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LA ALEGRÍA CRISTIANA

Una persona alegre obra el bien, gusta de las cosas buenas y agrada a Dios. En cambio, el
triste siempre obra el mal (PASTOR DE HERMAS, Mand. 10, 1).

La alegría de los primeros cristianos

En tiempos de los primeros cristianos, según nos cuentan los Hechos de los Apóstoles (Hch
2,46), había una característica que llamaba poderosamente la atención de todos: la alegría.
No es difícil comprender por qué estaban alegres en esos primeros tiempos. Estaba muy
cercano el paso de Nuestro Señor Jesucristo entre ellos. Cuando se reunían en la
Eucaristía, algunos de ellos aún tendrían el recuerdo de Jesús bendiciendo el pan y
repartiéndolo. También estaban alegres porque habían visto grandes prodigios y eran
testigos fieles de las maravillas que había hecho Dios. Ellos, que habían conocido la
esclavitud del pecado, experimentaron la Libertad que trajo el Redentor. Hoy, ya no es tan
fácil encontrar la alegría. De hecho, se ha vuelto más bien excepcional. Todo el mundo
suele ser áspero, impaciente, a veces duro y no nos extraña conocer a gente con amarguras
y rostro disgustado. Esa especie de penosa desesperación que se ve en la calle se ha
convertido en algo habitual. Tal vez hoy más que nunca apreciamos a la Alegría como una
característica de las personas santas.

La alegría, signo del cristiano

La vida cristiana y la alegría son dos realidades íntimamente unidas. La alegría cristiana
nace de la opción fundamental por el Señor Jesús, es fruto de una experiencia de fe en Él y
de comunión con Aquel que es Camino, Verdad y Vida: ¡De Aquél que me muestra cuál es
el sentido de mi vida en el mundo, la grandeza de mi destino!
El Evangelio es un mensaje de alegría, pues se trata de una Buena Noticia: estamos
invitados a vivir el amor y es posible vivirlo aquí y ahora, porque el Señor Jesús nos amó
primero. El Hijo de Santa María nos muestra el verdadero significado y el alcance del amor y
nos invita a vivirlo. La auténtica alegría es un primer efecto del amor. Y este amor, el mismo
amor de Cristo, ha sido infundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo. Por eso
afirma San Pablo que «el fruto del Espíritu... es alegría».
La alegría es un signo presente en la existencia cristiana. Nuestra alegría testimonia la
profundidad de nuestro compromiso con el Plan divino. Quien vive su fe con tristeza y
abatimiento, no ha comprendido bien el núcleo del mensaje del Señor Jesús.
En la Anunciación-Encarnación el ángel invita a María a vivir la alegría mesiánica: «Alégrate,
llena de gracia...». María se llena de gozo en el Señor, pues el Mesías nacerá de Ella por
obra del Espíritu Santo. El cántico del Magníficat es una hermosa expresión de alegría
humilde, limpia, transparente, profunda. María exulta de gozo «en Dios mi Salvador...
porque ha hecho en mi favor grandes maravillas». Cuando María y José presentan al niño
en el Templo, tanto el anciano Simeón como Ana se gozan en el Espíritu ante la presencia
del Reconciliador. El Señor Jesús llama felices a los discípulos porque sus ojos ven y sus
oídos oyen, es decir, porque ellos han acogido la Buena Nueva, porque están abiertos al
mensaje del Señor. En el momento de la Transfiguración, ese encuentro íntimo con el Señor
mueve a Pedro a exclamar: «Señor, que bueno es estar aquí». Sólo el Señor Jesús puede
ofrecer la alegría que nadie nos podrá arrebatar.
La alegría es misteriosa

Muchas personas veían perplejas a la Madre Teresa de Calcuta con su sonrisa y alegría que
salía del alma mientras dedicaba sus cuidados a los menesterosos y enfermos que todo el
mundo rechazaba.
Decía el Papa Juan Pablo II (Aloc. 24-11-1979) “La alegría cristiana es una realidad que no
se describe fácilmente, porque es espiritual y también forma parte del misterio. Quien
verdaderamente cree que Jesús es el Verbo Encarnado, el Redentor del Hombre, no puede
menos de experimentar en lo íntimo un sentido de alegría inmensa, que es consuelo, paz,
abandono, resignación, gozo… ¡No apaguen esta alegría que nace de la fe en Cristo
crucificado y resucitado! ¡Testimonien su alegría! ¡Habitúense a gozar de esta alegría!”.
Efectivamente, la alegría cristiana no es fácil de describir y es misteriosa. Como el amor, en
la alegría hay misterio.
Pero los cristianos tenemos un motivo fundamental para estar alegres: “Somos hijos de Dios
y nada nos debe turbar; ni la misma muerte. Para la verdadera alegría nunca son definitivas
ni determinantes las circunstancias que nos rodeen, porque está fundamentada en la
fidelidad a Dios, en el cumplimiento del deber, en abrazar la Cruz. Sólo en Cristo se
encuentra el verdadero sentido de la vida personal y la clave de la historia humana. La
alegría es uno de los más poderosos aliados que tenemos para alcanzar la victoria (1
Marcos, 3, 2). Este gran bien sólo lo perdemos por el alejamiento de Dios (el pecado, la
tibieza, el egoísmo de pensar en nosotros mismos), o cuando no aceptamos la Cruz, que
nos llega de diversas formas: dolor, enfermedad, contradicción, cambio de planes,
humillaciones. La tristeza hace mucho daño en nosotros y en los demás. Es una planta
dañina que debemos arrancar en cuanto aparece, con la Confesión, con el olvido de sí
mismo y con la oración confiada”.

Apóstoles de la alegría

No podemos dar ejemplo ni llamarnos cristianos, si no damos ejemplo al mundo, si no


transmitimos una alegría profunda (interior y exterior). El cristiano no puede tener el rostro
arisco, no puede tener en su corazón sentimientos intolerantes o pesimistas. Nuestro primer
motivo de alegría es la esperanza y la fe en Dios, el amor que nos tiene y el que le demos,
debe hacer brotar de nuestro corazón una alegría sincera, completa, “de dientes para
adentro”.
La tristeza solo cabe en quien ha perdido la esperanza, en quien ha sido abandonado. Y
Dios nunca nos abandona, y estar en comunión con Él en el cielo es una promesa que debe
alegrarnos permanentemente.
Todos estamos llamados al apostolado, al anuncio del Evangelio en primera persona, según
nuestras capacidades y posibilidades. Como ya hemos visto, el Evangelio es un mensaje de
alegría. El mismo Señor Jesús es el Evangelio, la Noticia Feliz que colma nuestras
existencias.
Por ello nuestra acción apostólica debe estar informada por la alegría. Un anuncio apagado,
triste, sin vida ni entusiasmo, desvirtúa la esencia del mensaje cristiano. Todo nuestro
apostolado debe brotar de la alegría profunda que nace del corazón convertido y entregado
al servicio del Señor y de su Plan de reconciliación.
El apostolado de la alegría es convincente, porque es un testimonio directo de quien se ha
olvidado de sus propios problemas para preocuparse por los demás, y muy especialmente
por haber puesto su corazón en Dios.
Como católicos podemos ser atacados en muchas formas: por nuestra veneración hacia la
Santísima Virgen, por el crucifijo que podemos llevar en el pecho, entre otras muchas. Pero
algo que nunca nadie puede atacar, una espada cuyo filo es suave, pero ante la cual no hay
escudo, es la alegría. Nadie puede reclamarnos el que seamos alegres, nadie nos dirá
“¡Incongruente!” o pecador, o pecadora, si fuimos amables y sonreímos con el pobre hombre
que pide dinero en las calles, con los enfermos, con los pobres de este mundo, como lo hizo
la Madre Teresa de Calcuta, siguiendo el ejemplo de Jesús, que vino para servir a los
pobres y desvalidos. Nadie nos reclamará por pasar una mañana o una tarde, quizá en
nuestros desvelos en la noche en un hospital llevándoles alegría a los enfermos, o en las
mismas Casas de las Hermanas Misioneras de la Caridad.
La alegría es propia de los hijos de Dios, y como humanos también. Cuando alguien pasa
por ahí canturreando y con una sonrisa en los labios, con un semblante pacífico, pensamos
fácilmente “ah, son las cosas del amor de Dios”. Pues los católicos tenemos muchas y muy
buenas razones para tener esa alegría propia porque somos hermanos.
“La alegría es el amor disfrutado; es su primer fruto. Cuanto más grande es el amor, mayor
es la alegría (Sto. Tomás, Suma Teológica). Dios es amor (1, 4,8) enseña San Juan; un
Amor sin medida, un Amor eterno que se nos entrega. Y la santidad es amar, corresponder
a esa entrega de Dios al alma. Por eso, el discípulo de Cristo es un hombre, una mujer,
alegre, aun en medio de las mayores contrariedades: “Y Yo les daré una alegría que nadie
les podrá quitar” (Juan 16, 22). “Un santo triste es un triste santo” se ha escrito con verdad.
Porque la tristeza tiene una íntima relación con la tibieza, con el egoísmo y la soledad. El
Señor nos pide el esfuerzo para desechar un gesto adusto o una palabra destemplada para
atraer muchas almas hacia Él, con nuestra sonrisa y paz interior, con sencillez y buen
humor. Si hemos perdido la alegría, la recuperamos con la oración, con la Confesión y el
servicio a los demás sin esperar recompensa aquí en la tierra.”
“La alegría verdadera, la que perdura por encima de las contradicciones y del dolor, es la de
quienes se encontraron con Dios en las circunstancias más diversas y supieron seguirle. Y,
entre todas, la alegría de María: Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu está transportado de
alegría en Dios, salvador mío (Lucas 1, 46-47). Ella posee a Jesús plenamente, y su alegría
es la mayor que puede contener un corazón humano. La alegría es la consecuencia
inmediata de cierta plenitud de vida. Y para la persona, esta plenitud consiste ante todo en
la sabiduría y en el amor (Sto. Tomás, Suma Teológica). Por su misericordia infinita, Dios
nos ha hecho hijos suyos en Jesucristo y partícipes de su naturaleza, que es precisamente
plenitud de Vida, Sabiduría infinita, Amor inmenso. No podemos alcanzar alegría mayor que
la que se funda en ser hijos de Dios por la gracia, una alegría capaz de subsistir en la
enfermedad y en el fracaso: “Yo les daré una alegría que nadie se la podrá quitar” (Juan 16,
22) prometió el Señor en la Última Cena.
San Pablo nos invita a ser apóstoles «a tiempo y a destiempo». De ahí que nuestra vida
cotidiana también es ocasión de testimoniar la grandeza y plenitud de la vocación cristiana.
Viviendo la alegría en todas las esferas de nuestra vida, nos convertimos en verdaderas
antorchas vivas capaces de llevar la luz de la esperanza a un mundo enfermo y agonizante
por falta de la verdadera luz.
Cuando María visita a Isabel, lo hace movida por el amor y el servicio. Un acto para Ella
trabajoso como viajar para ayudar a su pariente encinta se convierte en un magnífico
testimonio de alegría cristiana. Isabel experimenta de tal modo la alegría que ve en María y
percibe la magnitud de la presencia de aquella que es portadora de Vida, que se ve
impulsada por el Espíritu a llamarla «feliz», porque «ha creído que se cumplirían las cosas
que le fueron dichas de parte del Señor».
Alegría en la cruz

No podríamos hablar de la Alegría sin hablar de la Cruz, porque para el cristiano la ofrenda
que hizo el Señor de Su propia Vida por nuestra redención cobra un papel fundamental para
nuestras vidas. El cristiano sufre, llora, tiene momentos amargos y siente dolor como
cualquier otro ser humano. Sin embargo, encontramos un sentido en nuestros sentimientos
de dolor y en nuestras dificultades. Ese sentido está en cargar nuestra propia cruz, y seguir
el ejemplo de Jesús. La Cruz, otro gran misterio para el hombre, es un trono de alegría,
porque Dios transforma el dolor en gozo, la pena en júbilo, la muerte en resurrección.
Nuestras cruces nos ayudan a identificarnos con Jesús. Siempre nos pesan, no cabe duda,
pero el amor a Dios puede más que cualquier contrariedad, y cuando ofrecemos nuestras
propias cruces amorosamente, Dios las transformará en alegría.
El cristiano debe tener como centro de su vida al amor, y el fruto directo de ese amor es la
alegría. No podemos encontrar un ejemplo más hermoso de alegría que el que nos da la
Santísima Virgen en el “Magníficat”: «Proclama mi alma la grandeza del Señor; se alegra mi
espíritu en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava» (Lc 1, 46-48).
Pidámosle a ella, Santa María causa de nuestra alegría, que nos enseñe a impregnar
nuestra alma, nuestro semblante, nuestros actos y nuestras palabras con la alegría que nos
trajo Nuestro Señor Jesucristo.

Hermanas Misioneras de La Caridad

Chimbote, 21 de Agosto de 2013.

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