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La Pobreza.
La Pobreza.
PREGUNTA
RESPUESTA
El raciocinio errado en que se basaban tales herejes era que Jesucristo y los
apóstoles buscaban la perfección, por lo tanto no poseían bienes privados ni en
común. El Papa Juan XXII respondió con la bula Ad conditorem, enseñando que la
perfección evangélica consiste esencialmente en la caridad (amor de Dios), y que
de nada sirve renunciar a los bienes materiales si la persona continúa
preocupándose por ellos. De hecho, el rechazo de la propiedad y de la riqueza en
sí mismas, defendida por las herejías pauperistas medievales (como los valdenses
y los cátaros), desentona frontalmente con las enseñanzas bíblicas.
Por su parte, san Pablo se alegra de que los Corintios hayan sido “enriquecidos en
todo: en toda palabra y en toda ciencia” (1 Cor 1, 5); y por haber sido colmados
“de toda clase de dones, de modo que, teniendo lo suficiente siempre y en todo,
os sobre para toda clase de obras buenas” (2 Cor 9, 8).
Las invectivas de Santiago contra los avaros y los injustos son dignas de los
antiguos profetas: “Atención, ahora, los ricos: llorad a gritos por las desgracias que
se os vienen encima. Vuestra riqueza está podrida y vuestros trajes se han
apolillado. Vuestro oro y vuestra plata están oxidados y su herrumbre se convertirá
en testimonio contra vosotros y devorará vuestras carnes como fuego. ¡Habéis
acumulado riquezas… en los últimos días!. Mirad el jornal de los obreros que
segaron vuestros campos, el que vosotros habéis retenido, está gritando, y los
gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos” (Sant 5,
1-4). Nótese que el apóstol no condena la riqueza en sí misma, sino el egoísmo y
la injusticia.
Las amonestaciones del Nuevo Testamento contra los ricos de corazón toman
mayor relieve cuando son comparadas con las enseñanzas de Nuestro Señor. Él
es muy claro cuando dice que nadie puede servir a dos señores: Dios y el dinero
(Mt 6, 24); que para adquirir la perla preciosa es necesario venderlo todo (Mt 13,
45-46); que la seducción de las riquezas impide que sea oída la Palabra de Dios
(Mt 13, 22). Estimula al joven rico a vender todo lo que posee, darlo a los pobres y
seguirlo (Mt 19, 21-22), y el rechazo de la invitación lo lleva a declarar: “más fácil
le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino
de los cielos” (Mt 19, 24). Está muy claro ahí que no se refería a los que son ricos,
sino a los que tienen apego a las propias riquezas o a las que quisieran poseer. A
la luz de las bienaventuranzas, esto se vuelve aún más evidente. Nuestro Señor
no dice bienaventurados los que mueren de hambre, sino “bienaventurados los
pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5, 3).
Abraham era muy rico en rebaños, plata y oro (Gén 13, 2); Isaac obtuvo el ciento
por uno en una cosecha y prosperó “hasta hacerse muy rico” (Gén 26, 12-13).
Hospitalidad de Abraham y sacrificio de su hijo Isaac – Mosaico, Basílica de San
Vital, siglo X, Ravena, Italia
La mejor limosna que los ricos pueden dar a los pobres es contribuir para la
construcción de bellas iglesias, la confección de bellos ornamentos y el esplendor
de la sagrada liturgia. En esto la Iglesia imita a María, la hermana de Lázaro, que
ungió los pies de Jesús con “una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso”, y
fue reconfortada por la reprensión del Maestro al ambicioso Judas: “porque a los
pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis” (Jn 12, 3-
8). Y san Juan aún explicita un comentario esclarecedor para todas las épocas de
la Cristiandad: “Esto [Judas] lo dijo no porque le importasen los pobres, sino
porque era un ladrón” (Jn 12, 8). He aquí la verdad profunda, cuando muchos
hablan de pobreza evangélica.
El pobre que entraba en una iglesia sabía que todos aquellos esplendores —los
muros suntuosos, las imágenes imponentes en los altares, los cuadros
magníficos, la música sublime— estaban allí para él, a su entera disposición, al
servicio de su alma. Concatedral de San Juan, La Valeta, Malta.
El pobre que entraba en una iglesia sabía que todos aquellos esplendores —los
muros suntuosos, las imágenes imponentes en los altares, los cuadros magníficos,
la música sublime— estaban allí para él, a su entera disposición, al servicio de su
alma; además de la ayuda para el cuerpo, que él podía recibir en alguna obra de
caridad.
Al trasponer las puertas de un templo, el pobre ignorante se convertía en un rey,
para cuya comprensión y edificación los mayores artistas pintaron y esculpieron
todas aquellas maravillas, los músicos compusieron temas sublimes, los
organistas tocaron y los coros cantaron, los sacerdotes realizaron minuciosamente
ceremonias bellas y compasadas. Toda la belleza y misterio de la Iglesia y de los
templos constituía de hecho un “patrimonio de los pobres”.
Enseñanza ignaciana