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V I RT U D Y TERROR

CRÍTICA D E L J A C O B I N I S M O E N F RA N C I A

Hacer una valoración del episodio jacobino de la revolución francesa es un


asunto delicado, toda vez que es un periodo que ha concitado un sinnúmero
de interpretaciones y opiniones encontradas. La historia del jacobinismo
principia en el mismo momento en que termina el gobierno revolucionario en
1794. Desde entonces la superposición de formas de historiar el
acontecimiento ha creado una imagen con tintes míticos y conclusiones a
veces maniqueas. El historiador que desee revisar esta historia debe por
tanto evitar dos tentaciones: 1) caer en la petición de principio a causa de los
prejuicios sobre el objeto de estudio; y 2) reducir el curso poliédrico de la
historia a la sola luz de sus consecuencias.

En la filosofía kantiana hay una lección ética que fácilmente puede


incorporarse al código deontológico del historiador. Se trata del imperativo
que conmina a no emplear a otras personas como medios para satisfacer
fines ajenos. Cada persona es un fin en sí misma. Si concedemos este
derecho al pasado se disuelve la idea misma de la filosofía de la historia. El
pasado tiene derecho al recuerdo y por ende a no ser un instrumento de la
teleología. ¿Cuál era la historia que en cada momento Francia creyó poder
tener?

Francia, en red

Si queremos desvelar los enigmas que están más allá de lo visible en


superficie, debemos rastrear la historia del jacobinismo a través de las formas
de sociabilidad que la revolución cataliza y que tienen como elemento motor
lo que Benedetta Craveri ha dado en llamar ‘la cultura de la conversación’.
Los debates intelectuales del antiguo régimen adquieren ahora contenido
político. El monopolio de la crítica ética y estética se desplaza de la corte a los
cafés y a los salones de lectura. Habermas habla de una ‘esfera pública
burguesa’ que articula la opinión pública y el debate político.

En este contexto se inscribe y desarrolla el ‘jacobinismo’. Un concepto que


va asociado a la historia de un club: la ‘Sociedad de los Amigos de la
Constitución’ con sede en la biblioteca del convento de los Jacobinos en la rue
Saint-Honoré de París. Desde 1789 la asociación reúne a un cierto número de
diputados para debatir los asuntos que van a tratarse en la Asamblea. Poco a
poco, el club deviene el epicentro del debate político nacional y se rodea de
algún centenar de filiales de distintos lugares del país. Más tarde el
magisterio de su opinión se extiende gracias al emblema del sufragio
universal, que le permite enlazar con las sociedades populares que emergen
con el desarrollo de la revolución.

De esta manera se constituye la red. Las redes son una manera muy útil de
historiar globalmente un periodo. A través del entramado asociativo viajan los
datos que conforman el panorama donde se imponen gradualmente las ideas
de democracia e igualdad. Una de las claves del éxito jacobino en la difusión
de sus planteamientos está en saber gestionar mejor que nadie la red a
través de un eficiente comité de correspondencia. Este enfoque pone en tela
de juicio las visiones que hablan de una transferencia solamente vertical de la
ideología revolucionaria. En rigor es mucho más complejo el funcionamiento
de la llamada ‘máquina jacobina’.

Revolución cultural

Es conveniente dar cuenta de las diversas manifestaciones del jacobinismo.


Es una precaución necesaria para no tomar la parte por el todo y fijar sólo la
que fue su expresión más descarnada: el Terror. Su principal objetivo era la
implementación de medidas draconianas y de emergencia para salvar la
revolución de la crisis social y militar. Pero además, la Convención y el Comité
de Salud Pública llevaron a cabo una tarea legislativa encaminada a la
regeneración moral de la sociedad. Su programa iba más allá de la mera
contingencia de la guerra y estaba inspirado en la recepción del racionalismo
y el republicanismo ilustrados. La Constitución de 1793 era una apuesta por
la igualdad y por los derechos sociales, aunque es cierto que sus propuestas
no llegaron nunca a ponerse en práctica.

Entre las medidas que con distinta suerte decretaron los jacobinos
destacan en primer lugar la creación de un sistema educativo republicano y
secular y de un programa nacional de bienestar social. La Convención hizo
por extender los derechos a los niños y a las mujeres, aunque en este asunto
podamos detectar uno de los límites de la recién inaugurada igualdad
republicana. No obstante, el objetivo de extender la educación y erradicar la
pobreza no pudo alcanzarse debido a las exigencias perentorias de la guerra
y a la falta de tiempo.

Con todo, es posible hablar de una revolución cultural durante los primeros
años de la nueva era republicana. La proliferación de clubes y de diversas
formas de asociacionismo se tradujo en transformaciones semióticas. Nuevas
imágenes y nuevas palabras pasaron a ser lugares comunes en el nuevo
espacio cultural. Además, la población francesa más allá de París se politizó y
la opinión pública adquirió una importancia creciente. Incluso las formas de
contar se vieron afectadas con la reforma racional de los sistemas de
medidas, de peso, distancia y volumen. Este es uno de los aspectos más
notables de la revolución y demasiadas veces se ningunea en nombre del
análisis de la formación de la voluntad general.

En el interior de la dictadura

No puede hablarse de dictadura jacobina sin precisar muy bien los términos.
Aquí la entiendo en la acepción romana de la palabra: una magistratura de
excepción justificada por las exigencias de la salvación pública y limitada a la
duración de los peligros. Para la mayor parte de la Convención el objetivo de
la dictadura era la consecución de la paz y las restricciones, imposiciones
temporales y necesarias para alcanzarla. La extensión de los poderes del
Comité de Salud Pública estaba refrendada por la mayoría como
reconocimiento de su eficacia ante la pertinaz crisis de guerra.

Pero hubo un momento en que tuvo lugar un debate crucial sobre la


continuación del estado de excepción. Algunos jacobinos moderados como
Danton y Desmoulins exigieron que se terminara para dar paso al ‘imperio de
la ley’ según lo dispuesto en la Constitución de 1793. Pero para Robespierre y
más aún para sus partidarios el Terror tenía un propósito mucho menos
coyuntural y mucho más elevado que ganar la guerra. Cuatro palabras que
podemos hallar en los análisis de Montesquieu y de Rousseau bastan para
resumir ese ideal político: libertad, igualdad, frugalidad, virtud.

En 1793 la revolución popular estaba congelada. Entonces el club comenzó


un proyecto de ingeniería social para ocupar el espacio de la voluntad
popular. El movimiento revolucionario había comenzado con entusiasmo y el
humanismo impulsaba la lucha contra la intolerancia y el absolutismo del
antiguo régimen. Pero la regeneración social comenzaba a injerir en las
libertades y en la seguridad individuales. Es preciso pensar en la dicotomía
entre medios y fines y entre los ámbitos público y privado en democracia. La
cuestión de fondo se hace insoslayable: ¿por qué existió el Terror?; ¿fue la
fuerza de las circunstancias la que lo desató o fue la violencia revolucionaria
una reacción desmesurada a la amenaza fantasma de la contrarrevolución?

Dos miradas

Un primer vistazo puede hacer que creamos que la violencia era la sustancia
de la que estaba hecha la revolución. Pero de esta manera no
comprenderíamos el lenguaje del liberalismo político de izquierdas que
subyace. No es posible asumir que el ‘dérapage’ que hace del adversario
político un enemigo acérrimo y personal vaya de suyo en el proceso
revolucionario. En este punto hay que conceder un papel importante al
estallido de la guerra. Reducir el curso de la revolución a la obsesión por el
complot y por la traición que culmina en el Terror de 1794 supone desoír las
voces del liberalismo y la tolerancia.

Otra forma de ver las cosas es el análisis de los discursos de los jacobinos.
En los de Robespierre podemos leer una firme defensa de la libertad de
prensa, de conciencia y de culto. También, de la propiedad en su función
social, toda vez que ‘la desigualdad económica es la base de la destrucción
de la libertad’ y ‘las leyes deben tender a disminuir el abismo de la distinción
económica’. Una forma de hacerlo es procurar que ‘la propiedad del hombre
después de muerto debe revertir en la sociedad’. Los derechos del hombre y
la abolición de la pena de muerte tienen también su lugar en ese discurso.

Pero ojo: ninguna de estas dos miradas resulta satisfactoria. Ni las


intenciones de los actores ni las consecuencias perversas de sus actos son
suficientes para emitir un juicio justo. No hay que olvidar sin embargo que en
política son los medios los que deben justificar los fines. Por tanto, condenan
las malas consecuencias derivadas de una buena intención. Y la de los
jacobinos fue doble: salvar la revolución y crear una nueva sociedad.
Ciertamente hoy podemos felicitarnos porque lograran lo primero. Pero el
precio que hubo que pagar no puede por menos de suscitarnos alguna
pregunta. ¿Cuántas vidas vale una causa?
En el espejo de la teoría

No me veo capaz de abordar directamente la cuestión del peso de la razón


histórica. Lo más sensato es considerar que ni la revolución estaba viciada
desde el principio ni fueron las circunstancias excepcionales la única causa de
la explosión de violencia. A veces el rodeo es la mejor forma de acercarse al
meollo de una cuestión. Por lo que observar la teoría que inspira el
jacobinismo puede ayudarnos a encontrar los resortes que expuestos a
determinadas condiciones permitan explicar la escalada de violencia.

¿Cómo los hombres libres, iguales e independientes por naturaleza, podrían


someterse a una autoridad sin perder esos atributos? Esta es la pregunta que
mueve a la reflexión a Rousseau y tras él, a Robespierre. La libertad es el
derecho de todos los ciudadanos a contribuir a la formación de la voluntad
general. Una vez conformada, su autoridad es absoluta pero no despótica,
toda vez que cada cual es una parte del soberano. Esta teoría casa mucho
más con el consentimiento unánime que con la divergencia y el partidismo. Es
fácil que toda minoría disidente sea considerada una facción que carece de la
virtud del civismo. Por otra parte, ser libre significa no estar sometido más
que a la voluntad general y todo aquel que no puede valerse por sí mismo
está además sometido a otro. De ahí la necesidad de una cierta igualdad que
evite el abismo económico y social y los rencores que van asociados. Así el
camino está expedito para la consecución de la virtud republicana.

Si la virtud es el lazo de la comunidad de ciudadanos, la frugalidad es el


límite. La frugalidad debe limitar los deseos a la satisfacción de las
necesidades naturales. Pero la ‘naturaleza humana’ es un constructo cultural
que está sujeto a diversas interpretaciones. ¿Qué es en realidad la virtud?
Según Albert Camus es la conformidad con la naturaleza en el terreno de la
moral y la conformidad con la voluntad general en el espacio de la política. El
jacobinismo pasa así del plano cívico al plano moral y de la virtud cívica a la
virtud en el sentido estricto. Toda corrupción moral es a la vez una corrupción
política. Y viceversa.

Virtud y Terror

La elaboración de la ciudadanía nos pone ante la necesidad de trazar la


frontera entre lo público y lo privado. Como Rousseau, los jacobinos apuestan
por la transparencia total de la sociedad. No ha de haber pantallas entre
representantes y representados. El gobierno debe ser virtuoso a imagen y
semejanza del pueblo gobernado. Este paso introduce la legitimación ética de
la política, que pierde así su aspecto formal para llenarse de contenidos
morales. La fractura entre la ética y la política que tan elocuentemente
expresa la distinción entre el ‘hombre’ y el ‘ciudadano’ se suelda y la frontera
entre lo público y lo privado se desdibuja.

Esto da paso a la noción del ‘legislador’, tal como viene del mito antiguo y
como se la encuentra en Montesquieu y mejor aún en Rousseau. Es decir: la
idea de un personaje casi providencial cuya misión primera es la de orientar
la voluntad general pero que se desliza contradictoriamente hacia la de
fundar o regenerar la ciudad. Tarea en la que, hasta que le pone fin, es
todopoderoso. La única diferencia con relación a Rousseau es que para
Robespierre no era un hombre sino la Convención, purgada de sus elementos
impuros, la que debía asumir, como conjunto, la función del legislador.

El pueblo termina definiéndose no por la representación sino por la


reconstrucción que de su imaginario social hace la conciencia revolucionaria
encarnada en el poder demiúrgico de la acción política. Paradójicamente, el
pueblo acaba sometido a la tiranía de la libertad. Los valores que dicta la
virtud deben realizarse en y a través la acción política. Estos valores se
encarnan en el individuo y lo transforman en un sujeto colectivo, susceptible
de ser purgado de las enfermedades que lo aquejan. La ficción de la unidad
se apoya en la religión. Si hay una fuerza capaz de incidir en la más honda
intimidad de los hombres esa es la religión. Los jacobinos descubrieron mucho
antes que Comte la ‘religión cívica’ como pegamento que une la causa de la
religión y la de la república. En términos de la sociología moderna, que hace
de la ‘Gesellschaft’ de ciudadanos una verdadera ‘Gemeinschaft’ de
creyentes.

Tu rostro, mañana

Debemos reconocer que el jacobinismo está en la base de una tradición


política que ha manifestado en la larga duración su compromiso con los
valores del liberalismo de izquierdas y de la democracia social. Un tiempo
largo que en Francia transcurre ‘de Robespierre a Chevènement’, según se ha
escrito recientemente. En realidad podemos ir más allá, y hacer corresponder
el lema de ‘libertad, igualdad, fraternidad’ con las tres configuraciones
políticas axiales de la contemporaneidad: el liberalismo, la democracia y el
socialismo. Esto nos da la medida del laboratorio político que fue la revolución
y del alcance de la difusión de las ideas que generó y los problemas que dejó
planteados.

Pero a la vez el jacobinismo nos ofrece una lección de historia. La


Ilustración y la revolución compartieron el sueño de la armonía universal de
los seres humanos. Hoy somos conscientes de la inexistencia de ese paraíso
perdido, siempre anhelado. Nos separan de entonces dos siglos preñados de
guerras totales y nacionalismos exaltados. Tras conocer lo sucedido en
Auschwitz, en el Gulag o en las matanzas de las guerras poscoloniales
estamos prevenidos frente a los perfeccionismos que tratan de moralizar la
política. La felicidad individual no es ni debe ser un problema de Estado
porque a él no le compete dictar el sentido que ha de tener para cada cual la
vida buena. Camus parafrasea la frase de Saint-Just: ‘nadie puede ser
virtuoso inocentemente’.

A lo largo de la historia ha habido demasiadas generaciones sacrificadas en


nombre del futuro. No sabemos cómo será nuestro rostro mañana. Tampoco,
si habrá o no futuro. Por eso es censurable entender la vida como un destino
manifiesto y prescindir, en su búsqueda, del bienestar de las personas que
habitan el presente. Frente al dogma de la virtud o de la patria, mi respuesta
es la libertad. La libertad de todos y cada uno.
Bibliografía básica

Las consideraciones acerca de la filosofía kantiana y su relación con la


filosofía de la historia pertenecen a la conferencia ‘De nobis ipsis silemus.
Reflexiones sobre Hans Blumenberg, lector de Kant’. Fue dictada por José Luís
Villacañas Berlanga con ocasión del coloquio ‘Bicentenario de Emmanuel
Kant. Kant y el proyecto moderno’ celebrado el 29 de marzo de 2004 en la
Universidad Autónoma de Barcelona. Sobre la forma de entender la historia
que planteo, puede leerse la obra de Reinhardt Koselleck Futuro pasado,
Barcelona, Paidós, 1993. En el mismo sentido y en el contexto de la
revolución, Roger Chartier, Les origines culturelles de la Révolution française,
París, Le Seuil, 1990. Traducción castellana: Espacio público, crítica y
desacralización en el siglo XVIII: Los orígenes culturales de la Revolución
francesa, Barcelona, Gedisa, 1995.

El texto citado de Benedetta Craveri es La cultura de la conversación,


Madrid, Siruela, 2003. Habermas habla de una ‘esfera pública burguesa’ en su
obra Historia y crítica de la opinión pública, Barcelona, Gustavo Gili, 1994. La
noción de ‘revolución cultural’ y los planteamientos de este apartado se
deben en su mayor parte a la lectura de Peter McPhee, La Revolución
Francesa, 1789-1799: Una nueva historia, Barcelona, 2003. Sobre las cautelas
necesarias para hablar de dictadura destaca el capítulo dedicado al
pensamiento revolucionario en la obra dirigida por Pascal Ory Nueva historia
de las ideas políticas, Madrid, Mondadori, 1992. De la misma obra, puede
consultarse el espacio dedicado a Rousseau.

La perspectiva adoptada bajo este epígrafe se debe a la lectura de Max


Weber El político y el científico, Madrid, Alianza, 1984. En ella se plantea la
existencia de la ética de las intenciones y de la ética de las consecuencias. Se
concluye que en la política es esta última la que debe prevalecer. La obra
citada de Albert Camus es L’homme révolté, París, Gallimard, 1951. Sobre la
teoría del jacobinismo cabe leer la voz ‘jacobinismo’ en el Dictionnaire
critique de la Révolution française, París, Flammarion, 1988, dirigido por
François Furet y Mona Ozouf. Traducción castellana: Diccionario de la
Revolución francesa, Madrid, Alianza Editorial, 1989. Asimismo, resulta
interesante la obra de François Furet Pensar la revolución francesa, Barcelona,
Petrel, 1980. El planteamiento del jacobinismo en el tiempo largo nos lo
ofrece Michel Vovelle en su obra Les jacobins. De Robespierre a
Chevènement, París, La Découverte, 1999.

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