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“Me siento animado, este hermoso día me produce contento. Miro con sorpresa las primeras flores que han
abiertos sus corolas en el jardín todavía árido. Un vientecillo suave acaricia mi rostro y mis desnudas manos.
Hundo mi mirada en el radiante y profundo azul del cielo y se me figura que éste es la cúpula de mi corazón.
Experimento el gran desconcierto que causa la vida, y todo se convierte en una maravilla indescifrable,
profundamente misteriosa. Lleno de sorpresa veo a nuestro hijo triscando y cantando por el jardín. Ahí viene
Cristina, vestida de claro; veo sus ojos, me sonríe. Mi corazón se quiebra de emoción y de amor. ¿Quiénes
somos, pues, que, insatisfechos incluso ante toda esta delicia, nuestros anhelos nos empujan más y más y
nuestros sueños atisban eternos mundos inaccesibles? ¿Acaso hemos perdido algo?3
El mirar aquí ya no es puramente sensible, sino que implica una operación del intelecto.
Es la inteligencia que pugna por “leer dentro” -intus legere- del objeto que se le presenta. En
principio, se sugiere como un conocimiento negativo: un no saber explicarnos cómo ella sea
posible, y a propósito, darnos cuenta de nuestra propia ignorancia. Por tal motivo
consideramos que en el asombro, como constitutivo de él, la mirada se abre al misterio del
ser, a la luz insondable e inagotable del ser. La primera actitud, entonces, es un
“enmudecer”4 frente a lo que se presenta. Luego de esta primera excitación de la
inteligencia, y de ese reconocer la ignorancia en la que se encuentra, el deseo natural de
saber impulsa a penetrar ese objeto que nos causó tal admiración, a conocerlo, a ejercer el
saber científico. Entonces ese primer momento “negativo” no es resignación, sino un estar
1 Teeteto, 155d.
2 Metafísica, I, 2.
3 VAN DER MEER DE WALCHEREN, P. Nostalgia de Dios. Ediciones Carlos Lohlé, Bs. As., 1955, p. 39.
4 Decimos “enmudecer”, porque la raíz latina de misterio es “myo”, que significa “cerrar los labios”,
“enmudecer”. Es ser incapaz de proferir palabra, pues lo que se presenta no puede ser encerrado en un
vocablo.
en camino. Quien se asombra, es cierto, se queda un instante sin palabras, pero
inmediatamente se pone en búsqueda. Hay un anhelo por saber. Es más, no sólo no hay
resignación, sino que del asombro proviene la alegría: expresión del amor antes de que se
haya hecho posesión de lo amado. “La alegría de quien se asombra es la alegría de un principiante,
de un espíritu siempre dispuesto y en tensión hacia algo nuevo e inesperado”.5
Del mismo modo el amor hace nuevas todas las cosas, las funda una y otra vez, y
muestra el carácter no definitivo del mundo. El amor conmociona el alma y de un golpe la
realidad más anodina se transforma en un bello cuadro de luces y colores. Hasta el tiempo
se detiene y el presente se hace eternidad. Amor y asombro, dos realidades que exceden
nuestra compresión. En ellos se patentiza nuestra condición de seres finitos, pero al mismo
tiempo la inevitable atracción por lo infinito que se enciende en la nostalgia. Nostalgia que
es la llamada, que desde dentro del silencio de la contemplación, nos llama al reposo
eterno.
Ahora, en aquel conocimiento científico si bien podemos de-velar algún aspecto “nuevo”
de una cosa, es decir, ver el perfil nunca visto de ella, siempre algo nos queda velado. No
5 PIEPER, J. El ocio, fundamento de la cultura. Librería Córdoba, Bs. As., 2010, p. 126.
6 Cfr. PIEPER, J. Felicidad y contemplación. Librería Córdoba, Bs. As., 2012, p. 62.
podemos comprehender la totalidad de las cosas que son –se nos da en esperanza-. Lo
mencionado se puede apoyar en aquel argumento de Aristóteles, en Metafísica, II, 1, que
dice:
“lo mismo que a los ojos del ave nocturna ofusca la luz del día, lo mismo a la inteligencia de nuestra alma
ofuscan las cosas que tienen en sí mismas la más brillante evidencia”.
¿Quiénes son, entonces, esos que saber ver y escuchar a las cosas? Los filósofos, y
también los poetas. A estos es a quienes las cosas se les presentan cargadas de sentido, es
decir, sin ninguna finalidad práctica –aunque la pudieran tener-, sino en el hecho de ser lo
que realmente son, un don. Ese sentido es el que al filósofo hace preguntarse ¿por qué todo y no
más bien nada? La pregunta filosófica intenta romper el diario acontecer del “mercado” y
obliga al hombre, que hasta hace un instante se dedicaba tan sólo a comprar y vender, a
levantar su cabeza inclinada y preguntarse acerca de Dios, del mundo, del hombre. Pero no
todo es color de rosas, se puede presentar lo contrario, escuchar en cada rincón del
mercado la risa de cientos de muchachas tracias. Quienes profieren estas risas escandalosas
hacen de la vida pura acción y necesitan constantemente de nuevas adquisiciones
novedosas, porque están incapacitadas para re-descubrir las cosas. Ni la pregunta filosófica
hace meya en su diario acontecer laboral.
El sentido de algo, es el que permite al poeta, a través de sus versos, de-velar brillos de
algo que a la mayoría de los ojos ha pasado desapercibido, intentando mostrar el valor más
genuino de la realidad. El Doctor Angélico -en uno de sus comentarios a la Metafísica de
Aristóteles- ha sentenciado certeramente “…la razón por la que el filósofo se asemeja al poeta es
que ambos tratan con lo maravilloso”.7 En el asombro, filósofo y poeta comulgan. Es que el acto
filosófico como el poético anulan, por un lado, y trascienden, por el otro, aunque sea por
un instante, las preocupaciones diarias, dan un paso más allá. Un paso que los deja a la
“intemperie”. Cara a cara con el Universo. Es el éxtasis –salirse de sí mismo- frente al
hecho de que las cosas sean y existan:
8 MILLÁN PUELLES, A. Fundamentos de filosofía. 10ª ed., Rialp, Madrid, 1978 p. 36.