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En el jardín de las mentiras (Primera parte)

Por Marie Brennan

En la Ciudad de las Mentiras, resultaba relativamente novedoso ver cómo se resolvía una dis-
puta por el limpio método de un duelo de iaijutsu.
Yogo Hiroue había sugerido a su señora que podría resultarles beneficioso si Bayushi Gen-
sato perdía el combate a propósito. —Al fin y al cabo, Kitsuki-san no se sentirá inclinada a que-
darse mucho tiempo en vuestra fiesta si se siente humillada por haber sido derrotada.
Shosuro Hyobu, la gobernadora de la ciudad, había rechazado esta idea con un simple gesto
de su abanico. —Puede que Kitsuki-san no haya sido entrenada como investigadora, pero aun-
que su estilo resulte poco ortodoxo es una experta en la técnica Mirumoto. Si Gensato no da lo
mejor de sí mismo contra ella, lo sabrá.
Así que ahora los dos bushi se encontraban cara a cara en mitad de la noche, con los pies
cuidadosamente plantados en la arena del patio, mientras las antorchas que los rodeaban pro-
yectaban sombras que se movían aunque las luces que las generaban permanecieran inmóviles.
Hiroue se dedicó a estudiar de forma evidente la postura de Kitsuki Shomon, pero en realidad
era para mantener las apariencias; en el mejor de los casos se le podía considerar un espadachín
corriente. Como todos los bushi entrenados en la escuela Mirumoto, Shomon estaba preparada
para desenvainar no sólo su katana sino también su wakizashi. Sin embargo, aparte de aquello
cualquier otra falta de ortodoxia le resultaba imperceptible.
Era una mujer fornida, y entre cortesanos se la hubiese considerado poco agraciada, pero
Hiroue siempre había creído que la habilidad tenía su propia belleza. Allí, de pie, con unos
mechones de pelo golpeándole el rostro y los ojos fijos en Gensato, tenía una apariencia impac-
tante. Podía creerse que esta era la mujer que, desafiando cualquier convención, había estable-
cido un dōjō en Ryoko Owari en el que se aceptaba a cualquier alumno: no sólo a otros miem-
bros del Clan del Dragón, no sólo a samuráis de todos los clanes, sino a cualquiera que tuviese
el derecho de portar un daishō, incluso un ronin. ¡E incluso dedicó parte de su tiempo a instruir
a campesinos! No en esgrima, por supuesto; cualquier campesino al que se encontrase con una
espada acabaría siendo ejecutado, y el senséi sería afortunado si se le daba la oportunidad de pur-
gar su vergüenza con el seppuku. Pero Shomon les enseñó los fundamentos del jūjutsu, como si
fuera una monja de la Hermandad, afirmando que esto resultaba beneficioso para sus cuerpos y
sus espíritus. Y si con ello ayudaba a los campesinos a protegerse de las despiadadas bandas de
“apagafuegos” que dominaban gran parte de la ciudad... seguramente era una coincidencia.
Dado que muchas de esas bandas estaban en la nómina de la gobernadora, Shosuro-sama
había sorprendido a casi todo el mundo al permitir que Shomon llevase su dōjō como le pareció
oportuno. Pero Hiroue sabía que Shomon, con la típica actitud impredecible Dragón, se había
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comprometido a compartir el destino de cualquier alumno que usara sus enseñanzas para infrin-
gir la ley. Al menos hasta ahora, Shosuro-sama no había hecho ningún intento de volver esta pro-
mesa en su contra.
Incluso le había brindado a Shomon esta oportunidad de demostrar la validez de sus méto-
dos, para acallar a sus críticos. Una docena de samuráis se encontraban situados alrededor del
recinto del duelo, a la espera de ver quién demostraba ser el mejor, Shomon o Gensato. Eran
demasiado respetuosos con la tradición del duelo como para cotillear, pero el sonido sorpren-
dentemente fuerte de un abanico al abrirse de golpe rompió el silencio. Hiroue no apartó la vista
de los duelistas, pero miró de reojo al culpable: Bayushi Masanao. El hombre pagaría más tarde
por la interrupción.
Sin embargo, el ruido no había inquietado a ninguno de los duelistas. Gensato esbozaba
incluso una ligera sonrisa arrogante. Había menospreciado públicamente el estilo de Shomon
siguiendo órdenes de la gobernadora, y afirmó que no valdría mucho si podía aprenderlo hasta
un ronin. Shomon nunca habría aceptado una invitación casual a una fiesta en la mansión de la

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gobernadora, pero difícilmente podía negarse a defender su honor. Conforme a la tradición del
iaijutsu, el próximo ataque resolvería la disputa de una u otra forma.
Se escuchó el sonido de la grava cuando uno de los duelistas movió un pie en un movimiento
demasiado pequeño para que Hiroue lo viera, y se dio cuenta de que la expectación le había
hecho contener la respiración. Resulta mucho más interesante cuando no sé cómo va a terminar.
No hubo ningún indicio de movimiento. Casi no lo vio suceder. Los dos duelistas estaban
justo fuera del alcance de sus espadas cuando de repente se produjo un torbellino de movimiento
de aceros, breve y explosivo. Cuando terminó, los dos se encontraban en lados opuestos, con las
espadas desenvainadas. La situación se mantuvo un instante antes de que Gensato se relajase y
se inclinase ante Shomon. Su manga izquierda tenía una pequeña mancha oscura. —Me doy
por corregido, Kitsuki-san. Por favor, aceptad mis disculpas. Realmente me habéis mostrado el
poder de vuestra espada.
Siendo como era una verdadera Dragón, Shomon tenía demasiado autocontrol como para
regodearse. Le devolvió la reverencia. —No hay nada que perdonar, Bayushi-san.
Los espectadores presentes murmuraron entre ellos, debatiendo sobre las implicaciones polí-
ticas del duelo. Shosuro-sama se adelantó con una sonrisa, dispuesta a felicitar a la vencedora.
Hiroue no se les unió. Como invitado de la gobernadora, Shomon no podía abandonar inme-
diatamente la fiesta sin insultarla. Pero Hiroue dudaba que fuese el tipo de persona que disfrutase
de los sofisticados pasatiempos de Shosuro-sama. Tarde o temprano, buscaría un rincón tran-
quilo para recobrar la calma.
Recogiendo su shamisen de manos de un criado, Hiroue fue en busca de un rincón adecuado,
y aguardó.

Hiroue aún tenía el shamisen en las manos, pero habían pasado muchos minutos desde la
última vez que había tocado una nota. El instrumento había servido a su propósito, incitando a
Shomon a encontrar la fuente de la delicada música que se escuchaba flotando en la tranquilidad
nocturna de los jardines de la gobernadora.
El lugar era encantador incluso en la oscuridad primaveral, pero no era nada en comparación
con su belleza durante el día. Por otra parte, quizás era mejor que Shomon sólo fuera a ver los jar-
dines de noche. Los campesinos de Ryokō Owari se referían a la suntuosa mansión de la gober-
nadora como “la casa que el opio construyó”… aunque nunca donde pensaran que un samurái
podría oírles. No estaban equivocados, pero la verdad no era defensa ante la furia de un samurái.
Especialmente en tierras Escorpión.
Hiroue ya había estado muchas otras veces en los jardines, pero ahora se encontraba en terri-
torio desconocido. Normalmente tenía un arsenal de trucos para ocasiones como estas: un roce
“accidental” de su manga contra la mano del objetivo. Un contacto ocular que se prolongaba
apenas un instante en exceso para ser apropiado, pero no tanto como para resultar desagrada-
ble. Una bajada paulatina de su tono de voz, hasta que se asentaba en un profundo tono bajo que

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sugería la languidez del dormitorio. Gestos que hacían resaltar sus manos: había desarrollado su
talento musical hacia el shamisen porque le proporcionaba la oportunidad de mostrar su rasgo
más atractivo. Había utilizado estos trucos contra un sinnúmero de hombres y mujeres, y muy
pocos habían sido capaces de resistirse a sus encantos.
En el caso de Shomon, había abandonado ese acercamiento a los pocos minutos de encon-
trarse. Seducirla podía resultar posible, pero llevaría mucho más tiempo del que podía dedi-
carle, y cualquier intento de precipitar el proceso no haría más que alejarla. En lugar de ello,
Hiroue había conducido la conversación hacia asuntos religiosos, y se sentía sorprendido por
el resultado.
—’El viento sopla, las naciones cambian, las fortunas se alzan y caen, pero a la gente sencilla
siempre se le pedirá que asuma la carga —dijo Shomon citando al Tao—. Y el sutra de la Hoja
Única nos recuerda que la resistencia de una cadena depende de su eslabón más débil. Si se pide
a los heimin que soporten una carga tan pesada, ¿no deberíamos dedicar nuestros esfuerzos a
asegurarnos de que son lo bastante fuertes como para resistirla? De hecho, exigimos de ellos que
cumplan con los preceptos del Bushidō de innumerables maneras, aunque no los llamemos por
ese nombre. De los ashigaru esperamos coraje, de los trabajadores deber y lealtad, y de todos

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ellos respeto y cortesía cuando están en presencia de sus superiores. La honestidad es tan digna
de elogio en un campesino como en un samurái. Pero carecen de instrucción, y sin conocer los
obstáculos a los que se enfrentan, ¿cómo pueden elegir el camino correcto?
Hiroue estaba bastante seguro de que la última pregunta era otra alusión al Tao. Le hubiese
gustado contestar de la misma manera, pero ninguna de las citas que le vinieron a la mente
apuntaba en la dirección que necesitaba. En lugar de ello, se vio obligado a recurrir a hablar sin
rodeos. —Pero el camino correcto para un heimin es diferente del de un samurái, ¿no es así? ¿Y
si, al instruirlos en los preceptos de Bushidō, los alejáis del dharma que les corresponde?
La mujer se mofó de la pregunta. —Explicadme en qué sirve al Imperio que un campesino
sea cobarde, cruel o deshonesto. La naturaleza de su deber es diferente de la de un samurái, no
lo pongo en duda, pero la virtud es la virtud. Y la auténtica virtud es el núcleo del que proviene
todo lo demás.
Hiroue estuvo a punto de sonreír. No era un espadachín, pero tanto en una conversación
como en un combate, había momentos en los que el oponente bajaba la guardia y dejaba una
apertura perfecta. —¿Y qué hay de la idea de que vivimos en una era de decadencia de la virtud?
Lo dijo como una frase en lugar de usar su nombre específico, Suijindai, pero Shomon enten-
dió la referencia de todos modos. Se envaró en el banco, y respondió. —Las personas pueden
apartarse del sendero del honor —dijo, masticando cada palabra—, pero lo único que hacen los
que afirman esto es poner excusas ante su propia debilidad. El mismo Kami Akodo nos enseñó la
senda del Bushidō y es un bastión para nuestros espíritus sin importar la época. Si no logramos
cumplir con sus ideales, sencillamente debemos esforzarnos más para superarnos. Como dice el
sutra de la Flecha, “el sendero que atraviesa la llanura es fácil, el que conduce a la cima de una
montaña es difícil; pero sólo desde la cima podemos ver muy lejos”. Afirmar que la llanura nos
conducirá a un punto de vista superior no es más que una ilusión.
Su vehemencia lo dejó perplejo. Hiroue había leído los informes, fragmentados e incomple-
tos, acerca de la controvertida secta que se había arraigado en tierras Dragón. Se autodenomi-
naban la Tierra Perfecta, en honor al reino paradisíaco que decían que esperaban a los creyentes
tras la muerte. Uno de sus postulados centrales era que Rokugán se había adentrado en la Era de
la Decadencia de la Virtud y que los samuráis eran la causa, al haberse apartado de su camino.
Los informes hablaban de ejércitos campesinos reunidos en las montañas al norte. Aquí, en
Ryokō Owari, Kitsuki Shomon entrenaba abiertamente a heimin en combate cuerpo a cuerpo.
No resultaba difícil imaginar que pudiera tener relación con la secta. Pero a juzgar por su reac-
ción, la idea no era más que eso: imaginaciones.
Aun así, tenía que asegurarse. —¿No dice el Clan del Dragón que hay muchas sendas hacia
el mismo destino?
—Algunas sendas son falsas —contestó Shomon—. Mi propio alumna...
Antes de que pudiese terminar esa frase, Hiroue levantó una mano, al tiempo que miraba
más allá de Shomon, hacia la oscuridad de los jardines. —¡Silencio! Oigo a alguien.

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