
más acá de la voluntad de poder (si la primera tiene impronta
afectiva la segunda es de tonalidad defectiva). Si la esencia del
poder es la voluntad, la de la voluntad es la vida. Del querer vivir
se ha pasado al querer-viviente, esto es, a la voluntad como cor-
poralidad viviente. Desde ahí se sostiene que «la vida es el modo
de realidad humana» (Dussel, 2009b: 49). El sujeto corporal hu-
mano, en cuanto viviente, pone las mediaciones necesarias como
momentos de su inalcanzable realización, acontece en el querer
que puede conectar la vida que es y la vida por venir, el presente
con el futuro. La diferencia entre el poder de la voluntad y la
voluntad de poder es la diferencia entre que el poder-poner sea,
en el primer caso, la mediación para la permanencia e incre-
mento de la vida o, en el segundo caso, un poder-poner sobre la
voluntad del otro. El poder-poner de la voluntad de poder se
monta por ello sobre la negación ontológica del querer-viviente
del otro, en sus diversas formas históricas a que es clasificado: el
salvaje, el bárbaro, la naturaleza, la mujer, el hijo, lo colonial,
etc. A ésa, que es una política de poder (la de la «voluntad de
poderío») hay que oponer, con Dussel, el poder de la política.

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En segundo término, Dussel se ocupa del asunto referente al
valor político de los entes que, dentro de los prácticos, son polí-
ticos. En su trato apunta a su consideración como condiciones
condicionantes condicionadas cuya referencia, en el nivel mate-
rial, es la vida humana. Se comienza por separar el enfoque so-
bre el poder de la voluntad tanto del decisionismo de Schmitt (lo
que cuenta es la voluntad del líder), como del contractualismo
de Rousseau (lo importante es la voluntad general), e incluso de
Hegel, con su determinación por la propiedad (con el fin de afir-
mar la voluntad divina plasmada en la eticidad del Estado). De
lo que se trata en política es de articular, de aunar las voluntades
para efectivizar el ejercicio del poder, para la permanencia y el
aumento de la vida (momento material), y con acuerdo inter-
subjetivo racional, discursivo, consensual (momento formal), no
sólo se trata de estos dos momentos del poder-poner las media-
ciones, sino del poder-sobre-poner, del darse también los me-
dios instrumentales (momento de factibilidad). Son éstas las tres
determinaciones esenciales del poder político como potentia.
En el fundamento de la política, en su esencia, está la volun-
tad, en su despliegue, en el darse del ente, estamos en el nivel de
la potestas (en el cual se concentra el volumen que nos ocupa), si
el primero era el nivel ontológico, el segundo será el nivel ónti-
co-político. Para que opere esta disyunción originaria del poder
in-determinado (sein) de la potentia, al poder que se determina
(Dasein) como potestas, es necesario que emerja una voluntad
consensual instituyente, verdadero punto de partida de todo or-
denamiento político posible, que a este nivel es asumido con un
cariz positivo: la potentia requiere algún modo de representarse,
imposibilitada de efectuar su aparición en toda situación políti-
ca, imposibilitada de tener una permanencia imperecedera. A
este nivel (el óntico-político) es que puede ocurrir la segunda
disyunción (Dussel, 2009: 141 y ss.) pues la potestas puede incli-
narse hacia un círculo virtuoso del poder obediencial que retor-
na a su fuente (poder para sí de la comunidad política) o a un
circuito vicioso de fetichización de la potestas (un poder que se
ha ensimismado y que ya no sirve a su comunidad política).
La potentia, el poder de la comunidad política que en un
momento (situación) determinada se inviste de auctoritas, es el
poder político en última instancia y puede remover a una potes-
tas que se haya fetichizado. Es éste el tema del acontecimiento

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fundacional de todo orden político. Acontecimiento en el senti-
do de referencia política primera, fundacional en tanto última
instancia del orden vigente. Se trata de la aparición del ser (po-
tentia) en el mundo fenoménico (potestas). Es un momento de
caos anterior al orden, momento de crisis en la terminología
clásica, o de «cambio de fase» según la terminología de las nue-
vas ciencias de la complejidad. Dussel a propósito de este con-
cepto se distancia, con una argumentación pormenorizada, de
Badiou y sugiere que el acontecimiento fundacional hace refe-
rencia al «acto contingente que rompe el orden establecido del
ser» (Dussel, 2009b: 72), proceso que, justo por su no eternidad,
por su duración limitada, por su no permanencia, tiende a obje-
tivarse, a institucionalizarse, a realizarse como orden político
vigente, como «lo dado» en política, que se solidifica como or-
den político constituido.
En este marco, la tarea de la Arquitectónica es exponer el
sistema completo de categorías fenoménicas de la filosofía polí-
tica burguesa, a fin de desarrollar teóricamente el despliegue del
poder político (potentia). La exposición comienza por la acción
estratégico-política, nivel A, sigue con las instituciones, nivel B y
cierra con los principios, nivel C.
Para considerar el despliegue de «lo político» como acción
estratégica se comienza desde un plano muy abstracto (la no-
ción de campo) y se avanza hasta una consideración más con-
creta (la noción de hegemonía). El campo es definido como una
red de relaciones de poder que se estructuran mutuamente den-
tro de un mismo horizonte. Los campos se recortan dentro de la
totalidad del mundo de la vida humana y existe tal variedad como
tipos de actividades humanas. Las personas ocupan tantos cam-
pos como entretejida esté su red intersubjetiva. El campo políti-
co es atravesado por fuerzas, por sujetos con voluntad, el sujeto
que lo ocupa (como actor intersubjetivo) tiene una determinada
disposición, el carácter de dicho espacio se orientará tanto a
negociaciones como a conflictos, hacia acuerdos o disensos. La
pregunta fundamental, a este nivel, está formulada por nuestro
autor del siguiente modo ¿En qué consiste lo político del campo
político? La respuesta se orienta por varias sendas para eludir la
falacia reductivista. En primer lugar, se lo caracteriza (al campo
político) como un espacio en que los actores políticos actúan
públicamente en tanto políticos. Es el lugar del ejercicio delega-

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do del poder disciplinado. Su carácter dependerá de cómo sea
ocupado, de cómo sea llenado de contenido como categoría, se
lo trata como un mapa de mapas que se actualiza en cada acción
que se opere como política. Está constituido o travesado por sis-
temas y subsistemas.
Captar el concepto de «lo político» pareciera un camino que
no encuentra culminación, se comienza por ver en el terreno de
la subjetividad la bipolaridad entre lo privado y lo público y la
necesaria consideración de la persona como subjetividad inter-
subjetivamente condicionada. Lo público y lo privado son gra-
dos diversos de ejercicio de la intersubjetividad (que opera como
una especie de a priori de la acción del sujeto). Si en la caracteri-
zación de lo privado lo que se busca es distanciar la considera-
ción subjetiva, en dicho plano, respecto del individualismo so-
lipsista, en la caracterización de lo público se busca distinguir,
dentro de éste, a lo público-político: lo que constituye al público
como observador, juez, calibrador del campo político, lo cual de
suyo presupone un grado diverso de involucramiento, una de-
terminada politicidad en la opinión pública.
La acción estratégica, y desde diversas tradiciones, se asume
como «el objeto práctico por excelencia de la política» (Dussel,
2009b: 108), con frecuencia se agota en ella el análisis de lo polí-
tico y se la mira como despojada de normatividad. Pensando
desde el tiempo largo esto puede ser el resultado mismo de la
densidad, del espesor de dos perspectivas ciertamente premoder-
nas de entender lo político y que por ello se consideran clásicas:
La ontología china que es una ontología estratégica, y cierta lec-
tura de Maquiavelo. De ahí que irradien a un conjunto de tradi-
ciones ya modernas que tienden a agotar en un determinado
aspecto la consideración de lo político. Desde Weber, por ejem-
plo, la acción estratégica se encara desde el tema de la racionali-
dad, y en ella se distingue entre la que opera con arreglo a fines
(racionalidad formal) y la que opera con arreglo a valores (racio-
nalidad material), entre ambas se ubica la electiva entre fines o
valores. Con Hannah Arendt la acción estratégica se ve confina-
da a un ámbito retórico como poder comunicativo. En Schmitt
es asumida como la decisión manifiesta de la voluntad en el es-
tado de excepción, remitiéndose a lo inmediatamente constitu-
yente del poder en su ánimo de distanciarse tanto del liberalis-
mo como del Estado de derecho. Ernesto Laclau llevando al

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máximo la tensión en la lógica de la necesidad/contingencia (en
cierta analogía al arco entre fortuna y virtu) encuentra, en la
hegemonía y la articulación, las categorías que mejor expresan
lo político en el nivel estratégico.
El poder consensual es analizado por Dussel como el momen-
to que articula lo material con lo formal, la voluntad con la razón
discursiva. Sus alcances se ubican entre dos extremos, el interés
propio y el bien común. Siguiendo a Arendt, Dussel plantea que el
poder surge cuando los sujetos humanos actúan juntos y desapa-
rece cuando se dispersan. Lo estratégico, entonces, es saber crear
esa unidad sinérgica entre comunidad (potentia) e instituciones
políticas (potestas). Desde Habermas, se traslada la noción de po-
der comunicativo al nivel originario de la facultad o capacidad
poseída por la comunidad política. Poder consensual que, al estar
imposibilitado de ejercerse sin mediaciones o instituciones, tiene
que operar el traslado desde el «poder institucionante» (Dussel,
2009b: 147) de la potentia hacia el poder instituido, que puede ser
operado por hegemonía (con cierto consentimiento o benevolen-
cia de los subalternos), por dominación (minorías influyentes con
capacidad para que no se tome conciencia de la tal opresión aun-
que se gobierne sin el consenso suficiente), con mera gobernabili-
dad (reduciendo la política a técnica) o con pura violencia (como
pura coerción desde el Estado, efectiva, no sólo habitual o encu-
bierta). El poder del Estado no es sólo fuerza sino consenso, el
Estado es dirección, dirá Gramsci.
En tanto los obedientes, oprimidos o excluidos se sientan su-
ficientemente incorporados, o no hayan cobrado suficiente con-
ciencia de la insuficiencia en el cumplimiento de sus necesidades,
se dirá que el poder consensual institucionalizado cobra la forma
de poder político hegemónico. Para entender el concepto de hege-
monía se plantea conceptuarlo en su devenir, esto es, desde una
clase que no es hegemónica y que pasa a serlo para identificar su
disposición como dominante o dirigente. En el nivel estratégico el
poder político a lo que aspira es a un ejercicio con consenso sufi-
ciente por parte de un «bloque histórico», siempre expuesto a la
disyunción que puede encaminarlo a una pérdida o erosión del
consenso social del que goza y, con ello, a su relevo hegemónico,
si cala socialmente la percepción de que el poder se ha fetichiza-
do, se ha separado, e incluso invertido, operando en contra de la
comunidad política y para su propio provecho.

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El campo político es atravesado por las acciones estratégi-
cas de los actores políticos que se organizan en torno al ejercicio
del poder político, en este plano las voluntades ligadas o auna-
das se encuentran en una alta dimensión contingente. Sin em-
bargo, con el paso del tiempo y el avance de la cultura esta con-
tingencia del actuar político se coagula, se deposita, se fija y ad-
quiere cierto grado de consistencia en instituciones, una mayor
permanencia, superando la contingencia, y enmarcándose en
un espacio entre lo posible y lo no necesario. Dussel nos ofrece
en esta parte los lineamientos de una filosofía de las institucio-
nes, discute aquí con la tradición del psicoanálisis, en especial
con Freud y hasta con Lacan, a propósito de la relación entre las
instituciones objetivadas y la subjetividad de los sujetos y de la
dialéctica entre ley y transgresión de la misma. El relato en esta
parte es también construido desde la historia para dar cuenta de
la mudanza de un universo regido por instintos a uno regulado
por instituciones, pero para caracterizar a éstas se hace necesa-
rio también operar un pasaje desde la pulsión de muerte (la raíz
griega, en el mito de Edipo) a una pulsión de vida (de raigambre
semita, en el mito de Abraham), y del deseo mimético y la obse-
sión de repetición hacia el «instinto de vida». Desde una teoriza-
ción no sólo al nivel del imaginario y la simbólica sino cierta-
mente neorológica, el instinto de repetición o la propensión de
imitar son vistos desde la vida, como estructuras de compren-
sión del sentido, como el proceso de objetivación de las institu-
ciones; concluye Dussel afirmando: «Nacen así las instituciones
en el campo abierto por la sublimación cultural de los instintos»
(Dussel, 2009: 187). Las instituciones objetivas o la objetivación
de las instituciones se integran en estructuras subjetivas como
intersubjetividad de agentes o actores partícipes en sistemas ins-
titucionales. De ahí que Dussel proponga distanciarnos de cua-
tro posiciones: a) del anarquismo anti-institucional (toda insti-
tución es represiva), b) de la derecha liberal (la única institución
es la del mercado), c) del psicoanálisis de Freud (la institución es
ordenada desde el instinto de muerte) y d) del postestructuralis-
mo (toda disciplina es represión). El argumento tiene que, en
primer lugar, aclarar la diferencia entre disciplina y represión:
las instituciones exigen disciplinar el eros placentero de la cor-
poralidad gozosa, del sujeto deseante, y al ser asumidas como
parte del desarrollo y aumento de la vida revelan un carácter

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necesario. A las perspectivas de propensión anárquica se les cri-
tica por confundir el postulado (la entrega completa a la corpo-
ralidad deseante)6 con su imposibilidad empírica. Ahora bien,
puede sí darse el caso que la institución (necesaria, en su mo-
mento) se torne represiva. Las instituciones enmarcan las accio-
nes estratégicas de los actores políticos en ciertos límites que
separan lo posible de lo imposible. El sujeto es determinado a
ocupar un rol y no otro, una posición y no otra. La institución,
con ello, no sólo disciplina (en lo que asiste la razón a Foucault)
sino que tiende a autonomizarse, a asumir una lógica propia.
Ante el anarquista, que sólo ve el momento alienante, represivo
de la institución (que lo anticipa o adelanta), y el conservador,
que sólo la entiende como disciplina creadora (que la perpe-
túa, que la eterniza), Dussel sugiere considerar la institución
como expuesta a la entropía, que en su diacronía se historiza y
experimenta la línea del tiempo, viendo emerger instituciones
nuevas cuando las anteriores se agoten.
El argumento de nuestro autor se orienta enseguida hacia la
distinción entre lo civil y lo político. Lo civil se define en un do-
ble parámetro, como lo alejado del campo político y como aque-
llo que ocupando al campo político (lo civil-político) tiene un
menor grado de sistematicidad institucional. Considerados in-
tersubjetivamente y por su grado de sistematicidad institucional
el mayor grado de oposición se daría entre lo privado-civil y lo
público-político. Sin embargo, la oposición que Dussel desarro-
lla es la de lo civil en su segundo sentido (con menor grado de
consistencia institucional, pero ocupando el campo político) y
lo público-político, como lo que ocupa un papel en el ejercicio
delegado del poder. Ante las posturas que distinguen esta oposi-
ción como la del estado de naturaleza y la del estado civil, Dussel
sugiere verla como el pasaje, el devenir de una subjetividad in-
determinada en actor político (de la indeterminación de la sub-
jetividad corporal viviente al ciudadano), opino que, desde otro
ángulo, esto podría ser visto como un mayor grado de consisten-
cia en la politicidad del sujeto. En el proceso de institucionaliza-

6. En este punto se echa de menos el que Dussel no haya problematizado


desde su propuesta la postura de Ettiene de La Boetie, quien, justamente,
mira al proceso de construcción del Estado soberano como originado en la
subjetividad deseante del súbdito (La Boetie, 2008 [1576]).

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ción del sistema político el poder se diferencia, se cumple la ins-
titución instituida del poder diferenciado de la escisión origina-
ria (de su des-conexión posible o de su re-conexión procurada).
El poder (potentia) corresponde a la comunidad política pero se
ejerce delegadamente; el poder diferenciado por la sociedad po-
lítica en instituciones instituidas, y delegadamente también el
gobierno ejerce la auctoritas. Se ha pasado del poder in-diferen-
ciado de la voluntad al poder diferenciado de la potestas. Dife-
renciación e institucionalización del poder parecen caminar jun-
tas, pero Dussel confiere cierta anterioridad a la diferenciación.
Para el ejercicio delegado del poder es necesaria su diferencia-
ción respecto a la comunidad política: «Cada miembro de la co-
munidad política, entonces, no entrega nunca al gobernante el
poder. Solamente le delega su poder» (Dussel, 2009b: 202), se tra-
ta, por supuesto, de delegación nunca de transferencia del poder.
Todo este ángulo del argumento se sostiene, por supuesto, en una
concepción positiva del poder, y brinda elementos para rediscutir
el concepto de representación, desde «el concepto de diferencia-
ción delegada del poder político» (Dussel, 2009b: 204).
Aclaradas las nociones de instituciones y poder diferenciado
es posible pasar al análisis de las esferas propias del nivel político-
institucional en su lógica de mutua determinación, esto es, como
determinaciones determinantes ellas mismas determinadas:

La determinación institucional ecológica-económica-cultural


determina material o por su contenido a las otras dos. La deter-
minación institucional del derecho determina formal, procedi-
mental o por su legitimidad a las otras dos. La determinación
institucional de factibilidad determina por su eficiencia o posibi-
lidad de realización empírica (performatividad) a las otras dos
[Dussel, 2009b: 207].

El resultado del cruce de los campos materiales con el políti-


co es la conformación de una esfera institucional que incluye
una institucionalidad ecológica (que legisla la relación de la co-
munidad política con la naturaleza) una institucionalidad eco-
nómica (que legisla la relación de la comunidad política y con
otras comunidades políticas en los planos de la producción, dis-
tribución y consumo de los bienes) y una institucionalidad cul-
tural (que legisla a la comunidad política en su relación que des-
pliega con signos, símbolos o bienes culturales). Se pasa ense-

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guida a diferenciar lo social de lo político. Lo social no es un
campo sino un ámbito en que se cruzan diversos campos mate-
riales, la actualización de lo social o de la problemática social no
es sino la emergencia de los campos materiales en el campo po-
lítico. El lugar protagónico lo es ocupado por los movimientos
sociales, los que mejor articulan el momento social y el político
en una dinámica que está regida por las necesidades y su satis-
facción. No hay, en ello, a priori un actor por excelencia, sino
aquel que surja en el marco propio de los antagonismos históri-
cos y concretos.
No hay prioridad o determinación de uno de los campos so-
bre los otros, sino mutua determinación sin última instancia. El
grado de determinación, si hay alguno, en los campos materia-
les, iría de la sub-esfera ecológica (lo que significa la conciencia
de incorporar la termodinámica de la vida), a la económica (la
ignorancia del nivel material, su no cuestionamiento, es propio
o constitutivo de la geocultura del capitalismo, del liberalismo),7
y a la cultural —no necesariamente adscrito al «giro cultural»,
Dussel muestra cómo toda política forma parte de la cultura y
cómo toda política debe adquirir una mayor densidad, un ma-
yor espesor al empaparse de tal campo material.
En la esfera de la factibilidad se comienza por distinguir en-
tre factibilidad estratégica y factibilidad institucional. La prime-
ra es más contingente, en cuanto a la lógica de la acción práctico
política, la segunda es de mayor institucionalidad, permanen-
cia, propia de lo no-contingente, pero no-necesario, posible. Tam-
bién aquí se comienza, desde Gramsci, aclarando una distin-
ción, esta vez entre sociedad civil (Estado ampliado, sub-campo
de las micro-instituciones) y sociedad política (Estado restringi-
do, sub-campo de la macro-institución). Ante las posiciones que
pretenden expulsar a la sociedad civil del campo político, se de-
fiende su pertenencia al mismo, pero concretando su análisis
para los países poscoloniales. De tal modo, la sociedad civil es
jalonada sea por los intereses externos para presionar a los Esta-

7. Pero podríamos añadir que también hay un gran reduccionismo en el


otro polo que con frecuencia se opone al liberalismo, esto es, en el keynesia-
nismo, como política económica o proyecto regulador que vincula el Estado
con la economía; el asunto para Dussel es evidentemente mucho más comple-
jo y significa el cruce de la necesidad, la satisfacción del viviente, con la legiti-
midad, el momento formal de las instituciones políticas.

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dos dependientes (funcionalizándola) sea por aquellos que con
visión emancipadora luchan por la democracia participativa (au-
tonomizándola).
El Estado se institucionaliza como sociedad política, «el Es-
tado es la comunidad política institucionalizada en cuanto tota-
lidad» (Dussel, 2009b: 262). En este punto se critican los dos
lados de expresión (como los dos rostros de Jano) del sentido
negativo o defectivo del poder (donde éste se esencializa y se
sustantiva): el Estado como dominación y la «toma del poder»
del Estado. Se tratan en estas páginas no sólo la factibilidad de
las diversas variantes del Estado, sino mejor, el Estado como «el
centro de la esfera de la factibilidad operativa política de máxi-
ma eficiencia» (Dussel, 2009b: 261), «el Estado es la institucio-
nalización del ejercicio del poder de la comunidad política... para
hacer factible tal ejercicio» (Dussel, 2009b: 263). La misma dia-
cronía entrópica con que se ha caracterizado a la institución
opera en el Estado (entendido como macro-institución para la
permanencia y el desarrollo de la vida).
Hemos llegado, de a poco, en pasos muy pormenorizados, al
tema quizás fundamental de este segundo capítulo, el de la legi-
timidad. Lo que en moral corresponde a validez práctica es legiti-
midad institucional en política. Sin legitimidad hay pérdida del
poder político, en sus fundamentos. El sistema democrático (en
tanto totalidad de funciones estructuradas) cumple la función
de mediación legitimadora entre la comunidad política (poten-
tia) y las instituciones (potestas), es entonces, un momento esen-
cial de la política. Su desenvolvimiento comprende el desarrollo
de las formas históricas de decidir con mayor legitimidad, y pue-
de vislumbrarse en el pasaje histórico de la Soberanía desde los
dioses, pasando por el monarca, el Estado, hasta la comunidad
política, como «última instancia». La legitimidad (pluralidad de
voluntades consensadas) comprende a los singulares como par-
ticipantes simétricos de las decisiones.
La potentia (poder instituyente primero) funda la potestas, la
soberanía es determinación de la comunidad política no de nin-
guna institución particular, es la cuestión del acontecimiento fun-
dacional, diferente es la acepción de legitimidad que apunta al
modo de alcanzar el consenso de los ciudadanos. En el ejercicio
primero de su auto-determinarse la comunidad política decide
cómo se va a determinar a sí misma. Es la primera acción del

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poder instituyente, anterior al poder constituyente, puesto que
éste requiere habérselo institucionalizado.
No es lo mismo legalidad que legitimidad; si no hay legitimi-
dad la ley es ilegítima, «la legitimidad define el modo de la vo-
luntad y de la razón práctica que deciden y promulgan la ley»
(Dussel, 2009b: 283). Si se carece de legitimidad (esto es, de par-
ticipación simétrica de los afectados en tanto sujetos libres y
racionales) una ley es ilegítima y el no participante o participan-
te asimétrico no se siente obligado a cumplirla. En este punto se
ha pertrechado la tradición formalista que procura una obedien-
cia de la ley por ser lo legal (una ética de la ley que funda en la
legalidad la esencia de lo político). La pregunta siguiente sería
¿Qué sustenta el orden legal? Schmitt alejándose del liberalismo
propondrá que no es la norma, sino la voluntad que está debajo
de ella, que no es sino la decisión del soberano que tiene la capa-
cidad de dictar el Estado de excepción, Dussel acompaña este
argumento hasta el punto en que la norma se sustente en la vo-
luntad pero,

[...] la decisión de la autoridad de declarar el estado de excep-


ción se funda en la decisión consensual de la voluntad comuni-
cativa de la comunidad política, que ahora será mediada por el
ejercicio delegado de su poder por medio de una autoridad re-
presentativa, por una institución organizada para ese fin [Dus-
sel, 2009b: 291].

Será, pues, el poder instituyente el fundamento del constitu-


yente; y el modo, forma, o procedimiento en que se ejerza ese
poder instituyente determina al sistema de derecho futuro (su
grado de inclusión de la alteridad, su modo de decidir, su dura-
ción, etc.), pues le fija sus límites. En el paso en que la comuni-
dad política se auto-constituye como poder instituido (potestas)
al darse una constitución se ha transformado en Estado. Se trata
del acuerdo primero:

[...] la Constitución es el fruto de una Asamblea Constituyente


anterior al Estado convocada ad hoc, y debería en principio dis-
tinguírsela del Poder legislativo, que funda su actuación sobre la
misma Constitución, ya que es un poder del Estado o sociedad
política [Dussel, 2009b: 293].

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La Constitución es la norma de las normas, la escisión origi-
naria se ha consumado entre poder indeterminado de las volun-
tades consensuadas (potentia) y la determinación institucional
que se ha formalizado en la Constitución (potestas) y se abre el
espacio, la brecha para una posible confrontación entre los de-
rechos de la comunidad política en cuanto comunidad y las ins-
tituciones constituidas positiva y concretamente.
Tras enumerar los planos en los que la discursividad política
se despliega y los modos que puede asumir la histórica y concre-
ta institución de los Estados (los tipos de régimen, etc.), Dussel
pasa a distinguir entre sistema del derecho y Estado de derecho.
El primero tiene lugar formativo en el poder legislativo, «fun-
ción por la que la sociedad política da el cuerpo de las leyes a
toda la comunidad política» (Dussel, 2009b: 305), pero más allá
de las imperfecciones de éste lo que interesa a nuestro autor es
señalar que la ley debe obligar no sólo pública o externamente
(por legalidad) sino sobre todo intersubjetivamente (por legiti-
midad). El Estado de derecho dice legalidad, el Estado de demo-
cracia dice legitimidad (Dussel, 2009: 422 y ss.).
Ante la postura de Luhmann (el sistema del derecho avanza
reduciendo complejidad y contingencia), o los tres tipos de domi-
nación de Weber, o la validez discursiva de Habermas, se sugiere,
en primer lugar, qué es lo que el sistema del derecho debe incluir
(en las tres esferas) y, en segundo lugar, su no agotamiento en la
estructura legal sino el que se funde desde abajo por el poder con-
sensual de la comunidad política. Dos son los temas que se des-
prenden, el del derecho y el de la opinión pública, como los que
modulan el consenso vigente y actuante de la comunidad política.
En Kant el tema se cierra con la obediencia a «la representación
de la ley», con Apel se abre su consideración a las dificultades
para alcanzar la simetría en los participantes de la comunidad de
comunicación, lo que, con todo, es una solución incompleta.
Un avance más del poder diferenciado, el judicial y el Estado
de derecho, será el paso de la norma universal a su vigencia en el
caso particular,8 se sugiere a este propósito la ascención dialécti-

8. Asunto del que Derrida da cuenta cuando afirma: «El derecho no es la


justicia. El derecho es el elemento del cálculo, y es justo que haya derecho;
la justicia es incalculable, exige que se calcule con lo incalculable; y las experien-
cias aporéticas son experiencias tan improbables como necesarias de la justicia,

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ca del juicio reflexionante y el descenso justificativo del juicio
determinante práctico, es el tema clásico de la «crítica de la
facultad de juzgar» en Kant y de la hermenéutica jurídica a lo
Dworkin.9 El Estado de derecho, por su parte, vincula el sistema
del derecho y las leyes con la capacidad del ejercicio del poder
político que sanciona la intervención del poder judicial.
El consenso discursivo democrático está ligado con la cues-
tión de la opinión pública (situada en el umbral entre la sociedad
política y la sociedad civil, como vimos más atrás), pero está abier-
to a su manipulación, y es un ámbito decisivo en la lucha por la
hegemonía. La esfera pública, esto es, donde acontece lo político
en cuanto público y la opinión pública en cuanto contenido inter-
pretativo deben ser auténticamente regeneradas para una políti-
ca que parte de una concepción positiva del poder, a la luz de la
consolidación de los mass media como un poder sistémico muy con-
solidado y casi invencible en determinadas coyunturas.
El tema final y al que se consagra el largo tercer capítulo es
el de los principios. Su extensión corresponde justamente a su
necesaria enunciación y a su relativo des-trato por parte del dis-
curso convencional en filosofía política. En Dussel, se intenta
articular una reflexión ontológica con una deontológica (su de-
terminación normativa), para así rescatar al orden trans-ontoló-
gico que opera como por debajo de lo político, de lo contrario se
congela e éste en una fenomenología intencional idealista o for-
mal. Los principios explicitan enunciados que tienen dimensio-
nes ontológicas y como reglas normativas fundamentales per-
miten definir límites al campo, en este caso, al político. Nuestro
autor presenta una formulación de los principios que toma como
punto de partida, sin embargo, la objeción anti-principalista (pos-
moderna) y no un proposicionalismo o fundacionalismo, se be-
neficia en ello de las formulaciones en filosofía del lenguaje de
Brandom (2005), y de los aportes de Hinkelammert, con rela-
ción a los postulados trascendentales de Kant, los marcos con-
cepto-categoriales y sus más recientes aportes para una crítica
de la razón mítica. Dussel toma los principios como normas cons-

es decir, momentos en que la decisión entre lo justo y lo injusto no está jamás


asegurada por una regla» (Derrida, 2002: 39).
9. La decisión del juez es jurídica (legal) pero no deja de ser moral y política.
El apegarse al código es ya una interpretación en sí misma (Dworkin, 1993).

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titutivas, reglas que fijan límites, que animan las instituciones y
la acción política, así sea de modo no-intencional o encubierto,
no visible (que «actúan a sus espaldas» diría Marx, sin que el
actor político tome conciencia de ello). Los principios se dife-
rencian (o colocan en el medio) de los criterios éticos y de los
postulados políticos (referencias de «principios empíricos de
imposibilidad» hacia lo que el principio obliga), las utopías so-
ciales y los proyectos políticos. Los principios obligan, los postu-
lados orientan.
Son abundantes las objeciones a la relación entre ética y
política, y cuando esta vinculación es aceptada la forma que puede
asumir será, según Dussel, de cuatro tipos: por exclusión (dado
que son dos momentos diversos), por inclusión (es el caso de la
ética política, pero así desde la ética se expulsa a la política), por
yuxtaposición (sería el caso del formalismo, que sólo la contem-
pla para el momento de legitimación democrática) y por sub-
sunción (que será la que nuestro autor defenderá). La subsun-
ción de los principios éticos como principios políticos significa
también la conversión de la «pretensión de bondad» en ética en
«pretensión política de justicia». El capítulo se ocupa de mos-
trar cómo ocurre la subsunción (de manera analógica), cómo
opera en los tres principios (subsumidos en todas las acciones e
instituciones políticas pero bajo las exigencias de obligaciones
políticas), y qué comporta el concepto de normatividad.
Los principios éticos no tienen un campo específico sino que
son subsumidos en un específico campo práctico, la filosofía
política que Dussel promueve trata los principios políticos justa-
mente como los principios éticos subsumidos en el campo prác-
tico político.
Del principio ético de validez moral se pasa al principio de
legitimidad (principio democrático, principio jurídico de legali-
dad a cumplir en toda acción política), con «pretensión política
de justicia». El cumplimiento del principio democrático es con-
dición ontológica a priori del consenso que constituye la cohe-
sión del poder como tal poder.
En el caso del principio democrático no se trata sólo de aban-
derar una voluntad que reconoce la igualdad (el querer-partici-
par y la aceptación de la dignidad del otro) sino que se remite el
problema al del reconocimiento mismo (más allá de Honneth y
de Hegel mismo): La igualdad debe afirmarse cuando la Di-fe-

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rencia excluye, y cuando la igualdad pretende homogeneizar debe
afirmarse la Di-ferencia. Es así que se encamina la búsqueda del
principio democrático. La crítica a las vertientes contractualis-
tas se efectúa no sólo por su carencia de referentes históricos del
contrato fundacional sino además por hacerlo descansar en un
individualismo metafísico. De las variantes que hacen entrar la
intersubjetividad (a lo Habermas, o a lo Apel) se señalan sus
limitaciones formalistas, pero sobre todo reductivas. Dussel en-
tiende el principio democrático como ubicado en el nivel de la
legitimidad primera (no en el acto constituyente, ni aun en el
instituyente) de las voluntades en consenso, es constitutivo de la
potentia y obliga a llegar a acuerdos racionales. Todos los mo-
mentos posteriores quedan bajo su imperio normativo: le otorga
una «pretensión política universal» para todo aquel que ocupe
un lugar empírico en el campo político y da la base para un con-
cepto de legitimidad formal (Dussel, 2009b: 405 y ss). Podríamos
resumirlo de manera muy apretada del siguiente modo: operar
por acuerdo por consenso con participación de los afectados en el
mayor grado de simetría posible. La decisión así tomada obliga
legítimamente al ciudadano.
El principio democrático (principio formal, normativo o pro-
cedimental de la política deberá extenderse al sistema del dere-
cho, al campo de los jueces, a la procedimentalidad de las leyes)
coloca al consenso como nota esencial de la definición del poder,
y arrastra el asunto desde la legitimidad formal hacia una legiti-
midad real. Los postulados que Dussel trabaja en esta parte son
los de la democracia directa, la identidad representante —repre-
sentado y la unanimidad. Ahora bien, otorgar tal peso al asunto
del consenso no impide a nuestro autor dar ciertas orientaciones
para el trato (para su aplicación) en situaciones de disenso, de
vanguardismos, de liderazgos, etc.
El principio ético material cobra la forma de principio mate-
rial universal de la política, compromete en cada acto humano a
producir, reproducir y desarrollar la vida humana, tomando en
cuenta que el ámbito material de la política está cruzado por los
campos materiales, esto es, el ecológico, el económico y el cultu-
ral. El cumplimiento de tal principio da a la comunidad política
su potencia misma en cuanto impulso de la voluntad de vivir.
El principio material (producir y desarrollar la vida humana
de la comunidad) en el campo político determina los contenidos

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y orienta la discursividad de la comunidad política regida por el
principio democrático. Ni objetivismo absoluto, a lo Brandom,
ni consensualismo, a lo Habermas, sino la vida misma como
criterio real de descubrimiento. La razón material accede a lo
real para dar contenido a la política, el querer-vivir de la subjeti-
vidad corporal viviente (su voluntad) es como la tendencia de
esa referencia subjetiva a la realidad de lo real. La fraternidad
debe concretarse materialmente en atribuirle al otro lo que le
corresponda. Dussel demuestra que el principio vida (criterio
fundamental de verdad política) ha estado siempre implícito en
filosofía política, oculto desde los clásicos, pero es necesario ex-
plicitarlo, y comienza por subrayar (casi por un juego dialécti-
co) el tema mismo de las necesidades. El principio puede ser
formulado de manera muy resumida del siguiente modo: operar
teniendo por propósito la producción y aumento de la vida de la
comunidad política. Así, acción política e instituciones tendrán
pretensión política de verdad práctica (Dussel, 2009b: 462 y ss.).
El principio de factibilidad de la ética se convierte en principio
de factibilidad estratégica política, con mayor complejidad que los
dos anteriores por incluir todo el entresijo de voluntades e institu-
ciones contingentes de los actores políticos. El poder consensual es
tal si es capaz, si puede poner los medios para la supervivencia de la
comunidad para realizar el contenido (vida humana) legítimamen-
te (con participación simétrica de los afectados, no sólo cumplien-
do con la normatividad legal sino con criterios intersubjetivos).
En este principio se involucra la consideración del otro gran
tema de los ideales ilustrados (junto a la igualdad y la fraterni-
dad), el de la libertad. Para ejecutar una crítica de las posibilidades
Dussel comienza por identificar tres tipos de posibles políticos (el
del conservador, el del crítico y el del anarquista). El oponente a
quien se encara es el anarquismo por intentar realizar empírica-
mente lo que son postulados, en la parte crítica (tomo III de la
«Política de la liberación») a quien se confronte será al conserva-
dor. Este último principio es el más complejo, por subsumir a los
dos anteriores, los presupone pero a la vez los determina, de lo
contrario los dos anteriores quedarán en un nivel abstracto sin
realización posible. Puede ser formulado de manera muy sintéti-
ca del siguiente modo: operar estratégicamente más allá de la mera
posibilidad conservadora y más acá de la posibilidad imposible del
anarquismo. Los medios y fines de acción e institución se logran

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dentro de estrictos marcos de legitimidad (por el principio democrá-
tico), sus contenidos están delimitados por el principio material po-
lítico, de ese modo se procura la pretensión política de eficacia.
Dussel distingue entre cumplimiento (propio de la ley natu-
ral, de necesidad en el terreno de lo físico natural) y obligatorie-
dad o exigencia que rige en el terreno de la libertad intersubjeti-
va, comunicativa, esto es, como normatividad (en «las ciencias
morales» diría Hans Kelsen). En el campo político la obligato-
riedad o exigencia de la normatividad no es una normatividad
abstracta, moral, sino una institucional, público-intersubjetiva,
más compleja entonces. De su enunciación se pasa a su funda-
mentación (por lógica ascendente), justificación (por lógica des-
cendente) y de ahí a su articulación arquitectónica (en co-deter-
minación compleja, al modo del «silogismo de la totalidad» en
el Marx de los Grundrisse), para eludir la falacia reductiva que
asume el modo de economicismo si se deja pesar en exclusiva el
principio material, de formalismo si es el caso del principio for-
mal, o de los decisionismos si lo fuera en términos del principio
de factibilidad (las variantes aquí incluirían no sólo las apunta-
das por Dussel, también las, por Hirschman, calificadas como
«retóricas de la intransigencia»).
Los tres ideales utópicos de la Revolución Francesa (igual-
dad, fraternidad, libertad) más allá de su no realización, están
impregnados de un gran formalismo, Dussel los critica por ello y
los subsume, sin embargo, en su propuesta arquitectónica, pero
confiriéndoles nuevos contenidos. Ya en la Crítica (tomo III de
su Política de la liberación), operará un pasaje desde la igualdad
a la alteridad, de la fraternidad a la solidaridad y de la libertad a
la liberación,10 pero no nos adelantemos, digamos antes que si
en la Ética de la liberación (1998) nuestro autor llegó a formular
la «pretensión de bondad», en la política de la liberación se ha
llegado a la formulación de una «pretensión política de justicia»
(que integra, por analógica subsunción, las pretensiones de los
tres principios anteriores), lo cual también es un avance signifi-
cativo con relación a lo defendido, en la política de 1974, como
«amor de justicia». En efecto, no se puede juzgar un acto a priori
(en este caso, un acto político), pero ello no anula el propósito al
que se atiende. La consideración de la «pretensión política de

10. Hay ya un avance en Dussel (2009c).

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justicia» no sólo se complejiza sino que se advierte su in-autenti-
cidad si no se cumple el principio de coherencia por parte del
actor político (que la esencia, la realidad de su actuación se co-
rresponda con la apariencia, con lo que muestra, que su actuar
en el campo privado no está reñido con su exigencia en el plano
público-político, etc.).

De la crítica a la transformación

Enrique Dussel nos ha ofrecido con la entrega de éste su


más reciente libro (Dussel, 2009b), y nuestra pretensión es que
estas páginas contribuyan a su esclarecimiento, la exposición
arquitectónica del todo (estructurado y complejo) dentro del cual
se juega lo político, en otras palabras, del orden político vigente.
Nos invita con ello a una necesaria «suspensión fenomenológi-
ca» a la Husserl, preparatoria para hacer entrar el momento trans-
ontológico, la exposición crítica de la totalidad vigente en el cam-
po político, su necesaria de-construcción. Para sus lectores no
será necesario aguardar la tercera entrega de su trilogía sobre lo
político para contar con una panorámica hacia dónde se orienta
su crítica, esto es, el cometido de construcción de un nuevo or-
den político. Ya en las tesis 11 a la 20 de la anterior publicación
(Dussel, 2006) aparece expuesto de modo conciso el andamiaje
categorial y constituye un presagio de lo que será, como diría
Marx, «el trabajo de la crítica», por tal motivo nos ocupamos de
dicho trabajo en esta parte argumental.
Si no operásemos de tal forma, en nuestra exposición, po-
dría parecer que operamos con una disposición incompleta de
lo político, no porque se halle en insuficiencia la consideración
de sus componentes, sino porque no habríamos hecho entrar en
el examen de lo político el asunto de su transformación. Si se
restringiera aquí la apreciación de lo político se habría avanza-
do en su hermenéutica pero se habría dicho poco sobre su supe-
ración crítica. Y es justamente en este ámbito (el del momento
trans-ontológico, trascendente de la totalidad desde la alteridad)
que el análisis de Dussel alcanza una mayor expresión catego-
rial, dicho en los términos clásicos se trata de operar el pasaje de
lo simple a lo complejo, de lo abstracto (de la comunidad políti-
ca) a lo concreto (del pueblo). El desplazamiento que nuestro

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autor sugiere para recuperar el momento crítico es el que ya
desde hace más de tres décadas ha propuesto: «el tránsito de la
totalidad hegeliana al ámbito de la exterioridad» (Dussel, 1991:
11). Y casi al modo de una afortunada casualidad, el punto de
partida se ubica en la «onceava tesis». Si en el telegráfico texto
de Marx ello apunta al momento de la praxis, en Dussel se ad-
vierte la problemática de la subjetividad y del actor político. El
punto de partida es el del principio de imposibilidad: es imposi-
ble la perfección del orden político, su imperfección hace inevi-
table la existencia de efectos negativos (así sean éstos no inten-
cionales). Los sujetos que en su corporalidad viviente experimen-
tan dicha negatividad son las víctimas del sistema, en este caso,
las víctimas del campo político, en el nivel material, por imposi-
bilitarles una reproducción de su vida en los niveles relativos
que es posible obtener con el avance de la humanidad, en el
nivel formal, porque hay asimetría en la participación posible,
y en el de factibilidad, porque la mera existencia de victimiza-
ción en el campo político ilumina sobre su ineficacia. La negati-
vidad en política apunta a necesidades insatisfechas que dan lu-
gar a luchas por el reconocimiento, a movilizaciones por reivin-
dicaciones que no se agotan en la inclusión del otro en el orden
existente (como igual) sino al reconocimiento del otro como otro
(es aquí uno de los planos en que se juega el giro de-colonial en
política). Nos ubicamos en el momento de la posibilidad de con-
versión de una reivindicación particular en reivindicación hege-
mónica universal, puesto que, en un momento determinado, una
reivindicación singular asume un carácter monológico equiva-
lencial y ocupa el lugar del significante vacío —es ésta la pro-
puesta de Ernesto Laclau. Desde la perspectiva de Boaventura
de Sousa Santos, no se puede alcanzar una dimensión hegemó-
nica en la lucha de los de abajo, por lo cual, se hace necesaria
una estrategia dialógica de quienes resisten, una política de tra-
ducción. Por otro lado, desde la perspectiva de Dussel se sugiere
una estrategia de actuación que encare la cuestión a través de
propiciar la construcción de un hegemón analógico, esto es, des-
de una propuesta de pretensión de hegemonía entre los de aba-
jo, que consiste en que los movimientos van incorporando las
demandas de los otros movimientos en la propia, puesto que, en
cada uno de ellos, lo que está en juego es un problema de necesi-
dades y voluntad de vida.

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Los movimientos sociales que abanderan sus reivindicacio-
nes y los sectores críticos dentro de la comunidad política (mu-
chas veces sin necesidad de padecer la contingencia de la necesi-
dad sino por «la integralidad del sufrimiento innecesario que se
vive» (Berger, 2006c: 29), descubren la necesidad también de
construir un bloque que desde abajo luche por darle satisfacción
a sus exigencias. El descubrimiento de esta necesidad práctica
de actuación política, lo da el hallazgo de una categoría que pue-
de englobar la potencialidad conjunta de dichos movimientos,
clases, sectores, etc. que han sido capaces de tomar conciencia
nacional, popular. Para Dussel, «pueblo» es la categoría estricta-
mente política que es capaz de englobar esta unidad. El pueblo
establece una fractura interna en la comunidad política, la es-
cinde en su seno, «lo popular es lo propio del pueblo en sentido
estricto» (Dussel, 2006: 92) de ahí que Dussel, siguiendo en parte
a Laclau, distinga entre plebs, pueblo en cuanto opuesto a la éli-
te, a la clase dirigente (otra manera de referirse a ello sería con la
noción de resto según la argumentación de, entre otros, Agam-
ben 2006), que puede madurar, desarrollarse, desplegarse como
populus —como conjunto que envuelve a todos los ciudadanos
en el tránsito hacia un nuevo orden. Pueblo es, pues, el actor
colectivo político que en determinadas coyunturas políticas crí-
ticas desarrolla la toma de conciencia más avanzada como he-
gemón analógico capaz de incluir todas las reivindicaciones ne-
cesarias. Pueblo es, en la categorización gramsciana que Dussel
amplía, el bloque social de los oprimidos y excluidos.
Identificamos un pasaje de importancia en la filosofía políti-
ca que Dussel nos propone, se sitúa éste entre el cierre sobre sí
de la totalidad y la irrupción creativa de la exterioridad. Dussel
señala que en dichas coyunturas críticas el pueblo recupera el
ejercicio de su voluntad (lo cual querría decir que, en cierto sen-
tido, el cierre sobre sí de la totalidad corresponde a un desmon-
taje de la voluntad de los sujetos, a un eclipsamiento de la poten-
tia en la comunidad política), pues el impulso a conservar la
vida en tanto amenazada por su victimización, se erige en un
impulso vital extraordinario; el bloque social de los oprimidos
como plebs irrumpe como exterioridad de la totalidad vigente,
en él se incluyen a los oprimidos y a los excluidos. La mera po-
tentia se transforma, en algo nuevo que actúa desde la exteriori-
dad, el consenso crítico que despliega (la toma de conciencia

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para sí, en la terminología clásica, por parte del pueblo) la opone
como disidencia al consenso aún dominante, pero en proceso de
erosión de su condición hegemónica. Voluntad de vida, consen-
so crítico y factibilidad de la praxis de liberación son, en el argu-
mento de Dussel, las tres condiciones que posibilitan el pasaje
de la potentia de la comunidad política al poder del pueblo como
hiperpotentia que hace su irrupción en los momentos creadores
de las grandes transformaciones en la historia. Si en el argu-
mento de Schmitt, el «estado de excepción» se propone en con-
tra del liberalismo, puesto que este último fetichiza el Estado de
derecho, y lo hace para demostrar que detrás o debajo de la ley
prevaleció un momento decisorio de la voluntad constituyente,
en el argumento de Dussel, la afirmación de la autoridad y sobe-
ranía del poder del pueblo como hiperpotentia es capaz de negar
el cierre sobre sí de la totalidad como «estado de excepción», y
dejarlo en suspenso desde lo que sugiere pensar como «estado
de rebelión» que deja sin efecto el «estado de escepción»: «la
voluntad de la auctoritas delegada... quedó anulada por una vo-
luntad anterior: la voluntad del pueblo, el poder como hiperpo-
tentia» (Dussel, 2006: 99). Estos momentos de creación de nove-
dad en la historia son momentos de políticos con principios, o
que son capaces de explicitar sus principios, y son momentos
también de emergencia de los principios políticos críticos. Si al
nivel de la totalidad vigente anterior el principio material era el
ideal clásico de la fraternidad, éste se transforma en el nuevo
orden político emergente, en el principio material de liberación
que ya no se limita a la fraternidad sino que se amplía como
solidaridad en la medida en que el poder obediencial se hace
responsable del otro. De igual modo, si el principio formal o de-
mocrático en la totalidad vigente anterior se limitaba a la igual-
dad o libertad, se amplía en el orden político emergente como
principio democrático de reconocimiento de la alteridad, que no
sólo de su inclusión, y de liberación que no sólo de factibilidad.
El momento de irrupción creativa del poder del pueblo como
hiperpotentia acontece o impulsa la transformación de las institu-
ciones en que discurre la acción política estratégica, éstas han
sido puestas en cuestión en su condición de estructuras hegemó-
nicas. Opera aquí el pasaje complementario del anterior y de im-
portancia para la política de la liberación, éste acontece al nivel
del desplazamiento de la potestas de la totalidad vigente anterior

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por una nueva potestas en que se plasma el poder del pueblo como
hiperpotentia que es capaz de darse nuevas mediaciones, nuevas
instituciones que desplieguen a cabalidad el poder obediencial.
La praxis de liberación acontece entonces, para Dussel, en dos
momentos, uno de negación deconstructiva de lo dado y otro de
afirmación de lo nuevo por construir. Por ello, para la praxis polí-
tica de liberación no basta con la explicitación de los principios,
es necesario también el reconocimiento de que lo utópico en polí-
tica corresponde a los postulados trascendentales en filosofía, y el
acercamiento a los mismos es asintótico. El reconocimiento de
esto es necesario incluso para desplegar una mayor eficacia en la
lucha antihegemónica o contrahegemónica, esto es, en el camino
de construcción de una nueva hegemonía.
Es en este punto de la praxis de liberación del poder del pue-
blo como hiperpotentia, que se juega la variante de interpreta-
ción de la «onceava tesis» de Marx por parte de Dussel, lo que
este último propone es considerar que lo que está en juego es el
problema de la transformación de las instituciones, de la cons-
trucción de una nueva potestas verdaderamente representativa
de la nueva hegemonía del pueblo. El socialismo histórico ten-
dió a oponer reforma versus revolución, lo que nuestro autor
sugiere es oponer reforma (en tanto cambio aparente, en nada
sustancial) versus transformación, en tanto esta última acontece
como transformaciones parciales y como transformaciones ra-
dicales, éstas sí de carácter revolucionario. Es precisamente en
este punto que debe reconocerse la existencia de los postulados
y su necesaria dimensión como marcos categoriales o ideas-lí-
mites que orientan la acción política pero que no la cancelan o
minan su eficacia, sino que los actores políticos identifican lo
imposible (posible de pensar teóricamente) y lo convierten en
posible (y que aparece como imposible para la mentalidad conser-
vadora). Es así que el poder del pueblo como hiperpotentia sería
capaz de erigir una nueva potestas que edifique sobre la base del
poder obediencial un nuevo orden que sin restarle eficiencia a
su acción política estratégica busque acercarse lo más posible a
los postulados de vida perpetua (en la esfera material), de paz
perpetua (en la esfera de legitimidad) y de disolución del Estado
como expresión de la democracia sin limitaciones (en la esfera
de factibilidad).

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CAPÍTULO 6
A LA BÚSQUEDA DE REFERENTES POLÍTICOS
PARA AFRONTAR LA CRISIS HISTÓRICA
DE NUESTRA ÉPOCA

La insolencia de la civilización que quiere ser cons-


ciente de sí misma y mientras tanto se destruye.
ROBERTO CALASSO

Globalización, complejos militares, empresariales


y Estados-nación

El de la globalización es uno de los ejes de investigación de


las ciencias sociales contemporáneas en que mejor se aprecian
las redefiniciones recientes de los conceptos y de los fenómenos
más significativos en el acontecer del mundo actual. Tan es así
que la producción académica más reciente comienza a sustituir
la formulación ideológica o la proclama propagandística por la
problematización compleja de ciertos tópicos que se articulan
en tal proceso.
En muchos trabajos se había partido de identificar a las nue-
vas tecnologías de la información y la comunicación como el
desideratum de la globalización y, por tal razón, ésta era asimila-
da como algo nuevo o sin precedentes. En contra de esta visión
se argumentó, en una lectura histórica de larga duración, que el
capitalismo es global prácticamente desde sus inicios y desde
que llega a establecerse como el nuevo sistema mundial durante
el «largo siglo XVI», en la misma línea, se puede esgrimir la cono-
cida afirmación de Marx en el sentido de que «su existencia de
ningún modo comienza en el momento en que se empieza a ha-
blar de ella como tal» (Marx, 1989: 22).
Una segunda acepción muy difundida de la globalización
corresponde a aquellas interpretaciones que la asimilan a la

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emergente presencia de instituciones y dinámicas globales, en-
tendidas éstas como un grado mayor de interdependencia o como
una interconexión de procesos en que se opone lo global a lo
local y en cuya definición predomina lo primero sobre lo segun-
do. Si el primer tipo de lecturas se quedaban al nivel de la inme-
diatez en este caso están ganadas por una aproximación o des-
cripción intuitiva en que, al modo de los enfoques neoclásicos
en economía, todos los «factores de la producción» terminarán
por beneficiarse una vez que la globalización surta el efecto de
homogeneizar los Estados y «macdonaldizar» el mundo. Dos
pequeños apuntes sirven para desacreditar esa visión intuitiva-
mente globalizante del acontecer actual. En primer lugar, puede
afirmarse con seguridad que «hay sólo dos instituciones impor-
tantes que revisten un carácter global formalizado: la Corte Pe-
nal Internacional y el Acuerdo sobre los Aspectos de los Dere-
chos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio»
(Sassen, 2010: 14). En segundo lugar, si de dinámicas globales o
pretendidamente globales se tratara éstas se distienden a lo lar-
go de la historia ya no del capitalismo sino del mundo como tal
(McNeill y McNeill, 2004), es así que el registro de procesos en-
tretejidos o lazos de interconexión ha comenzado a incorporar
entre los historiadores la noción de una «globalización orien-
tal»1 que se traza desde el año 500 después de la era común y que
tuvo «un papel decisivo que permitió la ascensión de la civiliza-
ción occidental moderna», por el desplazamiento de toda una
cartera de recursos técnicos y científicos en que Oriente estaba
más adelantado que la, en ese entonces, aislada comarca del
mundo después llamada Europa, lo que ayuda a sustituir «la
idea del Occidente autónomo o primordial por la del Occidente
oriental» (Hobson, 2006: 19).
Un tercer significado pernicioso de la globalización para la
comprensión del mundo actual está relacionado con un proce-

1. El sistema hegemónico antiguo afro-euro-asiático se extendía con pres-


tancia desde las costas orientales de África hacia el océano Índico y más hacia
el oriente incluso (no pueden entenderse de otro modo los viajes ultramarinos
de los juncos chinos durante el primer tercio del siglo XV), con lo cual se
establecieron no sólo intercambios económicos, comerciales o diplomáticos
entre persas, árabes, africanos, javaneses, judíos, indios y chinos, sino que se
edificó una amplia interconexión multidireccional de experiencias civilizato-
rias (Hobson, 2006).

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der reduccionista que sostiene que los Estados (así, en general,
sin diferenciar entre Estados periféricos y periferizantes) han
ido progresivamente perdiendo poder y presencia frente a las
organizaciones económicas y políticas supranacionales (siendo
que éstas mismas han visto menguar si no su poder si su capaci-
dad de gestión y actuación sobre los desequilibrios sistémicos).
Esta inclinación reductivista llevó a algunos a argumentar «que
el poder de todos los Estados está declinando bajo el impacto de
una integración económica intensificada»; como bien lo señala-
ron sus críticos, la cuestión, como veremos más adelante, no es
tan lineal ni simplificada, aquella apreciación sesgada, en efec-
to, era resultado de la dificultad de identificar, por parte de los
analistas, un «Estado fuerte» en el marco de la transición poste-
rior a la Guerra Fría (Arrighi y Silver, 2001), pero tal vez era más
significativo que omitieran (los enfoques reductivistas) el hecho
de que «el Estado es más esencial que nunca para el capital,
incluso, o especialmente, en su forma global. La forma política
de la globalización no es un estado global, sino un sistema glo-
bal de múltiples Estados» (Meiksins, 2003: 18).
Ante la proliferación de las visiones superficiales, intuitivas
y reductivas de la globalización se justifica sostener de ella que
no es sino un discurso encubridor «que nos conduce a ignorar
los problemas que están ante nosotros y malinterpretar la crisis
histórica dentro de la cual nos encontramos» (Wallerstein, 2002:
6). Con ser esto cierto, sin embargo, preferimos, en este aparta-
do, adherirnos a una estrategia metodológica según la cual de la
globalización ha de destacarse que se nos presenta como una
totalidad determinante, pero ella misma indeterminada, siendo
así que requerimos destacar las palancas, los instrumentos des-
de los que se impulsa y los intereses que le animan, de ahí que lo
que sostendremos es una estrategia de lectura que la analice es-
tratégicamente, sin descuidar el largo plazo. Una visión que no
puede ser sino política y en cuyo centro se encuentra el proble-
ma del poder. Es eso lo que en esta parte de nuestro trabajo se
intenta, y para ello recurrimos al establecimiento de un inicial
punto de partida.
El gran intelectual y revolucionario italiano Antonio Gramsci,
en uno de los pasajes más citados de su obra, afirma que:

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[...] la historia de los grupos sociales subalternos es necesaria-
mente disgregada y episódica... en la actividad histórica de estos
grupos existe la tendencia a la unificación... pero... es continua-
mente rota por la iniciativa de los grupos dominantes. Los gru-
pos subalternos sufren siempre la iniciativa de los grupos domi-
nantes aun cuando se rebelan y sublevan [Gramsci, 2000: 178].

Más adelante, sostiene que «la unidad histórica de las clases


dirigentes ocurre en el Estado, y la historia de aquéllas es esen-
cialmente la historia de los Estados y de los grupos de Estados»
(Gramsci, 2000: 182). El capitalismo, en el despliegue de su desa-
rrollo se hace Estado y ello por la razón que Marx detecta desde
su muy temprana obra: la sociedad burguesa se halla obligada a
«organizarse en un plano nacional... y a dar a su interés medio
una forma general» (Marx y Engels, 1987: 71). La forma social
propicia a su despliegue es la del Estado-nación que, hacia afue-
ra, en sus relaciones exteriores, la organiza (a la sociedad bur-
guesa) como nacionalidad («comunidad ilusoria» llega a decir
Marx) y hacia adentro, en la negociación de los conflictos o en el
establecimiento de los códigos de mando y obediencia, la es-
tructura como Estado («abstracción real» le llega a decir tam-
bién Marx). El establecimiento de un régimen social cuyo prin-
cipio ordenador es el de la propiedad privada (que se plasma en
el subsistema jurídico de derecho), esto es, el establecimiento de
una muy determinada relación intersubjetiva como su patrón
de poder atraviesa el despliegue del capitalismo en la propen-
sión que éste tiene por abarcar el mundo.
De ahí que, en la construcción de su arquitectura institucio-
nal en cuanto Estados (una historia tan larga como para compro-
meter a éstos en tanto instituciones modernas), aquellos que lo-
gran establecer relaciones de poder jerárquicas sobre otros (que
logran «afirmar su diferencia»), dejan establecida una impronta
en el carácter relacional de sus mecanismos y sistemas organiza-
tivos, la de la colonialidad. La historia del Estado-nación en aque-
llas regiones del mundo que atravesaron por procesos de conquis-
ta, colonización y explotación es la del establecimiento y de la
lucha por desprenderse de dicho dictado moderno/colonial (tan
no pudieron desprenderse de tal legado que proyectaron, no úni-
camente en su conformación bi-centenaria, con cierto isomorfis-
mo, relaciones disimétricas con sus propias «colonias internas»).

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La filosofía clásica alemana con la que, en su momento, Marx
está discutiendo parte de una premisa: la propiedad es la prime-
ra determinación de la persona. De ahí derivó el derecho a la
propiedad como derecho inalienable, como derecho humano
fundamental del liberalismo. Lo que actualmente se muestra en
la arena social, y en casi cualquier sitio en el mundo entero, es
una situación de conflictividad contra el trabajo y contra el ha-
cer de los grupos subalternos que se expresa en la pérdida de
derechos, y en la pérdida del «derecho a tener derechos», la dis-
puta por contener la destrucción del régimen de derechos advi-
no así en un lado privilegiado de la lucha de clases. Es ésta una
ofensiva integral sobre el trabajo que ha involucrado las tres di-
mensiones temporales que se articulan en este presente proble-
mático y complejo. Hay una clara ofensiva actual pero que es
una ofensiva al pasado en cuanto aquél fincó una serie de dere-
chos de representación colectiva y de contratación y negocia-
ción que el capital no está dispuesto a atender. Hay una ofensiva
en tiempo real que se está instrumentando paulatina o violenta-
mente (según el grado de inconformismo laboral que se afronte)
por imponer nuevas condiciones de producción cuyo significa-
do ha sido la expulsión del obrero o su reducción y subalterniza-
ción ante procesos impulsados por las nuevas estrategias orga-
nizacionales, la «producción ajustada», la reingeniería de los
procesos, o la importación de desempleo al utilizar patrones y
tecnologías ahorradoras de trabajo. Por último hay una ofensiva
que opera ahora pero para dificultar la condición de vida futura
del contingente de los trabajadores, en dos planos igual de dañi-
nos, apropiándose de los fondos obreros que prometían la re-
producción futura (inmiscuyendo éstos a los juegos financieros
o financiando los adelantos de capital) y cancelando los dere-
chos de pensiones y jubilaciones para los obreros en activo, bajo
la promesa de un evanescente fondo de capitalización indivi-
dual administrado, justamente, por las entidades que han con-
ducido al desastre actual (financiero, presupuestal, fiscal y de
gestión pública).
Ésta no es sólo una batalla jurídica sino una contienda polí-
tica entre las personas y el sistema del capital, hostilidad que se
inicia en el despliegue de la segunda y tercera subfase de la mo-
dernidad temprana (según la periodización propuesta por Enri-
que Dussel, y que hemos detallado en el capítulo anterior), dado

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que ahí se está efectuando (en completa connivencia con la filo-
sofía liberal del momento, proceso del cual ésta es justificado-
ra), la conversión de la persona viva y concreta, como corporali-
dad que dispone de derechos, en persona abstracta a la que la
ley reconoce en la medida en que es libre propietaria; esto signi-
fica una inversión de los «derechos humanos», los cuales son
reconocidos a la entidad abstracta que en la medida en que se
hace poseedora de propiedad y capital sojuzga con los instru-
mentos jurídicos del derecho a los sujetos concretos que han
sido expropiados de sus derechos.
La persona humana corpórea y concreta es desplazada (en
tanto entidad con goce de derechos) por el sistema (abstracto)
de la propiedad del capital. Con ello se da por cumplimentada la
inversión fetichista del proceso: la persona se cosifica y la cosa
se personifica. Con el Estado-nación ocurre algo análogo pues
termina por establecer una especie de ilusión o espejismo (de
ahí que Marx, en algún momento, lo califique como «forma apa-
rente») pues se cree que se estructura alrededor de una comuni-
dad originaria o imaginada (y, por ello, en un movimiento histó-
rico), cuando, en rigor, está fijando límites para el establecimiento
de un principio abstracto, el de la cosa privada y del modo en
que dicho principio se universaliza. El Estado es otro campo
expuesto al fetichismo, en este caso, como «fetichización del po-
der». El Estado desempeña un papel esencial, valga decir, im-
prescindible en la creación y el sostenimiento de las condiciones
para la acumulación de capital. El punto clave del debate pare-
ciera seguir estando en aquello que el debate derivacionista en
los años setenta aportó, esto es, señalar que el Estado no es una
«entidad intrínseca», vale decir abstracta, sino una «condensa-
ción material de una relación de fuerzas entre clases y fraccio-
nes de clase, tal como se expresa, siempre de forma específica,
en el seno del Estado» (Poulantzas, 1979: 154).
El episodio de esta larga historia que, en su figura más re-
ciente, es nombrado como globalización corresponde, pues, a
una ofensiva integral que aspira a defender y hacer universal-
mente reconocido el imperativo capitalista de acrecentar la pro-
piedad de los complejos corporativos, industriales, comerciales
y financieros (Duchrov y Hinkelammert, 2004). Es ésta una es-
trategia de afianzamiento de un patrón de poder que bajo su
forma actual ha experimentado la peligrosa transición de ser

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«un neoliberalismo de paz» para convertirse en «un neolibera-
lismo de guerra» (González Casanova, 2002), y ello es así porque
sustenta un programa que aspira a colonizar, apropiar y explo-
tar las cuatro modalidades históricas de existencia de las «mer-
cancías ficticias» (según la terminología de Polanyi): la tierra (o
la naturaleza, en un sentido más general), el dinero, el conoci-
miento y la capacidad viva de trabajo.2 En efecto, podemos con-
sentir que «la globalización... refiere a una determinada escala
geográfica de actividad humana» (Taylor, 2002: 2), pero lo hace
en el ejercicio despiadado por apropiarse de la completa geogra-
fía del pensar/hacer humano desplazando, nulificando o invisi-
bilizando toda aquella relación social que no esté guiada por el
principio de la valorización del valor y de la rentabilidad econó-
mica. Si cabe hablar de Imperio, lo es en ese preciso sentido, la
globalización es la tentativa por imponer el imperio del capital.
En este plano es que la globalización se conecta con los procesos
de extractivismo y neo-extractivismo, con la lucha por los comu-
nes y por hacer de ellos Bienes Comunes de la Humanidad, con
la defensa de lo comunitario y de las estrategias de territoriali-
dad emancipatorias. En correspondencia con esta argumenta-
ción es que podemos afirmar, sin caer en un juicio arbitrario,
que la globalización se establece como un dique o una estructu-
ra que limita el ejercicio de la autonomía o la construcción de
«espacios de autonomía», dado el hecho de que los grupos sub-
alternos (en el proceso experimental de la lucha por dejar de
serlo, o en el más elemental de asegurar las condiciones para su
sobrevivencia) tienden a desplegar su actuación, o a habitar di-
chos espacios societales, en que se concentran tan valiosas y, en
ciertos casos, escasas «mercancías ficticias», y por dicha circuns-
tancia viven en carne propia la agresividad desmedida del siste-
ma. Si en dicho sentido la globalización limita y delimita; en
otro, muy distinto, amplía y extiende: la escala y el ámbito de las
operaciones tanto de empresas como de holdings y grandes cor-
porativos, también de ejércitos y fuerzas policiales y para poli-

2. Una mercancía ficticia es «algo que tiene forma de mercancía (en otras
palabras, que puede ser comprado y vendido), pero que no ha sido creado en
un proceso de trabajo que tenga por objeto obtener beneficios, ni tampoco se
halla sujeto a las típicas presiones competitivas de las fuerzas del mercado
para racionalizar su producción y reducir el plazo de rotación del capital in-
vertido» (Jessop, 2008: 16).

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ciales que traspasan en su ámbito de actuación las fronteras na-
cionales, en intervenciones quirúrgicas, guerras humanitarias u
operaciones relámpago, o en abierta violación de la legalidad
internacional la adopción de la guerra preventiva.
La imposición de la propiedad privada, producto de una rela-
ción de poder, y la obtención de ganancias, regalías, royalties o dere-
chos de patente y propiedad intelectual, en la forma de un desplie-
gue ampliado no sólo de la acumulación de capital sino de las rela-
ciones sociales de tipo capitalista y de las contradicciones a ella
inherentes, se propaga al modo de una combinación sistemática y
de largo aliento de dos tipos de ordenamientos complejos, el em-
presarial o gran empresarial y el policial o militar industrial, subsis-
temas ambos que operan de manera diferenciada al seno de los
Estados y en la relación entre los Estados. Lo que en el interior de
los Estados se experimenta como la ampliación (intensiva y exten-
siva) de la mercantilización absoluta de la vida corresponde a mo-
dalidades en que la globalización determina la imposición interna-
cional de hechos consumados por sobre el derecho de naciones,
pueblos, comunidades y colectivos. Es así que el Estado-nación como
mediación privilegiada para que se opere este proceso, o como co-
rrea de transmisión de las relaciones de poder entre el capital mun-
dial y la corporalidad sufriente del trabajo vivo, también mundial,
se establece como un campo de lucha entre dos fuerzas, de un lado,
la de los complejos empresariales y militares, y del otro, la de los
movimientos contrasistémicos y alternativos: los Estados podero-
sos (sea en la forma de sus corporativos o ejércitos) se afirman a lo
externo e impulsan la desconfiguración interna de los equilibrios
preexistentes en los Estados más débiles o en proceso de periferiza-
ción (al punto no sólo de debilitar su condición soberana sino de
decretar su clasificación como «Estados fallidos» con lo cual se
abre una amenaza inminente de intervención o colonización efec-
tiva). La globalización se abre así a una interpretación ajena a toda
simplicidad o linealidad pues su dinámica es muy diferente, no con-
siste ésta en un juego de «suma cero» en que a más mercado co-
rresponde menos Estado, tampoco consiste ésta en el fin del Esta-
do; muy por el contrario y en un hecho aparentemente paradójico,
afirma una de las especialistas en el tema:

[...] las explicaciones sobre la era global de la actualidad deben


dar cuenta de que dicha era surge de un período dominado por el

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Estado-nación. Este último es el tema que casi todos se empeñan
en ignorar cuando se trata de analizar lo global. Es necesario dar
cuenta del desensamblaje parcial de lo nacional, una transfor-
mación que consta al mismo tiempo de procesos de desnaciona-
lización y procesos de globalización [Sassen, 2010: 17-18].

Lo que este proceso nos ha exhibido, entonces, es un nuevo


tipo de mercado y un nuevo tipo de Estado, pues en dinámicas
no lineales a la hora de establecerse abate principios universales
y consolida objetivos focalizados, se desentiende, en síntesis, del
«compromiso histórico» que dio estabilidad y sustento al orde-
namiento precedente. No sólo lo desconoce sino que lo violenta.
La globalización articula en su conformación la mano invisi-
ble del mercado y la mano visible del Estado, la activación de
principios formales e informales de acumulación y el uso de prin-
cipios legales e ilegales para consolidar sus fines según el exclusi-
vo criterio de la racionalidad instrumental. En efecto, hay un in-
cremento en la gestión de los procesos sociales a través de moda-
lidades mercantiles y un debilitamiento o desmembramiento de
ciertas obligaciones del Estado, pero lo es de aquellas funciones
en que este dispositivo cumple funciones de bienestar social o de
proveedor de salario indirecto. Se debilita el estado social (dismi-
nuyendo subsidios y programas de apoyo) pero se afirma el esta-
do competitivo (financiando al capital o disminuyéndole las car-
gas impositivas), se le quitan funciones al Estado y se lo retira de
sectores estratégicos, pero se tienden a concentrar decisiones en
una de sus partes (la del Ejecutivo, por ser éste el único con el que
negocian o tratan los organismos internacionales o supranacio-
nales) y se convierte en un activo promotor de procesos de priva-
tización o extranjerización. No en otra cosa consistió la imposi-
ción de los criterios del así llamado «Consenso de Washington»
(Thwaites, 2010).
Es así que la transición que la globalización opera sobre el
Estado lo ve menguar su función en tanto poder regulador pero
lo ve acrecentarla en cuanto poder concentrador de armas y de
ejércitos, y como promotor de conflictos y guerras. El Estado
tiende a ser erigido (en escenarios de agudización de la lucha de
clases, por la propia situación de polarización social que conlle-
van las lógicas encontradas de empobrecimiento y enriqueci-
miento), en un poder delimitador y contencioso. No obstante

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ello, no deja de ocupar un lugar significativo en cuanto media-
ción del capitalismo, pues, como afirma Aníbal Quijano:

Parecería extraño que, en tal contexto, los masivos reclamos po-


pulares contra la falta de empleo asalariado y de alguna más equi-
tativa distribución de ingresos, de bienes y de servicios; contra la
eliminación de los derechos legales de los asalariados para nego-
ciar las condiciones de venta de su fuerza de trabajo, esto es,
contra la flexibilización y la precarización del trabajo, se dirijan
ante todo al Estado. No lo es, si se tiene en cuenta que mientras
no estén otras opciones eficaces en escena, de manera concreta,
el Estado sigue siendo, en el capitalismo, no solamente un ins-
trumento de los dominadores y explotadores, sino también una
arena de luchas sociales por los límites, las condiciones y las
modalidades de dominación y explotación [Quijano, 2011: 373].

Desde la tradición del pensamiento crítico latinoamericano,


Pablo González Casanova ha intentado recuperar algunas di-
mensiones poco frecuentadas en este debate y ha propuesto por
ello «pensar que la globalización es un proceso de dominación y
apropiación del mundo». Dominación tanto de Estados como
de mercados, de sociedades como de pueblos, que se ejerce «en
términos político-militares, financiero-tecnológicos y socio-cul-
turales». El proceso de apropiación de recursos naturales, de
riquezas y del excedente producido se realiza de maneras inno-
vadoras sí, pero en las cuales los subsistemas complejos de la
«gran corporación» y el «complejo militar-industrial» no hacen
sino promover procesos que se colocan en un claro parangón
con una historia que es de larga duración: la de la combinación
y uso del poder de los Estados desde los que los grandes corpo-
rativos se proyectan globalmente con el fin de acrecentar los
márgenes de beneficio, darle uso a capacidades instaladas ocio-
sas, o promover un uso depredador del excedente y desvaloriza-
dor de capital, de un lado, y del otro, realizador de las «fuerzas
destructivas del sistema» (en este conjunto de procesos se hace
uso, en configuraciones muy complejas, del mayor desarrollo
tecnológico y científico pero también de formas parasitarias o
criminales, de procesos macrosociales y microsociales, de estra-
tegias geopolíticas y biopolíticas).
Las modalidades administrativas, organizativas y de gestión
del poder por parte de ambos tipos de sistemas (el empresarial

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corporativo y el militar industrial) no pueden sino ser analiza-
das como formas correspondientes e integrantes de ciclos capi-
talistas de larga duración y de las formas en que han ocurrido
sustituciones o transiciones hegemónicas. Al llevar hacia atrás
en el tiempo nuestro análisis podemos dar con otras formas de
interrelación o interconexión (precedentes al ordenamiento o
ensamblaje actual) que se confirman si apreciamos las otras mo-
dalidades privilegiadas de escala mundial (la del imperialismo
clásico de finales del siglo XIX, la del ciclo de Amsterdam en el
siglo XVII, o antes aún la del «largo siglo XVI»). La gran corpora-
ción multinacional encuentra como referentes remotos a la so-
ciedad por acciones, la compañía estatutaria holandesa y la Com-
pañía de Indias orientales y occidentales (Arrighi y Silver, 2001).
Por el contrario, el «sistema del pentágono» como la modalidad
no sólo más avanzada sino mayormente estructurada en su lógi-
ca de funcionamiento parece establecer un antes y un después
(desde la posguerra de 1945 es un puntal fundamental para el
sostenimiento de la hegemonía estadounidense, hoy en franco
declive) con relación a modalidades previas de manejo de los
conflictos, invasiones, intervenciones y guerras; y de los contin-
gentes que son movilizados en la arena de batalla o en los cam-
pos de litigio, negociación, espionaje, inteligencia, contrainsur-
gencia o contrainformación. La posibilidad de establecer un aná-
lisis analógico partiría de identificar los procesos de continuidad
y discontinuidad histórica entre, por ejemplo, la pax americana
actualmente en crisis y la pax britanica de aquel entonces (y mi-
rar, entonces, también a los procesos que contribuyeron a la ero-
sión de la anterior hegemonía).
Las configuraciones que actualmente experimentan ambos
tipos de organizaciones son muy complejas, lo cual ha llevado a
algunos analistas a sostener un carácter autorreferente (algo en
lo que podríamos disentir) en la gran empresa, por ello es que se
afirma desde una «teoría corporativa del Sistema-mundo» que
la globalización designa «el proceso de expansión desregulada
del sistema de la gran corporación privada» (De Venanzi, 2002:
44) y de modo más definitorio «la centralidad del sistema de la
gran corporación privada y los agentes corporativos en la diná-
mica de[l] proceso» (ibíd., 2002: 52).
Por el lado del complejo militar industrial (expresión que,
como es sabido, se debe a Dwight D. Eisenhower quien la pro-

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nunciara en su discurso de despedida en enero de 1961), éste
consiste en el uso de los instrumentos del Estado para favorecer
la codicia territorial de fuertes grupos de interés que han llevado
a Estados Unidos a un mayor grado de despliegue del keynesia-
nismo militar y al establecimiento de un estado de guerra per-
manente, cuyos principales beneficiarios y operadores pasan a
ser aquéllos acuerpados en el «triángulo de hierro»: a) la buro-
cracia federal que concentra los instrumentos de la proyección
de poder de la «presidencia imperial» estadounidense, b) los co-
mités y subcomités del senado norteamericano inmiscuidos en
la asignación de presupuestos de defensa y seguridad, y c) las
cúpulas empresariales y bancarias que se reciclan del sector pri-
vado al público y a la inversa (Saxe-Fernández, 2006).
No olvidemos que ha sido el Estado fascista la concreción
más acabada de la articulación entre el gran capital y el comple-
jo militar industrial, ambos como síntesis de agresión y amena-
za a la vida humana. Por ello, como lo llegó a afirmar Johan
Galtung, en su momento, el holocausto es «modernidad in ex-
tremis». Mismo registro al que arriba desde el género literario
(de una escritura cargada de referentes filosóficos) Ricardo Pi-
glia cuando ve en Mein Kampf la extrema realización del racio-
nalismo cartesiano, de la filosofía burguesa: en Hitler se cum-
plen y realizan «las certezas de la razón moderna» (Piglia, 2010:
193). Lo de Heidegger en la Universidad de Friburgo no es sino
una expresión adyacente a este «devenir del Ser» (Faye, 2009).
En el caso del teórico de lo político, Carl Schmitt, no resulta
paradójico que se experimente un tránsito, del mismo tipo, des-
de el Estado liberal de Wiemar (al que este autor en su obra
temprana intenta defender de los extremismos de izquierda y de
derecha) hacia el Estado nazi (que asumirá como compatible
con sus concepciones sobre lo político), en la medida en que la
institucionalidad del Tercer Reich deriva de un acto de elección
democrática por el pueblo soberano, esto es, como una expre-
sión clara del decisionismo. Por ello es que el pensador venezo-
lano Enzo del Bufalo, siguiendo a Foucault, afirma que,

[...] Si bien es cierto que al Estado nacionalsocialista se llega por


intensificación del conflicto social, este resultado no es una abe-
rración del Estado liberal, sino su continuación mediante la apli-
cación sistemática de la racionalidad de gobernanza que lo ca-
racteriza [Del Bufalo, 2009: 587].

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El agresivo rostro del Estado de seguridad y la gubernamen-
talidad biopolítica no son expresión de irracionalidad o anti-
modernismo sino que, hacen parte, en tanto modalidades de re-
presentación, del llamado modernismo reaccionario, no se se-
paran de la lógica moderna, se articulan y hacen parte de su
despliegue (son variantes extremas de sus «formas de aparición»).

En medio del laberinto de la modernidad y de su crisis

En muy diversos modos la experiencia de situaciones que


pasaron a ser categorizadas como modernas (en cuanto opues-
tas o de algún modo contrastadas con situaciones previas, seña-
ladas o asimiladas como tradicionales) se relaciona de algún
modo u otro con una especie de incursión hacia lo desconocido,
o bien, como una especie de conquista de «continentes» o aper-
turas espaciales hasta antes inalcanzables o inabarcables con
los medios o el imaginario, y hasta la episteme, que estructura-
ban el conocimiento y las prácticas existentes.
Puesto que tal proyecto sociocultural (el de la modernidad)
no sólo irrumpe hacia lo desconocido, lo distinto, lo diferente o
lo otro, sino que lo subsume a su lógica, es que dicha universal
labor que se ha colocado a cuestas, y en la que consiste su defini-
tiva concreción, se revela también como avasallamiento de la
inconmensurable experiencia humana, como conspiración en
contra de toda otra construcción social.3 Tal vez porque dicho
proyecto (el de una modernidad emancipatoria) muestra actual-
mente una especie de condición exhausta, porque aunque aspi-
re a una energía infinita para completar su tal tarea se ve impo-
sibilitada de llevarla a término, sea que, en tal incompletud, se
ha abierto un campo fértil para la formulación de alternativas,

3. Expuesto de este modo, el asunto ilumina un lugar de asentamiento de


la conocida tesis benjaminiana: «No hay documento de cultura que no sea a la
vez un documento de barbarie» (Benjamin, 2008: 42). Casi en un sentido de
retrueque, contrapunteo o de anverso en la medalla, Thomas Mann, en la
novela que escribe entre 1943 y 1947, pone en boca del filósofo narrador Sere-
nus Zeitblom de Doktor Faustus la siguiente afirmación: «Hube de explicar a
mis alumnos que la cultura no es otra cosa que la devota y ordenadora, por no
decir benéfica, incorporación de lo monstruoso y de lo sombrío en el culto de
lo divino» (Mann, 1958: 17).

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para la emergencia o visibilización de prácticas sociales antes
menospreciadas pero hoy enaltecidas.
Diversas modalidades de discurso acompañan a esas prácti-
cas y formulan desafíos a la meta-narrativa todavía hegemóni-
ca. Ella misma, a su interior, asimila el trastocamiento epocal.
Sea que se vislumbre ésta (la modernidad) como incompleta;
superable, según la narrativa posmoderna (sea celebratoria o de
oposición, aunque por razones políticas distintas); reorientable
hacia nuevos derroteros (en cuanto modernidad alternativa, ba-
rroca, heterogénea, periférica, etc.); o en plena bifurcación ha-
cia un proyecto nuevo o distinto, en una nueva enunciación y
desde un «otro lugar de enunciación» (el de la transmodernidad,
por ejemplo), lo que dicho espectro de variantes expresa no es
sino el síntoma del accidentado acontecer en que nos hallamos.
Fue el paradigma exclusivista de la modernidad (el modelo
euro-norteamericano) el que entró en crisis en las dos últimas
décadas del siglo pasado. En los años ochenta y noventa se ha-
bló, incluso en exceso, de «la condición posmoderna» cuando su
propio principio de fragmentación condujo más bien a un per-
filamiento de sí como otro «gran relato» hasta emerger como
una contracara de la universalización exclusivista, que preten-
dió criticar. De un tiempo a esta parte, con el agotamiento del
discurso posmoderno, se verán emerger un conjunto de teoriza-
ciones que apuntan a señalar la posibilidad de conceptualización
de otras modernidades. El debate sobre la «pluralidad de mo-
dernidades» (Taylor, 1999) apunta a este paradigma socio-cultu-
ral de una modernidad, ya no como proyecto a alcanzar, sino
como uno entre varios proyectos de alcanzarla o de procesarla,
de entenderla y realizarla. En esta reorientación de la discusión
lo que hay es un desplazamiento de la «codificación temporal»
como el elemento que dictamina lo moderno (en tanto opera como
promesa: la de un inagotable futuro a alcanzar) hacia un esque-
ma de «comprensión geográfica», o mejor, «geo-histórica» (en la
que se rescata la dimensión del espacio, de los lugares concre-
tos, frente a una dimensión abstracta del tiempo). Si en la pri-
mera variante la realización del proyecto o el cumplimiento de
tal programa se lanza al futuro (se comprime el presente), en la
segunda, se adelanta al aquí y el ahora (se dilata o se amplía el
presente, no como repetición del presente dominante, sino como
des-encubrimiento de lo invisibilizado, diverso y contrahegemó-

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nico). Sólo el colonialismo intelectual puede agotar este debate
cristalizándolo, petrificándolo en la propuesta habermasiana de
una incompleta modernidad (Habermas, 1989); otras perspecti-
vas más acordes al enfoque que hemos venido defendiendo en
este trabajo han señalado su condición diversa o plural, en tanto
modernidad periférica (Sarlo, 1988 y Brunner, 1992), moderni-
dad heterogénea (Herlinghaus, 2000), modernidad barroca
(Echeverría, 1998), modernidad alternativa (Magallón, 2006),
modernidades coloniales (Dube et al., 2004), etc. Más reciente-
mente, y en su último libro, Franz Hinkelammert ha puesto al
descubierto el nudo de la cuestión: la crisis de tal proyecto socie-
tal y el enarbolamiento de alternativas a esa crisis tiene condi-
ción laberíntica, pero no queda de otra «hay que volver a entrar
al laberinto de la modernidad, porque no hay otro camino, no
hay posmodernidad» (Hinkelammert, 2008: 8).4 Ya antes lo ha-
bía dicho este mismo autor en otros términos quizás aún más
radicales: «Superar la crisis del capitalismo nos lleva ahora a la
necesidad de ir más allá de la civilización occidental y de su mis-
ma modernidad» (Hinkelammert, 1995: 24).
Se abre con esta proposición un núcleo problemático en que
adquiere una nueva dimensión la relación entre experiencias y
expectativas en tres asuntos cada uno de ellos de espesor muy
particular: Modernidad, crisis y crítica. Puesto que, si dentro de
lo prometido por la modernidad su ofrecimiento era inmenso en
el sentido de nuevas, mayores y mejores expectativas, después
de su instalación en los más diversos complejos civilizatorios, lo
que se aprecia es un déficit con relación a éstas, pues las expe-
riencias que su realización efectiva ha acarreado se han queda-
do muy por detrás. No es ése el caso, por el contrario, cuando de
la crisis de la modernidad estamos tratando, ahí cualquier ex-
pectativa que se haya aventurado, en su momento, con relación
a su estallamiento, las dimensiones involucradas y el curso de
sus acontecimientos se ha quedado muy corta con relación a

4. Fredric Jameson uno de los más preclaros y nada delirantes analistas del
posmodernismo descubre también, en uno de sus más recientes trabajos que,
paradójicamente, el debate sobre lo posmoderno ha conducido a una regre-
sión hacia lo moderno. Si ya era definitivo que el discurso sobre la crisis de los
grandes relatos terminó erigiéndose él mismo en un gran relato, no lo es me-
nos el que «el rechazo y el repudio del relato convocan a una especie de retor-
no narrativo de lo reprimido» (Jameson, 2004: 16).

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la(s) experiencia(s) por las cuales las distintas sociedades, y alre-
dedor del mundo entero, están atravesando sin que se vislumbre
el derrotero a que esta situación puede conducir. También la ex-
periencia de la crisis es mayor a la expectativa que desde el apa-
rato crítico de que se disponía podía haber sido esperado, es tal
vez por esa razón que se requiere formular una nueva teoría
crítica o dotarle de otro o nuevo sentido (entrar en su relevo) a la
hasta ahora hegemónica, la que fue conocida como Teoría Críti-
ca de la sociedad. A tal necesidad de un nuevo corpus para la
discursividad crítica puede estar contribuyendo también el que
esta misma situación opera en una especie de desfase o desen-
cuentro ubicable al seno de nuestra actualidad entre prospecti-
va y perspectiva, o entre determinación y previsibilidad; justo
porque son éstos, los nuestros, tiempos en que se ha estabilizado
la inestabilidad, en que hay certeza en la incertidumbre, caos
determinista, complejidades organizadas y entropías que avivan
islas neguentópicas y bolsas de resistencia.
La crisis del capitalismo mundial es una de ya muy larga data,
la cual se ha venido desatando con una tal persistencia que se mues-
tra, según fue propuesto hace ya mucho tiempo, como una «crisis
permanente» (Mattick, 1979: 94). Desde inicios de los años setenta
del siglo pasado, en que se vislumbran sus primeros indicios, hasta
ahora en que sus alcances se han multiplicado comprende un ciclo
temporal de ya casi cuatro décadas y no se aprecian signos de que
se haya dado con los elementos contrarrestantes, efectivos ya no
para que inauguren un nuevo ciclo sino siquiera para aligerar el
descalabro.5 Los instrumentos correctivos a que se ha acudido (ge-
neralización del desempleo estructural a todo lo largo y ancho del
mundo, intensificación de la precarización de la contratación y la
ocupación para aquellos que pueden conservar su membresía en el
mercado de trabajo, crecimiento de los nichos de la economía y el
sector informal, ampliación de la escala y la profundidad del empo-

5. Virtualmente, desde el mismo momento (hace cuatro décadas) en que


un personaje de muy escasa estatura intelectual y que ocupaba el puesto de
presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, declarase la «guerra contra las
drogas» uno de cuyos «efectos no deseados» ha sido la confrontación entre
«los cárteles de la droga» y el Estado mexicano (que ha tomado parte por uno
de ellos) la cual ya suma, en México, más de cincuenta mil muertos y veinte
mil desaparecidos, tan sólo en los últimos años de esta administración del
gobierno federal (véase Chomsky, 2011, 4).

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brecimiento, etc.), no obstante la fiereza con la que han sido imple-
mentados se han revelado ineficaces. No ha sido suficiente con el
reciclamiento de los dólares después del shock petrolero de 1973;
con el endeudamiento del tercer mundo desde inicios de los años
ochenta; con la apertura de la cuenta de capital en el Sur del mun-
do y la generalización del mercado de valores y acciones en el mundo
entero; ni siquiera con la crisis del socialismo de tipo soviético y la
devastación de ese tipo de sociedades (que si aspiraban a ser lo
opuesto del capitalismo terminaron por ser su reflejo); con la crea-
ción de las distintas burbujas especulativas (incremento exorbitan-
te de la deuda privada de los hogares, de la deuda pública de los
Estados y del desfalque en los contratos de propiedad inmobilia-
ria), con el arrebato del tiempo futuro de vida o su vulnerabilización
por el desmantelamiento del sistema de jubilaciones y pensiones,
ni con la modificación de la información contable de los grandes
emporios o el fraude más descarado, ni siquiera con la devastación
y desvalorización del capital que acompañan al despliegue de la
guerra global y la realización de las fuerzas destructivas que incuba
el capitalismo.

Los destrozos de la crisis y los senderos que se bifurcan

La crisis actual del capitalismo se manifiesta en los más di-


versos ámbitos, y en tal grado de crudeza, que ha concitado un
abanico ya muy vasto de expresiones para intentar caracterizar-
la y tratar de asir sus contenidos más significativos. En tal situa-
ción nos hallamos, que es lícito preguntar si no es que acaso
estamos ante una crisis en la propia «teoría de la crisis», o de las
versiones de la misma que se han propuesto para afrontar la
caracterización del estado actual del capitalismo, si así fuera
estaríamos ante un caso notorio de déficit de teoría ante una
realidad muy compleja, lo que haría lícito dirigir dicho cuestio-
namiento hacia los campos problemáticos y complejos en que
se orienta el orden social dominante que, si bien es cierto, ha
exhibido una alta capacidad auto adaptativa, está comenzando
a mostrar en los tiempos actuales (y, literalmente, a la hora de
escribir estas páginas), contradicciones insalvables en ámbitos
que cuestionan la reproducción de su hegemonía y que anun-
cian coyunturas inciertas: Es el caso del dislocamiento de la es-

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tabilidad monetaria por las dificultades para sostener la divisa
de reserva mundial, dólar, y la que se erigía como posible susti-
tuta, euro, el estallido de los problemas de sobreendeudamiento
privado de los hogares y de la cartera de deuda pública en Esta-
dos Unidos, y la crisis fiscal en la eurozona, los que no son sino
ámbitos en que la condición de superpotencia indisputada se
pone en entredicho, y ambos propiciados por el verdadero pro-
blema de fondo que es la insana situación productiva de toda la
economía mundial, y en especial la norteamericana, que en la
auténtica «guerra de clases» llamada neoliberalismo ha logrado,
en contra del espíritu de Benjamin Franklin, erigir una sociedad
en que el gobierno es del, por y para el 1 % de los súper ricos.
Sin necesidad de sucumbir a la muy «larga duración» y refe-
rirse a ella como crisis «civilizatoria» (damos razón más delante
de lo que tal calificativo estaría significando) y con ello estar
tratando de decir algo mucho más amplio que «estructural»,
«sistémica», «terminal» u «orgánica» (por acudir a una jerga
más clásica) podemos, de entrada, servirnos de la historia y de-
cir que los eventos a los que se ha precipitado el sistema capita-
lista de 2008 a la fecha, no son sino las tendencias de profundi-
zación de una crisis que se viene arrastrando desde inicios de
los años setenta del siglo pasado (Amin, 2009). No se trata de
una crisis financiera aunque ahí se exhibe una de sus más evi-
dentes sintomatologías, tampoco de una crisis presupuestal o
de los niveles de gasto de los gobiernos, aunque los niveles de
fiscalidad exigidos, y la necesidad de orientarlos a los sectores
de mayores ingresos y al gran capital, y la negativa a hacerlo de
ese modo y en su lugar dejar caer la carga fiscal en la espalda de
los trabajadores (restringiendo los gastos sociales del gobierno),
han hecho una clara contribución, y lo harán de mayor modo, a
la parálisis económica. Es, por tales razones, y otras que ense-
guida apuntaremos, que encontraríamos el parangón de la cri-
sis financiera y económica que mutará en recesión global y ge-
neralizada en un futuro muy próximo, en aquella coyuntura que
los historiadores de inicios y hasta mediados del siglo XX, die-
ron en clasificar como la «gran crisis» de finales del siglo XIX
(Gandarilla, 2008a), esto es, la que comprendió el período entre
1873 y 1896 (y que, ahora se sabe, según investigaciones recien-
tes sobre Marx, en la edición de la MEGA 2, ocupó la atención
del clásico en sus trabajos de 1875).

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Como aquélla de finales del siglo XIX, la crisis de onda larga
depresiva de los años setenta del siglo XX, trató de resolverse
rompiendo las ataduras del capitalismo y orientándolo hacia lo
que Karl Polanyi dio en llamar «la gran transformación» (capi-
talismo de los grandes cárteles, los trusts nacientes y empuje del
capital financiero, en aquella ocasión; impulso de la gran corpo-
ración, los oligopolios y la mundialización financiera, en tiem-
pos más recientes) e impulsando su expansión artificial o efíme-
ra (belle époque, en aquella coyuntura, política de globalización
neoliberal, Nueva Economía, y burbuja financiera, en tiempos
más recientes) pero abriendo las bases de una política de con-
quista y saqueo (imperialismo clásico y reparto de África, en
aquélla ocasión, impulso de las guerras humanitarias y de ocu-
pación en tiempos más recientes). La primera Gran Guerra eu-
ropea no solucionó las contradicciones de aquella mundializa-
ción y en cambio abrió una confrontación de treinta años, en
medio de cuya conflagración precipitó los descalabros financie-
ros de 1929 y la recesión productiva de toda la década siguiente,
postración económica que únicamente pudo solventarse a tra-
vés del nuevo «compromiso histórico» tras abatir la otra opción
que se abrió al capitalismo y «modernismo reaccionario» (Herf,
1990, Griffin, 2010) esto es, el fascismo (al que habían optado
militantemente varias naciones europeas), e inaugurar el perío-
do floreciente e indisputado de «hegemonía norteamericana»
que sólo duró los así llamados «treinta gloriosos», sobre la base
del impulso keynesiano de la demanda efectiva, la recuperación
europea con los instrumentos de Breton Woods, y el crecimien-
to de los mercados internos con base en un incremento relativo
de la remuneración obrera (directa e indirecta).
La desventura de la coyuntura actual es que la presente mun-
dialización y crisis del capitalismo no parece acogerse a solucio-
nes keynesianas ni a ninguna unilateralidad ortodoxa según la
disciplina económica convencional, ni los enfoques institucio-
nalistas son suficientes con relación al tamaño de las aporías
provocadas en dicho ámbito por las políticas de desregulación
global, hechas a imagen y semejanza de los intereses de los com-
plejos corporativos (el militar-industrial y el biotecnológico-far-
macéutico, por mencionar algunos). No se ve luz al final del tú-
nel ni apertura de una nueva onda larga expansiva, pareciera
que Kondratiev se ha olvidado de nosotros, aunque muchos ana-

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listas han pronosticado el inicio de tal nuevo ciclo (lo hicieron, a
mediados de los noventa, y se dieron de topes con la crisis asiá-
tica, lo volvieron a prefigurar, después del «espejismo Obama», y
miren dónde nos hallamos, tales formulaciones no son más que
wishful thinking, y de eso no vive el análisis social), lo que se
avizora, por el contrario, es la continuación de una crisis perma-
nente e integral (escribiendo desde México es inevitable incurrir
en tal caracterización) si no es que el comienzo de otros «treinta
tenebrosos», pues, a fin de cuentas, el mundo entero no está a
salvo de soluciones reaccionarias que, como en el pasado, co-
mienzan a exhibir diversas modalidades de relación social sig-
nadas por lo que algunos autores han dado en calificar como
«fascismo societal»; dado el hecho de que la crisis actual no es
sino el resultado de la aplicación de los remedios que se instru-
mentaron para darle solución.
También como en la crisis de cierre del siglo XIX, se está
ingresando, con los acontecimientos recientes, a una coyuntura
análoga a la de 1929 (Marichal, 2010). Las devastaciones cala-
mitosas de la economía de aquella época darán risa comparadas
con la debacle actual (magnificada por los límites ecológicos,
energéticos, y alimentarios a que ahora se encuentra expuesto el
sistema mundial y que no eran de tal magnitud en crisis pasa-
das), ya pasamos por la primera y segunda guerra del golfo, y
falta ver si habrá sustitución hegemónica (algo a todas luces
dudoso según la estrategia china que suele acogerse a tempora-
lidades más largas que las occidentales y a la «propensión de las
cosas», antes que a protagonismos innecesarios y altamente cos-
tosos) o se abrirá un campo para soluciones más regionalizadas
o multipolares (esto último, si es que no, en el camino, la devas-
tación es tal que las previsiones de Einstein sobre la «cuarta gue-
rra mundial» se hicieran realidad). Si el pasado siglo, fue, verda-
deramente, un «largo siglo XX» (Arrighi, 1999) ésta es la coyun-
tura que ventura su cierre, con la posible disolución de una
moneda mundial que resguarde los intercambios internaciona-
les y la reserva o, mejor, desvalorización del valor. Basta recor-
dar, sin embargo, que antaño, en las largas coyunturas que han
entregado un nuevo hegemón indisputado, en los últimos cinco
siglos de desarrollo capitalista, ello se ha decidido (en las tres
ocasiones en que algo así ha acontecido, con los Países Bajos y
la paz de Westfalia, en el siglo XVII, Inglaterra y la pax británica,

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en el XIX, y Estados Unidos y su pax americana, en el XX) a través
de hacer comparecer la opción bélica, instrumento innegable de
destrucción de capital. No se puede ser optimista dado el pro-
grama al que se embarcó la derecha y los halcones norteameri-
canos (recordemos si no el «Proyecto para un Nuevo Siglo Ame-
ricano») y el comportamiento del estadounidense medio, exhi-
bido en los últimos años, proclive y performatizado hasta el
cansancio a la mentalidad de ranger o marine, y la propensión
racista y fascista hacia el migrante y las otras culturas.
Detengámonos ahora en una temporalidad más cercana, a la
que se entrega el capitalismo en la coyuntura de los setentas del
siglo pasado. Los acontecimientos a que hemos concurrido (nues-
tra historia inmediata), verdaderos torbellinos para la existencia
social, no son sino producto de tal circunstancia y de las modali-
dades en que el conflicto social tomó cursos que ya se prometían
como enormemente problemáticos. Somos hijos de esa crisis y en
dicha crisis nos hallamos. Las bases de la misma estaban presen-
tes desde finales de los sesentas (como problema de baja rentabi-
lidad, sobreproducción y baja formación de capital), en un movi-
miento acompasado que involucró a todos los centros desarrolla-
dos. Las visiones superficiales por aquellos años quisieron ver en
la alza al precio del petróleo el detonante (tras la guerra de Yom
Kippur), lo cierto es que la solución a tal situación fue no sólo la
alianza norteamericana con las dinastías árabes (petróleo a cam-
bio de protección), sino el reciclamiento de los petrodólares desde
la City de Nueva York: fue así que se dio inicio a la propensión
rentista y a la vocación compradora en las burguesías o lumpen-
burguesías (como les llegó a tildar André Gunder Frank) de la
gran mayoría de países del Tercer Mundo. El resultado de ello fue
el incremento de la deuda externa, y el ahorcamiento financiero
de aquellos países que habían incurrido en tal expediente, des-
pués del brutal incremento de las tasas de interés por la política
de la Reserva Federal en Estados Unidos en los comienzos de los
años ochenta del siglo pasado. Tocó a México el ingrato privilegio
de declarar la primera moratoria en 1982, y entregarse de lleno al
cumplimiento del credo neoliberal, que ya se había comenzado a
instrumentar en América Latina (a través del uso de la bayoneta y
manu militari de por medio) a través de las dictaduras de Seguri-
dad Nacional, en un recorrido que fue abarcando Chile, Argenti-
na, Uruguay, Paraguay, etc.

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El neoliberalismo, hay que decirlo, se comenzó a instrumen-
tar en América Latina. Desde 1973 tal programa fue entendido
como una recomposición de clases (Anderson, 1997) en que la
agudización de la desigualdad figura como premisa y no tanto
como resultado del proceso (en la medida en que se sostiene que
el incremento en el ahorro será el detonante de la inversión y no
como es en las figuraciones keynesianas y su mito del «pleno
empleo» a través de hacer crecer la demanda efectiva), lo cierto
es que el crecimiento de la acumulación de capital lo fue con
base en su concentración y la apropiación de la riqueza social ya
existente y no a través del crecimiento económico, que para el
modelo neoliberal no es condición imprescindible (si no miren a
México, cuya condición de endémico estancamiento es acompa-
ñada por un aumento de las posesiones de riqueza por unos cuan-
tos personajes que aparecen en las páginas de Forbes o de Fortu-
ne). Una vez que el programa económico y social precedente fue
derrotado en México, uno a uno los países latinoamericanos se
comprometieron con el Consenso de Washington, la década per-
dida de los ochenta, comenzó a mostrar su sino con la crisis del
populismo trasnochado de Alan García en Perú, o de Carlos An-
drés Perez en Venezuela, y los noventa arrancaban en medio de
cierto neoliberalismo pintoresco con Collor de Mello en Brasil o
Menem en Argentina, las élites y oligarquías dominantes en la
región podían incurrir en tales excesos pues el neoliberalismo
experimentaba un alcance prácticamente global y cobraba la
forma de nuevo sentido común de la época. Su victoria, parecía
también ideológica, pues los otros tres modelos que pudieron
haber disputado la hegemonía a tal proyecto fracasaron (Gan-
darilla, 2003: 110-117); no sólo vivieron su debacle a inicios de
los años noventa del siglo pasado, tanto los proyectos de libera-
ción nacional, con la derrota de los sandinistas en Nicaragua y el
asesinato de los jesuitas en El Salvador, como la caída del socia-
lismo de tipo soviético y el inicio del período especial en Cuba,
sino que se convirtieron en su reflejo, como fue el caso de los
programas socialdemócratas, que en un caso de rara evolución,
mutaron para ser más neoliberales que los propios neoliberales.
Ese panorama comenzó a cambiar, con el caracazo en Vene-
zuela en el año de 1989, y a mediados de la década siguiente con
el grito del ¡¡Ya Basta!! zapatista, en el sureste mexicano. En una
especie de rara paradoja, en las tierras en que se anuncia el des-

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contento y se elabora todo un nuevo esquema del pensar/hacer
emancipatorio y libertario, y quizá por ello mismo, lo que se
vislumbra y fortifica no son alternativas sino alternancias. La
región sudamericana ha avanzado, con variados niveles de efi-
cacia hacia otras sendas, una vez que el proyecto del ALCA fra-
casó y Estados Unidos, presionados por haber llegado al Peak
Oil, tuvieron que orientar su política exterior hacia el Asia Cen-
tral y la región del Cáucaso (Howard, 2007), abriendo un campo
de oportunidad al que la oligarquía mexicana no quiso o no pudo
acogerse maniatada por los compromisos signados en el Trata-
do de Libre Comercio (TLCAN), por un gobierno producto del
fraude electoral, como es el caso también en los años más re-
cientes con la política del ASPAN y la Iniciativa Mérida a la cual
México ha quedado encadenado justo porque exhibe un gobier-
no sin un ápice de legitimidad. El resto de la región latinoameri-
cana experimenta una opción bifronte, algunos capitalismos
nacionales supieron mirar hacia Oriente o la cuenca del Pacífi-
co, o diversificaron así sea modestamente sus estructuras pro-
ductivas, como Chile, atrapado en la exportación de bienes tra-
dicionales, o se involucraron, como es el caso de Brasil, en un
agresivo protagonismo exterior (BIRF, Grupo de los 20) y bajo el
amparo del equilibrio fiscal y la inversión en nichos novedosos,
pero extractivistas (petróleo de aguas profundas, agrocombusti-
bles), hasta tal punto que el gigante del Cono Sur pareciera estar
conduciéndose hacia una condición semiperiférica. Pudiera ser
también que en tierras latinoamericanas fuera donde los prime-
ros atisbos de oposición al neoliberalismo pudieran consolidar-
se en determinadas políticas y cambios estratégicos que anun-
cian modos novedosos para salir de él. En algunos de los países
en que más se había avanzado en la instrumentación del Con-
senso de Washington, y más en la política de desinstitucionali-
zación de los Estados, es donde se han erigido y levantado los
mayores campos de resistencia —región andina—, pues salir de
tal atolladero ha exigido una recomposición de los acuerdos cons-
tituyentes sobre bases novedosas pues los entramados sociales
de la resistencia han correspondido a una mayor consolidación,
Venezuela también se distancia del predominio neoliberal y está
enarbolando una política que hacia el futuro inmediato, sin
embargo, tendrá que avanzar más en el esclarecimiento de lo
que su propuesta programática significa (el llamado «Socialis-

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mo del siglo XXI»), de lo contrario las presiones geopolíticas del
convulso presente le condenarán a tener un carácter más emble-
mático que efectivo, situación que se agravaría de mantener una
condición de mono exportador del hidrocarburo, con los costos
ecológicos que ello significa. México juega en todo este proceso
complejo de recomposición un lugar secundario ya no sólo en
su relación con Estados Unidos (enganchado al curso que el he-
gemón decadente experimenta y le marca) sino con relación al
lugar que tradicionalmente había ocupado en la región latinoa-
mericana. En el caso de México no hubo sólo equivocación es-
tratégica (de las élites gobernantes y la oligarquía parasitaria)
sino instrumentación del modelo neoliberal en su grado más ex-
tremo, el indicado para propiciar un modelo de acumulación
oligárquico y depredador, que parece exhibir un novedoso e in-
formal modo de enriquecimiento a través de la «renta criminal».

Alcances de una crisis muy profunda y multidimensional

Pareciera que el fondo del problema está situado en un lugar


aún más profundo que lo que el ángulo financiero, monetario o
presupuestal parecen exhibir, pues esta crisis parece comprome-
ter no sólo la legalidad o causalidad interna al capitalismo, esto es,
una cuyo eje de comportamiento está en el sostenimiento de la
rentabilidad y la acumulación de ganancias, riqueza y capital, sino
que los impactos de la devastación capitalista han alcanzado a
una legalidad o causalidad mayor (contradicción externa) aquella
en que se ve involucrado el suelo sobre el que este orden se asienta
(O’Connor, 2001), su entorno ecológico ambiental y los equilibrios
climáticos y biológicos, los de la escala de biomasa y de otros
componentes primarios requeridos para cumplir la exigencia de
energía que el funcionamiento del sistema está requiriendo y los
de captación del tipo y los niveles de contaminantes que el plane-
ta puede alojar o absorber. En nuestra condición epocal lo geo-
gráfico parece asumir la connotación, en mayor correspondencia
con lo sostenido por Marx, de límite insuperable, de materialidad
agotable si permanece o se agudiza la interminable acumulación
de dinero, ganancia, riquezas y posesiones por parte de unos cuan-
tos. Tal voracidad es muy probable que termine por activar, en el
despliegue multiforme de esta crisis sistémica, los límites absolu-

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tos del capital (Mészáros, 1986, 2001). El proyecto en el que este
sistema actualmente se encuentra involucrado es uno que corres-
ponde a una ofensiva integral, a una guerra total y prolongada por
parte de dicho patrón de poder, para imponer una «dictadura glo-
bal de la gran propiedad» (Duchrov y Hinkelammert, 2004).
El calado de esta crisis, entonces, conduce la pregunta sobre
nuestra condición epocal en una senda como la propuesta por
Walter Benjamin cuando se pronunciaba por «captar la actuali-
dad como reverso de lo eterno en la historia y así tomar la im-
pronta del lado oculto que esconde la medalla».6 La exigencia que
al analista se le impone es aproximarse en el mayor grado posible
y la forma más documentada a que halla lugar, con el fin de saber
a qué atenerse si las tendencias identificadas (con los métodos y
las teorías más acreditadas) se mantienen o se agravan. Tuvo ra-
zón Bolívar Echeverría cuando encontró en el conjunto de cir-
cunstancias que se cruzan en lo actual un hiato mayor dado que

[...] el modo como las distintas crisis se imbrican, se sustituyen y


complementan entre sí parece indicar que la cuestión está en un
plano más radical; habla de una crisis que estaría en la base de
todas ellas: una crisis civilizatoria [Echeverría, 1998: 34].

En el inicio del libro que hace remembranza de su existen-


cia, André Malraux narra el impacto que le provoca uno de sus
viajes y afirma: «conocí una Asia cuya agonía misma nos aclara-
ba el sentido de Occidente» (Malraux, 1977: 12). Es cierto que, el
escritor francés al decir Occidente cree estar diciendo el mundo
entero; y es que ahora ése debiera ser nuestro lugar de enuncia-
ción y poniendo en mira, también, un sentido más ampliado de
la entidad que para el autor de La condición humana representa
Asia, pues ahí comprendemos tanto el cercano como el lejano
Oriente y es así que recuperamos lo dicho por Malraux, pues, en
los tiempos actuales apreciamos, después del temblor y tsunami
en el Japón, una agonía y pérdida de sentido de la racionalidad
científica por la crisis del reactor nuclear en Fukushima. Si ya el
bombardeo de Hiroshima y Nagasaki hace poco más de medio
siglo revelaba la pérdida de inocencia de la ciencia física, ahora
en una especie de fatalidad insospechada, el mismo punto geo-

6. Walter Benjamin. Briefe, p. 459. Citado en Benjamin (2010: 23).

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gráfico nos alerta de cómo la contingencia y la dureza de los
desequilibrios naturales impactan al baluarte de la sociedad
moderna (la racionalidad instrumental y el despliegue tecnocien-
tífico). Pero, por otro lado, y esta vez desde la geografía del cer-
cano y medio Oriente, con impactos sensibles en el norte de Áfri-
ca y el sur de Europa (que durante varios siglos fueron una sola
entidad civilizatoria), la generalización de movilizaciones colec-
tivas que desequilibran (en grados diversos) la institucionalidad
política vigente muestran el otro cariz (el que impacta las moda-
lidades de la representación y gestión de la política) y el agigan-
tado alcance de la crisis que el sistema capitalista exhibe y que
por ello permite ser enunciada como crisis de tonalidad civiliza-
toria. Oriente, entonces, muestra al mundo un carácter bifronte
(pero cuyos alcances son más generalizados) de la agonía de la
civilización occidental moderno capitalista.
En una estrategia de ir más allá de la noción espacial-geo-
gráfica, se ha propuesto partir de entender por Occidente,

[...] un modo de existencia del ser humano que se organiza en


torno al comportamiento técnico como el lugar privilegiado donde
el ser de los entes adquiere su sentido más profundo y definitivo
[Echeverría, 1988: 212].

Y ver en este proyecto de totalización civilizatoria que en el


curso de los siglos se esparce por el mundo entero, la conversión
de esa modernidad potencial en modernidad existente, cuando
ésta establece afinidad electiva con el capitalismo; dice Bolívar
Echeverría:

[...] el proyecto capitalista en su versión puritana y noreuropea


que se fue afirmando y afinando lentamente al prevalecer sobre
otros alternativos y que domina actualmente, convertido en un
esquema operativo capaz de adaptarse a cualquier sustancia cul-
tural y dueño de una vigencia y una efectividad histórica aparen-
temente incuestionables [Echeverría, 1998: 34].

El problema brota cuando se ha hecho evidente que desarrollo


técnico no es equivalente a desarrollo de la humanidad, que pro-
greso de la tecnología no es progreso de la humanidad, que técnica,
tecnología y progreso no son asuntos meramente técnicos sino, en
el fondo, políticos. La correlación entre modernidad capitalista y

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racionalidad científica se da no en cuanto superación de lo mítico,
pues la razón también se basa en mitos, dos de ellos fundamenta-
les: el del progreso y el de la armonía por el mercado (el progreso
genera una lógica de infinitud, el de la mano invisible de creación
de un orden, ambos son lo más funcional al sistema dominante,
son sus puntales más efectivos) de ahí que el sistema se alce enar-
bolando también el mito prometeico de la técnica. Por ello es que,
en una línea de trabajo convergente con este énfasis, Franz Hinke-
lammert viene sosteniendo desde inicios a mediados de los años
noventa, que...

[...] lo que afrontamos no es solamente una crisis del capitalis-


mo, sino una crisis del concepto fundante de la modernidad. Se
trata del concepto de la armonía inerte entre el progreso técnico
y el progreso de la humanidad [Hinkelammert, 1995: 25].

Es ahí en donde se aloja el núcleo problemático de la cues-


tión y en ello se involucra una tendencia de longue durée, por tal
motivo se afirma:

Cuando hablamos de crisis civilizatoria nos referimos justamen-


te a la crisis del proyecto de modernidad que se impuso en este
proceso de modernización de la civilización humana [Echeve-
rría, 1998: 34].

Es, justamente, por el calado de esta crisis civilizatoria que


la recuperación del sentido de lo que significa para los movi-
mientos anti-sistémicos la búsqueda de alternativas encuentra a
éstas ya no dentro del capitalismo, o como variantes al desarro-
llo (sea sustentable, humano o sostenible) o al crecimiento (las
teorías del «de-crecimiento», o el «paradigma lento», por ejem-
plo) y, por paradójico que parezca ni siquiera en cuanto a perse-
guir la construcción de una modernidad alternativa (hace falta
atreverse a entrever alternativas a la modernidad), esto exige ir
ampliando y profundizando la crítica de éstos (del capitalismo,
el desarrollo, el crecimiento, o la modernidad) revelando y po-
niendo en primer lugar, y de modo explícito, la condición de
colonialidad como el hiato mayor a superar. Pareciera, así, que
la crisis de la teoría crítica aún prevaleciente es debida a tal ca-
rencia, a su incapacidad para incorporar en su crítica a la totali-
dad burguesa lo que, en los últimos años, parece emerger como

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su eje orientador: el problema de que la totalización del proceso
civilizatorio vigente se efectúa al modo de un complejo constitu-
tivo, el de la modernidad/colonialidad, y no como había sido asu-
mido por otros discursos críticos al modo de modernidad/racio-
nalidad (Quijano, 1992, Mignolo, 2009). Por ello, también, desde
preocupaciones coincidentes en algunos pensadores contempo-
ráneos, cada vez más socorridos en el debate, este asunto se enun-
cia como el correspondiente al «giro de-colonial» que aspiraría
alcanzar una nueva «episteme» para la crítica del programa so-
ciocultural de la modernidad occidental, y no sólo del aprisiona-
miento de ésta bajo el capitalismo.
Es, precisamente, la lógica irrefrenable del capital (en su
vocación insaciable de ganancia) la que precipita al sistema en
una crisis distinta a las anteriores porque constituye una oposi-
ción insalvable entre el tiempo abstracto del valor valorizándose
y el tiempo concreto de las estructuras complejas de la vida que
experimentan aproximaciones a límites que parecen umbrales
de no retorno. La oposición que parece corresponder a esta mo-
dalidad de crisis es una entre el capitalismo y la vida humana,
entre el régimen del instrumento autoactuante, esto es, el siste-
ma de maquinaria integrado (Marx, 2005) y el ser humano de
carne y hueso, que se ve orillado a una inestabilidad constante
en su existencia o reducido a órgano consciente del proceso.
En los estudios de Marx sobre el instrumento técnico, la máqui-
na y el sistema de maquinaria integrado, así como de la subsunción
de la ciencia y la tecnología a la lógica capitalista existe plena con-
ciencia de que en este proceso no sólo se juega el arrebato del saber
obrero o su conversión en fuerza productiva del capital sino algo
más importante aún, y es el orillamiento, el desplazamiento, la posi-
bilidad de exclusión y la amenaza de la existencia para la capacidad
viva de trabajo. No obstante ello, todavía se aprecia en Marx una
visión que alimenta una certeza de que ello dependerá del «uso capi-
talista de la máquina» y no de una condición inherente que reside en
el nuevo autómata que se ha creado. Tal parece que ante dicho pro-
ceso al que se ha dado vida, los críticos ludistas alcanzaron un ma-
yor grado de conciencia pues apuntaron, desde un inicio, correcta-
mente, en contra del abaratamiento de los trabajadores, e indicaron
las connotaciones profundas e inherentes al factum tecnológico, su
protesta fue dirigida al contenido material de la tecnología y la cien-
cia desarrollada por el capital y no sólo a su forma económica de

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utilización. Y es que, en efecto, con el autómata se ha liberado códi-
go, fuerza, energía y composición pero también amenaza de que-
dar atrapado en su lógica que es la de, en cierto modo, autorreferen-
cia e incontenibilidad (Pierano y Bueno, 2009), la de liberación tam-
bién, pero, de la condicionalidad del medio, de la irrebasabilidad
del dictum temporal, de la flecha del tiempo, que en termodinámica
quiere decir entropía y que, en el despligue de ese su hacer sin lími-
tes, ni trazas conscientemente discernidas, lo conduce (al autómata
liberado, al capital como sujeto automático, como valor que se va-
loriza) a un camino de salidas muy inciertas, laberínticas, al de la
senda sin retorno, al del agotamiento del medio (no porque se aca-
be la geografía, sino porque su pleno abarcamiento la desquicia) y
al de la destrucción de la persona humana (porque también se des-
humaniza la humanidad que queda con vida, no sólo la material y
ontológicamente liquidada). Marx llegó a vislumbrar esto cuando
analizó el desarrollo de la maquinaria y la gran industria en el tomo
I de El capital y advirtió que con el desarrollo del capitalismo (y la
modificación material de su base técnica por el paso de la subsun-
ción formal del trabajo inmediato al capital hacia su subsunción
real y con ello el establecimiento del «modo de producción específi-
camente capitalista») se ponían en riesgo las dos fuentes creadoras
de riqueza (el ser humano y la naturaleza) en ésta y cualquier otra
modalidad posible de producción, sin embargo, en consideración
de los avatares actuales y de sus alcances requerimos emprender
nuevos diagnósticos y ampliar nuestro esquema categorial.
Los trabajos post-estructuralistas de crítica a la máquina social
capitalista se orientaron hacia esa dirección y, al parecer, han llega-
do aún más lejos. Es cierto que en sus genealogías tienden a pres-
cindir de incluir el trabajo pionero de Samuel Lilley quien ya a
mediados de los sesenta en su obra Hombres, máquinas e historia
(1967), y teniendo como propósito «el estudio de la historia de la
técnica» proponía una «interpretación amplia de la palabra máqui-
na» que no la restringiera a los instrumentos y herramientas mecá-
nicas sino que ampliara su radio a todo aquel artificio que apuntara
a la «tendencia hacia un mayor control de la naturaleza, control
que con anterioridad tuvo su expresión en formas estrictamente
mecánicas» (Lilley, 1967: 9). El impacto del despliegue del autóma-
ta, en sus desarrollos más novedosos y actuales tiende a dominar
no sólo la naturaleza y de modo mecánico sino todo aquel espacio
de despliegue de la cultura y la vida humana y en formas cuánticas,

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nanotécnicas o tecnocientíficas, de ahí que se plantease para refe-
rirnos a estos tiempos como aquéllos del «capitalismo mundial in-
tegrado» y en el que sólo caben «revoluciones moleculares» (Guatta-
ri, 2004). Los análisis críticos desde una veta postestructuralista
señalan, entonces, una tendencia que lleva a sus últimas conse-
cuencias el abatimiento del sujeto, al que Marx le reservaba una
condición más privilegiada (órgano consciente del proceso). Por el
lado de la crítica psicoanalítica y en seguimiento a la línea lacania-
na se ha visto también en el neoliberalismo «una muerte progra-
mada del sujeto de la modernidad» (Dufour, 2007: 18), al cual se le
ha intentado rehabilitar desde enfoques hedonistas, coincidentes
con estas apreciaciones, puesto que se promueve una política am-
parada en el «principio que manda gozar y hacer gozar» (Onfray,
2011: 216). Sin necesidad de suscribir esa especie de fatalidad, o de
visión limitada y limitante de la corporalidad, se podría formular
una apreciación alternativa y algo más esperanzada.

Duración y simultaneidad histórica.


La(s) contemporaneidad(es) de la política emancipatoria

En el opúsculo «El fin de la historia y el último hombre»7


se sostiene la imposibilidad de modificar el sistema, a través
de un argumento que pugna por implantar un procedimiento
de presentificación de la vida social. La cuestión no apunta
sólo a la clausura de lo histórico, a lo que habría que pregun-
tar el fin ¿de cuál historia? siendo que esto se colige después
del derrumbe del socialismo de tipo soviético, de lo cual no
puede sostenerse la anulación de toda propuesta anti-sistémi-
ca. No obstante, por debajo de esta proposición altamente
retórica se escondía un razonamiento más escurridizo que se
dirigía a sostener una ampliación del presente y su celebra-
ción. Un presente que se ensancha borrando el pasado8 y blo-

7. Francis Fukuyama. «The end of history?» en The National Interest, 16


(verano de 1989), pp. 3-18. Artículo que luego apareciera en una forma más
ampliada y desarrollada en forma de libro cuyo título en español reza El fin de
la historia y el último hombre, México, Planeta, 1992, 474 pp.
8. Esto es lo que sostiene John Berger, cuando afirma: «El papel histórico
del capitalismo es destruir la historia, cortar todo vínculo con el pasado y
orientar todos los esfuerzos y toda la imaginación hacia lo que está a punto de

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queando el futuro.9 La brevedad del ahora en su permanente
paso (el tiempo nunca se detiene), se ve compensada en de-
masía por el efecto de su aparente repetición: un presente que
en su propensión a eternizarse coloniza e invisibiliza las otras
dimensiones temporales (ni memoria, ni utopía).
Este afloramiento, en el terreno del ser, de una vocación
ambiciosa del presente que promueve la eternización del orden
dominante, encuentra su correlato en el terreno del conocer.
Subvertir el orden de representación de los objetos exige tam-
bién cuestionar los criterios de cientificidad, en ello se juega un
asunto político, no sólo epistemológico. Una estrategia para tran-
sitar en ambas vías será esgrimir o reinsertar el problema de la
historicidad como elemento primordial. El problema de la his-
toricidad se reintroduce si encaramos a la realidad desde un pen-
sar crítico, esto es, que no reduce lo posible a lo dado sino que
abre lo dado a lo posible, con lo cual se distingue con claridad
entre las realidades empíricas (lo dado-producto) y los elemen-
tos de potencialidad (lo dándose-producente). Por otro lado, los
criterios de cientificidad de la verdad se subordinan al criterio
de historicidad. Cuestión esta en la que están implícitas muchas
problemáticas, como son el reconocer el momento histórico y el
contexto de los objetos, fenómenos o procesos; la distinción en-
tre distintos tiempos en la historia: tiempo de larga duración,
que tiene que ver con «universos construidos... a quienes les son
concedidos por lo general siglos de duración» (Braudel, 1980:
72), tiempo medio, que da cuenta de los condicionamientos y la

ocurrir. El capital sólo puede existir como tal si está continuamente reprodu-
ciéndose: su realidad presente depende de su satisfacción futura. Ésta es la
metafísica del capital». John Berger. Puerca tierra, Buenos Aires, Suma de
Letras Argentina, 2006, p. 362.
9. Ernst Bloch, el filósofo de la esperanza y autor de «Espíritu de la utopía»
(Geist der utopie, Munich: Duncker & Humblot, 1918), estaba muy al tanto de
esto cuando afirma: «...las utopías sociales, incluso en sus comienzos vacilan-
tes, fueron capaces de decir no a lo infame, aunque fuera lo poderoso, o lo
habitual. En general, esto último [lo habitual] traba subjetivamente más aún
que lo poderoso, en tanto presenta mayor constancia y por eso menos patetis-
mo; en tanto adormece la conciencia de la contradicción y disminuye los
motivos para el coraje». Ernst Bloch. «Utopía, libertad y orden» en Irving
Louis Horowitz (comp.). Historia y elementos de la sociología del conocimiento,
tomo II. «Contenido y contexto de las ideas sociales», Buenos Aires, EUDEBA,
1964, pp. 143-144.

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coyuntura y, el tiempo corto, el más engañoso, el de los aconteci-
mientos; de no menor importancia, la forma en la que se entien-
de y asume a la historia, a sus determinantes o leyes históricas:
la historia se estudia en el tiempo largo pero se construye en el
corto tiempo. La dimensión temporal no se puede reducir al
recorte periódico o parametral, sino al reconocimiento de rit-
mos y procesos sociales con distinta dinámica temporal, con dis-
tintas temporalidades. Sólo así podremos dar con el profundo
significado que John Berger le confiere a lo acontecimiental que,
sin embargo, tiene su morada en un nicho de más amplio espe-
sor, es así que afirma: «En la historia a veces suceden cosas cuan-
do parece que no está sucediendo nada» (Berger, 2006: 114). Lo
nuevo en la historia puede, sí, ser un pliegue más en el espacio
estriado de la forma inconexa de lo actual, siempre que sea atra-
pado y subsumido, canalizado y sometido, canibalizado y engu-
llido por el complejo maquínico, pero en tanto no lo sea, es ele-
mento orientador e iluminador, ramificación posible de ese ár-
bol, de ese campo, que llamamos vida.
Fernand Braudel era un maestro en el arte de emitir senten-
cias, asertos, aforismos sintéticos pero altamente comprensivos
de lo que significa el oficio de historiador, para lo que nos intere-
sa en esta parte, vienen al caso dos: «la historia es la suma de
todas las historias posibles» (Braudel, 1980: 75), y «si el estudio
de la duración bajo todas sus formas le abre... las puertas de lo
actual, entonces la historia está en todos los lugares del festín»
(Braudel, 2002: 184). Ernst Bloch, en su momento, además del
discernimiento, del contraste climático al seno del marxismo
(entre un marxismo frío, el de las condiciones objetivas, y un
marxismo cálido, el de las posibilidades), llegó a sugerir una
manera de acoplamiento multi-dimensional de la diversidad tem-
poral en la historia; la expresión que utilizó el filósofo de la docta
spes fue la de la asimultaneidad histórica (Bloch, 1993: 32). Lo
que otros autores retomaron posteriormente con la expresión
«la discordancia de los tiempos» (Bensaid, 1995), y que aquí enar-
bolaremos como estrategia para pensar en oposición al orden
vigente, señalando un sentido no completable de la totalidad,
una incompletud de ésta en tanto ella es «totalidad asincrónica»
o «complejo de complejos» (como gustaba decir Lukács) y opo-
niendo, además, a esta pretensión de totalidad, la memoria de
los vencidos y la utopía de lo porvenir.

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Es cierto que Marx, en una parte tan significativa de su obra,
como lo es la Introducción (Cuaderno M) a los Elementos funda-
mentales para la crítica de la economía política de 1857-1858, lle-
ga a expresar que «El capital es la potencia económica, que lo
domina todo, de la sociedad burguesa», pero justamente eso está
diciendo, para Marx el capital no se ontologiza, sociedad bur-
guesa no es equivalente a mundo (forma valor no es subsunción
completa y definitiva del trabajo vivo). Hay espacio, entonces,
para las alternativas, dado que no hay cierre de la totalidad, es
éste un campo de lucha, no algo ya decidido de antemano.
En tiempos de guerra global como en la que nos hallamos el
postulado de «una sociedad en la que todos quepan» adquiere
consecuencias éticas y morales que cuestionan los principios de
la mercantilización absoluta, del individualismo solipsista y de
las metodologías de la acción racional. Si al postulado anterior
añadimos el punto de partida de que «el asesinato es suicidio»
(Hinkelammert, 2010), llegamos a la necesidad (no como juicio
de valor sino como un realismo de lo posible) de una ética de la
vida (la negación de la vida del otro, niega mi propia humani-
dad: la bala que mata por la espalda al otro, por la globalidad del
mundo, me alcanza por la espalda) y una racionalidad re-pro-
ductiva, muy superior, en los tiempos actuales, a la racionalidad
instrumental medios-fines o al mecanismo de la mano invisible
del mercado y su principio moral adyacente (vicios privados que
crean virtudes públicas).
Si atendemos a lo señalado por John Berger con relación a
su percepción sobre la reciente ola de disturbios en Londres, y
teniendo en mira lo que de modo cotidiano se presenta ante nues-
tros ojos en nuestra inmediata realidad cotidiana no podemos
sino suscribir su juicio: vivimos «aislados pero juntos» y habita-
mos un presente violento al punto de la desesperación. Ante la
lógica negadora de la existencia humana del orden social vigen-
te, me rebelo, luego existo, nos rebelamos, luego existimos. Para
decirlo en los términos en que lo enunciara Edward Thompson:
«Me resisto a aceptar que esa determinación sea absoluta... Te-
nemos que lanzar contra esa lógica degenerativa todos los recur-
sos que existan aún en la cultura humana. Tenemos que protes-
tar, si hemos de sobrevivir» (Thompson, 1983: 17). La labor ex-
perimental de lucha conlleva el hacerse sujeto(s) como un acto
inter-subjetivo. El yo-sujeto vence o niega al yo-individuo. La

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propuesta de una racionalidad re-productiva de la vida humana
real puede ser un criterio para conformar un nuevo horizonte de
sentido para la teoría crítica.
Ello, por principio, nos exige preguntarnos acerca del signi-
ficado actual de la expresión «teoría crítica». Algunos autores
han enunciado esto como una cuestión ineludible. Es el caso,
por ejemplo, cuando se sostiene que en el mundo actual habien-
do tanto por criticar no se entiende porque no se dispone de una
«teoría crítica» acorde al calado de tales problemas (Boaventura
de Sousa Santos), o bien cuando se sostiene la necesidad de efec-
tuar una «reconstitución del pensamiento crítico» (Franz Hinke-
lammert), o se le defiende, al discurso crítico, en tanto expresión
de que pensar (prácticamente) el proceso revolucionario es una
revolución en el proceso de pensar (Bolívar Echeverría). Para
otros esto se expresa en otorgarle un espectro más amplio a lo
que se calificó como teorización crítica, ampliando su radio de
acción hacia aquellos trabajos heterodoxos y diversos ignorados
por la tradición (Eduardo Subirats), o bien estableciendo una
especie de traslado desde el proyecto de Frankfurt (una vez ago-
tado éste) hacia los diversos discursos en que se comenzó a vis-
lumbrar la posibilidad de un filosofar propio como filosofía de
la liberación (Enrique Dussel). Por nuestra parte, lo enunciamos
de manera provisoria y al modo de una sentencia dilemática:
«antes y después de la teoría crítica está América».
Hoy, desde el discurso crítico y desde la experiencia práctica
de los que resisten y contradicen activamente la lógica del siste-
ma se requiere imaginación y utopía sí, pero ello no es suficien-
te, hace falta oficio también para que esos valores se vuelvan
posibles y alcanzables, y no se conviertan en principios o postu-
lados paralizantes, que generen escepticismo hacia cualquier
incompleta vocación de cambio. Los movimientos de agitación
y participación más generalizada quizá correspondan a un mo-
mento del propio movimiento cuya curva llega a su cenit, pero
que es imposible sostener (de modo permanente) y que, por tal
razón, en algún momento cambia su tendencia. El discurso que
ahí se enuncia puede también exhibir tal conformación, y esto
quiere decir contextualizar la proclama, hacerla parte de su lógi-
ca fundante, la de la protesta y movilización en que se inscribe,
esto significa no naturalizarla sino ponerla en correspondencia
al curso de la situación, ello exige no ver (en el marco de tal

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proceso) la traición a valores, por no hacerle seguidilla (al peti-
torio, al programa) en cualquier situación, sino hacer del discur-
so algo vivo como lo es la situación que le anima. Es ésta tam-
bién, al parecer, una perpetua situación de aprendizaje. Ya, en
su momento, Amílcar Cabral sostenía que «la lucha de libera-
ción es un hecho esencialmente político», y este proceso sustan-
cialmente político es, en el fondo un proceso eminentemente
cultural, «la lucha de liberación no es sólo un hecho cultural
sino también un factor de cultura». Y, en éste, al igual que en
otros casos, cultura equivale a cultivo de la diversidad, no a mo-
nocultura, ni a imposición.
Para aquéllos comprometidos en la lucha social por construir
«otro mundo posible» podría estarse revelando como limitada, o
muy ajustada a una situación coyuntural, no esgrimible bajo cual-
quier circunstancia, una proposición como la que afirma:

Que no nos vengan con que es el tiempo de la esperanza. Es aho-


ra el tiempo de la ira y de la rabia. La esperanza invita a esperar;
la ira, a organizar [Gilly, 2009: 21].

No avanzaremos mucho de ese modo, pues nos impide caer


en cuenta de que en los tiempos actuales no hay garantía de
transformación efectiva si se camina por sendas paralelas que
no se juntan, dado que no es suficiente ni la «ira desesperada» ni
la «esperanza desorganizada».
Los rumbos de la política emancipatoria no terminan de
emanciparse de los caminos anteriores y las sendas nuevas se
miran escarpadas y sin horizontes definidos, caminar es el rum-
bo en que la utopía parece consistir, no en alcanzar un horizonte
que espacio-temporalmente no se cierra, sino que se abre en cada
paso y a cada trecho. En una especie de elusión del principio de
incompletud gödeliano los axiomas de la emancipación no pue-
den sustraerse de la axiomática emancipatoria, tienen que ceñir-
se a una especie de diseño fractal, en otras palabras, la lucha por
la democracia no puede sino corresponder a una política de de-
mocratización sin término, inconclusa, una que distienda el modo
en el que Marx entiende la curva, el discurrir, el vaivén de los
procesos políticos que edifican un nuevo orden desde las ruinas
del orden anterior, es así que en El 18 Brumario de Luis Bonapar-
te se afirma:

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Las revoluciones proletarias... se critican constantemente a sí
mismas, se interrumpen constantemente en su propia marcha,
vuelven sobre lo que parecía terminado, para comenzarlo de
nuevo desde el principio, se burlan concienzuda y cruelmente de
las indecisiones, de los lados flojos y de la mezquindad de sus
primeros intentos [Marx: 1971: 16].

La de la emancipación-liberación parece corresponder, pues,


a una lucha que constituye «una tarea infinita» (Badiou, 2010:
30), no estática sino dinámica, gesta que estaría animada por
atractores de muy diversa índole, según las situaciones históri-
cas concretas. Es dicho carácter en su temporalidad lo que po-
dría impedir su petrificación. Ya desde el género literario, pues
que no es un libro sino en el entrecruzamiento de historias, lo
llegó a vislumbrar John Berger cuando argumentó que:

Toda la historia es historia contemporánea; no en el sentido más


común de la palabra, conforme al cual la historia contemporá-
nea significa la historia del pasado relativamente reciente, sino
en sentido estricto: el de la conciencia de la actividad de uno tal
cual uno la realiza. La historia es así el propio conocimiento de
la mente viva. Pues aun cuando los acontecimientos que estudia
el historiador sucedieran en el pasado distante, la condición para
que sean históricamente conocidos es que vibren en la mente de
éste [Berger, 1994: 62].

El registro de nuestra contemporaneidad es de distintas tem-


poralidades porque es diversa la argamasa temporal en que se
configura el hacer de la existencia, y el imaginario en que uno se
ve representado, o la memoria que se reivindica, o lo por cons-
truir que se anhela; sin embargo, pueden hallarse en dichos com-
plejos u órdenes emergentes los puntos de confluencia y el espa-
cio de lo común que impulse las luchas.

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ÍNDICE

A manera de prólogo, por Enrique Dussel ................................... IX

Agradecimientos .......................................................................... 1
Introducción ................................................................................ 3

CAPÍTULO 1. Derivas filosóficas de una nueva lectura


de la historia, más allá del eurocentrismo y la colonialidad .... 15
Imposturas y distorsiones: en la geografía y en la historia ......... 16
El relato histórico convencional y la posibilidad de criticarlo ... 23
Crítica de los universales abstractos ........................................... 27
Crítica de la especificidad formal ............................................... 34
El debate en el terreno de la historia. Discurso convencional
y otras visiones ...................................................................... 41
En los orígenes de la ciencia social: la separación disciplinaria
y el sesgo eurocentrista ......................................................... 46
En los orígenes de eso que llamamos modernidad.
Del mediterráneo-centrismo a la apertura atlántica ............. 50
La discusión sobre el sistema de los quinientos años ................. 60
Del sistema de los quinientos al sistema de los doscientos años ... 65

CAPÍTULO 2. Del derecho natural a la insociable sociabilidad.


El debate desde Kant y hacia Marx ....................................... 71
De una supuesta razón desprendida de sus mitos ...................... 71
A propósito de los «conceptos generales» y de la universalidad
de las leyes ............................................................................. 78
Un modo de acercamiento hacia el derecho natural .................. 87
Del derecho natural al positivo ................................................... 92
Límites del positivismo jurídico .................................................. 97
El derecho racional ..................................................................... 100
La ética autónoma y el principio de totalidad ............................ 108

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CAPÍTULO 3. En apremio total por repensar la totalidad ............. 121
De la propiedad a la riqueza, o de Hegel a Marx ........................ 121
Una incursión inicial en «lo político» ......................................... 133
Marx, el dinero y la crítica .......................................................... 143
Totalidad o pretensión de totalidad ............................................ 158
El proyecto de modernidad/racionalidad subsumido
por la razón instrumental o ¿en dónde quedó la teoría
crítica? ................................................................................... 169
Hacia el giro de-colonial ............................................................. 174
Hacia el nuevo relato de la modernidad-colonialidad ................ 178
El lugar de América y la re-provincialización de Europa ........... 183
Totalidad, complejidad y crítica .................................................. 190

CAPÍTULO 4. El poder del fetichismo y el fetichismo del poder ..... 197


Desde la dialéctica y ¿hacia dónde? ............................................ 203
En camino al concepto de valor, y desde el valor hacia el poder ... 209
De la invisibilización a la visibilización ...................................... 217
El poder del fetichismo ............................................................... 220
El fetichismo del poder ............................................................... 228

CAPÍTULO 5. Hacia un giro de-colonial en filosofía política:


política de la liberación y crítica desde la exterioridad ........ 241
De la ética a la política y de la modernidad
a la trans-modernidad ........................................................... 242
Dejando atrás la anti-política ...................................................... 249
El lugar de enunciación de una política de la liberación
y los principios ético-políticos involucrados ......................... 250
Una filosofía de lo político en veinte tesis ................................... 258
La política de la liberación y el giro de-colonizador
en filosofía política ................................................................ 263

CAPÍTULO 6. A la búsqueda de referentes políticos para afrontar


la crisis histórica de nuestra época ....................................... 295
Globalización, complejos militares, empresariales
y Estados-nación ................................................................... 295
En medio del laberinto de la modernidad y de su crisis ............ 307
Los destrozos de la crisis y los senderos que se bifurcan ........... 311
Alcances de una crisis muy profunda y multidimensional ......... 318
Duración y simultaneidad histórica. La(s) contemporaneidad(es)
de la política emancipatoria ................................................... 324

Bibliografía .................................................................................. 331

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