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EL ASOMBRO ENTRE EL MISTERIO Y EL SABER

Ha dicho Platón1, y también Aristóteles2, que es el asombro el origen de la filosofía; la


fuente de donde mana el impulso que mueve al hombre a filosofar, es decir, su principium:
su origen permanente, íntimo e intrínseco. Esto implica que aquel que filosofa vive en el
asombro, es su hábitat; no sale jamás de él, y expresa, primordialmente, pero concomitante a
tantos otros aspectos, que la actividad filosófica no debe ser identificada con la ordinaria
solicitud con que la realidad normalmente pulsa nuestra facultad sensible, sino a la
humildad de reconocer que en las cosas hay más de lo que uno puede ver, que la realidad
no es algo puramente fenomenológico. Digámoslo así: los datos sensibles se encuentran
ahí, no atraen nuestra atención, pero de pronto algo pasa frente a la fachada del espíritu que
sale de lo corriente, y de lo ordinario surge una luz, algo nos sacude, nos saca del letargo de
la “costumbre”, una silueta hasta entonces oculta a la mirada nos admira:

“Me siento animado, este hermoso día me produce contento. Miro con sorpresa las primeras flores que han
abiertos sus corolas en el jardín todavía árido. Un vientecillo suave acaricia mi rostro y mis desnudas manos.
Hundo mi mirada en el radiante y profundo azul del cielo y se me figura que éste es la cúpula de mi corazón.
Experimento el gran desconcierto que causa la vida, y todo se convierte en una maravilla indescifrable,
profundamente misteriosa. Lleno de sorpresa veo a nuestro hijo triscando y cantando por el jardín. Ahí viene
Cristina, vestida de claro; veo sus ojos, me sonríe. Mi corazón se quiebra de emoción y de amor. ¿Quiénes
somos, pues, que, insatisfechos incluso ante toda esta delicia, nuestros anhelos nos empujan más y más y
nuestros sueños atisban eternos mundos inaccesibles? ¿Acaso hemos perdido algo?3

El mirar aquí ya no es puramente sensible, sino que implica una operación del intelecto.
Es la inteligencia que pugna por “leer dentro” -intus legere- del objeto que se le presenta. En
principio, se sugiere como un conocimiento negativo: un no saber explicarnos cómo ella sea
posible, y a propósito, darnos cuenta de nuestra propia ignorancia. Por tal motivo
consideramos que en el asombro, como constitutivo de él, la mirada se abre al misterio del
ser, a la luz insondable e inagotable del ser. La primera actitud, entonces, es un
“enmudecer”4 frente a lo que se presenta. Luego de esta primera excitación de la
inteligencia, y de ese reconocer la ignorancia en la que se encuentra, el deseo natural de
saber impulsa a penetrar ese objeto que nos causó tal admiración, a conocerlo, a ejercer el
saber científico. Entonces ese primer momento “negativo” no es resignación, sino un estar

1 Teeteto, 155d.
2 Metafísica, I, 2.
3 VAN DER MEER DE WALCHEREN, P. Nostalgia de Dios. Ediciones Carlos Lohlé, Bs. As., 1955, p. 39.
4 Decimos “enmudecer”, porque la raíz latina de misterio es “myo”, que significa “cerrar los labios”,

“enmudecer”. Es ser incapaz de proferir palabra, pues lo que se presenta no puede ser encerrado en un
vocablo.
en camino. Quien se asombra, es cierto, se queda un instante sin palabras, pero
inmediatamente se pone en búsqueda. Hay un anhelo por saber. Es más, no sólo no hay
resignación, sino que del asombro proviene la alegría: expresión del amor antes de que se
haya hecho posesión de lo amado. “La alegría de quien se asombra es la alegría de un principiante,
de un espíritu siempre dispuesto y en tensión hacia algo nuevo e inesperado”.5

Aquí comulgan la contemplación y el asombro. La contemplación es un conocer


encendido por el amor, es un percibir amante6 y va acompañada del asombro, de lo
mirandum. Lo propio del amor es ver, y de esa conjunción entre ver y amar es que nace la
contemplación, la cual aplica con sosegado ánimo la mirada en el objeto amado. El amor
requiere del ver, no se ama si no se ve, si no se conoce el objeto de la predilección
amorosa. Esto genera un vínculo, que puede ser con la verdad o con una persona, que
poco a poco se consolida, se unifica, se hace uno. El yo se ata, se vincula al tú por medio
del amor, uno se dona al otro, y en ese atarse y en ese donarse, aunque a los oídos
modernos suene paradójico y se rasguen las vestiduras, está la verdadera libertad, la libertad
de los que aman, la libertad de aquellos que se olvidan de sí mismo y dan la vida por el
otro.

Del mismo modo el amor hace nuevas todas las cosas, las funda una y otra vez, y
muestra el carácter no definitivo del mundo. El amor conmociona el alma y de un golpe la
realidad más anodina se transforma en un bello cuadro de luces y colores. Hasta el tiempo
se detiene y el presente se hace eternidad. Amor y asombro, dos realidades que exceden
nuestra compresión. En ellos se patentiza nuestra condición de seres finitos, pero al mismo
tiempo la inevitable atracción por lo infinito que se enciende en la nostalgia. Nostalgia que
es la llamada, que desde dentro del silencio de la contemplación, nos llama al reposo
eterno.

Sigamos adelante, si la admiración no genera un “emprender la búsqueda” por conocer


el objeto, se queda simplemente en lo sentimental. La simple vivencia de la “conmoción”
que produce la situación o el objeto considerado, no es aún admiración filosófica -
principium- si prima el factor emocional sobre el intelectual. Sólo frente a este último factor
se presenta el verdadero asombro que nos mueve a la aspiración de la sabiduría.

Ahora, en aquel conocimiento científico si bien podemos de-velar algún aspecto “nuevo”
de una cosa, es decir, ver el perfil nunca visto de ella, siempre algo nos queda velado. No

5 PIEPER, J. El ocio, fundamento de la cultura. Librería Córdoba, Bs. As., 2010, p. 126.
6 Cfr. PIEPER, J. Felicidad y contemplación. Librería Córdoba, Bs. As., 2012, p. 62.
podemos comprehender la totalidad de las cosas que son –se nos da en esperanza-. Lo
mencionado se puede apoyar en aquel argumento de Aristóteles, en Metafísica, II, 1, que
dice:

“lo mismo que a los ojos del ave nocturna ofusca la luz del día, lo mismo a la inteligencia de nuestra alma
ofuscan las cosas que tienen en sí mismas la más brillante evidencia”.

Los ojos de nuestra inteligencia, al menos en principio, se ven incapacitados de mirar


directamente la luz que envuelve cada cosa, a riesgo de quedar cegados. Si bien existen
algunos que se atreven a elevar la mirada; a esos las cosas les “dicen” mucho y a otros las
cosas les parecen mudas, aunque a ambos la realidad se le presenta con meridiana claridad,
porque está ahí, presente. Hay que saber ver. Hay que saber escuchar.

¿Quiénes son, entonces, esos que saber ver y escuchar a las cosas? Los filósofos, y
también los poetas. A estos es a quienes las cosas se les presentan cargadas de sentido, es
decir, sin ninguna finalidad práctica –aunque la pudieran tener-, sino en el hecho de ser lo
que realmente son, un don. Ese sentido es el que al filósofo hace preguntarse ¿por qué todo y no
más bien nada? La pregunta filosófica intenta romper el diario acontecer del “mercado” y
obliga al hombre, que hasta hace un instante se dedicaba tan sólo a comprar y vender, a
levantar su cabeza inclinada y preguntarse acerca de Dios, del mundo, del hombre. Pero no
todo es color de rosas, se puede presentar lo contrario, escuchar en cada rincón del
mercado la risa de cientos de muchachas tracias. Quienes profieren estas risas escandalosas
hacen de la vida pura acción y necesitan constantemente de nuevas adquisiciones
novedosas, porque están incapacitadas para re-descubrir las cosas. Ni la pregunta filosófica
hace meya en su diario acontecer laboral.

El sentido de algo, es el que permite al poeta, a través de sus versos, de-velar brillos de
algo que a la mayoría de los ojos ha pasado desapercibido, intentando mostrar el valor más
genuino de la realidad. El Doctor Angélico -en uno de sus comentarios a la Metafísica de
Aristóteles- ha sentenciado certeramente “…la razón por la que el filósofo se asemeja al poeta es
que ambos tratan con lo maravilloso”.7 En el asombro, filósofo y poeta comulgan. Es que el acto
filosófico como el poético anulan, por un lado, y trascienden, por el otro, aunque sea por
un instante, las preocupaciones diarias, dan un paso más allá. Un paso que los deja a la
“intemperie”. Cara a cara con el Universo. Es el éxtasis –salirse de sí mismo- frente al
hecho de que las cosas sean y existan:

7 Cit. PIEPER, J. El ocio… op. cit., p. 87.


“La admiración que da lugar a la filosofía nos hace suspender por un momento la ajetreada ocupación en que
nuestro ser se dispersa y afana, y viene a colocarlo bajo un interrogante en que el hombre se torna sobre sí.
[…] Preguntarse por el sentido total de todo eso que hacemos y deshacemos en la faena de nuestra vida. […]
Y al recogerse en la meditación de estos temas, trasciende la dispersión de su diario vivir en el plano sensible y
material y se libera, siquiera sea por un momento, del peso de nuestro cuerpo sobre la tierra”.8

Es cierto, y no podemos dejar de decirlo, que vivir a la intemperie de continuo es algo


sobre-humano, por ese motivo es que necesitamos tener los pies sobre la tierra. Es esta la
situación: el hombre debe tener un techo sobre la cabeza, pero no debe olvidar que sobre el
propio techo se encuentran las estrellas que es menester contemplar para liberarse de la
servidumbre de lo sensible, para una plena vida humana; si por el contrario nos dedicamos
pura y exclusivamente a la vida del neg-ocio, esa vida es lisa y llanamente infrahumana.

8 MILLÁN PUELLES, A. Fundamentos de filosofía. 10ª ed., Rialp, Madrid, 1978 p. 36.

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